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Que no le digan a Rafael Padilla –quien durante seis años mantuvo abierto el
restaurante Muelle 8– que la cocina fusión es una novedad. "Aquí se ha fusionado
toda la vida", explica este chef samario. "La región cuenta con un puerto abierto al
mundo, un gran río, varias etnias y todos los pisos térmicos de la Sierra Nevada de
Santa Marta", recuerda. Cada una de estas características ha incidido en la
formación de una gastronomía tan diversa, que a la fecha es casi imposible
identificar una sola preparación ajena a una u otra influencia.
Hace muchos años habitaron aquí tribus que se destacaron por sus habilidades en
la pesca de nicuro, bocachico e incluso pulpo, cuyas preparaciones –siglos después
de la Conquista– se mezclaron con ingredientes recién llegados al puerto, como
aceite de oliva, embutidos ingleses, frutos secos y también licores para
entonces desconocidos en el país.
Padilla vuelca ahora su memoria hasta la infancia, para encontrarse con escenas
de su abuela usando una piedra plana de río sobre brasas como plancha para la
carne, o una cacerola para hornear pavo que se cubría con carbón encendido por
horas. "Sin horno y sin nevera, mis bases gastronómicas surgieron de forma casi
cavernícola", bromea el chef con respecto a las rudimentarias técnicas que lo
influenciaron y a partir de las cuales dio sus primeros pasos en la cocina.
Hoy rescata esa misma escasez como base de la culinaria, no solo magdalenense,
sino en general. "Mi teoría es que la gastronomía del mundo la ha hecho la gente
pobre", sostiene. Por eso cree que la versión más honesta de estos sabores y
costumbres se encuentra en las plazas de mercado, a las que él va para
inspeccionar –hasta rozar con el manoseo– sus ingredientes predilectos: el ajo, la
cebolla y el limón.