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La casa encantada

Anónimo

Una joven soñó una noche que caminaba por un extraño sendero campesino, que
ascendía por una colina boscosa cuya cima estaba coronada por una hermosa casita
blanca, rodeada de un jardín. Incapaz de ocultar su placer, llamó a la puerta de la casa,
que finalmente fue abierta por un hombre muy, muy anciano, con una larga barba
blanca. En el momento en que ella empezaba a hablarle, despertó. Todos los detalles de
este sueño permanecieron tan grabados en su memoria, que por espacio de varios días
no pudo pensar en otra cosa. Después volvió a tener el mismo sueño en tres noches
sucesivas. Y siempre despertaba en el instante en que iba a comenzar su conversación
con el anciano.
Pocas semanas más tarde la joven se dirigía en automóvil a una fiesta de fin de
semana. De pronto, tironeó la manga del conductor y le pidió que detuviera el auto. Allí,
a la derecha del camino pavimentado, estaba el sendero campesino de su sueño.
-Espéreme un momento -suplicó, y echó a andar por el sendero, con el corazón
latiéndole alocadamente.
Ya no se sintió sorprendida cuando el caminito subió enroscándose hasta la cima
de la boscosa colina y la dejó ante la casa cuyos menores detalles recordaba ahora con
tanta precisión. El mismo anciano del sueño respondía a su impaciente llamado.
-Dígame -dijo ella-, ¿se vende esta casa?
-Sí -respondió el hombre-, pero no le aconsejo que la compre. ¡Un fantasma, hija
mía, frecuenta esta casa!
-Un fantasma -repitió la muchacha-. Santo Dios, ¿y quién es?
-Usted -dijo el anciano, y cerró suavemente la puerta.
..................

Espiral
(Autor: Enrique Anderson Imbert)

Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo obscuro. Para


no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi
cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si ésa era mi casa o una casa
idéntica a la mía. Y mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera
durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de
caracol. Di la última vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna,
sentado en la cama, con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de
hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la
boca: como en un espejo, uno de los dos era falaz. “¿Quién sueña con quién?”, exclamó uno
de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento oímos ruidos de pasos en la
escalera de caracol: de un salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar
al que venía subiendo, que era yo otra vez.

…….

1
El fantasma
(Autor: Javier Villafañe)

Despertó con un fuerte dolor en la nuca. Abrió la puerta y el perro ladró como si
viera a un desconocido. Fue al embarcadero y subió a la canoa. Remó y en el primer
remolino la canoa se dio vuelta. Después unos policías rastreaban el río en busca del
ahogado.
-No lo busquen en el río -dijo un vecino-. El hombre está muerto en su rancho. Esta
mañana oí ladrar a su perro. Salí y vi como la canoa se iba sola río abajo. Fue al fantasma
del hombre que vio su perro. Por eso ladró así. Fue su fantasma el que subió a la canoa y se
ahogó.
Cuando los policías entraron en el rancho, el hombre estaba tendido en un catre,
muerto, con las manos sobre la nuca.

………

La muerte
(Autor: Enrique Anderson Imbert)

La automovilista (negro el vestido, negro el pelo, negros los ojos pero con la
cara tan pálida que a pesar del mediodía parecía que en su tez se hubiese detenido un
relámpago) la automovilista vio en el camino a una muchacha que hacía señas para que
parara. Paró.
-¿Me llevas? Hasta el pueblo no más -dijo la muchacha.
-Sube -dijo la automovilista. Y el auto arrancó a toda velocidad por el camino
que bordeaba la montaña.
-Muchas gracias -dijo la muchacha con un gracioso mohín- pero ¿no tienes
miedo de levantar por el camino a personas desconocidas? Podrían hacerte daño. ¡Esto
está tan desierto!
-No, no tengo miedo.
-¿Y si levantaras a alguien que te atraca?
-No tengo miedo.
-¿Y si te matan?
-No tengo miedo.
-¿No? Permíteme presentarme -dijo entonces la muchacha, que tenía los ojos
grandes, límpidos, imaginativos y enseguida, conteniendo la risa, fingió una voz
cavernosa-. Soy la Muerte, la M-u-e-r-t-e.
La automovilista sonrió misteriosamente.
En la próxima curva el auto se desbarrancó. La muchacha quedó muerta entre las
piedras. La automovilista siguió a pie y al llegar a un cactus desapareció.
……………

2
El guante de encaje

(Autora: María Teresa Andruetto)

Cierta vez, un paisano de La Aguada viajaba con su hijo en carro por el camino viejo
que une al poblado que llaman Capilla de Garzón con Pampayasta. Cuando iban
pasando por el campo de los Zárate, en el cruce mismo con el camino nuevo, una mujer
muy joven vestida de fiesta, los detuvo.
Aunque era muy entrada la noche, la habían visto de lejos porque la luz de la
luna era intensa y el color del vestido, blanco brillante.
– Mi novio se ha enojado conmigo y me ha dejado sola en el medio del campo –
dijo cuando el carro se detuvo- ¿Podrá usted llevarme hasta la entrada de Pampayasta?
Yo vivo ahí.
-Cómo no, señorita – contestó el paisano, y él y su hijo le hicieron un lugar en el
carro. Viajaron en silencio un buen rato, hasta que empezaron a hablar de cosas sin
importancia, más por ser amables que por verdadera necesidad de decir algo. En esas
conversaciones ella confesó que le gustaba demasiado el baile y que se llamaba
Encarnación.
Era una noche de crudo invierno y la joven estaba desabrigada. Cuando el
paisano la vio temblar, dijo: – Convide, hijo, a Encarnación con un bollo de anís y un
trago de ese vino de canela que llevamos, que es bueno para los enfriamientos. Y el
muchacho le ofreció pan y vino. Ella pegó un bocado grande al bollo y tomó
desesperada unos tragos. Algo de vino cayó sobre el vestido y dejó allí, en el pecho, una
mancha rosada como un pétalo- – ¡Qué Lástima! – habló ella- ¡Era tan blanco!
Pero siguió comiendo el bollo de anís con muchas ganas, tanto que cualquiera hubiera
dicho que iban a pasar años antes de que volvieran a ofrecerle algo.

Cuando llegaron a la entrada de Pampayasta, muy cerca de donde está el boliche


de Severo Andrada, les dijo que habían llegado. El paisano detuvo el carro y ella bajó y
fue corriendo a meterse en la casa de la esquina, frente al cruce. Padre e hijo siguieron
viaje. Habían hecho unas cuantas leguas cuando el hijo vio brillar algo en el piso del
carro. Se agachó y descubrió un guante blanco de encaje fosforescente. Entonces se lo
mostró a su padre y decidieron volver a la casa donde habían dejado a Encarnación, para
devolvérselo.
Hicieron de regreso las leguas que habían andado, hasta la zona del boliche de
Severo Andrada, y se detuvieron en la esquina, frente al cruce. Bajaron los dos, pero fue
el padre quien golpeó las manos. -¡Avemaríapurísima!- llamó como lo hacen los
paisanos. Le contestaron los perros. Y después, la voz de un hombre recién arrancado
del sueño:
-¿Qué se le ofrece?
-¿Aquí vive una señorita llamada Encarnación? -preguntó el paisano. El dueño
abrió la puerta. Estaba pálido. Y se quedó mirando a los dos forasteros sin decir palabra.
-Venimos a devolverle un guante. Se lo ha olvidado hace un momento en
nuestro carro. El hombre siguió mirándolos en silencio.
-No lo tome a mal-insistió el paisano-. Tuvo un problema y nos pidió que la
acercáramos. -El hombre seguía en silencio.
El hijo estuvo con la mano extendida, acalambrada de tanto ofrecer el guante al
dueño de casa, hasta que éste habló: – Es mi hija, pero está muerta… ayer se cumplieron
veinte años…
-Dijo que venía de bailar… recordó el paisano.

3
-Hace veinte años… contó el padre- para el día de Santa Rosa, murió bailando
en las fiestas patronales. Del corazón, ¿sabe?
Los dos hombres que habían llegado en el carro, así como estaban, pegaron
media vuelta murmurando una disculpa. Pero el padre de la joven reclamó: – El
guante… por favor. Es para llevárselo a la tumba. Todos los años, para la fiesta de Santa
Rosa, se olvida algo en alguna parte y hay que ir a ponérselo.
El muchacho entregó el guante de encaje. Después alcanzó en silencio a su padre
que ya estaba sentado en el carro azuzando a los caballos.

……………………….
El laberinto de espejos

El cartel me parecía interesante. Un laberinto de espejos con un solo camino de salida y un


montón de calles falsas que terminaban en la nada, en un gran espejo que no hacía más que
reflejar la propia imagen y la cara de tristeza por haber fallado en encontrar la puerta de regreso
al mundo de afuera. Le dije a Fede que la entrada no era cara y que, de última, estábamos en ese
parque de diversiones para pasarla bien. Estuvo de acuerdo. Pagamos y nos metimos. Cientos de
espejos empezaron a multiplicarnos.
En algún lugar había leído que para salir de un laberinto hay que doblar primero a la
izquierda y después siempre a la derecha. hicimos caso. Todo parecía bien. Estuvimos varios
minutos girando a la derecha y siempre aparecía una posibilidad. Quienes construyeron el
laberinto deberían haber leído el mismo libro que yo porque, al fin, llegamos a una calle que
terminaba en una pared de espejos y nada más. El primer fracaso.
Retrocedimos y a empezar de nuevo. Esa vez no seguimos un plan. Simplemente doblábamos
donde se nos ocurría y hacia cualquier lado. Varios minutos de caminata y otra pared de espejo,
sin salida. Allí Fede descubrió algo en la imagen de mi cara.

-Che, Mati, ¿qué te pasó en la mejilla?


-Nada, que yo sepa. ¿Por qué?
-No, porque tenés una cicatriz fea, como un raspón grande.
-Yo no tengo nada, Fede. ¿De qué hablás?
-Mirate en el espejo. Mirate la cara.

Yo no le había dado bolilla a mi imagen. Cuando vi que llegábamos otra vez a una calle sin
salida, me dediqué a planear nuestros pasos siguientes. Sin embargo, como mi amigo me había
hablado sobre la herida, me miré al espejo con cuidado. Tenía razón. Allí, en mi mejilla
derecha, apenas debajo de los ojos, nacía una línea roja que se extendía casi hasta la oreja.
-Mati - me dijo Federico-. No te quiero asustar pero ahora que te veo directamente, en la
cara, no tenés nada.
-¿Cómo que no tengo nada? - Alcancé a preguntar justo antes de que un pedazo de vidrio
cayera desde el techo y me rozara, apenas, la cara. Caí sentado sobre el piso y me llevé la mano
a la cara. La saqué manchada de rojo y no necesité mirarme a ningún espejo para saber que,
entonces sí, tenía un raspón en la mejilla derecha, desde debajo de los ojos hasta casi la oreja.

En la siguiente pared sin calles laterales, el de las cosas raras fue Fede. En el espejo, tenía una
cara de dolor de aquellas, pero con la sonrisa de siempre. No tuvimos tiempo de preguntarnos
nada. Cuando quiso girar para mirarme, pisó mal y se derrumbó con un grito. Miré hacia el
cristal y me vi arrodillado junto a él, aunque yo seguía parado. Era tonto pensar lo que estaba
pensando, pero no había otra explicación: el espejo adelantaba, mostraba el futuro inmediato.

-Pucha - pudo decir Fede, casi sin voz -. Me torcí el tobillo. Creo que me esguincé.
-Bueno, parate y apoyate en mí, a ver si podemos salir.
Me pasó un brazo alrededor del hombro y fuimos caminando despacio, buscando la salida.
-¡Hola! -grité-. ¿Hay alguien afuera que nos pueda ayudar? Mi amigo se lastimó el pie.

4
No respondió nadie. Me di cuenta de que en todo ese tiempo no nos habíamos encontrado
con nadie más, tal como si hubiéramos sido los únicos que habíamos cometido la tontería de
entrar en ese laberinto de porquería.
Seguimos andando muy despacio, porque Fede apenas si podía pisar. Dimos varias vueltas
para ver si teníamos más suerte, pero no hubo caso. casi sin fuerzas, llegamos a otro espejo con,
sólo, el camino de entrada como única salida. Ninguno de los dos quiso mirar nuestro reflejo.
Era mejor no recibir nuevas sorpresas. Sin embargo, no pudimos contenernos: levantamos la
mirada y miramos hacia adelante los dos al mismo tiempo.
Y allí, frente a nosotros, nos vimos, uno con el brazo sobre los hombros del otro, yo
sosteniendo a Fede, a pesar de la fea herida que me cruzaba la cara.
Atrás, jadeando sin pausa, un perro rottweiler enorme, con la boca apenas abierta y la baba
chorreándole hacia el piso.
No quise darme vuelta.

Esteban Valentino
(inédito).

……………………

Una visita infernal (Juana Manuela Gorritti)


Mi hermana a la edad de diez y ocho años hallábase en su noche de boda. Sola en su
retrete, cambiaba el blanco cendal y la corona de azahar con el velo azul de un lindo sombrerito
de paja para marcharse con su novio en el coche que esperaba en la puerta a pasar su luna de
miel en las poéticas soledades de una huerta.
Lista ya, sentose, llena el alma de gratas ilusiones, esperando a que su marido pudiera
arrancarse del cúmulo de abrumadoras felicitaciones para venir a reunirse con ella y partir.
Una trasparente bujía color de rosa alumbraba el retrete colocada en una palmatoria de
plata sobre la mesa del centro, donde la novia apoyaba su brazo.
Todo era silencio en torno suyo, y solo se escuchaban a lo lejos, y medio apagados, los
rumores de la fiesta.
De súbito óyense pasos en el dormitorio. La novia cree que es su esposo, y se levanta
sonriendo para salir a su encuentro; pero al llegar a la puerta se detiene y exhala un grito.
En el umbral, apareció un hombre alto, moreno, cejijunto vestido de negro, y los ojos
brillantes de siniestro resplandor, que avanzando hacia ella la arrebató en sus brazos.
En el mismo instante la luz de la bujía comenzó a debilitarse, y se apagó a tiempo que la
voz del novio llamaba a su amada.
Cuando esta volvió en sí, encontrose apoyada la cabeza en el pecho de su marido
sentada en los cojines del coche que rodaba en dirección del Cercado.
-¡Fue el demonio! -murmuró la desposada; y refirió a su marido aquella extraña
aventura. Él rió y lo achacó a broma de su misma novia.
Y pasaron años, y mi hermana se envejeció.
Un día veinticuatro de agosto, atravesando la plaza de San Francisco, mi hermana se
cruzó con un hombre cuya vista la hizo estremecer. Era el mismo que se le apareció en el retrete
el día de su boda.
El desconocido siguió su camino, y mi hermana, dirigiéndose al primero que encontró le
dijo con afán:
-Dispénseme el señor: ¿quién es aquel hombre?
El interpelado respondió palideciendo.
-Es el demonio. Él me arrancó de mi pacífica morada para llevarme a palacio y hacerme
a la fuerza presidente. He aquí los ministros que vienen a buscarme.
Eran los empleados del hospital que venían en pos suyo.
El hombre, a quien mi hermana interrogaba, era un loco.

Retrete: Antiguamente, cuarto pequeño destinado a estar aparatado


Cendal: Tela de seda o lino muy delgada y transparente
Azahar: Flor blanca
Cúmulo: montón
Bujía: vela
Palmatoria: Candelero bajo 5
Cojín: Almohadón que sirve para sentarse o arrodillarse.
Los objetos
(Autora: Silvina Ocampo)
Alguien regaló a Camila Ersky, el día que cumplió veinte años, una pulsera de oro con
una rosa de rubí. Era una reliquia de familia. La pulsera le gustaba y sólo la usaba en ciertas
ocasiones, cuando iba a alguna reunión o al teatro, a una función de gala. Sin embargo, cuando
la perdió, no compartió con el resto de la familia, el duelo de su pérdida. Por valiosos que
fueran, los objetos le parecían reemplazables. Sólo apreciaba a las personas, a los canarios que
adornaban su casa y a los perros. A lo largo de su vida, creo que lloró por la desaparición de
una cadena de plata, con una medalla de la virgen de Luján, engarzada en oro, que uno de sus
novios le había regalado. La idea de ir perdiendo las cosas, esas cosas que fatalmente
perdemos, no la apenaba como al resto de su familia o a sus amigas, que eran todas tan
vanidosas. Sin lágrimas había visto su casa natal despojarse, una vez por un incendio, otra vez
por un empobrecimiento, ardiente como un incendio, de sus más preciados adornos (cuadros,
mesas, consolas, biombos, jarrones, estatuas de bronce, abanicos, niños de mármol, bailarines
de porcelana, perfumeros en forma de rábanos, vitrinas enteras con miniaturas, llenas de rulos
y de barbas), horribles a veces pero valiosos. Sospecho que su conformidad no era un signo de
indiferencia y que presentía con cierto malestar que los objetos la despojarían un día de algo
muy precioso de su juventud. Le agradaban tal vez más a ella que a las demás personas que
lloraban al perderlos. A veces los veía. Llegaban a visitarla como personas, en procesiones,
especialmente de noche, cuando estaba por dormirse, cuando viajaba en tren o en automóvil,
o simplemente cuando hacía el recorrido diario para ir a su trabajo. Muchas veces le
molestaban como insectos: quería espantarlos, pensar en otras cosas. Muchas veces por falta
de imaginación se los describía a sus hijos, en los cuentos que les contaba para entretenerlos,
mientras comían. No les agregaba ni brillo, ni belleza, ni misterio: no hacía falta.
Una tarde de invierno volvía de cumplir unas diligencias en las calles de la ciudad y al
cruzar una plaza se detuvo a descansar en un banco. ¡Para qué imaginar Buenos Aires! Hay
otras ciudades con plazas. Una luz crepuscular bañaba las ramas, los caminos, las casas que la
rodeaban; esa luz que aumenta a veces la sagacidad de la dicha. Durante un largo rato miró el
cielo, acariciando sus guantes de cabritilla manchados; luego, atraída por algo que brillaba en
el suelo, bajó los ojos y vio, después de unos instantes, la pulsera que había perdido hacía más
de quince años. Con la emoción que produciría a los santos el primer milagro, recogió el
objeto. Cayó la noche antes que resolviera colocar como antaño en la muñeca de su brazo
izquierdo la pulsera.
Cuando llegó a su casa, después de haber mirado su brazo, para asegurarse de que la
pulsera no se había desvanecido, dio la noticia a sus hijos, que no interrumpieron sus juegos, y
a su marido, que la miró con recelo, sin interrumpir la lectura del diario. Durante muchos días,
a pesar de la indiferencia de los hijos y de la desconfianza del marido, la despertaba la alegría
de haber encontrado la pulsera. Las únicas personas que se hubieran asombrado debidamente
habían muerto.
Comenzó a recordar con más precisión los objetos que habían poblado su vida; los
recordó con nostalgia, con ansiedad desconocida. Como en un inventario, siguiendo un orden
cronológico invertido, aparecieron en su memoria la paloma de cristal de roca, con el pico y el
ala rotos; la bombonera en forma de piano; la estatua de bronce, que sostenía una antorcha
con bombitas de luz; el reloj de bronce; el almohadón de mármol, a rayas celestes, con borlas;
el anteojo de larga vista, con empuñadura de nácar; la taza con inscripciones y los monos de
marfil, con canastitas llenas de monitos.
Del modo más natural para ella y más increíble para nosotros, fue recuperando
paulatinamente los objetos que durante tanto tiempo habían morado en su memoria.
Simultáneamente advirtió que la felicidad que había sentido al principio se transformaba en
malestar, en un temor, en una preocupación.
Apenas miraba las cosas, de miedo de descubrir un objeto perdido.

6
Desde la estatua de bronce con la antorcha que iluminaba la entrada de la casa, hasta
el dije con el corazón atravesado con una flecha, mientras Camila se inquietaba, tratando de
pensar en otras cosas, en los mercados, en las tiendas, en los hoteles, en cualquier parte, los
objetos aparecieron. La muñeca cíngara y el calidoscopio fueron los últimos. ¿Dónde encontró
estos juguetes, que pertenecían a su infancia? Me da vergüenza decirlo, porque ustedes,
lectores, pensarán que sólo busco el asombro y que no digo la verdad. Pensarán que los
juguetes eran otros parecidos a aquéllos y no los mismos, que forzosamente no existirá una
sola muñeca cíngara en el mundo ni un solo calidoscopio. El capricho quiso que el brazo de la
muñeca estuviera tatuado con una mariposa en tinta china y que el calidoscopio tuviera,
grabado sobre el tubo de cobre, el nombre de Camila Ersky.
Si no fuera tan patética, esta historia resultaría tediosa. Si no les parece patética,
lectores, por lo menos es breve, y contarla me servirá de ejercicio. En los camarines de los
teatros que Camila solía frecuentar, encontró los juguetes que pertenecían, por una serie de
coincidencias, a la hija de una bailarina que insistió en canjeárselos por un oso mecánico y un
circo de material plástico. Volvió a su casa con los viejos juguetes envueltos en un papel de
diario. Varias veces quiso depositar el paquete, durante el trayecto, en el descanso de una
escalera o en el umbral de alguna puerta.
No había nadie en su casa. Abrió la ventana de par en par, aspiró el aire de la tarde.
Entonces vio los objetos alineados contra la pared de su cuarto, como había soñado que los
vería. Se arrodilló para acariciarlos. Ignoró el día y la noche. Vio que los objetos tenían caras,
esas horribles caras que se les forman cuando los hemos mirado durante mucho tiempo.
A través de una suma de felicidades Camila Ersky había entrado, por fin, en el infierno.

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