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Anónimo
Una joven soñó una noche que caminaba por un extraño sendero campesino, que
ascendía por una colina boscosa cuya cima estaba coronada por una hermosa casita
blanca, rodeada de un jardín. Incapaz de ocultar su placer, llamó a la puerta de la casa,
que finalmente fue abierta por un hombre muy, muy anciano, con una larga barba
blanca. En el momento en que ella empezaba a hablarle, despertó. Todos los detalles de
este sueño permanecieron tan grabados en su memoria, que por espacio de varios días
no pudo pensar en otra cosa. Después volvió a tener el mismo sueño en tres noches
sucesivas. Y siempre despertaba en el instante en que iba a comenzar su conversación
con el anciano.
Pocas semanas más tarde la joven se dirigía en automóvil a una fiesta de fin de
semana. De pronto, tironeó la manga del conductor y le pidió que detuviera el auto. Allí,
a la derecha del camino pavimentado, estaba el sendero campesino de su sueño.
-Espéreme un momento -suplicó, y echó a andar por el sendero, con el corazón
latiéndole alocadamente.
Ya no se sintió sorprendida cuando el caminito subió enroscándose hasta la cima
de la boscosa colina y la dejó ante la casa cuyos menores detalles recordaba ahora con
tanta precisión. El mismo anciano del sueño respondía a su impaciente llamado.
-Dígame -dijo ella-, ¿se vende esta casa?
-Sí -respondió el hombre-, pero no le aconsejo que la compre. ¡Un fantasma, hija
mía, frecuenta esta casa!
-Un fantasma -repitió la muchacha-. Santo Dios, ¿y quién es?
-Usted -dijo el anciano, y cerró suavemente la puerta.
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Espiral
(Autor: Enrique Anderson Imbert)
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1
El fantasma
(Autor: Javier Villafañe)
Despertó con un fuerte dolor en la nuca. Abrió la puerta y el perro ladró como si
viera a un desconocido. Fue al embarcadero y subió a la canoa. Remó y en el primer
remolino la canoa se dio vuelta. Después unos policías rastreaban el río en busca del
ahogado.
-No lo busquen en el río -dijo un vecino-. El hombre está muerto en su rancho. Esta
mañana oí ladrar a su perro. Salí y vi como la canoa se iba sola río abajo. Fue al fantasma
del hombre que vio su perro. Por eso ladró así. Fue su fantasma el que subió a la canoa y se
ahogó.
Cuando los policías entraron en el rancho, el hombre estaba tendido en un catre,
muerto, con las manos sobre la nuca.
………
La muerte
(Autor: Enrique Anderson Imbert)
La automovilista (negro el vestido, negro el pelo, negros los ojos pero con la
cara tan pálida que a pesar del mediodía parecía que en su tez se hubiese detenido un
relámpago) la automovilista vio en el camino a una muchacha que hacía señas para que
parara. Paró.
-¿Me llevas? Hasta el pueblo no más -dijo la muchacha.
-Sube -dijo la automovilista. Y el auto arrancó a toda velocidad por el camino
que bordeaba la montaña.
-Muchas gracias -dijo la muchacha con un gracioso mohín- pero ¿no tienes
miedo de levantar por el camino a personas desconocidas? Podrían hacerte daño. ¡Esto
está tan desierto!
-No, no tengo miedo.
-¿Y si levantaras a alguien que te atraca?
-No tengo miedo.
-¿Y si te matan?
-No tengo miedo.
-¿No? Permíteme presentarme -dijo entonces la muchacha, que tenía los ojos
grandes, límpidos, imaginativos y enseguida, conteniendo la risa, fingió una voz
cavernosa-. Soy la Muerte, la M-u-e-r-t-e.
La automovilista sonrió misteriosamente.
En la próxima curva el auto se desbarrancó. La muchacha quedó muerta entre las
piedras. La automovilista siguió a pie y al llegar a un cactus desapareció.
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2
El guante de encaje
Cierta vez, un paisano de La Aguada viajaba con su hijo en carro por el camino viejo
que une al poblado que llaman Capilla de Garzón con Pampayasta. Cuando iban
pasando por el campo de los Zárate, en el cruce mismo con el camino nuevo, una mujer
muy joven vestida de fiesta, los detuvo.
Aunque era muy entrada la noche, la habían visto de lejos porque la luz de la
luna era intensa y el color del vestido, blanco brillante.
– Mi novio se ha enojado conmigo y me ha dejado sola en el medio del campo –
dijo cuando el carro se detuvo- ¿Podrá usted llevarme hasta la entrada de Pampayasta?
Yo vivo ahí.
-Cómo no, señorita – contestó el paisano, y él y su hijo le hicieron un lugar en el
carro. Viajaron en silencio un buen rato, hasta que empezaron a hablar de cosas sin
importancia, más por ser amables que por verdadera necesidad de decir algo. En esas
conversaciones ella confesó que le gustaba demasiado el baile y que se llamaba
Encarnación.
Era una noche de crudo invierno y la joven estaba desabrigada. Cuando el
paisano la vio temblar, dijo: – Convide, hijo, a Encarnación con un bollo de anís y un
trago de ese vino de canela que llevamos, que es bueno para los enfriamientos. Y el
muchacho le ofreció pan y vino. Ella pegó un bocado grande al bollo y tomó
desesperada unos tragos. Algo de vino cayó sobre el vestido y dejó allí, en el pecho, una
mancha rosada como un pétalo- – ¡Qué Lástima! – habló ella- ¡Era tan blanco!
Pero siguió comiendo el bollo de anís con muchas ganas, tanto que cualquiera hubiera
dicho que iban a pasar años antes de que volvieran a ofrecerle algo.
3
-Hace veinte años… contó el padre- para el día de Santa Rosa, murió bailando
en las fiestas patronales. Del corazón, ¿sabe?
Los dos hombres que habían llegado en el carro, así como estaban, pegaron
media vuelta murmurando una disculpa. Pero el padre de la joven reclamó: – El
guante… por favor. Es para llevárselo a la tumba. Todos los años, para la fiesta de Santa
Rosa, se olvida algo en alguna parte y hay que ir a ponérselo.
El muchacho entregó el guante de encaje. Después alcanzó en silencio a su padre
que ya estaba sentado en el carro azuzando a los caballos.
……………………….
El laberinto de espejos
Yo no le había dado bolilla a mi imagen. Cuando vi que llegábamos otra vez a una calle sin
salida, me dediqué a planear nuestros pasos siguientes. Sin embargo, como mi amigo me había
hablado sobre la herida, me miré al espejo con cuidado. Tenía razón. Allí, en mi mejilla
derecha, apenas debajo de los ojos, nacía una línea roja que se extendía casi hasta la oreja.
-Mati - me dijo Federico-. No te quiero asustar pero ahora que te veo directamente, en la
cara, no tenés nada.
-¿Cómo que no tengo nada? - Alcancé a preguntar justo antes de que un pedazo de vidrio
cayera desde el techo y me rozara, apenas, la cara. Caí sentado sobre el piso y me llevé la mano
a la cara. La saqué manchada de rojo y no necesité mirarme a ningún espejo para saber que,
entonces sí, tenía un raspón en la mejilla derecha, desde debajo de los ojos hasta casi la oreja.
En la siguiente pared sin calles laterales, el de las cosas raras fue Fede. En el espejo, tenía una
cara de dolor de aquellas, pero con la sonrisa de siempre. No tuvimos tiempo de preguntarnos
nada. Cuando quiso girar para mirarme, pisó mal y se derrumbó con un grito. Miré hacia el
cristal y me vi arrodillado junto a él, aunque yo seguía parado. Era tonto pensar lo que estaba
pensando, pero no había otra explicación: el espejo adelantaba, mostraba el futuro inmediato.
-Pucha - pudo decir Fede, casi sin voz -. Me torcí el tobillo. Creo que me esguincé.
-Bueno, parate y apoyate en mí, a ver si podemos salir.
Me pasó un brazo alrededor del hombro y fuimos caminando despacio, buscando la salida.
-¡Hola! -grité-. ¿Hay alguien afuera que nos pueda ayudar? Mi amigo se lastimó el pie.
4
No respondió nadie. Me di cuenta de que en todo ese tiempo no nos habíamos encontrado
con nadie más, tal como si hubiéramos sido los únicos que habíamos cometido la tontería de
entrar en ese laberinto de porquería.
Seguimos andando muy despacio, porque Fede apenas si podía pisar. Dimos varias vueltas
para ver si teníamos más suerte, pero no hubo caso. casi sin fuerzas, llegamos a otro espejo con,
sólo, el camino de entrada como única salida. Ninguno de los dos quiso mirar nuestro reflejo.
Era mejor no recibir nuevas sorpresas. Sin embargo, no pudimos contenernos: levantamos la
mirada y miramos hacia adelante los dos al mismo tiempo.
Y allí, frente a nosotros, nos vimos, uno con el brazo sobre los hombros del otro, yo
sosteniendo a Fede, a pesar de la fea herida que me cruzaba la cara.
Atrás, jadeando sin pausa, un perro rottweiler enorme, con la boca apenas abierta y la baba
chorreándole hacia el piso.
No quise darme vuelta.
Esteban Valentino
(inédito).
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6
Desde la estatua de bronce con la antorcha que iluminaba la entrada de la casa, hasta
el dije con el corazón atravesado con una flecha, mientras Camila se inquietaba, tratando de
pensar en otras cosas, en los mercados, en las tiendas, en los hoteles, en cualquier parte, los
objetos aparecieron. La muñeca cíngara y el calidoscopio fueron los últimos. ¿Dónde encontró
estos juguetes, que pertenecían a su infancia? Me da vergüenza decirlo, porque ustedes,
lectores, pensarán que sólo busco el asombro y que no digo la verdad. Pensarán que los
juguetes eran otros parecidos a aquéllos y no los mismos, que forzosamente no existirá una
sola muñeca cíngara en el mundo ni un solo calidoscopio. El capricho quiso que el brazo de la
muñeca estuviera tatuado con una mariposa en tinta china y que el calidoscopio tuviera,
grabado sobre el tubo de cobre, el nombre de Camila Ersky.
Si no fuera tan patética, esta historia resultaría tediosa. Si no les parece patética,
lectores, por lo menos es breve, y contarla me servirá de ejercicio. En los camarines de los
teatros que Camila solía frecuentar, encontró los juguetes que pertenecían, por una serie de
coincidencias, a la hija de una bailarina que insistió en canjeárselos por un oso mecánico y un
circo de material plástico. Volvió a su casa con los viejos juguetes envueltos en un papel de
diario. Varias veces quiso depositar el paquete, durante el trayecto, en el descanso de una
escalera o en el umbral de alguna puerta.
No había nadie en su casa. Abrió la ventana de par en par, aspiró el aire de la tarde.
Entonces vio los objetos alineados contra la pared de su cuarto, como había soñado que los
vería. Se arrodilló para acariciarlos. Ignoró el día y la noche. Vio que los objetos tenían caras,
esas horribles caras que se les forman cuando los hemos mirado durante mucho tiempo.
A través de una suma de felicidades Camila Ersky había entrado, por fin, en el infierno.
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