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CUESTIONARIO PARA EXAMEN DE TEOLOGÍA ESPIRITUAL (TEMAS 14 AL 23)

1. ¿QUÉ ES LA FE? ¿POR QUÉ SE AFIRMA QUE EN EL PROCESO DE LA VIDA


ESPIRITUAL LA FE OCUPA UN LUGAR GENÉTICA Y ESTRUCTURALMENTE
PRIMORDIAL?
La Fe es el fundamento y el inicio de la Vida Cristiana.
En el proceso de la vida espiritual la fe ocupa un lugar genético, y estructuralmente
primordial. Genéticamente, porque la fe se sitúa en el inicio de la vida espiritual.
La fe, la aceptación en la fe del mensaje de la revelación, ilumina la existencia,
poniendo de relieve que no sólo la vida y la historia en su conjunto, sino todos y cada
uno de los momentos que las integran, están situados ante la mirada amorosa y
paterna de Dios. La fe implica saberse situado en una historia que Dios gobierna y
dirige, y lleva a reconocer en los acontecimientos que integran el acontecer un eco o
signo de un designio divino que ordena todas las cosas, incluso la contradicción, hacia
el bien de aquellos (todos los hombres) a los que ama (cfr. Rm 8, 28). La fe permite
superar la experiencia del dolor y la amenaza de la muerte, proclamando que este
enemigo, en apariencia insuperable, no tiene la última palabra (cfr. 1 Co 15, 26). La fe
lleva a ver en cada ser humano un hijo de Dios, digno, aun cuando esté marcado por
limitaciones y defectos, de ser valorado y amado, y mueve, en consecuencia -la fe
actúa a través de la caridad (cfr. Ga 5, 6)-, a amar, y a amar con obras.
Vivir de fe implica, por tanto, vivir con la conciencia de sentido, la alegría y la
paz, el impulso a la acción y la ilusión por el futuro, de quien se sabe en todo momento
amado por Dios, y llamado por Él a corresponder a su amor, tanto en lo pequeño como
en lo grande, tanto en lo habitual como en lo extraordinario, tanto en los periodos de
exaltación y de triunfo como en los marcados por la dificultad o por la contradicción.

2. EL CRISTIANO NO ESTÁ LLAMADO SOLAMENTE A PERSEVERAR EN LA FE,


SINO A CRECER EN ELLA. ¿CÓMO SE VERIFICA ESTE CRECIMIENTO?

Las implicaciones de la fe a las que acabamos de hacer referencia forman parte del
núcleo propio de esta virtud, y están, por tanto, contenidas, como en germen, en el primer
acto de fe, aunque en la práctica se irán explicitando existencialmente con el desplegarse
de la vida. El cristiano debe, en efecto, no sólo perseverar en la fe, sino crecer en ella.
San Agustín, valiéndose de la diversidad de complementos que, en la lengua latina,
puede tener el verbo «creer», distingue tres aspectos o dimensiones en el acto de creer:
credere Deum, credere Deo, credere in Deumxì. La primera de las expresiones hace
referencia a la verdad creída (la fe implica creer lo que afirma la palabra de la revelación,
que es palabra que nos habla de Dios y de su amor); la segunda, a la razón o motivo para
creer (creemos basados en la autoridad y veracidad de Dios que nos habla); la tercera, al
movimiento global del espíritu (creer no es sólo aceptar, basados en la veracidad de Dios,
verdades que se refieren a Él, sino tender hacia Él, encaminarse hacia Él).

a) «Credere Deum»: crecer en el conocimiento del Dios vivo.


Desde esta perspectiva se crece en la fe en la medida en que se conoce cada vez mejor
y más acabadamente lo que en la fe se confiesa. Ese crecimiento puede acontecer,
análogamente a lo que acontece en todo saber, en dos direcciones: extensiva o intensiva,
aumentando el acervo de conocimientos o profundizando paulatinamente en el sentido y
alcance de lo conocido. Ambas direcciones son importantes, aunque la segunda es la
decisiva, ya que la revelación transmite un mensaje, que implica, ciertamente, una
pluralidad de enunciados, pero referidos todos a un núcleo unitario: Dios y su designio de
salvación.
El crecimiento en el credere Deum se identifica, pues, de una parte, con el tránsito desde
una fe inicial, en la que se sabe, al menos en líneas generales, lo que se cree (no hay fe
sin un conocimiento real, aunque quizá rudimentario, de aquello a lo que se presta fe),
pero no se percibe todavía la amplitud de cuanto la confesión de fe contiene, hasta una fe
en proceso de adquirir una conciencia cada vez más clara acerca de lo creído. Pero, de
otra parte, y sobre todo, con una penetración cada vez más sentida en la riqueza y en las
implicaciones vitales del mensaje recibido y aceptado.

b) «Credere Deo»: crecer en la confianza en la veracidad de Dios.


Creer es afirmar la verdad de un mensaje, y hacerlo confiando en la veracidad de aquel
de quien el mensaje viene. Es decir, en el caso de la fe cristiana, confiar en la veracidad
de un Dios que -como dice el aforismo clásico- no puede engañarse ni engañarnos. En el
proceso que lleva hacia la fe pueden intervenir, e intervienen, de hecho, múltiples factores
que, mostrando la credibilidad del Evangelio, acercan hacia la fe. Pero el acto de fe
trasciende todos esos factores, para fundamentarse en Dios mismo. Tener fe es apoyarse
en Dios, en ese Dios que ha llevado su amor hasta el extremo de la cruz, como en roca
firme de cuya solidez -de cuya veracidad y de cuyo amor- no cabe dudar.
La firmeza en el asentimiento es, en efecto, una de las características fundamentales de
la fe. En el caso de la fe prestada a un hombre, el asentimiento puede estar condicionado,
ya que el ser humano puede engañarse o engañar. En cambio, el asentimiento a la
palabra de Dios es -debe ser— un asentimiento pleno, como corresponde a un
asentimiento dado a Dios, que es la verdad suma y la fuente de toda verdad. El creyente
podrá experimentar dificultades y atravesar momentos duros, pero en ningún momento
puede permitir que se resquebraje su asentimiento.
La vida, con el conjunto de incidencias que la componen, se presenta, desde esta
perspectiva, como tiempo en el que el creyente, que no dejará de experimentar de una u
otra forma la dificultad o la contradicción, se encuentra situado ante la prueba he invitado
a crecer en la firmeza de su fe, radicándose cada vez más honda y sólidamente en Dios

c) «Credere in Deum»: crecer en el dirigirse de toda la persona hacia Dios.

La expresión credere in Deum implica -recordemos la referencia a la orientación hacia


una meta que connota en la lengua latina el in seguido de acusativo-, dirigirse hacia Dios, es
decir, aspirar a estar en comunión amorosa con Él no sólo en la vida futura, sino ya, en Cristo
y por Cristo, durante el existir presente. En otras palabras, impulso a vivir en constante
comunión con Dios, siendo consciente de su presencial y de su amor, y correspondiendo en
todo instante a ese amor con un amor que se manifieste no sólo este afecto, sino también, e
inseparablemente, en las obras.
El crecimiento en la fe entendida como credere in Deum resume la totalidad del
movimiento que la fe implica, ya que presupone una conciencia de la cercanía amorosa de
Dios y una confianza plena y rendida en su palabra, de las que brota, como lógica
consecuencia, un amor hondo, eficaz y verdadero a Dios mismo y a cuanto Dios ama.
El crecimiento en la Je, en cualquiera de los tres sentidos que hemos considerado,
presupone que en la existencia cotidiana se produzcan actualizaciones de la fe, actos
concretos de fe. Y, en consecuencia, que el creyente se comprometa por entero con su fe o
-lo que es lo mismo, pero acudiendo a otra terminología- que ponga en ejercicio su fe al
confrontarse con los hechos y situaciones que jalonan la existencia.

3. ¿QUÉ ES LA ESPERANZA? ¿CUÁLES SON SUS DIMENSIONES?


1. A) Dimensiones antropológicas y B) teológicas de la esperanza.
La lengua castellana posee dos términos con el mismo origen etimológico, pero con
significación muy diferente: «espera» y «esperanza». Hablamos de «espera» o de «esperar»
con relación a acontecimientos futuros que se consideran necesarios o al menos muy
probables —se espera que amanezca, que llueva...-, y en cuyo efectivo acaecimiento el
sujeto no tiene influjo o lo tiene apenas. Acudimos, en cambio, al vocablo «esperanza» para
designar la disposición que adoptamos con referencia a acontecimientos futuros,
caracterizados, de una parte, porque su realización no está garantizada y, de otra, porque
suscitan en nosotros una fuerte expectativa e incitan, en uno u otro grado, a la acción: el
deportista tiene esperanzas de vencer en la competición; el caminante, de llegar a su lugar
de destino; el enamorado, de conquistar el amor de la persona a la que ama... En términos
más amplios, y llegando al punto en que A) el vocablo adquiere una especial densidad
antropológica, el hombre, todo hombre, está sostenido por la esperanza de alcanzar el ideal
o la felicidad con los que sueña, de modo que, si esa esperanza desaparece, cae en el
desengaño y en la tristeza, hasta perder incluso el gusto por el vivir.
B) La esperanza es la virtud que se ordena en el cumplimiento de las promesas
Divinas, es la certeza de que Dios cumple las promesas, y que obtendremos la plena
realización de las misma, aunque a veces no sepa cómo y ni cuando, aunque parezcan
contrarios.

4. ¿POR QUÉ ES TAN IMPORTANTE LA VIRTUD DE LA ESPERANZA EN EL


DESARROLLO DE LA VIDA ESPIRITUAL CRISTIANA?
La Esperanza es impulso y crecimiento del esperar cristiano y es impulso porque
mediante la esperanza el cristiano acoge el don divino que la fe le da a conocer, y es un
acoger que produce en el cristiano un querer un movimiento un impulso hacia delante, ya
que el impulso nos lanza hacia esos bienes que nos tiene prometidos.
El análisis de la esperanza cristiana pone de manifiesto que, implicando un dinamismo
unitario, tiene no obstante un doble objeto. La esperanza implica acoger el don divino que la
fe da a conocer con toda la capacidad de querer y de obrar que el creyente posee; en otras
palabras, lleva a abrirse a ese don, orientando toda la existencia a la comunión con Dios en
cuanto bien supremo, fin último del existir, fuente de la plena y radical felicidad. Y ello con
conciencia de que la llegada a esa meta requerirá no sólo tiempo, sino empeño y esfuerzo,
superando las dificultades que puedan presentarse, ^de modo muy particular la tentación del
desaliento, que puede surgir al tropezar con contratiempos o adversidades o, sencillamente,
al advertir la necesidad de afrontar el paso de los días perseverando en actitud de espera.
De ahí ese doble objeto o, si preferimos otra terminología, esa doble dimensión a la que
hace un momento nos referíamos:
a) De una parte, prolonga el acto de adhesión que la fe implica mediante la aspiración a
alcanzar las realidades en las que se cree, es decir, la comunión con Dios.
b) De otra, se presenta como la disposición propia de quien, encontrándose en camino -y
concretamente en camino hacia la vida eterna-, percibe lo elevado de la meta hacia la que se
dirige y la personal incapacidad para llegar a ella, pero persevera en el caminar confiando en
la ayuda de quien le ha invitado a encaminarse hacia ese fin.

5. ¿QUÉ ES LA CARIDAD? ¿HACIA QUIÉN SE DIRIGE U ORIENTA?

La palabra caridad la derivan algunos del griego Xápis (gracia, benevolencia), y otros
del latín carus (cosa grata, de mucho aprecio). Como quiera que sea, sugiere siempre la idea
de amistad, de mutuo amor entre los que se aman.
Santo Tomás comienza su tratado De caritate preguntando si la caridad es amistad (II-
II,23,1). Contesta afirmativamente, y explica de qué manera la caridad es una amistad entre
Dios y el hombre, que importa una mutua benevolencia fundada en la comunicación de
bienes. Por eso la caridad supone necesariamente y es inseparable de la gracia, que nos
hace hijos de Dios y herederos de la gloria.
La caridad es una realidad creada, un hábito sobrenatural infundido por Dios en el
alma (a.2). Puede definirse: una virtud teologal infundida por Dios en la voluntad, por la que
amamos a Dios por sí mismo sobre todas las cosas y a nosotros y al prójimo por Dios.
Examinemos brevemente la definición:
UNA VIRTUD. La caridad es virtud específicamente una, con especie átoma o indivisible
(a.5). Porque, aunque su objeto material recaiga sobre objetos tan varios (Dios, nosotros y el
prójimo), el motivo del amor—que es la razón formal especificativa—es único: la divina
Bondad. De donde se sigue que, cuando nos amamos a nosotros mismos o al prójimo por
algún motivo distinto de la bondad de Dios, no hacemos un acto de caridad, sino de amor
natural, filantropía, etc., o acaso de puro egoísmo, por las ventajas que nos puede traer.
TEOLOGAL. Lo es en sus tres aspectos: para con Dios, para con nosotros y para con el
prójimo. Porque, aunque nosotros y el prójimo no seamos el mismo Dios, el motivo del amor
ha de ser siempre Dios, so pena de salirnos del ámbito o esfera de la caridad. De ahí la
excelencia soberana del amor de caridad: tiene siempre razón de virtud teologal, cualquiera
que sea el objeto material sobre el que recaiga.
INFUNDIDA POR Dios. En cuanto virtud sobrenatural,. el hombre sólo puede llegar a
poseerla por divina infusión. Jamás podría alcanzarla por sus propias fuerzas naturales, ya
que el orden sobrenatural rebasa y trasciende infinitamente el poder y las exigencias de todo
el orden natural. Por eso Dios la infunde en la medida y grado que le place, sin tener para
nada en cuenta las dotes o cualidades naturales del que la recibe (24,2-3).
EN LA VOLUNTAD. Es el sujeto donde reside inmediatamente la caridad como hábito infuso,
ya que se trata de un movimiento de amor hacia el sumo Bien, y el amor y el bien constituyen
el acto y el objeto de la voluntad (24,1).
Objeto y orden de la caridad. En primer lugar hay que amar con amor de caridad y con
todas nuestras fuerzas al mismo Dios (26,1-3), y después de El y por razón de El, a todos
aquellos seres que son capaces de la eterna bienaventuranza, por el siguiente orden:
1º. Nuestra propia alma, que participará directamente de esa eterna bienaventuranza (25,4;
26,4).
2.° Nuestros prójimos (hombres y ángeles), compañeros nuestros en la bienaventuranza
eterna, de la que participarán también directamente (25,1 y ro; 26,5).
3.° Nuestro propio cuerpo, que participará indirectamente de esa misma felicidad eterna por
redundancia de la gloria del alma (25,5; 26,5).
4º. En cierto sentido, incluso las cosas o seres irracionales, en cuanto ordenables a la gloria
de Dios y utilidad del hombre (25,3).
5º. Los pecadores no pueden ser amados en cuanto tales, pero sí en cuanto criaturas de
Dios, capaces todavía de la bienaventuranza por el arrepentimiento y penitencia de sus
pecados (25,6).
6º. Por su definitiva obstinación en el mal, que les hace absolutamente incapaces de la
eterna bienaventuranza, no es lícito amar a los demonios y condenados del infierno. Amarles
a ellos sería injuriar a Dios, a quien odian con todas sus fuerzas (25,11 c. et ad 2).
Otras cuestiones relativas al amor de los propios enemigos, al orden entre los diversos
prójimos, etc., las estudiaremos al hablar en especial del amor al prójimo.

6. ¿CÓMO SE PUEDE CRECER CONSTANTEMENTE EN EL AMOR A DIOS?

El ser humano está hecho para el amor. «El amor es la vida del alma», escribe San
Francisco de Sales. Dante Alighieri va más allá, aunque con acentos menos personalistas,
cuando cierra la gran visión con la que culmina el Paraíso con un canto al «amor que mueve
el sol y las demás estrellas»3. La realidad es, en efecto, que el hombre está abierto a la
percepción de la bondad y de la belleza que los diversos seres poseen, y en consecuencia al
amor, llegando hasta el amor a Dios. La inteligencia puede, en efecto, elevarse hasta Dios,
reconociéndolo como causa del ser y fuente de todo bien, y, en consecuencia, no sólo
adorarlo y reverenciarlo, sino orientar hacia El ese movimiento del espíritu y del corazón al
que designamos con la palabra amor.

El amor que puede brotar del conocimiento exclusivamente racional de Dios está, sin
embargo, marcado no sólo por la conciencia de la grandeza y plenitud divinas, sino también
por la de su lejanía. Es precisamente la superación por parte de Dios de esa lejanía,
acercándose y comunicándose al hombre, lo que revela la fe cristiana.

La caridad trasciende, en suma, toda limitación verbal o conceptual para


dirigirse a Dios tal y como es (y no sólo tal y como lo conocemos), no sólo ansiando unirse
con Él con la claridad y la luz que serán posibles más allá de la historia, sino uniéndose va
ahora, en mitad de la historia, firme y plenamente a El6. El amor, todo amor, es vivido en el
presente, ya que todo aquel que ama, ama hoy y ahora: hoy y ahora se dirige hacia él amado
y aspira, en lo que de él depende, a estar unido a él. Todo ello acontece de manera
particularmente densa en la caridad, por el que el hombre corresponde a un Dios que no sólo
ha amado primero (cfr. 1 Jn 4, 7), sino que continúa amando, que espera que se corresponda
a ese amor, y que, para hacer posible esa correspondencia, no sólo da a conocer su amor en
Cristo, sino que mediante el envío del Espíritu Santo, transforma desde dentro el espíritu
humano elevándolo hasta participar de su intimidad.
Es precisamente por eso por lo que, como ya decíamos, la caridad, presuponiendo la fe y la
esperanza, prolonga y lleva a plenitud el movimiento que esas virtudes implican. Y por lo que,
en última instancia, el dinamismo de la vida espiritual forma una sola cosa con el dinamismo
de la caridad.

7. DESCRIBE BREVEMENTE LAS CARACTERÍSTICAS DEL AMOR CRISTIANO AL


PRÓJIMO.

Amor a Dios y amor al prójimo


A lo largo de las páginas que preceden nuestra atención ha estado centrada en el
amor con que el hombre, dejando penetrar en su corazón el amor que Dios le manifiesta,
responde al amor divino con el propio.
Amar a Dios, y amarlo participando, en virtud de la acción del Espíritu Santo, en el
amar divino -eso y no otra cosa es la caridad-, implica, connatural y constitutivamente, amar
lo que Dios ama, y con la verdad y la hondura con que Dios lo ama. El amor al prójimo es
prolongación connatural y necesaria del amor a Dios y, por tanto -dada su especial visibilidad
—, su signo, la manifestación y prueba de la realidad del amor a Dios. De ahí la expresión,
muchas veces reiterada, según la cual amar a los demás es amar dos veces a Dios.
Los textos neotestamentarios al respecto son, por lo demás, explícitos y claros;
limitémonos a citar sólo algunos, tomados de los escritos joánicos, particularmente netos en
este punto. «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a
otros», afirma Jesús (Jn 13, 35), formulando un principio del que se hace amplio y reiterado
eco el apóstol en la primera de sus cartas. «Nosotros sabemos -escribe- que hemos pasado
de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos. (...) En esto hemos conocido el
amor: en que él dio su vida por nosotros. Por eso también nosotros debemos dar la vida por
nuestros hermanos. (...) Hijos, no amemos de palabras ni con la boca, sino con obras y de
verdad» (1 Jn 3, 14.16-18). Y poco después: «Queridísimos: amémonos unos a otros, porque
el amor procede de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios, y conoce a Dios (...) En esto
consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y
envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados. Queridísimos: si Dios nos
ha amado así, también nosotros debemos amarnos unos a otros (...). Si alguno dice: “Amo a
Dios”, y aborrece a su hermano, es un
mentiroso; pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no
ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, que ame también a su
hermano» (1 Jn 4, 7.10-11. 20-21)

8. ¿QUÉ LUGAR OCUPAN LAS VIRTUDES MORALES EN LA VIDA ESPIRITUAL?


Las virtudes morales, preámbulo y manifestación de la vida teologal.
Si analizamos los diversos planteamientos que respecto a las relaciones entre virtudes
morales y vida espiritual se han ido sucediendo a lo largo de la historia, puede esbozarse una
síntesis acudiendo a dos palabras que resultan gráficas, aunque impliquen cierta dosis de
simplificación: preámbulo y manifestación.
a) De acuerdo con la primera de esas dos perspectivas -que fue ampliamente
desarrollada por representantes del movimiento monástico y, en consecuencia,
partícipes de un estilo de vida orientado hacia el silencio y la oración—, las virtudes
morales son presentadas preferentemente como virtudes que, dando lugar a una
serenidad de ánimo, fruto del dominio sobre las pasiones, facilitan que el alma se
eleve hacia la contemplación y el gozo de las realidades divinas y, en
consecuencia, crezca en su vivencia espiritual.
b) De acuerdo con la segunda, las virtudes morales se presentan como fuerzas que
contribuyen a la realización del bien al que impulsan las virtudes teologales, y de
modo muy particular la caridad, que mueve a amar, y a amar con obras, lo que
reclama poner en ejercicio todas las virtudes humanas, desde la prudencia y la
justicia, que permiten determinar el bien que puede y debe ser realizado, hasta la
templanza y la fortaleza, que ayudan a vencer la tentación y superar el
desaliento27.
Ambos planteamientos no sólo no se excluyen, sino que se completan, puesto que
subrayan aspectos diversos pero complementarios de la experiencia espiritual. El primero
refleja un dato obvio: un ánimo sereno constituye, de ordinario, presupuesto indispensable
para una reflexión reposada, que lleve a tomar conciencia de las riquezas implicadas en el
mensaje evangélico; en otras palabras, de la cercanía divina, más aún, de su presencia en el
centro del alma. De ahí la conclusión a la que llegaron los representantes del monaquismo
primitivo: las primeras etapas del itinerario espiritual deberán, de ordinario, estar marcadas
por el ascetismo, es decir, por el empeño para erradicar los vicios y dominar las pasiones —
tareas todas ellas íntimamente relacionadas con las virtudes morales-, facilitando así el
crecimiento de las virtudes teologales y, con ellas, el desarrollo armónico del espíritu.
9. ¿Por qué se afirma que la virtud de la caridad es el principio unificador de la
vida espiritual?
La caridad, principio unificador de la vida espiritual La afirmación con la que hemos
concluido el apartado que precede lleva como de la mano hasta una doctrina clásica y
ampliamente reconocida: la función unificadora de la totalidad de la experiencia cristiana que
corresponde a las virtudes teologales y especialmente a la caridad. Considerémosla, pues,
brevemente, pero con algún detalle.
La caridad está llamada a hacerse presente en la totalidad del existir, impregnando
todas las acciones. «No debáis nada a nadie a no ser el, amaros unos a otros», escribe San
Pablo en la carta a los Romanos, que prosigue reconduciendo al amor algunos de los
mandamientos fundamentales (no matarás, no adulterarás, no robarás, etc.), para concluir
con frase lapidaria: «... la caridad es la plenitud de la Ley» (Rm 13, 8-10). Desde una
perspectiva no ya descriptiva -análisis de la estructura de la ley moral-, sino dinámica, la
misma doctrina aparece en el himno a la caridad de la primera carta a los Corintios: « La
caridad es paciente, la caridad es amable; no es envidiosa, no obra con soberbia, no se
jacta, no es ambiciosa, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra
por la injusticia, se complace en la verdad; todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo
lo soporta» (1 Co, 13, 4-7).
La caridad, que realiza esa unión con Dios en la que consiste el fin del existir humano,
es la virtud que está capacitada para orientar todas las acciones hacia su meta última, y en
consecuencia, para dar fisonomía acabada a todas y cada una de las virtudes29. Es decir, a
integrarlas, presuponiendo y asumiendo lo que cada una de ellas aporta, en un movimiento
unitario en virtud del cual el hombre realice verdadera y profundamente la plenitud a la que
Dios le destina y le llama. El amor a Dios, y el amor al prójimo en el que el amor a Dios se
prolonga, no son una virtud junto a otras, sino la virtud que da sentido pleno al actuar del
hombre considerado en la realidad concreta de su condición y de su destino.
10. ¿Qué se entiende por conversión? Enuncia y describe brevemente sus
elementos constitutivos.
La palabra latina conversio -análogamente a su equivalente en el lenguaje griego y
neotestamentario, metanoia- significa dirigir la mirada hacia otro lugar, pasar de un sitio a
otro, cambiar de orientación y, en consecuencia, de forma o estilo de vida. En el Antiguo
Testamento la llamada a la conversión, ampliamente reiterada a lo largo de la historia de
Israel, tiene como presupuesto la alianza entre Yavéh y el pueblo elegido. Y, en más de una
ocasión, la infidelidad a esa alianza en la que Israel, o el israelita singular, había incurrido, así
como, a modo de contrapunto, la plena fidelidad de Dios a su promesa por encima de
infidelidades y pecados. La conversión evoca, en suma, en los escritos veterotestamentarios,
la disposición humilde por la que el israelita, reconociendo sus faltas, reorienta hacia Dios su
corazón, confiando en su amor y en su misericordia. Hace, pues, referencia a actos
concretos, pero más radicalmente a una actitud de fondo en virtud de la cual renueva sus
deseos de fidelidad y manifiesta la decisión de adecuar, a partir de ese momento y para
siempre, su vida a cuanto prescribe la Ley, es decir, al querer divino.
1. Elementos constitutivos de la conversión.
a. La conversión como profundización en la fe.
La conversión connota, como elemento primario, un momento de carácter intelectual. Pero
implica siempre una percepción nueva, profunda y existencial de la realidad de Dios y de su
amor, un saberse —incluso podríamos decir, un sentirse- situado, real y verdaderamente
ante el Dios vivo. Más aún, interpelado por Él. Dicho con otras palabras, la conversión tiene
los rasgos propios de la percepción de una llamada; más concretamente, de un encuentro
interpersonal.
Y eso es, precisamente, lo que acontece en la conversión, aunque en ella -y con esta
afirmación vamos más allá del texto de Kierkegaard- el hombre está confrontado no ya con el
existir en y a través del cual se le desvela el Absoluto, sino con la palabra que Dios le dirige.
Y, más concreta y específicamente, con el Dios vivo del que la palabra proviene y al que la
palabra remite.
b) La conversión como compromiso.
En una profundización en la fe tal y como la que acabamos de describir, es decir, en una
advertencia, fruto de la luz que el mismo Dios concede, de la realidad viva y amante de Dios,
se fundamenta la conversión. Pero el proceso no se agota ahí: la gracia divina, al mismo
tiempo que ilumina, reclama y espera una respuesta personal, como personal es el amor que
ha dado a conocer. La conversión connota no sólo la inteligencia, sino también, y
decisivamente, la voluntad y, con ella, la libertad. Dios llama al hombre, más aún, lo atrae
hacia Sí, pero no de forma pasiva, sino apelando a su libertad en el acto mismo de llamarlo.

En esa respuesta se completa el proceso de la conversión en cuanto acto humano.


Convertirse implica, en efecto, dar entrada en la propia inteligencia a la revelación del amor
divino que Dios comunica y, acogiendo esa revelación, asumir la necesidad de orientar en
esa dirección la vida entera, dotándola, en consecuencia, de una nueva riqueza y de una
mayor profundidad. A partir de ahí, de la conversión inicial, y de las sucesivas conversiones
que pueden, e incluso deberán, seguirla, se despliega la vida espiritual, es decir, el vivir del
cristiano consciente de las dimensiones teologales de su existir.

11. ¿Qué importancia tienen la fidelidad y la perseverancia en el desarrollo de la


vida cristiana? ¿Qué consecuencias para la vida cristiana traen consigo la falta
de fidelidad y la inconstancia? (FALTA COMPLETAR)
«La conversión es cosa de un instante. —La santificación es obra de toda la vida»10.
La conversión presupone un proceso que encamina hacia ella y la prepara, pero es, en
cuanto tal, un acto simple, singular, concreto, y en ese sentido acontece en un instante: en el
momento en que el espíritu, reconociendo la infinitud de Dios y de su amor, responde al amor
divino con el propio y se dispone a orientar la vida en conformidad con ese amor divino
recibido y aceptado. A partir de ese acto, y en coherencia con cuanto supone, está llamada a
desplegarse la vida cristiana. La conversión primera —y las posteriores y más profundas
conversiones que puedan seguirla— reclaman, en suma, fidelidad al amor manifestado y
comunicado por Dios y, en consecuencia, perseverancia en la decisión de responder a ese
amor.
I. Amor, oración y ascesis en el proceder y consolidarse de la fidelidad.
La conversión implica, decíamos antes, un compromiso de la voluntad. Prolongando
esa afirmación podemos señalar que en ese compromiso se hacen presentes las dos
dimensiones que esa voluntad connota: la capacidad de amar y la capacidad de decidir. La
capacidad de centrar el corazón en la realidad que se percibe como dotada de bondad, como
apta para depositar en ella el propio amor y la propia complacencia. Y la capacidad de asumir
la dirección de las fuerzas y aptitudes que integran la persona ordenándolas a una finalidad o
meta y, en consecuencia, la de orientar en uno u otro sentido el conjunto de la existencia.
Para la conversión se necesita la fidelidad es el arraigo de mantenerse firme en la
elección que he hecho, es una decisión personal que se prolonga en el tiempo. Se necesita
la fidelidad y perseverancia.

Las razones de las que deriva esa necesidad del empeño y de la lucha ascética
pueden reconducirse a dos capítulos fundamentales:
a) La condición temporal e indeterminada, o, positivamente hablando, abierta del
ser humano. El hombre no está abocado a un único fin, sino abierto, en cuanto espíritu, a
una pluralidad de fines, lo que trae consigo la necesidad de orientar la voluntad hacia una
meta y, una vez tomada esa dirección, la de dirigirse efectivamente hacia ella, excluyendo lo
que pueda relajar la decisión y apartar del camino.
Y, de otra, reclama superar las dificultades que pueden hacerse sentir y, en cualquier
caso, el peso que implica el transcurrir de los días. Fortaleza y templanza son, por eso,
junto a la esperanza y al amor, virtudes esenciales para la perseverancia.
b) La huella dejada por el pecado. La realidad recién descrita se agudiza como
consecuencia del impacto sobre la naturaleza humana producido por el pecado original y los
pecados personales.

La fidelidad es fruto, en suma, no sólo del amor, y por tanto, de la oración en la que el
amor se alimenta, sino también, e inseparablemente, del esfuerzo por dominar el conjunto de
las potencialidades humanas, integrándolas en un proyecto vital que tenga en el amor su
centro. Oración y ascesis desempeñan por eso un papel decisivo, y complementario, en la
vida espiritual. A ambas deberemos pues dedicarles amplio espacio.

12. ¿Qué es la tibieza? ¿Por qué debe combatírsela?

La tibieza consiste en un relajamiento o debilitación en el amor y, por tanto, en el


conjunto de la vida espiritual. Presupone en ese sentido cierto desarrollo previo de la vivencia
espiritual, del que se decae. En lugar de crecer, el impulso hacia la unión con Dios y el deseo
de santidad, antes presentes, se desdibujan y debilitan. Y el espíritu entra en una especie de
apatía o indiferencia ante lo que a Dios y al amor hacia Él se refiere.
Desde una perspectiva antropológica la tibieza entronca con la pereza, así como, por
lo que afecta de modo directo al orden espiritual, con el descuido de la oración y de la vida
de piedad, de donde derivan la disminución progresiva del amor a Dios y la consiguiente
condescendencia con los pecados veniales y, en general, con el egoísmo, también por lo que
a la relación con los demás se refiere.
Ese carácter de progresiva decadencia en el amor que define el itinerario hacia la
tibieza, hace que los autores espirituales hayan subrayado la necesidad de reaccionar
cuando el proceso está iniciándose y es, por tanto, más fácil de cortar; y se hayan esforzado,
en consecuencia, por poner de manifiesto lo se suele calificar como síntomas o primeras
manifestaciones de la tibieza.
Lleva a la infidelidad o apartamiento de Dios. La tibieza nos sitúa ante un
debilitamiento del amor y, en consecuencia, de la voluntad, que, rehuyendo la decisión y el
compromiso, progresivamente enferma y se debilita. La infidelidad es, en cambio, fruto de
una libertad que decide, pero que decide rechazando el amor que Dios ofrece. En otras
palabras, una libertad que opta, voluntaria y conscientemente, por un acto o comportamiento
gravemente opuesto al querer de Dios; es decir, en una ofensa o pecado que, excluyendo el
amor de Dios, implica la muerte espiritual del alma.

13. ¿Qué importancia tiene el sacramento de la penitencia en la vida cristiana?


Lo que acabamos de decir nos conduce hacia ese sacramento al que los Padres de la
Iglesia calificaron como «segunda tabla de salvación después del bautismo»21, y al que a lo
largo de la tradición cristiana se ha designado con diversos nombres22, de entre los que
podemos destacar tres: sacramento del perdón, sacramento de la confesión, sacramento de
la penitencia.
— Sacramento del perdón, porque en él se hace visible la misericordia divina,
manifestando, a través del signo externo de la absolución, que el perdón que Dios otorga
llega hasta la persona singular y concreta del penitente, reestableciéndolo de modo pleno en
su condición de hijo de Dios.
— Sacramento de la confesión, porque implica, como momento esencial, el
reconocimiento existencial y sentido por parte de quien acude al sacramento de su condición
de pecador, es decir, de la realidad no ya de que «existe el pecado», sino de que «él
personalmente ha pecado», con el dolor, la contrición y el arrepentimiento que un
reconocimiento de esa naturaleza implica.
— Sacramento de la penitencia, ya que el arrepentimiento, asumido y potenciado por
el perdón que Dios otorga, trae consigo la apertura del propio corazón a la acción divina y, en
consecuencia, la disposición al cambio de vida, la decisión de reparar el mal que el pecado
haya producido, dejándose conducir por la gracia desde el egoísmo al amor y a la
generosidad.
En el sacramento de la penitencia se aúnan algunos de los hilos más significativos de
la actitud cristiana. De ahí su importancia no sólo respecto a quien se encuentra en estado
de pecado, sino también respecto a quien, aun no habiendo incurrido en pecado grave, debe
reconocerse, como todo ser humano, marcado por la imperfección, sujeto a la tentación y
susceptible de deficiencias y caídas. No es por eso extraño que pueda decirse que la vida
espiritual «depende, para su calidad y fervor, de la asidua y consciente práctica personal del
sacramento de la penitencia»23. La vida espiritual crece y se desarrolla en la medida en que
el germen de vida divina depositado en el alma por el bautismo, habiendo sido recibido por la
libertad, impregna las diversas manifestaciones del vivir humano. Y en ese proceso los
sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia desempeñan un papel decisivo.
14. ¿Por qué es importante tener un proyecto y un plan de vida para perseverar y
crecer en la vida espiritual?

Desde una perspectiva diversa —y más inmediatamente psicológica— de la que nos


ha llevado a las afirmaciones realizadas en el apartado anterior, la consideración de la
infidelidad y de la tibieza evidencian que en un ser histórico como es el hombre la fidelidad y
la perseverancia reclaman, precisamente en orden a ese crecimiento en el amor del que la
fidelidad depende, una decisión de la voluntad, que lleve a ir desde el presente hacia el
futuro para considerar los comportamientos, actitudes y modos de proceder que ayudan a
perseverar en el camino iniciado.
a) La celebración eucarística, en la que el cristiano es situado ante la renovación de la
muerte y resurrección de Cristo, e incorporado a ellas en cuanto fundamento de toda la
existencia cristiana y, por tanto, de la vida espiritual, que en la Misa puede y debe tener su
raíz y su centro.
b) La lectura de la Sagrada Escritura y en especial del Evangelio. Más concretamente,
una lectura que, informada por la fe en la Escritura en cuanto palabra de Dios, conduzca al
encuentro personal y vivo con Él; en otras palabras, una lectura de naturaleza espiritual o,
según expresión clásica recuperada en nuestros días, una lectio divina.
c) Los ratos y momentos de oración, en los que el espíritu, alejándose de otras
actividades y buscando el recogimiento, se entretiene a solas con Dios. Así como la
recitación con fe y devoción de salmos o de otras oraciones (Santo Rosario, Via Crucis,
Oración de Jesús, etc.), de modo que la palabra pronunciada introduzca en el diálogo
personal con Dios.
d) La concreción de un plan o programa de vida, que, al establecer un orden en la
jornada, contribuya a desempeñar cumplida y eficazmente la propia y personal tarea, y
facilite esa serenidad interior que constituye el ambiente adecuado para el desarrollo
espiritual.
e) La determinación de momentos de examen, en los que se valore la jornada y, en
diálogo con Dios, se dé gracias por los beneficios recibidos, se pida perdón por los fallos y
pecados y se formulen propósitos que ayuden a orientar el sucederse de los
acontecimientos.
f) La dedicación de alguna o algunas jornadas, prescindiendo de otras actividades y,
por tanto, en un contexto de serenidad, al menos exterior, al trato con Dios, a la meditación y
al examen.
g) La apertura del propio corazón a otra persona para encontrar en ella orientación y
ayuda, es decir, lo que, con expresión tradicional se designa como dirección espiritual o bien,
con terminología posterior, acompañamiento espiritual.
Es el crear un plan de vida espiritual. Buscar de la fuente del agua viva, llevando un
cotidiano examen de conciencia, dirección espiritual, los ejercicios espirituales anuales.

15. ¿Qué lugar tiene la virtud de la humildad en el desarrollo de la vida espiritual?


Punto de encuentro entre la libertad y la gracia.
La humildad puede ser definida como la virtud que domina el deseo inmoderado de la
propia excelencia o la aspiración, igualmente inmoderada, a realidades que están más allá
de lo que resulta accesible al sujeto de que se trate. Esa descripción, aun siendo válida, no
da razón del lugar que esta virtud ocupa en el contexto de la comprensión cristiana de la
vida. Está formulada, en efecto, desde una perspectiva antropológica y partiendo de la
comparación entre deseos y posibilidades o entre unos y otros seres creados. Desde una
perspectiva cristiana la humildad hace referencia, en cambio, ante todo y primariamente a
Dios.
La humildad es la actitud que brota en el espíritu humano cuando considera no sólo la
grandeza e infinitud de Dios y su propia pequeñez, sino también, e inseparablemente, la
realidad de que Dios, siendo inmenso e infinito, manifiesta su amor a los hombres y los llama
a participar de su vida. De ahí la íntima conexión de la humildad con la alegría y, más
concretamente, con los sentimientos de asombro y de exaltación, de aspiración a la plenitud
y de entrega confiada al querer divino, que provoca saberse llamado a la unión con Dios he
invitado a participar en la misión que Dios, al revelar su amor y atraer hacia Sí, desvela y
confiere.
San Agustín y los otros autores que se opusieron a Pelagio sacaron a la luz la
tergiversación de la auténtica doctrina cristiana que todo ese planteamiento implicaba. La
Iglesia muestra que la preeminencia no está en la lucha sola del hombre, sino en la Gracia
que Dios confiere, la Gracia es la que nos mueve hacer las cosas, de allí se desprende la
humildad saber que nada no es por nosotros, sino que es Don de Dios en nuestras vidas.
De ahí la importancia decisiva de la humildad con lo que implica de proclamación de la
majestad infinita de Dios; de conciencia acerca de la magnitud del don que supone el hecho
de que Dios, el trascendente por entero, se entregue y comunique; de reconocimiento de la
necesidad, para recibir el don divino y ser fieles a él, de la ayuda divina, ya que sólo Dios
puede atraer a la criatura hasta llevarla a gozar de la intimidad del vivir divino.
16. La oración ha sido definida de diversas formas. ¿Cuál de esas definiciones te ha
gustado más? ¿Por qué?
En castellano se cuenta con dos vocablos para designar la relación consciente y
coloquial del hombre con Dios: «plegaria» y «oración». La palabra «plegaria» proviene del
bajo latín precaria, que proviene a su vez del verbo latino clásico precor> que significa rogar,
suplicar, acudir a alguien solicitando un beneficio o un favor, implorar. El término «oración»
proviene remotamente del substantivo latino os-oris, boca, y próximamente del substantivo,
también latino, derivado oratio, que significa discurso, lenguaje, expresión, frase
gramaticalmente completa. El verbo precor en el latín clásico era usado en diversos
contextos, entre ellos el religioso. El substantivo oratio originariamente era usado casi
exclusivamente en un contexto profano, de modo que adquirió una significación religiosa en
época cristiana, hecho en el que cabe ver un claro influjo del personalismo característico de
la fe cristiana, es decir, del tono personal e íntimo que la relación con Dios adquiere en el
cristianismo: Dios es no sólo el omnipotente al que se ruega, sino también el padre, el amigo,
el amante con quien se habla.
Las definiciones de la oración que nos transmite la tradición cristiana reflejan, por lo
demás, las diferencias de matiz que acabamos de encontrar al aludir a la terminología.
Citemos algunas, comenzando por las que, en conexión con lo dicho respecto al término
oratio, subrayan la relación dialogal entre el que reza y Dios:

— San Gregorio de Nisa: la oración es «conversación o coloquio con Dios»;


— San Juan Clímaco: la oración es «conversación familiar y unión del hombre con Dios»;
— Santa Teresa de Jesús: «... no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de
amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama».
En línea con la etimología de la voz «plegaria» y, por tanto, caracterizando a la oración
por referencia a la petición o súplica los textos son
también muy numerosos. Citemos uno, de San Juan Damasceno, que la define como
«petición de bienes convenientes»

17. DESCRIBE BREVEMENTE LOS RASGOS MÁS SIGNIFICATIVOS DE LA ORACIÓN


DE JESÚS.
Jesús vivió una intensa vida de oración. Jesús enseñó a orar. En estas dos
afirmaciones se resume, de forma apretada, el mensaje sobre la oración de Jesús que nos
transmite y testimonia el Nuevo Testamento. Consideremos pues, aunque sea
sintéticamente, ambas afirmaciones.

a) La oración personal de Jesús.

Los evangelios ponen de manifiesto que Jesús hizo propio el modo de rezar del
pueblo judío. Frecuentaba la sinagoga (Me 1, 21; Mt 12, 9-10; Le 4, 16; Jn 6, 59) y acudía al
Templo, del que recalca que es «casa de oración» (Me 11, 17; Mt 12, 13; Le, 19, 46). Rezaba
junto con sus discípulos las oraciones de bendición con ocasión de las comidas (cfr., por
ejemplo, el pasaje de la multiplicación de los panes y los peces: Mc 6,41 y lugares paralelos).
En esos momentos, y en otros que podrían citarse, el comportamiento y las palabras de
Jesús testimonian su familiaridad con el conjunto de la piedad judía. Esas oraciones, de un
modo u otros rituales, no agotan, sin embargo, la oración de Jesús. Los evangelios, en
efecto, nos hablan de su oración en las más variadas ocasiones. En especial inmediatamente
antes de algunos acontecimientos decisivos, como el bautizo en el Jordán (Le 3, 21), la
realización de milagros (Jn 11, 41- 42), la elección de los Doce (Le 6, 12), la transfiguración
(Le 9, 28), la pasión (Me 14, 32-42 y lugares paralelos). Dejan también constancia de su
oración intensa y prolongada en el desierto al que se retira después de haber sido bautizado
(Me 3, 12-13 y lugares paralelos). Y cuentan que con frecuencia se apartaba de sus
discípulos para rezar a solas (Me 1, 35; 6, 46; Le 5, 16).

Las narraciones evangélicas atestiguan la continuidad entre la oración de Jesús y la


oración judía, pero también —y sobre todo— la novedad, respecto a toda la tradición anterior,
que implicaba su oración. Destaquemos tres rasgos especialmente significativos:
a) La confianza absoluta, la seguridad inquebrantable que Jesús tenía de ser
siempre escuchado por su Padre Dios.
b) La singular intimidad con Dios, su Padre, de la que da pruebas. «Yo te alabo,
Padre, Señor del cielo y de la tierra -leemos en la oración de acción de gracias que
nos refieren San Mateo y San Lucas-, porque has ocultado estas cosas a los
sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha
parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el
Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera
revelarlo» (Mt 11, 25-27; ver también Lc 10 21-24)
c) La entrega sin reservas al querer divino. Baste citar, a modo de ejemplo, las
palabras pronunciadas después de esa entrada triunfal en Jerusalén con la que se
iniciaba lo que iba a ser la etapa final de su vida terrena.

18. ¿QUÉ ENSEÑÓ JESÚS SOBRE LA ORACIÓN?


Jesús fue maestro de oración ante todo con su vida, con su propia oración. Una
oración que, en sus raíces más hondas, permaneció oculta en lo más profundo de su ser,
pero que se manifestó, como acabamos de considerar, a lo largo de toda su vida.

Al testimonio de su oración, a la revelación sobre los horizontes de relación con Dios


que su oración implica, Jesús añadió enseñanzas, incluso detalladas, sobre las
características que debía tener la oración. Destaquemos algunas:
— la oración debe estar animada por una actitud de confianza en el amor paternal de
Dios, con la seguridad de que Dios Padre no dejará de escuchar al que acude a Él con fe (Mt
21, 21-23 y Me 11, 22-25; ver también Mt 15,21-28 y Me 7, 24-30).
— la oración deber ser perseverante, sin desanimarse ante el hecho de que Dios tarde
en acoger la plegaria (Le 11, 5-8; 18, 1-8 y lugares paralelos).
— la oración debe ser hecha de cara a Dios, evitando toda ostentación y todo deseo
de alabanza (Mt 6, 1.5-8; cfr. Me 12, 38-40);
— la oración reclama humildad, reconocimiento sincero y sentido de la propia
limitación y de la necesidad de la ayuda divina (Le 18, 9-14).
Todo ello en un contexto trinitario, al que, junto a varios de los textos ya citados, nos
remiten dos puntos de especial interés:
— La invitación hecha por Jesús a rezar en su nombre, es decir, formando una sola
cosa con Él, apoyándose en Él, identificándose con Él (Jn 14, 13; 15, 7; 16, 23-24). Entre el
discípulo y el Maestro reina una profunda unidad, de modo que quien es de verdad discípulo,
es decir, quien está de veras unido a Cristo por la fe y el amor, puede dirigirse al Padre
hablando en nombre de Cristo y, por tanto, con la confianza con que Jesús mismo lo hacía.
— La enseñanza del Padrenuestro (Mt 6, 9-13; Le 11, 2-4). Oratio dominica, oración
del Señor, como la calificaron con frecuencia los Padres, que impulsa a tratar a Dios como
Padre y en la que se evocan, como, en síntesis, la totalidad de las necesidades y
aspiraciones del cristiano. De ahí los calificativos de «resumen de todo el Evangelio» y de
«oración guía» con que ha sido designada18, y el hecho de que, desde el principio, haya
sido objeto de especial consideración y comentario.

19. LA ORACIÓN CRISTIANA DEBE SER UN ECO O REFLEJO DE LA ORACIÓN DE


CRISTO. EN ESTE SENTIDO, ¿CUÁLES SERÍAN SUS DIMENSIONES MÁS
SIGNIFICATIVAS?
La oración del cristiano es siempre —se piense en ello o no— un eco de la oración de
Cristo. De ahí que sea:
— una oración trinitaria, es decir, informada por la conciencia de la llamada a participar
en la vida íntima del Dios Trino, y por tanto, una oración que implica comunión actual y viva
con Dios e, inseparablemente, deseo de que esa unión llegue a plenitud, dando vida a un
dinamismo de unión con Dios que tiene como meta la plena comunión que se dará en la
eternidad;
— una oración entregada, porque, fundamentada en el amor de Dios Padre que en
Cristo se nos ha dado a conocer, y alimentada por ese amor, lleva a salir de sí mismo, a
romper los límites del propio yo para amar a Dios con toda la mente y con todo el corazón;
— una oración encarnada, que se entremezcla con el existir cotidiano, alimentándose
no sólo de los momentos especialmente dedicados a la plegaria, sino de los afanes e
incidencias que conforman y jalonan el vivir diario, con conciencia de que en todo momento
el hombre se encuentra, en Cristo y por el Espíritu, ante su Padre Dios;
— una oración abierta a la fraternidad, ya que, naciendo del reconocimiento y del amor
a Dios como Padre, se extiende, de modo espontáneo y connatural, a todo lo que Dios ama;
la oración cristiana no es, por eso, nunca una oración egoísta o centrada en el propio yo, sino
una oración en la que tienen cabida, y cabida determinante, las necesidades y los afanes de
los demás.

20. ¿A QUÉ LLAMAMOS ORACIÓN DE PETICIÓN O PLEGARIA? ¿CUÁLES SON SUS


RASGOS CARACTERÍSTICOS? DESCRÍBELOS BREVEMENTE. ¿POR QUÉ ES
TAN IMPORTANTE LA PLEGARIA U ORACIÓN DE PETICIÓN EN LA VIDA
CRISTIANA?
La Oración es plegaria, la oración se verifica como plegaria como petición. Aunque no
es la única forma, ya que es comunicación, dialogo, y no solo es plegaria, sino también
alabanza y es la forma más perfecta de oración porque se agradece y se alaba la grandeza
de Dios.
La oración de petición implica, por tanto, en primer lugar y ante todo, confianza en
Dios, seguridad en su amor y en su benevolencia. Y, a la vez, conciencia de que Dios llama a
una relación íntima y personal con Él. Ni que decir tiene, por lo demás, que no aspira a dar a
conocer a Dios una necesidad que le pudiera resultar desconocida —a Dios nada se le
oculta-, sino, lo que es radicalmente distinto, a abrir ante El el propio corazón, con sus
preocupaciones y sus afanes -grandes en ocasiones, pequeños en otras-, con confianza
plena y, por tanto, colocando en sus manos de Padre el personal destino.

Partiendo de esas convicciones fundamentales —sentido de la filiación y confianza— la


petición cristiana presenta otros rasgos característicos, que podemos enumerar y comentar
brevemente:
— Se puede acudir a Dios no sólo en todo momento, sino evocando ante Él todo tipo de
necesidades, también los materiales, incluso las que pueden parecer insignificantes o
menudas: ante quien se sabe que ama con amor de Padre se puede poner de manifiesto
cualquier necesidad. Pero sin olvidar que el horizonte último de la vida no son los
acontecimientos y realidades temporales, sino las eternas, y en consecuencia que la petición
cristiana debe connotar siempre, aunque pueda ser de forma implícita -y lo será con
frecuencia—, la cláusula «si lo que pido conviene para la salvación».
— El cristiano puede pedir para sí mismo, pero sin encerrarse en la preocupación por la
propia persona, sino manteniendo siempre un corazón abierto y extendiendo, por tanto, su
petición a las necesidades de los demás. Más concretamente, debe pedir sabiéndose
miembro de la Iglesia y sintiendo la responsabilidad de la misión que Cristo le ha confiado.
Su oración, a semejanza de la oración personal de Jesús y en conformidad con la realidad
del Padrenuestro, debe tener, en suma, como horizonte la realización del Reino de Dios; no
sólo la propia vida y la propia salvación, sino la totalidad de la Iglesia y conjunto de la
humanidad para extender a toda ella los bienes salvíficos.
— La petición debe estar animada por una seguridad plena en el amor de Dios, que no deja
de escuchar la oración de sus hijos, convicción que se prolonga en una de las características
de la petición que más claramente subrayan los evangelios: la perseverancia (cfr. Lc 11, 5-8;
18, 1-8). Precisamente porque el cristiano confía en Dios, no pone plazos ni condiciones,
sino que manifiesta con sinceridad sus aspiraciones y necesidades, dejando en manos de
Dios su acogida, y perseverando, por tanto, confiada y humildemente, sea cual sea el
resultado, en la actitud de petición. «¿Qué nos enseñan todas estas cosas -se pregunta San
Agustín, comentando el diálogo de Jesús con la mujer cananea (Mt 15, 23 ss.)— sino que,
cuando lo que pedimos a Dios es cosa buena, hemos de perseverar en la oración hasta que
la recibamos, con el deseo de quien suspira por ella? Pues Dios difiere el dar a quienes le
piden para ejercitarlos en el deseo»26.
— Mencionemos por último una cuarta característica de la petición cristiana, ya implícita en
lo dicho, pero que no podemos por menos de glosar expresamente: la entrega. La oración
impetratoria no tiene por finalidad subordinar a Dios a los intereses humanos -pretensión que
implica magia e idolatría—, sino, como antes señalábamos, colocarse confiadamente en
manos de Dios. En otras palabras, no aspira a acomodar la voluntad de Dios a la propia,
sino, al contrario, a acomodar la propia voluntad a la de Dios. La oración cristiana tiene, en
suma, su paradigma supremo, también en los momentos de dificultad, contradicción y
zozobra, lo que fue la oración de Jesús en el huerto de Getsemani: «Padre mío, (...) que no
sea tal como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt 26, 39). De ahí que la petición, que ha de
estar informada por la fe y la esperanza, debe ser seguida por la acción de gracias no sólo
cuando se obtiene lo solicitado, sino también cuando resulte evidente que no se va a recibir
lo que se pedía, ya que -remitamos de nuevo a San Agustín- Dios escucha y acoge siempre
la oración, aunque en ocasiones no conceda lo que se le pedía, sino lo que Él, con su infinita
sabiduría, sabe que conviene27.
21. LA ORACIÓN TIENE, ADEMÁS DE TENER UNA DIMENSIÓN IMPETRATORIA O DE
PETICIÓN, TIENE OTRAS DIMENSIONES: DE ALABANZA O LATRÉUTICA, DE
ACCIÓN DE GRACIAS O EUCARÍSTICA Y DE PETICIÓN DE PERDÓN.
DESCRÍBELAS.
Las consideraciones que preceden muestran la riqueza del trasfondo que connota la
oración de petición, que en consecuencia está llamada a estar presente no sólo en los
momentos iniciales de la vida cristiana, sino a lo largo de todo su desarrollo. Variará el tono y
el acento, y se podrá pasar desde momentos en los que la petición esté determinada por
preocupaciones relacionadas con la propia persona y su entorno inmediato, a otros en los
que se oriente a perspectivas más universales y en los que predomine incluso la actitud de
plena entrega de las personales preocupa dones en las manos de Dios. Pero nunca
desaparecerá una oración en la que, de forma sentida, el creyente abra su corazón a Dios y
le manifieste,
con disposición filial, sus problemas y necesidades.
Es obvio a la vez que la petición es sólo uno de los posibles contenidos del diálogo
entre el hombre y Dios. Más aún, quien se quedará a ese nivel no habría penetrado a fondo
en la dinámica propia de la oración cristiana. Conviene pues dar pasos adelante y realizar
una exposición más completa, evocando, siempre de forma sintética, otros contenidos de la
oración. A ese efecto puede ser útil recordar los tres fines que, junto al impetratorio, suelen
mencionarse al hablar de esa gran oración que es la Santa Misa: latréutico, eucarístico y
propiciatorio; alabanza, acción de gracias, petición de perdón.
Alabanza. Es, en efecto, contenido propio y esencial de la oración reconocer y
proclamar la grandeza de Dios, la plenitud de su ser, la infinitud de su bondad y de su amor.
A la alabanza se puede desembocar a partir de la consideración de la belleza y magnitud del
universo, como
acontece en múltiples textos bíblicos (cfr., por ejemplo, Sal 19; Si 42, 15-25; Dn 3, 32-90) y
en numerosas oraciones de la tradición cristiana28. O a partir de las obras grandes y
maravillosas, de las magnalia et mirabilia que Dios opera en la historia de la salvación, como
ocurre en
el Magnificat (Le 1, 46-55), o en los grandes himnos paulinos (ver, por ejemplo, Ef 1, 3-14).
En todo caso lo que caracteriza a la alabanza es que en ella la mirada se dirige directamente
a Dios. Puede partir de unas y otras realidades, pero va derechamente a Dios mismo, tal y
como es en sí, en su perfección ilimitada e infinita. «La alabanza es la forma de orar que
reconoce de la manera más directa que Dios es Dios. Le canta por El mismo, le da gloria no
por lo que hace sino por lo que Él es»29. Está por eso íntimamente unida a la adoración, al
reconocimiento, no sólo intelectual sino existencial, de la propia pequeñez -y de la pequeñez
de todo lo creado- en comparación con el Creador y, en consecuencia, a la humildad, al
reconocimiento de la personal indignidad, a la postración ante quien nos trasciende hasta el
infinito... Y a la maravilla ante el hecho de que ese Dios, al que los ángeles y el universo
entero rinden pleitesía, se haya dignado no sólo fijar su mirada en el hombre, sino habitar en
el hombre; más aún, hacerse hombre30.
Acción de gracias. La percepción de la grandeza de Dios y de su magnificencia lleva
a reconocer que todo lo que el ser humano es y tiene, lo ha recibido de Dios, e impulsa, en
consecuencia, a dirigir el espíritu hacia Dios para reconocer y agradecerle sus beneficios.
Dios es la fuente de toda la realidad, de la naturaleza y de la gracia. Todo lo que poseemos
es don suyo, fruto de su absoluta y suprema liberalidad, ya que, no necesitando de nada, no
sólo otorga beneficios, sino que entrega su propio amor y lo entrega hasta el extremo. La
actitud de acción de gracias llena desde el principio hasta el fin la Sagrada Escritura y la
historia de la espiritualidad, que manifiestan además que, cuando esa actitud arraiga en el
alma, da lugar a un proceso que lleva a reconocer como don divino la totalidad de lo que
acontece, no sólo aquellas realidades que la experiencia inmediata lleva a advertir como
gratificantes, sino también aquellas otras que pueden parecer negativas o adversas.
Consciente de que la entera historia está situada bajo el designio amoroso de Dios, el
creyente sabe a la vez que todo es para bien, que todo redunda en bien de quienes, los
hombres todos, son objeto del amor divino (cfr. Rm 8, 28). «Acostúmbrate a elevar tu corazón
a Dios, en acción de gracias, muchas veces al día. —Porque te da esto y lo otro. -Porque te
han despreciado. -Porque no tienes lo que necesitas o porque lo tienes. Porque hizo tan
hermosa a su Madre, que es también Madre tuya. -Porque creó el Sol y la Luna y aquel
animal y aquella otra planta. -Porque hizo a aquel hombre elocuente y a ti te hizo premioso...
Dale gracias por todo, porque todo es bueno»31.
Petición de perdón. Quien vive de fe advierte no sólo la magnanimidad y
munificencia divinas, sino su personal infidelidad e ingratitud, la realidad de su falibilidad,
más aún, de su pecado. Reconoce, en suma, que el hombre puede hacer mal uso de los
dones divinos, y ello hasta el extremo no sólo de despilfarrarlos, sino de tomar pie de ellos
para ofender a Dios y agraviarle. Pero sabe también que, incluso entonces, el amor divino no
abandona al hombre, sino que, actuando en lo más íntimo de su corazón, lo impulsa a
continuar confiando en la benevolencia de un Dios que es Padre y, en consecuencia, a volver
hacia Él con la actitud de confianza con que lo hiciera el hijo de la parábola (cfr. Le 15, 11
ss.). La realidad es que desde el primer instante -a decir verdad, desde antes de que
acontezca el pecado- Dios está dispuesto -como pone de relieve la figura del padre en la
parábola recién citada- a otorgar su perdón, si bien, como es obvio, hace falta que el hijo
abra su corazón al perdón que se le ofrece. De ahí la importancia decisiva de la petición de
perdón, sabiendo que Dios no rechaza a quien se acerca a Él con un «corazón contrito y
humillado» (Sal 51, 19). Una petición de perdón que en el cristiano, consciente de la
solidaridad que reina entre los hombres, hace referencia no sólo al propio pecado, sino
también a los pecados en los que incide el conjunto de la humanidad; la oración se prolonga
entonces en intercesión, en la petición propia de un corazón, que «conforme a la misericordia
de Dios» y hecho a la medida del corazón de Cristo, sabe pedir en favor de los otros, con el
deseo de llegar, todos unidos, a la plenitud que implica la salvación32.
En el sucederse de la oración hay, como venimos diciendo, actos que tienen por
contenido formal la alabanza, la acción de gracias, la impetración o la petición de perdón,
pero conviene añadir que estamos ante cuatro realidades que constituyen disposiciones de
fondo que informan la totalidad del diálogo entre el hombre y Dios. Sea cual sea el contenido
concreto de la oración, quien reza lo hace siempre, de una forma u otra, explícita o
implícitamente, adorando, alabando, suplicando, implorando o dando gracias a ese Dios al
que reverencia, al que ama y en el que confía.
22. ¿POR QUÉ SE AFIRMA QUE LA ORACIÓN ESTÁ MARCADA POR UNA
DIMENSIÓN NETAMENTE TEOLOGAL Y CRISTOLÓGICA?
Tal es el caso, muy particularmente, de la oración cristiana que está marcada por una
orientación netamente teologal y cristológica.
Teologal, porque, expresión y cauce de la fe, la esperanza y la caridad, desemboca
en una creciente comunión con Dios y en un deseo cada vez más intenso de unión con Él.
Cristológica, porque es en Cristo y por Cristo como la vida divina se comunica al
hombre, y es a través de la progresiva incorporación a Cristo como el espíritu humano
accede cada vez con más hondura a la intimidad divina. Tal es el ritmo propio de la ontología
cristiana y también, por tanto, bajo la acción del Espíritu Santo, el de la oración. La oración
del cristiano podrá tener -y tendrá de hecho- contenidos muy diversos, pero pasará siempre,
de un modo u otro, a través de Cristo. Y se dirigirá a Cristo no sólo para acudir a su
intercesión o para recibir de Él ejemplo, sino para contemplarle, y, contemplándole, percibir
-valga la expresión- la realidad de su divinidad en su humanidad, ver en el Hijo del hombre,
en el hijo María, al Hijo de Dios en unidad de persona.
23. ENUNCIA Y DESCRIBE BREVEMENTE LOS REQUISITOS Y CONDICIONES DE LA
ORACIÓN. ¿CUÁL CONSIDERAS QUE ES EL MÁS IMPORTANTE PARA LLEVAR
UNA SÓLIDA VIDA DE ORACIÓN?

El autor termina esta primera parte del capítulo hablando de los requisitos y
condiciones de la oración, y muestra que para tener vida de oración es necesario una vida
teologal. Se muestra unos requisitos o condiciones para llevar una vida de Oración es
necesario:
- El recogimiento: es el aislarnos momentáneamente del ruido, de las preocupaciones
y angustias para adentrarnos para el encuentro con Dios. A veces la oración falla y
nos cuesta la vida de oración ya que no se le presta atención al recogimiento. Otro
punto que no deja entrar en el recogimiento es debido a la diversión que es igual
- Confianza y sinceridad: Es la confianza de que hablamos con aquel amigo que nos
ama, nos comprende, que sabe que hay en nuestros corazones, es tratar con quien
nos ama como lo haríamos con un amigo y si hay esa confianza nos mostramos al
señor como somos, reconociendo lo que el Señor ha hecho por nosotros reconociendo
nuestras limitaciones y caídas, viviendo conforme a nuestras necesidades.
- Obediencia y docilidad: yo debo ir a la oración con actitud de obediencia de hacer la
voluntad de Dios, en actitud de Docilidad es el dejarse moldear por lo que Dios quiere.
Por esto no puede haber vida de oración sin dejar actuar al Espíritu Santo.
- Perseverancia: Es el esfuerzo y empeño ante la tentación del desaliento de no hacer
oración.

La oración es la vida del corazón, debe animarnos en todo momento, por esto los
padres espirituales, muestran la oración como un recuerdo de Dios, es mejor acordase a
Dios más a menudo que respirar, no se puede orar todo momento y con la misma intensidad
por esto hay momentos fuertes de oración dentro de la iglesia y de manera personal. El
recoger el corazón bajo el Espíritu Santo.
El combate de la oración supone un esfuerzo, nos enseña que la oración es un
combate contra nosotros mismos, y el tentador, se vive como se ora y se ora como se vive.
El combate espiritual del cristiano es inseparable al combate en la oración.

24. ¿A QUÉ LLAMAMOS ORACIÓN VOCAL? ¿POR QUÉ SE AFIRMA QUE “LA
ORACIÓN VOCAL NO ES SOLO ASUNTO DE PALABRAS, SINO TAMBIÉN, Y
SOBRE TODO, DEL PENSAMIENTO Y DEL CORAZÓN”?

La oración vocal, en cuanto contrapuesta a la meditación -también designada, a partir


del periodo histórico al que luego nos referiremos, con la expresión «oración mental»—,
puede ser definida como aquella oración que se expresa vocalmente, es decir, mediante
palabras articuladas o pronunciadas. Esa primera aproximación, aun siendo exacta, no va al
fondo
del asunto. Ya que, de una parte, todo dialogar interior -y, por tanto, la oración mental- hace
referencia, en el ser humano, al lenguaje y, en ocasiones, al lenguaje articulado en voz alta,
aunque sea en la intimidad de la propia estancia. Y, de otra, la oración vocal no es asunto
sólo de palabras, sino también, y sobre todo, del pensamiento y del corazón. De ahí que sea
más exacto afirmar, como lo hace Ancilli, que «la oración vocal es la que se hace utilizando
una fórmula preestablecida, mientras que la mental es la que se hace espontáneamente,
expresando ideas y sentimientos que brotan actualmente del alma».

25. ¿QUÉ ES LA MEDITACIÓN? ¿CUÁLES SON LAS DOS DIRECCIONES HACIA LAS
CUALES SE ORIENTA LA MEDITACIÓN?

Meditar significa lo mismo que aplicar el pensamiento a la consideración de una


realidad o de una idea con el deseo de conocerla y comprenderla con mayor hondura y
perfección. En un cristiano la meditación implica orientar el pensamiento hacia Dios tal y
como se ha dado a conocer a lo largo de la historia de Israel y definitiva y plenamente en
Cristo. Y, desde Dios, dirigir la mirada a la propia existencia para valorarla y vivirla según el
misterio de vida, comunión y amor que Dios nos ha dado a conocer.

La meditación implica reflexión, esfuerzo de profundización intelectual. Y ello, como


acabamos de decir, en dos direcciones:

a) En primer lugar, y ante todo, para profundizar en el contenido de la fe (Dios Uno y Trino,
Cristo, la Eucaristía, la Iglesia, la Virgen Santa María, el don de la gracia...) a fin de percibir
mejor las diversas realidades sobre las que la fe versa, connaturalizarse con ellas y
enmarcarlas cada vez con más precisión en el contexto del designio divino de salvación. En
suma, volver una y otra vez sobre esas realidades, acudiendo, en primer lugar, a la
consideración de pasajes de la Escritura y en particular del Nuevo Testamento17, pero
también a la de documentos del magisterio, de escritos de santos y de teólogos, etc. Esa
consideración connota, sin duda, la actividad de la inteligencia.

b) En segundo lugar, y en dependencia de lo anterior, dirigir la mirada a la propia persona y a


la propia situación existencial, a experiencias pasadas, necesidades presentes y
perspectivas de futuro. Todo ello, ciertamente, para conocerse mejor a sí mismo, valorar
experiencias y proponerse objetivos, pero no desde la mera interioridad personal, sino en
Dios y desde Dios.

26. ¿POR QUÉ SANTA TERESA DE JESÚS DIJO, REFIRIÉNDOSE A LA MEDITACIÓN,


QUE “… NO ESTÁ LA COSA EN PENSAR MUCHO, SINO EN AMAR MUCHO?

Meditar, en un cristiano, es reflexionar, pero reflexionar amando, y orientando la


reflexión a un amor cada vez más pleno; más concretamente, a un amor que, partiendo de
las palabras o los hechos sobre los que se ha meditado, desemboca en un responder con el
propio amor al amor con que Dios nos ama y, por tanto, en afectos y en propósitos, en actos
de amor y en actos de entrega. De ahí la definición o concepto de meditación que ofrece San
Francisco de Sales: «... un pensamiento atento y reiterado, mantenido voluntariamente en el
espíritu, para que la voluntad se mueva a santos afectos y saludables resoluciones». Así
corno la observación que, con lenguaje directo, formula Santa Teresa de Jesús: «...no está la
cosa en pensar mucho, sino en amar mucho».
La meditación, como no podía ser menos, ha acompañado al cristianismo desde sus
comienzos. En ocasiones, surgía, y surge, en conexión con la liturgia, con ocasión de los
momentos de silencio que acompañan siempre a la celebración. En otras ocasiones, se
desarrolla en aquellas situaciones, muy diversas y variadas, en las que el cristiano vuelve
sobre textos litúrgicos, sobre pasajes de la Escritura personalmente leídos, etc.
En el tránsito de la Edad Media a la Moderna se produjeron dos hechos, ya aludidos en
páginas anteriores, que influyeron ambos en la praxis y la reflexión teológico-espiritual sobre
la meditación

27. ¿CUÁL ESQUEMA PROPONE SAN IGNACIO PARA HACER LA MEDITACIÓN?

El más conocido de estos métodos es el que expone San Ignacio de Loyola en los
párrafos de sus Ejercicios espirituales destinados a tratar de la aplicación a la oración de las
tres potencias del alma (memoria, inteligencia y voluntad)25. De forma esquemática los
momentos o pasos que traza ese método con los siguientes:

a) Preparación, que implica a su vez: acto de fe para situarse en presencia de Dios;


petición de ayuda para hacer bien la meditación; composición de lugar (es decir, evocar y
retener en la mente -y, eventualmente, en la imaginación- el tema sobre el que se va a
meditar).

b) Cuerpo de la meditación, poniendo en ejercicio de las tres potencias espirituales que


caracterizan al ser humano:
— la memoria, volviendo a recordar el pasaje, acontecimiento o verdad que va a ser
objeto de la meditación a fin de poner de manifiesto los rasgos que lo definen y las
principales circunstancias que lo acompañan;
— el entendimiento, analizando con detalle la realidad que se aspira a considerar,
explicitando las consecuencias que pueden deducirse para la propia vida, examinando el
comportamiento que ha habido hasta ese momento en relación con ese punto y los medios
que se deberán emplear para mejorar a ese respecto;
— la voluntad, moviéndola a afectos y concretando propósitos concretos.

c) Conclusión: coloquio con Dios Padre, Cristo, la Virgen y los santos; breve examen
sobre cómo se ha procedido en la meditación, y elección de un pensamiento para tenerlo
presente durante el resto de la jornada. Tanto San Ignacio como los otros autores espirituales
que han propuesto métodos de oración subrayan que el método es precisamente un método,
es decir, un camino, e incluso una propuesta de camino, que cada persona debe recorrer sin
sentirse vinculada a todos y cada uno de sus pasos y secundando en todo caso la acción del
Espíritu Santo, que es siempre el guía y maestro en la vida de oración.

28. ¿QUÉ ES LA ORACIÓN CONTEMPLATIVA? ¿POR QUÉ EL CATECISMO DE LA


IGLESIA LA LLAMA: “TIEMPO FUERTE POR EXCELENCIA DE LA ORACIÓN?
Es la unión con Dios, donde el hombre se siente atraído por Dios y quiere estar
en comunión con Él. El catecismo de la Iglesia católica dice:
«¿Qué es esta oración?», se interroga el Catecismo de la Iglesia Católica al comienzo
del apartado dedicado a la oración contemplativa, para contestar enseguida acudiendo a
unas palabras de Santa Teresa de Jesús, ya citadas con referencia a la oración en general:
«... no es otra cosa oración mental, a mi parecer -afirma la santa de Ávila-, sino tratar de
amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama». «La
contemplación -prosigue- busca al “amado de mi alma” (Ct 1,7;cfr. Ct 3, 1-4). Esto es, a
Jesús y en él, al Padre». «Es buscado -comenta, dando así entrada, con lenguaje sencillo,
pero claro, a la distinción entre meditación y contemplación- porque desear es siempre el
comienzo del amor, y es buscado en la fe pura, esta fe que nos hace nacer de él y vivir en él.
En la contemplación se puede también meditar, pero la mirada está centrada en el Señor».
De oración contemplativa puede y debe hablarse, en efecto, en las dos direcciones
que acabamos de mencionar. Así lo hace el Catecismo de la Iglesia Católica. En ocasiones
habla de ella como de un estilo de hacer oración o, si se prefiere decirlo así, como de una
fase, particularmente elevada, en el transcurrir del tiempo dedicado a la oración mental. «La
elección del tiempo y de la duración de la oración de contemplación -escribe— depende de
una voluntad decidida reveladora de los secretos del corazón. No se hace contemplación
cuando se tiene tiempo, sino que se toma el tiempo de estar con el Señor con la firme
decisión de no dejarlo y volverlo a tomar, cualesquiera que sean las pruebas y la sequedad
del
encuentro». «La contemplación es -afirma poco después- el tiempo fuerte por
excelencia de la oración». Hablar de oración contemplativa es, en suma y desde esta
perspectiva, hablar de momentos o espacios especialmente intensos en el tiempo destinado
a la oración en los que el alma, consciente de la cercanía amorosa de su Padre Dios, dialoga
sencilla, confiada y espontáneamente con Él o en los que, sin necesidad de palabras, se
sitúa ante Él, sabiéndose mirada y amada por Aquel al que ama.
«No se puede meditar en todo momento, pero sí se puede entrar siempre en
contemplación, independientemente de las condiciones de salud, trabajo o afectividad. El
corazón es el lugar de la búsqueda y del encuentro»39. Hablar, en este contexto de oración
contemplativa, es hablar de vivir sabiendo que en toda situación y momento Dios está
presente en el propio corazón y en la totalidad de lo creado, de modo que, con palabras o sin
ellas quien vive de fe puede entrar en comunión con Él, uniéndose a su voluntad,
comentando las incidencias de la jornada, manifestando su amor, solicitando su perdón,
ofreciéndole su
acción y su trabajo... Y todo ello con la espontaneidad -fruto de la acción del Espíritu Santo
que inhabita en el centro del alma- de quien, sabiéndose unido a Cristo, se sabe, profunda y
vitalmente, hijo de Dios.

29. ¿POR QUÉ SE AFIRMA QUE LA LITURGIA ES EL CENTRO DE LA VIDA DE


ORACIÓN?
La liturgia: es el ejercicio del sacerdocio de la Iglesia. Cristo es sacerdote y Él ejercita
continuamente su sacerdocio e intercede constantemente al Padre por nosotros. Y Cristo
hizo a la Iglesia participara de su sacerdocio, un pueblo de santos.
La liturgia es el culto público que la Iglesia rinde a Cristo, tributo al Padre en unidad del
Espíritu Santo. A través de “alabanza, acción de gracia, redención, intercesión”
La Liturgia es la forma más perfecta de Oración, ya que es la oración de toda la
Iglesia. El culmen y la Raíz de toda la vida cristiana y de oración es la eucaristía donde Cristo
se ofrece al Padre, en el cual nosotros somos participes de la oración y oblación del sacrificio
y ofrenda de Cristo.
La liturgia, en la que la Iglesia se une a Cristo y, en Cristo, al Padre, fundamenta y
realiza esa proximidad de Dios al hombre en la que se basa toda la oración cristiana. Y a su
vez la oración, el trato personal y vivo con Dios, encamina hacia la liturgia y se compenetra
con ella, puesto que no hay adoración y comunicación de vida, sin encuentro y participación
vitales. Para contraponer entre sí ambas realidades sería necesario reducir la liturgia a
celebración ritualista y vacía y la oración a devocionalismo sentimental carente de
substancia. Y una y otra cosa son ajenas a toda vivencia cristiana auténtica.
De esa enseñanza pontificia se hizo eco la Constitución Sacrosancturn Concilium que,
después de afirmar que la liturgia es «la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al
mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza», añade: «... con toda la participación
en la sagrada liturgia no abarca toda la vida espiritual. En efecto, el cristiano, llamado a orar
en común, debe, no obstante, entrar también en su cuarto para orar al Padre en secreto (cfr.
Mt 6, 6); más aún, debe orar sin tregua, según enseña el Apóstol (cfr. 1 Ts 5, 17)».
Finalmente, y como cerrando el círculo, recalca que las prácticas de piedad, y concretamente
las populares o colectivas a las que también dedica atención, deben organizarse «teniendo
en cuenta los tiempos litúrgicos, de modo que vayan desacuerdo con la sagrada liturgia, en
cierto modo deriven de ella y a ella conduzcan».

30. ¿QUÉ RELACIÓN EXISTE ENTRE LITURGIA Y VIDA?


La relación entre oración v vida -y, en ella, con la acción, la pluralidad de tareas, la
multiplicidad de los vínculos existenciales, la reiteración del actuar cotidiano, la
imprevisibilidad del acontecer.
— es una relación de carácter bidirectional: de la oración a la vida y de la vida a la
oración.
— De la vida a la oración, porque la vida con cuanto la compone impulsa a acudir a Dios
sea en petición de ayuda, sea en actitud de acción de gracias o de petición de perdón o de
ayuda, así como, en otras ocasiones, alomar conciencia de la necesidad de crecer en
espíritu de servicio, en docilidad al Espíritu Santo o en identificación con Cristo para estar así
en condiciones de afrontar la propia existencia con un talante alegre y esforzado, incluso en
los momentos de dificultad.
— De la oración a la vida, porque la familiaridad e intimidad con Dios que la oración
presupone y desarrolla no puede quedar encerrada en los momentos dedicados
especialmente al encuentro con Dios, sino que tiende espontánea a reverberar sobre el
conjunto del existir para vivirlo según Dios v en Dios.

La descripción del carácter bidireccional de las relaciones entre oración y vida que
acabamos de esbozar evidencia que estamos no ante dos realidades que influyen la una en
la otra, pero connotando cierta exterioridad, sino ante dos dinamismos que provienen de una
misma fuente. Es decir, de la conciencia, connatural al existir cristiano, de estar situados ante
un Dios del que todo proviene y al que todo se encamina. Más aún, ante un Dios cuyo amor
sostiene la historia, extendiéndose a todos y cada uno de los instantes del acontecer y
esperando, en todos y cada uno de esos instantes, una respuesta de amor por parte de sus
criaturas.

31. ENUMERA Y DESCRIBE BREVEMENTE LAS TRES FASES O PASOS QUE DEBE
DAR EL CRISTIANO EN SU LUCHA CONTRA EL PECADO.

Tres son las fases o, si se prefiere* los pasos que cabe distinguir a ese respecto: el
apartamiento de todo pecado mortal, el aborrecimiento del pecado venial deliberado y,
finalmente, la lucha contra los pecados de debilidad y las imperfecciones.

a- Lucha contra el Pecado Mortal: El paso inicial está constituido por la firme decisión de
evitar todo lo que implique apartarse netamente de Dios, es decir, todo pecado mortal,
todo acto que consista en optar, consciente y libremente, por un comportamiento
contrario, en materia grave, al querer divino.
b- Lucha contra el Pecado Venial deliberado: Pero si la decisión de evitar el pecado
mortal es presupuesto básico para todo progreso espiritual, el itinerario de superación
del pecado no termina ahí, sino que debe ir más allá, enfrentándose con el pecado
venial, y especialmente con el pecado venial deliberado.
c- Lucha contra el Pecado Venial no deliberado y las imperfecciones de nuestra
naturaleza: En el pecado venial no deliberado y en la imperfección nos encontramos
ante una realidad muy distinta. La de quien ama sincera y verdaderamente, de manera
que procura decididamente evitar todo lo que implique apartarse de la voluntad divina,
aunque la debilidad de la naturaleza haga que incida en faltas de menor entidad o en
deficiencias a la hora de realizar el bien, ante lo que reacciona con un dolor que lleva a
la petición de perdón y al deseo de no reincidir.

Es la lucha por ser un mejor cristiano, buscar el dominio de sí mismo, para ejercitarse
en las virtudes Teologales y las virtudes Morales.

32. SEGÚN LA TRADICIÓN, ¿CUÁLES SON LOS TRES ENEMIGOS U OBSTÁCULOS


DEL PROGRESO ESPIRITUAL?

1.- El demonio
Satanás, Lucifer, el príncipe de este mundo, el mentiroso, el asesino desde el principio, todos
estos títulos han sido dados al demonio en la Biblia. San Ignacio llama al demonio el
enemigo de la naturaleza humana; Santo Tomás de Aquino le llama el tentador; San
Agustín lo define como a un perro bravo encadenado y listo para atacar; San Patricio lo ve
como un león rugiente que busca a quién devorar. Todos estos nombres y títulos señalan la
maldad de la persona del demonio.

¡Su estrategia! Para vencer al demonio, debemos estar correctamente consciente de su


estrategia, aquí algunos consejos:
1.- Primero: el demonio nunca descansa o se va de vacaciones. ¡Él trabaja 24/7! Su trabajo
termina una vez que somos derrotados por la muerte.
2.- Segundo: cuando nos encontramos en un estado de desolación (de acuerdo a San
Ignacio de Loyola) entonces es cuando el demonio lanza sus feroces flechas y dispara a
matar. El Estado desolación significa, cuando no sentimos con poca fe, con poca esperanza
o caridad, perezosos tímidos, deprimidos y desalentados, ¡listos para tirar la toalla y
simplemente darnos por vencido! ¡Ese es la hora prima del demonio!
3.- Tercero: El demonio conoce tu kriptonita. Superman era intrépido, omnipotente y
victorioso siempre, excepto cuando era expuesto a la kriptonita, ese era su fin y su derrota.
Todos tenemos nuestra propia debilidad.
El demonio sabe cuál es nuestra kriptonita, porque ha estudiado cada paso que damos y es
un excelente psicólogo. Y aparte, él puede anticipar y predecir nuestras futuras caídas y pone
trampas en el tiempo.
Ruega al Espíritu Santo que te revele cuál es tu propia Kriptonita; pregúntale a tu confesor o
a tu guía espiritual.
2.- La carne
El demonio nos ataca desde afuera; la carne se revela desde adentro. Como resultado del
pecado original todos tenemos una naturaleza humana, a la que Santo Tomás Aquino llama
concupiscencia.
San Pablo menudo nos recuerda de su batalla interna que se libra dentro de nosotros entre
la carne y el espíritu.
El gran apóstol mismo expresa la batalla que él libraba, diciendo que bien que lo que él
deseaba hacer terminaba siendo totalmente lo opuesto. En el jardín de Getsemaní Jesús
advirtió a los apóstoles:
"Estén despiertos y oren para que no sean puestos a prueba; porque el espíritu se afana
pero la carne es débil".
La carne puede ser resumida a los siete pecados capitales, estas tendencias desordenadas,
proclives o inclinaciones que nos llevan al pecado. Ellas son: la glotonería, la avaricia, la
pereza, la lujuria, la ira, la envidia y el orgullo.
Si no logramos vencer estas tendencias a través de la gracia de Dios seremos esclavos
realmente, como Jesús lo dijo el pecado es la esclavitud; aun así, si logramos vencerlas,
experimentaremos la paz y la libertad de los hijos de Dios.
3.- El Mundo
De los tres enemigos el mundo es el más insidioso, laborioso y extremamente peligroso. El
mundo en el que vivimos, en el cual nos encontramos rodeados, se inclina a engañarnos,
hacernos creer que la verdadera y eterna felicidad puede ser encontrada y realizada aquí en
la tierra. En otras palabras, la tierra es nuestra utopía.
Jesús nos promete lo opuesto. En esta vida ustedes tendrán luchas y batallas, y Jesús aún
nos dijo que seremos odiados y perseguidos y probablemente muramos incluso en manos de
nuestras propias familias. Incluso Jesús fue tentado por el demonio que le ofreció a Él el
mundo. (Mateo 4).
Nuestra Señora de Lourdes le dijo a su vidente Santa Bernardette que la verdadera
felicidad no podía ser encontrada en este mundo.
El cielo es nuestra verdadera y permanente casa; mientras tanto somos peregrinos que de
ambulan por el mundo enrumbándonos hacia nuestro destino final.
El mundo todo lo que nos ofrece es extremadamente engañoso y mentiroso, se aferra
a nosotros, casi puede penetrarnos como por ósmosis. Como cuando caminamos por un
camino polvoso, el polvo desciende sobre nosotros sin darnos cuenta. Ese es el mundo.
Estas son algunas de las cosas que el mundo nos dice típicamente y que están
diametralmente opuestas es a los valores del Evangelio:
 "Sólo se vive una vez"
 "Comete al mundo"
 "¿A quién le importa lo que yo haga?"
 "Vive y deja vivir"
 "Dale un poco de su propia medicina"
 "Solo hazlo"
 "Porque yo lo valgo"
 "Como y bebe sin limites".
Examen diario de San Ignacio
Es por esa razón que el examen diario de conciencia de San Ignacio de Loyola es
monumental si en realidad queremos desenmascarar la mundanidad de nuestros días y optar
por escoger perseguir los valores del Evangelio y caminar en las huellas de Nuestro Señor y
Salvador Jesucristo.
A través del examen de nuestras acciones, motivaciones e intenciones a la luz del Evangelio
podemos mantenernos en el camino recto y estrecho

¡Sean Valientes! Mis amigos en Cristo. Si Dios está con nosotros, ¿quién podrá estar contra
nosotros? El señor es mi pastor; nada me faltará.
Jesús nos da estas palabras en las que nos promete la victoria:
"Tengan valor, Yo he vencido al mundo; yo estaré siempre con ustedes hasta el final de los
tiempos".
Debemos de luchar mano a mano con Jesús, María y San José en la victoria sobre el
demonio, la carne y el mundo, que será nuestra.

33. ¿POR QUÉ SON NECESARIAS LA MORTIFICACIÓN Y LA PENITENCIA PARA EL


PROGRESO DE LA VIDA ESPIRITUAL?

En este sentido penitencia y mortificación vienen a coincidir en la realidad concreta,


aunque con diferencias de matiz en la significación de los vocablos y en las motivaciones: la
palabra «mortificación» habla de dominio sobre sí y de manifestación de amor a Dios; la voz
«penitencia» añade una referencia al dolor por las faltas pasadas y a la expiación.

Terminemos, por eso, con una cita algo larga, pero muy expresiva de San Josemaría
Escrivá de Balaguer: «Pídele al Señor que te ayude a fastidiarte por amor suyo; a poner en
todo, con naturalidad, el aroma purificador de la mortificación; a gastarte en su servicio sin
espectáculo, silenciosamente, como se consume la lamparilla que parpadea junto al
Tabernáculo»; palabras que constituyen una llamada a la mortificación constante, cuyo
alcance se precisa a continuación: «Y por si no se te ocurre ahora cómo responder
concretamente a los requerimientos divinos que golpean en tu corazón, óyeme bien.
Penitencia es el cumplimiento exacto del horario que te has fijado, aunque el cuerpo se
resista o la mente pretenda evadirse con ensueños quiméricos. Penitencia es levantarse a la
hora. Y también, no dejar para más tarde, sin un motivo justificado, esa tarea que te resulta
más difícil o costosa. (...) Penitencia es tratar siempre con la máxima caridad a los otros,
empezando por los tuyos. Es atender con la mayor delicadeza a los que sufren, a los
enfermos, a los que padecen. Es contestar con paciencia a los cargantes e inoportunos. Es
interrumpir o modificar nuestros programas, cuando las circunstancias -los intereses buenos
y justos de los demás, sobre todo- así lo requieran. La penitencia consiste en soportar con
buen humor las mil pequeñas contrariedades de la jornada; en no abandonar la ocupación,
aunque de momento se te haya pasado la ilusión con que la comenzaste».

Desde esta perspectiva la mortificación trasciende, como ya hemos señalado, la


ascética, y nos sitúa ante el horizonte de la obra redentora, ante la llamada a una
identificación cada vez más honda con Cristo hasta descubrir la Cruz y la Redención en las
situaciones más normales y corrientes. De esa forma prepara el alma para vivir, también en
la existencia ordinaria, la alegría que deriva de la Resurrección.

34. ¿QUÉ IMPORTANCIA TIENE LA PURIFICACIÓN DEL CORAZÓN EN LA VIDA


ESPIRITUAL CRISTIANA?

La palabra «purificación» significa devolver la pureza o integridad originarias a una


realidad que de algún modo la ha perdido. O también dotar de una dignidad más pura o
elevada a una realidad que, por pertenecer a un rango o nivel inferior, puede ser considerada
impura con referencia a las realidades con las que se aspira a ponerla en relación. De pureza
e impureza se habla con frecuencia en la historia de las religiones, no raramente
calificándolas como pureza o impureza rituales. Aquí, como es lógico, nos situamos en un
terreno espiritual y, por tanto, en continuidad con la sexta de las bienaventuranzas
mencionadas en el Evangelio según San Mateo: «... bienaventurados los limpios de corazón,
porque verán a Dios» (5, 8).

2517
El corazón es la sede de la personalidad moral: "de dentro del corazón salen las
intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones" (Mat_15:19). La lucha contra la
codicia de la carne pasa por la purificación del corazón:

Mantente en la simplicidad, la inocencia y serás como los niños pequeños que ignoran
el mal destructor de la vida de los hombres (Hermas, mand. 2,1).

2525
La pureza cristiana exige una purificación del clima social. Obliga a los meDios de
comunicación social a una información cuidadosa del respeto y de la discreción. La pureza
de corazón libera del erotismo difuso y aparta de los espectáculos que favorecen el
exhibicionismo y la ilusión.
Es importante purificar el corazón, y es un esfuerzo por cortar con todo lo que
signifique impureza y es fruto del amor a Dios y amor al prójimo. La Iglesia nos muestra las
Purificaciones activas (lucha de uno mismo) y pasivas (un fracaso económico-enfermedad).

35. ¿CUÁLES SON LAS FORMAS O MANERAS QUE TIENE EL CRISTIANO PARA
CONOCER LA VOLUNTAD DE DIOS?
Cumplir la voluntad divina supone tener acceso a esa voluntad, conocerla para así
poder asimilarla y hacerla propia. En otras palabras, que Dios mismo permita acceder a ese
conocimiento, pues sólo Dios, infinito y trascendente, puede dar a conocer su voluntad.

De forma sintética podemos resumir, y completar, esa enseñanza diciendo que la


voluntad de Dios se da a conocer de cuatro maneras, cada una de las cuales necesitaría
explicación detallada, pero que aquí nos podemos limitar a enumerar:

a) En primer lugar, a través de la ley. Ante todo, la ley divina, es


decir, de una parte, la ley natural impresa por Dios creador en la naturaleza de los seres a
cuya percepción y reconocimiento está abierta la razón humana, y, de otra, la ley revelada
por Dios en el Antiguo Testamento y llevada a su perfección por Cristo. Pero también la ley
humana, eclesiástica o civil, en la medida en que no contradice la ley divina, sino que se
funda en ella prologándola y concretándola en los diversos contextos históricos y culturales.

b) En segundo lugar, a través de las órdenes y mandatos concretos provenientes de


quienes están dotados de autoridad sea en la sociedad eclesiástica sea en la civil con
los diversos niveles que la componen —político, profesional, etc.—, siempre que se
trate de mandatos legítimos, es decir, que respeten el ámbito de competencia propio de la
autoridad de que se trate y sean conformes a la ley divina.

c) En tercer lugar, a través de los hechos históricos, sea de forma


directa en aquellos casos en los que, al estar acompañados o haber sido interpretados por la
palabra de la revelación, consta que expresan un positivo querer divino, sea de forma
indirecta ya que, al haber de hecho acontecido, dejan entrever que Dios, al quererlos o, al
menos, al permitirlos, reclama del hombre una respuesta inspirada por las virtudes y
actitudes propias del ideal evangélico.

d) En cuarto lugar, a través de las inspiraciones y mociones que el Espíritu Santo pueda
hacer llegar a la mente y al corazón, sea en los ratos de oración, sea en cualquier otro
momento, así como a través de las sugerencias y orientaciones que se puedan recibir en la
dirección espiritual.

36. ¿QUÉ IMPORTANCIA TIENE LA ACEPTACIÓN DE LA VOLUNTAD DE DIOS EN LA


VIDA ESPIRITUAL CRISTIANA?
La voluntad de Dios se le presenta al hombre no sólo como una voluntad que le
interpela reclamando una actividad, sino también, en otros momentos, como una voluntad
que,
interviniendo en la historia o permitiendo que se desarrollen de una u otra forma los
acontecimientos, determina la situación en que el hombre, como hombre concreto, se
encuentra.
Ciertamente, la realidad del amor infinito con que Dios mira al hombre implica que los
males son permitidos por la providencia divina solamente en orden a obtener mayores bienes
(«... todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios»: Rm 8, 28), pero el nexo
entre los males que Dios permite y los bienes a los que los ordena puede permanecer con
frecuencia oculto, de modo que cabe afirmarlo sólo en virtud de la fe. La realidad del mal que
Dios permite reclama, en suma, del cristiano un reafirmarse en la fe y en la confianza en
Dios, aceptando sincera y rendidamente la voluntad divina. Más aún, identificándose con ella,
reconociéndola -aunque pueda parecer que al hacerlo se contradice la experiencia
inmediata- como un acto de amor. De ahí las palabras que encontramos en Camino:
«¿Resignación?... ¿Conformidad?... ¡Querer la Voluntad de Dios!»11. Y, poco después y en
el mismo sentido: «Escalones:
Resignarse con la Voluntad de Dios: Conformarse con la Voluntad de Dios: Querer la
Voluntad de Dios: Amar la Voluntad de Dios»12.

37. ¿QUÉ ES LA UNIDAD DE VIDA? ¿CÓMO SE PUEDE ALCANZAR EN LA VIDA


CRISTIANA?

La expresión «unidad de vida» evoca una vida armónica, en la que no hay pugna ni
división, ya que la totalidad de los afanes que experimenta el espíritu están pacífica y
debidamente ordenados y reina en el alma la aspiración a un ideal o meta que sacia el deseo
y unifica y dota de sentido al conjunto del vivir. Entendida así, la unidad de vida se presenta
como una realidad a la que, en principio, todo ser humano aspira o, en su caso, añora. Pero
a la vez como una realidad que no puede darse por adquirida, más aún, cuya consecución se
presenta, al menos en ocasiones, como ardua y difícil. A la efectiva unificación espiritual de la
existencia se oponen en efecto no sólo la mutabilidad de las circunstancias y el suceder se
de los acontecimientos, que atraen la atención y excitan el deseo desde variadas e incluso
contrapuestas direcciones, sino además la experiencia de la personal debilidad y de esa
lucha o tensión interior que todo ser humano experimenta de un modo u otro. Pero, dejando
para un segundo momento el análisis del proceso que implica el crecimiento en la unidad de
vida, intentemos primero precisar el concepto.

El ideal de la unidad de vida presupone, tal y como lo entiende el cristiano, la unidad


de Dios y la universalidad de su providencia. Otro presupuesto, de orden diverso, pero de
singular importancia en orden a la proclamación y difusión de ese ideal, debe ser
mencionado: la afirmación de la llamada universal a la santidad, con la conclusión que de ahí
deriva, es decir, el reconocimiento de que el cristiano está llamado a crecer en santidad no
sólo en toda condición de vida, sino tomando pie de esa condición26. Esa proclamación,
dando por supuesto todo lo anterior, precisa ulteriormente el alcance del ideal de la unidad de
vida. Pone, en suma, de manifiesto que la unidad de vida, no sólo implica que cabe elevar el
espíritu a Dios en todo momento, sino también que en ese referirse a Dios pueden, y deben,
ser incorporadas todas las dimensiones del existir, también las seculares y profanas.

De ahí las palabras de San Josemaría Escrivá de Balaguer que citábamos al principio
de este apartado, a las que podemos añadir otras, tomadas de un texto dirigido a los
miembros del Opus Dei, pero que entrañan una doctrina que hunde sus raíces en la
comprensión de la vocación específica del cristiano corriente: «Unir el trabajo profesional con
la lucha ascética y con la contemplación (...) y convertir ese trabajo ordinario en instrumento
de santificación personal y de apostolado. ¿No es éste un ideal noble y grande, por el que
vale la pena dar la vida?». Así como las que, también con referencia a los seglares, pero de
nuevo con implicaciones universales, escribía Juan Pablo II en la Exhortación apostólica
Christifideles laici: «La unidad de vida de los fieles laicos tiene una gran importancia. Ellos,
en efecto, deben santificarse en la vida profesional y social ordinaria. Por tanto, para que
puedan responder a su vocación, los fieles laicos deben considerar las actividades de la vida
cotidiana como ocasión de unión con Dios y de cumplimiento de su voluntad, así como
también de servicio a los demás hombres, llevándolos a la comunión con Dios en Cristo».
38. DESCRIBE BREVEMENTE EL ESQUEMA DE LAS TRES VÍAS O ETAPAS DE LA
VIDA ESPIRITUAL. SEÑALA SUS ASPECTOS POSITIVOS Y LOS NEGATIVOS.

. Etapas de la vida espiritual.

La pregunta sobre las etapas o edades de la vida espiritual puede ser formulada
desde la psicología y, más concretamente, desde la psicología evolutiva, o desde la teología.
La primera de esas dos perspectivas conduce a interrogarse sobre las relaciones entre el
desarrollo de la vida espiritual y la evolución general tanto fisiológica como psicológica del
ser
humano. Se trata, sin duda alguna, de una cuestión importante también por lo que se refiere
a vida espiritual y, más concretamente, a la dirección espiritual1. No es ésa, sin embargo, la
perspectiva desde la que vamos a considerar aquí el problema, ya que lo haremos desde la
teológica. La cuestión que nos planteamos es, pues, la siguiente: ¿cabe distinguir en el
proceso de la vida espiritual considerada en sí misma, y no ya en relación con la edad o
condición psicológica del sujeto, fases o etapas? Y, si cabe hacerlo, ¿cuáles son en concreto
esas etapas?

i. Etapas/edades/vías: (Dimanismo de la Vida Cristiana)


a) Purgativo. Son los primeros esfuerzos para purificarnos.
b) Iluminativa. Se avanza, yo no es la lucha por el esfuerzo visto desde la
negatividad del pecado, sino el esfuerzo por adquirir las virtudes teologales.
c) Unitiva. Es la unión con Dios.
- Ventajas:
o Primer estadio que es el de la conversión.
o Apartarse del pecado.
- Desventajas:
o La vida es mucho más rica.
o A que llamamos Unión con Dios. Es una realidad que ya se posee desde el
momento mismo en que soy bautizado. (no hay que simplificar las cosas)

ii. Bipartito: dos fases.


a) Ascética. Predomina el esfuerzo personal por vivir la vida cristiana.
b) Mistica. No es tanto el cristiano que se esfuerza, sino el Espíritu Santo que guía al
cristinao.

- Desventaja.
o Pareciera que el Espíritu Santo no está en la ascética, pero si en la mística,
esto es un error.
o Es menos realista.
o
La vida cristiana es una realidad dinámica, un Dios que sale se sí mismo en búsqueda
del hombre, y el hombre que responde para alcanzar la unión del amor.

39. ¿CUÁL ES EL ASPECTO DE LA MATERIA QUE MÁS LLAMÓ TU ATENCIÓN?


¿POR QUÉ?

40. ¿CÓMO TE HA AYUDADO – SI ASÍ HA OCURRIDO – EL ESTUDIO DE LA


TEOLOGÍA ESPIRITUAL A TU VIDA CRISTIANA?

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