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Las implicaciones de la fe a las que acabamos de hacer referencia forman parte del
núcleo propio de esta virtud, y están, por tanto, contenidas, como en germen, en el primer
acto de fe, aunque en la práctica se irán explicitando existencialmente con el desplegarse
de la vida. El cristiano debe, en efecto, no sólo perseverar en la fe, sino crecer en ella.
San Agustín, valiéndose de la diversidad de complementos que, en la lengua latina,
puede tener el verbo «creer», distingue tres aspectos o dimensiones en el acto de creer:
credere Deum, credere Deo, credere in Deumxì. La primera de las expresiones hace
referencia a la verdad creída (la fe implica creer lo que afirma la palabra de la revelación,
que es palabra que nos habla de Dios y de su amor); la segunda, a la razón o motivo para
creer (creemos basados en la autoridad y veracidad de Dios que nos habla); la tercera, al
movimiento global del espíritu (creer no es sólo aceptar, basados en la veracidad de Dios,
verdades que se refieren a Él, sino tender hacia Él, encaminarse hacia Él).
La palabra caridad la derivan algunos del griego Xápis (gracia, benevolencia), y otros
del latín carus (cosa grata, de mucho aprecio). Como quiera que sea, sugiere siempre la idea
de amistad, de mutuo amor entre los que se aman.
Santo Tomás comienza su tratado De caritate preguntando si la caridad es amistad (II-
II,23,1). Contesta afirmativamente, y explica de qué manera la caridad es una amistad entre
Dios y el hombre, que importa una mutua benevolencia fundada en la comunicación de
bienes. Por eso la caridad supone necesariamente y es inseparable de la gracia, que nos
hace hijos de Dios y herederos de la gloria.
La caridad es una realidad creada, un hábito sobrenatural infundido por Dios en el
alma (a.2). Puede definirse: una virtud teologal infundida por Dios en la voluntad, por la que
amamos a Dios por sí mismo sobre todas las cosas y a nosotros y al prójimo por Dios.
Examinemos brevemente la definición:
UNA VIRTUD. La caridad es virtud específicamente una, con especie átoma o indivisible
(a.5). Porque, aunque su objeto material recaiga sobre objetos tan varios (Dios, nosotros y el
prójimo), el motivo del amor—que es la razón formal especificativa—es único: la divina
Bondad. De donde se sigue que, cuando nos amamos a nosotros mismos o al prójimo por
algún motivo distinto de la bondad de Dios, no hacemos un acto de caridad, sino de amor
natural, filantropía, etc., o acaso de puro egoísmo, por las ventajas que nos puede traer.
TEOLOGAL. Lo es en sus tres aspectos: para con Dios, para con nosotros y para con el
prójimo. Porque, aunque nosotros y el prójimo no seamos el mismo Dios, el motivo del amor
ha de ser siempre Dios, so pena de salirnos del ámbito o esfera de la caridad. De ahí la
excelencia soberana del amor de caridad: tiene siempre razón de virtud teologal, cualquiera
que sea el objeto material sobre el que recaiga.
INFUNDIDA POR Dios. En cuanto virtud sobrenatural,. el hombre sólo puede llegar a
poseerla por divina infusión. Jamás podría alcanzarla por sus propias fuerzas naturales, ya
que el orden sobrenatural rebasa y trasciende infinitamente el poder y las exigencias de todo
el orden natural. Por eso Dios la infunde en la medida y grado que le place, sin tener para
nada en cuenta las dotes o cualidades naturales del que la recibe (24,2-3).
EN LA VOLUNTAD. Es el sujeto donde reside inmediatamente la caridad como hábito infuso,
ya que se trata de un movimiento de amor hacia el sumo Bien, y el amor y el bien constituyen
el acto y el objeto de la voluntad (24,1).
Objeto y orden de la caridad. En primer lugar hay que amar con amor de caridad y con
todas nuestras fuerzas al mismo Dios (26,1-3), y después de El y por razón de El, a todos
aquellos seres que son capaces de la eterna bienaventuranza, por el siguiente orden:
1º. Nuestra propia alma, que participará directamente de esa eterna bienaventuranza (25,4;
26,4).
2.° Nuestros prójimos (hombres y ángeles), compañeros nuestros en la bienaventuranza
eterna, de la que participarán también directamente (25,1 y ro; 26,5).
3.° Nuestro propio cuerpo, que participará indirectamente de esa misma felicidad eterna por
redundancia de la gloria del alma (25,5; 26,5).
4º. En cierto sentido, incluso las cosas o seres irracionales, en cuanto ordenables a la gloria
de Dios y utilidad del hombre (25,3).
5º. Los pecadores no pueden ser amados en cuanto tales, pero sí en cuanto criaturas de
Dios, capaces todavía de la bienaventuranza por el arrepentimiento y penitencia de sus
pecados (25,6).
6º. Por su definitiva obstinación en el mal, que les hace absolutamente incapaces de la
eterna bienaventuranza, no es lícito amar a los demonios y condenados del infierno. Amarles
a ellos sería injuriar a Dios, a quien odian con todas sus fuerzas (25,11 c. et ad 2).
Otras cuestiones relativas al amor de los propios enemigos, al orden entre los diversos
prójimos, etc., las estudiaremos al hablar en especial del amor al prójimo.
El ser humano está hecho para el amor. «El amor es la vida del alma», escribe San
Francisco de Sales. Dante Alighieri va más allá, aunque con acentos menos personalistas,
cuando cierra la gran visión con la que culmina el Paraíso con un canto al «amor que mueve
el sol y las demás estrellas»3. La realidad es, en efecto, que el hombre está abierto a la
percepción de la bondad y de la belleza que los diversos seres poseen, y en consecuencia al
amor, llegando hasta el amor a Dios. La inteligencia puede, en efecto, elevarse hasta Dios,
reconociéndolo como causa del ser y fuente de todo bien, y, en consecuencia, no sólo
adorarlo y reverenciarlo, sino orientar hacia El ese movimiento del espíritu y del corazón al
que designamos con la palabra amor.
El amor que puede brotar del conocimiento exclusivamente racional de Dios está, sin
embargo, marcado no sólo por la conciencia de la grandeza y plenitud divinas, sino también
por la de su lejanía. Es precisamente la superación por parte de Dios de esa lejanía,
acercándose y comunicándose al hombre, lo que revela la fe cristiana.
Las razones de las que deriva esa necesidad del empeño y de la lucha ascética
pueden reconducirse a dos capítulos fundamentales:
a) La condición temporal e indeterminada, o, positivamente hablando, abierta del
ser humano. El hombre no está abocado a un único fin, sino abierto, en cuanto espíritu, a
una pluralidad de fines, lo que trae consigo la necesidad de orientar la voluntad hacia una
meta y, una vez tomada esa dirección, la de dirigirse efectivamente hacia ella, excluyendo lo
que pueda relajar la decisión y apartar del camino.
Y, de otra, reclama superar las dificultades que pueden hacerse sentir y, en cualquier
caso, el peso que implica el transcurrir de los días. Fortaleza y templanza son, por eso,
junto a la esperanza y al amor, virtudes esenciales para la perseverancia.
b) La huella dejada por el pecado. La realidad recién descrita se agudiza como
consecuencia del impacto sobre la naturaleza humana producido por el pecado original y los
pecados personales.
La fidelidad es fruto, en suma, no sólo del amor, y por tanto, de la oración en la que el
amor se alimenta, sino también, e inseparablemente, del esfuerzo por dominar el conjunto de
las potencialidades humanas, integrándolas en un proyecto vital que tenga en el amor su
centro. Oración y ascesis desempeñan por eso un papel decisivo, y complementario, en la
vida espiritual. A ambas deberemos pues dedicarles amplio espacio.
Los evangelios ponen de manifiesto que Jesús hizo propio el modo de rezar del
pueblo judío. Frecuentaba la sinagoga (Me 1, 21; Mt 12, 9-10; Le 4, 16; Jn 6, 59) y acudía al
Templo, del que recalca que es «casa de oración» (Me 11, 17; Mt 12, 13; Le, 19, 46). Rezaba
junto con sus discípulos las oraciones de bendición con ocasión de las comidas (cfr., por
ejemplo, el pasaje de la multiplicación de los panes y los peces: Mc 6,41 y lugares paralelos).
En esos momentos, y en otros que podrían citarse, el comportamiento y las palabras de
Jesús testimonian su familiaridad con el conjunto de la piedad judía. Esas oraciones, de un
modo u otros rituales, no agotan, sin embargo, la oración de Jesús. Los evangelios, en
efecto, nos hablan de su oración en las más variadas ocasiones. En especial inmediatamente
antes de algunos acontecimientos decisivos, como el bautizo en el Jordán (Le 3, 21), la
realización de milagros (Jn 11, 41- 42), la elección de los Doce (Le 6, 12), la transfiguración
(Le 9, 28), la pasión (Me 14, 32-42 y lugares paralelos). Dejan también constancia de su
oración intensa y prolongada en el desierto al que se retira después de haber sido bautizado
(Me 3, 12-13 y lugares paralelos). Y cuentan que con frecuencia se apartaba de sus
discípulos para rezar a solas (Me 1, 35; 6, 46; Le 5, 16).
El autor termina esta primera parte del capítulo hablando de los requisitos y
condiciones de la oración, y muestra que para tener vida de oración es necesario una vida
teologal. Se muestra unos requisitos o condiciones para llevar una vida de Oración es
necesario:
- El recogimiento: es el aislarnos momentáneamente del ruido, de las preocupaciones
y angustias para adentrarnos para el encuentro con Dios. A veces la oración falla y
nos cuesta la vida de oración ya que no se le presta atención al recogimiento. Otro
punto que no deja entrar en el recogimiento es debido a la diversión que es igual
- Confianza y sinceridad: Es la confianza de que hablamos con aquel amigo que nos
ama, nos comprende, que sabe que hay en nuestros corazones, es tratar con quien
nos ama como lo haríamos con un amigo y si hay esa confianza nos mostramos al
señor como somos, reconociendo lo que el Señor ha hecho por nosotros reconociendo
nuestras limitaciones y caídas, viviendo conforme a nuestras necesidades.
- Obediencia y docilidad: yo debo ir a la oración con actitud de obediencia de hacer la
voluntad de Dios, en actitud de Docilidad es el dejarse moldear por lo que Dios quiere.
Por esto no puede haber vida de oración sin dejar actuar al Espíritu Santo.
- Perseverancia: Es el esfuerzo y empeño ante la tentación del desaliento de no hacer
oración.
La oración es la vida del corazón, debe animarnos en todo momento, por esto los
padres espirituales, muestran la oración como un recuerdo de Dios, es mejor acordase a
Dios más a menudo que respirar, no se puede orar todo momento y con la misma intensidad
por esto hay momentos fuertes de oración dentro de la iglesia y de manera personal. El
recoger el corazón bajo el Espíritu Santo.
El combate de la oración supone un esfuerzo, nos enseña que la oración es un
combate contra nosotros mismos, y el tentador, se vive como se ora y se ora como se vive.
El combate espiritual del cristiano es inseparable al combate en la oración.
24. ¿A QUÉ LLAMAMOS ORACIÓN VOCAL? ¿POR QUÉ SE AFIRMA QUE “LA
ORACIÓN VOCAL NO ES SOLO ASUNTO DE PALABRAS, SINO TAMBIÉN, Y
SOBRE TODO, DEL PENSAMIENTO Y DEL CORAZÓN”?
25. ¿QUÉ ES LA MEDITACIÓN? ¿CUÁLES SON LAS DOS DIRECCIONES HACIA LAS
CUALES SE ORIENTA LA MEDITACIÓN?
a) En primer lugar, y ante todo, para profundizar en el contenido de la fe (Dios Uno y Trino,
Cristo, la Eucaristía, la Iglesia, la Virgen Santa María, el don de la gracia...) a fin de percibir
mejor las diversas realidades sobre las que la fe versa, connaturalizarse con ellas y
enmarcarlas cada vez con más precisión en el contexto del designio divino de salvación. En
suma, volver una y otra vez sobre esas realidades, acudiendo, en primer lugar, a la
consideración de pasajes de la Escritura y en particular del Nuevo Testamento17, pero
también a la de documentos del magisterio, de escritos de santos y de teólogos, etc. Esa
consideración connota, sin duda, la actividad de la inteligencia.
El más conocido de estos métodos es el que expone San Ignacio de Loyola en los
párrafos de sus Ejercicios espirituales destinados a tratar de la aplicación a la oración de las
tres potencias del alma (memoria, inteligencia y voluntad)25. De forma esquemática los
momentos o pasos que traza ese método con los siguientes:
c) Conclusión: coloquio con Dios Padre, Cristo, la Virgen y los santos; breve examen
sobre cómo se ha procedido en la meditación, y elección de un pensamiento para tenerlo
presente durante el resto de la jornada. Tanto San Ignacio como los otros autores espirituales
que han propuesto métodos de oración subrayan que el método es precisamente un método,
es decir, un camino, e incluso una propuesta de camino, que cada persona debe recorrer sin
sentirse vinculada a todos y cada uno de sus pasos y secundando en todo caso la acción del
Espíritu Santo, que es siempre el guía y maestro en la vida de oración.
La descripción del carácter bidireccional de las relaciones entre oración y vida que
acabamos de esbozar evidencia que estamos no ante dos realidades que influyen la una en
la otra, pero connotando cierta exterioridad, sino ante dos dinamismos que provienen de una
misma fuente. Es decir, de la conciencia, connatural al existir cristiano, de estar situados ante
un Dios del que todo proviene y al que todo se encamina. Más aún, ante un Dios cuyo amor
sostiene la historia, extendiéndose a todos y cada uno de los instantes del acontecer y
esperando, en todos y cada uno de esos instantes, una respuesta de amor por parte de sus
criaturas.
31. ENUMERA Y DESCRIBE BREVEMENTE LAS TRES FASES O PASOS QUE DEBE
DAR EL CRISTIANO EN SU LUCHA CONTRA EL PECADO.
Tres son las fases o, si se prefiere* los pasos que cabe distinguir a ese respecto: el
apartamiento de todo pecado mortal, el aborrecimiento del pecado venial deliberado y,
finalmente, la lucha contra los pecados de debilidad y las imperfecciones.
a- Lucha contra el Pecado Mortal: El paso inicial está constituido por la firme decisión de
evitar todo lo que implique apartarse netamente de Dios, es decir, todo pecado mortal,
todo acto que consista en optar, consciente y libremente, por un comportamiento
contrario, en materia grave, al querer divino.
b- Lucha contra el Pecado Venial deliberado: Pero si la decisión de evitar el pecado
mortal es presupuesto básico para todo progreso espiritual, el itinerario de superación
del pecado no termina ahí, sino que debe ir más allá, enfrentándose con el pecado
venial, y especialmente con el pecado venial deliberado.
c- Lucha contra el Pecado Venial no deliberado y las imperfecciones de nuestra
naturaleza: En el pecado venial no deliberado y en la imperfección nos encontramos
ante una realidad muy distinta. La de quien ama sincera y verdaderamente, de manera
que procura decididamente evitar todo lo que implique apartarse de la voluntad divina,
aunque la debilidad de la naturaleza haga que incida en faltas de menor entidad o en
deficiencias a la hora de realizar el bien, ante lo que reacciona con un dolor que lleva a
la petición de perdón y al deseo de no reincidir.
Es la lucha por ser un mejor cristiano, buscar el dominio de sí mismo, para ejercitarse
en las virtudes Teologales y las virtudes Morales.
1.- El demonio
Satanás, Lucifer, el príncipe de este mundo, el mentiroso, el asesino desde el principio, todos
estos títulos han sido dados al demonio en la Biblia. San Ignacio llama al demonio el
enemigo de la naturaleza humana; Santo Tomás de Aquino le llama el tentador; San
Agustín lo define como a un perro bravo encadenado y listo para atacar; San Patricio lo ve
como un león rugiente que busca a quién devorar. Todos estos nombres y títulos señalan la
maldad de la persona del demonio.
¡Sean Valientes! Mis amigos en Cristo. Si Dios está con nosotros, ¿quién podrá estar contra
nosotros? El señor es mi pastor; nada me faltará.
Jesús nos da estas palabras en las que nos promete la victoria:
"Tengan valor, Yo he vencido al mundo; yo estaré siempre con ustedes hasta el final de los
tiempos".
Debemos de luchar mano a mano con Jesús, María y San José en la victoria sobre el
demonio, la carne y el mundo, que será nuestra.
Terminemos, por eso, con una cita algo larga, pero muy expresiva de San Josemaría
Escrivá de Balaguer: «Pídele al Señor que te ayude a fastidiarte por amor suyo; a poner en
todo, con naturalidad, el aroma purificador de la mortificación; a gastarte en su servicio sin
espectáculo, silenciosamente, como se consume la lamparilla que parpadea junto al
Tabernáculo»; palabras que constituyen una llamada a la mortificación constante, cuyo
alcance se precisa a continuación: «Y por si no se te ocurre ahora cómo responder
concretamente a los requerimientos divinos que golpean en tu corazón, óyeme bien.
Penitencia es el cumplimiento exacto del horario que te has fijado, aunque el cuerpo se
resista o la mente pretenda evadirse con ensueños quiméricos. Penitencia es levantarse a la
hora. Y también, no dejar para más tarde, sin un motivo justificado, esa tarea que te resulta
más difícil o costosa. (...) Penitencia es tratar siempre con la máxima caridad a los otros,
empezando por los tuyos. Es atender con la mayor delicadeza a los que sufren, a los
enfermos, a los que padecen. Es contestar con paciencia a los cargantes e inoportunos. Es
interrumpir o modificar nuestros programas, cuando las circunstancias -los intereses buenos
y justos de los demás, sobre todo- así lo requieran. La penitencia consiste en soportar con
buen humor las mil pequeñas contrariedades de la jornada; en no abandonar la ocupación,
aunque de momento se te haya pasado la ilusión con que la comenzaste».
2517
El corazón es la sede de la personalidad moral: "de dentro del corazón salen las
intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones" (Mat_15:19). La lucha contra la
codicia de la carne pasa por la purificación del corazón:
Mantente en la simplicidad, la inocencia y serás como los niños pequeños que ignoran
el mal destructor de la vida de los hombres (Hermas, mand. 2,1).
2525
La pureza cristiana exige una purificación del clima social. Obliga a los meDios de
comunicación social a una información cuidadosa del respeto y de la discreción. La pureza
de corazón libera del erotismo difuso y aparta de los espectáculos que favorecen el
exhibicionismo y la ilusión.
Es importante purificar el corazón, y es un esfuerzo por cortar con todo lo que
signifique impureza y es fruto del amor a Dios y amor al prójimo. La Iglesia nos muestra las
Purificaciones activas (lucha de uno mismo) y pasivas (un fracaso económico-enfermedad).
35. ¿CUÁLES SON LAS FORMAS O MANERAS QUE TIENE EL CRISTIANO PARA
CONOCER LA VOLUNTAD DE DIOS?
Cumplir la voluntad divina supone tener acceso a esa voluntad, conocerla para así
poder asimilarla y hacerla propia. En otras palabras, que Dios mismo permita acceder a ese
conocimiento, pues sólo Dios, infinito y trascendente, puede dar a conocer su voluntad.
d) En cuarto lugar, a través de las inspiraciones y mociones que el Espíritu Santo pueda
hacer llegar a la mente y al corazón, sea en los ratos de oración, sea en cualquier otro
momento, así como a través de las sugerencias y orientaciones que se puedan recibir en la
dirección espiritual.
La expresión «unidad de vida» evoca una vida armónica, en la que no hay pugna ni
división, ya que la totalidad de los afanes que experimenta el espíritu están pacífica y
debidamente ordenados y reina en el alma la aspiración a un ideal o meta que sacia el deseo
y unifica y dota de sentido al conjunto del vivir. Entendida así, la unidad de vida se presenta
como una realidad a la que, en principio, todo ser humano aspira o, en su caso, añora. Pero
a la vez como una realidad que no puede darse por adquirida, más aún, cuya consecución se
presenta, al menos en ocasiones, como ardua y difícil. A la efectiva unificación espiritual de la
existencia se oponen en efecto no sólo la mutabilidad de las circunstancias y el suceder se
de los acontecimientos, que atraen la atención y excitan el deseo desde variadas e incluso
contrapuestas direcciones, sino además la experiencia de la personal debilidad y de esa
lucha o tensión interior que todo ser humano experimenta de un modo u otro. Pero, dejando
para un segundo momento el análisis del proceso que implica el crecimiento en la unidad de
vida, intentemos primero precisar el concepto.
De ahí las palabras de San Josemaría Escrivá de Balaguer que citábamos al principio
de este apartado, a las que podemos añadir otras, tomadas de un texto dirigido a los
miembros del Opus Dei, pero que entrañan una doctrina que hunde sus raíces en la
comprensión de la vocación específica del cristiano corriente: «Unir el trabajo profesional con
la lucha ascética y con la contemplación (...) y convertir ese trabajo ordinario en instrumento
de santificación personal y de apostolado. ¿No es éste un ideal noble y grande, por el que
vale la pena dar la vida?». Así como las que, también con referencia a los seglares, pero de
nuevo con implicaciones universales, escribía Juan Pablo II en la Exhortación apostólica
Christifideles laici: «La unidad de vida de los fieles laicos tiene una gran importancia. Ellos,
en efecto, deben santificarse en la vida profesional y social ordinaria. Por tanto, para que
puedan responder a su vocación, los fieles laicos deben considerar las actividades de la vida
cotidiana como ocasión de unión con Dios y de cumplimiento de su voluntad, así como
también de servicio a los demás hombres, llevándolos a la comunión con Dios en Cristo».
38. DESCRIBE BREVEMENTE EL ESQUEMA DE LAS TRES VÍAS O ETAPAS DE LA
VIDA ESPIRITUAL. SEÑALA SUS ASPECTOS POSITIVOS Y LOS NEGATIVOS.
La pregunta sobre las etapas o edades de la vida espiritual puede ser formulada
desde la psicología y, más concretamente, desde la psicología evolutiva, o desde la teología.
La primera de esas dos perspectivas conduce a interrogarse sobre las relaciones entre el
desarrollo de la vida espiritual y la evolución general tanto fisiológica como psicológica del
ser
humano. Se trata, sin duda alguna, de una cuestión importante también por lo que se refiere
a vida espiritual y, más concretamente, a la dirección espiritual1. No es ésa, sin embargo, la
perspectiva desde la que vamos a considerar aquí el problema, ya que lo haremos desde la
teológica. La cuestión que nos planteamos es, pues, la siguiente: ¿cabe distinguir en el
proceso de la vida espiritual considerada en sí misma, y no ya en relación con la edad o
condición psicológica del sujeto, fases o etapas? Y, si cabe hacerlo, ¿cuáles son en concreto
esas etapas?
- Desventaja.
o Pareciera que el Espíritu Santo no está en la ascética, pero si en la mística,
esto es un error.
o Es menos realista.
o
La vida cristiana es una realidad dinámica, un Dios que sale se sí mismo en búsqueda
del hombre, y el hombre que responde para alcanzar la unión del amor.