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EL PERÚ EN LOS TIEMPOS DE GUERRA

TUSITALA
El rugido del mar que lamía los pies del Morro se confundía con el torbellino de disparos
y gritos que rasgaban el aire humeante de Arica. Las últimas resistencias sureñas del
país se desgranaban en la cresta del colosal montículo de tierra. Curioso, hostigado por
el barullo infernal, el sol se alzaba por entre las comisuras del mar y cielo para observar
el fragor de una lucha desigual, las migajas de una campaña liquidada que se apagaba
con la frente en alto y con la espalda hacia el abismo. La batalla de Arica llegaba a su
fin.
Baleados, atravesados y asesinados a culatazos, los cadáveres peruanos yacían
empolvados en la piel árida del cerro costero. La tela blanca de sus uniformes se teñía
con la sangre que brotaba de las múltiples heridas. Partían de este mundo con el
pabellón nacional abrazado a sus cuerpos. El asalto inició en la madrugada amodorrada
por la neblina y el fresco aliento marino. La infantería peruana se deshizo en intentos
por resistir la línea chilena que avanzaba a través de fusilazos. Los costales de arena
que servían como barricadas se despanzurraron; las explosiones remecieron la ciudad
y el perfume mortal de la pólvora inundó las narices de los combatientes. El fuerte
“Ciudadela” había sido tomado y las últimas esperanzas fulguraron entonces en la
cabeza rapada del Morro. La sangre hervía en patriotismo en el puñado de hombres que
luchaban, que sudaban, que encendían en fogonazos de valor sus armas, y
desgañitaban sus gargantas en Vivas para el Perú. Un solo sentimiento roía sus almas.
En el corazón de Octavio, las llamas de la victoria se resistían a extinguirse. Debió
abandonar su terruño y ganado en Huancané, Puno, para enlistarse en el cuerpo del
ejército, perteneciendo al batallón “Cazadores del Cuzco”, y participando en las batallas
de San Francisco y Tarapacá. Sus oídos, acostumbrados a las caricias de la brisa
altiplánica, tuvieron que soportar el zumbido de muerte que cargaban las balas; y sus
ojos, encariñados con la vastedad serena del lago sagrado, se corrompieron con el
manto fúnebre de la guerra. Fue en ese apelotonamiento de cuzqueños, arequipeños,
tacneños e iquiqueños que descubrió al Perú, el cual siempre le había parecido ajeno.
El coraje enérgico que reposaba en coroneles y generales le infundió el amor a su patria,
y aprendió a quererla, a enamorarse de su historia, de su importancia, de su libertad, y
quiso defenderla hasta arañar las puertas de la eternidad. El Perú latía dentro de él, de
todos; siempre lo había hecho, y recién ahora respondía a su llamado, al tamborileo que
recorría sus venas mestizas. El rumor de la superioridad chilena rebotó en el batallón,
debilitando ánimos y estremeciendo vientres. Octavio no se amilanó. Hasta quemar el
último cartucho, repitió, contagiado, ebrio de entereza, mientras veía a la masa enemiga
escalar las faldas del último refugio peruano. Agotó el tambor de su revólver y, en un
enfrentamiento cuerpo a cuerpo, quedó inconsciente, sepultado bajo uniformes sin vida.
En los minutos de inconsciencia creyó ver al coronel Ugarte y su corcel surcar por los
cielos, planeando el inquieto mar ariqueño con la bandera flameante. Al despertar, una
turba de chilenos que escupían y acosaban los sesenta y tres años florecidos por la
muerte del coronel Bolognesi arrebataron sus ánimos. Lo mismo harían con su país. Los
mismo harían con su Marianito. Sacudiéndose el miedo que lo arrastraba a esconderse,
se entregó a las fauces del enemigo; con la boca chorreante de vivas, la mirada
relampagueante de furia y el pecho henchido de heroísmo.

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