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TRAGEDIA

Sandra Ferreyra (Universidad Nacional de General Sarmiento)


Martín Rodríguez (CONICET, Universidad Nacional de las Artes)

La tragedia es un género teatral asociado comúnmente a conflictos cuya resolución está


atravesada por la fatalidad que empuja al héroe hacia un juicio erróneo. Estos conflictos se
presentan entre dos fuerzas que en sí mismas tienen la razón pero que no pueden alcanzar
sus fines sin excluir el valor de la otra. Así, el héroe trágico se encuentra frente a una
disyuntiva que lo obliga a luchar contra el poder ciego, inevitable, del destino. En este
sentido, la tragedia clásica es el género dramático en el que se manifiesta más claramente la
esencia de lo trágico entendida como un modo de concebir la existencia humana y su
sometimiento a las leyes que la gobiernan, sean del orden que sean. Los autores más
representativos de la tragedia clásica son Esquilo, Sófocles y Eurípides.
Aristóteles define la tragedia privilegiando su carácter religioso y su valor cívico y
moral sin olvidar su condición estética: “Es, pues, la tragedia representación de una acción
memorable y perfecta, de magnitud competente, recitando cada una de las partes por sí
separadamente, y que no por modo de narración, sino moviendo a compasión y terror,
dispone a la moderación de estas pasiones” (Aristóteles, 1948: 39). De esta definición se
desprenden, por un lado, los componentes estructurales del género que determinan tanto su
representación clásica como sus rescrituras y sus versiones en la escena moderna: la
catarsis es el término que da nombre al efecto de purgar las pasiones produciendo terror y
piedad; la hamartia es la acción con la que el héroe pone en marcha el proceso que lo
llevara a su perdición; la hibris resume la persistencia del héroe en el error trágico más allá
de las advertencias; finalmente, se denomina pathos al sufrimiento del héroe tal y como es
mostrado al público. Por otro lado, pueden reconocerse también los aspectos estilísticos
sostenidos por la variación de las formas métricas y los cantos y danzas que están presentes
en la tragedia antigua. En este sentido, la intervención del coro es el procedimiento más
evidente.
Además de atender al origen religioso de la tragedia (según Aristóteles, su forma
deriva de cantos religiosos y formas cultuales), es preciso señalar que es una producción
cultural que nace junto con la democracia ateniense, en relación directa con la ciudad y sus
modos de organización social: las obras eran representadas durante las fiestas oficiales
consagradas a Dionisos, se las elegía por concurso de autores y se las financiaba con dinero
público proveniente de un impuesto que los ricos pagaban alternativamente, la coregia. Los
pobres accedían a las representaciones por medio de una subvención (Ubersfeld, 2002). En
el devenir histórico, este carácter cívico de la tragedia clásica deriva en el desarrollo de
conflictos que pueden ser leídos no solo en función de un orden religioso o moral sino
también en relación con la conformación de los sistemas socioeconómicos y políticos. La
tragedia moderna presenta múltiples posibilidades en este sentido. Formas dramáticas tan
diversas como las producidas por Pedro Calderón De la Barca, William Shakespeare, Jean
Racine o Bertolt Brecht encuentran lecturas filosóficas, históricas y políticas que ponderan
su valor como expresión de las transformaciones históricas fundamentales.
Así, Jan Kott subraya la materia histórica de la que se sirve Shakespeare para
mostrar la contemporaneidad de la tragedia. Para este autor las tragedias históricas (Ricardo
II y Ricardo III; Enrique IV, V, VI) son el terreno de experimentación de los conflictos de
poder que darán cuerpo a las grandes tragedias (Hamlet, Macbeth y el Rey Lear). En estas
obras es posible observar dos tipos básicos del sentir trágico: “Uno de ellos está basado en
la convicción de que la historia tiene su sentido, que cumple sus finalidades objetivas y está
orientada en una dirección definida […]. Lo trágico es entonces el precio de la historia, el
precio del progreso que la humanidad debe pagar. […] Pero hay otro modo de sentir lo
trágico que está basado en la convicción de que la historia no tiene sentido y que es
inmóvil, o repite siempre su cruel ciclo; que es una fuerza elemental igual que el granizo, la
tormenta o el huracán, igual que el nacimiento y la muerte” (Kott, 1966: 51-52). Según
Kott, en este enfrentamiento Shakespeare parece tomar partido por la segunda de estas
concepciones, al poner en evidencia el mecanismo que opera por debajo del poder real.
Por otra parte, resulta ineludible para un recorrido del concepto de tragedia el
vínculo que con ella establece el teatro barroco. Para Walter Benjamin, “al Barroco le fue
concedido el poder de ver el presente en el medium de la Antigüedad” (2012, 137). Si bien
este autor se dedica a estudiar la particularidad de los dramas barrocos alemanes, observa
de manera más general el modo en que el teatro europeo de este periodo (del que Calderón
de la Barca es el exponente esencial) seculariza la historia, capturando el tiempo histórico
en imágenes espaciales que permiten analizarlo en su devenir. Mientras que en la tragedia
clásica la muerte del héroe es la culminación de un tiempo único, definitivo y cerrado, en el
drama barroco esa unicidad temporal desaparece en imágenes alegóricas que muestran la
historia en su transitoriedad. La importancia que cobran los objetos en obras como La vida
es sueño o El mayor monstruo muestra claramente el ingreso a la escena del mundo
transitorio de las cosas, mundo que no tenía cabida en la tragedia clásica. En las obras
calderonianas las pasiones humanas se manifiestan en la naturaleza material de los objetos,
sirva de ejemplo el puñal como imagen alegórica de los celos.
En el caso de Racine, la tragedia alterna la materia histórica con la materia mítica
pero sin abandonar el carácter político del conflicto trágico. En Fedra, por ejemplo, la
contienda pasional que enfrenta al hijo con el padre puede ser leída en términos políticos en
la medida en que para alcanzar su objeto amoroso tanto Hipólito como Aricia tienen que
conseguir además el poder, encarnado en la figura de Teseo. No es que el problema político
no esté presente, se trata más bien de comprender que el poder es objeto de la acción pero
por una motivación individual. “La evolución de la monarquía absoluta obliga a Racine a
camuflar los problemas políticos (observables, justamente, a través del análisis del modelo
actancial) bajo el discurso de las pasiones: lo político es lo no-dicho del texto en un
momento en el que el individualismo lo reduce a una posición congruente” (Ubersfeld,
1998: 70-71).
En la primera mitad del siglo XX, Bertolt Brecht configura el llamado teatro épico-
didáctico discutiendo el concepto aristotélico de catarsis, es decir, de la purificación del
espectador por medio de la representación de acciones que provocan el espanto y la
compasión. Según Brecht, para transformar el teatro burgués en un teatro materialista
resulta necesario reconocer las formas históricas que adquiere la identificación del
espectador con los personajes en tanto acto psíquico que garantiza la finalidad catártica de
la escena. El distanciamiento, concepto clave del teatro épico-didáctico, consiste entre otras
cosas en romper esa identificación para habilitar “una actitud del espectador completamente
libre, crítica, centrada en soluciones puramente terrenales de los problemas […]” (Brecht,
2004:20). Así, personajes paradigmáticos del teatro épico-didáctico como Anna Fierling de
Madre Coraje o Galy Gay de Un hombre es un hombre “citan” al héroe trágico en su
singularidad, es decir, en aquello que lo vuelve extraño a la mirada del espectador, por
ejemplo, en el caso de la protagonista de Madre Coraje, el verse obligada a optar por
órdenes tan diversos como la maternidad y el comercio. Para una mirada distanciada ni la
maternidad resulta tan natural como las convenciones sociales proponen, ni el comercio es
tan ajeno a la condición humana.
Frente a estas miradas sobre lo trágico se destaca la que aporta Nietzsche en el
Nacimiento de la tragedia, en donde estudia el enfrentamiento entre la concepción trágica
de la vida que se expresa en la tragedia griega y el optimismo racionalista que encuentra en
Sócrates su expresión filosófica y en Eurípides su traducción teatral. La tragedia previa a
Eurípides partía de la conciencia de que la destrucción y el dolor son partes constitutivas de
la naturaleza y lo trágico es la conciencia vital de esa destrucción devenida forma, lo
“dionisíaco” en tensión con lo “apolíneo”. Lo dionisíaco es lo instintivo, lo pulsional, el
goce de la vida pero también la aceptación del carácter inexorable y transitorio de la
existencia humana, aceptación que se vuelve soportable gracias a las moderaciones de
Apolo que le dan forma. La descripción nietzscheana de ambas divinidades se resume en
una serie de aspectos: en el caso de Apolo, la apariencia, la mesura y la espiritualización del
instinto, en el de Dioniso, el develamiento del engaño de la apariencia y de la potencia
artística de la naturaleza. La liberación instintiva sirve para acceder a lo que está más allá
de la apariencia y para que el individuo se reconcilie con la naturaleza y con el dolor de
sabernos perecederos.
El surgimiento de la “estética racional” impulsada por Eurípides implica una
disolución de la apropiación trágica del mundo. La agonía de la tragedia comienza con el
“racionalismo socrático” de Eurípides, quien junto con Filemón y Menandro deciden
humanizar al héroe: el héroe mítico es reemplazado por la realidad de la vida cotidiana y la
casualidad que debía provocar un efecto súbito e intenso en el espectador es reemplazada
por una estricta causalidad puesta al servicio de la comprensión: “todo tiene que ser
comprensible, para que todo pueda ser comprendido”, “todo tiene que ser consciente para
ser bueno”. Se introducen entonces el prólogo y la disputa dialéctica entre actores dotados
de iguales derechos, a partir de palabras y argumentos que redundan en una ética y una
dialéctica optimistas. En esta estética es posible rastrear los inicios del racionalismo y
optimismo de las vertientes más idealistas del drama moderno que se contraponen a una
concepción trágica y materialista que lejos de querer obviar el carácter transitorio de la
existencia lo incorpora como un elemento constitutivo. Frente a buena parte del drama
moderno (aún ciertas variantes del absurdo) que opera a partir de los principios idealistas
(racionalistas y en última instancia optimistas) de la identidad, la totalidad y la causalidad,
existe un teatro trágico que opera desde los principios materialistas de la negatividad, la
fragmentariedad y la discontinuidad y que es capaz de dar forma a lo caótico y lo transitorio
sin anular su fuerza vital.

Análisis

En el teatro argentino moderno, la tragedia aparece asociada entre otras cosas a modos
diversos de representación de la historia y de los acontecimientos del pasado reciente del
país: uno de impronta idealista y otro de impronta materialista. Son ejemplo de esto
Antígona furiosa de Griselda Gambaro y La oscuridad de la razón de Ricardo Monti.
Mientras que en la primera de estas obras operan sobre la tragedia los principios estéticos
idealistas de la identidad, la totalidad y la causalidad, en la segunda lo hacen los principios
materialistas de la negatividad, la fragmentariedad y la discontinuidad.
En Antigona furiosa los elementos trágicos están asociados a la representación del
accionar del terrorismo de estado y la escena funciona como un dispositivo de memoria
alternativo. En el comienzo, Corifeo y Antinoo están vestidos de calle y toman café: se
pretende de este modo situar la acción, mostrar al hombre común, al hombre de la calle, al
porteño. Y el tomar café cobra sentido cuando Antígona lo califica de “veneno”. Es que el
café (como la cerveza en Nietzsche) mina el cuerpo y el alma, alimenta el sentido común,
en los cafés se reproduce la doxa del porteño. Desde este lugar comienzan negando la
existencia de los cadáveres, le preguntan a Antígona: “¿Ves césped? ¿Ves piedra? ¿Ves
tumba?”, se burlan de ella adoptando la voz de Polinices y diciendo en tono de burla
infantil: “¡Nadie me enterrará! ¡Me comerán los perros!” (Gambaro, 1997: 197-198).
Para generar la reflexión sobre la historia reciente, Gambaro configura un sistema
de identificación entre los elementos de la tragedia clásica y los acontecimientos de la
historia reciente argentina. Así, Creonte es identificado con el poder autoritario, Antígona
con las Madres de Plaza de Mayo, Polinices con los desaparecidos. Existe una relación
causal entre ese pensamiento común de los sectores medios y populares y la posibilidad de
que en la Argentina contemporánea exista un Creonte. La Tríada Creonte, Corifeo y
Antinoo, es decir, la alianza entre los sectores medios populares y el poder dictatorial es
quebrada por el personaje de Antígona que representa otra totalidad fundada en la
identificación entre quienes reclaman los cuerpos insepultos (las madres) y Antígona. Se
trata de un enfrentamiento entre dos discursos que se excluyen entre sí en función de una
idea de mundo que es previa a la obra: el de la represión y el de los derechos humanos. La
obra de Gambaro es, en efecto, catártica pero en el sentido nocivo que Brecht le adjudica al
teatro burgués.
En la obra de Ricardo Monti, los elementos trágicos se combinan con otros
provenientes de sistemas artísticos y culturales muy diversos. Esto se evidencia desde el
principio en la didascalia que refiere el espacio escénico: un edificio a medio camino entre
la construcción y la destrucción, “una montaña de escombros” de los que emergen “en
monstruosa mezcla de estilos, muros rematados en ornamentación barroca, columnatas
neoclásicas, escaleras que conducen a ninguna parte. El conjunto es absurdo, producto del
sueño o el delirio de un arquitecto enloquecido” (Monti, 2005: 117). La escena funciona
como un dispositivo de asociación y disociación de imágenes que emergen del
entrecruzamiento de sistemas discursivos y estéticos reconocibles en mayor o menor
medida por el espectador: la tragedia clásica, el drama barroco, el romanticismo
rioplatense, el misterio medieval, la lírica romántica y simbolista. En este sentido, la obra se
exhibe como la disolución de la identidad como principio. En Mariano, el protagonista de
La oscuridad de la razón aparecen citados Echeverría, Orestes, Hamlet, Hölderlin: éste se
configura en la constelación de elementos fragmentarios arrancados de esas construcciones
discursivas. Así, Mariano no es una identidad asociada a un sistema de valores que la
preexiste, es las semejanzas que pueden establecerse entre todas estas figuras, semejanzas
perceptibles únicamente en la forma de esa particular constelación de discursos que es la
obra. Son esas semejanzas transitorias lo que la obra le ofrece al espectador como un escape
posible a la transmisión lineal de la historia y la cultura.

Bibliografía
Referida
Aristóteles. El arte poética. Buenos Aires: Espasa Calpe, 1948.
Benjamin, Walter. El origen del trauespiel alemán. Buenos Aires: Gorla, 2014.
Brecht, Bertolt. Escritos sobre teatro. Barcelona: Alba Editorial, 2004.
Ferreyra, Sandra. La formulación escénica de lo inefable. Tesis doctoral (edición en
preparación).
Gambaro, Griselda. Teatro 3. Buenos Aires: De la Flor, 1997.
Kott, Jan. Shakespeare, nuestro contemporáneo. Barcelona: Alba Editorial, 2007.
Monti, Ricardo. Teatro. Tomo I. Buenos Aires: Corregidor, 2005.
Nietzsche, Friedrich. El nacimiento de la tragedia. Madrid: Alianza Editorial, 2012.
Rodríguez, Martín. “Antígona o la patria ausente: de La pasión de Antígona Pérez (1968)
de Luis Rafael Sánchez a Antígona furiosa (1986) de Griselda Gambaro. Teatro
rioplatense. Cuerpo, palabra, imagen. La escena contemporánea: una reflexión
impostergable (Roger Mirza editor). Montevideo: Universidad de la República, 2007.
Para ampliar
Bentley, Eric. La vida del drama. Buenos Aires: Paidós, 1982.
Pavis, Patrice. Diccionario de Teatro. Buenos Aires: Paidos, 2005.
Ubersfeld, Anne. Semiótica teatral. Madrid: Cátedra, 1989
Williams, Raymond. Tragedia moderna. Buenos Aires: Edhasa, 2012

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