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Esslin decía de su profesión y de las posibilidades del teatro: “El teatro como arte de base
más amplia que la poesía y la pintura abstracta, sin por eso ser como los ‘massmedia’,
producto colectivo de empresas comerciales, es el punto de intersección donde las
corrientes profundas del pensamiento que cambia alcanzan por primera vez un público
numeroso”
El teatro realista
Tuvo un impulso poderoso en los primeros años del siglo. Está ligado al pasaje del
llamado “teatro de actores” al “teatro de los directores” o del conjunto psicológico.
Cuatro experiencias en países europeos ilustran esto: el Teatro de Arte de Moscú, el
Teatro Libre de André Antoine, en Francia, la Escena Libre de Otto Brahm en Alemania y
el Teatro independiente en Inglaterra. En estas cuatro compañías se cumplió el
desplazamiento del “divo” en beneficio de una labor colectiva.
Danchenko decía del director: “no es sino un actor entre otros muchos que posee una
experiencia más amplia, más grande, que sabe más y está más adelantado, más
evolucionado que los demás. Es el mejor cuando muere en otro actor, y después,
desconocido, resurge en su creación”. Con este criterio, el director procuraba – en un
extremo del realismo – llevar “la vida misma sobre el escenario”. Este ideal terminó con
las expresiones de horror y los ojos fuera de órbitas, para introducir largas pausas,
miradas “significativas”, examen atento de las propias manos, dedos y uñas; tomar con
gesto íntimo y de confianza el botón del saco de un compañero; cambiar de lugar las
sillas y los objetos ubicados sobre la mesa; hablar con voz y tono “natural”.
Un teatro así reclamaba autores como Chéjov y Gorki. El primero eliminó, en sus piezas,
el clásico esquema que desenvuelve un planteo, un conflicto y un desenlace. El conflicto
existe, sí, en el hombre de Chéjov, pero no siempre se desenlaza, porque en la vida no
ocurre que necesariamente todas las íntimas circunstancias difíciles desemboquen en
una solución. Sus dramas continúan cuando cae el telón y existen ya cuando éste acaba
recién de alzarse.
Chéjov creía ser fiel a la realidad. “Se exige un héroe, el heroísmo, y que ellos produzcan
efectos escénicos. Sin embargo, en la vida, no siempre se dispara una bala, o alguien se
ahorca… o se enuncian pensamientos profundos. ¡No! Lo más frecuentemente se come,
se bebe, se flirtea, se dicen tonterías. Es esto lo que debe verse en escena”.
“Teatro de medio registro”: así se ha llamado a este arte donde lo esencial es la creación
de la atmósfera. Y como la vida gusta más bien de los claroscuros, resulta casi inútil
buscar aquí la nítida determinación de los géneros.
Con Máximo Gorki se establecía la alianza entre las nuevas formas teatrales y el realismo
socialista. El apacible drama lírico de Chéjov – casi sin acción – dio lugar al llamado
“teatro de agitación”, el cual hasta el ritmo de las escenas refleja el nervio de la lucha por
el cambio social.
Con el irlandés Bernard Shaw, puntal del Teatro Independiente de Inglaterra, triunfa el
teatro de la inteligencia. Sus piezas son otras tantas acciones aptas para la exposición de
ideas, de modo que Shaw está vinculado con el drama de tesis del cual fue Ibsen un
cultor brillante. Lo de Shaw no es habitualmente el desarrollo sistemático de una
perspectiva filosófica, pero sí la denuncia de valores engañosos, prejuicios e injusticias.
Hay conflictos pero no acción; de igual modo están ausentes los verdaderos personajes
pues cada cual representa a una generalidad, en una operación de abstracciones que
termina por arrasar a las psicologías.
Shaw ha llevado adelante una literatura de propaganda. Él tiene opiniones sobre todas
las cosas. Chesterton dice que el teatro de Shaw ha alcanzado tres aspectos positivos: ha
popularizado a la filosofía: ha hecho filosófica a las distracciones populares y ha
destrozado el cinismo puro.
Pero si las piezas de Brecht son revolucionarias por sus asuntos, no lo son menos en el
plano de la técnica teatral: el “realismo”, así a secas, resultó aquí denominación
claramente insuficiente. Porque el punto básico de las transformaciones postuladas por
Brecht es el “distanciamiento”. Quería que el público no perdiese de vista que el teatro es
teatro: es decir, que mirase la pieza como tal, para poder juzgarla y extraer de ella una
lección. Este “realismo no ilusionista” en consecuencia destituye al teatro como
“imitación de la vida”. Brecht es enemigo de cualquier tipo de “magia” y cree en las
virtudes de una actitud libre y lúcida, que establece bien las fronteras entre la realidad y
ficción.
Coherentemente con su posición ideológica, Brecht prefiere un teatro que mueva masas,
mejor que seres individuales, rasgo que lo lleva a esa tendencia narrativa o épica que es
el centro mismo de sus concepciones dramáticas. Las piezas se ofrecen como crónicas
“imágenes de la vida social”. Lo lírico ingresa en todo caso, por la continua intercalación
de música y baladas: elemento que también aleja bastante a este teatro de la escena
tradicional.
Pirandello se sintió, una y otra vez, atraído por el problema de la personalidad y sus
incógnitas irreductibles.
El expresionismo
Una gran novedad aportada por Kaiser fue el “Stationendrama”, un tipo de desarrollo
escénico que sustituía a la convencional secuencia de la acción, por una serie de cuadros
donde quedaban proyectados los estados de ánimo de los personajes. A la eficacia de este
procedimiento ambicioso de teatro “psicológico” contribuyeron un texto antidiscursivo,
una ambientación escénica pesadillesca y un uso especialmente intencionado de
maquillaje e iluminación. Este teatro tuvo un énfasis parecido al que se reconoce en la
pintura expresionista.
La negación más resuelta del realismo es el teatro poético o simbólico. Apenas iniciado el
siglo XX, el empuje de estas fuerzas antagónicas al realismo y que conviven
cronológicamente con él, se hace cada vez más evidente.
Paul Claudel, el poeta dramático francés hizo del arte una manifestación más de la fe. El
poeta imita a Dios, la musa no es otras cosa que la Gracia y el tema esencial, así en la
poesía como en el teatro de Claudel es el de la salvación.
El esperpento, como dice Sender, no es “ni tragedia, ni farsa pero las dos cosas al mismo
tiempo, invalidándose recíprocamente”. En esta alianza se da, precisamente, la
superación de la risa y el llanto: una superación que no es ética, como en la tragedia, sino
meramente estética. El propio Valle Inclán señalaba que el esperpentismo lo había
inventado Goya y decía haber concebido a estas piezas imaginando a los héroes del teatro
clásico español de paseo por la calle del Gato. Allí había, en Madrid, espejos cóncavos
que devolvían la figura monstruosamente deformada. Someter a los personajes y las
normas clásicas al espejo cóncavo: tal era el propósito de Valle Inclán.
El teatro existencialista
Pero ninguna de estas direcciones aparece tan resueltamente moderna, tan dispuesta a
romper todos los lazos con la tradición escénica europea como el llamado “teatro del
absurdo”. Esslin relaciona a la palabra “absurdo” con su contexto musical, donde
significa “sin armonía”. Se trataría pues de sugerir la irracional condición humana: la
falta de “armonía” o avenencia del destino del hombre y algún orden previsible,
verificable o permanente. Esslin insiste, por otra parte, en que el teatro del absurdo
presenta a esta sensación de la vida mediante el abandono de las convenciones escénicas.
Sartre o Camus pueden tener la más triste visión del hombre, pero la expresan a través
del lenguaje teatral tal como éste ha aparecido en sus modalidades más clásicas. El teatro
del absurdo supone en cambio, precisamente la devaluación del lenguaje: los autores se
proponen que todos los sentidos surjan de las imágenes concretas y objetivas ofrecidas
desde el escenario. El movimiento, desde esta perspectiva, se incorpora a la general
orientación “antiliteraria” de nuestro tiempo.
Desde 1883, fecha de publicación de “Así habla Zarathustra” de Nietzsche, cada vez es
mayor el número de hombres para quienes Dios ha muerto. Ha muerto, sobre todo, para
las masas y el teatro del absurdo – arte de masas – es la búsqueda de una dignidad y
apoyo que conjure la sociedad resultante con esta íntima convicción colectiva. Camus
decía: “La certidumbre de la existencia de Dios, que daría sentido a la vida, tiene una
atracción mucho mayor que el conocimiento de que sin él, uno podría hacer el mal sin
ser castigado. La elección entre estas alternativas no sería difícil. Pero no hay elección y
aquí es donde empieza la amargura”.
La serie de “Ubú” de Alfred Jarry exhibió todos sus resentimientos con respecto al orden
social y echó abajo la ilusión naturalista. Antonin Artaud, con su “teatro de la crueldad”,
quiso revelar el mundo inconsciente e impresionar al espectador desde su piel, con un
mensaje dirigido a los sentidos. Después de estos antecedentes el público francés estaba
preparado para el “absurdo”.
Jarry tiene mucho que decir contra la sociedad pero nada sobre el hombre como ser
metafísico: todo es tan desaforadametne grotesco, que no hay lugar para un análisis del
desamparo contemporáneo, ni de nada que ocurra alma adentro. Jarry es un precursor
relativo del teatro del absurdo. Lo es, sí, al sustituir los cambios de escenario por la mera
exhibición de pancartas, y otros procedimientos del espectáculo de marionetas.
Quizás la más famosas entre las piezas del teatro del absurdo es “Esperando a Godot” de
Bréckett. Lo esperan sin que llegue durante dos actos, Vladimir y Estragon. La obra tiene
una estructura perfectamente circular y reitera incesantemente un mismo motivo, que
sigue siendo el eje hasta el fin de la pieza. Hay lances pintados a brocha gorda, y un
“humor” que poco tiene que ver con el consabido y delicado espíritu de los franceses.
Estragon pierde sus botas, los camaradas se intercambian maquinalmente los
sombreros, se empujan y caen y se conducen, en general como los “Clowns”, mientras
“no pasa nada”. La preocupación religiosa parece manifiesta: no sólo porque Godot
podría tener que ver con “God”, Dios en inglés, sino por alguna referencia a sentencias de
los Proverbios.
La cuestión en este teatro no es qué va a ocurrir, sino qué está ocurriendo, qué sentido
tiene lo que sucede ante nuestros ojos. Aunque las claves intelectuales del mensaje sean
fundamentalmente arduas, el teatro del absurdo es comprensible.