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El teatro del Siglo XX

Trabajo extraído del libro: "Literatura del siglo XX"


Jorge Albistur. Ed. Banda Oriental.1986

En el siglo actual se ha cedido al culto de la libertad. Y en el teatro del siglo XX se pone


en tela de juicio el concepto mismo de acción dramática. Algún texto del llamado teatro
del absurdo carece ostensiblemente de ella, y hace de esta ausencia un verdadero
programa para las nuevas orientaciones teatrales. En cuanto a la regla que separa
claramente a las obras, y distingue a tragedias de comedias, es fácil comprender que rara
vez se llegará a los géneros puros.

El teatro se ha desarrollado durantes estos últimos años en competencia inevitable con el


cine y la televisión, que han acaparado al gran público. Ionesco ha manifestado hasta
dónde perturba en el teatro al gran público, la presencia del hombre de “carne y hueso”.
No es fácil elevarse a la ficción desde una realidad tan insobornable como la que
establece la presencia del actor. El cine puede crear más rápidamente la atmósfera
propia que todo arte necesita: la televisión, como ya se sabe, puede llevar esta atmósfera
hasta la sala del hogar.

Esslin decía de su profesión y de las posibilidades del teatro: “El teatro como arte de base
más amplia que la poesía y la pintura abstracta, sin por eso ser como los ‘massmedia’,
producto colectivo de empresas comerciales, es el punto de intersección donde las
corrientes profundas del pensamiento que cambia alcanzan por primera vez un público
numeroso”

El teatro realista

Tuvo un impulso poderoso en los primeros años del siglo. Está ligado al pasaje del
llamado “teatro de actores” al “teatro de los directores” o del conjunto psicológico.
Cuatro experiencias en países europeos ilustran esto: el Teatro de Arte de Moscú, el
Teatro Libre de André Antoine, en Francia, la Escena Libre de Otto Brahm en Alemania y
el Teatro independiente en Inglaterra. En estas cuatro compañías se cumplió el
desplazamiento del “divo” en beneficio de una labor colectiva.

Danchenko decía del director: “no es sino un actor entre otros muchos que posee una
experiencia más amplia, más grande, que sabe más y está más adelantado, más
evolucionado que los demás. Es el mejor cuando muere en otro actor, y después,
desconocido, resurge en su creación”. Con este criterio, el director procuraba – en un
extremo del realismo – llevar “la vida misma sobre el escenario”. Este ideal terminó con
las expresiones de horror y los ojos fuera de órbitas, para introducir largas pausas,
miradas “significativas”, examen atento de las propias manos, dedos y uñas; tomar con
gesto íntimo y de confianza el botón del saco de un compañero; cambiar de lugar las
sillas y los objetos ubicados sobre la mesa; hablar con voz y tono “natural”.

Un teatro así reclamaba autores como Chéjov y Gorki. El primero eliminó, en sus piezas,
el clásico esquema que desenvuelve un planteo, un conflicto y un desenlace. El conflicto
existe, sí, en el hombre de Chéjov, pero no siempre se desenlaza, porque en la vida no
ocurre que necesariamente todas las íntimas circunstancias difíciles desemboquen en
una solución. Sus dramas continúan cuando cae el telón y existen ya cuando éste acaba
recién de alzarse.

Chéjov creía ser fiel a la realidad. “Se exige un héroe, el heroísmo, y que ellos produzcan
efectos escénicos. Sin embargo, en la vida, no siempre se dispara una bala, o alguien se
ahorca… o se enuncian pensamientos profundos. ¡No! Lo más frecuentemente se come,
se bebe, se flirtea, se dicen tonterías. Es esto lo que debe verse en escena”.

“Teatro de medio registro”: así se ha llamado a este arte donde lo esencial es la creación
de la atmósfera. Y como la vida gusta más bien de los claroscuros, resulta casi inútil
buscar aquí la nítida determinación de los géneros.

Con Máximo Gorki se establecía la alianza entre las nuevas formas teatrales y el realismo
socialista. El apacible drama lírico de Chéjov – casi sin acción – dio lugar al llamado
“teatro de agitación”, el cual hasta el ritmo de las escenas refleja el nervio de la lucha por
el cambio social.

Con el irlandés Bernard Shaw, puntal del Teatro Independiente de Inglaterra, triunfa el
teatro de la inteligencia. Sus piezas son otras tantas acciones aptas para la exposición de
ideas, de modo que Shaw está vinculado con el drama de tesis del cual fue Ibsen un
cultor brillante. Lo de Shaw no es habitualmente el desarrollo sistemático de una
perspectiva filosófica, pero sí la denuncia de valores engañosos, prejuicios e injusticias.
Hay conflictos pero no acción; de igual modo están ausentes los verdaderos personajes
pues cada cual representa a una generalidad, en una operación de abstracciones que
termina por arrasar a las psicologías.

Shaw ha llevado adelante una literatura de propaganda. Él tiene opiniones sobre todas
las cosas. Chesterton dice que el teatro de Shaw ha alcanzado tres aspectos positivos: ha
popularizado a la filosofía: ha hecho filosófica a las distracciones populares y ha
destrozado el cinismo puro.

El frances Antoine coincidió con Stanislavski en la consideración prioritaria de la “cuarta


pared”, la abertura hacia el público del recinto escénico. Para subrayar que los
personajes viven entre sí, y no para el público, se atrevió a ubicar de espaldas a los
actores, en algunos momentos de la pieza, en un realismo que prefigura ya los
planteamientos cinematográficos.
El realismo no ilusionista

El público alemán permitió otra forma de realismo que se denominó realismo no


ilusionista. Bertolt Brecht es el representante de esta tendencia. Tentado por los
procedimientos expresionistas, Brecht termina por moderar su desaforado anarquismo
inicial y adhiere al marxismo y a las concepciones de la revolución bolchevique. Este fue
un teatro “inscrito en la historia de una época”. Le preocupaba fundamentalmente la
alienación del hombre bajo un régimen totalitario.

Pero si las piezas de Brecht son revolucionarias por sus asuntos, no lo son menos en el
plano de la técnica teatral: el “realismo”, así a secas, resultó aquí denominación
claramente insuficiente. Porque el punto básico de las transformaciones postuladas por
Brecht es el “distanciamiento”. Quería que el público no perdiese de vista que el teatro es
teatro: es decir, que mirase la pieza como tal, para poder juzgarla y extraer de ella una
lección. Este “realismo no ilusionista” en consecuencia destituye al teatro como
“imitación de la vida”. Brecht es enemigo de cualquier tipo de “magia” y cree en las
virtudes de una actitud libre y lúcida, que establece bien las fronteras entre la realidad y
ficción.

Coherentemente con su posición ideológica, Brecht prefiere un teatro que mueva masas,
mejor que seres individuales, rasgo que lo lleva a esa tendencia narrativa o épica que es
el centro mismo de sus concepciones dramáticas. Las piezas se ofrecen como crónicas
“imágenes de la vida social”. Lo lírico ingresa en todo caso, por la continua intercalación
de música y baladas: elemento que también aleja bastante a este teatro de la escena
tradicional.

El teatro dentro del teatro

Relativamente vinculado con Brecht, al menos porque promueve un distanciamiento


parecido entre el espectador y el mundo de ficción, está Luigi Pirandello, otro de los
hombres esenciales en el desarrollo del género dramático del siglo XX. Su propuesta se
llama “el teatro dentro del teatro” y queda formulada en la obra “Seis personajes en
busca de un autor” de 1921. El asunto de esta pieza es creación de la obra dramática: los
seis personajes reclaman su derecho a ser representados en una historia, desde que
Pirandello les atribuye vida por sí mismos, más allá de lo que puedan concebir el poeta o
el director. Pero, como éste aparece meramente como un hombre de teatro, interesado
en convertir todas estas historias en una pieza coherente, la exposición de las tragedias
individuales queda permanentemente interrumpida: el director oye alternativamente las
versiones de éste y aquél y luego cuestiona, planifica, busca un orden y una manera de
transmitir al público todo lo que al mismo tiempo él ha recibido. Estos intermedios –
destinados a mostrar cómo se estructura una pieza y sobre la base de cuáles elementos –
equivalen al “distanciamiento” de Brecht: impiden que el espectador pueda identificarse
con ninguna de las historias contadas, por patética que ella sea. El relato de los seis
personajes aparecerá siempre, como una “historia” y no como la vida. El “teatro dentro
del teatro” se sirve de la narración para representar los acontecimientos, según los ve
cada uno de los seis personajes. Los conflictos desde el punto de vista específicamente
dramático, no alcanzan a anudarse.

Pirandello ha invertido los términos del problema: en su obra el asunto central es el


dolor de los personajes cuando el autor deja de pensar en ellos. Él ve a su obra con la
óptica de un crítico, con gran lucidez. Plantea la distinción entre una criatura del arte y
otra de carne y hueso. Esta puede cambiar de aquí a mañana, en tanto la primera – una
vez creada – queda fija. Pero bien se echa a ver que ni siquiera esto es indiscutible, pues
bastaría recorrer los siglos para apreciar cuánto han cambiado don Quijote o Hamlet
desde que fueron creados. Porque la vida y el arte se invaden irremediablemente.

Pirandello se sintió, una y otra vez, atraído por el problema de la personalidad y sus
incógnitas irreductibles.

El expresionismo

Esta modalidad supuso una “estilización” de la realidad: es decir, su representación con


arreglo a determinado patrón artístico. Y así como en otras tendencias se tiende a
embellecerlo todo, del mismo modo aquí todo conduce hacia el “feísmo”. La exageración,
la caricatura, lo que deforma a la figura original: todo esto surge como consecuencia de la
gran crisis alemana en la primera post-guerra.

Una gran novedad aportada por Kaiser fue el “Stationendrama”, un tipo de desarrollo
escénico que sustituía a la convencional secuencia de la acción, por una serie de cuadros
donde quedaban proyectados los estados de ánimo de los personajes. A la eficacia de este
procedimiento ambicioso de teatro “psicológico” contribuyeron un texto antidiscursivo,
una ambientación escénica pesadillesca y un uso especialmente intencionado de
maquillaje e iluminación. Este teatro tuvo un énfasis parecido al que se reconoce en la
pintura expresionista.

El teatro poético o simbólico

La negación más resuelta del realismo es el teatro poético o simbólico. Apenas iniciado el
siglo XX, el empuje de estas fuerzas antagónicas al realismo y que conviven
cronológicamente con él, se hace cada vez más evidente.

Paul Claudel, el poeta dramático francés hizo del arte una manifestación más de la fe. El
poeta imita a Dios, la musa no es otras cosa que la Gracia y el tema esencial, así en la
poesía como en el teatro de Claudel es el de la salvación.

No resulta fácil, en realidad distinguir entre la obra lírica y dramática de Claudel. Él


distinguía entre la “palabra proferida” y la “palabra intercambiada”. La primera,
esencialmente lírica, da lugar al monólogo, en tanto la otra es la forma específicamente
dramática. El “versículo”, punto de apoyo de la alianza entre el teatro y la poesía, no es
una negación de la métrica, pero sí una dilatación de ella, un ensanchamiento que
corresponde a la capacidad de la respiración humana pero también a las leyes cósmicas
del cielo, el viento y el mar. Con el lenguaje resultante, en fin, Claudel se propone
expresar la “doble postulación del alma”.

También la escena española realizó un importante aporte a este teatro poético. Ya un


hombre de la generación del 98 – Ramón María del Valle Inclán – cultivó una forma
dramática que, al decir de Amado Alonso, no supone “ningún naturalismo”. Valle Inclán
abandonó el preciosismo modernista de las “Sonatas” para pasar al esperpentismo,
tendencia grotesca que abarca no sólo al esperpento en sí, sino también a las “Comedias
bárbaras” (1907-1922) y algunas obras narrativas.

El esperpento, como dice Sender, no es “ni tragedia, ni farsa pero las dos cosas al mismo
tiempo, invalidándose recíprocamente”. En esta alianza se da, precisamente, la
superación de la risa y el llanto: una superación que no es ética, como en la tragedia, sino
meramente estética. El propio Valle Inclán señalaba que el esperpentismo lo había
inventado Goya y decía haber concebido a estas piezas imaginando a los héroes del teatro
clásico español de paseo por la calle del Gato. Allí había, en Madrid, espejos cóncavos
que devolvían la figura monstruosamente deformada. Someter a los personajes y las
normas clásicas al espejo cóncavo: tal era el propósito de Valle Inclán.

En el teatro de García Lorca también se da una estrecha alianza entre el drama y la


poesía lírica. Pero es él, además, uno de los escasos autores que acusa influencias del
surrealismo. En “Bodas de Sangre” (1933), “Yerma” (1934), “Doña Rosita la soltera”
(1935) y “La casa de Bernarda Alba” (1936) nada hace del escenario un sitio que
reproduzca la vida.

El teatro existencialista

La importancia de Sartre y de Camus ha sido llevar a escena la problemática del siglo y el


transmitir el mensaje existencialista en sus piezas.

Sartre ha planteado el problema de la libertad y hasta dónde un ser la pierde después de


aceptar un determinado acto.

El teatro del absurdo

Pero ninguna de estas direcciones aparece tan resueltamente moderna, tan dispuesta a
romper todos los lazos con la tradición escénica europea como el llamado “teatro del
absurdo”. Esslin relaciona a la palabra “absurdo” con su contexto musical, donde
significa “sin armonía”. Se trataría pues de sugerir la irracional condición humana: la
falta de “armonía” o avenencia del destino del hombre y algún orden previsible,
verificable o permanente. Esslin insiste, por otra parte, en que el teatro del absurdo
presenta a esta sensación de la vida mediante el abandono de las convenciones escénicas.
Sartre o Camus pueden tener la más triste visión del hombre, pero la expresan a través
del lenguaje teatral tal como éste ha aparecido en sus modalidades más clásicas. El teatro
del absurdo supone en cambio, precisamente la devaluación del lenguaje: los autores se
proponen que todos los sentidos surjan de las imágenes concretas y objetivas ofrecidas
desde el escenario. El movimiento, desde esta perspectiva, se incorpora a la general
orientación “antiliteraria” de nuestro tiempo.

Desde 1883, fecha de publicación de “Así habla Zarathustra” de Nietzsche, cada vez es
mayor el número de hombres para quienes Dios ha muerto. Ha muerto, sobre todo, para
las masas y el teatro del absurdo – arte de masas – es la búsqueda de una dignidad y
apoyo que conjure la sociedad resultante con esta íntima convicción colectiva. Camus
decía: “La certidumbre de la existencia de Dios, que daría sentido a la vida, tiene una
atracción mucho mayor que el conocimiento de que sin él, uno podría hacer el mal sin
ser castigado. La elección entre estas alternativas no sería difícil. Pero no hay elección y
aquí es donde empieza la amargura”.

Si el lenguaje está devaluado es porque refleja satíricamente la tragedia desencadenada


por los medios masivos de comunicación: cada vez hay más palabras, y si el mundo de la
palabra tradicional se ha contraído para dar lugar a la lógica simbólico, por ejemplo, todo
ello no hace sino confirmar que cada vez estamos más incomunicados.

La serie de “Ubú” de Alfred Jarry exhibió todos sus resentimientos con respecto al orden
social y echó abajo la ilusión naturalista. Antonin Artaud, con su “teatro de la crueldad”,
quiso revelar el mundo inconsciente e impresionar al espectador desde su piel, con un
mensaje dirigido a los sentidos. Después de estos antecedentes el público francés estaba
preparado para el “absurdo”.

Jarry tiene mucho que decir contra la sociedad pero nada sobre el hombre como ser
metafísico: todo es tan desaforadametne grotesco, que no hay lugar para un análisis del
desamparo contemporáneo, ni de nada que ocurra alma adentro. Jarry es un precursor
relativo del teatro del absurdo. Lo es, sí, al sustituir los cambios de escenario por la mera
exhibición de pancartas, y otros procedimientos del espectáculo de marionetas.

Quizás la más famosas entre las piezas del teatro del absurdo es “Esperando a Godot” de
Bréckett. Lo esperan sin que llegue durante dos actos, Vladimir y Estragon. La obra tiene
una estructura perfectamente circular y reitera incesantemente un mismo motivo, que
sigue siendo el eje hasta el fin de la pieza. Hay lances pintados a brocha gorda, y un
“humor” que poco tiene que ver con el consabido y delicado espíritu de los franceses.
Estragon pierde sus botas, los camaradas se intercambian maquinalmente los
sombreros, se empujan y caen y se conducen, en general como los “Clowns”, mientras
“no pasa nada”. La preocupación religiosa parece manifiesta: no sólo porque Godot
podría tener que ver con “God”, Dios en inglés, sino por alguna referencia a sentencias de
los Proverbios.
La cuestión en este teatro no es qué va a ocurrir, sino qué está ocurriendo, qué sentido
tiene lo que sucede ante nuestros ojos. Aunque las claves intelectuales del mensaje sean
fundamentalmente arduas, el teatro del absurdo es comprensible.

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