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LOS

SECRETOS
DE UN DIARIO ÍNTIMO ®
© Autora: Betty de la Cal
bettydelacal@gmail.com
CAPITULO 1 – Tiempo de duelo y lloros

Cuatro años han pasado desde que el fatídico accidente me dejó viuda y sola.

Y después de estos años, creo que ha llegado la hora de acabar con mis

masturbaciones solitarias y mis orgasmos silenciosos, sentidos unas veces entre

la oscuridad del dormitorio que antes fue de placeres compartidos, y otras veces

bajo el rumor del agua saliendo con fuerza de la ducha. Pero ya he decidido
romper con estas sensaciones incompletas, y lanzarme en busca de los intensos

placeres sexuales que mi cuerpo, aún joven a mis cuarenta y siete años, me

reclama con urgencia.

Antes de decidirme a buscar y encontrar, entre hombres y mujeres, aquellos a

los que dejar mi cuerpo para que lo tienten y acaricien con sus manos, y hurguen

entre mis pliegues más íntimos hasta que me hagan explotar de placer, lo mismo

que yo haré con ellos, he querido rememorar el camino recorrido en solitario

desde el día que enviudé, para evitar cometer los mismos errores a partir de
ahora, pues no deseo volver a tener que morder mis labios para no gritar de

placer cuando me acaricio el sexo al mismo tiempo que me aplasto contra la


almohada para sentir un cuerpo ajeno entre mis muslos excitados, ni quiero
repetir solitarias masturbaciones en las que solo puedo imaginar lo que, en

verdad, me gustaría tener entre las manos.


Recuerdo aquellos primeros y duros meses, después de que él dejara de
formar parte de mi vida; aquel tiempo en el que la soledad me atenazaba el alma,
siempre pensando en aquellas grises cenizas dentro de una urna de frío metal que

no podía apartar de mi memoria. Fueron seis meses donde la depresión fue mi

compañera de vida, y todos los placeres estaban enterrados en aquella misma


urna. A veces soñaba, mientras dormía, que él se acercaba a mi espalda, y que

introducía su pene caliente entre mis nalgas frías, pero todo inicio de excitación
se apagaba con urgencia cuando al darme la vuelta me encontraba con las

sábanas vacías al otro lado de la cama. Renuncié a todo placer, por pequeño que

fuera, como si cualquier sentimiento placentero fuera una traición a su memoria.

También me olvidé de los cafés compartidos con las amigas en las tardes de

tertulia femenina, y me alejé de los sabrosos cotilleos en la peluquería, donde

dejé de ir porque no quería ni siquiera estar guapa si no era para él. Y tampoco

tenía el ánimo necesario para darme placer en las noches solitarias, noches que
se hacían largas y crueles mientras permanecía sola en la cama, pues cuando mi

cerebro, azuzado por la necesidad fisiológica del sexo, ordenaba a mis dedos que

fueran hasta el clítoris para liberarme de las más básicas necesidades sexuales,
una especie de temblor recorría mis manos, lo que convertía en un hecho

imposible esa masturbación deseada con la que pretendía aliviar mis tensiones y
alejarme de esos miedos que me llevaban a pensar en una traición que no existía,

porque él ya no acompañaba mi vida.


CAPÍTULO 2 - Terapia psicoanalítica

Aunque yo nunca fui muy dada a psiquiatras o sicólogos, ni a terapias

psicoanalíticas de ningún tipo, sin embargo, dado mi lamentable estado de

ánimo, sin ganas de hacer nada que me sacara de mis lloros y me llevara a

retomar mi vida con una cierta normalidad, acepté los consejos que me venían de

un lado y otro, y una tarde quedé citada con una psicoanalista argentina que se
anunciaba en el periódico del barrio. El anuncio decía así: “Todos sus problemas

están en la mente. Ayúdese a vos misma dejando que yo le ayude. Nora

Liberman – Psicóloga diplomada.”

Las sesiones, de una hora de duración, consistían en que yo hablara, hablara

y hablara sin parar, contando mis recuerdos, los deseos y anhelos que ya habían

muerto para mí, experiencias del pasado y del presente, los negros pensamientos

que me atemorizaban cada día, y esas fantasías con las que siempre soñé y que

en esos momentos estaban olvidadas en algún rincón oculto del inconsciente. De


vez en cuando ella interrumpía mi monólogo y hacía énfasis en alguna de las

cuestiones que yo había manifestado, y los cinco últimos minutos los


dedicábamos a reflexionar sobre lo hablado.
La psicóloga siempre tuvo en su boca la palabra “duelo”, que según ella

explicaba todas las reacciones adversas que se iban cruzando en mi cotidiana


vida. “Duelo” que se iría apagando con el paso del tiempo, y después, todo
volvería a trascurrir por cauces normales, aunque, sin duda ninguna, distintos a
como fueron antes. Yo, por el contrario, aunque intentaba creer en sus

razonamientos profesionales, tenía un concepto muy distinto para explicar lo que

me estaba pasando en aquellos momentos de mi vida: “Tiempo de lloros”, así lo


definía; “tiempo de lloros” que nunca se acababan de ir de mis ojos, ese era el

sentimiento que yo tenía y padecía y que me llevaba a creer que todo disfrute era
una ofensa a mi compañero perdido.

A pesar de todos los esfuerzos que ella hacía, utilizando toda su experiencia

profesional para intentar hacerme salir del oscuro pozo depresivo en el que me

encontraba, la verdad es que sus teorías y recomendaciones no calaban mucho en

mí, poco abierta a creer en las bondades del psicoanálisis personal, pero, al final,

debo reconocer que quien llevaba razón era mi psicóloga, pues el tiempo fue

borrando de mis ojos las lágrimas, de mi alma la pena, y mi mente dejó de


martirizarme pensando que todo gozo era equivalente a traición.

Aunque yo seguía siendo más bien escéptica respecto a los resultados que se

pudieran alcanzar a través de ese manido concepto del psicoanálisis, sin


embargo, esas sesiones semanales sirvieron para llevarme a un cambio radical en

mi vida, y no precisamente por los consejos psicológicos recibidos, sino porque


esos encuentros, en principio de carácter exclusivamente profesional, nos

llevaron a entablar una estrecha y muy satisfactoria relación personal.


Una tarde, al terminar la sesión, ella me invitó a tomar un café a la mañana

siguiente en su casa. Debo reconocer que acepté encantada por la amistad que ya
nos unía, pero sin que pudiera imaginarme, ni remotamente, que esa cita iba a
ser el catalizador de la ruptura definitiva con mis días de duelo y lloros, y el

principio de una experiencia liberadora.


CAPÍTULO 3 – Cafés compartidos

Después de tantos meses viviendo atrapada entre las sombras de la casa y

vencida por los recuerdos, poco a poco retomé la costumbre de tomarme un café

los martes y jueves con las amigas; y ellas me hicieron comprender que en

nuestras vidas la mayor parte del tiempo somos independientes y lo pasamos, sin
darnos cuenta, al margen de nuestra propia pareja. Esto me llevó a pensar que

solamente había cambiado una parte pequeña, aunque fuera importante, de mi

existencia, y que debía volver a retomar todo aquello que me había hecho feliz

hasta entonces, al tiempo que debería intentar suplir, con premura, esa parte de la

vida de placeres compartidos que se habían quedado perdidos en mitad del

camino por culpa de los infortunados hechos acaecidos.

Volví también a los confidenciales cotilleos de la peluquería, donde las

lenguas femeninas se explayan sin recato en todo aquello que ocultan fuera de
aquel entorno, casi mágico, de espejos, secadores, lacas y melenas teñidas.

Ningún hombre sabrá nunca de verdad lo que piensa su mujer de él y del sexo y
de otras sabrosas cosas, si no ha tenido la oportunidad de escucharla mientras la
peluquera enreda entre sus cabellos. Y ya nos encargamos nosotras de que en

esos santuarios de cotilleos y confesiones mutuas, no entren oídos indiscretos


que revelen los enigmas femeninos más íntimos y nuestras fantasías sexuales
más deseadas y queridas.
Y fue precisamente en ese entorno, en el que los secretos más inconfesables

se convierten en voz, donde encontré el valor necesario para iniciarme en una

nueva vía placentera en la que nunca había pensado ni mucho menos buscado,
pero que me sirvió de válvula de escape para descargar mi sexualidad, aún

reprimida, sin que la sensación de traición, que todavía pervivía en mi mente,


aflorara y me impidiera disfrutar de una nueva experiencia sexual.

Si hubiera sido un hombre el que me hubiese insinuado compartir placeres en

aquellos momentos, cuando aún estaba recién salida del periodo de “duelo” o de

”llantos” (como yo prefería llamarlo), seguramente le habría rechazado por ese

especial respeto hacia mi antiguo compañero que todavía flotaba en mi interior,

pero fue ella, mi psicóloga, de una edad algo mayor que la mía y tremendamente

femenina, con la que había compartido mis miedos y los secretos más hondos en
el diván de su consulta, la que me confesó, mientras tomábamos café en una de

nuestras citas de las mañanas, que el aburrimiento sexual con su pareja lo suplía,

con gran intensidad y placer, dejándose acariciar por otras manos femeninas. Y
de un modo muy sutil dejó caer una invitación personal a participar en su juego.

Dudé, claro que dudé, y no me dejé arrastrar, en un primer momento, por ese
nuevo y placentero mundo de sensaciones lésbicas que hasta entonces

desconocía y que, aunque en algún momento pude imaginar, nunca busqué. Pero
al final, llevada por los gritos silenciosos de mi sexo caliente reclamándome

placeres, caí en la tentación; y bendita tentación, pues todo mi cuerpo se


estremeció la primera vez que su cuerpo y el mío se entrelazaron para sentir el
excitante palpitar de nuestros coños húmedos y calientes.

Un café en mi casa o en la suya era la disculpa perfecta para una relación

discreta e íntima, con la ventaja de que nadie sospechaba nada, ni siquiera su


marido, ignorante del todo, pues dos amigas que quedan para tomar un café y

charlar de sus cosas no llaman la atención ni crean suspicacias. Mi nula


experiencia en placeres lésbicos fue suplida por la magia de sus manos

recorriendo mi cuerpo y la avidez de su lengua buscando sin descanso mi sexo,

lo que me elevaba a unos cielos placenteros hasta entonces no sentidos. Ella

nunca quiso más de una cita a la semana, aunque yo, embriagada por las nuevas

sensaciones descubiertas, habría deseado sentirla cada noche entre las sábanas de

mi cama o la suya. Tampoco me confesó los motivos de su negativa a vernos

más a menudo, aunque me imaginé que yo me había convertido para ella en un


mero complemento de una sexualidad compartida con su marido, y esto me hizo

recordar aquellos momentos excitantes cuando un pene duro y erguido se

introducía caliente entre las lubricadas paredes de mi vagina, pero aún mi ánimo
no estaba preparado para reemplazar a aquel pene, que durante muchos años

había sido solo mío, por otros nuevos penes aún desconocidos, por lo que me
conformé con seguir manteniendo esa lujuriosa relación lésbica donde ella

marcada el tiempo y el ritmo.


Los encuentros eran cada vez más intensos: ella recorría toda mi piel con su

boca, y me hacía estremecer de placer cuando su lengua lamía golosa entre mis
pliegues más íntimos, y yo también había aprendido a hacerla disfrutar con esas
mismas armas, chupando su coño y lamiendo su clítoris hasta oírla gritar cuando

mi lengua se introducía ávida entre los carnosos labios de su excitada vulva. En

cada despedida una sensación de vacío quedaba en mi interior, y esperaba con


impaciencia a que llegara el siguiente encuentro.

Todo parecía perfecto, pues esa relación, antes nunca imaginada, había hecho
que me olvidara de aquellos tiempos de lloros y negros recuerdos. Pero como si

el destino no quisiera darme toda la felicidad que deseaba, los cafés con ella se

fueron distanciando en el tiempo. Quise saber si era por algo que hubiera dicho o

hecho, y que la hubiera molestado, pero con una sonrisa franca me hizo

comprender que no, y se justificó diciendo que con la edad iba perdiendo los

deseos. No quise insistir más porque estaba segura que ninguna otra explicación

iba a conseguir y, además, deseaba respetar su decisión para no perder aquellos


encuentros que aún teníamos y donde tanto placer recibía.
Capítulo 4 – Llamada inesperada

Una tarde de principios del verano sonó el teléfono y al otro lado de la línea

oí su voz: dulce como siempre y al mismo tiempo sensual e insinuante. Me

sorprendió su llamada pues nos habíamos visto el día anterior, y no era habitual,

según el código que habíamos establecido, cruzarnos llamadas entre encuentro y

encuentro, pero mi sorpresa se hizo mayor cuando me pidió que fuera a su casa a
la mañana siguiente, a la misma hora en la que, habitualmente, poníamos en

práctica todas nuestras fantasías sexuales. Aunque sorprendida, no pude decir

que no, pues deseaba volver a sentir su lengua dentro de mi boca y su sexo sobre

mi sexo.

Esa noche me dormí pensando en ella y soñando con unos labios rojos que

succionaban mi clítoris, y cuando desperté me di cuenta que las sábanas estaban

húmedas, como si una ensoñación orgásmica se hubiera derramado sobre ellas.

Me vestí con una blusa de seda trasparente, que a ella le gustaba, y una falda
tableada corta, y dejé olvidadas las bragas, a propósito, en un cajón de la

cómoda, e impaciente esperé a que llegara la hora convenida.


Deseosa de verla salí de mi casa con tiempo adelantado. Llegué a la suya
quince minutos antes de lo previsto. Llamé al timbre, y al instante ella abrió la

puerta mostrando su agradable sonrisa, aunque me pareció intuir una mueca de


tristeza entre sus rojos labios, mas no quise preguntar, pensando solo en los
momentos de placer intenso que me esperaban a su lado. Estábamos las dos
solas. Al entrar al salón vi sobre la mesa una caja envuelta en papel de regalo,

con una tarjeta donde estaba escrito mi nombre. La miré un tanto intrigada, y con

la mirada dejé en el aire un interrogante silencioso. <<Es para ti —dijo—.


Ábrelo>>. Con la ilusión propia de una niña pequeña rasgué el papel con

nerviosismo en las manos, y al abrir la caja me encontré en su interior con un


pequeño arnés de cuero negro del que sobresalía un pene de silicona de un

tamaño considerable. Una risa nerviosa apareció entre mi boca entreabierta, pues

no me esperaba un regalo de ese tipo. Hasta ese día todos nuestros juegos los

habíamos practicado uniendo nuestros cuerpos, acariciándonos con las manos y

utilizando los labios y la lengua como arietes de placer mutuo, pero nunca

habíamos usado ninguno de los múltiples artilugios sexuales que llenan las

estanterías de los sex-shop, y no porque tuviéramos un pudor vergonzante sino


porque no habíamos sentido la necesidad de utilizarlos. Por eso apareció en mi

boca esa risa nerviosa, que ella acompañó con una sonrisa pícara, y dijo:

<<Vamos a probarlo, a ver si esta polla fría da el mismo placer que una
juguetona lengua>>. Las dos nos pusimos a reír durante un rato mientras

examinábamos, con detenida curiosidad, aquel pene de color rosado, con casi 20

centímetros de largo y un grosor alucinante, suficiente para llenar cualquier


vagina por grande que fuera, y que más de uno hubiera deseado, por no decir

todos, todos esos hombres que van por ahí presumiendo de machos.
Debo confesar que en aquel momento temí que me entregara aquel corsé
para que me lo pusiera, pues no sabía cómo tendría que utilizarlo, y además no
me apetecía hacer de macho fallándomela con aquella falsa polla, pero pronto

mis dudas se evaporaron cuando vi que era ella la que lo cogía y se iba con él al

cuarto de baño. Intuí que a los pocos minutos iba a aparecer por el pasillo con el
arnés colocado y dispuesta a darme guerra, y no me confundí. Cuando la vi venir

me entró un especial estremecimiento que me subió entre los muslos y llegó


hasta mi sexo, pues he de reconocer que la visión de ella, desnuda y con el pene

erecto saliendo de entre sus muslos, me trajo recuerdos de otros tiempos, cuando

la dura polla del que fue mi compañero me penetraba durante horas.

Sin decir nada esperé a que se acercara hasta el sillón donde yo estaba, y dejé

que fuera ella la que tomara la iniciativa. Me hizo levantar, y dándome media

vuelta se quedó a mi espalda. Luego me pidió que inclinara medio cuerpo,

quedando mis nalgas a la altura del arnés con el pene apuntando a mi sexo, aún
tapado por la falda. Despacio fue levantando la tela y dejando al descubierto mis

glúteos, y sentí sus manos calientes acariciándome con lujuria y llegando poco a

poco hasta mi coño. Con sus expertos dedos palpó, rodeó y presionó, una y otra
vez, sobre mi clítoris, y una humedad caliente comenzó a inundar mi vagina. Y

de pronto, noté cómo el pene de silicona, gordo y grande, se iba introduciendo


suavemente entre los labios de mi vulva. Hacía tanto tiempo que nadie llenaba

mi vagina de aquella manera, que al principio hice un movimiento extraño, como


si quisiera expulsar de mi cuerpo esa cosa que me invadía, pero al instante sentí

una sensación placentera y, entonces, apreté mis muslos con fuerza para retener
aquel pene dentro de mí, temerosa de quedar de nuevo vacía. No quise preguntar,
y nunca supe si ella había practicado ese mismo juego con otra, pero, ya fuera

por experiencia o por intuición, me folló con aquella falsa polla como nadie

antes me había follado. La cadencia de sus movimientos hacía que aquel


artificial pene entrara y saliera de mi sexo al ritmo perfecto; con la intensidad

justa que ponía con cada empuje que le daba, conseguía que mi excitación fuera
aumentando al mismo tiempo que mis lujuriosos pensamientos; y las caricias de

sus dedos sobre mi clítoris me elevaron hasta un éxtasis indescriptible y me

transportaron hacia un paraíso de orgasmos continuos.

Siempre recordaré aquel día, pues fue, tal vez, uno de los más placenteros

que he tenido en mi vida, pero, a la vez, uno de los más tristes, pues fue el de

una despedida inesperada, que me separó de ella para siempre.

Después de unas horas de placeres compartidos y del café frío dejado sobre
la mesa —como sucedía siempre–, llegó la hora de marcharse, como tantas otras

veces. Ella colocó el arnés con el pene de silicona en la caja. Lo volvió a

envolver con cuidado y me lo entregó diciendo: <<Es tu regalo, para que


siempre recuerdes este día>>. En aquel momento no supe interpretar que

aquellas palabras eran toda una declaración de despedida, y solo fui capaz de
decir un gracias, al tiempo que besaba sus labios, sin saber que era la última vez

que lo haría. Nunca más supe de ella: el teléfono apagado, la casa deshabitada, y
nadie que la conociera que me diera razón de algún nuevo destino donde poder

encontrarla. Pero siempre quedarán entre mis más queridos recuerdos los
intensos placeres que compartí con ella durante dos largos años de encuentros
secretos.
Capítulo 5 – Un diario íntimo

Cuando ella desapareció de mi vida, y para no caer de nuevo en una

depresión llena de nostalgia y lloros, pensé que había llegado el momento de

olvidarme del pasado y lanzarme en busca de otro tipo de relaciones sexuales. Y

para comenzar el nuevo camino, decidí seguir una recomendación que me dio

ella en aquellos ya lejanos días de terapia psicoanalítica: “Querida, procura


llevar un diario donde dejes escrito tus alegrías y tristezas, tus deseos y

fantasías, y todo aquello que quieras recordar en el futuro”.

Nunca había sido muy partidaria de diarios personales y secretos, ni siquiera

en mis años de adolescencia; me parecían cosas un tanto ñoñas y propias de

mentes inseguras, pero en esta ocasión, pensando que me podía ayudar, comencé

a escribir uno. Eso sí, solo anotaría en él aquellos hechos que realmente quisiera

recordar por placer, y, también, los que me sirvieran para no volver a caer en los

mismos errores que me pudieran haber llevado a soportar algún tipo de


desencanto.
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Diario íntimo: 1 de agosto

Hoy, día 1 de agosto, al atardecer, con los rayos del sol entrando por la

ventana de mi dormitorio, comienzo a escribir este especial diario, en el que


quiero dejar reflejados algunos de mis sentimientos, pero, sobre todo, busco
dejar constancia escrita de las fantasías sexuales cumplidas y de los placeres
solitarios o compartidos que puedan surgir a partir de ahora en mi vida.

Después de la inesperada pérdida de ese amor lésbico con el que disfruté

de tan buenos momentos, de nuevo me encuentro sola, pero ya lejos del


“duelo” y los “tiempos de lloros”, sabiendo que hay que coger la vida como

llega, y que el placer está ahí, donde menos nos podemos imaginar,
esperándonos, y que no disfrutarlo es perderlo sin posibilidad de recuperarlo.

Por eso, no quiero dejar pasar el tiempo, y buscaré nuevos caminos, nuevas

escenarios para que mis lujuriosos deseos sexuales se hagan realidad.

Esta mañana, cuando aún no me había decidido a iniciar este diario, he

encontrado una posible respuesta a mi desordenada búsqueda de placeres. Ha

sido al mirar dentro de la caja de regalo donde estaba el arnés y el pene de

silicona que ella me regaló el día de la despedida. Allí, en el fondo, había una
tarjeta de visita con un nombre de mujer y un número telefónico, y al dorso de

la misma, la referencia de un nombre comercial de venta de artículos eróticos.

He llamado al teléfono indicado, sin tener mucha confianza de que esa


llamada me pudiera llevar a un nuevo mundo de placeres lícitos o prohibidos.
La voz femenina que me ha atendido me ha explicado, con todo detalle, que se

dedica a organizar eventos privados en casas de amigas, en los que vendía


productos especiales destinados a dar placer a las mujeres. “Tuppersex”, me

ha dicho que llaman a esas reuniones, y que a nada me comprometía si asistía


a alguno de esos encuentros. Conocer nuevas amigas, era el objetivo primero,
y si después deseaba comprar alguno de sus productos, ella estaría encantada

de explicármelo y aclarar todas las dudas.

Aunque fuera por pura curiosidad, no me pareció una mala idea asistir al
siguiente ‘Tuppersex’ que organizaran, pues nada perdía por conocer ese

ambiente y, además, podría ser un buen momento para relacionarme con otras
mujeres también deseosas de sexo y placer. Tomé buena nota de la fecha —23

de septiembre—en la que tenían previsto hacer la siguiente reunión, con la

esperanza de que ese nuevo y desconocido horizonte que se presentaba ante mí

me llevara a un mundo de intensos placeres.

Y con esos deseos rondando mi sexo, cierro por hoy las primeras líneas de

este íntimo diario, esperando que no sean las últimas, pues eso significará que

mi vida sexual se habrá llenado de nuevas y apasionantes vivencias.


Capítulo 6 – El tuppersex

Diario íntimo: 23 de septiembre



A primera hora de la mañana recibí un mensaje por WhatsApp

comunicándome la hora de la cita y el lugar de encuentro para el Tuppersex,


y, con la incertidumbre propia de lo desconocido, pero decidida a disfrutar de

esa nueva experiencia, me dirigí a la dirección donde estaba convocada la

reunión. Era el número 25 de la calle de la Inmaculada; el edificio estaba

ubicado en un barrio de clase alta, en el centro de la ciudad. Subí al piso

tercero y llamé al timbre de la puerta “B”. Al instante alguien abrió y me llegó

el sonido de un guirigay de voces que venía del interior, lo que me hizo

suponer que ya habían llegado todas las convocadas a esa especial reunión
que podríamos definir como festiva/erótica. Las presentaciones fueron

informales, con besos entre conocidas y desconocidas y palabras de bienvenida


dichas entre sonrisas apresuradas. La dueña de la casa, que hacía de
anfitriona en esa ocasión, pronto puso sobre la mesa una bandeja con pastas

de té y la cafetera con el café humeante, que nos fuimos sirviendo cada una
según nuestros gustos y preferencias. Casi todas parecían ya habituadas a

aquellas reuniones, y yo, sentada en una de las esquinas, observaba con


detenida curiosidad para entrar en ambiente. Éramos quince, incluida la
vendedora, y según se fueron presentando, lo que más me llamó la atención
fue que, salvo dos solteras y cuatro viudas, entre las que me incluía, el resto

eran casadas. La presencia de las solteras y viudas parecía tener cierta lógica,

pues cuando no se tiene compañía para compartir amores, es comprensible


que cada una se busque los medios que más le gusten para aplacar sus deseos

sexuales. Pero en el caso de las casadas, solo una explicación se podía dar: o
el sexo que recibían en su casa era más bien escaso, o sus orgasmos se

quedaban en un mero cosquilleo de placer incipiente, y necesitaban suplirlo

con algo que les llevara a esa explosión de sensaciones orgásmicas que tanto

deseaban y que no conseguían mientras hacían el amor con sus parejas. No

quise pensar más en esas cuestiones morales o sociales tan particulares de

cada una.

La mesa se fue llenando de artilugios eróticos-sexuales que iban pasando


de mano en mano entre risitas de complicidad. Los comentarios iban subiendo

de tono al mismo ritmo que íbamos tocando y probando los diversos y

variopintos consoladores y vibradores que nos presentaba la chica vendedora:


los había de silicona suave y de plástico rígido con bomba manual para

expulsar un líquido interno que pretendía imitar al semen; también de cristal


trasparente y de metal pulido. Algunos con vibraciones intensas, que más que

para el placer parecían destinados a la tortura; otros, los más modernos,


electrónicamente programados, e incluso con mando a distancia, preparados

para dar placer con la cadencia que cada una deseara. El muestrario era
amplio: grandes y pequeños, gordos y finos, de colores para todos los gustos y
también con formas de frutas y distintos sabores. Destinados, unos, a ser

introducidos por la vagina, otros, a encular a quien gustara de ese placer

negro, y, sobre todo, a estimular el clítoris con vibro-masajes de intensidad


variable y diversa.

El ambiente entre todas las que allí estábamos se fue animando y, poco a
poco, la vergüenza fue bajando y la libido subiendo. Ya ninguna utilizaba para

hablar palabras cursis o recatadas: de “hacer el amor” se pasó al “follar”, de

“amar” a “echar un polvo”, el “pene” pasó directamente a ser llamado

“polla” y la “vulva” “coño”. Una cascada de erotismo inundaba todo el salón,

y las experiencias sexualmente más inverosímiles fueron surgiendo de boca en

boca, como si cada una de ellas pretendiera ser la que más locuras en materia

sexual hubiera tenido; aunque rápidamente me di cuenta de que la verdad


seguramente era muy distinta, pues, con insaciables deseos carnales, fueron

comprando y llenando el bolso, no con uno ni con dos sino con varios de

aquellos artilugios destinados a darse placer en solitario. No sería yo la que les


juzgara, pues allí estaba para lo mismo, aunque en esa primera ocasión solo

me compré un pequeño vibrador a pilas, que me llamó la atención porque


también se podía utilizar dentro del agua. Terminó la reunión entre abrazos y

besos de despedida, y deseándonos, entre risitas cómplices, unos intensos


orgasmos con lo que cada una escondía en su bolso.

El resto del día lo pasé de tienda y tienda, hasta que las sombras de la
noche comenzaron a cubrir el asfalto de las calles. Al llegar a casa, cansada,
me dejé caer sobre el sofá del salón. En la tele ningún programa que me

gustara, por lo que decidí darme un baño para descansar de las tensiones del

día. En el agua caliente eché un puñado de sales relajantes con esencias


aromáticas, y dejé que la espuma cubriera abundantemente toda la superficie

del agua. Me desnudé delante del espejo, y, en un acto reflejo, acaricié mis
pechos buscando un poco de placer. Antes de meterme en el agua aromatizada,

recorté el vello de mi pubis para que cubriera solamente la línea que marcaba

la abertura de mi sexo. Me gustaba mirarlo y vérmelo así: cuidado, sensual,

irreverentemente atractivo, dejando entrever toda la sensualidad de unos

labios rosados que se abrían deseosos de recibir intensos masajes placenteros.

Me introduje en el agua y dejé que la espuma rodeara mis pechos, y los froté

con suavidad al notar por toda mi piel esa especial sensación erótica del
líquido caliente envolviendo mi cuerpo e inundándome por dentro. Esto me

hizo recodar aquellos otros tiempos, que poco a poco se habían ido borrando

de mi mente, cuando él se metía en la bañera conmigo y me agarraba por la


cintura para sentarme sobre sus muslos; yo, entonces, buscaba la mejor

postura para colocar su pene flácido entre mis nalgas, y después procuraba
excitarlo moviendo los glúteos con movimientos rítmicos y sensuales, hasta

que aquel pene arrugado y caído se convertía en una polla caliente y dura con
ganas de penetrarme. Por un momento creí sentir de nuevo el placer de tenerla

dentro de mí, pero el encantamiento se rompió en cuanto me moví y noté la


frialdad de la pared de la bañera. El lejano recuerdo de él y de su miembro
erecto hizo que una incipiente excitación comenzara a recorrerme, y de pronto

me acordé del pequeño vibrador que había comprado y que había dejado

olvidado en el bolso. Salí del baño y mojada recorrí el pasillo hasta la


habitación donde lo tenía. Lo cogí y volví de inmediato. El agua caliente volvió

a rodear mi cuerpo, y mi imaginación erotizada hizo que un deseo sexual


intenso se apoderara de mí. Puse en marcha el pequeño aparato que tenía en

la mano, y me lo coloqué bajo el agua sobre el clítoris. Las primeras

vibraciones me produjeron unas fuertes sensaciones placenteras, que poco a

poco se fueron extendiendo por todo mi coño. Nunca antes pude imaginar que

tan intenso placer se pudiera conseguir con tan pequeño elemento. Mientras

me introducía los dedos en la vagina para notar algo dentro de mí, dejé que mi

juguete erótico siguiera vibrando sobre mi clítoris, hasta que un profundo


orgasmo se apoderó de todos mis sentidos y me hizo gritar como una loca.

Debo reconocer que la primera experiencia que he tenido con un juguete

erótico ha resultado muy satisfactoria, y que, seguramente, volveré a utilizarlo


cada día como sustituto del amante que no tengo. Lo he bautizado con el agua

caliente de la bañera, y le he puesto nombre: Amador, mi pequeño amante.


Cierro por hoy este diario, y me voy a dormir relajada y satisfecha.
Capítulo 7 – Monotonía

El resto de mi vida, una vez perdida toda esperanza de contacto con aquella

que se había convertido durante muchos meses en mi compañera de placeres

ocultos, y todavía sin ningún nuevo amante que la sustituyera, se movía dentro

de la cotidiana rutina: unos días tocaba peluquería con cuchicheos de todo tipo y

color; otras tardes eran de café compartido con las amigas de toda la vida; a
veces me iba de tiendas y otros ratos los entretenía con alguna lectura en la

biblioteca. También pasaba muchas horas delante del ordenador personal, sin

encontrar en las redes sociales nada que llenara mis ausencias. Y cuando ya las

sombras de la noche avanzaban y cubrían las calles, llenaba la bañera con agua

muy caliente, echaba un puñado de sales aromáticas, y con mi pequeño amante

en la mano jugaba a los placeres prohibidos, cuyo premio consistía en deliciosos

orgasmos.

La monotonía volvió a ser mi compañera de vida sin ninguna novedad que


cubriera mis fantasías sexuales, cada vez más atrevidas y, al mismo tiempo, más

irrealizables. Nada reseñable que escribir en mi diario. Las mismas compañías


de siempre, las mismas conversaciones de siempre, las mismas sacudidas
sexuales de siempre con ese vibrador impersonal a pilas. El tiempo pasando sin

que nada pasara, pero dispuesta a no caer en la melancolía de los recuerdos


antiguos, ni a renunciar a nuevas aventuras.
Los meses de verano ya habían pasado de largo y el otoño estaba acabando
sus días, cuando me llegó un nuevo mensaje, a través del WhatsApp,

invitándome a una nueva reunión para un Tuppersex. Lo dudé al principio, pero

la curiosidad por ver si había alguna novedad que mereciera la pena conocer y
probar, me hizo aceptar la invitación.

En esta ocasión el Tuppersex lo habían organizado en un chalet de una


urbanización en el extrarradio de la ciudad; un lugar donde la nueva clase social,

compuesta por ejecutivos y mandos intermedios de empresas importantes,

buscaban diferenciarse haciéndose pasar por personas liberadas y sin perjuicios

de ninguna clase. Me pareció el sitio apropiado para mostrar, sin tabúes ni

vergüenzas, la nueva colección de juguetes y aparatos eróticos, sin que nadie se

escandalizara ni lo criticara.
Capítulo 8 – Frente al espejo

Diario íntimo: 10 de diciembre



Esta mañana, cuando llegué a la dirección indicada para el Tuppersex,
noté una inexplicable estimulación de las zonas más erógenas de mi cuerpo,

como si el simple hecho de acudir me excitara. Las asistentes a la reunión


éramos menos: doce mujeres en total más la chica que llevaba el muestrario

para la venta; pero lo que no varió fue la proporción mayoritaria de casadas,

como la vez anterior. Tres solteras y tres viudas, y el resto tenían pareja

declarada. No quise hacer comentario alguno sobre ese hecho, pues no había

ido allí para criticar a nadie, ni mucho menos para hacer valoraciones

morales de ningún tipo, aunque me seguía sorprendiendo que las que, en

teoría, deberían ser las menos necesitadas, sexualmente hablando, eran las
más interesadas en conseguir juguetes diversos para placeres solitarios, por

muchas disculpas, poco creíbles, que pusieran para justificar su presencia allí.
Esta vez, la anfitriona, queriendo dar muestras de su carácter de mujer
liberada y sin prejuicios sexuales, además del correspondiente café y de las

habituales pastas de té, ofreció a todas el resto de la casa, incluidos los baños y
dormitorios, por si alguna quería probar en la práctica real cualquiera de

aquellos artilugios eróticos o cremas estimulantes que empezaban a ocupar


toda la mesa.
Como sucedió en el encuentro anterior, el ambiente empezó a erotizarse
con rapidez, en cuanto aquellos aparatos comenzaron a pasar de mano en

mano. Unas agarraban con indisimulados deseos aquellos grandes penes

hechos de silicona o látex, otras ponían en marcha los vibradores y se los


acercaban a la mejilla para medir la intensidad de la vibración, y las más

decididas se los introducían bajo el sujetador para sentir el gusto que les daba
al vibrar contra sus pezones. Solo una se atrevió a aceptar la invitación de la

anfitriona, y se fue al cuarto de baño llevándose consigo unos cuantos

aparatos; nada criticable, por otra parte, pues allí todas sabíamos a lo que

habíamos ido y lo que buscábamos y para qué lo queríamos. Yo me entretuve

en examinar todo lo que me parecía novedoso y que me llamaba la atención,

pero al fin me decidí por un simple consolador en forma de pene, no

demasiado largo pero sí muy grueso, porque quería que me llenara toda por
dentro cuando lo utilizara. Mas esa no fue la razón principal por lo que me

interesó, pues para llenar mi vagina podría hacerlo también con cualquier

otra cosa, hasta con un simple y hermoso pepino o un banano grande lo


podría hacer. Lo que realmente me llevó a decidirme, fue la explicación que

dio la chica vendedora: el consolador tenía en su base una ventosa especial,


para que pudiera ser colocado en el cristal del espejo de vestidor, de modo que

en el momento de ser usado, una tendría la sensación de ser follada por ella
misma. Esa explicación me produjo una gran y morbosa curiosidad por saber

qué sentiría al verme frente al espejo follándome a mí misma, y sin pensarlo


más me hice con él. La reunión terminó con besos y abrazos y los mejores
deseos de sexo y placer. Y la vendedora, encantada porque había vendido casi

todo, me regaló una crema lubricante y estimulante para que la aplicara sobre

el grueso consolador.
Cuando regresé a casa aún me recorría por la piel una estimulante

sensación erótica, que había nacido y crecido entre el ambiente lujurioso del
Tuppersex. Como si fuera una jovencita adolescente en el día de su

cumpleaños, miré con ansiedad la caja que contenía el consolador que

acababa de comprar, y el deseo de tocarlo me llevó a abrirla con premura.

Cuando lo tuve en mis manos suspiré hondo, y un largo ¡Ufffff…! de sorpresa

se escapó entre mis labios. Al verlo de nuevo, ese pene, de gelatina compacta y

suave y muy agradable al tacto, me pareció mucho más gordo que cuando lo vi

por primera vez en el salón del chalet donde me lo mostró la chica vendedora.
Sin poder contener mi enorme satisfacción, grité: <<¡Dios mío, no me lo

puedo creer, esto es demasiado!>>. Me iba a llenar toda… toda… toda.

¡Uuuffff! —suspiré profundamente. Además de su grosor, lo que más me


llamó la atención fue el realismo con el que lo habían fabricado. Cerré los

ojos y lo agarré, y me pareció estar tocando uno de verdad. La imitación era


perfecta; poco o nada se diferenciaba de un miembro viril humano verdadero.

Mientras permanecía con los ojos cerrados pude distinguir, perfectamente, el


glande, el cuerpo venoso con una poderosa erección y también los testículos.

Todas las sensaciones de un pene de verdad las podía notar en mis manos.
¡Uuufffff…! De nuevo se escapó de mi garganta un fuerte suspiro de
satisfacción, y en mi interior fue naciendo un loco deseo de probarlo.

Con mi nuevo juguete sexual me fui al dormitorio. Allí, frente a la puerta

del cuarto de baño, en el pequeño vestidor de la entrada estaba el armario


ropero con un gran espejo que ocupaba toda la superficie. Dejé caer mi blusa

y la falda al suelo. Me quité las bragas. Humedecí la punta de los dedos con mi
propia saliva y empecé a tocarme el clítoris para estimularlo, al mismo tiempo

que me acariciaba los pechos con la otra mano. A mi memoria volvieron

aquellas lejanas e inolvidables noches cuando mi desaparecido compañero

jugaba sobre mi sexo húmedo y caliente, y también recordé las apasionadas

tardes lésbicas compartidas con ella, mi última amante. Y entre recuerdo y

recuerdo me fui excitando y mi cuerpo comenzó a reclamar algo más

placentero e intenso. Cogí el consolador, y utilizando la ventosa que tenía en la


base lo pegué en el espejo, justo a la altura de mi vulva. Me volví a sorprender

gratamente cuando vi el gran realismo de aquel pene saliendo de la superficie

del cristal, como si alguien se ocultara dentro del armario y estuviera sacando
su erecta polla a través de un agujero. Allí, reflejado en la superficie

cristalina, parecía aún más grande y gordo, y como si lo estuviera masajeando


lo embadurné con el gel lubricante que me habían regalado en el Tuppersex.

Todo esto me excitaba más y más, y comencé a notar un erótico e intenso


hormigueo entre los labios de mi vulva. Entonces me puse frente al espejo y

cerré los ojos, y agarrando con ansia el consolador me lo introduje en la


vagina. ¡Uuuffff…¡ La sensación fue brutal. Tuve que respirar hondo para
que me entrara entero, pero cuando lo tuve dentro me sentí llena, plenamente

llena, y con una ganas locas de follar y follar. Fue un momento increíble, una

especial sensación que no había experimentado nunca. Los pezones estaban


ya tan sensibles que tuve la urgente necesidad de aplastarlos y frotarlos contra

el cristal. Una espiral de sacudidas intensas empezó a recorrerme por todo el


cuerpo, e instintivamente comencé a mover mis caderas de atrás hacia

adelante y de adelante a atrás, para que aquel pene erecto y gordo entrara y

saliera repetidamente de mi vagina, sintiendo lo mismo que si alguien me

estuviera metiendo y sacando una polla dura y grande, y en aquel instante,

dejé que mis párpados se abrieran y miré fijamente al fondo de espejo, y

cuando me vi en la otra parte, frente a frente conmigo misma, jodiendo al

mismo tiempo, con los pezones rozándose unos contra otros, creí de verdad
que me estaba follando a mí misma, y aquel fantástico momento se convirtió

en el momento más morboso que nadie nunca haya podido tener, y que me

llevó a un orgasmo total que me hizo gemir y gritar con todas las fuerzas para
liberarme de la enorme tensión placentera que me atravesaba desde la punta

de los pies hasta el último cabello. Me aparté del cristal sudada y despeinada.
Intentando controlar la agitada respiración me fui hasta la cama y, con los

brazos y las piernas abiertas, me dejé caer sobre el colchón para relajarme.
Sonriendo y satisfecha, en aquel mismo instante supe que había conseguido

un nuevo y maravilloso amante, que sería un buen compañero para Amador,


mi pequeño y excitante vibrador a pilas, que tantas satisfacciones me había
dado sin exigir nada a cambio.

Ahora, mientras estoy escribiendo todas las sensaciones vividas durante

este día, mi piel se ha vuelto a erotizar, y me imagino que esta noche mis
sueños serán muy placenteros.

Y pensando en ello, cierro por hoy este diario.


Capítulo 9 – La búsqueda

El resto de mi vida seguía trascurriendo por la vía del cotidiano

aburrimiento. La misma peluquería, con cotilleos parecidos. Tardes de cafés con

las amigas de siempre, que contaban las mismas banalidades por no atreverse a

contar los verdaderos deseos o las frustraciones tenidas. Visitas a la biblioteca,


donde algunos y algunas escondían los títulos de los libros que leían para

estimularse, por un pudor absurdo. Mañanas de mercado en el centro comercial,

cruzándome con miradas anónimas que nadan reflejaban. Paseos por la tarde en

el parque, sin que ninguna inesperada sorpresa surgiese entre los árboles. Y al

anochecer, sofá solitario frente al televisor, intentando matar el tiempo con algún

programa interesante, que casi nunca llegaba a encontrar. Al final del día me

quedaba el consuelo de un baño placentero o de hacerme el amor a mí misma

delante del espejo. Pero había un vacío que no podían cubrir mis fantásticos
juguetes de gelatina y plástico, pues a veces sentía la necesidad de encontrarme

con carne palpitante y viva a mi lado: alguien que me agarrara por la cintura y
me apretara contra su piel caliente, alguien al que pudiera acariciar su sexo con
mis manos, alguien que pasara su lengua ávida de placeres por mis pechos y por

los labios abiertos de mi vulva sedienta de placer.


Para llenar ese vacío me propuse dejar al descubierto mis sentimientos y
deseos entre aquellas personas que se cruzaban diariamente en mi vida, a fin de
conseguir ese o esa amante de carne y hueso (sin dar mayor importancia a que

fuera hombre o mujer, o los dos al mismo tiempo), con los que poder compartir

mis fantasías sexuales. Para intentar llegar a mi objetivo, fui dejando caer
insinuaciones muy directas entre las conocidas de la peluquería y las vecinas

más próximas, por si alguna tenía ocultos los mismos deseos lésbicos que yo, y
aunque recibí algunas miradas que, al menos, parecían mostrar cierto interés,

ninguna dio un paso adelante; ni una sola palabra comprometedora salió de sus

labios que me diera pie para plantear una relación abierta, como si temieran,

atrapadas por unas estrictas normas morales, descubrirse a sí mismas en una

sexualidad deseada y no cumplida, aunque estoy segura que a más de una le

hubiera gustado.

A mis amigas, esas con las que compartía cafés y charlas algunas tardes,
creía conocerlas más, aunque es verdad que nunca, nunca habíamos hablado de

relaciones sexuales entre mujeres. Ningún atisbo de alguna fantasía lésbica se

había oído en nuestras tardes de tertulia, como si fuera un tema tabú que ninguna
quisiera tocar; ni yo misma lo había hecho durante los dos años que tuve como

amante a una mujer. Cuando el tema sexual salía a colación, todas, con risitas
reprimidas, hacían mención, con poca mesura pero con mucho recato, a los actos

sexuales con su pareja oficial, dejando entrever, en muchas ocasiones, cuán


escasos y defraudantes eran sus momentos sexuales-amorosos, lo que me hacía

pensar que más de una estaría encantada y deseosa de cubrir esos vacíos
placenteros, y, por qué no, tal vez el mundo lésbico les pudiera llamar la
atención, aunque solo fuera para conocerlo. Por este motivo, y a pesar de que me

pudieran considerar rara o pesada, comencé a sacar el tema de las relaciones

lésbicas en cada una de las tarde de café compartido. Al principio todas me


miraban con incredulidad y extrañeza, como si el solo hecho de plantear ese

asunto fuera a comprometerlas o a descubrir algún secreto que tuvieran, pero,


poco a poco, empecé a notar un aparente interés, lo que me llevó a ilusionarme

en la creencia, tal vez precipitada, de que allí podía encontrar a esa compañera

amorosa con la que compartir placeres y orgasmos mutuos. Sin reparos puse el

pie en el acelerador y fui dejando en el aire proposiciones claras y concretas con

alguna de ellas. Pero como si alguien hubiera apretado al mismo tiempo el freno,

todas se fueron apartando del asunto, unas con muestras de desagrado y otras

con disculpas y justificaciones diversas. Y para no perder la amistad y las


tertulias con ellas, yo también di un paso atrás y dejé aparcadas las falsas

ilusiones que me había hecho.

Si a pesar de mis intentos no había conseguido atraer a ninguna mujer para


ser amantes, pensé que quizá debería intentarlo con algún hombre, tal vez más

dispuestos a fornicar fuera de sus casas. No me gustaba ir a las discotecas ni


salas de baile, ni tampoco era de las que rápidamente entablaba conversación

con el primero que se acercaba a decirme un “hola, guapa”, por lo que no veía la
manera de conseguir la fórmula mágica para conseguir un amante que mereciera

la pena y que llenara con su cuerpo, sus brazos y sus manos mis carencias
sexuales. Me propuse fijarme en aquellos que al cruzarnos mostraran en sus ojos
deseos lascivos de poseerme, algo que, dado que mi cuerpo lozano aún es

atractivo y mi modo de vestir sugerente, era bastante habitual que sucediera. La

cuestión que me planteaba era cómo conseguir que ellos también se dieran
cuenta de mis deseos, cómo hacerles comprender que quería tener sus manos

sobre mis exuberantes tetas, y que necesitaba notar su sexo erecto dentro de mi
húmeda vagina, y todo esto, sin que tuviera que ser yo la que directamente

ofreciera mi amor lascivo y mi sexualidad sin condiciones, como si fuera una

buscona o una fulana cualquiera. Aunque yo ayudara con mis miradas y

coqueteos, tenía claro que la iniciativa la tendrían que tomar ellos, pues en caso

contrario me convertiría en la chica del barrio a la que todo el mundo se la tira y

que nadie respeta. Cada vez que se cruzaba en mi camino un hombre interesante

y con la edad apropiada, y me miraba y recorría con sus ojos todo mi cuerpo con
muestras de lujuria contenida, yo me insinuaba volviendo la vista hacia él para

devolverle la mirada. Si se detenía es que estaba interesado, y si así era, esperaba

a que él me dijera algo que me hiciera detener para decirnos un… hola, un… qué
tal estás, un… de qué nos conocemos, o algo parecido que nos llevara a tomar un

café en el bar más cercano. Pero desgraciadamente para mis propósitos, unos
seguían su camino, acobardados, sin dejar de mirarme, y otros me soltaban

alguna de esas groserías de machistas ignorantes, que les hace suponer que con
decirte que te van a follar entera vas a caer rendida a sus pies. Al final opté por

ser más directa con algunos de los que más me gustaban, pero eso provocó una
huida en desbandada, acomplejados, tal vez, por encontrarse con una mujer que
sexualmente estuviera por encima de sus capacidades como amantes.

Después de tantas decepciones me rendí, y decidí seguir siendo la amante de

mis inanimados juguetes sexuales y mantener sexo solamente con ellos, que me
daban placer sin discutir y cumpliendo todas mis órdenes, durante todo el tiempo

que yo necesitaba y en los momentos que a mí me apetecía, sin tener que


depender de los deseos de nadie ni de voluntades ajenas.

Mi vida ordinaria, un tanto aburrida, fue trascurriendo sin ningún hecho

reseñable que resultara sugestivo, ni ninguna novedad sexual que me alegrara los

días. Los meses fueron pasando rápidos, y llegó la primavera, con sus días largos

y tediosos, y los únicos que calmaban la excitación clitoriana que me producían

los calores primaverales seguían siendo mis dos pequeños amantes de plástico y

gelatina, que siempre me esperan uno sobre la mesilla del dormitorio y el otro
con su permanente erección emergiendo desde el cristal del espejo. Nunca me

preocupé de contar cuántos orgasmos me habían proporcionado, pero por el

precio que costaron la inversión había sido más que rentable. Una de esas tardes
de cielo azul y sol primaveral, recibí una nueva invitación para asistir a un

Tuppersex que habían organizado cerca de mi casa. Hacía ya muchos meses que
no había vuelto a tener noticias de ellas, y me alegró que se hubieran acordado

de mí en esa ocasión. Visto las grandes satisfacciones que me habían dado


aquellas reuniones, no lo dudé ni un momento, y contesté rápidamente con un

“SÍ…SÍ…Allí estaré sin falta”.


Capítulo 10 – Un Ingenioso mecanismo

Diario íntimo – 2 de mayo



Cuando me levanté esta mañana, el avisador de mi agenda electrónica me
recordó que estaba citada a las 12 del mediodía para el Tuppersex. Después de

la ducha procuré arreglarme y maquillarme para estar lo más atractiva


posible, y me puse un vestido muy sugerente, por si daba la casualidad, dado

que la reunión era en el barrio donde vivía, de que me encontrara con alguna

conocida que estuviera sexualmente necesitada y dispuesta a liberarse

dejándose llevar hacia el disfrute de los incomprendidos placeres lésbicos.

Poca confianza tenía en que eso pudiera suceder, pero no estaba dispuesta a

dejar pasar ninguna oportunidad que me pudiera llevar a encontrar a una

amante que me diera placer y que me dejara sentir en mis labios el sabor
salado de su sexo ardiente.

La casa donde estaba prevista la reunión del Tuppersex quedaba a escasos


quince minutos de la mía. Era un ático en un bloque de 10 plantas. En el
ascensor me encontré con una antigua amiga, con la que, tiempo atrás, había

surgido una incipiente atracción mutua que se rompió por un mal entendido.
Nos saludamos mostrando una fingida sonrisa de compromiso, sin más. Ella

salió en el piso quinto y yo seguí hasta el ático. Dentro de la casa me encontré


con caras conocidas y otras nuevas, desconocidas. Primero nos tomamos el
café de cortesía y unas pastas hechas por la propia anfitriona, según dijo. Y a
continuación, las tazas fueron dejando paso a todas las novedades de juguetes

eróticos que, con detenimiento y una cierta dosis de sensualidad, nos iba

explicando la chica vendedora. Debo reconocer que, salvando algunas formas,


colores y sabores, todos me parecían repetidos y sin ninguna variación que

resultara eróticamente atrayente. Pero el ambiente, según íbamos agarrando,


examinando y probando, de mil maneras, cada uno de esos artilugios

destinados al placer sexual propio, se iba volviendo lujuriosamente denso, y el

simple roce entre unas y otras erotizaba nuestra piel y llevaba a comentarios

atrevidos e incluso procaces, pero, a pesar de mis directas insinuaciones, no

conseguí que ninguna me diera pie para hacerle una propuesta de amor y sexo

compartido en las mañanas o tardes solitarias. Decidí olvidarme de mis deseos

de conquista, y me dispuse a disfrutar del momento.


Cuando parecía que la reunión iba a llegar a su fin, la chica vendedora,

ayudada por la anfitriona, apareció con un gran y voluminoso objeto, tapado

con una funda de plástico. La sorpresa animó de nuevo a todas. Lo pusieron


en mitad del salón. En un primer momento, cuando lo descubrieron, parecía

algo poco apropiado y nada relacionado con los productos eróticos que allí nos
habían estado mostrando, pues se trataba de una clásica bicicleta estática.

Todas nos quedamos esperando una explicación para conocer qué relación
tenía aquella bici con el motivo real que nos había llevado allí. Pronto salimos

de dudas. La anfitriona cogió un consolador de silicona con forma de pene


erecto y, utilizando una abrazadera que había en la parte trasera de la
bicicleta, lo colocó bajo el sillín. Nos quedamos en silencio y expectantes

esperando ver para que serviría aquello. Entonces, la chica vendedora se

levantó la falda hasta la cintura, dejando al aire sus partes íntimas sin bragas,
y se subió a la bici. Comenzó a pedalear lentamente, y aquel pene de silicona,

colocado bajo el sillín, por medio de un pequeño e ingenioso mecanismo


acoplado a los pedales empezó a subir y bajar al ritmo del pedaleo,

atravesando un agujero abierto en el asiento, de tal manera que terminaba

entrando y saliendo entre los libidinosos labios abiertos del sexo de la chica,

que comenzó a dar unos grititos de placer. Perdida la vergüenza, la curiosidad

llevó a más de una de las que allí estaban a quitarse las bragas para probar

aquel artilugio, y yo no me quise quedar sin saber lo que se sentía. Uuuffff…

no estaba nada mal como experiencia nueva. A pesar de las placenteras


sensaciones que había sentido, perdí todo el interés por aquella bicicleta

cuando me dijeron el precio, pues mi economía no está muy boyante; aunque

pronto me ofrecieron una solución más económica: si no quería la bici


completa sí podía comprar solo el asiento junto con el ingenioso mecanismo, y

esta opción se ajustaba bastante más a mi presupuesto y a mis necesidades


reales, pues ya tenía en casa una bicicleta estática y otra de paseo, a las que

podría acoplar, fácilmente, según me explicaron, aquel sillín y aquel


innovador mecanismo capaz de hacer las veces de un amante incansable y a la

vez discreto. Al terminar la reunión, a todas las que habíamos comprado la


bicicleta o el asiento nos regalaron un consolador especial en cuanto a la
forma y la flexibilidad, apropiado para utilizarlo mientras montábamos y

pedaleábamos. Nos fuimos despidiendo con besos y abrazos, y, por lo que pude

escuchar, algunas quedaron para hacer bicicleta juntas.


Llegué a casa con mi nuevo juguete sexual y, como si fuera un mecánico,

cogí destornillador y llave inglesa y me puse a quitar el sillín de la bici estática


para colocar el que acababa de comprar. Después, ensamblé el mecanismo

especial que producía el movimiento de subida y bajada. La verdad que me

resultó más fácil de lo que había imaginado, y, a continuación, sujeté el

consolador bajo el asiento, como había visto hacerlo en el Tuppersex. Cuando

lo vi allí puesto, erguido y grueso, como si fuera un pene en plena erección

pidiendo guerra, me entró un especial cosquilleo entre las piernas, y sin poder

resistirme me quité las bragas. Busqué el gel lubricante que tenía en el cajón
de la mesilla del dormitorio y, como si estuviera masajeándolo, cubrí toda la

superficie del consolador. Después, sin pensarlo más, me subí encima de la

bicicleta y me acomodé en el asiento lo mejor que pude, comprobando que


tanto el agujero del sillín como la abertura de mi sexo coincidían. Fui

empujando muy lentamente el pedal, hasta que note que aquel pene de
silicona, embadurnado con el gel lubricante y estimulante que le había puesto,

subía y comenzaba a introducirse, poco a poco, en mi vagina. La primera


sensación fue agradable, por lo que aligeré un poco más mi pedaleo, de modo

que el consolador iba entrando y saliendo rítmicamente dentro de mí. En ese


momento cerré los ojos, y pensé que estaba sentada sobre el sexo caliente de
un amante haciéndome el amor con su polla levantada. Ese pensamiento hizo

que mi excitación subiera muchos grados, y comencé a pedalear con un ritmo

cada vez más trepidante, imaginándome que aquel supuesto amante de carne y
hueso me estaba follando con una intensidad desmedida. Mis piernas,

empujadas por el placer, no se cansaban de pedalear sin descanso, hasta que


una fuerte sacudida erótica salió de mi coño húmedo y caliente y se extendió

por toda mi piel, al tiempo que un grito erotizado se escapó de lo más profundo

de mi garganta para desahogarme del brutal orgasmo al que había llegado.

Un sudor lascivo me cubría entera, y rendida me quedé sentada en el sillín

dejando aquel pene de silicona dentro de mi sexo, como si quisiera mantenerlo

así para siempre. Un rato después, me bajé de la bici y me dejé caer sobre la

cama para relajarme, y pensé que mi última adquisición en el Tuppersex había


merecido la pena.

Ha sido un día de placeres nuevos e intensos, que he querido dejar

plasmados en este diario para releerlo y recordarlo en algún momento del


futuro, cuando lleguen días menos placenteros y más atormentados.

Cansada, y con ganas de irme a dormir, cierro por hoy este diario.
Capítulo 11 – Paseo por el parque

Diario íntimo – 25 de junio



Cada vez que salía a dar un paseo por el parque, y veía a hombres y

mujeres montados en sus bicicletas yendo y viniendo de un lado a otro, me

volvía a la cabeza la morbosa idea de acoplar a la mía el asiento especial y ese


pequeño mecanismo que hace subir y bajar el gran pene de silicona que tanto

placer me da, y luego, sin ningún recato, darme una vuelta por los caminos de

tierra y cruzarme con la gente que por allí pasean. Reconozco que siempre me

pareció una idea descabellada, una verdadera locura, pero, a la vez, también

muy morbosa, pues el hecho de tener tu vagina llena y todo tu sexo sintiendo

las contracciones del placer mientras me movía entre los paseantes, tenía que

ser una experiencia única, que yo me resistía a no disfrutarla.

Por eso, esta mañana, decidida a cumplir esa loca fantasía, volví a coger el
destornillador y la llave inglesa, y me dispuse a cambiar de la bici estática a la

de paseo el sillín con el especial mecanismo incorporado. Una vez hecho esto,
acoplé el consolador bajo el asiento y lo dejé preparado para utilizarlo en
cualquier momento. Ya solo me quedaba arreglar unos leggings para dejarlos

con una abertura en el centro de la entrepierna, para que sirviera de entrada y


salida al pene de silicona. Lo dejé todo a punto para cuando tuviera el valor y
el atrevimiento necesarios para darme un paseo por el parque con la bicicleta
en ese estado.

Esperé hasta la tarde, y como un aburrimiento extremo me estaba matando

mientras permanecía tumbada en el sofá, decidí que era el momento para


poner en práctica mi excéntrica fantasía. Dejé las bragas en el suelo y me puse

los leggings preparados para la ocasión. Cubrí mi torso con un maillot de fibra
muy ajustado, que dejaba entrever la voluptuosidad de mis pechos. Me calcé

unas zapatillas deportivas y salí a la calle con la bici. Con un morboso espíritu

deportivo comencé a pedalear por las calles de tierra del parque, procurando ir

por los lugares más concurridos y llenos de paseantes. El pene de silicona, al

que había untado bien con el gel lubricante, funcionaba como estaba previsto,

entrando y saliendo suavemente entre los sensibles labios de mi sexo. Me iba

fijando en las reacciones de las gentes con las que me cruzaba: unas, miraban
con cara de ignorante curiosidad, sin saber bien para qué podía servir aquel

mecanismo que se movía de arriba abajo y de abajo arriba; otras, a las que se

veía más informadas, sonreían con malicia al verme pasar. Los que más se
fijaban, sin duda ninguna, eran los hombres, que no apartaban su vista hasta

que me alejaba mucho de ellos; e incluso algunos cambiaban la dirección de


su paseo para verme de nuevo cuando volvía por la otra parte del parque, pero

ninguno tuvo la valentía de insinuarme nada. Estuve dando vueltas durante


más de veinte minutos, y debo reconocer que la sensación morbosa que sentía,

al ver cómo la gente se paraba a mirarme, era tan fuerte, que dejaba en un
segundo plano el placer sexual de mi coño penetrado una y otra vez al ritmo
del pedaleo. Volví a casa sudorosa y con ganas de completar un verdadero

orgasmo. Guardé la bicicleta, y sin pensarlo ni un segundo entré en el

dormitorio y me puse frente al espejo, donde siempre me está esperando, gordo


y erecto, ese consolador, imitación perfecta de un pene de verdad, que sale del

cristal como si estuviéramos en un glory-hole. Me quité la ropa sudada, la dejé


caer en el suelo, y agarrando con las dos manos aquella esplendida polla,

hecha de gelatina compacta y suave, me la introduje en mi húmeda vagina,

mirándome con ansias placenteras en el espejo mientras me excitaba a tope

viéndome cómo me follaba a mí misma. Pronto mi cuerpo entero comenzó a

notar las intensas contracciones que anunciaban un orgasmo pleno, y

descargué contra el cristal todo el fluido vaginal que salía del interior de mi

excitado coño. Sudorosa y cansada me tumbé en la cama. Cerré los ojos, y un


duermevela liviano se apoderó de mí. Mientras estaba en esa improvisada

siesta, volví a soñar con un amante de carne y hueso para que mis deseos

sexuales se colmaran y dejara de sentir esa sensación fría que me quedaba


después de cada orgasmo, y comencé a darle vueltas en mi cabeza para idear

un plan que me llevara a conseguirlo.


Ahora, cuando la noche ya ha invadido las blancas paredes del salón, y

mientras escribo las experiencias morbosas y sexuales de las que he disfrutado


hoy, creo haber encontrado un método que me puede llevar a conseguir ese

amante que tanto anhelo, para hacer realidad mis sueños y fantasías eróticas.
Pensando en ello, cierro por hoy este diario.
Capítulo 12 - Citas online

Aunque por mis actos y mis fantasías eróticas —puestas en práctica con

mayor o menor éxito— pudiera parecer una mujer segura y atrevida, sin

embargo, yo conocía mis limitaciones. Nunca había sido asidua a discotecas o

salas de fiestas, ni me habían gustado los ligoteos fáciles sentada en las terrazas
de los bares; mi vida ordinaria y pública se movía siempre entre personas

conocidas: las amigas de siempre, compañeras de peluquería, las mismas caras

en los mismos mercados, ninguna mirada distinta durante mis ratos en la

biblioteca, y paseos solitarios por el parque sin que ningún extraño se me

declarara. Todo esto me limitaba para conseguir un amante o amantes perfectos,

aunque nunca renuncié a ello. Sexo lésbico o hetero; tanto me daba sentir sobre

mi piel un pene caliente o un coño húmedo, pero ni lo uno ni lo otro tenía a mi

alcance. Hubo algún tiempo que puse todo mi empeño en conseguirlo, y de


nuevo quería intentarlo.

Habían pasado ya casi cuatro años desde que la mala suerte o un destino
adverso me dejó viuda y sin compañero con el que compartir sueños y placeres.
Cuatro años que fueron convirtiendo su imagen en una sombra diluida entre una

nebulosa de panorámicas perdidas en el tiempo; cuatro años en los que, poco a


poco, los recuerdos se fueron disipando sin poder evitarlo; cuatro años de una
nueva vida que fue naciendo casi sin querer hacerlo. Y después de ese tiempo y
de los muchos cambios que habían ido modelando mis nuevos sentimientos, me

sentía libre para ir en busca de nuevos amores carnales con los que desahogar

mis pasiones y disfrutar del sexo más enloquecido y desenfrenado.


Si los lugares más habituales y directos para ligar no me atraían, y dado que,

durante las largas horas pasadas en Internet, un sinfín de anuncios me incitaban a


buscar pareja a través de las múltiples páginas de contactos que había en la Red,

me pareció que ese tipo de web podía ser un buen medio para conseguir, al fin,

ese amante o amantes que tanto deseaba. Como no quería pasarme meses y

meses buscando un perfil de hombre o mujer que me gustara y que, a la vez,

fuera coincidente con mis gustos sexuales, pensé que lo mejor era ser directa, y

plantear, sin ningún complejo, mis deseos e intenciones. Y me puse mano a la

obra. Descarté aquellas páginas de contactos que se dedicaban a conseguir


parejas estables y perfectas, y elegí una de las que mostraban un espíritu más

liberal y con una discreta, pero clara, orientación de carácter sexual. Una vez

hecha la selección del medio, me puse a trazar mi propia estrategia: prepararía


un mensaje directo y sin eufemismos sobre mi vida personal y sexual, donde

además mis preferencias y deseos quedaran perfectamente definidos. Después,


sobre las respuestas que fuera recibiendo (por mi falta de experiencia no sabía si

muchas o pocas), iría haciendo varias selecciones hasta quedarme con dos o tres
pretendientes interesados en convertirse en el amante perfecto. Lógicamente, en

mi perfil me declararía bisexual, pues estaba muy interesada en que entre los
aspirantes también hubiera algunas mujeres. Una vez pensado y repensado,
encendí el ordenador personal, abrí el Word y me puse a redactar el mensaje, que

quedó así:

“Vivo en Madrid. Soy viuda desde hace ya algunos años, y me he cansado


de masturbarme sola. He descubierto, por casualidad, que soy bisexual, por lo

tanto, el amante que busco podrá ser un hombre o una mujer, a los dos al
mismo tiempo, depende. Soy madurita, 47 añitos bien llevados, y para elegir a

los (o las) que deseen compartir conmigo intensos momentos de placer,

primero quiero conocerlos a través de esta web. Por lo tanto, si te interesa mi

propuesta, envíame un mensaje y cuéntame cuáles son tus fantasías eróticas y

qué harías si al final te eligiera como amante secreto/a. Dime algo que me

excite y se original, pero no seas vulgar; aunque si eres excesivamente finolis y

recatado tampoco te elegiré. Se conciso y concreto, no me escribas una


novela.”

Sin más, entré en la página Web y me registré siguiendo sus normas y

completé mis datos personales declarándome mujer bisexual en busca de:


nuevas experiencias – sexo convencional – sexo en lugares insólitos – juguetes
sexuales – sexo con varias personas – sexo oral… y un largo etcétera para no

dejar ninguna posibilidad sin cubrir. Y a continuación, con un copia/pega incluí


mi mensaje de presentación. Para terminar de completar el perfil incluí una

insinuante foto. Después de esto solo me quedaba esperar a recibir las primeras
contestaciones. Y para mi sorpresa no tardaron ni veinticuatro horas en llegar los
mensajes de los primeros pretendientes, entre los que también había alguna

mujer. Lo que no me sorprendió fueron los variados tipos de mensajes que

llegaron a mi buzón, pues ya me había imaginado que habría de todo un poco:


desde los maleducados machistas, que se permitían insultar desde el anonimato,

como aquellos otros, machitos con una sobrevaloración desmedida, que se creían
que con mencionar las palabras “polla grande” diez veces yo caería rendida y

puesta de rodillas para chupársela. Los pobres diablos no sabían que iban a ser

los primeros en ser eliminados. Pero, para mi suerte, no solo hubo tontos

insultando ni fantasmillas iluminados, sino que me llegaron mensajes de

anónimos pretendientes que, por el modo de expresarse, no parecía que

estuvieran dentro de la marginalidad social ni cultural, o al menos eso parecía

desprenderse de sus escritos. Casi todos estaban dentro del tramo de edades que
yo había requerido en mi perfil personal, lo que de hecho me evitó tener que

soportar la necia insistencia de jovencitos pidiendo sexo sin aportar la mínima

experiencia. Eso sí, había un rasgo común que, con algunas excepciones,
cumplían la mayoría de ellos: eran CASADOS. No quise hacer ninguna

valoración moral de ese hecho, pues entonces me habrían quedado muy pocos
pretendientes, pero me llamó poderosamente la atención que no se esforzaran

más en utilizar sus penes sedientos de placer en cubrir lo que tenían en casa, en
lugar de buscar ignotas aventuras ajenas, sobre todo teniendo en cuenta que, si

no les daban a sus compañeras los placeres que necesitaban, lo más probable es
que ellas se buscaran nuevas pollas dispuestas a follarlas hasta que saciaran sus
necesidades sexuales. Pero no iba a ser yo la que intentara hacerles ver y

comprender que los “cuernos” iban a ser de ida y vuelta, pues allí estaba para lo

que estaba, sin remordimientos ni penas.


Cada día que entraba en la página de contactos alucinaba, más y más, al ver

el gran número de interesados que habían entrado a ver mi perfil; se contaban


por cientos: unos se limitaban a enviar un “flechazo”, otros un “beso virtual”; los

había que me pedían, y casi suplicaban, que viera sus fotos donde mostraban su

cuerpo desnudo, como si de adonis se tratara, y otros muchos, timoratos y

acomplejados, que entraban repetidamente a ver la seductora foto que había

colocado en la cabecera de mi perfil, donde mostraba mis piernas desnudas hasta

la altura del encaje de mis bragas, y que, muy probablemente, no se atrevían ni

siquiera a enviarme un corto mensaje. Me imaginaba que estos últimos, más de


una “paja” se harían pensando en mí —leche perdida en el solitario baño—.

Descarté a todos estos, y me puse a hacer una selección entre los que se

ajustaban a las normas que había ideado.


Aunque no tenía remordimientos morales por la búsqueda de amantes con el

único fin de tenerlos entre mis piernas para que me dieran placer, sin embargo,
me surgió una pequeña duda moral sobre la responsabilidad que pudiera recaer

sobre mí si, por culpa de mis conquistas amorosas, alguna pareja se desmadejaba
y acababa en la ruptura. Pero pronto alejé de mi conciencia esa idea de

culpabilidad, pues de los polvos que yo pudiera echar con algún hombre casado
no se me debería culpar a mí, porque en modo alguno buscaba arrebatar el
marido a ninguna otra mujer; eso no me interesaba, porque había aprendido a

vivir en libertad y así quería seguir. Ni siquiera pretendía tener un amante fijo y

permanente, de esos de cita cada martes a las cinco de la tarde, pues me


resultaría una situación muy aburrida y sexualmente deprimente. Yo buscaba

relaciones esporádicas para disfrutar de placeres sin tabúes, en camas calientes y


con pollas enloquecidas ante mi coño abierto y sediento de semen, sin más

responsabilidades, y que cada una defendiera sus orgasmos como mejor pudiera.

Fui leyendo y releyendo cada uno de los mensajes que llenaban mi buzón,

con la esperanza de encontrar alguno que me provocara, al menos, un incipiente

deseo sexual bajo mis bragas. Al fin encontré uno que consiguió que pensara en

él en el momento de irme a la cama esa noche; aunque debo confesar que, más

que por lo que había escrito, lo que me atrajo de verdad fueron las fotos que
acompañaban al texto: era corpulento, con pecho y abdominales bien definidos

(sin llegar a ser el típico y petulante hombre de gimnasio). Parecía guapete de

cara, con un cabello despeinado a propósito que le deba un aire de madurito


moderno. Pero lo que realmente me llamó la atención, porque se ajustaba a lo

que yo estaba buscando, fue el abultado paquete que sobresalía entre la


entrepierna de sus ajustados pantalones. ¿Era verdadero o falso lo que se

ocultaba tras la cremallera de la bragueta? En aquel momento no lo podía saber,


pero decidí comprobarlo. Y por eso, al día siguiente, le envié un directo y

provocativo mensaje:

Yo:
Mandado el 20/08 a las 16:01

“Tal vez pudiéramos hacer realidad juntos nuestras fantasías sexuales.

¿Qué te parece?”

La respuesta no se dejó esperar. Esa misma noche un nuevo mansaje entró en

mi buzón:

RobertBolchiago
46 años casado
Madrid, Comunidad de Madrid

RobertBolchiago dice:
Mandado el 20/08 a las 23:19

“Hola, reservaré habitación en un sugerente hotel cuando tú quieras.

Además, tengo muchas ganas de tenerte entre mis brazos, mis dedos están

deseosos de acariciar tu sexo y mi pene ya está caliente y erecto desde que


recibí tu mensaje. Solo falta que tú marques el día, y yo te estaré esperando

para hacer el amor durante horas como más te guste y sin tabúes ni

vergüenzas. Hasta ese momento, te envío besos cálidos con deseos libidinosos”

No sabía bien con lo que me iba a encontrar, pues era mi primera cita a
ciegas con alguien desconocido, pero, después de algunos mensajes más en los

días siguientes, vencí todos los miedos y me cité con él un jueves, a media tarde,
en la cafetería de unos grandes almacenes del centro de la ciudad.
Capítulo 13 – Primera cita a ciegas

Diario íntimo – 6 de septiembre



Hoy, cuando me he levantado, al recordar que era el día de mi primera cita

a ciegas, he sentido un ligero nerviosismo recorriéndome por dentro. Me

duché despacio, y me preparé un café con leche y una tostada con miel y
mermelada para desayunar. Después salí a la calle y me dirigí a la peluquería,

donde tenía hora reservada; quería estar guapa cuando mi primer y anónimo

amante me viera. El resto de la mañana lo dediqué a comprar algunos detalles

de bisutería fina y un nuevo perfume que quería estrenar para esa cita de

amor y placer que tanto tiempo había esperado.

Después de comer procuré relajarte tumbada sobre el sofá del salón, para

llegar descansada al encuentro. Habíamos quedado citados a las seis de la

tarde, sin tiempo límite para nuestros escarceos amorosos, pues a pesar de
estar casado, no tenía que ir a “fichar” a su casa a hora temprana, según me

confesó él en uno de sus últimos mensajes.


Elegí para la ocasión una braguitas brasileiras que cubrían mínimamente
mi sexo. Me vestí con una blusa entallada que marcaba y realzaba mis

pezones, y una falda ajustada al cuerpo, con una larga abertura por delante,
para dejar al descubierto mi sinuosa figura. Llegué unos minutos después de
la hora convenida para hacerme querer y desear. No tuve problemas en
reconocerle, pues llevaba el mismo peinado y el mismo pantalón que en la foto

de la Web. Nos presentamos y saludamos procurando dejar una amigable

sonrisa en el aire, para darnos confianza. Por cómo me miraba me di cuenta


que le había gustado, y él me siguió pareciendo también un tipo atractivo.

Superados los primeros momentos del nerviosismo propio del primer


encuentro, nos sentamos en una mesa situada en un discreto rincón y pedimos

unos cafés. Llevados por nuestros ardientes deseos de placeres sexuales,

pronto dejamos sobe la mesa los cafés a medio tomar y nos dirigimos al hotel

donde había reservado habitación.

Nada más entrar en la recepción no me fue difícil intuir que era un sitio

preparado y destinado, precisamente, para encuentros ocasionales entre

amantes o parejas liberales. Una luz amortiguada nos envolvió a la entrada. El


recepcionista, mostrando una discreción extrema, nos entregó la llave de la

habitación. Piso segundo, número 205-Hawaii. Dentro, luz de ambiente

aterciopelada y la música de “Je t`aime moi non plus” derramando toda su


sensualidad entre las paredes de la estancia. Todo parecía preparado para una

intensa tarde de excitante sexo. Me agarró por la espalda y sus fuertes brazos
me rodearon. Hacía tanto tiempo que no estaba sola con un hombre que, como

si fuera una pipiola principiante, un repentino nerviosismo me invadió y me


impidió responder a sus caricias como hubiera deseado. Le dejé hacer sin

oponer ninguna resistencia. Pronto sus dedos comenzaron a desabrocharme


los botones de la blusa, y sus manos empezaron a acariciar mis pechos. Sentí
cómo los pezones se me endurecían y una sacudida placentera me recorrió por

todo el cuerpo. Me di la vuelta, y besé con ansiedad sus labios y jugué con mi

lengua dentro de su boca para volver a sentir esa especial sensación íntima
que tanto me gustaba y que hacía muchos años que no disfrutaba. Él siguió mi

juego e introdujo entre mis labios la suya, que chupe con suavidad para
saborearla. Todos los sentidos se me iban despertando en exceso empujados

por las sensaciones placenteras que cada vez me recorrían con más intensidad.

Uffff… Cuánto tiempo sin que una piel masculina rozara la mía, cuánto

tiempo sin sentirme abrazada con deseos lujuriosos, cuánto tiempo sin vibrar

al notar unos dedos acariciándome los pezones. No quería pensar en nada, ni

del pasado ni del presente; en aquel momento solamente deseaba dejarme

arrastrar por el placer, por el puro placer, sin tabúes ni remordimientos, dejar
que mi sexo explotara como si fuera una cascada interminable de fuegos

artificiales.

Sin oponerme a sus deseos, y al mismo tiempo deseosa de que así fuera, le
dejé que bajara su mano hasta la abertura de la falda, para que la introdujera

entre mis muslos. Ufffff… hacía ya tanto tiempo, tanto tiempo sin que nadie
llegara con sus dedos hasta los encajes de mis bragas, que sentí un especial

estremecimiento al notarlo. Mi sexo empezaba a estar caliente, muy caliente, y


en ese momento un loco deseo de placeres sin límites se apoderó de mi

voluntad. Desabroché el corchete que sujetaba la falda y la dejé caer al suelo.


Me acerqué a la cama, y me eché sobre las sábanas blancas que cubrían el
colchón, dejando las piernas abiertas en una invitación directa a que él me

follara. Cerré los ojos. Esperaba que se lanzara sobre mí y me arrancara las

bragas que apenas cubrían mi coño excitado y húmedo. Quería su pene dentro
de mí. Deseaba volver a tener la placentera sensación de sentir una polla

entrando y saliendo de mi vagina una y otra vez. Noté su cuerpo desnudo a mi


lado. Introdujo sus dedos entre el vello de mi pubis y comenzó a acariciarme el

clítoris. Yo, con los ojos aún cerrados, quise tener su pene erecto entre mis

manos. Fui buscándolo con ansiedad. Con mi imaginación alterada por los

deseos libidinosos que inundaban mi mente, recordé el abultado paquete que

había visto en las fotos de la web de contactos, y pensé en una polla dura y

gorda, hasta que mis manos acertaron a cogerla, y, entonces, ¡ohhh…

decepción!, aquello tenía más de pequeño y flácido que de erecto y grande.


Pero a pesar de ese decepcionante descubrimiento, quise pensar que, tal vez,

con un buen masaje conseguiría que aquel miembro adquiriera la fuerza y el

vigor suficiente para follarme, y así calmar los impúdicos deseos que ya
inundaban todo mi coño. Permanecí con los ojos cerrados mientras le

masturbaba con intensidad, y, poco a poco, aquel pene pequeño comenzó a


tener un tamaño, si no grande, al menos de cierta consideración, quizá

suficiente para que me lo introdujera en la vagina, que estaba a punto de


explotar de ansias de placer. Seguí moviendo la mano de arriba abajo y de

abajo arriba sobre aquella verga aún un tanto floja, para intentar conseguir
una mayor dureza, pero de pronto, noté entre mis dedos una sustancia viscosa,
cálida y suave, lo que me hizo sospechar lo peor, una nada deseable realidad

que pude comprobar cuando abrí los ojos. Su semen estaba en mi mano en

lugar de tenerlo dentro de mí después de haberme follado. Como si una


repentina e inesperada ducha de agua fría me hubiera caído sobre el cuerpo,

todo el deseo sexual que momentos antes me invadía se vino abajo, y tuve que
conformarme con unas livianas caricias sobre mi clítoris, con las que él

pretendió suplir una buena y excitante follada. Salimos del hotel cuando aún

no habían transcurrido veinte minutos desde la hora de entrada, y la mirada

incrédula del recepcionista fue la mejor confirmación del fracaso de la cita.

Mi primera elección había resultado un rotundo fiasco. La prometedora

tarde de sexo sin límites que esperaba, se había convertido en una caricatura

burlona de cualquier placer imaginado. A pesar de las muchas justificaciones


y disculpas que salían de su boca, y las promesas, mil veces juradas, de que la

siguiente vez todo sería distinto, no fueron suficiente para que yo aceptara una

nueva cita con él. Un adiós frío y distante nos alejó para siempre. Llegué a mi
casa frustrada y con ganas de darme un baño en agua muy caliente con sales

aromáticas, para relajarme. Puse música de Bob Dylan. Me quité la blusa y la


falda y las coloqué sobre la cama. Llené la bañera y dejé que la espuma

rebosara sobre el borde. Las bragas quedaron tiradas en el suelo. El agua


caliente me devolvió una especial sensación de bienestar, y me olvidé de las

frustrantes horas anteriores. De nuevo sentí que mi sexo recuperaba el deseo


de placeres no disfrutados. Instintivamente los dedos buscaron el abultado
clítoris. Todos mis sentidos se centraron en el mismo punto. Placer cada vez

más intenso. La vulva abierta invitando a entrar a los dedos. Las manos, como

amantes insaciables, recorriendo y apretando el coño caliente. Mis caderas


moviéndose al compás del intenso placer, hasta que un orgasmo brutal me

hizo olvidar la desilusión pasada horas antes.


Ahora, mientras estoy escribiendo y recordando en este diario las

frustraciones y, al mismo tiempo, los placeres tenidos hoy, vuelven a mí los

deseos de encontrar un amante que me lleve a unos cielos placenteros que

hace ya demasiado tiempo que no tengo.

Y con esta esperanza, cierro por hoy este diario.


Capítulo 14 – Elección por puro azar

A pesar de la gran decepción sufrida en esa primera cita, en el que toda

posibilidad de placer quedó perdida entre mis dedos, no estaba dispuesta a

rendirme tan pronto, y me confabulé conmigo misma para no decaer en la

búsqueda de alguien que llenara mi vida de orgasmos y placeres. Por eso, a los
pocos días volví a entrar en la página de contactos y comencé a leer los mensajes

recibidos con el propósito de encontrar a un nuevo aspirante a convertirse en mi

amante secreto. Visto el nefasto resultado de mi primera elección, me propuse

hacer una selección previa de seis o siete candidatos, para tener una lista de

reserva a la que recurrir si de nuevo me sucedía lo mismo en alguna de las

nuevas citas. Tuve que dedicar muchas horas para separar la paja (“paja”, sin

ninguna connotación sexual) del grano. Fui descartando a todos aquellos que

mencionaban la palabra “polla” más de tres veces, y a los que me hablaban de


follarme sin mencionar la palabra placer ni una sola vez, como si lo único que

les interesara fuera meter su pene en caliente. También dejé apartados a los que
veía indecisos o inocentones, porque, a mi edad, no estaba dispuesta a ser la
niñera ni la maestra de nadie en materia sexual, pues buscaba todo lo contrario,

alguien que me llevara hasta el quinto cielo de los placeres más atrevidos e,
incluso, indecentes. Poco a poco la lista se iba haciendo más corta, y me di
cuenta que si no bajaba el nivel de mis exigencias era muy posible que me
quedara sin candidatos, por lo que asumí que la perfección no existía y que tenía

que ser flexible en la elección, pensando que solo los necesitaba, a ellos o a ellas,

para unas horas de cama, o en el mejor de los casos unos horas de cama
compartidas con alguna comida o cena si la generosidad del amante así lo

permitía. Al final me quedé con seis posibles candidatos; solo una mujer entre
ellos. Me hubiera gustado que fueran algunas más, pero no habían sido muchas

las que entraron a contestar a mi anuncio. Ya únicamente me quedaba elegir

entre ellos al que sería la siguiente cita a ciegas: el posible amante perfecto que

me tendría que hacer disfrutar del sexo más irreverente e intenso.

Cuenta la leyenda que la primera noche que pasaron juntos Napoleón y

Josephine, fue tanta la efusividad que mostró Napoleón en la cama, que el perro

de Josephine, que dormía a los pies de ésta, intentó morderle porque pensaba que
estaba atacando a su dueña. En mi casa no había perro alguno, pero lo que sí

tenía muy claro, es que buscaba un verdadero Napoleón, alguien que me hiciera

disfrutar de los mismos e intensos placeres que debió de sentir Josephine


mientras aquel sublime Emperador la empalaba con la inhiesta espada de su

sexo.
Que acertara o no con mi elección, y que al final el elegido fuera un vigoroso

Napoleón ganador de batallas o, por el contrario, un soldadito raso de combates


cortos y con escaso valor, era una incógnita imposible de descifrar hasta que no

llegara la hora de la verdad, ese momento cuando los cuerpos desnudos,


despojados de sus ropas y vergüenzas, dejan al descubierto todas sus virtudes
pero también todas las carencias. Mas no me quedaba otro remedio que lanzarme

a elegir a uno de ellos, sin más datos que lo que expresaban en sus mensajes, y

después poner velas a la diosa de la fortuna para que, al menos, me tocara un


valeroso capitán de los Tercios de Flandes, con empuje y ganas de ganar batallas.

Sin saber por quién inclinarme, pues ninguno me llegaba a convencer del
todo, decidí que fuera el azar el que señalara al que debería convertirse en mi

nuevo partenaire sexual. Puse número a cada mensaje, y la suerte recayó en el 6.

Bonito número, pensé, pues si lo daba la vuelta, convirtiéndolo en un 9, y

uniendo los dos, el resultado era muy sugerente y procazmente seductor.



El mensaje elegido con el número 6 decía así:
EjecutivActivo
48 años casado
Madrid, Comunidad de Madrid

EjecutivActivo dice:
Mandado el 16/09 a las 00:19
“Hola, me gustaría empezar una aventura contigo. Vaya por delante que
las fantasías son cosa de dos. No importan las mías sino las nuestras. Las mías
son muy simples: disfrutar y hacer disfrutar. Estaría bien jugar con el deseo,
vernos en un lugar público en el que te pueda susurrar al oído todo aquello
que me gustaría hacerte, hasta conseguir que me pidas hacer el amor
conmigo. Quiero tu olor. Me imagino que ya estamos en la cama: tu cuerpo
desnudo cabalgando sobre mí, follándome mientras miro hacia arriba. Veo tu
cara deseosa de placer, veo tus tetas balancearse al compás de los movimientos
de mi cuerpo. Mis manos agarran tu culo con fuerza, con ganas y deseo. Te
das la vuelta y me comes. Tus pezones rozan mi piel mientras mi lengua
comienza a explorar tu sexo. Quieres mi placer. Yo quiero el tuyo. Nos
deseamos y nos disfrutamos. Quiero follarte la boca. Quiero que folles la mía.
Nos dejamos llevar por unos lujuriosos deseos irreprimibles de sexo. Nos
corremos. Córrete conmigo. Córrete para mí. Lo hacemos. Lo disfrutamos.
Nos seguimos entregando al placer. Tú sobre mí, yo dentro de ti. Mojados,
calientes y palpitando. Jadeando y con nuestra piel llena de un sudor lascivo
que inunda todos nuestros sentidos. ¿Quieres más? Yo sí. Déjame dártelo…”
Alea iacta est, la suerte estaba echada. Solo me quedaba contestar a su
mensaje, sin dar la impresión de ser una loca desesperada en busca de sexo,
pero, al mismo tiempo, procurando que le quedara claro que la oportunidad se le
escapaba si no concertábamos una cita de manera inmediata; no quería perder el
tiempo.
Yo:
Mandado el 17/09 a las 15:01
“Es posible que esa aventura amorosa que tú propones pudiera hacerse
realidad, o no, depende de ti, de tus deseos o las posibilidades que tengas de
convertirla en una cita real. Quizá solo quieras jugar a los mensajitos eróticos
a través de la Red. Eso no me interesa. El sexo es importante para mí, aunque
no me derrito por echar un polvo con el primer desconocido que se cruce en
mi camino. Pero no rehúyo el placer sin límites ni tabúes si quien esté
conmigo merece la pena. Puedes ser tú o, por qué no, el siguiente que me lo
proponga y que me quiera llevar a una explosión de orgasmos compartidos.
Eres el primero en elegir, pero no el único. Quedo esperándote.”
Por la noche volví a conectarme a la web de contactos, y allí estaba ya su
respuesta. La ansiedad se reflejaba en su nuevo mensaje. Estaba claro que no
estaba dispuesto a dejar pasar la oportunidad, y sonriendo con malicia, recé a
todos los dioses para que no fueran tan rápidos sus orgasmos como su
contestación.
EjecutivActivo dice:
Mandado el 17/09 a las 22:35
“Si de mí depende, puedes estar segura que la aventura se convertirá en
una realidad llena de todo aquello que te haga disfrutar sin tabúes, solo con
los límites que tú pongas. Quiero ser el primero, pero también el único, y
llevarte a la cima de los placeres más intensos. Ahora ya no depende de mí
sino de ti, tuya es la decisión final. No dormiré esta noche esperando tu
respuesta. Un SÍ me hará el hombre más feliz. Y mientras espero impaciente,
te envío un beso cálido y nocturno como anticipo de otros muchos placeres.”
Para no dejar al descubierto mis deseos ni mis urgencias por tener un amante
con el que disfrutar del sexo más intenso y libre, no le contesté hasta pasados dos
días. Después le envié un mensaje corto y escueto:

Yo:
Mandado el 20/09 a las 12:34
“El primero vas a ser, pero no te garantizo que seas el único, salvo que te
lo ganes haciéndome muy feliz. Acepto un café en el lugar que tú elijas y… lo
que surja a continuación dependerá de los dos. Besito para ti.”
Nos fuimos intercambiando nuevos mensajes, que sirvieron para concertar
una cita quince días después, días de espera que se me hicieron largos, muy
largos, esperando encontrarme con el nuevo pretendiente a ser mi amante.
Capítulo 15 – Alto Standing

Diario íntimo – 05 de octubre



Quizá pueda parecer una hora poco apropiada para una cita de placer, la

verdad es que no lo sé, pues mi experiencia en esto sigue siendo escasa, pero

las circunstancias son las que mandan, y él me había propuesto las doce de la
mañana para vernos. No quise preguntar, ni tampoco saber las razones o

motivos para elegir ese horario más propio de reuniones de trabajo que de otro

tipo de encuentros más personales y discretos. Él me había comentado que el

puesto directivo que ocupaba le permitía escapadas en horas laborables, y a

mí, pensando en que podía llegar a ser ese amante perfecto que cubriera todas

mis necesidades sexuales y mis caprichos personales, me valió esa simple

explicación. Al fin y al cabo, cuando me decidí por un “casado”, sabía que su

tiempo libre estaría condicionado por factores ajenos a su voluntad y deseos,


porque tendría que justificar y cubrir varios frentes a la vez. ¿Y qué más daba

unas horas u otras? Yo no tenía que dar cuentas a nadie de mis idas o venidas,
ni de con quién estaba ni de lo que hacía; lo único importante era el resultado:
disfrutar sin límites de placeres lícitos o prohibidos, sin compromisos sociales

ni remordimientos personales. Por estos motivos había aceptado acudir a la


cita propuesta, y solo deseaba que en esa ocasión todo fuera distinto, y no
tuviera que regresar a casa defraudada y desengañada, para suplir con mis
tres amantes caseros lo que no hubiera conseguido con ese nuevo amante de

carne y hueso.

Esta mañana me he levantado temprano, porque necesitaba tiempo para


arreglarme sin prisas, pues quería estar muy guapa y divinamente atractiva.

Además, no podía desentonar con el lugar de la cita, un sitio de esos que las
páginas de publicidad hotelera califican como de “alto standing”: el Hotel

Palace, en la Plaza de las Cortes de Madrid, era el refugio elegido por él para

nuestro primer encuentro, en el que deberían hacerse realidad nuestras

fantasías sexuales. Aunque nunca había estado allí, sin embargo era muy

consciente de que en el Palace no alquilaban habitaciones por horas, ni

tampoco era un lugar elegido habitualmente para escarceos sexuales

momentáneos, por lo que entendí que mi nuevo y pretendido amante o me


quería impresionar en grado sumo o disponía de un alto nivel económico para

permitirse tal lujo. Ya fuera lo uno o lo otro no dediqué ni un segundo en

pensar en ello, y me dispuse a buscar, en el fondo de mi armario, un conjunto


elegante, como merecía la ocasión.

Salí de casa decidida a que este día se convirtiera en algo muy especial y el
principio de un futuro muy halagüeño y sexualmente prometedor; por mi

parte no iba a quedar.


Llegué un par de minutos antes de la hora prevista para la cita. Debo

reconocer que un cierto nerviosismo atravesó mi estómago cuando entré por la


puerta principal. Habíamos quedado en el corazón del hotel, en La Rotonda,
bajo la hermosa cúpula de vidrieras, que en ese momento inundaba la sala con

una relajante luz natural. Estaba segura que no tendríamos ningún problema

para reconocernos, pues en esta ocasión no habíamos tenido ningún


inconveniente en intercambiarnos unas fotografías a través de WhatsApp. Lo

vi al fondo, esperándome. Iba elegante y el mismo tiempo con un look de


ejecutivo moderno: cabello brillante, engominado y marcado hacia atrás con

un cierto aire de descuido. Vestía un blazer cruzado azul marino sobre un

chaleco azul celeste, con un pañuelo al cuello sustituyendo a la corbata y

zapatos brogue de cuero negro. Amplia sonrisa en su boca y en la mía cuando

nos encontramos. Besos de cortesía, y sus ojos que no dejaban de mirarme. Al

instante me di cuenta que le había gustado, y para acentuar sus deseos hacia

mí, de nuevo dejé en el aire una coqueta e insinuante sonrisa. Agarró mi brazo
con delicadeza y me llevó hacia el 1912 Museo Bar Palace que se abría en un

lateral de La Rotonda. Todo aquel entorno me impresionaba, y pensé que si

ese era el propósito de él lo estaba consiguiendo, pero nada sería definitivo


hasta ver qué sucedía sobre la cama. Nos sentamos en uno de los elegantes y

cómodos sillones de estilo inglés y, mientras rompíamos la frialdad y las


inseguridades propias del primer encuentro, nos atrevimos a tomarnos un par

de Dry-Martini para comenzar a poner calor y ambiente sensual a la cita.


Después de brindar por el futuro de nuestra nueva relación, dejamos el Bar

Museo y directamente subimos a la habitación. En el ascensor él acercó sus


labios a mi boca, y yo cerré los ojos y dejé los míos entreabiertos para disfrutar
de aquel primer beso con aroma y sabor a erotismo.

Cuando entré en la habitación y vi las espectaculares vistas hacia la fuente

de Neptuno y su mágico entorno, y el relajante oasis de confort que se


respiraba en su interior, con unas elegantes lámparas de cerámica que

proporcionan una iluminación cálida, y la gran cama cubierta con un suave


edredón de plumas, lo primero que pensé es que me encantaría pasar allí los

siguientes años de mi vida. Pero era un sueño sin ninguna posibilidad de

cumplirse, por lo que me centré en él, ese candidato a amante que, hasta ese

momento, me había sorprendido en todo lo que había planificado para nuestro

encuentro. Le miré a los ojos y vi en ellos un deseo incontenible de poseerme,

de pasar sus manos por mi cuerpo, de que mi sexo y el suyo se fundieran en

uno solo. Se quitó la chaqueta y el chaleco y vino hacia mí. Me agarró por la
cintura y me apretó contra él. Noté los pezones de mis pechos rozando su

camisa, y me agradó. Comencé a mover el cuerpo con movimientos sensuales

para restregar mis tetas contra su pecho, como si fuera una perrita en celo. Me
besó, me besó con intensidad; su lengua quería jugar con mi lengua y yo dejé

la boca abierta para que su pasión entrara entre mis labios. Una sensación
erotizante empezó a recorrerme por cada centímetro de la piel, y noté cómo su

miembro comenzaba a crecer pegado a mi pelvis. Él abandonó mi boca y bajó


sus labios hasta mi cuello. Sus manos comenzaron a acariciarme los pechos.

Los latidos de mi corazón se dispararon. Los pezones, muy erectos, querían


escapar de la tela de la blusa que los oprimía, y él, como averiguando esos
deseos, se puso a desabrochar los botones con nerviosas prisas; después, cogió

mis pezones entre sus dedos y los apretó con suave intensidad. Al sentirlo, mis

tetas crecieron y se endurecieron y por un momento pensé que iban a explotar


allí mismo. Con el deseo intenso de notar su piel pegada a la mía le fui

quitando la camisa, mientras seguía besándome en el cuello y acariciándome


los pezones. Dejé caer al suelo la falda que me cubría. La humedad de mi sexo

comenzó a mojarme las bragas. Al fin sus manos buscaron mi clítoris. Las

movió con suaves giros presionando en círculos hasta hacerme estremecer. No

podía articular palabra; solo unos irreprimibles gemidos de placer se

escaparon de mi garganta. Le desabroché el cinturón y sus pantalones

quedaron en el suelo junto a mi falda. Se colocó a mi espalda, y con una mano

siguió acariciándome las tetas y puso la otra sobre mi coño húmedo y caliente.
Su verga, dura y excitada, se clavó entre mis nalgas desnudas. Uuummm… En

ese instante todo lo demás se había volatilizado, nada de lo que había a mi

alrededor tenía sentido, salvo ese pene erecto apretando contra mis glúteos.
Placer por el puro placer, tal y como había imaginado y deseado durante tanto

tiempo. Uuummm… al fin.


Como si respondiera a una orden él de repente me cogió en voladas y me

llevó hasta la cama. Su cuerpo sobre mi cuerpo, y un deseo urgente de que su


polla llenara mi vagina me invadió, y cuando estaba a punto de pedirle que me

follara como una perra, él se paró y me dijo:


—Déjame saborearte primero.
Me abrió las piernas, y colocándose a los pies de la cama sumergió su cara

en mi vulva. Los movimientos de su lengua recorriendo los pliegues más

íntimos y sensibles de mi sexo me hicieron gritar ante la intensidad del placer


que me daba. Con espasmódicas sacudidas comencé a mover las caderas

buscando que su lengua entrara de lleno en mi vagina. Un delicioso orgasmo


estaba a punto de abrasarme sin piedad, pero quise resistirme; en ese

momento no deseaba tener un orgasmo tras otro sino que quería acumular

todos los placeres de la mañana hasta conseguir un orgasmo total, único,

brutal y maravilloso al mismo tiempo, como nunca ante lo había sentido.

¡Más…más…más…! le supliqué que siguiera comiéndome el coño, cada vez

más húmedo y caliente, y, excitada como estaba, busqué su polla con ganas de

tenerla entre mis manos, y cuando la pude agarrar una exclamación de


satisfacción se escapó de lo más profundo de la garganta ¡…Uuufff…! Era

grande y gorda, todo lo contrario de la malograda experiencia anterior. Mis

manos se llenaron de ella, y solo con mirarla todos mis sentidos enloquecieron
con los deseos más libidinosos de saborearla, chuparla, comérmela…

Uuumm… Poco a poco la fui acercando a mis labios. Cuando la tuve más
cerca me pareció aún más hermosa. La rocé con la punta de la lengua e

introduje el glande en mi boca. Uuummm… lo chupé con lasciva glotonería.


Placer en mi coño y placer entre mis labios. Quería correrme en su boca y que

él se corriera en la mía, una explosión de orgasmos compartidos, un 69


perfecto, como siempre había deseado. Estaba a punto de llegar al clímax, de
que todas las sensaciones placenteras explotaran al unísono en mi cuerpo,

cuando de repente, un fuerte ruido estalló delante de mi cara y se fue

rastreando entre las arrugadas sábanas, y, al instante, un fétido olor inundó


mi nariz y se extendió por la habitación, lo que me hizo volver a una realidad

no deseada. Toda la libido se perdió entre el ruido del pedo y la hediondez que
dejó a su paso. Tuve la repugnante sensación de tener algo pestilente llenando

cada rincón de mi boca y entrándome por la garganta. Unas arcadas

incontenibles acompañaron a sus primeras disculpas: disculpas de vergüenza,

disculpas de perdón, disculpas sin límite, con las que él pretendió arreglar lo

que no tenía arreglo posible. Ante esa situación tan incómoda ninguno de los

dos fuimos capaces de mirarnos a los ojos. Él comenzó a dar vueltas sin

sentido recorriendo la habitación de un lado al otro, sin atreverse a levantar la


mirada del suelo. Yo, mientras tanto, mantenía la cara aplastada contra la

almohada, en un infructuoso intento de que el viciado y maloliente aire no

entrara en mi nariz.
No quedaba más remedio que hacer algo para romper aquella embarazosa

realidad que ya nadie podía cambiar. Por eso, sin decir palabra, abandoné la
cama y fui hasta el cuarto de baño, pensando que, tal vez, una ducha rápida

podía alejar de mi piel esa sensación de infecta humedad que me envolvía.


Cerré la puerta y me relajé al ver al lado de la bañera de mármol una variada

y refrescante selección de productos para el aseo personal, por lo que me


decidí a darme un baño entre sales aromáticas y cubierta de espuma
balsámica. Fuera seguía escuchando sus pasos errantes y las palabras de

disculpa repetidas una y cien veces. Antes de abandonar el cuarto de baño cogí

el cepillo y el dentífrico que había sobre el lavabo por cortesía del hotel, y dejé
que el sabor mentolado de la pasta refrescara mi boca, para eliminar todo

rastro de la desagradable y pestífera sensación que había tenido momentos


antes.

Cuando salí él ya estaba vestido, y había cubierto sus ojos con una gafas

de cristales oscuros, tal vez para opacar su vergüenza. Yo hice lo mismo, y

abandonamos el hotel en silencio. Antes de decirle adiós, y para evitar que se

siguiera mortificando en exceso por la culpabilidad de unos hechos

involuntarios y, con toda seguridad, nunca deseados, le dije:

—Seguimos en contacto, si te parece bien.


Él agradeció con una sonrisa y una nueva disculpa mi invitación. Y con un

beso en la mejilla nos despedidos con cortesía.

Ahora, cuando las sombras de la noche ya entran por la ventana, y


mientras dejo aquí constancia escrita de lo que me ha sucedido esta mañana,

vuelvo a rememorar los instantes mágicos que viví al comienzo de la cita y que
me gustaría recordar siempre, pero, al mismo tiempo, sin poder remediarlo mis

sentidos aún no son capaces de apartar de mi memoria el desagradable final


de esta historia.

Confiando que algún día solo queden presentes los buenos momentos
vividos en este encuentro, cierro por hoy este diario.
Capítulo 16 – Segunda oportunidad

Diario íntimo –28 de octubre



Hoy he vuelto a quedar con él. La verdad es que di por terminada nuestra

relación desde el mismo momento en que abandonamos la habitación en el

Hotel Palace, después de aquella mañana que comenzó con lujo y glamour y
terminó con esa desagradable sensación de olores inmundos anegando todos

mis sentidos. Pero, a veces, nuevos hechos y algunas otras circunstancias nos

llevan a claudicar y cambiar de idea, sin que por eso tengamos que

considerarnos como si fuéramos simples veletas a las que un soplo de aire

hace cambiar de dirección. Él me llamó al día siguiente, con mil disculpas y

promesas nuevas, y mostrando unos ardientes deseos de volver a verme; y así

un día y otro y otro… Yo me resistí, una y otra vez, a sus pretensiones;

educadamente, eso sí, pero mostrándome firme en mi decisión, mas todo


comenzó a cambiar cuando los ramos de rosas empezaron a inundar mi casa.

Cada mañana, a las doce, sonaba el timbre, y al abrir la puerta allí estaba
esperando el repartidor de la floristería con una docena de rosas rojas y una
tarjeta a mi nombre donde una mano firme había escrito: “Espero que estas

olorosas flores sirvan para que nuestros nuevos encuentros estén llenos de
agradable olor. Es lo que más deseo”
No sé si fue por el impactante efecto del embriagador aroma de las rosas
repartido por todos los rincones de la casa, o por la sensación sacrílega de

verme y sentirme adorada como si fuera una diosa del olimpo, el caso es que

empecé a pensar que, tal vez, había sido demasiado injusta con él por un
hecho solo imputable a una desafortunada fatalidad. ¿Quién no ha tenido que

ocultarse alguna vez para evitar que una ventosidad inoportuna nos deje en
una bochornosa situación delante de los demás? Me preguntaba

insistentemente, quizá para justificar el cambio de opinión que estaba

naciendo dentro de mí.

Volví a recordarle tal y como lo había visto bajo la cúpula vitral del Palace

en nuestra primera y única cita: elegante, atractivo, con un aire entre

conservador y moderno, y una sonrisa franca en los labios. Generoso con sus

halagos y educado en el trato directo. A mi memoria volvieron los agradables


minutos disfrutados mientras nos tomábamos los Dry-Martini en el bar museo

de estilo inglés, y, cómo no, los intensos placeres que recorrieron mi piel

cuando el saboreaba mi sexo mientras yo permanecía tumbada sobre la


sábanas de blanco satén de la cama gozando del suyo, hasta que todo el

placentero embrujo que me envolvía se rompió por culpa de… Era mejor
olvidarlo —me dije a mí misma.

Quince días de ramos de rosas, y de mensajes con más y más disculpas,


con más y más promesas, y más y más súplicas, terminaron por ablandarme el

corazón y le dije que sí, que estaba dispuesta a compartir una segunda
oportunidad, aunque, previamente, quería tener un encuentro donde el placer
no tuviera cabida, una nueva cita en la que hablar con solo unos cafés de por

medio, una charla amigable para borrar los recuerdos no queridos y aclarar

ideas. Hoy fue el día que acordamos para vernos, a las cinco de la tarde, en
una discreta cafetería cercana a la Puerta del Sol.

Esta mañana la he pasado tranquila, sin esa tensa situación que te


hormiguea por dentro del estómago cuando has quedado con alguien

desconocido para una cita a ciegas. Me levanté no demasiado temprano, y

después de la ducha preparé un desayuno con café solo y una tostada con

mantequilla y mermelada. Aunque me había propuesto no pensar mucho en él

hasta que se acercara el momento del encuentro, sin embargo, las rosas no

marchitas que llenaban todos los jarrones de la casa me lo traían

constantemente a la memoria. Salí a dar una vuelta para que mi mente se


entretuviera con otras cosas, y entre escaparate y escaparate y tienda y tienda

me dieron las dos del mediodía. Regresé a casa y preparé una ligera comida y,

después, ante el temor injustificado de que mi cuerpo pudiera desprender


algún desagradable olor, aunque fuera mínimo, comencé a llenar la bañera y,

como hacía siempre, vertí sobre el agua sales aromáticas y dejé que la espuma
rebosara por el borde.

Mientras me estaba desnudando volví a pensar en él y, poco a poco, mi


cuerpo se fue llenando de unos deseos lujuriosos que quería evitar a toda

costa, pues no estaba dispuesta, bajo ningún concepto, a llegar a la cita con mi
sexo caliente, porque eso me llevaría a quedar indefensa ante cualquier
propuesta que él me hiciera. No era ese el propósito para el que nos habíamos

citado y, temerosa de que pudieran más mis instintos primarios que mi

raciocinio, decidí buscar la manera de calmar y terminar con la calentura


sexual que estaba naciendo entre mis piernas, y no se me ocurrió otra mejor

que saciar todos mis sentidos con múltiples orgasmos antes de acudir al
encuentro, así podría ir con la mente despejada y el cuerpo frío.

Para este propósito cogí el vibrador que tenía en la mesilla de noche y me

introduje entre el agua caliente. La espuma rodeó mis pechos. Puse en marcha

mi pequeño amante de plástico y me lo apliqué sobre el clítoris, que reaccionó

al instante como si lo hubieran despertado de un profundo sueño erótico. Los

labios de mi vulva comenzaron a ensancharse y las penetrantes vibraciones se

fueron extendiendo por todo mi coño, excitándolo. Sentí la necesidad de que


algo me llenara por dentro y me introduje un dedo muy dentro de la vagina.

Los deseos de sentirme penetrada se hicieron más intensos e, instintivamente,

abriendo las piernas cuanto pude las alcé por encima del agua, en una inútil
invitación a que alguien, que no existía, me follara. Sustituí la falta de un

amante real por mis dedos, que de dos en dos y de tres en tres intentaron
completar la masturbación para hacerme llegar al orgasmo, un orgasmo que,

sin razón aparente, se resistía a llegar.


Decidida a no quedarme a medias y a terminar lo que había comenzado,

abandoné el vibrador y salí de la bañera. Descalza y con el cuerpo chorreando


agua fui hasta donde tenía la bicicleta estática con el consolador esperándome
bajo el asiento siempre erecto y preparado. Me monté en la bici y comprobé

que mi coño y el agujero por donde tenía que salir aquella polla de silicona

estaban en línea. La intensa excitación que recorría mi piel me llevó a dar


pedales desenfrenadamente. El consolador entraba y salía de mi vagina a

ritmo vertiginoso, haciéndome gritar como una posesa a la que estuvieran


fallándola todo un ejército a la vez. Solo sentía placer, puro placer, hasta que

un maravilloso orgasmo estalló dentro de mí y quedé rendida y exhausta

apoyando la cabeza sobre el manillar de la bici. Para eliminar el sudor lascivo

que había impregnado todo mi cuerpo me introduje de nuevo en el agua y,

después del baño, relajada, comencé a arreglarme para la cita prevista, segura

de que ninguna propuesta de él, por muy atractiva que fuera, me llevaría hasta

una cama.
Salí de mi casa con tiempo suficiente para llegar la primera, pues, en esta

ocasión, quería tener todo bajo control. La cafetería no era ni demasiado

grande ni demasiado pequeña. Nada más entrar se abría la barra a mano


izquierda y, separadas por un pasillo, seis mesas ocupaban la parte derecha. Al

fondo, otras cinco estaban alineadas frente a una gran vidriera de tenues
colores. Me senté en la que estaba en la esquina, desde la que se podía ver la

entrada y el resto del local. Pedí un café y esperé a que él llegara. Dos minutos
después lo vi entrar por la puerta: atractivo y elegante y con esa sonrisa franca

que tanto me había gustado la primera vez. Se acercó con una rosa roja en la
mano y, junto a un galante saludo, deslizó una nueva disculpa por el
desagradable incidente pasado. El pasado… precisamente lo que a mí me

hubiera gustado no recordar, y lo mejor que él podía haber hecho era no

mencionarlo; iniciar una nueva relación como si nada hubiera ocurrido antes,
partir de cero olvidando que el Palace y la habitación con vistas a la fuente de

Neptuno había existido. Pero no… tuvo que hacerlo y a mí ese recuerdo me
trajo a la memoria los más desagradables momentos vividos entre los dos, y sin

saber cómo ni por qué, comencé a notar las mismas sensaciones de entonces,

sintiendo que un pestilente olor inundaba mi nariz y se introducía en mi boca

hasta llegar a la garganta. Era consciente de que se trataba de una

alucinación sin ningún sentido, irracional, contraria a la realidad misma,

pues el único olor que debería estar percibiendo era la fragancia de la rosa

que tenía delante, pero a pesar de todo esto, la sensación de pestilencia no se


alejaba de mis sentidos, por lo que, con una cortes disculpa, me levanté para ir

a los lavabos a fin de refrescarme la cara, con la esperanza de que el agua

sobre mi piel alejara de mí ese desagradable y maloliente efecto que estaba


notando sin razón aparente.

En cuanto abandoné la mesa, el olor, sin ninguna explicación lógica,


desapareció al instante. Sorprendida entré en los servicios. Me retoqué los

labios y paladeé el agradable sabor del carmín. Saqué del bolso un frasquito
de Chanel nº 5 y me eché unas gotas en el cuello y las muñecas. Confiaba que

con todo aquello mis sentidos volverían a situarse en la realidad, dejando atrás
cualquier ofuscamiento oloroso relacionado con el pasado. Salí de los lavabos
y decidida me dirigí hacia la mesa con la intención de convertir el encuentro

en algo agradable y, por qué no, quizá con un futuro prometedor, pero, según

me iba acercando hacia él, de nuevo ese olor pestilente comenzó a impregnar
todos mis sentidos. Miré a mi alrededor, con la intención de comprobar si

alguien percibía esos mismos olores, pero no vi nada extraño en ninguno de


los que estaban sentados cerca de la mesa del rincón, lo que me confirmó que

todo era producto de mi inconsciente.

A pesar de todos mis esfuerzos, físicos y mentales, no conseguí alejar de mí

aquella imaginaria pestilencia que me rodeaba. Aguanté unos minutos como

pude, mientras él se tomaba el café, y después, con una disculpa un tanto

inverosímil, dicha con amabilidad pero, al mismo tiempo, con total firmeza

para que no quedara duda alguna de mi decisión, abandoné la cafetería


dejando sobre la mesa la roja rosa.

Ahora sé que no tenía que haber aceptado esta segunda cita, pues nunca

segundas partes fueron buenas. Y sin querer recordar nada más de este día,
cierro por hoy este diario.
Capítulo 17 – Loreta80

Tras dos desengaños consecutivos, cada uno por un motivo distinto, un

especial miedo al fracaso amoroso se fue apoderando de mis sentimientos. Pensé

en todo lo que había hecho, en todo lo que puse de mi parte, en todo lo que

ofrecí pidiendo a cambio solamente un poco de intenso placer, y me costaba


entender que, sin embargo, no hubiera conseguido ni siquiera un par de horas

completas de sexo. Pero no me podía permitir darme por vencida —me dije.

Quizá no fuera tan fácil encontrar un buen amante como imaginé al principio,

pero tenía que seguir intentándolo si quería que mi vida sexual no se limitara a

masturbaciones solitarias. Tal vez era el momento de cambiar de objetivo y

volver a probar en ese mundo lésbico que tantas satisfacciones me había dado. Y

pensando en ello recordé los mensajes que había recibido de Loreta80 a través

de la página de contactos, mensajes que no me habían producido demasiado


interés en un principio, pero vistos los resultados, un tanto decepcionantes, que

me habían deparado los encuentros con el género masculino, decidí probar con
ella. Claro está que después del tiempo pasado la que se hacía llamar Loreta80
podía haber encontrado lo que estaba buscando, pero nada perdía en el intento,

por lo que preparé un corto mensaje dirigido especialmente para ella, y entrando
en la página web se lo envié esa misma tarde:
Yo:
Mandado el 25/11 a las 19:12
“Hola cariño: Te sorprenderá que haya tardado tanto tiempo en
contestarte, pero no me sentía preparada para volver a comenzar una nueva
relación lésbica. Aunque después de leer y releer tus mensajes, he pensado
mucho en ti, y, aunque aún no sé cómo eres, sin embargo he soñado que tus
manos me acariciaban, tus dedos recorrían mi sexo, y tu lengua, perdida entre
los pliegues más sensibles de mi cuerpo, me llevaba hasta un cielo de
orgasmos repetidos una y mil veces. No sé si aún sigues buscando amores y
placeres con una mujer, pero si así fuera, aquí me tienes, dispuesta a besar y
saborear toda tu piel.”

Esa misma noche un mensaje de ella entró en mi buzón virtual:
loreta80 casada
37 años
Comunidad de Madrid

loreta80 dice:
Mandado el 25/11 a las 22:37

“Hola, estoy encantada de volver a tener noticas tuyas.
Me ha gustado mucho tu presentación…directa y al grano, ole!!
Y ahora a ver yo si consigo cumplir tus deseos…me presento…siempre he sido
curiosa… me encantan las mujeres…y hace poco empecé a jugar con alguna,
pero siempre acompañada de mi amigo…porque, sinceramente, necesito
rematar con un hombre, jejeje
Ahora llevo poquito con un nuevo amigo y quiero q me acompañe en este
juego. Por eso buscamos una mujer q quiera jugar conmigo principalmente…
pero q también le acepte a él, y pasar un buen rato de morbo y buen sexo.
Qué te parece?”

Esperé a la tarde siguiente para contestar:

Yo:
Mandado el 26/11 a las 16:33

“Hola Loreta80: Nunca pensé en compartir amante con nadie, pero creo
que nos podríamos entender bien, ya sea con tu pareja o, mejor aún, sin tu
pareja. Estoy segura que al final podemos llegar al orgasmo también solas.
Pero necesito saber algo más de ti, algo que me excite y me lleve a soñar
contigo. De momento quiero seguir en contacto. Besos.”

Una cierta impaciencia se apoderó de mí hasta que me llegó su contestación
unas horas después:

loreta80 dice:
Mandado el 26/11 a Las 22:29

“Yujuuuu!! He conseguido al menos llamar tu atención, jaja!!
Y bueno…algo más de mí… decirte que sí….q estoy segura de q contigo
llegaría al orgasmo…y más de uno, cielo, porque soy multiorgásmica … y
cuando consigo el primero después no paro y engancho uno con otro…”

La respuesta parecía prometedora, pero quería algo más concreto, más
directo, para saber hasta dónde estaba dispuesta a llegar ella. Dejé pasar un
tiempo prudente para no dar la impresión de estar desesperadamente ansiosa, y
al día siguiente contesté y pregunté directamente:

Yo:
Mandado el 27/11 a las 23:28

“¿Qué harías a una mujer como yo si la tuvieras delante de ti en la cama?
No te cortes que no me voy a asustar.”

A los pocos minutos contestó, y comenzamos a intercambiarnos mensajes,
uno tras otro, sin parar durante casi una hora.

loreta80 dice:
Mandado el 27/11 a las 23:38

“Mmmm….te gusta jugar eh???
Eres morbosa también???
A ver…q tal si empezara acariciando tu piel…por tus brazos….besando tu
cuello…peinando tu pelo hacia un lado…bajando mis manos por tu costado…
haciendo q se ponga tu piel de punta y erizando tus pezones….mmmm
Continuo???”

Yo:
Mandado el 27/11 a las 23:40

“Sííííííí”

loreta80 dice:
Mandado el 27/11 a las 23:41

“Biennnn….
Te quitaría el sujetador mientras me pego a ti…rozando mis pezones, ya duros
por la excitación, contra los tuyos…te besaría el cuello y seguido te besaría en
la boca…tímidamente…unos piquitos…y poco a poco besos más largos…
besos apasionados para que todo tu cuerpo también se excitara…
Mas???”

Yo:
Mandado el 27/11 a las 23:43

“Uuuffff creo que puedes ser una buena amante. Uuummm . Pero tendrás
que bajar tus labios un poco más… abajo. Que tus besos dejen mi boca para
buscar mi clítoris. Aunque es posible que aún no quieras o no te atrevas a
hacerlo. Besos, besos y besos.”

loreta80 dice:
Mandado el 27/11 a las 23:45

Aún no lo he probado….mi experiencia llegó hasta meternos los dedos en
el coñito la una a la otra…
Para las dos era nuestra primera experiencia
Y llegado a ese momento ya nuestras parejas nos cogieron porque les teníamos
cardiacos mirándonos
Eso me encanta….jugar y poner caliente al personal q mira…ji ji”

Yo:
Mandado el 27/11 a 23:48

“Yo pondré la experiencia siempre que tú pongas las ganas de hacerme
llegar a los placeres carnales más locos y pervertidos.”

loreta80 dice:
Mandado el 27/11 a las 23:50

“Pero aceptarías también a mi chico?
O solo me quieres a mí”

Yo:
Mandado el 27/11 a las 23:51

“Soy bix, no tengo problemas en estar con hombres o mujeres, pero
depende si me gustan o no.”

loreta80 dice:
Mandado el 27/11 a las 23:52

“Ah, genial
Cuando quieras nos pasamos fotos y a ver si nos gustamos entre todos…
aunque no siempre es el físico lo que más importa en una relación a tres…
pero sí q ayuda, verdad? Jeje.
Te puedo decir q elegí muy bien a mi chico…Muy bien dotado… ji ji ji”

Yo:
Mandado el 27/11 a las 23:54

“¿Quién lleva la iniciativa en tu pareja, él o tú?”

loreta80 dice:
Mandado el 27/11 a las 23:55

“Ambos”

Yo:
Mandado el 27/11 a las 23:56

“¿Y yo, qué papel tendría?”

loreta80 dice:
Mandado el 27/11 a las 23:58

“Otra parte igual en el juego
Es cosa de tres…todos por igual”

Yo:
Mandado el 28/11 a las 00:00

“¿Yo con él y contigo, y tú conmigo y con él?”

loreta80 dice:
Mandado el 28/11 a las 00:02

“Eso es…un trío…todos jugamos con todos por igual.
Aunque me gustaría más jugar yo contigo y ponerle calentón a él mientras nos
mira…ji ji
Tiene 38 años, yo 37”

Yo:
Mandado el 28/11 a las 00:05

“Me empieza a gustar tu idea, me encantaría probar algo así, pues la
verdad es que nunca me he encontrado en una situación igual. ¿Él está de
acuerdo en todo esto?”

loreta80 dice:
Mandado el 28/11 a Las 00:06

“Claro, cielo
Aquí no se obliga a nadie a nada”

Yo:
Mandado el 28/11 a las 00:07

“Creo que podemos hacerlo muy bien. Has logrado excitarme solo de
pensarlo. ¿Tenéis sitio?”

loreta80 dice:
Mandado el 28/11 a las 00:08

“Solemos vernos en hoteles por horas.
Los dos estamos casados.
Somos amantes”

Yo:
Mandado el 28/11 a las 00:12

“Esto de que tú eres una mujer casada y que él también está casado, pero
que, a la vez, sois amantes, no me lo habías contado. Debo reconocer que me
ha sorprendido y, en parte, me ha hecho gracia que yo, que estoy buscando
amante (ya sea hombre o mujer), me encuentre con los dos al mismo tiempo.
Vamos, que me he quedado sin saber qué decirte.
Pero me erotiza pensarlo.”

loreta80 dice:
Mandado el 28/11 a las 00:13
“Anda…mira q bien
Si al final te vamos a gustar….ya lo veras…je je”

Yo:
Mandado el 28/11 a las 00:14
“Casada, casado y viuda… un trío peligroso jajaja”

loreta80 dice:
Mandado el 28/11 a las 00:15
“Jajajajaja”

Yo, inexperta y absolutamente ignorante sobre ese tipo de relaciones de
sexualidad múltiple, quise que ella me detallara más: cómo se plantean los
encuentros; cuáles eran las posturas más frecuentes; qué pasaba si alguna o
alguno de los participantes decidía en el último instante echarse atrás…y otra
serie de dudas que me rondaban por la cabeza. Ella me contestó con un mensaje
un tanto escueto, pero que sirvió para darme tranquilidad por lo natural de la
respuesta.

loreta80 dice:
Mandado el 28/11 a 00:20

“No te preocupes, cielo, todo es más normal de lo que en principio pueda
parecer. Hay relaciones de tú a tú bastante más complicadas… ya lo verás…”

Pensé que de momento mi primer objetivo estaba cumplido, pues había
conseguido despertar su interés hacia mí, y cansada di por terminada ese primer
encuentro virtual, dejando el resto de los detalles para los días siguientes:

Yo:
Mandado el 28/11 a las 00:22

“Cariño, se me está haciendo tarde, me voy a dormir. Mañana seguimos
hablando.
Besos”

loreta80 dice:
Mandado el 28/11 a 00:23

“Descansa, guapa. Hablamos… un besazo”

Cuando me levanté por la mañana, y mientras me tomaba el café con una

tostada, una sonrisa de satisfacción se escapó entre mis labios al acordarme de

ella. Mi instinto me decía que Loreta80 y yo nos podíamos convertir en buenas


amantes, ya fuera con sexo entre las dos solas o compartido con el chico de turno

que le acompañara (aunque quizá no debería de hacer mucho caso a mi instinto,

que ya me había traicionado en más de una ocasión). La única duda que me

surgía era si yo sería capaz de compartirla cuando llegara el momento. Pero

quien no se moja el culo no pasa el río —me repetí varias veces—, y decidí jugar
al juego que ella había propuesto, y dejar que el destino marcara después el resto

del camino.

Por la tarde retomamos nuestros mensajes, y poco a poco fuimos dejando al

descubierto nuestros deseos más íntimos y las fantasías más deseadas, aunque en

ningún momento conseguí que ella aceptara una cita las dos solas, como a mí me
hubiera gustado, por lo que, para no perder la oportunidad de estar con ella, no

me quedó otra opción que formar parte del trío con el que era también su
amante.

Un ménage à trois, una nueva experiencia que nunca había tenido y que
esperaba que no se convirtiera en otro fracaso; al menos yo pensaba poner de mi

parte todo lo que hiciera falta para conseguir que el sexo y los orgasmos más
placenteros fueran los protagonistas de este encuentro a tres.
Unos días después Loreta80 me envió un nuevo mensaje indicándome el
lugar y la fecha para la cita. Y yo acepté.
Capítulo 18 – Emparedada

Diario íntimo – 10 de diciembre



Esta tarde, contrariamente a lo que pude imaginar cuando acepté ir a la

cita, me he sentido humillada, pues me han utilizado para servir de colchón

sobre el que cabalgaron ellos dos. Pero ahora, cuando estoy dejando
constancia en este diario de las sensaciones padecidas y la frustración sufrida,

no sé bien si lo que me ha sucedido es motivo para llorar o más bien para reír,

aunque me inclino por esta segunda opción, pues al recordarlo me ha entrado

una especie de risa tontorrona imaginándome la escena con otra protagonista

que no fuera yo, y me parece humorísticamente lo más delirante que guionista

alguno hubiera podido imaginar.

Quedé con Loreta80 y su amante a las seis de la tarde en el centro de

Madrid, más concretamente en el número 1 de la calle Princesa; allí habían


alquilado un apartamento para tres horas, según me comentaron. Esto me

llevó a pensar que, tanto él como ella, tendrían la capacidad necesaria para
repetir orgasmo tras orgasmo, por lo que me hice la ilusión de que aquel
encuentro podía convertirse en una sublime experiencia sexual con tanto

tiempo por delante.


Aunque era la primera vez que nos veíamos en persona, no tuve ningún
problema para reconocerlos, pues ya cuando venían bajando por la calle
Princesa pude distinguir los dos cinturones amarillos reflectantes que se

habían puesto para ser reconocidos. La verdad es que me pareció un tanto

excesiva tan aparatosa señal, pues cuando ellos me indicaron, a través de un


mensaje de WhatsApp, que llevarían una señal reflectante, pensé en un

pequeño detalle en la solapa o prendida en la blusa, pero nunca algo tan


llamativo y a la vez tan hortera. Pero no quise sacar conclusiones de su

manera de identificarse, pensando más en cómo serían en la cama y cuál sería

el resultado de esa relación a tres que nunca había experimentado y que

morbosamente había aceptado.

Me acerqué a ellos con una sonrisa entre espontánea y fingida, y unos

besos sirvieron como primer saludo. No hubo más preliminares; él, con un

seco: “Vamos dentro”, abrió el camino que nos llevó a la recepción donde nos
entregaron la llave y una botella de cava como regalo de bienvenida. En el

ascensor ella acercó su cuerpo al mío en un inicio claro de seducción, y yo

acepté el roce de sus pechos contra los míos para romper la frialdad del
momento y comenzar a erotizar mis sentidos. Él permaneció al margen de

nuestros primeros escarceos sexuales, como si no tuviera nada que ver con
nosotras. No lo di mayor importancia, pensando que en la habitación su

comportamiento sería otro.


Llegamos a la planta 22. Al abrir la puerta, frente a nosotros se abría un

amplio ventanal que permitía contemplar unas fantásticas vistas de una de las
zonas más bonitas de Madrid: iglesias, monumentos, todo a nuestro alcance
visual, pero no estábamos allí para eso. En el techo del dormitorio, sobre la

cama, había un gran espejo, que me hizo suponer que estaba colocado así a

propósito, para reflejar todo lo que sucediera sobre las sábanas. Esto me hizo
recordar el vestidor de mi dormitorio con el consolador emergiendo del cristal,

y una sensación morbosa me invadió. Un minibar ocupaba una de las


esquinas. Ellos, con total naturalidad y sin ningún preámbulo, se quitaron

toda la ropa, que dejaron tirada en el suelo, como si esa acción la hubieran

repetidos cientos de veces. Un poco sorprendida, me quedé parada esperando a

ver cuál era su reacción. Él cogió el mando de la tele y, a los pocos segundos,

sobre la pantalla aparecieron las imágenes de una película porno: la

habitación se llenó con los gemidos y gritos de los protagonistas que estaban

follando. No me interesé mucho por la peli, pues nunca me motivó ver esas
escenas de falsos polvos y orgasmos fingidos, pero si a ellos les gustaba

escucharlo como si fuera “música de ambiente”, no iba a ser yo la les quitara

el gusto. Mientras estaba en esos pensamientos ella se acercó a mí y comenzó


a quitarme la ropa. Me gustó sentir sus manos desabrochándome los botones

de la blusa y bajándome la falda, hasta que me quedé cubierta solamente con


el diminuto tanga que me había puesto para la ocasión, y que dejaba a la vista

buena parte de mi sexo. Acercó su boca a mi oído, y susurrándome me pidió


que me tumbara en la cama. Él, mientras tanto, se sentó en el sillón que había

frente a nosotras y, mirándonos, comenzó a menearse la polla que aún la tenía


flácida y caída. Ella subió a la cama moviéndose y maullando como si fuera
una gata en celo. Se puso sobre mí, y abriendo sus piernas alrededor de mi

cabeza comenzó a mover las caderas hacia adelante y atrás rozando

suavemente su clítoris contra mi boca. Comencé a sentir el sabor a mar de su


coño húmedo, y mi lengua, excitada por un deseo irrefrenable de lamerla,

buscaba con ansiedad entrar entre los labios de su vulva. Como si fuera un
juego premeditado, ella se dejaba caer sobre mi cara para que mi lengua la

penetrara y, un segundo después, elevaba el culo para alejar su coño de mi

boca, provocándome una ansiedad desesperante. Sin embargo, el juego

comenzó a gustarme, pues me producía una excitación máxima, y, después de

permanecer unos minutos dejando que fuera ella la que llevara la iniciativa,

agarré con fuerza sus nalgas y la atraje hacia mí, para comerme todo su coño

húmedo y caliente hasta saciarme con los jugos libidinosos de su vagina.


De nuevo me susurró al oído, pidiéndome que cerrara los ojos y que no los

abriera hasta que ella me lo ordenara. Me imaginé que algo sorpresivo

vendría entre la oscuridad, pero estaba disfrutando tanto que no dudé ni un


segundo en seguir su órdenes. Noté cómo abandonaba la cama, y sus pasos se

fueron alejando unos metros. Oí el ligero sonido de la puerta del minibar al


abrirse. Mi curiosidad fue en aumento, pero permanecí con los ojos cerrados

para no romper la sorpresa del nuevo juego que ella estaría preparando.
Pronto la sentí de nuevo a mi lado. Agarró mis piernas, y con un enérgico

movimiento las abrió cuanto pudo, dejando mi sexo, también abierto,


desprotegido e indefenso. El ruido de un spray llegó a mis oídos, y mi coño se
llenó de una sustancia suave y fría que no fui capaz de adivinar en aquel

instante, hasta que ella acercó un poco con su dedo a mi boca, y pude

saborearlo: nata, era nata lo que cubría mi sexo. Tuve la tentación de abrir los
ojos para verlo, pero ella me volvió a ordenar con un susurro que

permaneciera quieta y con los ojos bien cerrados. Contrariamente a toda


lógica, el frío de la nata no rebajó mi excitación sino que me puso más

cachonda. Yo notaba cómo el flujo que comenzaba a manar de mi excitado

coño se mezclaba con la nata que lo cubría. Con el deseo urgente de que

comenzara a comerme, instintivamente alce las rodillas, dejando mi sexo

liberado de cualquier obstáculo. Al instante noté su cabeza entre mis muslos y

me imaginé su boca metida entre la nata. No pude aguantar más y abrí los

párpados para verla: la nata cubría parte de su cara, y parecía una


continuación de mi coño. Miré también hacia él, que continuaba sentado en el

sillón mirándonos, masturbándose cada vez con más intensidad. Su verga

había abandonado la flacidez y se mostraba más enérgica y dura. Dejé de


mirarle y mis ojos volvieron hacia ella, que buscaba con ansiedad mi clítoris

escondido entre la blanca capa que lo cubría. Ya no había suavidad en sus


movimientos: restregaba su lengua contra mi vulva, y la lamía y chupaba con

todas sus fuerzas hasta dejarla limpia de nata. Yo, al borde del orgasmo,
comencé a arquear mi cintura y a elevar rítmicamente las nalgas buscando su

boca, con el deseo de sentirme follada, y, de pronto, cuando todo mi cuerpo


estaba a punto de explotar de placer, ella se separó de mí y, con voz altiva, dijo:
“Ahora él también tiene que participar”. Quise protestar e, incluso, suplicar

para que siguiera, pero ninguna palabra salió de mi boca cuando vi que él se

echaba sobre la cama al lado de ella. Me quedé pensativa queriendo creer que,
tal vez, entre los tres podríamos terminar lo que ella y yo habíamos comenzado

y que había quedado interrumpido en el crítico momento.


Se tumbaron muy juntos frente a frente, se besaron. Él comenzó a

acariciar el coño de ella, y ella agarró con fuerza su verga. Yo permanecía

quieta en el otro lado de la cama, esperando entrar en el juego, sin saber cuál

iba a ser mi papel en aquella relación a tres. Temerosa de que me quedara

convertida en un mero elemento decorativo de aquel trío amoroso, les hice

notar mi presencia, y como si de repente se hubieran dado cuenta de que yo

también estaba allí, me colocaron en medio de los dos. Al sentir sus cuerpos
apretados contra mi piel, todas mis fantasías sexuales volvieron a renacer, y

pensé que había llegado el momento de empezar a disfrutar, realmente, de un

verdadero ménage à trois, y decididamente me dispuse a compartir toda mi


experiencia sexual con ellos, sin vergüenzas ni tabúes de ninguna clase. Él,

tumbado a mi espalda, comenzó a introducir su brazo entre mis piernas. Me


quedé quieta, esperando notar su mano acariciando mi clítoris o sus dedos

entrando en mi vagina, pero al instante comprobé que no era mi sexo lo que


buscaba sino el coño de ella, que gemía de placer. Al mismo tiempo, ella, con

sus brazos me rodeó la cintura y me atrajo hacia sí. Noté sus pezones junto a
los míos, y durante unos segundos la excitación volvió a recorrer mi cuerpo,
hasta que, desilusionada y engañada, me di cuenta que no era el roce de mis

pechos lo que buscaba sino la polla de su compañero que se movía inquieto a

mi espalda. Así, emparedada entre los dos, comprendí de pronto que me


estaban manejando como un elemento morboso más para satisfacer sus

fantasías sexuales, sin importarles mis deseos de placeres intensos. Me sentí


utilizada, como si fuera una loncha de mortadela entre dos rebanadas de pan,

pero no quise rendirme, porque la tarde era muy larga y tenía la esperanza de

que, un poco antes o después, yo me convertiría en la protagonista. Aún había

tiempo para que él me buscara con ansia para follarme con su polla

encendida, y para que ella deseara volver a tener entre sus labios mi coño

caliente.

Dejaron de masturbarse teniéndome a mí aplastada entre los dos como


mortadela emparedada. Comenzaron otro juego. Las primeras reglas me

parecieron interesantes y excitantes, pues yo me tenía que colocar boca arriba

en la cama con los brazos en cruz y las piernas abiertas, y ella se tumbaría
frente a mí y se pondría encima en la misma postura. Esto me llevó a pensar

que teniendo sus pechos contra mis pechos y su coño rozando el mío las
posibilidades de llegar a completar el orgasmo perdido eran reales. Me tumbé

sobre las sábanas. Ella se echó sobre mí y al instante noté el roce de sus tetas
apoyadas contra las mías y el vello de mi pubis tocando su pubis afeitado, lo

que me provocó una gran excitación que hizo que mi coño volviera a
humedecerse. Todo parecía preparado para conseguir, al fin, una explosión de
placeres; solo faltaba que él introdujera su polla empalmada entre nuestras

piernas abiertas y nos follara a una y a la otra repetidamente, hasta conseguir

un estallido brutal de orgasmos compartidos. Pero todas mis esperanzas se


vinieron abajo cuando él se echó encima de ella para encularla, y se olvidó de

mí y de mis deseos. Me quedé allí, tumbada, sin poder moverme y sin consuelo
sexual alguno, aguantando el peso de los dos y haciendo de colchón para

ellos.

Todavía me duele la espalda de soportarlos, mas no por eso voy a dejar de

buscar a un amante perfecto.

Y pensando en ello, cierro por hoy este diario.


Capítulo 19 – Singles

Durante los semanas siguientes a ese ménage à trois de tan desagradable

recuerdo, mi vida volvió a estar básicamente inmersa dentro de la más aburrida

rutina: peluquería una vez a la semana; cafés con las amigas los martes y jueves;
miércoles por las mañanas de tiendas y un ratito en el club de lectura de la

biblioteca por las tardes; los viernes algún cine de autor, y los fines de semana,

cuando todas mis amigas estaban ocupadas con sus respectivas parejas o de viaje

al pueblo de los padres (aunque la verdad es que no sé bien quién se aburría más,

si ellas o yo), permanecía en casa viendo alguno de esos programas de

pretendido entretenimiento que, lamentablemente, emiten a la par todas las

cadenas de televisión.

Después de las poco afortunadas experiencias vividas en la búsqueda activa


de un amante, decidí olvidarme de las páginas de contactos online y descarté por

completo nuevas citas a ciegas. Era consciente de que con esa decisión estaba
condenada, casi irremediablemente, a tener como únicos compañeros para mis
disfrutes carnales a esos tres discretos y sumisos juguetitos eróticos, que siempre

me estaban esperando en silencio y preparados para cumplir mis deseos y darme


placer, pero prefería eso a tener que volver a sufrir otra decepción en la búsqueda
de nuevas relaciones sexuales, o lo que resultó aún peor, soportar sobre mi
cuerpo denudo la humillación de verme convertida en el colchón sobre el que

una pareja se enculaba.

En más de una ocasión algunas conocidas de peluquería me habían propuesto


ir a bailar a una popular sala de fiestas, donde, al parecer, se podía ligar con

cierta facilidad con maduritos dispuestos a echarse en tus brazos a la menor


insinuación, y a follar si te dejabas querer un poquito. Pero nunca fue mi fuerte

eso del baile; no me gustaba ni me sentía cómoda agarrada a un desconocido

dispuesto a mostrarte la dureza de su verga mientras se apalanca contra tu cuerpo

al compás de una canción verbenera. Quizá era un buen medio para ir

conociendo y descartando hombre tras hombre, hasta encontrar al fin un buen

amante, no lo pongo en duda, pero no estaba dispuesta a cambiar todos los

criterios que me han acompañado hasta estos momentos en la vida, solo para
conseguir un par de polvos, por mucho que lo echara en falta.

Durante este tiempo también recibí algunos mensajes a través de WhatsApp

invitándome para asistir a nuevos Tuppersex, pero ni siquiera eso me hacía ya


ilusión, pues ninguna novedad de lo que allí se pudiera ver me podía

proporcionar lo que yo estaba buscando. Tenía claro que los caminos para
reencontrarme con el placer tenían que ser otros distintos a aquellos por los que

había estado transitando.


Aburrida como estaba, y dispuesta a explorar nuevos horizontes, al fin caí en

la tentación y decidí acompañar a una de mis mejores amigas de peluquería a


una “quedada de singles”, como ella lo definió. No es que nunca hubiera oído
hablar de “quedadas” y de “singles”, palabras que circulaban por la Red de una

manera habitual, pero no había pensado en ello como algo que me pudiera llevar

a conocer a un amante perfecto; esas “quedadas” siempre me parecieron


reuniones de solteros y solteras en las que ocultaban sus fracasos e indecisiones

amparándose en el barullo de la multitud.


Acepté sin ninguna esperanza de que pudiera encontrarme con el hombre o la

mujer que me hiciera explotar de placer durante horas y días. Me conformaba

con pasar una tarde distendida, distinta a la monotonía habitual, y allí nos fuimos

mi amiga y yo vestidas con tacones altos y escotes bajos, como mandan los

cánones estilísticos para esas ocasiones.

El lugar de la “quedada” era un conocido restaurante en Torrejón de Ardoz.

En primer lugar estaba previsto un lunch informal, tipo buffet, de manera que
pudiéramos ir de un lado a otro, para comentar o cotillear con esta, este o

aquella, sin la limitaciones de una comida formal al uso, con mesa y mantel,

donde solamente existe la opción de hablar con los que tienes a tu alrededor.
Después llegarían las copas, con alcohol de más o de menos, según las

necesidades de desinhibición de cada cual, y, cómo no, el “ligoteo”, que, para


qué engañarnos, es el fin primordial de ese tipo de reuniones. Yo, que iba de

novatilla, y aunque nunca descarto de antemano ninguna posibilidad, no me


había hecho muchas ilusiones de encontrar allí a alguien interesante que pudiera

cubrir mis necesidades sexuales. Conocer un nuevo ambiente y divertirme un


rato, ese era mi propósito inicial para esa tarde.
Nada más abrir la puerta de entrada del restaurante una mezcla intensa de

perfumes diversos me envolvió. A pesar de la excesiva mezcolanza de olores, sin

embargo el lugar no resultaba desagradable sino más bien lo contrario, como si


todo estuviera preparado para que las sensaciones más carnales se excitaran

rápidamente y sirvieran para romper los miedos del primer encuentro y aflorar
los deseos más íntimos e inconfesables. Las sonrisas directas y los besos de unas

a otros dejaban al descubierto a los que ya se conocían de “quedadas” anteriores,

mientras que a los nuevos y nuevas se les veía más retraídos. En ninguno de los

dos extremos me encontré, pues mi amiga me fue presentando aquí y allá a

conocidos y conocidas, lo que me hizo integrarme con facilidad en el grupo.

En ocasiones había oído decir que la “competencia” en esas “quedadas de

singles”, especialmente entre las féminas, era brutal, y la verdad es que nunca
entendí a qué se referirían esos comentarios, pero cuando vi la manera de vestir

de las que por allí andaban saltando de grupito en grupito, comencé a

comprenderlo. Por consejo de mi amiga, yo había ido vestida un tanto


provocativa: mi escote rebasaba con creces el canalillo de los pechos; la hechura

del vestido se ajustaba como una segunda piel a mi cuerpo, dejando bien al
descubierto mis voluptuosas redondeces, y una generosa abertura lateral en la

falda mostraba parte del muslo al andar. Todo esto complementado con unos
zapatos de tacón alto para realzar la figura. Pensé que con ese estilismo sería

suficiente para provocar un golpe visual entre los hombres que me rodearan,
hasta que me fijé en la vestimenta de las demás. Si en algún momento llegué a
imaginarme que iba a llamar la atención con ese sensual look que me había

puesto, pronto me di cuenta de lo muy confundida que estaba, pues casi todas me

superaban en atrevimiento: algunas llevaban faldas tan cortas que a la menor


inclinación dejaban ver el borde del encaje de sus bragas, y cuando nada se veía

era fácil adivinar que ni siquiera las llevaban puestas; otras vestían blusas de
malla transparentes a través de las que quedaban casi a la vista la redondez de

sus pezones arrebolados; las había con leggings, efecto piel, tan ajustados, que

marcaban con nitidez el contorno de los labios del sexo; espaldas al descubierto

hasta la ranura del pompis; ombligos al aire; tetas operadas escapando entre la

escasa tela de los escotes. Mucha competencia carnal, me dije a mí misma.

Los hombres, a la hora de vestir, suelen ser muy previsibles, y los que por

allí pululaban en busca de algún ligue rápido y fácil no eran una excepción. Lo
mejor y, a la vez, lo peor que se podía decir de ellos era que todos parecían

sacados del mismo escaparate: Los cabellos canosos y las entradas profundas y

las calvas brillantes afloraban en demasiadas cabezas. Pocos se libraban de


barriguitas incipientes, y más de uno mostraban barrigas prominentes que les

desajustaban los botones de las camisas. La mayoría vestían ropas


pretendidamente juveniles, con la paradójica intención de disimular sus

cincuentones años. Todos demasiados iguales, me dije a mí misma.


Entre canapé y canapé, y entre vino y vino, poco a poco la reunión se fue

animando. El ambiente se llenó de una especial sensualidad. Después, las copas


comenzaron a hacer su efecto entre los unos y las otras, y llevados por los
efluvios del alcohol los cuerpos y las mentes de los “singles” comenzaron a

excitarse: los roces se fueron convirtiendo en abrazos, los abrazos en

achuchones, y algunos achuchones terminaron en desahogos sexuales tras los


biombos que había en las esquinas del local.

Yo no había encontrado a nadie que me atrajera lo suficiente sexualmente


como para lanzarme a compartir abrazos, y mucho menos achuchones, por lo

que permanecí observando con curiosidad mientras me tomaba una copa de

Ballantine´s con hielo y agua. Estaba allí, absorta, mirando a un lado y al otro,

cuando noté su presencia cerca de mí. No me había fijado antes en él, y me dije a

misma que había sido un fallo imperdonable, pues era, tal vez, el más interesante

de todos: alto; no excesivamente guapo pero sí muy atractivo; cuerpo atlético;

tripa inexistente; barba cortita y bien cuidada; cabello entrecano que le daba un
aspecto de maduro seductor; camisa y chaqueta informal a la vez que elegante.

Bebí un trago largo mientas, disimuladamente, me volví hacia donde él estaba.

Mis ojos se cruzaron con los suyos, y entonces me di cuenta que también me
observaba con interés. Con un movimiento intencionado procuré que la abertura

de la falda dejara al descubierto parte de mi muslo. Su mirada fue bajando,


recorriendo mi escote hasta llegar a la pierna desnuda. Forcé un poco más la

postura, para hacer aún más provocativa la insinuación. Pronto vi el deseo de


ligarme reflejado en sus pupilas, y una sonrisa delatora se escapó entre sus

labios. Respondí con otra sonrisa al tiempo que acercaba el vaso a mi boca;
después, como si quisiera eliminar las gotas de whisky que habían quedado
pegadas al rojo carmín, con la punta de la lengua recorrí mis labios con

sensualidad. Él cogió también su vaso, y decidido salvó la corta distancia que

nos separaba. Debo reconocer que cuando se fue acercando un revoloteo de


mariposas comenzó a recorrerme por dentro, como si fuera una colegiala al

sentir la proximidad del chico guapo de la clase. Hacía tiempo que no sentía esa
especial sensación, pero me quise hacer la dura para no caer rendida en sus

brazos antes de saber cuáles eran sus deseos e intenciones; tenía claro que no me

interesaba un novio formal ni tampoco decepciones nuevas. Esperé a que él

iniciara la conversación:

—Hola. —La sonrisa se amplió en su boca.— Durante toda la tarde no he

conseguido una mirada tuya. Tal vez porque no soy tu tipo o no te haya resultado

interesante —dijo.
Me quedé un tanto perpleja y cortada, pues había pensado que tampoco él me

había visto hasta ese momento.

—Lo siento… —dije titubeante—, pero la verdad es que no te he visto hasta


ahora.

—Pues para mí tú no has pasado desapercibida durante todo este tiempo —


dijo. Y volvió a sonreír.

Decidí hacerme la interesante y, a la vez, la agraviada.


—Poco interés habrás tenido si en toda la tarde no te has dignado dirigirme

ni un simple saludo de cortesía —dije, intentando mostrarme esquiva.


—Falta de atrevimiento para presentarme ante la mujer más atractiva de la
fiesta —dijo.

—No creo que sea para tanto —contesté—. Esto está lleno de mujeres

guapas y, sobre todo, más sexis que yo.


—Lo intentan con sus provocativas vestimentas, pero no lo consiguen —dijo

seguro.
Sus halagos comenzaron a hacer mella en mi ego de mujer, pero quería

resistirme todavía un poco, no mostrar mi punto débil, hacerle batallar si quería

conseguir algo más que una simple conversación en medio de una “quedada” de

solteros y solteras.

—Muy adulador te veo. Quizá sea lo que dices a todas —contesté,

intentando mostrar un frialdad que en absoluto sentía.

—No te creas… No soy muy dado a lanzar elogios a quien no me gusta de


verdad, y tú eres la única que me ha hecho cosquillitas en el estómago esta tarde

—dijo.

El tono convincente de sus palabras y su sonrisa franca fueron rompiendo


toda desconfianza y, poco a poco, fui dejando que mi corazón y mis deseos

hablaran por mí.


—Tal vez… tal vez tenga que creerte, aunque no sé yo si…

La conversación se fue alargando, y al cabo de unos minutos nos fuimos


apartando del ambiente ruidoso del grupo para seguir contándonos parte de

nuestras vidas. Me enteré entonces que era soltero, sin compromiso alguno, lo
que me alegró saberlo, pues así evitaría situaciones adversas como las pasadas.
No tuvimos inconveniente en hablar de los deseos más personales e íntimos, y

eso nos abrió la posibilidad de futuros encuentros. Antes de que la “quedada de

singles” diera por finalizada, nos intercambiamos los números de teléfono y


quedamos en vernos en un tú a tú más personal y directo.

El día había comenzado sin ninguna perspectiva real de encontrar a alguien


interesante en la reunión de singles, pero el destino es el que, a veces, nos pone

en el camino aquello que deseamos pero que no confiamos en hallar, y en esta

ocasión parecía que así había sido.


Capítulo 20 – Un Trío Inesperado

Diario íntimo – 4 de febrero



Después de las anteriores experiencias, que terminaron de manera tan

poco favorable para cumplir con mis expectativas y deseos sexuales, esta

mañana, cuando abandoné la cama, y antes de entrar en la ducha para


apartar de mis sentidos la somnolencia acumulada durante la noche, me paré

a pensar en la nueva cita prevista para hoy. El temor a que el encuentro

terminara en un nuevo chasco, pifia o vergonzante ridículo me había

atormentado durante buena parte de mis sueños, y por eso alrededor de mis

ojos unas profundas ojeras se mostraban en mi rostro con toda virulencia. A

pesar de esas dudas y recelos, me dije a mí misma que la suerte no tenía por

qué ser esquiva conmigo y mi sexo una vez más, y me apuré a poner un poco

de esperanza y confiar que la diosa Afrodita esta vez sí me llevara hasta el


limbo de esos placeres tan buscados y que tanto se me resistían. En esta

ocasión el azar o los dioses (a través de una inesperada “quedada de singles”)


habían puesto en mi camino a un madurito que, además de guapo, era libre,
sin compromisos de pareja ni de hijos, y, al menos en apariencia, sexualmente

muy activo. Solo esperaba que no me fallase en el momento más importante,


como me había sucedido, para mi desgracia, en los anteriores encuentros.
A la una del mediodía habíamos quedado citados, por lo que me tomé con
tranquilidad lo de acicalarme, prepararme y buscar la ropa que consideré más

adecuada para presentarme ante él. Para esta cita había decidido no ir

demasiado insinuante, ni que mis pezones mostraran toda su erótica redondez


a través de la fina tela de una blusa. No sé por qué tomé esa decisión; quizá

fue para cambiar un poco la escenografía de las veces anteriores, e, intentar,


de esa manera, poner la suerte a mi favor, o, simplemente, que me había

cansado de ir de mujer provocativa por la vida, sin que esa actitud me hubiera

proporcionado, hasta el momento, más placeres que a esas otras que van por

el mundo llevando como bandera e insignia el recato en el hablar y la

decencia en el vestir, y que después actúan como ordinarias putas callejeras en

cuanto la oscuridad se prende de su desnudez. Fuera como fuera, busqué

entre las perchas un conjunto que sin ser muy sugerente no fuera en exceso
monjil, pues tampoco era cuestión de quitar, a ese que se tendría que convertir

en mi nuevo amante, todas las ganas de poseerme y de follarme.

Como no teníamos necesidad de discreción alguna, pues los dos éramos


libres y no teníamos que dar explicaciones a nadie, habíamos quedado en El

Corte Ingles de la calle Princesa, en el departamento de libros. Cuando entré


—a propósito unos minutos después de la hora fijada, para hacerme la

deseada— lo vi en la sección de literatura clásica erótica con un ejemplar del


Kama-Sutra en la mano. Me quise hacer la interesante, y en lugar de

acercarme directamente, me fui hacia la sección de novelas contemporáneas


españolas, para que fuera él el que me buscara. Cogí el primer ejemplar que
encontré a mano: se trataba de una novela de un autor para mí desconocido;

la obra se titulada “La Ciudad Negra”, y tenía una portada que me pareció

muy sugerente: el rostro de una monja joven y al lado el de un hombre


maduro pero interesante, lo que me llevó a pensar, después de leer la sinopsis,

que alguna intensa relación tendría que haber entre ellos en la historia.
Aunque no había ido allí para eso, decidí comprarlo por la curiosidad que me

había despertado. Cuando fui a la caja para pagar, él se acercó por detrás y

me susurró un hola al oído. Me hice la sorprendida. Lo miré y nos sonreímos

los dos. Cogió de mi mano el libro que iba a comprar, y dijo:

—Este será mi primer regalo para ti.

Fue un detalle que me sorprendió y me agradó, y me hizo pensar que, tal

vez, la suerte iba a dejar de ser esquiva conmigo, y se iba a poner de mi parte
para hacer realidad todos esos deseos de amores y placeres aún no cumplidos.

Salimos del centro comercial juntos, dejando que nuestras manos se

rozaran. Dando un paseo me fue llevando hasta un restaurante situado unas


calles más abajo. No teníamos prisa, y aquello comenzaba a gustarme, pues al

contrario que las veces anteriores no había urgencias para quedarnos sin ropa
y follarnos como animales en celo.

Llegamos al restaurante, situado en un espléndido edificio de corte


modernista. La decoración del interior, elegante y refinada, me produjo una

agradable y cálida sensación. Nos sirvieron un menú degustación,


especialidad de la casa, que resultó exquisito, acompañado con un excelente
vino de Ribera del Duero, y para terminar saboreamos un delicioso postre

dulce. La sobremesa la alargamos brindando con champagne, hasta

acabarnos la botella entera. Quizá, arrastrados por el subconsciente,


queríamos abusar más de la cuenta de la burbujeante bebida para empezar a

perder todo pudor, antes de entregarnos a las pasiones sexuales más locas y
desenfrenadas.

Una vez en la calle cogimos un taxi que nos llevó al apartamento donde él

vivía: un edificio moderno en un barrio de clase media-alta. Para mi sorpresa,

cuando abrió la puerta nos salió a recibir un perro grande de un llamativo

color dorado rojizo. Nunca había tenido la tentación de convivir con ningún

animal, y un cierto desconcierto se debió de notar en mi cara. Él se dio cuenta

al instante. Me tranquilizó diciendo que era muy cariñoso e inteligente; un


Braco Húngaro, según comentó, y la verdad es que por las carantoñas que

hacía a su amo parecía estar muy bien adiestrado, por lo que me relajé. El

perro se fue a tumbar a una alfombra que había en el salón, y yo me olvidé de


él.

Mi nuevo aspirante a amante perfecto me cogió por la cintura y me llevó


hasta el dormitorio, que estaba unido al salón a través de un arco abierto y sin

puerta. Una luz suave y cálida caía sobre la cama. Pronto sus dedos
comenzaron a jugar con los rizos de mi pelo, y su boca se acercó a la mía.

Pude notar aún el sabor afrutado del champagne y sentí una mezcla de
sensaciones contrapuestas. Reaccioné dejando mis labios entreabiertos, y él
los besó con pasión al tiempo que introducía su lengua en mi boca. Rodeé con

mis brazos su cuello buscando que aquel beso no terminara nunca. Su cuerpo

pegado al mío me hizo estremecer y un calor lujurioso comenzó a cubrirme


cada centímetro de la piel. Sus labios abandonaron los míos para ir hasta el

lóbulo de la oreja, y después fueron bajando hasta el cuello. Un apetito intenso


de poseerlo, de hacerlo mío, me fue invadiendo, y perdiendo todo pudor

comencé a desabrochar los botones de su camisa. Acaricié los músculos

ligeramente marcados de su abdomen. Él, contagiado por la sensualidad de

mis caricias, arrancó la botonadura de mi blusa, y mis tetas, liberadas y sin

nada que las retuviera, se apretaron contra su pecho. Los pezones, erizados al

rozar con el ligero y suave vello que lo cubría, se me endurecieron. Con los

dedos los apretó con apasionada intensidad. Sus fuertes brazos me enlazaron
por la cintura. Su cuerpo y mi cuerpo quedaron febrilmente unidos. Noté su

sexo, firme y duro, pegado a mi pelvis. Los lujuriosos deseos de placer que

fluían bajo la fina tela de mis bragas anularon cualquier atisbo de resistencia.
Las palpitaciones del corazón galopaban violentamente dentro de mi pecho.

Comencé a notar una húmeda sensación entre las piernas. Él continuó


besándome en el cuello, y, al fin, sus manos bajaron despacio recorriendo

cada centímetro de la piel en busca del clítoris. Comenzó a tocarlo con


suavidad ¡uummm…! y poco a poco fue presionándolo. Los primeros gemidos

lujuriosos salieron de mi boca sin poder evitarlo. Bajó un poco más y me


introdujo dos dedos dentro de la vagina. Noté un especial y caliente infierno
celestial dentro de mi vientre. Dejé caer la falda para entregarle mi desnudez

claudicante. Él se despojó al instante del pantalón y se quitó el slip,

mostrándome un atractivo cuerpo fibroso y moldeado. Su verga, con una


dureza propia de un animal excitado en busca de hembra, se elevaba orgullosa

hacia el cielo como si estuviera retándome, y yo, dejándome caer sobre la


cama, abrí cuanto pude las piernas para devolverle el reto. Él lanzó su cuerpo

sobre el mío y, fundidos en uno solo, nos revolcamos sobre la cama deseosos

de placeres intensos. Sus dedos volvieron a estar dentro de mí, muy dentro, y

con fuerza entraban y salían de mi vagina. Intentaba gritar, pero no podía

pues mi boca estaba llena con sus besos y su lengua; solo jadeos sordos se

escapaban entre mis labios. Viendo cómo se excitaba y cómo me estimulaba

empecé a pensar que aquel sí podía ser el amante perfecto. Arqueé la cintura y
moví con ímpetu las caderas de abajo a arriba y de arriba abajo para

intensificar las sensaciones placenteras que estallaban dentro de mí, y

liberándome de sus besos grité y grité al tiempo que le pedía que siguiera
penetrándome sin parar.

El perro, seguramente atraído por los gritos, se introdujo en el dormitorio


echándose a los pies de la cama. En aquel momento no supe si ese acto era

motivado por un instinto innato de protección a su amo o si, por el contrario,


le habían atraído los desbordantes efluvios eróticos que emanaban de nuestros

cuerpos. Me olvidé del perro para seguir disfrutando de sus dedos, que
volvieron a acariciar con delicada fuerza mi excitado clítoris. Con
incontenibles deseos de que me follara le agarré de los glúteos y le atraje hacia

mí. Él se echó encima, y su pene, erecto y caliente, lo fue introduciendo poco a

poco en mi vagina. Cerré los ojos para concentrar todos mis sentidos en la
intensidad del placer que me producía sentirme toda llena, llena por una polla

grande y gorda que comenzó a entrar y salir rítmicamente entre los impúdicos
labios de mi sexo. Mis pensamientos y deseos se centraban solo en mi coño

húmedo y en su verga hambrienta de placer. Los gritos erotizados que se

escapaban de mi garganta se unían a los de él, y el dormitorio se inundó de

palabras carnales, soeces y desenfrenadas. De pronto noté que sus acometidas

se hacían más profundas y pesadas, como si de repente su cuerpo hubiera

aumentado de volumen y peso. Abrí los ojos para comprobar si algo extraño le

había pasado, y me llevé una gran sorpresa al ver al perro subido sobre su
espalda, con las patas apoyadas en los hombros, y el hocico, con la lengua

fuera, asomando tras su cabeza.

Él, en un desesperado intento de quitárselo de encima, movía


violentamente su culo hacia atrás y hacia adelante, y esa violencia en los

movimientos me proporcionaba a mí un gozo indescriptible, pues su polla


entraba y salía de mi vagina con una intensidad inenarrable. El animal seguía

agarrado con fuerza al cuerpo del que en aquellos momentos era mi amante.
Jadeaba y se movía como si estuviera montando a una perra en celo, y no

parecía dispuesto a bajarse del lomo de su amo, algo que yo agradecía en


grado sumo, pues gracias a él estaba siendo follada de la manera más animal
y brutalmente placentera que nunca hubiera podido imaginar.

¡Así… así… así… sigue… sigue… no pares!, gritaba como una loca una y

otra vez, sin saber si realmente me estaba dirigiendo a él o a su perro, o a los


dos al mismo tiempo, pues ambos estaban colaborando en llevarme al

paroxismo de los placeres más inesperados. Mi coño enloquecía al notar las


enérgicas arremetidas multiplicadas por el empuje de los dos al unísono,

aunque el perro fuera un colaborador involuntario. Sabía que estaba a punto

de que mi cuerpo entero explotara de placer, y por eso alargué los brazos todo

lo que pude y le agarraré a él y al perro para que ninguno se escapara y

permanecieran sobre mí hasta que un orgasmo fabuloso y único saliera de mi

vagina y me recorriera cada centímetro de la piel. Al fin, una explosión

maravillosa, como si miles de fuegos artificiales de colores hubieran estallado


al mismo tiempo, se extendió por todos mis sentidos y me derramé sobre las

sábanas calientes.

Él, a pesar de tener al perro encima, siguió metiendo y sacando su excitado


pene entre los labios húmedos de mi vulva abierta, con el claro propósito de

correrse dentro de mí, pero, de pronto, un grito sordo se escapó de su boca y


comenzó a maldecir mientras mostraba gestos de dolor en el rostro.

<<¡Quítamelo de encima… quítamelo… que me la ha clavado…!>> gritaba


pidiéndome auxilio. Yo poco podía hacer, pues estaba aplastada por el peso de

los dos, sin posibilidad de moverme. El perro movía su cuerpo cada vez con
más brusquedad, y los gritos de su amo se incrementaban al notar la verga del
animal introduciéndose más y más en su culo. La situación era tan

embarazosa que no sabía si reír o llorar. Retorciéndome, como si fuera una

contorsionista de circo, al fin pude escapar por un lateral de la cama, y lo que


vi cuando estuve de pie me produjo una incontrolable carcajada que no pude

evitar a pesar de que me daba cuenta que él estaba sufriendo mucho.


<<¡Quítamelo de encima… por favor…. haz algo… no puedo… no puedo

soportarlo más!>> El perro se lo estaba follando con toda la fiereza animal, y

la verga del animalito debía estar muy dentro pues no se veía nada de ella. Y

yo, que no conocía nada de comportamientos perrunos, y mucho menos de

perros copulando, no sabía qué hacer para separarlos.

Era verdaderamente esperpéntica la escena: yo, desnuda, con el sudor del

orgasmo ya frío en mi piel, y paralizada ante la inesperada situación que tenía


delante. Él, a cuatro patas, con el cuerpo un poco inclinado hacia adelante y

mordiendo las sábanas, seguramente para soportar mejor el dolor que sufría, y

farfullando unas veces maldiciones y gritos contra su perro y otras pidiéndome


ayuda. Y el perro, montando y enculando a su amo, repitiendo cada vez con

más intensidad rítmicos movimientos en cada envestida, y sin hacer el menor


caso a las órdenes de su dueño.

El miedo a recibir una dentellada si metía la mano para separarlos me


impedía hacer nada, pero temiendo que algo realmente malo le pudiera estar

sucediendo, decidí pedir ayuda y, con la intención de llamar al 112, fui a


buscar el móvil que tenía en el bolso que había dejado sobre el sofá del salón;
pensé que ellos me podrían indicar la manera de actuar o, incluso, venir a

socorrer a este amante que ahora se encontraba en esa situación tan incómoda

y vergonzante. Cogí el teléfono y, antes de marcar el número telefónico, volví


al dormitorio para comprobar si la situación seguía siendo la misma. Para mi

tranquilidad algo había cambiado, pues el perro ya no estaba encima de él, y


jadeando permanecía sobre la cama en posición opuesta a la de su amo. Más

tranquila respiré hondo, pensando que lo peor de aquel momento había

pasado, pero pronto pude comprobar que nada era lo que en un principio

parecía, pues los dos seguían unidos, colocados culo contra culo, con el pene

perruno dentro del ano humano. De nuevo me quedé sin habla y paralizada, y

a mi memoria me vino una escena que hacía algún tiempo vi en un parque

cercano a mi casa: Me encontré con una perrita y un perrillo unidos por


detrás y sin poder separarse. Yo, en aquella ocasión, desconocedora de los

comportamientos sexuales entre canes, pensé que algo malo les estaba

pasando, y reclamé con urgencia la ayuda de los que por allí paseaban con
otros perros. Entre risas me dijeron que me tranquilizara, y me comentaron

que, después de la cópula, los canes quedaban enganchados porque el pene del
perro se hinchaba y se ensanchaba dentro de la vagina de la perra, y no

podían soltarse hasta que no volviera a la normalidad, situación que podía


llegar a durar, en algunos casos, hasta media hora.

Después de recordar aquella escena perruna, miré a la cama donde amo y


perro permanecían pegados y mirando en sentido opuesto, y me di cuenta que
se encontraban en la misma situación que los peritos del parque, y sentí

verdadera compasión por el que momentos antes había sido mi amante. Le

sugerí la posibilidad de llamar al 112 para que vinieran en su ayuda, pero con
un desgarrador tono de voz me rogó que no lo hiciera, decisión que comprendí

sin ninguna duda, pues a mí también me hubiera resultado muy humillante


verme en tal postura delante de policías y asistentes de bata blanca.

Pensando que, irremediablemente, aún permanecerían muchos minutos

enganchados, y que mi presencia allí, viéndole en aquella posición tan

indecorosa, podía ser hiriente para sus sentimientos, me fui a la ducha para

limpiar mi piel del sudor frío del polvo disfrutado y, de paso, despejar mi

mente.

Cuando acabó todo, el perro, moviendo alegremente la cola, se fue a


tumbar a la alfombra del salón, y él, dolorido y andando despacio con las

piernas abiertas, amablemente me pidió que le dejase solo, y se disculpó por no

poderme acompañar a la puerta.


Así acabó una relación que en un principio había sido muy prometedora,

hasta que se cruzó en nuestro camino la ansiedad sexual de un perro.


Y lamentándome por seguir sin encontrar a ese amante perfecto que tanto

ansío tener, cierro por hoy este diario.


Capítulo 21 – Cuerpos mixtos celestiales

Fracaso tras fracaso; cada situación que me había tocado vivir y

experimentar en la búsqueda de un amante perfecto había sido más incómoda

que la anterior: unas veces la decepción se había convertido en la protagonista de


la historia, en otras ocasiones el resultado fue humillante, e, incluso, se podría

considerar como delirante alguno de los hechos que había soportado y vivido;

esa, y no otra, había sido la triste realidad. Decepcionada, aparté de mi mente

esos deseos desenfrenados de sexo carnal, y me dejé arrastrar por la monotonía

del día a día, dejando los instantes placenteros para la intimidad del hogar, donde

mis tres amantes imperfectos me esperaban siempre dispuestos a complacerme.

Debo confesar que la rutina pronto se convirtió en hábito y, poco a poco, el

hábito se fue apoderando de mis instintos más primarios y los fue neutralizando,
de modo que, casi sin darme cuenta, mi apetito sexual quedó relegado a unos

pocos momentos dentro de la bañera o frente al espejo de mi vestidor, cada vez


con menor intensidad y cantidad.
Una tarde, mientras me encontraba dentro del agua, con la espuma del baño

rodeando mis pezones y con el pequeño vibrador moviéndose ruidoso sobre el


clítoris, me pregunté qué coños hacía allí sola, con una masturbación que ya
apenas me hacía gemir de placer. Dejé el vibrador a un lado de la bañera, y
empecé a pensar por qué había caído mi vida en esa monotonía insulsa, con

renuncia al sexo más divertido y alocado. Aún me consideraba una mujer joven,

aunque madura, y me dije a mí misma que no debería enterrar mi vida sexual


entre cuatro paredes. A mi memoria llegaron algunos instantes pasados, cuando

manos ajenas recorrían mi sexo caliente y yo gritaba de placer al sentirlas sobre


mí. Tal vez los caminos recorridos en busca de amante no habían sido los

adecuados, o quizá debería olvidarme de encontrar un amante perfecto e ir en

busca de otro tipo de aventuras sexuales que, por lo que había oído en los

cotilleos de la peluquería, sin duda ninguna existían. Salí del baño dispuesta a

explorar nuevos destinos en los que el sexo dejara de ser monótono y aburrido.

Entre tinte y tinte y entre cafés y cafés fui poniendo toda mi atención en

escuchar lo que unas y otras contaban, sin rubor alguno, sobre sus deslices
amorosos y las aventuras sexuales que habían disfrutado más allá del colchón de

su propio dormitorio. No me interesaba conocer los pormenores de los hechos en

sí mismo, pues no buscaba la morbosidad sexual de las historias, sino que quería
saber cómo llegaron a conseguirlo. Por no estar de acuerdo con mis gustos,

descarté por completo todo aquello que había tenido su inicio en un ligoteo
facilón en discotecas o salas de fiesta; no me atraía nada meterme entre luces

sicodélicas y música estridente a esperar que algún tipo me guiñara un ojo desde
la barra, o se acercara a pedirme un baile. Tampoco estaba dispuesta a sentarme

en la terraza de una cafetería, y mostrar una postura insinuante para llamar la


atención del primero que estuviera mirando en alguna mesa cercana, como
hacían otras. Nada de eso me había gustado nunca, y no pensaba cambiar,

aunque por los comentarios que escuchaba, parecía ser el único modo de

conseguir atraer a moscones dispuestos a comerse la miel de mi sexo.


Estaba a punto de rendirme de nuevo, cuando una mañana, en la peluquería,

llegó a mis oídos una confidencia, hecha con mucha discreción entre dos
conocidas. Una confesaba a la otra que tenía bajo su protección a un gigoló para

suplir lo que en casa no le daban, y, por lo que pude escuchar, estaba

entusiasmada. El inoportuno ruido del secador sobre mi cabeza me impidió

averiguar si el gigoló iba con ella solo por placer o también por dinero. Después

de escuchar aquella ajena confesión, una idea, un tanto loca, comenzó a circular

por mi cabeza: ¿Y por qué no…? Al fin y al cabo, todo tiene un coste en la vida,

y mucho más si lo que buscas es placentero —me dije.


Los días siguientes no pude apartar de mi mente esa loca idea. De gigolós

sabía solo lo que había podido leer en la prensa del corazón, y siempre los vi

relacionarse con mujeres de un alto nivel económico, lo que no era mi caso, pues
mi economía, aunque no era mala, tampoco estaba para grandes dispendios; pero

nada de esto conseguía hacerme olvidar esa nueva posibilidad en la que nunca,
nunca, había pensado ni, mucho menos, imaginado que pudiera formar parte de

mi vida sexual. Sin poder remediarlo esos pensamientos seguían dando vueltas y
más vueltas dentro de mi cerebro, por lo que decidí informarme para conocer

algo más de ese mundillo, y nada mejor que recurrir a internet, donde es difícil
no encontrar una respuesta a cualquier tema planteado.
Encontré varias páginas web que ofrecían servicios “completos” de

compañía con esbeltos chicos, pero todo mi interés quedó enterrado cuando vi

las tarifas. ¡Por Dios! ¿Cómo era posible que la prostitución masculina fuera tan
carísima? Una gran desilusión se apoderó de mí, y llegué a pensar que mi vida

sexual iba a estar unida, definitivamente, a esos fríos amantes de plástico,


gelatina y silicona que permanecían silenciosos en mi casa. Pero como nunca he

estado dispuesta a rendirme a las primeras de cambio, seguí investigando sobre

qué lugares eran en los que se movían esos gigolós o putos masculinos que

ofrecían su cuerpo para disfrute de mujeres, y qué posibilidades podía tener para

relacionarme con alguno ellos de un modo discreto. La calle y algún club

privado era lo único que encontré que fuera accesible para mi mediana

economía, y decidida a probar suerte me preparé para hacer una incursión con
total cautela a algunos de esos lugares.

Por no saber cómo funcionaban, y con cierto temor a meterme en algún sitio

poco recomendable para una mujer sola, en un principio descarté entrar en los
clubs donde se podría encontrar ese ambiente, y me dispuse a realizar mis

indagaciones en espacios abiertos, es decir, en la calle. Descarté zonas lóbregas y


cutres, pues no buscaba sensaciones de terror sino entornos agradables. Un día,

en horas ya avanzadas de la noche, me acerqué, muy discretamente, a uno de los


lugares en los que, según me habían informado, había gigolós y prostitutos de

diversas clases y tendencias. La zona, en la que transcurría esa clandestina e


impúdica vida nocturna que andaba buscando, era conocida en el argot popular
como ‘Fortuny Night’. Entre dos o tres calles, de las más importantes y selectas

de Madrid, se movían, como gacelas nocturnas, un nutrido grupo de travestis,

transexuales y chaperos que, exhibiéndose sin pudor por las esquinas, se ofrecían
a mujeres y hombres por igual. Estaban visiblemente separados unos de otros

según los servicios que ofrecían, tal vez para no pelearse entre ellos o para no
confundir a los posibles clientes. En una rápida decisión descarté en primer lugar

al grupo de chaperos, por considerar que su interés se centraba más en ofrecer su

sexo a los hombres que a las mujeres. También pasé de largo por la calle que

ocupaban los travestis, y centré todo mi interés en los transexuales, que

despertaron en mí una morbosa curiosidad con sus movimientos ambiguos y

fascinantemente perversos. La mayoría de ellos llevaban puestos corpiños muy

entallados y provocativos, junto con minifaldas exageradamente cortas; otros


vestían unos leggings, color carne, tan pegados a la piel que parecían mostrarse

desnudos, y algunos ni eso, pues se limitaban a dejar al descubierto las bragas.

Casi todos cubrían sus piernas con medias brillantes y ligueros de encaje negros
o rojos, y las altas plataformas de sus zapatos los hacían aún más llamativos y

esbeltos. Sobresalían las tetas perfectas y poderosas (seguramente envidia de


muchas mujeres) que luchaban por no escapar enteras entre los atrevidos escotes

de los corpiños. Nunca había pensado en este nuevo género humano mixto, cuyo
cuerpo era mitad de hombre y mitad de mujer.

Para observarlos con más detenimiento me escondí entre las sombras de unos
soportales, procurando que ellos no me vieran, y cuando los tuve cerca y los
pude ver mejor, se encendió en mí un morboso deseo de poseer y de ser poseída

por uno de esos hombre/mujer o mujer/hombre, que mostraban orgullosos unas

sensuales y sugerentes formas femeninas y, a la vez, por lo que se podía adivinar


bajo los ajustados leggings de licra que vestían o las cortísimas faldas que

llevaban puestas, unos atributos masculinos grandes y muy apetecibles. Esa


noche volví a casa con la silueta de uno de esos transexuales grabada en mi

cerebro, cuya imagen andrógina me había impactado. Lo vi allí, entre las

sombras de la noche, yendo de esquina en esquina en busca de clientes para

entregarles su cuerpo a cambio de unas monedas, como los demás, pero en él

había algo distinto, una especie de halo misterioso que le rodeaba al andar y que

me hizo pensar que no podía ser un simple prostituto. Hasta en el vestir y en su

físico se diferenciaba: no se había puesto pechos demasiado exuberantes, y


vestía un pantalón de cuero negro, ceñido a su esbelta figura, que le daba un aire

distinto a los otros.

Los días siguientes seguí pensando en él, o en ella (la verdad es que no sabía
cómo definirlo, pues me resultaba difícil poder adjudicarle un sexo concreto). De

cintura para arriba era imposible no creer que fuera mujer, con unas tetas
delicadas, ni grandes ni pequeñas, como si hubieran sido hechas perfectas por la

madre naturaleza, y una cara con rasgos claramente femeninos, con una larga
melena negra cayendo sensual sobre los hombros. Todo esto contrastaba con lo

que se podía adivinar, sin riesgo a equivocarse, de cintura para abajo, pues entre
las piernas, allí donde anida tanto el sexo de un género y el otro, un abultado
paquete bajo la bragueta de su pantalón hacía sospechar de la existencia de una

gran y potente verga masculina. La sugestiva y morbosa idea de que una mujer

me pudiera dar algo más que una simple mujer, comenzó a danzar alocadamente
entre mis pensamientos diarios, y esto me llevó a sueños eróticos nocturnos que

dejaban empapadas las sábanas de mi cama.


Los deseos de volver a verle, para confirmar si era real o una simple

alucinación pasajera, me atormentaban, por lo que una noche, después de coger

valor tomándome un par de copas sola en casa, me subí al coche y fui

directamente a la zona dónde se movían los transexuales ofreciendo su sexo a

precio. Cuando llegué, aprovechado la falta de luz en una farola, aparqué en una

zona oscura y permanecí en silencio, con las ventanillas subidas, esperando que

apareciera por alguna esquina. El tiempo pasaba lento, desesperadamente lento,


sin que nada de él diera señales de vida. Había pasado más de una hora. A nadie

podía preguntar, pues ni siquiera conocía su nombre. Entre la oscura soledad que

me rodeaba comencé a imaginarme las cosas más extrañas: tal vez no era un
prostituto profesional y había estado allí aquel día solo por casualidad o por

necesidad; quizá se había marchado a otro país y nunca más le volvería a ver;
o… Mientras estaba sumida en estas elucubraciones, un lujoso coche aparcó en

la esquina que estaba frente a mí, y él descendió. El corazón me dio un vuelco.


Lo miré detenidamente: esa noche llevaba anudada a la altura del ombligo una

blusa blanca, que dejaba al descubierto la mayor parte de sus sugerentes pechos.
Una corta falda realzaba su figura femenina, aunque yo no podía dejar de
imaginar que bajo aquella falda se escondía toda la humanidad masculina en

forma de un pene fabuloso y enigmático. Era tan atractivo y misterioso como yo

lo había imaginado, o, mejor dicho, era extremadamente atractiva y misteriosa,


pues toda ella rezumaba femineidad. La sexualidad no debería pasar por tener

que elegir entre ser honrada o puta —pensé. Sentí una sacudida de placer en mi
sexo mientras lo miraba y, perdiendo toda vergüenza y pudor, abrí la puerta para

ir a su encuentro. Antes de acercarme di un pequeño rodeo mientras pensaba en

qué decirle, pues no tenía la menor idea de cómo se pactaban ese tipo de

relaciones. Y ese tiempo fue fatal para mis propósitos, pues otro automóvil de

alta gama paró delante de él, y de nuevo desapareció de mi vista.

Aquel intento de acercarme, aunque había resultado fallido me había

excitado, y sentí una humedad caliente naciendo entre la fina tela de mis bragas.
Volví al interior del coche decidida a permanecer en la oscuridad el tiempo que

fuera necesario para acordar con él una cita. Para que la espera fuera menos

aburrida comencé a masturbarme pensando en sus voluptuosas tetas y en el


secreto que se escondía bajo su falda. Consumé el orgasmo imaginándole junto a

mí, en el asiento de al lado, introduciendo sus dedos en mi vagina caliente y yo


agarrándole su polla empalmada. Cuando mi coño comenzó a enfriarse me

encontré de nuevo con mi desesperante soledad, y supliqué a todos los dioses


para que él volviera pronto. Tan intensos eran mis deseos de follar con esa mujer

transmutada de hombre y de que me follara ese hombre convertido en mujer, que


estaba dispuesta a darle todo lo que me pidiera con tal de llevarle conmigo a la
cama.

Por suerte para mí el último cliente con el que se había ido seguramente

padecía de eyaculación precoz, pues cuando aún no habían pasado veinte


minutos lo devolvió a la misma esquina donde lo recogió. Era mi oportunidad y

no estaba dispuesta a que nadie se me adelantara. Arranqué el coche y


acelerando me puse a la altura donde él esperaba. Bajé el cristal de la puerta

como había visto hacer a los que por allí se acercaban en busca de sexo pagado,

y le hice un gesto para que subiera. Se acercó despacio, e introduciendo la

cabeza entre la ventanilla, dijo:

—Ya me han dicho que nos has estado espiando algunos días —sonrió.

Me puse nerviosa, pues pensé que ninguno de ellos se había percatado de mi

presencia, pero al instante me di cuenta de que no había sido así, que toda mi
supuesta discreción no había servido para pasar desapercibida. Ellos, por lo

visto, estaban más acostumbrados a las sombras que yo.

—No os vigilaba…de verdad que no era eso —dije balbuceado—. Solo te


quería ver a ti.

—¿Y por qué a mí precisamente? —preguntó.


—Porque me pareces una mujer muy seductora —contesté mostrándome

segura.
Me di cuenta que el hecho de tratarla como mujer le había gustado, y sin

abandonar la sonrisa comenzó a decir:


—Pero me imagino que además sabes que…
Le corté y no le dejé terminar:

—Sí, por supuesto, lo sé, y también me interesas por eso.

Pareció sorprenderse.
—No es muy habitual que se acerque por aquí una mujer en busca de sexo

—dijo.
—Alguna tenía que ser la primera —dije mostrando una sonrisa pícara—.

Pero si no te gusta lo dejamos.

Dudó durante unos momentos.

—¿Quieres algo rápido? —preguntó.

—No, no. Para un orgasmo de emergencia ya me valgo yo sola —reí con

fuerza—. Quiero algo más entretenido.

—En ese caso no creo que este sea el lugar apropiado; aquí follamos o nos
follan con urgencia, sin preámbulos ni cariños posteriores. Tal vez te has

equivocado de sitio —dijo comprensivo.

—Me imagino que tendrás otros momentos. Salvo que solo quieras follar así
—dije con firmeza, intentando abrir una nueva posibilidad.

Se quedó pensativo.
—¿Qué propones? —dijo sin mucho convencimiento.

—Una cita fuera de estos lugares y estas horas —concreté.


—Eso es muy caro, y no sé si…

—Podemos hablarlo y negociarlo —insistí.


Una sonrisa franca apareció entre sus labios.
—Me gusta tu atrevimiento… de verdad, me encanta que una mujer salida de

entre las sombras se acerque a mí, me trate como otra mujer y me proponga una

relación abierta sin exigencias previas.


Al momento me di cuenta que había captado su interés y, seguramente, esa

curiosidad innata de su condición de mujer lo acercaba hacia mí. Estuvimos


hablando durante unos largos minutos, y la confianza se fue afianzando entre las

dos, como si fuéramos amigas que nos hubiéramos reencontrado después de un

tiempo. Al final quedamos en vernos al día siguiente, a primera hora de la tarde,

en una cafetería cercana. Un beso de despedida en los labios fue el mejor regalo

que pude recibir, y de regreso a casa recé a todas las divinidades conocidas y

desconocidas para que no faltara a la cita. La noche y la espera hasta la hora del

encuentro se me hicieron muy largas, pero al final mereció la pena.



Capítulo 22 – Tres días

Diario íntimo – 9 de mayo

Cuando se tiene la esperanza y se piensa que la felicidad será eterna y, de

pronto, todo se convierte en desesperanza, pocas ganas le quedan a una de

volver a escribir sus vivencias en un diario íntimo, pero me niego a que el

olvido se haga dueño de los increíbles placeres vividos en estos tres últimos
días, y por eso, luchando contra el decaimiento que invade mi alma, quiero

dejar constancia escrita de todo lo disfrutado, para recordarlo y no olvidarlo

nunca.

La cita con ella (nunca más la volví a tratar como un hombre) se cumplió

tal y como habíamos acordado. Yo estaba esperando sentada en la cafetería, y

la vi llegar esplendida, atractiva, como una diosa bajada del Olimpo. Más bella
de lo que la recordaba. Vestía un elegante traje negro de cuello alto y falda

larga, que hacía aún más sugerente su figura. Por un momento me avergoncé
de las imperfecciones de mi cuerpo comparándolo con el suyo, y temí que al

verme me rechazara. Sin embargo, ella se acercó con una gran sonrisa que me
pareció sincera, y me besó como si fuera el amor de su vida. Se sentó a mi lado
con un: <<Estás guapísima, mucho más de lo que pude apreciar entre la

oscuridad de la noche>>. Me tranquilicé al oírlo.


Ella era el centro de todas las miradas, lo que en parte me halagaba y en
parte me preocupaba. Estuvimos hablando y hablando de nuestras vidas y

nuestros deseos más íntimos entre café y café, hasta que deseosa de tenerla

solamente para mí, sin nadie más que intentara conquistarla con la mirada, le
propuse ir a mi casa. Un subidón enorme de adrenalina me recorrió por todo

el cuerpo cuando aceptó con una sonrisa cómplice en los labios. Agarradas del
brazo fuimos hasta el coche. Conduje nerviosa mientras ella apoyaba su mano

sobre mi muslo. Pensé que sería una costumbre habitual con sus clientes, pero

no quise preguntar por temor a que su contestación me hiciera sentir como

una más entre esos que la pagaban por un ratito de sexo.

Hasta ese momento todo había transcurrido como si fuéramos dos amigas

que se acababan de reencontrar, pero no podía olvidarme de que ella vivía de

esto, era su profesión, cobraba por follar y que la follaran, y aún no habíamos
hablado nada del precio. La noche anterior me había insinuado que me podía

resultar caro, muy caro, y yo, llevada por los irrefrenables deseos de tenerla

entre mis brazos no puse ninguna condición. La pregunta era sencilla:


¿Cuánto?, pero no sabía cómo hacerla. Al fin, sin atreverme a mirarla, lancé

al aire la pregunta: ¿Cuánto? ¿Cuánto qué? Contestó ella extrañada. ¿Cuánto


me va a costar que estés conmigo esta tarde? Insistí. Noté que su mano

apretaba con cariñosa fuerza mi muslo, y con voz sentida me dijo: <<No,
cariño, no. Hoy tú no eres mi clienta, eres mi amante, y quiero tener tu cuerpo

entre mis brazos para sentir todos los placeres que no siento cada noche>>.
Una enorme sensación de alivio me invadió. Me habría gustado decir que yo
quería lo mismo, que me gustaba mucho como mujer, pero que, al mismo

tiempo, también deseaba que se le empalmara follando conmigo, mas las

palabras se quedaron atrapadas en mi garganta, y solo fui capaz de acariciar


levemente sus labios.

A esa hora había poco tráfico y llegamos pronto a casa. En el salón, en


este mismo salón donde ahora estoy escribiendo en este diario, la miré

complacida. Nos sentamos en el sofá dejando que nuestros cuerpos se

entrelazaran. Sus ojos y mis ojos se fundieron en un lujurioso deseo. Apoyó su

boca contra la mía, y pude saborear el carmín de sus labios, algo que jamás un

hombre me podría dar. Sus manos, hábiles y expertas, fueron bajando

despacio hasta mis pechos, y con una sublime delicadeza comenzó a explorar

bajo el sujetador hasta dar con mis pezones, que ya comenzaban a estar duros
y calientes. Los primeros gemidos se escaparon de lo más profundo de mi ser

al notar sus dedos apretando con suavidad sobre ellos. Por un momento me

hizo recordar las mañanas de apasionado sexo pasadas con mi psicóloga. Dejé
que poco a poco fuera abriendo mi blusa; después me desabrochó el sujetador

y mis tetas liberadas se erizaron y buscaron su boca. Al instante sentí unos


delicados labios femeninos mamando de mis pezones al tiempo que su lengua

los lamía con ansiedad. El placer se escapaba de mi garganta en forma de


gemidos intensos. La abracé con fuerza y comencé a bajar la cremallera de su

vestido para sentirla más cerca, para tener su piel pegada a la mía, para
liberar sus pechos y frotarlos contra los míos. El vestido entero cayó al suelo y
vi delante de mí una figura de mujer perfecta, única, inconmensurablemente

atractiva, solo cubierta con unas bragas negras donde se ocultaba su gran

misterio. Mis labios se lanzaron a mamar de esos pezones perfectos que se me


ofrecían como fruta divina. Nos rozamos, nos frotamos cuerpo contra cuerpo,

caímos al suelo revolcándonos sobre la alfombra en un delirio de placer. Así,


juntas, pegada una a la otra, con nuestras manos revoloteando por cada

milímetro de la piel, permanecimos durante mucho tiempo besándonos y

saboreando el sudor erótico que manaba de nuestros cuerpos.

Buscando que ella hiciera lo mismo, me levanté para quitarme las bragas y

dejar mi cuerpo completamente desnudo; quería descubrir su secreto oculto,

verlo, cogerlo, acercarlo a mis labios. Ella, imitándome, también se puso de

pie, me miró sonriente y, como si quisiera que el misterio de su sexo se fuera


descubriendo poco a poco, fue dejando caer despacio las bragas al suelo.

Entre las piernas, en lo alto de sus muslos, apareció emergente, mirando

desafiante a lo alto, una polla grande y hermosa, que contrastaba con su


delicada figura de mujer. Una pervertida morbosidad recorrió todo mi cuerpo.

Era el SER sexualmente perfecto, como nunca antes lo hubiera podido


imaginar: el ímpetu masculino unido a la sensibilidad femenina. Cualquier

dios hubiera tenido que pensar en ello antes de crearnos como seres
imperfectos. Me quedé frente a frente paralizada, mirándola sin pestañear,

como si temiera que aquella excitante visión se pudiera desvanecer en


cualquier momento.
Ella, seguramente dándose cuenta de mi confusa situación, se puso a mi

espalda y me abrazó agarrando con fuerza mis enarboladas tetas. Después fue

bajando las manos muy lentamente hasta que sus dedos se posaron sobre mi
clítoris. Al sentirlo no pude reprimir un grito de placer. Me inclinó sobre el

sofá, dejando mis nalgas a la altura de su sexo. Metió sus dedos en mi vagina y
con experta maestría llegó al punto G. Un firmamento entero de placeres me

invadió. Con la otra mano empezó a acariciarme entre la hendidura de mis

glúteos. Nunca había tenido sexo anal, pero era tal la sensibilidad con la que

sus dedos se movían alrededor de mi ano, que comencé a notar un placer

desconocido y muy gratificante. Deseosa de saber a dónde me llevaba esa

nueva experiencia, dejé que ella siguiera. Relájate, me dijo con un tono de voz

sensual, y al instante sentí cómo me introducía un dedo por la puerta de atrás,


y juro que me gustó tenerlo dentro. No noté dolor alguno, solo una nueva

sensación placentera que me fue subiendo por la espalda hasta llegar a lo más

profundo del cerebro. La tenía detrás de mí, haciendo realidad una fantasía
tantas veces deseada y nunca practicada. Se apartó unos instantes y, poco

después, colocó su polla dura y empalmada entre mis piernas. Con el glande,
suave y cálido, primero me acarició el clítoris; siguió avanzando

introduciéndolo en los labios húmedos de la vulva sin llegar a penetrarme,


para terminar acoplándolo entre la hendidura de los glúteos asomándose a la

abertura de mi culo, y allí dejó que su semen caliente se vertiera. Me había


estimulado tantas zonas a la vez que no fui capaz de aguantar más y un
orgasmo explosivo estalló por todo mi cuerpo.

Nunca fui mujer de fácil enamoramiento, pero, aunque parezca una

locura, me sentí profundamente enamorada de aquella perfección humana


hecha de hombre y mujer. Solo nos habíamos visto dos veces, pero fue

suficiente, pues ella era todo aquello que yo llevaba buscando desde hacía
tanto tiempo. Por eso me atreví a pedirle que se quedara, que viviera conmigo,

que yo sería su amante, su esclava, incluso haría de taxista para ella, y le daría

todo lo que me pidiera. Y mi deseo, por increíble que parezca, se hizo realidad,

al menos durante tres inolvidables días. Esa noche, cumpliendo mis promesas,

la llevé a ‘Fortuny Night’ para que siguiera con su trabajo al que, de

momento, no quería renunciar. Y ya de madrugada, cuando las primeras luces

del alba empezaban a clarear, volví a recogerla para llevarla de nuevo a casa.
Estaba cansada, muy cansada, y se durmió pronto. Me acurruqué junto a ella

sintiéndome feliz de tenerla a mi lado, sin importarme los polvos ajenos que

hubiera tenido que soportar aquella noche.


Se levantó cuando el sol del mediodía estaba avanzado. El agua caliente de

la ducha eliminó de su cuerpo todo rastro de la noche pasada. Cuando entró


en el salón, vestida solamente con un corto camisón que había cogido de mi

armario, la volví a ver radiante, sensual, inmensamente atractiva. Preparé un


par de cafés calientes. Después, deseosa de volver a saborear el carmín de sus

labios, la besé una y mil veces. Comenzamos a jugar con la lengua, la suya
entrando en mi boca y la mía chupando la suya. Pronto las tetas de una y la
otra buscaron ser libres, y mis pezones frotándose contra los suyos elevaron mi

temperatura corporal al máximo. Tan intensos eran mis deseos de sentir su

piel sobre la mía, que me desnudé con rapidez y me tumbé sobre el sofá
ofreciéndole mi sexo abierto. Ella se puso de rodillas en el suelo y metió su

cabeza entre mis piernas. Comenzó a lamerme los labios de la vulva con
intensidad. Arqueé la cintura y elevé las nalgas para que su boca no se

separara de mi coño. Quería que me lo comiera todo, deseaba que su lengua

me penetrara. Una loca excitación se había apoderado de mí y solo buscaba

placer, placer, placer. Agarré con mis manos su cabeza y la apreté contra mi

sexo violentamente, gimiendo y gritando mientas lo hacía. Era tal la atracción

que sentía por ella, que estaba dispuesta a darle todo, todo lo que quisiera. Se

levantó y se puso enfrente. Su gran pene se balanceaba sobre mi cabeza. La


cogí de los glúteos y la atraje hacia mí hasta que pude introducírmelo en la

boca. Se lo chupe con depravada ansiedad. Quería que fuera feliz, que sintiera

los placeres más intensos en su cuerpo de mujer.


Mientras yo seguía disfrutando con su polla, ella se tumbó sobre mí y

volvió a comerme el coño; después, sus dedos se clavaron en mis glúteos


separándolos, hasta dejar al descubierto la areola del culo, y avanzando un

poco más con su lengua comenzó a lamérmelo. Nadie nunca me lo había


hecho, y de la sorpresa inicial pasé al disfrute de una sensación novedosa y

placentera que se fue convirtiendo, poco a poco, en un placer intenso.


Intuyendo lo que ella buscaba y deseaba, y para complacerla y retenerla a
mi lado, me di media vuelta, me puse de rodillas sobre el sofá, elevé mi pompis

cuanto pude y, como si fuera una perrita en celo, puse mi culo a la altura de

su sexo. Se acercó por detrás. Noté sus tetas aplastándose contra mi espalda.
Me abrazó y sus dedos aprisionaron mis pezones. Gemí de placer. Presionó

con su polla empalmada contra mis glúteos. Aunque estaba dispuesta a darle
todo lo que ella deseara e, incluso, a vender mi alma, si fuera preciso, para

que se sintiera feliz, temí que el dolor al metérmela por el ano pudiera romper

ese maravilloso punto placentero de no retorno que estábamos disfrutando.

Por favor, házmelo con cuidado, dije con voz apenas audible. Tranquila,

cariño, hoy solo te follaré con la puntita, me contestó con voz cariñosa. Arqueé

la espalda y relajé los músculos, dejando que ella tomara la iniciativa. Con el

propio flujo de mi vulva lubricó la parte externa del culo. Noté cómo la punta
de su glande pugnaba por adentrarse en la zona restringida del ano,

intentando vencer la natural resistencia de mi esfínter, no acostumbrado a que

algo del exterior se metiera dentro. Según iba entrando el glande, fui notando
una especial sensación de dolor y placer combinado al mismo tiempo. Respiré

hondo y me mordí el labio. El dolor fue desapareciendo y el placer se hizo más


y más intenso, hasta provocarme un orgasmo absolutamente novedoso y

fantástico; y ella, chillando como una gata apareada, dejó escapar un chorro
de semen lechoso dentro de mí.

Esa noche, cuando una profunda oscuridad llenaba las calles y cubría el
asfalto, volví a llevarla a ‘Fortuny Night’, donde los clientes la estarían
esperando para satisfacer sus perversos y libidinosos deseos fallándola sin

ningún miramiento. Era el compromiso adquirido y no podía negarme a ello,

por mucho que me doliera. Lo mismo hice de madrugada; pasé a recogerla en


el punto acordado y regresamos a casa, ella muy cansada y yo deseosa de

acurrucarme a su lado mientras dormía.


Me desperté ya avanzada la mañana. La luz que entraba por las rendijas

de la persiana dejaba entrever un día gris y tristón. Abandoné la cama con

cuidado para no despertarla. Me tomé el primer café; me duché y me preparé

para salir a la calle antes de que ella se levantara. Llegué a la farmacia con la

intención de comprar un buen lubricante anal, pensando que a ella le gustaría

profundizar en mi ano, pero una repentina vergüenza se apoderó de mí, y me

limité a pedir un tarro grande de vaselina, sin más explicaciones. Después me


pasé por el súper y compré un poco de pasta y algo de pescado. Regresé pronto

para que ella no se encontrara sola.

Se levantó al oírme entrar por la puerta. Hablamos, reímos, reímos y


hablamos durante largo rato, como si nuestra relación fuera de toda la vida.

Comimos un poco de pasta al dente y una dorada a la sal que preparé con
mucho mimo. Después nos echamos la siesta desnudas, y nos abrazamos como

si fuéramos dos colegialas jovencitas en busca de su primera experiencia


sexual. Un sueño placentero se apoderó de mí. Cuando desperté ella seguía

dormida. Me quedé mirándola embelesada. Su cuerpo de mujer cada vez me


parecía más hermoso, más sensual y, al mismo tiempo, más provocador.
Recorrí con mis manos sus pechos y me paré a acariciarla los pezones.

Después me incliné sobre su sexo de macho: el pene estaba erecto,

empalmado, duro. Lo agarré con un deseo intenso de metérmelo entre las


piernas, de tenerlo dentro, y, en ese instante, ella despertó. ¿Te gusta? ,

preguntó. Claro, cielo, toda tú me gustas, tu pelo, tus pechos, tu pene, me


gustas toda. Se acercó y me besó en los labios. La pasión se apoderó de nuevo

de nosotras. Yo busqué su polla para chupársela y ella se agarró a mis piernas

y al instante noté como me cogía el clítoris entre sus labios provocándome una

brutal sacudida que me llegó a lo más hondo de la vagina. Todo parecía que

iba a terminar en un maravilloso estallido de placer, cuando ella me preguntó,

como si fuera una súplica, si me gustaría terminar lo que habíamos

comenzado el día anterior. Si me lo pedía así, difícilmente iba a poder


negarme. Asentí un par de veces para confirmar que lo había entendido. Cogí

el tarro de vaselina que había dejado en la mesilla y comencé a extendérmela

abundantemente por la entrada y por el interior del culo, y para que la


penetración fuera lo más suave posible, también unté cuanto pude su pene y

los testículos, hasta que los noté suaves y escurridizos. Después me di media
vuelta, me puse en la postura de perrita y elevé mis nalgas para que ella

disfrutara enculándome hasta lo más profundo. Noté una presión dolorosa


que, a medida que fue introduciendo su polla dentro de mí, se tornó agradable.

Cuando la sentí toda dentro respiré hondo y liberé el aire que había estado
conteniendo mientras me la metía. Relájate, dijo en un susurro, y comenzó a
moverse con embestidas suaves y rítmicas. Gemí fuerte, agarrándome a las

sábanas. Una enorme sensación de placer enterró cualquier vestigio de dolor,

y arqueando la espalda empecé a mover las caderas para acompasar sus


movimientos. Una erupción volcánica de semen inundó todo mi interior y, al

sentirlo, un orgasmo desconocido e inmenso me dejó tendida y exhausta sobre


la cama.

Cuando llegó la noche una vez más hice de conductora particular, y con

todo el dolor de mi alma la llevé a su lugar de trabajo. Era lo pactado, y si no

quería perderla tenía que aceptar que durante unas horas no sería mía. A las

cinco de la mañana me levanté, me vestí y fui a buscarla. Tal y como habíamos

acordado aparqué tres calles más abajo de la zona donde habitualmente los

travestis y transexuales se reunían para ofrecer sus cuerpos al mejor postor.


La luz de una farola caía directa sobre el coche. No estaba esperándome, por

lo que pensé que algún servicio con algún cliente la habría demorado. Puse

música en la radio para hacer la espera más entretenida. Cuando había


trascurrido casi una hora comencé a preocuparme, y decidida me fui andando

hacia el lugar donde habíamos tenido nuestro primer encuentro. Después de


cruzar un par de calles, vi a lo lejos luces de coches de la policía centelleando.

Aceleré el paso alarmada, pensando que, seguramente, una redada policial


habría dado con ella en los lúgubres calabozos de alguna comisaría. Estaba

dispuesta a rescatarla y sacarla de entre los barrotes carceleros lo antes


posible, costara lo que costara; no iba a permitir que la retuvieran por mucho
tiempo. Me acerqué para informarme. Había un cordón policial alrededor de

la misma farola en la que había estado esperándola el primer día, que aún

permanecía sin luz. Un policía, con malos modos, me apartó para que no
molestara. Dirigí mis pasos hasta un grupo de transexuales que se agrupaban

un poco más allá, para saber algo más de lo que hubiera pasado. Vi caras
pálidas y lágrimas en los ojos de alguno de ellos. Un temor intenso empezó a

apoderarse de mí. Pregunté y me contestaron, me dijeron que un hijo de mala

madre había clavado una navaja en su pecho, y que su corazón dejó de latir en

manos de los médicos que habían intentado apartarla de la muerte. Me quedé

paralizada, incrédula, como una estatua de piedra clavada sobre el asfalto; ni

siquiera unas lágrimas pudieron salir de mis ojos. No podía ser que toda mi

felicidad se hubiera perdido entre la oscuridad de una noche cualquiera. No


me dejaron verla ni un segundo. Como una sonámbula fui caminando

despacio hasta el coche, y cuando llegué a casa, sola, me derrumbé sobre el

sofá del salón, donde había conocido, junto a ella, los más intensos placeres,
aunque hubiera sido solamente durante tres inolvidables días.

Y con mis ojos aún humedecidos, cierro por hoy este diario.

Capítulo 23 – Retorno a la realidad

Las siguientes semanas fueron pasando bajo una depresión que no me
permitía alejarme del dolor. Mi alma rechazaba todo placer, y hasta mis amantes

imperfectos, esos juguetes eróticos que tantas veces suplieron a los amantes de

carne y hueso, quedaron arrinconados en los cajones del dormitorio. El recuerdo

de ella no me dejaba ni de día ni de noche: ese delicado y a la vez exuberante

cuerpo mixto, que había sido hecho por las imperfectas manos de los cirujanos
en lugar de ser creado por los dioses, permanecía vivo en mi vida y también en

mis sueños. Hasta que un día, mientras la recordaba, me di cuenta que ella no se

hubiera sentido feliz viéndome hundida en un pozo de desesperación.

Seguramente, desde cualquier lugar del firmamento en el que su espíritu

estuviera flotando, estaría apenada al verme, al sentir que, por culpa de su

fatídica e involuntaria desaparición, yo era desgraciada, y me propuse cambiar


para que no sufriera por mí allá donde estuviera.

El tiempo también se encargó de hacer su trabajo, y fue borrando los


recuerdos dolorosos dejando vivos los momentos placenteros. Volví a los cafés

de los martes y jueves, y a la peluquería de siempre, y recorrí nuevamente las


tiendas, y mis amantes imperfectos volvieron a ocupar el lugar que les
correspondía. A pesar de que era consciente de que no la podía rescatar del

firmamento para tenerla conmigo en la cama, todavía la recordaba, pero mi


cuerpo, aún en plena madurez y con los calores primaverales llamando a mi
sexo, no podía esperar a llegar al cielo de los que se fueron para volver a sentir

los placeres humanos. Ella, experta en asuntos sexuales, lo comprendería.

A pesar de querer sentir otra vez sobre mi piel unas manos que me
acariciaran, que recorrieran con maestría los rincones más secretos de mi cuerpo,

que me elevaran al nirvana de los placeres terrenales más lúdicos y


desenfrenados, sin embargo, me juré a mí misma no volver a caer en la tentación

de buscar citas a ciegas en internet, ni ir en busca de ligoteos fáciles en reuniones

de singles. Después de los especiales y explosivos placeres vividos con ella, no

estaba dispuesta a que mediocres inexpertos en busca de un polvo rápido

frustraran mis orgasmos. No sabía cómo iba a suplir mis ansias de sexo, pero, de

momento, me conformé con tener muy cerca a mis tres amantes imperfectos, que

me hacían disfrutar a mi antojo unas veces entre la espuma y el agua llena de


sales aromáticas, otras recreándome morbosamente mientras me follaba a mí

misma delante del espejo, y en ocasiones, dejando que el pedaleo en la bici

estática se convirtiera en el más libertino de los amantes.


Decidida a rehacer mi vida sexual me tomé unas largas vacaciones en la

playa. Daba por hecho que entre los calores veraniegos, la desinhibición que
acompaña a hombres y mujeres cuando se alejan de sus lugares habituales, y mi

cuerpo insinuante y aún provocativo (o eso al menos creía yo), conseguiría


saciar, aunque solo fuera por unos días, el hambre de placeres carnales que me

reclamaba con urgencia mi hambriento coño.


Pero el verano pasó sexualmente con más pena que gloria, pues aunque todas
la mañanas me tumbaba en primera línea de la playa haciendo un topless

insinuante y provocador, cubriéndome el cuerpo solamente con un tanga que

apenas tapaba mis ingles, sin embargo, ningún joven ligón de playa se acercó
para proponerme ni siquiera un polvete rápido en el hotel cercano. Y los

maduritos que por allí paseaban, estaban más preocupados de las miradas
inquisitoriales de sus esposas que de mí, aunque he de reconocer que de reojo no

se perdían ni una sola curva de mi cuerpo.

Terminó el veraneo con mi piel y mi vida sexual libres de polvo y paja, o

mejor dicho, libre de polvos sí, pero no de pajas, pues cuando la necesidad

aprieta si no hay carne se come pan, y si tampoco hay pan, entonces, nada mejor

que una mano amiga, y muy personal, para mitigar el insaciable apetito erótico

que fluía entre los labios húmedos y calientes de mi vulva.


Ya en casa, de nuevo metida de lleno en la rutina diaria, un depresivo

bajonazo emocional comenzó a atormentarme, al darme cuenta que a mi edad

(aunque aún los cincuenta no me hubieran llegado) ya no podía quedarme pasiva


a la espera de que los hombres me entraran, pues los jóvenes no se acercaban y

los maduros ya no se la jugaban en busca de una aventura extramatrimonial,


salvo que lo tuvieran muy claro. Tenía que comenzar a ser activa; no valía ya

con una simple insinuación sino que tendría que lanzarme de lleno a la corriente
del agua cuando el objetivo fuera realmente interesante. Recordé ese viejo

adagio que había escuchado en más de una ocasión: “Quien no se moja el culo
no pasa el río”. Y de pronto me di cuenta que, tal vez, tenía que comenzar a
aplicármelo a mí misma. Todo va cambiando en la vida, me dije, y mucho más

en asuntos de amor y sexo según pasan los años, por lo que si quería seguir

dando a mi cuerpo momentos intensos y desbordantes de placer, tendría que


mentalizarme para cambiar el “chip”, y lanzarme sin vergüenzas a la caza de

cualquier especie (hombre o mujer) que se interpusiera en mi camino y me


interesara.

Y llegó el otoño con sus días cortos y las noches largas, frías y solitarias.

Quizá sea una estación adorable para los románticos, pero nunca fue mi tiempo

preferido. Me gusta la primavera, cuando la naturaleza recupera su color, los días

se hacen más largos y las noches más amenas, y el sol se vuelve un afrodisíaco

que altera mis hormonas, me levanta el ánimo y hace que la libido me suba y

suba y salga por todos los poros de la piel buscando con intensidad una respuesta
a mis adormecidos deseos sexuales del invierno. Pero no me podía saltar el

calendario, por lo que, para no aburrirme, me apunté a un gimnasio, aunque he

de reconocer que la verdadera intención no era pasar los días lo más


entretenidos posible, sino que, después del poco éxito cosechado durante las

vacaciones del verano, en el que ningún hombre se había acercado a mí para


hacerme ni una simple proposición de amor o sexo, quería recuperar la misma

figura de cuando era treintañera; necia ilusión, como comprobé al final de unos
meses de pesas, abdominales y spinning, pues lo único que me pesaba en el

cuerpo eran los años, y esos no había manera de quitarlos en ningún gimnasio.
Renuncié a seguir sufriendo con todos aquellos ejercicios físicos, poco útiles
para lo que buscaba, y me di de baja.

El invierno llegó y con él la navidad, fiestas que nunca me han gustado y que

no quería volver a pasarlas entre falsos deseos de felicidad eterna, turrones y


champagne barato. Para alejarme de todo el barullo navideño busqué en internet

un lugar lejano y cálido, donde los termómetros permitieran ir con falda corta.
Reservé viaje y hotel, y dejé preparada la maleta.

Capítulo 24 – Placeres de altos vuelos



Diario íntimo – 23 de diciembre

Esta mañana, después de más de dos horas entre trámites e insufribles

esperas, que habían conseguido que mi carácter estuviera de mil demonios, al

fin me pude sentar dentro del avión. Menos mal que tuve la suerte de coincidir
con un guapo compañero de viaje, y eso me hizo relajar. Lo miré, y él

amablemente me ayudó a colocar mi equipaje de mano. Me gustó desde el

primer momento. Era más joven que yo; rondaría los cuarenta. De aspecto

latino; su acento italiano lo delataba. Sonrió torpemente cuando le pregunté

por el destino de su viaje, y contestó escuetamente sin mirarme. Pensé que, o

era muy tímido o no quería conversación alguna, o, quizá, le parecía

demasiado mayor para él (reconozco que en los últimos tiempos tengo una
cierta obsesión con mi edad, que me provoca un complejo de senectud cuando

me encuentro cerca de alguien más joven que yo). Mas en esta ocasión, viendo
lo atractivo que era y que el azar o la suerte nos llevaba al mismo lugar de

vacaciones, no estaba dispuesta a dejar escapar la posibilidad, por remota que


fuera, de conseguir algo más que unas simples palabras de cortesía. Recordé
de nuevo ese dicho popular: “Quien no se moja el culo no pasa el río”, y yo me

dispuse a mojarme toda entera, si fuera preciso.


Me fijé con disimulo en su torso, cubierto por una camisa abierta hasta la
mitad del pecho. Era musculoso, bien formado. Como diría una de mis

mejores amigas: “De aspecto altamente varonil”

Yo llevaba puesta una falda corta que dejaba al descubierto una buena
parte de mis piernas. Y mi busto lo cubría con una blusa blanca un tanto

transparente.
El avión despegó. Íbamos en clase business, y los asientos de alrededor

estaban vacíos, lo que venía bien a mis propósitos. Con un sutil toque de dedos

me desabroché uno de los botones de la blusa mientras iniciaba una

conversación con él. Una parte de mis pechos emergió a la superficie por

encima de la blanca tela. Pude observar que sus ojos miraban, con disimulo,

unas veces a mis piernas y otras a la parte alta de la blusa. Quise jugar un

poco a la atracción fatal, y dejé que mis pechos se mostraran más de lo que
recatadamente hubiera sido aconsejable. Al verme, un leve sonrojo apareció

en su cara, y desvió la mirada hacia el techo del avión, en un intento de

recomponer una realidad que empezaba a resultar un tanto incómoda para él,
temeroso de que pudiera darme cuenta de una ‘abultada fogosidad’ que, por

momentos, se estaba haciendo más notoria entre sus piernas.


Una sonrisa se me escapó entre los labios al comprobar que con aquella

ligera insinuación mía había conseguido en él un efecto mayor del esperado,


pues allí, donde su pantalón pasaba a tomar el nombre de bragueta, algo no

visible crecía y crecía, y tanta dimensión estaba alcanzando que me hizo temer
que el hilo que sujetaba los botones no fuera lo suficientemente fuerte para
poder resistir la presión a la que estaba siendo sometido. Confieso que me

gustó ver lo que había logrado con tan poco esfuerzo, y una incipiente

excitación comenzó a extenderse por toda mi piel.


Me di cuenta que él, tal vez para intentar salirse del juego que yo había

iniciado, dejó de mirarme las tetas, mas a mí ese jueguecito de seducción me


estaba resultando interesante, y no estaba dispuesta a abandonar cuando todo

empezaba a ponerse a favor mío, por lo que moví una pierna para que rozara

ligeramente la suya. Noté cómo le invadía un cierto nerviosismo, y en un

principio hizo un vago intento de separarse, sin embargo, permaneció quieto

dejando su pierna rozando la mía.

Todo avanzaba mejor de lo que yo misma había pensado, pero no podía

permitirme que la situación se enfriase, por lo que decidí seguir forzando la


marcha aún a riesgo de que la fascinación sexual que empezaba a notar en él

se rompiera.

Como si fuera un movimiento involuntario, dejé que mi cuerpo resbalara


despacio por el asiento, de modo que mi falda pasó a cubrir solamente la parte

alta de los muslos. Al instante comprobé que en su cara el rubor iba creciendo,
y vi sus ojos clavados en mis tentadoras piernas. El juego estaba resultando

más fascinante de lo que en un principio imaginé. La bragueta de su pantalón


seguía creciendo, e inútilmente intentaba tapar con sus manos la enorme masa

que sobresalía y que me estaba poniendo caliente, pues he de reconocer que


nunca había visto nada tan abundante.
Volví a forzar un poco más la situación y desabroché un nuevo botón de mi

blusa. Mis tetas saltaron de manera impúdica por encima de la blanca tela que

momentos antes las cubría, quedando al descubierto, incluso, una buena parte
de la areola de los pezones. En ese instante deseé sentir su boca sobre mis

erotizados pechos, y coger su abultada excitación con mis manos, pero la


llegada de la azafata ofreciendo café impidió aquella locura, sin embargo, no

pude evitar sentir un calor húmedo que me nacía entre las piernas.

Aún no sé cómo se produjo, pero ante la pregunta de la azafata: “¿Quieren

café?”, a él, quizá llevado por su inconsciente, sólo se le ocurrió decir: “No

señorita, no quiero café, pero si es tan amable me trae una manta, por favor”.

Vi la cara de extrañeza de la azafata, pero unos segundos después se presentó

con una pequeña manta de color azul que le entregó mientras forzaba una
sonrisa de compromiso. Me quedé sin saber qué pensar al escuchar la insólita

petición de mi guapo acompañante. Yo, que estaba cada vez más caliente, y él,

con los colores subidos a la cara: ¿para qué querría una manta? Esperé hasta
ver qué destino daba a aquel extrañísimo deseo. Cuando vi que se tapaba con

ella de cintura para abajo, con la clara intención de tapar su cada vez más
notoria erección, lo comprendí. Así se liberaba de posibles y comprometedoras

miradas ajenas.
Debo reconocer que aquello al principio me desconcertó, pero fui capaz de

reaccionar con rapidez para que mi juego no se acabara allí, y con la


tontorrona disculpa de que el aire acondicionado que caía desde la rejilla me
molestaba en las piernas, le pedí que me permitiera utilizar una parte de la

manta. Él, en un primer momento, me miró sorprendido, pero haciendo gala

de toda la galantería de un buen italiano, con una azorada sonrisa accedió a


mi petición, y me cubrí también con aquella tela azul desde las caderas para

abajo, aunque solo lo hice hasta la mitad de los muslos, pues no quería que la
insinuante desnudez de mis piernas desapareciera por completo.

Impulsada por unos alocados y libidinosos pensamientos carnales,

introduje las manos por debajo de la pequeña manta, y dejé que mis dedos se

movieran alrededor de su abultado sexo. Le miré a los ojos, y vi cómo en ellos

nacían unos destellos de lujuria incontenida cuando mis manos alcanzaron la

bragueta de su pantalón. Aprovechando la intimidad creada bajo la manta, él

reaccionó al instante y, de pronto, sentí sus manos acariciándome las piernas.


Con suave delicadeza comenzó a subir, poco a poco, por los muslos, hasta

tocar el minúsculo tanga que llevaba puesto. Una brusca sensación placentera

me invadió cuando comprobé que sus dedos no se detenían e, introduciéndose


con decisión entre la piel y la escasa tela de las bragas, llegaron hasta mi coño

húmedo y caliente. Su mano comenzó a recorrer mi sexo sin parar. Tuve que
morderme los labios hasta hacerme sangre para ahogar mis gritos de placer y

evitar un bochornoso espectáculo dentro del avión. Ya no pude aguantar más:


abrí su pantalón y busqué con ansiedad el pene. Lo agarré, lo apreté con

fuerza y empecé a masajearlo con movimientos a veces firmes a veces suaves,


provocándole una inmensa erección, hasta que noté entre mis dedos el viscoso,
denso y cálido líquido que salía de su polla, lo que me provocó un increíble y

desmesurado goce sexual que hizo que brutalmente llegara al orgasmo.

Fue una experiencia única, un momento de altos vuelos inolvidable.


Y con esos placenteros recuerdos, cierro por hoy este diario.
-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-
Diario íntimo – 24 de diciembre


Ayer, cuando abandonamos el aeropuerto, lamenté profundamente que

nuestros hoteles fueran distintos, pues eso hacía muy poco probable que nos

volviéramos a encontrar. Pero al menos había disfrutado, con toda la

intensidad del mundo, de algo en lo que nunca pensé, y que ni siquiera en mis

mejores sueños había imaginado, y con esa agradable sensación me despedí de

él.

Llegué al hotel que había reservado y de nuevo la burocracia, esta vez en


forma de overbooking, me devolvió a la triste realidad. Para mi sorpresa

estaba todo lleno y yo sin habitación. Más de cuatro horas me tuvieron


esperando con la maleta pegada a los pies. Maldije mi mala suerte. Reclamé y
protesté, una y otra vez, sin ningún resultado, hasta que harta de que no me

hicieran caso me puse a chillar como una loca en mitad de la recepción, y


como si los chillidos tuvieran un singular efecto mágico, a los pocos segundos

el director se acercó y me ofreció la posibilidad de realojarme a un complejo


hotelero situado en el extremo opuesto de la ciudad, prometiéndome que era
de una categoría superior al que yo había contratado. No me quedó más
remedio y acepté. Cuando el taxi me dejó en la puerta del nuevo hotel me

gustó. Era magnífico; al menos en esto, no me habían engañado.

Estaba muy cansada de tantos inútiles trámites y de las desesperantes


esperas. Subí a la habitación, pedí un sándwich para cenar un poco, y después

de una ducha fría me tumbé desnuda sobre la cama para dormir.


Esta mañana, cuando me desperté, sentí el agradable calor de los rayos del

sol que entraban por la ventana y que caían sobre mi cuerpo. Aún adormilada

abandoné la cama. Pedí que me subieran un café para despejarme. Después

me puse un pequeño bañador blanco y, para respirar el aire con olor a mar

que llegaba desde la cercana playa, salí a la pequeña terraza de la habitación

507 que ocupo en este hotel. Estaba absorta en mis pensamientos, cuando al

mirar hacia la derecha le vi a él. Repetidamente cerré y abrí los ojos para
confirmar que no era una alucinación que se desvanecería al instante. Pero

no, era tan real como en el avión. Estaba tres habitaciones más allá de la mía,

apoyado en la barandilla de la terraza, mirando hacia el mar. El torso


desnudo, solo cubierto con un calzón corto. Me pareció todavía más atractivo y

deseable que el día anterior. Sentí una especie de atracción fatal hacia él. El
destino nos había unido otra vez y no estaba dispuesta a dejar pasar esta nueva

oportunidad. Esperé impaciente a que mirase hacia donde yo estaba; antes o


después nuestras miradas se tendrían que encontrar. Al fin sus ojos se

cruzaron con los míos. Con estudiado interés dejé una coquetona sonrisa en el
aire, al tiempo que con la punta de la lengua me humedecía los labios.
Entonces, pude ver cómo nacía en sus ojos una penetrante mirada llena de

lujuria. Era el momento oportuno de mostrar toda la sensualidad que

acumulaba en mi cuerpo, y adopté una postura exageradamente provocativa,


para que él no tuviera dudas de mis deseos. Todo se precipitó en un instante.

Él me dijo “¿voy…?”, y yo le dije “ven”. A los pocos segundos oí unos


golpecitos en la puerta. No lo dudé ni un instante. Abrí, y dejando caer mi

liviano bañador al suelo le esperé sobre la cama.

Lo que sucedió después fue increíble. Muchos fueron los placeres que nos

dimos: su pene en mi boca, mi coño en la suya, su semen inundando mi

garganta, los flujos de mi vulva bañando sus labios, follamos mil veces, lluvia

dorada sobre la piel desnuda, su polla restregando mi clítoris que estalló de

puro placer, mi insaciable vagina atrapando su verga empalmada y


exprimiéndola con voracidad hasta dejarla sin una gota de leche…

Fueron tantos y tan inconfesables los placeres que nos dimos, que ahora ni

siquiera me atrevo a dejarlos por escrito sobre este papel.


Y con el sabor de su sexo pegado aún a mis labios, cierro por hoy este

diario.
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Diario íntimo – 2 de enero

Ya es Año Nuevo, y he regresado de un viaje que jamás podré olvidar. Diez

días increíbles, diez maravillosos días aunque no he podido ver los grandes
tesoros que existen en esas lejanas tierras ni recorrer sus calles; ya habrá otra
oportunidad para conocer esas culturas y a sus gentes. Por las mañanas nos

refugiábamos en mi habitación y por las tardes en la suya, disfrutando

intensamente. Y las noches la utilizábamos para recuperar fuerzas para el


siguiente día.

Ahora, desnuda y sola sobre las frías sábanas de mi cama, mientras


escribo en este diario las muy gratificantes experiencias sexuales vividas

durante ese último viaje, maldigo mil veces al ladronzuelo que me robó el

bolso al salir del aeropuerto de Madrid, y no por el valor económico de lo que

se llevó sino porque dentro tenía mi agenda personal, donde estaba anotado el

número de teléfono de ese que, durante los últimos días, sí había sido un

amante perfecto. Y con una desoladora inquietud recorriendo mi alma, lo

único que le pido al nuevo año en estos momentos, es recibir una llamada
telefónica a través de la que pueda escuchar de nuevo su voz, tal como me

prometió cuando nos despedimos el último día del año.

Y con esa esperanza anegada de incertidumbres, cierro para siempre este


diario.

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