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Marasmo y barbarie
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Una vez encontré esta perla en un estudio emanado de un profesor de
historia: «En la Edad Media, las leyes se llaman costumbres». No captar la
diferencia que hay entre la ley, emanada de un poder central, y por naturale-
za fija y definida, y la costumbre, conjunto de usos nacidos de la tierra y que
evolucionan sin cesar, es no comprender nada de la época.
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Más tarde, en los tiempos clásicos, el término de corte se reservará
para los círculos allegados al monarca. Es curioso pensar que entonces dará
lugar a las palabras corte sano y corte sana —uno y otro alejados de toda cor-
tesía—. Una etimología, dos civilizaciones.
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Hay que meditar un poco sobre una comedia como Monsieur de Pour-
ceaugnac para comprender con cuánto desprecio cubre desde entonces a las
«provincias» ese atento servidor de la Corte que se llamaba Molière.
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Era, como se recordará, la de Maurras y la Action française.
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La noción de rey legítimo, ligada jurídicamente a la costumbre de
transmisión de padre a hijo, pudo ser importante para los pueblos en el pasa-
do; no es injuriar a nadie constatar que hoy y desde hace mucho tiempo—
ya no cuenta.
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Enrique Plantagenet, vasallo del rey de Francia por sus feudos conti-
nentales (prácticamente todo el oeste del país, desde Normandía hasta Gas-
cuña), también era, desde el afto 1154, rey de Inglaterra.
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lizar este hecho como pretexto para actuar del mismo modo. El
episodio es muy significativo, y también las incomprensiones a
que ha dado lugar.
Sea cual sea su autoridad, el rey feudal no posee sin embar-
go ninguno de los atributos que se reconocen como los de un
poder soberano; no puede ni promulgar leyes generales, ni per-
cibir impuestos sobre el conjunto de su reino, ni reclutar un
ejército. Pero la evolución que va a tener lugar, sobre todo en
el siglo XV, acaba precisamente confiriéndole estos poderes;
ésta es la consecuencia directa del renacimiento del derecho
romano, al que nunca se dará demasiada importancia. Son los
legistas meridionales, todopoderosos en la corte de Felipe el
Hermoso, los primeros en formular los principios que iban a
hacer del señor feudal un soberano: «El rey de Francia es empe-
rador en su reino... su voluntad tiene fuerza de ley», —seme-
jantes principios, en la época en la que se proclaman, son puras
utopías; pero nada es más frecuente en la historia del mundo
que ver cómo las utopías se convierten en realidades— En este
caso, se necesitaron casi doscientos años. La evolución proba-
blemente habría sido menos rápida si las circunstancias no hubie-
sen acelerado su maduración. Las guerras y los grandes desas-
tres públicos, hambres, epidemias, etc., que marcan el siglo XIV
y la primera mitad del XV fueron factores determinantes. Car-
los VII será el primer rey que dispondrá al final de su reinado
de un ejército y un impuesto permanentes. Su hijo Luis XI inau-
gurará la instauración de una administración verdaderamente cen-
tralizada que habría colmado los deseos de un Felipe el Her-
moso. Pero el rey no se convierte verdaderamente en monarca,
con pleno poder soberano, hasta Francisco I, cuando éste con-
cluye con el papa León X el Concordato, que hace de él el jefe
de la Iglesia de Francia, con potestad para nombrar él mismo
los obispos y abades de su reino; la Iglesia, a causa de ello, iba
a transformarse profunda y fundamentalmente. El monarca, el
que gobierna solo (monos), posee plenos poderes no sólo sobre
la administración, el ejército y las finanzas, sino incluso sobre
las conciencias. En lo sucesivo, el término adecuado es el de
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Aujourd'hui l'histoire, Éd. sociales, 1974, p. 271.
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Registros en los que constan estos antiguos derechos; uno no deja de
sorprenderse al constatar el gran número de estos «censiers» (relaciones de
censos, es decir, de las cargas que pesan sobre una tierra) datados de los siglos
XVII o XVIII, en los archivos públicos o privados.
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Sustituidos por un pago periódico (anual por lo general).
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Citemos, entre tantos otros, a ese historiador soviético que ve en Pedro
Abelardo «un campeón de la independencia de las ciudades», frente a un san
Bernardo que sería un «defensor del feudalismo»...(!) ¡Será bien listo el que
encuentre en los escritos de Abelardo la menor alusión a una preocupación
cualquiera respecto a la independencia de las ciudades, o en los de san Ber-
nardo, el menor cuidado en relación con el «feudalismo»! Ambos personajes,
salidos por igual de la pequeña nobleza rural (cosa que les importaba muy
poco, puesto que desde su juventud habían, cada uno por su lado, renuncia-
do a sus derechos), tenían en común lo que constituyó todo su interés duran-
te toda su existencia: la Ciudad celestial, el reino de Dios, cualesquiera que
fuesen las vías diferentes que eligieran para acercarse a ella.
Por otra parte, basta recordar aquí las controversias famosas a propósi-
to de Mendel y de Lyssenko para constatar que la Ciencia — y la historia es
una ciencia no puede acomodarse a sistemas preestablecidos.
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En realidad, habría bastado tener en cuenta los progresos de la eru-
dición en materia de historia medieval para que, desde mediados de nuestro
MMl.. \ \ lir. teorías basadas en el «materialismo histórico» resultaran tan
pueden serlo, en 1989, el telón de acero o el muro de Berlín.