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Marasmo y barbarie

En los manuales escolares, los señores feudales están exclu-


sivamente ocupados en «pisotear las mieses doradas de los cam-
pesinos». En estilo periodístico no se duda en hablar de «feu-
dalismo» a propósito de las corporaciones financieras («las grandes
feudalidades del dinero») o de un poder autoritario, económico
o político. En la época revolucionaria se hablaba de abolir los
«derechos feudales».
Los términos han sido entendidos según las épocas con
implicaciones muy diferentes. Así, para los historiadores del siglo
XIX, feudalismo significaba anarquía. En aquel momento no se
admitía más poder que el centralizado, promulgador de leyes
generales aplicables en todas partes en el interior de las fron-
teras nacionales, siguiendo las mismas normas y en marcos admi-
nistrativos rigurosamente uniformes; fue en este sentido como
la Revolución de 1789 puso fin a lo que subsistía de la «anar-
quía feudal». Hoy algunos historiadores hablarán del «sistema
del feudalismo». Ahora bien, si nos atenemos a los trabajos de
erudición más recientes, de Ganshof a Lucien Febvre, se cons-
tata que nada está más lejos de todo «sistema», nada es más
empírico que el régimen del feudalismo —con todo lo que, por
otra parte, implica de arbitrario lo que nace del azar, de la expe-
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riencia cotidiana, de los usos y costumbres—. Dicho esto, nada


menos anárquico que la sociedad feudal, que estaba, por el con-
trario, fuertemente jerarquizada.
El estudio de esta sociedad, por lo demás, parecerá inte-
resante por más de una razón en una época en la que algunos
reclaman para la «región», si no la autonomía, al menos unas
capacidades de desarrollo autónomo, y en la que todo el mundo
siente la necesidad de divisiones administrativas menos parce-
larias que los departamentos y que respondan mejor a las rea-
lidades profundas de regiones tan diversas como las que cons-
tituyen el territorio de nuestro país. No sería inútil recordar hoy
que ha podido existir una forma de Estado diferente de las que
conocemos, que las relaciones entre los hombres han podido
establecerse sobre otras bases que la de una administración cen-
tralizada, y que la autoridad ha podido residir en otra parte que
en la ciudad...
El orden feudal, en efecto, era muy diferente del orden
monárquico que lo sustituyó y al que ha sucedido, en una forma
todavía más centralizada, el orden estatal que es actualmente el
de las diversas naciones europeas. Si se quiere comprender lo
que encierra el término, lo mejor es examinar su génesis.

* * *

Un poder centralizado en extremo, el del Imperio romano,


se derrumba en el transcurso del siglo V. En el desconcierto que
sigue, algunos poderes locales se manifiestan; a veces es un jefe
de banda que agrupa a su alrededor a unos cuantos compañe-
ros de aventuras; otras veces, el dueño de una hacienda que
trata de procurar a sus familiares y a sí mismo una seguridad
que el Estado ya no garantiza. En efecto, los intercambios se
hacen difíciles, el ejército ya no está ahí para conservar los
caminos y vigilarlos; por esto, más que nunca, la tierra es la
única fuente de riqueza. Esta tierra hay que protegerla. ¿Acaso
no vemos surgir hoy, en ciertos países, policías paralelas, allí
donde los habitantes pacíficos se consideran amenazados por el
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incremento de la delincuencia? Esto puede hacernos compren-


der lo que se produjo entonces: un determinado pequeño labra-
dor, impotente para procurarse solo su seguridad y la de su fami-
lia, se dirige a un vecino poderoso que tiene la posibilidad de
mantener hombres armados; éste consiente en defenderlo, a cam-
bio de lo cual el labrador le entregará una parte de sus cose-
chas. Uno se beneficiará de una garantía, y el otro, el señor,
senior, el anciano, el propietario al que se ha dirigido, se hará
más rico, más poderoso y, por lo tanto, también más capaz de
ejercer la protección que se espera de él. Finalmente, aun cuan-
do se trate de un mal menor impuesto por unas circunstancias
difíciles, el trato, en principio, aprovechará tanto a uno como
al otro. Es un acto de hombre a hombre, un contrato mutuo que
no sanciona, por razones evidentes, la autoridad superior, pero
que se concluye bajo juramento en una época en la que el jura-
mento, sacramentum, acto sagrado, posee un valor religioso.
Éste es, en general, el esquema de las relaciones que se
crean en los siglos V y VI; sin duda, sus modalidades son muy
diversas según las circunstancias de tiempo o de lugar, y desem-
bocan en definitiva en ese estado al que, con toda razón, se
denomina feudal. Este estado se basa, en efecto, en el feudo,
feodum. El término, de origen germánico o céltico, designa el
derecho que uno posee sobre un bien cualquiera, unas tierras
generalmente: no se trata de una propiedad, sino de un disfru-
te, de un derecho de uso.
La evolución se precipita a causa de la mezcla de pobla-
ciones que tiene lugar en la época. El movimiento migratorio
llamado de las grandes invasiones, en los siglos V y VI, no
siempre tuvo el aspecto de conquista violenta que se le supo-
ne; muchos pueblos —pensemos, por ejemplo, en el de los bur-
gundios— se instalaron en determinadas tierras en calidad de
trabajadores agrícolas. Dentro de un millar de años, con la pers-
pectiva del tiempo, el historiador que estudie el siglo XX no
dejará de establecer relaciones con la Alta Edad Media; ¿acaso
nuestro siglo no conoce movimientos migratorios que hacen que,
en Francia por ejemplo, más de tres millones y medio de tra-
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bajadores sean argelinos, marroquíes, españoles y portugueses;


que en Holanda o en Alemania haya turcos, yugoslavos, etc.?
La única diferencia reside en las facilidades de transporte que
la Alta Edad Media no conoció. En consecuencia, una vez radi-
cado, el trabajador extranjero se establecía, en principio de por
vida, con su mujer y sus hijos en la granja que el propietario
al que se denomina «galorromano» ya no quería trabajar.
Este movimiento no dejaba de plantear problemas, que se
resolvieron de manera mucho más liberal de lo que se podría
pensar. Así, la primera pregunta que se hace a la persona que,
perseguida por un delito, comparece ante un tribunal es: «¿Cuál
es tu ley?». En efecto, es juzgada con arreglo a su ley propia,
no a la de la región en la que se encuentra. De ahí la extrema
complejidad de ese Estado feudal y la diversidad de las cos-
tumbres que en él se instauran. A los historiadores formados en
el derecho romano, con sus bases uniformes y uniformemente
aplicables, esto les puede parecer el colmo de lo arbitrario; en
la época, las distorsiones de una región a otra son ciertamente
grandes, pero también en esto nos acercamos a estos concep-
tos, ya que hoy comprendemos mejor que la justicia, la verda-
dera, consiste en juzgar a cada uno según su ley.
Sea lo que fuere, un orden distinto del orden imperial se
instaura durante estos siglos considerados los más tenebrosos
de una edad de tinieblas —los que van aproximadamente de la
caída del Imperio romano (siglo V) a la restauración del impe-
rio de Occidente por Carlomagno trescientos años más tarde—.
En esta época y a pesar de distintos avatares, el más impor-
tante de los cuales fue la gran sacudida que sufrió todo el mundo
conocido por la irrupción del Islam —el «terror sarraceno» evo-
cado a menudo en los documentos—, el orden feudal reempla-
zó en todas partes de Europa al orden imperial antiguo. La auto-
ridad que Carlomagno intenta restaurar apenas puede hacer otra
cosa que sancionar un estado de hecho, es decir, que el poder
antaño concentrado en un lugar preciso, expresión de una volun-
tad determinada, ya no existe. Sólo reinan los poderes locales;
lo que se llamaba el poder público se ha fragmentado y dise-
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minado en una multitud de células que podríamos calificar de


independientes si este término no significara para nosotros la
facultad de actuar según el capricho individual. Ahora bien, pre-
cisamente, toda voluntad individual se encuentra limitada y deter-
minada por lo que fue la gran fuerza de la Edad feudal: la cos-
tumbre. Jamás se comprenderá lo que fue esta sociedad si se
desconoce la costumbre, es decir, ese conjunto de usos nacidos
de hechos concretos y que reciben su poder del tiempo que los
consagra; su dinámica es la de la tradición: algo dado, pero
vivo, no petrificado, siempre susceptible de evolución sin estar
nunca sometido a una voluntad particular 1 .
No hace mucho tiempo aún se podía observar su supervi-
vencia en los países anglosajones, por ejemplo. Así, para limi-
tarnos a una pequeña anécdota muy humilde de la vida coti-
diana, cuando los extranjeros, antes de la guerra, se sorprendían
al ver, en Londres, las aceras cubiertas de dibujos hechos con
tiza (posteriormente esto se ha extendido un poco a todas par-
tes) y preguntaban por qué, en calles de circulación densa, esta
práctica no estaba prohibida (en Francia un simple decreto del
ministerio del Interior o de la prefectura de policía hubiera bas-
tado para ello), recibían la respuesta de que esto no era posi-
ble: como los primeros que se habían dedicado a esta clase de
arte popular (o de mendicidad encubierta, como se quiera) fue-
ron admitidos durante un tiempo bastante largo, ya no era posi-
ble volverse atrás en esta tolerancia.
De esto está hecha la costumbre medieval: los usos se intro-
ducen bajo la presión de las circunstancias; entre ellos algunos
caen en desuso, otros son inmediatamente combatidos y otros,
por último, son aceptados o solamente tolerados por el conjun-
to del grupo y pronto adquieren su fuerza de costumbre. Así,

1
Una vez encontré esta perla en un estudio emanado de un profesor de
historia: «En la Edad Media, las leyes se llaman costumbres». No captar la
diferencia que hay entre la ley, emanada de un poder central, y por naturale-
za fija y definida, y la costumbre, conjunto de usos nacidos de la tierra y que
evolucionan sin cesar, es no comprender nada de la época.
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por ejemplo, los censos se fijaron muy pronto de maneras muy


diversas según los sectores. Ahora bien, una vez aceptados por una
y otra parte, ya no cabía abolidos: había que esperar que desapa-
recieran por sí mismos. La costumbre, el uso vivido y tácitamen-
te aprobado, regía la vida del grupo humano y oponía sus barre-
ras a los caprichos individuales. Sin duda, siempre ha habido
individuos que intentan franquear las barreras que el grupo o la
sociedad les oponen, pero entonces se colocan en estado de infrac-
ción, como en nuestros días los delincuentes; y, si no existe un
poder público que pueda sancionar a los infractores, éstos son recha-
zados por el grupo, lo que viene a ser lo mismo, sobre todo en
unos tiempos en que la vida es difícil para el que está aislado.
Tales son, esbozadas de forma muy sumaria, las bases de
esta sociedad feudal, radicalmente distinta de lo que se ha cono-
cido después en cuanto a formas sociales. Así, admite el derecho
a la guerra privada, que es el derecho que tiene el grupo a ven-
gar la ofensa sufrida por uno de sus miembros y a obtener repa-
ración por ello. De todas formas, cuando se evoca la sociedad
feudal hay que acostumbrarse a pensar más bien en términos de
linaje, de familia, de casa, que de voces individuales. Sin embar-
go, esta misma sociedad reposa sobre vínculos personales, de hom-
bre a hombre; uno se compromete ante determinado señor. Si
sobreviene algún incidente, hay que renovar el compromiso que
se ha tomado. Así se despliega la historia de los tiempos feuda-
les, hecha de juegos de alianzas que se atan y se desatan; aquí
es un vasallo —señalemos de paso que éste es un término de ori-
gen céltico— que ha prestado homenaje a su señor pero que des-
pués resulta culpable de infidelidad; allá, otro que, después de
haber prestado homenaje al padre, se niega a hacerlo con el hijo...
Las guerras feudales, que no se parecen en nada a las guerras de
nuestro tiempo, tienen su origen en este tejido extremadamente
complejo de compromisos personales y de tradiciones comunita-
rias que constituyen la sociedad de entonces. En nuestros días,
en que, como reacción al poder impersonal de la ley y al poder,
más impersonal aún, de la colectividad, se ven desarrollarse aquí
y allá tendencias a la comunidad, sería muy interesante estudiar
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este «precedente»; no con la intención de imitarlo, ciertamente,


sino simplemente por curiosidad histórica, y humana; y esto puede
permitir, entre otras cosas, rechazar el reproche de utopía que se
opone siempre a las tentativas nuevas.
Sociedad de tendencia comunitaria, aunque regida por com-
promisos personales, la sociedad feudal es también una socie-
dad esencialmente de la tierra, rural. Hemos estado hasta tal
punto dominados por las formas de supremacía urbana que admi-
timos como un axioma que la civilización viene de la ciudad.
Hasta la palabra «urbanidad» es un recuerdo la urbs antigua.
Pero éste no es un término medieval. Toda la historia de los
tiempos feudales nos demuestra lo contrario.
Hubo una civilización nacida en el castillo, es decir, en la
hacienda, luego surgida de los marcos rurales, que no tenía nada
que ver con la vida urbana. Esta civilización dio lugar a la vida
cortés, cuyo nombre mismo indica su origen, pues nació en la
corte, el patio, es decir, en la parte del castillo en la que todo
el mundo se encuentra.
El castillo feudal: órgano de defensa, lugar vital de la hacien-
da, asilo natural de toda la población rural en caso de ataque, cen-
tro cultural, rico en tradiciones originales, desprendido de toda
influencia antigua (aunque todas las obras legadas por la Anti-
güedad a menudo fuesen conocidas y practicadas: ¿no hay un monje
que, de paso en Montreuil-Bellay, encuentra al señor absorbido en
la lectura de Vegecio?). Es muy significativo que se hayan vin-
culado a esta cultura los términos «cortés» y «cortesía»; emanan
de una civilización que no debe nada a la ciudad y evocan lo que
entonces se propone como ideal a toda una sociedad: un código
de honor, y una especie de ritual social, que son los de la caballe-
ría; también cierta soltura en las maneras, y, finalmente, una aten-
ción llena de consideraciones que la mujer exige del hombre 2 .

2
Más tarde, en los tiempos clásicos, el término de corte se reservará
para los círculos allegados al monarca. Es curioso pensar que entonces dará
lugar a las palabras corte sano y corte sana —uno y otro alejados de toda cor-
tesía—. Una etimología, dos civilizaciones.
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El castillo no es la única entidad que asume una función


educativa: los monasterios, también repartidos por los campos,
son, tanto como focos de oración, centros de estudio. Basta para
demostrarlo la abundancia y la calidad de los manuscritos de la
biblioteca del Mont-Saint-Michel; a pesar de su posición aisla-
da, en un islote perdido, batido por el mar (y del que a finales
de la Edad Media se iba a hacer una prisión tanto, al menos,
como un convento), este monasterio es, como todos los demás
de la época, un centro de saber en medio rural, en estrecha rela-
ción con las poblaciones de la zona.
Los monjes, sobre todo los cistercienses, trabajan general-
mente ellos mismos una parte de sus tierras, pero también po-
seen colonos, siervos o libres. Los ejemplos de siervos que lle-
garon a obtener dignidades eclesiásticas o laicas muestran, por
lo demás, que las comunidades religiosas no consideraban a los
campesinos como una reserva cómoda de mano de obra o de
hermanos legos. Desde principios del siglo XIII se asiste a la
creación, en el seno de las ciudades, de un nuevo tipo de monas-
terios que marcarán profundamente la evolución general. Si los
frailes dominicos y franciscanos se instalan en medio urbano,
ello es señal de que las ciudades han adquirido importancia;
pero pasará mucho tiempo todavía antes de que este fenómeno
se desarrolle hasta el punto de suplantar la influencia de los
monasterios benedictinos, centros, como los castillos, de una
cultura verdaderamente rural y comunal. Poco a poco se verá
declinar esta cultura; a partir del siglo XVI, los órganos de gobier-
no y de administración, las escuelas, en una palabra, los cen-
tros del saber y del poder, residirán en las ciudades; sea lo que
fuere, en el siglo XVII, a pesar de los esfuerzos clarividen-
tes de un Sully, ya no habrá más actividad intelectual en el
medio rural, salvo en un grado muy debilitado —degeneración
que se extiende pronto a todas las provincias 3, pues todos los

3
Hay que meditar un poco sobre una comedia como Monsieur de Pour-
ceaugnac para comprender con cuánto desprecio cubre desde entonces a las
«provincias» ese atento servidor de la Corte que se llamaba Molière.
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que se consideran dignos de una verdadera vida del espíritu se


encuentran en París, donde están la Universidad y el Colegio
de Francia, o en la Corte—. El punto final será la reorganiza-
ción administrativa de Francia de 1789, que hizo de la ciudad
principal de cada departamento el centro de toda la actividad
administrativa, y de París el cerebro que la gobierna. París, a
partir del siglo XVII, es la capital de todo el saber de Francia;
en el siglo XIX es el término, la cumbre de la carrera para los
funcionarios del Estado, y prácticamente el único lugar en el
que se encuentra reunido todo lo que constituye una civiliza-
ción digna de este nombre.
Por esquemático que sea, este cuadro no parece muy dis-
cutible; lo que, en cambio, hoy se discute es lo bien fundado
de tal supremacía, de una centralización que concentra en un
lugar único no sólo los órganos de gobierno, sino incluso los
medios de adquirir una instrucción, una formación superior.
Es una sana reacción la que hoy impulsa a la descentrali-
zación. Cuando uno piensa que ciertos ámbitos, como el ya cita-
do de la expresión teatral, de la danza o del canto, eran, no hace
tanto tiempo, patrimonio casi exclusivo no sólo de la ciudad en
general, sino, en Francia, de París y de sus conservatorios, no
puede más que asombrarse; el monopolio creado en el siglo
XVII para uso de los Comediantes del rey, y después acentua-
do, ha resultado ser verdaderamente opresivo y ha ahogado toda
actividad válida en las provincias y en nuestros medios rurales.
Por lo demás, podemos preguntarnos si esta situación no
se habría prolongado durante mucho tiempo todavía de no ser
por los medios técnicos actuales: la radio y la televisión han
permitido que todos se beneficiaran de lo que estaba reservado
a unos pocos. La difusión de la cultura se ve hoy facilitada por
ello; se puede criticar el nivel en el que se lleva a cabo, pero
lo cierto es que los monopolios de antaño han dejado de exis-
tir y que, contrariamente a lo que se habría podido temer, la
radio y la televisión suscitan actividades locales un poco en
todas partes: música, danza y teatro florecen de forma inespe-
rada hasta en regiones que uno hubiera considerado «muy apar-
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tadas» y vuelven a ser un terreno común, accesible a todos. Este


inmenso progreso es casi universal y en todas partes va acom-
pañado de intentos, todos locales, de recuperar las fuentes de
cultura originales, las de la comarca, del pueblo o de la región,
durante tanto tiempo ignoradas y despreciadas, pero que, en defi-
nitiva, no piden sino volver a surgir. Por otra parte, ampliando
nuestra reflexión de Francia a Europa, y de Europa al mundo
entero, es probable que esta nueva sensibilidad se desarrolle,
teniendo en cuenta a la vez esta dimensión planetaria y estas
múltiples posibilidades locales en las que cada grupo humano,
tribu, etnia o comunidad cualquiera, e incluso cada ser huma-
no, puede sentirse enraizado y puede expresarse a sí mismo.
Pero, volviendo a nuestro tema, quedaría por examinar el
papel que desempeñaba el rey en la sociedad feudal, y espe-
cialmente en la época en que ésta llegó a su equilibrio y su apo-
geo, es decir, a finales del siglo X y hasta el XV. La fórmula
de los reyes «que en mil años hicieron a Francia 4 », algo gas-
tada hoy en día, es engañosa en un punto importante: la con-
fusión entre realeza medieval y monarquía clásica. Poco impor-
ta que haya habido o no continuidad hereditaria 5 ; si se considera
la realeza en cuanto a su papel político, militar y administrati-
vo, ¿cómo ver en Luis XIV al continuador de san Luis? La iden-
tidad de los términos es entonces, en sí, un error histórico; en
realidad, la evolución de la función real ha sido tan profunda
que se impondría el uso de denominaciones diferentes. El rey
feudal es señor entre otros señores; al igual que los demás, admi-
nistra un feudo personal, en el que imparte justicia, defiende a
los que lo habitan y recibe los censos en especie o en dinero.
Fuera de este ámbito está el rey, aquel que ha sido marcado con
la unción santa; es el àrbitro designado en los conflictos, el

4
Era, como se recordará, la de Maurras y la Action française.
5
La noción de rey legítimo, ligada jurídicamente a la costumbre de
transmisión de padre a hijo, pudo ser importante para los pueblos en el pasa-
do; no es injuriar a nadie constatar que hoy y desde hace mucho tiempo—
ya no cuenta.
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señor de los señores, el que asume la defensa del reino y al que,


por esta razón, los demás señores deben una ayuda militar, esta-
blecida, por lo demás, en un tiempo muy limitado: cuarenta días
por año. La costumbre regula las modalidades según las cuales
se le proporciona esta ayuda, pero su título de rey no significa
que su poder económico o militar sea más grande que el de tal
o cual vasallo; simplemente la prudencia humana le dictará la
preocupación de mantener un equilibrio, bien entre los grandes
vasallos, o bien entre éstos y él mismo; y por esto los matri-
monios y las herencias presentan entonces una importancia tan
grande.
Señalemos, por lo demás, que el poder real, aun siendo
sobre todo moral, no por ello es platónico. Un hecho lo demues-
tra perfectamente: cuando el rey de Francia Luis VII quiere cum-
plir con su deber de protección respecto a uno de sus más pode-
rosos vasallos, Raimundo V, conde de Tolosa, amenazado por
Enrique II Plantagenet, bastará con su sola presencia en el cas-
tillo de Tolosa para que el agresor abandone sus proyectos béli-
cos. Es lo que ocurrió en 1159. El Languedoc, que desde los
tiempos más remotos había formado parte del reino de Francia,
ofrece así un ejemplo clarísimo de lo que fueron en la época
feudal las relaciones de señor a vasallo. En nuestro tiempo los
historiadores se han esforzado por encontrar diversas razones,
plausibles para ellos (es decir, de orden económico o militar),
para explicar la actitud de Enrique II al renunciar a asediar Tolo-
sa por la única razón de que su señor, el rey de Francia, esta-
ba encerrado en ella; pero los contemporáneos, en cambio, com-
prendieron perfectamente que, aun siendo él mismo rey 6 , Enrique
Plantagenet tenía la obligación de respetar lo que para el rey
feudal eran las reglas de juego; en sus propios dominios tenía
vasallos que, si él las hubiera violado, no habrían dejado de uti-

6
Enrique Plantagenet, vasallo del rey de Francia por sus feudos conti-
nentales (prácticamente todo el oeste del país, desde Normandía hasta Gas-
cuña), también era, desde el afto 1154, rey de Inglaterra.
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lizar este hecho como pretexto para actuar del mismo modo. El
episodio es muy significativo, y también las incomprensiones a
que ha dado lugar.
Sea cual sea su autoridad, el rey feudal no posee sin embar-
go ninguno de los atributos que se reconocen como los de un
poder soberano; no puede ni promulgar leyes generales, ni per-
cibir impuestos sobre el conjunto de su reino, ni reclutar un
ejército. Pero la evolución que va a tener lugar, sobre todo en
el siglo XV, acaba precisamente confiriéndole estos poderes;
ésta es la consecuencia directa del renacimiento del derecho
romano, al que nunca se dará demasiada importancia. Son los
legistas meridionales, todopoderosos en la corte de Felipe el
Hermoso, los primeros en formular los principios que iban a
hacer del señor feudal un soberano: «El rey de Francia es empe-
rador en su reino... su voluntad tiene fuerza de ley», —seme-
jantes principios, en la época en la que se proclaman, son puras
utopías; pero nada es más frecuente en la historia del mundo
que ver cómo las utopías se convierten en realidades— En este
caso, se necesitaron casi doscientos años. La evolución proba-
blemente habría sido menos rápida si las circunstancias no hubie-
sen acelerado su maduración. Las guerras y los grandes desas-
tres públicos, hambres, epidemias, etc., que marcan el siglo XIV
y la primera mitad del XV fueron factores determinantes. Car-
los VII será el primer rey que dispondrá al final de su reinado
de un ejército y un impuesto permanentes. Su hijo Luis XI inau-
gurará la instauración de una administración verdaderamente cen-
tralizada que habría colmado los deseos de un Felipe el Her-
moso. Pero el rey no se convierte verdaderamente en monarca,
con pleno poder soberano, hasta Francisco I, cuando éste con-
cluye con el papa León X el Concordato, que hace de él el jefe
de la Iglesia de Francia, con potestad para nombrar él mismo
los obispos y abades de su reino; la Iglesia, a causa de ello, iba
a transformarse profunda y fundamentalmente. El monarca, el
que gobierna solo (monos), posee plenos poderes no sólo sobre
la administración, el ejército y las finanzas, sino incluso sobre
las conciencias. En lo sucesivo, el término adecuado es el de
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monarca, y no el de rey. El poder, sobre todo en Francia, es


absoluto, centralizado. Ciertas incoherencias limitan, sin embar-
go, su fuerza: así, las antiguas instituciones —las de los tiem-
pos feudales, precisamente— deberían haber sido objeto de una
reforma. Al no haberse efectuado ésta, ciertos sectores —por
ejemplo, el de las finanzas o del ejército— se encontrarán cons-
tantemente en falso en la Francia monárquica.
Los recursos del monarca se confundirán más o menos con
sus recursos patrimoniales, los de la antigua hacienda real; se
necesitará nada menos que la Revolución para que el Estado
disponga realmente de un sistema de finanzas públicas digno
de este nombre. El ejército seguirá componiéndose de volunta-
rios, reclutados con dificultad, y sus efectivos sólo serán sufi-
cientes gracias a la ayuda de los batallones suizos, que, en tres
siglos, proporcionan a Francia más de un millón de soldados y
cuatrocientos generales. Los monarcas, en fin, por muy «abso-
lutos» que fueran, no intervinieron en el derecho privado, con-
tentándose con regular, cuando hacía falta, la forma de las actas
correspondientes al derecho privado. Las costumbres locales con-
tinuaron, pues, en lo esencial, rigiendo este derecho hasta la
Revolución.
Lo que es extraño es que entonces, en 1789, se hablara de
abolir el «feudalismo». La expresión era lo más inexacta posi-
ble, ya que el régimen de la tierra había evolucionado conside-
rablemente en casi cuatrocientos años. Como escribe Albert Soboul:
«El feudalismo, en el sentido medieval del término, ya no corres-
pondía a nada en 1789»; pero, añade, «para los contemporá-
neos, burgueses y, más aún, campesinos, este término abstracto
recubría una realidad que ellos conocían muy bien (derechos feu-
dales, autoridad señorial) y que fue finalmente barrida 7 ».
Los términos «feudal» y «feudalismo» conocen en aquella
época un enojoso envilecimiento. Al igual que se llama «góti-
co», con un matiz fuertemente peyorativo, a todo lo que no es

7
Aujourd'hui l'histoire, Éd. sociales, 1974, p. 271.
70 PARA ACABAR CON LA EDAD M E D I A

«clásico», también se llama «feudal» a todo aquello que ya no


se desea del Antiguo Régimen. En este «todo» hay algunas super-
vivencias lejanas de los tiempos «feudales»: por ejemplo, la pre-
sencia misma del castillo —al menos de aquellos que escapa-
ron de las destrucciones metódicas de Richelieu o de Vauban
(¡simples olvidos, la mayoría de las veces!)—, o los privilegios
honoríficos, como el de presentar el pan bendito en la iglesia
parroquial en ciertas festividades; o también, más raramente, los
restos de justicia señorial, a propósito de los cuales no dejaban
de circular las leyendas, casi siempre nacidas de juegos de pala-
bras, como el famosísimo «derecho de pernada», etc.
La ambigüedad de ciertos términos evoca a veces, muy
erróneamente, la Edad Media: por ejemplo, esa prestación real,
instaurada en 1720, que gravita pesadamente sobre la clase cam-
pesina, pero que no tiene nada que ver con la antigua presta-
ción señorial, redimida o caída en desuso casi en todas partes.
Lo que era más grave y contribuía a la confusión era que
los propietarios burgueses que habían comprado tierras duran-
te los tres siglos del Antiguo Régimen habían hecho investigar
con una actividad cada vez mayor los antiguos derechos (cen-
sos diversos, en dinero o en especie) a los que esas tierras pudie-
ron haber estado sujetas en el pasado, para percibirlos de nuevo.
No es necesario añadir que no trataban de asegurar la contra-
partida de protección, que se había convertido en responsabili-
dad del poder central. En el siglo XVIII había una maestría (cor-
poración) que agrupaba a los llamados feudistas, los investigadores
dedicados a esta tarea, que compulsaban los antiguos cartula-
rios y elaboraban los «censiers» y los «terriers» 8.
Si jamás hubo explotación del campesino, del hombre de
la tierra, fue realmente en esta época. La averiguación de los
antiguos derechos llamados «feudales» restablecía los censos

8
Registros en los que constan estos antiguos derechos; uno no deja de
sorprenderse al constatar el gran número de estos «censiers» (relaciones de
censos, es decir, de las cargas que pesan sobre una tierra) datados de los siglos
XVII o XVIII, en los archivos públicos o privados.
MARASMO Y BARBARIE 71

que habían caído en desuso en el momento de la compra de la


tierra, bien porque los antiguos señores hubieran dejado de per-
cibirlos durante un tiempo suficiente como para que la costumbre
confirmase su abandono (es lo que pasó, por ejemplo, cuando
las cruzadas, de las que muchos no regresaban), o bien porque
hubiesen sido «redimidos» o «abonados 9 » por los campesinos.
Ahora bien, la averiguación de los antiguos derechos por
parte de los burgueses convertidos en propietarios de haciendas
antaño señoriales se instituyó en tales condiciones, con el apoyo
de los parlamentos, que el que tenía que demostrar esa «reden-
ción» era el campesino —lo cual la mayoría de las veces era
imposible, pues en la época feudal los acuerdos eran más a menu-
do verbales que escritos—. Además, los derechos así recupera-
dos se sumaban, mientras que la mayoría de las veces no ha-
bían hecho sino sucederse en la realidad. Se comprende, por tanto,
el empeño que pusieron los campesinos, cuando el Gran Miedo
de 1789, en quemar los archivos señoriales. Pero estos derechos
no tenían de «feudales» más que el nombre. El diezmo es un
ejemplo típico del resurgimiento de estos impuestos. Deducido
desde la Alta Edad Media en algunas regiones y extendido a la
mayoría de los bienes rurales durante el período carolingio para
subvenir a las necesidades de los clérigos, acaba por formar
parte de las cargas vinculadas a unas tierras; cuando éstas son
compradas por un burgués, éste continúa percibiéndolo aun cuan-
do no provea —por razones obvias— el servicio del altar, que
se espera del sacerdote. ¿En cuántas comarcas, durante el Anti-
guo Régimen, sufrió el diezmo esta mutación? No se sabe con
exactitud, pero el hecho debía de estar bastante extendido, ya
que el término de «diezmo burgués» era corriente en vísperas
de la Revolución.
El equívoco en torno al término «feudal» era completo en
aquella época. Como lo era en torno al término «gótico», o como
se mantiene aún hoy en torno al término «Edad Media»; pues

9
Sustituidos por un pago periódico (anual por lo general).
72 PARA ACABAR CON LA E D A D MEDIA

es perfectamente absurdo designar con la palabra «medio», como


lo sería un simple período transitorio, a un período de mil años
de la historia de la humanidad.
Hay que insistir en ello a causa de los errores y los abusos
a los que ha dado lugar este término de feudalismo, sobre todo
cuando se lo ha opuesto a ese otro término —también él ambi-
guo— de «burguesía». El Manifiesto de Marx, publicado en 1847,
refleja el estado de la ciencia histórica en la época. Marx sitúa
en el siglo XVIII el inicio de la «lucha contra el absolutismo
feudal» y atribuye a la burguesía, en la historia, «un papel esen-
cialmente revolucionario» —¿acaso no arranca los campos de un
«estado de marasmo y barbarie latentes»?—. Todas estas pro-
posiciones son hoy inaceptables para el historiador; los que
siguiendo a Marx 10 perpetúan tales errores de vocabulario, nece-
sarios intelectualmente si se quiere mantener a toda costa el esque-
ma feudalismo-burguesía-proletariado, prolongan un equívoco tan
erróneo como si continuaran utilizando el término «gótico» tal
como se empleaba también en la época de Marx. Dicho de otro
modo, los historiadores marxistas, que hablan de feudalismo des-
truido por la Revolución francesa, recuerdan a esos eclesiásti-
cos que ven en el Concilio Vaticano II el «fin del período cons-
tantiniano» —como si no hubiese pasado nada, en más de 1.600
años, entre Constantino (!) y el Vaticano II, como si a princi-

,0
Citemos, entre tantos otros, a ese historiador soviético que ve en Pedro
Abelardo «un campeón de la independencia de las ciudades», frente a un san
Bernardo que sería un «defensor del feudalismo»...(!) ¡Será bien listo el que
encuentre en los escritos de Abelardo la menor alusión a una preocupación
cualquiera respecto a la independencia de las ciudades, o en los de san Ber-
nardo, el menor cuidado en relación con el «feudalismo»! Ambos personajes,
salidos por igual de la pequeña nobleza rural (cosa que les importaba muy
poco, puesto que desde su juventud habían, cada uno por su lado, renuncia-
do a sus derechos), tenían en común lo que constituyó todo su interés duran-
te toda su existencia: la Ciudad celestial, el reino de Dios, cualesquiera que
fuesen las vías diferentes que eligieran para acercarse a ella.
Por otra parte, basta recordar aquí las controversias famosas a propósi-
to de Mendel y de Lyssenko para constatar que la Ciencia — y la historia es
una ciencia no puede acomodarse a sistemas preestablecidos.
M A R A S M O Y BARBARIE 73

píos del siglo XVI, sobre todo, no se hubiese producido ese


cambio radical en el estado de la Iglesia que fue (sin juego de
palabras) el establecimiento de la Iglesia de Estado.

* >!< *

Si queremos atenernos a los hechos históricos, y no justi-


ficar nociones a priori, debemos reconocer que el nacimiento
y la expansión de la burguesía coinciden exactamente en el tiem-
po con la gran expansión del régimen feudal. Es en los prime-
ros años del siglo XI cuando aparece en los textos la palabra
«burgués»; y es durante el período propiamente feudal (siglos
XI-XII-XIII) cuando tiene lugar la creación de ciudades nue-
vas, la constitución de municipios, la redacción de los estatu-
tos de las ciudades, etc. Si hubo «luchas de clases», éstas se
produjeron precisamente en el interior y en el seno mismo de
esta burguesía de las ciudades, en las que cierto número de comer-
ciantes más ávidos o más hábiles que otros derribaron, aquí y
allá, las barreras opuestas al acaparamiento, al monopolio, a
todo lo que proporciona beneficios inmoderados. Además, estas
luchas intestinas tuvieron como consecuencia, en la mayoría de
los casos, que las ciudades perdieran su autonomía, y ello en
el mismo momento (entre los últimos años del siglo XIII y el
final del XV) en que se debilitaba también la cuasi autonomía
del dominio señorial. En Francia, el gran vencedor fue el rey;
se convierte en un monarca a principios del siglo XVI, en el
momento en que en Occidente, un poco en todas partes, se cons-
tituyen las naciones, en que el Estado, el poder público, vuel-
ve a tener la importancia que había tenido en la Antigüedad
romana. Al tomar el poder con la Revolución, la burguesía no
destruyó el «feudalismo», sino el Antiguo Régimen que ella había
contribuido en gran parte a crear, pero que la mantenía aparte
del poder político.
Ciertamente, al oponer así un esquema contra otro, no pode-
mos dejar de estimar que hay irreverencia, casi sacrilegio, en
el hecho de tomarse estas libertades con los dogmas; quizá los
74 PARA ACABAR CON LA E D A D MEDIA

historiadores del futuro se sorprenderán de este valor de dogma


otorgado indistintamente a todo lo que emana de la filosofía
alemana: Marx, Nietzsche, Freud y tantos otros, la mayoría inte-
lectuales de nuestro tiempo.
Sin embargo, para ceñirnos a nuestro terreno, no podemos
menos que señalar la inconsecuencia de los historiadores mar-
xistas, que pretenden apoyarse en la Historia, pero que le nie-
gan el derecho de haber progresado en un siglo y medio o casi.
Al fin y al cabo, ya no estamos en la época de Galileo "...

11
En realidad, habría bastado tener en cuenta los progresos de la eru-
dición en materia de historia medieval para que, desde mediados de nuestro
MMl.. \ \ lir. teorías basadas en el «materialismo histórico» resultaran tan
pueden serlo, en 1989, el telón de acero o el muro de Berlín.

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