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EL PROBLEMA fundamental DEL HOMBRE

Incluso ellos son sinceros en sus errores y pensamientos, están


sinceramente equivocados y se equivocaron porque dejaron de seguir lo
que es desde el principio por seguir cosas novedosas.
La Palabra es el mandamiento nuevo, porque Él vino en carne y
cumplió lo que ningún ser humano ha cumplido. No ha habido nadie en
este mundo que haya amado a Dios con toda su alma con todo su corazón,
con toda su mente y con todas sus fuerzas como Cristo ama a Dios, por
esto es que el mandamiento nuevo es verdadero en él y como estamos en
Cristo y Cristo está en nosotros, es verdadero en nosotros también.
Martyn Lloyd-Jones
“Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres
amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas.” —Juan
3:19
Existe un proverbio que dice que «una media verdad es peor que una
mentira». Y quizá no hay ningún lugar donde sea más cierto que en relación con la
religión y las cosas del alma. Es la explicación de la tragedia de los fariseos y los
escribas que crucificaron a nuestro Señor, sigue siendo la explicación de la
incredulidad de un gran número de hombres y mujeres inteligentes de los
que uno esperaría que fueran cristianos. Una de las cosas que destacan
claramente en la Biblia y en toda la historia de la Iglesia cristiana es que, casi
invariablemente, el último hombre en experimentar la influencia salvadora
de Cristo no es el irreflexivo, incauto o réprobo, sino más bien la persona
reflexiva, inteligente, elevadamente moral que ha hecho todo lo posible
por llevar una vida piadosa. Siempre parece más fácil convencer a una persona
que ha estado completamente equivocada que a otra que solamente lo ha estado
en parte. Los gentiles, que eran ajenos al pueblo de Israel y no tenían a Dios, entran
en el Reino de Dios con mucha más facilidad que ese pueblo elegido, los judíos, a
quienes habían sido entregadas las mismísimas «palabras de Dios».
Todo esto no hace sino ilustrar lo cierto que es este proverbio en el mundo
religioso, e ilustra aún más la astucia del diablo. Sabe que una media verdad puede
satisfacer con gran facilidad a la mente natural; sabe también que, en un sentido,
una media verdad te puede alejar más de la verdad completa que una
mentira absoluta. Una mentira es una contradicción clara, no tiene pretensión
alguna de mostrar la verdad, es completamente lo contrario a la verdad. Por otro
lado, la media verdad indica la verdad parcial y parece estar
completamente del lado de la verdad. Ofrece tanto que el incauto bien puede
pensar que lo ofrece todo. «Saber poco es más peligroso que no saber nada».
Peligroso porque aquel que tiene ese conocimiento se imagina que sabe
mucho y por eso se hace imposible enseñarle nada. Ese fue el gran problema
que tuvo nuestro Señor en sus días aquí en la tierra. Es asombroso advertir cómo
gran parte de su tiempo lo invirtió en debatir con los fariseos y escribas. No vemos
que los publicanos y los pecadores debatieran con él, simplemente se echaban a sus
pies y le adoraban. Eran las personas buenas y eruditas las que estaban en
desacuerdo con él y las que finalmente le crucificaron. Y eso no porque estuvieran
completamente en desacuerdo con él, sino más bien porque estaban plenamente de
acuerdo con él hasta cierto punto. Era cuando sobrepasaba ese punto cuando
consideraban que estaba yendo demasiado lejos, que era sin duda culpable de
blasfemia. En un sentido, crucificaron a Cristo porque esperaban la venida del
Mesías. Su no hubieran estado esperando su venida, jamás se habrían enfurecido
tanto por las afirmaciones de aquella persona que, para ellos, se antojaba un
impostor y un fraude. Debe haber unas ideas antes de poder tener ideas erróneas;
¡el hombre que no tiene idea alguna acerca de una cuestión en concreto está libre
al menos de tener ideas erróneas y falsas! Ese era el problema de los judíos en los
tiempos de nuestro Señor: ¡llevaban razón parcialmente! La tragedia y la vergüenza
de la cruz nos ofrecen la ilustración más perfecta y terrible de la verdad de ese
proverbio que recalca el peligro de las medias verdades.
Será por eso que Jesús dice en Mateo 9:12 Al oír esto Jesús, les dijo:
Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos.13 Id, pues,
y aprended lo que significa: Misericordia quiero, y no sacrificio. Porque no
he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento. Por la
soberbia espiritual de los fariseos y escribas o de los moralistas e
idealistas de hoy
Pero esto, en mi opinión, es un principio universal, y sus efectos son tan
obvios hoy como lo han sido siempre. Consideremos la situación religiosa en la
actualidad, ¿qué encontramos? La fe cristiana está teniendo éxito y difundiéndose,
ganando terreno, en los países, regiones y lugares donde anteriormente se
desconocía por completo. Los paganos y los impíos están respondiendo a ella y están
siendo cambiados por ella. Por otro lado, hallamos que está decayendo y perdiendo
terreno en los países cristianos y entre los hombres y las mujeres que se han criado
en hogares religiosos, que han sido cristianizados en su juventud y que han asistido
a sus lugares de culto con regularidad desde entonces. Y con respecto a la oposición
enérgica y a la crítica, no proviene tanto de los disolutos e inmorales como de los
buenos y morales, de los idealistas y filántropos. ¡Qué reproducción más exacta de
las condiciones que prevalecían durante los tiempos del ministerio terrenal de
nuestro Señor! Es el acuerdo inicial lo que produce todos los problemas siguientes.
Tomemos a todos estos filántropos e idealistas modernos y
comparémoslos con un cristiano. Hallaremos que comienzan sobre una base
común. Ambas partes reconocen que hay algo erróneo en el mundo y el género
humano, ambas partes están de acuerdo en que la amargura, el sufrimiento y la
fealdad tan evidentes en este mundo son una desgracia para la raza humana y la
civilización. Están unidos en su condena de la monstruosa desigualdad que existe
entre clases, del lujoso despilfarro y la autosuficiencia de un extremo y la privación
y la pobreza del otro. Ambos están de acuerdo en que la vida debiera ser noble,
alegre y sublime, y que la suciedad, la miseria, la sordidez y el pecado son cosas
que debieran avergonzarnos y humillarnos. La codicia y el egoísmo de los hombres,
su deseo de poder y espacio, todas las viles intrigas y estratagemas, toda la falta de
honradez y el fraude en relación con los asuntos públicos, todas estas cosas
deprimen y entristecen al idealista y al cristiano por igual. Ambos se horrorizan ante
la guerra como método para resolver diferencias, ambos casi se desesperan de la
naturaleza humana por el divorcio, la infidelidad y los apasionados excesos de sus
congéneres.
Viendo el mundo tal como es en la actualidad están absoluta y completamente
de acuerdo en que hay algo erróneo, terriblemente erróneo. Además, están de
acuerdo en que, si no se hace algo para prevenir la corrupción, la civilización tenderá
a desmoronarse. Hasta ahí, pues, no hay desacuerdo alguno. Pero a partir de ahí se
acaba el consenso. Superficialmente son idénticos; pero, tal como sucede con
aquellas dos casas retratadas por nuestro Señor en su parábola, los cimientos son
completamente distintos, tan diferentes como la arena de la roca. Están de acuerdo
en afirmar que hay algo erróneo, pero están divididos de manera fundamental con
respecto a la cuestión de qué es exactamente lo erróneo. No hace falta recalcar que
tal diferencia es verdaderamente fundamental y vital. Pero a fin de dejarlo muy claro,
permítaseme utilizar una analogía y comparación médica. Pensemos en una
persona enferma en la cama con un dolor en el lado derecho. Dos personas
vienen a verla: un médico y un profano. Ambos están de acuerdo en cuanto
a su enfermedad, que no es él mismo, que tiene fiebre, que parece
sonrojado y que obviamente padece un dolor. El profano con ese
conocimiento parcial quiere opinar y con fuerza indica que quizá ha
comido algo que le ha sentado mal y que pronto se pondrá bien. El médico
con pleno conocimiento ve que el hombre está sufriendo un ataque de
apendicitis y que, a menos que se le opere perderá la vida. Los dos visitantes
están absolutamente de acuerdo hasta cierto punto. Donde están en desacuerdo,
fundamental y vitalmente, es en el diagnóstico de qué era exactamente lo que
estaba mal. Esa es la diferencia entre los moralistas e idealistas modernos y el
cristiano. «Y esta es la condenación», dice nuestro texto como diciendo «¡no esto u
otra cosa, sino esto!». No es suficiente que admitamos en general que hay ciertos
males que afligen al género humano y que las cosas no son como debieran.
Debemos descubrir dónde radica la causa, debemos llegar al verdadero
origen del problema. Hay que descubrir y desenmascarar la enfermedad
antes de tratarla adecuadamente. Ahora bien, aquí tenemos el núcleo
mismo de la lucha que ha tenido que librar siempre la Revelación de Dios
contra «la sabiduría del mundo». Aquí se encuentra la explicación de la
colisión tan frecuentemente representada en el Antiguo Testamento entre los
falsos profetas y los siervos de Dios. Porque los falsos profetas siempre han
admitido que hay algo erróneo. Nunca han sido totalmente necios ni ciegos. La
acusación contra ellos es siempre no que clamaran que no había nada erróneo, sino
más bien que (Vemos lo que se dice en Jeremías 8:11), «curaron la herida
de la hija de mi pueblo con liviandad» que profetizaron cosas cómodas y
suaves y una recuperación fácil en lugar de afrontar y tratar el problema
real de manera honrada y radical. En un sentido no es trabajo del
evangelio anunciar simplemente que hay algo erróneo y que el mundo es
pecaminoso. Toda persona reflexiva debe ser consciente de eso, todo hombre que
sea honrado consigo mismo y que se detenga de vez en cuando a escuchar la voz
de la conciencia que hay en él debe reconocerlo de inmediato. Hay moralistas en
todos los países paganos. En un sentido, los antiguos filósofos griegos expusieron
los males y las necesidades del ser humano de forma casi tan perfecta como la
Revelación divina. Todas las biografías honradas de todos los hombres
reflexivos revelan lo mismo: una sensación de insatisfacción en su interior
y un anhelo de algo de lo que carecían. ¡No!, no había necesidad de la
encarnación y muerte de nuestro Señor simplemente para decir a la humanidad que
no todo iba bien. Los profetas de la antigüedad y muchos otros ya lo habían
descubierto y declarado. Nuestro Señor vino para revelar la causa exacta del
problema y su única cura: «Esta es la condenación […]». El evangelio es categórico
y dogmático como anuncio o proclamación; no ofrece una teoría, sino que declara
un hecho. De ahí que, haciendo hincapié en la palabra «esta», el evangelista nos
recuerde la confusión prevaleciente y nos muestre cómo el diablo intenta
engañarnos indicándonos explicaciones distintas y fútiles para nuestros problemas y
dificultades. Y en este versículo trata dos de las principales falacias con respecto a
la enfermedad de la raza humana que no solo eran vigentes en su día, sino que han
permanecido desde entonces hasta la actualidad, los dos principales obstáculos que
se interponen entre muchos hombres y la creencia en Jesucristo nuestro Señor.
El primero es el que podríamos llamar la falacia acerca del intelecto y el
conocimiento. Tomemos el caso de los judíos en los tiempos del ministerio terrenal
de nuestro Señor. Pensaban que sabían lo que iba a hacer el Mesías, consideraban
que su conocimiento del Antiguo Testamento era suficientemente grande y preciso
como para ser capaces de predecir con exactitud lo que habría de hacer cuando
viniera. Jesucristo no respondió exactamente a ello; ciertamente había muchas cosas
en él que contradecían sus ideas y planteamientos. No se conformaba a sus deseos
y pensamientos, por lo que supusieron que estaba equivocado y que era un
impostor. Creían saberlo mejor que él y, por tanto, preguntaron: «¿Quién es este
hombre?». Y entonces, debido a que no se conformaba a sus ideas ni se ajustaba
exactamente a su noción de lo que el Mesías habría de hacer, hicieron caso omiso
de todas las maravillas y milagros que llevó a cabo, se volvieron impermeables a su
mensaje y terminaron matándolo. Pensando que sabían más, consideraron a Cristo
un impostor y siguieron esperando al verdadero Mesías que habría de venir. «¡Ay,
qué ceguera y pecado — dice Juan aquí—, qué perversidad! Vosotros los
judíos seguís esperando la luz que iluminará Israel cuando el hecho manifiesto es
que la luz vino al mundo ya. No es preciso mirar más allá, solo hay que mirarle a
él».
¿No sucede exactamente lo mismo en la actualidad y
particularmente con los hombres y las mujeres educados y reflexivos?
Reconocen los males y las maldades de la vida, pero siguen buscando la
solución en el futuro y no en el pasado. Hoy vemos en el mundo a tantos
“librepensadores” que dicen tener la respuesta para todo en la vida y que
viene acompañado con placeres, diversión, dinero y mujeres y se
presentan como modelos para nuestro mundo y los seducen teniendo
muchos seguidores. Hablan de sí mismos como personas que buscan la luz
y la verdad. Se imaginan a sí mismos como pioneros y exploradores
introduciéndose en un territorio hasta ahora inexplorado y sin descubrir.
Consideran que todo el pasado de la raza humana está en la tinieblas y en ignorancia
dominada principalmente por el miedo y las supersticiones. Consideran que el
hombre se ha desarrollado dolorosamente a partir de especies inferiores, habiendo
sufrido una terrible lucha y un conflicto con su pasado animal. Hasta ahora —dicen—
nos ha controlado el animal que hay en nosotros, pero ahora el hombre empieza a
conseguir la libertad que tanto desea. La luz y el conocimiento empiezan a amanecer
sobre la raza humana, los exploradores acaban de avistar por fin la Tierra Prometida
y pronto la raza humana en su totalidad se habrá asentado allí y, en esa atmósfera
pura, dejaremos atrás todas las cosas que nos avergüenzan. Por medio del
crecimiento gradual del conocimiento y por la nueva luz que arrojarán la
investigación y los descubrimientos sobre los problemas de la vida, el hombre se
hará perfecto y desaparecerán todas sus dificultades. «¡Miremos hacia delante!
—dicen—. ¡Olvidemos el pasado! La perfección del hombre empieza a
clarear y pronto iluminará todas nuestras tinieblas y oscuridad».
A todos nos resulta familiar este argumento. Admitiendo que el estado de
cosas actual es malo, el moralista y el idealista moderno aguarda un tiempo, quizá
dentro de millones de años, en que se hará la luz y el hombre será perfecto. ¿Podría
haber un paralelismo más perfecto con el caso de los judíos? No se considera el
pasado, el hecho de Jesucristo se pasa por alto por completo. No hay luz alguna a
excepción de en el futuro, y esa es la razón por que presuponen que cada
generación tiene más conocimientos y está mejor informada que sus
predecesoras, que «el conocimiento crece de época en época». Rechazan
mirar atrás hacia Jesús de Nazaret porque ellos, como estos judíos,
piensan que saben más que él. Piensan que el mero hecho de que
estuviera en la tierra hace casi dos mil años le deja automáticamente fuera
de juego; la luz, a la fuerza, debe provenir del futuro, no del pasado. No
pueden ver que «la luz vino al mundo» ya. Se niegan a creerlo. Qué completamente
irrazonable es su postura, qué ciega. ¿Qué luz adicional creen que necesitan? ¿Qué
están esperando? ¿No es el Sermón del Monte lo suficientemente bueno
como patrón para su vida? ¿No satisface la vida de Cristo sus exigencias y
anhelos? ¿No fue su vida una vida perfecta y modélica? ¿Podrían y pueden
desear algo mejor? ¿Es concebible que el futuro, para toda la eternidad,
pueda albergar a alguien más divino y semejante a Dios? ¿Se puede
imaginar manifestación más completa del amor de Dios que la enseñanza
y muerte de nuestro Señor? ¿Qué podría ser más completo y libre?
Y con respecto a nosotros mismos, ¿qué mayor esperanza para la raza
humana puede concebir el hombre que la de ser y volvernos como fue
Jesucristo; ¿la de que, sí creemos en él, seremos conformados «a su
semejanza» y ciertamente poseeremos su mismísima mente? ¿Qué mayor
luz y esperanza para el problema del pecado, y el de cómo superar las
tentaciones que nos confrontan desde el exterior y desde dentro, puede
esperarse que la contenida en el Nuevo Testamento, donde se nos
promete que solo con que creamos en Cristo y nos confiemos a él seremos
bautizados por su Espíritu y vestidos con su poder? ¿Qué mayor
esperanza, cara a cara con la muerte y con una eternidad desconocida,
que la certeza de la resurrección de Cristo y su victoria ante la muerte y el
sepulcro? ¿Qué más luz necesitan? Jesucristo ilumina toda la historia de
la humanidad, resuelve todos los misterios, convierte la oscuridad del
sepulcro en luz matinal de resurrección, y nos revela el mismísimo
«resplandor del rostro de Dios». ¡Oh! ¡Alma necias, ignorantes y
orgullosas! ¿A qué esperáis? La «luz para revelación a los gentiles» ha aparecido,
«nos visitó desde lo alto la aurora», la aurora ya brilla en los cielos, «la luz del
mundo» ya ha aparecido y ha guiado a incontables millones, aun a través del valle
de la muerte, hasta la tierra de la luz eterna. ¿Buscas la luz en los años venideros,
la salvación en el conocimiento gradual? Puede que lleve millones de años, dices.
¿Pero qué sucede contigo mientras tanto?
Pronto habrás desaparecido y el misterio seguirá sin resolver. ¡Qué inútiles
son tus esperanzas! Mira esta noche, mira ahora, esa luz que ya ha
aparecido y que ha brillado sin parpadear durante casi dos mil años y ha
traído paz, descanso y luz a almas que en un tiempo estuvieron en
tinieblas como tú. Mírale a él y clama para que te salve.
Pero, si todo eso es cierto, surge naturalmente la pregunta de qué explica el
hecho de que hombres y mujeres desestimen deliberadamente esta luz y sigan sus
propios caminos ¿A qué se debe que los hombres y las mujeres, y particularmente
los pensadores, no admitan todo esto y no crean en Jesucristo? La respuesta se da
en el resto de este versículo, donde se nos habla clara y abiertamente de la
verdadera naturaleza del pecado. Esta es la segunda gran falacia vigente en la
actualidad, tal como lo era en el tiempo de nuestro Señor, y explica totalmente por
qué los hombres y las mujeres siguen sin hacer caso de Jesucristo, que es la luz del
mundo, y miran hacia unos hipotéticos progresos que se harán en el futuro.
Nuestras ideas acerca del pecado y el mal son demasiado
superficiales e irreales. Explicamos el mal y los errores que se cometen
como cosas simplemente negativas y pasivas, simplemente como
ausencia del bien y de lo correcto. No creemos que exista tal cosa o tal
estado que sea categóricamente malo. Hemos llegado a considerar que el
hombre malo es un hombre que no es bueno. No creemos que sea
activamente malo o malo en un sentido categórico. Creemos que su
problema es que las partes buenas, positivas y bellas de su naturaleza no
han comenzado aún a funcionar y entrar en acción. Otra forma de declarar
lo mismo es explicar cada pecado en términos de ignorancia. Se nos dice
que no es que conozca tanto el bien como el mal y elija deliberadamente
el mal y se refocile con ello, sino más bien que necesita ser educado y
recibir luz. No es que el pobre hombre disfrute del mal y le guste, sino que
no es consciente de lo bueno y lo bello. El pecado es ignorancia. Todo el
problema, pues, es intelectual y no de índole moral. Y, según la idea
moderna del pecado, así es. Lo que las personas necesitan, se dice, es que
se las eduque, que reciban el conocimiento, que se les hable de lo puro, lo
bueno y lo limpio, que se les ponga en contacto con las grandes mentes
de cada época y en una atmósfera donde todo sea sano y bello. Ahora bien,
no sorprende en absoluto que semejante idea del pecado resulte
aceptable a las personas y que se entreguen a ella. ¡Puesto que cuán
agradable y consoladora es! Tú y yo no somos realmente malos,
simplemente no somos buenos. No hay nada maligno ni vil en nosotros,
simplemente desconocemos lo que es bueno. No es que nuestras propias
naturalezas estén depravadas y retorcidas y que nuestros corazones estén
sucios, sino que simplemente no hemos habitado durante el tiempo
suficiente en esa zona cultivada donde la belleza, la bondad y la verdad
están siempre presentes. No necesitamos ser cambiados y nacer de nuevo,
simplemente necesitamos ser mejorados en cierta medida. ¡Ah!, no
sorprende que a todos nos guste eso, dado que nos halaga. ¡Cuánto más
agradable es que un evangelio que nos dice exactamente lo contrario:
¡que somos viles y estamos sucios y que de hecho amamos las tinieblas y
las preferimos a la luz, que nos dice que nuestros pecados son malignos y
reales, deliberados y voluntarios! Porque eso es lo que se nos dice acerca
de nosotros mismos en el evangelio de Cristo; esa es la imagen que revela
de nosotros la luz eterna.
Ahora bien, seamos honrados y comparemos estas dos ideas del pecado a la
luz de nuestra propia experiencia y la de los demás. ¿Son nuestros pecados
simplemente resultado de nuestra ignorancia y falta de cultura? ¿Desconocemos que
la vida retratada en el Nuevo Testamento es la única vida verdadera? ¿No debemos
confesar todos que sabemos bien que una vida buena, limpia y pura es la correcta
y que ciertas acciones son erróneas y pecaminosas pero, sin embargo, las
hemos cometido constantemente? Creer en esta teoría moderna del
pecado es negar la existencia de una conciencia y destruir cualquier rastro
del concepto de una responsabilidad humana. ¡Qué falso y engañoso es esto!
¡Qué superficial e infantil! ¡El borracho, el adúltero, el que maltrata a su
mujer, el ladrón, la persona que no es honrada, las murmuraciones
maliciosas: todo ello resultado de la ignorancia! ¡Qué necedad es pedirnos
que creamos que no son categóricamente malos y que lo único que
necesitan es educación e instrucción! ¡Qué monstruoso es pensar que estas
cosas las creen y las declaran con seriedad hombres y mujeres que, de examinarse
a sí mismos con honradez durante unos segundos, debieran ver la falacia! ¡Ojalá
que su explicación fuera cierta, que no fuera verdaderamente responsable
de mis pecados pasados! ¡Pero desgraciadamente ese no es el caso! Todos
lo sabemos. Lo sabíamos antes de pecar. Lo hicimos deliberadamente,
sabiendo exactamente lo que hacíamos. ¿Por qué lo hicimos si sabíamos que
era erróneo? ¿Por qué no intentamos con todas nuestras fuerzas llevar la vida del
evangelio en vista de que admitimos que es correcta? ¿Por qué tal acritud hacia la
religión cuando sabemos que ha sido el mayor poder para el bien que ha visto nunca
el mundo? ¿Por qué maldecir la asistencia a la iglesia y los testimonios de conversión
cuando sabemos muy bien que nuestros propios amigos que se han convertido son
mejores que antes: mejores hacia sí mismos, hacia sus mujeres e hijos y mejores
ciudadanos? ¿Por qué reírse y mofarse de una institución que puede producir tal
cambio y lo ha hecho en todas las épocas? ¿Por qué los hombres y las mujeres que
no son cristianos estarían aliviados y contentos mañana por la mañana si se
demostrara y quedara fuera de toda duda que Dios no existe, que toda la religión
es pura invención? ¿Por qué muchos, algunos de ellos hasta miembros de iglesias,
estarían contentos de escuchar y de saber con certidumbre que no hay Infierno? No
hay sino una respuesta. En nuestro estado natural sin regenerar «amamos
las tinieblas» y, por tanto, odiamos la luz. A pesar de saber todo lo que
sabemos, somos lo que somos. Disfrutamos del pecado, somos felices
pecando, paladeamos su sabor, lo amamos aunque sabemos que es ilícito
y está prohibido. Allí encontramos nuestro placer y felicidad, el deleite y
el gozo de nuestras vidas. ¿Qué es lo que odiamos? ¡Oh! Cualquier cosa o
persona que tienda a estropear nuestro placer, a hacer que nos sintamos
infelices y que nos señale que estamos errando. ¿Y quién lo hace más que
Cristo y su Padre celestial? ¡Por supuesto que el pecador odia al cristiano,
el día de reposo y la asistencia a la iglesia! Porque todo ello le condena y
le hace verse a sí mismo.
¡Con qué perfección se presenta todo esto en la historia de 1 Reyes 22:8!
Acab deseaba atacar a sus enemigos a fin de recuperar una ciudad que le habían
arrebatado, y pide al rey Josafat de Judá que vaya con él y se una a él. Josafat le
señala que debe consultarse primero a los profetas, de modo que Acab los reúne a
todos y todos dan un informe favorable y les dicen que sigan adelante. Entonces
Josafat pregunta si se ha consultado a todos los profetas y pregunta: «¿Hay aún
aquí algún profeta de Jehová, por el cual consultemos?», a lo que el rey Acab
contesta: «Aún hay un varón por el cual podríamos consultar a Jehová, Micaías hijo
de Imla; mas yo le aborrezco, porque nunca me profetiza bien, sino
solamente mal». ¡Cuán verdadera es esta reacción en todos nosotros en nuestro
estado natural! ¡Sí! Todos conocemos la verdad, pero la odiamos porque nos
condena y nos hace sentirnos mal. Enfrentémonos a nosotros mismos con
honradez. Así son nuestras naturalezas. Aman las tinieblas, odian la luz. Son
retorcidas, están pervertidas, prefieren lo erróneo a lo correcto y disfrutan el mal
más que el bien que conocen. Lo que necesitamos no es más luz, sino una naturaleza
que sea capaz de amar la luz en lugar de odiarla. La luz está ahí, sabemos que
está ahí pero nos disgusta. La odiamos. ¿Qué sentido tiene esperar de
manera teórica y difusa una supuesta luz adicional cuando no podemos
apreciar ni disfrutar la luz que ya tenemos? Lo que necesitamos no es
conocimiento sino amor. Sabemos lo que es correcto y bueno pero no lo
hacemos porque nuestras naturalezas son de tal forma que no lo amamos.
Todo el conocimiento, la cultura y la instrucción del mundo entero son incapaces
de cambiar la naturaleza, nunca pueden enseñarnos cómo amar a Dios.
Inténtalo con todas tus fuerzas. En nombre del evangelio te desafío a que
lo consigas.
Pero no seas necio, no seas ciego, no seas loco. Reconoce y admite aquí y
ahora que lo erróneo es tu naturaleza, tu corazón, tu ser y tu personalidad esencial.
Observa además que, a medida que pasan los años, no mejoras sino que
tiendes a empeorar. ¿Ha logrado alguna vez alguien convertir su odio
hacia Dios en amor? Puede que haya renunciado a este pecado o aquel
otro, ¿pero ha llegado a amar a Dios? ¿Ha llegado alguien a hacerlo?
¿Puede un hombre cambiar entera y completamente su naturaleza?
¿Amas a Dios ahora?, ¡porque si no es así, le odias! ¡No!, nadie ha logrado
materializar este cambio y, sin embargo, ha sucedido. Pablo y millones de
otros odiaron en un tiempo a Cristo y persiguieron a su iglesia, pero
después llegaron a decir: «para mí el vivir es Cristo». ¿Qué había
sucedido? Bueno, se habían visto a sí mismos como realmente eran a la
luz de Cristo, clamaron a él pidiendo misericordia. Y la obtuvieron, y
además una nueva naturaleza. Ahí está. Si no lo reconoces estás
condenado. Pero si lo ves y lo aceptas, estarás a salvo toda la eternidad.
Amén.

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