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JOHN SCHEID

La religión en Roma
JOHN SCHEID

LA RELIGIÓN EN ROMA

Traducción de
José Joaquín Caerols Pérez

EDICIONES CLÁSICAS
MADRID
SERIES MAIOR
Religiones Antiquitatis

Primera edición en lengua española 1991

© John Scheid
© Gius. Laterza e Figli, Roma-Bari 1983, para la edición italiana
© Editions La Découverte, Paris 1985, para la edición francesa
© José Joaquín Caerols Pérez, para la traducción española
© EDICIONES CLÁSICAS S.A., para la edición española
Magnolias 9, bajo izda
28029 Madrid

ISBN: 84-7882-023-X
Depósito Legal: M-26833-1991
Impreso en España

Imprime: EDICLÁS
Magnolias 9, bajo izda.
28029 Madrid
Para N elly y Roger, en recuerdo de los días de M ercurio
ÍNDICE

Introducción..................................................................................... IX
Prefacio ......................................................................................XIX
Abreviaturas............................................................................... XXI
Piedad e impiedad ...........................................................................1
1. La comunidad cu ltu al........................................................... 1
2. La im piedad.............................................................................7
3. «Estatuas vivas» y señores de lo sag rad o .........................25
4. Los «sacerdotes-estatuas»...................................................29
5. Los señores de lo sagrado...................................................33
a) Los directores del rito .....................................................33
b) Los garantes de la legitim idad......................................36
6. El sacerdote y el m agistrado.............................................. 38
7. Los dioses ciudadanos.........................................................42
N o ta s..........................................................................................50
La época arcaica. Cambios y problem as................................... 53
VII
1. Nuevas perspectivas ........................................................... 56
2. Del sacerdocio republicano al emperador-sacerdote .. .61
3. Leer a Dumézil ....................................................................69
N o ta s..........................................................................................91
¿Una religión en crisis? ............................................................... 99
1. La armonía relativa............................................................100
2. La ruptura del equilibrio socio-económico y sus
consecuencias religiosas.....................................................109
3. La crisis del siglo I y sus consecuencias religiosas . . . . 118
a) La manipulación del culto público .......................... 118
b) La evolución de la mentalidad rom ana.....................121
N o ta s........................................................................................124
La nueva religión.........................................................................127
N o ta s ........................................................................................139
La religiosidad subjetiva ............................................................141
N o ta s........................................................................................162
Tabla cronológica .......................................................................165
Bibliografía ................................................................................. 169
índice analítico.............................................................................173
VIII
INTRODUCCIÓN
A un profano, la historia de la religión romana ha de resultar­
le sorprendente. Al cabo de un siglo de intensas investigaciones y
una cantidad extraordinaria de descubrimientos —pensemos,
por ejemplo, en el enorme trabajo de desciframiento llevado a
cabo por la filología histórica—, aún es difícil saber cómo fun­
cionaba, en tal o cual época, la religión romana. Ya sea al con­
sultar los manuales, ya al reunir las alusiones dispersas en los
estudios de detalle, observamos, con cierta perplejidad, que los
romanos, que se consideraban —y como tales eran tenidos— el
pueblo más religioso de la tierra, no eran, precisamente, muy
piadosos.
«Asombra que un harúspice no se eche a reír cuando ve a
otro harúspice»: ¿quién no conoce este dicho de Catón (Cicerón,
Sobre la adivinación 2.51)? Aquellos romanos, tan dados a car­
garse, en su vida privada y, sobre todo, pública, de obligaciones
religiosas omnipresentes, ignoraban, según se nos dice, la verda­
dera piedad, la piedad interior, la ligazón mística entre el indivi­
duo y la divinidad. Hay, incluso, grandes eruditos que llegan
casi a pedir disculpas por interesarse por esta no-religión: «Los
antiguos romanos alardeaban de ser el más religioso de los pue­
blos. Dudamos de que así sea. Más aún, pensamos que, en reali­
dad, lo que en semejante circunstancia se llama “religión”
apenas recibiría este nombre en otro lugar y en una atmósfera
diferente.»1. O también: «Cuando se enjuicia el conjunto de la
religión romana, se insiste con facilidad en su ritualismo con­
tractual, que, en apariencia, nada tiene que ver con lo que noso­
tros consideramos sentido de lo divino. Sin embargo, algunos
IX
J ohn Scheid
indicios corrigen la crudeza de esta impresión. Y el resultado
mismo de una evolución religiosa que lleva al triunfo del cristia­
nismo invita a buscar, por debajo de la sequedad ceremonial,
realidades psicológicas distintas de las que se encuentran en un
contrato entre el hombre y la divinidad.»2. Si se acepta este tipo
de enfoque, los romanos habrían conocido la «verdadera» reli­
giosidad en una época remota o, al menos, habrían desarrollado
para ese entonces una religión pura y sincera, perdida poco a po­
co al ceder su lugar a un ritualismo sin lustre y a cálculos irreve­
rentes, antes de renacer definitivamente con el advenimiento de
la nueva religiosidad del Alto Imperio. Entre ambos polos no
existiría más que una forma inferior y completamente decepcio­
nante del verdadero sentimiento religioso. Lo mismo da que se
trabaje sobre las épocas remotas o que se busquen los signos que
anuncian el renacer del sentimiento religioso. En último térmi­
no, resulta imposible conocer el funcionamiento de la religión
romana propiamente dicha en tanto en cuanto esta religión, en
cierto modo, ya no existe en época histórica. La única práctica re­
ligiosa digna de tal nombre se descubre, siempre bajo este punto de
vista, entre los espíritus elitistas que frecuentaban los jardines de los
filósofos, o bien, con ropajes más modestos, en ciertas supersticio­
nes populares, indicios de un verdadero fervor religioso.
Tal y como se presenta el culto tradicional de la República o
del Imperio, la ciencia no tiene por qué respetarlo como un valor
en sí, dado que ya los romanos, cuyas reacciones —según se di­
ce— eran similares en todo a las nuestras, habían dejado de to­
márselo en serio. Mejor utilicemos las fuentes para un proyecto
más noble: a menos que los documentos contengan indicios que
contrasten con la religión oficial, lo que busca el erudito es des­
cubrir, por ejemplo, vestigios de la época más remota. El carác­
ter arcaico de numerosas tradiciones acerca de los dioses y la
liturgia invita, por lo demás, a realizar ese viaje en el tiempo. De
este modo, el trabajo el historiador de la religión romana consis­
te, a menudo, en practicar la disección a los dioses, sacrificando
X
La religión en R oma
sus adoradores «tardíos» a esta búsqueda de los orígenes o, lo
que es lo mismo, al placer solitario de la investigación filológica.
Caso de que el profano conciba la descabellada idea de intere­
sarse por la época histórica y quiera comprender el funciona­
miento del culto romano, pronto se verá obligado a desistir. En
sus síntesis de las investigaciones filológicas, epigráficas e histó­
ricas, los manuales se contentan, en la mayoría de los casos, con
ofrecerle un conjunto de divinidades, ritos y mitos tan caótico
que acaba por preguntarse cuál es el fin que persiguen: facilitar
la consulta o describir una realidad objetiva.
Esta perspectiva tiene unos antecedentes. Sin necesidad de in­
sistir en la paternidad de los tratados apologéticos de los anti­
guos, ni sobre la prehistoria de las ideas del siglo XIX, podemos
recordar que en la historia de la humanidad de Herder o, algo
más tarde, en la grandiosa historia hegeliana del Espíritu y, en
fin, también en los trabajos de J.G. Droysen sobre el helenismo,
lo que aquí se plantea es una etapa de vacío religioso. Un perío­
do en el que la religión sería, en cierto modo, atea, destinado a
enlazar dos fases históricas capitales: la del espíritu griego y la de
la civilización cristiana. En resumidas cuentas, la época helenís­
tica y el período más importante de la historia de Roma no se­
rían otra cosa que una especie de mantillo, enriquecido con
restos de estadios anteriores en plena descomposición, en el que
brotan los gérmenes del futuro, religiones cada vez más dignas
de este nombre, que preparan el advenimiento del cristianismo y
la fase última de la Historia. En este cuadro general, el rol de los
viejos cultos poliádicos aparece dibujado de un solo trazo: o
bien permiten reconstruir un período más antiguo, o bien sirven
para poner de manifiesto la decadencia de las instituciones po-
liádicas tras Queronea. En la medida en que esta concepción ha
marcado a la mayor parte de los historiadores de Roma resulta
determinante, con mayor o menor fuerza, en las obras de Th.
Mommsen, G. Wissowa o F. Cumont, por citar algunos nom-
XI
John Scheid
bres de primera illa que, por su importancia, han contribuido a
difundirla hasta nuestros días.
Como ya habrá adivinado el lector, rechazo una perspectiva
negativa como ésta sobre la que vengo ironizando. La historia
de la religión romana —especialmente, la de la época histórica—
puede ser diferente. Una vez señalada la aporía, hay que decir
que semejante contradicción entre la opinión de los romanos y el
juicio de los modernos, el peso histórico de una religión que no
tiene apariencia de tal, en modo alguno es fruto de un error de
método. Por el contrario, las fuentes han sido bien estudiadas en
conjunto (además, son precisamente estos métodos los que se
deben aplicar a su examen): hoy día nadie se plantea en serio
una revisión de estos logros. Lo que se cuestiona es, más bien, la
perspectiva general del procedimiento seguido, que aborda el
hecho religioso desde el exterior, explorándolo no tanto por lo
que es como por lo que no es, en relación con un juicio de valor
que no viene al caso explicitar aquí.
Es preciso darle la vuelta a esta perspectiva y estudiar la reli­
gión romana desde dentro, olvidando nuestros propios prejui­
cios, sean cuales sean. En lugar de limitar la investigación a los
dioses y situarlos de golpe en el plano de la esencia —examinado
con nuestros criterios de ayer y hoy—, es preferible, en un pri­
mer momento, fijar modestamente nuestra atención sobre el
hombre o, para ser más exactos, sobre la comunidad humana en su
actividad religiosa histórica.
Este procedimiento no es nuevo. Son numerosos los eruditos —per­
tenecientes a todas la tendencias o escuelas— que, en grados diversos,
lo han adoptado. El método en cuestión opta —como es de esperar—
por una relativa sincronía antes que por la gran diacronía, por un
comparativismo estrechamente delimitado antes que por un confu­
sionismo de diletantes. Ello no quiere decir, sin embargo, que, una
vez concluido el estudio sincrónico, se niegue a acometer una
comparación más amplia con otras épocas. En pocas palabras,
se trata, sobre todo (retomando las palabras de J. Rudhardt), de
XII
La religión en Roma
investigar «la significación de una religión histórica en la vida de
aquéllos que la han practicado y no en las costumbres de sus an­
cestros o de los pueblos primitivos, ni tampoco en filosofía mo­
derna alguna.»3. Las preguntas deben recibir una orientación
distinta (por no decir que se las debe desplazar con relación a la
perspectiva tradicional) y, al mismo tiempo, constituir el objeto
único de la investigación.
Este libro no se propone reescribir la historia de la religión
romana. El lector francés dispone actualmente de manuales de
fácil acceso, como la H istoire politique et psychologique de la
religion rom aine de J. Bayet o La Religion rom aine archaïque de
G. Dumézil y, siempre, los Cultes païens dans l ’E m pire romain
de J. Toutain. Si esto no basta para calmar su apetito, aún puede
consultar las numerosas monografías francesas sobre los dioses
romanos, los artículos del D ictionnaire des antiquités grecques
et latines de Daremberg-Saglio —no siempre necesitado de re­
formas—, sin olvidar ciertos capítulos del D roit public romain
de Th. Mommsen, el magistral Religion und K ultus der Röm er
de G. Wissowa, los trabajos de Bouché-Leclerq sobre la adivina­
ción y los pontífices y, por último, las siempre útiles conferencias
de W. Warde Fowler.
Estos tratados existen: la mayor parte todavía se encuentra en
las estanterías de las librerías. Tal es la razón que explica que el
presente libro no deba —o, en todo caso, no quiera— ser un ma­
nual de ese tipo. El lector no va a encontrar aquí una exposición
progresiva desde el punto de vista cronológico, ni tampoco una
descripción detallada de las principales ceremonias. Me ha pare­
cido que el público necesita más bien un estudio que reaccione,
en algunos puntos específicos, contra los excesos reduccionistas
de los manuales, que a menudo tratan la religión romana como
un cuerpo difunto o, cuando menos, en decadencia, aun cuando
se ven obligados a constatar que todo continúa «como antes».
Es este complemento lo que el presente librito quiere añadir a los
grandes manuales.
XIII
John Scheid
Semejante enfoque no constituye un intento aislado. Además
de las investigaciones relativas a la vida municipal bajo el Impe­
rio (F. Jacques, C. Lepelley) o a las representaciones religiosas
de los comienzos del Imperio cristiano (P. Brown), hay que citar
aquí los trabajos de J.H.W.G. Liebeschuetz, de R. Mac Mullen
y, sobre todo, los de M. Beard, J. North y S.R.F. Price, que
adoptan un punto de vista muy cercano al que me propongo de­
fender.
Escritas entre 1979 y 1980, estas reflexiones arrojan su luz so­
bre la religión romana —sobre eso que se ha dado en llamar «re­
ligión romana»— desde muchos puntos de vista, a fin de ofrecer
al lector la posibilidad de hacerse una idea sobre la naturaleza de
su culto, la forma como se practicaba y experimentaba dicha re­
ligión, de qué modo se insertaba en el entramado ideológico de
la época. En lugar de las divinidades y su exotismo tornasolado,
serán los propios romanos y su actividad religiosa lo que aquí se
estudie. Este libro no pretende justificar ningún sistema de
creencias moderno: su propósito no es convertir al lector a la re­
ligión romana, sino únicamente mostrarle en qué consistía, cuál
era el comportamiento religioso de los romanos, lo que «creían».
Puestos en el brete de reconocer lo que de subjetivo tiene cada
obra, he de confesar mi deseo sobreentendido de llegar a com­
prendemos a nosotros mismos midiendo la distancia que nos se­
para de otros, aunque, en apariencia, esos otros se encuentren
muy cercanos a nosotros.
Una vez hechas estas precisiones, comencemos por el princi­
pio y, ya que se ha empleado repetidas veces el término, pregun­
témonos qué significaba en Roma «la religión».
La respuesta ha de ser, en principio, lapidaria, aunque se ma­
tizará más adelante.
Dos rasgos pueden definir la religión romana (o, más gené­
ricamente, grecorromana): se trata de una religión social y de ac­
tos cultuales. En tanto que religión social, es practicada por el
XIV
La religión en R oma
hombre como miembro de una comunidad y no como individuo
subjetivo, como persona. Es, en el más puro sentido de la pala­
bra, una religión de participación: sólo esto. El espacio en que se
desarrolla la vida del hombre romano es la familia, la asociación
profesional o cultual y, sobre todo, la comunidad política. En pala­
bras de P. Boyancé a propósito de la H istoire politique et
psychologique de la religión romaine, de J. Bayet: «[...] la reli­
gión romana se presenta como política en el sentido de que el
Estado es para el individuo el mediador natural entre los dio­
ses y él. El civismo se liga indisolublemente a la tradición religiosa,
y para un romano es ésta la que le pone, con mayor seguridad que
cualquier otra concepción personal —ya sea sentimental o racio­
nal—, en presencia de lo divino.»4. Esta religión nada tiene que
ver, por tanto, con la fe, la emoción, la imaginación o la especu­
lación previa e íntima del individuo. «La actitud religiosa del ro­
mano debe [...] diferenciarse del sistema de creencias. Religio no
equivale a credo.»5. Gerto es que en la religión romana hay lu­
gar para las emociones, pero éstas no se pueden disociar de la
conducta religiosa como tal, ni tampoco determinarla. La roma­
na es una de esas religiones en las que «los hombres, en tanto
que miembros del grupo, no actúan conforme a lo que cada uno
siente como individuo: sus experiencias se encuentran en fun­
ción del modo de comportarse permitido o prescrito. Las cos­
tumbres se dan como normas externas, previas a la aparición de los
sentimientos individuales, y otro tanto ocurre con las circunstancias
en que éstos pueden, o deben, manifestarse [...] No son las emocio­
nes del momento, experimentadas en el transcurso de reuniones y
ceremonias, las que engendran o perpetúan los ritos, sino éstos, la
actividad ritual, los que suscitan las emociones.»6.
Si existe una emoción determinante en la piedad romana, no
es otra que la voluntad decidida de asegurar por medio de la ob­
servancia escrupulosa de la tradición la salud de la respublica, ya
que, en tanto en cuanto haga patente su respeto hada los dioses, la
ciuitas tiene garantizado el triunfo. Y, a la inversa, tanto la ne-
XV
John Scheid
cesidad como la justificación racional de la práctica religiosa se
deducen de un argumento histórico inmanente: las impresionan­
tes hazañas de la piadosa Roma.
El segundo rasgo fundamental de la religión romana se en­
cuentra perfectamente definido en la célebre fórmula de Cice­
rón: «La religión, es decir, el culto de los dioses» (.religions, id est
cultu deorum). Este culto, este conjunto de ritos legados por la
tradición, es ejecutado y conservado con meticulosidad. La falta
religiosa, la única que puede suscitar algún tipo de emoción reli­
giosa, consiste en una infracción material de las prescripciones
cultuales por parte del individuo, o bien en un descuido de la
tradición, y entraña para la com unidad una ruptura de la pax
deorum («la benevolencia de los dioses»), a menudo cargada de
consecuencias.
Paralelamente, aunque apenas podamos insistir aquí sobre
esta cuestión, el romano se adhería por medio del culto piadoso
—o, en todo caso, encontraba en él un marco para adherirse— a
las grandes representaciones del pensamiento tradicional. La re­
ligio, en efecto, define, crea y orienta la percepción de la posi­
ción del hombre, el ciudadano y la ciudad en el universo, dato
éste fundamental e imprescindible. La religión romana tradicio­
nal no es otra cosa que un conjunto de ritos cuidadosamente co­
dificados y practicados con arreglo a un plan estrictamente
comunitario, destinados a traducir y suscitar una visión global
del mundo. No podemos describir todos los aspectos de semejante
pensamiento en tanto que concepción del mundo, tal y como se ma­
nifiesta, por ejemplo, en el sacrificio, pero sí intentaremos precisar
su esquema general y, sólo en ciertos casos, describir su sistema.
El término religión reviste un sentido completamente distinto en
el contexto romano. Hay que guardarse, además, de asimilarlo con
lo que hoy día se entiende en los países cristianos por sentimientos
religiosos —al menos, entre los teólogos o los intelectuales—, o,
también, de considerar el ritualismo romano como una insuficien­
cia religiosa, como una plasmación mediocre de la verdadera reli-
XVI
La religión en Roma
giosidad. Así, cuando tal o cual aspecto de la religión antigua se
puede rastrear en la práctica religiosa de nuestros días, conviene
distanciarse del hecho religioso romano, considerando, para
ello, que los romanos son distintos. Su sistema religioso, por
muy ajeno que pueda parecemos, tenía para ellos un sentido ple­
no, indiscutido, «natural». Ciertamente, cabe pensar que esta re­
ligio no agotaba la experiencia religiosa, en el sentido moderno
del término, del hombre antiguo. Sin embargo, las creencias y
aspiraciones subjetivas del individuo se actualizan fuera del sis­
tema religioso propiamente dicho, en un plano que podríamos
denominar vida espiritual, religiosidad subjetiva. Al respecto,
hemos de llamar una vez más la atención sobre la inexistencia,
para la mayoría de los romanos, de vínculos directos entre este
tipo de sentimientos y la religión, y sobre el hecho de que esta
«espiritualidad» pagana en modo alguno se puede identificar
con lo que hoy día conocemos en Europa.
No hay que perder de vista otras definiciones fundamentales.
Cuando hablamos de la religión en Roma se piensa, en el caso
del occidental cristiano, por ejemplo, en algo decepcionante, re­
lacionado sobre todo con malas prácticas. De ahí las críticas a
que se alude más arriba. Por el contrario, cuando el comporta­
miento de los romanos parece acercarse a nuestra religiosidad
salimos, a los ojos de los propios romanos, de la «religión» para
penetrar en el dominio de la superstición, o bien nos encontra­
mos en el espacio de las distracciones cultas, donde se formulan,
a propósito de ritos antiguos de los que nadie reniega, nuevas
justificaciones.
Dado que la religión de la época arcaica plantea problemas
específicos, comenzaremos por analizar los aspectos relativos a
la religión de la época republicana en el curso de los dos o tres
últimos siglos anteriores a nuestra era. Una vez se hayan defini­
do con claridad los principios de la religión romana con la ayu­
da de los documentos del último período de la República,
estaremos en condiciones de efectuar un viaje a través del tiempo,
XVII
John Scheid
hasta las épocas más oscuras de la monarquía, en primer lugar, antes
de volver al final de la República y los comienzos del Imperio.
El viaje que propongo a los lectores nos llevará a visitar, so­
bre todo, los ámbitos del culto público. Ciertas páginas intenta­
rán definir algunos valores en el dominio de los cultos privados,
pero no se hablará de los cultos de peregrinación, algunos de los
cuales devendrán, bajo el Imperio, cultos públicos: Isis, Mitra y
el cristianismo. Queda incompleto, cierto, pero era preciso ele­
gir. En la medida en que, paradójicamente, los cultos extranjeros,
«orientales», se estudian y conocen mejor que él culto público tradi­
cional, he optado por la solución más simple y urgente.

Notas

1. J. Bayet , «Allocution d’ouverture du VIIIe congrès d’histoire des reli­


gions (1955)», en Croyances et Rites dans ]a Rome antique, Paris 1971,
p.271.
2. J. Bayet, Histoire politique et psychologique de la religion romaine, Pa­
ris 1969, p.169.
3. J. RUDHARDT, Notions fondamentales de la pensée religieuse et actes
constitutifs du culte dans la Grèce classique, Ginebra 1958, p.5. El mismo
punto de vista guía el estudio de J.H.W.G. Liebeschuetz, Continuity and
Change in Roman Religion, Oxford 1979, que, como los de R. M ac M u ­
llen , Paganism in the Roman Empire, Londres 1981, y A. WARDMAN, Re­
ligion and Statecraft among the Romans, Baltimore 1982, han aparecido
con posterioridad a la redacción de este libro, razón por la cual no han sido
tenidos en cuenta.
4. P. BOYANCÉ, Études sur la religion romaine, Roma 1972, p.28.
5. R. SCHILLING, Rites, Cultes, Dieux de Rome, París 1979, p.74.
6. C. L évi-Strauss, Le Totémisme aujourd’hui, Paris 19744, pp. 105-107.

XVIII
PREFACIO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Los libros siguen un camino propio, que no se confunde con


el de sus autores. Por esta misma razón pienso que no es necesa­
rio modificar ni corregir este pequeño ensayo escrito entre 1978
y 1980, aun cuando no refleje por completo mis posiciones, ni
tampoco el estado actual de los estudios sobre la religión roma­
na. A pesar de las imperfecciones que hoy día encuentro en él,
continúa cumpliendo el papel que se le asignó.
Este ensayo fue escrito a modo de introducción a la lectura de
los grandes manuales y no pretendía sino llamar la atención so­
bre las particularidades irreductibles de la religión, tal y como la
practicaban y pensaban los romanos. Hoy día ya no constituye
un intento aislado: cada vez son más los investigadores que resti­
tuyen su originalidad a las prácticas religiosas de los romanos.
Pero, dado que son todavía muchos los manuales y los libros in­
dispensables que es preciso escribir de nuevo, al tiempo que los
trabajos más innovadores aún se dirigen en exclusiva a los espe­
cialistas, esta introducción conserva su utilidad y pertinencia.
Así pues, no hay que buscar en este libro lo que no tiene. No
se trata de un manual exhaustivo, en el que se describa en todas
sus vertientes el ritualismo romano, sus prolongaciones, su evo­
lución. Los desequilibrios son deliberados, ya que se trataba de
escoger ejemplos significativos para pergeñar una definición ne­
ta de lo que entrañaba para los romanos la palabra «religión».
El estudio científico de una religión del pasado es difícil, a pesar
de la ilusión de que ciertos elementos se conservan, fruto, esencial­
mente, de la herencia lingüística. Pero no basta con vivir en Italia o
XIX
John Scheid
España y hablar una lengua románica para pensar como un roma­
no, para poder contemplar la civilización romana desde dentro de
ella misma, para captar a primera vista lo que aquél habría llamado
«religión». Al contrario: él procedimiento más prudente —y tam­
bién él más eficaz— consiste en desconfiar de nosotros mismos y re­
conocer que estos romanos tenían ideas extrañas. A partir de aquí,
puede dar comienzo el verdadero trabajo.
John Scheid
París, 26 de mayo de 1991

XX
ABREVIATURAS

AJPh American Journal of Philology


ANRW Aufstieg und Niedergang der römischen Welt
CIL Corpus Inscription um Latinarum
CPh Classical Philology
CRAI Comptes rendus de 1Académie des Inscriptions et Belles-Lettres
DdArch Dialoghi d’Archeologia
JRS Journal of Roman Studies
MAAR Memoirs of the American Academy in Rome
MDAIR Mitteilungen des Deutschen Archäologischen Instituts, Rom. Abi.
MEFRA Mélanges de l ’École Française de Rome
PBSR Papers of the British School at Rome
PP La parola delpassato
REA Revue des études anciennes
REL Revue des études latines
RHR Revue de l ’histoire des religions
SMSR Studi e materiali di storia delle religioni
Stud.Rom. Studi romani
XXI
PIEDAD E IMPIEDAD
Para describir el sistema religioso romano en época cristia­
na, el camino más cómodo y prudente consiste en arrancar de
puntos de partida diferentes, pero convergentes. Poco a poco
se irá conformando una imagen coherente, en ocasiones por
oposición a la mentalidad cristiana, y, a través de estas sucesi­
vas definiciones, conseguiremos tener una perspectiva lo sufi­
cientemente amplia como para eludir cualquier posible crítica
de etnocentrismo. La investigación se inicia en la comunidad
cultual, estudiando la impiedad, antes de pasar a los dioses y
los sacerdotes. Tras un viaje a los orígenes, destinado a com­
pletar los datos obtenidos, se hablará de los problemas plan­
teados por la helenización y se examinará lo que cambia y lo
que permanece en la religión romana durante el Imperio.1

1. LA COMUNIDAD CULTUAL
Escribe Cicerón: Sua cuique civitati religio [...] est, oostra
nobis («cada ciudad tiene su religión, nosotros tenemos la
nuestra», Pro Flacco28.69). Esta frase lo dice todo. La religión
romana no existe más que en Roma, o allí donde residen roma­
nos. Se encuentra incardinada en un espacio, Roma, un espa­
cio definido, ya que se trata, ante todo, de la parte de la ciudad
comprendida dentro del recinto sagrado (pomoerium), donde
se encuentran domiciliados la mayor parte de los cultos y hu­
mean los grandes altares. Desde la invasión gala, los romanos
1
John Scheid
no han querido, ni podido, abandonar este espacio religioso.
Fuera del recinto, encontramos recreado ese mismo entorno en
los santuarios de los alrededores, en los bosques sagrados y, más
allá del ager Rom anus, en los campamentos legionarios y en
las colonias. Tan precisa es esta definición que en el último ca­
so, el de la colonia, si bien la constitución religiosa emana de la
propia autoridad religiosa de Roma y cualquier ciudadano ro­
mano puede practicar en ella el culto, la religión, en cambio,
deviene, hablando con propiedad, la de la colonia como tal.
Aun cuando sea prácticamente idéntica y pueda existir cierto
control, la colonia tendrá, en adelante, su propia religión, sus
sacerdotes, sus fiestas. Por otro lado, ningún culto extranjero
puede penetrar en el pom oerium o en alguno de los santuarios
de las afueras sin provocar las iras del Senado. Para franquear
este límite es preciso que el dios «ingrese en la ciudad». En caso
contrario, es preciso expulsarlo, tanto más rápido cuanto que
su presencia puede provocar habladurías. Así, cuando en el 58
Isis y, sobre todo, sus sectarios, empiezan a plantear proble­
mas, los cónsules hacen demoler una capilla que se había le­
vantado subrepticiamente en el Capitolio.
Hay que hablar, pues, de un lugar bien definido, pero tam­
bién de un espacio social. Para practicar es preciso ser ciudada­
no romano. No se convierte uno a la religión romana, ni tam­
poco hace un acto de fe: o bien nace «fiel» o bien llega a serlo
cuando recibe la ciudadanía.
El ciudadano es, ante todo, miembro de una familia. En este
nivel participa de un culto, el culto familiar, reservado en prin­
cipio a la familia, si bien guarda relación con la vida y el culto
públicos en muchos aspectos. El ciudadano participa en el cul­
to familiar porque ha nacido en una familia o bien ha entrado
en ella por adopción, matrimonio o cualquier otro medio. No
se precisa ninguna iniciación: son las propias situaciones socia­
les las que fundamentan la comunidad religiosa. El culto fami­
liar no es silencioso, ni tampoco individual, sino comunitario y
2
La religión en Roma
«público»: se celebra en nombre de la familia y en su presencia;
en ciertos casos, delante de los vecinos o, incluso, de toda la
ciudad (matrimonios, duelos). Esta religión familiar constituye
de por sí una pequeña célula independiente, impermeable a
quienes no participan en ella. Su culto se regula con arreglo a
unas costumbres y un calendario autónomos. Bien es cierto
que las autoridades de la República se interesan en ocasiones
por el culto doméstico, como, por ejemplo, cuando ciertos
comportamientos provocan inquietud. Una familia que no ce­
lebre como es debido o bien descuide por completo los ritos fu­
nerarios incurre en impureza y puede constituir un peligro para
el resto de la ciudadanía, los magistrados y los sacerdotes. El
ciudadano debe estar puro para poder participar en la vida pú­
blica. Esta pureza se adquiere, sobre todo, cumpliendo con los
deberes domésticos, como es el caso de los tributados a los di­
funtos.
A decir verdad, son muy raras las intervenciones de las au­
toridades de la ciudad en la esfera del culto familiar. Sin em­
bargo, las costumbres, recomendaciones y controles sobre las
prácticas funerarias demuestran que, en ciertos aspectos, a la
ciudad le preocupa el correcto cumplimiento de los ritos priva­
dos. Paralelamente, el interés de la ciudad resulta manifiesto
cuando se trata de un culto gentilicio al cargo de determinada
gens: Catón el Censor «pone la nota de censura» a un caballe­
ro que no ha cumplido correctamente este tipo de deberes reli­
giosos (Festo, p.466, ed. Lindsay), y las adopciones en las gran­
des familias plantean a menudo delicados problemas religiosos
al respecto. Más evidente aún resulta el interés de la ciudad
cuando se trata de ciertos cultos gentilicios importantes que
implican a toda la población, hasta el punto de que en determi­
nado momento han llegado a convertirse en públicos (así, por
ejemplo, los ritos del Terentum de los VaJerii).
Hay un ejemplo que ilustra a la perfección la importancia y
la reglamentación de un culto familiar o, para ser más exactos,
3
John Scheid
gentilicio: el culto de Hércules en el Ara M axim é. Hasta el
312, este culto era celebrado por los P otitii y afectaba a todos
los ciudadanos. Ese año, en atención a la solicitud del censor
Apio Claudio, renuncian a su privilegio en favor del Estado.
Cuenta la tradición que, tras este acto, toda la gens (doce fami­
lias y treinta varones adultos) desapareció en un año; el censor
quedó ciego. Sin profundizar en este problema, prestaremos
atención a dos cuestiones. Por un lado, la importancia de este
tipo de culto, patente, no sólo en el hecho de que la propia ciu­
dad lo haya recuperado, sino también en la cólera de Hércules:
las reglas existentes son intocables y su modificación constituye
un sacrilegio. Por otro lado, se puede entrever en la desapari­
ción total de los P otitii la importancia fundamental que reviste
el culto privado para esta mentalidad. En efecto, la tradición li­
ga de alguna forma los P otitii a su culto: una vez que éste ha si­
do cedido a otro y, por lo tanto, abandonado, la gens desapa­
rece. Dicha desaparición no depende únicamente de la falta co­
metida, del abandono reprehensible de los deberes religiosos
privados, sino también de la simple dejación de su religio por
esta gens, que sale, de ese modo, de la historia: para la mentali­
dad romana hay una ligazón indisoluble entre la existencia his­
tórica de una gens y la permanencia de sus cultos.
A otro nivel, ciertos ciudadanos podían ser miembros de un
colegio. Ahora bien, estos colegios, algunos de los cuales eran,
por lo demás, de carácter exclusivamente religioso, se presen­
tan, ante todo, como asociaciones cultuales. Mejor dicho, la
existencia de estos colegios de artesanos y los vínculos que
unen a sus miembros no se explican sino a través de una prácti­
ca cultual comuninitaria. Así, cuando en 64 un senadoconsulto
suprime todos los colegios, excepto los de los fabri y íictores,
también quedan prohibidas las fiestas celebradas por los cole­
gios compitalicios, las compitalia2. Así pues, el culto se encuentra
ligado a determinadas situaciones sociales y la ciudad ejerce su
control sobre la religión en todo momento.
4
La religión en R oma
Ahora bien, en la época en que nosotros la estudiamos, la
comunidad por excelencia del hombre romano es la ciudad, la
respublica. Ya hemos señalado que para practicar es preciso
ser ciudadano: no se trata de convertirse, sino de poseer o ad­
quirir la ciudadanía. El extranjero se encuentra excluido del
culto. Si por una u otra razón este extranjero, ya se trate de un
rey o una ciudad, quiere sacrificar o dedicar bienes en un san­
tuario romano, tendrá que pedir autorización al Senado: los
ejemplos son abundantes (los panfilios, Tito Livio 44.14.3,
Prusias, Tito Livio 45.44.8, etc.). Si un ciudadano abandona el
culto poliádico, deserta, se separa de la ciudad. El escándalo de
las Bacanales (186 a.C.) se debe a una de estas «deserciones».
Del conjunto de crímenes contra el Estado denunciados en la
ocasión por los cónsules, fijaremos nuestra atención en dos. El
primero consiste en que estos jóvenes, procedentes de las mejo­
res familias, se entregaban en exclusiva al culto báquico preci­
samente en el momento en que debían entrar a la vida cívica
activa. Más grave aún resultaba el hecho de que estos ciudada­
nos dieran la impresión de ser muy numerosos, no sólo en Ro­
ma, sino también en toda Italia. El culto báquico tenía una vi­
da propia e intensa, escapaba a cualquier control público, exi­
gía a sus adeptos un juramento de fidelidad... en pocas pala­
bras, estaba, al menos a los ojos de los cónsules, a punto de
convertirse en el culto constituyente de un «pueblo nuevo». En
palabras de Livio: M ultitudinem ingentem , alterum iam prope
populum esse (39.13.14, «era una multitud inmensa, casi un se­
gundo pueblo»). La misma «intolerancia» explica las persecu­
ciones contra los cristianos o ciertos conflictos con los libertos
de origen judío: cuando un ciudadano o un esclavo (prisionero
de guerra) manumitido se niegan a practicar el culto público
dejan, a los ojos de los romanos, la comunidad cívica. Si estos
«abandonos» son muy numerosos, se habla de complot y sece­
sión.
5
J ohn Scheid
Estos ejemplos demuestran que el ciudadano está destinado,
por su propia condición social, a practicar el culto romano.
Hasta ahora, hemos empleado de forma deliberada el término
«ciudadano». En efecto, el principal actor del culto romano es
aquél que ocupa también la totalidad del edificio institucional,
el ciudadano varón y adulto.
El rol cultual asignado a las mujeres y, de forma paralela, a
los esclavos y los niños, no se encuentra delimitado con clari­
dad en ningún momento: esto es, ya, un indicio. Sin embargo,
se sabe, gracias a las representaciones plásticas, las alusiones li­
terarias y ciertas fiestas y funciones religiosas, que la participa­
ción de los esclavos (como también la de los extranjeros) de­
pendía siempre de la voluntad de la comunidad. Además, esta
asistencia se limitaba, de todos modos, a un papel pasivo y su­
bordinado. Así, los esclavos podían asistir a los sacra si reci­
bían autorización para ello. Por lo demás, lo normal era que se
les utilizara como ayudantes en el culto. También encontramos
esclavos que celebran ritos en lugar del dom inus (como, por
ejemplo, el villicus de Catón), pero en ningún caso pueden ofi­
ciar un acto sagrado en su nombre: ese rol está reservado al
ciudadano. Ni que decir tiene que el esclavo, como el extranje­
ro, puede honrar a sus propios dioses; y tener, de este modo,
una actitud religiosa. Ahora bien, en tanto en cuanto ésta no
resulte escandalosa ni atente contra el orden público, en nada
afecta a la ciudad romana: no pertenece a la esfera religiosa de
la ciudad o la comunidad familiar. Hay que matizar, sin em­
bargo, la situación de los esclavos respecto a la de los extranje­
ros, las mujeres o los niños. Los extranjeros, como habíamos
visto, pueden celebrar perfectamente (si son miembros de otra
ciudad) un sacrificio, a condición que reciban autorización pa­
ra ello. En el caso de las mujeres, su presencia es, casi siempre,
pasiva: en muchos sarcófagos y bajorrelieves la mujer ofrece la
acerra (cajita para el incienso) al marido que realiza el sacrifi­
cio. Su función, por lo tanto, es la misma que la de los niños
6
La religión en R oma
que sirven como camilli. A pesar de ello, mujeres y niños pue­
den oficiar en nombre propio en determinadas ocasiones: los
segundos pueden convertirse en salios, en tanto que aquéllas
aparecen como sacerdotisas celebrando las M atronalia o la
fiesta de la Bona Dea. Ahora bien, las Vestales, por ejemplo,
no son matronas por entero, sino algo más, o algo menos. O
bien ocurre que el rol sagrado transforma el estatuto de la mu­
jer, o bien prevé la economía de lo sagrado, en determinada cir­
cunstancia, una inversión de la situación, como es el caso de las
mujeres que sacrifican, en secreto, en honor de la Bona Dea.
Pero estas excepciones no suponen ningún cambio. Cuando
dos matronas de época imperial hacen una dedicatoria a la Bo­
na Dea, la inscripción recoge, en primer lugar y con grandes
caracteres, el nombre de sus maridos, precediendo a los pro­
pios... escritos con letras más pequeñas (C7Z.XI.1735).
Así pues, la comunidad cultual romana comprende, ante to­
do y casi en exclusiva, a los ciudadanos. Son ellos, en todo ca­
so, los que tienen siempre la iniciativa, los que son, por encima
de todo, piadosos. La comunidad engloba, asimismo, a las mu­
jeres, los niños y los esclavos, si bien su papel es pasivo y se en­
cuentran menos involucrados que los ciudadanos. Del mismo
modo que el extranjero ha de pedir autorización para sacrificar
o hacer ofrendas a los dioses romanos, el romano necesita la
misma dispensa para depositar su presente sobre el altar de un
dios extranjero. Sua cinguecivitatireligio [...] est, nostra nobis.

2 . LA IMPIEDAD
Con el fin de evitar la trampa, el atolladero en que nos po­
dría meter un estudio que privilegiara los hechos religiosos po­
sitivos, los actos piadosos, consideraremos los datos desde otro
ángulo: el de la impiedad. Este insólito punto de vista, consis­
7
J ohn Scheid
tente en estudiar la piedad partiendo de su contrario, puede re­
sultar particularmente fructífero, toda vez que permite obser­
var cómo nuestros testimonios, tan fríos y silenciosos cuando
nos describen los aspectos regulares de la piedad, se alteran
violentamente cuando constatan una falta religiosa. Y, cuando
los espíritus se enardecen, cambia el discurso, se buscan justifi­
caciones y se exponen principios. Esta perspectiva ofrece una
vía, quizá la más segura, para conocer el sentimiento religioso
romano. A través del estudio del escándalo, la impiedad y su
represión, puede captar el historiador moderno la esencia de la
religión antigua, sin que para ello tenga que correr el riesgo de
ponerse en lugar sus fuentes3.
Algunos ejemplos pueden ayudar a comprender la naturale­
za de la impiedad en Roma. El caso más corriente, casi cotidia­
no, de infracción es el de la falta cometida durante la celebra­
ción de un culto o, más frecuentemente, de las fiestas. En tales
casos, la falta consiste en un error ritual, un olvido. Además,
puede ser denunciada por medio de un prodigio. Una vez cons­
tatada, basta con repetir total o parcialmente (.instaurare) la ce­
remonia viciada para que su efecto religioso sea com pleto. La
frecuencia y facilidad de estos piacula o instaurationes no de­
be, sin embargo, inducir a error. La infracción nunca es benig­
na y sus consecuencias pueden resultar desastrosas para los ce­
lebrantes y para la propia Roma. Pero antes de que la cólera
celestial castigue esta falta y una desgracia se abata sobre la co­
munidad, los celebrantes o el Senado disponen de una tregua,
en tanto en cuanto una infracción sólo es grave cuando se co­
mete de forma voluntaria. Ahora bien, una vez constatada o
anunciada la falta, toda dilación en su reparación resulta fatal y
transforma la imprudencia en impiedad. En un caso así, los roma­
nos son formales: semejante impiedad no admite expiación.
Vemos, pues, que las infracciones que el romano puede co­
meter en su práctica religiosa son siempre materiales y exter­
nas. La pureza consiste en haber procedido a las abluciones ri­
8
La religión en R oma
tuales y llevar vestimentas puras; la piedad, en respetar al pie
de la letra todas las prescripciones rituales. No se requiere nin­
gún sentimiento íntimo, como no sea el de no ser un im pius no-
tono. Dicho de otro modo, la piedad consiste en respetar es­
crupulosamente la tradición común, ya se trate de una «ley»
cultual, una orden emanada de la autoridad religiosa o, simple­
mente, la tradición conservada por los pontífices. Para el indi­
viduo, el delito religioso consiste en violar las reglas públicas.
Es impío y no admite expiación alguna quien transgrede deli­
beradamente las prescripciones rituales. Como quiera que los
ritos están muy lejos de encontrarse vacíos, antes bien, tradu­
cen y suscitan todo un sistema de pensamiento, la infracción
grave de las prescripciones rituales trastorna de igual modo la
expresión propiamente espiritual que éstas deben conformar
(así, por ejemplo, la definición de la condición humana, instau­
rada por medio del sacrificio). Lejos de ser sólo una infracción
material, la impiedad revela, también, una impureza funda­
mental, del mismo modo que la conducta piadosa hace posible
la pureza espiritual y crea las condiciones para una vida armo­
niosa. Sólo el rechazo público, sin embargo, castiga al impío. Si
la comunidad lo persigue, lo hace en el plano de lo profano. Evi­
dentemente, la infracción de una regla pública afecta también a
los dioses, pero esta falta, propiamente religiosa, del individuo no
interesa a la mspublica: se trata de un asunto «privado» entre esa
persona y la divinidad. Queda en manos del dios, pues, la vengan­
za por las ofensas recibidas, en tanto que los magistrados se limi­
tan —como en el caso, por ejemplo, de los procesos por asesina­
to— a proteger a los ciudadanos afectados, hombres y dioses, de
cualquier exceso, desempeñando el papel de intermediarios.
Otro ejemplo puede servir para aclarar estas observaciones.
Lo hemos tomado de la lista de atentados contra lo sagrado,
como, por ejemplo, la violación de un santuario o el robo de un
objeto sacro (lo que se llama un sacrílegium). Nos referimos al cé­
lebre sacrilegio de Pleminio (Tito Livio 29.8-9, Diodoro 27.4).
9
John Scheid
Tras la toma de Locros en 204, el legado de Escipión, Pie-
minio, entrega la villa al pillaje y viola los templos, especial­
mente el tesoro del santuario de Proserpina. Una embajada lo-
cria presenta sus quejas por este crimen ante el Senado. Irrita­
dos contra Pleminio y su superior, Escipión, los senadores reci­
ben de los pontífices los informes relativos a las medidas
religiosas que se deben adoptar y envían al lugar una comisión
que expíe el sacrilegio y lleve a cabo una investigación sobre
Pleminio y Escipión. Llegada a locros, la comisión devuelve,
en primer lugar, el doble de los tesoros robados y ofrece los sa­
crificios expiatorios prescritos. A continuación, arresta a Ple­
minio, lo juzga culpable y lo envía a Roma para que comparez­
ca ante el pueblo. En cuanto a Escipión, recibe las felicitacio­
nes de la comisión. Tres puntos nos interesan directamente:
1. El delito cometido por Pleminio compromete y amenaza,
en primer lugar, a la propia comunidad romana. Según Livio,
los embajadores locrios habrían presentado la impiedad como
un peligro acuciante para Roma: «Hay, no obstante, un hecho
del que debemos lamentamos especialmente, debido al respeto
a la religión grabado en nuestras almas, y del que queremos
que vosotros, Padres Conscriptos, estéis enterados, a fin de que
limpiéis vuestra República de semejante sacrilegio, si lo consi­
deráis adecuado; [...] no emprendáis nada sin haber expiado
antes su crimen [s.c. de Pleminio y sus cómplices], ni en Italia,
ni en África, no sea que el sacrificio que ellos cometieron lo ex­
píen, no sólo con su sangre, sino también con una calamidad
sobre vuestro pueblo» (Tito Livio 29.18).
2. El sacrilegio de Pleminio es expiado por la respublica, tal
y como lo habían aconsejado los locrios, tras la consulta de los
pontífices, que indican, «en lo relativo al traslado, la apertura y
la violación de este tesoro sagrado, qué expiación, a qué dioses
y con qué víctimas consideraban que se debía sacrificar» (Tito
Livio 29.19). La expiación no atañe, pues, a Pleminio, sino a
un acto cuyo agente no puede ser otro que la comunidad impru­
10
La religión en Roma
dente y, por ello, necesitada de tal purificación. A lo largo de
esta fase del procedimiento no se relatan en ningún momento
los hechos de Pleminio. Antes bien, Livio no menciona sino un
acto anónimo: «el dinero arrebatado»; «el traslado, la apertura
y la violación de este tesoro» (29.19); «la expiación de los he­
chos impíos cometidos en Locros, [...] tocando, violando o lle­
vándose los objetos» (29.20).
3. El propio Pleminio carece, evidentemente, de posibilidad
de expiación. Se le envía a Roma para ser juzgado. No sabe­
mos de qué debería defenderse, si bien queda excluido, en mi
opinión, que haya podido tratarse de algo que no fuera un deli­
to «profano».
En lo tocante a la impiedad de Pleminio, el relato de Livio
refleja, quizá, una mentalidad bastante extendida en Roma,
que no hace sino traducir el carácter inexpiable de la mancha.
Cuando los locrios evocan el caso de Pirro, también él culpable
de sacrilegio, recuerdan que, aun después de haber restituido
los tesoros robados, el rey no logró llevar a cabo ninguna de
sus empresas; tras el sacrilegio, era otro hombre y murió oscu­
ramente, con un final indigno de su rango («tras esto, nada le
salió bien; expulsado de Italia, perece con una muerte oscura y
sin honor, por haber entrado de noche, imprudentemente, en
Argos», Tito Livio 29.18). Esta transformación, consecuencia
de la impiedad, se da también en el caso de Pleminio: los solda­
dos y sus jefes se ven acomentidos por una especie de locura
que los lleva a luchar entre sí («este mismo dinero hizo desva­
riar a todos los que se habían manchado con la violación del
templo», etc., 29.8), Pleminio es gravemente mutilado en el cur­
so de estas trifulcas (29.9) y, lo que es más, una vez capturado y
trasportado a Roma, muere en el fondo de un calabozo, antes
incluso de ser juzgado. Se diría que los impíos pierden la razón
y se transforman en monstruos (en el caso de Pleminio), fraca­
san en todas sus empresas y perecen súbitamente con una
muerte deshonrosa.
11
John Scheid
Consideremos un segundo ejemplo (Tito Livio 42.3, 42.28.10).
En 173, el censor y pontífice Q. Fulvio Flaco despoja el templo de
Hera Lacinia en Crotona de sus tejas de mármol para cubrir
con ellas el techo del templo de la Fortuna Ecuestre, que él
mismo estaba construyendo en Roma. El hecho suscita una
fuerte reacción emocional en la ciudad. Fulvio recibe una seve­
ra reprimenda del Senado, no sólo por la profanación de un
templo, sino también por haber arruinado por completo un
edificio que, en principio, hubiera debido mantener y conservar
en tanto que censor. Éste se ve acusado, pues, de una especie de
Am tsverbrechen que implica al Pueblo Rom ano en un sacrile­
gio: «Verle cometer parecidos destrozos en las mansiones parti­
culares parecía, sin duda, algo indigno; lo que resultaba escan­
daloso era verle demoler los templos de los dioses inmortales y
cometer, al servirse de las ruinas de estos templos para cons­
truir otros nuevos, un sacrilegio del que el Pueblo Romano re­
sultaría responsable» (Tito Livio 42.3). Paralelamente, el Sena­
do ordena que se restituyan al cabo Lacinio las tejas robadas y
se ofrezcan piacula (sacrificios expiatorios) a Juno, todo ello,
evidentemente, en nombre del Pueblo Romano, involucrado de
forma completamente involuntaria.
Por lo demás, Fulvio no sufrió mayores molestias. La conti­
nuación del relato de Tito Livio, sin embargo, parece reprodu­
cir el topos de\ descarrío de los impíos, ya señalado a propósito
de Pleminio. En efecto, Fulvio se suicida el año siguiente al sacri­
legio —según el comentarista W. Weissenbom, el hecho parece
datado con una antelación de un año, por lo menos— debido a
las desgracias familiares, aunque también, según la opinión pú­
blica, por obra de los dioses, que lo habían vuelto loco a raíz
de su delito: «Corría la opinión de que, tras su censura, había
sufrido algunos ataques de locura. Tal enajenación del espíritu
se consideraba, por regla general, como un efecto de la cólera
de Juno contra él, por haber expoliado su templo» (42.28). De
este modo, Fulvio, como Pleminio y Pirro, se encuentra marca-
12
La religión en R oma
do por su impiedad. Sus fracasos, su locura, su muerte deshon­
rosa, se trate o no de una invención o una reinterpretación de
hechos realmente acaecidos, sirven para mostrar al público la
exclusión social que se abate sobre aquél que se encuentra con­
taminado por un acto impío, así como los efectos de la vengan­
za «privada» de la divinidad ofendida.
Los ejemplos que hemos examinado demuestran que los delitos
voluntarios y, por lo mismo, inexpiables, se consideran bajo dos
aspectos diferentes. Por una parte, la respublica, repara y expía el
delito religioso que ella ha cometido involuntariamente. Por otro
lado, juzga a los culpables del delito por haber violado las normas,
por un Amtsverbrechen, no por su impiedad.
Todo ocurre como si el ciudadano e, incluso, el magistrado
no pudieran, en el fondo, cometer un delito religioso. Es cierto
que el culpable puede resultar im pius en el caso de que haya
cometido su falta dolo malo, pero ese aspecto de sus actos en
nada interesa a la comunidad. Lo que ésta hace es despreciar y
expulsar al impío: una exclusión en la que el fin trágico de los
impíos, maquillado o no, patentiza el carácter inexorable de la
venganza de los dioses. En lo referente al individuo, el delito
reside, a los ojos de la ciudad, más bien en la violación de las
reglas públicas: su gravedad es mucho mayor cuando se trata
de magistrados o legados del Pueblo Romano. El «verdadero»
delito religioso, de consecuencias catastróficas, sólo puede ser
cometido por la ciudad como tal. Basta con releer el pasaje de
Livio citado más arriba. Dos son los reproches que se le hacen
al censor Fulvio Flaco:
a) «verle cometer parecidos destrozos en las mansiones par­
ticulares parecía, sin duda, algo indigno; lo que resultaba es­
candaloso era verle demoler los templos de los dioses inmorta­
les» (he aquí el Amtsverbrecherí)\
b) «un sacrilegio del que el Pueblo Romano resultaría res­
ponsable» (no es posible mayor claridad: aquí radican la «ver­
dadera» falta religiosa y el verdadero responsable). Ésta es la
13
John Scheid
razón, asimismo, de que todas las ofensas voluntarias contra
los objetos sagrados, todas las infracciones religiosas, no alcan­
cen ipso facto el rango de impiedad. Para que exista el delito
religioso es preciso que la comunidad lo asuma públicamente.
Personajes como Clodio, Sila o Nerón, por ejemplo, han come­
tido sacrilegia y otras muchas infracciones religiosas, pero la
comunidad no ha asumido sus actos, ya fuera porque la mayo­
ría de los ciudadanos consideraba que no se había roto la pax
deorum, ya porque les resultara imposible reconocer el sacrile­
gio: en tal caso, la comunidad siempre tenía la posibilidad de
recordar el delito una vez muerto el tirano y dejar a éste al mar­
gen de la historia. Pero no siempre se restablecía el orden de es­
ta forma —pensemos en Sila—, así que se puede concluir que
Roma fue dueña en todo momento de su conducta. Sólo por
ella y a través suyo podía devenir impío determinado acto.
También era ella la que ponía al ciudadano de buena fe al abri­
go de la cólera, demasiado intempestiva, del dios.
Esta mediación social, indispensable para «crear» la impiedad,
se pone de manifiesto, con toda claridad, en los innúmeros escán­
dalos que rodean el sistema de los auspicios urbanos y las obnun-
tiationes, algo que, a los ojos de los modernos, desacredita por
completo la religión romana. Ahora bien, estas batallas por el
procedimiento, estas violaciones incesantes y flagrantes de los aus­
picios y augurios (no tan numerosas como se dice, por otra parte),
no constituyen, en nuestra opinión, un testimonio elocuente de la
corrupción de la religión romana, sino, simplemente, el reflejo en
el plano religioso de los conflictos políticos. En los auspicios y las
obnuntiationes es la voluntad pública la que decide si, con arreglo
a los intereses del Estado, el acto cometido por el individuo consti­
tuye un delito; sin esta mediación, la acción individual queda su­
mida en la indiferencia. Si, con todo, se produce una ruptura irre­
parable en el tejido político, si son muchas las voluntades públi­
cas, las repúblicas que se enfrentan, la clasificación tradicional en­
tre actos piadosos e impíos resulta, entonces, incapaz de abarcar
14
La religión en Roma
toda la realidad. Existen, además, actos piadosos contradicto­
rios: lo que se declara impío en una orilla del Rubicón no lo es
en la otra. La religión «funciona» en cada campo, y lo hace ate­
niéndose a la tradición. Así, una situación excepcional como
ésta hace patente la contingencia del acto impío: no sólo nece­
sita de la mediación social para existir, sino que, además, es va­
lorado, no tanto en relación con un absoluto divino, como a
partir de los intereses y voluntades de la comunidad histórica
que reúne a los hombres y los dioses, es decir, la ciudad.
Podemos citar en apoyo de esta interpretación la conocida
anécdota de los comicios consulares dirigidos por el padre de
los Gracos, Tiberio Sempronio Graco (Cicerón Sobre la natu­
raleza de los dioses 2.10). Éste se niega a tomar en considera­
ción el ornen («signo desfavorable») designado por la muerte
del primer votante. Como quiera que este ornen provoca cier­
tos escrúpulos entre el pueblo, Graco eleva su informe al Sena­
do. Se consulta a los harúspices (no a propósito de las reglas
infringidas, sino a cuenta del significado del ornen) y éstos res­
ponden que Graco no es un rogator (presidente de asamblea)
legítimo (non fuisse iustum ). Graco se enfurece y ataca violen­
tamente a estos «toscanos, estos bárbaros» que pretenden criti­
car la conducta de un cónsul y augur. Se atiene a su primera
decisión y da como válidas las elecciones. Pasado algún tiem­
po, Graco informa, a pesar de todo, al colegio de los augures
de que en el curso de la lectura de los libros augúrales se había
acordado de que había cometido una falta «porque, después de
haber franqueado el pom œ rium para presidir el Senado, se ha­
bía olvidado a la vuelta, al atravesar de nuevo el pom œ rium ,
de tomar los auspicios» (Cicerón Sobre la naturaleza de los
dioses 2.11). Los augures presentan un informe al Senado y los
cónsules, a los que había elegido esta misma asamblea, dimiten.
Esta anécdota pone de manifiesto el control ejercido por los
romanos sobre los actos religiosos: les competía a ellos —a sa­
ber, a los magistrados y al Senado— decidir si una acción era
15
J ohn Scheid
contraria o no a las reglas. Otro tanto ocurría cuando un ornen
parecía señalar una infracción. Su negativa a aceptar el ornen,
en modo alguno contraria a la tradición, nunca la fue repro­
chada a Graco, posiblemente, suponemos, porque ninguna ca­
tástrofe vino a denunciar la existencia de una mancha.
La misma anécdota demuestra quién está contaminado o
corre el riesgo de estarlo. Cicerón escribe así: «Un hombre sa­
bio y quizá superior a todos ha preferido reconocer su falta,
cuando podía haberla ocultado, antes que ver una mancha reli­
giosa atribuida a la República, y los cónsules han preferido
abandonar de inmediato el poder soberano en vez de conser­
varlo un segundo más en contra del derecho religioso» (Cice­
rón Sobre la naturaleza de los dioses 2.11). Así pues, la mancha
religiosa se atribuía a la República, como si fuera ella quien hu­
biera cometido el delito; en cuanto a la impureza, había sido
provocada por una infracción del derecho religioso. Graco, por
su parte, había cometido un error, un peccatum , pero no había
pecado en sentido religioso. Su grandeza radica en que, a pesar
de la ausencia de catástrofes, ha preferido denunciar el error en
interés de la República, justa precaución que se engloba, del
mismo modo, en la concepción ciceroniana del delito religioso,
testimonio de una evolución de la mentalidad.
Las leyes sagradas enunciadas por Cicerón en su tratado so­
bre Las leyes reproducen fielmente el modelo religioso tradi­
cional. la idea que el mismo Cicerón tiene del delito religioso es
idéntica a la que podían hacerse sus contemporáneos. Así, para
«los crímenes cometidos contra los hombres —escribe Cicerón—
y las impiedades cometidas contra los dioses no existe ninguna ex­
piación» (Leyes 1.40); cometer una impiedad consiste, si nos ate­
nemos a su constitución religiosa, en violar las prescripciones reli­
giosas de la República. Pero, al mismo tiempo, aparece un
elemento nuevo, una de las primeras manifestaciones de la
noción de responsabilidad personal: el hombre que se sabe y se
siente culpable, cercado por los remordimientos. Esta culpabi­
16
La religión en R oma
lidad no puede existir sino en función de leyes naturales, por
retomar la expresión de Cicerón, que el hombre no puede igno­
rar y que, a su pesar, ejercen un imperio absoluto sobre su espí­
ritu. Esta novedad es fundamental: asistimos, en cierto modo,
al nacimiento, en el contexto religioso, de la noción de persona,
situada de golpe en el centro mismo de la religión. Para Cice­
rón, la falta no se concibe ya como una especie de enfermedad
o maldición que se abate sobre un individuo impotente, sino
que nace de la libre voluntad de un sujeto consciente, que sabe,
como Graco, que ha infringido las leyes naturales y experimen­
ta un sentimiento de culpabilidad. Por vez primera entra en es­
cena, con Cicerón, la figura de la conciencia desdichada, al
tiempo que, de forma paralela, las prescripciones religiosas tra­
dicionales reciben una fundamentación trascendental {Leyes
2.15-16). Conviene señalar que, en un sistema así, la expiación
no tiene ya razón de ser, dado que los dioses saben que un acto
perturbado involuntariamente por una omisión o infracción ri­
tual sigue siendo puro. Cicerón, sin embargo, no llega a dar es­
te paso, lo que demuestra hasta qué punto sigue rindiendo tri­
buto a la mentalidad tradicional. La impiedad remite, cierta­
mente, a una teología moral interiorizada, pero, en el fondo,
Cicerón no hace otra cosa que transformar ligeramente la anti­
gua noción de falta intencional.
Ésta, según la mentalidad tradicional, no denuncia el delito.
La misma noción de delito no deriva de la intención del impru­
dente o del impío, ni siquiera del propio crimen. En efecto, la
casuística relativa a la intención del individuo implicado sólo
traduce la intervención reguladora de la ciudad en las «vengan­
zas» privadas: en adelante, es decir, en la ciudad de derecho, es
la respublica la que da al ofendido «luz verde» para que se to­
me la justicia por su mano y, a fin de proteger a un conciuda­
dano de un exceso injustificado y nefasto para la comunidad,
examina el grado de responsabilidad del culpable. Por otra
parte, no basta que se haya perpetrado un crimen para que éste
17
John Scheid
se convierta en un acto de impiedad que reclama venganza. En
los casos de impiedad, como se ha podido constatar, el elemen­
to central no es el delito en sí, sino la mancha que recae sobre
la comunidad, mancha que ponen de manifiesto los fracasos de
la República. Este infortunio constituía la piedra de toque en
que se verificaba el rompimiento de la pax deonun, y sólo en
un segundo momento se investigaba la responsabilidad de la
comunidad humana en esa ruptura. Pero no es la infracción
contra la ley sagrada como tal la que provoca automáticamen­
te la quiebra. Hemos podido observar que la noción de delito
religioso era contigente y se encontraba estrechamente unida a
la salud de la República o, al menos, a lo que pudiera pensar al
respecto la mayoría de los romanos. En otras palabras, la exis­
tencia del delito y la obligación piacular sólo se puede apreciar
en relación con un hecho objetivo, el éxito o el fracaso, que vie­
ne a traducir la opinión de los dioses. La mancha religiosa con­
serva, a pesar de su larga tradición piacular y de las1indagaciones
teológicas, un aspecto misterioso y contingente para los romanos
de las postrimerías de la República. A sus ojos, un mismo acto po­
día entrañar la ruptura o no de la pax deorum (pensemos en Fia-
minio y Tiberio Sempronio Graco); cuando una infracción era útil
para la comunidad estaba permitido cometerla, dado que los dioses
no disfrutaban, en tales casos, de todos los derechos.
Desde el punto de vista teológico, pues, la obligación piacu­
lar no puede derivar de la propia infracción, sino que se la debe
poner en relación, al igual que la mancha, con la voluntad in­
sondable y misteriosa de los dioses, expresada a través de las
vicisitudes de Roma. Ésta es la razón que explica que la mala
intención subjetiva no sea esencial, ya que, aun cuando el dere­
cho sagrado ha ido elaborando poco a poco la noción del deli­
to de intención, esa mala intención no se revela, a fin de cuen­
tas, más que a través del fracaso de la comunidad (piénsese,
por ejemplo, en el empeño puesto por Cicerón en demostrar la
impiedad de Clodio —su mala intención, pues— por medio de
18
La religión en R oma
la exégesis de los amenazadores prodigios anunciados por los
harúspices).
¿Qué rol desempeña, entonces, el piaculum, la expiación? Im­
potentes ante esta mancha, este castigo que se abate sobre ellos a
consecuencia de un crimen, del que, por regla general, no se han
apercibido, los hombres anulan el tiempo de la impiedad y repiten
el acto religioso —si es preciso, con un sacrificio específico, fijado
por la tradición— para hacer patente de este modo su buena fe y,
por así decirlo, probar fortuna una vez más. Al repetir el mismo
ademán tal y como lo prescribe la tradición, los romanos intentan
recobrar los efectos positivos del acto sagrado. La mancha de la
obligación piacular deriva, en consecuencia, no del delito como
tal, sino de la naturaleza misteriosa (a los ojos de los romanos) de
lo sagrado.
Los piacula operís faciundi (sacrificios de expiación previos
a las infracciones) se pueden comprender en este contexto co­
mo una anticipación frente a un fracaso siempre posible: se
combina el acto religioso propiamente dicho con una contun­
dente prueba a contrariis de la voluntad de respetar la tradi­
ción y manejar la esfera de lo sagrado de la forma más conve­
niente. En este sentido, el piaculum ofrecido inmediatamente
después de una infracción involuntaria equivale a los piacula
operís faciundi, con la sola diferencia de que en un caso la in­
fracción es real y en el otro no es más que una hipótesis.
Cuando se considera la naturaleza del escándalo provocado
por la impiedad, se nos presentan cierto número de datos que
sirven para aclarar, a la postre, el comportamiento religioso de
los romanos, así como los contrasentidos en que incurren oca­
sionalmente los eruditos modernos.
Ya hemos visto que, a fin de cuentas, la impiedad es compe­
tencia sólo de la respublica, con la salvedad de que ésta no pue­
de ser manifiestamente impía: sólo involuntariamente, y de for­
ma ocasional. La responsabilidad de las infracciones religiosas
19
John Scheid
hay que buscarla siempre en el plano comunitario, es decir,
aquél en que se desenvuelven los magistrados, el Senado y los
sacerdotes (consultados, si es necesario), que asumen una espe­
cie de tutela religiosa sobre el conjunto del cuerpo cívico. Así,
los ciudadanos romanos «pecan» como grupo: la persona indi­
vidual nunca tiene acceso inmediato a la impiedad, a la divini­
dad. El individuo que se encuentra en el origen directo de la
falta de la ciudad es la mancha, la impiedad, una especie de
prodigio humano que expresa en su persona y su desgracia el
resentimiento de los dioses contra el conjunto de la ciudad (nos
referimos, evidentemente, a los casos en que la impiedad ha si­
do reconocida a raíz de un desastre, no a las infracciones invo­
luntarias): encamación monstruosa de la ruptura de la pax
deorum, la responsabilidad de este impío es, en suma, marginal
en todo el asunto. Una comparación con las relaciones entre
familias o entre ciudades puede aclarar lo dicho. Cuando un in­
dividuo rompe la armonía existente entre estas comunidades,
arriesgándose a poner en movimiento acontecimientos que le
sobrepasan con mucho, los dos grupos reanudan los contactos
y reafirman sus buenas intenciones para, a continuación, entre­
gar a la parte ofendida el monstruo que ha osado inmiscuirse
en lo que no le concernía: a ella compete la venganza.
El estudio de las infracciones religiosas no deja lugar a du­
das sobre la naturaleza de la piedad. Ésta, al igual que la impie­
dad, sólo incumbe a la respublica. Los ciudadanos practican en
comunidad. La piedad individual no es lo que se suele creer, si­
no que consiste en que el ciudadano realiza todos los ritos que
le vienen impuestos por la tradición, sin descuidar nada, o, pa­
ra ser más exactos, que participa en el culto sin obstaculizar su
normal desarrollo, asumiendo, si es preciso, el rol que la tradi­
ción le asigne, un rol bastante pasivo, por regla general. En
efecto, la celebración propiamente dicha compete, sobre todo,
a quienes están destinados a representar a los ciudadanos: los
magistrados y ciertos sacerdotes. Pero ni siquiera en este caso
20
La religión en R oma
tienen por qué intervenir los sentimientos —y la responsabili­
dad— personales: el papel de los celebrantes consiste en inte­
grarse estrictamente en una tradición secular y repetir al pie de
la letra los ademanes prescritos. Se desvanecen enfrentados a
su propia existencia como colectividad.
Cicerón define la religión en su conjunto como el «culto de
los dioses» (Cicerón Sobre la naturaleza de los dioses 2.8,
1.117). Sabemos que se trata del conjunto de costumbres y re­
glas impuestas a los ciudadanos y, de forma especial, a quienes
los representan. Ningún acto puede o debe ser personal, ni es­
capar a la esfera de lo público. Todo está codificado y contro­
lado, precisamente porque todo se hace públicamente, en nom­
bre de la totalidad de los ciudadanos.
He aquí por qué casi todos los ritos —si se exceptúan una o
dos ceremonias extraordinarias celebradas por un grupo de
ciudadanos(-as) en representación del resto— se cumplimentan
en público. El sacrificio y la plegaria, la toma de los auspicios y
la inauguración, todo se hace ante un templo, en una plaza pú­
blica, en un edificio público: exigen y presuponen la presencia,
siquiera simbólica, de los ciudadanos. Éstos, además, partici­
pan directamente en los sacrificios, asistiendo, por ejemplo, a
las ceremonias o, con mayor frecuencia, comprando la carne sa­
crificial en las carnicerías.
Ahora bien, si la piedad exige una mediación social, ésta no
es posible sino al nivel de la comunidad de los ciudadanos, y el
espacio religioso por excelencia ha de ser aquél en que se reali­
za esta comunidad cívica: el espacio político, concreto e institu­
cional. Y si el «fiel» es, antes que una adición de personas con
una misma experiencia de lo sagrado, un cuerpo político, el po-
pulus tomado en su conjunto, con sus magistrados y sacerdo­
tes, las modalidades y motivaciones de la práctica religiosa no
pueden ser sino públicas: políticas, para ser más exactos. Solo
así se comprende por qué la ciudadanía constituye el primer
requisito para poder practicar el culto romano.
21
John Scheid
De igual forma se puede captar el verdadero alcance de las
fiestas, los sacrificios o los votos celebrados por la respublica.
Conviene no llamarse a engaño: a la ciudad no le interesan sólo
ciertos actos excepcionales, como las plegarias que todavía en
nuestros días se formulan en pro de la República o del sobera­
no, sino todos los actos litúrgicos (públicos). Sólo las celebra­
ciones del culto doméstico o del culto colegial, por ejemplo,
quedan limitadas al reducido círculo de aquéllos que están au­
torizados a participar en ellas. Con todo, si exceptuamos este
matiz, los principios siguen siendo, incluso en la dimensión del
grupo familiar o del colegio, idénticos.
En la medida en que el espacio religioso se confunde con el
espacio político, no ha de extrañar que sean los magistrados los
encargados de regular las relaciones del populus con los dioses,
de la misma manera que regulan sus relaciones con los particu­
lares y con otras ciudades.
Antes de convocar una asamblea, el magistrado cum im pe­
rio del que parte la iniciativa debe tomar los auspicios, es de­
cir, consultar a los dioses, sobre todo a Júpiter, para saber si
aprueban o no su decisión de convocar dicha reunión. Si la res­
puesta es positiva a juicio del solicitante, se pueden celebrar los
comicios; por el contrario, si el magistrado constata signos de­
favorables, es preciso volver a empezar. Paralelamente, siempre
hay la posibilidad de que realicen una obnuntiatio—a saber, el
anuncio público de un signo desfavorable sobrevenido de im­
proviso durante el desarrollo de los comicios, revelador de la
irritación divina por alguna falta humana— los otros ciudada­
nos, los magistrados y, sobre todo, los augures. Estos últimos
tienen derecho, incluso, a detener, simple y llanamente, los comi­
cios con la fórmula A lio die! («¡Aplazado!»).
La obnuntiatio, que constituye el equivalente religioso exac­
to de la intercessio entre colegas o por parte de los tribunos de
la plebe, tiene como función la de reservar a los dioses la posi­
bilidad de intervenir en los debates... a través de sus repre­
22
La religión en Roma
sentantes. En el plano de la práctica, la obnuntiatio introduce
cierto equilibrio en el juego político. Más aún, unos auspicios
constantemente favorables y no revocados por un súbito mal­
humor de Júpiter Capitolino confieren otra dimensión a una
ley, a una elección, situándolas en un plano absoluto, en la me­
dida en que los dioses, los magistrados y los ciudadanos aprue­
ban o rechazan «democráticamente» tal o cual rogatio (proyec­
to de ley).
Lo que aquí nos interesa es que la obnuntiatio pone de ma­
nifiesto lo que se podría llamar un «mandato» de la religión ro­
mana, cuya finalidad no es tanto mostrar un código moral dic­
tado por el dios en relación con tal o cual comportamiento in­
dividual e íntimo, como, por el contrario, regular el correcto
desarrollo de los comicios y proveer de autoridad para conju­
rar ciertos excesos y faltas que podrían resultar especialmente
peijudiciales. Será «justo» el ciudadano o magistrado que utili­
ce o reciba los auspicios y la obnuntiatio con arreglo a las cos­
tumbres, sin abusar de ellas. Ejemplar es el hombre que, como
el padre de los Gracos, prefiere anular, meses después de su ce­
lebración, las elecciones consulares —aun cuando podría haber
ocultado el vicio de forma ritual— por miedo a encontrarse
con la imputación de una falta religiosa a la República. Una
aplicación pública, una finalidad pública —política, incluso— y
un origen también público: este precepto remonta, no a Júpiter o
a su profeta, sino al primer magistrado, al rey Rómulo; en el siglo
II es recogido, junto con otras medidas, por una ley en la debida
forma, la ley Fuña, confirmada más tarde por la ley Aelia, con to­
da probabilidad en la segunda mitad del mismo siglo4.
Si quisiéramos escribir, pues, el decálogo de la religión ro­
mana, tendríamos que recoger en él preceptos religiosos del ti­
po de las disposiciones que se encuentran en las leyes Aelia y
Fufia. Al aplicarse a la vida comunitaria como a un plano que
les es consustancial, estas reglas religiosas han de ser codifica­
das, asimismo, conforme a las costumbres del derecho público,
23
J ohn Scheid
del que el derecho sagrado no constituye sino una parte. No
deja de ser un grave error, por tanto, sonreírse ante la «punti-
llosidad» de ciertos jurisconsultos, magistrados y sacerdotes, o
ante la fría pedantería del ritualismo romano: es necesaria una
codificación lo más precisa posible si se desea que las costum­
bres religiosas sean realmente objetivas, es decir, públicas.
¿Existe acaso otro medio de expresarse en nombre de todos, y
no tanto como individuo, que no sea la repetición, lo más
«fría» posible, de ritos codificados e inmutables, fijados en vir­
tud de decisiones públicas? Sería un contrasentido señalar los
abusos de la obnuntiatio, por ejemplo, pensando que la reli­
gión sólo servía a los intereses políticos, que se trataba de una
manipulación rastrera de lo sagrado. Hay faltas, sí, y, en oca­
siones, son graves, pero no porque se dé una utilización políti­
ca de la obnuntiatio, ya que la aplicación de este precepto no
puede ser más que política y sólo afecta al interés común de los
dioses, los magistrados y los ciudadanos. El abuso radica, más
bien, en que el acto litúrgico deja de ser público y no expresa
ya el consensus que fundamenta la respublica. El escándalo
consiste en que determinados grupos rivales intentan imponer
al resto actos cultuales que sólo emanan de una fracción del
pueblo: son, en cierto modo, actos «subjetivos» y, por lo mis­
mo, subversivos. El abuso religioso no es otra cosa que una
mala utilización de las costumbres religiosas, la negación del
rol que corresponde a una parte del pueblo y, sobre todo, la
irrupción de la tiranía de lo subjetivo en un dominio que sólo
puede ser público.
Hemos hablado hasta el momento de la colectividad, la ciu­
dad, la práctica comunitaria. Podríamos sentimos tentados,
por tanto, a concluir que el ciudadano romano es el sacerdote
romano por excelencia: una impresión justa y, a la vez, exage­
rada. Algunos de los datos examinados ponen de relieve la po­
sición específica que se reserva al culto, una posición que en
24
La religión en R oma
modo alguno puede correr pareja con una práctica religiosa
confusa. Para intentar precisar estas observaciones y ahondar
más en la comprensión del culto público puede resultar de utili­
dad el examen de los cargos religiosos y las relaciones entre ciu­
dadanos, sacerdotes y magistrados.

3. «ESTATUAS VIVAS» Y SEÑORES DE LO SAGRADO


El ciudadano es, sin lugar a dudas, sacerdote en su casa: el
paterfam ilias garantiza el culto de la comunidad doméstica.
También ejerce la función sacerdotal en los ámbitos de la vida
pública restringidos a los barrios y las asociaciones profesiona­
les. En fin, puede ser llamado a celebrar el culto público por el
conjunto de la ciudadanía. Pero estas observaciones deben ser
reconsideradas y precisadas en, al menos, dos puntos. Para em­
pezar, no todos los ciudadanos pueden desempeñar este rol.
Del mismo modo que en el plano familiar el paterfam ilias, y
sólo él, es «sacerdote», así también, al pasar al plano de la ciu­
dad, sólo a los magistrados y sacerdotes corresponde ese papel.
La segunda cuestión se refiere a las relaciones entre magistra­
dos y sacerdotes. Volveremos a ello más adelante; por el mo­
mento, bastará con señalar que los magistrados poseen, efecti­
vamente, la iniciativa cultual en ciertos casos (formulación de
votos, sacrificios regulares y excepcionales, toma de auspicios,
triunfos, presidencia de los juegos, dedicatorias). Lo que no
quita para que su actividad religiosa se encuentre limitada a ta­
les ritos, y que una parte considerable de la vida cultual escape
a su control.
A pesar del rol religioso de los magistrados, existe en la vida
pública una esfera específicamente sagrada, de la que quedan
excluidos como tales, toda vez que está reservada a los sacerdo­
tes propiamente dichos. Además, no sería correcto calificar de
25
John Scheid
sacerdotales las funciones religiosas de los magistrados. Lossa-
cerdotes publici o populi rom aai (sacerdotes públicos o del
Pueblo Romano) ocupan en la respublica una posición dema­
siado específica como para que se la pueda definir, a pesar de
la etimología originaria del término (*sakro-dhff-t-s, «aquél
que es el agente del sacrifícium , el que está investido de poderes
que le autorizan a “sacrificar”, a consagrar»5), por la simple ce­
lebración de los sacra. De hecho, si bien tienen el encargo de
celebrar ciertos ritos (especialmente, las fiestas del calendario)
o insistir al magistrado y al ciudadano en el ejercicio de sus de­
beres religiosos, los sacerdortes son, al mismo tiempo, y por en­
cima de todo, los depositarios y gestores de la tradición religio­
sa y los instrumentos del culto. Son, en pocas palabras, la auto­
ridad religiosa nacional. Con un número limitado de miem­
bros, investidos —con algunas excepciones que no contradicen
la regla— de un sacerdocio vitalicio, los sacerdotes forman co­
legios, de los que los más importantes son los tres y, posterior­
mente, cuatro mayores (quattuor amplissima collegia): en or­
den de jerarquía descendente, el colegio pontificial, el colegio
augural, el colegio (quin)decenviral y el de los septenviros de
los banquetes sagrados. Junto a éstos existen, según las épocas,
sodalidades (los salios, los lupercos, los hermanos arvales...) y
ciertos sacerdocios particulares, como el sacerdocio público de
Ceres, uno de los pocos detentados por mujeres, además del de
las Vestales. En la medida en que el papel del sacerdote resulta
indéntico en todos los niveles de la vida religiosa, son estos
grandes sacerdocios, gracias al detallado conocimiento que te­
nemos de los mismos, los que pueden facilitamos la perspectiva
más adecuada para intentar una definición de la función sacer­
dotal romana.
Férreamente estructurados, permanentes y especializados,
los colegios sacerdotales eran, para los romanos, inseparables
del principio mismo de la ciudad y de su sistema político. ¿Aca­
so no afirma Cicerón que los sacerdotes más importantes han
26
La religión en Roma
contribuido al mantenimiento del Estado tanto como los ma­
gistrados (uno y otro cargo coinciden, a menudo, en los mis­
mos hombres)? «Si un espíritu divino, pontífices, parece haber
inspirado a nuestros ancestros gran número de sus invenciones
y de nuestras instituciones, nada de lo que nos han transmitido
es más admirable que su decisión de confiamos, a la vez, la
presidencia de la totalidad del culto de los dioses inmortales y
la suprema dirección del Estado, de modo que los hombres me­
jor considerados y más ilustres gobiernan juiciosamente el Es­
tado como ciudadanos y, al interpretar con sabiduría la reli­
gión, como pontífices, aseguran por partida doble la salud de
la patria» (Cicerón Discurso sobre su casa 1.1). Estos sacerdo­
tes, sin embargo, no forman una casta sacerdotal consagrada
en exclusiva al culto de los dioses y, por lo mismo, de carácter
supranacional. El sacerdote romano no es más que un delega­
do de la ciudad, escogido, sí, con arreglo a criterios especiales
impuestos por la tradición, si bien esta elección en modo algu­
no viene determinada por su competencia o por un saber teoló­
gico particular: el sacerdote es un ciudadano como los otros,
investido de una función que no ejerce a no ser que reciba un
requerimiento formal de la autoridad política.
Se trata, en suma, de un tipo especial de «magistrado». Es
éste un rasgo esencial que se encuentra, ciertamente, en todos
los sistemas religiosos de carácter poliádico, si bien hay que
subrayar que en Roma el nombramiento y el control de los sa­
cerdotes nunca se ha encontrado bajo el control directo del
pueblo; además, estos colegios permanentes, con una tradición,
una administración y una ciencia propias, han disfrutado de un
poder que los sacerdotes atenienses, por ejemplo, jamás alcan­
zaron. Lo que aquí se plantea es, quizá, una de los puntales bá­
sicos del sistema religioso romano: la excepcional posición que
ocupan en la ciudad las «magistraturas» religiosas, una posi­
ción que permite explicar el carácter draconiano y profunda­
mente conservador del control ejercido por la ciudad sobre su
27
John Scheid
culto, su tradición religiosa e, incluso, su sistema social. Los sa­
cerdotes se sitúan, en razón de su especial estatuto, en un lugar
netamente superior al de los ciudadanos y, en ocasiones, inclu­
so por encima o, como poco, al mismo nivel que el poder polí­
tico. Hasta tal punto es así que se les puede reconocer un cierto
papel de moderadores de la vida política y, sobre todo, en ra­
zón de su reclutamiento, restringido en exclusiva a las familias
hegemónicas, considerarlos un pujante instrumento de poder y
de conservación del dominio en favor de las élites. No ba de ex­
trañar, pues, que esta situación haya provocado los que po­
dríamos considerar los enfrentamientos religiosos más impor­
tantes de la historia republicana, a saber, las luchas entre el
pueblo y la oligarquía por el control del reclutamiento de los
«magistrados» religiosos, por un lado, y los conflictos entre la
autoridad religiosa y la autoridad política, por otro. Más ade­
lante volveremos sobre estos problemas, ricos en documenta­
ción. Veamos ahora, en primer lugar, en qué consiste la fun­
ción del sacerdote en Roma.
A la hora de examinar el conjunto de las funciones sacerdo­
tales romanas nos parece que se pueden distinguir grosso modo
dos tipos de sacerdotes: por un lado, aquéllos a los que podría­
mos llamar, con Plutarco, los «sacerdotes-estatuas», encama­
ción del dios, del principio de una función divina; de otra par­
te, los señores de los sacra, cuyo dominio se ejerce en el doble
ámbito de los ritos y la legitimidad.
Esta distinción —sospechamos— no es radical. Existen y se
desarrollan puntos de contacto, contaminaciones, y ciertos sa­
cerdocios se encuentran en la frontera entre ambos tipos. Aun
así, si bien se mira, la distinción propuesta delimita los rasgos
esenciales del hecho sacerdotal romano. No vamos a perdemos
en estériles especulaciones sobre la antigüedad de los sacerdo­
cios: preferimos seguir a G. Dumézil y considerarlos comple­
mentarios, aun cuando en el transcurso de la historia determi-
28
La religión en Roma
nados sacerdocios hayan podido ganar por la mano —algo in­
negable e inevitable— a otros.

4. LOS «SACERDOTES-ESTATUAS»
En un conocido texto sobre el flamen de Júpiter, Plutarco lo
describe «como una estatua viviente y santa» (Cuestiones ro­
manas 111). Todo lo que sabemos sobre este sacerdote corro­
bora dicha observación que, además, puede aplicarse también
a la flam inica y a los otros flámines; al menos, a aquéllos que,
junto con el Dial, recibían el nombre de mayores en boca de los
romanos (los flámines Marcial y Quirinal). Estos flámines re­
presentaban el tipo perfecto del «sacerdote-estatua», el «sacerdo­
te-dios», que no deja de recordamos al brahmán védico6. Ya
les corresponda participar u ocuparse —los textos nunca resul­
tan muy claros en este punto— de la celebración de los ritos,
no son, en lo esencial, ni sacrificadores ni depositarios de la
tradición. «No es en virtud de su competencia como sabio o,
incluso, como experto en los sacra —escribe G. Dumézil a pro­
pósito del flamen Dial—, sino, sobre todo, en su propio ser
donde se apropia del secreto de las potencias místicas que cons­
tituyen» la función jupiteriana que representa. «Su enorme va­
lor se debe tanto a su cuerpo como a sus palabras y gestos: a
través suyo Roma se ha hecho —dentro de la vieja estructura
encubierta bajo la tríada “Júpiter Mars Quirinus”— con un
tercio, el más alto del mundo invisible: constituye el extremo
sensible y humano de un haz de correlaciones místicas cuyo
otro cabo se encuentra en la soberanía y en el cielo de Júpiter»
(op.cit., p.555).
C ottidie feriatus, incardinado en el suelo de Roma, este sa­
cerdote «poseído» por su dios desempeña durante toda su vida,
como en una escena, el papel de Júpiter. Vestido de forma es-
29
John Scheid
pecial, sobre todo con ropas desprovistas de nudos y ataduras
(su aspecto es completamente opuesto al cinctus Gabinus del
sacrificador común), cubierta la cabeza con un bonete (alboga-
/eras) hecho con la piel de ima víctima ofredda a Júpiter, no
podía entrar en contacto con hombre alguno encadenado ni
ver lo que se oponía radicalmente al cielo de Júpiter: la muerte.
La esposa del flamen Dial, la fiammica, completaba dertos
rasgos de su marido: su calzado estaba confecdonado con la piel
de una víctima sacrificial y llevaba un vestido de color rojo fuego,
como el rayo de Júpiter (obsérvese, de pasada, que la encamación
fundonal no tiene en cuenta el sexo). El flamen de Júpiter no
puede prestar juramento, ya que él mismo es el juramento, él
es quien encama al señor del derecho y del juramento. Du­
rante la vendimia es él quien, en el transcurso del sacrificio en
honor de Júpiter, in ter caesa et porrecta («entre el momento
en que parte los exta [asadura] y aquél otro en que los ofre­
ce»), cuando tiene lugar la distribución de la parte del dios y
la parte humana, toma posesión, en nombre de Júpiter, de la
primera uva, es decir, la que ha de convertirse en vino, brebaje de
la soberanía, reservado en el mito de los Vinalia a Júpiter. Resul­
taría interesante, además, saber lo que consume el flamen Dial
en los sacrificios, a los que asiste pasivo, como la estatua del
dios. No disponemos de información clara al respecto, aunque
sí podemos tomar en consideración los siguientes indicios. En
el bajo relieve del sacrificio ofrecido por Marco Aurelio a Júpi­
ter Óptimo Máximo (procedente del arco de Marco Aurelio, en
el Museo de los Conservadores del Capitolio), el flamen Dial se
encuentra, entre el sacrificante y el templo, en un lugar bastan­
te significativo, junto al buey sacrificial y tras el trípode en que
el emperador abre el sacrificio: el conjunto produce la impre­
sión de que el humo del sacrificio se eleva hacia el «extremo
sensible» de la correlación que une a Roma con Júpiter. En pa­
ralelo con el sacrificio representado en la base de los decenna-
iía7, el flamen Marcial recibe directamente el sacrificio, situado
30
La religión en R oma
como está entre el foculus («fogón») y Marte, en cuyo nombre
parece «consumir» el humo. En cuanto al flamen de Júpiter,
también sabemos que le estaba prohibido tocar, incluso nom­
brar, la harina, la levadura o la carne cruda, como si no pudie­
ra comer más que alimentos acabados, «civilizados» o, incluso,
ateniéndonos a la lectura de Plutarco (Cuestiones romanas
109-111), sacrificiales, como lo era, por lo demás, el bonete del
sacerdote*. De la casa del flamen Dial no se podía sacar otra
cosa que el fuego sagrado, destinado a los sacrificios. En resu­
midas cuentas, todos estos indicios parecen sugerir que tam­
bién en su modo de alimentación estaba el flamen Dial más
cerca de los dioses que de los hombres. Calígula (o los invento­
res de esta historia) se sabía bastante bien este catecismo, toda
vez que, en su deseo de ser Júpiter, decidió, según parece, que­
dar investido de este sacerdocio9. ¿Es necesaria una prueba más
evidente?
Los restantes flámines debían ser los protagonistas de un es­
quema simbólico del mismo tipo —ya hemos citado la docu­
mentación relativa al de Marte—, aunque la carencia de fuen­
tes al respecto no nos permita tener más información sobre este
asunto. Lo cierto es que los tres flámines mayores celebran ca­
da año una importante ceremonia en honor de Fides, a cuyo
templo se dirigen juntos en un carro cerrado, la mano derecha
cubierta en señal de buena fe: fuera de su simbolismo indivi­
dual, representan y encaman en su unión el consenso entre las
tres funciones de la ciudad ideal. ¿Cómo no pensar que la pro­
pia tríada atravesaba la ciudad, que se había encamado el mito
trifuncional?
De los flámines menores apenas sabemos nada. Otros sacer­
dotes, sin embargo, hacen patente esta misma concepción.
Vestidos con una simple piel de cabra, agitados por arreba­
tos salvajes, con Fauno a la cabeza, los lupercos, «lobos» pre-
poliádicos, encaman los espíritus de la naturaleza salvaje, el
salvajismo que precede a la civilización humana y las leyes10.
31
John Scheid
En el lado opuesto, las Vestales, garantes de la identidad y la
permanencia de Roma, simbolizan a la perfección el hogar y la
morada de la «gran familia romana»11. Puras como el fuego,
representando en ciertas ocasiones las labores domésticas, se
convierten también en prodigios vivientes cuando violan el pre­
cepto de castidad: es el fuego de Vesta el que ve alterada su pu­
reza a través de su carne. Este simbolismo parece tan importante,
al menos, como los propios ritos que celebraban las vírgenes.
¿Pertenecen los salios de Marte (salios Palatinos de Marte
Desencadenado y salios C ollini de Marte Tranquilo) a este tipo
de sacerdocio? Algo así se podría pensar al verlos transportar,
entre danzas, vestidos como guerreros de antaño, sus talisma­
nes, de los que Júpiter había enviado el primero.
Ciertos sacerdocios creados durante el Imperio según el mo­
delo de los flámines perpetúan, al parecer, un simbolismo aná­
logo. En efecto, ciertos bustos, ciertas estatuas de flámines pro­
vinciales de Oriente —en Occidente, el título de coroaatus su­
giere el mismo fenómeno— demuestran que estos sacerdotes
llevaban puesta una diadema adornada con bustos imperiales:
los flámines se identifican con sus divi, se ocultan tras sus bus­
tos y asumen en su individualidad múltiples presencias divi­
nas12. Los portadores de Lares que participan en las ceremo­
nias esculpidas en el altar de la Piedad o en el de los vicomagis-
tii12 vestidos de forma especial, jóvenes a semejanza de los La­
res, también hacen partícipe del sacrificio a la parte humana de
estas divinidades. En fin, Livia, sacerdotisa del divino Augusto se­
gún ciertas fuentes (Veleyo Patérculo 2.75.3, Dión Casio 56.46.1),
aparece representada en una sardónica con ropaje sacerdotal,
frente a un busto del divus: esta actitud, cuyos antecedentes ha
logrado reconstruir Paul Veyne14, podría asimilarse, quizá, a la
función sacerdotal que acabamos de describir.
La dramatización de las relaciones religiosas, la integración
de lo divino, se encuentran, asimismo, presentes en otros ritos
romanos. Así, en los grandes funerales los «ancestros» acuden
32
La religión en R oma
para mezclarse físicamente con los vivos, a fin de escoltar al di­
funto hasta su nueva condición. En el triunfo, el general victo­
rioso, vestido como Júpiter, desempeñaba por un dia el papel
del dios: ese día, era el propio señor del Capitolio el que entra­
ba victorioso entre los suyos.
En resumen, toda una serie de ejemplos tienden a demostrar
que ciertos sacerdotes, a lo largo de la historia de Roma, han sido,
antes que expertos en lo sagrado, lugartenientes divinos, encarna­
ción de una función divina. De hecho, este tipo de sacerdotes pue­
de proporciónanos una explicación acerca de la ausencia de esta­
tuas cultuales anteriores al siglo VI a.C.15: ¿qué necesidad había
de una estatua del dios cuando éste poseía un flamen?

5. LOS SEÑORES DE LO SAGRADO


Junto a los anteriores, los romanos conocían una segunda
categoría de sacerdotes, más numerosos, activos en virtud de
su función, involucrados en el tiempo y preponderantes en la
historia. Al no ser símbolos vivientes y hallarse a salvo de los
interdictos que ataban a los «sacerdotes-estatuas», en otras pa­
labras, al encontrarse, ante todo, del lado de los hombres, han
desempeñado, como es de esperar, un papel de primer orden en
la vida religiosa desde, según parece, la época más antigua16.
La administración de lo sagrado se desarrollaba en dos planos
complementarios que cubrían, según Cicerón, todo el campo de
la religio, el de la dirección de las ceremonias sagradas y el del
control de la legitimidad político-religiosa.

a) L os directores del rito


La mayor parte de los colegios sacerdotales se encuadran en
esta categoría, representada, en primer lugar, por los pontífi­
33
John Scheid
ces. Presidido por el pontífice máximo, verdadero príncipe del
Estado, el colegio pontificio constituía la más alta autoridad
religiosa de Roma. Todo se le encontraba sometido y él era el
que controlaba, vigilaba y preservaba el conjunto de la vida y
la tradición religiosa. De forma paralela, los pontífices interve­
nían a menudo en la vida litúrgica asistiendo activamente a los
magistrados, ciudadanos o flámines en las celebraciones reli­
giosas. Del mismo modo que protegía toda la tradición, el pon­
tífice máximo conservaba y proveía los antiguos sacerdocios,
como los flámines mayores, las Vestales y, sin duda, el rey de
los sacra (otro fósil conservado como si de un monumento se
tratara). También era de su incumbencia la inauguración de los
flámines mayores, del rex sacrorum y de los augures (o de to­
dos los sacerdotes, según ciertos eruditos), que venía a confir­
mar, a través de una solemne ceremonia de investidura en que
se anunciaba la aprobación divina, la elección humana. Está de
más añadir que la competencia y jurisdicción de los pontífices
alcanzaba a todos los niveles de la vida religiosa.
Con el paulatino crecimiento de Roma, no sólo aumenta el
número de pontífices, sino que, además, se crean nuevos cole­
gios para descargarlos de parte de sus atribuciones. Así, los
hombres de los banquetes sagrados (trium vin\ posteriormente
septem virí epulonum ), instituidos en 196 a.C., se hacen cargo
de la celebración del epulum Iovis («el banquete de Júpiten>)
con ocasión de los Juegos Romanos y los Juegos Plebeyos y, de
forma más genérica, sin duda, de la organización de los restan­
tes juegos romanos.
Un antiquísimo colegio sacerdotal (cuyo origen remontaba,
se decía, a los Tarquinios), el de los duóviros, más tarde decén-
viros y, por fin, bajo Sila, quindecénviros encargados de los sa­
cra y de los Libros Sibilinos, tenía como función la de conser­
var, consultar e interpretar, a petición del Senado, los mencio­
nados Libros, conjunto de prescripciones, ritos y recetas de di­
verso origen, que en el siglo III a.C., al menos, adopta un
34
La religión en R oma
formato completamente helenizado. Consultados en casos de
urgencia nacional, los Libros aconsejan a menudo la introduc­
ción de ritos y cultos de origen no romano: los (quin)decénvi-
ros se encargan de su organización y de vigilar las correspon­
dientes celebraciones. A medio camino entre la adivinación
propiamente dicha y el control religioso al modo de los pontífi­
ces, el colegio (quin)decenviral entraba en juego cuando los sig­
nos exteriores, los prodigios, denunciaban la ruptura de la ar­
monía existente entre la ciudad y la divinidad, a pesar de todas
las precauciones y expiaciones. Su actividad se incrementa no­
tablemente a partir, sobre todo, del siglo III a.C., cuando pare­
ce romperse el equilibrio entre una realidad romana que había
desbordado ampliamente el marco de la ciudad, y aun de la
misma Italia, y las divinidades nacionales. A través de su muy
particular práctica oracular, ejercida sobre un texto «profètico»
cerrado y celosamente conservado, adaptada a las situaciones
excepcionales y abierta al universo extra-nacional, los decénvi-
ros solían poner en práctica procedimientos para la extensión del
panteón o del culto romano, en un proceso paralelo al crecimien­
to de la influencia y el territorio de Roma. Completado el proce­
so, el nuevo campo que quedaba abierto a la práctica religiosa pa­
saba al control del colegio (quin)decenviral.
Roma conocía, asimismo, otros expertos en lo sagrado: los
feciales, los arvales, las sodalidades de los emperadores divini­
zados, a los que hay que añadir, de forma más general, todos
los responsables de los cultos locales y de los santuarios disper­
sos a lo largo del Imperio y, claro está, también quienes esta­
ban al frente de los cultos familiares. Todos ellos ejercían, en
grados diversos, la función de depositarios de una tradición re­
ligiosa y de celebrantes del culto prescrito: en suma, la función
de agentes de lo sagrado.
35
John Scheid
b) Los garantes de la legitim idad
Si se exceptúan los colegios, cierto que bastante peculiares,
de los decénviros y los harúspices (sólo nacionalizados bajo
Claudio), Roma no conocía un sacerdocio adivinatorio propia­
mente dicho. Para este tipo de servicios, los romanos recurrían
en privado a los profetas ambulantes, más o menos inspirados,
y, en público, a los grandes oráculos del Mediterráneo o a la
vieja haruspicina de los vecinos etruscos. Dicho de otro modo,
se dirigían al extranjero. Incluso cuando, bajo Claudio, se ad­
mitió a los harúspices entre los colegios sacerdotales romanos,
no fue sólo por disponer de adivinos autorizados, sino tam­
bién, y en la misma medida, por conservar una antigua doctri­
na itálica. No hay que confundir, pues, augures y adivinos.
El colegio augural, que remontaba, se decía, a Rómulo, con­
servó en todo momento, en virtud del rol que tenía asignado,
una estrecha y privilegiada vinculación con la vida política.
Los augures, en efecto, eran los expertos en la toma de los aus­
picios, el rito fundamental que obligaba a los magistrados a
constatar, con la ayuda y las garantías dadas por los augures,
en ciertos momentos (prescritos) del tiempo político y con las
técnicas adecuadas, la existencia de una situación armoniosa
entre la voluntad de la ciudad y la de los dioses, armonía que
confería a la primera y a sus delegados la *augus, la plenitud de
fuerza mística. «Sin embargo, la actividad del augur está enca­
minada, no a conferir la plenitud de fuerza mística necesaria
para lograr éxito en una acción, sino a constatar su presencia o
su ausencia o, a lo sumo, desde la perspectiva intermedia que
parecen sugerir ciertos hechos, a pedir a los dioses benevolentes
que la pongan en las cosas, de manera que se la pueda consta­
tar en ellas. Su arte, pues, es de consulta, no operativo.»17. El
auspicium sometido al control —y, en ocasiones, al llamamien­
to— de los augures se puede definir, por tanto, como un medio
de control global de las relaciones entre la ciudad y sus dioses
36
La religión en R oma
o, en otro plano, entre determinada realidad humana y un ab­
soluto divino. Políticamente, este rito desempeña el rol «de una
instancia oñcial de legitimación, proponiendo, en los casos de
elecciones trascendentales para el equilibrio de la comunidad,
decisiones social y políticamente “objetivas”, es decir, inde­
pendientes de los deseos de los partidos involucrados, y benefi­
ciándose, por parte del cuerpo social, de un consenso general
que sitúa este tipo de respuestas por encima de las disputas.»18.
Con el paso del tiempo, los augures consiguieron dominar su téc­
nica y, poco a poco, fueron conformando una ciencia (disciplina),
guardada en secreto, de la que ellos eran los únicos depositarios e
intérpretes. El rol y el prestigio de estos garantes de la legitimi­
dad político-religiosa eran tan temibles al final de la República
que todos los im peratores de aquel agitado período ambiciona­
ron el bastón de augur: el propio fundador del Imperio convir­
tió un simple epíteto augural en un sobrenombre que indicaba
bien a las claras sus ambiciones.
Dicho esto, ¿qué diferencia hay entre un sacerdote y un ma­
gistrado? Ninguna, a primera vista, ya que, por regla general,
provienen del mismo medio social y recorren, en su mayor par­
te, la misma carrera política. Por otra parte, el magistrado tie­
ne siempre algo de sacerdote, y el sacerdote otro tanto de ma­
gistrado, en la medida en que éste participa de la liturgia oficial
de Roma y aquél no es un «renunciante», un hombre ajeno al
mundo, sino una especie de magistrado, un tanto peculiar, cu­
yas funciones se desarrollan en el campo de la política y revis­
ten, por lo mismo, numerosos aspectos políticos. Sacerdote y
magistrado se encuentran, así, yuxtapuestos en la vida pública,
y ejercen sus funciones en un mismo plano. La pregunta es:
¿cuál de ellos prevalece sobre el otro o, mejor aún, qué autono­
mía tiene lo religioso frente a lo político?
37
J ohn Scheid
6. EL SACERDOTE Y EL MAGISTRADO
Superior, en principio, el sacerdote se encuentra sometido
materialmente, sin embargo, al poder de los magistrados. Al
menos, de los magistrados más importantes. La actividad de és­
tos depende a menudo del parecer y la necesaria colaboración
del sacerdote, como ocurre, por ejemplo, con la toma de los
auspicios, los ritos vinculados a su función, las medidas religio­
sas extraordinarias... El sacerdote puede, innegablemente, con­
trolar la política. Sin él, sin la colaboración de los augures y los
pontífices, por ejemplo, difícilmente funcionaría el poder. Co­
mo contrapartida, es igualmente cierto que el sacerdote carece
por entero de poder político: no hay sacerdote alguno, ni si­
quiera el pontífice máximo, que posea el imperium, los auspi­
cios o la misma potestas. Es cierto que, como bien ha demos­
trado A. Magdelain19, el colegio de los pontífices convoca y
preside —con toda probabilidad a través de su portavoz, el
pontífice máximo— los com itía calata de las curias en ocasio­
nes tales como el testamento, la acogida de ciertos sacerdotes,
la detestado sacrorum (renuncia a los sacra de la gens que se
abandona) y, en época tardía, también la adrogación. En tales
casos, sin embargo, se trata de asambleas muy particulares, en
las que las curias se limitan a asistir, sin tomar ninguna deci­
sión. En fecha más reciente (finales del siglo III, como muy
tarde), los comicios curiados votan, siempre bajo la presi­
dencia de los pontífices, en lo tocante a la adopción de un
su i iurís (persona que no está bajo tutela), si bien este proce­
dimiento constituye una novedad, una excepción fruto de la
creciente importancia alcanzada por la adopción con el paso
del tiempo. No se puede recurrir a él para describir los poderes
regulares de los pontífices. La potestad de convocar los comi­
cios curiados para hacer que voten esta lex curíata es, por así
decirlo, un añadido a los poderes regulares del colegio, debido
a los intereses de la nobleza, pero no deriva en ningún caso de los
38
La religión en Roma
poderes normales de los sacerdotes. En este sentido, también
se podría citar la convocatoria y presidencia de los comicios sa­
cerdotales (desde finales del siglo OI) a cargo de los sacerdotes: se
trata, de nuevo, de unos cuasi comicios tribunados, reunidos con
ocasión de un asunto que concierne a la religión20.
En los restantes casos, los sacerdotes intervienen sólo para
hacerse cargo de los ritos que les son confiados por el ius sa-
crum o, lo que es lo mismo, por las disposiciones permanentes
de esos magistrados silenciosos que son las leyes y las costum­
bres. Sin entrar en las ceremonias del culto regular, podemos
citar aquí, a título de ejemplo, la prerrogativa de los augures de
suspender o anular los comicios: al releer el célebre pasaje del
D e iegibus en que Cicerón alaba este privilegio (2.12.31) se
puede constatar que no lo pone en relación con el libre arbitrio
de los augures, ni con sus poderes políticos, sino con su ius, ha­
ciendo especial hincapié en la suprema aucíorítas que lo carac­
teriza. La intervención, netamente política, de los augures no se
justifica en virtud de un im períum de auspicios superiores o,
como poco, iguales a los de los magistrados supremos, sino
únicamente por el ius de los augures, por las costumbres sagra­
das que los autorizan, de forma permanente, a pronunciar esas
apremiantes obnuntiationes y anulaciones. Los augures asu­
men, de hecho, la vertiente sagrada de la celebración de los co­
micios, la parte que corresponde al sacerdote y que completa
los deberes políticos y religiosos del magistrado. De ahí que no
deban inducir a engaño esas fórmulas elípticas que suelen emplear
los historiadores antiguos. Cuando un sacerdote participa, en tan­
to que tal sacerdote, en un acto público, lo hace —exceptuando
los ejemplos citados más arriba— en compañía de un magistra­
do, asumiendo únicamente la vertiente propiamente sagrada
del acto.
El ejemplo de los augures pone de manifiesto que el sacerdo­
te, imposibilitado para convocar los comicios tribunados o
centuriados, pero con plena capacidad para suspender por en­
39
John Scheid
tero el desarrollo de una asamblea, prevalece, en última instan­
cia, sobre el magistrado, que no puede hacer otra cosa que in­
clinarse. En compensación, los sacerdotes, cuyos decretos, con­
sejos o intervenciones deben ser demandados y respetados por
los magistrados, no pueden ejercer sus «poderes» sin ser reque­
ridos previamente o, como ya hemos dicho, sin haber sido co­
misionados de forma permanente. Sin la consulta expresa a
cargo del magistrado y el Senado, sin la publicación de un de­
creto de los magistrados, no puede existir ningún anuncio de
los sacerdotes. Una vez ha sido dado a conocer bajo la autori­
dad del magistrado y del Senado, se impone a todos. Hay razo­
nes, pues, para considerar que los sacerdotes se encuentran some­
tidos al poder de los magistrados, lo mismo que los ciudadanos.
Esta solidaridad entre el magistrado y el sacerdote, tanto en
el plano teórico como en el de los hechos, en lo humano y lo di­
vino, se ajusta a la estructura profunda de la ciudad romana.
Nos describe, con gran claridad, un principio fundamental de
la civilización romana: lo sagrado prima sobre lo político, lo
precede y fundamenta, delimita la forma en que se desarrolla lo
«político». Es Cicerón quien describe el rol político de la reli­
gión, especialmente en el libro II de las Leyes, donde la consti­
tución religiosa antecede a la parte dedicada a la constitución
política. Este plan se justifica como sigue: «Trataré ahora acer­
ca de las magistraturas. Una vez constituida la religión, es ésta,
con toda seguridad, la que mejor mantiene la unidad de la Re­
pública» (2.27.69). En el D e natura deorum escribe: «Estoy
convencido, incluso, de que Rómulo, por medio de los auspi­
cios que prescribe, y Numa, a través de los sacrificios que esta­
blece, han puesto los fundamentos de Roma. Ésta, sin duda al­
guna, no habría podido alcanzar su grandeza actual si no se
hubiera atraído por medio de su culto el favor de los dioses in­
mortales» (3.2.5). Por lo demás, la gesta de los orígenes, que
transcribe en datos históricos las ideas romanas acerca de los
fundamentos teóricos del Estado, insiste igualmente en el rol
40
La religión en R oma
primordial de la religión en el devenir político de Roma, opo­
niendo a la ciudad de Rómulo, fundada por la fuerza de las ar­
mas, desgarrada por disensiones internas y presa de una guerra
interminable, la de Numa, ordenada, pacífica, orientada hacia
«la tercera función»21. Esta paz pública, este consenso, esta ca­
pacidad de acción han sido instauradas por Numa al fundar la
religión pública: «Numa muere, escribe Cicerón, dejando tras
de sí, sólidamente implantadas, dos cosas especialmente ade­
cuadas para asegurar la vida de una ciudad: el culto de los dio­
ses y la benevolencia mutua» (República 2.14).
los magistrados se ajustan siempre a este principio. Su pri­
mer acto público es, siempre, religioso, ya que, una vez votada
la lex de im perio, comienzan el ejercicio de su cargo tomando
los auspicios de investidura, operación que repetirán antes de
adoptar cada una de sus decisiones. La primera sesión del Se­
nado convocada por los cónsules se dedica a los asuntos reli­
giosos. Cuando se funda una colonia, lo primero que se hace,
además de la inauguración del emplazamiento, es poner por es­
crito la constitución religiosa de la nueva ciudad. Así, leemos
en el capítulo 64 de la lex coloniae Genetíuae (Urso, en la Es­
paña meridional): «Los duóviros en funciones tras la deducción
de la colonia presentarán, durante los primeros diez días que sigan
a la toma de posesión de un cargo, un informe a los decuriones [...]
sobre la naturaleza y el número de las fiestas, sobre los actos sa­
grados que hayan decidido celebrar públicamente y sobre las otras
ceremonias que hayan decidido celebran) (H. Dessau, Inscríptio-
neslatinae selectae, 6087, cap.64)22.
Las instituciones sagradas son, en consecuencia, primordia­
les: se encuentran, decididamente, por encima de las restantes
instituciones públicas. Y las leyes sagradas se ponen por escrito
antes que las restantes leyes. Ahora bien, la tradición y la ley de
la colonia Genetiua especifican con toda claridad que son los
magistrados quienes han de redactarlas.
41
J ohn Scheid
De este modo, el lugar específico de la religión romana se
encuentra en el foro, espacio público en que se entrelazan las
enmarañadas relaciones existentes entre lo religioso y lo políti­
co. Es en el plano comunitario donde practica el conjunto de
los ciudadanos, y sólo en función de los intereses de esta colec­
tividad cívica se organiza el culto. Los agentes de esta vida reli­
giosa son los que realizan y encaman la comunión de los ciuda­
danos: los magistrados y los sacerdotes. En términos absolutos,
son los segundos los que prevalecen sobre los primeros, de la
misma forma que lo sagrado es anterior y superior a lo políti­
co, pero, al mismo tiempo, los sacerdotes y los dioses —dioses
cuyos intereses están representados, de alguna forma, por
aquéllos— se encuentran sometidos al poder de los magistra­
dos. No quiero decir con ello que lo político estuviera ya com­
pletamente secularizado, como ocurre en nuestros días, al me­
nos desde hace varios siglos. Más adelante abordaré esta
cuestión. Por el momento, baste con señalar que la política no
era completamente autónoma en relación con la religión. Antes
bien, ni siquiera tenía una entidad absoluta.
Llegados a este punto, hemos de prestar atención a uno de
los partícipes de este pacto tripartito que es la ciudad antigua,
del que hasta el momento apenas se ha hablado: los dioses.

7 LOS DIOSES CIUDADANOS


Los dioses son, en cierto modo, ciudadanos. Habitan en el
centro de Roma, son propietarios de un trozo de tierra con una
«vivienda», cumplen puntualmente sus deberes para con la res-
publica y participan en todos los actos públicos. La gerencia de
sus bienes no está al cargo de los sacerdotes, sino que son los
magistrados y, de forma especial, los censores, quienes admi­
nistran las propiedades muebles e inmuebles de los dioses. En
42
La religión en Roma
lugar de admitir, con Mommsen23, que este control estaba des­
tinado a poner dichos bienes a salvo de los abusos sacerdotales,
pienso que demuestra, una vez más, que los dioses, como el res­
to de los ciudadanos, se encuentran sometidos al poder de los
magistrados. Bien es verdad que los dioses son ciudadanos un
tanto particulares, pero, en líneas generales, su posición en Ro­
ma se entiende mejor si se la equipara con la de un ciudadano,
un ciudadano particularmente ilustre.
Para empezar, ¿cómo nacen los dioses romanos? No a través
de una revelación o, al menos, no exclusivamente. Según la tra­
dición analística, filosófica y, sin duda alguna, popular, los
dioses de la ciudad han sido instalados por los «magistrados».
Como ha escrito G. Wissowa, no existían dioses públicos ro­
manos con anterioridad a la creación del Estado romano24. To­
dos los dioses y cultos nacionales tienen un fundador conocido,
un magistrado que ha escogido al dios, lo ha dotado de un
templo y un terreno —algo así como si acogiera a un ciudada­
no en la ciudad—, ha provisto a su mantenimiento y ha dicta­
do la ley relativa a su culto, es decir, lo que llamaríamos un
acuerdo de derechos y deberes recíprocos. Por lo que hace a los
cultos romanos es Numa, sobre todo, el que, junto con Rómu-
lo, pasa por haber instaurado la mayor parte. Pero el panteón
ha ido aumentando y son numerosos los casos en que vemos a
un nuevo dios «hacerse cargo de sus funciones» en Roma. Esta
toma de posesión es siempre un acto público, dirigido por el
Senado y los magistrados. No basta que el dios se manifieste
sin más. Cuando Ayo Locucio habla al plebeyo M. Cedido or­
denándole que advierta a los magistrados del peligro galo, és­
tos se niegan a tomar en cuenta el aviso a causa de la hum ilitas
(origen humilde) de Cedido. Sólo más adelante, a la vista de
los hechos, se deciden los magistrados a recibir al dios25. Por
otro lado, no todas las divinidades «naturalizadas» gozan del
mismo estatuto. Entre las extranjeras, algunas han recibido la
«plena ciudadanía» y se encuentran instaladas en el interior del
43
John Scheid
pom oerium (los Castores, la M agna M ater Cibeles), en tanto
que otras han recibido un «derecho de ciudadanía» inferior, to­
da vez que se hallan establecidas fuera del recinto sagrado
(Apolo y Hércules, por ejemplo).
Los dioses, como los ciudadanos, pueden enfadarse. Sin em­
bargo, necesitan la mediación de los magistrados para expre­
sarse, del mismo modo que sólo éstos pueden canalizar la cóle­
ra de los ciudadanos. Supongamos que el gran señor del Capi­
tolio se irrita y lanza el rayo en el curso de la celebración de
unos comicios. ¿Cuáles serán las consecuencias? El magistrado
que preside puede aceptar o no el signo: las costumbres le dan
derecho a hacerlo. Eventualmente, puede consultar a los augu­
res in auspicio (es decir, comisionados para asistirle) a la hora
de adoptar una decisión, aunque conservando en todo momen­
to su independencia, como cuando un magistrado consulta a su
consüium antes de promulgar, él solo y de forma independiente,
determinado decreto. El signo en cuestión sólo existirá cuando el
magistrado, en virtud de una especie de decreto, lo acepte. Así
pues, hasta el mismo Júpiter, a pesar de toda su grandeza, se en­
cuentra sometido al poder del magistrado. Ahora bien, en la
medida en que es superior en el plano de lo absoluto, resulta
peligroso no prestar atención a los signos que envía. Por otra
parte, los augures —como ya hemos visto—, o el colega del
magistrado, pueden expresar sus intereses en tono imperativo,
ateniéndose en todo momento a las formas previstas por la cos­
tumbre. Pero, incluso en este caso, Júpiter sigue necesitando
otro magistrado, o bien los augures, para hacer valer sus dere­
chos. Así pues, aun para el caso de las manifestaciones menos
previsibles del dios, la República cuenta con normas cuyo obje­
to es limitar hasta el detalle las intervenciones subjetivas del
magistrado, tanto como las de Júpiter.
Tenemos otro ejemplo de lo dicho en los Oráculos Sibilinos.
Sólo se admiten en Roma aquellos oráculos que han sido reci­
bidos de forma oficial. Los que no pertenecen al Corpus oficial
44
La religión en Roma
de los Libros Sibilinos son prohibidos —en ocasiones, destrui­
dos, incluso—, y los dioses que los inspiran, silenciados. Los
Oráculos Sibilinos existen, pues, oficialmente: su cometido es
ayudar a la República a comprender los motivos de las crisis
graves, aquéllas en que resulta imposible, a todas luces, desve­
lar por medio de una investigación rutinaria las causas de la
contaminación de la ciudad y expiarlas conforme a la tradi­
ción. Dado lo urgente del caso, se podría pensar que la consul­
ta tenía lugar de forma inmediata y que se recibía directamente
la respuesta oficial de la Sibila inspirada. Pero no es así. Para
empezar, como hemos dicho, no se trata de consultar cualquier
oráculo: sólo se admite una colección cerrada y conservada en
Roma bajo la custodia de los (quin)decénviros. Hay constancia
de consultas a los harúspices o bien a otros oráculos, como los
de Preneste o Delfos, pero nada de ello podía hacerse sin una
decisión oficial al respecto; más de un magistrado tuvo que su­
frir críticas en relación con el oráculo de Preneste26. Lo normal
es que se consulten los Libros Sibilinos, y siempre por orden
del Senado. Éste recurre a los sacerdotes encargados de los Li­
bros —quienes, excepto en este caso, tienen prohibida su lectu-
ra— y les ordena «ir a los Libros». Tras la consulta, el Senado
recibe a puerta cerrada la profecía, presentada a modo de in­
forme escrito, delibera acerca de la interpretación que se le de­
be dar y la anuncia bajo la forma de senado-consulto. Ni que
decir tiene que no existe la consulta privada de los Libros Sibi­
linos27. Así pues, entre la palabra o el aviso de los dioses, entre
éstos y los ciudadanos siempre se encuentran los magistrados y
los sacerdotes.
Consideremos la cuestión desde otro ángulo. ¿Qué es sagra­
do en Roma? ¿A qué se le puede llamar sagrado? «Es sagrado
todo aquello que ha sido consagrado a los dioses con arreglo a
las costumbres y prescripciones de la ciudad» (Festo, p.424, ed.
Lindsay)28. Así pues, ya a priori es necesaria una intervención
humana. No basta que la divinidad haya elegido un objeto: es
45
John Scheid
preciso que le sea dedicado y consagrado. Por otro lado, el
simple hecho de que un individuo consagre un objeto no es su­
ficiente para hacerlo sagrado. Las fuentes demuestran que sólo
es sagrado aquello que ha sido dedicado y consagrado publice,
es decir, por orden del pueblo y a manos de un magistrado asis­
tido por un pontífice, si no por el propio pontífice máximo. En
cambio, aquello que ha sido consagrado príuatim , sin media­
ción pública, sigue siendo profano29. La célebre capilla de la Li­
bertad, consagrada apresuradamente por el tribuno Clodio y
un pontífice inexperto en el solar donde se levantaba la casa de
Cicerón, pudo ser demolida gracias a que no era sagrada, ya
que no había sido consagrada según las reglas, populi iussu o
plebis scitu (por orden del pueblo o de la plebe) (Cicerón Car­
tas a Á tico 4.2.3).
También el culto funerario puede aportar algo de luz. Cuan­
do el difunto se reúne con los dioses Manes se le dota, como
tal, de una pequeña propiedad. Ahora bien, no basta sólo con
adquirir un terreno en un cementerio y depositar los restos del
difunto en un mausoleo para que la sepultura sea sagrada. Es
preciso, sí, que el muerto haya sido enterrado con arreglo a los
ritos, pero importa sobre todo que el colegio pontificial haya
dado su consentimiento para la erección o modificación de la
tumba30. Así pues, es la sanción pública, delegada en este caso
en los pontífices, la que hace religiosa la sepultura. Aún se pue­
de añadir otra observación relativa al estatuto de los difuntos.
No basta que un hombre muera para que entre a formar parte
de los dioses Manes. Antes debe recibir los funerales apropia­
dos: es preciso que se le tributen los iusta. El muerto es trans­
formado en «divinidad» por sus parientes en el plano familiar,
pero siempre en presencia del resto de los ciudadanos. La inhu­
mación regular pone fm a este acceso a un estatuto diferente. En
el caso de que se produzca un olvido, una irregularidad, o
bien suceda que un accidentado no puede ser recuperado y en­
terrado —a menos que se trate de una víctima de un naufragio, en
46
La religión en Roma
cuyo caso se hace una excepción—, el difunto se convertirá en
un fantasma sin descanso, hasta el día en que sus allegados le
hagan justicia31.
Estas observaciones acerca del estatuto de los dioses habrán
servido para demostrar, espero, que la ciudad se presenta, en
cierto modo, como un cuerpo con tres miembros: los dioses,
los magistrados —civiles y religiosos— y los ciudadanos. Los
magistrados ejercen una especie de tutela sobre la comunidad
cívica, dado que ésta no tiene capacidad para expresarse direc­
tamente. Los sacerdotes y, de forma especial, el pontífice máxi­
mo, ocupan, según una genial intuición de Th. Mommsen32,
más o menos la misma posición en relación con los dioses, en el
sentido de que éstos aceptan someterse a su tutela, aunque con­
servando en todo momento su superioridad indiscutible en vir­
tud, precisamente, del «pacto» fundador de la ciudad: la pie­
dad consiste, de hecho, en reconocer dicha superioridad. La
ciudad estaría compuesta, pues, por los dioses, los magistrados
y los ciudadanos. En el centro se encuentran los magistrados
de uno y otro tipo, ocupando el espacio comunitario y en­
cargándose de la actividad común de dioses y ciudadanos.
La comparación de Mommsen es acertada, salvo en un detalle:
equipara los representantes, los «tutores» de los dioses, a los de
los ciudadanos, el pontífice máximo (al que asigna, además,
poderes civiles) a los magistrados. Sería más exacto decir
que tanto los dioses como los ciudadanos se encuentran someti­
dos al poder de los magistrados, al poder público que, para ser
absoluto, comporta a la vez aspectos sagrados y otros propiamen­
te públicos. Lo que garantizan los sacerdotes son los aspectos
puramente sagrados, la participación divina, por así decirlo,
en el acto público. Podemos, pues, hablar de tutela sólo en la me­
dida en que se necesita su intervención, su ciencia —y no la parti­
cipación directa de Júpiter—. Del mismo modo que los magis­
trados defienden los intereses de los ciudadanos, hablando y
47
John Scheid
actuando en nombre del pueblo, también los sacerdotes admi­
nistran de forma autónoma el derecho sagrado y se expresan
en nombre de los dioses. Así pues, los sacerdotes no se sitúan
por completo en el mismo plano que los magistrados, ni tienen
sus mismos poderes, aun cuando unos y otros coinciden en el
mismo espacio, el espacio público: los primeros tienen compe­
tencias con respecto a los dioses, no a los ciudadanos. A ellos
compete asumir la vertiente religiosa del acto político, insosla­
yable y necesaria para despojarlo de su contingencia, si bien se
hallan bajo la autoridad del magistrado —que, a su vez, se en­
cuentra comprometido por la obligación religiosa— . Al con­
trario, pues, de lo que Mommsen afirma, los sacerdotes y los
dioses se avienen a ceder en la vida cotidiana el primer lugar a
los magistrados. La realidad histórica de la República consiste
en este consenso, un consenso prudente, podríamos decir, entre
dioses, sacerdotes y ciudadanos, por el que se someten a los
magistrados cum im perio: los controlan, son superiores a ellos,
pero les obedecen.
La autonomía de lo sagrado con respecto a lo político (siem­
pre dentro de la esfera de lo pubiicum ) se traduce, en el plano
de los hechos, en una separación tajante entre sacerdotes y ma­
gistrados. Aquéllos no tienen por qué ser forzosamente senado­
res en la época republicana: hay entre ellos, indistintamente,
caballeros, senadores e, incluso, libertos. Durante un largo pe­
riodo de tiempo los sacerdotes no son elegidos, sino que se
cooptan entre sí o bien son «escogidos» por el pontífice máxi­
mo; cuando se introduzca la elección de los sacerdotes se trata­
rá, en realidad, de una cuasi elección. Por lo demás, la función
sacerdotal es generalmente vitalicia, por no hablar de los aspec­
tos y privilegios específicos de ciertos sacerdocios. El sacerdote
se encuentra situado, como los dioses, al margen del sistema de
órdenes, magistraturas y deberes cívicos (como, por ejemplo, el
servicio militar). Así pues, el lugar asignado al sacerdote es di­
ferente, se sitúa en un plano distinto al del poder de los magis­
48
La religión en Roma
trados. En una palabra, traduce la autonomía de las dos clases
de representantes de la comunidad poliádica: los sacerdotes y
los magistrados.
Tras haber planteado diversos puntos de vista en relación
con la práctica religiosa de los romanos y, de forma especial,
con la realidad de dicha práctica, reservada, de hecho, a los
magistrados y a los sacerdotes —o bien a aquéllos en quienes
se delega ocasionalmente—, hemos ido deslizándonos de forma
imperceptible hacia un plano diferente, el de los principios fun­
damentales de la religión romana. Hemos llegado a la conclu­
sión de que en la época republicana la religión romana traduce
un consenso entre los diversos grupos que participan en la res­
publica. Situados en el punto más álgido del ejercicio temporal
del poder, los magistrados detentan la iniciativa, si bien están
bajo el control de los dioses (a través de los sacerdotes) y los
ciudadanos. Si hubiera que describir brevemente la religión ro­
mana de esta época, diríamos que se trata de una religión arti­
culada en tomo a dos ejes complementarios que sirven de apo­
yo a la teología. Por un lado, el eje formal: la religión se sitúa
en el centro, en el espacio que es de todos. De ahí que se desa­
rrolle con arreglo a una lógica de tipo poliádico: tiende a ser
cada vez más precisa, más codificada, en resumen, más objetiva
y «pública». El segundo eje afecta al fondo: los dioses, los sa­
cerdotes, en una palabra, lo sagrado, disfruta de una profunda
autonomía. Ni el ciudadano, ni, por regla general, el propio
magistrado penetran en esta esfera. Los dioses hablan sólo a
través de los sacerdotes y nunca se comunican directamente
con los magistrados, salvo cuando éstos toman los auspicios
rutinarios. En resumidas cuentas, el plano sagrado propiamen­
te dicho no pertenece a nadie más que a los dioses y sus «tuto­
res». Sin querer incurrir en un anacronismo, podríamos admi­
tir que, en cierto sentido, la República es «laica» —o, al menos,
intenta serlo de forma progresiva—, en el sentido de que los
49
John Scheid
magistrados se encuentran muy alejados del plano sagrado y
sus funciones se orientan, ante todo, a la vida «laica», aun
cuando celebran en nombre del Estado (no de los dioses) deter­
minados actos litúrgicos. Recurren a los sacerdotes, pero no
son señores de lo sagrado.
¿Siempre ha sido así? Si no es éste el caso, ¿qué repercusión
ha podido tener dicho cambio en el plano religioso? Podemos
intentar dar una respuesta a esta cuestión examinando la época
monárquica y, posteriormente, la imperial.

Notas
1. A] respecto, véase J. BAYET, Les Origines de l’Hercule romain, París 1926,
pp.248-274.
2. Al respecto puede verse, en último término, J.M. F lambard , «Clodius,
les collèges, la plèbe et les esclaves. Recherches sur la politique populaire au
milieu du 1er siècle», en MEFRA 89, 1977, pp,115s.
3. Se encuentra una amplia documentación sobre los escándalos en las actas
de la mesa redonda celebrada en 1978 en la École Française de Rome sobre
Le délit religieux dans la cité antique, Roma 1981.
4. En relación con estas leyes, que plantean un problema especialmente deli­
cado, véase: G.V. SUMNER, «Lex Aelia, lex Fuña», en AJPh 84, 1963,
pp.337-338; A.E. ASTIN, «Leges Aelia et Fuña», en Latomus 23, 1964,
pp.421-445.
5. E. Benveniste, Le vocabulaire des institutions indo-européennes, París
1969, E, p. 188.
6. Véase G. D umézil , La Religion romaine archaïque, p.553.
7. Véase B. Andreae , L ’A rt de l’ancienne Rome, Paris 1973, p.437, fig.533
y p.459, fig.607.
8. Véanse las observaciones de J.-P. Vernant , La Cuisine du sacrifice en
pays grec, Paris 1979, p.69, n.3.
50
La religión en Roma
9. D.C.59.28.5. BoiSSEVAlN propone corregir este difícil texto. Ahora bien,
esa corrección no seria necesaria, quizá, si interpretamos el pasaje a la luz
de los datos aportados.
10. Cic.CaeJ.26. Véase G. Dumézil, op.a't., pp.340-341.
11. G. D umézil , op.a't., pp.307-321.
12. Véase, por ejemplo, H. VON H esberg, «Archäologische Denkmäler
zum römischen Kaiserkult», en Aufstieg und Niedergang der römischen
Welt(= ANRW) n, 16,2, pp.926-927.
13. Andreae , op.cit, p.387, fig.332.
14. P. Veyne , «Tenir un buste. Une intaille avec le génie de Carthage, et le
sardonyx de Livie à Vienne», en Cahiers de Byrsa, 1958-1959, pp.61-78.
15. Varro Ani.D7u.fr.18 Cardauns; Plu.M m.8.
16. G. D umézil , op.cit, pp. 110-119, 551-554.
17. Ibid., p.126.
18. J.-P, VERNANT, Divination et Rationalité, Paris 1974, p.10.
19. A. Magdelain , La Loi à Rome. Histoire d ’un concept, Paris 1978,
pp.82-85.
20. J. Bleicken , «Oberpontifex und Ponti&kalkollegium», en Hermes,
1957, p.357.
21. G. D umézil , Les Dieux souverains des Indo-Européens, Paris 1977,
pp.159-165.
22. Véase también Liu.1.19.5 a propósito de Numa. En relación con todo lo
dicho, véase G. Wissowa, Religión und Kultus der Römer (=RKR), Mu­
nich 19122, p.381.
23. Th . M ommsen , Römisches Staatsrecht, Leipzig 18772, 2, 1, pp.60-61 =
Droit public romain, Paris 1893, pp. 70-71. El lector encontrará en este ma­
nual y en el libro de C. NlCOLET, Rome et la conquête du monde méditerra­
néen, Paris 1977 (1991), todas las explicaciones necesarias para comprender
el funcionamiento de las instituciones romanas. Veáse también C. NlCOLET,
Le métier de citoyen dans la Rome républicaine, París 1976.
24 G. Wissowa, RKR, p.38l.
25 Liu.5.32.6-7, 50.3.
26. Val.Max. 1.3.2: auspiciis enim patriis, non alienigeniis, rem publicam ad­
ministran iudicabant oportere {en 241 3.C.).
51
John Scheid
27. Al respecto, véase el libro de R. Bloch , Les Prodiges dans l ’Antiquité
classique, Paris 1963, pp.77ss.
28. R. Schilling , «Sacrum et profanum. Essai d’interprétation» en Rites,
Cultes..., pp.54s.; G. WlSSOWA, RKR, pp.385 y 394, n.7.
29. Fest.424 L.; Ge. Domo 49.127; Gai.Inst.2.5', Diog.1.8.6.3. Véase A.
WATSON, The Law of Property in the LaterRepublic, Oxford 1969, pp.1-5.
30. G. Wissowa, RKR, pp.478-479.
31. Véase J. Scheid , «Contraria facere», en Annali del Istituto Orientale di
Napoli6 , 1984, p.117.
32. T h . Mommsen , Staatsrecht2, 2,1, pp.22-23 = Droit public, 3, pp.25-26.

52
LA ÉPOCA ARCAICA. CAMBIOS Y PROBLEMAS
A menudo se suele presentar la religión de la época arcaica
como algo exótico, dependiente, sobre todo, de las prácticas
«mágicas». Si ello equivale a decir que el discurso de esta reli­
gión —allí donde se deja conocer— no es, por fuerza, el del ra­
cionalismo (pero, ¿acaso es ésta una característica exclusiva de
las religiones arcaicas?), podemos conceder que existen motivos
para hablar en ciertos casos de rasgos «mágicos», aun cuando
sea preferible reservar este término para el dominio extra o pa­
rareligioso que le asigna M. Mauss. Pero si la conclusión que
se pretende extraer de todo esto es que se trata de una religión
inorgánica, infantil, naturalista, etc., una religión que se pre­
senta como una colección de gestos misteriosos, habría que de­
cir entonces que ese mismo juicio se puede aplicar a todas las
religiones, aun en aquellos casos, numerosos, en que la inter­
pretación alegórica enmascara los datos más primigenios. Lo
cierto es que la religión romana arcaica, como tantas otras reli­
giones, no se puede definir de esta manera. En el siglo VIII a.C.
nos encontramos lejos aún de la aparición del sentimiento reli­
gioso e, incluso, del comienzo de la religión romana. Es mo­
mento ya de olvidarse de una vez por todas de los fantamas de
los investigadores de finales del XIX. La religión romana arcai­
ca es, en la época en que nosotros la abordamos, una religión
ya consolidada, compleja y, sin duda, tan «esclerotizada» como
la republicana, una religión que sigue, simplemente, su propia
evolución histórica. Conviene dejar de lado todo lo dicho hasta
ahora y concentrar nuestra atención en lo que podemos cono­
cer a partir de aquí. No se trata, sin embargo, de describir la re­
53
John Scheid
ligión de esa época sólo a la luz de los ritos exóticos —o, lo que
es lo mismo, difícilmente comprensibles—, todavía atestigua­
dos durante la República o el Imperio, ya que es muy posible
que los propios contemporáneos de Rómulo se encontraran
tan alejados de ellos como los de Varrón. Hemos de admitir,
por tanto, que en ciertos casos, y teniendo en cuenta el estado
actual de nuestra documentación, poco más se puede averiguar
al respecto.
En Homero y Hesíodo —en tomo al VIH a.C.— los dioses y
el culto griegos se presentan como un todo ya consolidado,
donde no hay rastro alguno de «primitivismo». Cabe suponer,
pues, que los romanos de estos siglos han debido contar con
una religión estructurada, razonada, si no razonable. El pro­
blema se plantea a la hora de entender qué era esa religión. Son
muchas las vías que se abren ante este deseo de conocimiento.
Podríamos adoptar la de la disección: hacer uso, desde diver­
sos puntos de vista (lingüístico, etimológico, histórico), de la
tradición religiosa de las épocas posteriores y combinar estos
elementos con las informaciones proporcionadas por los fas­
tos epigráficos y los autores antiguos. Así, por poner un
ejemplo, el célebre calendario numaico (datable, todo lo
más, a finales del VII a.C.) nos ofrece un documento de pri­
mera mano: se podría intentar el desciframiento de su estructu­
ra intema. De este modo, sería posible datar la aparición de
ciertos cultos nuevos o penetrar en las motivaciones teológicas
de algunos otros. Tales deducciones suelen aportar alguna luz,
aunque ésta afecta, en todo momento, al plano sincrónico, da­
do que sirve para poner de manifiesto la coherencia del entra­
mado religioso de una época determinada. Tal es el caso de R.
Schilling1, quien, tras un meticuloso análisis etimológico e his­
tórico, ha logrado descifrar el «significado» del nombre de Ve­
nus (diosa del «encanto mágico», de las relaciones constrictivas),
demostrando que la diosa se integra a la perfección en el siste­
ma de donativos e intercambios que regula las relaciones soda­
54
La religión en Roma
les y religiosas de la época arcaica, además de proponer una
trama evolutiva de su culto en época histórica. Sin embargo,
seguimos sin saber nada en absoluto sobre la forma que adop­
taba el conjunto de sus prácticas religiosas en época arcaica. Es
evidente que se empleaban diversas modalidades de plegarias y
sacrificios «venusianos», además de las relaciones de tipo con­
tractual, pero, ¿en qué contexto?, ¿en qué marco significativo?
Cabe hacer las mismas observaciones acerca de la obra de E.
Benveniste2. Por muy valiosas que resulten, sus informaciones
son, a todas luces, más estructurales que históricas. Por otra
parte, una vez se ha aislado un elemento inserto en el vocabula­
rio y la mentalidad del siglo I a.C., se le puede atribuir una
gran antigüedad, en la medida en que fundamenta determina­
do culto: pero, aunque así fuera, seguimos sin saber cómo se
presentaba exactamente este culto en época arcaica. Se respon­
derá que de la misma forma. ¿Habrá que suponer, entonces,
que el resto del culto se organiza de idéntico modo? ¿Qué posi­
ción se reservaba a los dioses, a los sacerdotes, a los magistra­
dos, a los ciudadanos?
Un modo de proceder especialmente fértil en nuestro ámbi­
to, como el de G. Dumézil, ha servido para poner de manifies­
to ciertas estructuras de la ideología que informa el plano reli­
gioso en la época republicana y el período anterior. De este
modo, como más adelante tendremos ocasión de ver, se de­
muestra que la religión se organiza de forma muy coherente y
estructurada, aun en la época más remota. Ello no quita para
que la articulación de esta ideología con la historia siga siendo
un misterio. Hay, en fin, una tercera vía, que consiste en partir
de los datos históricos y arqueológicos directos, recopilados al
cabo de varios años, para estudiarlos en relación con lo que ya
conocemos a través de los otros métodos.
Dado que la primera vía es la más conocida, centraremos
nuestro examen en los otros dos tipos de investigación.
55
John Scheid
1. NUEVAS PERSPECTIVAS
Desde hace ya varios años, el periodo monárquico y los co­
mienzos de la República han sido objeto de numerosas investi­
gaciones que, a su vez, se han beneficiado de las aportaciones
debidas a las nuevas excavaciones arqueológicas llevadas a ca­
bo en Roma, Etruria y el Lacio. Por regla general, estas investi­
gaciones parten de las características estructurales de la ciudad
antigua tal y como han sido definidas por la erudición moder­
na, desde Fustel de Coulanges hasta V. Ehrenberg, e intentan
descubrir la existencia de «signos» materiales de una transfor­
mación de los diversos núcleos habitados de la zona de Roma
en «ciudad». Son los tales signos de naturaleza política y reli­
giosa, y permiten espigar alguna que otra información acerca
del sistema religioso de la Roma arcaica. Dicho de otro modo,
nos dan la oportunidad de ir más allá del atomismo de la inves­
tigación tradicional, para acceder al plano histórico general. Es
imposible —y prematuro, todavía— presentar aquí y ahora
una síntesis de las investigaciones en curso. Contentémonos,
pues, con señalar, a partir de los brillantes trabajos de C. Am-
polo3, algunos de sus hitos. Tres son los indicios que se desta­
can con más claridad.
a) En el curso de la segunda mitad del siglo VII a.C., el sec­
tor meridional del foro, ya ocupado por cabañas, sufre una
transformación. Aquéllas son sustituidas por casas, en tanto
que cambia el rango de la zona de la futura regia, donde se des­
truyen las cabañas para reemplazarlas por una área de tierra
batida, marcada con un cipo: la finalidad de esta zona parece
haber sido ritual. Algo más tarde se construye aquí un edificio
con cubierta de tejas, sustituido hacia el 580 por una construc­
ción más amplia, provista de decoración arquitectónica con te­
rracotas: el edificio en cuestión se identifica con la regia. A
cierta distancia, en las proximidades del futuro santuario de
Vesta, se halla un pozo, utilizado hacia la misma época: el he­
56
La reugión en Roma
cho de que esté recubierto de tejas obliga a pensar en un edifi­
cio contiguo. Los investigadores concluyen que el pozo y las te­
jas se han de poner en relación con el culto de Vesta, no sólo
por la presencia de agua en este culto, sino también por la con­
tinuidad en la ocupación, atestiguada por la cerámica descu­
bierta en las fundaciones de la aedes Vestae.
Así pues, a finales del VII a.C. existe un espacio cultual pú­
blico, pronto reemplazado por la regia, asociada, a su vez, al
culto de Vesta. El conjunto, que se corresponde, desde el punto
de vista funcional, con el pritaneo de las ciudades griegas,
constituye un serio indicio de la emergencia de la ciudad en
Roma. Este complejo cultual, en efecto, es indudablemente pú­
blico y comunitario, a la vista del espacio que se extiende ante
el cipo —ocupado posteriormente, por la primera regia—. El
culto que aquí se celebraba no se ocultaba tras los muros de
una mansión privada, sino que se desarrollaba fuera de ella, en
público, a la vista de todos.
Al mismo tiempo, este conjunto arquitectónico autoriza a
pensar que el rey se encontraba integrado en un contexto reli­
gioso, dado que su residencia tiene todo el aspecto de ser un
santuario. En esta época, pues, el primer «magistrado» mantie­
ne con lo sagrado una relación completamente diferente de la
que tendrán los magistrados de la República. Basta, para apre­
ciar la diferencia, con observar que la regia acaba convirtién­
dose, bajo la República, en residencia oficial del colegio ponti-
ficial y del pontífice máximo (que habita en una dom us publica
vecina). Por otra parte, se constata un salto cualitativo en la prác­
tica religiosa: por primera vez disponemos de un indicio de con­
centración religiosa, de una «centralización» de la religión.
b) Hacia el 625, el «pavimento» del foro es renovado y ex­
tendido hasta la zona del com itium . Los investigadores hacen
especial hincapié en esta ampliación, indicio de la creación de
un espacio político propiamente dicho, destinado a las funcio­
nes político-judiciales. En tomo al 600 se construye aquí un
57
John Scheid
edificio, quizá la primera Curia Hostilia. En 580, la zona es
reacondicionada y provista, en uno de sus extremos, de un lu­
gar de culto (que bien podría ser el Vulcanal) y de un cipo célebre4.
Desde el punto de vista religioso, este pequeño santuario es
especialmente interesante. En primer lugar, porque constituye
un nuevo testimonio del carácter público del culto. A dm ás,
supone una eventual confirmación del análisis de Dumézil so­
bre el fuego de Vesta o, para ser más exactos, de su teoría de
los fuegos cultuales romanos en los términos en que ha sido
planteada tras la comparación con los datos recabados en la
India5. En el centro de la ciudad se encuentra el fuego circular
de Vesta: significa el arraigo de la comunidad en el suelo roma­
no, a la vez que confiere a esta comunidad la identidad necesa­
ria para la celebración de un acto cultual. Dentro del espacio
público, los altares del culto público, cuadranglares e inaugu­
rados, establecen la comunicación con los dioses. Por fin, en
uno de los márgenes de este espacio, vuelto hacia lo externo, el
inquieto fuego de Vulcano defiende ese mismo espacio de un
exterior que se presume hostil. Ahora bien, el lugar que F.
Coarelli identifica con el Vulcanal no se encuentra muy lejos
del límite de la antigua Roma palatina o, lo que es lo mismo,
de los confines arcaicos de la ciudad. Así pues, se puede admi­
tir que en un primer momento, antes de la ampliación de dicho
límite, el Vulcanal ha vigilado esta «frontera». Entre el Vulca­
nal y el fuego de Vesta se encuentra el espacio público por ex­
celencia, en el que se pueden instituir, además, los cultos. No
bastan unas pocas líneas para resolver el problema, pero, según
parece, ya se abre ante nosotros el camino para lograrlo.
Por otro lado, la célebre inscripción del llamado lapis niger
(«piedra negra»: se trata del hipogeo situado bajo el pavimento
negro del foro) proporciona dos datos de particular interés.
Todos los intérpretes están de acuerdo a la hora de descifrar en
el cipo el nombre del rey. También hay unanimidad para admi­
tir que el reglamento que se recoge en el cipo guarda relación
58
La religión en Roma
con el ámbito religioso. Ambos datos, al margen del texto pro­
piamente dicho, son importantes. Para empezar, se trata de un
reglamento escrito, expuesto al público en una zona comunita­
ria: una prueba contundente de la existencia, en esta época, de
un culto comunitario, ya que el reglamento interesa a toda la
población. Esta reglamentación escrita se debe poner en relación
con el pseudo-calendario llamado «numaico», otro testimonio de
la puesta por escrito de las cuestiones religiosas que conciernen
al conjunto de la ciudadanía.
Obsérvese, por otra parte, que el rey dicta un reglamento re­
ligioso en nombre propio, según parece, sin atenerse en modo
alguno a la autoridad de un colegio sacerdotal. De ser así, se
debería considerar al rey como señor de lo sagrado, investido
de poderes que no tienen los magistrados de la República.
No proseguiremos esta discusión, toda vez que el propio
texto se encuentra muy mutilado y no parece que haya dema­
siada unanimidad entre los investigadores en lo tocante a su
restitución. Únicamente diremos que, desde el punto de vista
lingüístico y religioso, la brillante interpretación de G. Dumé-
zil6 nos parece la más convincente. Alguna claridad puede
aportar la comparación de esta interpretación con los datos ar­
queológicos y topográficos recabados por F. Coarelli7 en rela­
ción con el com itium y el trazado de la sacra vía.
c) El último punto interesa al Capitolio. Entre los elementos
que pueden deparar cierto interés para nuestra indagación, el
más antiguo es un depósito votivo datable a finales del VII o
comienzos del VI a.C. Ahora bien, este depósito no guarda re­
lación con el templo de Júpiter, sino con un edificio parecido.
Se trata, con toda seguridad, de un lugar de culto monumental
que remonta a los siglos VII-VI a.C., distinto del templo de Jú­
piter. Tenemos aquí otro indicio de un culto que se instala en el
Capitolio, lejos de todo habitáculo privado, en una época en
que se produce un cambio importante en el valle del foro: se
siente uno tentado a ver en él un nuevo elemento del culto público.
59
John Scheid
No hablaremos de los santuarios posteriores a este período,
toda vez que se trata de algo ya conocido, sobre todo el templo
de Júpiter, que, desde finales del VI a.C., y lejos del palacio real,
constituye una clarísima manifestación del espíritu del culto públi­
co, al menos, tal y como se presenta bajo la República.
Los hechos precedentes, recabados únicamente en el ámbito
de la arqueología, aportan dos datos de importancia para el
propósito que nos guía:
1. La creación, en un lapso de tiempo bastante breve, de una
área pública político-religiosa, puesta en relación con el naci­
miento de la ciudad. Se instituye un culto público, un culto en
el que se encuentran ya algunos elementos atestiguados luego
en época republicana. Podemos considerar, por tanto, que a fina­
les de la época monárquica los principios del culto romano son, en
cualquier caso, análogos a los del culto público posterior.
2. Las relaciones entre lo político y lo sagrado son muy pa­
recidas a las que hemos señalado en la época republicana, aun­
que, al mismo tiempo, diferentes. De hecho, ciertos indicios
nos muestran, de acuerdo con la tradición literaria, un rey muy
presente en el campo de lo sagrado.
Estas perspectivas ponen de relieve, igualmente, una evolu­
ción rápida que lleva del nacimiento de la ciudad a una «demo­
cratización» progresiva de sus instituciones. El advenimiento
de la República ha tenido repercusiones directas y profundas
en el plano religioso. Según la tradición, lo esencial de las fun­
ciones religiosas del rey ha sido transferido al pontífice máximo
y a los pontífices, a los que se añaden, posteriormente, los res­
tantes sacerdocios. El propio rey se ha visto despojado de todo
poder temporal, convertido en sacerdote: sus competencias se
limitan a la conservación de ciertos ritos celebrados por el anti­
guo monarca. Se puede apreciar la transformación que se ha
producido partiendo, para ello, del análisis de la historia de los
sacerdocios a finales de la República, al tiempo que completa­
60
La religión en Roma
mos los datos expuestos más arriba. Dicho estudio puede propor­
cionamos alguna indicación acerca del carácter específico de los sa­
cerdotes republicanos en relación con los de la época monárquica.

2. DEL SACERDOCIO REPUBLICANO AL


EMPERADOR-SACERDOTE
Hemos tenido ocasión de ver anteriormente que el sacerdo­
cio, solidario, pero sometido a la autoridad «laica», conserva
su independencia y cierta superioridad «espiritual»: remite al
plano celeste, a lo absoluto, en tanto que el magistrado se ocu­
pa de la esfera terrestre. De ahí que la institución sacerdotal, a
semejanza del derecho sagrado, obedezca a reglas específicas,
no se encuentre sometida a los requisitos exigidos para la ma­
gistratura y, en resumen, haya seguido un desarrollo paralelo.
Cuando, a raíz de la caída de la monarquía, se fue creando, po­
co a poco, un sistema de poder «secularizado» completamente
distinto, los sacerdotes, como tales, quedaron al margen de es­
ta evolución. Hasta el fin de la República, como hemos visto,
la separación formal se mantiene de forma tan tajante que cabe
preguntarse si ese estado de cosas no se encontraba ligado indi­
solublemente a la República libre o, al menos, a la idea que de
ella tenían los romanos que vivieron en los dos o tres últimos
siglos del período republicano. Según esta concepción, que im­
pregna la totalidad de las instituciones y la tradición, el poder
debe encontrarse repartido al máximo. Para ello se recurre a
diversos expedientes: elección por sufragio universal, multipli­
cación de los magistrados, anualidad, poderes limitados y je­
rarquizados, reglamentación de la iteración...
Desde el punto de vista religioso, esta separación de poderes
se instaura desde el momento en que sólo los sacerdotes —ya no
el magistrado-sacerdote— se convierten en responsables de los in­
61
John Scheid
tereses de los dioses: dicho de otro modo, desde que el poder se
seculariza (en la medida en que es posible algo así en el mundo
antiguo). Tal y como observa J. Bleicken8, esta evolución no se
ha producido de la noche a la mañana. Antes bien, se ha ido
desarrollando y perfeccionando con el pasar de los siglos, evo­
lucionando hacia una segmentación cada vez más pronunciada
de los poderes: aumento del número de sacerdotes, apertura de
los sacerdocios a los plebeyos, creación de nuevos colegios.
Ello no obsta para que el principio fundamental de la separa­
ción de los poderes religiosos y políticos sea resultado directo
del advenimiento de la República, que no tuvo, según A. Mag-
delain, «un comienzo larvario, sino radical»9. El carácter espe­
cífico de los sacerdotes, o la necesaria complementariedad de
los sacerdotes y los magistrados, son expresión, según parece,
de una misma voluntad: la de restingir al máximo el elemento
subjetivo y no democrático en el desempeño del cargo y evitar,
en la medida de lo posible, la concentración de poderes. Con
arreglo a este sistema, ningún magistrado debía encontrarse en
condiciones de aspirar a una completa libertad de acción, ni
tampoco al poder total. Ni siquiera la dictadura ha permitido
—al menos durante la época histórica, hasta Sila— controlar la
totalidad de los poderes10. La posición asignada a los sacerdo­
tes por la evolución de las instituciones ha ido convirtiéndolos,
poco a poco, en elementos clave en el equilibrio de poderes.
Como todos nuestros predecesores han tenido oportunidad de
observar, el papel del pontífice máximo y, sobre todo, el de los
augures, han ido cobrando más y más importancia con el paso
del tiempo11. No es casual que el control de los sacerdocios haya si­
do objeto de una dura lucha política desde finales del siglo II
a.C. e, incluso, antes, cuando se intentaba abrir el reclutamien­
to sacerdotal o controlar la elección del pontífice máximo. Todos
estos conflictos traducen o, al menos, preparan la evolución poste­
rior, al tiempo que aclaran la situación pre-republicana.
62
LA RELIGIÓN ENROMA
La evolución se ha producido en dos tiempos y ha traído
consigo, como consecuencia de una voluntad de control popu­
lar de los sacerdocios, una modificación importante de su posi­
ción en el edificio institucional. Entre el 200 y el 100 a.C. en­
contramos una serie de medidas y conflictos religiosos que se
pueden explicar apelando al deseo de los plebeyos —más tarde,
de los «populares»— de ir haciéndose con el control sobre el
poder religioso, es decir, sobre el pontífice máximo y los otros
sacerdotes12.
Por lo que hace a nuestro objetivo, hemos de señalar que la
primera brecha se abre en el sistema de reclutamiento de los sa­
cerdotes. Hasta finales del siglo II a.C., los cargos sacerdotales
se renovaban por cooptación, un sistema que escapaba por
completo al control popular, lo que implicaba que el «poder re­
ligioso», uno de los componentes del poder en términos abso­
lutos, no era controlado por el pueblo. En el caso del pontifex
maximus, por lo menos, la elección correspondía, desde media­
dos del siglo III a.C.u , a una asamblea especial de diecisiete
tribus, designadas, sin duda, por sorteo entre las treinta y cinco
en el momento de mismo de la elección14. El pueblo adquiría
así cierto derecho de fiscalización sobre la designación del más
importante de los sacerdotes, si bien este control era relativo,
toda vez que el pontífice máximo tenía que ser escogido obliga­
toriamente entre los pontífices, que, a su vez, se cooptaban en­
tre sí siguiendo la antigua tradición.
Precedida de una primera tentativa por parte de C. Licinio
Craso, tribuno de la plebe en 145, la Jex D om itia (104-103 a.C.)
intenta democratizar el proceso de nombramiento de los sacer­
dotes, confiriendo a la asamblea especial encargada de designar
el pontífice máximo el derecho de elegir la totalidad de los
miembros de los cuatro colegios mayores15. Aún así, los candi­
datos eran designados por los propios colegios sacerdotales.
La ley Domicia supone un importante avance. Sus intencio­
nes eran elogiables: se trataba de poner fin a ciertos comporta­
63
John Scheid
mientos feudales que gravaban la vida religiosa y, por tanto,
política, aunque para lograrlo se destruyera, de hecho, el equi­
librio entre sacerdocio y magistratura. Mommsen, en efecto,
observa que, al reclutar sus miembros según el nuevo procedi­
miento, los colegios sacerdotales, es decir, los pontífices, los
augures, los decénviros y, con toda probabilidad, los septénvi-
ros16, han recibido, por vez primera desde la fundación de la
República, el rango de cuasi magistrados17. No sólo había que
convocar unos cuasi comicios, sino que, además, los cuatro sa­
cerdocios pasaban a detentar una posición de prestigio en vir-
turd de este mismo procedimiento comicial (amplissima colle-
gia [«colegios ilustrísimos»])18. Ello no quita para que se man­
tuviera la separación entre lo sacrum y lo publicum: la elección
se confiaba sólo a una m inor pars populi (una minoría del
pueblo), las candidaturas se encontraban sometidas a la autori­
dad de los propios colegios y, tras la elección comicial, eran los
sacerdotes quienes se encargaban de llevar a cabo la coopta­
ción propiamente dicha19. Desde el punto de vista formal,
pues, se habían mantenido, al menos, las apariencias, aunque,
en el fondo, la ley Domicia refleja, en nuestra opinión, una
profunda mutación de la mentalidad política, una transforma­
ción que se hará patente, en primer lugar, en época de Sila y,
posteriormente, bajo Augusto.
A pesar de haber vuelto a la tradición anterior a la ley Do­
micia, Sila sigue considerando, de hecho, a los sacerdotes de
los cuatro colegios como cuasi magistrados. Nuestros informes
sobre su intervención en el plano religioso resultan un tanto
parcos20, pero dejan traslucir que, si bien parece haber restable­
cido una separación más tajante entre el reclutamiento de los
sacerdotes y el de los magistrados, no por ello ha dejado de au­
mentar el número de sacerdotes, en la misma proporción que el
de los magistrados y senadores21. Dicho de otro modo, sus me­
didas dan la impresión de que la reforma de las instituciones
sacerdotales se inscribe, de hecho, en la misma línea de pensa­
64
La religión en Roma
miento que la reforma de las magistraturas. En resumidas
cuentas, a pesar de su retorno aparente a los principios republi­
canos, Sila parece considerar los sacerdocios como magistraturas.
El 63 a.C., la ley Labiena devuelve a las tribus el derecho a
elegir los sacerdotes de los cuatro amplissima collegia. El pro­
pio Cicerón equipara la autoridad religiosa de un pontífice con
su rango político22. No estamos en condiciones de precisar la
actuación de César en este plano. Sabemos que aumentó ligera­
mente el número de sacerdotes, algo comprensible si se tiene en
cuenta la multiplicación del número de magistrados. Sólo con
Augusto, sin embargo, se manifiesta de forma nítida la nueva
concepción del poder sacerdotal.
Los estudios más recientes vienen insistiendo en la interven­
ción de Augusto en la cuestión del reclutamiento del Senado, es
decir, la creación, durante los primeros decenios de su reinado
—y, sobre todo, entre el 18 y el 13 a.C.— de un orden senato­
rial distinto del orden ecuestre23. Este mismo espíritu informa
la reorganización, por parte del príncipe, del reclutamiento de
los sacerdocios a partir del 29 a.C., distribuidos entre los sena­
dores, los caballeros e, incluso, algo más tarde, los libertos, en
el caso de los cultos de barrio. Dicho de otro modo, Augusto
ha subordinado claramente el reclutamiento sacerdotal a crite­
rios de tipo censitario, considerando los sacerdocios de la mis­
ma forma que las magistraturas. Tras un largo período aparta­
dos del sistema censitario, los sacerdocios pasan a formar par­
te, desde este momento, del sistema de los órdenes y cargos pú­
blicos. Es la consecuencia lógica de una evolución espiritual
iniciada en el siglo II o, incluso, III a.C.
¿Se puede afirmar que ello ha supuesto una merma para el
poder sacerdotal? No, a priori, ya que en una sociedad en la
que los criterios censitarios son, a todas luces, preponderantes,
el hecho de que el reclutamiento de los sacerdotes haya queda­
do equiparado al de los magistrados no hace otra cosa que poner
de manifiesto y reforzar el prestigio de los sacerdocios: en ade­
65
John Scheid
lante, éstos disfrutarán de la autoridad que confiere la elección
comicial. Ahora bien, ¿es éste el único análisis posible de lo su­
cedido? Nadie ignora en qué se han convertido los magistrados
a partir de César y de Augusto. Su posición en los peldaños
más altos de la escala social no puede ocultar su declive en el
plano político: de magistrados responsables e independientes,
dentro de los límites previstos por las leyes y las costumbres,
han pasado a ser poco más que consejeros y ejecutores, una es­
pecie de cantera de auxiliares de rango superior. Desde el mo­
mento en que existe en la República un hombre que disfruta de
forma permanente de un im períum superior y posee el derecho
exclusivo de los auspicios supremos, el im perium y los auspi­
cios de los magistrados tradicionales han de quedar, por fuer­
za, disminuidos. La misma evolución se da en el caso del poder
sacerdotal. Cuando el primer «magistrado» de la República es,
al mismo tiempo, pontífice máximo, detenta en. exclusiva los
auspicios supremos, demuestra con su propio sobrenombre y
sus victorias que tales auspicios son inatacables y, además, está
investido de todos los sacerdocios importantes, el resto de los
sacerdotes se ven rebajados a la categoría de consejeros en de­
recho sagrado o asistentes litúrgicos. Dicho brevemente, tiene
razón Mommsen cuando escribe que se ha puesto fin a la sepa­
ración radical entre poder religioso y poder civil desde el mis­
mo momento en que el magistrado supremo ha recuperado la
plenitud del poder monárquico24. Esta transformación de las
instituciones no se ha producido, claro está, de la noche a la
mañana, ni en el caso de las magistraturas, ni en el de los sacer­
docios, aunque sólo sea porque Augusto no se ha convertido
en pontífice máximo hasta el 12 a.C. Pero sus intenciones y el
principio que las dirigía ya habían hecho su aparición el 36
a.C. En efecto, el joven César se ha preocupado, a partir de es­
te momento, de lograr la cooptación de sus partidarios en el
colegio pontificial, que, de este modo, ha quedado por entero
bajo su control tras la victoria de Actium25. Por otra parte, la
66
La religión en Roma
importancia política de los augures se ha visto considerablemente
disminuida debido a la nueva concepción de los auspicios:
una vez que Octaviano, augur él mismo, se convierte en Au­
gusto, la presencia en él de esa «plenitud de fuerza» casi mila­
grosa, equivalente a la que proporcionarían unos auspicios
permanentemente favorables, unida a la posesión exclusiva de
los auspicios26, le permiten prescindir de la colaboración, en
otro tiempo esencial, del colegio augural. En resumidas cuentas,
todos los grandes sacerdocios romanos se han visto sometidos,
de una u otra forma, al príncipe, convertido en fuente única del
derecho y del poder político y religioso. Los colegios sacerdo­
tales vuelven -a ser lo que, según nuestras fuentes, habían sido
en la época monárquica: auxiliares de un magistrado-sacerdo­
te. Con esta pérdida de la independencia sacerdotal desapa­
rece igualmente el principio de distribución del poder (lo pu-
blicum en su plenitud) entre dos polos solidarios, aunque
formalmente separados, lo sacrum y lo publicum , así como,
dentro de la esfera de lo sagrado, entre los diferentes cole­
gios sacerdotales.
Así pues, la posición del sacerdote en la sociedad y en la po­
lítica dependía en gran medida de la evolución política. Una
vez asentada en Roma la veleidad de un poder más fuerte, se
asiste a sucesivas tentativas de sumisión del poder religioso,
con el consiguiente encastillamiento, por parte de los adversa­
rios de tales iniciativas, en tomo a las instituciones que intenta­
ban defender, precisamente porque eran éstas las que se opo­
nían a la constitución de un poder personal fuerte. Ya se trata­
ra del intento democratizador que sigue a la reacción conserva­
dora de Sila, o bien del conflicto entre los triumviros, los
sacerdocios han sido en todo momento uno de los principales
motivos de disputa. Puede que las causas parezcan distintas,
incluso opuestas, pero el resultado ha sido el mismo: tanto en
el caso de los populares que pretenden disminuir el poder de
una élite restringida, como en el del im perator ansioso por esta­
67
John Scheid
blecer una autoridad personal, los poderes sacerdotales se han
visto afectados en cada una de estas ocasiones y lo sacrum ha
perdido paulatinamente su autonomía irreductible. De este
modo, los sacerdotes se han ido convirtiendo progresivamente
en magistrados y la distinción entre unos y otros ha dejado de
tener sentido, tanto en el plano formal como en el de la reali­
dad de los hechos.
Resta una última cuestión: la posibilidad de utilizar las fuen­
tes del siglo I a.C. para intentar la reconstrucción, siquiera su­
maria, de los datos de la época monárquica. Ahora bien, la li­
teratura, las inscripciones y los monumentos figurativos de la
época augustea insisten hasta tal punto en la época monárqui­
ca y son tales los paralelismos que establecen entre Octaviano y
Rómulo27 —al primer emperador sólo le faltó adoptar también
el nombre del fundador de Roma—, que resulta muy difícil ne­
gar la existencia de una atmósfera «monárquica» en el princi­
pado augusteo, aun cuando el propio término de «rey» no tu­
viera cabida en el lenguaje político. Y ya que hablamos de los
sacerdocios, aún se puede aportar un detalle en apoyo de estas
reflexiones. Durante su período «romuliano» —grosso modo,
hacia el 29 a.C.—, Augusto ha recobrado una serie de cultos y
sacerdocios arcaicos, entre ellos, los hermanos arvales y los so­
dales Titii, instituidos, según la tradición, por Rómulo. No se
oye hablar de estos sacerdocios bajo la República. Cabe pre­
guntarse si este silencio no guarda relación con el hecho de que
tales sacerdocios eran muy diferentes de los colegios republica­
nos, ya que expresaban una solidaridad de otro tipo que, a pe­
sar de basarse en la misma estructura religiosa, adopta una
configuración histórica y políticamente distinta. Parece que se
trata de cofradías en las que el elemento «gentilicio», cerrado,
no público, desempeña un papel muy importante. Puede que
sean tales características las que expliquen que, al advenimien­
to de la República, esta clase de cofradías se encontraran rele­
gadas, en cierto modo, por los sacerdocios públicos, los que
68
La religión en Roma
antes secundaban al rey (pontífices, duum viri sacrís faciundis)
o coexistían con él (fiámines, augures). Como quiera que se ha­
llaban especialmente comprometidos en la actividad pública,
estos sacerdotes se han visto en la imposibilidad de invadir el
campo de lo sagrado a partir de la época en que comienza a de­
sarrollarse la lógica del sistema republicano. Una inscripción
recientemente descubierta en Satricum atestigua de forma feha­
ciente la existencia en el siglo VI a.C. de los sodales—vincula­
dos, quizá, a los Valerii28—, y sirve para ilustrar nuestra re­
construcción.
En resumidas cuentas, el resurgimiento de estos sacerdocios
«no republicanos» en época de Augusto y el testimonio de la ins­
cripción de Satricum pueden arrojar alguna luz sobre lo que pudo
existir en Roma con anterioridad al nacimiento de la ciudad y la
República, antes de que se creara la religión pública. Hay grupos
que cuentan con apoyo gentilicio y celebran ciertos cultos, inde­
pendientemente de otras cofradías, aun cuando en determinados
casos dichos cultos posiblemente afectaban al conjunto de la co­
munidad. El rey-sacerdote plantea en este contexto un problema
particular, en tanto en cuanto cabe preguntarse si los signos distin­
tivos que reconocemos en él no son fruto, más bien, de la muta­
ción que se ha ido produciendo desde finales del siglo VII a.C.:
más arriba hemos señalado que, al parecer, oficia en nombre de
todos, públicamente. De este modo, las funciones sagradas del
propio rey han debido marcar, en la época en que nos es dado co­
nocerlas, una ruptura con respecto a la situación anterior.

3. LEER A DUMÉZIL
La obra de Georges Dumézil ha sido siempre motivo de es­
cándalo. Escándalo fecundo para el propio autor, en la medida
en que le ha obligado a hacer frente una y otra vez a la oposi­
69
John Scheid
ción de los especialistas y explicitar los elementos de su argu­
mentación, sometiéndolos a continuas revisiones críticas. Esta
«defensa», que dura ya bastantes decenios, no ha concluido, ni
mucho menos, ya que todavía hoy encuentra G. Dumézil ad­
versarios decididos y, gracias a ellos, otras tantas ocasiones de
precisar sus ideas. El resultado es una obra meditada y cons­
ciente en todos sus aspectos. Sus derivaciones, aunque no ex-
plicitadas, también han sido exploradas. Se trata, pues, de una
obra coherente que presenta, al menos en el ámbito romano,
una rara perfección. Será ese mismo escándalo el que nos per­
mita delimitar, a grandes rasgos, el carácter específico de los
trabajos de Dumézil sobre la religión romana.
Para empezar, es preciso situar la aparición de los primeros
trabajos de George Dumézil, hacia los años 40, en el contexto
científico de la época. A pesar de lo prolífico de su producción,
la investigación sobre los comienzos de la religión romana ha­
bía abocado a un punto muerto. Tres eran las tendencias que
predominaban, a menudo colaborando entre sí: los enfoques
histórico, positivista y primitivista. Los trabajos del inglés H.J.
Rose y del alemán F. Altheim representaban lo más sustancio­
so de esta producción, pero apenas se había logrado ir más allá
de los resultados alcanzados a principios de siglo, de la mano,
sobre todo, del gran G. Wissowa. La historia tradicional de la
religión romana, tal y como aparecía en los manuales históri­
cos editados en 1939, seguía anclada en un positivismo rígido y
despreciativo, que arrojaba por la borda, como inceptable para
un espíritu europeo de nivel medio, la mayor parte de la tradi­
ción romana relativa a la época arcaica en general y a la reli­
gión en particular. El análisis de estos historiadores se apoya­
ba, casi exclusivamente, en las fuentes arqueológicas —llegado
el caso, también se tenían en cuenta las deducciones lingüísti­
cas— y olvidaba, a la hora de formular sus interpretaciones, la
prudencia escéptica que la guiaba en el plano histórico. Se ha­
bían logrado progresos innegables en la interpretación históri­
70
La religión en Roma
ca (por ejemplo, el descubrimiento de antiquísimas relaciones
con los griegos) y arqueológica (así, la interpretación étnica de
las necrópolis arcaicas del Foro, que llegó a hacer época). Pero,
¿qué acogida podía esperar G. Dumézil por parte de autores
que describían la religión romana arcaica en estos términos:
«Los romanos han temido, en primer lugar, a los espíritus
errantes, caprichosos. Faunus, Silvanus, constituyen un legado
de los primeros tiempos y son, de entre los dioses romanos,
aquéllos que, quizá, han tenido una vida más resistente. El dios
Mars, el propio Hércules, no son sino formas del dios Faunus,
a las que la influencia griega ha impuesto un aspecto más no­
ble. Los dioses son energías (numina virtutes), y toda acción
tiene su dios. Los más antiguos lugares de culto son bosques
sagrados de los que salen voces»29? Este pasaje —los hay peo­
res— da una buena idea de lo que gran parte de los historiado­
res enseñaban acerca de la religión romana en los años treinta.
Detrás de este lenguaje campechano y paternalista se percibe
una gran irritación y, a la vez, cierta compasión hacia estos ro­
manos, piadosos, sí, pero carentes de una «verdadera» religión.
Aquellos campesinos zafios constituían y debían constituir,
desde la perspectiva exclusivamente evolucionista de la época,
el marco sano y vigoroso en el que el pensamiento griego y,
más tarde, la espiritualidad cristiana implantarían un día las
ideas religiosas o filosóficas del Occidente moderno.
En cuanto a los dos proyectos que se apartaban del común,
los de Rose y Altheim, ninguno de ellos abocó a la ruptura me­
todológica y científica prometida: el primero vino a confirmar
el primitivismo romano y el segundo suprimió el problema
proponiendo, desde el principio, un «ennoblecimiento» griego.
Para la interpretación religiosa propiamente dicha del panteón
o de los mitos, ambos autores trabajaban con ayuda de con­
ceptos ya caducos. Como la mayoría de sus contemporáneos,
F. Altheim buscaba una explicación para las estructuras reli­
giosas en las especulaciones prehistóricas sobre la naturaleza.
71
John Scheid
Asi, todavía en 1955 consideraba Altheim a Júpiter como dios
del cielo y del sol30 y a Marte, bien como dios toro31, bien co­
mo dios lobo32. En el extremo opuesto, Rose intentaba descu­
brir —como los primeros sociólogos un cuarto de siglo antes—
los orígenes de la religión en Roma a base de construir extra­
ños edificios de lo que uno de sus discípulos ha dado en llamar
«un país electrodinámico de encantamiento», pronto bautizado
como Magic City por la pluma irónica de G. Dumézil. Influen­
ciado por la etnología y por M. Usener, Rose imaginaba una
genealogía de dioses que llevaba, partiendo de fuerzas misterio­
sas, dioses momentáneos que los romanos inventarían en el
instante mismo en que entraban en contacto con ciertos seres
reales (minerales, vegetales, animales o humanos), hasta las di­
vinidades particulares, surgidas de la repetición de este tipo de
experiencias; así, Marte sería, originalmente, la lanza de gue­
rra. Tras haber sido objeto de un enérgico ataque por parte de
G. Dumézi]33, ambas tendencias —todavía hoy muy difundi­
das, por desgracia; de forma especial, en Alemania— han sido
expulsadas, gracias a él, de la historia de la religión romana:
con ello se ha ganado el anatema por parte de Rose y la dam-
natio memoríae al otro lado del Rin.
Lo que en principio interesa a G. Dumézil no es la indagación
sobre los orígenes del sentimiento religioso, sino —en relación con
la sociología histórica contemporánea (Marcel Mauss, Marcel
Granet)— la investigación sistemática de las representaciones que
estructuran el campo religioso de la Roma arcaica. Por otra parte,
Dumézil observa en Altheim una inadecuación de los conceptos
utilizados, que hace imposible dar cuenta del conjunto de docu­
mentos que, a los ojos de los romanos, representaban el estadio
más antiguo de su religión. Rechaza, asimismo, la hipótesis sim-
pliíicadora de una helenización de los dioses romanos en fecha
muy temprana.
Considerando, de entrada, que «el hombre primitivo, el ro­
mano del siglo VIII, no vivía en la confusión», Dumézil sostie­
72
La religión en Roma
ne que el ser humano, por muy primitivo que nos parezca,
«desde el momento en que piensa, piensa con arreglo a siste­
mas». De modo particular, toda religión es, a priori, un sistema
en el que las representaciones y los actos no se limitan a yuxta­
ponerse, sino que se adaptan y sostienen mutuamente. De esta
forma, para comprender una religión es preciso, según Dumé-
zil, desentrañar sus articulaciones fundamentales: son éstas las
que hay que estudiar, no sus elementos (previamente separa­
dos)34. En consecuencia, intenta analizar las relaciones entre
los elementos del sistema, las relaciones de oposición, de com-
plementariedad y de jerarquía existentes, por ejemplo, entre los
dioses. Las propias divinidades no se definen sino por sus rela­
ciones entre sí: lo que las domina y explica en su totalidad es el
plano de conjunto, del que no son otra cosa, aun las de mayor
renombre, que simples partes35. Tomemos, por ejemplo, los
dioses más importantes del panteón romano y, de modo espe­
cial, Júpiter. En lugar de concebirlo, como en tiempos de M.
Müller, en relación con los fenómenos naturales, convirtiéndo­
lo en dios del cielo o del sol, o bien en personificación progresi­
va del misterioso poder transmitido por las piedras de sílex con
que tropezaban el pie y el espíritu de los romanos, G. Dumézil
lleva a cabo un exhaustivo examen del marco religioso en que
aparece el dios. Pronto descubre que éste se encuentra en estre­
cha relación, jerárquica y complementaria, con otros dos, Mar­
te y Quirino, cuya interpretación parte, también, de la misma
relación. Ésta se pone de manifiesto, en su forma más simple,
en la triada precapitolina, Júpiter, Marte y Quirino, la Dreive-
rein ya observada con anterioridad por G. Wissowa. Este des­
cubrimiento, al que Dumézil ha llegado progresivamente, utili­
zando a la vez los métodos lingüísticos y aquellos otros propios
de la sociología histórica, implica toda una serie de ulteriores
principios rectores.
La propia religión es considerada como un sistema distinto
de los elementos que la componen, aun cuando para nosotros
73
John Scheid
sea algo ajeno. Se la ve como un sistema de pensamiento pues­
to en función de una concepción del mundo. Este sistema reli­
gioso implica lo que Dumézil llama una ideología, capaz de in­
formar distintos niveles de discurso, como el mito, el acto o el
relato. Para comprender esta ideología es preciso tener presen­
te que sirve para expresar los grandes modos de representación
del universo o de la organización de la sociedad en Roma, y
que no se la debe buscar en las representaciones modernas.
Dumézil encuentra sus pruebas en dos planos: por un lado,
en las representaciones análogas de otras sociedades de lengua
indoeuropea; en segundo lugar —y dentro de la propia Ro­
ma—, en fuentes distintas de los documentos religiosos propia­
mente dichos. Tras haber partido de la lingüística comparativa,
Dumézil no ha establecido en ningún momento una separación
entre sus investigaciones y los estudios comparitivistas. El mé­
todo no era nuevo, ya que otros habían recurrido a él con ante­
rioridad. G. Dumézil, sin embargo, le ha insuflado nuevo vi­
gor y lo ha inscrito en un contexto más amplio y preciso. Al ne­
garse, tras algunos intentos más tradicionales, a tratar una
cuestión dada limitándose a los hechos aislados (como, por
ejemplo, la homofonía, real o supuesta, de términos importan­
tes, tales como Jupiter-D yaub p ita r o fíam en-brabm ao), Du­
mézil extiende y limita las investigaciones a las corresponden­
cias entre conjuntos de conceptos, entre temas o, mejor aún,
entre secuencias temáticas a menudo complejas, recorridas y
comparadas en su totalidad. De esta manera, puede rechazar la
probable objeción de que tales correspondencias no son sino
fruto de una mera coincidencia. Por otra parte, a fin de asegu­
rar la verosimilitud histórica de su investigación e incardinarla,
de algún modo, en la historia (todo ello, para distanciarse de
los excesos de la escuela simbólica), se limita a sociedades em­
parentadas, de una u otra forma, a través de las lenguas. Es así
como descubre la existencia, en Roma y en otras zonas indoeu­
ropeas, de un modelo de tripartición funcional (con tres o seis
74
La religión en Roma
valencias) que constituye la clave de bóveda de la arquitectura
de los panteones. Es sabido que, según una de las actualizacio­
nes de esta ideología, el mundo (o el panteón), tomado en su
totalidad, no puede existir ni funcionar a no ser que tres fun­
ciones jerarquizadas y bien diferenciadas colaboren entre sí de
forma armónica: la soberanía (bajo sus dos aspectos, mágico y
jurídico), la fuerza guerrera (eventualmente duplicada en for­
ma de potencia física) y, por último, la fecundidad, la prosperi­
dad, la producción de alimentos. Tal es, también, la ideología
que expresa la vieja tríada precapitolina. G. Dumézil ha logra­
do demostrar que los tres dioses que la componen gobiernan
sólo el ámbito que les corresponde, es decir, actúan con arreglo
a su función, sea cual sea el lugar o la ocasión en que intervie­
nen. Esta demostración ha resultado especialmente novedosa
en el caso de Marte, ya que no faltaban quienes pretendían ha­
cer de él un dios con competencias agrarias. Dumézil ha logra­
do probar, no sólo que Marte actúa en el contexto agrícola co­
mo defensor del territorio, sino también que su intervención se
integra en un plano superior, netamente diferenciado de una
función inmediata.
Las pruebas paralelas aportadas por la documentación ro­
mana obligaron a ampliar el procedimiento, lo que acrecentó,
a su vez, las posturas en contra. En efecto, el sistema de Dumé­
zil implica la posibilidad de transformaciones, es decir, que una
ideología como la trifuncional puede informar otros órdenes de
discurso, como los mitos, los ritos, la epopeya o la historia.
Hasta entonces se había pensado que los romanos carecían de
representaciones religiosas elaboradas. Ahora, en cambio, apa­
recían vinculadas al pensamiento religioso de fuentes tan des­
prestigiadas como la leyenda de los orígenes romanos, tal y co­
mo había sido transmitida por los historiadores o los poetas de
la época de Augusto. Al proceder así, Georges Dumézil se per­
mitía, de paso, romper con los métodos filológicos e históricos.
La tradición que lleva a la constitución de un texto dado se de-
75
John Scheid
jaba entre paréntesis, como algo ajeno a su competencia: es el
resultado, el texto final, lo que somete a su análisis. Se enfren­
taba, además, al historiador, desde el momento en que estudia­
ba en una perspectiva sincrónica relatos que se exponen y reci­
ben en el plano diacrònico, relacionando este conjunto estruc­
turado con una ideología más antigua, claramente anterior a la
fecha en que aquél fue creado. Al respecto, es muy conocido el
ejemplo de los cuatro reyes latinos. La vulgata romana de los
orígenes conocía la secuencia de Rómulo, Numa, Tulo Hostilio
y Anco Marcio. En lugar de cuestionar, como hacen los histo­
riadores, la credibilidad de los elementos históricos transmiti­
dos por esta tradición o, como es el caso de los filólogos, estu­
diar su génesis, Dumézil toma el texto final como un todo, co­
mo punto de partida para verificar si la ideología trifuncional,
cuya actividad ya se había puesto de manifiesto en el plano teo­
lógico, funcionaba también en este ámbito. Descubre así que
Rómulo y Numa mantienen entre sí las mismas relaciones que
Júpiter y Dius Fidius, es decir, representan la soberanía bajo
sus dos aspectos solidarios, en tanto que Tulo encama el gue­
rrero intempestivo, y Anco, por último, el pacífico creador de
las infraestructuras económicas. Esta secuencia, confirmada o
no por los datos históricos —no es ésta la cuestión—, describe, si­
guiendo un esquema cronológico, lo que exigían la organización y
el interés de la República ( ut reipublicae ratio et u tilitas postula-
bat), según la fórmula de Floro (1.8), al tiempo que proyecta
sobre los orígenes de Roma la imagen ideal de ima ciudad ar­
moniosa. Se podrían multiplicar los ejemplos.
La ideología trifuncional fue, desde el comienzo, mal inter­
pretada por los historiadores, debido, en parte, a las fluctua­
ciones del propio Dumézil que, en un primer momento, llegó a
considerar la posible existencia, en una época arcaica, de una
auténtica tripartición social en Roma. No tardaría mucho, sin
embargo (algunas observaciones apuntan en esta dirección ya
en 194936), en darse cuenta —sobre todo, al estudiar las necró-
76
La religión en R oma
polis, únicos vestigios positivos que conservamos de esta épo­
ca— de que se trata, más bien, de estructuras de orden mental.
A pesar de estas rectificaciones, todavía hoy persiste este equí­
voco entre ciertos adversarios de Dumézil. El ejemplo de la In­
dia moderna, estudiada por L. Dumont, demuestra, sin embar­
go, que la ideología no se transmite tal cual en los hechos, sino
que los hombres pueden explicar una situación social dada en
virtud de un sistema ideológico: en este caso concreto, en vir­
tud del sistema funcional de los varnas, que nada tiene que ver
con aquélla37.
Frente a la objeción de que es impensable que los romanos
de los siglos IV y III a.C., o bien los de la época augústea, se
encontraran determinados por una ideología tan antigua, G.
Dumézil responde, por una parte, con el hecho de que Cicerón
y Floro, por ejemplo, comprendían, sin lugar a dudas, el siste­
ma funcional y, por otra, con ciertos vestigios tan antiguos co­
mo la propia ideología, comenzando por los tres flámines ma­
yores. En términos igualmente escépticos se habla de la super­
vivencia de la jerarquía de los varnas en la India moderna:
Louis Dumont ha logrado demostrar que aún mantiene todo
su vigor. En cuanto a la arqueología, si bien no aporta testimo­
nios de la ideología trifuncional —tampoco del sinecismo pos­
tulado por los positivistas—, parece que, al menos, pone de
manifiesto, con arreglo a los trabajos de A.M. Sestieri38, una
jerarquía social que bien podría estar determinada por un siste­
ma de representaciones análogo al deducido por G. Dumézil a
partir de las fuentes literarias. En todo caso, a la luz de estas
primeras investigaciones en profundidad, hay constancia de
que los habitantes del Lacio protohistórico pensaban y organi­
zaban la realidad según un sistema de representaciones comple­
jo: estamos tan lejos del buen salvaje de hace medio siglo, co­
mo de las explicaciones historicistas.
77
John Scheid
El hecho comparativo fascina y G. Dumézil debe, sin lugar
a dudas, parte de su celebridad al poderoso encanto que ejer­
cen las reconstrucciones comparativistas. Menos famoso —y, a
menudo, silenciado— es el procedimiento adoptado por Du­
mézil para dirigir con rigor su investigación comparativa. En
efecto, los relatos y los hechos se analizan con tanto acierto y,
para su época, tanta originalidad, que cabe preguntarse si, con
independencia del marco comparativo, una de las rupturas in­
troducidas por Georges Dumézil no sería su forma de plantear
las cuestiones y buscar un sentido a los textos. Ciertos aspectos
inusuales de este procedimiento dan fe de la hostilidad que ha
suscitado, y todavía suscita, entre los historiadores y los filólo­
gos. Se podría pensar que las dudas y los ataques se deben a
una interpretación excesivamente histórica de la trifuncionalidad,
o bien a los problemas que plantea el transfondo indoeuropeo. Pe­
ro, según parece, no es ésta la cuestión, ya que Dumézil se desdijo,
y corrigió, ya hace mucho, su primera interpretación de las tres
funciones; además, ha procurado observar una prudente reserva
con respecto al problema indoeuropeo. Esta retractación de Du­
mézil —que se encuadra, por lo demás, en un hábito de autocríti­
ca tan firme como alguna de sus polémicas— no significa que su
forma de proceder fuera desacertada —y, por tanto, no puede
ser utilizada en su contra—, sino, únicamente, que su modo de
considerar y explicar las conclusiones del análisis era erróneo o
apresurado. Por otro lado, Dumézil no ha pretendido en nin­
gún momento reconstruir y celebrar una civilización indoeuro­
pea39, como tampoco ha asumido la responsabilidad de los
«fantasmas de otros».
Así las cosas, ¿qué tiene de extraño que se intente demostrar,
por ejemplo, que los antiguos romanos obedecían a una deter­
minada ideología a la hora de dar forma a ciertas narraciones y
reflexiones? Puede que tal o cual demostración no logren con­
vencer, o bien que el marco comparativo plantee problemas (en
la medida en que aún no se ha podido determinar de forma
78
La religión en R oma
científica las razones de las correspondencias descubiertas), pe­
ro tales dudas no afectan a lo esencial, incluido lo que se refiere
al sistema trifuncional: no faltan ejemplos que resistan una crí­
tica honesta, ejemplos que hay que tomar en consideración.
Además, junto con las famosas funciones, este método ha lo­
grado sacar a la luz muchas otras cuestiones que todavía hoy
son desconocidas para una mayoría. Dicho con pocas pala­
bras, parece que lo que produce rechazo en Dumézil no son
aquellas posiciones abandonadas hace ya treinta años, ni tam­
poco el comparativismo indo-europeo como tal, sino su apar­
tamiento del historicismo estricto y su desacuerdo con el ideal
humanista moderno. No ha de extrañar, pues, que el período
frazeriano de Dumézil suscite, a fin de cuentas, menos hostili­
dad, toda vez que esta línea de trabajo armoniza sin demasia­
dos problemas con el evolucionismo y el humanismo. Semejan­
te escándalo, que denota una innovación, me parece lo bastan­
te importante como para merecer que nos detengamos a consi­
derarlo, aun cuando, en apariencia, ello nos aparte de nuestro
objetivo. En cualquier caso, nos depara una excelente oportu­
nidad para apreciar la armonía y la originalidad de la forma de
proceder de Dumézil.
Este método de análisis se distingue, de forma especial, en
tres aspectos: por su concepción de la religión, por su aprecia­
ción de los datos y por su rechazo de ciertos excesos, tanto del
método histórico como de la filología. Tales rupturas metodo­
lógicas son, evidentemente, las responsables de las resistencias
que hubo de enfrentar Dumézil.
La religión, para Dumézil, no se encuentra formada «por ele­
mentos independientes, separables, simplemente yuxtapuestos o
mal soldados por los azares de una historia que nunca llegare­
mos a conocer [...] Una religión, como toda manifestación del
pensamiento, es un sistem a. Sea cual sea el nivel de civiliza­
ción en que se lo considere [...] el hombre nunca se sentirá satis­
fecho con una acumulación inorgánica de representaciones. Las
79
John Scheid
religiones que le sirven para tomar conciencia del funciona­
miento del mundo y de su propio funcionamiento son, siempre,
conjuntos en los que los conceptos, las imágenes y las acciones
se articulan y forman, en virtud de sus ligazones, una especie de
entramado donde, por derecho, debe adherirse y distribuirse
toda la materia de la experiencia humana»40. Son estos con­
juntos los que estudia Dumézil: «se dedica a determ inarlas es­
tructuras teológicas en que se insertan como elementos las di­
versas figuras divinas»41. Así enuncia su regla fundamental:
«No se trata de estudiar tanto cada figura divina o cada con­
cepto religioso, como las relaciones que mantienen entre ellos y
los equilibrios que dichas relaciones ponen de manifiesto. Di­
cho brevemente, la definición más segura de un dios es diferen­
cial, clasificatoria.»42. Al mismo tiempo, estas estructuras exce­
den ampliamente su ámbito específico, es decir, en términos
más prosaicos, el programa universitario de las ciencias religio­
sas. «El sistema religioso de un grupo humano ^-escribe— se
expresa en muchos planos de forma simultánea: en primer lugar,
en una estructura conceptual más o menos explícita, en ocasiones
casi inconsciente, pero siempre presente, que es como el campo de
fuerza sobre el que se dispone y orienta el resto; por otro lado,
en los mitos que representan y escenifican estas relaciones con­
ceptuales básicas; también en los ritos que actualizan, movili­
zan y utilizan estas mismas relaciones; a menudo, por último,
en una distribución del trabajo social o en un cuerpo sacerdotal
que administra conceptos, mitos y ritos.»43. Es sabido, por
ejemplo, que Dumézil ha incluido la historia de los reyes lati­
nos en su campo de estudio: en resumidas cuentas, hace uso de
«las estructuras homólogas, sea cual sea el nivel de estudio en
que hagan acto de presencia.»44. A la estructura conceptual de
la religión que subordina los elementos, el grupo, la unidad, de
hecho, Dumézil la denomina «la ideología, es decir, una con­
cepción y una apreciación de las grandes fuerzas que animan el
mundo y la sociedad, y también de sus relaciones»45. En fin, es­
80
La religión en Roma
ta ideología se encuentra siempre estrechamente relacionada
con la vida de los hombres, que obedecen a su dictado silencio­
so. «Aunque llamados, antes o después [...] —escribe, por ejem­
plo, a propósito de los mitos—, a tener una carrera literaria
propia, no son invenciones dramáticas o líricas gratuitas, sin
relación con la organización social o política, con el ritual, la
ley o la costumbre. Su papel consiste, por el contrario, en justi­
ficar todo esto, expresando con imágenes las grandes ideas que
lo organizan y sostienen.»46.
Así se define el trabajo del comparativista según la óptica
del programa de investigación de Dumézil. Además, ha sido,
en parte, el procedimiento comparativo, la redacción de una
nueva gramática del comparativismo, lo que ha contribuido a
la eclosión de este método de análisis. Sea como fuere, su for­
ma de proceder ha vuelto una página en la historia de la reli­
gión romana, incluso en otros campos ajenos al comparativis­
mo indoeuropeo, como se puede comprobar cuando se la asocia,
por ejemplo, con los trabajos contemporáneos de L. Gemet.
Entre las consecuencias que de todo ello se desprenden hay
una de especial importancia: a los romanos se les toma, se les
debe tomar, en serio. Existe un pensamiento romano, distinto,
incluso, del helenístico y erudito. A P. Boyancé, divertido ante
un Dumézil que cree en «los viejos pensadores romanos, capa­
ces de semejantes observaciones e intenciones, y desea verlos
ejercer esta facultad en casos bien atestiguados», éste le «pro­
pone el espectáculo de toda la teología y todo el culto propia­
mente romanos, con la opción que semejante espectáculo com­
porta: estas prescripciones positivas y negativas, estos regla­
mentos exigentes, estas distinciones minuciosas, ¿tenían sentido
o no? ¿Acaso los romanos, tan precoces en muchos otros cam­
pos, practicaban una religión de psicópatas? ¿O sabían lo que
hacían, es decir, contaban, para palpar y relacionar las realida­
des visibles e invisibles que les interesaban, con una ciencia de
81
John Scheid
correspondencias simbólicas, comparable a las existentes por
aquel entonces?»47.
Por otra parte, Dumézil rechazaba tajantemente, como ya se
ha señalado, una tendencia muy extendida en su época (y tam­
bién en nuestros días) dentro de la historia de las religiones,
consistente en considerar esenciales los símbolos asignados a
una personalidad divina mucho más compleja, símbolos que
«no hacen sino dar una expresión embellecida a otros rasgos
más esenciales para la vida religiosa»48. Quedaban descarta­
das, de este modo, todas las interpretaciones naturalistas que
remontaban a Max Müller y Frazer: por ejemplo, Júpiter, a pe­
sar de su nombre, deja de ser simplemente «el cielo luminoso».
Paralelamente, Dumézil advertía sobre la conveniencia de dis­
tinguir, «en cualquier dios, el m odo de su acción, que es preciso
y constante, y lo define, de los puntos de aplicación de su ac­
ción, que pueden ser numerosos»49. Al respecto, basta con
pensar en su informe sobre el M arte «agrario». ¡Su tratamien­
to en este caso, que todavía hoy sigue sin lograr la adhesión de
la totalidad de los especialistas, es poco menos que ejemplar.
La tercera liebre que levanta y acosa es la explicación evolu­
cionista, la tendencia a introducir, de forma sistemática, un or­
den en un conjunto de hechos a base de operar una distinción,
apriorística a menudo, entre lo antiguo y lo reciente, lo «naif»
y lo elaborado. «En líneas generales —escribe Dumézil—, no
deja de ser una suposición osada y simplista pensar que en de­
terminada religión los elementos que se hallan más al fondo
(siempre los ha habido y en todas las épocas se los vuelve a en­
contrar) son los más antiguos, aquéllos de los que debe partir
toda “evolución”. Por el contrario, lo que demuestra la obser­
vación es que el instinto religioso del hombre opera y crea a la
vez en una gran diversidad de planos: los más elevados abun­
dan en filosofía, moralidad, arte, etc.; los menos elevados son téc­
nicamente utilitarios y se encuentran cargados de magia.»30. Asi
las cosas, cuesta aceptar que haya existido más unidad entre los
82
La religión en R oma
romanos, incluso en sus orígenes, que en otros lugares. Esta
misma crítica se dirige también contra las especulaciones cro­
nológicas sobre los dioses, que se metamorfosean y cambian
periódicamente de esencia, según las necesidades del análisis.
Frente a estas especulaciones, que «revisten en ocasiones la
apariencia de historia y hablan el lenguaje de la historia», Du-
mézil prefiere, allí donde no existen testimonios de una evolu­
ción real, la constatación de una estructura51. Según él, para
hablar de evolución es preciso que evolucionen las estructuras: se­
mejante cambio, sin embargo, es mucho más lento que las modifi­
caciones superficiales, que afectan, sobre todo, a la simbología.
A estas críticas, destinadas a contrariar a los herederos de la
historia positivista, se añade también su rechazo tanto de la
credulidad como de la hipercrítica52. Ahora bien, al caminar
distanciado por igual de uno y otro escollo, al proporcionar, en
última instancia, una clave de lectura o exponer una actitud
tan crítica como despegada con respecto a las fuentes, Dumézil
no ha hecho otra cosa que reclamar un pequeño sitio en el pri-
taneo de los historiadores, un lugar desde el que aportar he­
chos que competen a la historia de las ideas53.
Tampoco los filólogos han escapado a la crítica. Además de
los errores señalados anteriormente, Dumézil les echa en cara
su actividad destructora, su desviación de la Quellenforschuag.
En L o ki se encuentra su más explícita requisitoria contra «la
hipercrítica, esa enfermedad de juventud (y, a menudo, tam­
bién de carácter crónico, por desgracia) que amenaza a toda la
filología y que suele presentarse acompañada, casi siempre, de
una euforia agresiva»54. Al llevar su análisis hasta el límite, el
filólogo acaba por imaginar al autor de su fuente como un co­
lega dedicado a construir, con métodos opuestos a los suyos,
un edificio filológico que a él le toca desmontar. Atrapado, sin
poder evitarlo, en este juego, el filólogo se enzarza en una espe­
cie de duelo con el autor antiguo, empeñado en atribuirle y, al
tiempo, desentrañar toda una serie de propósitos, artificios y
83
John Schedo
fullerías que, en realidad, nada tienen que ver con éste. Como
quiera que su adversario no puede hacer acto de presencia para
defenderse, suele ocurrir que es el filólogo quien se alza con la
victoria55. Tres son los medios propuestos por Dumézü para
acabar con la «fiebre de la hipercrítica». El primero estriba en
«hacer que el crítico sea sensible ante hechos distintos de aqué­
llos que son su objeto, hechos que, por regla general, no son
menos aparentes (antes bien, son, incluso, más masivos), pero
a los que no presta atención a causa de su predisposición. Se
trata, simplemente, sin abandonar el método analítico que le es
propio, de lograr que lleve a cabo una revisión más completa y
atenta de los datos del problema, que tenga en cuenta, sobre
todo, las arm onías y los conjuntos»56. El segundo expediente
consiste en «sensibilizar al critico ante la fragilidad y arbitrarie­
dad de sus propias construcciones», recordando la flexibilidad
infinita del espíritu humano, imposible de contener en un sim­
ple dilema, así como la pobreza de nuestra información y, en
fin, la diferencia de siglos: en efecto, cuanto más se represente
el filólogo a su oponente antiguo «a imagen de uno de esos au­
tores de historias novelescas que tanto abundan en nuestra
época, incluso en las universidades, tanto más fácil le resultará
alterar su verdadera fisonomía»57. El tercer medio, por último,
permite ir más allá de la exploración analítica y las apreciaciones
subjetivas: se trata del método comparativo58.
Lo que, sin duda, más ha contrariado a filólogos e historia­
dores es su rechazo de la arbitrariedad y de las soluciones a
priori: ésta es una de las grandes originalidades de la obra de
Dumézil. Al romper con el historicismo aséptico de la gran fi­
lología histórica (Bóckh, Welcker, K.O. Müller, Droysen), la
filología de la primera mitad de nuestro siglo, tal y como la en­
contramos expresada, por ejemplo, en W. Jaeger, no sólo re­
chazaba la idea de que griegos y romanos fueran diferentes de
nosotros, sino, también, la posibilidad de esclarecer el sentido
de las obras clásicas a base de establecer una comparación en­
84
La religión en R oma
tre los hechos griegos o romanos y los observados en otras civi­
lizaciones, apelando, para ello, a la existencia de un foso «ra­
cial» y a las diferencias culturales59. El comparativismo de Du-
mézil, que recurría lo mismo a los irlandeses o a los escandina­
vos que a los hindúes, los iranios o los pieles rojas50, no casaba
muy bien con todo ello. Tanto más si tenemos en cuenta que
este comparativista, que se había acercado a las escuelas de los
chinos (M. Granet) y los «primitivos» (M. Mauss) —y esta cla­
ve de relaciones es algo que no tarda mucho en conocerse en
los ambientes universitarios—, proponía sin ningún recato una
apertura del pensamiento latino a las «luces esenciales de otras
filologías o, por qué no decirlo, de otros humanismos»61. Por
último, y sobre todo, Dumézil acusaba a los filólogos, a los his­
toriadores y a los arqueólogos de deformar sistemáticamente, y
con cierta intrepidez, los datos antiguos, imponiéndoles cate­
gorías propias de otra época62. Todos estos métodos, en efec­
to, se basan en un sólido etnocentrismo, indestructible, por lo
demás, hasta el presente, a pesar de las advertencias de Dumé­
zil y algunos otros63. Son estos a priori los que denuncia Du­
mézil, poniendo de manifiesto la espantosa pobreza, la sor­
prendente tosquedad de sus interpretaciones, ya se trate del
mana, los dioses solares, las diosas madres, los cultos infernales
o cualquiera otra invención reduccionista destinada a mante­
ner a distancia a «los otros», enfangados en sus ridículos erro­
res, y, a la vez, a justificar —en el plano religioso, sobre todo—
una evolución tan conjetural como deseada. Ni que decir tiene
que las explicaciones que se encontraban (y, a menudo, todavía
se encuentran) en lo alto del candelera no eran ni más ni menos
audaces que las teorías de Dumézil y, desde luego, bastante
menos consistentes, toda vez que partían de una intuición a
priori, tributaria de la psicología, de la «vida cotidiana peque­
ño burguesa» del presente, producto, según la fórmula de B.
Bravo64, de una mezcla de romanticismo tardío, G em ütlichkeit
y «realismo».
85
John Scheid
Este deseo de evitar la proyección de nuestra propia forma
de pensar sobre la de los antiguos se une a una tendencia bas­
tante extendida dentro de los estudios griegos, que ha determi­
nado, por ejemplo, los trabajos de J.E. Harrison, F.M. Com-
ford, K. Reinhardt, H. Fr&nkel, B. Snell y, en Francia, L. Ger-
net, J.-P. Vemant, E. Will, P. Vidal-Naquet y M. Detienne, en­
tre otros. A la lista propuesta por B. Bravo en el prefacio de su
libro65, yo añadiría el nombre de G. Dumézil, en tanto en
cuanto también él ha contribuido, de forma implícita, a reno­
var esa gran filología de comienzos del XIX (Bóckh, Welcker,
K.O. Müller) que, «por muy dominada que se encontrara por
esta tendencia a idealizar, ha sido capaz de ver muchas cosas
con más acierto que la época posterior, ya que se encontraba
en situación de comprender con más facilidad al hombre anti­
guo en su totalidad»66. En esta denuncia del reduccionismo
también se detecta, con todo, la influencia —más directa, sin du­
da, y muy explícita67— del trabajo desarrollado sobre el terreno
por loS antropólogos, así como, por supuesto, la de la lingüisti-
ca, siempre omnipresente .o

Ahora bien, hay un punto en el que Dumézil me parece ha­


ber ido más lejos que algunos de sus maestros, para acceder —en
paralelo con otros eruditos, como Gemet, por ejemplo, y, sobre
todo, Lévi-Strauss— a problemas y posiciones que la filoso­
fía moderna, por su parte, estaba desarrollando activamente.
Ya he señalado la novedad que representa, en el ámbito lati­
no, su rechazo a dejarse determinar por la psicología y la ra­
cionalidad europeas de nuestros días: ¿acaso debido a una lar­
ga (y real) experiencia sobre el terreno69? En cualquier caso,
Dumézil ha sabido relativizar, de forma mucho más conscien­
te, los valores europeos, además de considerar su objeto de es­
tudio con más frialdad, incluso, que los propios sociólogos, sus
maestros70. Ahora bien, esta actitud se integra, asimismo, en un
proyecto de conjunto que recurre a un empirismo radical. En
L oki, Dumézil define el método comparativo como «la forma
86
La religión en R oma
que asume naturalmente, en las ciencias humanas, el método
experimental». Un año más tarde desarrollaría esta afirmación
en relación con el método aplicado al problema de Júpiter,
Marte y Qurino: «La comparación ha [...] proporcionado una hi­
pótesis de trabajo. Pero la verificación —y, por tanto, la demos­
tración— ha sido analítica.»71. A la hora de hacer balance no se
reniega de este punto de vista: «[...] Los procedimientos de las nue­
vas interpretaciones no habían sido tomados de teorías preexisten­
tes, frazerianas o de otro tipo, sino que tenían su origen en los he­
chos: la labor del exégeta consistía únicamente en observarlos en
toda su extensión, con todas sus enseñanzas implícitas y explícitas,
con todas sus consecuencias»72, o también: «Lo que a veces en­
cuentro denominado como “teoría dumeziliana” consiste, de
forma global, en recordar que han existido, en un momento de­
terminado, los indoeuropeos, y en pensar, siguiendo los pasos
de los lingüistas, que la comparación entre las más antiguas
tradiciones de los pueblos que, parcialmente, al menos, son sus
herederos, ha de permitir que vislumbremos las líneas maestras
de su ideología. A partir de aquí, todo es observación.»73. En fm,
no hace mucho que Dumézil describía así sus relaciones con
Durkheim: «En cuanto a Durkheim, el rechazo había sido in­
mediato [...] Se trataba, creo, de negarse a los métodos prefabrica­
dos [...] Publicar las Régles de la m éthode sociologique antes de
ponerse a trabajar no me parecía de recibo. A Mauss y Hubert,
menos teorizantes, sí que los podía comprender.»74.
En su rechazo de los a priori, y fiel a las enseñanzas de
Mauss75, Dumézil llegaba, pues, a adoptar sus conceptos, su
«teoría», en la propia experiencia, en las correspondencias
puestas de manifiesto por la lingüística y las investigaciones so­
bre las representaciones de otras sociedades de lengua indoeu­
ropea: en Roma, sin embargo, los hechos siguen siendo, en úl­
timo término, determinantes. Esta decisión recuerda la bistoris-
cbe Einklammerung de la fenomenología de Husserl, seguida de
la reducción eidética previa (e integrada) a la observación: en un
87
John Scheid
momento anterior a la inducción que aporta el conocimiento
de los hechos, la definición de las nociones que han de servir
para elaborar tales hechos incumbe a los comparativismos lin­
güístico e ideológico, basados, ellos mismos, en la observación.
También se podría calificar de husserliana su oposición a un
análisis atomizador de los hechos que considere la realidad co­
mo la suma de todos los hechos aislados, así como su decisión
de buscar en los propios hechos la razón que los constituye (la
ideología). Las tesis fenomenológicas estaban tan difundidas
que nada tiene de particular que el joven Dumézil haya sufrido
su influencia, al pairo, sobre todo, de la lingüística. Su pensa­
miento, sin embargo, recuerda igualmente, tanto por sus prin­
cipios como por su desarrollo, el empirismo del círculo de Vie-
na, sobre todo por su convicción de que es imposible compren­
der la organización y las leyes del mundo real mediante la sola
reflexión y sin un control empírico de la observación. En los
mismos términos se rechazan los enunciados metafisicos y se
exige que se utilicen únicamente conceptos previamente defini­
dos. Pero aquí no se trata de relacionar —tras un examen su­
mario como éste, obra de un profano— unos sistemas de pen­
samiento, complejos de por sí, con la obra de un sabio de nues­
tros días. Aun así, el parentesco existente entre los empirismos
modernos y la obra de Dumézil parece tan evidente que valdría
la pena que un especialista examinara las relaciones entre las
«teorías» del grupo de arcaizantes mencionado más arriba —y,
también, de algunos de sus maestros76— y los principios desa­
rrollados por los fundadores de la filosofía moderna.
La forma de proceder de G. Dumézil deja traslucir, pues, la
influencia directa de la lingüística y la antropología, al tiempo
que recoge de modo implícito el empirismo radical exigido por
las escuelas filosóficas contemporáneas, para renovar, así, la
gran filología de comienzos del siglo XIX. Su definición de la
religión, su teoría de las transformaciones y su postura con res­
88
La religión en R oma
pecto a las fuentes, su rechazo del idealismo y, también, la exi­
gencia comparativista, encuentran su lugar en este contexto. El
comparativismo representa, como ya se ha señalado, la prime­
ra condición de un método experimental aplicado a las fuentes
clásicas (algo que en si constituía una herejía a los ojos de los
defensores del «tercer humanismo», para quienes la unión psi­
cológica con los Antiguos era tan completa e inmediata que
hacía superflua todo procedimiento empírico que buscara obje­
tivar la investigación).
Ahora bien, ¿es preciso que este comparativismo sea forzo­
samente indoeuropeo? El hecho de que Dumézil haya limitado
su observación sólo a las sociedades de lengua indoeuropea se
explica por su profunda impregnación lingüística, así como por
sus descubrimientos y, también, por un proyecto global en el
que se pretendía estudiar un número determinado de corres­
pondencias en el ámbito indoeuropeo que sirvieran para poner
de manifiesto algunos aspectos de una «ideología» compartida.
Esta prudencia halla otra justificación en las enormes distan­
cias cronológicas y geográficas que separan a sus fuentes, así
como, sobre todo, en los abusos cometidos anteriormente por
los comparativistas, por Frazer y por los filólogos. La severi­
dad y austeridad de su comparativismo, quizá excesivamente li­
mitado para un investigador de nuestros días, vienen determi­
nados por una serie de factores históricos, así como por su pro­
pio objetivo. Al poner de relieve las diversas correspondencias
entre la «ideología» de los romanos y la de las restantes socie­
dades estudiadas, los descubrimientos de Dumézil han llevado
a plantear, con arreglo a una de las «leyes» de las ciencias hu­
manas, un problema mucho más vasto y difícil: el de la situa­
ción de la civilización indoeuropea.
Poco importa la opinión, sea cual sea, que tengamos acerca
de la situación de esta «civilización» —que, a fin de cuentas, no
es un hecho histórico, sino una suma de leyes científicas que
permiten explicar ciertos hechos posteriores—: la propia reali­
89
J ohn Scheid
dad de estas correspondencias, asi como el principio mismo del
análisis experimental, es decir, comparativo, son una adquisi­
ción definitiva. Conviene, pues, disociar esta forma de proce­
der de Dumézil de los datos que ha sacado a la luz, se los acep­
te o no. Además, el propio Dumézil no siempre se ha limitado
en exclusiva al ámbito indoeuropeo, como ya se ha dicho antes,
salvo en lo tocante a la ideología trifuncional: pero esta limita­
ción aparece como una respuesta empírica, no como un recha­
zo a priori77. Justificada o no esta limitación78, lo cierto es que
Dumézil no ha excluido en ningún momento la posibilidad de
volver a encontrar esta estructura en otros lugares, siempre y
cuando nos atengamos a los datos de la estructura en cues­
tión79. Por otro lado, en lo tocante a los análisis, siempre pri­
ma la búsqueda del sentido histórico de su objeto a través de la
oposición, es decir, de la comparación. En lugar de definir a
Vesta según ciertos criterios a priori —determinados, pues, por
nuestra psicología—, Dumézil la describe a través de su oposi­
ción a Jano, antes de llevar la comparación a otros planos de la
realidad: el fogón circular se opone a su «contrario», el altar
cuadrangular; el enraizamiento en la tierra a la comunicación
de los templa con el cielo, etc.80
Dicho brevemente, al lado del conjunto de aportes «mate­
riales», los principios teóricos de Dumézil y, sobre todo, la pri­
macía reclamada por el método experimental a través del com-
parativismo y la observación dirigida suponen una adquisición
que todavía hoy encontramos, para nuestra sorpresa, relegada
al olvido. A condición de que la comparación proceda con to­
do rigor sobre aquello que se puede comparar —ya se trate de
sociedades relacionadas entre sí por la lengua, o bien con ca­
racterísticas socio-económicas, ecológicas e históricas análo­
gas—, el comparativismo sigue siendo uno de los medios más
seguros, no para dar respuestas a priori, sino para ayudar a
formular, por medio de la observación, los conceptos que de­
ben guiar el análisis propiamente dicho o, al menos, para suge­
90
La reugión en R oma
rir una primera intuición, que el dispositivo científico de la in­
ducción se encargará de verificar a continuación.
Hoy día no causa sorpresa este método: antes bien, es nor­
mal verlo aplicado a muy diversos ámbitos. A fuerza de apasio­
namos por los indoeuropeos y las tres funciones, nos hemos ol­
vidado de que la obra de Dumézil no se limita a esto. Es, tam­
bién —y puede que sobre todo—, una ruptura con los métodos
de la historia de la religión romana.
Los capítulos precedentes han intentado ofrecer \
una rápida
visión de la religión romana, basada en diversas épocas y confi­
nada al espacio institucional que se sitúa fuera de la historia,
por encima de la historia. Ya se ha esbozado, con todo, una
cierta evolución a propósito de las reflexiones sobre la época
monárquica, los comienzos y el final de la República. Ahora
podemos abandonar el ámbito de las estructuras para hacer
una incursión en el plano histórico, donde hay un problema
que reclama especial atención: el de la crisis religiosa que su­
puestamente se inicia a finales del III a.C., una crisis de la que
la religión romana no lograría recuperarse nunca. Examinare­
mos diversos elementos significativos del problema, antes de
concluir con un repaso sucinto de la religión imperial.

Notas
1. R. Schilling , La Religion romaine de Vénus, París 1954; id., Rites, Cui­
tes..., pp.290-333.
2. Sobre todo, en lo tocante a los brillantes análisis del Vocabulaire des ins­
titutions indo-européennes, París 1969.
3. C. A mpolo , «Le origini di Roma e la ‘cité antique’», en MEFRA 92,
1980, pp.567-576; id., «La formazione della città nel Lazio (seminario, Ro­
ma, 1977)», en DdA n.ser. 2, 1980, pp. 165-187.

91
John Scheid
4. Véanse los análisis de F. COARELLI, «II comizio dalle orígini alia fine de-
lia Repubblica: cronología e topografía», en PP 174, 1977, pp. 166-238 y en
D Foro romano. I. Periodo arcaico, Roma 1983, pp.119-226.
5. G. DUMÉZIL, Religion romaine archaïque, pp.307-321.
6. Ibid., pp.93-98; id., «Chronique de l’inscription du Lapis niger», en Ma­
riages indo-européens, Paris 1979, pp.259-293. Allí se puede encontrar toda
la bibliografía relativa a esta controversia.
7. F. COARELLI, H Foro romano, pp. 11-118.
8. J. Bleicken , «Kollisionen zwischen Sacrum und Publicum», en Hermes
85,1957, p.447.
9. A. M agdelain , «Le suffrage universel à Rome au Ve siècle av. J.-C.», en
CRAI, 1979, p.699.
10. C. NlCOLET, Rome et la Conquête du monde méditerranéen, I, Paris
1977(1981), pp.412-414.
11. Véase J. RUFUS F ears, «The coinage of Q. Comificius and augurai
symbolism on late Republican denarii», en Historia 24,1975, pp. 592-602.
12. Véase E. RAWSON, «Religion and politics in the late second century B.C.
at Rome», en Phoenix 28, 1974, pp.193-212; T. Cornell , «Some observa­
tions on the “crimen incesti”», en Le Délit religieux', J.-Cl. R ichard , «Sur
quelques grands pontifes plébéiens», en Latomus 27,1968, pp.786-801.
13. Véase al respecto L. MERCKLIN, Die Cooptation der Römer, Mitau-
Leipzig 1848, pp,115ss. E. Pais, «L’elezione del Pontefice massimo per
mezzo delle XVII tribu», en Richercbe sulla storia e su1 diritto pubblico di
Roma, Roma 1915, ser. 1*, pp.339-346, data esta reforma entre los años
255-252. En cambio, L. ROSS TAYLOR, «The election of the pontifex maxi-
mus in the late Republic», en CPh 1942, p.421, n.l, se niega a precisar fecha
alguna e inscribe la reforma en el periodo cubierto por la segunda década de
Livio (292-219).
14. L. M ercklin , op.cit., p. 138; J. Bleicken , Hermes 1957, p.357.
15. Sobre la ley Domicia véase L. MERCKLIN, op.cit., pp. 135-143; L. ROSS
T aylor , CPh 1942, pp.421-424; E. Parrish , «M. Crassus Pontifex: By
whose patronage?», en Latomus 36,1977, pp.623-633.
16. T h . M ommsen , Staatsrecht2,2, 1, p.28 = Droit public, 3, p.32.
Mommsen tiene razón, sin lugar a dudas, al suponer que la posición emi­
nente de los epulones se alcanzó en este momento, cuando se añadieron a
los tres grandes sacerdocios del Estado. Aún se puede añadir otro argumen-

92
La religión en R oma
to al respecto: los cuatro sacerdocios afectados por la ley Domicia eran,
prácticamente, los únicos que guardaban relación con la religión pública co­
mo tal y expresaban a la perfección el aspecto republicano de la religión,
frente a las sodalidades, que representaban una solidaridad de otro tipo, en
cierto modo prepoliádica. De alguna manera, los septénviros participan de
las competencias de los pontífices, sobre todo en una cuestión importante:
los juegos.
17. Ibid
18. Ibid., pp.17-18 = Droitpublic, 3, pp.19-21.
19. Según E. PAIS, op.át., la asamblea de las 17 tribus, instituida para la
elección del pontífice máximo, pretendía demostrar que el pueblo no deten­
taba sino una parte de la potestad de nombramiento, en tanto que la otra
parte quedaba en manos del colegio pontificia!, que procedía a la nominado
de los candidatos y, luego de la elección, a la cooptación del elegido. J.
BLEICKEN, Hermes 1957, p.357, considera que esta minor pars populi, este
pueblo que no lo es, traducía el principio fundamental de que lo sacrum no
podía estar sometido a lo publicnm. Tal es la interpretación que aquí segui­
mos.
20. De hecho, sólo disponemos de dos textos algo precisos: Tito Livio Epí­
tome 89; Servio Comentarios a la Eneida 6.73 (texto restituido). Puede verse
también una noticia en Aurelio Víctor Sobre los hombres ilustres 75. El au­
mento del número de decénviros a 15 y el de los triúmviros a 7 se deduce de
textos referidos a las reformas de César: Dión Casio 42.51.4, 43.51.9. Véase
G. W issowa, RKR, p.485, n.5.
21. Considerando que el número de magistrados regulares fue aumentado
de 23 (10 cuestores, 4 ediles, 7 pretores, 2 cónsules) a 34 —un tercio, por lo
tanto—, resulta interesante constatar que el de los sacerdotes pasó de 31 (9
pontífices —sin los flámines—, 4 augures, los decénviros y los triúnviros) a
52, es decir, que su aumento ha sido también de un tercio. Se sabe, además,
que al propio tiempo se dobló el número de senadores. Frente a Th .
M ommsen , op.cit., p.24, Droit public, 3, pp.27-28, seguimos a L. Ross
T aylor , CPh, 1942, pp.421-424, y admitimos que Sila no ha llegado a mo­
dificar el principio de la elección del pontífice máximo.
22. Cicerón Sobre su casa 45.117-118. Dionisio de Halicamaso presenta la
elección de los sacerdotes desde el mismo punto de vista. Sobre el trasfondo
ideológico de su obra véase E. G abba, «Studi su Dionigi d’Alicamasso», en
Athenaeum 38, 1960, pp.176-225; 39, 1961, pp.98-121; 42, 1964, pp.29-41.
93
J ohn Scheid
23. A. C hastagnol , «La naissance de J’ordo senatorius», en MEFRA 85,
1973, pp.583-607; C. NiCOLET, «Les cens senatorial sous la République et
sous Auguste», en J RS 67,1977, pp.20-38.
24. T h . M ommsen , op.cit., pp.11-13; id., Droit public, 3, pp.12-15; E. P ais,
«La relazioni fra i sacerdoci e le magistrature civile nella Reppublica roma­
na», en Richerdhe..., 1,1915, pp.273-335. Sobre las tentaciones monárqui­
cas, véase E. RAWSON, «Caesar’s heritage: Hellenistic Kings and their Ro­
man equals», en 1RS 65,1975, pp. 148-159; J. G agé , «Romulus-Augustus»,
en Mélanges d’arch. et d’hist. 47, 1930, pp. 138-181 y, por supuesto, J. Ru-
FUS F ears, «Princeps a Diis Electus: The Divine Election of the Emperor
as a Political Concept at Rome», MAAR 26, Roma 1977.
25. J. SCHEID, «Les prêtres officiels sous les empereurs julio-claudiens», en
ANRW 2,16, pp.634-635.
26. J. GAGÉ, MEFR 1930, y «Les sacerdoces d’Auguste et ses réformes reli­
gieuses», en Mélanges d’arch. et d’hist. 48, 1931, pp.1-34; G. D umézil ,
Idées romaines, Paris 1969, pp.80-102.
27. Véase J. G agé , «Romulus-Augustus», Mél. d ’arch. et d’hist., 1930,
pp.138-181.
28. C.M. Stibbe - G. Colonna - C. D e Simone - H.S. Versnel , Lapissa-
tncanus. Archeological, Epigraphies!, Linguistic and Historical Aspects of
the New Inscription from Satricum, ’s-Gravenhage 1980.
29. A. P iganiol , Histoire de Rome (Clio. 3), Paris 1939, p.33.
30. F. A ltheim , La Religion romaine antique, Paris 1955, p.66.
31. Ibid, p.14.
32 Ibid, p.163.
33. G. D umézil , Naissance de Rome, Paris 1944, pp.9ss.
34. G. D umézil , L ’Héritage indo-européen à Rome, Paris 1949, p.36.
35. Ibid., p.71.
36. Por ejemplo, G. DUMÉZIL, ibid., pp.29s.
37. L. D umont , Homo hierarchicus. Le système des castes et ses implica­
tions, Paris 1979^, pp.93ss.
38. A.M. Bietti Sestieri et alii, Ricerca su una comunità del Lazio protos-
torico, Roma 1979.
94
La religión en Roma
39. Estas páginas ya han aparecido con anterioridad en la revista OPUS 2,
1983, donde se pueden encontrar otros estudios sobre G. Dumézil. Véase
G. D umézil , L ’Héritage indo-européen à Rome. Introduction aux séries
«Jupiter Mars Quirinus» et «Les mythes romains» (= Héritage), Paris 1949,
pp.29-31. Recientemente, también en Le Nouvel Observateur, 14-20 de ene­
ro de 1983, p.20, a propósito de los delirios nostálgicos de algunos autores
contemporáneos: «Pregunta: Al recibirle en la Academia Francesa, Claude
Lévi-Strauss recordaba hasta qué punto usted se había desligado de aqué­
llos que todavía hoy sueñan con un “alma indoeuropea”. G. Dumézil'. ¿Qué
es el “alma indoeuropea”? Todo lo que puedo decir es que lo que acierto a
entrever del mundo indoeuropeo me habría horrorizado. No me habría gus­
tado vivir en una sociedad en la que existía un Mannerbund... o los druidas.
En la medida en que podemos imaginárnoslos a través de sus herederos, los
indoeuropeos no debieron ser gente que valiera la pena frecuentar. Vivir en
un sistema trifuncional me haría sentirme como en una prisión. Estudio, sí,
las tres funciones, exploro esta prisión, pero nunca habría querido vivir en
ella. Si me encontrara entre los antropófagos, trataría de averiguar sobre
ellos todo lo que pudiera, pero procuraría estar bien lejos de la marmita.
No, prefiero a los griegos. [...] Pregunta: Sin embargo, hay quienes se refie­
ren a sus trabajos en la creencia de que en ellos se puede encontrar un elogio
de la ideología indoeuropea. G. Dumézil: Sólo me puedo responsabilizar de
lo que hago o apruebo públicamente. Hay estudios que, supuestamente, si­
guen la línea de mis trabajos y, sin embargo, me horripilan. No tengo nada
que decir al respecto. No deseo ocuparme de los fantamas de otros...». Véase
igualmente Georges Dumézil. Cahierspourun temps, Paris 1981, pp.38-39.
40. Héritage, p.64. Véanse también las pp.20, 36 y 44, así como «Civilisa­
tion indo-européenne», en CS 34,1951, p.223.
41. RHR 138, 1950, p.228. Cf. igualmente la p.313. La delimitación de las
estructuras anteriores en Roma es posterior a este estadio del análisis, así
que no domina, en modo alguno, la primera fase de la investigación.
42. Héritage, p.65. Cf. Mythe et Epopée (= ME), III, París 1973, pp,13ss.
43. Héritage, pp.37-38.
44. Ibid., p.39.
45. Por ejemplo, Rites indo-européens à Rome (Collection Études et com­
mentaires, vol.19), Paris 1954, p.7.
46. ME, 1 ,1968, p.10.
47. REL 34, 1956, pp. 109-110.
48. Héritage, pp.62-63.

95
John Scheid
\
49. Ibid., pp.80-81.
50. Ibid., pp.58ss.
51. /& tf,p.l01.
52. Ibid., pp.l20ss.; id., Servius et la Fortune: essai sur la fonction socia­
le de louange et de blâme et sur les éléments indo-européens du cens ro­
main (= Servius), Paris 1943, pp. 147-148.
53. ME, I, p.23.
54. Loki, Paris 1948, p.82. En la p.87 describe «la hipercrítica como la enfer­
medad natural del conjunto de la filología abandonada a sí misma». Vale la pe­
na leer su requisitoria, que abarca las páginas 81 a 168, es decir, el segundo capítulo
de Loki completo. Véase también Mitra-Varuna. Essai sur deux représentations
indo-européennes de la Souveraineté, Paris 1940, pp.28-29; Horace et les Cu-
riaces, Paris 1942, pp.40-41; Heritage, pp.100 y 137.
55. Loki, pp.87-88.
56. Ibid., p.88.
57. Ibid., p.89.
58. Ibid, p.90.
59. W. JAEGER, Paideia. Die Formung desgrieschischen Menschen, Leip­
zig 1934, pp.6ss. (= Paideia. La formation de l ’homme grec, Paris 1964,1,
pp.l5ss.).
60. Horace, pp.32 y 128; Servius, pp.25-26. Véanse, sobre todo, los siguien­
tes pasajes de Héritage', pp. 124-125 y 248-249.
61. Héritage, p.248. Dumézil llegaba, incluso, a vislumbrar un tiempo «en el
que unas técnicas educativas audaces y unos manuales bien confeccionados
permitan enseñar a la élite de los jóvenes escolares el suficiente latín, griego,
sánscrito, hebreo, árabe y chino, como para que se encuentren en condicio­
nes, si no de dominar, si, al menos, de utilizar en su formación general los
seis mayores monumentos erigidos por la humanidad en la Antigüedad»
(p.250).
62. Héritage, pp.43-44.
63. L. Wittgenstein , «Remarques sur Le Rameau d ’or de Frazer (1930,
etc.)», en Actes de la recherche en sciences sociales 16, 1977, pp.35ss.; E.
L each , «Frazer et Malinowski. Sur les “Pères foundateurs” (1965)», en
L ’Unité de l ’homme, Paris 1980, pp. 109-142; M. DOUGLAS, Delà souillure.
96
La religión en R oma
l
Essai sur Jes notions de pollution et de tabou (Purity and Danger), Paris
19812, pp.43-45 y, más en general, la parte inicial del libro.
64. B. BRAVO, Philosophie, Histoire, Philosophie de l’histoire, Wroclaw -
Varsovia - Cracovia 1968, p.6.
65. Ibid., p.5. Se encuentra en este libro indispensable (de forma resumida,
en su introducción) una excelente descripción de las diversas tendencias pre­
sentes en la historia antigua.
66. J. HASEBROEK, Griechiscbe Wirtschafts- und Gesellschañgeschichte bis
zur Perserzeit, Tübingen 1931, p.X, citado por B. Bravo.
67. Además de las referencias explicitas, toda la concepción de los hechos
sociales y, de forma especial, la elección de la sincronía para resolver ciertos
problemas, así como el empirismo, vienen condicionados por las enseñanzas
de los sociólogos.
68. Véase, por ejemplo, Héritage, pp.30ss. También es significativa su re­
nuncia a preguntarse por el origen de las correspondencias que deduce, de
pleno acuerdo con una de las posturas mantenidas por la filología de co­
mienzos del XIX y también con quienes las han retomado en la actualidad,
frente a la Entstehungs- y Entwicklungsgeschicbte (cf. Bravo, op.cit.,
pp.óss.). El objeto del estudio lo constituyen las correspondencias, no los
indoeuropeos como tales, así como las evoluciones divergentes de los mitos
o los ritos en los que se descubren relaciones de parentesco, no el mito tal
cual era en su origen (p.31).
69. La misma explicación serviría para un L. Gemet que ha encontrado la
etnología plenamente vigente, y a lo largo de un período bastante extenso,
en el Magreb.
70. Por citar un ejemplo, el famoso Essai sur le sacrifice de Mauss y Hubert
(1898) sigue determinado por la primada asignada al modelo cristiano. Véase
M. D etienne , La Cuisine du sacrifíceen pays grec, París 1979, pp.26-28.
71. Loki, p.90; Héritage, p.99.
72. ME, I, p.16.
73. ME, ID, pp,14ss.
74. Cahiers pour un temps, París 1981, pp. 18-19. Evidentemente, también
es patente la influencia de Granel en su rechazo del dogmatismo: véase L.
G ernet , Prefacio a M. G ranet , Études sociologiques sur la Chine, París
1953, p.V.

97
John Scheid
75. Véase el artículo de L. D umont en L ’A rc 48,1972 («M. Mauss»), pp.8-
21, especialmente las pp. 18-20.
76. Véase, por ejemplo, la reseña de los libros de O. Grundler y J. Geyser a car­
go de M. MAUSS en Année soáologiquc n.ser. 1,1925, pp.381-383 = Oeuvres,
I, París 1968, ed. V. Karady, pp.157-159, donde alude brevemente al «parentes­
co seguro que une a la sociología con la forma en que M. Scheler y sus comen­
tadores plantean la cuestión» en el ámbito religioso.
77. Véase, por ejemplo, ME, m , pp.341-342; Le NouveJ Observateur, 14/20
junio, 1983, p.21.
78. En la entrevista publicada en los Cahierspovr un temps, Dumézil explica
su postura, que describe como «una elección, un poco a disgusto» (pp.21-22).
Queda el problema de la teoría de la difusión de los temas indoeuropeos. Du­
mézil, como la mayor parte de los especialistas, opta por una explicación a par­
tir de los contactos históricos, aunque no deja de considerarla como una simple
hipótesis. Ahora bien, este debate, todavía en vigor, va más allá del hecho de
que las estructuras en cuestión se encuentran en puntos muy alejados en el
tiempo y el espacio. Con todo, aún se pueden plantear otros intentos de expli­
cación. Véase, por ejemplo, C. LÉVI-Strauss, Anthropologie structuraJe, Pa­
rís 19742, pp.269-294.
79. Para que se pueda hablar de estructura trifuncional son precisas cinco
condiciones. En primer lugar, que los tres términos (o seis, en la fórmula de
seis valencias) se encuentren lo suficientemente diferenciados; segundo, que
los términos sean, al mismo tiempo, solidarios, y que se los presente como
tales; tercero, que sean homólogos (por ejemplo, deben ser todos dioses, o
todos hombres, etc.); cuarto, que la explotación de las relaciones sea ex­
haustiva y que no haya lugar para otro término; quinto, que todos estos
rasgos resulten evidentes, al menos, para dos de los tres términos
80. Tarpeia. Cinq essais de philologie comparatíve indo-européenne, París
1947; Rituels, Quaestiunculae indo-italicae,!1. Tres reglas del acdes Ves-
tae en REL 37,1959, pp.94-101.

98
¿UNA RELIGIÓN EN CRISIS?
Hemos podido constatar en las páginas precedentes que en
Roma política y religión se encontraban indisolublemente uni­
das: la religión se desarrollaba en el campo específico de la po­
lítica. No ha de extrañar, pues, que también la política invadie­
ra el campo de la religión. Tampoco sorprende que la religión
romana haya reflejado en cierto período el papel de primer or­
den desempeñado por la nobleza en la vida de la República.
También habremos de considerar «normal» que la religión de
finales del II a.C. se haya visto muy influenciada por la activi­
dad de los «populares». No es en este plano, pues, donde he­
mos de buscar las razones de una crisis. Sin embargo, más allá
de los cambios ya reseñados en relación con el rol de los sacer­
dotes (responsabilidad, en último término, de todas las faccio­
nes en lucha), existe esta crisis. Un pontífice máximo será asesi­
nado, y un flamen de Júpiter, empujado al suicidio: su puesto
quedará vacante tras el crimen. César se burla del derecho au-
gural, y son muchos los senadores que dan la impresión de son­
reír, como el Poncio Pilatos de Roger Caillois, ante las viejas
«supersticiones» de una religión ya superada. Son, todos ellos,
signos inequívocos: existe una crisis o, al menos, los indicios de
un cambio.
Para delimitar el problema hemos de partir de lo específico
de la religión romana, recordando que cuando un suceso nuevo
llega a modificar, si no transformar, profundamente el equili­
brio tradicional de la sociedad, sus repercusiones en el plano
religioso —expresión suprema de la armonía republicana—
son inmediatas. Ahora bien, en el curso de los dos siglos que
99
John Scheid
preceden al Imperio se produce en Roma un hecho de impor­
tancia: capital: la expansión, el imperialismo romano. Vencedo­
ra en las Guerras Púnicas, Roma conquista el Oriente helenísti­
co; a continuación, el Occidente céltico, para acabar por con­
vertirse en el imperio universal que todos conocemos. Un suce­
so de tal importancia no podía dejar de suscitar en Roma
problemas políticos, sociales, económicos, culturales y religio­
sos. Consecuentemente, no es posible estudiar la vida religiosa
de esta época si no es en relación con la extensión desmesurada
del Imperio y las contradicciones internas de la sociedad roma­
na. Dos son las mutaciones que se destacan con más nitidez: un
cambio en la posición de la aristocracia —detentadora del cul­
to— con relación a la religión, y una transformación del carác­
ter mismo de la religión tradicional, que acabará por fundar la
«nueva» religión del Imperio. Sin embargo, conviene precisar
cuál era la situación a finales del II a.C., antes de pasar a estu­
diar ambos acontecimientos.1

1. LA ARMONIA RELATIVA
Podemos considerar, desde una perspectiva global, que en el
siglo III ha existido una relativa armonía social, económica y
política en Roma. La autoridad se encontraba en manos de la
nobilitas patricio-plebeya, heredera de la ideología de quienes
habían gobernado la Roma de los siglos V y IV a.C. Esta rela­
tiva coherencia y homogeneidad social hallaba su reflejo en
una cultura más o menos unitaria, cercana en su esencia a la
cultura italo-helenística de la misma época. No ha de extrañar,
pues, que también haya existido una gran unidad y armonía en
el plano de la religión, aun en el transcurso de las crisis más
graves. Ésta es la razón que explica que el funcionamiento de la
religión en el siglo III haya sido considerado en los últimos
100
La religión en R oma
tiempos de la República y los comienzos del Imperio como un
punto de referencia ideal. Pero son numerosos los eruditos que
parecen negar semejante armonía y hablan, en relación con es­
ta misma época, de helenizadón, alteración y crisis religiosa (du­
rante la Segunda Guerra Púnica). ¿Qué ha ocurrido en realidad?
los nuevos cultos introducidos en Roma durante el siglo III,
antes de la Segunda Guerra Púnica, son, sobre todo, los de Es­
culapio y la pareja Dis-Proserpina. ¿En qué medida ha podido
suponer su introducción una contradicción con la homogenei­
dad religiosa1? La religión romana, como todas las religiones
de este tipo, no ha dejado de redefínir, en ningún momento, la
realidad divina que garantizaba y consagraba el estatuto de la
ciudad. Siempre que lo ha considerado necesario, la República
ha introducido divinidades originarias de otras ciudades: era,
para Roma, una forma de hacer frente a sus propias contradic­
ciones, de «vivir» su religión, a la vez que una extensión del do­
minio que ejercía, dominio que se traducía en el plano civil en
la concesión del derecho de ciudadanía. Ahora bien, antes del
siglo III estas divinidades pertenecían a ciudades itálicas más o
menos próximas, en tanto que, a partir de ahora, los contactos
internacionales de Roma desbordan ampliamente los límites de
la península. Así, cuando la ciudad juzga necesario, tras una
epidemia de peste (en 293), redefinir el aspecto «higiénico» en
el culto romano, se dirige a uno de los más célebres santuarios
especializados en estas cuestiones, el de Asclepio en Epidauro.
La empresa es acometida bajo el control de las autoridades ro­
manas, tras la consulta de los Libros Sibilinos y el envío de una
embajada oficial a Epidauro. El templo del nuevo dios queda
instalado fuera del pom oerium , en la isla Tiberina. Esta natu­
ralización —relativa, ya que respetaba los aspectos específicos
del culto y lo relegaba fuera del pom oerium — debe entenderse
como un hecho romano. Del mismo modo que, a un nivel infe­
rior, una falta ritual dada a conocer por ciertos signos codifica­
dos (un mal augurio; la no litado, es decir, la no aceptación de
101
John Scheid
un sacrificio por una divinidad) debía ser investigada y enmen­
dada lo antes posible, también las faltas o errores más impor­
tantes, puestos de manifiesto repentinamente por una calami­
dad, exigían ser conjurados urgentemente y con los medios
apropiados. En el caso que nos ocupa, los especialistas habían
descubierto la falta, la ausencia de un dios que garantizase la
buena salud física de la comunidad, así como el medio para ex­
piarla: crear un culto a Esculapio2. Por otra parte, no pode­
mos excluir, siguiendo a J. Gagé3, que Roma también haya te­
nido en cuenta la popularidad de este culto en el mundo griego,
quizá en la Magna Grecia: dicho de otro modo, que hayan
existido intereses propiamente políticos. Lo mismo que el culto
de Hércules, reformado unos veinte años antes, el de Esculapio
ha podido desempeñar un papel integrador y federativo de cara
a las ciudades de la Magna Grecia. En el caso de que esta hipó­
tesis fuera cierta, la introducción de Esculapio habría venido
determinada, en parte, por la actividad de Q. Ogulnio —cuyo
nombre se encuentra ligado a la célebre ley sacerdotal del
300—, que fue, junto con su hermano, promotor, precisamen­
te, de una política religiosa «federativa». El hecho de que se ha­
ya ido a buscar a Esculapio hasta la propia Grecia, a su más
célebre santuario, se explica por la gravedad de la epidemia y
por la dimensión mediterránea que Roma ya había adquirido:
en modo alguno se trata de la adopción servil de una moda ex­
tranjera. Esculapio se hace romano porque los intereses de Ro­
ma reclaman esa «naturalización», porque se invita a las ciuda­
des vinculadas a este culto a entablar una relación estrecha con
Roma. Se trata, en suma, de una evocado pacífica, una apertu­
ra al dios y a las ciudades que lo veneraban.
La primera celebración de los Ludí Tarentini en 249 trae
consigo una nueva «modernización» de un aspecto de la reli­
gión, con la introducción de dioses de procedencia griega: Dis
y Proserpina. H. Le Bonniec4 propone datar la reforma del
culto de Ceres entre los años 249 y 218. Las grandes lagunas
102
La religión en R oma
existentes en la documentación no permiten escoger entre los
años 249 (que resulta bastante apropiado, aunque, a tenor del
testimonio de Amobio Contra las naciones 2.73, constituye
una datación demasiado alta) y 226 (tumultus Gallicum), que
se ajusta al relato de Amobio, pero a costa de suscitar otros
problemas. Teniendo en cuenta los aspectos federativos de la
introducción del culto de Dis y Proserpina, puestos de mani­
fiesto por H. Le Bonniec, cabe preguntarse si este argumento
no permitiría rehabilitar la fecha de 249, tanto más cuanto que
la reforma de los Ludí Tarentini parece haber perseguido el
mismo fin. Dicho brevemente, en un momento difícil de la Pri­
mera Guerra Púnica, ciertos presagios alarmantes han puesto
al descubierto un desequilibrio, una tara, en el culto. A partir
de aquí se ha procedido con arreglo a la tradición: los decénvi-
ros han recomendado, tras la consulta de los Libros Sibilinos,
la celebración de los Ludí terentini, con la unión de ritos roma­
nos y el culto de una nueva pareja divina, Dis y Proserpina,
que remite claramente a la Magna Grecia, cuya fidelidad es
crucial en estos momentos5. Tales episodios ponen de mani­
fiesto el funcionamiento del pensamiento religioso romano.
Apoyándose en un prodigio determinado, que hace patente la
falta de armonía, las autoridades romanas redefinen la relación
de la República con los dioses, su visión del mundo, teniendo
en cuenta para ello todos los datos, a la vez que trascienden el
plano contingente de la epidemia para ocuparse del sentido
teológico profundo que en ella se encierra. Mucho habría que
decir sobre este tipo de intervención, especialmente acerca de la
exégesis alegórica del prodigio y sus premisas: un suceso inter­
no pasa a transformarse en una revelación metafísica de alcan­
ce general, que da a conocer la parcial inadecuación de la Re­
pública a las nuevas situaciones originadas por la expansión y
los conflictos o, dicho con pocas palabras, la existencia de una
visión parcialmente falsa del mundo. De la expiación del prodi­
gio propiamente dicho —y luego de haber recabado el consejo
103
John Scheid
de los dioses a través de los Libros—, los magistrados, el Sena­
do y los sacerdotes pasan a reordenar el pensamiento y las in­
tenciones de la ciudad, adaptando la ideología a la situación
histórica: todos estos cambios son anunciados al mundo de
forma solemne. A pesar de la innegable realidad de los intere­
ses materiales de Roma, sería erróneo explicar estos sucesos
únicamente desde la perspectiva de un pragmatismo cínico.
De todos estos ejemplos se desprende que la apertura reli­
giosa romana tenía, sobre todo, un valor político y diplomático
(algo que, a la postre, venía a comulgar con la esencia misma
de la religio): se trataba de asegurar el éxito de la República e
integrar estrechamente a los italiotas, cuya fidelidad era una de
las cuestiones que se ventilaban en la guerra de Aníbal6. En re­
sumen, estos nuevos cultos estaban poniendo los fundamentos re­
ligiosos —y políticos, por tanto— de la nueva Roma, que des­
bordaba ampliamente sus fronteras para reunir progresivamen­
te bajo su hegemonía un número cada vez mayor de ciudades y
pueblos. Dicho de otro modo, esta comunión cultual revela la
estructura de relaciones políticas que existía o debía existir en­
tre Roma y sus ciudades.
No cabe hablar, pues, de crisis en relación con estos nuevos
cultos. Conviene tomar como punto de referencia, no al indivi­
duo o a los dioses afectados, sino a Roma, sus intereses y sus
relaciones con las ciudades de las que procedían los cultos. No
se trata de que los individuos se convirtieran a ellos y abando­
naran su fe: antes bien, era Roma la que enriquecía su patrimo­
nio político y religioso. El hecho de que los individuos —sería
preciso, además, saber cuáles: ¿los ciudadanos ó los extranjeros
originarios, precisamente, de las regiones en cuestión?— hayan
comenzado a venerar poco a poco a estos dioses (Esculapio,
por ejemplo) no es mas que una consecuencia menor del fenó­
meno estudiado, en modo alguno determinante. Todos estos
sacra peregrina son, antes que nada, sacra publica. Además, tal
y como ha demostrado J.A. North7, la introducción de nuevos
104
/■

La religión en Roma
cultos no constituye, en absoluto, una novedad o una ruptura
en la tradición religiosa de Roma.
Considerada desde esta perspectiva, la «crisis» religiosa de la
Segunda Güera Púnica ya no se presenta como una ruptura ra­
dical. Lo que ocune es que, en la medida en que la ciudad se en­
cuentra en ocasiones al borde de una catástrofe irremediable, la si­
tuación se toma infinitamente más grave, y sus repercusiones en el
plano religioso son mucho más espectaculares. Se pueden distin­
guir dos series de acontecimientos religiosos: la represión de las su­
persticiones y la solución de ciertos desequilibrios descubiertos en
el sistema religioso. Tales sucesos han sido objeto de profundos estu­
dios a cargo de J. Gagé, R. Schilling y G. Dumézil, así que aquí
nos limitaremos a describirlos a grandes trazos8.
En 213-212 el Estado lleva a cabo una severa represión en el
ámbito religioso de todo aquello que no sea compatible con el
culto: los profetas, los sacrificadores y los predicadores que ha­
bían ocupado, al pairo de los desastres militares y el profundo
desconcierto de las autoridades romanas, el espacio reservado
a la religión pública. Las angustias personales podían expresar­
se con total libertad: en Roma no había más que individuos
que buscaban tranquilidad, sin reparar en los medios para lo­
grarla, ante la catástrofe que amenazaba a la comunidad políti­
ca. La propia Roma no existía: como escribe Livio, «parecía
que, de repente, o bien los hombres, o bien los dioses, habían
cambiado» (25.1.6-12). La crisis política había acarreado di­
rectamente la disolución momentánea de la religión comunita­
ria, y los ritos, celebrados en el más completo desorden, habían
dejado de definir a la ciudad romana: Roma ya no era romana.
Con el «nuevo culto» parecía haberse instalado otra ciudad
dentro del pom oeríum , una ciudad que, al menos en el plano
religioso, estaba en manos que quienes normalmente no la diri­
gían: las mujeres y la plebe del campo. El episodio permite ob­
servar con precisión los contrastes que podían existir dentro del
sistema religioso. La religio correcta era patrimonio de las cia­
105
John Scheid
ses superiores de la ciudad, de los boni\ se distinguía con niti­
dez, en razón de su naturaleza estrictamente comunitaria, su
carácter ordenado7y su sumisión a los magistrados, de la que
parecía definir esta nueva Roma, la de las mujeres y los «po­
bres» (¡precisamente los que no son movilizados ni moviliza-
bles!), completamente anárquica y centrada en el individuo: un
«nuevo» pueblo que, según Livio, carecía de capacidad para
darse una religión digna de tal nombre. Las clases inferiores no
podían ser piadosas como es debido para el bien de la Repúbli­
ca, sino únicamente para su mal. Las autoridades lograrán re­
hacerse, sin embargo, como en tantas otras ocasiones a lo largo
de estos años difíciles, dispuestas a luchar a muerte contra su
rival, hasta restablecer el respeto al culto público.
Pero la situación persistía: desde el 217 algo no iba bien en
Roma, los desastres y la avalancha de presagios siniestros indi­
caban claramente que la pax deorum se había roto, que la ar­
monía estaba en peligro por culpa de la ciudad. Así las cosas,
sacerdotes y magistrados se entregan a una búsqueda enfebre­
cida para saber qué rito había sido mal cumplimentado, cuáles
eran las taras ocultas del edifídio cultual. Esta expiación sólo
podía ser comunitaria: toda solución individual del problema
quedaba proscrita en tanto Roma se fortalecía. La política reli­
giosa desarrollada por la aristocracia romana, con el impulso
fundamental de Fabio Píctor, fue conservadora y, en líneas ge­
nerales, rutinaria. En un primer momento, llevó a la introduc­
ción en Roma de dos novedades religiosas: la importación de
Venus Ericina y la creación de los Ludí Apollinares. Como ya
se ha demostrado, la «política religiosa» de las autoridades ro­
manas venía determinada en todo momento por una doble vo­
luntad restauradora y federativa. Mejor dicho, en la medida en
que no existe una «política religiosa» en la Roma antigua, sino
sólo una política, se puede precisar, a través de dos aspectos re­
lativos al campo de la religión, la orientación de la acción polí­
tica y diplomática, de la que son inseparables los aspectos reli­
106
La religión en R oma
giosos. Con sus intervenciones religiosas las autoridades inten­
taban, pues, calmar los espíritus (así se dice, de forma contun­
dente, en el oráculo dèlfico traído por Fabio Píctor, y el nuevo
culto de M eas lo expresa con toda claridad) y cohesionar la
unidad romana (piénsese en la conütas recomendada por los
carmina M arciana), por ima parte, y asegurarse la benevolen­
cia, si no la ayuda, de las ciudades italianas y secundar la diplo­
macia romana en el Oriente griego, por otra parte.
Detengámonos ahora en otra innovación religiosa acaecida
hacia el final de la guerra, una innovación que siempre ha sus­
citado el interés de los historiadores: la instalación en Roma,
en 205-204, sobre el Palatino, de la Gran Madre de Pesinunte,
Cibeles. Observemos, para empezar, que a los ojos de un roma­
no no había diferencia entre el culto de esta diosa y cualquier
otro culto del mundo itálico o griego. En las ciudades de Asia
Menor y, sobre todo, en Pesinunte, la diosa recibía un culto
particular que los romanos conocían y respetaban: cada ciudad
debe tener su propia práctica cultual. Una vez requerida en
Roma, Cibeles fue agregada al panteón nacional, lo que equi­
valía a recibir un culto reglamentado con arreglo a la tradición
romana y sujeto al control del sacerdocio romano: en adelante,
el culto de Cibeles consistiría en la celebración, bajo la autori­
dad del pretor urbano y los ediles curules, de un sacrificio y de
los Ludi megalenses el 4 de abril, a cargo de las familias nobles
—sobre todo, las familias patricias9—. Las ceremonias y ritos
anatolios ligados al culto quedan fuera de la religión oficial:
prohibidos para los romanos, se encontraban confinados den­
tro del recinto del santuario, exceptuando la procesión que
conducía, en el transcurso de las fiestas de abril, a Cibeles a su
baño en el Almo, en los límites del territorio de la ciudad10. En
cuanto al significado de la introducción de Cibeles, propuesta
por los decénviros tras la consulta de los Libros Sibilinos, re­
sulta muy certera la explicación de H. Graillot: «Una triple in­
fluencia puede haber pesado en la determinación de los decén-
107
J ohn Scheid
viros, encargados de inspeccionar los Libros. Movidos por una
idea religiosa, recababan para las armas romanas el concurso
de una divinidad poderosa. Impulsados por una idea política,
consideraban a la gran diosa de Anatolia como la auxiliar in­
dispensable de la diplomacia senatorial. Por último, también
ha debido atraerlos hacia la Idea un prurito de vanidad nobi­
liaria. Pero las pretensiones de la aristocracia gobernante se
confundían en esta ocasión con los intereses del Pueblo Roma­
no. Se convertían en razón de Estado, ya que permitían a Ro­
ma presentarse a renglón seguido como heredera natural de
Asia Menor.»11. Como quiera que la guerra implicaba ahora a
los territorios griegos y Roma necesitaba aliarse con Átalo de
Pérgamo para acabar con Aníbal, aprovechaba para buscar
también, basándose en la leyenda troyana, un «acrecentamien­
to del capital religioso» (Dumézil) por este lado. Además, es in­
teresante observar, con Graillot, que el grupo social que defen­
día esta iniciativa y que, gracias a ella, pasó a un primer plano,
estaba integrado, sobre todo, por los Escipiones, promotores
principales de la ideología «imperial» a lo largo del siglo II a.C.
Sin pretender minimizar la gravedad de las crisis política y
militar que había puesto enjuego la propia existencia de Roma
y que, por fuerza, había tenido consecuencias —o mejor, em­
pleando el lenguaje de los romanos: causas— religiosas, resulta
difícil seguir hablando de crisis religiosa y de transformaciones
profundas. En este sentido, escribe G. Dumézil: «Desde el pun­
to de vista religioso, no existe crisis entre Sagunto y Zama: un
organismo bien construido, firme y flexible, sigue funcionando
sin resquebrajarse, sin agotarse con el ritmo acelerado de los
acontecimientos, con las dos tareas, conservación y adapta­
ción, para las que se ha procurado los instrumentos necesarios
por anticipado: la segunda, casi accesoria, se convertirá, con el
paso de los años, en principal.»12.

108
La religión en R oma
2. LA RUPTURA DEL EQUILIBRIO SOCIO-ECONÓMICO
Y SUS CONSECUENCIAS RELIGIOSAS
La ciudad romana llevaba, pues, en su seno una contradic­
ción que determinarla la historia de los últimos siglos de la Re­
pública. Esta «fisura —que ya había anticipado en sus rasgos
esenciales el contraste entre Catón y el primer Escipión—, que
se desarrollará a lo largo de todo el siglo segundo en tomo al
eje de una contradicción histórica interna de la clase dirigente y
que acabará por arruinar a toda la nobilitas antigua y contem­
poránea como clase hegemónica. Contradicción entre la ten­
dencia a cristalizar las relaciones sociales y políticas agrupán­
dolas en tomo al predominio —que empezaba a quedarse
anticuado— de los beneficios agrícolas, por un lado, y la elec­
ción del imperialismo (contestado a menudo, pero victorioso a
la larga), por otro.»13. Esta contradicción se vio inesperada­
mente acentuada por las consecuencias socio-económicas de la
Segunda Guerra Púnica, y acabó por consolidar la prevalencia,
tras una serie de compromisos y ajustes, de la tendencia «impe­
rialista». Al lado de la pequeña y mediana propiedad agrícola,
todavía predominante en el siglo III, empezaban a desarrollar­
se un nuevo tipo de propiedad y una élite muy restringida, limi­
tada a unas pocas familias. Imperialista en política exterior y
dispuesta a experimentar nuevas formas de poder en el interior,
esta élite basaba su poderío económico en la extensión del lati-
fundium . En paralelo con esta ruptura social y económica, que
también afectaba a la aristocracia, empezaba a producirse una
ruptura cultural en el interior de la cultura romano-itálica. La
nueva élite adoptaba, poco a poco, un helenismo que bebía en
las propias fuentes, en Pérgamo, y luego, progresivamente, un
neoaticismo radical, concebidos como arte de la clase dirigente,
al tiempo que se rompían los lazos con el helenismo itálico,
despreciado con el calificativo de arte «popular». El mismo fe­
nómeno se observa en el plano de la literatura con la adopción
109
John Scheid
del hexámetro dactilico, por poner un ejemplo14. El estoicismo,
adaptado por Panecio para uso del grupo hegemónico romano,
ejerce progresivamente una gran influencia en la ideología domi­
nante. Si en el seno de la ciudad empezaba a abrirse una brecha
social, política y cultural tan profunda, el ámbito religioso no po­
día verse libre de sus efectos. ¿Podemos decir que, efectivamente,
se da el mismo fenómeno en el plano religioso?
Para responder a esta cuestión compleja —que aquí no po­
demos tratar de forma exhaustiva— creemos que será de gran
utilidad comenzar por uno de los personajes más discutidos de
la religión romana: Q. Mucio Escévola. En efecto, el pensa­
miento de este hombre permite delimitar toda la problemática
planteada y establecer una comparación con las reflexiones de
otros intelectuales de los dos últimos siglos de la República:
Polibio, Cicerón y Varrón. La historia es conocida. El Pontífi­
ce Máximo Q. Mucio Escévola, perteneciente a una célebre fa­
milia noble y sacerdotal, veía de este modo el fenómeno divino
(transmitido por Varrón, el texto aparece citado en La Ciudad
de D ios de S. Agustín): «Escévola sostenía que había que dis­
tinguir tres categorías de dioses: una introducida por los poe­
tas, otra por los filósofos y la tercera por los hombres del esta­
do. Según él, la primera categoría era un puro divertimiento, y
contenía numerosas invenciones indígenas sobre los dioses. La
segunda no convendría a las ciudades, ya que comporta super­
ficialidades e, incluso, ideas cuyo conocimiento puede ser per­
judicial para los pueblos» (S. Agustín La ciudad de D ios 4.27,
Varrón Antigüedades divinasfr.7, ed. Cardauns)15.
La gran novedad aportada por Mucio al viejo sistema de la
«teología» tripartita consiste en la introducción en esta clasifi­
cación de un orden jerárquico, cuyo punto de referencia es la
religión de la ciudad. El primer tipo, la teología poética, reci­
be un rechazo radical por parte de Escévola, que se sitúa así
en una tradición filosófica bien conocida y, a la vez, en una
tradición nobiliaria rom ana contraria a toda actividad y pro­
110
La religión en R oma
ducción intelectual que no remitan a la ciudad y a la práctica
política. Con arreglo a los argumentos que el propio Varrón in­
voca para rechazar la teología mítica (fr.7 y 10, ed. Cardauns),
no es difícil darse cuenta de que habla de las producciones poé­
ticas y, sobre todo, del teatro (fr.10: «La primera teología es,
ante todo, aquélla que conviene al teatro»). Lo más probable
es que también Mucio Escévola estuviera pensando en el tea­
tro, el lugar donde se ofrecían al pueblo los divertimientos so­
bre los dioses. La crítica resulta tanto más pertinente cuanto
que las representaciones teatrales siempre se han hallado vincu­
ladas a las fiestas religiosas16. Semejante confusión de géneros
parecía, pues, peligrosa, si no condenable, en el plano de la reli­
gión pública. Se adivinan por debajo de esta crítica las tensio­
nes existentes en el interior de la clase dirigente: una parte de
ésta ha favorecido, desde la segunda mitad del siglo III, al tea­
tro, en el sentido que ya conocemos.
También la teología filosófica queda descartada, pero de
otra forma. Por un lado, el hecho de abordar el ámbito religio­
so desde un punto de vista filosófico no es condenable en sí: las
explicaciones dadas por este tipo de teología no son rechaza­
bles, sino, simplemente, superfluas. Ahora bien, es inútil que el
pueblo conozca esta teología y practique este tipo de religión.
¿Por qué? El principal reproche de Mucio a esta teología filosó­
fica se refiere, sobre todo, a una de las tesis estoicas, la que pro­
pone un origen humano para algunos de los dioses más impor­
tantes de la Roma tardo-republicana: los Castores, Hércules y
Esculapio17. Es evidente que Escévola también ataca, como
Lelio, a hombres como Lucilio, que podían poner en peligro
con sus poesías, ampliamente difundidas, toda la religio. Lo
que se cuestiona no es tanto el hecho de decir tales cosas como
el lugar donde Lucilio las dice: no es algo que pueda destinar al
pueblo, que es incapaz de comprenderlo. Si, por otro lado, se le
proponen tales ideas, es porque se persiguen fines inconfesables
como, por ejemplo, la contaminación del contenido del culto
111
\
John Scheid
tradicional con nuevas formas, basadas en la apoteosis de los
prim ores, de los hombres de la élite. El episodio de Valerio So­
rano pone de manifiesto los mismos antagonismos (Plinio H is­
toria N atural 3.5.9, Plutarco Cuestiones romanas 61). Lejos de
condenar estas teorías —y dando a entender que se encontra­
ban muy difundidas ya en ciertas capas sociales—, Mucio pare­
ce apuntar sobre todo, además de a las imprevisibles conse­
cuencias de un cambio de la mentalidad religiosa popular, al
elemento dinámico que se ocultaba en ellas: la teoría de la apo­
teosis, utilizada principalmente por Ennio18, daba pie a pensar,
en efecto, que el proceso de divinización de los héroes benefac­
tores se podía repetir, algo que resultaba, en sí, reprehensible.
No hay duda de que Mucio está pensando en todo el grupo
«ilustrado» de la aristocracia romana que había alentado, co­
menzando por los Escipiones, la circulación de este tipo de
ideas. El Pontífice Máximo Escévola no pretendía, pues, de­
nunciar y combatir cierta forma de pensamiento filosófico, si­
no una extensión y divulgación demasiado amplias y, sobre to­
do, complacientes de este pensamiento o, para ser más exactos,
de algunos elementos del mismo. Lo que deseaba era reducir a
unos límites «más explícitamente filosóficos y eruditos una opi­
nión por lo demás bastante difundida y vinculada a motivacio­
nes de diverso tipo»19. La otra tendencia rechazada por Mucio
consistía en una crítica (estoica) del antropomorfismo, que po­
día suscitar dudas entre el pueblo y poner en peligro toda una
vertiente del sistema cultual romano.
Los juicios de Escévola reflejan, en el fondo, la vieja contra­
dicción entre Catón y Escipión. Además, la condena por el pre­
tor Q. Petilio, en 181 a.C., de los libros del Pseudo-Numa —un
montaje descarado del círculo de los Escipiones— se inspira en
los mismos principios y ataca a las mismas teorías que Mucio
rechazaba.
La tercera teología, la más importante, la teología civil, se
encuentra íntimamente ligada al genus philosophicum . la críti­
112
La religión en Roma
ca contra éste abre la vía a aquélla, son los dos extremos de
una alternativa. M udo no opone una filosofía a otra, la verdad
al error, sino, más bien, lo que es útil a lo que puede ser peiju-
dicial, la razón política a la razón filosófica. La religión ofidal
de la ciudad, inspirada, controlada y transmitida por la élite
política, los príncipes civitatis, resulta privilegiada debido a
que es un factor poderoso —el más poderoso— de cohesión del
sistema político20. A menudo se ha calificado de cínica y ma­
quiavélica esta actitud, interpretando las palabras del Pontífice
Máximo como una simple instigación a utilizar el culto como
un instrumento de poder21. No debemos, sin embargo, precipi-
tamos a condenar a la nobleza romana, que no era ni más ni me­
nos cínica que cualquier otra casta política. Además, tal y como
han demostrado P. Boyancé y J. Pépin, el pensamiento de Mudo
no es en absoluto maquiavélico. En efecto, dado que la referencia
fundamental del sistema religioso público no es la verdad filosófi­
ca, sino la utilidad política —jes decir, el bien de la dudad!—, es
normal que el Pontífice Máximo razone en términos políticos.
Por otra parte, no discute el hecho religioso como tal, sino que se
limita a prestar atención exclusivamente al interés público.
En este contexto debemos examinar, brevemente, un célebre
pasaje de Polibio (6.56.6-15) que, a menudo, ha sido mal inter­
pretado. Para empezar, hemos de señalar, con P. Pédech22, que
Polibio no es ese ateo cínico del que se ha hablado con dema­
siada frecuencia. Pero no es esto lo que aquí se discute: la acti­
tud religiosa de Polibio, en el sentido romano del término, su
actitud frente a la religión pública, no se puede deducir a partir
de sus opiniones sobre la inmortalidad del alma o la existencia de
los dioses. Son dos planos sin relación directa entre sí.
¿Cuál es, pues, la actitud de Polibio en este famoso pasaje?
Tal y como subraya B. Cardauns23, conviene establecer ciertas
distinciones:
a) Polibio no habla aquí de la religión en sentido filosófico,
sino de la reiigio, del culto público. Es ésta una institución que
113
John Scheid
él admira porque funciona (6.56.7: «A ella debe Roma su cohe­
sión» y 12: «Los antiguos no actuaron a la ligera ni al azar»).
Dicho de otro modo, Polibio no tiene intención de menospre­
ciar o poner en duda la institución religiosa pública.
b) Sin embargo, es precisamente en su actitud respecto a es­
ta religión donde el paneciano Polibio se desmarca claramente
del pueblo. En su descripción emplea el término deisidamonla
que, desde luego, no se puede traducir por pietas, sino, más
bien, por «miedo (supersticioso) a los dioses»24. Para Polibio,
la deisidamonía es condenable en otros lugares, sin duda por­
que su función no es la misma —o ha dejado de serlo—, como
ocurre, por ejemplo, en Grecia, donde los desastres y catástro­
fes habían hecho vacilar momentáneamente la confianza en los
dioses poliádicos: sólo quedaban la especulación erudita y las
supersticiones. Puede que así fuera. En todo caso, por lo que
hace a Roma, el empleo de este término plantea un problema,
porque parece sugerir que, si bien Polibio conocía la utilidad
del culto público, no por ello dejaba de menospreciarlo. Me
parece una opinión un tanto exagerada, porque no se tacha de
superstición a la religio, sino, más bien a la actitud de un pue­
blo que vive agobiado por el peso de las opiniones tradiciona­
les que subyacen a los ritos y fiestas públicas: se trata, en resu­
midas cuentas, de la religiosidad popular que se organizaba en
tomo a las ceremonias que constituían el culto público, no del
culto público como tal. Un miembro de la clase dirigente hele-
nizada se diferenciaba del pueblo en que razonaba sobre el cul­
to, podía inscribirlo en un sistema de valores y conocía la dife­
rencia entre la religión poliádica y la verdadera teología filosó­
fica, aunque también comprendía la esencia de la vieja religio:
sabe que ésta se encuentra indisolublemente ligada a las estruc­
turas de la República y que no exige otra cosa que creer en su
utilidad y su práctica escrupulosa. En el fondo, Polibio razona
como lo haría más adelante Mucio Escévola: reconoce el valor
supremo del culto público para el interés de la República y esti­
114
La religión en R oma
ma fútiles y criticables, en relación con la teología filosófica, la
«teología» y las creencias populares, pero no deja de reconocer
que éstas en modo alguno contradicen los intereses de la ciu­
dad. Así pues, nada autoriza a pensar que Polibio consideraba
los dioses del culto público como una invención destinada a en­
gañar a la masa, ya que no es esto lo que aquí se discute, sino
sólo la práctica popular del culto público.
Lo que, en definitiva, se deduce de la actitud de Polibio es la
gran distancia que mediaba, ya entonces, entre una élite filoso­
fante y las capas populares. Esta diferenciación no cuestiona la
práctica religiosa como tal, sino que pone de manifiesto las se­
paraciones sociales y culturales ya existentes en Roma.
Al igual que Polibio, Mucio comprendía a la perfección el
funcionamiento de su propia religio: un análisis objetivo, lleva­
do a cabo con los medios más «modernos» —el método filosó­
fico—, había hecho comprender a estos hombres que el hecho
religioso consistía, antes que nada, en la práctica tradicional
del culto. Sabían que la gente practicaba, no porque creyera en
la verdad de la religión, de la que, a menudo, ni siquiera cono­
cía los «dogmas», sino porque así debía hacerlo y porque todos
lo habían hecho siempre de este modo. Tanto mejor si las su­
persticiones se introducían en esta práctica: en sí no tendrían
otro efecto que el de acentuar las distinciones sociales. Ade­
más, la historia proporcionaba la prueba de la validez de la re­
ligión romana tradicional: llevada al rango de argumento teo­
lógico, la experiencia histórica venía a demostrar que el único
—y más sólido— denominador común entre las opiniones indi­
viduales, entre las ideologías de los diversos grupos sociales o
políticos, seguía siendo el viejo culto público.
Por otra parte —como más tarde veremos al hablar de las
supersticiones—, filósofos o no, romanos y griegos aceptaban
los grandes principios de la cosmología en la que se inscribía la
teología poliádica. Lejos de ser «maquiavélicos», Polibio, Escé-
vola y, más tarde, Cicerón y Varrón, analizan la religión roma­
115
John Scheid
na, elemento central del consenso cívico, con notable agudeza.
¿Qué necesidad tenían de aparecer como unos cínicos cuando
el sistema religioso existente, aceptado por la mayoría de los
romanos, consagraba el papel hegemónico de la élite romana?
El pensamiento de Escévola y la problemática que plantea
permiten subrayar una serie de hechos importantes acaecidos a
lo largo del siglo II a.C.:
a) La totalidad de los documentos ponen de manifiesto que
el sistema religioso funcionaba a la perfección, y la mejor prue­
ba de ello es la participación activa y espontánea del conjunto
del pueblo, incluida la élite, en el culto púbüco. La misma ra­
zón explica que esta élite, tuviera o no intención de reactivar el
culto, se haya preocupado de conservar el sistema religioso im­
perante.
b) Con todo, es evidente que se había producido una doble
ruptura en el plano religioso. Una ruptura, en primer lugar, en­
tre el pueblo y la élite. En efecto, la élite socio-política se dife­
rencia ahora del pueblo en que considera el hecho religioso en
términos eruditos, filosóficos. Hasta los más conservadores y
tradicionalistas de entre los nobles razonan ya con arreglo a ca­
tegorías filosóficas importadas. El racionalismo griego deter­
mina poco a poco la ideología de toda la clase dominante. ¡Qué
diferencia frente a aquella élite de los siglos IV y III a.C. que
abordaba el hecho religioso según categorías que podríamos
calificar de «nacionales» o itálicas! Baste con recordar la ex­
traordinaria historia mítica de los orígenes, reconstruida por
los eruditos del IV o el III a.C. con materiales sacados de fuen­
tes diversas, pero compuesta bajo el dictado de una «ideología»
que, tal y como Dumézil ha logrado demostrar, se encontraba
en perfecta armonía con las estructuras profundas, con las lí­
neas maestras del pensamiento tradicional romano. En adelan­
te, la élite encontrará sus categorías formales, no en el universo
mental propio y espontáneo de los romanos, sino fuera de él,
en el sistema de pensamiento de los medios dirigentes helenísti-
116
La religión en Roma
eos, un ámbito del que el pueblo se encontraba excluido por re­
gla general (y por el momento). No cabe mejor caracterización
de esta situación que la propuesta por P. Pédech: «Pero las al­
tas motivaciones de estos hombres y su convicción de ser supe­
riores en inteligencia les impedían adherirse a las creencias or­
dinarias y a las pretendidas revelaciones de las religiones iniciá-
ticas y orgiásticas. Ellos se reservaban para una teodicea más
elevada.»25. Con todo, hemos podido observar, siguiendo a A.
Schiavone, que ciertas capas sociales comenzaban a familiari­
zarse, desde finales del siglo II a.C., y bajo el impulso de una
parte de la élite, con el pensamiento estoico: es éste uno de los
fermentos de la evolución psicológica posterior.
c) La problemática de los tres géneros teológicos pone de
manifiesto, sin embargo, otra ruptura que acabará por deter­
minar toda la historia de la religión y la sociedad romanas: la
escisión, cada vez mayor, entre los defensores de una fidelidad
absoluta a las tradiciones religiosas de un pasado idealizado y
aquéllos que preferían reactivar el contenido de la religión con
arreglo a las categorías filosóficas «modernas». Los primeros
descendían, en línea directa, de la aristocracia del siglo III, de
la que, sin embargo, se diferenciaban profundamente, como
hemos tenido ocasión de ver. Por regla general, se considera a
Catón el Censor como la figura emblemática de esta tendencia,
aunque también el propio M udo Escévola pertenece al mismo
grupo. Frente a estos tradidonalistas se situaba la nueva élite
«imperialista», que surge progresivamente a partir de la Segun­
da Guerra Púnica, siempre en tomo a los Escipiones. Ya he­
mos visto las diferencias que los enfrentaban a los conservado­
res, desde el punto de vista político (primacía de ciertas fami­
lias sobre el resto de la aristocracia, imperialismo), económico
(el latifundium , actividades económicas y ganancias no obteni­
das en el campo, a menudo no confesadas) y cultural. En el
ámbito de la religión, estos nobles tendían a modernizar el conte­
nido del culto —piénsese en la crítica al antropomorfismo y en
117
John Scheid
las teorías sobre la apoteosis, precursoras del camino hacia la
divinización de los nuevos dirigentes de la religión poliádica—.
Esta contradicción entre dos concepciones opuestas de la ciu­
dad se agravará progresivamente hasta explotar, tras una serie
de compromisos, en el curso del siglo I a.C.

3. LA CRISIS DEL SIGLO I


Y SUS CONSECUENCIAS RELIGIOSAS
Los problemas religiosos relacionados con las guerras civiles se
pueden reducir a dos. El primero afecta directamente al culto pú­
blico y constituye, por regla general, el foco de atracción de cuan­
tas reflexiones se han hecho sobre la «vida religiosa» de esta época
agitada: la manipulación de la religión por los partidos en lucha.
El segundo problema, de orden psicológico e ideológico, se puede
abordar a través de las obras de Cicerón y, sobre todo, de Varrón,
donde se hace patente la evolución general de la mentalidad reli­
giosa, al tiempo que se prefigura su desarrollo posterior.

a) La m anipulación del culto público


Casi todos los historiadores están de acuerdo a la hora de
condenar la manipulación cínica de la religión oficial en el cur­
so de las luchas civiles del siglo I. Lo cierto es que, consideran­
do los hechos desde una perspectiva externa, uno podría llegar
a sorprenderse ante el desorden que había invadido la religión:
se asesina a un Pontífice Máximo —nuestro Mudo Escévola—,
se juega con los auspicios, los líderes de los partidos practi­
can un culto en ocasiones bastante ecléctico, los sacerdotes se
enfrentan públicamente espada en mano, dejan de celebrarse los
ritos venerables y se descuidan los templos, las fiestas sirven de
118
La religión en Roma
pretexto para el jolgorio y ciertos sacerdocios, como el flam o-
nium de Júpiter, permanecen vacantes.
Sin embargo, se encuentra en Georges Dumézil, a propósito
de esta época, una observación sorprendente. Escribe, en efec­
to, que «en medio de esta fermentación política y social, la reli­
gión permanece en calma: la rutina de los antiguos cultos con­
tinúa»26. Esta reflexión encierra, sin duda, la clave que permite
comprender el funcionamiento de la religión romana en el
transcurso de la gran crisis, especialmente si consideramos, con
G. Dumézil, que la historia religiosa de Roma se confunde des­
de ese momento con su historia política27.
¿Qué ocurre cuando una comunidad desgarrada por sus
contradicciones políticas, sociales y económicas se descompo­
ne? Con arreglo al carácter profundo de la religión poliádica, la
propia religión ha de sufrir, inevitablemente, los efectos de esta
disolución. Acabamos de observar las divergencias existentes
entre las concepciones que se enfrentaban dentro de la élite ro­
mana. Desde el momento en que tales contradicciones estallan
abiertamente bajo la presión de los acontecimientos, es inevita­
ble que también las concepciones religiosas acaben por oponer­
se radicalmente. Y, con arreglo a la ley interna de la religión
poliádica, cuando dos grupos se constituyen y se combaten, ca­
da uno de ellos ha de poseer su religión, su culto, que lo afir­
ma como tal grupo frente al otro. Al mismo tiempo, sin embar­
go, siguen inamovibles los principios fundamentales de la reli­
gión, y la función del culto continúa siendo idéntica, a pesar de
las diferencias, en los dos campos. Lo único que ocurre es que
ya no existe el culto común, y lo que de él sobrevive ha perdido
todo su contenido. Se puede decir que, en adelante, existen en
Roma dos o más ciudades (la de los silanos y la de los maria-
nistas, la de los cesarianos y la de los pompeyanos...), definida
cada una de ellas por su culto. Como quiera que la conmoción
fue brutal, cada «ciudad» se organizó en tomo a los cultos que
controlaba por medio de sus partidarios. Si, por ejemplo —se­
119
John Scheid
gún una juiciosa observación de L. Ross Taylor28—, los parti­
darios de César habían dejado de reconocer prácticamente los
auspicios y los augurios, controlados por un colegio augural
fiel a sus enemigos, lo más probable es que «nunca hayan vio­
lado el ceremonial que César dirigía como Pontífice Máximo».
Las religiones de los partidos no se diferenciaban demasiado
entre sí y dependían de la voluntad de los im peratoies, afirma­
da con mayor o menor claridad, de proclamarse fuente única
de legitimidad y éxito29. Mario, cuya «política» religiosa ha si­
do revalorizada por J.-Cl. Richard, instituye en Roma «una
forma de poder personal que busca su fundamento en la ideo­
logía renovada del triunfo»30: Sila intentará institucionalizar­
lo31, vinculándolo a una protección divina particular. En cuan­
to a Pompeyo, aunque quizá haya sido el que más cercano se
encontraba a la tradición romana, sólo cabe hablar de fracaso
religioso por no haber «percibido», o no haber querido «perci­
bir», la nueva mentalidad extendida por el mundo romano, di­
rectamente inspirada en las teorías estoicas de las que hemos
hablado, y dependiente, también, de las estructuras más pro­
fundas del poder romano: no ha logrado establecer entre su
persona, su función y la divinidad que aparentemente la definía
y protegía, Venus Victrix, una vinculación tan estrecha como,
por ejemplo, la creada por Sila. César sí ha sabido cómo hacerlo.
Heredero de las tendencias religiosas de la más exquisita élite «im­
perialista», y contando con el enorme prestigio del Pontífice Má­
ximo, ha comprendido a la perfección la nueva psicología reli­
giosa de los romanos. Al insistir en su origen divino se ha ele­
vado —tal y como siempre lo habían predicho los adversarios
de los Escipiones— por encima de sus pares, preparando con
ello su divinización. Al mismo tiempo —y puede que ésta haya
sido su obra más importante—, ha intentado reactivar la totali­
dad del culto romano: con su tentativa de imponer la idea de la
mediación directa del nuevo héroe entre la ciudad y los dioses,
César se ha encontrado investido de un poder formidable. Así,
120
La religión en Roma
por ejemplo, se explica que, siguiendo a Sila, haya puesto es­
pecial acento en el carácter excepcional de sus auspicios per­
sonales: una conducta muy perspicaz, a tenor de su éxito pos­
terior.
Se puede decir, para concluir, que la religión romana ha se­
guido siendo estrictamente la misma en sus fundamentos, aun­
que su unidad se ha roto a causa de los desgarros sufridos por
la ciudad. Se ha dividido en tantas religiones como partidos
había en lucha, hasta el momento en que uno de los herederos
de los «modernistas» del siglo II ha logrado asentar las bases
de una reactivación global de la religión oficial: de ello hablare­
mos más adelante.

b) La evolución de la m entalidad romana


Ya hemos subrayado, siguiendo a A. Schiavone, que cier­
tas ideas de procedencia filosófica se habían difundido bajo el
impulso de la élite «imperialista», antes de ser consagradas
por César. El resultado de la evolución de la mentalidad, de­
sarrollada en tom o a la contradicción entre la vieja ideología
tradicionalista y un pensamiento más «moderno», encuentra
su formulación teórica en la obra de Cicerón y, sobre todo, en
la de Varrón.
Nadie ha defendido con más ahinco que estos dos nobles la
vieja tradición cultual: Cicerón la ha separado escrupulosa­
mente de todo lo que no fuera ella misma (la superstición)32;
Varrón se ha consagrado a un apasionado salvamento de toda
la tradición religiosa romana. Ahora bien, ni Cicerón ni Va­
rrón enfocan la religión desde la misma postura conservadora
de un Mucio Escévola. Ello no quiere decir que preconicen una
nueva religión. Al contrario. Había una realidad incuestiona­
ble: la única religión pública que se podía admitir era la reli­
gión romana y jamás se les habría ocurrido la idea de crear un
nuevo culto. Sin embargo, utilizaban —y aquí radica su dife-
121
John Scheid
renda de M udo— las categorías filosóficas para insuflar nueva
vida a su vieja religión pública. Es en la obra de Varrón donde
mejor se pueden calibrar los progresos alcanzados, de modo es­
pecial en la reanudadón del discurso sobre la teología tripartita.
Varrón, al igual que Cicerón, no diserta ya acerca de los dio­
ses, sino que practica una dencia religiosa33 liberada de atadu­
ras demasiado rígidas con la dudad, una denda racional, pro­
ducida por intelectuales desinteresados y exentos, en sus estu­
dios, de obligaciones y vínculos casi exclusivamente políticos.
Las tres tradiciones sobre los dioses se han convertido en cate­
gorías de una cienda racional, la teología: la más importante
de ellas es la filosofía. Varrón llega a confesar que, si un día se
viera en la tesitura de crear (entiéndase: ex aihilo) una ciudad,
le daría un culto (público) regulado por la razón filosófica:
«[...] si tuviera que fundar una ciudad, consagraría los dioses y
sus nombres con arreglo a una norma extraída, sobre todo, de
la naturaleza» (fr.12, ed. Cardauns). Pero, dado que se encuen­
tra en Roma, que aún es inseparable de su tradición cultual,
Varrón no puede hacer otra cosa que permanecer fiel a la reli­
gión de la ciudad, tal y como es en su momento: «Pero, al for­
mar parte de un pueblo antiguo, ha creído que su deber era
conservar la historia de los nombres y sobrenombres recibidos
de los antepasados, tal y como le había sido transmitida; y su
propósito, al ponerlos por escrito y examinarlos, es el de llevar
al pueblo a honrar a los dioses, en lugar de despreciarlos»
(fr.12, ed. Cardauns). Para él, la religión cívica romana ocupa
una posición intermedia34 que permite el encuentro entre el
pueblo y los entendidos (es decir, la élite). La teología poética
conserva su utilidad —aun cuando, por fuerza, resulte incom­
pleta—, pero se sitúa en oposición a la teología filosófica, por
debajo de la religión cívica (¿entreveía, quizá, Varrón una
«ciencia» popular de la religión, una teología destinada a la
masa?35), en tanto que la teología erudita y racional que carac­
teriza a la clase dominante se encuentra, en términos absolutos,
122
La religión en R oma
muy por encima de la religión poliádica. Esta subordinación
voluntaria de la teología erudita viene determinada por la reali­
dad práctica, ya que sigue existiendo una separación absoluta
entre los sentimientos personales y la religión propiamente di­
cha, y en ningún momento se ha planteado la posibilidad de
reemplazar la religión poliádica por otra nueva. Así las cosas,
se intenta dar, al menos, un contenido más lógico, más accesi­
ble para la razón, a la religión poliádica. Además, en su bús­
queda de una práctica cultual satisfactoria para un miembro de
la élite, Varrón se ha esforzado por crear una ciencia de la reli­
gión romana tradicional a base de exhumar cultos caídos en
desuso, explicándolos (con el recurso, por ejemplo, al método
etimológico) y poniendo de reüeve su originalidad. Así pues, la
teología de Varrón hace patente el resultado de la evolución de
la sociedad romana: por un lado, la élite, instruida por sus inte­
lectuales, practica el antiguo culto con pleno conocimiento de
causa; por otra parte, el pueblo, abierto al pensamiento mitoló­
gico, pero excluido del conocimiento científico, se adhiere con
fidelidad —es decir, en la ignorancia— a la vieja tradición. Ha
desaparecido el miedo de la aristocracia ante la reactivación de
la religión. Varrón mira con simpatía las teorías de procedencia
estoica relativas a la divinización y al viejo antropomorfismo.
Hablando de las supuestas genealogías heroicas, escribe lo si­
guiente: «Es bueno para la ciudad que los hombres superiores
se crean hijos de dioses, aunque sea falso. Porque, fiado en su
ascendencia divina, el espíritu humano concibe proyectos más
audaces, los lleva a cabo con más energía y, por consiguiente,
valiéndose de su seguridad, los concluye con más éxito» (fr.20,
ed. Cardauns)36.

123
John Scheid
N otas
1. Véase al respecto J. NORTH, «Conservatism and Change in Roman Reli­
gion», en PBSR 1974, p.ll, que pone en relación esta práctica con la conce­
sión de la ciudadanía a los extranjeros.
2. Véase J. G agé , Apollon romain. Essai sur le culte d'Apollon et le dévelopr-
pem entdu «ritusgraecus» à Rome, des origines à Auguste, Paris 1955, pp.151-
154.
3. Ibid., p. 151.
4. H. L e Bonniec , Le Culte de Cérès à Rom e des origines à la fin de la R é­
publique, Paris 1958, pp.393-394.
5. J. Gagé , op.cit., pp.233-238.
6. Ibid., p.238.
7. J. N orth , PBSR 1974, pp.8s.
8. J. G agé , op.cit., pp.257-296; R. Schilling , Religion de Vénus, pp.242-
266; G. DUMÉZIL, Religion romaine archaïque, pp.455-472.
9. H. G raillot, Le Culte de Cybèle, M ère des dieux, à Rom e et dans l ’E mpire
romain, Paris 1912, pp.90-91; G. DUMÉZIL, Religion romaine archaïque,
p.471; C. Gallini, «Politica religiosa di Godio», en SMSR 1962, pp.270-271.
10. T. K öVES, «Zum Empfang der Magna Mater in Rom», en Historia 12,
1963, p.330 y G. D umézil , op.cit., p.470. En contra, F. Bömer , «Kybele in
Rom. Die Geschichte ihres Kultes als politisches Phänomen», en MDAIR
71, 1964, p. 132.
11. H. G raillot , op.cit., pp.43^4.
12. G. DUMÉZIL, Religion romaine archaïque, p.444.
13. A. SCHIAVONE, N asata della giurisprudenza, Roma-Bari 1976, p.5.
14. E. L iÉNARD, «Le latin et le carcan de rhexamètre», en Latom us 36,
1977, pp.588-622. Véase también, para un fenómeno parecido, J. SVENBRO,
«Da Simon Skragge a Gunnar Ekelöf. Note per una storia dell'esamentro
svedese», en Studi nederlandesi - Studi nordici 24,1981, pp.7-20.
15. Sobre este problema véase A. SCHIAVONE, op.cit., p.57. Para una revi­
sión critica de las interpretaciones de este pasaje, véase J. PÉPIN, Mythe et
Allégorie, Paris 1958, pp.13-32; B. Cardauns, M. Terentius Varrò. Anti-
quitatesrerum divinarum, Wiesbaden 1976, pp.139-143.

124
La religión en R oma
16. N. ZORZETTI, «Letteratura, religione, politica: una prospettiva interdisci­
plinare nello studio del teatro latino», en Quaderni d i Storia 8, 1978, pp.121-
149.
17. Véase P. Boyanc É, «Sur la théologie de Varron» (1955), en Études sur
la religion romaine, Roma 1972, pp.257ss.; PÉPIN, op.cit., pp.281-283.
18. Ennio Anales 63-64, ed. Warmington (Rómulo); Epigramas 3-4, ed.
Wannington (Escipión Africano).
19. A. SCHIAVONE, Nascita, p.48.
20. Pépin , op.cit., p. 16
21. Véase, por ejemplo, BOUCHÉ LECLERCQ, Le Pontifes de l ’ancienne R o­
me, Paris 1871, pp.312-313; H. Hagendahl , «Augustine and the Latin
Classics», en Studia graeca et latina gothoburgensia 20,1967, p.611, n.3; K.
Latte , Röm ische Religionsgeschichte, Munich 1960, p.277.
22. P. PÉDECH. «Les idées religieuses de Polybe. Étude sur la religion de l’élite
gréco-romaine au IIe siècle av. J.-C.», en RH R 166-167,1965, pp.35-68.
23. Cardauns , op.cit., p.139.
24. J.P. K oets, Deisidaimonia. A contribution to the Knowledge o f the R e­
ligious Terminology in Greek, Utrecht 1929, pp.54ss.; H. DÖRRIE, «Poly­
bius über pietas, religio und Tides (/a Buch 6, Kap. 56)», en M élanges P. Bo-
yancé, Roma 1974, pp.251s.
25. P. PÉDECH, op.cit., pp.64-65.
26. G. D umézil , Religion romaine archaïque, p.506.
27. Ibid., p.507.
28. L. Ross T aylor , La pohtique et les partis à Rom e au tem ps de César,
Paris 1977, p. 183.
29. En relación con todo esto véase R. SCHILLING, Religion de Vénus, pp.267-
324; G. DUMÉZIL, o p dt., pp.505-527, matizado, a propòsito de Mario, por J.-
G. R ichard , «La victoire de Marius», en MEFRA 77,1965, pp.69-86.
30. J.-Cl. R ichard , ibid., p.85.
31. J. BAYET, «Les sacerdoces romains et la prédivinisation impériale», en
Croyances et R ites dans la Rom e antique, Paris 1971, pp.278-297.
32. Schilling , «Le Romain de la fin de la République et du début de l’Em­
pire en face de la religion (1972)», en Rites, Cultes..., p.72.
33. Pépin , op.cit., p.284.

125
John Scheid
34. Ibid., pp.285-290.
35. Eso parecen dar a entender ciertos fragmentos de las Antigüedades'.
fr.lOy 19, ed. Cardauns (véase Cardauns, op.cit., p. 148).
36. Véase P. BoyancÉ, Études sur la religión, pp.64s. Para la difusión de
estas ideas se pueden citar, a guisa de ejemplo, Cic. N D 2.62, Lg.2.8, 2.19,
Rep.e.W-, Hor.CÜ.3.3,4.8, Epist.2A .\-S.

126
LA NUEVA RELIGIÓN
No podemos describir, ni aun superficialmente, la religión
romana bajo el Imperio. El tema es inmenso, más difícil de lo
que a menudo se admite y, sobre todo, no está bien estudiado.
Cierto es que la bibliografía resulta, al menos, tan importante
como la cantidad de documentos, de suerte que ya se puede
contar con todo el material necesario para llevar a cabo un es­
tudio en profundidad. Pero, como suele suceder en la historia
de las religiones de la Antigüedad, los árboles tapan el bosque.
Exceptuando una serie de trabajos de primer orden o dedica­
dos a análisis sectoriales1, la historiografía se ha formado una
idea casi siempre equivocada acerca de la religión del Imperio.
Más aún que el culto público de la época republicana, la reli­
gión de este período se presenta como un conjunto de vestigios
anémicos y moribundos, con una vocación exclusivamente po­
lítica: el problema principal consiste en dilucidar qué fe podían
tener los antiguos en esta religión. Ocurre, asimismo, que bue­
na parte de los investigadores se han ocupado de sistemas filo­
sóficos o religiosos ajenos al culto oficial, hasta el punto de que
en la actualidad conocemos mejor aquéllos que éste. Me limita­
ré a cuestionar aquí esta valoración tradicional, exponiendo
una serie de observaciones y principios rectores que pueden
ayudar a comprender los cultos del Imperio y, en todo caso, a
evitar algún que otro despropósito.
Subraya L. Friendlánder2, ya desde las primeras páginas de
su estudio sobre la situación religiosa en el Alto Imperio, que el
paganismo había conservado toda su fuerza, y que deformaría­
mos los hechos si, basándonos sólo en unas pocas fuentes lite-
127
John Scheid
ranas, concluyéramos que existió realmente una decadencia y
una disolución de la religión tradicional. Según Friendlánder,
la opinión predominante en las fuentes literarias —y también
en los monumentos religiosos de todo tipo— es, más bien, la
contraria. En nuestros días, algunos estudios sobre el culto im­
perial3 comparten las conclusiones de Friendlánder: no se pue­
de hablar de una decadencia de la religión romana en el Alto
Imperio. Hay cambios, una evolución, pero no una disolución.
Además, ¿cómo habría podido ser de otro modo en una civili­
zación en la que religión y política se encontraban indisoluble­
mente unidas? Así pues, es preciso rechazar de plano, por las
razones señaladas, el argumento de que la religión sería deca­
dente en tanto que política o politizada. De hecho, si tal era el
caso, ello significaba que nada había cambiado, que todo se­
guía en su sitio. Podemos dejar sentado, por tanto, este primer
punto. Dado que la religión romana no constituye un plano
autónomo y celosamente reservado, sino que se encuentra ínti­
mamente unida a la actividad cívica, a la política —cuya es­
tructura profunda pone de manifiesto, al tiempo que la inserta
en una representación global del mundo—, no se la puede ta­
char de decadente por desarrollar su actividad en el espacio po­
lítico o por remitir a él. En la medida en que existe esta estruc­
tura oficial, no cabe plantear el problema de la fe o el de la soli­
dez de la religión. La cuestión radica, más bien, en comprender
una evolución religiosa inevitable en función de la evolución de
la mentalidad política.
Así pues, cuando se trata de explicar los datos más novedo­
sos, la naturaleza profunda de la religión romana permite des­
cubrir en los hechos religiosos las estructuras esenciales del
nuevo orden político; o, a la inversa, la realidad política impe­
rial revela y explica los cambios religiosos. Sólo podemos si­
tuamos aquí en un plano general, casi abstracto, el del poder
imperial, proponiendo un modelo común de lectura que con­
vendría precisar según el contexto y la época.
128
La religión en R oma
Uno de los rasgos fundamentales del nuevo régimen es su
aspecto triunfal. No vale la pena describir en detalle todo el
aparato exterior de un poder triunfante, invencible y siempre
victorioso. Los trabajos de los historiadores han insistido en
esta voluntad constante de los im peratores del final de la Repú­
blica y, obviamente, de los emperadores propiamente dichos,
de celebrar en todos los planos —público y privado— su poder
victorioso (poco importa que fuera real o no). Toda Roma se
transforma, por obra de esta ideología, en la ciudad del triun­
fo. Pronto ocurre que el poder de triunfar se convierte en patri­
monio exclusivo del emperador. Dicho brevemente: todos los
títulos, el aparato, el entorno arquitectónico remiten al éxito
militar. Las manifestaciones directas de esta ideología no son
menos evidentes en el plano religioso: las dedicatorias de tro­
feos, de despojos, de arcos de triunfo, de altares y de templos,
participan de esta voluntad permanente de celebrar la victoria.
Incluso la clausura solemne del templo de Jano o la construc­
ción del Ara Pacisen el reinado de Augusto testimonian, desde
el punto de vista de las consecuencias, la misma voluntad.
Se le pueden dar diversos nombres a este aparato militar:
propaganda, glorificación del soberano, dominio de un poder
militar o militarista. Pero ninguno de ellos resulta suficiente.
Reducir todos estos elementos al aparato retórico de un poder
que ha aplastado a sus adversarios nos llevaría a olvidamos de
lo esencial. Tampoco ayuda demasiado poner en relación este
lenguaje con el brillo de las cortes helenísticas, ante el que se
había sentido deslumbrada la nobleza de los últimos siglos de
la República. Aún caben otras soluciones, pero, incluso cuan­
do se logra determinar la filiación histórica de ciertos compor­
tamientos, todavía sigue sin explicación por qué es, precisa­
mente, el aspecto triunfal lo que se conserva, y por qué se pre­
senta como una constante fundamental del poder imperial, aun
en los reinados más pacíficos.
129
J ohn Scheid
Para avanzar en la comprensión de la ideología que sustenta
el sistema imperial hay que partir de la hipótesis de que este ré­
gimen se basa en la confluencia de elementos formales diversos
—el aparato de las cortes helenísticas, las celebraciones milita­
res romanas— y una estructura fundamental de la mentalidad
propiamente romana. Ello explica que este lenguaje formal ha­
ya encontrado eco de inmediato en uno de los principios pri­
mordiales de la fe romana, hasta invadir todo el espacio políti­
co y religioso. Este «artículo de fe» básico, del que ya hemos
hablado, ha determinado la representación romana del mundo
(al menos, al fínal de la República): se trata de la creencia en
una legitimidad histórica lograda gracias a la sumisión piadosa
a los dioses, y corroborada por las extraordinarias victorias del
poder romano. Dicha creencia se halla en relación directa con
el sistema auspicial. Ya hemos visto que el envío de auspicios
favorables por parte de Júpiter legitima de forma absoluta los
actos de un magistrado. Esta legitimidad, confirmada en oca­
siones por otros presagios favorables, confiere una potencia su­
perior, transfigura los actos del magistrado. El resultado —o,
mejor dicho, la prueba última de esta legitimación perfecta—
es la victoria. Dioses y hombres, cada uno en el plano que le
corresponde, acometen una obra que los romanos del tiempo
de Virgilio concebían retrospectivamente como una misión:
«recuerda, romano, que habrás que dirigir pueblos bajo tu ley»
(Virgilio Eneida 6.581). En el triunfo, el magistrado victorioso,
que encama la culminación humana de esta relación entre la
ciudad y Júpiter, de este formidable potencial de acción, sube
hasta el Capitolio para celebrar y dejar constancia de la exce­
lencia de la investidura auspicial y, también, de la extraordina­
ria piedad del Pueblo Romano. El triunfo se inscribe, por tan­
to, en una representación global de los fundamentos del poder.
Para un im perator, triunfar significa demostrar de forma in­
contestable la potencia casi mística que detenta, derivada de
sus auspicios. Se trata de hacer patente que ha sido plenamente
130
La religión en Roma
investido por Júpiter, que en él se realiza magníficamente la
unión de la ciudad con sus dioses. La gesta primordial de Ró-
inulo ofrecía la referencia más venerable de esta investidura.
Nada de esto es, pues, nuevo. Al contrario. El cambio radi­
ca en la forma que reviste el discurso triunfal en los últimos si­
glos de la República. No se trata ya de un magistrado que
triunfa por un día, antes de volver, por así decirlo, a su puesto.
Tampoco es la respublica, como tal, la que aparece totalmente
legitimada a través de los auspicios, magníficamente confirma­
dos por la victoria de su magistrado: es un solo hombre el que,
progresivamente, va sustituyendo a la República. Un hombre
que se atribuye de forma permanente las cualidades y efectos
de ese acontecimiento capital, de esa ordalía que es la batalla.
Los auspicios se convierten así, en el período de las guerras civi­
les, en un objetivo prioritario, en la medida en que cada uno de
los pretendientes al poder quiere imponer de forma permanen­
te la superioridad de sus auspicios. De forma paralela, el im pe-
rium del im perator tiende a elevarse por encima del de los
otros magistrados. Los títulos, los sobrenombres, la forma de
vestir, las construcciones, las fiestas y, en general, también los
funerales de estos hombres, insisten hasta la saciedad en esta
«elección» joviana, esta capacidad de éxito excepcional.
El tema, propiamente romano, tiene puntos de contacto con
la mentalidad helenística, de forma especial con las teorías so­
bre la divinización de los hombres excepcionales. Contribuye
así a conformar un marco completamente nuevo para los gran­
des líderes. Del mismo modo que la historia republicana de los
analistas se presenta, en gran parte, como una combinación de
presagios, batallas y victorias gloriosas que hacen patente la
preeminencia de la «ciudad de los dioses», la nueva Roma re­
viste un aspecto militarista que no es sólo una simple conse­
cuencia del estruendo real de las batallas. Estos triunfos, estos
trofeos, estos im peratores revestidos de coraza son, más que la
imagen significativa de una época triste o la representación de
131
John Scheid
una dictadura militar, el simbolo profundo de los auspicios ex­
cepcionales que han consagrado a jefes indiscutibles. Constitu­
yen los archivos de ima preeminencia innegable, piezas capita­
les en el expediente sobre una eventual deificación. Pasaremos
por alto el período de experimentación de la nueva ideología para
exponer sólo (y de forma concisa) el caso de Augusto, resultado de
esta evolución y fundamento de su posterior desarrollo.
Heredero del prestigio de un padre (adoptivo) excepcional,
el joven César se presenta como hijo de un divus. Tal y como
ha demostrado R. Syme4, este ambicioso joven se procura, des­
de el 40 a.C., un nombre que resume sus pretensiones de forma
inequívoca: Im p(erator) Caesar diui f(ilius), «Emperador Cé­
sar, hijo del divinizado» (véase, por ejemplo, A. Degrassi, Ins-
criptiones latinae Liberae R ei Publicas 417). Como praeno-
men, la afirmación de un im períum que se presenta como ex­
cepcional y remite al triunfo; como gentilicio, el sobrenombre
glorioso de un jefe carismàtico; a guisa de filiación, una descen­
dencia casi divina. El joven César desciende de un diuus y se
inscribe, de forma paralela, en un linaje glorioso que remonta a
una de las más decididas protectoras de Roma, Venus, patrona
de esa fuerza apremiante, de ese poderoso encanto que gobier­
na las privilegiadas relaciones entre los piadosos romanos y los
diosess. Éstos son los dos temas fundamentales del nuevo po­
der: un im períum eminente y una predivinización. Al mismo
tiempo, el joven César se presenta, al igual que sus colegas y
adversarios, como sosias de un dios temible en el combate y se­
ñor de las revelaciones inspiradas: Apolo arquero y citaredo.
La victoria final sobre Marco Antonio deja clara constancia
de la divina anuencia que acompaña a los actos del im perator
Caesar; hijo del divus: con ella se abre una nueva era para el
mundo y para la República romana. Daremos cuenta de ios in­
dicios más importantes de este càmbio en el plano religioso.
No hablaremos, sin embargo, de los triunfos, de la clausura del
templo de Jano, de la construcción de templos y áreas sagra­
132
La religión en R oma
das, de la finalización del proceso de transformación del viejo
foro6, destinado todo ello a celebrar la victoria y el nuevo po­
der, a fin de detenemos en ciertas medidas que ponen directa­
mente de manifiesto la esencia profunda del régimen. Desde el
29 a.C., el César ha recibido poderes especiales en relación con
las instituciones sacerdotales. Miembro ya de los tres principa­
les colegioss, con una influencia predominante en el seno de las
restantes corporaciones, investido, además, de otras muchas
dignidades sacerdotales (pronto será miembro de todos los co­
legios), el principe obtiene también el derecho de crear tantos
cargos sacerdotales como desee. Dicho de otro modo, antes,
incluso, de ser Pontífice Máximo, el príncipe controla, en vir­
tud de su posición preeminente (y a través de sus amigos), el
poder sagrado. Así llega a su cumplimiento el cambio institu­
cional al que ya hemos aludido. En adelante, el emperador será
señor absoluto de lo sagrado y de lo profano: ha recobrado to­
dos los poderes monárquicos. Como Rómulo —sobre cuyo
modelo ha reflexionado durante estos años—, el César se con­
vierte en fuente única de la legitimidad sagrada, algo que será
todavía más cierto a partir del 12 a.C. Hay, además, otra evo­
lución que finaliza el 27 a.C.: al hacer que se le atribuya el títu­
lo de A ugustus —que convertirá en sobrenombre canónico—,
el príncipe afirma a las claras que de ahora en adelante es el
único depositario de los auspicios plenos, investido de forma
permanente de ese potencial de acción casi místico, proporcio­
nado, de alguna forma, por unos auspicios siempre favorables,
excepcionales y privilegiados7. El título de Augustus debe po­
nerse en relación directa con el tema de la victoria: la explica y,
al mismo tiempo, anuncia una invencibilidad futura, una paz
sin precedentes. Se entiende así el carácter militarista del len­
guaje oficial del Imperio: es la justificación y el símbolo tangi­
ble del éxito, casi sobrenatural, del que está investido Augusto.
Así las cosas, los auspicios regulares de los magistrados quedan
subordinados a la preeminencia auspicial del príncipe.
133
John Scheid
Siguiendo la lógica del sistema religioso romano, esta «augusta-
lidad» se logra gracias, sobre todo, a una piedad ejemplar. Dicha
piedad, que fue en otro tiempo la de la República, será en adelante
del principe: éste se sitúa, por tanto, entre la ciudad y los dioses.
De esta consideración hay que partir para explicar la restauración
religiosa, restauración que constituye un testimonio incontestable
de la permanencia de la piedad romana, encarnada ahora en la del
emperador, y sirve para justificar, así, sus éxitos. Tras un siglo de
guerras civiles, esta piedad es algo más que una tranquila conti­
nuidad: se trata de una re-fundación de la piadosa Roma. Des­
pués de Rómulo, Augusto ha re-fundado la nueva Roma, inaugu­
rada por victorias «sin igual», al tiempo que restablece una tradi­
ción institucional desterrada del lenguaje oficial, pero transfigura­
da en un nuevo lenguaje político para proporcionar una sólida
fundamentación al nuevo poder.
Estas pocas observaciones pueden servir para esbozar a
grandes rasgos las modificaciones acaecidas en Roma a finales
del siglo I d.C. Siempre habrá que tener en cuenta estos ele­
mentos a la hora de descifrar los documentos religiosos y polí­
ticos, en la medida en que hacen constante referencia, con dife­
rentes ropajes formales, a la piedad, al potencial de acción del
A ugustos y al tema de la victoria. De forma paralela, tampoco
se puede abordar ya la institución religiosa, en su cúspide, a la
luz de las formas republicanas. Así, deja de tener sentido la se­
paración tradicional entre lo sagrado y lo público, dado que el
emperador se ha convertido en fuente única de la legitimidad
sagrada y pública. También la posición de los sacerdotes, como
la de los magistrados en el plano público, cambia. Aun cuando,
grosso modo, las instituciones tradicionales continúan funcio­
nando, el rol asignado a los sacerdotes sufre una transforma­
ción, si no una reducción. En adelante, pasarán a ser asistentes
del único sacerdote que conserva toda su independencia y que,
a la vez, reúne en su persona el poder sagrado y el poder profa­
no: el emperador. En el mismo orden de ideas, observamos que
134
La religión en R oma
la responsabilidad religiosa se transfiere de la comunidad al
príncipe. Es el emperador —y, sólo en segundo término, la Re­
pública— el depositario de la piedad (o de una eventual impie­
dad) de Roma. Es preciso tener en cuenta esta restricción es­
pectacular de la personalidad religiosa a la hora de analizar los
eventos religiosos, como, por ejemplo, la introducción de nue­
vos cultos o el interés mostrado por determinado culto tradi­
cional. Las naturalizaciones de dioses extranjeros, el lustre da­
do a tal o cual divinidad antigua frente al resto, deben interpre­
tarse siempre en función del interés del emperador, de su prác­
tica personal del culto público o de su propia interpretación del
derecho sagrado. Esta «política» es el resultado directo de los
criterios de actuación del príncipe: en modo alguno representa
los intereses del pueblo. En este sentido, los cambios pueden
ser más tangibles y espectaculares en la medida en que ahora se
puede hablar de la intervención directa, no mediatizada, de
una sola persona. No significa ello, sin embargo, que ésta sea la
religión privada del emperador, expresada a través de la reli­
gión pública: se trata de la práctica del culto público a cargo de
un magistrado preeminente, independiente y permanente, cu­
yos intereses expresan los de la República.
En lo que concierne a la práctica de los propios ciudadanos,
se puede hablar de continuidad y de cambios. Continuidad, en
la medida en que se siguen practicando los viejos cultos, expre­
sión de la piedad secular de Roma. Continuidad, también, des­
de el punto de vista ritual, en tanto en cuanto la propia liturgia
no sufre cambios sustanciales. Las fiestas y los sacrificios segui­
rán celebrándose hasta la época cristiana con un fervor del que
dan cumplido testimonio todos los documentos y monumen­
tos, un fervor, sin duda, más intenso que el existente en el
transcurso de las luchas del final de la República: al fin y al ca­
bo, la piedad es el fundamento mismo del régimen imperial.
Continuidad, en fin, en las relaciones religiosas. Como en la
República, el culto se encuentra garantizado por la élite, por la
135
John Scheid
acción conjunta de magistrados y sacerdotes. Por encima de
ellos se encuentra ahora el soberano pontífice, el emperador.
Pero una importante modificación salta a la vista. La reli­
gión tradicional se enriquece con un nuevo culto, yuxtapuesto
o agregado al resto de los cultos públicos y privados: el culto
imperial. Existen, ciertamente, variantes, según las regiones y
los reinos. Aquí expondremos sólo los principios fundamenta­
les de este culto. Surgido por igual de los cultos funerarios ro­
manos y de los cultos heroicos y dinásticos del helenismo, el
culto imperial sacraliza la preeminencia del emperador y expre­
sa la confianza profunda de la ciudad. Impregna todos los ac­
tos públicos y pone de manifiesto las estructuras profundas del
régimen. En Occidente se venera a los emperadores difuntos,
debidamente admitidos como diui por el nuevo emperador y el
Senado. Lo mismo que la victoria, la «augustalidad» o el im pe-
rium del príncipe reinante, este culto reconoce el eslabón que lo
une a los diui y justifica de este modo su eficacia reforzada, al
tiempo que prepara su propia divinización. En vida, el empera­
dor sigue siendo, sin embargo, lo que es: un hombre completa­
mente excepcional o, mejor, dotado de una fortuna excepcio­
nal. Los sacrificios se ofrecen a su num en —su espíritu divino,
el elemento misterioso y sobrenatural que traduce toda su po­
tencia—, o a su genius —la divinización de su personalidad
con sus cualidades innatas —■*. Por otra parte, son numerosos
los actos litúrgicos (votos seguidos de dedicaciones, sacrificios,
fiestas o juegos) que se cumplimentan a los dioses por la salud
del príncipe reinante o en relación con acontecimientos que le
conciernen. En cualquier caso, nunca se dirige claramente un
culto al emperador en vida. S. Price9 ha demostrado reciente­
mente que incluso en Oriente la casi totalidad de los documen­
tos prueban que el emperador reinante es venerado allí, no tan­
to como dios, sino como hombre dotado de un estatuto ambi­
guo, situado entre los hombres y los dioses. No hay en estas
provincias ningún acto litúrgico dirigido al emperador viviente:
136
La religión en R oma
es a los dioses a quienes se invoca en pro del emperador. Lo
que se venera son los aspectos divinos y diviniza bles de su acti­
vidad. Justo es, en cambio, reconocer que el culto imperial in­
troduce cierta ambigüedad acerca del estatuto del emperador,
aunque sólo sea por la asociación de epítetos imperiales a los
nombres de los dioses o, incluso, por la simbología imperial,
que adopta ciertos emblemas pertenecientes a la esfera divina,
para inscribirse, de este modo, en una vieja tradición sacerdotal
romana de la que ya hemos hablado.
Podemos concluir constatando que la nueva religión del Im­
perio gira por completo en tomo al estatuto excepcional, ambi­
guo incluso, del emperador. Con él, y para apoyar su actividad
primordial, los ciudadanos tienen el deber de perpetuar, tanto
en el plano privado como en el público, la piedad ejemplar de
los romanos que fundamenta la pax deorum y sus beneficios.
Beneficios que aquéllos celebran a través de los éxitos del prín­
cipe. En la medida en que el ciudadano ha de tener siempre en
cuenta, antes que el interés de un grupo social o de la comuni­
dad cívica, el del emperador, encamación del interés común,
todo acto litúrgico se encuentra imbuido de un apoyo activo y
permanente a la actividad imperial.
Teniendo presente esta evolución de la piedad de todos (a
través de los magistrados) hacia la piedad de uno solo (el em­
perador), podemos acabar planteando una hipótesis en rela­
ción con la nueva embestida sufrida por la religión romana tra­
dicional. La gran mutación religiosa que se produce entre los
siglos III y IV —más o menos— deriva, ciertamente, de un
conjunto de causas convergentes. De entre éstas, citaremos
aquí sólo una de carácter intemo, inherente al espíritu del pa­
ganismo romano, que ha podido desempeñar un rol importan­
te. Un culto público basado, sobre todo, en el éxito inmanente
de la ciudad de Roma y, tras el advenimiento del Imperio, en la
felicidad augusta, difícilmente podría evitar el resquebraja­
137
John Scheid
miento de sus cimientos ante el fracaso, la derrota y el desor­
den. No era necesario, siquiera, que tales derrotas fueran real­
mente preocupantes. El golpe que sufre Augusto tras el anun­
cio del desastre del bosque de Teutoburgum encuentra aquí
una explicación. Un emperador y, sobre todo, muchos empera­
dores seguidos no pueden permitirse el lujo de fracasar, desde
el momento en que el tejido humano de la respublica se hace
inmenso, heterogéneo, y la fe político-religiosa en la felicidad
del príncipe constituye su más profundo factor de cohesión.
Una fe que no ha dejado de sufrir quebrantos a causa de las in­
vasiones del reinado de Marco Aurelio, seguidas de una sinies­
tra epidemia de peste. Aun cuando, en realidad, la alerta ha si­
do pasajera, algo en la mentalidad se ha visto afectado, una
duda ha podido infiltrarse en esta confianza. Una duda que ha
debido extenderse de forma inquietante desde mediados del si­
glo III, sobre todo, a raíz de las tremendas derrotas de ciertos
emperadores, como Valeriano. Una religión que se encuentra
indisolublemente unida a una fe política ha de sufrir, por fuer­
za, una herida profunda cuando las estructuras del Estado se
transforman —o, lo que es lo mismo, cuando se encuentran en
vías de disolución—, especialmente cuando se pueden ensayar
otras soluciones religiosas. En el fondo, ¿no ha podido suceder
que una de las razones de la cristianización del Imperio, así co­
mo de diversas tentativas anteriores —y posteriores— de inno­
vación por parte del paganismo, tan desesperadas como efíme­
ras, fuera que los ciudadanos habían perdido la fe? Dispuesta
para el cambio, un poco como ya le había ocurrido temporal­
mente al final de la República, Roma se ha procurado una nue­
va religión pública. ¿En qué medida se han visto modificadas
las estructuras profundas del comportamiento religioso? ¿Has­
ta qué punto se ha romanizado el cristianismo? ¿Se trata de la
última naturalización de un cuitó extranjero? Son todas ellas
cuestiones que se pueden plantear, pero no en el ámbito de este
libro.
138
La religión en R oma
Notas
1. Por ejemplo, A.D. NOCK., «Sumíaos Theos (1930)», en Essays on R eli­
gion and (he A n dent World, Oxford 1972, pp.202-251; L. Ross Taylor ,
The D ivinity o f the Román Emperor, Middletown 1931; los artículos de J.
G agé consagrados a Augusto, junto con el estudio de J. BAYET sobre la pre-
divinización imperial (víase en la Bibliografía). En ¿poca más reciente, los tra­
bajos de J.-G. R ichard sobre los funerales imperiales; los Entretiens de la
Fondation H ardt sobre el culto imperial; J. N orth , «Praesens diuus», en JRS
65, 1975, pp. 171-177; S.F.R. PRICE, R ituals and Power. The Rom an Im pe­
rial C ultin Asia M enor, Cambridge 1984.
2. L. F riendl Ander , Civilisation et moeurs romaines du règne d ’A uguste
à la fin des Antonins (trad. fr.), Paris 1874, IV, pp. 156ss.
3. J. NORTH, «Conservatism and Change in Roman religion», en PBSR 44,
1976, p.l; P rice , o p .d l
4. R. SYME, «Imperator Caesar: a study in nomenclature», Historia 7,
1958, pp. 172-188.
5. Véase Schilling , La Religion romaine de Venus, especialmente las pp.324s.
6. Véase P. GROS, Aurea templa, Roma 1976, pp. 15-52 y 84-95.
7. Para el análisis del ténnino augustus conviene recurrir, en lo sucesivo, a
G. D umézil , Idées romaines, Paris 1969, pp. 79-102.
8. Para el sentido primero de numen, véase D umézil , Religion romaine ar­
chaïque, pp.33-45. Sobre el genius, SCHILLING, Rites, cuites..., pp.415ss.;
D umézil , «Eneok genius», en Hommages R. Schilling, Paris 1983, pp.85-
92.
9. P rice , Rituals, pp.207s.

139
LA RELIGIOSIDAD SUBJETIVA
Hasta el presente no hemos hablado más que del culto pú­
blico o, para emplear la lengua de Roma, de la religio. Como
ya habrá adivinado el lector, sólo dedicaremos algunas pala­
bras a lo que no es religioso en sentido romano, sino supersti­
cioso, es decir', todo lo que guarda relación con la religiosidad
íntima del individuo, lo que éste no expresa en el plano religio­
so propiamente dicho. A decir verdad, esta distinción puede
causar perplejidad al hombre moderno, pero es completamente
real. Gran parte de los sentimientos que hoy día llamamos reli­
giosos no lo eran a los ojos de las autoridades religiosas roma­
nas, toda vez que ese espacio lo ocupaba la religión cívica tra­
dicional y la fe que ésta recubría. Dado que lo religioso no
constituía una parcela autónoma en Roma, sino que pertenecía
a la estructura profunda del Estado y de la sociedad, todo lo
que no se inscribiera directamente en este contexto no era religioso,
ni guardaba relación con la condición de ciudadano del romano.
Los romanos, claro está, tenían creencias personales, devo­
ciones y prácticas cultuales próximas a la religiosidad moder­
na. Pero son, desde el punto de vista que aquí nos interesa, se­
cundarias. Si consideramos romanos a todos los que vivían en
Roma, podríamos citar, por ejemplo, a cuantos extranjeros ve­
neraban a sus propios dioses y celebraban abiertamente sus
cultos. Por otra parte, en el plano de la religión doméstica, to­
do romano puede dirigir cualesquiera prácticas cultuales que
desee adoptar y promover.
Estas observaciones, sin embargo, no resuelven el problema.
Las creencias subjetivas pueden adquirir una importancia real,
141
John Scheid
difundirse entre los ciudadanos —a un nivel subordinado, en
un primer momento—, antes de integrarse en el culto público.
Pero, a partir de este momento, cambia también su estatuto, se
convierten en «religiosas» y participan de la piadosa práctica
religiosa de la ciudad. Es así como las creencias de origen hele­
nístico relativas a la divinización de los hombres excepcionales
han pasado a ser, tras uno o dos siglos de gestación a un nivel
subordinado, uno de los componentes de la religión imperial.
El culto de Isis, practicado en Roma, a partir del siglo II,
por los egipcios y, posteriormente, por ciertas grandes familias
a título privado (como, por ejemplo, la de los Mételos) o, ya en
un plano más importante, por los colegios de negotíatores vin­
culados de una u otra forma a Délos (los Capitolinos)1, se con­
vierte, a continuación, en el culto de los partidarios de Clodio
y, más tarde, tras una serie de prohibiciones, en culto público.
Resulta interesante observar en este caso la lenta difusión del
culto, directamente relacionada con las diversas situaciones so­
ciales, económicas y políticas de Roma. Ligado, como los ludí
com pitalici, a la práctica política de los «populares», el culto de
Isis experimenta la represión de los enemigos de los «popula­
res», como, más adelante, el favor de sus amigos. En el año 59
hace patente, como también los ludí com pitalici, un talante su-
bersivo, una mentalidad peligrosa: como tal sería reprimido.
Prohibido, fue también expulsado del Capitolio, dado que to­
davía no había sido reconocido oficialmente. La resistencia
popular y la amplitud de la protesta prueban que la medida
había sido excesiva y malintencionada, ya que se trataba de
un culto practicado ya por numerosos romanos. Pero tam­
poco eran buenas las intenciones de los adoradores de Isis,
ya que al pedir, simplemente, que el Senado permitiera la re­
construcción de los altares destruidos, perseguían, de hecho, un
objetivo político. Se trataba de conseguir el reconocimiento de
unas fiestas religiosas que servían para definir, no sólo a ciertas
agrupaciones socio-profesionales, sino, también, su actividad
142
La religión en Roma
política. Considerando que, precisamente el año 58, los Compi-
talia caían el primer día de enero, se puede adivinar con facili­
dad su intención: organizar en el Capitolio, en paralelo con las
celebraciones religiosas oficiales, «su» fiesta de comienzo del
año civil, lo que habría constituido una clara muestra de su po­
derío. Vemos, pues, cómo un culto de origen extranjero se pre­
senta, en realidad, como un fenómeno completamente romano.
Progresivamente adoptado por un estrato social como culto
constitutivo de su actividad —lo que invita a reflexionar sobre
el sentido de esta «conversión»—, el culto de Isis se comporta
—el año 59, por ejemplo— como cualquier otro culto romano.
Sus adeptos no se oponen a los otros cultos: simplemente, rei­
vindican para el culto de Isis (y para los lu d í com pitalici) una
vuelta a la situación de tolerancia. Pero, como ya sabemos, su
objetivo no era otro que lograr el reconocimiento de un culto
que formaba parte de la «ciudad» de los populares. Al funcio­
nar dentro de este grupo como «culto público», el culto de Isis
estaba, pues, en disposición de ser integrado en la religión ro­
mana. Bastaba que los adversarios de los «populares» dejaran
la vía libre a los amigos de éstos —y que las circunstancias lo
permitieran— para que se produjera la integración del culto.
Un análisis similar se puede plantear en el caso del cristia­
nismo. Esta fe se ha difundido, en primer lugar, en el plano pri­
vado, antes de ir ascendiendo progresivamente hasta conseguir
la tolerancia y el estatuto de un culto estatal. En este caso, sin
embargo, los hechos son diferentes, en la medida en que el cris­
tianismo rechazaba los restantes cultos públicos o, dicho breve­
mente, renegaba, según los romanos no conversos, de los fun­
damentos del Estado. De ahí que las persecuciones fueran mu­
cho más graves2.
Al lado de los nuevos cultos introducidos de forma progresi­
va en la religión oficial —un proceso que en el Imperio se ha
visto acelerado por la extensión del derecho de ciudadanía y los
cambios sociológicos de la élite—, podemos considerar tam­
143
John Scheid
bién el ejemplo de una práctica como la astrologia. Desprecia­
da al fmal de la República por la élite como una superstición
de crédulos ignorantes, la astrologia evoluciona bajo el Impe­
rio hasta el punto de convertirse en una práctica extendidísima
en todos los ambientes y, ya en la cúspide del Estado, llega casi
a integrarse en los ritos públicos. En este nivel, por ejemplo, se
pueden encuadrar las consultas astrológicas imperiales en el
marco de una práctica auspicial de nuevo cuño, más amplia, más
profunda y compleja que las tradicionales tomas de auspicios.
Con lo dicho ahora no hemos hecho otra cosa que describir
un aspecto de la cuestión. Hemos ilustrado, con la ayuda de
varios ejemplos, el camino recorrido por ciertos cultos, ciertas
concepciones, hasta abocar a un culto público. Hemos insisti­
do, ante todo, en la etapa final de dicha evolución, cuando ta­
les cultos son practicados ya por grupos sociales importantes.
Cabe preguntarse, con todo, cómo han vivido sus practicantes
esa evolución, antes de llegar a la fase final.
La primera constatación que se impone es que estos cultos
extranjeros, estas enseñanzas filosóficas y esotéricas, pululan
sin problemas por Roma. Tales ideas se encuentran amplia­
mente atestiguadas y difundidas durante el Imperio y no con­
viene hacer demasiado hincapié en la fecha relativamente tar­
día de su entrada a gran escala en la historia. Lo más probable
es que siem pre haya sido así en Roma, aun cuando el abanico
de las «supersticiones» haya visto aumentar su número con la
expansión de Roma. También han existido siempre, qué duda
cabe, problemas originados por tales prácticas: lo que ocurre es
que disponemos de un número mucho más reducido de fuentes
para la época arcaica y republicana que para la época imperial.
Dicho brevemente, tengo la firme convicción de que la multi­
plicación de los testimonios relativos a las supersticiones viene
determinada por la calidad y la cantidad de las fuentes del pe­
ríodo imperial, antes que por el grado de credulidad e irracio­
nalidad.
144
La religión en R oma
Otro problema que sigue sin resolver —¿se conseguirá algún
día?— es el del número de adeptos de las «supersticiones».
Aunque se puede admitir que las prácticas mágicas han debido
estar muy difundidas desde fecha muy temprana (aun cuando
la reflexión sobre la magia sea, a todas luces, más reciente), re­
sulta más difícil, en cambio, incluso durante el Imperio, saber
cuántos romanos practicaban cultos extranjeros. No se pueden
aceptar, en efecto, los abusos provocados por el aspecto «mo­
derno» de ciertas enseñanzas, hasta el punto de concluir que ta­
les prácticas estaban muy difundidas, traduciendo, de este mo­
do, en datos cuantitativos una apreciación cualitativa. Por otra
parte, ¿hasta qué punto los seguidores de las nuevas ideas te­
nían una práctica religiosa diferente de la de los romanos que
no se adherían a ningún culto?
Es muy probable que no existiera tal diferencia, toda vez
que la mayor parte de las ideas filosóficas, los cultos extranje­
ros y, por supuesto, las prácticas mágicas, se acomodaban a la
perfección al culto poliádico. Así pues, se trata, por regla gene­
ral, de simples ciudadanos entregados a una práctica religiosa
más rica, más amplia que la de sus conciudadanos. Además,
con el tiempo buena parte de estos cultos serían asumidos por
la ciudad. Así las cosas, no es tarea fácil determinar hasta dón­
de llegaba el compromiso personal de los ciudadanos con los
nuevos cultos. Puede que se trate de un falso problema, ya que,
en la mayoría de los casos, la conversión no derivaba por fuer­
za de un impulso teológico, sino, más bien, de un estímulo so­
cial, en suma, de un hecho interno de la religión poliádica, un
aggiom am ento. Esta situación cambia en el Alto Imperio,
cuando los ciudadanos se encuentran predipuestos, en cierto
modo, a una conversión más profunda, cuando el modelo tra­
dicional deja de ser convincente. Semejante evolución ha sido
preparada por la difusión de nuevas ideas entre los sectores
marginales de la población romana, como, por ejemplo, las
mujeres y los esclavos, siempre más propensos a las innovacio­
145
John Scheid
nes en este ámbito que aquéllos que forman parte de la comu­
nidad cívica. Así pues, desde el momento en que el sistema tra­
dicional conserva su credibilidad —al menos, hasta mediados
del siglo III d.C.—, no cabe que las diferentes prácticas religio­
sas hayan planteado problemas. Las crisis aparecen sólo cuan­
do un culto reclama una posición que, a los ojos de la élite se­
natorial, no es la que le corresponde (el escándalo de Isis), o
bien, aunque esto es ya mucho más grave, cuando un culto se
opone a todos los otros. Al reivindicar el monopolio religioso,
el cristianismo no puede integrarse en la religión: la confronta­
ción violenta es inevitable. La represión no viene determinada
por motivos teológicos, sino por lo que constituye la naturale­
za profunda de la mentalidad romana: ser ciudadano consiste,
también, en practicar la religión pública en su integridad. El
ciudadano que se niega a hacerlo rechaza su condición cívica y
se adhiere a otro pueblo, a una ciudad peregrina. Los extranje­
ros, en tanto que tales, sí pueden hacerlo, siempre que ello no
suponga un amenaza para el orden público; un ciudadano ro­
mano, jamás. Ahora bien, ¿cuántos extranjeros quedan en el
mundo romano tras la Constitución Antoniana (212)?
He citado en numerosas ocasiones las represiones y las opi­
niones negativas sobre las supersticiones. No estará de más pa­
rar mientes por un instante en esta hostilidad, tanto más cuanto
que puede ayudar a esclarecer, desde otro ángulo, las convicciones
religiosas de los antiguos.
Es tradicional, en el caso de Grecia y Roma, considerar la su­
perstición en relación con la religión. Los romanos separaban es­
trictamente ambas nociones y, en cierto modo, las contrapo­
nían (Cicerón D e la naturaleza de lo s dioses 2.28.72). Ahora
bien, ¿cómo las oponían? ¿En términos de verdadero y falso?
Así es, en todo caso, como suelen interpretar los investigadores
modernos las diferencias entre religión y superstición: esta dis­
tinción entre dos ámbitos netamente diferenciados, el religioso
146
La religión en R oma
—en sentido pontificial— y, llamémosle así por comodidad, el
supersticioso, se transforma a menudo en oposición rigurosa
entre la buena y la mala teología, si bien los signos de más y
menos se aplican según las preferencias y referencias de cada
cual. Aquéllos que quieren reproducir, sin tocar un ápice, el siste­
ma de valores de los antiguos oponen la religión pública, venera­
ble y pura, a un conjunto de supersticiones ridiculas y perniciosas,
en las que sólo anida el error. Otros, los que optan por inscribir la
historia de la religión romana en una línea ascendente que lleva al
triunfo del cristianismo, invierten los signos: a un cadáver despre­
ciable oponen ahora el frescor de unas supersticiones dispuestas a
entrar en la gran historia. En resumidas cuentas, de una u otra
manera, se oponen religión y superstición como si de ortodoxia y
herejía se tratara.
Planteada en tales términos, esta oposición no es defendible,
en mi opinión, lo que no quiere decir que no exista realmente
una contraposición, sino que no es tal y como se piensa: esto es
lo que pretendo demostrar, basándome para ello en una breve
investigación acerca de la noción de superstitio3. No tengo in­
tención de recurrir por trigésimo sexta vez al expediente de las
etimologías, tanto más cuanto que el estudio más reciente,
obra de W. Belardi4, supone, a mi juicio, si no la solución del pro­
blema, sí, al menos un paso adelante decisivo para alcanzarla.
Acepto, pues, que el sentido primero de superstitio o, mejor,
de un *superstitium reconstruido a partir de superstitiosus, es
el de «conocimiento verdadero, clarividencia», y que este signi­
ficado tiene su fundamento en la noción de «encontrarse enci­
ma», que es un modo de representar, también en otras lenguas
idoeuropeas, la posición del sujeto en relación con su objeto
en el proceso de conocimiento. Admito, igualmente, que el
sentido que aquí nos interesa, el de «culto exagerado, supersti­
ción», es secundario desde el punto de vista histórico de una
crítica de esa «clarividencia adivinatoria». Dicho sentido se ha
originado en el transcurso del siglo II a.C. y se ha desarrollado
147
John Scheid
plenamente a partir de la época de Cicerón, en paralelo, ade­
más, con la acepción negativa de m agias.
Escogeré el inicio del siglo II d.C. para dar comienzo a esta
encuesta, no sólo porque en esa época el concepto de supersti­
ción se halla plenamente conformado, sino también porque, se­
gún una opinión bastante extendida, es entonces cuando su-
perstitio ha debido adquirir un nuevo valor —que es, grosso
modo, el nuestro—, al aplicarse en lo sucesivo a la «religión de
los otros», juzgada «tan detestable que nada de ella —ni siquie­
ra en el delirio— se podría conservar o adoptar». Superstitio
define, a partir de Plinio el Joven, «las malas creencias de gru­
pos enteros, no las de hombres aislados»6. Es esa «mala reli­
gión de los otros» la que habría originado el concepto cristiano
de superstitio, expresado de forma inequívoca en esta fórmula
de Lactancio: «La religión es el culto del verdadero dios; la su­
perstición, el de los falsos» {Instituciones divinas 4.28.11).
Si examinamos las fuentes más importantes de finales del si­
glo I y comienzos del II comprobaremos que no es difícil sacar
de inmediato una primera conclusión. Esta visión superficial
sólo toca de pasada el contenido de las supersticiones y define,
ante todo, su estatuto en la vida social. En un segundo momen­
to, podemos intentar comprender en qué consiste precisamente
«lo supersticioso» para los antiguos.
Siempre y cuando nos atengamos a su contexto histórico, es
decir, a las características fundamentales de la práctica religio­
sa en el mundo clásico, llegaremos fácilmente a la conclusión
de que las supersticiones no se encuadran en lo que un moder­
no llamaría «lo religioso» a secas, sino en un espacio diferente.
En ningún documento se cuestiona lo que un romano entende­
ría por la religión, ya que a nadie se le ocurriría someter a dis­
cusión este conjunto de ritos confiados a los magistrados o a
los sacerdotes —siempre bajo la autoridad del Senado—, cele­
brados, como diría Varrón, communitus (en común). Lo que se
discute cada vez que se plantea la cuestión de la superstición no
148
La religión en R oma
son las herejías en contra de la religio, ni tampoco las religiones
falsas, sino ciertos comportamientos ajenos al ámbito religioso,
comportamientos que afectan a la esfera de lo privado, de lo
individual. La contraposición entre religión y superstición no
se concibe como la que hay entre la verdad y el error o entre el
falso dios y el verdadero dios. La raya que separa la religión de
la superstición es la misma que diferencia lo público de lo pri­
vado, la condición comunitaria de los ciudadanos romanos de
su vida privada. La superstición —criticada o no— concierne
al ciudadano en tanto que individuo, se apodera de él en su vi­
da privada, o bien se interesa por aquéllos que no pueden reali­
zarse más que en la dimensión no pública, como las mujeres,
los esclavos y los extranjeros, aun cuando esta misma indivi­
dualidad llegue a invadir en ocasiones —aunque indebidamen­
te, nos dirán los defensores del orden establecido— el espacio
que únicamente debería ocupar la religio.
Así, por ejemplo, cuando los soldados del Rhin se rebelan
contra Druso (Tácito Anales 1.28.2-3; 1.21.11), el «espanto su­
persticioso» se integra armoniosamente, si se nos permite decir­
lo, en el comportamiento general de los soldados: olvidada la
disciplina del legionario y la dignidad del ciudadano, zaran­
dean a sus legados, se convierten en una masa de individuos
vociferantes, toman la palabra en lugar de aquéllos que nor­
malmente deberían hablar por el pueblo y en nombre de Ro­
ma, es decir, del interés común. Y cuando aparece un signo ce­
leste, son incapaces de llevar a cabo el examen y la procuración
del prodigio con arreglo a los procedimientos heredados, es de­
cir, por intermedio, nuevamente, de las autoridades. En lugar
de ello, reaccionan como individuos, como una suma de parti­
culares. En pocas palabras, han invadido el ámbito propio de
lo publicum , el del derecho público y los sacra (públicos), im­
poniéndole comportamientos de otro tipo, comportamientos
que en sí mismos son indiferentes, pero que aquí resultan es­
candalosos en virtud de su repercusión pública.
149
J ohn Scheid
Una situación similar se plantea en el caso de la magia y la
astrología. Indiferente siempre que se limite a la esfera de lo
privado, esta «superstición» puede tener una repercusión públi­
ca si excede el marco de la vida privada. La misma considera­
ción debe aplicarse a los peregrinos, situados con respecto a los
cultos públicos romanos en una posición similar, en cierto mo­
do, a la de la familia. Añádase a ello que los romanos traspo­
nen fácilmente esta distinción entre público y privado a los
propios peregrinos.
Asi pues, la conducta religiosa es, en gran medida, indiferen­
te para las autoridades religiosas y públicas, ya que lo que es
propio del ámbito privado sólo les preocupa cuando se trata de
comportamientos que ponen en contacto a muchos ciudada­
nos, es decir, cuando se traspasa la frontera entre lo individual
y lo doméstico. Cuando se plantean este tipo de relaciones,
puede recaer sobre ellas una acusación relativa a sus nefastos
efectos sociales —reales o imaginados—. Los cargos serán, pa­
ra el común de los mortales y para los extranjeros, el de altera­
ción del orden público y, para los miembros del orden senato­
rial, el de atentado contra la seguridad de la República7.
Uno de los aspectos de la tensión que existe entre religión y
superstición coincide, pues, con la que hay entre la ideología de
la ciudad, en tanto que voluntad de vivir en un marco institu­
cional determinado, comunitariamente, bajo la «tutela» del
emperador, de los magistrados y del Senado, por un lado, y los
intereses privados, por otro. En esta misma linea, la supersti­
ción puede, en ciertos casos, aparecer como símbolo de una vo­
luntad particular de los ciudadanos, o como una prueba de su
espíritu anti-comunitario. Pero, en cualquier caso, esto sólo su­
cede en situaciones de crisis. Por regla general, la superstición
es, desde este punto de vista, indiferente. Se desarrolla en la in­
timidad del ciudadano, dentro de su casa, o a través de un uso
«privado» —es decir, sin perturbar a nadie— de los santuarios
públicos, o bien es cosa de quienes, lo mismo que no alteran el
150
La religión en Roma
orden público, también son indiferentes a este respecto: las mu­
jeres, los esclavos y los peregrinos.
Con tal de que un romano no se convierta a un monoteísmo
riguroso, no tiene por qué existir ninguna incompatibilidad en­
tre la práctica del culto público y su comportamiento «religio­
so» privado. Se trata, en efecto, de dos planos yuxtapuestos,
complementarios, sí, pero separados e independientes, a pesar
de todo: no puede haber, in extremis, incompatibilidad u opo­
sición entre ambos, siempre y cuando el orden público quede
preservado y los ciudadanos no adopten una «religión» que as­
pire a imponerse en ambos planos a la vez. Además, la organi­
zación y las condiciones de la práctica son diferentes en el culto
público y en el privado, a pesar de la evidente homología de sus
representaciones y gestos. En el plano público, como ya hemos
tenido ocasión de ver, es la comunidad cívica la que practica,
bajo la égida de sus magistrados y sacerdotes; en cuanto al ciu­
dadano, basta con que no se oponga al correcto desarrollo del
culto público y participe en los sacrificios, comprando, por
ejemplo, la comida del sacrificio, o asistiendo, en el puesto que
le corresponde, a los banquetes y sacrificios. En el plano priva­
do, compete a la comunidad profesional, por ejemplo, y, sobre
todo, a la familia, el ejercicio del culto, bajo la autoridad exclu­
siva del pater fam ilias. Nada ni nadie le puede impedir que or­
ganice su panteón y su calendario litúrgico como mejor le pa­
rezca, ni tampoco que discuta de teología, si lo considera opor­
tuno, en la intimidad de su tríclinium , junto con algunos ami­
gos eruditos. Esto pertenece al ámbito privado, estrictamente
privado, lo mismo que sus relaciones de padre de familia con la
esposa, con los hijos o con su patrimonio. Ni que decir tiene
que, además de la religión privada más compleja que se nos an­
toje, cada individuo puede tener las devociones que desee y rea­
lizar las prácticas pertinentes fuera de su casa, en los santua­
rios de la ciudad o en los de los peregrinos, siempre a condición
151
John Scheid
de que no perturbe la paz doméstica —donde la decisión co­
rresponde al paterfam ilias— o el orden público.
Conviene, por tanto, que no pongamos una misma etiqueta
a todas las prácticas «religiosas» —siempre según nuestras con­
cepciones— cuando hablamos de los romanos, incluidos los del
Alto Imperio. Antes bien, es preciso analizar el contexto social
de cada práctica cultual. Cuando determinado culto se implanta
en una familia o en una asociación, no ocurre del mismo modo en
todos los restantes ni tampoco, y esto es lo más importante, en el
plano público. Aún más, si ese culto se encuentra documentado en
el seno de una familia, ello no implica —dejando a un lado los ca­
sos del judaismo y del cristianismo rigurosos— que aquélla se ha­
ya convertido en exclusiva a dicho culto, en tanto en cuanto sus
relaciones con los dioses son mucho más complejas. No basta co­
mo prueba, además, la pretendida afinidad de ese culto con
nuestra propia sensibilidad religiosa. Incluso fuera de la casa
los comportamientos «religiosos» del ciudadano son diferentes
según esté participando en un culto público, o bien practicando
a título particular —lo que es indiferente, en todo caso, para
las autoridades— y ofreciendo sacrificios, ajeno a los ritos pú­
blicos, a determinada superstición. De este modo, puede vene­
rar a Isis, según el papel que tenga asignado en su culto, como
diosa romana (tras su instalación oficial). Pero también puede
dirigirle sus plegarias en la intimidad, frecuentando la penum­
bra de su santuario público o, por fin, nada le impide relacio­
narse, por una u otra razón, con los egipicios que viven en Ro­
ma y veneran, a su modo, a su Isis nacional. Puede que a noso­
tros los tres casos nos parezcan una sola y misma cosa. Un roma­
no, en cambio, es capaz de diferenciarlos, no según la mayor o
menor ortodoxia de los comportamientos, sino con arreglo a la si­
tuación de la práctica dentro de la ciudad, atendiendo al carácter
público o privado del culto. Cierto es que los filósofos estaban
más que dispuestos a discutir sobre la naturaleza de los dioses y
que, en ocasiones, consideraban decepcionantes las repre-
152
La religión en R oma
sentaciones tradicionales, pero esto siempre lo hablaban «en
privado». En público, en cambio, asumían sin el menor asomo
de burla su participación en el culto público.
Cuando estalla una crisis no es porque las autoridades ro­
manas se opongan a determinado dios o enseñanza religiosa,
sino porque existe una fricción entre lo público y lo privado:
los aspectos «religiosos» no son en ella más que un elemento
secundario8. Las divinidades y las prácticas privadas son indi­
ferentes para las autoridades romanas, ya se trate de cultos lle­
gados del extranjero o de prácticas que, como la magia, han
existido desde siempre, con contenidos variables, en Roma9.
No ha de extrañar que los magistrados y los emperadores ha­
yan condenado las prácticas mágicas o astrológicas, aun te­
niendo junto a ellos magos o calderos: en el primer caso actúan
como magistrados en defensa del orden público; en el segundo,
practican la magia o la astrología en su vida privada.
En fin, en la medida en que la oposición entre superstición y
religión es, antes que nada, una distinción entre dos comporta­
mientos similar a la que se plantea en otras tantas dimensiones
jerarquizadas de la vida social, no hay por qué considerar, des­
de nuestro punto de vista moderno, que uno es más «religioso»
que el otro: del mismo modo que hoy día las supersticiones o,
incluso, las actitudes extra-confesionales no son ni más ni me­
nos «religiosas» que las religiones constituidas, así tampoco es­
tablece un romano entre religión y superstición una distinción si­
milar a la existente entre lo que es religioso y lo que no lo es10. Se­
mejante diferenciación carecería de sentido a sus ojos. Para él, la
cuestión se plantearía más bien en términos de jerarquía de com­
portamientos «religiosos», uno de los cuales afecta a todos los ciu­
dadanos, en tanto que el otro sólo concierne a un grupo de éstos:
se yuxtapondrían dos «vidas religiosas», una dirigida por el Se­
nado y los magistrados, otra por él mismo, en su calidad de pa­
dre de familia, etc. Tampoco criticaría el escaso contenido teo­
lógico del culto público, sino la negligencia de los magistrados
153
John Scheid
o de los sacerdotes. Sus acusaciones se dirigirían, en todo caso,
contra la parcialidad con que los senadores hubieran estableci­
do, en tal o cual ocasión, el limite de lo tolerable en las relacio­
nes, siempre problemáticas, entre lo público y lo privado. En
cualquier caso, nunca habría considerado —de perfecto acuer­
do con los magistrados— a unos dioses privados por encima de
los de la ciudad (ni a la inversa): era una cuestión que no se
planteaba —todavía, al menos— más que de forma limitada.
Esta tolerancia dogmática responde a una razón muy sencilla:
los dioses antiguos eran fáciles de llevar, no excluían a nadie, ni
siquiera a otro dios. Así las cosas, ¿quién podría quejarse de
ellos?
Hasta ahora hemos dado vueltas, por así decirlo, al concep­
to que nos ocupa, definiéndolo en el espacio y en el tiempo. La
superstición se desarrolla, como hemos visto, en la esfera de lo
privado, o bien en pueblos extranjeros, y, como tal, nunca en­
tra en competencia con la religión oficial, en la medida en que
su lugar se encuentra en otra parte, a lo que hay que añadir la
tolerancia congènita de los dioses antiguos y de sus fieles.
Todo ello evita, ciertamente, que incurramos en un contra­
sentido, pero no llega a dar una respuesta exhaustiva a nues­
tras preguntas. En efecto, ¿por qué, se me dirá, aparecen en
nuestras fuentes las supersticiones como tales sólo cuando se
trata de conflictos, o bien de pueblos que difunden y practican
tales supersticiones? ¿Por qué el término superstitio tiene una
connotación negativa? ¿Por qué no se habla simplemente de re­
ligio privata, anim i religio (religión del espíritu)? Parece como
si, a pesar de todo, existiera algo censurable en la superstición.
Y, si no se trata de la divinidad o de la doctrina propiamente
dicha, ¿qué es lo que suscita, entonces, las sonrisas o la desa­
probación? Intentaré dar un principio de respuesta analizando
desde dentro la noción de superstitio.
154
La religión en Roma
El examen de los testimonios demuestra que la superstición
es, sobre todo, un «miedo supersticioso», prácticas suscitadas
por el pavor y por las creencias que le dan cuerpo. En fin, son
supersticiones, también, los cultos caracterizados por este tipo
de angustia y por las mismas consecuencias. En ocasiones, las
supersticiones se presentan como algo desmesurado, pero lo
más frecuente es que se las vea como algo que esclaviza y enlo­
quece a los hombres supersticiosos11. Un rasgo fundamental
da unidad a estos diversos aspectos de la superstición: ésta es,
ante todo, un comportamiento del hombre en su práctica reli­
giosa, una forma de vérselas con los dioses o con los signos que
éstos envían, sean cuales sean tales dioses o, incluso, la propia
doctrina. Tres de los textos estudiados sirven para ilustrar esta
constatación. El célebre pasaje en el que Aulo Gelio cita las de­
finiciones de religiosus dadas por Nigidio Fígulo {Noches Áti­
cas 4.9.1) —para quien «se llama religioso al que se ha dejado
atrapar por una práctica excesiva y supersticiosa de la reli­
gión... actitud que se considera defectuosa»— evoca todos los
elementos puestos de relieve más arriba: servidumbre, exceso
criticable, una práctica religiosa «supersticiosa»... pero no una
religión falsa. Ahora bien, este texto nos sitúa en el siglo I a.C.
¿Qué se puede decir de los testimonios contemporáneos de Au­
lo Gelio? Para definir la periergía (curiosidad vana y super-
fiua), el rétor Quintiliano establece las siguientes oposiciones:
«También está la periergía, que es, por asi decirlo, un celo su-
perfluo, que difiere [del trabajo] como la curiosidad de la apli­
cación o la superstición de la religión» (8.3.55). En este pasaje,
religio se emplea en el sentido de «práctica religiosa» conforme
a los principios de la religio, es decir, del cultos deorum tradi­
cional, en tanto que superstitio entraña el comportamiento
opuesto, caracterizado por el contexto como excesivo y, a la
vez, como una avidez de conocimientos superflua. En resumen,
la definición de Quintiliano concuerda con la del gran Nigidio,
con una particularidad que nos acerca, incluso, al sentido más
155
John Scheid
antiguo —y, sin duda, fundamental, si seguimos a W. Belar-
di— de superstitio, a saber, esa voluntad (inútil para un roma­
no bienpensante) de «conocimiento verdadero»12. Tácito, por
último, nos informa que los judíos, ante los prodigios amena­
zadores, creían que no les estaba permitido conjurarlos con víc­
timas y votos. «Esta nación —escribe— [está] sujeta a la su­
perstición, pero [es] enemiga de las prácticas cultuales» (H isto­
rias 5.13.2). También en este caso la superstición es, en parte,
la fe en una profecía —como lo demuestra la continuación del
texto—, una sumisión ciega a cierto conocimiento que, en el
fondo, no deja ninguna libertad al hombre. Pero la observa­
ción de Tácito es todavía más precisa: el comportamiento su­
persticioso consiste en creer que no se puede dialogar con los
dioses ni utilizar ese medio de comunicación que son las reli­
giones, las prácticas religiosas, como el sacrificio o los votos.
En lugar de intentar arreglar la situación con los dioses, los ju­
díos, sujetos a la superstición, prefieren, según Tácito, recurrir
a una predicción recogida en sus antiquae sacerdotum litterae,
«sus antiguos libros sacerdotales».
Gracias a ciertas constantes, la lectura de los documentos
nos ha permitido avanzar en la reconstrucción de la noción de
superstición. Ésta es, ante todo, un defecto humano13, y no un
defecto de tal o cual dios. Se trata de una actitud, un compor­
tamiento independiente, en el fondo, de tal o cual religión ya
constituida, aunque haya algunas que, al igual que la masa del
pueblo, parezcan caracterizadas por dicha actitud. La supersti­
ción es un exceso criticable que provoca angustia u obstina­
ción, que entraña prácticas ridiculas o crueles, que se relaciona
con una avidez malsana de «conocimiento». Pero esta actitud,
motivada o no por la angustia o por contactos con otros pue­
blos, es, ante todo, una postura extraña con respecto a los dio­
ses y el culto tradicionales: como tal, supone una ceguera, una
traba a la libertad, en una palabra, una esclavitud. En estas dis­
tinciones, el polo positivo lo constituye el culto tradicional ro-
156
La religión en R oma
mano y, como es suponer, las relaciones con los dioses que ca­
racterizan a dicho culto. Llegados a este punto de la reflexión,
es indispensable, para poder seguir adelante, que dispongamos
de un texto más amplio, en el que se analice en detalle la su­
perstición y se la defina, ya que los textos dispersos y alusivos
difícilmente pueden dar una respuesta a la cuestión que ahora
se plantea: si la superstición consiste en tener cierta actitud con
respecto a los dioses, ¿cuál es esa actitud?
Disponemos de un pequeño tratado, contemporáneo de los
documentos que hemos utilizado hasta ahora, dedicado preci­
samente a definir y juzgar la superstición: es el Peri deisidaimo-
nías (Sobre la superstición) de Plutarco, una de las poquísimas
obras sobre este tema que se nos han conservado. A la hora de
sentar en el banquillo de los acusados a las supersticiones —que
comprenden las mismas manifestaciones positivas señaladas por
nuestros autores: magia, ritos exóticos, bárbaros y crueles, puri­
ficaciones ignominiosas, etc.—, Plutarco les añade un segundo
inculpado, el ateísmo. Ambos defectos, ambos excesos se si­
túan en los dos extremos del sistema que aquél nos presenta: a
un miedo excesivo ante los dioses le corresponde una desmesu­
rada indiferencia. Esta primera definición concuerda con lo
que el análisis nos había demostrado: la superstición es una ac­
titud humana con respecto a los dioses. Pero también añade un
nuevo elemento: el miedo excesivo a los dioses. Este temor (o
esta indiferencia) ante los dioses se opone, concluye Plutarco, a
la verdadera piedad, la eusébeia, es decir, el buen «comporta­
miento de los hombres respecto a los hiera [lo sagrado], respec­
to a los dioses y los muertos»14.
La verdadera piedad, pues, no siente un miedo extremo de
los dioses, ni, por supuesto, se desinteresa de ellos. Si se consi­
deran desde este ángulo, todas las angustias, pavores y búsque­
das desasosegadas de los supersticiosos quedan aclaradas: el
supersticioso teme enormemente a los dioses, y su defecto con­
siste, no en adherirse a una religión o doctrina ilícita, sino en
157
John Scheid
tener miedo de los dioses, sean éstos cuáles sean15. ¿Quiere de­
cir ello que los hombres piadosos no tienen miedo de los dio­
ses? No exactamente. El hombre piadoso piensa que los dioses
son buenos y generosos: de ahí que no pueda sentirse aterrori­
zado ante ellos. El temor no rige sus relaciones con los dioses16.
Hacia ellos siente piedad, esa buena piedad que, según Plutar­
co, se encuentra a medio camino entre la superstición y el ateís­
mo: lo que podríamos definir, con Cicerón, como justicia para
con los dioses17.
El supersticioso, en cambio, cree que los dioses son malva­
dos, los considera desconfiados, pérfidos, malintencionados.
En una palabra, despóticos. De ahí que sea —y se crea— un es­
clavo de los dioses18. El ateo, en su arrogancia, no se preocupa
para nada de los dioses. Esta definición de la superstición no
difiere demasiado de la dada por Varrón, que, según Agustín,
distingue entre el hombre religioso, que no tiene miedo de los
dioses, sino que los considera como sus padres, y el supersticio­
so, que los teme como a enemigos19. Volveremos a encontrarla
en Séneca20. Hay que admitir que, si bien las formas en que se
manifiesta la superstición van cambiando, el concepto, como
tal, se mantiene inalterable entre Varrón y Plutarco. Ello se de­
be a que apenas han sufrido cambios las representaciones gene­
rales del orden cósmico, a pesar de las justificaciones y explica­
ciones proporcionadas por los filósofos, a pesar, también, de
las modificaciones ocasionadas por el régimen imperial: la re­
ferencia fundamental de los philósophoi kai p o liíiko i ándres
(los hombres de Estado y de ciencia), como dice Plutarco si­
guiendo una vieja tradición, sigue siendo la ciudad, donde se
traban las relaciones entre dioses y hombres: son éstas relacio­
nes de proximidad, de mutua benevolencia, y se encuentran re­
guladas por el ius, por la iustitia, es decir, el conjunto de debe­
res y derechos recíprocos, dando siempre por sentado que los
dioses son superiores a los hombres, aunque no radicalmente
diferentes de éstos. La divinidad es vista como la culminación
158
La religión en Roma
de una jerarquía de seres que lleva, sin solución de continui­
dad, desde los animales hasta los dioses, pasando por los
hombres, los héroes y los diui. Y en la ciudad, donde son
como conciudadanos, los dioses forman una especie de «or­
den» supremo de ciudadanos especialmente poderosos: tie­
nen derecho a todos los miramientos debidos a su autori­
dad, pero sus prerrogativas no van más allá de los intercam­
bios normales entre patrones y clientes, con arreglo a las
normas de la buena fe21. Nada de esto se encuentra en las
supersticiones, que niegan la progresión por grados y termi­
nan abriendo un abismo entre hombres y dioses al desgarrar
el velo del orden natural. Tal rompimiento transforma la
naturaleza de las relaciones entre quienes integran la respu­
blica-. convierte a los dioses en déspotas y a los hombres en
esclavos. En una palabra, se opone radicalmente a la ideolo­
gía de la ciudad. De ahí el escándalo.
Hay, pues, a fin de cuentas, un halo de herejía en la supersti­
ción. Pero se trata de una herejía muy particular. El error no
consiste en adorar dioses falsos o en practicar una religión ilíci­
ta: no, al menos, antes de que el monoteísmo cristiano adqui­
riera una realidad institucional.
La superstición, a principios del siglo II, es «herética» en
tanto en cuanto se engaña en lo tocante a las relaciones que
existen entre los dioses y los hombres, sin importar de qué dio­
ses se trate. Se basa, o desemboca, en el distanciamiento res­
pecto a los dioses, tan incompatible con la tradición como cier­
tas definiciones extremistas acerca de la posición del príncipe
en relación con los senadores y ciudadanos (Calígula, Nerón,
Domiciano). En resumen, la «herejía» todavía se define en esta
época con categorías propias de la religión cívica, es decir, en
relación con la ideología de la ciudad. Pero esta herejía no lle­
va, como tal, a la hoguera. Como mucho, provoca indignación
y, más a menudo, sonrisas, ya que se trata de una actitud pri-
159
J ohn Scheid
vada y, como tal, escapa a las autoridades, a menos que ten­
ga una repercusión pública, es decir, que trastorne el orden
público. Pero a partir de ese momento ya no se podría ha­
blar de superstición: las persecuciones las ocasionarían los
robos, las violaciones, la violencia, la revolución, la lesa ma­
jestad (reales o imaginarios). Las hogueras sólo arden, pues,
en los debates de los filósofos o, lo que es lo mismo, todavía
en el ámbito de lo privado y lo superficial. No son, evidente­
mente, peligrosas. Por regla general, los harúspices y los fi­
lósofos22 se contentan con sonreír o insultarse, sin que ello
les impida ponerse de acuerdo a la hora de estigmatizar la
ignorancia del vulgo o del bárbaro supersticioso. Es signifi­
cativo, sin embargo, que incluso en este plano, y tratándose
de eruditos, la referencia constante sea todavía la religión
tradicional, el modelo de la ciudad.
Ningún proceso inquisitorial se plantea en el plano público,
ya que, nos dicen los politikoi ándres, la religio es diferente de
la superstitio y no hay lugar para este tipo de excesos en los
cultos de la ciudad. Podremos darles crédito o no, pero lo cier­
to es que ellos sí estaban dispuestos a creer que así eran las co­
sas: y si tal era su deseo, siempre cabe la posibilidad de que fue­
ran ciegos o hipócritas, pero, aun así, su actitud obliga a reco­
nocer que el modelo de la ciudad se ha mantenido en vigor en
todo momento.
Al cabo de estos sucesivos acercamientos a la religión ro­
mana, estamos en condiciones de calibrar la ambigüedad del
título de este libro: La religión en Rom a. La respuesta a la
cuestión planteada variará según nos atengamos estricta­
mente a la ortodoxia romana o bien tomemos el término
«religión» en su acepción moderna. Por otra parte, la preci­
sión «en Roma» puede designar tanto la religión de la ciu­
dad romana como la de los hombres que vivían en Roma, en
cuyo caso deberíamos englobar, también, a los extranjeros y
160
La religión en R oma
a quienes no intervienen de forma autónoma en la religión
romana: los esclavos. Por razones de método y (más modes­
tamente) de espacio, he optado por tratar el tema desde el
punto de vista más restringido, es decir, desde el punto de
vista romano. He estudiado la religión de los ciudadanos ro­
manos en Roma. Las ideas aportadas pueden, en la mayoría
de los casos, aplicarse, con prudencia, al conjunto de los
municipios y colonias del Imperio, toda vez que se trata del
mismo universo conceptual. Esto, evidentemente, vale para
los principios de la religión, no necesariamente para el con­
tenido del culto. A priori, queda excluida su transposición al
marco de las ciudades peregrinas, a menos que un estudio
previo logre establecer una homogeneidad efectiva. Hay que
evitar, por tanto, hablar de religión romana en general, sin
pensar en un marco institucional, histórico y geográñco es­
pecífico.
El presente estudio ha puesto de manifiesto otra ambigüe­
dad. Hemos podido observar hasta qué punto existe una impli­
cación de lo religioso en lo político, y viceversa. Ahora bien, al
consagrar en esta colección un libro a «la religión en Roma»
podría parecer que la religión es, en Roma, un ámbito autóno­
mo. Es cierto que existe una administración de lo sagrado,
unos ritos específicos, un personal escogido, lugares sagrados...
pero también hemos visto que, en el fondo, la religión no es si­
no una de las dos caras de una misma realidad a la que se po­
dría dar el nombre de ciudad, república o consenso poliádico.
Es evidente, en todo caso, que lo religioso es consustancial a lo
político.
¿Por qué, entonces, estudiar por separado la religión y las
instituciones políticas? Por comodidad, sin duda, y porque
este aspecto de la realidad romana revela con una especial
fuerza las estructuras de la ciudad: no hay que olvidar que,
en el plano jerárquico, lo religioso prima y funda lo político.
161
John Scheid
Si se comprenden estas ambigüedades, habremos recorrido la
mitad del camino. Y eso ya es mucho.

Notas
1. Para los «populares» véase ahora J.L. F errary , «Le idee politiche a Ro­
ma nell’epoca repubblicana», en L. F irpo , Storia delle idee politiche, eco­
nom iche e sociali, Turin 1984, pp.748-766.
2. J. MOREAU, La Persécution du christianisme dans l ’Empire romain, Paris
1956; A.D. N ock , «Roman army and religious year», Essays..., 1940,
pp.757-769; F. M illar , «The imperiai cult and thè persecutions», Entre-
tiens de la Fondation H ardt 19,1973, pp. 145-175; P rice , Rituals, pp.220ss.
3. Esta investigación se presentó en su totalidad en el «Coloquio sobre la re­
ligión y la superstición en el Imperio romano» (Cádiz). Las actas de dicho
coloquio se encuentran en prensa en la actualidad. A ellas remito al lector
que desee más información al respecto.
4. W. Belardi, Superstitio, Roma 1976.
5. R. G arosi, Magia. Studi d i storia delle religione in memoria di R. Garo­
si, (ed. P.Xella) Roma 1976, pp.55ss. Cualquier estudio sobre la magia de­
berá partir obligatoriamente, ahora, del publicado por P. Garosi en este vo­
lumen colectivo. Discrepo de W. Belardi cuando afirma que la critica de la
superstición consiste en rechazar, desde dentro de la religión, las supersti­
ciones en tanto que creencias arcaicas, mágicas, populares, en favor de una
negación o una teologización de lo divino. Tal y como pretendo demostrar,
no es en el campo religioso, precisamente, donde se manifiestan, a los ojos
de los romanos, las supersticiones, sino en otra dimensión.
6. Tomo estas fórmulas del importante estudio de D. GRODZYNSKI, «Su­
perstitio», REA 1974, pp.36-60, especialmente p.74, donde se recogen estas
opiniones.
7. J. SCHEID, «Le délit religieux dans la Rome tardo-républicaine», en L eD élit
religieux, Roma 1981, pp. 157-166. Los perniciosos efectos de las «conspiracio­
nes» supersticiosas se reflejan en el vocabulario; Tac. Ano. 15.44.4 (exitiabilis su­
perstitio, malum), o Suet.Afero 16.2 (superstitio malefica), dicho del cristia­
nismo.
8. Para estas crisis, véase J. SCHEID, L e D élit..., pp. 157ss. (con bibliografìa).

162
La religión en Roma
9. R. G arosi, op.àt., pp.33ss.
10. Convendría, además, desembarazarse de Frazer de una vez por todas.
Ningún antropólogo contemporáneo defendería sus clasificaciones, ni tam­
poco su enfoque general de los fenómenos religiosos o mágicos. Véase p.96,
n.63. No seremos, pues, los últimos en abandonar una explicación de los
usos «primitivos» que, según la fórmula de Wittgenstein, tiene «muchas más
groserías que el sentido de los propios usos» (WITTGENSTEIN, op.cit., p.21).
11. Términos que denotan la sumisión: Quint. 12.2.26 («encadenados»),
Suet.Afero 51.1 («prisionero», «sigue atado con empecinamiento»), Suet. 7Y-
óer36.1 («estaban poseídos»), Tac.A nn.l.28.2 («las mentes trastornadas»),
1.29.11 («apremiante»), etc.
12. Períergos se asocia, además, en Plutarco (Alex.2) a la bierourgía para
aludir a los «ritos supersticiosos». 7a perierga significa «arte mágica» en los
Hechos de Jos A póstoles 19.19.
13. Así es, además, como lo califica Cicerón, por oposición a algo merito­
rio, la religión: «Entre supersticioso y religioso hay, pues, la siguiente dife­
rencia: el primero de estos términos designa una debilidad; el segundo, un
mérito» (N D 2.28.72).
14. Según J. R udhardt , N otions fondam entales de Ja pensée religieuse et
A ctes constitutifs du culte dans la Grèce classique, Ginebra 1958, p. 17. Cf.
Plu.2.171F14 (= Sóbrela superstición, ed. Loeb).
15. Por ejemplo, Plu.2.165B2,166D4.
16. /Ó/Ü167D6, 167E6.
17. Cic.op.cir.1.41.116.
18. Plu.op.a/.165B2,166D4,167D6.
19. Varroapud Aug.Cïu.6.9. Cf. también C ic.op.cit.l. 17.45.
20. Sen.Ep.Lucil. 123.16.
21. Véase más arriba, pp.38ss.
22. Los filósofos, en efecto, se insultaban con profusión en estos términos.
Al menos, en los civilizados debates de los invitados de Cicerón, como, por
ejemplo, ND 1.34.94 (Cota contra Veleyo), o 1.8.18 (Veleyo contra los es­
toicos), donde unos y otros utilizan la comparación de la vieja crédula y su­
persticiosa. Pero es, sobre todo, en el célebre pasaje, tantas veces citado, en
que Cota refuta a Veleyo y le dice que «causa extrañeza que un harúspice no
rompa a reír cuando ve a otro harúspice», donde se pone de manifiesto el
paralelismo entre las supersticiones y la filosofía (entiéndase: la de los

163
John Scheid
otros). En efecto, a la famosa sonrisa de los harúspices le sigue una segunda
sonrisa, la de los dos epicúreos que se encuentran: «Todavía es más sorpren­
dente que podáis ahogar los ataques de ñsa cuando os reunís muchos epicú­
reos» (A© 1.26.71).

164
TABLA CRONOLÓGICA
fin. VII / inic. VI a.C. primer altar del santuario de S. Omobo-
no; calendario de Numa
ca. 580 primera regia (?); santuario de Vesta (?);
Vulcanal (?); primer templo de S. Orno-
bono
fin. VI templos de M ater M atuta y de Fortuna
en S. Omobono; Regia
509 templo de Júpiter Capitolino
497 templo de Saturno
493 templo de Ceres, Líber y Libera
484 templo de Cástor
431 templo de Apolo
367 templo de la Concordia
300 Lex Ogulnia de auguribus et pontiíicibus
291 templo de Esculapio
med. III elección del pontifex m axim us por las
17 tribus
249/248 introducción del culto de Dis y Proserpi­
na
217 período de crisis religiosa
196 Lex Licinia de III uirís epulonibus
creandis
191 templo de la Magna M ater
186 escándalo de las Bacanales
167 Polibio en Roma
104/103 Lex D om itia de sacerdotiis
165
John Scheid
ca. 89 Q. M udo Escévola, pontifex m axim us
87 el Harnea D ialis se suidda y su puesto
queda vacante
82 asesinato del pontifex m axim us Q. Mu­
do Escévola
82/81 L ex Cornelia de sacerdotiis
63 Lex A Lia de sacerdotiis
47 Varrón publica las A ntiquitates rerum
hum anarían et diuinarum
46 L ex Iulia de sacerdotiis
45/44 Cicerón publica D e natura deorum y D e
diuinatione
29 templo del diuusluiius
28 templo de Apolo Palatino
27/25 inido del culto imperial en Asia y en
Hispania
17 Juegos Seculares
ca. 12 Augusto, pontifexm axim us\ reorganiza­
ción del culto de los Lares Compítales
11 se vuelve a ocupar el cargo de ñamen
D ialis
2 d.C. templo de M ars U ltor
9 altar en honor del num en de Augusto
14 divinización de Augusto
37 templo del diuus Augustus en el Palatino
38 santuario de ísis Campensis
47 Juegos Seculares
69/71 incendio y reconstrucción del Capitolio
Vespasiano templo del divino Claudio
75 templo de la Paz
80 incendio y reconstrucción del Capitolio
Domiciano templo de los diui Vespasianus et Titus
88 Juegos Seculares
98 templo de Minerva
166
La religión en R oma
Hadriano templo del diuus Traianus
135 templo de Venus y Roma
141 templo del diuus A ntoninus y la diua
Faustína
145 templo del diuus Hadrianus
148 Juegos Seculares
Cómodo templo del diuus M arcus
204 Juegos Seculares
Caracalla templo de Serapis
Heliogábalo templo del Sol inuictus Elagabal
248 Juegos Seculares
312 visión de Constantino
341 edicto de prohibición de los sacrificios
346 (?) edicto que ordena la clausura de los tem­
plos
361 intento de restauración pagana bajo Juliano
382 decisiones anti-paganas de Graciano
391 ley que prohíbe el culto pagano

167
BIBLIOGRAFÍA
Para un enfoque global de la cuestión, recomendamos los si­
guientes libros: G. WISSOWA, Religion und K ultus der Römer,;
Munich 19122, muy superior a K . LATTE, Römische Religions­
geschichte, Munich 1960; G. DUMÉZIL, La Religion romaine ar­
chaïque, Paris 19661 (para la comprensión de las divinidades y la
coherencia del sistema); J. North, en la Cambridge Ancient His-
tory, Vm\2, pp. 573-625; para d Imperio, uno de los mejores estu­
dios lo constituye la síntesis de A.D. NOCK en la Cambridge A n­
cient History, EX, 1934-1971, pp.464-511, con bibliografía en
pp.951-953. También se encuentran numerosos análisis de gran
valor en la obra del mismo autor, Essays on Religion and the A n­
cient World, Oxford 1972. Un excelente estudio de la mentalidad
religiosa romana se encuentra en el reciente libro de J.H.W.G.
LŒBESCHUETZ, C ontinuity and Change in Roman Religion, Ox­
ford 1979. Véase también supra, en la nota 3 de la Introducción.

Bibliografías comentadas
J. Bayet , «La religion romaine de l’introduction de l’hellé­
nisme à la fin du paganisme» (1943), en Idéologie et Plastique
Roma 1974, pp. 125-168; A. BRELICH, «Storia delle religioni.
Religione romana» (1938-1948), D oxa 2, 1949, pp. 136-166;
H.J. ROSE, «Roman Religion» (1910-1960), JR S 50, 1960,
pp.161-172. Se pueden consultar los boletines de Stud.Rom . 2,
1954; 6, 1958; 9, 1961; 11, 1963; 15, 1967. También, por su­
puesto, los trabajos aparecidos en A N R W I, 2, 1977 (para la
169
John Scheid
República); II, 16, 1, 1978, pp.3-44 (para el Imperio); II, 16, 2,
1978, pp.834-910 (para el culto imperial).
Para el estudio del hecho religioso en sí se puede leer, ade­
más de las obras señaladas más arriba, J.-P. V e r n a n t , R eli-
gions, H istoires, Raisons, París 1979 {passim); J. NORTH,
«Conservatism and Change in Roman Religion», PBSR 44,
1976, pp. 1-12. Para el sentido de religio, véase R. S c h il l in g ,
R ites, Cuites, D ieux de Rom e, Paris 1979, pp.30-93, donde
también se encontrarán análisis sobre el resto del vocabulario
religioso, así como sobre las actitudes religiosas. Véase también
R. M UTH, «Vom Wesen römischer “religio”», A N R W II, 16,
1, 1978, pp.290-354 (aunque criticable en algunas cuestiones,
da toda la bibliografía), al que hay que añadir el artículo de D.
GRODZYNSKI, «Superstitio», REA 1974, pp.36-60, y, por su­
puesto, los trabajos de E. BENVENISTE, recogidos en Le Voca-
bulaire des institutions indo-européennes, II, París 1969, junto
con los artículos de DUMÉZIL sobre este tema, como, por
ejemplo, los publicados en Idées romaines, París 1969, cuya au­
sencia en una bibliografía sobre los conceptos clave seria, como
poco, sorprendente. Los sacerdocios romanos han sido trata­
dos en una serie de artículos entre los cuales se pueden seleccio­
nar como más interesantes para una primera aproximación los
siguientes: E. P aís , «L’elezione del pontefice massimo per mez­
zo delle XVII tribù», Ricbercbe sulla storia e su l diritto pubbli­
co d i Rom a, 1, 1914, pp.337-347; id., «Le relazioni fra sacerdo­
zi e le magistrature civili nella Repubblica romana», Ricber­
cbe..., pp.273-335; L. ROSS TAYLOR, «Caesar’s colleagues in
thè pontifical collegue», AJPb 63, 1942, pp.385-412; id., «The
election of thè pontifex maximus in thè Late Republic», CPb
37, 1942, pp.421-424; A. MAGDELAIN, Recherches sur l ’im pe­
rium. La lo i curiate et les auspices d ’investiture, Paris 1968; P.
CATALANO, C ontributi allo studio del diritto augurale, Turin
1960; M . BEARD, «The sexual status of thè vestal virgins», JR S
70, 1980, pp. 12-27; M. Beard, J. North (eds.), Pagan Priests,
170
La religión en R oma
Londres 1990. Para una bibliografía más especializada, remiti­
mos a las síntesis y a las obras de referencia.
En lo tocante a la época arcaica y, sobre todo, la obra de G.
Dumézil, remitimos a las obras de referencia. Hay que hacer men­
ción especial del reciente Dictionnaire des mythologie^ París
1981, donde se pueden encontrar diversas entradas sobre la Roma
arcaica y los itálicos. En los Cahiers pour un temps, París 1981, se
ha publicado una recopilación de textos de Dumézil, con una bi­
bliografía completa. En fm, la revista Opus 2, 1983, 2, pp.327-
341, ha publicado últimamente las contribuciones presentadas en
un seminario organizado por A. Momigliano en Pisa.
Para la «crisis» y el problema de la helenización, los siguien­
tes estudios pueden constituir un buen punto de partida: E.
RAWSON, «Religion and Politics in the Late Second Century
B.C. at Rome», Phoenix 28, 1974, pp,193ss.; Le D élit religieux
dans la cité antique», mesa redonda celebrada en Roma, 1981
(passin3); M. VAN DOREN, «Peregrina sacra. Ofïïzielle Kultü-
bertragungen im alten Rom», H istoria 3, 1955, pp.488-497; C.
GALLINI, «Che cosa intendere per ellenisazione. Problemi di
método», D dArch 7, 1973, pp.175-191; F. COARELLI, «Classe
dirigente romana e arti figurative», D dArch 4-5, 1970-1971,
pp.241-279.
En lo tocante a Polibio, Mucio Escévola, Cicerón y Varrón,
remitimos, entre otros, a los trabajos de P. BOYANCÉ («Sur la
théologie de Varron», Études sur la religion romaine, Roma
1972, pp.252-282; «Les implications philosophiques des recher­
ches de Varron sur la religion romaine», A tti congr. intem . di
studi varron., Rieti, pp. 137-161; «Étymologie et théologie chez
Varron», REL 53, 1975, pp.99-115), J. PÉPIN {M ythe et Allégo­
rie: ses origines grecques et les contestations judéo-chrétien­
nes, Paris 1958), B. CARDAUNS («Vano und die rómische Reli­
gion. Zur Théologie, Wirkungsgeschichte und Leistung der “An-
tiquitates rerum diuinarum'’», A N R W II, 16, 1, 1978, pp.80-103),
171
John Scheid
G. LIEBERG («Die “theologia tripartita” in Forschung und Bezeu-
gung», AN R W 1,4,1973, pp.63-115), A. SCHIAVONE (Nascita de­
lla giurisprudenza, Roma-Bari 1976, pp. 1-68), P. PÉDECH («Les
idées religieuses de Polybe. Étude sur la religion de M ite gréco-ro­
maine au second siècle av. J.-C.», RH R 167-168, 1965, pp.35-68),
al que no ha logrado reemplazar (junto con el artículo de H. D0-
RRIE, «Polybios über pietas, religio und lides», M élanges P.
Boyancé, Roma 1974, pp.251-272) el estudio de A.J. VAN HOOF
(«Polybius’ reason and religion. The relations between Polybius’
casual thinking and his attitude towards religion in the studies of
history», K lio 59, 1977, pp.101-128).
No nos detendremos demasiado en la bibliografía sobre las
reformas de Augusto y el culto imperial. Al respecto, remitimos
a los volúmenes II, 16 y 17 de A N R W, donde se pueden encon­
trar bibliografías, obras de síntesis y documentos. Cualquier
trabajo en este ámbito deberá comenzar por los estudios de J.
G a g é , A. A l f ô l d i , J. B é r a n g e r , S. W e in s t o c k , R u f u s
FEARS y S.F.R. PRICE.
Para la religión popular, la magia y la hechicería hay que
partir de A.D. NOCK («Paul and the magus», Essays..., pp.308-
330, y otros estudios recogidos en este libro), F.H. CRAMER
(A strology in Rom an Law and Politics; Filadelfia 1954), R.
GAROSI {Magia. Studi d i storia delle religioni in memoria di R.
Garosi, Roma 1976, con la reseña de J. NORTH en JR S 70,
1980, pp. 186-188).
Por lo que respecta a las ideas de la élite, recomendamos,
una vez más, NOCK (Essays...; Conversion. The Old and the
New Religion, Oxford 1933) y BOYANCÉ.
En Fm, para el problema de las persecuciones contra el cris­
tianismo se pueden utilizar como punto de partida las biblio­
grafías recogidas en el tomo II, 23 de A N R W.
172
ÍNDICE ANALÍTICO
A eh a, lex, 23 cultos extranjeros, 101-105
Alus Locuüus, 43 culto impenal, 129ss., 136s.; v. diui,
Apolo, 44, 132 emperador, Augusto
arvales, 35, 68 cultos nuevos, v. cultos extranjeros
astrologia, 144 culto pnvado, 2s., 25, 35
ateísmo, 157 culto publico, v piedad, religión
augures, 15, 22ss., 26s., 33-40 curias, 38s.
Augusto, 65-68, 132ss. Cibeles, 44, 107s
auspicios, 15ss.,36ss., 130ss.
Decennalia, base de los, 30
Bacanales, 5 derecho sagrado, 23s.; v. sacerdotes,
público-sagrado
Calígula, 31 difuntos, 46s.
Capitolio, 59 dioses, 2, 42ss., 158
Castores, 44 Dis Pater, lOlss.
César, 119ss. diui, 32; v. culto imperial
Cicerón, 16ss Domitia, lex, 63
ciudad, Iss , 17, 23ss., 41, 47ss., Dumézil, 69-91
56ss., 131, 158s
Clodio, 46, 142s emperador, 132ss.
colegios, 4 empinsmo, 86s
colegios sacerdotales, v. sacerdotes, Escipiones, 112s.
arvales, augures, feciales, fiámi- esclavos, 6
nes, harúspices, lupercos, pontí­ Esculapio, 10 ls.
fices, quindecénviros, rex sacro- extranjeros, 5ss., 150s
rum, salios, septenviros, sodaJes expiación, 8s., 17-20
Titii, vestales
Comicios, 39ss. feciales, 35
— sacerdotales, 39s., 63ss. fenomenología, 87s.
Cornicio, 59 Fides, 31 s.
comiti a calata, 38 s. filología histónca, 84
comparativismo, 89ss. fiámines, 29ss., 32
Cretona, 12s. Foro, 56ss.

173
John Scheid
Frazer, 85 n.63, 153 n 10 po testas, 38
Fuña, lex, 23 privado-público, 150-153
Q Fulvio Flaco, 12ss público-sagrado, 47-50, 60, 68s
Potitii, 4
harúspices, 15ss., 36 practicar, 2; v, piedad
helenización, 109ss. prodigios, 44
Fiera Lacinia, 12s. Proserpina, 1Os., 102s.
Hércules, 44
hipercrítica, 84 Quindecénviros, 26s., 34s., 63ss.

impenum, 38s. Regia, 56s


impiedad, 7ss religión, XTVss., 2, 73s., 79ss., 105s.,
indoeuropeos, 74s., 78s., 89s 113ss., 128, 141 ss.
instauraLio, 8 — en época arcaica, 53ss.
Isis, 142s., 152 rcspublica, v. ciudad
rex sacrorum, 34s.
Júpiter, 44, passim ntualismo, 23s.; v. piedad
rey, 60s., 66s.
Libros Sibilinos, 44s. Rómulo, 68
Locros, 1Os
lupercos, 31 sacerdotes, 25ss., 61ss., 68s., 133s.
— y magistrados, 37ss., 47ss.
magia, 145, 148 Sacra, vía, 59
magistrados, 25ss., 43ss.; v. sacerdotes sacrificio, 30; v. expiación
Marco Aurelio, arco de, 30 sacrilegio, 9
Mario, 120 sagrado, 45s.; v. público-sagrado
miedo a los dioses, 158 salios, 32
Q Mucio Escévola, 1lOss. T. Sempromo Graco, 15s., 23
mujeres, 6s septenviros, 26s., 34, 63ss.
Sila, 64s., 120
obnuntatio, 14s , 22ss.; v. augures simbolismo, 82
ornen, 15 superstición, 141-162

paterfamilias, 25; v. culto privado templo, 21,43


p/acuJum, v. expiación teología tripartita, llOss., 121ss.
piedad, 21, 134s., 157; v. religión triunfo, 129
Pleminio, 1Os tumba, 46
Polibio, 113ss.
política, 39ss., 128s ; v. sacerdotes, Varrón, 121ss.
público-sagrado Vesta, santuario de, Sis.
pomoerium , 1s., 44 Vestales, 32
pontífices, 26s., 33s., 63ss.; v. sacerdotes Vicomagistri, altar de los, 32
Pontífice Máximo, 63 Vulcanal, 58

174

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