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Homo sacra res homini, el hombre es cosa sagrada para el hombre, escribió Séneca. «El
embrión humano es algo divino, en tanto que es un hombre en potencia», escribió
Aristóteles. Ambos pensadores son ajenos a la cultura judeo-cristiana; con todo, intuyeron
que, aun con las limitaciones y miserias que acompañan la existencia en este mundo, la
vida humana encierra un valor inconmensurable, prácticamente divino, desde su comienzo
hasta su natural término. Sin embargo, será necesaria la revelación cristiana para hallar el
fundamento claro y sólido de tal aserto. La sacralidad de la vida humana hace acto de
presencia al menos por tres razones: la razón del origen, de la naturaleza y del destino.
Dios es origen primero de cuanto existe. Pero ha otorgado también a sus criaturas
capacidad y poder de hacer y propagar el bien, siendo origen causal unas de otras, por
generación o composición. Con todo, el origen de cada persona humana es muy singular,
pues aunque en su génesis intervienen los padres, poniendo la base material, biológica, a la
vez Dios interviene produciendo de la nada el alma espiritual y la infunde en el minúsculo
cuerpo engendrado por los padres. La espiritualidad del alma distingue esencialmente al
hombre de las demás criaturas de este mundo, hace que el cuerpo humano no sea como los
demás cuerpos, sino un cuerpo personal, con características específicas muy netas, apto
para ser convertido por la gracia santificante en templo del Espíritu Santo. Pero ya desde el
momento de la concepción, el alma rige todo el desarrollo del embrión y, salvo accidentes o
atentados, lo llevará a la relativa perfección que cabe alcanzar en la tierra.
Y la vida del cristiano en gracia de Dios, todavía más: El historiador Eusebio de Cesarea
narra que el mártir de Alejandría de Egipto, Leónidas, padre de Orígenes, al primero de sus
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siete hijos, uno de los más insignes talentos que tuvo la humanidad, gozoso por la
admirable precocidad de semejante hijo, y dando gracias a Dios por habérselo concedido,
mientras el niño dormía, se inclinaba sobre él y le besaba el pecho, pensando que en él
habitaba el Espíritu Santo (Eusebio de C., Historia Eccl., 1, VI, c. II, 11). Este es el secreto
de la vida sobrenatural del cristiano: el ser vitalizado por la gracia, es decir, por la acción
del Espíritu Santo.
¿Desde cuándo? Desde el momento en que es concebido en el seno de la madre (Juan Pablo
II, Enc. Redemptor hominis, nº. 13). Nuestra vida -enseña el Papa- es un don que brota del
amor de un Padre, que reserva a todo ser humano, desde su concepción, un lugar especial
en su corazón, llamándolo a la comunión gozosa de su casa. En toda vida, aún la recién
concebida, como también incluso en la débil y sufriente, el cristiano sabe reconocer el sí
que Dios le ha dirigido de una vez para siempre, y sabe comprometerse para hacer de este sí
la norma de la propia actitud hacia cada uno de sus prójimos, en cualquier situación en que
se encuentre.
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profunda y nos hallaríamos felices de ser cooperadores de un hecho portentoso, divino.
Pues aún de mayor relieve es la concepción de un nuevo ser humano. De donde no había
nada, surge una imagen de Dios.
Todos los seres humanos -dice Juan Pablo II- deberían valorar la individualidad de cada
una de las personas como criatura de Dios, llamada a ser hermano de Cristo en virtud de la
encarnación y redención universal. Para nosotros la sacralidad de la persona se funda en
estas premisas. Y sobre estas premisas se funda nuestra celebración de la vida, de toda vida
humana. En rigor, las actitudes hostiles a la natalidad no sólo son deficitarias en
conocimientos de matemáticas (porque no advierten el tremendo problema que se avecina
con el envejecimiento de la población) sino que también son in-humanas, y, por supuesto,
absolutamente extrañas al cristianismo. Se requiere haber perdido de vista lo que el hombre
es y el sentido de la vida, para caer en esa suerte de nihilismo que prefiere la nada al ser; o
suscribir el paradójico hedonismo que desprecia los bienes eternos por mantener, a toda
costa, algunas comodidades provisionales. Es preciso recordar que el problema de la
natalidad, como cualquier otro referente a la vida humana, hay que considerarlo, por
encima de las perspectivas parciales de orden biológico o sociológico, a la luz de una visión
integral del hombre y de su vocación, no sólo natural y terrena, sino también sobrenatural y
eterna (Pablo VI, Humanae vitae)
UN CRIMEN ABOMINABLE
La vida humana es, pues, tanto por su origen, como por su naturaleza, como por su fin o
sentido, una criatura muy de Dios, muy especialmente suya. Atentar contra esa vida es
atentar contra Dios, como desafiarle cara a cara. En verdad os digo que cuanto hicisteis a
uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis (Cfr. Mt 25, 40). Estas
palabras de Jesucristo nos hablan del punto inaudito al que llega su amorosa solidaridad con
cada uno de nosotros. Respeta infinitamente nuestra libertad, pero quien la use contra su
imagen -varón o mujer-, quiérase o no, la usa contra Dios mismo. Y ante Él, más que ante
tribunales e historias humanas, habrá que responder.
Se comprende bien así que, por encima de intereses más bien inconfesables, la Iglesia de
Cristo haya enseñado siempre -también hoy porque es verdad perenne-, que el aborto
procurado es un crimen abominable: Dios, Señor de la vida, ha confiado a los hombres la
excelsa misión de conservar la vida, misión que deben cumplir de modo digno del hombre.
Por consiguiente, se ha de proteger la vida con el máximo cuidado desde la concepción;
tanto el aborto como el infanticidio son crímenes nefandos (Vat II, GS 51,3). La
cooperación formal a un aborto constituye una falta grave. La Iglesia sanciona con pena
canónica de excomunión este delito contra la vida humana. "Quien procura el aborto, si éste
se produce, incurre en excomunión latae sententiae" (CIC, can. 1398) es decir, "de modo
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que incurre ipso facto en ella quien comete el delito" (CIC, can 1314), en las condiciones
previstas por el Derecho (cfr. CIC, can. 1323-24). Con esto la Iglesia no pretende restringir
el ámbito de la misericordia; lo que hace es manifestar la gravedad del crimen cometido, el
daño irreparable causado al inocente a quien se da muerte, a sus padres y a toda la sociedad.
Se comprende que hay situaciones límite en las cuales surge la fuerte tentación de claudicar
y matar o matarse. Ni el aborto procurado ni la eutanasia suicida son caprichos de sólo
gente enajenada. Pero la comprensión y la compasión no pueden convertirse en cómplices
de un asesinato. A la persona humana, su conciencia moral puede pedirle un acto de
heroísmo al servicio de la dignidad de la persona y de la sociedad. Y las leyes civiles han
de hacerse eco de ello. El Estado no puede eximirse de defender absoluta y positivamente la
vida de sus súbditos en particular y de todos en general. Es una cuestión de bien común, fin
esencial del Estado. Y esto se puede entender desde la mera razón jurídica, como muestra la
Encíclica Evangelium vitae.
Por eso, la Iglesia -afirma el Papa- cree firmemente que la vida humana, aunque débil y
enferma, es siempre un don espléndido del Dios de la bondad. Contra el pesimismo y el
egoísmo, que ofuscan el mundo, la Iglesia está en favor de la vida.