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EL VALOR SAGRADO DE LA VIDA HUMANA

Por Pbro Dr. Antonio Orozco Delclós

Homo sacra res homini, el hombre es cosa sagrada para el hombre, escribió Séneca. «El
embrión humano es algo divino, en tanto que es un hombre en potencia», escribió
Aristóteles. Ambos pensadores son ajenos a la cultura judeo-cristiana; con todo, intuyeron
que, aun con las limitaciones y miserias que acompañan la existencia en este mundo, la
vida humana encierra un valor inconmensurable, prácticamente divino, desde su comienzo
hasta su natural término. Sin embargo, será necesaria la revelación cristiana para hallar el
fundamento claro y sólido de tal aserto. La sacralidad de la vida humana hace acto de
presencia al menos por tres razones: la razón del origen, de la naturaleza y del destino.

SAGRADA POR SU ORIGEN


En la primera página del Génesis, bajo un ropaje en apariencia ingenuo y mítico, se narran
acontecimientos históricos: la creación del universo y del hombre. Dios modela una porción
de arcilla -semejando en su quehacer al alfarero-, sopla y le infunde un aliento de vida, el
espíritu inmortal. La materia se anima de un modo nuevo, superior: nace la primera criatura
humana, a imagen y semejanza del Creador. El hombre no es cabalmente un producto de la
materia, aunque la materia sea uno de sus componentes; goza de alma espiritual,
irreductible a lo corpóreo. Las almas son creadas directamente por Dios, sin intermediarios.
Por esto cabe decir con todo rigor que cada vida humana es sagrada, pues desde su
comienzo compromete la acción del Creador.

Dios es origen primero de cuanto existe. Pero ha otorgado también a sus criaturas
capacidad y poder de hacer y propagar el bien, siendo origen causal unas de otras, por
generación o composición. Con todo, el origen de cada persona humana es muy singular,
pues aunque en su génesis intervienen los padres, poniendo la base material, biológica, a la
vez Dios interviene produciendo de la nada el alma espiritual y la infunde en el minúsculo
cuerpo engendrado por los padres. La espiritualidad del alma distingue esencialmente al
hombre de las demás criaturas de este mundo, hace que el cuerpo humano no sea como los
demás cuerpos, sino un cuerpo personal, con características específicas muy netas, apto
para ser convertido por la gracia santificante en templo del Espíritu Santo. Pero ya desde el
momento de la concepción, el alma rige todo el desarrollo del embrión y, salvo accidentes o
atentados, lo llevará a la relativa perfección que cabe alcanzar en la tierra.

El hombre engendra y, simultáneamente, Dios crea; de tal modo que, en la generación, es


muchísimo mayor la obra de Dios que la obra del hombre. Dice San Agustín que Dios es
quien da vigor a la semilla y fecundidad a la madre, y sólo Él pone -creándola- el alma. Por
eso, otro padre de la Iglesia nos hace esta sugerencia bellísima: Cuando alguno de vosotros
besa a un niño, en virtud de la religión debe descubrir las manos de Dios que lo acaban de
formar, pues es una obra aún reciente (de Dios), al cual, de algún modo, besamos, ya que lo
hacemos con lo que Él ha hecho. Así pues, la vida humana, desde su concepción posee
valor divino, sagrado.

Y la vida del cristiano en gracia de Dios, todavía más: El historiador Eusebio de Cesarea
narra que el mártir de Alejandría de Egipto, Leónidas, padre de Orígenes, al primero de sus

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siete hijos, uno de los más insignes talentos que tuvo la humanidad, gozoso por la
admirable precocidad de semejante hijo, y dando gracias a Dios por habérselo concedido,
mientras el niño dormía, se inclinaba sobre él y le besaba el pecho, pensando que en él
habitaba el Espíritu Santo (Eusebio de C., Historia Eccl., 1, VI, c. II, 11). Este es el secreto
de la vida sobrenatural del cristiano: el ser vitalizado por la gracia, es decir, por la acción
del Espíritu Santo.

SAGRADA POR NATURALEZA


¿Qué resulta de la acción creadora de Dios con la participación de los padres, en la
generación? Una imagen de Dios. Esta es la gran revelación sobre la naturaleza humana:
Dios creó al hombre a su imagen (... ), varón y mujer los creó (Gen 1, 27). Esto -explica
Juan Pablo II- es lo que se quiere recordar cuando se afirma que la vida humana es sagrada.
Explica también que el Concilio Vaticano II afirme que el hombre es la única criatura que
Dios ha querido por sí misma. Para Dios, todos y cada uno de los seres humanos poseen un
valor excepcional, único, irrepetible, insustituible.

¿Desde cuándo? Desde el momento en que es concebido en el seno de la madre (Juan Pablo
II, Enc. Redemptor hominis, nº. 13). Nuestra vida -enseña el Papa- es un don que brota del
amor de un Padre, que reserva a todo ser humano, desde su concepción, un lugar especial
en su corazón, llamándolo a la comunión gozosa de su casa. En toda vida, aún la recién
concebida, como también incluso en la débil y sufriente, el cristiano sabe reconocer el sí
que Dios le ha dirigido de una vez para siempre, y sabe comprometerse para hacer de este sí
la norma de la propia actitud hacia cada uno de sus prójimos, en cualquier situación en que
se encuentre.

Hoy, tras importantes hallazgos de la genética experimental y de la investigación filosófica


y teológica, podemos y debemos mejorar aquella sentencia de Aristóteles -que hizo suya
Santo Tomás- del siguiente modo: el embrión humano es algo divino en tanto que es ya un
hombre en acto. Por minúsculo que resulte a nuestra mirada, encierra una estructura
grandiosa, admirable, completísima, animada por un alma inmortal, que constituye un
macrocosmos sagrado.

Estamos en peligro de perder la sensibilidad ante lo grandioso de la maternidad/paternidad.


Cooperar con Dios en la procreación es intervenir activamente en un portentoso milagro,
porque, en cierto sentido, es más milagro -dice Tomás de Aquino en Los cuatro opuestos-
el crear almas, aunque esto maraville menos, que iluminar a un ciego; sin embargo, como
esto es más raro, se tiene por más admirable. San Agustín queda incluso más admirado ante
la formación de un nuevo ser humano que ante la resurrección de un muerto. Cuando Dios
resucita a un muerto, recompone huesos y cenizas; sin embargo -explica ese grande del
saber teológico- tú, antes de llegar a ser hombre, no eras ni ceniza ni huesos; y has sido
hecho, no siendo antes absolutamente nada.

Si dependiera de nosotros que Dios resucitase a un muerto (pariente, amigo o desconocido),


seguramente haríamos todo cuanto estuviera en nuestro poder, por costoso que resultase. Si
Dios nos dijera: haz esto, y este hombre volverá a la vida; sentiríamos una emoción

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profunda y nos hallaríamos felices de ser cooperadores de un hecho portentoso, divino.
Pues aún de mayor relieve es la concepción de un nuevo ser humano. De donde no había
nada, surge una imagen de Dios.

SAGRADA POR SU FIN Y SENTIDO DIVINOS


Toda vida humana es fruto del amor de la Trinidad que llama a cada hombre (varón o
mujer) a la eterna comunión gozosa con las tres Personas divinas (Cfr. Mt 25, 21.23). Toda
persona ha sido ordenada a un fin sobrenatural, es decir, a participar de los bienes divinos
que superan la comprensión de la mente humana (DS 3005).

Todos los seres humanos -dice Juan Pablo II- deberían valorar la individualidad de cada
una de las personas como criatura de Dios, llamada a ser hermano de Cristo en virtud de la
encarnación y redención universal. Para nosotros la sacralidad de la persona se funda en
estas premisas. Y sobre estas premisas se funda nuestra celebración de la vida, de toda vida
humana. En rigor, las actitudes hostiles a la natalidad no sólo son deficitarias en
conocimientos de matemáticas (porque no advierten el tremendo problema que se avecina
con el envejecimiento de la población) sino que también son in-humanas, y, por supuesto,
absolutamente extrañas al cristianismo. Se requiere haber perdido de vista lo que el hombre
es y el sentido de la vida, para caer en esa suerte de nihilismo que prefiere la nada al ser; o
suscribir el paradójico hedonismo que desprecia los bienes eternos por mantener, a toda
costa, algunas comodidades provisionales. Es preciso recordar que el problema de la
natalidad, como cualquier otro referente a la vida humana, hay que considerarlo, por
encima de las perspectivas parciales de orden biológico o sociológico, a la luz de una visión
integral del hombre y de su vocación, no sólo natural y terrena, sino también sobrenatural y
eterna (Pablo VI, Humanae vitae)

UN CRIMEN ABOMINABLE
La vida humana es, pues, tanto por su origen, como por su naturaleza, como por su fin o
sentido, una criatura muy de Dios, muy especialmente suya. Atentar contra esa vida es
atentar contra Dios, como desafiarle cara a cara. En verdad os digo que cuanto hicisteis a
uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis (Cfr. Mt 25, 40). Estas
palabras de Jesucristo nos hablan del punto inaudito al que llega su amorosa solidaridad con
cada uno de nosotros. Respeta infinitamente nuestra libertad, pero quien la use contra su
imagen -varón o mujer-, quiérase o no, la usa contra Dios mismo. Y ante Él, más que ante
tribunales e historias humanas, habrá que responder.

Se comprende bien así que, por encima de intereses más bien inconfesables, la Iglesia de
Cristo haya enseñado siempre -también hoy porque es verdad perenne-, que el aborto
procurado es un crimen abominable: Dios, Señor de la vida, ha confiado a los hombres la
excelsa misión de conservar la vida, misión que deben cumplir de modo digno del hombre.
Por consiguiente, se ha de proteger la vida con el máximo cuidado desde la concepción;
tanto el aborto como el infanticidio son crímenes nefandos (Vat II, GS 51,3). La
cooperación formal a un aborto constituye una falta grave. La Iglesia sanciona con pena
canónica de excomunión este delito contra la vida humana. "Quien procura el aborto, si éste
se produce, incurre en excomunión latae sententiae" (CIC, can. 1398) es decir, "de modo

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que incurre ipso facto en ella quien comete el delito" (CIC, can 1314), en las condiciones
previstas por el Derecho (cfr. CIC, can. 1323-24). Con esto la Iglesia no pretende restringir
el ámbito de la misericordia; lo que hace es manifestar la gravedad del crimen cometido, el
daño irreparable causado al inocente a quien se da muerte, a sus padres y a toda la sociedad.

El infanticidio (cfr. GS 51,3), el fratricidio, el parricidio, el homicidio del cónyuge son


crímenes especialmente graves a causa de los vínculos naturales que rompen.
Preocupaciones de eugenismo o de salud pública no pueden justificar ningún homicidio,
aunque fuera ordenado por las propias autoridades (CEC 2268).

Se comprende que hay situaciones límite en las cuales surge la fuerte tentación de claudicar
y matar o matarse. Ni el aborto procurado ni la eutanasia suicida son caprichos de sólo
gente enajenada. Pero la comprensión y la compasión no pueden convertirse en cómplices
de un asesinato. A la persona humana, su conciencia moral puede pedirle un acto de
heroísmo al servicio de la dignidad de la persona y de la sociedad. Y las leyes civiles han
de hacerse eco de ello. El Estado no puede eximirse de defender absoluta y positivamente la
vida de sus súbditos en particular y de todos en general. Es una cuestión de bien común, fin
esencial del Estado. Y esto se puede entender desde la mera razón jurídica, como muestra la
Encíclica Evangelium vitae.

NO HAY VIDA HUMANA INÚTIL


Para el cristiano no hay vida humana inútil, por más que las apariencias sugieran lo
contrario. Toda persona, cualquiera que sea su estado físico o psíquico, está eternamente
llamada a ser eternamente feliz en el cielo. Aunque a veces cueste entenderlo, también el
dolor entra en los planes de Dios y lo encamina al bien de los que le aman.

Una tribulación pasajera y liviana -dice el apóstol Pablo-, produce un inmenso e


incalculable tesoro de gloria (2 Cor 4, 13-15). ¿Qué decir, pues, de una tribulación grave y
duradera, como puede ser una vida con graves deficiencias físicas o psíquicas, tanto para
quien la sufre como para quienes han de protejerla y mimarla? Somos pobres en palabras
que expresen su grandeza y el honor eterno que alcanzarán. Considero, hermanos -insiste
San Pablo-, que no se pueden comparar los sufrimientos de esta vida presente con la gloria
futura que se ha de manifestar en nosotros (Rom 21, 8-18). El Apóstol se gozaba en sus
sufrimientos, porque así cumplía en su carne una porción de lo que Cristo ha querido sufrir
en su Cuerpo, que es la Iglesia, para el bien de sus miembros y de toda la humanidad (Cfr. 1
Cor 12, 27).

Por eso, la Iglesia -afirma el Papa- cree firmemente que la vida humana, aunque débil y
enferma, es siempre un don espléndido del Dios de la bondad. Contra el pesimismo y el
egoísmo, que ofuscan el mundo, la Iglesia está en favor de la vida.

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