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M A RÍA S U S A N A B O N ET T O

M
A RÍA
T
ER E S A
P
IN E RO

Las transformaciones del Estado


De la modernidad a la globalización
2a edición
Córdoba 2003
I ,ÍI i eproducción de este libro, ya sea total o parcial, en forma idéntica o con modificaciones, escrita a máquina por el sistema
Multigraph, mimeógrafo, impreso, etc., que no fuera autorizada por esta Editorial, es violatoria de derechos reservados. Toda
utilización debe ser solicitada con anterioridad.
320.1 Boneíto, María Susana y Piñero, María Teresa. BON Las transform aciones del estado: de la m
odernidad
a la globalización, 2a. ed.
Córdoba : Advocatus, 2003. 164 p. ; 23x16 cm. ISBN 987-551-031-9
i. Piñero, María Teresa II. Título -1 . Estado Fecha de catalogación: 05/06/03
Duarte Quirós 511 - Córdoba E-mail: advocatus@sinectis.com.ar ISBN 987-551-031-9 Queda hecho el depósito que previene la
ley 11.723 Impreso en Argentina

A nuestros alumnos
I

CAPITULO I La formación del Estado. El absolutismo


Sum ario:
1. Formación del Estado moderno. 2. El Estado absolutista. Conclusiones del modelo absolutista.
1. FORMACION DEL ESTADO MODERNO <*>
La quiebra del orden político medieval, la aparición y desarrollo del Estado, del sistema económico capitalista, de la
estratificación social clasista, del absolutismo como régimen político, son fenómenos históricos que no admiten una explicación
unicausal, como así tampoco la ubicación temporal exacta del acontecimiento.
El Estado, en el sentido de Estado nacional, es un producto de la cultura de Occidente que se plasma a partir del
Renacimiento. Con anterioridad a esta época no puede hablarse propiamente de «Estado». Existió, obviamente, la relación
gobernantes-gobernados, pero ésta se dio de una manera muy diferente si la comparamos con la que se efectiviza en la
actualidad; esto quiere decir que la organización política medieval fue muy distinta a la que posteriormente -y hasta nuestros
días- se denominaría «Estado».
Para realizar una exposición acabada de las condiciones y circunstancias históricas que dan surgimiento al Estado,
debemos hacerlo a través del análisis del largo proceso histórico que lleva a la aparición de las primeras monarquías nacionales
(Francia, España e Inglaterra) y a la introducción, por Nicolás Maquiavelo, del concepto de «stato» en la literatura política.
Como señala Heller (1987, 145) «la nueva palabra «Estado» designa certeramente una cosa totalmente nueva porque a
partir del Renacimiento y en el continente europeo, las poliarquías, que hasta entonces tenían un carácter impreciso en lo
territorial y cuya coerción era floja e intermitente, se convierten en unidades de poder continuas y reciamente organizadas, con
un solo ejército que era permanente, una única y competente jerarquía de funcionarios y un orden jurídico unitario, imponiendo
además a los súbditos el deber de obediencia con carácter general. A consecuencia de la concentración de los instrumentos de
mando (militares, burocráticos y económicos) en una
(*) La versión original de este tema se encuentra en Temas de historia de las ideas políticas de
María Susana
B
ONETTO
y Carlos
J
UÁREZ
C
ENTENO
.
14 M. Susana Bonetlo - M. Teresa Piñero
unidad de acción política -fenómeno que se produce primeramente en el norte de Italia debido al más temprano desarrollo que
alcanza allí la economía monetaria-, surge aquel monismo de poder, relativamente estático, que diferencia de manera
característica al Estado de la Edad M oderna del territorio medieval».
Til Estado, como modelo de dominación política, aunque sea un fenómeno hoy extendido universalmente es, en sus
orígenes, un fenómeno propio del circulo cultural de Occidente que se plasma a partir del Renacimiento.
En la Edad Media no existió el Estado en el sentido de una unidad de dominación independiente en lo exterior e interior
que actuara de modo continuo con medios de poder propios y claramente delimitada en lo personal y territorial; es decir,
operando independientemente sobre personas determinadas cu un territorio determinado. En los tiempos medievales fue
desconocida la idea de una pluralidad de estados soberanos, coexistiendo con una igual consideración jurídica; todas las
formaciones políticas de Europa se consideraban más bien subordinadas al Emperador (Heller, 1992).
Pero, a decir verdad, puede afirmarse que en la Edad M edia se vivió una profunda escisión entre el ideal y la realidad. El
ideal era la «comunidad universal» como organización política -el Sacro Imperio Romano Germánico dirigido por el Emperador-
pero la realidad nos muestra la existencia de una gran división del poder político: una «poliarquía», según la calificación
hegeliana. En efecto, el Emperador jugó muy raras veces el papel unificador que se le asignaba en los textos de los pensadores
políticos medievales ya que, en realidad, compartía su poder, pues estaba supeditado a la lealtad de los monarcas territoriales. A
la par, mediante el endeudamiento, la hipotecas o la concesión de inmunidades, el poder central del monarca territorial (por
ejemplo: el rey de Aragón, del margrave de Brandeburgo, del duque de Milán, etcétera) se vio privado, poco a poco, de casi todos
los derechos inmanentes a su superioridad, los cuales fueron trasladados a otras personas de carácter «privado», para decirlo en
términos jurídicos. De esta manera, casi todas las funciones que el Estado moderno reclama para sí se hallaban, en la Edad
Media, repartidas entre los más diversos depositarios: la Iglesia, el noble propietario de tierras, los caballeros, etcétera. Al
monarca medieval le vinieron a quedar, finalmente, muy pocos derechos inmediatos de dominación (se lo consideraba solamente
prim us inter pares, o sea «primero entre sus iguales»), lin lo sustancial, no podía prescindir de los poderes locales, ampliamente
autónomos, que habían sometido a su autoridad a todos los habitantes de la localidad, sustrayéndolos así a las órdenes inmediatas
del poder central. Es por esto que los reinos de la Edad M edia eran, tanto en lo interior como en lo
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exterior, unidades de poder político sólo interm itentes y, adem ás, las verdaderas relaciones de m ando-obediencia estaban m
ediatizadas a través de los efectivos factores de poder: la Iglesia y el señor feudal, a los que se sumaron más tarde -en la Baja
Edad M edia- como tercer factor de poder, las corporaciones o guildas (Heller 1992).
En síntesis, el poder era compartido (por el Em perador y los m onar- cas territoriales o m onarcas m edievales y los
señores feudales: «poliarquía»), interm itente (el m onarca no podía m antener sus ordenaciones de modo ininterrum pido,
debiendo contentarse con intervenir sólo esporádicam ente para elim inar perturbaciones sumamente riesgosas) y m ediato
(forzosa- mente dependía de la aquiescencia de los verdaderos factores de poder). Esto cambiará radicalmente hacia el
Renacimiento, pues encontrarem os que para esta época, el poder del m onarca de compartido se ha transfor- mando en único, de
interm itente ha pasado a ser perm anente y de m ediato se ha convertido en inmediato.
¿Qué produjo esta transform ación? M últiples y diversos factores coadyuvaron a ella. Pero consideramos necesario
destacar que la evolución hacia el Estado moderno, en el aspecto organizativo, principalmente consistió en que los medios reales
de autoridad y administración, que eran propiedad privada de los factores de poder ya señalados se convirtieran en propiedad
pública, y en que el poder de mando -que se venía ejerciendo como un derecho de aquellos sujetos que lo practicaban: el noble, el
obispo, el maestro de la corporación- se expropia en beneficio del monarca absoluto (Heller, 1992).
Por otra parte, mediante la creación de un ejército permanente, cuya existencia depende del pago de la soldada, el monarca
se independiza del hecho aleatorio de la lealtad de sus feudatarios, estableciendo así la unidad de poder del Estado en lo militar.
La caballería (arte de guerra propio de los «caballeros», quienes por lo general eran nobles propietarios de tierras o señores
feudales) había visto deteriorada su función político-militar a causa de la transformación de la técnica guerrera. La utilización
creciente de cañones y de armas de fuego portátiles, de la infantería y de las tropas mercenarias hacen que el papel de la
caballería en el combate decaiga. Los gastos que imponía la nueva técnica de las armas exigían la organización centralizada de la
adquisición de los medios necesarios para la guerra, lo cual suponía una reorganización de las finanzas. De este modo, la
necesidad política de crear ejércitos permanentes dio lugar en muchas partes a una transformación burocrática de la
administración de las finanzas: funcionarios especializados, económicam ente dependientes y nombrados por el monarca,
consagraron su actividad de modo continuo y principal a, la función pública de recaudación. Mediante la burocracia se eliminó
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la modiatización feudal del poder del monarca y se hizo posible establecer el vinculo de súbdito con carácter general y unitario.
Gracias a la burocracia, la organización política llamada «Estado» pudo extenderse al territorio, abarcando n todos sus habitantes,
asegurando de este modo una unificación centralizada. Animismo, debido a que tanto el ejército como la burocracia dependían
del nucido para su subsistencia, se impuso también un sistema impositivo bien rogl amentado a fin de disponer de ingresos
suficientes para el sostenimiento de timbas actividades. De esta manera, hacia mediados del siglo XVI, los monarcas consiguen
emancipar por completo la base económica del poder estatal, estableciendo impuestos sin la necesidad de contar con el
asentimiento de la nobleza. Así fue como pudo constituirse el patri-monio del Estado y el aseguramiento de una tributación
general (Heller, 1992).
Un segundo proceso es el que determina la aparición de la economía capitalista monetaria, y está estrechamente ligado al
anterior, pues la dependencia politico-económica del monarca medieval respecto de los señores feudales, la Iglesia y las
corporaciones, estaba basada en gran parte en la descentralización y disgregación que eran consecuencia de la economía natural
de subsistencia y trueque propios de la época, la cual sólo pudo ser superada gracias al desarrollo de la economía capitalista
monetaria, o lo que es lo mismo, gracias al desarrollo del sistema de mercado.
En efecto, con la desaparición del Imperio Romano de Occidente se produjo una atrofia en la economía de las grandes
regiones de Europa, pero esta atrofia no significó exactamente un retroceso a los estadios anteriores. Una economía atrofiada se
caracteriza por tener un nivel técnico superior al que normalmente correspondería a su nivel de ingreso, habida cuenta de su
constelación de recursos naturales. Es decir que la reducción de la productividad, motivada por la desarticulación del sistema
económico, no acarreó una reversión a las formas primitivas de producción. La comprensión de este fenómeno es de gran
importancia para la explicación del tipo de organización económica-social que surgió en Europa a partir del siglo VIII y que
llamamos «feudalismo». Según la opinión corriente, la economía del feudo era un sistema cerrado o casi cerrado. Los señores
feudales conseguían con los recursos locales, no sólo construir castillos, sino también armar a sus hombres para la guerra y
mantener un número casi siempre elevado de personas ociosas a su alrededor. El excedente de producción que llegaba a manos
del señor feudal era relativamente grande, si se tiene en cuenta que se originaba en la apropiación directa de parte del fruto de la
producción de una pequeña comunidad. Todo esto fue posible debido a que el nivel de la técnica que se utilizaba en el feudo era
relativamente elevado.
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Además, la idea de ganancia y aun la misma posibilidad de realizar una utilidad eran incompatibles con la situación del
terrateniente medieval. Como no tenía medio alguno, por falta de mercados extranjeros, de producir con miras a la venta, no se
esforzaba en obtener de su gente y de su tierra un excedente que sólo constituiría para él un estorbo. Ya que estaba obligado a
consum ir él mismo sus rentas, se contentaba con relacionarlas a sus necesidades. En síntesis, el inmenso caudal de bienes raíces
que poseían la Iglesia y la nobleza no producía, en suma, sino una renta insignificante en relación con su capacidad virtual.
Por otra parte, hay otro factor que influyó para que durante la Edad M edia no existiera la idea de ganancia, nos referimos a la
condena que de ella hacia la Iglesia. Por lo tanto, teniendo en cuenta esto, es fácil comprender cómo se produce -a partir del siglo
XI- la expansión de la economía comercial. El reinicio del proceso, según Pirenne, fue consecuencia de las modificaciones
introducidas por la intervención de mahometismo en las corrientes del comercio bizantino. Debido a las invasiones árabes, la
inmensa metrópolis comercial que era Bizancio se vio pronto privada de sus fuentes de abastecimiento, situadas en casi todo el
litoral sur y este del M editerráneo. Por consiguiente, los bizantinos debieron volcarse hacia las costas de Italia. Como es sabido,
este contacto dio lugar al surgimiento de poderosas economías comerciales en la costa italiana. La propagación de esas corrientes
de comercio, en los siglos siguientes, por todo el continente europeo, ha sido ampliamente estudiada. Se formó en el litoral de
Europa una verdadera cadena de emporios comerciales y, por el curso de los grandes ríos, todo el continente fue vivificado por
las actividades de los mercaderes. Tenemos aquí un caso típico de expansión de una economía comercial que encontraría pronta
respuesta en razón de la existencia de un virtual excedente de producción, vale decir en virtud de las características de la
economía feudal anteriormente señaladas. Esta economía se portó como si estuviera preparada para recibir las corrientes de
comercio, las que hicieron posible la mejor utilización de los recursos ya existentes y una diversificación del consumo sin exigir
m odificaciones sustanciales en el sistema productivo.
Según Heller, merecen destacarse, asimismo, los fuertes motivos políticos de esta evolución económica, pues el
desenvolvimiento de la forma económica capitalista se vio acelerado por el hecho de que la concentración estatal de poder, sin
proponérselo, actuaba de modo tendiente a tal resultado. Así, la circulación del dinero se vio estimulada por el establecimiento
regular de tributos, y la producción de mercancías por el hecho de que los grandes ejércitos mercenarios uniformados, con sus
armas cada vez más tipificadas, creaban la posibilidad de
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enormes ventas en masa. Pero, además, en virtud de la política mercantilista que siguió el Estado, se fomentó de modo consciente
e intencionado el desarrollo capitalista a fin de fortalecer el poder político del monarca.
Por otra parte, es necesario considerar un tercer proceso, que es el que determina la aparición de la burguesía y del sistema
de estratificación social clasista, proceso que también se encuentra inextricablemente unido a los otros dos, ya que la burguesía
será el sector social en que se apoyará el monarca para imponerse a los nobles y, además, será el principal proveedor de los
medios de pago que necesitaba el monarca para armar sus ejércitos.
En los tiempos medievales el monarca territorial se veía enfrentado no solamente al Emperador y al Papa en el orden
externo, sino también a los señores feudales, la Iglesia y las corporaciones en el orden interno. Ahora bien, tras una larga serie de
luchas de todo tipo, terminó por imponerse de modo tal que centralizó de manera efectiva todo el poder político, y para ello contó
con un aliado inestimable: la burguesía (enemiga «natural» de la nobleza), que le proporcionó los medios económicos para
organizar los ejércitos permanentes antes mencionados. Pero este triunfo del monarca vino a constituir a la postre -y a partir de la
Revolución Francesa esto se hizo más evidente- el triunfo de la burguesía y de sus ideas económicas, y la consolidación de un
nuevo sistema de estratificación social, que suplantará finalmente al sistema de estratificación estamental (propio de la Edad
Media), por el de estratificación social clasista.
En la Edad M edia el sistema de estratificación se sustentaba básicamente en el linaje y la tenencia de la tierra, o sea en la
propiedad inmobiliaria. Esto no debe sorprender, si se tiene en cuenta que, siendo la vida social medieval esencialm ente agrícola,
en este período las ciudades apenas si podían denominarse tales, ya que contenían una minoría pequeñísima de la población
(puede afirmarse que, en el conjunto de Europa, la población urbana, desde los siglos XII al XV, nunca fue superior a la décima
parte del total de los habitantes). Lo que daba a este sistema de estratificación estamental su fisonomía propia era el estamento
superior: la nobleza, que se asentaba económicamente sobre la posesión de tierras, rechazando el comercio y la artesanía como
quehaceres impropios de su condición y aislándose, abrazada h sus conceptos de honor, de los otros estamentos (el clero, los
vasallos, los siervos, etcétera). Asimismo, conviene destacar que el hecho de la posesión de la tierra establecía también rangos
entre la misma nobleza, en función de la extensión de la tierra poseída (ducado, condado, marca, baronía, etcétera). La función
que este estamento estimaba propiamente suya, en el seno del conjunto social, era la dirección política y militar. Y al
cumplimiento de esta función se debe que originariamente se le concedieran privilegios de poder
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permanente y jurídicos. Sin embargo, como ya vimos, dicha función social quedó reducida a simple apariencia cuando la
transformación de la técnica militar, del sistema económico y de la estructura del poder político dejaron al noble sin función en el
conjunto social.
El orden de dominación, basado en el nacimiento, propio de este sistema de estratificación, estaba condicionado
económicamente y había acarreado el enriquecimiento de los estamentos dominantes. Pero existe una importante diferencia
política-psicológica entre este orden de dominación y el clasista que sobrevendrá, que W erner Sombart ha formulado claramente
de la manera siguiente: «- ¿Quién eres tú? se preguntaba antes: - Un poderoso. - Luego, eres rico. ¿Qué eres tú?, se interroga
ahora: - Un rico. - Luego, eres poderoso». En efecto, aparte del hecho de que el noble recibía muy frecuentemente su feudo por
concesión graciosa, en mérito a sus combates (lo cual hace derivar su posterior dominación de su habilidad guerrera y no de la
tenencia originaria de la tierra), no debe olvidarse que la explotación feudal, el latifundio, no sólo era una institución económica,
sino también una institución social. Se imponía a toda la vida de sus habitantes. Estos eran muchos más que simples vasallos o
siervos de su señor: eran «sus hombres» en toda la fuerza del término y se ha observado acertadamente que el poder del señor se
basaba aún más en la cualidad de jefe que confería a su titular que en la de terrateniente (Heller, 1992).
El señor feudal defendía al conjunto de sus vasallos. De esta forma, en tiempos de guerra los protegía contra el enemigo
abriéndoles el refugio de las murallas de su fortaleza, ya que su interés más evidente era ampararlos, puesto que vivía del trabajo
de ellos. Por ello no debemos confundir el modo de dominación característica de la Edad M edia con la idea generalizada de la
explotación del hombre, explotación que supone la voluntad de emplearlo como instrumento con el fin de que llegue al máximo
de su rendimiento. Ejemplos bien conocidos de este tipo de sometimiento a lo largo de la historia lo constituyen la esclavitud
rural de la antigüedad, la de los negros en las colonias de los siglos XVII y XVIII y la condición de los obreros de la gran
industria durante la primera mitad del siglo XIX.
Pues bien, el nuevo sistema de estratificación que surgirá con la aparición de la burguesía estará basado, ya no en la
posesión de la tierra, ni en el linaje o nacimiento, sino en la posesión de un bien mueble: el dinero. La importancia del dinero
como medio de circulación económica está de más recalcarla luego de haber expuesto el advenimiento del sistema de morcado.
Un consecuencia, aqui nos limitaremos a señalar tres o cuatro aspectos sociales importantes atinentes a la burguesía.
I
M. S usana llonello - M. T eresa l’iflcro
Kn el contexto feudal la burguesía estaba formada por los habitantes de los burgos, o sea en las poblaciones edificadas
fuera del contexto del castillo lottilicndo del señor feudal, y no tenía sino una identidad negativa o residual, Imito legal como
socialmente: era la identidad que se asignaba a todos los que no eran clérigos, ni nobles, ni siervos. Al proliferar la burguesía,
este status único llegó a abarcar una enorme variedad de estilos y circunstancias de vida. I sin identidad residual y negativa
reflejaba el surgimiento histórico de la liniguesía como estrato articulado de manera tan sólo casual con la estructura leudal, cuyo
sistema legal e identidades estratégicas -siervo y señor- giraban ;ili ededor de las relaciones con la tierra. Además, las actividades
de la burguesía tampoco eran relevantes para el interés religioso fundamental de la Iglesia del medioevo en la salvación de las
almas y, a decir verdad, solían estar en franco desacuerdo con los valores religiosos, que exigían la renuncia a la vida mundanal
(lo que traía aparejada la renuncia al comercio y al beneficio). Al estar alejada, en la mayoría de los aspectos, del centro de la
cultura feudal, la burguesía elaboró lentamente una vida y una cultura paralelas a las feudales (hoy diríamos una «contracultura»),
protegida por el hecho de ser una excrecencia relativamente aislada en las incipientes ciudades.
Marginada, por así decirlo, de las preocupaciones predilectas de la cultura cristiana y del orden feudal, y sin un sitio firme
y honroso en ellos, la vida de la burguesía no era estimada por la nobleza y el clero, pero sí tolerada a causa de su clara utilidad.
Desde el punto de vista del sistema feudal, importaba poco lo que era la burguesía (desde el punto de vista del sistema de
identidades sociales del orden feudal, la burguesía no existía, no era nada): lo que importaba era lo que hacía, es decir, los
servicios y funciones (comerciales) que desempeñaba. Sin embargo, con el tiempo la burguesía llegó a enorgullecerse de su
misma utilidad y a medir a todos los otros estratos sociales según dicha cualidad o la falta de ella. La situación se invirtió cuando
el patrón de medida *.le la burguesía: la utilidad, fue adoptada y valorada por otros grupos. Entonces la mera utilidad se convirtió
en un requisito para el respeto social (reemplazando al honor, que era el valor-patrón de la nobleza), en lugar de ser una simple
base l>ara ser tolerado a regañadientes. La burguesía elaboró este patrón de utilidad durante su larga polémica con las normas
feudales y las atribuciones de los nobles, en las que los derechos de los hombres se consideraban derivados de su estamento y
limitados por éste que, en última instancia, estaba predeterminado por su nacimiento (por lo que se era y no por lo que se hacía).
Por el contrario, la burguesía vino a tener mayor estima por los talentos, las habilidades y energías de los individuos que
contribuían a sus propias realizaciones y logros individuales (Heller, 1992).
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Con el triunfo de la burguesía, vehiculizado en un primer momento por el triunfo del monarca absoluto, con quien hicieron
causa común, el sistema de estratificación social dejará de ser estamental para convertirse en clasista, es decir, la escala social
jerárquica en la cual se ubican los individuos dejará de estar fundamentada en la posesión de la tierra para pasar a girar en tomo a
la posesión del dinero y los valores propios del sistema estamental (linaje, tradición, honor, comunitarismo) serán reemplazados
por los valores del sistema clasista (habilidad, inteligencia, utilidad, individualismo).
En este contexto es importante dar cuenta del surgimiento y ascenso de las ciudades en el Occidente medieval, ya que éstas
se desarrollaron no sólo como ámbitos ecológicamente distintos, por la densidad de asentamiento humano, con personas
dedicadas a actividades productivas y comerciales, sino también como entidades políticamente autónomas (Poggi, 1997). En el
escenario medieval a menudo obtuvieron su autonomía contra la oposición expresa del elemento feudal.
Constituyeron una nueva fuerza política en un sistema dominado casi exclusivamente por las dos partes de la relación
señor-vasallo.
Después de siglos de abandono y predominio rural se reactivaron con un sentido socio-político de centros de acción
solidaria por individuos que por sí solos carecían de poder (Poggi, 1997).
En cierto sentido los derechos reclamados por las ciudades eran de naturaleza corporativa y se articulaban de alguna manera con
la institucionalidad feudal en la medida en que se requería su inclusión en las estructuras existentes Pero a diferencia de la
relación feudal que implicaba dos obligaciones que se cumplían separadamente, cada una desde su poder, las ciudades
adquirieron poder y autonomía política como formas asociadas mantenidas en vigencia por la coalición de voluntades y reunión
de recursos de iguales que individualmente carecían de poder.
Lo que aglutinaba a los burgueses fue el hecho de que estos grupos sociales urbanos se entregaron primordialmente a
empresas económicas. En ese marco las construcciones políticas urbanas proporcionaron un ámbito para la experimentación, con
nuevos dispositivos políticos, administrativos y legales que progresivamente penetraban en el contexto general de gobierno
(Poggi, 1995). Así también fue en las ciudades donde se presentó gran número de personas seculares instruidas que sirvieron
como un nuevo tipo de personal administrativo.
Siguiendo a Max W eber podemos sostener que las ciudades solo alcan- zaron su autonomía plena en Europa, porque
poseían sus propios gobiernos y ejércitos en lugar de ser controlados por el poder arbitrario de otros. En las
.'2 M. Sustituí Uonetlo - M. Te re sa l’ifiero
ciudades, el mercader era el rey y en ellas los valores burgueses se condensa- tim y solidificaron.
Finalmente, es de destacar que el Estado sólo podía independizarse como mudad ile acción militar, económica y política
bajo la forma de una unidad de decisión jurídica universal independiente.
«La disgregación política del Imperio y de los territorios había acarreado una extraordinaria disgregación jurídica y una
intolerable inseguridad en el derecho. La unificación general para todo el territorio y la regulación de toda la actividad
relevante para el poder del Estado, requiere la existencia de un
mis
cci'tuni válido para todo el territorio del Estado, un sistema de reglas unitario, cerrado y escrito, en el que, hasta donde sea
posible, toda regla l'articular se ordene -según criterios políticos y no solamente jurídicos- Msteináticamente en la unidad del
todo. Por otra parte, la colaboración de toda Ia jerarquía de funcionarios, según el principio de la división del trabajo, hace
precisa una ordenación jurídica racional y planificada. Y, asimismo, la economía capitalista del dinero reclama, tanto para el
derecho pn vado como para la administración, laprevisibilidad extendida a un territorio lo más amplio posible, de un derecho
sistematizado» (Heller: 1992, 150).
«/•'rente a la disgregación jurídica germana aparecía el Derecho Ro­ mano, sistematizado por la burocracia justiniana,
con un ius certum. La causa fundamental de la gran extensión que en la práctica adquirió su recepción, desdefines del siglo XV,
fue la necesidad de superar la disgrega- ción jurídica, nacida de la desaparición del Imperio, y la falta de codifica- ción. El
derecho culto hizo preciso encomendar la justicia a funcionarios especializados, formados en el Derecho Romano en las
universidades del norte de Italia. Apareció así, en lugar de los tribunales integrados por personas sin preparación, quienes
juzgaban según el sentido jurídico y los precedentes. Una jurisdicción relativamente previsible, a cargo de una clase especial de
juristas que sentenciaban basándose en normas racionales» (I leller: 1992, 151). Debido a esto y al fuerte poder ejecutivo del
funcionario, se produjo un aumento considerable de seguridad jurídica, que la Edad M edia sólo conoció con carácter temporal.
«La codificación dispuesta por el príncipe y la burocratización de la junción de aplicar y ejecutar el derecho eliminaron,
finalmente, el derecho de! más fuerte y el de desafío, e hicieron posible la concentración del ejercicio legitimo del poder físico en
el Estado, fenómeno que, con razón, se señala como una característica típica del Estado moderno» (Heller: 1992, 151).
«Para poder explicar conceptualmente esta concentración de todo el poder jurídico en el «poder del Estado» organizado
e independizado también
I .a l'oniiiidrtn cid Iistmio, lil ab solutism o 23
en ¡o militar-burocrático y económico, se hacían necesarios nuevos conceptos jurídicos; el pensamiento jurídico medieval no
conoció las distinciones entre derecho público y derecho privado, entre contrato y ley, entre derecho y juicio: ni siquiera
requería la vida de entonces una diferenciación precisa entre derecho objetivo y derecho subjetivo. El contrato era la institución
jurídica universal y se utilizaba incluso para fundamentar y transmitir derechos y obligaciones concernientes al ejercicio de la
autoridad» (Heller: 1992, 151). Todo ello va transformando de manera notable la vida política. Lo que era antes atomización
del poder político, aunque cubierta por el manto sacro de la utopía del Im perio U niversal, aparece ahora, con un territorio
perfectamente delimitado, con fronteras protegidas por un ejército de carácter permanente, con una economía al servicio de la
monarquía, con una burocracia que es su columna vertebral y con un ordenamiento jurídico uniforme, el Estado nacional y
absoluto.
La peculiaridad del caso europeo en cuyo marco emergen los Estados nacionales se vincula a un hecho absolutamente
distintivo. Así, aunque la estructura política del imperio romano, fue destruida perduró un núcleo de derechos y cultura sobre el
que se apoyó la Iglesia. Esa cultura común tuvo importantes implicaciones para la innovación económica y política.
El sentimiento de comunidad que establecía contribuyó a crear un consenso dentro del cual podían funcionar las relaciones
contractuales.
La homogeneidad cultural contribuyó con el tiempo a la difusión relativa- mente fácil de las innovaciones organizativas, a
la expansión del control territorial del Estado y a la movilidad del personal administrativo (Hall-Ikenberry, 1993).
La unidad cultural del Estado de la Europa medieval era equiparable a su fragmentación política y la fragmentación
política fue una condición necesaria para la autonomía de mercado que contribuyó a potenciar el dinamismo económico. Pero
además también contribuyó a la peculiaridad del caso europeo que el Estado se desarrollara lentamente en medio de relaciones
sociales preexistentes, y una característica única en Occidente es el papel que las asambleas legislativas desempeñaron en su
historia.
El Standesstaat(1) que se instaura a fines del siglo XII, la representación de los tres estamentos funcionales, la Iglesia, la
nobleza y las ciudades al reunirse como cuerpos constituidos podían confrontar con el gobernante o cooperar con él.
(1) El sistema de gobierno característico desde el siglo XIII aproximadamente, de las más importantes regiones de Europa, lo
denominamos según la costumbre alemana Standestaat, que podría traducirse como la organización política de los estamentos. La
entrada de
i

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