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Constitución pastoral
4 DE SEPTIEMBRE DE 2019
INSTITUTO DE ESTUDIOS SUPERIORES DE TAMAULIPAS
Juan Ignacio García Gallardo
II La comunidad humana
Dios ha querido que los hombres constituyan una gran familia y se traten como hermanos.
Todos han sido creados a imagen y semejanza de Dios y todos son llamados a un único e
idéntico fin, Dios mismo. Esta semejanza demuestra que el hombre, único ser al que Dios
ha amado por sí mismo, no puede encontrar su plenitud sino es en la entrega sincera de sí
mismo a los demás. Por esto el amor a Dios y al prójimo es el mayor y primer mandamiento.
Esta doctrina posee hoy en día gran importancia por dos razones, la interdependencia
mutua de los hombres y la unificación creciente del mundo.
El desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la sociedad están mutuamente
condicionados. A través del trato con los demás, la reciprocidad de servicios, y él diálogo
con los hermanos, la vida social engrandece al hombre y lo capacita para responder a su
vocación. A pesar de esto, no se puede negar que las circunstancias sociales en que vive
desde su infancia, con frecuencia le apartan del bien y le inducen al mal.
Cuando la realidad social se ve viciada, por las consecuencias del pecado, el hombre
inclinado hacia el mal desde su nacimiento encuentra estímulos para el pecado, lo cual solo
puede vencer con su propio esfuerzo ayudado por la gracia de Dios.
El orden social debe subordinarse en todo momento a la persona humana y tender al bien
de todos. La interdependencia del hombre y su universalización hace que el bien común se
universalice.
Todo grupo social debe tener en cuenta las necesidades de los demás grupos; más aún
deben tener presente el bien común de toda la familia humana. Es necesario que se le
proporcione al hombre todo lo necesario para una vida verdaderamente humana, como ser
el alimento, vestido, vivienda, derecho a la libre elección de estado y a fundar una familia,
a la educación, al trabajo, al respeto, etc. Para cumplir todos estos objetivos es necesario
una renovación de los espíritus y una profunda reforma de la sociedad.
Cada uno sin excepción debe considerar al prójimo como otro yo, cuidando en primer lugar
de su vida y de los medios para vivirla dignamente; incluso quienes sienten u obran de
manera distinta en el orden social, político o religioso, deben ser también objetos de nuestro
amor y respeto. Esta caridad no debe convertirse en indiferencia ante la verdad y el bien.
Pero es necesario distinguir entre el error y el hombre que yerra, el cual conserva su
dignidad de persona. Dios es el único juez y escrutador de corazones. Por ello, nos prohíbe
juzgar la culpabilidad interna de los demás.
La doctrina de Cristo nos pide además que perdonemos las injurias recibidas.
La vida y sus cambios profundos y rápidos, exige que no haya nadie que permanezca
indiferente frente a la realidad, siguiendo una ética individualista, incluso, aquellos que
profesan amplias y generosas opiniones sobre temas sociales y viven sin tener cuidado
alguno de las necesidades sociales.
Es necesario, por lo tanto, estimular en toda la voluntad de participar en los esfuerzos
comunes y la toma de conciencia de sus responsabilidades.
La comunidad se perfecciona y se consuma en la obra de Jesucristo, el Verbo encarnado
que quiso participar de la vida social humana.
A través de toda la historia existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas. Por ello
la Iglesia a la vez que reconoce que el progreso puede servir a la verdadera felicidad
humana, no puede dejar de oír la voz del apóstol que dice:” No queráis vivir conforme a
este mundo (Rm12, 2.)
A la hora de saber cómo es posible superar tantas miserias, la norma cristiana es que hay
que purificar por la cruz y la resurrección de Cristo todas las actividades humanas, las
cuales a causa de la soberbia y el egoísmo corren peligro a diario.
El Verbo de Dios entró como el hombre perfecto en la historia del mundo. El sufriendo la
muerte por todos nosotros nos enseña con su ejemplo a llevar la cruz, que la carne y el
mundo echan sobre los hombres que buscan la justicia y la paz. Él nos dejó como alimento
para el camino el sacramento de la fe donde los elementos de la naturaleza convertidos por
el hombre (pan y vino) se convierten en el cuerpo y sangre del Señor, cena que nos anticipa
el banquete celestial.
Se nos advierte que de nada la sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo.
Sin embargo, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar la preocupación de
perfeccionar esta tierra, donde crece la familia humana.
Ayuda que la Iglesia presta a través de sus hijos al dinamismo humano: Exhorta a sus fieles
a cumplir con fidelidad sus deberes temporales. El cristiano que falta a sus obligaciones,
falta a sus deberes con el prójimo, falta sobre todo con Dios y pone en peligro su salvación.
Los laicos están obligados a cristianizar el mundo y ser testigos de Cristo en todo momento;
cumplan su función a la luz de la sabiduría cristiana y el magisterio de la Iglesia.
Los obispos y sacerdotes deben predicar el mensaje de Cristo, de tal manera que toda
actividad temporal de los fieles quede inundada por la luz del Evangelio.
Ayuda que la Iglesia recibe del mundo moderno: la experiencia del pasado, el progreso, los
tesoros escondidos de las diversas culturas, permiten conocer más a fondo la naturaleza
humana, abren nuevos caminos para la verdad y aprovechan también a la Iglesia.
La Iglesia por disponer de una estructura social visible, señal de su unidad en Cristo, se
enriquece con la evolución de la vida social, no porque le falte en la constitución que Cristo
le dio elemento alguno, sino para conocerla con mayor profundidad, y expresarla de forma
más perfecta y adaptarla con mayor acierto a nuestros tiempos.
La Iglesia, al prestar ayuda al mundo y recibirla del mundo, sólo pretende una cosa: