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AÑO 2002

“EN ESTO TODOS RECONOCERAN QUE USTEDES SON MIS DISCIPULOS: EN EL


AMOR QUE SE TENGAN LOS UNOS A LOS OTROS” (JN 13,35)
INTRODUCCIÓN

A.Ocasión de esta Carta Pastoral: Motivar el camino pastoral del año


La Cuaresma, tiempo fuerte del año litúrgico, y después el tiempo pascual, nos ofrecen la oportunidad
de acompañar lo que prácticamente es el inicio de las actividades del año civil.
Les propongo entonces comenzar el movimiento y tareas de este año con el espíritu de conversión
cuaresmal y sacar el mayor provecho posible de este tiempo de Cuaresma, que es “tiempo de salvación”
(Cf. 2 Co. 6,2), para que todo el año 2002, desde este momento, sea intensamente vivido en esa doble e
inseparable dimensión de conversión a Dios y amor a los hermanos
En los años anteriores también les escribí con este mismo propósito en ocasión de la Cuaresma.
En la Carta del 2000: “Felices los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc. 11, 28), hice
referencia a la Palabra de Dios, tanto para la vida del cristiano como para la comunidad.
En la del 2001: “Hagan esto en memoria mía” (Lc. 22,19), me detuve en la Eucaristía. La comunidad
cristiana se funda en la Eucaristía como el centro de su vida y de su misión. La Eucaristía, centro de la vida
de la Iglesia, es el signo instituido por Cristo para actualizar la fuerza salvífica de la Pascua.
Esta Carta Pastoral del año 2002, “En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el
amor que se tengan los unos a los otros” (Jn. 13,35), continúa los temas y la intención de las anteriores y en
ella me referiré a la Caridad...
La Cuaresma nos exhorta a abrir totalmente la mente y el corazón para escuchar la voz del Señor,
que nos invita a volver a él en novedad de vida y, alimentados por la Eucaristía, a ser cada vez más
sensibles a los sufrimientos de quienes nos rodean.
Porque la Cuaresma, y después el tiempo pascual, nos sitúan ante la actitud de total identificación de
Nuestro Señor Jesucristo con los pobres. El Hijo de Dios, que se hizo pobre por amor nuestro, se identifica
con aquellos que sufren, lo cual está expresado claramente en sus propias palabras: “Les aseguro que cada
vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt. 25,40).
Ojalá que la Cuaresma no pase en vano sino que nos conduzca, verdaderamente renovados, hacia el
gozo de la Pascua.
Ruego al Señor para que, a lo largo de todo el año 2002, cada una de las comunidades acreciente la
conciencia y el compromiso de caridad concreta y encuentre la inspiración y las energías necesarias para
realizar las obras de ayuda en favor de los hermanos más necesitados.

A. La Caridad

El punto de partida de la Iglesia es la Palabra de Dios. Al que responde por la fe Dios se le comunica.
La Constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II nos dice que la Iglesia es la Iglesia que escucha la
Palabra viviente de Dios, se nutre de ella y la proclama a los hombres.
La comunidad cristiana, bajo la conducción de su Pastor, se edifica en el Espíritu Santo por medio de
la Palabra de Dios y de los sacramentos, entre los que sobresale la Eucaristía, máximo signo de unidad y
de comunión.
La Iglesia, generada por la Palabra y alimentada por la Eucaristía, produce su fruto y alcanza su
culmen en la Caridad.
La caridad es el momento descollante, la síntesis de la comunidad cristiana.
No se da la Iglesia sin la Palabra, los Sacramentos y el Testimonio de la Caridad. La Palabra prepara
al Sacramento y acompaña a la Celebración. La Palabra y el Sacramento desembocan en el Testimonio de
la vida cristiana.
1. EL EVANGELIO DE LA CARIDAD

¿Cuál es la idea central del Evangelio?


¿Cuál es la clave de la doctrina de Cristo?
¿Cuál es el punto focal de su enseñanza?
¿Cuál es el punto de enfoque desde el cual nos sea posible captar en síntesis una visión de conjunto
y orgánica de la misma?

El centro del Evangelio, la “Buena Noticia”, es el amor de Dios por nosotros y, en respuesta, el amor
del hombre por los hermanos (Cf. 1 Jn. 4,19-21).
Toda la historia de la salvación nos dice: ¡Dios es amor!
“El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1 Jn. 4,8).
Esta es la última palabra de la revelación acerca de Dios.
Esta verdad supera cualquier dimensión y cualquier capacidad de comprensión: “Que Cristo habite en
sus corazones por la fe, y sean arraigados y edificados en el amor. Así podrán comprender, con todos los
santos, cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, en una palabra, ustedes podrán conocer
el amor de Cristo, que supera todo conocimiento, para ser colmados por la plenitud de Dios” (Ef. 3,17-19).
Somos objeto del amor de Dios: éste debe ser el gozne de nuestra concepción religiosa: “ Nosotros
hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1 Jn. 4,16).
Solamente en Cristo descubrimos la profundidad y el sentido del amor de Dios.
Es el gran anuncio del Nuevo Testamento: “Así Dios nos manifestó su amor: envió a su Hijo único al
mundo, para que tuviéramos Vida por medio de él. Y éste amor no consiste en que nosotros hayamos
amado a Dios, sino en que él nos amó primero y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros
pecados” (1 Jn. 4,9-10).

La Trinidad es el origen y modelo de la caridad

Dios es el Padre “que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Rom.
8,32); es el Hijo que se entrega libremente a la muerte por amor a nosotros (Cf. Jn. 3,16); es el Espíritu
Santo, donado por el Hijo sobre la cruz.
Esta caridad, que es la vida de Dios, ha sido derramada en nuestros corazones “por el Espíritu Santo,
que nos ha sido dado” (Rom. 5,5).
La caridad es el misterio mismo de Dios y el don de su vida a los hombres.
La caridad es, por consiguiente, la naturaleza profunda de la Iglesia, la vocación y la auténtica
realización del hombre.

La caridad es la ley de la vida cristiana

La lección constitucional del cristianismo es la del amor a Dios sobre todas las cosas y, en virtud de
este amor religioso, la del amor a todos los hombres, todos hermanos nuestros.
Jesús proclama como mandamiento principal el amor a Dios y al prójimo:
“Cuando los fariseos se enteraron de que Jesús había hecho callar a los saduceos, se
reunieron en ese lugar, y uno de ellos, que era doctor de la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba:
«Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?». Jesús le respondió: «Amarás al Señor,
tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el
primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De
estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas»” (Mt. 22,34-39).

¡Amar a Dios! Esta es la base fundamental de nuestra religión.

Sí, Dios es Padre, Dios es amor. Él nos ama.


¡Nosotros somos amados! ¡Amados de Dios! Todo está bien para nosotros si Dios nos ama. Y si Dios
nos ama, yo no puedo menos que amarlo.
El amor a Dios sobre todas las cosas nos coloca en nuestro verdadero lugar con respecto a Dios:
somos creaturas suyas y no podemos poner nada ni a nadie delante de Él o por encima de Él. Frente a Dios
debemos colocarnos en actitud de amor. Todo lo que se refiere a Dios debe ser hecho con amor y por amor.

El amor al prójimo como a nosotros mismos nos ubica delante de los demás.

Nosotros somos imagen de Dios. Todo hombre es imagen de Dios y todos son merecedores del
mismo respeto y tienen los mismos derechos. Delante de cada hombre también hay que colocarse en
actitud de amor.
El precepto de la caridad hacia el prójimo encuentra su aplicación en todas nuestras relaciones con
los demás, sean éstos nuestros familiares, nuestros compañeros en cualquier tipo de actividades, cualquier
hombre. El prójimo, según la definición que nos da el Evangelio en la parábola del Buen Samaritano (Cf. Lc.
10, 29-37), es cualquiera que tenga necesidad de nosotros, que abarca también a los extraños, incluso a los
enemigos. El amor al prójimo es contrario a toda forma de egoísmo o de insensibilidad social.

El mandamiento nuevo

Otra profundización sobre la caridad la encontramos en el Evangelio de San Juan.

“Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he
amado, ámense también ustedes los unos a los otros.
En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan
los unos a los otros” (Jn. 13,34-35).

En el momento de la despedida, en la Última Cena, Jesús cambia el mandamiento antiguo por uno
nuevo: Jesús exige a los suyos que se amen mutuamente.
Más aún, presenta el amor fraterno como distintivo de quienes lo siguen.
Sorprende que se hable de mandamiento nuevo cuando ya estaba en el Levítico.
Pero lo nuevo y específicamente cristiano del precepto del amor dado por Jesús, es que el
fundamento y la norma de este amor fraterno es el amor de Jesús por los suyos.
El amor del Padre desciende a los discípulos a través del Hijo, y éstos deben manifestarlo
prolongando el gesto del Hijo: amándose mutuamente como el Señor los ha amado.
Pero el amor de Jesús no es tan solo el fundamento, sino también la norma de lo que debe ser el
amor mutuo entre los discípulos.
Ahora la medida del amor no es una medida humana, sino una medida divina.
La novedad consiste en la medida del amor.
Si la antigua ley había puesto como medida el amor que cada uno se tiene a sí mismo: “como a ti
mismo”; el mandamiento nuevo tiene como medida el amor de Cristo: “Así como yo los he amado”.
En el antiguo mandamiento el hombre tenía para el amor una medida humana.
En el mandamiento nuevo la medida es divina.
No hay que amar solamente como el hombre se ama a sí mismo, sino como Jesús ama a los
hombres.
La expresión “como yo los he amado” es determinante para entender el mandamiento de la caridad
cristiana. Para los discípulos se trata de amar como ama Jesús.
Tratemos de meditar como Jesús nos ama para aprender a vivir como discípulos del Señor.

a) “Y este amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero” (1
Jn. 4,10).

Dios tiene la iniciativa en el amor.


Ahora, será caridad cristiana la que tiene esta actitud de dar el primer paso. Esto caracteriza el estilo
cristiano de la caridad. El cristiano se mueve a partir de la capacidad de lectura de la situación de los otros,
con los ojos de la fe.

b) “Pero la prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos
pecadores” (Rom. 5,8).

Jesús nos amó no porque fuésemos buenos a sus ojos, sino porque Él es la manifestación encarnada
del amor de Dios. Como dice San Pablo: “Porque siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la
muerte de su Hijo” (Rom. 5,10).
Esta es otra de las características del amor cristiano. El cristiano no puede hacer acepción de
personas, separando las que son dignas de ser amadas de las que no lo son. La caridad cristiana se mueve
hacia el hermano sin buscar títulos particulares, sino que obra por la lógica del amor, como se manifestó en
Jesucristo.

c) “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23,34)


Jesús amó a todos. En su amor, Jesús no excluye a nadie, ni a los enemigos. Si Jesús tuvo alguna
preferencia fue por los pecadores, los enfermos, los niños. La caridad cristiana se mantiene abierta a este
horizonte universal, privilegiando a los últimos.

d) “Él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn. 13,1).

Cristo nos ama hasta el extremo, hasta el fin. Hasta darse a sí mismo. Hasta dar la vida: “Nadie tiene
mayor amor que el que da la vida por los amigos” (Jn. 15,3).
También la caridad cristiana incluye esta fidelidad en el amor. Pensemos en los esposos, en los
consagrados. Jesús no dijo: hasta aquí llego en el amor, no puso límite a su disponibilidad. Recorrió el
camino hasta el final.
La caridad cristiana es la que lleva dentro de sí esta disponibilidad hasta la consumación. No a todos
se les pedirá el dar la vida física, pero sí el dar la vida cotidianamente en el servicio y en la entrega a los
demás.

e) Jesús nos amó con el mismo amor de Dios.

Si es verdad que el amor de Jesús ha asumido toda su humanidad, ante todo el amor de Jesús era
divino. Era amor divino y humano.
Probablemente este es el sentido de las palabras de San Pablo cuando, en la primera Carta a los
Corintios, dice: “Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las
llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada” (1 Co. 13,3). Pablo señala que para que sea una caridad
propiamente cristiana y evangélica, debe ser vivida como participación real al mismo amor divino y humano
de Jesús. Para que la caridad cristiana sea verdadera, debe ser amistad con Dios.
Así el cristiano debe amar como Jesús, reviviendo este modelo de caridad auténticamente
evangélico.
El mandamiento nuevo no se prescribe, se nos dona.
Jesús en el Evangelio nos habla de “mandamiento”. Nos da “su mandamiento”.
Tenemos que entender bien esto. El mandamiento nuevo no es algo que Dios nos manda hacer, no
es algo que nos impone como obligación. Dios no puede obligar al hombre a amar como Cristo, porque
Cristo es Dios, y nosotros somos creaturas.
Solamente podemos amar como ama Cristo si el Señor nos da la posibilidad. Es por eso que decimos
que este mandamiento se da: “Porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el
Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rom. 5,5).
2. LA IGLESIA DE LA CARIDAD

La Iglesia es la Iglesia de la caridad, que vive la caridad, porque ante todo es la Iglesia del amor
trinitario y del amor de Cristo.
La Iglesia tiene su origen en la cruz de Cristo: “Del costado de Cristo dormido en la cruz nació el
admirable sacramento de la Iglesia entera” (Constitución sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum
Concilium, 5). Solamente reconociendo el primado del amor de Dios por nosotros, es posible ser testigos
de la caridad. La caridad surge de la pascua de Cristo, que se nos dona en cada Eucaristía. Cuando la
Iglesia celebra la Eucaristía se nos comunica una nueva unidad, que restaura la comunión en el Cuerpo de
Cristo. Es la comunión en el Espíritu Santo que trasciende toda otra forma de unidad y que reúne a los hijos
dispersos.
La Iglesia es la comunidad de los que son unidos no por lazos humanos, o de interés común, sino por
Jesús, por su Palabra, por su Pascua.
La Iglesia es misterio. La Iglesia es un misterio de caridad. La Iglesia expresa el designio
misericordioso de Dios con el cual el Padre ha querido crear al hombre y llamarlo a ser su hijo mediante la
participación en la vida de Jesús por obra del Espíritu Santo.
“Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al
Padre, él que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn. 13,1).
El amor es la clave para entender la obra de Cristo. Todo el cristianismo está aquí. El cristianismo es
comunión de vida con Dios en Cristo. Y Dios es caridad, Dios es amor. La caridad es el corazón mismo de la
Trinidad.
Si creemos en este misterio de la fe, no podemos permanecer indiferentes: el amor quiere amor. Por
eso debemos escuchar nuevamente las palabras de Jesús, su última recomendación: “Les doy un
mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los
unos a los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los
unos a los otros” (Jn. 13,34-35).
Ahora el amor debe partir de nosotros. Al amor que hemos recibido de Cristo, debe seguir el nuestro
por nuestros hermanos. Una nueva circulación de caridad nos debe transformar de extraños en hermanos.
La Iglesia tuvo conciencia, desde sus comienzos, que el ejercicio de la caridad hacia los más
necesitados era parte de su misión.
Así como la Iglesia tuvo conciencia que su tarea era predicar el Evangelio y que tenía la misión de
celebrar los Sacramentos, tuvo la misma conciencia de que tenía que ocuparse de los hermanos más
pobres.
Recordemos, por ejemplo, el texto del libro de los Hechos de los Apóstoles sobre la primera
comunidad: “Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la
vida común, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hech. 2,42).
El texto de los Hechos agrega: “Todos los creyentes se mantenían unidos y ponían lo suyo en común,
distribuían el dinero entre ellos según las necesidades de cada uno” (Hech. 2,43). Y más adelante el libro de
los Hechos dice: “Nadie consideraba sus bienes como propios sino que todo era común entre ellos…
Ninguno padecía necesidad, porque todos los que poseían tierras o casas las vendían y ponían el dinero a
disposición de los Apóstoles para que se distribuyera a cada uno según sus necesidades” (Hech. 4,32-35).
Aquí vemos como la comunidad además de rezar, escuchar la Palabra y celebrar la Eucaristía, se
preocupa de que nadie padezca necesidades.
Esto consumía tanto tiempo a los Apóstoles que instituyeron a los Diáconos para que se ocuparan de
dar de comer a los pobres y ellos dedicarse a la predicación y a la celebración de los sacramentos (Cf.
Hech. 6,1-7).
El mismo San Pablo, que dedicaba todo su tiempo a la predicación (Cf. 1 Co. 1,17), no desdeñó
organizar este ministerio de la caridad y se empeñó con todas sus fuerzas en cumplirlo con solicitud y
eficacia. Así nos dice que los Apóstoles le dijeron a él y a su compañero Bernabé: “que nos acordáramos de
los pobres” y agrega: “Lo que siempre he tratado de hacer” (Gál. 2,10).
No fue otra la actitud de Santiago, quien armonizaba prudentemente las relaciones entre los
miembros de la comunidad cristiana, inculcando tanto el sentido de la dignidad del pobre (Cf. Sant. 2,1-13),
cuanto la eficacia del apoyo económico que se le ha de prestar (Cf. Sant. 2,14-17).
No fue distinta la concepción del evangelista San Juan, quien, no sólo enseñaba a sus fieles en qué
consiste el amor (Cf. 1 Jn. 4,7-5,4), sino que los urgió a la concreción del mismo: “Si alguien vive en la
abundancia, y viendo a su hermano en la necesidad, le cierra su corazón, ¿cómo permanecerá en él el
amor de Dios? Hijitos míos, no amemos solamente con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad”
(1 Jn. 3,17-18).
Vale la pena recordar cómo grandes doctores de la Iglesia, San Cipriano, San Basilio, San Ambrosio,
San Juan Crisóstomo, etc., a la vez que eran maestros de la fe, dirigían personalmente el servicio de los
pobres.
Recordemos también como la Iglesia de Roma, a quien corresponde confirmar la fe (Cf. Lc. 22, 32),
no sintió como ajeno el ministerio de aliviar las necesidades materiales de las demás iglesias. Así la Iglesia
de Roma es llamada desde el comienzo “presidenta de la caridad”.
La celebración eucarística fue siempre la ocasión privilegiada para el ejercicio de la caridad. La
celebración dominical es el momento de la acción de gracias a Dios por todos los beneficios y, también,
ocasión de la solidaridad con el hermano necesitado, que realizamos en el momento de la colecta. Es
impensable acercarse a comer el Cuerpo de Cristo, que por nosotros fue a la muerte, sin ser solidario con el
hermano falto de pan.

La caridad es inseparable de un camino de fe

El ejercicio de la caridad no es otra cosa que la expresión viva de la fe que la Iglesia profesa.
Fe en Dios providente, único dueño de cuanto poseemos.
Fe en Jesucristo y, por tanto, en el valor sagrado del pobre: Jesucristo siendo rico se hizo pobre para
enriquecer a todos.
Fe en el Espíritu Santo, que nos congrega en el único Cuerpo de Cristo, nos une por el amor y en
razón de ello ningún miembro puede dejar de acudir en ayuda del hermano necesitado.
Toda la práctica de la comunión de bienes que nos señala el Nuevo Testamento y que la Iglesia no ha
cesado de realizar a través de los siglos, es expresión de la fe viva que ella profesa.
A tal punto la caridad es el ejercicio de la fe, que si se descuida el servicio de la caridad, la profesión
de la fe oral que hacemos en la liturgia dominical quedaría incompleta.
La caridad está vinculada a la fe como su consecuencia lógica.
Por lo cual, cada comunidad cristiana, al organizar y prestar el servicio de la caridad a los pobres,
está llevando a la práctica la vida de la fe.
La Iglesia sabe que la coherencia entre fe y vida no se logra sino por el ejercicio de la caridad. Pues,
según la enseñanza de Jesús, el segundo mandamiento del amor al prójimo es complementario del primero
sobre el amor a Dios (Cf. Mt. 22,36-40). Y el cumplimiento de aquél es la garantía del cumplimiento de éste,
“¿Cómo puede amar Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?” (1 Jn. 4,20).
El Concilio Vaticano II nos enseña la Iglesia “reivindica las obras de caridad como un deber y un
derecho suyo propio, que no puede enajenar. Por lo cual la misericordia para con los necesitados y los
enfermos, y las llamadas obras de caridad y de ayuda mutua para aliviar todas las necesidades humanas,
son consideradas por la Iglesia con un singular honor… Donde haya hombres que carecen de comida y
bebida, de ropa, de vivienda, de medicinas, de trabajo, de instrucción, de los medios necesarios para llevar
una vida verdaderamente humana, que se ven afligidos por las calamidades o por la falta de salud, que
sufren en el destierro o en la cárcel, allí debe buscarlos y encontrarlos la caridad cristiana, consolarlos con
cuidado diligente y ayudarlos con la prestación de auxilios” (Decreto sobre el apostolado de laicos
Apostolicam Actuositatem, 8).
3. EL EVANGELIO DE LA CARIDAD Y NUESTRAS COMUNIDADES

El Santo Padre nos ha dicho al finalizar el Gran Jubileo: “Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la
comunión: este es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser
fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo” (Juan Pablo II, Carta
Apostólica Novo Millennio Ineunte [Al comienzo del nuevo milenio], 43).
La comunión es el otro nombre de la caridad, porque como dice el Papa: “ La comunión es el fruto y la
manifestación de aquel amor que, surgiendo del corazón del eterno Padre, se derrama en nosotros a través
del Espíritu que Jesús nos da (cf. Rm 5,5), para hacer de nosotros «un solo corazón y una sola alma»
(Hech. 4,32)” (Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte, 42).
Cada comunidad cristiana debe manifestar con la vida y las obras el Evangelio de la caridad.
La caridad, antes de definir el obrar de la Iglesia, debe definir su ser más profundo.
Cada uno, según su propio ministerio y el don del Espíritu Santo recibido, debe sentirse
comprometido a edificar la comunidad en el amor de Cristo, participando con plena responsabilidad en su
vida y en su misión: el obispo, presidente de la caridad en la Iglesia particular; los sacerdotes,
co-responsables de la caridad pastoral del obispo y llamados a crecer en la fraternidad y en la comunión de
vida para ser vínculos de unidad en el Pueblo de Dios; los diáconos, signos de la iglesia que sirve a sus
hermanos; los consagrados, elegidos por Cristo para hacer resplandecer ante los ojos de todos la común
vocación a la perfección de la caridad; los fieles laicos, que hacen del mandamiento nuevo de Cristo “la ley
de la transformación del mundo” (Gaudium et spes, 38).
En su oración sacerdotal Jesús pidió al Padre que todos los que crean en él “sean uno… para que el
mundo crea que tú me enviaste” (Jn.17, 21).
En el testimonio de la caridad se juega el rostro evangélico de nuestra Iglesia.
La Iglesia, que nace de la caridad, es llamada a ser caridad en lo concreto de su vida cotidiana.
Debemos comprender la relación que hay entre la Palabra, la Eucaristía y la Caridad.
Se debe dar en nuestras comunidades, especialmente en las parroquias, una estrecha relación entre
el anuncio, la celebración y el testimonio de la caridad.
Si el anuncio y la celebración no desembocan en la caridad vivida y testimoniada, se debe dudar de
tal anuncio y tal celebración. En la caridad el anuncio y la celebración encuentran su plenitud.
El problema de nuestra pastoral es saber si las cosas dichas y celebradas el domingo se viven el
lunes.
La oración, la Palabra, el Sacramento, nos deben orientar hacia la caridad. Esta es la meta final a la
que somos llamados. La caridad es la meta de toda la vida cristiana, es la meta de la Iglesia.
La Palabra y los sacramentos, en donde es anunciado y se hace presente el amor del Padre
manifestado en Jesucristo y comunicado por el Espíritu Santo, tienden a la caridad. Por lo tanto toda la vida
profética y litúrgica de la Iglesia tiende a aquel carisma que está por encima de todos los carismas (Cf. 1
Co. 13).
La Iglesia como Iglesia de la caridad debe expresarse en tres ámbitos:

a) El primer ámbito: la caridad en el interior de la comunidad.


b) El segundo ámbito: la Iglesia que realiza obras de caridad para las necesidades de la gente. La
caridad como atención a los últimos.
c) El tercer ámbito: la Iglesia que estimula el compromiso de los laicos en sus responsabilidades
frente a la sociedad. La caridad como compromiso político en la construcción de la sociedad civil.
4. LA CARIDAD EN EL INTERIOR DE LA COMUNIDAD

Toda comunidad debe preguntarse: ¿somos realmente una comunidad que surge de la caridad de
Dios y que vive de ella?
Cada comunidad debe evaluar constantemente cómo vive el mandamiento nuevo del amor que nos
regaló Jesús.
Este examen debe abarcar a todas las comunidades de la diócesis: parroquias, capillas, colegios
católicos, comunidades religiosas, instituciones, movimientos, etc. El examen debe abarcar no solamente la
vida interna, sino también la imagen que dan o que no dan de ser una comunidad de la caridad.
Las Líneas Pastorales para la Nueva Evangelización dicen que nuestras parroquias necesitan
renovarse y convertirse (cf. Nº 43). Yo les digo: todas las comunidades, las parroquias, las capillas, los
colegios católicos, las instituciones, los movimientos deben reflexionar y examinarse en qué aspectos
pueden mejorar, con la ayuda del Señor, para ser cada vez más un espacio de encuentro fraterno.
Cada comunidad debe promover la relación fraterna entre sus miembros, sabiendo que su misión
evangelizadora se realiza, ante todo, por el testimonio de comunión entre los discípulos.
Toda comunidad cristiana tiene su modelo en las primeras comunidades como nos muestra el Libro
de los Hechos de los Apóstoles (Hech. 2,42-47; 4,32-37).
Reproducir fiel y creativamente la vida de estas comunidades es hoy, especialmente, necesario a
cada una de las comunidades. Cada comunidad debe familiarizarse con las experiencias de caridad de los
tiempos apostólicos. Ellos provocaron la admiración de los no cristianos: “¡Miren como se aman!”. Esto nos
interpela aún hoy.
La expresión visible de la caridad en la comunidad, es la unión fraterna de sus miembros. Eso nos lo
recuerda el Libros de los Hechos de los Apóstoles: “Todos se reunían asiduamente para escuchar la
enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones”
(Hech. 2, 42).
La fraternidad se manifiesta más concretamente en la comunión de los bienes: “Todos los creyentes
se mantenían unidos y ponían lo suyo en común; vendían sus propiedades y sus bienes y distribuían el
dinero entre ellos, según las necesidades de cada uno” (Hech. 2, 44-45).
Lo principal es la unión fraterna: “Que la única deuda con los demás sea la del amor mutuo” (Rom.
13, 8).
Esta comunión fraterna es hoy más urgente cuando se difunde una cultura que induce los hombres a
encerrarse, a vivir en su vida privada.
La sociedad, tentada y desfigurada por el materialismo, tiene una profunda necesidad de encontrar de
nuevo comunidades creyentes que vivan, con humildad y convicción, la vocación a la que todo hombre está
llamado: la de la filiación divina y la de la fraternidad humana.
El Papa en la Exhortación Apostólica Christifideles Laici nos dice: “Ciertamente urge en todas partes
rehacer el entramado cristiano de la sociedad humana. Pero la condición es que se rehaga la cristiana
trabazón de las mismas comunidades eclesiales” (Nº 34).

1.1 La Parroquia

La pregunta que se deben hacer todas y cada una de las comunidades parroquiales es:
¿Cómo revelo el rostro de Dios, su caridad, su misericordia?
¿Cómo acojo a los alejados?
Para que la Parroquia haga visible a la Iglesia de la caridad se debe revisar su catequesis, su liturgia,
el lugar que da a los niños, a los jóvenes, a las familias a los adultos, a los ancianos, para edificar la
comunidad.
Este estilo fraterno de la parroquia no podrá crecer sin una referencia constante a la centralidad de la
Eucaristía, con una atención especial a la liturgia dominical. Se trata que la comunidad no viva de manera
separada la fe y la caridad. Al respecto remito a la Carta Pastoral del año pasado.
El Consejo Pastoral Parroquial deberá reflexionar de qué manera la liturgia eucarística dominical es
verdaderamente la “forma” de la comunidad. Una comunidad formada por la Eucaristía no puede ser más
que una comunidad de la caridad. No es posible alimentarse de la Eucaristía sin crecer en la caridad. El ser
cristiano no se caracteriza por ir a Misa los domingos, sino por vivir el amor fraterno fundado en que se va a
Misa los domingos. No vive la Eucaristía el que no dona su cuerpo y su sangre por los hermanos, como hizo
Jesús.
La parroquia debe favorecer formas y momentos de encuentros comunes.
La caridad debe orientar tanto a cada uno de los miembros, como a la comunidad. Por esta razón la
corrección fraterna, las expresiones que favorezcan las relaciones interpersonales, la buena comunicación,
deben ser elementos constitutivos de la comunidad parroquial.
La corrección fraterna en la comunidad

“Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu


hermano. Si no te escucha, busca una o dos personas más, para que el asunto se decida por
la declaración de dos o tres testigos.
Si se niega a hacerles caso, dilo a la comunidad. Y si tampoco quiere escuchar a la
comunidad, considéralo como pagano o publicano”. (Mt. 18,15-17).

El Evangelio es muy realista. No oculta que pueda haber pecado dentro de la comunidad cristiana.
Por supuesto que no debemos aprobar el pecado, pero debemos reconocer que, mientras vivamos en este
mundo, el pecado va a existir.
Jesús no aprueba el pecado, pero nos dice cómo debemos proceder cuando uno de nuestros
hermanos peca.
Lo primero es no divulgarlo. La exhortación para que se convierta debe ser hecha en privado. El
hermano pecador debe ser tratado con respeto. Él también es un “pequeño” que hay que recuperar.
El hermano que se da cuenta de la caída del prójimo debe dar el primer paso. Tiene que acercarse y
corregir al pecador. El primer paso debe darse a solas, para que la culpa permanezca lo más escondida
posible y así se proteja el honor del prójimo.
Todo miembro de la comunidad debe esforzarse por ganar al hermano y para no humillarlo. Si el
prójimo cierra el oído, debe hacer una segunda tentativa, apoyado por una o dos personas más. Si esta
tentativa tampoco tiene éxito, debe decírselo a la Iglesia. Aquí no se dice de qué manera se hace. ¿Es el
presbítero? ¿Es el obispo? Se entiende que se trata de una cuestión no menor, sino de algo muy importante
como para que tenga que intervenir la comunidad.
No es la reprobación la reacción primera, sino el amor fraterno. La corrección, cuando es evangélica,
es una de las manifestaciones más genuinas del amor fraterno.
Aquí somos invitados a revisar nuestra actitud para con el hermano que peca.
¿Damos el primer paso para ayudarlo?
¿Guardamos la reserva?
También, en este texto, se nos invita a escuchar a la Iglesia cuando, en nombre de Cristo, nos enseña
cómo debemos vivir. La palabra de la Iglesia no es una opinión más que se puede discutir o se puede dejar
de lado. El Señor ha prometido su especial asistencia y debemos creer en ella.
Es siempre difícil construir una comunidad. Pero aún más difícil es reconciliar una comunidad. A
veces la historia de una comunidad es la historia de conflictos, divisiones, incomprensiones, dificultades,
que se prolongan y cuestan mucho sufrimiento.
La vida comunitaria requiere un esfuerzo constante en donde todos deben sentirse responsables de
los problemas y las deficiencias que se producen en su seno.

1.2 La Escuela Católica

La Escuela Católica es al mismo tiempo una realidad eclesial y un elemento de la sociedad. No se


debe perder de vista esta doble dimensión. En cuanta realidad eclesial, la Escuela Católica encuentra su
verdadera justificación en la misma misión de la Iglesia.
La Escuela Católica entra de lleno en la misión salvífica de la Iglesia y particularmente en la exigencia
de la educación a la fe.
La misión de la Iglesia es evangelizar. Para llevar a cabo su propia misión, la Iglesia crea sus propias
Escuelas, porque reconoce en la escuela un medio privilegiado para la formación integral del hombre, en
cuanto ella es un centro donde se elabora y se trasmite una concepción específica del mundo, del hombre y
de la historia.
La Escuela Católica enseña evangelizando. Y evangeliza no sólo dando religión o catequesis
en el aula, sino a través de todas las acciones que se realizan en ella, y evangeliza a través del
conjunto de personas que en ella intervienen.
La Escuela Católica es una comunidad cristiana.
La Escuela Católica se estructura como sujeto eclesial.
La Escuela Católica tiende a que los educandos alcancen la adhesión a Cristo en la fe. Pero la fe se
asimila, sobre todo, a través del contacto con personas que viven y crecen en el seno de una comunidad.
Por eso la Escuela Católica debe constituirse en comunidad cristiana que tienda a la transmisión de valores
evangélicos.
El Concilio marca un cambio decisivo en la Escuela Católica: el paso de la escuela-institución al de la
escuela-comunidad.
La comunidad escolar en su conjunto - docentes, personal directivo, administrativo y auxiliar, los
padres y los alumnos - con diversidad de funciones, posee las características de la comunidad cristiana.
La Escuela Católica es una comunidad eclesial.
La Escuela Católica sabe que es una comunidad que debe alimentarse con la Palabra de Dios y los
Sacramentos. La comunidad cristiana es un don de Dios. No es puro fruto de nuestros esfuerzos. Es del
contacto con Cristo que la Escuela Católica obtiene la fuerza necesaria para ser una comunidad fraterna. La
Escuela Católica, como toda comunidad cristiana, debe ser un espacio de encuentro fraterno.

1.3 Caridad y Pastoral de Conjunto

La pastoral diocesana debe ser orgánica y ello será posible si todo el Pueblo de Dios y todos los
sujetos eclesiales se comprometen a crecer en un espíritu de comunión y a trabajar siguiendo comunes
objetivos pastorales.
La integración de los institutos religiosos en el tejido vivo de la pastoral diocesana, constituye una
contribución insustituible para hacer fecunda la tarea pastoral, pero sobre todo para llamar a toda la
comunidad a la santidad, a la oración, a la contemplación y a la entrega generosa y total que expresa la
consagración religiosa. En concreto, es una gran riqueza la presencia y la acción apostólica de los religiosos
y religiosas que trabajan en la Iglesia particular.
Asimismo, la multiplicidad y variedad de asociaciones, movimientos y grupos del laicado organizado
constituye un gran don del Espíritu Santo. Pero es necesario que se comprometan cada vez más con la
pastoral orgánica diocesana. Hago una especial convocatoria a la Acción Católica, particularmente llamada
a promover la pastoral diocesana y parroquial, de acuerdo a su carisma de directa colaboración con los
pastores.
También las Escuelas Católicas deben integrarse realmente en la pastoral orgánica de la diócesis.
La Escuela Católica será experiencia de Iglesia para los jóvenes si se sitúa dentro de la Pastoral
Orgánica de la Iglesia local.
Por tanto, exhorto a todas las comunidades educativas de la diócesis a recorrer juntos el camino de la
pastoral orgánica.
La unión fraterna dentro de la comunidad es la primera expresión de la caridad que evangeliza. Pero
además se deben fomentar las relaciones fraternas entre las diversas comunidades eclesiales. Así la
Pastoral Orgánica, más allá de ser solamente algo de tipo organizativo, constituye una manifestación
privilegiada de una exigencia de la caridad.
En este sentido, a fin de realizar cada vez más una Pastoral Orgánica, cada una de las parroquias,
capillas, colegios católicos, asociaciones, movimientos y grupos debe alimentar la conciencia de pertenecer
a la única Iglesia de Cristo presente en la Iglesia diocesana.
El Decanato debe ser lugar fraterno, con el mutuo conocimiento y la comunicación entre todos sus
miembros: sacerdotes, consagrados, laicos.
Los pastores deben ser los promotores de esta integración y los ministros de la comunión de todos.
Las parroquias, los Decanatos y los otros sujetos eclesiales para favorecer un recíproco conocimiento
y una mayor integración, deben intensificar las relaciones y mejorar los medios de información entre ellos.
La fraternidad cristiana se fundamenta en esta verdad: Dios es el Padre, nosotros somos sus hijos y,
por tanto, somos hermanos.

1.4 La educación a la caridad

A fin de que la comunidad viva eficazmente la caridad, sea como unión fraterna, sea como ayuda al
necesitado, y a través de eso evangelice, es necesaria una formación. Se debe formar al cristiano en el
compromiso de edificar la comunidad en el amor fraterno y a traducirlo en obras concretas hacia los más
pobres.
Debe la comunidad - parroquia, instituto educativo, movimientos, instituciones - educar a sus
miembros en la caridad y ejercitarlos en la práctica de la misma.
Especialmente a los jóvenes se los debe preparar en este itinerario formativo.
La parroquia debe valorizar el voluntariado de Cáritas en el rol educativo y vocacional. Si bien el
voluntariado abarca todas las edades de la vida, se debe fomentar en los jóvenes mayores. De tal manera el
voluntariado de los jóvenes se convierte en un instrumento pedagógico, pues, a la vez que responde a las
necesidades de la gente, educa a los mismos a entrar en la vida de un modo generoso y responsable.
2. LA CARIDAD COMO ATENCIÓN A LOS ÚLTIMOS.

Al segundo ámbito, podemos llamarlo «las manos de la caridad»: la Iglesia que realiza obras de
caridad para las necesidades de la gente. Se trata de la acción pastoral de la Iglesia en el ejercicio de la
caridad. Se trata de reflexionar sobre todas las formas cómo la Iglesia ejercita la caridad.
El servicio a los pobres, como testimonia el Nuevo Testamento y lo realiza la Iglesia a lo largo de toda
su historia, sigue siendo hoy un ministerio fundamental de la comunidad cristiana.

“Y entonces, un doctor de la Ley se levantó y le preguntó para ponerlo aprueba:


«Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?» Jesús le preguntó a su
vez: « ¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?». Él le respondió: «Amarás al
Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo
tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo».
«Has respondido exactamente, le dijo Jesús; obra así y alcanzarás la vida».
Pero el doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: «
¿Y quién es mi prójimo?».
Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió: «Un hombre bajaba de Jerusalén
a Jericó y cayó en manos de unos bandidos, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se
fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba por el mismo camino un
sacerdote: lo vio y siguió de largo. También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su
camino. Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se
conmovió. Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino;
después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de
cuidarlo. Al día siguiente sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue,
diciéndole: «Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver».
¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por
los ladrones?». «El que tuvo compasión de él», le respondió el doctor.
Y Jesús le dijo: «Ve, y procede tú de la misma manera»” (Lc. 10, 25-37).

Un jurista, maestro de la Ley le formula a Jesús una pregunta fundamental sobre cuáles son los
hechos que conducen a la vida eterna.
Jesús devuelve la pregunta al jurista que plantea la cuestión.
El maestro de la Ley responde acertadamente enunciando el mandamiento de amor a Dios y al
prójimo. Pero busca mayor claridad y pregunta ¿qué se entiende por prójimo?
El maestro de la Ley se preocupa por el sentido de la palabra “prójimo”. El determinar bien el sentido
de esta expresión es algo fundamental para un correcto cumplimiento de los mandamientos del amor. La
palabra “prójimo” significa “el que está cerca, próximo, al lado”. Pero la cuestión es hasta dónde llega la
proximidad, a qué distancia debe estar ubicado alguien para seguir considerándose prójimo. ¿Alguien es
prójimo porque está cerca en el orden familiar? ¿O lo es por nacionalidad? ¿O por la amistad? ¿O porque
tiene la misma religión?
Jesús no responde dando una definición sobre el prójimo, sino relatando una parábola, la historia de
un hombre que cayó en manos de bandidos, apaleado, yaciendo medio muerto al borde del camino.
Con esta parábola Jesús traslada la pregunta a otro horizonte de sentido. Mucho más que decir quién
es el prójimo, interesa saber quién se comporta como prójimo.
Hay un contraste entre la conducta del sacerdote, del levita y la del samaritano.
Un sacerdote y un levita que pasan por ese camino no prestan ayudan y optan por alejarse
rápidamente del lugar.
Pasa entonces por el mismo camino un samaritano. Éste es miembro de un pueblo enemigo. Los
samaritanos eran despreciados por los judíos.
Sin embargo, este enemigo se conmueve al ver abandonado en el camino al hombre asaltado y
herido.
El Evangelio nos dice que el Samaritano “se conmovió”, “tuvo compasión”. Es una experiencia intensa
que le abre los ojos para ver la realidad, la necesidad del otro. Y su conmoción no quedó en buenos
sentimientos, sino que se traduce en una ayuda efectiva. En este punto la parábola relata con meticulosidad
todos los pasos dados por el samaritano para ayudar al hombre herido.
“Se conmovió”: designa la intensa conmoción y piedad que tuvo el samaritano que pasaba por ese
lugar. La misma palabra se usa en el Evangelio de Lucas para expresar la compasión de Jesús delante del
funeral de la viuda de Naím (cf. Lc. 7,13). En otros lugares de la Biblia esta palabra alude a la inmensa
ternura que Dios tiene por el hombre. Con esta palabra se describe a lo que acontece en el corazón del
samaritano y lo mueve en el mismo movimiento de misericordia con que Dios ama a los hombres.
La parábola dice que un hombre fue asaltado. Un hombre cuyo nombre, cuya nacionalidad, cuya
religión, cuya conducta ignoramos: sólo un hombre. Basta saber que es un ser humano.
Jesús en la parábola del Buen Samaritano nos enseña que debemos estar delante de todo hombre
con el mismo amor de Dios: acoger a todo hombre, simplemente porque es hombre, más allá de su
nacionalidad, raza, cultura, religión. Que debemos descubrir sus necesidades. El reconocimiento de todo
hombre como hijo de Dios, nos permite acogerlo como hermano.
El Buen Samaritano es Cristo, que nos muestra el amor de Dios hacia el hombre.
Viendo la penuria del hombre caído, el Hijo de Dios se “acercó” a él por la Encarnación, le restañó las
heridas con los sacramentos del aceite y del vino y lo confío a la hospedería de la Iglesia.
La parábola del Buen Samaritano es una revelación sobre Jesús y sobre su misión. Jesús se
presenta como el Buen Samaritano, que con la compasión de Dios se hace próximo a todo hombre.
Pero el camino de Jesús es el camino de los discípulos, el camino de la Iglesia.
Así esta parábola es un mensaje y una invitación: “Ve y procede tú de la misma manera” (Lc. 10, 37).
Es el camino del Pueblo de Dios y no simplemente una palabra dicha al doctor de la Ley. Ya no es cuestión
de amar al prójimo de cualquier modo, sino que es menester amarlo como Dios lo ama, como somos
amados por Cristo. Para ser capaces de amar a los demás hombres, es necesario que, primero,
comprendamos que cada uno de nosotros somos ese hombre herido, tirado al costado del camino, al que se
acercó Cristo para salvarnos.
Terminado el relato, Jesús pregunta al maestro de la Ley no quién es el prójimo, sino cuál de los tres
viajeros se hizo prójimo del caído acercándose a él.
El jurista había preguntado ¿quién es mi prójimo? Y Jesús pregunta: ¿Quién se hizo cercano
(próximo)? Para estar cerca de otro no hay que medir la distancia, sino que soy yo quien tengo que
acercarme haciéndome a mí mismo prójimo del otro.
El cristiano tiene que acercarse a quien lo necesita. No le está permitido dar rodeos, pasar de largo
por el camino de los caídos. Tiene que conmoverse ante cualquier herido y marginado. Debe acercarse a
los medio muertos y ayudarlos a recuperar la vida.
Para entender el alma de la caridad volvamos al momento central de la parábola: “Pero un
samaritano que pasaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió“.
Este punto central es retomado en la conclusión: “¿Cuál de los tres te parece que se comportó como
prójimo del hombre asaltado por los ladrones? … El que tuvo compasión de él”.
Es interesante notar que el doctor de la Ley no responde que se comportó como prójimo el que se
detuvo en el camino y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino, el que lo puso sobre su montura y
lo condujo a un albergue y que le dio dos denarios al dueño para que lo cuide. En cambio dice: “El que tuvo
misericordia”.
El corazón de la parábola es la compasión, la misericordia. Es una compasión llena de ternura. Es
una caridad misericordiosa que nos hace acercarnos a los hermanos necesitados.
Hemos de pedir un corazón de buen samaritano.
La parábola del Buen Samaritano nos muestra el compromiso de hacernos próximos de todos los
hombres.
¿Qué caminos debe recorrer la comunidad para repetir el gesto del Buen Samaritano?
La Iglesia, cada comunidad cristiana, debe hacerse el Buen Samaritano del hombre de hoy. Con
profunda humildad debe ofrecer lo que ella tiene. Y debe hacerlo, no desde arriba y desde afuera, sino
desde adentro, acercándose al hombre de hoy.
“Ámense cordialmente con amor fraterno, estimando a los otros como más dignos… Consideren
como propias las necesidades de los santos (hermanos) y practiquen generosamente la hospitalidad” (Rom.
12,10-13).
Demos gracias al Señor porque nuestra Iglesia está sobre el camino de Jericó socorriendo a los
necesitados.
No dejo de asombrarme por las innumerables y conmovedoras expresiones de caridad, tanto de las
personas como de las comunidades.
El alma de nuestro pueblo cristiano, tradicionalmente bueno y solidario, suscita gestos e iniciativas de
ayuda.
A la puerta de nuestras parroquias llaman diariamente muchas personas en busca de una ayuda
inmediata: ropa, alimento, una medicina, trabajo.
Cáritas realiza entre nosotros un enorme servicio hacia los hermanos necesitados.
Muchas personas visitan a los enfermos y ancianos en sus casas, en los hospitales, en las clínicas.
En el itinerario educativo de los jóvenes se prevén visitas a los hogares de ancianos, a las personas
solas y enfermas.
Los voluntarios de la pastoral carcelaria visitan y acompañan a los privados de libertad.
Otros se ocupan de los chicos de la calle.
En momentos de calamidades vemos como los fieles acuden con su generosa ayuda.
Estimulado por tantos ejemplos de caridad, quiero impulsar cada vez más a nuestras comunidades a
recorrer el camino de Jericó.
El tema de la caridad es el camino de nuestra Iglesia.
Pero sin duda que todavía nos queda mucho por hacer.
6. CÁRITAS

Cáritas es el organismo de la caridad pública y oficial de la Iglesia, a nivel nacional, diocesano y


parroquial.
Cáritas no es una organización o una institución de apostolado de los laicos, al lado de muchas otras,
sino que está íntimamente unida al ministerio episcopal. Por eso el presidente de Cáritas a nivel nacional es
el Episcopado, a nivel diocesano es el Obispo y a nivel parroquial es el Párroco.
Cáritas se conecta directamente con la Iglesia a la luz del Concilio Vaticano II: comunidad de fe, de
oración, de caridad.
Cáritas es un organismo pastoral de la Iglesia local que la estimula a crecer como Comunidad de
Amor y a prestar especial atención a los pobres. Cáritas, como organismo de la pastoral, promueve y
coordina las actividades caritativas, asistenciales y sociales de la Iglesia. Así como otros organismos
promueven y coordinan las actividades de evangelización y la vida litúrgica de la Iglesia local.
Cáritas está llamada a ser testigo de la caridad de Cristo. Cáritas evangeliza a través del testimonio
de la caridad: “Y ustedes también dan testimonio, porque están conmigo desde el principio”, nos dice Jesús
(Jn. 15,27).
La Iglesia está en el mundo no para ser una agencia de solidaridad filantrópica, sino para ser
testimonio transparente del amor de Cristo.
Cáritas es y debe estar toda ella elevada, animada y rodeada de una caridad bebida en el Corazón de
Jesucristo.
Debemos agradecer a Dios por los frutos de caridad que Él ha querido regalar a su Iglesia para servir
más eficazmente a los hermanos más necesitados.
Sí, bendigamos al Señor. Debemos saber maravillarnos por la cantidad de actividades al servicio de
los más pequeños.
Debemos reconocer todo lo que el Espíritu Santo ha suscitado en el corazón de tantos cristianos y de
tantas comunidades y por lo que el Señor ha realizado a través de ellos.
Cáritas ha desarrollado un trabajo considerable que honra a la Iglesia.
No necesitamos hacer el elogio de Cáritas, de esa entrega continua al servicio de la caridad.
Pensemos en la respuesta de Cáritas a las necesidades que tiene mucha gente de ropa, de alimento,
de medicamento. Pensemos en las guarderías, en los comedores, en la asistencia social que presta Cáritas
a tantos niños, ancianos y familias enteras.
El nombre de Cáritas está ya asociado a las ayudas de todo orden prestadas con motivo de las más
diversas desgracias imprevistas.

1.1 Caritas Arquidiocesana

Cáritas Arquidiocesana es el organismo pastoral instituido por el Arzobispo con el fin de promover el
testimonio de la caridad de la comunidad diocesana y de las otras comunidades menores, especialmente la
parroquial. Es el instrumento oficial de la diócesis para la promoción y la coordinación de las iniciativas
caritativas y asistenciales.
Corresponde a Cáritas Arquidiocesana:
a) Cultivar en la comunidad diocesana el sentido de la caridad y el compromiso de traducirlo en obras
concretas.
b) Promover, sostener y armonizar las Cáritas parroquiales y decanales, de acuerdo a los objetivos
pastorales diocesanos.
c) Promover la formación de los voluntarios de las Cáritas.
d) Organizar y coordinar las acciones en las situaciones de emergencia.
e) Procurar la coordinación de las iniciativas caritativas y asistenciales, en colaboración con las otras
áreas pastorales diocesanas y con Cáritas Argentina.
f)Organizar solamente aquellas actividades de caridad y asistencia que superen las posibilidades de
las parroquias y del Decanato.

6.2 Cáritas Parroquial

En cada una de las Parroquias de la Arquidiócesis, el Párroco instituya la Cáritas parroquial. Ella
trabajará en estrecha relación con el Consejo Pastoral parroquial y con las Cáritas del Decanato y la Cáritas
Arquidiocesana.
Sus funciones principales son:
a) Sensibilizar a toda la comunidad en la práctica de la caridad
La primera contribución de Cáritas es cumplir una función pedagógica en la propia comunidad. Es el
instrumento para promover en la comunidad cristiana el crecimiento en la dimensión de la caridad.
¿Qué rostro de la caridad presenta nuestra comunidad?
¿La caridad es el principio inspirador, el punto de partida y de llegada de todas las actividades,
catequéticas, litúrgicas y de servicios de la parroquia?
Los miembros de Cáritas deben despertar la conciencia de los cristianos, ayudándolos a descubrir las
exigencias del amor ante las múltiples necesidades del prójimo.
Cáritas debe señalar a su comunidad las necesidades de sus miembros cercanos y lejanos. Debe
documentar en el Consejo de Pastoral la situación de los pobres de su parroquia.
A veces se piensa que la caridad debe ejercitarla solamente el que pertenece a Cáritas. Y no se
piensa que es algo propio de toda la Comunidad, aunque sea verdad que haya un grupo de voluntarios que
están especialmente al servicio de la caridad.
Así podemos correr el riesgo de delegar el servicio de la caridad a un grupo de voluntarios, sin que se
dé una participación de toda la comunidad. Entonces la actividad caritativa termina por ser algo que no
compromete a toda la comunidad.
El servicio de la caridad no puede considerarse un sector que se delega a algunos, sino que exige la
participación de todos, es responsabilidad de toda la comunidad.
Se debe cultivar en la comunidad una conciencia sobre el servicio de la caridad en el conjunto de la
acción pastoral.

b) Organizar y coordinar las iniciativas caritativas de la parroquia

La atención de la Iglesia hacia los más necesitados debe realizarse en primer lugar en el nivel
parroquial.
La parroquia es la Iglesia en medio de las casas de los fieles y, por tanto, la comunidad cristiana más
cercana a la vida de cada persona.
La parroquia ofrece la posibilidad de conocer la situación de necesidad de sus fieles, de establecer
relaciones personales con ellos, de insertarlos en la vida de la comunidad.
Cada parroquia, a través de Cáritas, prevea los medios para conocer las situaciones de necesidad
presentes en su territorio, a fin de mantener relaciones permanentes y no sólo ocasionales con los pobres.
En este sentido, la Parroquia no sólo atienda a los que llaman a su puerta, sino también salga a buscar a los
que no llegan a la misma.
La comunidad para ejercer la caridad debe acercarse a las necesidades humanas para aliviarlas. Es
necesario una comunidad atenta, en donde el ojo permanezca vigilante, la mano pronta y el corazón abierto.
La parroquia, a través de la movilización de sus miembros, debe ser capaz de descubrir las
necesidades reales de las personas y de las familias que viven en su territorio.
Algunas necesidades podrán ser atendidas por la misma comunidad; otras deberán ser orientadas a
los organismos correspondientes.
La participación a los dolores de la gente, del pobre, del enfermo, se convierte para la comunidad en
una riqueza espiritual y en una escuela para aprender de nuevo y continuamente la verdad del Evangelio de
Jesús.
Entre las muchas formas de la caridad, asume un relieve particular la atención del pobre, es decir, del
que se encuentra en una situación de necesidad por falta de bienes materiales y, por lo tanto, está
disminuido en su dignidad y casi excluido de la vida de los otros.
Es necesario evitar que las personas reciban únicamente asistencia. Más bien, es necesario
ayudarles a que tomen en sus manos sus propios destinos. Por lo demás la promoción no se refiere sólo a
la alimentación, el techo o la salud, sino al hombre entero: cuerpo y alma.
Así la caridad hacia el pobre no puede consistir solamente en una ayuda material, exige también la
ayuda espiritual: consolar al que sufre, acompañar al que está solo, aconsejar al que duda, perdonar al que
ofende, corregir al que se equivoca, instruir al que busca la verdad, dar testimonio de la fe a todos.
Pero más allá de la ayuda material o espiritual, el amor al pobre consiste en acogerlo como persona,
integrándolo en la comunidad de vida y de afecto. La caridad tiende a valorizar y promover la dignidad de la
persona.
De acuerdo a la enseñanza de Jesús, en particular en la parábola del Buen Samaritano, la condición
de necesitado hace al pobre “próximo” a cada uno de nosotros, “próximo” a la comunidad cristiana y
además hace de él la presencia misma del Señor:
“Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron
conmigo” (Mt. 25,40).
La caridad hacia el pobre lleva a realizar obras en ayuda del necesitado: “¿De qué le sirve a uno,
hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso esa fe puede salvarlo? ¿De qué sirve si uno
de ustedes, al ver a un hermano o una hermana desnudos o sin el alimento necesario, les dice: «Vayan en
paz, caliéntense y coman», y no les da lo que necesitan para su cuerpo? Lo mismo pasa con la fe: si no va
acompañada de las obras, está completamente muerta. Sin embargo, alguien puede objetar: «Uno tiene la
fe y otro, las obras». A ese habría que responderle: «Muéstrame, si puedes, tu fe sin las obras. Yo, en
cambio, por medio de las obras, te demostraré mi fe»“(Sant. 2,14-18).
Las Cáritas parroquiales deben trabajar en relación con el Decano y el Consejo Pastoral decanal,
para coordinar las obras de asistencia. También, a nivel decanal, se debe promover la formación de los
voluntarios de Cáritas.
En el Decanato se podrán organizar aquellos servicios, que superen las posibilidades de cada
parroquia.

6.3. La formación de los miembros de Cáritas es indispensable

Hoy la Iglesia nos está pidiendo que nos preparemos en todos los niveles. Los agentes de pastoral no
se pueden improvisar.
Así como los catequistas se preparan para cumplir su misión, a través de cursos y de reuniones y lo
mismo hacen los que colaboran en la liturgia (guías, lectores, etc.); de la misma manera deben hacerlo los
voluntarios de Cáritas.
Cáritas Arquidiocesana debe realizar, todos los años, sea a nivel diocesano o decanal cursos de
formación para los agentes de pastoral de las Cáritas Parroquiales.
La formación de los voluntarios de Cáritas es necesaria para aunar criterios, para enseñarles a cómo
atender los diversos casos que se presentan, para que adquieran las motivaciones de fondo, las actitudes y
las capacidades operativas para realizar bien su tarea.
Pero también se debe dar una formación a nivel parroquial.
Para ello es importante que los miembros de Cáritas formen un Equipo fraterno y que se reúnan
periódicamente. Este Equipo no sólo debe ser de trabajo, sino también de formación.
En las reuniones habituales se debe buscar no sólo los medios prácticos de conocer y servir de
manera orgánica a los pobres de su Comunidad; sino atender también a la formación espiritual de los
voluntarios: una reflexión cristiana que equilibre oración y acción.

6.4 . La espiritualidad de Cáritas

La actividad de Cáritas no puede confundirse con una empresa técnica y humanitaria: “Aunque
repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo
amor, no me sirve para nada” (1 Co. 13,3).
Sin duda hay muchos grupos de personas que ayudan a los más necesitados y lo hacen bien. Pero
aunque, materialmente, la tarea pueda ser parecida, tiene que haber algo que nos distinga como Cáritas y
es el espíritu con que realizamos nuestra tarea.
Cáritas debe no sólo organizar bien la ayuda mutua, sino poner de manifiesto las motivaciones
cristianas de la caridad, que se inspira en el amor al mismo Dios que hace ver en el prójimo la imagen de
Dios y de Cristo y que compromete a trabajar con gran delicadeza, respetando la libertad, la
responsabilidad, la dignidad y el destino espiritual de cada persona.
Se debe ayudar a los voluntarios a que tengan una seria espiritualidad. La espiritualidad es lo que
debe motivar, mover, inspirar, animar la tarea evangelizadora de los voluntarios de nuestras Cáritas.
La parábola del Buen Samaritano debe inspirar la espiritualidad de Cáritas (Lc. 10,29-37).
También el texto de Mateo 25,31-46, que nos habla del juicio final, es fundamental para el agente de
Cáritas. En estos dos textos tenemos tema para meditar largamente.
Una caridad de este tipo prolonga los milagros de Cristo, atenta a percibir el sufrimiento de los
hombres y a responder a las necesidades de las personas.
En cada hermano, en cada hermana, que se acerca a la parroquia, a la capilla pidiendo pan, ropa,
medicamentos, lo que fuere, debemos ver el rostro de Jesús. Los que están en Cáritas saben desde la fe,
que lo que hacen por esa persona se lo están haciendo al Señor.
Esto tiene que animar la tarea de Cáritas. A veces es un trabajo duro, un trabajo difícil, la gente puede
ser impaciente, puede irse disconforme con lo que se les da, no ser agradecida. Sin embargo, el servidor de
Cáritas debe ver en ese rostro sufriente, el rostro de Cristo.
7. EL EJERCICIO DE LA CARIDAD A NIVEL SOCIAL Y POLÍTICO

El tercer ámbito en el que se expresa la caridad es el campo de la más alta caridad: la caridad
política.
La caridad no se opone al compromiso por la justicia en el campo social y político. De aquí se debe
fomentar el compromiso de los laicos en la animación cristiana de la realidad terrena.
La Iglesia estimula el compromiso de los laicos en sus responsabilidades frente a la sociedad.
El Papa afirma: “Se debe rechazar la tentación de una espiritualidad oculta e individualista, que poco
tiene que ver con las exigencias de la caridad, ni con la lógica de la Encarnación y, en definitiva, con la
misma tensión escatológica del cristianismo. Si esta última nos hace conscientes del carácter relativo de la
historia, no nos exime en ningún modo del deber de construirla. Es muy actual a este respecto la enseñanza
del Concilio Vaticano II: «El mensaje cristiano no aparta a los hombres de la tarea de la construcción del
mundo, ni los impulsa a descuidar el bien de sus semejantes, sino que los obliga a sentir esta colaboración
como un verdadero deber» (Constitución Gaudium et spes, 34)” (Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte,
52).
La intervención de ayuda personal no es suficiente. Para afrontar las situaciones de injusticia y
marginación hace falta modificar las causas y ello supone una acción política que se ocupe de las leyes y de
las instituciones. Por eso el laicado debe asumir su rol político.
La caridad de Cristo mueve al cristiano a asumir una activa responsabilidad en las realidades
temporales, en la cultura, en la economía, en la política.
La caridad política que estimula a poner la propia fe al servicio del bien común para la construcción de
la ciudad, nace de este deseo de servir con amor y desinterés.
La educación a la caridad política partirá de esta actitud de fondo. No se puede tender a alcanzar el
bien común sino con medios buenos y morales.
Por tanto, la caridad debe revestir a la política con su luz y su capacidad de servicio.
La caridad anima la actividad de los cristianos en su actuar responsablemente en las realidades
temporales.
Es propio de la acción política la preocupación por el bien común, o sea, “por el conjunto de aquellas
condiciones de la vida social, con las cuales los hombres, la familia y las asociaciones, pueden alcanzar la
realización más plena de la propia perfección” (Octogésima adveniens, 46).
En esta perspectiva, el Evangelio de la Caridad nos compromete a conocer, estudiar y difundir la
Doctrina Social de la Iglesia, que es parte integrante de la nueva evangelización (Sollicitudo rei socialis, 41;
Centesimus annus, 5).
Es necesario que esta doctrina sea una dimensión esencial de la formación de los cristianos. Se debe
difundir los grandes valores antropológicos, éticos y sociales que derivan de la fe cristiana. Entre los cuales
citamos: la dignidad y la centralidad de la persona humana; el carácter sagrado de la vida en todo momento
de su existencia, desde la concepción hasta la muerte; la vocación y el lugar de la mujer en el desarrollo
social; el rol y la estabilidad de la familia fundada en el matrimonio; la fraternidad en las relaciones sociales;
la solidaridad con la parte más débil de la población; la promoción de la moralidad y de la legalidad en la
gestión del bien común en el orden administrativo, económico y político.
También comporta concretamente la organización de los servicios educativos de acuerdo a la libre
elección de los padres; la organización de la asistencia de la salud, especialmente de los niños y de los
ancianos; la atención de los indigentes.
8. CARIDAD Y NUEVA EVANGELIZACIÓN

La Iglesia evangeliza no sólo con la Palabra de la predicación y la celebración de los sacramentos,


sino también con la comunión fraterna y con las obras buenas de sus miembros. Así los hombres viendo las
buenas obras de los discípulos, como leemos en San Mateo, glorifican al Padre que está en los cielos (Cf.
Mt. 5, 16).
La Iglesia evangeliza:
* Anunciando la salvación;
* Actualizándola con los sacramentos;
* Testimoniándola con la caridad.
Palabra, Sacramento y Testimonio cristiano son los goznes de la actuación pastoral de nuestras
comunidades parroquiales.
La diaconía de la caridad debe ser el alma de la Nueva Evangelización.
La caridad es el camino privilegiado de la evangelización, porque mientras conduce a amar al
hombre, nos abre al encuentro con Dios, principio y razón última de todo amor.
La verdad cristiana no es una teoría abstracta, Es, ante todo, la persona viviente del Señor, que vive
resucitado en medio de los suyos (Cf. Mt. 18, 20). Puede entonces ser acogida, entendida y comunicada
sólo ante la experiencia de un rostro concreto: el rostro del amor.
La caridad es el corazón del Evangelio.
El Papa Juan Pablo II nos dice: “Si verdaderamente hemos contemplado el rostro de Cristo, queridos
hermanos y hermanas, nuestra programación pastoral se inspirará en el «mandamiento nuevo» que él nos
dio: «Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros» (Jn. 13, 34)” (Carta
Apostólica Novo Millennio Ineunte, 42).
CONCLUSIÓN

La comunidad cristiana está llamada a ser testigo de la caridad de Cristo en medio de sus hermanos.
Para eso es necesario que el Espíritu Santo nos comunique la ternura de Dios y cree en nosotros entrañas
de caridad.
El Santo Padre nos instruye: “Muchas cosas serán necesarias para el camino histórico de la Iglesia
también en este nuevo siglo; pero si faltara la caridad (ágape), todo sería inútil. Nos lo recuerda el apóstol
Pablo en el himno a la caridad: aunque habláramos las lenguas de los hombres y los ángeles, y
tuviéramos una fe «que mueve las montañas», si faltamos a la caridad, todo sería «nada» (Cf. 1 Co. 13,2)”
(Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte, 42).
Los aliento a seguir en esta hermosa misión. Sean siempre conscientes de que están trabajando en
nombre de Cristo. Tengan siempre presente que en el prójimo están atendiendo, sirviendo y amando a
Cristo.
El Papa nos dice en Novo Millennio Ineunte: “El siglo y el milenio que comienzan tendrán que ver
todavía, y es de desear que lo vean de modo palpable, a qué grado de entrega puede llegar la caridad hacia
los más pobres. Si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo
descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido identificarse: «Tuve hambre, y
ustedes me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber; estaba de paso y me alojaron; desnudo y me
vistieron; enfermo y me visitaron; preso y me vinieron a ver» (Mt. 25,35-36). Esta página no es una simple
invitación a la caridad: es una página de cristología, que ilumina el misterio de Cristo. Sobre esta página, la
Iglesia comprueba su fidelidad de Esposa de Cristo, no menos que sobre el ámbito de la ortodoxia ” (Carta
Apostólica Novo Millennio Ineunte, 49).

Les hago llegar un afectuoso saludo, con mi oración y mi bendición.

Mons. Luis H. Villalba


Arzobispo de Tucumán

San Miguel de Tucumán, 17 de febrero, Miércoles de Ceniza, de 2002.-


CONTENIDOS

INTRODUCCIÓN
1. Ocasión de esta Carta Pastoral: Motivar el camino pastoral del año
2. La caridad

1. EL EVANGELIO DE LA CARIDAD
2. LA IGLESIA DE LA CARIDAD
3. EL EVANGELIO DE LA CARIDAD Y NUESTRAS COMUNIDADES
4. LA CARIDAD EN EL INTERIOR DE LA COMUNIDAD
4.1. La Parroquia
4.2. La Escuela Católica
4.3. Caridad y Pastoral de Conjunto
4.4. La educación a la caridad

5. LA CARIDAD COMO ATENCIÓN A LOS ÚLTIMOS

6. CÁRITAS
6.1 Cáritas Arquidiocesana
6.2 Cáritas Parroquial
a) Sensibilizar a toda la comunidad en la práctica de la caridad
b) Organizar y coordinar las iniciativas caritativas de la parroquia
6.3 La formación de los miembros de Cáritas es indispensable
6.4 La espiritualidad de Cáritas

7. EL EJERCICIO DE LA CARIDAD A NIVEL SOCIAL Y POLÍTICO

8. CARIDAD Y NUEVA EVANGELIZACIÓN

CONCLUSIÓN

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