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1

Yves
Bonnefoy
La imperfección es
la cima

BIBLIOTECA
DIGITAL DE
AQUILES
JULIÁN

Muestrario de
Poesía 60
Biblioteca Digital
Coeditores:
MÉXICO 2
Fernando Ruiz Granados
José Solórzano
José Eugenio Sánchez
ARGENTINA
Mario Alberto Manuel Vásquez
Francisco A. Chiroleu
Patricia del Carmen Oroño
La imperfección es la
Ángel Balzarino
Fernando Sorrentino
Claudia Martin Trazar
cima
ESTADOS UNIDOS
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Aníbal Rosario
Yves Bonnefoy, Francia
José Alejandro Peña
César Sánchez Beras
ESPAÑA
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María Caballero
Elena Guichot
Teresa Sánchez Carmona
distribuida por Internet
Losu Moracho
Rocío Parada
HONDURAS
Muestrario de Poesía 60
Dardo Justino Rodríguez
VENEZUELA
Milagros Hernández Chiliberti Editor:
Tony Rivera Chávez
URUGUAY Aquiles Julián, República Dominicana.
Marta de Arévalo
APLA Uruguay
COLOMBIA Primera edición: Junio 2010
Ernesto Franco Gómez
Julio Cuervo Escobar Santo Domingo, República Dominicana
PERU
Luis Daniel Gutiérrez
Nicolás Hidrogo Navarro
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3

Contenido
La tarea del poeta y del poema / Aquiles Julián 5
El adiós 6
La rapidez de las nubes 7
Noli me tangere 8
La única rosa 8
Las ranas, la tarde 10
Una piedra 11
Una piedra 11
La lluvia de verano 12
En el mismo río 13
Pero que se calle esa que vela 14
A menudo en el silencio 14
La imperfección es la cima 15
Te acostará sobre la tierra 15
Fénix 15
El libro, para envejecer 16
Allí donde cae la flecha 16
Nombre verdadero 18
¿Qué asir sino lo que se escapa? 18
Para la tierra del alba 19
(Cubierta por el manto silencioso del mundo) 19
La rapidez de las nubes 20
Hic est locus patriae 20
(Temprano, esta mañana) 20
Atardecer 21
Los caminos 21
El rayo 22
(Soñar: que la belleza…) 22
Un poco de agua 23
La lluvia de verano 23
Una lápida 24
Las manzanas 25
El jardín 25
La nieve 25
El espejo 26
Los caminos 26
4

Virgen de la Misericordia 27
(Del movimiento y la inmovilidad de Douve) 27
Tendrás que atravesar la muerte para vivir 28
Un país que no nace ni muere 29
(Desperté, pero el viaje seguía…) 29
(El ladrido de un perro…) 30
La salamandra 30
El único testigo 30
Las nubes 31
Anti-Platón 33
Entre el señuelo de las palabras 35
Impresiones: sol poniente 36
Ante tus signos 37
El pozo: las zarzas 38
El pozo 38
Una piedra 39
(Cubierta por el manto silencioso del mundo) 39
Habla Douve 39
Las uvas de Zeuxis 40
De nuevo las uvas de Zeuxis 40
Aquella que inventó la pintura 41
Últimas uvas de Zeuxis 41
El autorretrato de Zeuxis 43
IV 44

La traducción de la poesía 45
Introducción a Giacometti 49
El bote de Samuel Beckett 52
El desierto de Retz y la experiencia de lugar 54
Lo indescifrable 62
Las tablas curvas 63
La lucidez de las quimeras 65

La poesía busca restablecer la plenitud / Ángela García 67


El golpe del lenguaje poético / Miguel Ángel Muñoz 72

Yves Bonnefoy / biografía 74


5

La tarea del poeta y del poema


Por Aquiles Julián

Una reflexión de Yves Bonnefoy sobre la poesía centellea en la mente


como un rayo, repentina, esplendorosa: La poesía “es aquello que quiere
liberar las relaciones entre los hombres de los prejuicios, ideologías y
quimeras que los empobrecen”.

La poesía nos enriquece: cuestiona, señala, esclarece. Es una puerta por la


que accedemos a una percepción más amplia, multívoca, rica, de la vida.
Nos libera de los esquemas empobrecedores en que el Poder nos quiere
recluir y mantener.

La poesía es siempre una exploración, un desafío, una búsqueda expresiva; una apuesta
por encender los poderes de la palabra y no para inútil pirotecnia, sino para iluminarnos
en medio de las tinieblas vitales.

A las palabras se les desvirtúa al grado de que las reducen a artefactos utilitarios sólo
empleables para la confusión, el engaño malicioso, la trampa artera.

El poeta devuelve a la palabra su fuerza, sus poderes. Y por el poema nos resensibiliza,
nos expande, nos restaura: nos rehumaniza.

Como Patricia Martínez García escribe a propósito de Yves Bonnefoy y su poesía: “Así,
para llevar a buen término su proyecto ontológico, la aprehensión verbal del ser como
presencia, el poeta presiente la necesidad de deshonrar al lenguaje en el que no estén
presentes las marcas más desasosegantes de la imperfección, y de reinventar unos
nuevos actos poéticos capaces de arrancarnos del orden bien articulado del
pensamiento conceptual, de la plenitud formal e intelectual, y de abrirse a esa errancia
ilimitada que es la existencia humana “l’obscure possible terrestre”.

La palabra decorativa, estrictamente conceptual, abstracta, más ruido que sentido o


deliberadamente tramposa, introduce una falsa comunicación en que en la apariencia
concertamos y comulgamos, y en realidad no. Es el tipo de palabra en que se place el
ideólogo, cuyos malabarismos y sortilegios verbales buscan imponernos una explicación
acomodaticia y colocarnos unas gafas que distorsionan todo. Que ocultan lo esencial.

Tarea del poeta es sensibilizarnos y permitirnos escapar de esas trampas. Alta tarea.
Seamos dignos de ella.
6

El adiós
Hemos vuelto a nuestro origen.
Fue el lugar de la evidencia, aunque desgarrada.
Las ventanas mezclaban demasiadas luces,
Las escaleras trepaban demasiadas estrellas
Que son arcos que se hunden, escombros,
El fuego parecía arder en otro mundo.

Y ahora hay pájaros que vuelan de una habitación a la otra,


Los postigos se cayeron, la cama está cubierta de piedras,
La chimenea llena de restos del cielo que van a apagarse.
Allí, por las tardes, hablábamos casi en voz baja
Debido a los rumores de las bóvedas, allí, sin embargo,
Formábamos nuestros proyectos: pero una barca,
Cargada con piedras rojas, se alejaba
Irresistiblemente de una orilla, y el olvido
Depositaba ya su ceniza en los sueños
Que sin fin recomenzábamos, poblando con imágenes
El fuego que ardió hasta el último día.

¿Es cierto, amiga mía,


Que no hay más que una palabra para nombrar
En la lengua que llamamos poesía
El sol de la mañana y el de la tarde,
Una para el grito de alegría y el de angustia,
Una para el desierto río arriba y los golpes de hacha,
Una para la cama deshecha y el cielo tormentoso,
Una para el niño que nace y el dios muerto?

Sí, lo creo, quiero creerlo, pero ¿qué sombras


Son ésas que se llevan el espejo?
Y, mira, la zarza crece entre las piedras
En el camino de hierba aún apenas abierto
Por el que nuestros pasos iban hacia los jóvenes árboles.
Hoy me parece, aquí, que la palabra
Es el pesebre medio roto del que se escapa
En cada amanecer de lluvia el agua inútil.

La hierba y en la hierba el agua que brilla, como un río.


Todo está siempre a la espera de que una vez más se lo ate al mundo.
Sé que el paraíso está diseminado,
Es tarea terrestre el reconocer
Sus flores dispersas en la hierba pobre,
7

Pero el ángel ha desaparecido, una luz


Que no fue, de golpe, sino un sol poniente.

Y como Adán y Eva caminaremos


Por última vez en el jardín.
Como Adán el primer pesar, como Eva la primera
Osadía, querremos y no querremos
Pasar por la puerta baja que se entreabre
Allá a lo lejos, en la otra punta del ronzal, coloreada
Como auguralmente por un último rayo.
¿Se toma el porvenir en el origen
Como cabe el cielo en un cóncavo espejo?
¿Podremos recoger, de esa luz
Que fue de aquí el milagro,
En nuestras sombrías manos la simiente, para otros charcos
En el secreto de otros campos "cercados de piedras"?

Por cierto, está aquí el lugar para vencer, para vencernos,


El lugar de donde salimos esta tarde. Aquí sin fin
Como esa agua que se escapa del pesebre.

La rapidez de las nubes


La cama, la ventana cercana, el valle, el cielo,
La rapidez espléndida de esas nubes,
La súbita garra de la lluvia en los cristales
Como si la nada rubricase el mundo.

En mi sueño de ayer
El grano de otros años ardía a fuego lento,
Sin calor, en el suelo embaldosado.
Descalzos, lo apartaban nuestros pies como un agua límpida.

¡Oh amiga mía,


Qué distancia tan débil separaba nuestros cuerpos!
La hoja de la espada del tiempo que merodea
Hubiese allí buscado en vano lugar para vencer!
8

Noli me tangere
De nuevo en el cielo azul vacila el copo
De nieve, el último copo de la gran nevada.

Y es como si en el jardín entrase aquella que


Bien había debido soñar lo que podría ser,
Esa mirada, ese dios simple, sin memoria
Del sepulcro, sin otro pensamiento que la dicha,
Sin otro porvenir
Que su disolución en el azul del mundo.

"No me toques, no", le diría él,


pero hasta el decir no sería luminoso.

La única rosa
I

Cae la nieve, es volver a una ciudad


Donde, y lo descubro al avanzar
Al azar por las calles vacías,
Habría yo vivido, feliz, otra niñez.
Bajo los copos percibo las fachadas
Que más que nada en el mundo bellas son.
Alberti sólo entre nosotros, y San Gallo
En San Biagio, en el salón más intenso
Que construyó el deseo, se acercaron
A esta perfección, a esta ausencia.

Por eso miro yo, ávidamente,


Esas masas que me oculta la nieve.
En la blancura errante, sobre todo,
Esos frontones busco que se alzan
A un más alto nivel de la apariencia,
Desgarrando la bruma como si
Con ingrávida mano, el arquitecto
De aquí, vivir hubiese hecho
9

De un solo, gran trazo floral,


La forma que quería, siglo a siglo,
El dolor de nacer en la materia.

II

Y allá arriba, yo no sé si es la vida


Aún, o sólo la alegría que resalta
En ese cielo que no es ya de nuestro mundo.
Oh constructores
No tanto de un lugar como de un renacer de la esperanza,
¿Qué hay en el secreto de esos muros
Que frente a mí se apartan? Sobre ellos
Nichos vacíos es lo único que veo,
Caligrafías de las que, por la gracia
De los números, se esfuma
El peso del nacer en el exilio,
Pero la nieve en ellos se acumula,
A uno de ellos me acerco, el más bajo,
Hago caer un poco de su luz,
Y el prado, de pronto, está aquí de mis diez años,
Donde zumban abejas,
Lo que tengo en mis manos, esas flores y sombras,
¿Es casi miel, acaso? ¿Es un poco de nieve?

III

Avanzo entonces hasta el arco de una puerta.


Los copos danzan en el aire, borroneando
el límite entre el exterior y este salón
de lámparas encendidas: pero ellas mismas
una especie de nieve que vacila
entre lo alto, lo bajo, en esta noche.
Es como si estuviese ante un segundo umbral.

Y más allá un idéntico ruido de abejas


en el ruido de la noche. Lo que decían
Las abejas innúmeras del verano,
Parece reflejarlo el infinito de las lámparas.

Y yo querría
correr, como en los tiempos de la abeja, buscando
con el pie el balón blando, ya que acaso
duermo, y sueño, y voy por los caminos de la infancia.
10

IV

Pero lo que miro es un poco de nieve


endurecida, que se ha deslizado sobre las baldosas
y se acumula al pie de las columnas
a la izquierda, a la derecha, y que se adentra en la penumbra.
Absurdamente sólo tengo ojos para el arco
que este lodo dibuja en la piedra.
Uno mi pensamiento a lo que no
tiene nombre, ni sentido. Oh amigos míos,
Alberti, San Gallo, Brunelleschi,
Palladio que haces señas desde la otra orilla,
No os traiciono, sin embargo, avanzo,
La forma más pura es aún aquella
Que penetró la bruma que se esfuma,
La nieve pisoteada es la única rosa.

Las ranas, la tarde


I

Roncas eran las voces


De las ranas en la tarde
Allá donde el agua del estanque, percolando sin ruido,
Brillaba entre la hierba

Y rojo era el cielo


En los limpios cristales
Todo un río la luna
Sobre el plano terrestre

Tomados o no de nuestras manos,


La misma abundancia.
Abiertos o cerrados nuestros ojos,
La misma luz.

II

Se entretenían, en la tarde
Sobre la terraza
11

De donde partían los caminos, de arena clara,


Del cielo inmesurable

Y tan desnuda ante ellos


Estaba la estrella
Tan próximo estaba su seno
Necesitado de labios

Que ellos se percataban


Que morir es sencillo,
Una rama separada por el oro
Del cuerpo ya maduro.

Una piedra
Mañanas que poseíamos,
Yo recogía las cenizas, llenaba
El balde, lo colocaba sobre la baldosa,
Con él regaba en toda la sala
El olor impenetrable de la menta

Oh recuerdo,
Tus árboles en flor ante el cielo
Se puede creer que nieva
Pero la luz del sol se extiende sobre el camino
El viento de la tarde derramaba su abundancia de chubascos.

Una piedra
Todo era pobre, desnudo, transfigurable
Nuestros muebles eran sencillos como las piedras
Tan sólo amábamos el saliente del muro
Fue ese espigón donde probábamos los mundos.

Desnudos, esa tarde


Los mismos de siempre, como la sed,
La misma tela roja, desgastada
Imagen, pasajera,
Nuestros inicios, nuestras prisas, nuestras confianzas
12

La lluvia de verano
I

El más querido y no por eso


Menos cruel
De todos nuestros recuerdos, la lluvia de verano
Repentina, breve.

Salíamos, y era estar


En otro mundo
Nuestras bocas se embriagaban
Del olor de la hierba

Tierra
El manto de la lluvia se extendía sobre ti.
Aquello era como el seno
Que hubiese soñado un pintor.

II

Y de pronto en el cielo
Percibíamos
Ese oro que la alquimia
Había buscado tanto.

Lo tocábamos, brillante
Sobre las ramas bajas,
De aquello amábamos el gusto
Del agua, sobre nuestros labios.

Y cuando recogíamos
Ramas y hojas secas
Ese humo al final de la tarde, brusco, ese fuego,
Era también el oro.
13

En el mismo río
I

A veces toma el espejo


Entre el cielo y el cuarto
Entre sus manos el mínimo
Sol terrestre.

Y las cosas, los nombres


Es como si
Las voces, las esperanzas se divirtieran
En el mismo río.

Donde se puede soñar


Que las palabras no existen
Aguas debajo de ese río, río de paz,
Demasiado para el mundo,

Y hablar no es más
Que cortar el cuello
Del cordero que, confiado,
Se deja llevar por la palabra.

II

Soñar: que la belleza


Sea verdad, la evidencia
Misma, un niño
Que pasa, emocionado, bajo una troja.

Él se levanta y, feliz
De tanta luz,
Estira su mano para agarrar
La roja uva.

III

Y más tarde se entiende


Sólo con su voz
Como si anduviese desnudo
Por una playa
14

Y tuviese un espejo
Donde todo el cielo
Se abriera, a grandes rayos, que colorearan
Toda la tierra.

Él se detiene a veces,
Aquí o allá,
Su pie arrastra, distraídamente,
El agua sobre la arena.

Pero que se calle esa que vela


Pero que se calle esa que vela todavía
En el hogar, su rostro caído entre las llamas
Que permanece sentada, careciendo de cuerpo

Que habla de mí con los labios cerrados,


Que se levanta y me llama, careciendo de carne,
Que se aleja abandonando su cuerpo dibujada,

Que ríe siempre, habiendo muerto la risa hace tiempo.

A menudo en el silencio
A menudo en el silencio de un abismo
Oigo – o deseo oír , no sé-
Un cuerpo que cae entre las ramas. Larga y lenta
Es esta caída; ningún grito
Viene nunca a interrumpirla y darle fin.

Entonces pienso en las procesiones luminosas


En un país que no nace ni muere.
15

La imperfección es la cima
Sucedía que era preciso destruir y destruir y destruir,
Sucedía que la salvación sólo era posible a ese precio.

Arruinar el rostro desnudo que asciende en el mármol,


Machacar toda forma , toda belleza.

Amar la perfección porque ella es e umbral,


Pero negarla una vez conocida, olvidarla muerta

La imperfección es la cima.

Te acostará sobre la tierra


Te acostarás sobre la tierra sencilla,
¿Quién te dijo que te pertenecía?

Desde el cielo inmutable, la luz errante


Volverá a comenzar la eterna mañana.

Creerás renacer con las horas profundas


Del fuego negado, de fuego mal extinguido.

Pero el ángel vendrá con sus manos de ceniza


Para calmar la fiebre del día que nace.

Fénix
El pájaro irá al encuentro de nuestras cabezas.
Para él se alzará un hombro sangriento.
Cerrará alegre sus alas sobre la cima
16

De tu cuerpo, el árbol que tú ofrecerás.

Cantará largo tiempo alejándose entre las ramas


La sombra vendrá a marcar los límites de su grito.
Pero rechazando toda muerte inscrita en sus ramas
Se atreverá a traspasar las crestas de la noche

El libro, para envejecer


Estrellas trashumantes; y el pastor que se inclina
Sobre la dicha de la tierra; y tanta paz
Como ese grito irregular de insecto
Que un dios pobre modela. De tu libro
Subió el silencio hasta tu corazón.
Corre un viento sin ruido en los ruidos del mundo.
Lejos sonríe el tiempo, por dejar de existir.
Sencillos en el huerto son los frutos maduros.

Envejecerás
Y, al perder tu color en los árboles,
Al formar una sombra más lenta sobre el muro,
Al ser amenazada la tierra, al fin, de alma,
Retomarás el libro donde lo abandonaste,
Y dirás: Eran ésas las últimas palabras oscuras. -

Allí donde cae la flecha


(fragmentos)

II
Perdido, sin embargo. Tiene que decidir casi a cada instante, y ahora no puede hacerlo.
Nada le habla, nada le sirve de indicio. Incluso la idea de indicio se disipa. En la huella
dejada por la palabra, en lo que es, ha llegado el agua de la desierta apariencia, y es lo
único que brilla.
Cada palabra: algo cerrado, una superficie mate sin nada que vibre, una piedra.
Puede articularla, puede decir: el roble.
Pero cuando ha dicho: el roble —¿y por qué en voz alta?— la palabra permanece en su
espíritu, como la llave inútil que se vuelve pesada en la mano. Y la imagen de árbol se
corta, se fragmenta y se reúne más arriba, en lo absoluto, igual a cuando miramos las
abolladuras del vidrio en los ventanales antiguos.
17

El color arrojado fuera de la imagen por la hinchazón en el vidrio. Lo que se dice una
forma perforada de un falso arrebato. Como si se hubiera abierto la mano que empuña
colores y formas.

V
¿Pero por qué sube ahora por esta pendiente casi escarpada, aunque los árboles estén
tan tupidos como abajo, a lo largo de la estrecha encañada? Seguro que el camino no
pasa por ahí.
Y desde arriba tampoco conseguirá verlo.
Y ni siquiera podrá lanzar su llamada.
Lo veo no obstante subiendo entre los troncos, por las piedras.
Ayudándose con un palo corto cuando siente el suelo resbaloso por las hojas secas entre
las que siempre hay cascajo rodando entre los guijarros: con forma de rombos, filos
acerados, grises, manchados de rojo.
Lo estoy viendo —e imagino la cima. Hay algunos metros planos pero tan diferentes
pues los breñales llegan a veces a la altura de las ramas. La misma confusión, la misma
suerte que en cualquier parte del bosque, pero aquí es así entre todo lo que vive. Un
pájaro alza vuelo y no me ve. Un pino caído en noche de viento bloquea la cuesta que
otra vez comienza.
Y escucho dentro de mí la voz que emerge del fondo de la infancia: Ya estuve por aquí —
decía ella antaño—, conozco este lugar, aquí viví, pero fue antes de la existencia del
tiempo, fue antes de mí en la tierra.
Yo soy el cielo y la tierra.
Soy el rey. Soy ese montón de bellotas que el viento ha arrastrado hacia el hueco que aún
perdura entre estas raíces.

VI
Tiene diez años. Edad en la que uno mira el desplazamiento de las sombras, ¿o eso viene
por sacudimientos? y el desgarramiento en el papel de las paredes, y el clavo plantado
en el yeso, metal oxidado con ínfimos desconchados alrededor de la incomprensible
materia. ¿Estará perdido? Por cierto, avanza desde hace tiempo entre los grandes
enigmas. Siempre ha estado solo. Se ha sentado en el tronco del árbol caído, y llora.
¡Perdido! Es como si el más allá, que obtura la línea de fuga, viniera a inclinarse ante él y
le tocara los hombros.
Levantar pues los ojos. Cuando dos direcciones se solicitan de una misma manera, en un
cruce de caminos, el corazón late más fuerte y más sordo, pero los ojos son libres. Esta
noche, en casa, cuando ponga los leños en el fuego como a su antojo se lo permiten: los
verá arder en otro mundo.
Cuando habla para él mismo: las palabras resonarán en otro mundo.
Y más tarde, mucho más tarde, largos años después, solo, siempre solo en su habitación
con el libro que ha escrito: lo cogerá entre sus manos, mirará las letras negras del título
en la cartulina teñida de azul. Separará algunas páginas para que permanezcan de pie en
la mesa.
Después acercará un cerillo encendido, una mancha marrón y luego negra surgirá en el
color, se ampliará, se perforará, un ribete de fuego claro morderá los bordes que él
aplastará con los dedos antes de levantar el folleto para volver a inscribir el signo en otro
18

lugar de la tapa. Y ahora todo un ángulo de ésta se ha caído. El papel glaseado,


blanquísimo, de la primera página, apareció abajo, afectado, amarillento por el calor.
Deja el libro. Guardará en su espíritu, no sabe aún por qué, unión de frases y ceniza.

VII
El ladrido de un perro acabó con sus temores. Un punto de sol entre las nubes, por la
tarde. Los charcos que el escolar ve brillar en las palabras, en el horizonte de su vida,
cuando introduce su pluma áspera en la confusión del precipitado dictado.
Y cualquier rama ante el cielo, debido al ensanche, a la opresión de su masa. Lo invisible
borbotea, como las nacientes en los deshielos, con violencia. Y las bahías rojas, entre las
hojas.
Y la luz que vuelve; la flama en la que todo comienza y todo llega a su fin.

Nombre verdadero
Al castillo que fuiste lo llamaré desierto,
a tu rostro ausencia, noche a tu voz,
y cuando te derrumbes sobre la tierra estéril
al fulgor que te trajo lo llamaré la nada.

Morir es un país que amabas. Vengo


desde la eternidad por tu senda sombría.
Destruyo tu deseo, tu forma, tu memoria.
Soy tu enemigo, no tendré piedad.

Guerra te llamaré y probaré en ti


las libertades de la guerra, tendré en mis manos
tu rostro oscuro, traspasado, y en mi corazón
ese país que alumbra la tormenta

¿Qué asir sino lo que se escapa?


¿Qué asir sino lo que se escapa?
¿Qué ver sino lo que se obscurece?
¿Qué desear sino lo que muere
Sino lo que habla y se desgarra?
19

Palabra próxima a mí
Qué buscar sino tu silencio,
Qué resplandor tan profundo
Tú amortajada conciencia,

Palabra, ¿dique material


Sobre el origen y la noche?

Para la tierra del Alba


Alba, hija de las lágrimas, restablece
La habitación en su paz grisácea
Y en su orden al corazón. Tanta noche
Pedía al fuego que decline y se acabe,
Más nos vale velar cerca del rostro muerto.
A penas se ha movido… ¿El navío de las lámparas
Entrará al puerto que lo había llamado,
Aquí, sobre las tablas, la flama hecha ceniza
Crecerá más alta en otra claridad?
Alba, toma, levanta el rostro sin sombra,
Colorea poco a poco el tiempo recomenzado.

(Cubierta por el manto silencioso del


mundo…)
Cubierta por el manto silencioso del mundo.
Marcada por los surcos de una araña viviente,
Sometida ya al devenir de la arena
Toda tú disgregada secreta inteligencia

Ataviada para un festín en el vacío


y desnudos los dientes como para el amor.

Manantial de mi muerte presente insostenible.


20

La rapidez de las nubes


La cama, la ventana cercana, el valle, el cielo,
La rapidez espléndida de esas nubes,
La súbita garra de la lluvia en los cristales
Como si la nada rubricase el mundo.

En mi sueño de ayer
El grano de otros años ardía a fuego lento,
Sin calor, en el suelo embaldosado.
Descalzos, lo apartaban nuestros pies como un agua límpida.

¡Oh amiga mía,


Qué distancia tan débil separaba nuestros cuerpos!
La hoja de la espada del tiempo que merodea
Hubiese allí buscado en vano lugar para vencer!

Hic est locus patriae


Los árboles llenaban el lugar de tu sangre;
el cielo se rasgaba, demasiado cercano
para ti; otros ejércitos vinieron, oh Casandra,
y nada pudo ya resistir a su abrazo.
Aquel que regresaba se apoyó sonriendo
en la copa de mármol que adornaba el umbral.
Cae la luz en el sitio que llaman La Arboleda.
Era luz de palabra, fue noche de huracán.

(Temprano, esta mañana…)


TEMPRANO, esta mañana, la primera nevada. El ocre, el verde
Se refugian debajo de los árboles.

La segunda, a las doce. Del color


Sólo quedan
21

Las agujas de pino


Que caen, también ellas, más tupidas a ratos que la nieve.

Luego, de atardecida,
El astil de la luz se inmoviliza,
Las sombras y los sueños tienen el mismo peso.

Sólo un poco de viento


Escribe una palabra con la punta del pie
Fuera del mundo.

Atardecer
Rayas azules, negras.
Los surcos que se encaran a la base del cielo.
La cama, vasta y rota como el río crecido.
- Mira, se hace de noche,
Y el fuego a nuestro lado habla en la salvia eterna.

Los caminos
Caminos, entre
La masa de los árboles. Dioses, entre
El espesor del canto incansable de pájaros.
Y tu sangre enarcada bajo una mano pensativa,
Oh mi luz toda, oh próxima.

Quien recogió en las altas


Hierbas el herrumbroso hierro, no olvida ya
Que en los grumos metálicos la luz puede prender
Y consumir la sal de la duda y la muerte.
22

El rayo

Ha llovido, esta noche.


El camino tiene olor de hierba húmeda,
Luego, de nuevo, la mano del calor
Sobre nuestro hombro, como
Para decir que el tiempo nada nos arrebatará.

Pero ahí
Donde el campo viene a chocar contra el almendro,
Ves, una fiera ha saltado
De ayer a hoy a través de las hojas.

Y nos detenemos, más allá del mundo,

Y vengo cerca de tí,


Acabo de arrancarte del tronco ennegrecido,
Rama, estío fulminado
Del cual la savia de ayer, divina aún, ahora fluye.

(Soñar: que la belleza…)


Soñar: que la belleza
sea verdad, la misma
evidencia, un niño
que avanza, sorprendido,
bajo una parra.
Que se empina y, feliz
con tanta luz,
tiende la mano para atrapar el racimo rojo.

* Contra tu cuerpo
duermen, desnudos,
los seres y las cosas
y tus dedos
ponen un velo de claridad
en los párpados cerrados.
23

¿Y qué pensar
de esas manzanas amarillas?
Ayer, asombraban, por esperar así, desnudas
después de la caída de las hojas,

hoy encantan
por cómo sus hombros
están, modestamente, subrayados
por un ribete de nieve.

Un poco de agua
A este copo
que se posa en mi mano, deseo
asegurarle lo eterno
haciendo de mi vida, de mi calor
de mi pasado, de estos días de ahora,
un instante simplemente: este instante, sin límites.

Pero ya no es más
que un poco de agua, que se pierde
en la bruma de los cuerpos que andan en la nieve.

La lluvia de verano
I

Pero el más grato aunque no


el menos cruel
de nuestros recuerdos, la lluvia de verano
breve, súbita.
24

Caminábamos, y era
en otro mundo,
se embriagaban nuestras bocas
con el olor de la hierba.

Tierra,
la tela de la lluvia se adhería a ti.
Se parecía al seno
que soñara un pintor.

II

Poco después el cielo


nos brindaba
ese oro que la alquimia
buscó tanto.

Brillante, lo tocábamos
en las ramas bajas,
nos gustaba el sabor
de su agua en nuestros labios.

Y cuando recogíamos
ramas y hojas caídas,
aquel humo en la noche luego, brusco, aquel fuego
seguía siendo el oro.

Una lápida
Nos habíamos obsequiado la inocencia,
ardió durante tiempo con sólo nuestros cuerpos
y por la hierba sin memoria iban desnudos nuestros pasos,
éramos la ilusión que se llama recuerdo.

Si el fuego de sí nace, a qué querer


reunir sus cenizas desunidas.
Dicho día entregamos lo que fuimos
a la llama más vasta del cielo de la noche.
25

Las manzanas
¿ Y qué habrá que pensar de esas manzanas
Amarillas? Ayer
Sorprendían, desnudas, por su espera
Tras la caída de las hojas,

Hoy hechizan por cómo


Un ribete de nieve
En sus hombros subraya
Su modestia.

El jardín
Nieva.
Entre copos la puerta
Da por fin al jardín
De más que el mundo.

Avanzo. Pero al hierro


Roñoso se me engancha
La bufanda, y se rasga
En mí el paño del sueño.

La nieve
Vino de más allá que los caminos
Y tocó el prado, el ocre de las flores
Con esa mano que con vaho escribe;
Al tiempo lo venció con el silencio.

Hay más luz esta tarde


A causa de la nieve.
Parece que las hojas arden ante la puerta
Y que hay agua en la leña que metemos.
26

El espejo
Ayer aún las nubes
Pasaban por el fondo
Oscuro de este cuarto.
Pero el espejo ahora está vacío.

Nevar,
Desanudarse el cielo.

Los caminos
I

Caminos, hermosos niños


que hacia nosotros venían,
uno riendo, descalzo,
los pies por las hojas secas.

Nos gustaba su forma


de llegar con retraso
pero como es lícito
cuando el tiempo escampa,

felices de oír a lo lejos


a su siringa sencilla
vencer, Marsias niño, al dios
nada más que por el número.

II

Y nos llevaba pronto


donde cae la noche,
él dos pasos delante
de nosotros, volviéndose,

riendo siempre, agarrando


ramas, haciendo luz
con las frutas aquellas
de menuda presencia.
27

Iba a donde no hay nada


ya que se sepa, pero,
prendada de su canto, bailando, iluminada,
le acompaña la abeja.

Virgen de la Misericordia
Todo, ahora,
Al abrigo
Bajo tu manto leve
Solo de bruma y bordados
Señora de la misericordia de la nieve

Contra tu cuerpo
Duermen, desnudos,
Los seres y las cosas, y tus dedos
Velan con su claridad esos parpados cerrados

(Del movimiento y la inmovilidad de


Douve)
I

Y ahora tú eres Douve en la última alcoba del verano.

Una salamandra huye por la pared. Su suave cabeza de hombre


expande la muerte del verano. "Quiero hundirme en ti, vida
estrecha", exclama Douve. "Relámpago vacío, recorre mis labios,
penétrame."

"Me gusta cegarme, entregarme a la tierra. No quiero saber nunca


más qué dientes fríos me poseen."

II

Toda una noche te soñé transformada en madera, Douve, para


mejor ofrecerte a la llama. Y estatua verde revestida de corteza,
para mejor gozar de tu cabeza luminosa.
28

Sintiendo bajo mis dedos la disputa de la lumbre y los labios:


vi que me sonreías. Pero me cegaba esa gran luz de las brasas en ti.

III

"Mírame, mírame he corrido!"

Estoy junto a ti, Douve, y te ilumino. Ya no hay entre nosotros


más que esta lámpara de piedra, ese poco de sombra apaciguada,
nuestras manos que la sombra espera. Salamandra sorprendida,
permaneces inmóvil.

Habiendo vivido el instante en que la carne más próxima se


transforma en conocimiento.

IV

Así permanecimos despiertos en lo más alto de la noche del ser.


Un arbusto se quebró.

Ruptura secreta, ¿con qué pájaro de sangre circulabas por


nuestras tinieblas?

¿A qué habitación venías en la que se agravaba el horror del


alba en los cristales?

Tendrás que atravesar la muerte


para vivir
La luz profunda necesita para mostrarse
de una tierra aplastada y crujiente de noche.
Es de un tronco tenebroso que se exalta la llama.
La palabra misma necesita una materia,
Una ribera inerte más allá de todo canto.
Tendrás que atravesar la muerte para vivir,
La más pura presencia es una sangre derramada.
29

un país que no nace ni muere

A menudo en el silencio de un abismo


Oigo –o deseo oír, no sé-
Un cuerpo que cae entre las ramas. Larga y lenta
Es esta caída; ningún grito
Viene nunca a interrumpirla y darle fin.
Entonces pienso en las procesiones luminosas
En un país que no nace ni muere.

(Desperté, pero el viaje seguía…)


Desperté, pero el viaje seguía,
durante la noche entera había rodado el tren,
ahora iba hacia unos nubarrones
erguidos allí, densos, alba que desgarraba
a ratos el látigo del rayo.
Miraba el advenimiento del mundo
en los matorrales del terraplén; y de repente
aquel fuego más abajo, en un campo
de piedras y viñas. El viento, la lluvia
abatían el humo contra el suelo,
pero una llama roja volvía a alzarse,
tomando a manos llenas la base del cielo.
¿Desde cuándo estabas ardiendo, fuego de viñadores?
¿quién te quiso ahí y para quién en esta tierra?
Después, clareó el día; y el sol
lanzó por todas partes sus miles de flechas
en el departamento en que dormidos viajeros
aún bamboleaban sobre el encaje
de las cabeceras de lana azul. Yo no dormía,
aún estaba de lleno en la edad de la esperanza,
dedicaba mis palabras a los montes bajos,
que veía llegar a través de los cristales.
30

(El ladrido de un perro…)


El ladrido de un perro, que dio fin a su miedo. El pilar del sol
entre las nubes, al atardecer. Los charcos que el colegial ve chispear
en las palabras, en el por venir de su vida, cuando empuja
su rígida pluma en el enmarañamiento del dictado demasiado
rápido.
Y cualquier rama frente al cielo, a causa de los ensanchamientos
y los estrechamientos de su volumen. Lo invisible que ahí
borbotea, como el hontanar en el deshielo, violento. Y las
bayas rojas, entre las hojas.
Y la luz, a la vuelta; la llama en que todo comienza y todo concluye.

La salamandra
III

“¡Mírame, mírame correr hasta ti!”

Estoy cerca de ti, Douve, te alumbro. No hay nada entre nosotros más que esta lámpara
de piedra, este poco de quieta oscuridad, nuestras manos que la sombra espera. Te
quedas sorprendida, inmóvil salamandra.

Así te quedas, tras vivir el instante en que la carne más próxima transmuta en
conocimiento.

El único testigo
Luego de librar su cabeza a las llamas bajas
del mar, de perder sus manos
en su profundidad ansiosa, luego de arrojar
a las materias acuáticas su cabellera;
muerta ya, pues morir es ese camino
de verticalidad bajo la luz,
y ebria aún, incluso muerta: yo fui,
ménade consumada, gozo pétreo y pérfido,
31

el único testigo, la única presa cautiva


en las redes de tu muerte que fueron arenas
peñascos o calor, tu signo, me decías.

Las nubes
(fragmento)

Doblemente silenciosa la tarde


Por obra del verano desierto, y de una llama
Que desborda, no se sabe si de ese charco
O de más alto aún en el cielo.

Hemos pues dormido: no sabría bien cuántos


Veranos en la luz, y tampoco sé
Hacia qué espacio se abren nuestros ojos.
Escucho, nada vibra, nada termina.

Apenas el deseo formulando la imagen


Gira meditando, en su eje simple,
Arcilla de un despertar en el sueño, empapado de sombra.

Sin embargo el sol zumba sobre la ventana


Y, el alma envuelta en sus élitros rojos,
Desciende, en paz, hacia la tierra de los muertos.

Sobre mí, solo, cuando trazaba


El signo de esperanza en tiempos de guerra,
Una nube rodaba negra y el viento
Dispersaba en grandes resplandores la frase inútil.

Sobre nosotros dos, que habíamos querido


El nudo y la desatadura, una energía
Se acumuló entre dos flancos sombríos
Y hubo, finalmente,
Una especie de temblor en la luz.

Otros países, montañas iluminadas


En el cielo, lagos lejanos, vírgenes, nuevos
Ríos—pacificación de los dioses progenitores,
El relámpago habría sido su propia causa
32

Y sobre del niño y sus ojos


El anillo de estas nubes, el fuego claro
Que pareciera puede retrasar esta noche, como una prueba.

Nubes, sí,
De una a otra, navíos recién llegados
Con su carga de música. Creo, a veces,
Que la necesidad se metamorfosea
Como cuando en el final del Cuento de Invierno
Todos se reconocen entre sí, cuando se comprende
De un nivel a otro en la luz
Que aquellos que habían arrojado orgullo, duda,
De comarca en comarca con el decir oscuro
Se reencuentran, se conocen. Palabra en ese instante
Sus silencios, y silencio sus pocas palabras
No se sabría si de felicidad o de dolor
“Yendo de un extremo al otro”.
Parecen, dice
Algún testigo, meditando, y se aleja,
Escuchar una noticia
De un mundo redimido o de un mundo muerto.

Nubes,
Y aquellas dos púrpuras, un padre, una hija,
Y aquella mucho más cercana, la estatua
De una mujer, madre de la belleza, madre del sentido,
En la cual vemos que luego de haber estado inmóvil por mucho tiempo,
Sofocada en su voz de siglo en siglo,
Denegada, animada
Por la magia de la escultura
Toma vida, va a hablar. Un rayo en sus ojos
Que se abren en el abismo del zafre claro,
Pero un rayo sonriente como si,
Condenada a seguir el sueño en su flujo estéril
Pero a la vez descubriendo el oro en la arena virgen,
Hubiera meditado ya y consentido.
El hombre por otra parte se aproxima, su rostro
Desgarrado se apacigua de tanta felicidad.
Mide los grados de la hora que avanza
En ráfagas, ya que el cielo cambia, llega la noche,
Y vacila donde esta lo espera, noche estrellada
Que se derrama, música. Se vuelve,
De cara al universo. Sus trazos brillan
Con la fosforescencia de lo absoluto,
Y el día se retoma para todos nosotros, como una vena
Que se hincha de sangre—copa de los árboles
Resquebrajadas por el relámpago, ríos, castillos
33

En paz, en la otra ribera. Sí, una tierra


Sobre un torso en columnas de nubes.

Anti-Platón
I

Se trata de este objeto: cabeza de caballo más vasta que la naturaleza donde toda una
ciudad se incrusta, sus calles y sus murallas corriendo entre los ojos, abrazadas al
meandro y a la prolongación del hocico. Un hombre supo edificar de madera y de
cartones esta ciudad, iluminarle sus flancos con luna verdadera, se trata de este objeto:
la cabeza de cera de una mujer que gira desgreñada sobre el plato de un fonógrafo.

Todas las cosas de aquí, país del mimbre, de los vestidos, de la piedra, o para decir
mejor: país del agua sobre los mimbres y las piedras, país de vestidos manchados. Esta
risa de sangre cubierta, les digo, traficantes de lo eterno, simétricos rostros, ausencia de
mirada, pesa mucho más en la cabeza del hombre que las perfectas ideas, ésas que sólo
saben desteñirse en su boca.

II

El arma monstruosa un hacha con cuernos de sombra llevada sobre las piedras,
Arma de la palidez y del grito cuando giras herida en tu traje de fiesta,
Un hacha ya que es necesario que el tiempo se aparte de tu nuca, Oh pesada y toda la
densidad de un país sobre tus manos al caer el arma.

III

Qué sentido prestar a esto: un hombre forma con cera y colores el simulacro de una
mujer, la adorna con todas las semejanzas, la obliga a vivir, le prodiga con un sabio
juego de iluminaciones esa vacilación incluso al borde del movimiento que también
expresa la sonrisa.

Luego se arma de una antorcha, abandona el cuerpo entero a los caprichos de la llama,
asiste a la deformación, a las rupturas de la carne, proyecta en el instante mil figuras
posibles, se ilumina de tantos monstruos, ¿experimenta como un cuchillo esa dialéctica
fúnebre en que la estatua de sangre renace y se divide en la pasión de la cera, de los
colores?
34

IV

El país de la sangre se persigue bajo el vestido en carreras siempre negras


Cuando se dice, Aquí inicia la carne de la noche y los falsos caminos se llenan de arena
Y tú sabia cavas para la luz de altas lámparas en los rebaños.
Y te vuelcas sobre el umbral del país insulso de la muerte.

Cautivo de una sala, del ruido, un hombre mezcla cartas. Sobre una: «¡Eternidad, te
odio!» Sobre otra: «¡Que este instante me libere!»

Y sobre una tercera el hombre aún escribe: «Indispensable muerte.» Así, sobre la fisura
del tiempo camina, iluminado por su herida.

VI

Somos de un mismo país sobre la boca de la tierra,


Tú de un sólo chorro metálico con la complicidad de los follajes
Y aquél que se llama yo cuando el día declina
Y se abren las puertas y se habla de la muerte.

VII

Nadie puede arrancarlo de la obsesión de la cámara oscura. Inclinado sobre una cubeta
intenta fijar el rostro bajo la capa de agua: siempre el movimiento de los labios triunfa.

Rostro sin mástil, rostro extraviado, ¿bastará tocar sus dientes para que ella muera? Al
paso de los dedos puede sonreír, como cede la arena bajo los pasos.

VIII

Cautiva entre dos ladrones de superficies verdes calcinada


Y tu cabeza de piedra ofrecida a los ropajes del viento,
Te miro penetrar en el verano (como una mantis fúnebre en el cuadro de las hierbas
negras),
Te escucho gritar en el revés del verano.

IX

Se le dice: cava este poco de tierra mueble, su cabeza, hasta que tus dientes hallen una
piedra.

Sensible solamente a la modulación, al paso, al estremecimiento del equilibrio, a la


presencia afirmada en su estallido que ya lo cubre todo, busca la frescura de la muerte
35

invasora, triunfa holgadamente de una eternidad sin juventud y de una perfección sin
quemadura.

Alrededor de esta piedra hierve el tiempo. Con sólo tocar esta piedra: las lámparas del
mundo giran, una iluminación secreta circula. Traducción de Pablo Montoya

Entre el señuelo de las palabras


(fragmento final)

O poesía,
No puedo refrenarme de llamarte
Por tu nombre que ya no es amado entre aquellos que hoy vagan
Entre las ruinas de la palabra.
Asumo el riesgo de dirigirme a ti, directamente,
Como en la elocuencia de las épocas
En que eran colgadas, la víspera de los días festivos,
En la más alta columna de las grandes salas,
Guirnaldas de hojas y de frutos.

Yo lo hago, confiando en que la memoria


Enseñando sus palabras sencillas a quienes buscan
Mantener el sentido pese al enigma,
Les hará descifrar, sobre sus grandes páginas,
Tu nombre único y múltiple, donde arderán
En silencio, con un fuego vivo,
Los sarmientos de sus dudas y de sus tristezas.
“Mirad, dirá ella, en el único libro
Que se escribe a través de los siglos, ved crecer
Los signos en las imágenes. Y las montañas
Azulear a lo lejos, para haceros una tierra.
Escuchad la música que dilucida
Con su flauta sabia a propósito de las cosas
El sonido del color en lo que es”.

O poesía,
Yo sé que se te desprecia y niega,
Que se te considera un teatro, incluso una mentira,
Que se te agobia con errores de lenguaje,
36

Que se tilda de mala el agua que tú aportas


A todos aquellos que sin embargo desean beber
Y decepcionados se desvían, hacia la muerte.

Y es cierto que la noche inflama las palabras,


Vientos voltean sus páginas, fuegos abaten
Sus bestias atemorizadas hasta bajo nuestras pisadas.
Creímos que nos llevaría lejos
El camino que se pierde en la evidencia,
No, las imágenes se colisionan en el agua que asciende,
Su sintaxis es incoherencia, ceniza,
Y pronto incluso ya no hay imágenes,
Libros, grandes cuerpos calurosos del mundo
Para extender de nuestro deseo brazos.

Pero yo sé de idéntica forma que no hay otra estrella


Para andar, misteriosamente, auguralmente,
En el cielo ilusorio de los astros fijos,
Sino tu barca siempre oscura, donde empero se agrupan
Sombras en la proa, e incluso cantan
Como otrora los que llegaban, cuando crecía
Delante de ellos, al final del largo viaje,
La tierra entre la espuma, y brillaba el faro.

Y si permanece
Cosa distinta a un viento, un arrecife, un mar,
Yo sé que tú serás, hasta en la noche,
El ancla lanzada, los pasos indecisos encima de la arena,
Y la madera que se recoge, y la chispa
Bajo las ramas mojadas, y, entre la inquieta
Espera de la llama que duda,
La primera palabra tras el largo silencio,
El fuego primigenio para encender debajo del mundo muerto.

Impresiones: sol poniente


El pintor a quien llaman la tormenta ha trabajado bien,
esta tarde,
Figuras de gran belleza se reunieron
Bajo un pórtico a la izquierda del cielo, allí donde
se pierden
Esas gradas fosforescentes en el mar.
37

Y hay agitación en este tropel,


Como si un dios hubiera aparecido,
Rostro de oro entre las otras sombras numerosas.
Pero estos gritos de sorpresa, casi cantos,
Estas músicas de pífano y estas risas
No nos vienen de esos seres sino de su forma.
Los brazos que se abren se rompen, se multiplican,
Los gestos se dilatan, se diluyen,
Sin cesar el color se vuelve otro color.
Y algo distinto del color, así las islas,
Restos de grandes órganos entre los nubarrones.
Si aquélla es la resurrección de los muertos, esta semeja
La cresta de las olas en el instante en que se rompen,
Y ahora el cielo esta casi vacío,
Sólo una masa roja que se desplaza
Hacia un lienzo de pájaros negros, al norte, piando,
la noche.
Aquí o allá
Una charca aun, agujerada
Por un ascua de la belleza en cenizas.

Ante tus signos

¿Qué morada deseas levantar para mí?


¿Qué negras escrituras cuando el fuego se acerca?

Vacilé mucho tiempo ante tus signos,


me apartaste de toda densidad.

Mas he aquí que la noche incesante me guarda


con caballos sombríos yo me alejo de ti.
38

El pozo, las zarzas


Pero amamos esos pozos que velan lejos de las sendas
Porque nos preguntamos quién llega hasta su lado
Entre hierbas que las zarzas obstruyen, atraídos
Por las cúpulas que forman
Por sobre los matorrales, allí donde empieza
El país que sólo sabe de lo eterno;
Que se detiene cerca de ellos aún hoy,
Que los abre y se inclina en otro mundo.
El hierro oxidado resiste, rechina,
Queda en silencio cuando cae en la piedra
El palastro que separa ambos cielos.
Y no es sino un instante del estío, cuando
El grillo retorna asustado, más allá de la muerte,
Su canto que es materia hecha voz
Y quizás luz, pero para nada.
Notó que esas hierbas aplastadas,
Esas palabras, esta esperanza, no existieron
Más de lo que él (si así cabe nombrarlo) existe entre las zarzas
Que arañan nuestros rostros pero son sólo
La nada que araña a la nada en la luz.

El Pozo
Oyes la cadena chocar en la pared
Al descender el balde en el pozo que es la otra estrella,
A veces la estrella vespertina, la que llega sola,
A veces el fuego sin rayos que aguarda en la mañana
Que pastor y bestias salgan.
Pero siempre el agua está encerrada en el fondo del pozo,
Siempre la estrella allí queda sellada.
Bajo las ramas descubrimos sombras:
Son los viajeros que pasan por la noche
Encorvados, la espalda bajo una masa negra,
Diríase, como si dudaran en una encrucijada.
Algunos parecen esperar, otros se borran
En un chisporroteo sin luz.
El viaje del hombre, de la mujer es largo, más largo que la vida,
Es una estrella al borde del camino, un cielo
Que imaginamos ver entre dos árboles.
39

El balde toca el agua, que lo alza,


Y es la alegría, luego la cadena lo abruma.

Una piedra
El verano pasó violento por las salas frescas,
Sus ojos estaban ciegos, su flanco desnudo,
Gritó, y el llamado trastornó el sueño
De los que allí dormían en lo simple de su día.
Se estremecieron. Cambió el ritmo de su aliento,
Sus manos abandonaron la copa del sueño.
Ya el cielo otra vez volvía sobre la tierra,
Llegó la tormenta de las siestas de verano, en lo eterno.

(Cubierta por el manto silencioso del


mundo)
Cubierta por el manto silencioso del mundo.
Marcada por los surcos de una araña viviente,
Sometida ya al devenir de la arena
Toda tú disgregada secreta inteligencia

Ataviada para un festín en el vacío


y desnudos los dientes como para el amor.

Manantial de mi muerte presente insostenible.

Habla Douve
Que se apague la palabra
En la cara del ser en donde estamos expuestos
En esta aridez que atraviesa
Solo el viento del desierto.
40

(...)

Que el frío de mi muerte se levante


Y tome al fin sentido.

Las uvas de Zeuxis


Una bolsa de tela mojada en la alcantarilla, es el cuadro de Zeuxis, las uvas, que las aves
furiosas tanto desearon, tan violentamente perforaron con sus picos rapaces, que los
racimos desaparecieron, luego el color, luego toda traza de imagen a esta hora del
crepúsculo del mundo donde ellas la arrastraron sobre las baldosas.

De nuevo las uvas de Zeuxis


Zeuxis pintaba protegiéndose con el brazo izquierdo contra las aves hambrientas. Pero
estas llegaban incluso bajo su pincel apremiado a arrancar jirones de tela.

Se le ocurrió sostener, en su mano izquierda siempre, una antorcha que escupía una
humareda negra, de las más espesas. Y sus ojos se nublaban, ya no veía, habría debido
pintar mal, sus uvas no habrían debido ya evocar sea lo que fuere de terrestre, -¿por qué
entonces las aves se abalanzaban más voraces que nunca, más furiosas, contra sus
manos, sobre la imagen, llegando incluso a morderle los dedos, que sangraban sobre el
azul, el verde ambarino, el ocre rojo?

Se le ocurrió pintar en la oscuridad. Se preguntaba a qué podían parecerse esas formas


que él dejaba agolparse, mezclarse, perderse, en el círculo mal cerrado de la cesta. Pero
las aves lo sabían, las que se encaramaban sobre sus dedos, las que hacían con su pico en
el cuadro desconocido el agujero que iba a encontrar su pincel en su avanzada menos
rápida.

Se le ocurrió no pintar más, simplemente observar, a dos pasos frente suyo, la ausencia
de algunos frutos que hubiera querido añadir al mundo. Unas aves revoloteaban a
distancia, otras se habían posado sobre las ramas, junto a su ventana, otras sobre sus
potes de color.
41

Aquella que inventó la pintura


En cuanto a la hija del alfarero de Corinto, hace mucho que abandonó el proyecto de
acabar de trazar con el dedo sobre el muro el contorno de la sombra de su amante.
Recostada sobre su cama, de la que la bujía proyecta sobre el yeso la cresta fantástica de
los pliegues de las sábanas, ella se vuelve, los ojos henchidos, hacia la forma que ha roto
con su abrazo. “No, no te antepondré la imagen, dice ella. No te confiaré en imagen a los
remolinos de humo que se acumulan a nuestro alrededor. No serás el racimo de frutos
que vanamente se disputan las aves que llamamos olvido”.

Últimas uvas de Zeuxis


I

Zeuxis, pese a las aves, no llegaba a desprenderse de su deseo, ciertamente legítimo:


pintar, en paz, algunos racimos de uva azul en una cesta.

Ensangrentado por los picos eternamente voraces, sus telas rasgadas por la terrible
impaciencia, sus ojos quemados por la humareda que les oponía en vano, no por ello
abandonaba su trabajo, se habría dicho que percibía en los vapores cada vez más
espesos, donde se difuminaba el color, donde se dislocaba la forma, algo más que el
color o la forma.

II

Se daba un respiro, a veces. Sentado a algunos pasos de su caballete entre los zorzales y
las águilas y todas esas otras rapaces que se apaciguaban tan pronto dejaba de pintar e
incluso parecían casi dormir, aletargadas en sus plumas, piando a veces vagamente en el
olor a estiércol.

Reflexionaba: ¿cómo levantarse en silencio y aproximarse a la tela sin que el espacio


bascule otra vez, de golpe, en el batir de alas y los innumerables graznidos roncos?

III

¡Y qué sorpresa por lo demás entrada esta tarde cuando, habiéndose puesto de pie de un
salto, habiendo cogido el pincel, habiéndolo sumergido en el rojo -¡qué alboroto ya,
generalmente, qué graznidos de ira!-, debió constatar, su mano temblando, que las aves
no le prestaban atención alguna, esta vez.
42

Y eran uvas, no obstante, lo que comenzaba a pintar. Dos racimos, casi dos racimos
enteros ahí donde ayer de nuevo los picos infalibles habían arrancado ya hasta la última
de las fibras donde se hubiese cuajado un poco de color.

IV

Y, no obstante, ni siquiera esos racimos densos, una de esas artimañas con las que había
ensayado, a veces, engañar al hambre del mundo. Así había esbozado, ¡ah,
ingenuamente, por cierto! uvas rayadas de azul y rosa, otras cúbicas, otras en forma de
dios Término ahogado en su gran barba. ¡En vano, en vano! Su proyecto ni siquiera
tenía el tiempo de cobrar forma. La idea era devorada apenas surgía en el espíritu, era
arrancada de su mano cuando intentaba llegar a la tela. Como si existieran en la
inagotable naturaleza uvas estriadas, granos duros de seis caras que se arrojaran sobre
la mesa, por un desafío al azar, racimos como estatuas de mármol para la delectación de
las aves.

Pinta en paz, ahora. Puede hacer sus racimos cada vez más semejantes, apetitosos,
puede cubrirlos con ese tierno vaho que hace resaltar tan agradablemente contra la paja
de la cesta su oro irisado de gris y de azul.

Envalentonado, llega incluso a poner nuevamente racimos verdaderos cerca suyo, como
antaño. Y un gorrión, un zorzal -¿es pues un zorzal?- llegan, por momentos, a
encaramarse al borde de la cesta real, pero con un ademán los aleja, y estos ya no
vuelven.

VI

Largas, largas horas sin nada más que el trabajo en silencio. Las aves han retomado
frente a la casa sus grandes piruetas desde lo alto del cielo, y cuando pasan cerca de
Zeuxis, que llega a pintar sobre la terraza, lo hacen con la misma indiferencia que si
rozaran una mata de tomillo, una piedra.

Hubo una vez esta tropa reluciente de cotorras y abubillas que se congregó sobre las
terrazas próximas, y gritó alto y fuerte lo que creyó ser cólera, pero instantes después,
tras alguna decisión, tanto cotorras y abubillas como zorzales habían partido.

VII

Ah, ¿qué ha pasado? se pregunta ¿Ha perdido la noción de lo que es el aspecto de un


fruto, o ya no sabe desear, o vivir? Es poco probable. Llegan visitantes, observan. “¡Que
bellos racimos!”, dicen. Y aun: “Nunca has pintado unos tan bellos, tan semejantes”.
43

O bien, se dice otra ocasión, ¿ha dormido? ¿Y soñado? En el preciso momento en que las
aves destrozaban sus dedos, comían su color, él habría estado sentado, cabeceando, en
un rincón del taller sombrío.

Pero, ¿por qué ahora ya no duerme? ¿En qué mundo se habría despertado? ¿Por qué se
arrepentiría, como se da cuenta que lo hace, de sus días de lucha y de angustia? ¿Por qué
llega a desear dejar de pintar? ¿E incluso, que ya no exista pintura?

VIII

Zeuxis vaga por los campos, recoge piedras, las arroja, vuelve a su taller, toma sus
pinceles, tiembla de cuerpo entero cuando un ave, rápida como una flecha, llega a tomar
uno de los granos de la cesta. Espera entonces, va a la ventana, observa los grandes
vuelos migratorios elegir un techo, allá lejos en la luz del atardecer, reduciendo a polvo
azul el racimo del sol que declina.

Extraña, el ave que había venido a posarse ayer, al borde de esta misma ventana. Era
multicolor, era gris. Tenía esos ojos de rapaz, pero por cabeza un agua calma donde se
reflejaban las nubes. ¿Traía un mensaje? ¿O la nada del mundo no es más que esa bola
de plumas que se erizan, cuando el pico busca entre ellas una pulga?

IX

Es algo como una charca, el último cuadro que Zeuxis pintó, tras larga reflexión, cuando
ya declinaba hacia la muerte. Una charca, un breve pensamiento de agua brillante,
calma, y si uno se asomaba a ella percibía sombras de granos, sus bordes vagamente
dorados con la fantástica silueta que delínea en los ojos infantiles el racimo entre los
pámpanos, sobre el cielo luminoso todavía del crepúsculo.

Frente a estas sombras claras otras sombras, estas negras. Pero que se sumerja la mano
en el espejo, que se remueva ese agua, y la sombra de las aves y la de los frutos se
mezclan.

El autorretrato de Zeuxis
Han encontrado el famoso retrato que Zeuxis había pintado al final de su larga vida. Ahí
está sobre un cimacio, en esta galería de un traspatio de barrio pobre. Parece que Zeuxis
no hubiera podido observar más que una parte de su rostro. La mitad izquierda falta
pero no se trata de algo inacabado, más bien hay ahí como un abismo al borde del cual el
pintor ha debido asomarse, con un nudo en la garganta a causa del vértigo; y si a su vez
44

uno se aproxima a este abismo se ven muy abajo del borde que se desmorona y se
resquebraja los magros arbustos que crecen en la ladera de la roca y grandes aves tristes
que devoran sus bayas. Más abajo todavía, la agitación de un agua sin color.

Los visitantes se aproximan al abismo, observan un poco, prudentemente, después


siguen su camino, en silencio. Paso por ahí, cuando llega mi turno, busco ojos en la
inmensidad a ratos brumosa. La tumba de Zeuxis está en el pliegue de dos montañas, al
otro lado de la quebrada. Con la ayuda de los lentes que nos ofrecen, pero que pocos
aceptan, veo que desprendimientos de una piedra roja obstruyen a lo lejos el camino,
que quedará entonces desierto para siempre. Solo las aves que Zeuxis ha pintado a
media altura de la cornisa pueden llegar con grandes aleteos hasta el lugar donde él
reposa ahora, para después volver a nosotros graznando en la galería demasiado
estrecha, donde nos rozan y nos asustan.

IV
Así permanecimos despiertos en lo más alto
de la noche del ser. Un arbusto se quebró.

Ruptura secreta, ¿con qué pájaro de sangre


circulabas por nuestras tinieblas?

¿A qué habitación venías, en la que se agravaba


el horror del alba en los cristales?
45

La traducción de poesía

Se puede traducir por simple designación. Por ejemplo,


me decía un día Wladimir Weidlé, agradablemente, el
poema de Baudelaire, Yo no he olvidado, vecina de la
ciudad..., lleva el sonido de Pushkin, posee su
transparencia, es la mejor de las "traducciones". ¿Pero se
puede reducir un poema a su transparencia?

Se puede traducir un poema, no. Se encuentran allí


demasiadas contradicciones que no se pueden resolver,
deben hacerse demasiados desistimientos.

Ejemplo (y es ello un hecho de experiencia


personal) Sailing to Byzantium, de Yeats: y ahora este
título: ¿Embarcarse a Bizancio? Imposible, interpelaría
Watteau. Además, sailing tiene un dinamismo de verbo.
Se piensa en "A Honfleur! lo más pronto posible antes de
caer más bajo", de Baudelaire, pero "A Bizancio" sería
ridículo: el mito excluye estas brevedades...En fin, to sail expresa por otra parte la idea
de partida, la de la mar por franquear, difícil, agitada como la pasión y aquella del
puerto a lo lejos: comercio, trabajos, obras, naturaleza vencida, el espíritu. Nada que
pudiese llevar nuestro aparejar, y hacer velas es caduco, sobre estas distancias. Yo me
resigné con "Bizancio-la otra orilla". Una tensión se salvó, quizás, pero no la energía, el
arranque (al menos soñado) que expresaba el verbo. Como a menudo, desde la lengua
de Shakespeare hasta aquella que tiraniza todavía Malherbe, lo vivido deviene de lo
intemporal, lo irracional de lo inteligible. Otra solución: glosar el título, con esa frase de
Baudelaire. Será necesario intentar la experiencia de traducciones desarrolladas, donde
se dejarían vivir todas las asociaciones de ideas invocadas por la obra, sobre una página
análoga a aquella del Golpe de dados. Pero Yeats habla, en la unicidad y la urgencia del
instante: Y es a eso de entrada que es necesario que uno permanezca fiel.

Otro desistimiento obligado en este mismo poema: fish , flesh, fowl (pescado, posta,
pollo), con los que Yeats reúne en tres palabras la variedad de la vida, e incluso y sobre
todo, por la aliteración, su impulso, su aparente finalidad. ¡Bastante arduo! Pero peor
aún, hay allí una expresión fabricada, que hace que se pueda soñar que la lengua común
preserva así el vigor de esta lengua adámica que tantos poetas añoran. Sailing to
Bizantium exige pues interrogar la sabiduría popular, la nación. El aquí, en el momento
mismo en el que es cuestión de arrancarlo, por el espíritu puro. Contradicción, profunda
en Yeats, constante, tanto que fecunda de punta a punta su obra, pero que no se puede
más que perderla en francés, que no ofrece para estas palabras brevedad semejante: las
lenguas no poseen sus "fortunas" en los mismos puntos. Traduje: "todo lo que nada,
vuela, se lanza", lo que no retiene el impulso sino por una significación, no dentro de la
46

sustancia verbal. Por otra parte, y por una vez, el verbo es menos que el sustantivo:
este fish, etcétera, que parecía repetir el acto primero, divino, de la denominación.
Donde un texto tiene sus oportunidades, sus nudos, su espesor "su inconsciente-, la
traducción debe pasar a una superficie, libre para tener por otra parte sus propios
nudos. No se puede traducir un poema.

Pero tanto mejor, porque un poema es menos que la poesía, y hallarse desprovisto de él,
es de otra manera,un estímulo. Un poema "un cierto número de palabras en un cierto
orden sobre la página, es una forma, donde es abolida la relación con el otro, con la
finitud: lo verdadero. Y el autor puede complacerse en ello, es sosegador, se ama hacer-
ser objetos que permanezcan, pero rápidamente se siente pesar de haberse puesto en
contradicción con el lugar y el tiempo del verdadero intercambio. Un medio, el poema,
una hipótesis de espíritu, no un fin. Publicarlo, una verificación, un tiempo de reflexión
que uno se otorga, pero no es aceptarlo, absolutizarlo. Y el mejor lector de forma
parecida es aquel que ama el poema, sí: pero cómo puede no amarse un ser:
considerando sólo los valores de los cuales se ufana, en el sentido que lleva. Nada de
idolatría por lo escrito; pero tampoco nada de aversión iconoclasta en adelante. Más
bien, compasión, una especie de existencia compartida. Pero ¡qué saqueo desde
entonces! Todas estas "riquezas" del texto, ambigüedades, paragramas, polisemias, etc.,
privadas del derecho de imponernos sus crucigramas.

Pero en compensación, he aquí que no llegamos a comprender, a retener: la poesía de


otras lenguas.

Que se sepa ver, en efecto, lo que motiva el poema; que se sepa revivir el acto que a la
vez lo ha producido y se atasca en él: y libres de esta forma anquilosada que no es nada
sino un trazo, la intención, la intuición primeras (digamos una aspiración, una obsesión,
cualquier cosa universal), pudieran ser de nuevo intentadas en la otra lengua, y tanto
más verídicamente en adelante en cuanto la misma dificultad se manifiesta allí: la
lengua de traducción, paralizante como la primera de este cuestionamiento que es una
palabra. Sí, la dificultad de la poesía es que la lengua es sistema, cuando la palabra de
ella es presencia. Pero comprender eso, es reencontrarse con el autor que se traduce,
percibiendo mejor las tiranías que él sufre, los movimientos de pensamiento que allí
opone; y las fidelidades que le faltan. Porque las palabras van a tratar de amaestrarnos
con su modo de ser. De auxiliares de la buena traducción comenzada, van a hacerse los
abogados del mal poema que ella deviene, ellas van a rebajar la experiencia en provecho
de un texto; será necesario desconfiar, verificar la necesidad ontológica de nuestras
imágenes nuevas más bien que su semejanza término a término (exterior desde luego) a
aquellas del poema original. Y es una pesada tarea, pero a cambio, somos ayudados por
este autor que se traduce, cuando es Yeats, cuando es John Donne o Shakespeare. Y en
lugar de ser, como antes, ante la masa de un texto, henos aquí de nuevo en el origen, allí
donde se acrecía lo posible y por una segunda travesía, donde se posee el derecho de ser
sí mismo. Un acto, ¡en fin! Se aventuraba con las lagunas de su lengua, se "bricolaba"
como gusta decirse hoy, he aquí ahora que se revive la limitación del otro, tanto como se
escucha lo que se ha podido aprender allí, ya que es necesario existir primero, antes de
escribir. Que se sepa que el poema no es nada y la traducción es posible, lo que no es
fácil de decir; esto no es más que la poesía recomenzada.
47

Desmesura, retomar así en el origen a Yeats, ¿aspirar entonces a un poder de invención


semejante? pero aspirar no significa estar seguro de llegar. Y toda poesía, es siempre la
misma ambición, que entre las más verdaderas va sin certidumbre. No hay poesía sino
de lo imposible. Y, fracasar ahí, digamos específicamente, guarda al menos abierto el
campo a esta preocupación de unidad, o de transparencia y de destino.

Prácticamente, en efecto: si la traducción no es una copia y una técnica, sino un


cuestionamiento y una experiencia, ella no puede inscribirse "escribirse- sino en la
duración de una vida, de la cual ella solicitará todos los aspectos, todos los actos. Y ello
no exige que el traductor sea "poeta" por otra parte. Pero implica de seguro, que si él
también escribe, no podrá mantener separada su traducción de su propia obra. Algunos
ejemplos de esta interdependencia "personales-, pues no hay allí de qué enorgullecerse
(ni alarmarse: menús hechos, que no sirven más que de índices).

Horacio, hablando a Hamlet de sus compañeros de guardia cuando se aparece el


fantasma, ellos fueron "destilados", dice él, "casi hasta la gelatina con la acción de
terror"... El sentido es claro. Pero el acto de terror introduce una intensidad, trágica,
donde gelatina (literalmente la "gelatina", tan inglesa, para nosotros "papilla") se me
volvió un problema. ¿Por qué? las obscenidades del comienzo de Romeo pueden
traducirse. Pero ellas son significantes así no sea más que de ellas mismas, mientras que
aquí gelatina es lengua ordinaria, empleada sin atención, sin énfasis en el sentido.
Ahora, bien francés en ello (creo yo), tengo tendencia a querer que tales contextos, luego
ejemplares, sean un conocimiento acrecentado, por tanto, una economía del sentido, por
tanto, un vocabulario, si no restringido por lo menos verificado. Que lo trivial se
mantiene, sí, y es Rabelais, Rimbaud, pero como tal, y a ello se aproxima Racine o
Nerval y lo que se llama lengua noble, o literaria, pero que no es sino una lengua tensa.
Los ingleses (cf. Mercutio) esperan menos del lenguaje. Quieren más observación
directa, de sicología simple (en resumen, gelatina allí donde un soldado la diría) como
heroica reconstrucción.

Y yo les concedo la razón. Pero haría falta por lo tanto, que luchando así contra mí, yo
acepte el desafío sin más y hable de papilla, ¿o incluso de agua de pudín? Arriesgando
ser un fresco, yo habría sido literal. Pero si es cierto que he seguido siendo por otra
parte, así sea poco, discípulo de Racine, esta aparente fidelidad, va a producir lo
pintoresco simple, es este el pecado de las traducciones románticas, mal desbastadas del
verbalismo de antes "que va en todo caso, a paliar en mí y no resuelve un problema.
¡Mejor Ducis! Mejor escuchar Shakespeare hasta el momento en que yo pudiera
aventajarlo en toda mi escritura y no simplemente reflejarlo, aquí. Y esperando, y con
conocimiento de causa (yo añadiría una nota), convierte engelatina con una palabra a
mí, implicado en otras prosecuciones. Ceniza... La traducción ha fracasado, en el plano
local. Pero el acto de traducir ha comenzado, y llegará más tarde, de otro lado" todavía
aquí.

Y ahora, de nuevo de Yeats, en La congoja del amor, cuando él habla de la joven de los
"melancólicos labios rojos" que está "condenada como Odiseo y las naves laboriosas".
Laboriosa, ésta palabra evoca las largas travesías difíciles y los balanceos del navío, pero
también el problema afectivo, la tristeza, sin contar con que to be in labour, es dar a luz,
48

y que to labour, ha guardado poéticamente su acepción arcaica, "laborar", casi sembrar.


Todos estos sentidos valen aquí, ¿qué hacer pues? Pero esta vez, yo no he podido incluso
plantearme la pregunta, y traduje irresistiblemente, labouring por "los que renguean a
lo lejos" incluyendo de entrada el rechazo en la traducción. Y yo podría justificar o
criticar estas palabras- Ulises no huía, pero los hijos de Príamo, quien muere en el verso
siguiente, lo hicieron por otra Troya, etc. "Pero allí no está la cuestión. Porque estas
palabras, no me han venido por el corto circuito que se cree que va desde el traductor
del texto a la traducción, sino por todo un lazo de mi pasado. A menudo he pensado en
la cojera de un navío... una vez incluso, regresando de Grecia, en 1961, y el corazón
pleno con el recuerdo de la Esfinge de Naxiens, cuya sonrisa expresa la ataraxia, la
música, yo imaginaba que el barco, que pintaba de noche, así, frente a la costa italiana,
él también huía y buscaba; y pensando bien seguramente en Verlaine, yo esbocé una
especie de poema, donde jugaba su rol también el agua que riela, para siempre "como
hierro, en una caja cerrada": un poema que nunca he terminado desde entonces- y que
yo mismo, he roto de súbito, doce años después, en suma, para que viva mi traducción.
La relación de lo que se buscaba allí con mi cuidado por la poesía de Yeats, se convirtió
en lo más importante, el verdadero devenir. Fue el poeta inglés quien me explicó a mí
mismo, y es mi encaminamiento lo que ha querido traducirlo. Es en una relación de
destino a destino, en suma, y no de una frase inglesa a una francesa, que se elaboran las
traducciones, con prolongamientos que no se puede prever (este barco y su cojera han
reaparecido en mi último libro). Continuación lógica de éste propósito, haría falta que
me pregunte en qué me han ayudado mis traducciones; y cómo la poesía de otras
lenguas ha contribuido al devenir de la nuestra.

Falta de tiempo, yo no haré sino evocar otra pregunta preliminar. ¿En cuáles
condiciones esta especie de traducción, esta traducción de la poesía, no es ella una
empresa insensata? "Traducid vuestro prójimo", propuse una vez. ¿Pero quién puede
serlo suficientemente?

La ironía de Donne, la morosidad luminosa de Elliot- o el Spleen baudelairiano, la


"malevía" (y la esperanza, siempre) de Rimbaud, ¿no son mundos impenetrables? y en
cuanto a Yeats, la aspiración a la Idea, Bizancio, pero sangre y laguna, la neblina y el
arrobamiento, la rabia misma, pasión, y Adonis tanto como Cristo, ¿son ellos
compartibles?

Pero pobreza es recurso, en poesía. La experiencia que no se ha vivido, es porque a veces


se ha rechazado: y la traducción, en la que un poeta nos habla, puede desbaratar la
censura; es ésta una de las formas de ayuda que yo he dicho que ella aporta. Una energía
se libera. Nuestras fascinaciones nos habrán guiado. Pero que no se siga sino a ellas, con
toda seguridad. Toda obra que no nos requiera es intraducible.
49

Introducción a Giacometti

Creo que para comprender bien el trabajo de


Giacometti es preciso advertir, de entrada, que
encontramos en él siempre viva y activa la
preocupación por el Otro: entiendo por esta palabra
a cualquier persona, conocida o desconocida, que
aparezca en el campo de nuestra existencia o esté ya
en nuestra memoria. Una persona, por ello, real. A
Giacometti no le interesaban en absoluto las figuras
imaginarias, como no le interesaba tampoco, por
otra parte, esa presencia ficticia que es, para el
artista, en la mayoría de los casos, su modelo: ese
rostro, esos rasgos, ese cuerpo al que observa e imita
de modo sobrecogedor, a veces, pero sin vincularse
a lo que son, en su vida privada, el hombre o la
mujer que van a posar para él. Todos los que
conocen, por lo que sea, el arte de Giacometti, perciben en él, naturalmente, ese interés
por el Otro, y saben incluso hasta qué extraordinario grado de intensidad lo llevó en
muchos de sus cuadros y de sus esculturas. Creo útil afirmar, sin embargo, la idea de
que esta fue su motivación más esencial y también lo más constante en todos los
momentos de su obra, sin excepción.

¿En todos los momentos sin excepción? Se me objetará que esta preocupación no es
muy aparente en el período que va de la llegada del joven Alberto a Francia hasta su
ruptura con los surrealistas: secondo período, digamos, pues el primero, más
importante de lo que suele creerse, fueron sus años de adolescencia y de primera
madurez en el medio familiar de Suiza, junto a su padre, pintor también. A lo largo de
todos estos años, de 1930 a 1934, que vieron a un Giacometti influenciado, primero, por
Henri Laurens y por otros escultores postcubistas, luego por el pensamiento de Georges
Bataille, y finalmente por las experiencias iniciadas o encabezadas por André Breton,
parece predominar en su búsqueda un recurso a las formas esquematizadas,
simplemente alusivas a objetos exteriores que sólo evocan, así, el hecho humano o la
vida psíquica desprendiéndose, al parecer, de cualquier idea de una persona particular.
Aunque Alberto se proponga entonces, a veces, hacer el retrato de su padre o de su
madre, lo hace para elaborar enseguida una figura osadamente estilizada, y el modelo
sólo parece entonces un pretexto para una obra que reivindica una realidad autónoma. Y
esos retratos, además, sólo son uno de los momentos del trabajo de aquellos años,
cuando el escultor se encuentra en el verano con sus padres en el pueblo natal. Y de
regreso a París se entrega de nuevo a una invención de signos plásticos o de símbolos
que sólo se refieren a la realidad de la existencia, porque dan libre curso a la expresión
de un deseo del artista que los produce o –en la época surrealista– cuestionan los
50

enigmas de su psiquismo. Ese trabajo parece, en efecto, un pensamiento de Giacometti


sobre sí mismo, sin que haya, por su parte, preocupación por alguien más. Y en el caso
de los “objetos surrealistas” que multiplica a partir de 1930, se le ve, además, muy
interesado en el pensamiento psicoanalítico –bien conocido por sus compañeros de todo
el período– y, por consiguiente, a la escucha de las propuestas de su inconsciente. Ahora
bien, desde Freud sabemos perfectamente que el egocentrismo es lo que caracteriza el
inconsciente. El deseo inconsciente ignora por completo lo que podríamos denominar el
derecho del Otro.

II

Pero este desconocimiento del Otro sólo es, a mi entender, una apariencia, incluso en
este período en el que Giacometti participó de modo activo en las investigaciones de la
vanguardia, convencido por su parte, al menos desde comienzos de siglo, de la
autonomía de la creación artística. Y es fácil advertir que una mirada procedente del
exterior de las obras que Giacometti emprende entonces, obsesiona constantemente su
trabajo e incluso se inscribe en él un modo a veces solapado, pero también muy directo
otras, con una gran intensidad, incluso. Así sucede con esos retratos de sus padres de los
que he hablado antes, algo que no es nada sorprendente, puesto que su padre o su
madre estaban, por aquel entonces, ante él, y contaban también mucho para él, incluso
con una autoridad cuyo dominio seguía padeciendo. Pero advirtamos el modo como esa
mirada que habla de la importancia, en la preocupación del artista, de un ser exterior a
la obra, sabe abrirse camino por entre los signos constitutivos de ésta.

Un joven marchante, Aimé Maeght, ha encargado


numerosos bronces a Giacometti; Diego, el hermano de
Alberto, se ha revelado el artesano inteligente y hábil, y
absolutamente adicto, que permite al escultor pasar a su
guisa y tan a menudo como desea del yeso al bronce, y
Giacometti podrá así, en algunas temporadas, producir
varias obras maestras que, expuestas en la Galería Pierre
Matisse de Nueva York, a partir de 1948 y luego en la
Maeght de París, en 1951, lo hacen rápidamente célebre,
tras lo cual el público avisado puede reflexionar –gracias a
esas grandes esculturas y a otras que las completan. Le
nezo Tête sur tige –acerca del denominado escultor de la
aparición del ser humano en la soledad del mundo, del ser
al que aspira y de la nada a que teme: un arte al que puede
llamarse existencial, en total ruptura con las formas
contemporáneas de la expresión artística. Pero esta vez, es
sólo un discurso sobre la presencia y no el enfrentamiento
Foto: Henri Cartier-Bresson directo con ésta, su conjura.

Y en verdad es cierto que, antes de arriesgarse más aún, Giacometti necesitaba


comprender las categorías, los envites, los peligros incluso de su futura búsqueda. Es un
poco como si recomenzara, con vistas esta vez a una fenomenología general del ser-en-
el-mundo, el análisis de sí mismo que había intentado en la época surrealista en el
51

plano, por aquel entonces, de los deseos, inhibiciones y fantasías de su ser psíquico
propio, particular. Siempre he creído que Giacometti es un genial escultor, pero era
todavía mejor pintor, y que, aunque fuera ese pintor inmenso, tal vez estuvo más cerca
incluso de la verdad, más cerca de la liberación en algunas litografías. No es por reservas
sobre la importancia de su trabajo de investigación gráfica que paso tan rápidamente
sobre esta última, cuyas etapas más antiguas ni siquiera he evocado, en especial desde
los años cincuenta.

III

Por extraordinario que haya sido el trabajo de Giacometti en la inmediata postguerra,


quedaba, sin embargo, un paso que dar, el que haría pasar al escultor de la reflexión a la
acción. En efecto, desde aquel momento y hasta su muerte, tanto en pintura como en
escultura, e incluso y tal vez en primer lugar en los innumerables estudios a lápiz, a
pluma, a bolígrafo, Giacometti no dejará ya de multiplicar sus aproximaciones sólo a
unos cuantos seres, y esos intentos de forzar lo visible son más variados de lo que
podríamos creer. Lo que no cambiaba era el sentimiento de su empresa; la consideraba
imposible, al tiempo que no se resignaba a renunciar, a creer que algún día, y pronto
incluso, iba a captar en la tela, con alguna pincelada, esa presencia evidentemente
invisible. La voz le dice a Giacometti que el arte, como tal, es el obstáculo que impide la
manifestación de aquello que espera encontrar en sus criaturas, de aquello que es
preciso que lleve a cabo con ellas, con el fin de seguir fiel a la intuición del primer día. Lo
que dice que la imagen, por muy conmovedora que sea, es la pérdida de la presencia. Le
da a entender que lo que él, Alberto, desea –dar testimonio de la presencia y encontrar
en este acto a su modelo– tal vez no lo desea del todo, puesto que, en ese preciso
momento, está dibujando y esculpiendo –es decir, está ocupándose de una obra, está
fabricando una obra de arte.

¿Y no encierra esta comprobación una razón más –y muy fuerte– para no confesarse a sí
mismo lo que uno desea? Confesárselo implicaría que uno comprende que también –y
tal vez sobre todo– se desea otra cosa. Que uno anhela ver, claro, pero no de manera
total.

Observo que cualquier exposición, por poco importante que sea, de obras de Giacometti,
es vivida por muchos como un acontecimiento que destaca sobre las demás
manifestaciones artísticas. Al parecer una emoción, una adhesión, un efecto que no se
asemeja al interés o la admiración que despiertan otros artistas. Las miradas que
ascienden de las profundidades de esos iconos parecen, en efecto, despertar en seres
jóvenes una esperanza difícil de formular, pero agitadora, que logra que, tras haberla
tenido, ya no se sea el mismo. ¿Cuántas veces esas imágenes, como la del Buda
misteriosamente sonriente, han bastado para aportar pensamiento y mantenerlos vivos?
Sólo el porvenir dirá si Giacometti habrá sido sólo una de las posibilidades que un siglo
deja pasar, o si fue uno de los signos precursores de una nueva forma de vivir en esta
tierra.
52

El bote de Samuel Beckett


La isla está un poco lejos de la ribera, es una
extensión sin relieves cuya línea baja
apenas se adivina, con algunos árboles, en
la bruma que pesa sobre el mar. Alguien de
quien nada conocemos a no ser la
benevolencia y que quería que viniéramos
aquí, nos trajo en su barca, partimos, pero
llueve y, bajo el velo de sombras a veces
muy negras, atravesar el brazo de agua
parece un agujero en las apariencias, un
sueño de otro mundo, acaso tal vez un poco
de éste, débil rayo entre las manchas oscuras. Una orilla, pues, al cabo de unos minutos.
Tres o cuatro escalones de piedra para desembarcar, chorreantes, un pedazo de muelle,
dos casitas y en una de ellas una luz: el pub cerrado y
la morada de quien lo atiende y a veces lo abre, el domingo, cuando la gente de la otra
isla, de donde venimos, quiere llegar todavía más al oeste. Pero no nos acercamos a las
casas, pasamos a la derecha por las tierras. Son caminos desleídos o ni siquiera caminos,
un páramo cortado por charcos, cuando lo obstruyen alambradas, que hay que saltar
muy penosamente. A dónde vamos, no lo sé, pues comprendo mal el rudo y soberbio
acento de esta voz en su lengua tan otra. Acaso hacia alguna cruz de piedra de los
tiempos celtas, alzada frente al mar abierto, tal vez solamente hacia el otro lado de la
isla, que de hecho alcanzamos ya. Aquí está la orilla, con grandes olas ante nosotros,
muy verdes, y la lluvia que casi ha dejado de caer.
Nos quedamos un momento en el extremo de la isla. Admiramos el mar, vemos también
el camino que seguimos o dejamos a veces, a causa de los hoyos o sin razón: era sólo una
especie de pista zigzagueante entre la hierba rala, bordeada en algunos sitios por
muretes de piedra. Luego entramos en otro sendero, más ancho, que sigue la costa.
Nuestro guía, nuestro amigo, habla; lo comprendo mejor ahora, porque el mar hace
menos ruido, porque la caminata se ha vuelto más fácil, quizá también porque él tiene
otros pensamientos en mente. De cualquier manera, detrás de un árbol se descubre una
casa, hay pues una tercera casa en la isla, y a dos pasos de ella, está el mar; pero tiene su
pequeño cercado, donde hubo en otro tiempo patatas, lechugas, perejil, sin duda
también algunas flores al abrigo de un pedazo de roca. “Ah, nos dice el marino -es un
marino y cada año, acaba de explicar, lleva un carguero alrededor del mundo-, ¡esta
vieja que vivía aquí! Cuando niño, ella era mi maestra. Y después, durante largo tiempo
después, cuando yo pasaba por aquí, de noche, tocaba siempre a su puerta. Podía ser
medianoche, las dos, las tres, casi el alba, yo sabía que estaba despierta, vestida, de pie o
en su sillón cerca del fuego, y ella me abría, me sonreía, me servía té, me contaba
historias. Tenía un sin fin de historias.”
“Ya no esta”, agrega aquél que así recuerda, y luego calla, como si escuchara una voz.
Llegamos al caserío, las dos casas, y él quiere absolutamente hacernos visitar el pub, va
a tocar a otra puerta, aparecen una joven, un niño, él vuelve con la llave, da a tientas con
la cerradura. Entramos en la sala, donde todo es muy oscuro y el enciende una lámpara.
53

Las mesas están contra la pared, la barra habitual, con las botellas, sin duda vacías. El
gran suelo desnudo, muy gastado, como si se hubiera bailado miles de veces en un
pasado que no toca más nuestro presente, agua que se retira de la orilla. Y fotografías en
los muros, que son la razón de nuestra visita, pues estas nos dirán cómo la comunidad
de antaño, la sociedad de las dos islas poco a poco se ha dispersado, se ha extinguido.
Hombres y mujeres de la otra bruma, la del papel amarillento, como una metáfora de la
memoria que se disipa. Algunas miradas se dirigen hacia nosotros, reprochándonos
distraídamente, como si estuvieran absortas en una visión más lejana, tal vez en un
saber, que no podemos hacer nuestro. La Irlanda de los años 40 o 50, tan misteriosa
como un barco buscando la ribera.
“Y este de aquí”, exclama el capitán de alta mar, mostrándonos la fotografía de un viejo
sentado frente al agua, con la pipa en la mano, muy derecho, muy delgado, inmóvil.
“¡Ah, cómo bebía! Para pescar el cangrejo se iba durante días, solo en su barquita, pero
ya al partir estaba ebrio, con los frascos de whiskey que llevaba junto con los canastos y
las redes. Cómo se las arreglaba para enfrentar el mal tiempo, para volver, y volvía, sin
embargo, estaba en manos de Dios.” Veo ese bello rostro, que se parece al de Samuel
Beckett, olvido el alcohol, que es sólo una de las técnicas de la universal escritura -esta
mano que busca la de Dios-, pienso en el escritor que acaba de deslizarse, él también,
entre las sombras, y se aleja y se pierde en este tumulto ennegrecido de lluvia o de
bruma, pero que desensombreció, de cualquier modo, aquí y allá y más allá, un poco de
luz de sol amarillo. Beckett, me digo, escribió como este viejo partía, solo en medio del
mar. Se quedaba, como él, largos días y noches bajo estas nubes de aquí que se
amontonan, forman castillos en el cielo, acantilados, dragones escupiendo fuego en los
bordes, en las fallas, y de pronto se deshacen, rayo súbito, “spell of light” hacia las tres
de la tarde -y de entonces hasta el rápido anochecer, el tiempo cesa, es como el oro en la
frágil concavidad de la oleada.
Beckett esta allí ahora, en ese bote acaso visible todavía allí donde la cresta del ma r se
eriza en el sol que se pone. Y lo que dicen sus libros, no lo escuchamos mas que a través
del ruido constante de la ola, o intermitente de la lluvia.
54

El desierto de Retz y la experiencia del


lugar
El Desierto de Retz (hay que entender la palabra
“desierto” en su acepción de lugar de meditación),
reúne, a veinticinco kilómetros de París, ruinas griegas,
romanas, egipcias, chinas, construidas por un
visionario dieciochesco cuyo delirio razonado sigue
fascinando a la imaginación y a la inteligencia.
Ives Bonnefoy reflexiona sobre los motivos de esa
fascinación. Los grabados que aparecen en otras
páginas de este número representan edificios de ese
conjunto.

Un templo del dios Pan, circular; una pirámide, una


iglesia gótica en ruinas, la tienda de un jefe tártaro, una
casa china de la que se entreven las estancias y el
jardín, un obelisco; otras “fábricas” mas, grutas,
invernadero de naranjos, tumbas –todas ellas
diseminadas sobre las laderas o entre los espléndidos
árboles de este valle- y, dominando tal conjunto, esa
torre que tildan de “destruida” porque la interrumpe, deliberadamente por supuesto,
una sección de aspecto ruinoso adornada por grietas que descienden hacia unas
ventanas ovaladas. Éstas se abren en un voladizo sobre otras más, cuadradas, que se
encuentran en el primer piso del edificio, sobre las numerosas puertas situadas en lo que
podríamos llamar la planta baja si tuviéramos la seguridad de que tal termino es el
adecuado, ya que la construcción en cuestión se hundía tal vez más profundamente en el
suelo, del que acaso se ha liberado sólo en parte. Si la juzgamos por su diámetro, el cual
deja prever su altura, una vez terminada la torre se habría elevado por lo menos unos
ciento veinte metros.
De allí que una impresión de desmesura se añada al extraño aspecto de ese grupo de
edificios no sujetos a ninguna ley visible. Tal es, a dos pasos de París pero en las
antípodas de los lugares habitados comunes, el llamado “desierto” de Retz que recientes
trabajos de restauración someten a nuestra atención nuevamente en el crepúsculo de
este siglo. En otros sitios de los alrededores de París, otros parques, flamantes,
congregan también dentro de ellos imitaciones de la arquitectura de épocas muy
desemejantes. Sin embargo, no visitamos esos nuevos desiertos. En cambio, nos
sentimos atraídos al valle de Retz por una simpatía instintiva.
¿Cuál es la razón de semejante simpatía? Nada hay que nos la explique cuando
arrojamos una primera mirada sobre esas “fabricas” desordenadas; en cuanto a las
explicaciones que han sido dadas acerca del Desierto, o que nosotros imaginamos, poco
tienen de convincentes.
El que concibió hacia 1780 el Desierto de Retz, un tal Monsieur de Monville, ¿intentó
acaso presentamos la suma “del conocimiento y de las curiosidades del hombre del siglo
55

XVIII”? Es posible. ¿Pero por que empaparla de esa impresión de irrealidad, en que el
exceso de ensueños contrasta, después de todo, con la falta de ciencia? ¿Deseó más bien,
incitado por las proposiciones inciertas de la primera arqueología, reunir todas las
civilizaciones, desde la época de las cavernas hasta la de la China Contemporánea, para
extraer de ellas el proyecto de un pensamiento más elevado, digno del francmasón que
tal vez era, o digno de Jefferson, quien acudió en 1786 a admirar aquella obra pensando
.en el porvenir de América y del mundo? También es posible
que haya intentado aparear las mas preciosas esencias vegetales -llevadas por orden de
el al valle- y las más hermosas esencias arquitectónicas en una especie de herbolario en
que se vieran representadas naturaleza y cultura, y que fuera así comparable, en
compañía de esas aguas que corren entre uno y otro espacio, y de las brisas del verano, a
una página del Paraíso. También puede uno pensar que estableció un acercamiento
entre el paganismo egipcio y grecorromano, el cristianismo y el budismo, para
reflexionar en la unidad trascendente de las religiones. o simplemente que quiso
meditar, ante la torre inacabada e inacabable, en la grandeza y la decadencia de las
sociedades, o tal vez en la humanidad como tal. Lo cierto es que resulta más inherente a
nuestro sentimiento, cualquiera que este sea, la idea de que tales lugares de culto sin
ritos, de vida cotidiana sin habitantes, fuera del rico testigo ocioso que erraba de uno a
otro sitio, de naturaleza sutilmente violentada pero de hecho victorioso ya, no forman en
su totalidad más que un solo y vasto santuario de esa melancolía que un día será vista,
es posible pensarlo, como el alma de nuestro Occidente: el país del ocaso, de lo divino
que emprende su retirada del mundo.
Pero parte de la atracción que ejerce sobre nosotros el Desierto de Retz proviene, por
supuesto, de que resulte tan difícil interpretarlo, ya sea a través de sus formas visibles, o
por lo que sabemos del tal Monville, que no cesa de modificar sus concepciones -aun
después de convertidas ya en edificios acabados- como si se hubiera pasado quince anos
persiguiendo una visión que era acaso esencialmente inasible: la de alguna Gradiva del
espíritu. Lo cierto es que nos gusta acercamos a lo que otros seres tienen de
incomprensibles para nosotros. Pero, a fuerza de reflexionar sobre el Desierto, acaba por
presentarse a nuestra mente otra explicación que, admitámoslo, parece mas sensata; y
esta es la que intentare ahora formular, apelando a una categoría del pensamiento que
me parece en esta ocasión el mejor medio para hacerlo. Sin embargo, tendré que
comenzar por definirla, porque rara vez se recurre a ella; y tendré que recordar a
grandes rasgos su historia, que por otra parte es también la historia de una grandeza y
de una decadencia.
Esta categoría, que concierne a nuestras relaciones con el mundo, y también con la
sociedad, es la del lugar, y lo que propongo entender por lugar no es un simple
fragmento de espacio, sino cierto punto del espacio en el que se centra nuestra atención,
y por el que esta se ve retenida, por oposición, relativa o absoluta, a otros puntos, a otras
partes que nos despiertan interés por la tierra. Se habla, así, de un lugar de nacimiento,
o del lugar tal como nos lo impone el recuerdo -es decir, este lugar para siempre, y
ningún otro-, o de los lugares entre los cuales nuestras aspiraciones nos hacen elegir uno
solo, o sonar en el. Definido dé esta manera, el lugar no es una simple visión del
espíritu; es una experiencia efectiva, y mas aún: es, de hecho, la realidad misma tal
como la experimenta la existencia, porque esta se encuentra primero con el mundo del
seno de su lugar, y no llega -por ejemplo- a la noción de naturaleza sino por un segundo
esfuerzo del pensamiento.
56

Y el hecho de que esa categoría no forme parte de nuestra reflexión tan inmediatamente
como lo hace la del espacio o la del tiempo, para no citar sino las mas cercanas a ella, no
le resta importancia ni actúa en detrimento de su antigüedad en la experiencia humana
de hecho, se la reconoce fácilmente en los comportamientos más elementales de las
sociedades más arcaicas.
No es necesario ir muy lejos en el examen de los tratados de historia de las religiones,
por ejemplo, para dar con este tipo de situaciones en las que una impresión de carácter
sacro, o sea de realidad más intensa, más eminente que la de otros sitios, es atribuida a
cierto valle, a cierta cumbre, o a alguna gruta, y hasta a una simple roca -caso, este
último, en que lo que ha contado es la apariencia fuera de lo común, que parecería
impregnar con la propiedad que la caracteriza todo el espacio que la rodea. Lugares
sagrados, lugares santos, lugares superiores que deben a veces su existencia a la epifanía
de un signo, pero que no por ello son menos identificables como un aquí por oposición
aun en otra parte.
El lugar es así la desembocadura del espíritu en el ser. Es lo que atrae y retiene a la
impresión de realidad como el pararrayos al rayo. Y la categoría que nos ocupa es válida
en todos los niveles de nuestra relación con el mundo, porque puede lo mismo
identificar un punto de la tierra que convertirse en vía de la trascendencia; porque no
sólo habla de las raíces de nuestra vida más cotidiana sino que hace posible también la
experiencia metafísica. De allí su valor como medio de ahondar la historia de las
sociedades, la cual nos permitirá comprender que la designación del lugar tiene también
una historia, cuya importancia podremos apreciar en el caso de la explicación del
Desierto de Retz. Para decirlo en pocas palabras, aunque habría que hacer una larga
investigación, desde el momento en que el lugar tiene la capacidad de acoger en su seno
lo que una sociedad dada percibe como lo divino, todas las sociedades determinadas por
la religión tendrán que reconocerlo como el punto de apoyo de su experiencia.
Así, durante todos los siglos en que las cosas sigan siendo las mismas, lo que concierne
al lugar corno tal seguirá presente en el centro de la conciencia del mundo -10 cual
explica el templo, y más tarde la iglesia, así como el hecho de que se pueda hablar de un
Apolo délfico o de una Virgen de Lourdes, y aun hacerlos objeto de una devoción
diferenciada de cualquier otra, sin que la unidad de esas figuras divinas vuelva a ser
cuestionada. El dios tiene su lugar, y no es posible acercarse al dios sino recurriendo a la
categoría del lugar, lo cual sigue siendo cierto aun cuando el pensamiento de lo divino
parecer-fa deshacerse de toda determinación secundaria para expresarse por lo
universal.
Así, porque el Dios de la Edad Media cristiana goza siempre de su lugar, el universo
mismo concebido en adelante como templo, el cosmos con sus astros y sus ángeles
agrupados en círculo alrededor del trono, la creación ha sido decretada un lugar -no se
ha renunciado a la categoría de lugar.
Y como en las sociedades religiosas el poder no puede consolidarse si no es en torno a lo
sagrado, como una calca de la trascendencia, aun el propio soberano carecerá en ellas de
palacio mientras no dote a este de esa clase de autoridad que es el privilegio de ciertos
lugares y que logra hacer de la idea misma de lugar una evidencia para el pensamiento.
Recordemos, sin más, el castillo medieval asentado en el centro de su pequeño universo
bajo la oriflama que proclama su dominio absoluto sobre las más mínimas vidas de los
alrededores.
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Tal poder identifica su existencia con la de su lugar; el lugar es para el lo que son el
tronco y las raíces para el árbol. Y el siervo, a su vez, en lo más profundo de su ser,
acepta que no existe, ni llega a conocerse, ni se comprende sino como perteneciente al
lugar. Hay país en el término “paisano”.
Sin embargo, ese mismo paisano, en vísperas de la Revolución, aspirara a vivir de otro
modo, a poder desplazarse, sustituir la sujeción al lugar por la autoridad de una ley que,
desde ese punto de vista, resulta abstracta: no tanto cerrada a la idea de lugar como
menos válida para todo lugar. En lo cual puede advertirse una de las señales de la gran
decadencia que sufrió tal idea, al menos en su calidad de principio organizador de la
sociedad civil, a partir del momento en que se cuestionó nuevamente a la monarquía
que se proclama “por derecho divino”. Por supuesto, la razón, que tiende a lo universal y
triunfa en el dominio de las ciencias, no puede reconocerle al lugar y a su manifestación
de trascendencia otra realidad que la de un orden subjetivo, por lo cual mina de paso en
tal base de su prestigio a la autoridad señorial que se niega a reconocer la nueva ley,
fundada sobre la igualdad de los seres humanos y también sobre la autonomía de cada
uno de ellos. Y esto es algo que explica en cierta medida la construcción del enorme
palacio de Versalles: esta se debió a una premonición de la ya mencionada decadencia y
representa un esfuerzo realizado para ponerle remedio. Lo que así se quiso fue que un
lugar concentrara en el la belleza, la solemnidad, el fasto suficientes para que nadie
pudiera desconocer su evidencia. Si esta se disipa en las feudalidades secundarias, ¿que
todo lo sagrado se congregue en un centro de centros para que en semejante lugar al
menos, así sea por última vez, un bien alimentado fuego siga ardiendo y el poder de los
reyes parezca la realidad misma! Sin embargo, nada logra en Versalles que los indicios
de deterioro en el ascendiente del lugar sobre la sociedad no se hagan visibles. Ese
palacio no se alza en el corazón histórico, geográfico, de la comunidad que controla, ni
tiene la estructura centrada y a menudo y naturalmente circular de los lugares de poder
verdaderamente vividos; no es mas que una larga fachada rectilínea ante la cual hay sólo
una extensión de naturaleza simple, indefinida, mal localizada y que parece vacía.
Podría decirse -pero la verdad es que esta es la función misma, irreprimible, del arte-
que los elementos que afirmaban algo, aunque ya de una manera abstracta, lo hacían
como cobrando conciencia, adelantándose así a su época, de su propia irrealidad. mismo
en que también lo hace la universalidad de la ley Por ejemplo, las grandes ruinas con
que nos encontramos en Piranesi, no están allí para oponer el pasado al presente, ni la
grandeza a la decadencia, sino porque este visionario advierte que ciertas fuerzas
reprimidas por la idea del lugar o la del soberano -ciegos brotes de la naturaleza,
pulsiones inconscientes, deseos de siempre que se ven censurados-, se ponen a crecer, se
diría que infinitamente, y acaban así con el sentido de esos monumentos, que muestran
en toda su violencia y en su carácter de proyecto servil. El artista constata, y
no sin inquietud ¿cómo podría controlarse esa desmesura de la materia?-, el
desmoronamiento del lugar mismo allí donde reinaba su evidencia; ve en el cómo se
evapora la tierra.
Los arquitectos de la época de Luis XVI son menos lúcidos o pesimistas que Piranesi,
pero igualmente perceptivos. Porque los del Renacimiento, Palladio por ejemplo en la
Rotonda, hacían de la armonía de las proporciones la confirmación del ser propio de ese
lugar escogido -para toda una vida, para la felicidad, para conciencia de uno mismo- que
pretendía ser la villa el espacio, en suma, esa manera de ver el mundo que habían
perfeccionado los teóricos de la perspectiva, se manifestaba a través de aquella hermosa
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geometría, pero lo hacía subordinándose, graciosamente, a la autoridad del lugar, cuya


realidad se reconocía como fundamental. iQué diferentes fueron, en cambio, Ledoux o
Boullée! Sus obras resultan extraordinariamente nuevas en la historia. Y lo son porque
se trata de la primera ocasión en que las leyes de la geometría y de la mecánica, que son
las mismas en todos los puntos de la abstracción llamado espacio, tienden de hecho a
contradecir al campo de gravitación que confiere a cierto lugar la calidad de centro, de
polo, que dicho lugar tiene para los que viven en el. Palladio nos invitaba a lugares cuyo
trasfondo era la unidad más allá de la multiplicidad de las cosas. Ledoux concibe en
cambio maquinas fijadas a un suelo que no sera, en adelante, más que una simple
materia -aun cuando tal materia siga estando más animada por el fuego de la tradición
hermética que por la electricidad de la física reciente.
Por otra parte, es un hecho que la creación artística de ese siglo que prepara la caída de
la monarquía absoluta, va a refractar sobre muchos otros planos la misma premonición;
y que dicha creación no podría explicarse mejor o simplemente no podría explicarse-
sino a través de la experiencia del lugar, experiencia que somete a su crítica hasta lograr
transformarla, permitiéndole así deshacerse de su largo pasado religioso y político para
convertirse en una dimensión exclusiva de la vida interior -tanto la imaginaria como la
espiritual- de ese individuo que se afirma en el momento Pero el que es, sin duda, el
elemento mas revelador de la conciencia moderna, y también el mas intrigante, es el que
se manifiesta en la pintura decorativa, o bajo su influencia, como el entusiasmo por lo
pintoresco. ¿Qué designa esa noción de aparición tardía? El encanto propio de las
evocaciones de casas campesinas con un puentecillo cercano, algunos asnos que puedan
atravesarlo, una torre en el horizonte, unos cuantos árboles, y a veces una roca de forma
extraña en la que sobrevive algo de la antigua fascinación despertada por las piedras
sagradas y las montañas epifánicas –como las que pronto evocaría el Vesubio en tantas
vedute. Se trata por lo tanto del encanto de un lugar, del que se busca participar a través
de la presencia de esos jóvenes que se demoran en el camino o bailan bajo una
enramada a la puesta del sol. ¿Pero se trata efectivamente de establecer así un contacto
con una experiencia verdadera?
A juzgar por la facilidad de esas escenas, del capricho con que se representan algunos
aspectos simplificados, estereotipados, de los seres y las cosas, sin preocuparse por
recrear sitios reales, es evidente que lo perseguido es sobre todo sonar -en una
imaginaria “otra parte”- lo que poco antes hubiera sido posible contentarse con vivir en
las circunstancias más cotidianas: la seguridad, la profunda satisfacción de pertenecer a
lo que llamo el lugar. En adelante, el lugar es lo que necesita “ser pintado” ya que no
puede ser vivido.
Aun cuando sea concebido en las tres dimensiones que permite el paraje natural, no será
más que una imagen, en que la pintura prevalece sobre la arquitectura como en esos
rinconcitos de jardines donde no es ya la necesidad, sino la fantasía, la que tiene la
palabra.
“Un jardinero debe ser pintor más que arquitecto”, escribía el abad Delille, más sagaz de
lo que se ha supuesto. El lugar, puede añadirse, ya no es entonces más que una
figuración del artista; mañana, con los románticos, será una dimensión de la experiencia
interior, madurada por el individuo y vivida en la soledad; ha dejado de ser una
estructura que funcione en la práctica social.
Hemos regresado, me parece, a los alrededores del valle de Retz, del que puedo ya decir
que fue, de manera inconsciente y por lo mismo más profunda, un pensamiento del
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lugar: la percepción del final de su papel activo en el seno de la sociedad, el registro del
seísmo en cuyo fondo se derrumba.
¿Por que interpretarlo así? Porque cada uno de sus componentes -la casa china, el
obelisco, la iglesia, etc ., tuvo, desde diversos puntos de vista, el carácter de centro, de
polo de atracción en tomo al cual se organiza la sociedad. Esos monumentos, lo mismo
en la antigüedad egipto-romana que en China, o en la Edad Media francesa, hubieran
creado en torno a ellos el campo gravitacional que llame un lugar. ¿Pero aquí?. . .
Por un lado están situados a una distancia demasiado corta los unos de los otros -10 cual
se percibe inmediatamente, como cierto visitante, un jardinero escocés, lo subrayó
desde aquella época con cierto malestar-, por lo cual es imposible no percibirlos todos
juntos, a veces casi con una sola mirada. Por otro lado, los lugares no pueden
yuxtaponerse, por lo menos desde la perspectiva de una misma y única persona; es
preciso, para captar su influjo, su atractivo, aceptar sus palabras, sus signos, todo un
sistema de dogmas y de valores, y escoger entre ellos algunos a expensas de los que se
encuentran junto a ellos. De estas dos premisas resulta, en el Desierto de Retz, que los
lugares no se perciben ya como si formaran parte de una misma vecindad, por diferentes
que puedan ser, como a veces sucedía desde la época del señor de Monville, y aun desde
tiempos más remotos, por ejemplo en Jerusalén, donde se codean los lugares santos de
diversos cultos.
En Retz se contradicen, se aniquilan los unos a los otros, y todo lo que persiste es un
azoro del espíritu que descubre un vacío en el mismo sitio en que la iglesia, o la casa, o la
piedra que allí se alzaba, lo habían habituado a reorientarse en la vida, a liberarse de la
exterioridad del espacio por la percepción de sus significados y de los valores que
proponían.
Y como en los alrededores del Desierto seguía habiendo después de todo para el
visitante de aquel entonces lugares con las características propias del lugar -grandes
castillos, por ejemplo, o campanarios que hacían sonar todas sus campanas-, aquellas
pocas fanegas debieron de parecerle a tal viajero, dado su vacío, y sin duda
confusamente pero con la fuerza necesaria para conmoverlo, una especie de agujero en
la trama de la realidad que el estaba acostumbrado a vivir. Una desgarradura en la red
de los lugares; una implosión del lugar como tal, consecuencia aquí de una
experimentación decisiva. Y ésta, entendámoslo también, se sitúa mucho más adelante
en el tiempo, mucho más cerca del porvenir, que todo lo representado en aquel
momento en los “caprichos” de los pintores -puesto que tales artistas, al recurrir a
aspectos del mundo que sentían siempre como vagamente compatibles, no hacían sino
deslizar su experiencia del lugar realmente vivido hacia el terreno de lo simplemente
sonado, sin poner en tela de juicio esa manera de estar en el mundo. El
Desierto de Retz, por su parte, mina esa idea y acaba con ella, con la categoría sobre la
cual se habían fundado desde su origen la religión y el poder para imponerse a la
sociedad. Emprende contra las tradiciones debilitadas de los anos prerrevolucionarios
una polémica que se dice, simbólicamente, por el irónico dominio, en el centro de ese
valle que no tiene centro, de esa columna a la que se refiere como “destruida” y no,
simplemente, como “en ruinas” -columna, por otra parte, maciza tal vez en aquel
entonces, pero que hoy en día es un hueco en el que nos sugieren alojamos.
El Desierto de Retz es, en suma, un acto de crítica, por las mismas razones y con la
misma fuerza que los escritos filosóficos del Siglo de las Luces o que la construcción, en
el terreno político, de un pensamiento relativo a los derechos del individuo. Pero tal
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crítica, ¿es acaso inconsciente? No cabe duda de que lo es, ya que resulta difícil llegar a
las nociones y los comportamientos que su análisis pone de manifiesto, sin recurrir para
ello a la ayuda del fenomenólogo, del sociólogo, y de la perspectiva histórica. Pero es
también, después de todo, creo yo, una crítica capaz de llegar hondo y no sin
consecuencias. No hay que olvidar, en efecto, que Retz no está lejos de Versalles, donde
se intentó por última vez, como dije antes, asegurarle a un lugar la calidad del ser, la
virtud de una trascendencia -así como lograr que los visitantes, y el rey en primer lugar,
acudieran a Retz desde el gran castillo, o desde Marly, como si se tratara sin lugar a
dudas de lo que entonces solía llamarse un “desierto”, es decir un lugar de meditación.
Este revelaba sin embargo implícitamente, aunque de manera inmediata, el carácter
ilusorio, o mejor dicho engañoso, de ciertas maniobras tardías del imaginario
aristocrático, por ejemplo la granja donde buscaba un refugio la reina. Esta granja
ficticia se proponía preservar la imagen de unos campesinos a los que una monarquía
amenazada se propone tener siempre presentes: la de los felices habitantes de una
comarca, capaces de confirmar que la autoridad del lugar se impone a la de la misma
razón, por lógica y universal que esta última se pretenda. En el Desierto de Retz sólo
son bienvenidos, por lo contrario, quienes ya no esperan tener acceso a un centro y
someterse a su poder invisible.
Y por ello resulta gratamente simbólico que los trabajos efectuados para acondicionar el
Desierto se hayan terminado en 1789, en un momento grandioso de la historia: cuando
la Revolución esta a punto de precipitar, entre otras transformaciones -aunque ningún
de ellas tan radical- la disociación entre lugar y ser.
Mas allá de esta “ruptura ontológica”, en la que se anuncia el “Dios ha muerto”
nietzcheano, sera posible sin duda seguir pensando en términos de lugar, o de
trascendencia de un lugar, pero habrá que hacerlo dentro de las perspectivas de una
linea de mira propia del individuo, sin mas mediaciones entre este y lo absoluto
que los signos instituidos por una subjetividad.
Pero si el Desierto atrae a primera vista, como lo dije al principio, como una especie de
enigma, el de las intenciones, el del pensamiento que se conjugaban en quien lo
concibió, no carece por su parte de misterio si es que podemos recurrir a una palabra de
tal peso para referirnos simplemente a espejeos, a evanescencias capaces de ejercer un
encanto durable pero no de cifrar en ellos una trascendencia. Como todo pensamiento,
en efecto, el de aquella mente singular no pudo haberse elaborado, convertirse en
estructura significativa, sin apartar de sus derroteros todo el resto de la conciencia, con
sus recuerdos y sus deseos; y por lo tanto es de suponerse que en esas casas chinas, o en
los templos de Pan, o en las tiendas tártaras, se deslizó, furtiva aunque no por ello
menos seductora, la expresión de aquellos deseos. Por otra parte, justamente cuando la
presión del lugar cesa de ejercerse sobre una conciencia, es cuando
la palabra inconsciente puede desplegar sus fantasmas, ya que estos son tan sólo
ensamblajes de signos. No hay por que dudar, entonces, de que las “fabricas” de Retz,
desbordantes de formas y de figuras extrañas, puedan ser objeto de un psicoanálisis
capaz de descifrar en ellas las condensaciones, los cambios de uso -si suponemos, por
supuesto, que se sabe lo suficiente acerca de la existencia de su autor, lo cual me parece
muy poco posible.
Nos encontramos, así, ante la sensibilidad romántica, la que se consolida en Rousseau
durante sus ensoñaciones de paseante solitario y puede, muy pronto, como
61

sucede en Hólderlin o en Wordsworth, buscar los componentes del lugar -que sigue
siendo por lo tanto, en la esfera personal, tan legftimo como necesarie entre los bienes
todavía dormidos de la belleza de este mundo.
El valle romántico, al que la poesía se abre paso, no es una de las tierras con que sonaba
lo “pintoresco” de finales del Antiguo Régimen cuando arrojaba una mirada nostálgica
sobre los modos de vida tradicionales.
Aquel valle acaba de liberar a lo sagrado y lo divino, usurpados antes por el monarca y
por las iglesias; convierte al lugar, imposición sufrida en otros tiempos desde el
nacimiento, en lo que sera en adelante la consecuencia de una libre elección, de lo que es
hoy la capacidad de amar un camino sólo por lo que este es; o un arroyo, o el repliegue
de una colina bajo unos grandes arboles, porque son la naturaleza misma, tan variada
como infinitamente simple, presente en nuestros cuerpos y en nuestros corazones. Y por
todo ello, presentido ya en Ruysdael, afirmado en Constable, la nueva experiencia es
mas rica y fructífera que la del caballero de Monville, aunque es este quien la preparó.
Dicho de otro modo, el Desierto de Retz, esa obra de la razón, es también un sueno,
como lo son esas otras críticas del mismo pasado de Europa, pero llevadas a cabo por
medio de la ficción, que fueron las novelas góticas. Y tal es el basamento onírico que han
preferido reconocer algunos de sus visitantes, los que acudían lo más a menudo por la
noche en la época en que el dominio -el conjunto de edificios y parque quedó
abandonado, lo cual arruinó el trabajo dedicado a las falsas ruinas los frecuentadores
mas consecuentes del lugar fueron los surrealistas del mas reciente período de
postguerra, capitaneados por André Breton.
Con todo, nada resultaría tan equivocado y para terminar insisto sobre el punto- como
someter a sólo esta interpretación parcial una obra que se inscribe ante todo en la
historia de la conciencia divina: la que aspira a liberar al espíritu, pero no del
pensamiento de la trascendencia, ni mucho menos del deseo de atarse a un lugar
de la tierra, sino de la autoridad que los soberanos y los dogmas imponen a esas
necesidades para perpetuar el ejercicio de sus poderes. El Desierto de Retz es un acto de
autentica modernidad, por lo cual es conveniente, como se ha comenzado a hacerlo,
desembarazarlo de zarzas, desbrozar y podar sus arboles, reconstruir los muros que se
han derrumbado, y reparar en ellos aquellas brechas que no son grietas simuladas.
Terminados tales trabajos, un dispositivo metafísico habrá recobrado
la claridad de su diseño definitivo, y la historia de Occidente se vera nuevamente
enriquecida con un episodio pletórico de sentido.
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Lo indescifrable
Voy por senderos estrechos que atraviesan largas colinas
arboladas y dominan la llanura, en la que brilla a lo lejos
un lago, prisionero de otras colinas.
Aprieta el calor de la siesta y el mundo parece desierto en
la media luz intensa de los olivos y los pinos; pero a cada
uno de mis pasos, aquí y allá, surgen entre el follaje los dos
pilares de un umbral, alguna reja entreabierta: hay
entonces casas, y hasta muchas, en la comarca; pero todas
ellas disimuladas por un recodo de la avenida que llega,
supongo, desde esas entradas silenciosas, a graderías,
dobles escalinatas, puertas bajas.
Y me acerco a las placas afianzadas sobre este hierro o esa
piedra -pero qué difícil es descifrar las inscripciones
trazadas en ellas, denominaciones que sin embargo suelen
ser tan triviales en estas tierras del verano, nombres que
con tanta constancia se repiten, signos tan vacíos de
sentido: no sólo son largos los textos -verdaderas frases-; las indicaciones son además
oscuras, enredadas, y están erizadas de palabras de las que nada sé, si acaso se trata de
palabras. Me parece también que su complejidad se acentúa, y muy aprisa. La primera
vez había leído, entre manchas de musgo, bajo veladuras: “Mientras uno de ellos (. . .)
otro (. . .) y otro más... ”. Estaba aquello incompleto, debido tal vez al deterioro, pero
evocaba algún sentido, no se desprendía inmediatamente de la memoria.
Pronto, sin embargo, las frases grabadas en la sombría piedra se hicieron interminables,
como esos discursos de obsesos que se oyen a veces tras las paredes y que se pierden en
los rumores del inmueble sólo, ay, para volver a empezar. Pienso también en las
letanías. En los tratados de arcaicas teologías que enumeraban los atributos
contradictorios, cambiantes, de dioses o de demonios olvidados.
En los números irracionales, o trascendentes, de la aritmética. ¡Y si no se tratara más
que de palabras! En cierto lugar creí distinguir una alusión al dios celta “de cuatro
cabezas en un solo...“, patrono infrecuente, aun en los pórticos de las viejas iglesias, con
el que sin embargo llega uno a encontrarse; pero aquel fragmento de sentido se
mezclaba, por desgracia, con grumos que parecían de una naturaleza muy distinta,
aglomerados de vocales o de consonantes atribuibles al azar, como los de esas piedras
que se amontonan, a trechos, en los cauces de aguas que se pierden. ¡Cuánto hay que
afanarse, y casi en vano! En esas regiones extremas del Nombre hay una profundidad,
resonante pero sofocada, de barranco que nadie visita -sobre todo por culpa de los
árboles que allí se entrelazan, casi horizontales, sobre las pendientes.
Saco entonces mi lápiz y la pequeña libreta que, por si acaso, llevo a veces en el bolsillo,
y me pongo a anotar lo escrito en una placa que surge de improviso ante mis ojos y que
me parece bastante sencilla: unas cuantas líneas en las que el sol, al filtrarse por el árbol
del umbral, forma breves islas movedizas. Si copio esas frases, será como tener una
memoria con qué releerlas y tal vez descifrarlas.. .
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Pero esta vez son las propias letras las que plantean un problema. Es un hecho, por
ejemplo, que los brazos de esa “Y” que pensaba haber identificado fácilmente, se
bifurcan, se arquean, se quiebran, y desdoblados además una y otra vez en trazos
rivales, se mezclan, destruyen las simetrías significantes hasta un punto -otra vez en el
infinito- en que ya no sé si lo que estoy viendo es una nueva grafía, un colmo de
complejidad de la forma, o simplemente
la huella, en la materia, de fuerzas indiferentes -cristalizaciones, erosiones, estallidos,
ciegas descargas- que conformaron y ahora deforman lo que llamo este lugar. ¿Dónde
estoy? ¿Tiene siquiera sentido hacerse ya esta pregunta? Con la gastada punta del lápiz
intento imitar sobre mi hoja, que ahora brilla un poco, esas figuras enigmáticas, esa
presencia quizá ausencia; pero me encuentro, también, con que el trazo que deseo
reproducir, al inscribirse en una piedra que es aquí dura, allá deleznable, se ahueca.. ¿Y
cómo repetir, aunque se orle de gris el negro de mi lápiz, esa profundidad del tallado en
el mismo punto en que pesara un día, con esperanza –y quién sabe si perceptible todavía
en la vibración de una hendidura-, la mano que fue palabra? ¡Ah, si pudiera nacer allí el
color! ¡Si cundiera en esta duda, como un fuego!
Me obstino. ¿Y qué otra cosa podría hacer? Sé que he ligado mi destino, desde hace
tiempo, en forma irreversible, a esta falla de altas paredes, de suelo pedregoso que se
aleja y, poco más allá, tuerce entre las hierbas: la forma -en la que luchan el sentido, que
todo niega, y la ajenaía, el oscuro desplome, el ruido sin fondo, la materia.

Las tablas curvas


El hombre que se encontraba en la orilla, cerca de la barca, era alto, muy alto. La
claridad de la luna estaba detrás de él, posada sobre el agua del río. Un ruido ligero
le decía al niño, que se acercaba silenciosamente, que la barca se movía, contra el
muelle o una piedra.
Encerraba en su mano la pequeña moneda de cobre. “Buenos días, señor”, dijo con una
voz clara pero temblorosa, porque temía atraer demasiado la atención del hombre, del
gigante, que estaba ahí, inmóvil. Pero el barquero, ausente de sí mismo como parecía
estarlo, ya lo había visto, bajo los carrizos. “Buenos días, pequeño”, contestó. “¿Quién
eres?” “Oh, no sé”, dijo el niño.
“¡Cómo que no sabes! ¿Es que no tienes nombre?”
El niño trató de entender lo que podía ser un nombre.
“No sé”, dijo de nuevo, bastante a prisa.
“¡No sabes! ¿Pero sí sabes lo que oyes cuando te hacen una señal, cuando te llaman?”
“No me llaman.”
“¿No te llaman cuando debes volver a casa? ¿Cuándo has estado jugando afuera y es
hora de comer o de dormir? ¿No tienes un padre, una madre? ¿Dime, dónde
está tu casa?
Y el niño se pregunta ahora lo que es un padre, una madre; o una casa.
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‘Un padre”, dice. “¿Qué es?”


El barquero se sentó sobre una piedra, junto a su barca. Su voz llegó menos lejana en la
noche. Pero primero había emitido una especie de risa.
“¿Un padre? Pues es el que te pone sobre sus rodillas cuando lloras, y se sienta junto a ti
por la tarde, cuando tienes miedo de dormirte, para contarte un cuento”.
El niño no contestó.
“Es cierto, muchas veces uno no ha tenido padre”, prosiguió el gigante como después de
pensar un poco.
“Pero entonces dicen que hay esas mujeres jóvenes y dulces, que encienden el fuego y
nos sientan junto a él, que cantan una canción. Y cuando se alejan es para preparar unos
platillos; se siente el olor del aceite calentándose en la olla”.
“Tampoco me acuerdo de eso”, dijo el niño con su voz ligera y cristalina. Se había
acercado al barquero, que ahora callaba, oía su respiración pareja, lenta. “Debo cruzar el
río”, dijo, “tengo con qué pagar el pasaje”.
El gigante se inclinó, lo tomó en sus manos amplias, lo colocó sobre sus hombros, se
irguió y bajó a su barca, que cedió un poco bajo su peso. “Vamos”, dijo. “Agárrate bien
de mi cuello”. Con una mano detenía al niño por una pierna, con la otra plantó la vara
en el agua.
El niño se aferró a su cuello con un movimiento brusco, con un suspiro. Entonces el
barquero pudo tomar la vara con las dos manos, la retiró del lodo, la barca se
alejó de la orilla, y el ruido del agua se amplificó bajo los reflejos, en sus sombras.
Pasado un instante, un dedo le tocó la oreja. “Oye”, dijo el niño, “¿Quieres ser mi
padre?” Pero de inmediato se interrumpió, la voz quebrada por el llanto.
“¿Tu padre? ¡Pero si sólo soy el barquero! Nunca mealejo de las orillas del río”.
“¡Pero me quedaría contigo, a la orilla del río!“.
“Para ser un padre, hay que tener una casa, ¿entiendes? No tengo casa, vivo entre los
juncos de la orilla”.
“Me gustaría mucho quedarme contigo en la orilla”.
“No”, dijo el barquero, “no es posible. Y, ¡mira!”
Lo que debe mirar es la barca que parece inclinarse cada vez más bajo el peso del
hombre y del niño, que aumenta a cada instante. El barquero la empuja penosamente
hacia delante, el agua llega a la altura del borde, pasa por encima de él, llena el casco con
sus remolinos, alcanza lo alto de esas largas piernas que sienten desaparecer todo apoyo
en las tablas curvas. Pero el esquife no zozobra, más bien parece disiparse en la noche, y
ahora el hombre nada, el pequeño aún agarrado a su cuello.
“No tengas miedo”, le dice, “el río no es tan ancho, pronto llegaremos”.
“Oh, por favor, ¡quiero que seas mi padre! ¡Quiero que seas mi casa!”
“Hay que olvidar todo eso”, responde el gigante, en voz baja. “Hay que olvidar esas
palabras. Hay que olvidar las palabras”.
De nuevo ha tomado en su mano la pequeña pierna, inmensa ya, y con su brazo libre
nada en ese espacio sin fin, de corrientes que se agolpan, de abismos que se entreabren,
de estrellas.
65

La lucidez de las quimeras

Tanto va Breton al porvenir que al fin ese pensamiento, esa presencia se imponen. Y con
todo, muy rara vez en su vida el guía espiritual del surrealismo había podido hablar sin
suscitar grandes reservas; y pocos de los que le fueron más fieles pudieron seguir
siéndolo sin interrupciones. Por mi parte, y me tomo así como ejemplo de algunos
jóvenes en 1944, fui ciertamente requerido desde la primera lectura, di de inmediato mi
adhesión, vine a París para encontrarme con los surrealistas, conocí a Breton y formé
parte de su nuevo grupo -pero bastante pronto juzgué necesario alejarme. No, en
cualquier caso, sin conservar toda mi admiración, todo mi respeto a aquél del que iba a
separarme. En realidad lamentaba ya lo que mi timidez, o mi orgullo, me impedían creer
posible: que, pasada la hora de las reuniones en el café de la Place Blanche, Breton
aceptara escuchar, en privado, las dudas, las objeciones, las preguntas, las sugerencias
también, que después de todo, si uno lo quería, como era desde luego el caso, tenía
el deber de comunicarle.
Pero desde luego hace mucho de esos asentimientos o esos desacuerdos al filo de los
días; y hoy, treinta años después de la muerte de Breton, me parece que muchos de
aquellos para quienes la palabra poesía conserva un sentido comienzan a sumarse a sus
grandes proposiciones con una confianza renovada, y con claramente más interés que
por los otros poetas de su época o de la posguerra.
Y me da gusto. Pues sean cuales fueren esas reservas que se desea oponerle, es evidente,
a mis ojos, que Breton planteó, y de una manera decisiva, las únicas preguntas serias:
¿qué es la realidad, qué debe ser la “vida verdadera”?
Hay que resaltar que la vida, la realidad, sus relaciones, eran singularmente mal
comprendidas, y muy maltratadas, cuando Breton comenzó a escribir. No nos
demoremos, es demasiado evidente, en la tiranía que habían ejercido los poderes de la
época de la guerra Sobre los cuerpos y los espíritus, o en el campo de ruinas en que el
pretendido humanismo había dejado errar a los supervivientes. Pero comprobemos que
ya se había vuelto muy claro que el pensamiento nacido de la ciencia, y que sólo conoce
la realidad de una manera tan fragmentaria como abstracta, no puede ayudar en nada a
comprender su condición a los seres que quieren abarcarla de una sola mirada para
descubrir en ella algún sentido. Y muy pronto, y lógicamente, íbamos a ver a un Georges
Bataille, consciente del carácter ilusorio de las ideas que nos hacemos del mundo,
abrirse una vía entre esos espejismos hasta la materia subyacente para, en la orilla de
ese desierto en la noche, respirar esa última bocanada de conciencia de si propiamente
humana-que es la percepción del no-sentido, el contacto de ese absoluto. Experiencia
“interior” que Bataille en Documents ilustró con fotografías que vuelven de golpe
totalmente ajenas las cosas, las situaciones más ordinarias, como ese famoso dedo gordo
del pie en gran escala, epifanía del reverso del mundo tanto como lo había sido el
surgimiento del suelo agrietado en el anteojo de Galileo. La sexualidad misma, de la que
la existencia saca su energía, aparecía en ese brusco descentramiento como un aspecto
no de la vida sino de la materia, una fuerza condenada a elevarse .a través de las
existencias para desgarrarlas, destruirlas.
Y cómo no seguir esa mirada desengañada hasta en ese abismo, que es un hecho, pero
cómo además no reconocer que esa visión descentrada, que ese pensamiento
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horrorizado no son sino el vértigo de quien se dejó encerrar en el pensamiento


conceptual, cuyas palabras no saben nada de lo que somos -y ¿cómo no volverse
entonces hacia André Breton, que en esos mismos años mantenía un discurso
completamente distinto?
Desde La confesión desdeñosa, desde la Introducción al discurso sobre lo poco de
realidad, Breton anunciaba lisa y llanamente que quería habitar en la realidad más
cotidiana, para proseguir ahí una investigación del sentido, del amor, incluso de la
dicha, esas aspiraciones que Bataille llamarla el idealismo más ingenuo.
Y es porque comprendía que la realidad que importa no es la que descubre, o más bien
construye, la investigación científica, como desplome del abismo de la materia, sino la
que el deseo elabora: un deseo que no es por lo demás la simple sexualidad, sino la
necesidad también de erigir un lugar, de instituir sentido, de participar de un orden, y se
da para ello objetos de una altura, digamos, humana, tan lejos de las larvas en sus
marismas, una de las fascinaciones de Bataille, como de las galaxias en el cielo. La
realidad, y lo que tiene de diferenciado -nuestro horizonte, nuestros objetos, nuestras
presencias de seres- es la creación del deseo, que hay simplemente que desprender de
las formas pobres o degradadas con las que lo atesta ese mismo deseo cuando se deja
embaucar por sus motivaciones más bajas, la codicia o el miedo. Y el gran pensamiento
de Breton y, precisamente, su valor, fue concebir que la verdad, la lucidez, la audacia del
espíritu no es transgredir, por un acto del intelecto, significados ciertamente sin
fundamento en la noche que está bajo el mundo, sino poner en duda, acusar, maneras
de ser, aquellas por las cuales se corre el riesgo de perder la intensidad de que el deseo
es capaz, en la que su objeto puede brillar, y a la que tenemos derecho.
Breton, para decirlo de otro modo, supo que hay un mundo; y que importa, y que es
posible preservarlo, salvarlo. Y no lo hizo sin caer, pronto, en una contradicción que
debilitó gravemente la fuerza de su proyecto, y provocó una buena parte de las reservas
a las que ya he aludido -incluyendo lo esencial de las mías. En efecto, para que el deseo
continúe creando el mundo, que es una comunidad de hombres y de mujeres, es
necesario que sea compartible, con puntos de apoyo en el espacio social o natural que
sean reconocibles y practicables por todos; y esa necesidad incita, según la expresión del
deseo, a un segundo momento, reflexivo, en que los valores, las necesidades en potencia
comunes serán desprendidas de la intricación de los fantasmas individuales. Ahora bien,
Breton no cesó, al contrario, de tener los suyos propios. por una autoridad casi oracular,
y una realidad casi objetiva, proyectándolos -como hace la superstición- en el mundo
como existía alrededor de él y de los otros seres; lo que redujo la realidad a su sueño, y
lo condenó a él a la soledad.
Ese retraimiento creciente de Breton en un fondo incomunicable de sí estremecía ya
cuando uno lo veía en la mesa del café, hablando sin embargo, sin embargo entre
amigos; y aparecía de manera casi trágica en las fotografías de sus últimos años; por
ejemplo las que Henri Cartier-Bresson publicó hace poco. Pero esa contradicción, tumba
del surrealismo, ¿es hoy de veras un gran problema, desde el punto de vista de la
poesía?
Poco importa su importancia en la existencia de André Breton: no por ello le debemos
menos a él, a su intuición simple y fuerte, el saber mejor que la realidad, hija del deseo,
no es una suma de objetos, que describir con mayor o menor fineza, sino una
comunidad de presencias; no es una red de apariencias, sino un conjunto de seres que,
si no fueran sino vanas formas de la ilusión, no por ello tendrían menos valor absoluto,
67

cada uno, y en consecuencia derechos inalienables. Nadie como el autor de Arcano 17 ha


sabido evocar con tanta emoción sincera lo que son, en profundidad, en su origen en el
ser, la libertad, la justicia. Y esta observación, para terminar. Ese mismo Breton que
pudiéramos creer perdido en las ensoñaciones sin substancia, y evidentemente
solitarias, de la Noche del tornasol, es también que fue, en ese periodo de entreguerras
en que tantos espíritus se dejaron engañar, bastante lúcido para no dejar de condenar a
la vez a los dos grandes totalitarismos.
Y no hay que sonreír ante lo que dice en Nadja de la psiquiatría de la época, cualquiera
que sea la exageración de sus insultos. Gracias a Breton, los surrealistas apenas se
equivocaron, política o moralmente. Es quizá una de las razones de su presencia hoy.

Yves Bonnefoy:
La poesía busca restablecer la plenitud

Por Angela García


Ángela García : Cada vez surgen nuevos festivales de poesía en el mundo y crecen los
auditorios de la poesía. ¿Cómo ve usted este fenómeno de apreciación de la poesía a
través de estos eventos?

Yves Bonnefoy : Esta observación al comienzo, querida Ángela García: después que he
visto, con ocasión de nuestro encuentro en Malmö, el film sobre el festival de Medellín,
que me ha producido tanta emoción... Por diversas razones se me ha hecho imposible,
en el pasado, ir a Medellín, yo sabía también que en el futuro no podría, experimenté un
vivo pesar de que fuera así, y estaba entonces presto a ver el film con el gran interés que
inspira la simpatía.

Más lo que me fue revelado ha sobrepasado mi expectativa. En esta inmensa sala, donde
se aglomeraban centenares y centenares de jóvenes evidentemente llenos de fervor,
animados del deseo de reformar la sociedad, de poner fin a sus injusticias y a sus
espantosas violencias, he visto pasar hombres y mujeres que respondían a esta tan
hermosa espera con palabras intensamente serias, que eran de la poesía. De ninguna
manera, en efecto, se tenía en esta tribuna de aquellos discursos que siguen en la
abstracción, por muy generosos que sean, se limitan a las ideas, invadidas ellas mismas,
68

algunas veces, por la ideología. Había cada instante grandes y fuertes imágenes
evocando la dramática vida cotidiana de América Latina de una manera sobrecogedora,
eran símbolos que hablaban tanto al corazón como al espíritu; y el ritmo unía a todos
allí, en la noche, diseminados bajo múltiples luces pero reencontrando todos y todas la
esperanza, la gran esperanza insensata pero irresistible, de que el futuro iba por fin a
empezar.

La poesía, la poesía misma. La poesía íntimamente asociada a la reflexión y a la acción


política, como se debe, y encontrando en esta proximidad, vivida de manera
evidentemente libre y atrevida, un aumento de fuerza: Aquel que aporta la conciencia
que sabe tomar de su responsabilidad de sus tareas, cuando se tiene también el
presentimiento de los poderes, quizá extraordinarios, que yacen en la palabra.

Y me he dicho, también, mirando este pequeño video, y pensando en este gran


acontecimiento: y bien, la poesía manifiesta aquí, y así, su utilidad, su necesidad, pero
ella revela también su naturaleza esencial, que tan frecuentemente perdemos de vista en
nuestros países de Occidente, estas sociedades que apenas sufren, que viven demasiado
en la diversión. ¿Qué es la poesía, en efecto? Retomar contacto, plenamente, con las
realidades fundamentales de la vida o de la naturaleza, por disgregación de las
representaciones conceptuales de las formulaciones abstractas que reducen lo que está
en la cosa simplemente, -cosa mensurable, manipulable, comercializable, cosa hecha
para incitar al deseo de la posesión y a la ambición del poder, cosa de muerte. La poesía
no es la producción de un objeto verbal, el placer, en suma estético, de un simple texto,
es una intervención en el mundo, un acto de conocimiento. Grandes ritmos suben del
cuerpo en el poema, ellos dislocan en el cambio humano el discurso que rige, que cega y
oprime, y es entonces el otro que repara en su dignidad, en su derecho absoluto a ser
libremente él mismo, es la democracia que se evidencia de nuevo. La poesía, es la
sociedad renovada. ¿Iremos a olvidarlo? Lo vemos entonces en Medellín este acto
fundamental de liberación que llama al espíritu, en un diálogo emotivo entre los poetas,
venidos de diversos países, y en la gran sala, siempre vibrante.

Después, lo que resalta también de este video, lo que uno está obligado a constatar, a
pensar, es que acontecimientos de este tipo, tan espontáneos, tan naturalmente vividos
por una comunidad, tan ricos de recursos de la lengua más simple, más directa, esto
revela los límites de las obras de nuestra época, que consideran, imprudentemente, que
no es la palabra la que cuenta, sino lo escrito, y que escribir, es dejar al lenguaje
manifestarse, desplegarse, a través del autor –que está conminado a borrarse en él- en el
seno de textos donde aparecen sobre todo los modos de funcionamiento de
significaciones múltiples hasta el infinito, y de interpretación nunca acabada. ¡Esta
suerte de creación, sí, por qué no, pero que permanezca en este lado del drama del siglo,
y de sus problemas! Privilegiar así el lenguaje, es olvidar que ya no es más que una red
de palabras, mientras que las palabras no nacen ni mueren, no conocen la necesidad ni
sus urgencias, no presienten nada del deseo frustrado, de la injusticia sufrida, no viven
ni la infelicidad, ni por consecuencia, las palabras, como tales, las palabras que no
atraen de sí mismas para arriesgarlas en el cambio, las palabras no saben lo que es
amar, porque amar es precisamente reconocer, en otro ser, lo que en él es más que
palabras. –No hay que dejarse obnubilar demasiado por el lenguaje. Más aún pensar en
69

aquellos que esperan que se les hable. He aquí la objeción que creo que Medellín tiene el
derecho de hacer, la que uno tiene el deber de escuchar.

No crea, sin embargo, que al mirar esta película he concluido que no había allí sino una
sola y única poesía, aquella que va por la calle, a las prisiones, que quiere hablar de la
inquietud. Hay obras como aquellas de Medellín, obras que hablan lo simple
directamente. Pero hay otras que guardan sus autores en una referencia a sí mismos que
es, para los otros, de acceso difícil, y que no hacen alusión a las necesidades y a los males
de la sociedad, al punto que se podría pensar que ellas se desinteresan. Pero esto no es el
caso, es simplemente que estos poetas llevan el trabajo de disgregación del pensamiento
conceptual, este trabajo específicamente poético, en las situaciones de su propia
existencia, donde hay muchas trabas a quebrar, alienaciones a combatir. Y se encuentra
de hecho, con ellos, con las raíces mismas de la palabra, lo que no puede ser más que un
verdadero aporte, a pesar de la apariencia, a la comunidad toda. Yo estoy convencido: la
poesía es una, una e indivisible. Baudelaire o Góngora tienen el mismo ideal, el mismo
designio, el mismo horizonte delante de sí, poetas que escriben como lo hacen los
prisioneros sobre las paredes de su calabozo.

¿Los festivales de poesía, en estas condiciones? Si deben aparecer nuevos festivales,


mucho mejor que sea en las circunstancias de Medellín, es decir en las fronteras del mal,
en primera línea en el combate contra los fraudes y las injusticias: es ahí que se tiene la
más grande necesidad de la poesía. Pero estos encuentros tendrán también la virtud de
aproximar estos dos polos que acabo de evocar, y que tienen necesidad el uno del otro.

II

A.G. : Normalmente la poesía habla del porvenir. Normalmente se compara éste con la
esperanza. El panorama del mundo contemporáneo es de tal gravedad, está tan lleno de
zonas oscuras que parece ingenuo creer en el porvenir. ¿Puede la poesía preservar su
canto al porvenir, a la esperanza sin equivocarse en su apreciación del hombre que
insiste en autodestruirse?

Y.B. : Es evidentemente la gran pregunta. Siempre he pensado y he escrito muchas


veces, que es preciso identificar lo uno en lo otro, la poesía y la esperanza. Y no hay que
dudar de esta identidad, pues la poesía, es la que quiere en nuestra relación con el
objeto, y con los otros seres, hacer aparecer esta plenitud que es nuestra sola realidad, y
por consiguiente nuestro único verdadero deseo, nuestra única verdadera esperanza. Si
no hubiese más en nosotros esta esperanza de vida plena, los poemas nos volverían
ininteligibles, los poetas no manifestarían incluso la necesidad de escribirlos.

Pero en verdad, ¿qué es la esperanza cuando las circunstancias históricas parecen


mostrar que se ahondan o van a hacerlo, sin falta, aspectos esenciales e indispensables
de esta plenitud que la poesía quiere restablecer? La tierra misma, que era hasta el
presente el lugar mismo de la evidencia, y lo mejor de nuestra confianza, la tierra se
deshace de numerosas maneras que parecen irreversibles. En regiones enteras del globo
la más espantosa polución y el más ciego comercio extienden el desierto, destruyen las
selvas; en otros países el turismo crea parques que dicen naturales pero no ofrecen más
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que la caricatura de la naturaleza, no son más que la puesta en escena de un espectáculo


cuyo texto está escrito por y para la sociedad de consumo, que deja allí sus botellas
vacías. Y el nivel de los océanos subirá cubriendo países enteros que están ya entre los
más desgraciados y los más pobres. No hay absolutamente que velarse la faz, y nada
puede ser más odioso que algunos discursos optimistas. Es necesario preguntarse, por
desgracia: sí, ¿qué puede ser la esperanza hoy en el seno de un siglo nuevo que arriesga
ser el último?

Pero todo no está quizás echado a perder, y en este caso es imperativo que la esperanza
esté ahí, la esperanza propia de la poesía, pues sólo ella puede distinguir lo que es el
verdadero bien, e indicarlo y despertar en los espíritus desmoralizados en el fin de los
tiempos el deseo de recuperarlo. A despecho de alarmas que es legítimo que sintamos,
sí, es necesario al menos seguir esperando, seguir creyendo en un futuro que tenga
sentido. Digamos que nuestra época –esta única en la historia, esta la más radicalmente
histórica, pues es la existencia misma de la historia que ella pone en peligro-, ve
producirse una carrera de velocidad entre, de una parte, las fuerzas de destrucción en la
sociedad, pero también, por desgracia en la naturaleza, y de otra parte esta inteligencia,
la poesía. ¿Quien ganará? Puede que la imbecilidad y la cobardía de los poderes dejen
establecer por siempre los cambios climáticos que pondrán fin a la vida humana, pero
hay que, y habrá que pensar hasta el extremo que este no será el caso. Todo como si
estuviéramos en un barco en plena tempestad: ¿sería ahora el momento de hacerse las
preguntas, no continuaríamos remando, vaciando, buscando con los ojos el faro? La
poesía, es apostar al ser. Y aún si todo se desplomara realmente, esto sería su modo de
ser verdadero, pues el bien que ella no esperara alcanzar, permanecerá en el
pensamiento que uniría los últimos seres humanos en un respecto mutuo y un
intercambio de amor. ¡La tierra, la sociedad humana, habría podido ser tan bella! No
renunciemos a esta aseveración. No demos a nuestros enemigos la alegría de vernos
dejar de esperar.

¡Acordaos! En los campos de exterminio nazis, cuando los cautivos no tenían


prácticamente más razones para pensar que iban a sobrevivir, tan débiles como estaban,
que a veces algunos de ellos se reunían alrededor de los que sabían poemas de memoria.
Numerosos testimonios nos lo han mostrado. Ellos escuchaban “Bienaventurado quien
como Ulises hizo un largo viaje”, y gritaban: “más fuerte” cuando la voz del recitante era
demasiado débil para llegar hasta ellos. ¿Es porque querían soñar en lo que no habían
tenido? No, era por participar todavía de la esperanza que es la poesía, y del hecho
mismo, saberse aún humanos de verdad. Por eso, qué absurdo fue, qué falta a la
inteligencia fundamental, la de un filósofo famoso, pretender que después de Auschwitz
la poesía se tornó imposible. La poesía, la palabra esperanzada e intransigente, era
precisamente lo que los nazis querían destruir, y esta filosofía les hacía el juego.

(Como razón de esperanza, creo mucho en la enseñanza, en la escuela. Es de este lado


que se precisa hacer el más grande esfuerzo. El niño de antes del pensamiento
conceptual tiene la misma experiencia de plena presencia del mundo que los poetas, es
preciso ayudarle a no dejarse intimidar por la religión del concepto, la cual no es
evidentemente el empleo perfectamente legítimo de este maravilloso instrumento. La
71

escuela es la oportunidad última. Es por las raíces que la vida remonta en las plantas
secas).

III

A.G. : Muchos de los dramas humanos de los últimos siglos, guerras y fenómenos de
desplazamiento constante tienen como motivo el retorno. ¿Piensa usted que hay una
simbología especial en la palabra retorno referida a las sociedades modernas?

Y.B. : Aceptaría de buena gana la palabra “retorno” para calificar lo que busca la poesía.
Ella es el deseo de ser partícipe de la inmediatez de las cosas, de los fenómenos; ella
tiene una intuición de la unidad inmanente a todo lo que es, y es como si intentara
levantar un velo para hacernos retornar a un estado que hubiéramos vivido antes de que
el lenguaje conceptual nos impusiera sus lecturas del mundo, siempre parciales.
Agreguemos simplemente que este origen, no podemos buscarlo sino anticipadamente,
en nuestro trabajo poético sobre la palabra, pues somos seres parlantes, de manera
irreversible. Solo los místicos, algunos de ellos, pueden pretender este retorno al ser-
del-mundo anterior a las palabras, pero dejando perder, de golpe, su relación con los
otros seres, el nexo social. Esto no es lo que quiere la poesía.

Así las cosas, es con mucha tristeza que vemos hoy, tantos seres desplazados por las
guerras o las hambrunas soñando en volver al lugar primero de su existencia. Se
comprende su deseo, se comprende demasiado bien. En su medio de origen ellos habían
tenido, a causa de lugares cargados de sacralidad, ritos, tradiciones, a causa también de
la connivencia de palabras, de su lengua y de cosas de su país, una experiencia más rica,
más íntima, de la presencia del mundo. Me acuerdo que Paul Celan lamentaba que las
palabras que tenía que emplear, en francés o incluso en alemán, para designar plantas,
por ejemplo, no fuesen en cierta medida a recortar su experiencia de niño, a causa de un
desajuste entre la naturaleza de aquí y aquella cercana de los prados y bosques de la
Bukovina natal. ¿Pero estos exilados podrían alguna vez volver a sus casas sino en los
furgones de la sociedad industrial que extiende por todas partes la misma uniformidad?
Estos sueños de retorno no son más que esto: sueños, con el riesgo de que alimenten
ideologías, que no hicieron más que subsistir como caricaturas de lo que quedaba en la
memoria. No es con retornos a los modos de ser del pasado que las comunidades de hoy
deben buscar apaciguar su sed de presencia en el mundo, es dirigiéndose adelante, para
intentar “cambiar la vida”. Con, como lo acabo de decir, la voluntad de pensar que no es
nunca demasiado tarde para vencer. Malmö, primavera del 2002
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Yves Bonnefoy: el golpe del lenguaje


poético
Por Miguel Ángel Muñoz
Yves Bonnefoy (Tours, Francia, 1923) es, sin
duda, una de las voces más grandes de la
poesía francesa contemporánea. Medio siglo
de creación poética desde su primer libro Del
movimiento y de la inmovilidad de
Douve (1954) hasta nuestros días, en que el
poeta ha dejado hitos fundamentales
como Hier régnant desert (1958), Récits en
réve (1987), L’Arrière-Pays (1972), Début et
fin de la neige (1991), y Les planches
courbes (2001). Sus libros de ensayos, traducciones (Shakespeare y Yeats, sobre todo),
lecciones magistrales en el Collège de Francia, sus escritos extraordinarios de arte sobre
Morandi, Mantegna, Cartier-Bresson, Georges Chirico o Giacometti, se han vuelto
fundamentales para las nuevas generaciones de escritores y críticos de arte. Su escritura
debe tanto a los surcos del campo como a los estantes de las bibliotecas. Tras salir de su
estudio parisiense, caminando juntos por Montmartre, me dice:
" El único heredero posible del labrador es el artista", y
continúa: "la esperanza que deposito en el lenguaje es la que
hace que parezca que no me intereso por los problemas
contemporáneos. Mi reflexión, mi trabajo, consiste en dar
prioridad a todo lo que puede ayudar de manera más radical y
directa a mejorar la situación del mundo: no ataco los conflictos
o debates del momento, uno a uno, sino que he optado por ir a
buscar la raíz del mal: el desastroso empleo que nuestra
modernidad hace del lenguaje".

El lenguaje y su significado se han vuelto para Bonnefoy un


límite y un cauce; esto es, que nos llevan al mundo, pero
también nos alejan de él: terror e ilusión. Asombro y
destrucción. "Hoy sólo pensamos y hablamos de manera
conceptual, es decir, sirviéndonos de nociones y
representaciones generales, que nada saben del tiempo, que nos
hacen olvidar nuestra condición de mortales, que muchas veces impiden comprender el
valor del instante vivido. En otras palabras, hemos perdido el contacto con nuestra
propia realidad, y desde luego, nuestra relación con lo que nos rodea. Esa es la
maldición que acompaña nuestra palabra y su significado."
73

Para Bonnefoy, el lenguaje no es una pulsión metafísica, inconcreta, en la que alienta lo


inefable. Es vía de desvelamiento y de conocimiento, es mecanismo de aprendizaje, de
asimilación —aun en sus desilusiones- y contemplación de la vida y del arte y territorio
de la memoria. Estamos, por ello, ante la vida y el arte recreados en sus elementos más
sintéticos y expresivos, a lo largo de una jornada, en un intento de depurar la
experiencia cotidiana, hasta tamizarla con las distintas tonalidades de la luz, y cuyo
resultado de este viaje inédito es su libro Les planches courbes.

Los poemas de Bonnefoy se mezclan entre una poética experimental muy visible y una
formalización cercana a la estética del silencio, con versos cortos e intensos, que se
manifiestan de manera especial en aquellos textos que parten de la evocación de una
pintura. Ambicioso empeño que da lugar a una poesía híbrida: trabajada, a la vez, desde
dos planteamientos (lírica del sentimiento y de la experiencia; poesía más metafísica y
esencialista). Pero, sobre todo, son poemas imborrables, a veces esplendorosamente
líricos, de descomunal belleza, a los que sólo cabe el calificativo de geniales y
profundamente sabios —al igual que sus ensayos de arte.

La pintura es un tema referente en su poesía, no como tema sino como método o


técnica. Su libro La nube roja reúne textos de los años setenta y noventa, donde pasean
Bellini, Mantegna, Tiépolo, Hopper o Mondrian. "La mayoría de los poetas no
comprenden bien la pintura", dice Bonnefoy, aunque quizá sólo se le equiparen John
Berger y John Ashbery. Con todo, la obra poética y ensayística de Yves Bonnefoy —un
clásico vivo— es producto de una sabiduría total, de dar sentido a los enigmas que lo
rodean y que le ayudan a descubrir la intuición poética. ¿Qué es la poesía? "Es aquello
que quiere —afirma- liberar las relaciones entre los hombres de los prejuicios, ideologías
y quimeras que los empobrecen".
74

Yves Bonnefoy / biografía


Nació en Tours (Indre-et-Loire) el 24 de junio de 1923. Es, sobre
todo, un poeta y prosista francés de primera importancia. Pero,
además de ser un gran crítico literario, Bonnefoy ha escrito ensayos
fundamentales sobre arte y artistas del Barroco y del siglo XX, sin
olvidar a Goya.

El padre de Yves Bonnefoy fue montador de los talleres ferroviarios de


Paris-Orléans; su madre era enfermera, y más tarde llegó a ser
institutriz. De joven, Bonnefoy pasó muchos años en Tours, si bien en
vacaciones iba a menudo a Toirac (Lot), en casa de sus abuelos
maternos; ese será, como ha dicho, su "verdadero lugar"; esto es, su
lugar de referencia para él (L'Arrière-pays). En 1936, la muerte de su
padre va a dar un giro a su vida. Tiene por entonces 13 años, y tendrá que estar recluido
en su casa para estudiar. Hace sus estudios secundarios en un instituto de Tours, y elige
ya las matemáticas y la filosofía como preferidas; sigue después en esa ciudad
estudiando latín y matemáticas, rama que elige en las Universidades de Poitiers y de
París. Se instala en la capital francesa en 1944. Desde entonces, realizará numerosos
viajes, por Europa (notablemente por Italia), y por los Estados Unidos.

Entre 1943 y 1953, abandona la matemática (pero guardará el gusto por la sobriedad y la
inventiva disciplinada de ésta). Se consagra a la poesía, la literatura y también a la
historia del arte, pues sigue las enseñanzas de uno de los más originales estudiosos
franceses, André Chastel. Al principio se vincula al surrealismo, movimiento del que se
apartará en 1947, al percibir cierta gratuidad en sus producciones: véase André Breton à
l'avant de soi. Pero los poetas que le van a influir, por ser a su juicio los verdaderos
revolucionarios en la lírica, son Gérard de Nerval, Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud,
a quien dedica un libro pionero, y Stéphane Mallarmé; sobre todos ellos ha escrito
páginas influyentes una y otra vez.

Además, Bonnefoy es autor de numerosas traducciones (principalmente inglesas, si bien


vierte también a Leopardi), pero destaca sobre todo su trabajo extraordinario con la
obra de Shakespeare (Hamlet, Macbeth, Lear, Romeo y Julieta, Julio César, Cuento de
invierno, Tempestad, Antonio y Cleopatra, Otelo, Como gustéis, Poemas, Sonetos).
Desde 1960, ha venido siendo invitado por numerosas universidades, nacionales o no
(en Ginebra, norteamericanas). En 1981, tras el fallecimiento de Roland Barthes, le fue
encomendada la cátedra de Estudios comparados de la función poética en el Collège de
75

France; allí desarrollará una fructífera actividad hasta 1993, con sus lecciones
magistrales y sus invitaciones a figuras de relieve, como Jean Starobinski.

Se dice que es el poeta francés más importante de la segunda mitad del siglo XX; su
poesía, muy concenntrada, no es muy extensa. Pero su actividad plural ha sido
incesante, y su obra ensayística ha cobrado una dimensión fuera de serie. Bonnefoy ha
recibido varios premios; el de la Crítica (1971), el Balzan (1995) y el Franz Kafka, que le
fue entregado en Praga el 30 de octubre de 2007.

Además de ser el escritor de la ensoñación controlada (L'Arrière-pays, Récits en rêve) y


de la obsesión por las imágenes, se le considera un «poeta del lugar y de la presencia»,
junto a otros escritores como Philippe Jaccottet, por ejemplo, amigo suyo. Según dice él,
la presencia es la experiencia inmediata, pura, vinculada al mundo: sus evocaciones
filosoficas suelen partir de los neoplatónicos pero para desplazar sus nociones comunes.

Para Bonnefoy, que por lo demás es un gran teorizador, el concepto y la abstracción


pueden separar a los seres humanos del mundo sensible, pues las cosas cotidianas y las
miradas ajenas pesan en ellos, en sus mentes, mucho más que las ideas. Su poesía
supone la trasmutación de esa experiencia en un lenguaje que no quiere ser arrebatado
por la falsedad de lo trivial o de lo inmediato, que desea expresar la unidad de nuestra
percepción del mundo rescatando y puliendo determinadas experiencias sensibles o
emocionales.

Poesía y relatos

 Traité du pianiste, 1946; ampliado en 2008.


 Du mouvement et de l'immobilité de Douve, 1953.
 Hier régnant désert, 1958.
 Anti-Platon, 1953.
 Pierre écrite, 1965.
 L'Arrière-pays, 1971.
 Dans le leurre du seuil, 1975.
 Rue Traversière, 1977.
 Poèmes (1947–1975), 1978.
 Entretiens sur la poésie, 1980.
 Ce qui fut sans lumière, 1987.
 Récits en rêve, 1987.
 Début et fin de neige, con Là où retombe la flèche, 1991.
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 La vie errante, con Une autre époque de l'écriture, 1993.


 L'encore aveugle, 1997.
 La Pluie d'été, 1999.
 Le théâtre des enfants, 2001.
 Le cœur-espace, 2001.
 Les planches courbes, 2001.
 La longue chaine de l'ancre, 2008.
Ensayos y prosas

 Peintures murales de la France gothique, 1954.


 Dessin, couleur, lumière, 1995.
 L'Improbable, 1959.
 Arthur Rimbaud, 1961.
 La seconde simplicité, 1961.
 Un rêve fait à Mantoue, 1967.
 Rome, 1630: l'horizon du premier baroque, 1970.
 L'Ordalie, 1975.
 Le Nuage rouge, 1977.
 Trois remarques sur la couleur, 1977.
 L'Improbable, con Un rêve fait à Mantoue, 1980.
 Dictionnaire des mythologies et des religions des sociétés. traditionnelles et du
monde antique, 1981, editor; 4 tomos.
 La présence et l'image, 1983, lección inaugural en el Collège de France.
 La vérité sur parole, 1988.
 Sur un sculpteur et des peintres, 1989.
 Entretiens sur la poésie, 1972-1990.
 Alberto Giacometti, Biographie d'une œuvre, 1991.
 Aléchinsky, les traversées, 1992.
 Remarques sur le dessin, 1993.
 Palézieux, 1994, con Florian Rodari.
 La Vérité de parole, 1995.
 Dessin, couleur et lumière, 1999.
 La Journée d'Alexandre Hollan, 1995.
 Théâtre et poésie: Shakespeare et Yeats, 1998.
77

 Lieux et destins de l'image, 1999.


 La Communauté des traducteurs, 2000.
 Baudelaire: la tentation de l’oubli, 2000.
 L'Enseignement et l'exemple de Leopardi, 2001.
 André Breton à l'avant de soi, 2001.
 Poésie et architecture, 2001.
 Sous l'horizon du langage, 2002.
 Remarques sur le regard, 2002.
 La Hantise du ptyx, 2003.
 Le Poète et «le flot mouvant des multitudes», 2003.
 Le Nom du roi d'Asiné, 2003.
 L'Arbre au-delà des images, Alexandre Holan. 2003.
 Goya, Baudelaire et la poésie, 2004, con textos de Jean Starobinski.
 Feuilée, con el artista Gérard Titus-Carmel, 2004.
 Le Sommeil de personne, 2004.
 Assentiments et partages, 2004, exposición en el Musée des Beaux-Arts de
Tours.
 L'Imaginaire métaphysique, 2006.
 Goya, les peintures noires, 2006.
 La stratégie de l'énigme, 2006.
 Dans un débris de miroir, 2006.
 L'Alliance de la poésie et de la musique, 2007.
 Ce qui alarma Paul Celan, 2007.
 La Poésie à voix haute, La Ligne d'ombre, 2007.
 L'amitié et la réflexion, 2007.
 André Mason, la liberté de l'esprit, 2007.
 Le grand espace, 2008.
 Notre besoin de Rimbaud, 2009.
 Deux Scènes, 2009.
 Pensées d'étoffe ou d'argile, Coll. Carnets, L'Herne, 2010
 Genève, 1993, Coll. Carnets, L'Herne, 2010

Tomado de Wikipedia
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Muestrario de Poesía

1. La eternidad y un día y otros poemas / Roberto Sosa 32. Nunca de ti, ciudad y otros poemas / Czeslaw Milosz
2. El verbo nos ampare y otros poemas / Hugo Lindo 33. El barco en llamas y otros poemas / Jaroslav Seifert
3. Canto de guerra de las cosas y otros poemas / Joaquín 34. Uno escribe en el viento y otros poemas / Gonzalo
Pasos Rojas
4. Habitante del milagro y otros poemas / Eduardo 35. El animal que llora y otros poemas / Antonio
Carranza Gamoneda
5. Propiedad del recuerdo y otros poemas / Franklin Mieses 36. Los andamios del mundo y otros poemas / Ledo Ivo
Burgos 37. Dominican Style y otros poemas / Alexis Gómez Rosa
6. Poesía vertical (selección) / Roberto Juarroz 38. Poesía francesa actual / Muestra de 40 autores
7. Para vivir mañana y otros poemas / Washington 39. Número equivocado y otros poemas / Wislawa
Delgado. Szymborska
8. Haikus / Matsuo Basho 40. Desde la república de la conciencia y otros poemas /
9. La última tarde en esta tierra y otros poemas / Mahmud Seamus Heaney
Darwish 41. La tierra giró para acercarnos y otros poemas /
10. Elegía sin nombre y otros poemas / Emilio Ballagas Eugenio Montejo
11. Carta del exiliado y otros poemas / Ezra Pound 42. Secreto de familia y otros poemas / Blanca Varela
12. Unidos por las manos y otros poemas / Carlos 43. Tal vez no era pensar y otros poemas / Idea Vilariño
Drummond de Andrade 44. Bajo la alta luz inmerso y otros poemas / Mariano
13. Oda a nadie y otros poemas / Hans Magnus Brull
Enzersberger 45. Las ocupaciones nocturnas / Jorge Enrique Adoum
14. Entender el rugido del tigre / Aimé Césaire 46. La gruta de las palabras y otros poemas / Vladimir
15. Poesía árabe / Antología de 16 poetas árabes Holan
contemporáneos 47. La vida nada más, la sola vida y otros poemas /
16. Voy a nombrar las cosas y otros poemas / Eliseo Diego Gastón Baquero
17. Muero de sed ante la fuente y otros poemas / Tom 48. El futuro empezó ayer / Luis Cardoza y Aragón
Raworth 49. Los errores necesarios y otros poemas / Joaquín
18. Estoy de pie en un sueño y otros poemas / Ana Istarú Giannuzzi
19. Señal de identidad y otros poemas / Norberto James 50. Jardín de Piedra / Fernando Ruiz Granados
Rawlings 51. Hablar desde la inseguridad / Rafael Cadenas
20. Puedo sentirla viniendo de lejos / Derek Walcott 52. El hombre acorralado y otros poemas / Luis Alfredo
21. Epístola a los poetas que vendrán / Manuel Scorza Torres
22. Antología de Spoon River / Edgar Lee Masters 53. Territorios Extraños /José Acosta
23. Beso para la Mujer de Lot y otros poemas / Carlos 54. Cuadernos de Voronezh / Osip Mandelstam
Martínez Rivas 55. La traición de los sueños / Francisco de Asís
24. Antología esencial / Joseph Brodsky Fernández
25. El hombre al margen y otros poemas / Heberto Padilla 56. Quemaremos los días por venir / Radhamés Reyes-
26. Réquiem y otros poemas / Ana Ajmátova Vásquez
27. La novia mecánica y otros poemas / Jerome 57. Sobre toda palabra / Rafael Guillén
Rothenberg 58. Días de Carne / César Sánchez Beras
28. La lengua de las cosas y otros poemas / José Emilio 59. Bajo la noche enemiga y otros poemas / Ulises
Pacheco Varsovia
29. La tierra baldía y otros poemas / T.S. Eliot 60. La imperfección es la cima / Yves Bonnefoy
30. El adivinador de hojas y otros poemas / Odysseas
Elytis
31. Las ventajas de aprender y otros poemas / Kenneth
Rexroth
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Colección

Muestrario de
Poesía
2010

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