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Mi padre habrá leído la historia en algún lado —relató Nimi Tai—.

Había una vez, en


Kazán, un niño llamado Volodia Uliánov, quien junto con sus hermanos tenía la costumbre
de pasar de su casa al jardín por las grandes ventanas, ruta más directa que la de salir por la
puerta y dar la vuelta a la construcción. Su abuelo, en vez de prohibir esta práctica,
construyó un escaño a los pies de las ventanas con el fin de aminorar los riesgos.
Nadie de la familia sino mi padre conocía este relato y a nadie lo comunicó cuando cimentó
también una grada de concreto bajo nuestro ventanal. No obstante, yo jamás practiqué esa
forma específica de la fuga.
Años después, los grandes incendios bajaron por la California quemando las casas de
madera, como la nuestra. Sólo quedó la grada. Recuerdo a mi padre sentado en ella, entre
las ascuas aún humeantes. Todos sus trabajos perdidos, excepto el émulo de la grada de
Lenin Uliánov, que al menos le permitió sentarse para descansar luego de luchar en vano
contra el incendio.

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