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Un corazón inquieto

Bernardo Prieto

El rabino Abraham J. Heschel, en su estudio sobre los profetas, contrapone la imagen del sabio estoico
(homo apathetikos) con la imagen del profeta bíblico (homo sympathetikos). Para el rabino, a diferencia del
sabio estoico –que trata de alejarse precisamente de las pasiones y los sentimientos intensos–, el profeta se
caracteriza por sentir y gustar internamente del pathos de Dios. Para Abraham J. Heschel este pathos habita
la vida interna del profeta y “como una tormenta en el alma (…) toma posesión de su corazón y de su mente,
dándole el coraje para actuar en el mundo”.

Más adelante, el rabino escribe que esta simpatía “significa vivir con otra persona”. Para Abraham J.
Heschel la simpatía es la apertura del alma a lo trascedente; una “cooperación activa” que, a diferencia de
una “subordinación silenciosa”, permite “la armonía del alma con las preocupaciones de Dios”. Por esto
mismo, la simpatía se puede expresar como “un estado en el cual una persona está abierta a la presencia de
otra”. El rabino entonces sentencia: “por lo tanto, la simpatía tiene una estructura dialogal”.

Esta pequeña reflexión –sobre la naturaleza fenomenológica de la profecía– sirve para presentar la obra de
Joshep Ratzinger. Obra que se caracteriza por su fuerza dialógica: por su simpatía con el pathos de Dios.
La obra de Ratzinger entonces trata de presentar a este Dios vivo para que, como creyentes, aprendamos a
reconocerlo y vivir con Él. No obstante, a través de esta presentación es fácil circunscribir el interés de la
obra de Ratzinger a un ámbito religioso sino estrictamente católico ¿Qué interés puede guardar la obra del
antes prefecto de la “Congregación para la Doctrina de la Fe”?

La “cualidad simpática” de la obra de Ratzinger resuena, sin embargo, proféticamente en nuestros tiempos
y nos invita a confrontar, justamente, los límites de poder y el conocimiento humano. No por nada,
Ratzinger, en un texto sobre la naturaleza del hombre, escribe que: “Todos nosotros (…) somos ese primer
Adán, es decir, el ser de la arbitraria soberanía y autoafirmación, que no es más que autodestrucción”, pero,
aunque esta naturaleza desvirtuada no extinga “la ya mencionada dignidad del hombre”, nos recuerda que
“no somos en absoluto capaces de producir por nuestra propia cuenta el futuro del hombre, pues este es lo
esencialmente no productible”.

Las palabras de Ratzinger pueden ser discernibles en un contexto propiamente filosófico. La miseria de la
humanidad –la historia que, para el ángel de W. Benjamin, se presenta como “una catástrofe única que
amontona ruina sobre ruina y la arroja a sus pies”– nos plantea tenazmente la pregunta abierta sobre nuestra
naturaleza. El ángel de W. Benjamin, sin embargo, no puede detenerse y trata en vano de “despertar a los
muertos y recomponer lo despedazado, pero desde el Paraíso sopla un vendaval que se enreda en sus alas
(…) –y– le empuja imparable hacia el futuro al que él vuelve la espalda”.

En este texto Ratzinger nos recuerda que Cristo es el segundo Adán ya redimido y que: “la nueva del Cristo
crucificado manifiesta que la salvación del hombre solo acontece cuando, y solo cuando, y donde él esté
dispuesto a renunciar a su soberanía para orientarse hacia los valores sometidos y vulnerables: la verdad y
el amor; recién allí entrará en su verdadero reino. Solo cuando abandona la primera actitud (…) y la
reemplaza con una orientación fundamental hacia la entrega, es que se hace realmente hombre; recién la
segunda humanidad es la verdadera humanidad, el llegar a ser hombre del hombre”. Por lo tanto, solo Cristo
puede aplacar el vendaval que nos aleja de Edén y, como verdadero vencedor de la muerte, solo Él puede
llamar a los muertos y recomponer lo despedazado.

El texto de Ratzinger, comprendido con un amplitud y seriedad, dialoga con la filosofía, la política y la
historia ¿No es esta una interpelación a la famosa afirmación de Nietzsche de que el único personaje digno
en el Evangelio es Pilatos? ¿No es esta una respuesta a la afirmación de Hegel sobre la expulsión del paraíso
como una “culpa feliz”? ¿No es este “llegar a ser hombre del hombre” la misma inquietud que se encuentra
detrás del “Dasein” de Heidegger? ¿Acaso este texto no es una interpelación a las limitaciones de una ética
del deber, autosuficiente y voluntarista, derivada de una interpretación exaltada de Kant? ¿Acaso este texto
no responde a las reflexiones mesiánicas planteadas por Bloch, Schmitt y W. Benjamin? ¿Acaso este texto
no nos recuerda, con tristeza y lamentación, la sangrienta historia del siglo XX? Ratzinger como un buen
profesor sabe sintetizar y ofrecernos, con una prosa clara y luminosa, las cuestiones más profundas y
difíciles que rondan infatigablemente nuestro corazón inquieto.

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