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Durante el siglo XIX, H. Daumier llevó a cabo la crítica más devastadora de la Justicia
en la forma de sátira. La caricatura, se sabe por lo menos desde Kant, encierra la
exageración de lo característico, y el mérito imperecedero del artista fue para el notable
jurista Gustav Radbruch, ministro de Weimar, luego profesor proscripto por el nazismo,
poner en evidencia las tipologías del pathos judicial: “la venalidad, la ceguera, la
insensatez y la indiferencia de los jueces; la codicia y la sofistería de los abogados”.
Ciento cincuenta años más tarde, la misma desilusión puede surgir en la primera
experiencia directa que un ciudadano tenga con el “palacio”, a poco de tropezarse con
un sistema incomprensiblemente barroco y una maquinaria que impone un tiempo
interminable para la decisión de los conflictos. Mas aún: cualquiera lo observará como
un poder demasiado autoritario, excesivamente burocrático, con prerrogativas
antigualitarias, poco abierto a la diversidad de las dinámicas sociales y calcado sobre un
modelo que pudo haber funcionado para el país de otro tiempo y de otro modo.
Cuando todos aquellos que no tienen los conocimientos, los ingresos o las influencias
necesarias constatan que no están en condiciones de hacer valer sus derechos,
desaparece el sentimiento de equidad que es la base de la legitimidad del Poder Judicial.
El mayor desafío de una transformación quizás sea poner a los jóvenes agentes en el
centro de la estructura de cambio. Requiere la adaptación del personal existente a una
radical revisión de sus enfoques, para convertirlos en la punta de lanza de una reforma
que debe ser estructural. Luego, demanda construir una política de formación inicial y
capacitación permanente, en donde nada es ajeno a las misiones comunitarias de
universidades y centros de estudios, fundamentalmente aquellos ubicados en las
periferias de la gran urbe.
Fecha: 24/02/2013
Fuente: Página 12