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CONSIGNAS:
1. Conceptualice el término pubertad y explique sus características en el
desarrollo de los sujetos según su genitalidad (varón – mujer).1
2. Describa una evolución en la historicidad del término adolescencia, ¿Por
qué se la considera como una construcción social?1
3. ¿Cómo es vista la adolescencia en la sociedad actual?1
Moratoria social y vital
1. Extraer los conceptos relevantes sobre, juventud, generación, moratoria
social, género, características del joven.2
2. Describir los signos de juvenilización.
3. Actualmente, ¿quién es el joven? ¿Cómo es su imagen? ¿qué
características presenta? ¿cómo se vinculan?
4. Caracterice los modos de vinculación del sujeto adolescente y su proceso
de identificación en relación al impacto tecnológico.3
5. Investigar sobre las representaciones sociales sobre el adolescente y su
impacto en la comunicación del docente.
6. Explicar la concepción antropológica de la adolescencia y la juventud y la
conformación de las nuevas generaciones desde la perspectiva del
género.4
7. ¿Qué se entiende por juventud como construcción social?5
8. Como se produce la construcción de la subjetividad en la escuela.6
9. Sintetice el desarrollo ontogénico en función del proceso de
escolarización de los sujetos.7
La adolescencia, concebida como etapa de transición social entre la infancia y la adultez social,
no es un hecho universal que se dé o se haya dado en todas las sociedades humanas. Como
veremos más adelante, hay culturas en las que los individuos pasan de ser considerados
socialmente niños a ser tratados socialmente como adultos sin pasar por esa transición social
relativamente dilatada que denominamos adolescencia. estas sociedades tienen sus propias
soluciones para algo que es una necesidad común en todas las culturas humanas: diferenciar
quién es socialmente un adulto, con toda su constelación de derechos y deberes, y quién es
todavía un niño, necesitado de protección y carente de los derechos y los deberes propios de
los adultos en esa sociedad.
Un hecho universal que sí se ha dado en todas las sociedades a lo largo de la historia y que se
sigue dando en todas ellas en la actualidad es la existencia de púberes, es decir, de personas
que están viviendo ese proceso de cambios relativamente rápidos que se dan entre la infancia
biológica y la adultez biológica. La pubertad es una etapa biológica universal en la especie
humana y tiene su equivalente en todas las demás especies de mamíferos. en el caso de los
seres humanos, este proceso de varios años adopta características que son esencialmente las
mismas en todos los sujetos, salvo casos excepcionales debidos a algún factor (endógeno o
exógeno) que impida su normal desarrollo. Es relativamente frecuente encontrar en los textos
de psicología y en los libros de divulgación psicológica dos errores en relación con la pubertad
que merecen ser destacados aquí por su relevancia. el primero, concebir la pubertad más
como un hecho puntual que como un proceso biológico que se prolonga varios años. el
segundo, considerar que tiene implicaciones psicológicas preferentemente negativas. Según
esta visión, que ha circulado por numerosos textos psicológicos desde hace más de un siglo, el
púber sería por lo general una persona inestable, en permanente conflicto personal y con
tendencia a la rebeldía respecto a las figuras de autoridad de su entorno, merece la pena que
recapacitemos sobre ambos aspectos en relación con el fenómeno biológico de la pubertad
antes de que profundicemos en la comprensión de la adolescencia como fenómeno social.
En ambos sexos, la pubertad supone la transformación del cuerpo infantil en el cuerpo adulto
de la mujer o del hombre. Para ello se va siguiendo una secuencia de cambios que está
genéticamente programada, aunque en cada sujeto adopta sus características peculiares, en
función de su específica dotación genética, en función también de su particular historia
personal y en función de factores ambientales que, de una forma u otra, pueden afectar al
desarrollo puberal (por ejemplo, la alimentación). esta secuencia de cambios, que por término
medio dura aproximadamente cuatro años en la mujer y cinco en el varón (Tanner, 1978),
tiene una lógica biológica clara y trasciende, con mucho, a determinados cambios puntuales,
como puede ser, en el caso de las chicas, la menarquía o primera menstruación.
La pubertad en las chicas no se ciñe a la primera menstruación, aunque sin duda la menarquía
es un hecho único en la vida de cualquier mujer, que tiende a quedar grabado en su memoria y
suele estar cargado de particulares significados sociales y personales. Tampoco puede
afirmarse que la pubertad en las chicas comience con la menarquía. Investigadores como
Tanner (1978) han estudiado cuidadosamente este proceso y describen con precisión cómo los
primeros síntomas de la pubertad en las chicas suelen ser el inicio del crecimiento de los senos
(en una edad que por lo general oscila entre los ocho y los trece años) y el inicio del
crecimiento acelerado de la estatura o “estirón” (que por término medio entre las púberes
británicas comienza en torno a los 9,5 años, pero que también presenta una gran variedad
interindividual en el calendario). La menarquía suele aparecer años más tarde, cuando está
próxima a finalizar la pubertad. en el estudio de Tanner, la edad media de la menarquía eran
los 13 años, aunque algunas de las chicas que estudió tuvieron su primera menstruación a los
10,5 años y otras no iniciaron su ciclo menstrual hasta los 15,5 años. datos más recientes
señalan que, entre las estudiantes europeas y norteamericanas de 15 años, el 97% ha tenido
ya la menarquía (el 64%, a los 12 ó 13 años; el 16%, entre los 9 y los 11; el 20%, con más de 13
años) (Currie y németh, 2004).
La pubertad en las chicas no puede comenzar con la menarquía por razones estrictamente
biológicas. no tendría ningún sentido que la fertilidad llegase a una mujer antes de que otros
cambios biológicos (como el ensanchamiento de la pelvis) comenzaran a hacer viable una
posible gestación, el parto y el posterior amamantamiento, en los chicos la pubertad tampoco
constituye un hecho puntual. a lo largo de un periodo que de promedio se inicia en torno a los
11 años y finaliza hacia los 16 (Tanner, 1978), su cuerpo se va haciendo apto para la
fecundación, adquiere los caracteres sexuales secundarios propios del varón y termina
alcanzando la talla adulta. al igual que en el caso de las chicas, todo este proceso está regulado
hormonalmente y gobernado en último término por la hipófisis y otras estructuras cerebrales
(Rice, 1995; Villee, 1974).
Las connotaciones psíquicas de la pubertad son de origen biológico, pero están teñidas por lo
social. Las influencias sociales pueden provocar que los púberes de una determinada sociedad
tiendan a vivir cada uno de los cambios puberales que perciben en ellos mismos con
indiferencia, con satisfacción, con preocupación o incluso con una profunda repulsa. ello se
aplica, por ejemplo, a cómo se vive la aparición de la fertilidad. Los antropólogos han
constatado una gran heterogeneidad cultural en la forma en que la comunidad donde reside
una púber reacciona frente a su menarquía (véase, por ej., Barfield, 2001; Hoebel, 1973;
markstrom e Iborra, 2003). muy probablemente la reacción social que la púber capte en su
entorno respecto a su primera menstruación va a determinar cómo ella misma viva este hecho
biológico. El peso de las influencias sociales en la vivencia de la pubertad conlleva que, en la
medida en que esas influencias sean distintas entre unas sociedades y otras, haya también
heterogeneidad cultural en cómo los miembros de esas sociedades tienden a vivir su propia
pubertad y, en general, en las repercusiones psíquicas de ésta. en todo caso es importante que
analicemos las implicaciones psíquicas de la pubertad sin adoptar una perspectiva
etnocéntrica, evitando suponer que lo que observamos en nuestro entorno es lo normal en los
seres humanos y debe por lo tanto darse en todas las culturas.
Hay al menos dos grandes razones para considerar que la pubertad no puede tener
implicaciones preferentemente negativas.
en primer lugar, biológicamente ninguna especie de mamíferos puede forzar a una crisis
sostenida a los individuos que están próximos a ser adultos. ello les detraería muchas energías
en la exploración del entorno y en el ejercicio de habilidades necesarias para la supervivencia.
más bien al contrario: el mamífero que se va haciendo adulto debe encontrar cierto placer en
ejercitar sus habilidades, en conocer su entorno y en desarrollar su autonomía, aunque
inevitablemente también se va a encontrar con algunos límites frustrantes en esa transición
hacia la madurez biológica. en el caso de los seres humanos, parece claro que difícilmente
hubiéramos sobrevivido como especie y menos aún con un papel tan dominante si, por propia
naturaleza, el proceso biológico de hacerse adulto necesariamente fuera fuente continua de
tensión y de frustraciones.
La segunda razón estriba, ya centrándonos en los seres humanos, en que el púber va ganando
capacidad día a día en muy diversos dominios (autonomía física, fuerza, ejecución adecuada de
diversos tipos de movimientos y capacidad de comprensión del entorno, entre otros). en cierta
forma, la pubertad es una “explosión de poder”, de creciente capacidad en muy diversos
ámbitos. ello necesariamente tiende a producir satisfacción, salvo en casos muy peculiares.
Lograr la plenitud biológica no puede deprimirnos, preocuparnos o ponernos en tensión con
nosotros mismos.
Tras estas consideraciones preliminares, podemos plantearnos cuáles son, más en concreto,
las implicaciones psíquicas de la pubertad. ante la ausencia de estudios transculturales que
hayan investigado este tema de manera sistemática, optaremos por adentrarnos en él a través
de la reflexión lógica. Lo que se expone a continuación son probables connotaciones psíquicas
de la pubertad, pero, como ya se ha apuntado, las influencias sociales en una determinada
sociedad pueden provocar que algunas de ellas difícilmente afloren entre sus púberes. el
desarrollo físico inherente a la pubertad conlleva objetivamente un aumento de la capacidad
de trabajo en el púber. así, el desarrollo esquelético, el desarrollo muscular, los avances en las
habilidades motrices y otros progresos facilitan que el púber tenga una capacidad creciente de
cooperar físicamente en trabajos que se ejerzan en su comunidad (de tipo doméstico, agrícola,
ganadero, etc.). Si su familia u otros componentes de su comunidad estimulan (o al menos,
permiten) que efectivamente ejerza estas actividades físicas productivas, es probable que este
aumento de la capacidad de trabajo se traduzca también en una conciencia de mayor utilidad y
en una creciente valoración social. Todo ello, a su vez, puede redundar en una mejor
autoestima. ese mismo desarrollo físico que permite al púber trabajar más y mejor, les
confiere también una creciente autonomía respecto a sus progenitores y, en general, respecto
a su familia. La pubertad conlleva una menor dependencia de las figuras parentales para
subsistir en el día a día y desenvolverse en el entorno natural y social donde el púber se
desarrolla. en último término, la pubertad significa una mayor capacidad de supervivencia.
Todo ello apenas se hace visible hoy en día en las sociedades donde predominan periodos de
escolarización muy prolongados, pero no por eso deja de ser una implicación probable de la
pubertad. en línea con lo anterior, la pubertad igualmente conlleva una creciente capacidad de
exploración del entorno físico. explorar el medio natural, conocerlo y en cierta forma tratar de
dominarlo es algo que probablemente ha caracterizado a los seres humanos desde el origen de
la especie. esa exploración, aunque no está exenta de riesgos, normalmente ha redundado en
un mejor desarrollo individual y colectivo. el desarrollo físico puberal también supone un
incremento de la capacidad neuronal de manejar información, si el contexto es estimulante y
si el encéfalo puede desarrollarse en buenas condiciones físicas (con un adecuado aporte de
nutrientes y de oxígeno, sin la exposición a productos tóxicos que impliquen riesgo de daño
cerebral, etc.). La pubertad es un periodo crítico en la maduración encefálica, aunque
probablemente el desarrollo del área prefrontal del lóbulo frontal y de otras estructuras
cerebrales que son soporte de los procesos cognoscitivos superiores continuará más allá de la
pubertad (Portellano Pérez, 2005). ese mayor potencial neuronal de manejar información abre
enormes posibilidades intelectuales, pero la materialización o no de éstas dependerá en gran
medida de las características del contexto sociocultural en que se desarrolle el púber
(incluyendo aquí tanto el entorno macrosocial como los contextos microsociales en que
cotidianamente se desenvuelva), así como de las peculiaridades de su dotación genética y de
su propia historia personal. en absoluto podemos suponer, por ejemplo, que los púberes
alcanzarán la capacidad de razonamiento abstracto de tipo científico que Piaget denominaba
“pensamiento formal”. algunos estudios posteriores a los trabajos de Inhelder y Piaget (1955)
han puesto de manifiesto que el pensamiento formal es un logro cultural altamente
especializado y en general minoritario; al parecer, sólo es una capacidad relativamente
extendida entre los adolescentes que han seguido prolongados años de escolaridad de tipo
occidental y, dentro de ella, se han beneficiado de estilos educativos que potencien el trabajo
en equipo, la capacidad de crítica y la autonomía intelectual (Lutte, 1991; Keating, 1993)
Esos cambios corporales tan rápidos y notables necesariamente tienden a provocar que el
púber preste atención a los mismos. alguien que está con los ojos abiertos tratando de
comprender el mundo, no puede dejar de ser observador de sus propios cambios corporales,
que además muy probablemente son objeto de comentario por parte de personas relevantes
de su entorno. el púber tiende pues, a prestar atención a sus propios cambios físicos, pero
también puede tratar de promover algunos de ellos. es posible que sienta interés por
experimentar sus nuevos límites (“voy a ver si ya soy capaz de...”) y que sienta deseos de
potenciar su desarrollo biológico, a través del ejercicio físico.
La pubertad suele conllevar un reajuste en las relaciones sociales. a ello contribuyen los
propios cambios somáticos (con sus correlatos de mayor autonomía física, mayor capacidad de
exploración y la atracción sexual), así como la probable ampliación del círculo de relaciones
personales. Igualmente, la pubertad facilita cambios en los roles sociales (por ejemplo,
adoptándose un papel más activo en el cuidado de familiares o en la economía familiar).
Para terminar esta breve descripción de las implicaciones psíquicas probablemente inherentes
a la pubertad, podemos preguntarnos si ésta tiende a conllevar cambios en el auto concepto y
en la identidad personal. antes de abordar estas cuestiones, conviene explicitar, aunque sea
brevemente, cómo conceptúa el autor los términos “auto concepto” e “identidad”.
Podemos definir el auto concepto como el conjunto de características con que la persona se
describe a sí misma o, expresado, en otros términos, como la autopercepción de las
principales características personales. el auto concepto equivale a la respuesta que el propio
sujeto se haría ante la pregunta “¿Cómo soy yo?”. La identidad, por su parte, está constituida
por los rasgos más esenciales y estables del auto concepto, es decir, por el núcleo del auto
concepto. Son rasgos que resultan esenciales desde la perspectiva del propio sujeto, aunque
no hay que olvidar que dicha perspectiva está moldeada socialmente. Son a su vez rasgos que
tienden a permanecer y que, en cierta forma, sintetizan la propia historia personal. La
identidad viene a ser la respuesta a la pregunta “¿Quién soy yo?”. Ya que tiene una faceta
colectiva, y no sólo individual, engloba también la respuesta a la pregunta “¿Quiénes somos
nosotros?”. el que en la definición de la propia identidad pesen más los aspectos individuales o
los colectivos depende fundamentalmente del tipo de cultura en que la persona se ha
desarrollado.
Tanto la construcción del auto concepto como la de la propia identidad resultan procesos
complejos y prolongados (no necesariamente conscientes), que directa o indirectamente se
realizan siempre en interacción social. en estos procesos se van combinando, como elementos
fundamentales, la asimilación de comentarios y reacciones afectivas de personas del entorno,
la asimilación de creencias y valores sociales, y las observaciones y vivencias del propio sujeto.
Como ya se ha apuntado, la pubertad conlleva casi inevitablemente cambios en facetas del
auto concepto relacionadas con la propia autopercepción física. algunos cambios somáticos
son tan llamativos que no pueden pasar desapercibidos al propio sujeto ni a las personas de su
entorno, que muy probablemente harán comentarios que, de una forma u otra, contribuirán a
modificar aspectos del auto concepto físico.
La identidad, por su propia naturaleza, tiende a ser más estable que el conjunto del auto
concepto, pero aun así tiende a sufrir modificaciones a lo largo del ciclo vital, especialmente
cuando se producen cambios significativos en la posición social. La pubertad per se no conlleva
necesariamente cambios en la identidad personal, pero, ya que en general las sociedades
humanas introducen cambios sustanciales en el trato con las personas a partir de su pubertad
o en paralelo a su pubertad, resulta probable que, de facto, la pubertad lleve aparejada
cambios en la identidad personal.
Todas las sociedades necesitan diferenciar quién es socialmente un niño y quién es un adulto,
que debe ya asumir las responsabilidades que le corresponden y puede gozar de las
prerrogativas propias de los adultos en esa sociedad. Con este propósito, a lo largo de la
historia de la humanidad se han utilizado una gran diversidad de fórmulas sociales que, de una
forma u otra, permiten establecer una distinción social clara entre quiénes están todavía en la
infancia y quiénes están ya en la adultez social. en algunas culturas se ha optado por una
transición social rápida entre ambas etapas vitales, a través de rituales de transición a la
adultez, también denominados ritos de paso puberales. en otras, en cambio, se ha ido
generando una transición social mucho más lenta entre ambos estadios vitales, creando una
etapa intermedia: la adolescencia. Sin embargo, cuando una sociedad opta por ir definiendo
itinerarios relativamente prolongados de transición entre la infancia y la adultez, es decir,
cuando genera la adolescencia como etapa intermedia, no necesariamente renuncia a los ritos
de transición puberales, pero éstos juegan en ese caso un papel diferente (mucho más
secundario) que en las sociedades donde no existe la adolescencia.
analicemos ahora en qué consisten y cuál es la función social y el significado personal de estos
rituales de transición a la adultez.
Los rituales de transición a la adultez son sólo uno de los tipos de ritos de paso que existen o
han existido en la humanidad. Los rituales de transición se utilizan socialmente cuando las
personas cruzan determinadas líneas divisorias en el espacio, en el tiempo o en la posición
social (Buckser, 2001). Son ceremonias que normalmente tienen lugar en torno a los grandes
acontecimientos vitales, como el nacimiento, la pubertad, el matrimonio o la muerte,
“transportando” a los individuos de una posición social a otra (markstrom e Iborra, 2003).
aparte de los rituales de transición, las culturas humanas han ido generando una gran riqueza
de otros tipos de rituales, con finalidades muy diversas. Comúnmente los antropólogos utilizan
el término “ritual” para designar cualquier actividad con un alto grado de formalidad y con un
propósito no utilitario (Buckser, 2001). en general se denomina ritual cualquier costumbre o
práctica solemne y festiva de significado religioso o social (dorsch, 2002).
Los ritos de paso puberales pretenden conectar el cambio físico con cambios previstos en los
roles sociales (van Gennep, 1908/1986). Un buen ejemplo de ello lo tenemos en la ceremonia
que siguen las púberes de la sociedad navaja, en Norteamérica, en su primer o segundo ciclo
menstrual, denominada “kinaaldá”. el pueblo navajo considera que la menarquía no debe ser
vivida con vergüenza y ansiedad, sino que más bien debe ser motivo de felicidad y regocijo.
Coincidiendo con el inicio de su fertilidad, la púber es sometida a una prolongada ceremonia
de cuatro días que, de acuerdo con sus creencias, fundamentará el adecuado desarrollo del
resto de su ciclo vital. durante la ceremonia, la púber, vestida con un traje especial que
simboliza su separación de la infancia, debe ir realizando diversas actividades cuyo significado
entronca con aspectos nucleares del sistema de creencias de los navajos, al mismo tiempo que
denotan la adquisición de destrezas físicas necesarias para la mujer adulta y refuerzan
colectivamente la identidad cultural navaja. Una de estas actividades es la preparación ritual
de una tarta de maíz, cereal que en diversas culturas indígenas americanas simboliza la
fertilidad y la vida. Una mentora adulta elegida por la familia de la muchacha (“la mujer Ideal”)
sirve de guía a la púber a lo largo de estos rituales, en los que también participan otras adultas
que exhortan e instruyen a la chica, así como un “hombre-médico” que la acompaña durante
los continuos cantos de la cuarta noche. al término de los cuatro días, la iniciada es
considerada adulta a todos los efectos sociales, aunque necesitará aún el apoyo informal de
mujeres con más experiencia hasta adquirir plena destreza en las habilidades propias de las
mujeres adultas en la sociedad navaja (markstrom e Iborra, 2003).
En las sociedades que utilizan este tipo de rituales para condensar en pocos días los aspectos
más formales del proceso de hacerse adulto, los ritos de paso puberales suponen una
transición estructurada y rápida a la adultez con pleno apoyo social. Resultan itinerarios
factibles para la generalidad de los púberes de la sociedad en cuestión, aunque también les
requieran esfuerzo o preparación y, a veces, ciertas dosis de valor.
Para la comunidad que los ha ido educando como niños y que ahora los va a acoger como
adultos, estos rituales son procesos que resultan muy útiles, porque cumplen importantes
funciones sociales, que podríamos sintetizar en los siguiente puntos: 1) diferencian
socialmente la infancia de la adultez de una manera clara; 2) permiten una transición social
rápida entre ambas etapas; 3) guían a la púber o al púber en su paso a la adultez; 4) hacen
visible el significado de las características de que deben gozar las adultas o los adultos de esa
sociedad; 5) transmiten con claridad a los nuevos adultos información sobre cómo su
comunidad espera que se comporten a partir de ese momento; 6) ayudan a los demás
miembros de la comunidad a reajustar sus relaciones con el nuevo adulto; y 7) refuerzan la
identidad cultural de esa sociedad.
Estas dos últimas funciones no son específicas de los rituales de transición a la adultez, sino
que también son compartidas por otros tipos de rituales. así, se considera que todos los ritos
de paso (no sólo los puberales) subrayan el cambio en la posición social del sujeto que vive la
transición, lo que permite que tanto el afectado como los demás presentes se incorporen a los
respectivos nuevos roles y relaciones (Buckser, 2001). a su vez, de una forma u otra, todos los
rituales tienden a reforzar la identidad cultural de la sociedad donde se producen. en 1915,
durkheim vio incluso en el ritual la fuente misma de la sociedad, sosteniendo que era
reuniéndose con otros en el ritual como el hombre primitivo experimentaba su pertenencia a
la sociedad y sentía la “efervescencia colectiva” que mantenía la solidaridad comunal (cit. por
Buckser, 2001).
el significado individual de este tipo de ceremonias para los propios púberes, si se sienten
plenamente identificados con su cultura y han sido educados para valorar la transcendencia
social y los aspectos simbólicos del ritual, puede probablemente concretarse en dos aspectos
fundamentales. en primer lugar, implican un cambio en la identidad personal, ya que a lo largo
de la ceremonia han vivido un profundo proceso de transformación interior que, en paralelo
con el cambio en la forma de percibirlos que ha ido siguiendo su comunidad durante dicho
ritual, hace que “renazcan” tras la ceremonia como genuinos adultos de su sociedad. Un
elemento adicional que puede enfatizar este cambio de identidad es la adscripción de un
nuevo nombre al iniciado, como en ocasiones ocurre, por ejemplo, en la ceremonia “kinaaldá”
antes descrita. en segundo
lugar, al ya iniciado se le abren, en el terreno práctico, todas las posibilidades de las que gocen
los adultos de su género en esa sociedad (familiares, económicas, asociativas, jurídicas,
políticas, religiosas o de otra índole). a lo anterior habría que añadir las profundas vivencias
personales que se hayan ido teniendo a lo largo de la experiencia, que probablemente
quedarán grabadas en el recuerdo para siempre. el contenido de estos recuerdos va a
depender, lógicamente, del tipo concreto del ritual, de las vicisitudes que se hayan dado en su
desarrollo, de las peculiaridades de la personalidad del afectado y de cómo logre integrar una
experiencia tan intensa en su propio proyecto de vida, entre otros factores.
Interesa observar que el cambio de identidad que se produce a lo largo de este proceso ritual
no se ajusta en algunos aspectos fundamentales al modelo interpretativo descrito por erikson
(1968, 1973) en relación con el cambio de identidad en la adolescencia en las sociedades
modernas. aquí el gozar de una identidad adulta socialmente reconocida es fruto del intenso y
breve proceso vivido a lo largo del ritual, no el logro final después de años de exploración y de
identificaciones transitorias a lo largo de la adolescencia.
este tipo de acceso a la etapa adulta contrasta notablemente, por su brevedad y formalización,
con el característico de las sociedades donde la transición a la adultez social tiene lugar
progresivamente a lo largo de la adolescencia. esta última, en tanto proceso prolongado y con
frecuencia más ambiguo y con menor apoyo social, tiende a resultar una transición más
compleja. es algo que analizaremos más adelante.
Condiciones sociales que permiten que el acceso a La adultez estribe en ritos de paso
puberales
Para que la transición social a la adultez pueda efectuarse a través de este tipo de rituales con
plena eficacia parecen necesarias unas determinadas características en la sociedad en
cuestión. Se exponen a continuación hipotéticamente cuáles pueden ser estas características.
en primer lugar, debe tratarse de pueblos con una organización social relativamente sencilla
(en comparación con las sociedades modernas), con una jerarquización social clara y con
escasa complejidad en los oficios adultos o en las labores propias de los adultos. estas
actividades pueden quizás requerir finas destrezas manuales, pero éstas pueden ser
adquiribles a través de la observación atenta de modelos adultos y de ejercicios repetidos, que
en muchos casos se habrán ensayado de manera lúdica en la propia infancia. Igualmente,
deben ser pueblos que valoren su propia identidad cultural y conserven arraigadas creencias
propias de su tradición. en estas sociedades deben además permanecer vivos los mecanismos
de transmisión cultural a las nuevas generaciones. escribió la antropóloga Margaret mead
(1970/1997) que “la continuidad de todas las culturas depende de la presencia viva de por lo
menos tres generaciones”. a esto se podría añadir que los ancianos y los adultos del entorno,
que sirven de referente cercano a los niños y a los púberes, deben gozar de prestigio para
ellos, estos pueblos, al tener roles adultos relativamente poco sofisticados (salvo en el caso de
figuras concretas de particular relevancia social) y al existir en sus comunidades (aldeas, etc.)
múltiples oportunidades de ir observando dichos roles durante la infancia, pueden sintetizar y
representar en un determinado ritual la transición social a la adultez. en realidad, estos
rituales han estado precedidos de años de educación formal o informal en la infancia respecto
a la cosmología de ese pueblo, su concepción de los roles adultos y otros aspectos de su
sistema de creencias y de su organización social. Probablemente van a estar seguidos además
de años de apoyo social informal, que facilitará que los nuevos adultos se hagan efectivamente
diestros en el ejercicio de las responsabilidades propias de su nueva posición social.
El que se den en una determinada sociedad las características antes descritas no significa que
necesariamente en ella el acceso a la adultez se efectúe mediante este tipo de ritos de
iniciación. Puede haber sociedades con estas características donde exista una genuina
transición adolescente, sin ritos puberales o teniendo éstos un papel muy secundario, como
veremos más adelante.
En torno al año 3.700 antes de A.C. comienza a desarrollarse la civilización sumeria en la Baja
Mesopotamia, en el territorio bañado por el Tigris y el Éufrates ya cercano al Golfo Pérsico
(Caballos y Serrano, 1988). Sobre el fondo de culturas anteriores se va creando una auténtica
civilización, con todos sus elementos característicos: una compleja organización social y
política; el establecimiento de ciudades y de estados; la creación de instituciones, de
obligaciones y de derechos; la producción organizada de alimentos, de vestidos y de
herramientas; la ordenación del comercio y de la circulación de los bienes de intercambio, así
como la aparición de formas monumentales de arte, además de la creación de un sistema de
escritura que permitía fijar y propagar el saber (Bottéro, 1973).
Los más antiguos testimonios escritos de la humanidad que han sido hallados son unas tablillas
de arcilla encontradas en un estrato de la ciudad sumeria de Uruk que corresponde
aproximadamente al 3.300 a.C. (Caballos y Serrano, 1988). el desarrollo del sistema de
escritura sumerio fue un proceso que duró siglos, con sucesivas evoluciones que han sido
estudiadas, entre otros, por Kramer (1973). Los signos cuneiformes eran al principio, pura y
simplemente, esquemáticas reproducciones de objetos. Cuando los sumerios se dieron cuenta
de que, con semejante procedimiento, primitivo y rudimentario, sólo podían representar
objetos concretos, pero no las abstracciones ni las acciones que sí permite expresar el lenguaje
hablado, tuvieron la idea de disociar, hasta cierto punto, en el signo su referencia semántica a
un determinado objeto y su pronunciación, su valor fonético en la lengua oral cuando se
pronunciaba la palabra que designaba el objeto en cuestión. así, según la ocasión, el
pictograma del objeto representaba propiamente dicho objeto o bien tenía un valor fonético
silábico, que podía combinarse con las representaciones de otras sílabas hasta formar frases
con cualquier idea (Bottéro, 1973). Los numerosos pictogramas originales (quizás 20.000,
según Caballos y Serrano, 1988) fueron siendo reducidos en número y, al mismo tiempo, se
fueron transformando en signos formados por trazos estilizados con un valor eminentemente
fonético (unos 300 en la época avanzada, según Bottéro, 1973). en definitiva, los sumerios
crearon un sistema de escritura eficaz pero mucho más complejo que el que permite nuestro
sencillo alfabeto de 28 letras.
Saber usar este sistema de escritura adecuadamente era todo un oficio: el de los escribas.
Éstos se contaban por millares en el conjunto de las ciudades-estado sumerias. Para formar a
los escribas, los sumerios idearon las primeras escuelas de las que hay constancia histórica
(Kramer, 1973). estas escuelas podrían ser más apropiadamente denominadas universidades,
como hace jean Bottéro (1973), ya que terminaron cumpliendo funciones muy similares a las
de las universidades modernas: la conservación del saber, la formación de profesionales
(eruditos, científicos, los propios escribas y los futuros profesores) y la creación científica y
literaria. Inicialmente las escuelas surgieron vinculadas a los templos y, como se ha indicado,
sólo con la finalidad de formar escribas. Con el paso de los siglos fueron ampliando su
cometido y, también, adquiriendo un carácter más seglar.
Se han localizado millares de tablillas que, de una u otra forma, nos proveen de información
sobre el sistema educativo sumerio: la organización de las escuelas, el tipo de alumnos, sus
actividades escolares, su vida cotidiana y la relación entre los profesores y los padres, entre
otros aspectos. algunos de ellos son de particular interés con vistas a conocer y comprender
como se articuló la adolescencia en esta sociedad.
Las tablillas con trabajos escolares (muy numerosas) muestran que la instrucción escolar
constaba de dos secciones principales: la primera daba una formación de carácter más
científico y memorístico, mientras que las segunda ofrecía una formación de tipo más literario
y creador. Los materiales escolares muestran la existencia entre los sumerios de notables
conocimientos de botánica, zoología, geografía, mineralogía y matemáticas, así como una
cierta riqueza literaria. el método pedagógico, del que no se dispone de mucha información,
parece muy basado en ejercicio repetido (copiar tablillas) y en la memorización de textos. Los
profesores combinaban el estímulo a los alumnos (“Has cumplido bien con tus tareas
escolares, y hete aquí que te has transformado en un hombre de saber”, le dice un maestro a
su alumno en uno de los relatos recogidos en estas tablillas) con una estricta disciplina escolar,
que incluía el frecuente uso del látigo (Kramer, 1973). La educación escolar comenzaba en la
infancia y duraba hasta bien avanzada la adolescencia, con estrictos horarios de mañana y
tarde, según puede colegirse de diversos textos sumerios.
La escolaridad surge, pues, en los albores de la historia (escrita) en el seno de una civilización
que, entre otros elementos, ha ido generando una compleja organización social, un patrimonio
cultural importante y una técnica que facilita su conservación y transmisión: la escritura. a su
vez, dentro de esa sociedad, es entre las familias de mayor nivel económico donde se ve
necesario que sus hijos varones se formen en la escuela en lugar de dedicarse a trabajar
manualmente desde edades precoces (transportando brazadas de juncos, arando la tierra,
etc.), como sí hacían sus coetáneos de menor nivel social.
Probablemente se van perfilando así dos formas de aprender a ser adulto y a hacer de adulto.
Una, propia de los hijos de los artesanos, campesinos y otras profesiones manuales, es
aprender los oficios adultos ejercitándolos desde edades precoces, quizás bajo la tutela
parental. La otra, propia de los hijos varones de profesionales que cultivan el uso de la palabra
(como los escribas) o que ostentan poder político, económico o militar, consiste en demorar
durante años la incorporación efectiva al trabajo para asistir a la escuela y ser formado en el
aprendizaje de la escritura, de las ciencias y de la literatura en el seno de una formación
reglada. esta demora en la incorporación a las responsabilidades adultas facilita, lógicamente,
el logro de una formación teórica y, en esa sociedad, una posición social más prestigiada o
poderosa en el futuro papel adulto.
Se constata, pues, que los hijos varones de las familias más poderosas son escolarizados
durante largos años, más allá del inicio de la pubertad, antes de poder gozar de las
prerrogativas de la adultez y de ejercer actividades profesionales exclusivas de los adultos. el
vivir esta prolongada transición hacia la adultez permite que los califiquemos como
adolescentes con toda propiedad.
no hemos localizado documentación en relación con el proceso que seguían las niñas sumerias
hasta convertirse en mujeres adultas.
El privilegio de estos hijos varones de familias acomodadas de ser liberados por sus padres de
los trabajos manuales habituales entre los niños y púberes de menor nivel social, para
dedicarse durante largos años a copiar tablillas y memorizar textos, no siempre era percibido
como tal por los propios interesados.
Un relato sumerio que recoge el diálogo entre un padre preocupado y su hijo adolescente, que
en lugar de acudir puntualmente a la escuela cada día se dedica a vagabundear por los jardines
públicos, ilustra con claridad cómo la adolescencia en Sumeria pudo ser vivida con
ambivalencia por al menos un sector de los adolescentes, por razones que en realidad
persisten hasta nuestros días. El relato está recogido en 17 tablillas de arcilla y fragmentos,
datadas en aproximadamente el 1700 a.C., aunque es probable que se trate de una copia y que
la redacción original sea anterior en unos cuantos siglos más. Kramer (1973) ofrece una
traducción de este texto.
el relato comienza con un interrogatorio en el que el padre constata que el hijo, en lugar ir a la
escuela, se ha quedado por ahí “como un golfo sin hacer nada”. después le conmina a que
cumpla con sus obligaciones: “anda, vete a la escuela, preséntate al ‘padre de la escuela’
[director], recita tu lección, abre tu mochila, graba tu tablilla y deja que tu `hermano mayor’
[profesor auxiliar] caligrafíe tu tablilla nueva. Cuando hayas terminado tu tarea y se la hayas
enseñado a tu vigilante, vuelve acá, sin rezagarte por la calle”. Tras hacer repetir al hijo
literalmente lo que acaba de decirle, el padre le exhorta con diversos argumentos a que sea un
buen estudiante: “Sé hombre, caramba. no pierdas el tiempo en el jardín público ni
vagabundees por las calles [...]. ¿Crees que llegarás al éxito, tú que te arrastras por los jardines
públicos? Piensa en las generaciones de antaño, frecuenta la escuela y sacarás un gran
provecho [...]. en mi vida no te he ordenado que llevaras cañas al juncal [...]. jamás te he dicho:
‘Sigue mis caravanas’. nunca te he hecho trabajar ni arar mi campo. nunca te he constreñido a
realizar trabajos manuales. jamás te he dicho: ‘Ve a trabajar para mantenerme´. otros
muchachos como tú mantienen a sus padres con su trabajo”. el padre, tras reiterarle que está
profundamente dolido con su indolente actitud, le recuerda el sentido último de su formación
académica: formarse como escriba, el oficio más útil existente para poder transmitir la
experiencia humana bajo una forma poética. Literalmente, el padre le dice a su hijo: “de todos
los oficios humanos que existen en la tierra [...], no hay ninguna profesión más difícil que el
arte de escriba. Ya que si no existiese la poesía..., parecida a la orilla del mar, a la orilla de los
lejanos canales, corazón de la canción lejana... tú no prestarías oídos a mis consejos y yo no te
repetiría la sabiduría de mi padre. Conforme a las prescripciones de enlil [dios de las artes y de
los oficios, el rey de los dioses], el hijo debe suceder a su padre en su oficio”. el padre termina
recordándole proverbios y deseándole que determinados dioses le protejan.
Este diálogo ilustra una primera modalidad de ambivalencia que puede dar- se en la
adolescencia como etapa social de transición a la adultez. este tipo de ambivalencia puede ser
frecuente en sociedades donde la transición radica fundamentalmente en una escolaridad
prolongada, si el sistema educativo no está caracterizado por planteamientos
psicopedagógicos que hagan de la vida escolar algo sumamente atractivo y gratificante. en
estas sociedades, como parece ser el caso de la sumeria, al adolescente se le concede el
privilegio de estudiar, en vez de trabajar, para obtener una mayor cualificación posterior, pero
este privilegio puede ser vivido (al menos en algunos casos) como una tarea pesada y sin
sentido. en el relato arriba resumido se constata cómo la trascendencia social de una buena
formación, que el padre capta nítidamente, parece irrelevante al hijo, quien posiblemente
valora más el disfrutar del presente con sus amigos en los jardines públicos. en definitiva, el
privilegio es vivido como una carga.
junto con esta presumible ambivalencia, existen otros dos rasgos que probablemente
caracterizaban la adolescencia en Sumeria. Interesa explicitarlos, porque pueden servir de
contraste con algunos de los que encontraremos en relación con la adolescencia a partir de la
Revolución Industrial.
En la Roma antigua, hasta el siglo II a.C., un rito puberal marcaba socialmente el inicio de la
edad adulta entre los hijos varones de los ciudadanos romanos. La llegada a la pubertad era
celebrada con una ceremonia religiosa en la que al púber se le quitaban la toga pretexta y la
bula, símbolos de la infancia, para ponerle la toga viril, traje solemne de los ciudadanos
romanos. el púber podía así participar en los comicios, acceder a la magistratura y alistarse en
la milicia ciudadana con los mismos derechos y deberes que su padre. Se le reconocía
jurídicamente capaz de actuar y cuando su padre moría, adquiría la personalidad jurídica,
según describe Giuliano (1979, cit. por Lutte, 1991). es posible que la edad promedio de la
pubertad en esta época fuera varios años superior a la actual.
a finales del siglo III e inicio del siglo II a.C. se afianzó la expansión territorial de Roma, que ya
no era una pequeña república. en el 218 a.C. Roma había iniciado su penetración en el
occidente europeo, enviando un ejército a la Península Ibérica con motivo de la segunda
guerra púnica; veinte años más tarde (en 197) ya se establecían oficialmente las dos provincias
hispánicas que abarcaban el amplio territorio que había caído bajo control de Roma. en el año
201 a.C., tras la victoria romana con que finalizó la segunda guerra púnica, se firmó un tratado
con Cartago, sometido a una especie de protectorado romano. Paralelamente, en las mismas
décadas, continuaba la expansión de Roma en una Grecia ya decadente, con fuertes tensiones
sociales y pugnas entre las ciudades. en la propia Península Itálica, los romanos completaron al
inicio del siglo II a.C. la conquista definitiva de la Italia del norte, dominando a los celtas itálicos
(Pericot y Ballester, 1970). En paralelo a la expansión territorial de Roma, se produjeron
significativos cambios internos en la sociedad romana. Hubo una notable afluencia de metales
preciosos procedentes de las nuevas zonas conquistadas; el comercio tomó una relevancia
económica preponderante; se generaron grandes latifundios; se desarrolló la esclavitud como
medio fundamental de producción; los pequeños campesinos sufrieron un progresivo
hundimiento económico, que también afectó a la plebe urbana, ante la competencia que
suponían los esclavos. Todo ello contribuyó a que se generaran grandes fortunas de origen
usurario y comercial y a que se agravaran las desigualdades económicas (Pericot y Ballester,
1970; Giuliano, 1979).
en este contexto social, En 193-192 a.C., el senado aprueba la lex plaetoria, que “instituyó una
acción penal contra el que hubiese abusado de la inexperiencia de un joven de edad inferior a
25 años en un negocio jurídico” (Lutte, 1991). Se establecía así un periodo intermedio entre el
rito puberal y el acceso efectivo a la capacidad de subscribir acuerdos con valor jurídico.
Unos diez años más tarde el senado aprobó la lex Villia annalis, “contra las reelecciones
demasiado frecuentes en los cargos públicos” (Pericot y Ballester, 1970). esta ley limitaba, así
mismo, la participación de los jóvenes en los cargos públicos, que se demoraba, al igual que en
el caso de la ley anterior, hasta los 25 años (Lutte, 1991).
Se consolida así jurídicamente, para el joven varón hijo de ciudadano romano, una demora
temporal importante en el acceso efectivo a los derechos jurídicos y políticos propios de los
varones adultos ciudadanos de Roma. Ya que desde la pubertad hasta los 25 años no eran
niños, pero tampoco eran socialmente adultos en estos aspectos tan relevantes en esta
sociedad, podemos denominar propiamente como adolescencia este periodo temporal, por
razones equivalentes a las que antes utilizamos en el caso de los alumnos de las escuelas
universidades sumerias.
este cambio legislativo supone para la adolescencia, como fenómeno social que se ha ido
generando a lo largo de la historia, la adquisición de un tipo de ambivalencia distinto al que
señalamos como probable en la sociedad sumeria. La ambivalencia que consideramos que
presumiblemente se daba en la sociedad sumeria en relación con la adolescencia era de tipo
subjetivo: el adolescente podía vivir como una pesada carga lo que en realidad era un
privilegio social. Como ya sugerimos, este tipo de ambivalencia podría darse también entre los
adolescentes de cualquier sociedad posterior que sigan una prolongada escolaridad, cuando,
por las razones que sean, ésta les resulta poco gratificante. Lo que ahora constatamos en
Roma es algo distinto, de carácter más global y no constreñido a determinados tipos de
adolescentes insatisfechos con su vida escolar. en Roma se consolida una etapa vital en la que
se goza de especial protección social como adolescente inexperto o especialmente vulnerable,
al mismo tiempo que se posterga de facto el ejercicio de derechos jurídicos y políticos propios
de los adultos.
Cae fuera del propósito de este texto intentar realizar una revisión sistemática de la evolución
de la adolescencia a lo largo de la historia de la humanidad. Pasemos directamente a analizar
algunas características de esta etapa vital en la Revolución Industrial, ya que ello nos facilitará
la comprensión de los rasgos que la definen en la sociedad actual.
Durante los siglos XVI y XVII se crearon las primeras manufacturas y fábricas en Europa. La
industria artesanal medieval fue transformándose en empresas con una producción regular
donde los trabajadores fabricaban objetos uniformes, pero aún no de forma mecanizada. fue a
lo largo del siglo XVIII cuando se introdujeron las máquinas en las fábricas, especialmente en la
industria textil, dando lugar a grandes manufacturas que ocupaban a miles de obreros. La
invención de máquinas cada vez más eficaces y autónomas y, en especial, de la máquina de
vapor de Watt, provocó una transformación industrial a gran escala que indujo el desarrollo de
variados tipos de fábricas (como las siderúrgicas), así como relevantes cambios en la economía
(Vicens Vives, 1971).
El mismo autor nos ofrece un extracto de las leyes inglesas sobre el trabajo de los niños, los
adolescentes y las mujeres en las manufacturas, del que, por su interés, entresacamos algunos
puntos. Tras aclarar que se entiende por “niño” el menor de 13 años y por “adolescente”, toda
persona entre trece y dieciocho, se menciona quiénes van a quedar fuera de las medidas
protectoras que después se especifican: “Las leyes relativas al trabajo de los niños en las
manufacturas no se aplican a los [niños] mecánicos que únicamente trabajan en la reparación
de esos mecanismos o máquinas. La legislación relativa a las horas de trabajo no se aplica a los
adolescentes empleados en el embalaje de las mercancías o en cualquier otro trabajo auxiliar
en almacén situado [,,,] fuera de los talleres de fabricación”.
El articulado de estas leyes inglesas, al igual que la ley francesa antes referida, evoca cuál podía
ser la situación habitual en las fábricas antes de su aprobación. en cuanto a edades mínimas y
horarios, se concretan medidas equivalentes a las francesas: “ningún niño menor de ocho años
puede ser ocupado. ningún niño debe trabajar antes de las seis de la mañana ni después de las
seis de la noche. ningún niño puede trabajar más de seis horas y media por día. Pueden ser
empleados los niños diez horas al día, pero sólo tres días por semana y alternados siempre, [...]
[de modo] que las obligaciones escolares se cumplan con puntualidad y con toda extensión”.
Para los adolescentes y las mujeres también se establece que el horario laboral debe estar
comprendido entre las seis de la mañana y las seis de la tarde, aunque la normativa prevé
variadas excepciones a estos límites horarios. Respecto a las vacaciones, se detalla lo siguiente:
“Los niños, los adolescentes y las mujeres deben además tener, cada año, ocho medios
jornales de licencia continuos o alternados”, es decir, el equivalente a cuatro días al año. Un
último punto de la normativa británica nos ayudará a recordar la realidad laboral de la
revolución industrial: “[...] los niños, los adolescentes y las mujeres no pueden ser empleados
en la limpieza de una máquina en movimiento, ni trabajar entre las partes fijas y las traviesas
móviles de la máquina de vapor”.
Las nuevas masas de trabajadores se concentraron en barrios obreros donde, por lo general,
tanto el diseño urbanístico como las propias viviendas presentaban importantes deficiencias.
en términos hoy en desuso, pero muy elocuentes, Panadés (1892) se refiere a ellas como “esas
horribles covachas, inmundas, insalubres, llamadas habitaciones de pobres, de obreros [...]”.
en estos habitáculos difícilmente podía perdurar la familia extendida, tan prevalente en el
medio rural. La familia tendió a hacerse nuclear, en condiciones sociales que no facilitaban
asumir holgadamente las responsabilidades parentales en caso de tener hijos. Podemos
suponer que, en las familias trabajadoras de esta época, adultos por lo general agotados,
empobrecidos y ausentes de casa gran parte del día, educaron a sus hijos como mejor supieron
y pudieron.
La revolución industrial conllevó también una creciente necesidad de mano de obra con cierta
cualificación, lo que, en conjunción con otros factores, facilitó una progresiva extensión de la
escolaridad obligatoria en los países europeos. Pero, como hemos visto, no siempre más allá
de los doce años y sin que ello significara necesariamente que niños o niñas dejaran de
trabajar para ponerse a estudiar, sino que podían estar obligados a simultanear ambas tareas a
lo largo del día.
en los niveles sociales superiores la situación de los adolescentes resultaba más favorable y
podían formarse en las escuelas sin necesidad de trabajar. en determinados casos (más
frecuentes entre las chicas que entre los chicos) la familia optaba por una educación en la
propia casa a cargo de un preceptor. La escolarización prolongada de las chicas fue en general
penetrando socialmente con mayor lentitud que la referente a los chicos.
el propio sistema escolar se fue organizando por grupos de edad, en contras- te con lo que
había ocurrido en las escasas escuelas medievales o de la Europa agraria posterior, en las que
no se establecían divisiones por edades (arias, 1960; cit. por delval, 1994). La organización
escolar por niveles de edad facilitó que a raíz de la Revolución Industrial se expandiera la
conciencia social de que existía la adolescencia como una etapa del ciclo vital.
Sin ánimo de agotar el análisis de los factores que probablemente coadyuvaron a la progresiva
complejidad del proceso de hacerse adulto en la Revolución Industrial, destacaremos aquí
algunos otros que nos parecen de especial relevancia, por afectar previsiblemente a amplios
grupos de adolescentes.
Tenemos, por un lado, una ampliación del abanico de opciones vitales, en lo profesional y en
otros aspectos de la vida. Ya no estamos en el contexto de una aldea medieval, en la que
probablemente el hijo del herrero acabaría siendo él mismo también herrero, o bien
ejerciendo algún otro oficio que había observado atentamente mil veces durante su infancia,
sino que ahora hay que elegir entre un amplio número de opciones profesionales posibles,
muchas de ellas desconocidas en la tradición familiar.
esto nos lleva a otro factor: la creciente distancia entre el mundo familiar del adolescente y sus
futuros papeles profesionales adultos, aunque, lógicamente, no en todos los casos. en la
sociedad de la época hubo hijos de médicos que acabaron siendo médicos e hijos de torneros
que acabaron siendo torneros, pero, como tendencia general, comienza a ser una excepción el
tener un padre o una madre con una experiencia profesional cercana al propio itinerario
elegido. ello no significa, lógicamente, que los padres no puedan orientar a sus hijos en su
desarrollo profesional, pero sí que, por lo general, esta función resulta más difícil de ejercer
que en los siglos anteriores.
Stanley Hall estaba influido por la teoría evolucionista de Lamarck (1809), que descansaba bajo
el supuesto de la herencia de los caracteres adquiridos, y por la concepción de Haeckel (1886)
de que “la ontogenia es una corta recapitulación de la filogenia”, es decir, que el desarrollo de
cada individuo sintetiza la evolución de su especie. en relación con la adolescencia, Hall
consideraba que había una equivalencia entre esta etapa vital y un periodo prehistórico de la
humanidad caracterizado por las migraciones de masas, las batallas y el culto a los héroes
(Lutte, 1991).
dos décadas más tarde, una joven antropóloga estadounidense, Margaret mead, mostró su
preocupación por la ligereza con que se había asumido como válida esta visión de la
adolescencia que, desde su punto de vista, carecía de suficiente base empírica. mead, en su
obra “adolescencia y cultura en Samoa” (1928/1967), expuso que, mientras sólo se estudiase a
los adolescentes en estados Unidos, no habría base para sostener la caracterización que se
había hecho de la adolescencia a comienzo del siglo, que ella resumió en estos términos: “el
lapso en el cual florecía el idealismo y se fortalecía la rebelión contra las autoridades, periodo
en que las dificultades y antagonismos eran absolutamente inevitables”. La autora lamentaba
que actitudes que le parecían dependientes del ambiente social (como el interés por los
interrogantes filosóficos y los otros rasgos mencionados) fueran atribuidas a un período de
desarrollo físico, en referencia implícita a la pubertad. en vez de compartir la visión de los que
“observaron la conducta de los adolescentes en nuestra sociedad, anotaron los omnipresentes
y obvios síntomas de desasosiego y los proclamaron característicos de ese período”, la joven
antropóloga se formuló con claridad una pregunta clave: “¿Se debían estas dificultades al
hecho de ser adolescente o al de ser adolescente en los estados Unidos?”. Para resolver esta
pregunta, se desplazó con 23 años a una isla del archipiélago de Samoa, en el Pacífico sur, a
unos trece grados del ecuador. este archipiélago, de origen volcánico, está habitado por un
pueblo polinesio que en los años veinte del siglo pasado vivía de la pesca, de una agricultura
de subsistencia y de los frutos que generosamente le ofrecía su entorno natural. mead
buscaba un pueblo con una cultura muy diferente a la de estados Unidos y las islas de Samoa,
aunque desde el siglo XVIII tenían una presencia creciente de europeos, norteamericanos y
neozelandeses, todavía mantenían en esa época bastantes rasgos de su especificidad cultural.
el archipiélago fue repartido en 1899 entre estados Unidos y Alemania, que fue sucedida por
nueva Zelanda en 1914. La isla donde mead realizó su estancia de nueve meses estaba situada
en la zona estadounidense.
La sociedad samoana de la época está organizada en aldeas relativamente próximas entre sí.
Las tierras de cultivo son generalmente comunales. Los samoanos viven en casas enteramente
construidas con materiales vegetales. en cada casa conviven un buen número de parientes (en
torno a dos docenas de personas), de todas las generaciones, bajo la autoridad del “matai” o
jefe de la familia. estas familias extendidas, que a veces ocupan más de una casa, suelen incluir
varios matrimonios (adultos), sus hijos, los ancianos y también parientes acogidos procedentes
de otras casas de la aldea o de otras aldeas. el matai es auxiliado en su labor por un “jefe
hablante”, con funciones de asesor, portavoz y mayordomo. La esposa del “jefe hablante”
principal pronuncia los más importantes discursos de la aldea. el conjunto de las esposas de los
jefes de familia y de los “jefes hablantes” tienen reuniones formales en la aldea, además de
participar de los honores de sus esposos. Los títulos de la familia son asignados a
determinados miembros por decisión de la propia familia.
La información aportada por mead en su obra nos muestra una sociedad jerarquizada y con
una organización comunal de gran parte de las tareas, tanto las de subsistencia (agricultura,
cocina, pesca en alta mar) como las actividades ceremoniales y hospitalarias de acogida a los
visitantes ilustres de otras aldeas. La jerarquización social se manifiesta, entre otros aspectos,
en el propio lenguaje. Se utilizan formas verbales particulares para dirigirse a las personas que
merecen especial respeto.
La edad introduce una jerarquía clara entre todos los miembros de la aldea y en el seno de las
familias, con la excepción del matai, que debe ser obedecido incluso por los ancianos de la
casa. desde la infancia, cualquiera puede mandar a los más pequeños y ser mandado por los
mayores, lo que conlleva un control social permanente y efectivo sobre los niños y
adolescentes de la aldea, así como una progresiva asunción por parte de éstos de su
responsabilidad sobre los de menor edad.
La aldea está gobernada por el “fono”, que es la asamblea de los jefes de casa y de los “jefes
hablantes”. el Fono, tras deliberación, puede conceder títulos a personas concretas, aparte de
los que las familias ya poseen y administran. Todos los hombres de la aldea sin título, así como
todos los muchachos que han pasado la pubertad, forman parte de la “aumaga”, sociedad de
hombres jóvenes. La Aumaga se encarga colectivamente de la ejecución cotidiana de las tareas
más duras en la agricultura y en la pesca, así como de cocinar para los jefes y efectuar
representaciones en las visitas ceremoniales efectuadas por una doncella huésped procedente
de otra aldea. Las mujeres sin título y las jóvenes, a su vez, constituyen la “aualuma” o
asamblea de mujeres, aunque ésta no existe en todas las aldeas y, donde existe, tiene más
bien una función ceremonial esporádica. así como la Aumaga gira en torno al Fono, y allí los
jóvenes y los hombres sin título mantienen reuniones con todo el formalismo del Fono, la
Aualuma gira en torno a la “taupo”, una joven (supuestamente virgen) designada como
doncella principal de la aldea y con funciones de embajadora en caso de visita ceremonial a
otras aldeas. Entre los hombres de la aldea existe especialización profesional. además de las
actividades conjuntas que realizan como miembros de la Aumaga, cada joven varón debe
especializarse en una de estas cuatro profesiones: constructor de casas, pescador, orador o
tallador de madera (carpintero). entre las mujeres no hay especialización profesional,
exceptuando las que ejercen la medicina tradicional y las matronas. ambas actividades son
prerrogativas de algunas mujeres ancianas, que enseñan el arte a sus hijas y sobrinas de
mediana edad.
La ocupación principal de las mujeres no es atender a los niños, ya que esto se delega en otros
niños de mayor edad o en adolescentes, ni cocinar, ya que la cocina está organizada
colectivamente y, al menos en teoría, es función principalmente de los muchachos. Las
mujeres practican la pesca en el arrecife, trabajan en las plantaciones, llevan alimentos a la
aldea y tejen persianas, esteras o cestas, además de participar en la vida social de la aldea.
durante la gestación y la lactancia, que se prolonga dos o tres años, se liberan de algunas de
estas actividades y adoptan un estilo de vida particularmente sosegado. Las mujeres
samoanas, por otra parte, toman un papel activo en las decisiones que afectan a los bienes de
su familia.
Los niños, después del destete, pasan al cuidado de una muchacha de la casa más joven que la
madre. Son educados por el conjunto de los miembros de la familia extendida, aunque, según
mead, los adultos en general mantienen una actitud de indiferencia hacia las actividades de los
niños pequeños. deben aprender algunas normas de protección (como eludir el sol) y de
respeto (como no dirigirse de pie a un adulto). Una niña o un niño mayor que ellos, o bien una
adolescente, se encarga de su cuidado y protección, así como de recordarles las normas que
deben seguir (no gritar, evitar el sol, etc.). además de practicar diversos tipos de juegos
populares, los niños van prestando una cooperación incipiente en las tareas domésticas en
actividades que están a su alcance, como traer agua del mar o buscar hojas para rellenar el
cerdo que va a ser cocinado. Por otra parte, disfrutan de la libre exploración del entorno
natural de la aldea, bajo la atención y el control de numerosos parientes. a partir de los seis o
siete años, la socialización de niñas y niños en las aldeas samoanas sigue itinerarios
parcialmente separados.
La ocupación principal de las niñas desde los seis o siete años de edad es atender, controlar y
educar a los más pequeños. esta actividad perdurará, aun- que no de manera exclusiva, hasta
los dieciséis o diecisiete años de edad, en que ya dejan de ser consideradas adolescentes. Las
niñas van también aprendiendo lo que Margaret mead denomina “técnicas sencillas” (tejer
pelotas con hojas de palmera, subirse a los cocoteros, abrir certeramente un coco...) y una
creciente variedad de tareas domésticas. Con su pandilla de exclusivamente niñas se dedican a
practicar juegos colectivos y entonar sus canciones. Las niñas de más seis o siete años no
pueden acompañar a las tías y madres a pescar, porque se quedan en casa al cuidado de los
más pequeños.
a partir del estirón, a las púberes se les adjudican tareas más pesadas, como trabajar en las
plantaciones y llevar alimentos a la aldea, lo que en parte en bien recibido porque empieza a
liberarlas del cuidado de los pequeños. Igualmente, ya en la pubertad asumen tareas de cocina
(en conjunción con los muchachos) y, bajo la instrucción alguna mujer mayor de la casa,
aprenden técnicas complicadas de elaboración de cestas o esteras. deben así mismo mejorar
sus conocimientos de plantas y árboles, para obtener apropiadamente las fibras vegetales que
necesitan para la cestería, el tejido de esteras y la ornamentación. mead resalta que las
adolescentes samoanas son entrenadas para desarrollar un alto nivel de responsabilidad
individual, pero la comunidad no les brinda, a diferencia de los chicos, oportunidades para
aprender a organizar colectivamente las tareas y compartir eficazmente responsabilidades.
La socialización de los varones presenta algunas peculiaridades relevantes. al igual que las
niñas, también cuidan desde los seis o siete años de otros niños más pequeños, pero
normalmente desde los ocho o nueve años de edad son relevados de ello. forman en estas
edades pandillas que, a diferencia de las de las niñas, tienden a perdurar más allá de la
pubertad. Van siendo introducidos progresivamente en las actividades de los muchachos
mayores, como pescar anguilas en el arrecife, siempre que ayuden y no molesten. ello les
facilita muchas oportunidades de ir aprendiendo a cooperar con eficacia bajo la vigilancia de
los muchachos de más edad. Cuando tienen diecisiete años, aparte de cocinar, han aprendido
los rudimentos de la pesca y de la navegación en canoa y conocen las técnicas básicas de la
agricultura local. a los diecisiete o dieciocho años son introducidos en la Aumaga, donde,
según mead, son educados para ser eficientes en la ejecución de las tareas, mantener el
respeto y seguir los preceptos. en la Aumaga los hombres jóvenes aprenden, entre otros
aspectos, a pronunciar discursos y a conducirse con gravedad y decoro. Según la autora, el
muchacho de dieciséis o diecisiete años intenta ansiosamente dominar la oratoria ceremonial
de los “jefes hablantes”. Por otra parte, en lo relativo a la sexualidad, comparten básicamente
los mismos rasgos que lo descrito para las chicas.
En relación con los rituales de iniciación, mead menciona la circuncisión para los muchachos,
pero no especifica si la incorporación a la Aumaga (que significa el acceso efectivo a la adultez)
se realiza a través de algún ritual determinado o es una mera ceremonia de acogida.
Claramente la autora estaba más interesada en las adolescentes o bien, por prudencia, no
describe lo que no ha podido observar.
La sociedad que describe mead goza de una cierta estabilidad cultural, pero estos adolescentes
viven ya en un contexto de cambio cultural incipiente por la influencia de los extranjeros de
cultura occidental. aparte de la presencia de pastores protestantes nativos, mead hace una
mención especial al impacto de la progresiva escolarización de niños y adolescentes sobre la
dinámica de sus casas y de las aldeas. en concreto, escribe: “Con la instalación de escuelas
oficiales cuyos cursos duran varios meses por año, estos niños están ausentes de sus hogares
la mayor parte del día. esto origina una completa desorganización en las casas nativas, que
carecen de precedentes acerca de un modo de vida en [el] que las madres deben quedarse a
cuidar de sus hijos y los adultos [tienen que] realizar pequeñas tareas rutinarias y diversas
diligencias”.
Análisis Comparativo de La adolescencia en Samoa y en estados unidos
Las púberes de Samoa siguen un proceso de desarrollo biológico similar a las estadounidenses.
este es punto de partida del análisis que mead hace de los factores que podrían explicar la
heterogeneidad de la adolescencia entre los dos países. La autora explicita a continuación las
preguntas que motivaron su investigación: “¿Constituye la adolescencia [en Samoa] un período
de angustia mental y emotiva para la joven en crecimiento de modo tan inevitable como la
dentición es causa de un período de infelicidad para el niño? ¿Podemos pensar en la
adolescencia como una época de la vida de cada niña que implica síntomas de conflicto y
zozobra, al tiempo que se produce un cambio en su cuerpo?” La autora considera que, a la luz
de sus observaciones en la sociedad samoana, la respuesta a estas preguntas debe ser
negativa.
Esto, a su vez, da lugar a que plantee otra cuestión: “Si se prueba que la adolescencia no
constituye necesariamente un período especialmente difícil de la vida de una joven para lo
cual basta hallar cualquier sociedad en la cual ocurra así entonces, ¿cómo se explica la
presencia de conmoción y tensión en las adolescentes norteamericanas?” Supone,
lógicamente, que debe haber factores en las dos civilizaciones que expliquen esta diferencia.
La autora anticipa que “cualquier tentativa [de concreción de estos factores] estará sujeta a
múltiples posibilidades de error”.
2. En Samoa, al igual que en otras civilizaciones primitivas aisladas, el número de opciones que
se permiten al individuo es muy reducido. en estados Unidos, en cambio, los niños se
enfrentan a un complejo mundo de elecciones. en su familia y en otros contextos se van a ir
encontrando con una gran diversidad de opciones religiosas, de códigos morales, de posturas
ideológicas, de fórmulas de familia y de prácticas cotidianas. al mismo tiempo, “las películas y
las revistas les informan de violaciones colectivas de todos los códigos [morales]”.
7. Mead percibe en este pueblo polinesio un cierto clima de permisividad sexual, dentro de
una concepción de la sexualidad como algo natural y placen- tero. La autora considera que, en
la sociedad samoana, ello evita conflictos y refuerza la tendencia a la “no especialización del
sentimiento” que se va generando desde la infancia.
Sin entrar a valorar cada uno de los elementos de este análisis, se añaden a continuación otros
dos factores que, aunque subyacentes en la obra, no son rescatados en la argumentación final
que hace la autora y podrían quizás también arrojar luz sobre las cuestiones centrales que
plantea.
En la sociedad samoana parece predominar el uso reflexivo de la palabra. Con un ritmo de vida
tranquilo, múltiples ocasiones de diálogo y de escucha atenta, así como frecuentes ceremonias
con oradores, las oportunidades de cualquier niño o adolescente samoano de ir cultivando el
lenguaje e ir construyendo una visión coherente de la vida son múltiples. en cualquier
sociedad, el uso reflexivo del lenguaje, en sus diversas formas (diálogo sosegado, escucha
atenta, lectura pausada, escritura y reflexión personal), tiende a ser una palanca fundamental
del desarrollo humano (Mendoza, 2004).
el contraste entre la adolescencia en Samoa y en los estados Unidos, analizado a la luz del
informe de Margaret mead, resulta ilustrativo de la variedad de características que puede
adoptar la adolescencia en las diferentes culturas de la Tierra. Cabe preguntarse, entonces, si
hay algo realmente común a la adolescencia en todas las culturas donde existe este fenómeno
social. Puede ser útil comenzar explicitando cuál es el concepto de adolescencia que se ha
venido utilizando a lo largo del texto.
La adolescencia puede ser definida como la etapa de transición social que, en determinadas
sociedades, se da entre la infancia y la adultez social.
¿Cuáles serían sus características básicas, comunes a la adolescencia en todas las culturas
donde existe?
En primer lugar, algo que está implícito en el término “etapa”. Se trata de una transición
relativamente prolongada, no de algo tan breve como suelen ser los rituales de transición a
la adultez. no tiene por qué prolongarse largos años, como ocurre en la actualidad en muchas
sociedades, pero sí debe tener la suficiente duración como para que pueda ser calificada
como etapa del ciclo vital de una persona.
a su vez, se trata de un fenómeno cultural, que no se da en todas las sociedades y que, cuando
se da, adopta rasgos específicos en función de la cultura. al igual que los rituales de iniciación a
la adultez, la adolescencia es una construcción social a partir de un hecho biológico (la
pubertad), pero lo trasciende y, en cierta forma, lo domina, ya que en determinadas
sociedades durante la adolescencia lo cultural puede eclipsar o imponerse a lo biológico (por
ejemplo, si se prestigia la infra alimentación para “guardar la línea” en un momento del
desarrollo biológico en que hay especiales necesidades nutricionales).
En cuanto al calendario, su comienzo suele coincidir con el inicio de la pubertad, pero puede
ser más breve o prolongada que ésta. en algunas sociedades puede tender a demorarse
bastantes años después del término de la pubertad, por las particulares condiciones sociales
imperantes en dichas sociedades. Puede ocurrir incluso que, por influencias sociales, la
adolescencia comience de facto cuando se está todavía en la infancia biológica, antes del inicio
de la pubertad. en todo caso, la adolescencia termina cuando socialmente el sujeto es
considerado adulto. no hay indicadores universales de la adultez social, que puedan darse
como válidos para todas las culturas. en muchas sociedades, incluso, ni siquiera hay
indicadores claros de adultez social que sean aceptados como tales por el conjunto de la
sociedad, o bien los distintos indicadores no coinciden en la edad cronológica. Pero, como
criterio global, una persona deja de ser adolescente cuando socialmente se la considera adulta
y puede funcionar como adulta.
Se puede también afirmar que la adolescencia, como fenómeno social, presenta diversos tipos
de variabilidad: histórica, transcultural e intrasocial (en función de la clase social, del grupo
étnico de pertenencia o de otros factores que puedan introducir diferencias relevantes en la
adolescencia dentro de una determinada sociedad).
La adolescencia no se caracteriza tampoco porque las personas que están viviendo esta etapa
intenten ir en contra de las normas sociales. más bien al contrario: los adolescentes prestan
gran atención a las normas imperantes en su sociedad y, siempre que les vean algún sentido,
tienden a amoldarse a ellas, porque, como criterio general, desean acabar siendo adultos
plenamente aceptados en su sociedad, ahora bien, a veces en el seno de una misma sociedad
se impulsan normas contradictorias entre sí. en ese caso, un amplio sector de los adolescentes
puede tender a adoptar las normas que estén más prestigiadas, que no siempre son las más
argumentadas como necesarias. esto podría ser erróneamente interpretado como que los
adolescentes en esa sociedad están en contra de las normas sociales, cuando no es así
realmente. Los adolescentes necesitan normas razonables y razonadas o, al menos, que estén
prestigiadas.
El conjunto de este texto ha sido concebido para facilitar la comprensión de las características
de la adolescencia en la sociedad actual. Por ello, no se va a reiterar aquí lo ya expuesto a lo
largo del mismo. Sí es de resaltar que las tendencias fruto del impacto de la Revolución
Industrial en la adolescencia se mantienen en la actualidad. este epígrafe destaca sólo algunos
puntos que pueden ser de particular relevancia.
Circula además un cierto tipo de mensajes sobre la propia adolescencia que pueden generar
desconcierto e inseguridad entre los adolescentes y entre sus progenitores. Con demasiada
frecuencia se da una imagen social de los adolescentes como personas conflictivas y
generadoras de problemas en la familia. Cualquier paseo por una librería nos mostrará, al
menos en nuestro país, que actualmente numerosos libros de divulgación sobre la
adolescencia llevan títulos que, de una forma u otra, asocian estos tres conceptos:
“adolescencia”, “conflicto” y “padres desesperados”.
La palabra juventud, cuya significación parece ofrecerse fácilmente en tanto mera tributaria de
la edad y por lo tanto perteneciente al campo del cuerpo, al reino de la naturaleza, nos
conduce, sin embargo, a poco que se indague en su capacidad clasificatoria y en los ámbitos
del sentido que invoca, a un terreno complejo en el que son frecuentes las ambigüedades y
simplificaciones.
Es razonable que una primera aproximación invoque la edad. Edad y sexo han sido utilizados
en todas las sociedades como base de las clasificaciones sociales. Juventud sería una categoría
etaria, y por lo tanto objetivable con facilidad en el plano de las mediciones. Pero los
encasamientos por edad ya no poseen competencias y atribuciones uniformes y predecibles.
Por el contrario, tales encasamientos tienen características, comportamientos, horizontes de
posibilidad y códigos culturales muy diferenciados en las sociedades actuales, en las que se ha
reducido la predictibilidad respecto de sus lugares sociales y han desaparecido los ritos de
pasaje. Hay distintas maneras de ser joven en el marco de la intensa heterogeneidad que se
observa en el plano económico, social y cultural. No existe una única juventud: en la ciudad
moderna las juventudes son múltiples, variando en relación a características de clase, el lugar
donde viven y la generación a que pertenecen y, además, la diversidad, el pluralismo, el
estallido cultural de los últimos años se manifiestan privilegiadamente entre los jóvenes que
ofrecen un panorama sumamente variado y móvil que abarca sus comportamientos,
referencias identitarias, lenguajes y formas de sociabilidad. Juventud es un significante
complejo que contiene en su intimidad las múltiples modalidades que llevan a procesar
socialmente la condición de edad, tomando en cuenta la diferenciación social, la inserción en
la familia y en otras instituciones, el género, el barrio o la micro cultura grupal.
Por otra parte, la condición de juventud indica, en la sociedad actual, una manera particular de
estar en la vida: potencialidades, aspiraciones, requisitos, modalidades éticas y estéticas,
lenguajes. La juventud, como etapa de la vida, aparece particularmente diferenciada en la
sociedad occidental sólo en épocas recientes; a partir de los siglos XVIII y XIX comienza a ser
identificada como capa social que goza de ciertos privilegios, de un período de permisividad,
que media entre la madurez biológica y la madurez social. Esta “moratoria” es un privilegio
para ciertos jóvenes, aquellos que pertenecen a sectores sociales relativamente acomodados,
que pueden dedicar un período de tiempo al estudio -cada vez más prolongado-
postergando exigencias vinculadas con un ingreso pleno a la madurez social: formar un
hogar, trabajar, tener hijos. Desde esta perspectiva , la condición social de “juventud” no se
ofrece de igual manera a todos los integrantes de la categoría estadística “joven”.
Es también necesario consignar que “juventud” refiere, como algunos conceptos socialmente
construidos, a cierta clase de “otros”, a aquellos que viven cerca nuestro y con los que
interactuamos cotidianamente, pero de los que nos separan barreras cognitivas, abismos
culturales vinculados con los modos de percibir y apreciar el mundo que nos rodea. Estos
desencuentros, permiten postular, tal vez, una multiculturalidad temporal, basada en que los
jóvenes son nativos del presente, y que cada una de las generaciones coexistentes (divididas a
su vez por otras variables sociales) es resultante de la época en que se han socializado. Cada
generación es portadora de una sensibilidad distinta, de una nueva episteme , de diferentes
recuerdos; es expresión de otra experiencia histórica.
También conviene tener en cuenta que ser joven se ha vuelto prestigioso. En el mercado de
los signos, aquellos que expresan juventud tienen alta cotización. El intento de parecer joven
recurriendo a incorporar a la apariencia signos que caracterizan a los modelos de juventud que
corresponden a las clases acomodadas, popularizados por los medios, nos habla de esfuerzos
por el logro de legitimidad y valorización por intermedio del cuerpo. Ello da lugar a una
modalidad de lo joven, la juventud-signo, independiente de la edad y que llamamos
juvenilización. Lo juvenil se puede adquirir, da lugar a actividades de reciclaje del cuerpo y de
imitación cultural, se ofrece como servicio en el mercado.
No todos los jóvenes son juveniles en el sentido de que no se asemejan a los modelos
propiciados por los medios o por las diferentes industrias vinculadas con la producción y la
comercialización de valores-signo que se relacionan con los significantes de la distinción. No
todos los jóvenes poseen el cuerpo legítimo, el look juvenil; esto es patrimonio,
principalmente, de los jóvenes de ciertos sectores sociales que tienen acceso a consumos
valorados y costosos en el terreno de la vestimenta, de los códigos del cuerpo o en los del
habla. Ello ha dado lugar a cierto empobrecimiento en algunos usos de la noción de juventud,
que al ser influidos por el auge de la juvenilización en el mercado de los signos, llevan a
confundir la condición de juventud con el signo juventud, convirtiendo tal condición, que
depende de diferentes variables, en atributo de un reducido sector social.
2. La moratoria social
La moratoria social alude a que, con la modernidad, grupos crecientes, pertenecientes por lo
común a sectores sociales medios y altos, postergan la edad de matrimonio y de procreación
y durante un período, cada vez más prolongado y tienen la oportunidad de estudiar y de
avanzar en su capacitación en instituciones de enseñanza que, simultáneamente, se expanden
en la sociedad. Este tiempo intermedio abarca a grupos numerosos que van articulando sus
propias características culturales.
Desde esta perspectiva, sólo podrían ser jóvenes los pertenecientes a sectores sociales
relativamente acomodados. Los otros carecerían de juventud. La moratoria social propone
tiempo libre socialmente legitimado, un estadío de la vida en que se postergan las
demandas, un estado de gracia durante el cual la sociedad no exige.
En la etapa actual en que se propaga el desempleo y cunde la exclusión, la moratoria social
como pretendidamente abarcativa de toda la juventud enfrenta nuevos desafíos:
3. La generación
Se es joven, entonces, también por pertenecer a una generación más reciente, y ello es uno de
los factores que plantean fácticamente un elemento diferencial para establecer la condición de
juventud. Pero la generación no es un grupo social, es una categoría nominal que, en cierto
sentido, dadas afinidades que provienen de otras variables (sector social, institución, barrio,
etc.) y de la coyuntura histórica, establece condiciones de probabilidad para la agrupación.
Por ende, la condición de juventud no es exclusiva de los sectores de nivel económico medio
o alto: sin duda hay también jóvenes entre las clases populares, en ellas también funciona la
condición de juventud, por ejemplo, en virtud de los distintos lugares sociales asignados a los
miembros de cada generación en la familia y en las instituciones. Claro está que en estos
sectores es más difícil ser juvenil; ser joven no siempre supone portar los signos de juventud
en tanto características del cuerpo legítimo divulgadas por los medios, ni ostentar los
comportamientos ni las vivencias que imperan en el imaginario socialmente instalado para
denotar la condición de juventud. Tampoco es fácil, para los integrantes de estos sectores,
acceder a los consumos -vestimenta, accesorios, diversiones- que en otros sectores aparecen
como elementos asociados a la identidad juvenil e indicativos de sus diferentes afiliaciones
en el plano musical, ideológico o grupal. Sin embargo, también en las clases populares -
probablemente como efecto de la penetración de los mass-media- se advierte un esfuerzo por
estar a la moda, e incorporar en los cuerpos y en las vestimentas el look legitimado en otras
capas de la sociedad.
En los distintos órdenes institucionales se instalan ejes temporales, que no siempre coinciden,
y que señalan los límites entre las generaciones, tal como son definidas en el interior de cada
institución. Tales limites también indican la posibilidad de pasaje hacia posiciones de mayor
prestigio y poder. Es fácil advertir estas fronteras en instituciones muy estratificadas, como el
ejército, mientras que adquieren carácter más elástico e impreciso en las empresas, sindicatos
y partidos políticos.
El cuerpo, en la medida en que conforma una apariencia, el aspecto físico, ofrece a primera
vista el resultado de un proceso en el que se entrecruzan factores sociales profundos, como el
origen y la trayectoria de clase y sus derivaciones: la educación recibida, los trabajos
realizados, la cultura alimentaria, los hábitos incorporados en lo referido a gustos y
preferencias, las modalidades de la actividad física, el cuidado de la salud y los modos de
esparcimiento, entre otras de las múltiples eventualidades derivadas de la posición que se
ocupe en el espectro de la diferenciación social. Si bien es cierto que la intensidad del desgaste
corporal varía según el sector social, es más proclive a acelerarse en los sectores populares y
tiende a la conservación por estilización en los sectores medios y altos, la juventud debe
rastrearse más allá de la apariencia del cuerpo, más allá del aspecto físico juvenil, o la imagen
dominante con la que se la suele identificar. Y esa imagen se construye con los atributos
estéticos de las clases dominantes, con lo que se opera una expropiación simbólica sobre los
demás sectores sociales. Es por ello que, con la superación de la primera impresión emanada
de lo corporal, y dirigiendo la atención hacia la consideración de la facticidad de la experiencia
subjetiva y la disponibilidad diferencial de capital temporal, se recupera, en parte, la
complejidad implícita en la condición de juventud.
La facticidad -moratoria vital y capital temporal- apunta a la objetiva probabilidad de ser
joven por parte de los últimos en llegar a la madurez corporal. Esto es lo que hace que la
juventud no sea solamente una palabra, una estética, o una moratoria social, sino un
posicionamiento cronológico, una experiencia temporal vivida que se caracteriza por ser
angosta, poco profunda, desde la que el mundo aparece nuevo, la propia historia corta, el
conocimiento escaso, la memoria acumulada objetivamente menor, la vivencia de los
acontecimientos diversa en relación con los que nacieron antes, todo lo cual se expresa en una
decodificación diferente de la actualidad, en un modo heterogéneo de ser contemporáneo.
Por ello la juventud debe comprenderse como una particular afiliación a la geografía
temporal, como una nacionalidad extraña en términos de duración, que convive con las otras
naciones temporales bajo la misma jurisdicción, la misma soberanía: el presente.
5. El género
Las mujeres tienen un tiempo más acotado, vinculado con su aptitud para la maternidad, que
opera como un reloj biológico que incide en sus necesidades y comportamientos,
imponiendo en diversos planos de la vida una urgencia distinta. Esta temporalidad acota la
condición de juventud entre las mujeres, opera sobre la seducción y la belleza, la disposición
para la maternidad y el deseo de tener hijos, también tiene que ver con la energía, emociones,
sentimientos y actitudes necesarias para procrear, criar y cuidar a sus descendientes durante
un período prolongado.
En ese sentido podría pensarse que las mujeres tienen respecto de los hombres, y en lo que
atañe a la condición de juventud, un menor crédito social y vital, que su juventud está acotada
por estos límites que provienen de la diversidad de los cuerpos, de la biolo gía. Sin embargo,
también en este terreno, la condición de juventud depende de la sociedad y la cultura.
Hombres y mujeres experimentan su juventud según el sector social al que pertenecen y son
miembros de una generación, y como tales, son hijos de su tie mpo. También ocupan lugares
culturalmente pautados en la familia y en otras instituciones. Por último, gozan de un crédito
vital, que proviene de su energía corporal y capacidad de aprendizaje -diferente a otras
edades- lo que influye en el lugar que ocupan en las instituciones. Asimismo, en relación con el
cuerpo y la generación, se sienten distantes de la muerte, y viven una etapa apropiada para
emprender proyectos y aventurarse hacia el futuro.
Asimismo influyen en el plano de la relación entre juventud y género, los múltiples cambios
operados en la condición social de la mujer a lo largo de este siglo: ya hemos hecho referencia
a algunos de ello s, vinculados con la gradual reducción en las limitaciones y prohibiciones
relativas a la sexualidad y la mayor apertura al mundo laboral e intelectual, habría que agregar
que la tendencia progresiva hacia la igualdad de derechos incide en el plano del tie mpo y, por
lo tanto agrega una nueva intensidad, en lo que atañe al género femenino, a las diferencias
culturales entre las generaciones. Las mujeres jóvenes experimentan, con referencia a sus
madres y abuelas, cambios notables, probablemente más intensos y con mayor carga afectiva
que los vivenciados por los varones: las modificaciones en su papel social, las
transformaciones en las expectativas y en las pautas culturales limitantes que regulaban las
prácticas y los comportamientos de la mujer, han significado un proceso de cambio
extraordinario en cuanto a su calidad y profundidad, lo que sobredetermina el actual campo
de sus desencuentros con sus madres y abuelas.
Como este proceso prosigue, es predecible que las jóvenes de hoy también experimenten un
desencuentro con sus hijas en los lenguajes, en la comunicación, en los códigos que articulan
las distintas miradas y modos de percibir el mundo y en la vestimenta y comportamientos, y
que ese desencuentro marque una diferencia en intensidad respecto de la evolución de la
relación paralela de los jóvenes del género masculino con sus padres.
Género, generación y clase interactúan también en otros planos: uno de los más notables tiene
que ver con la postergación en la maternidad en las mujeres jóvenes, sobre todo de clase
media, que inician más tardíamente su vida reproductiva. Ello incluye también a los varones y
extiende para ambos géneros la condición de juventud vinculada con la prolongada
preparación y aprendizaje, con el estudio y la vida universitaria, a veces con la bohemia y con
el arte. Esta postergación en la maternidad, y lo que viene asociado con ella -formación de
una familia independiente, vivienda separada de los padres, actividad económica- es
favorecida por el desarrollo científico, sobre todo en el campo médico, en lo que atañe a la
salud de la madre y su hijo en embarazos y partos postergados a veces hasta después de la
treintena. Esta posibilidad que emana de la tecnología otorga más flexibilidad temporal al
deseo de maternidad y de reproducción, pero también se vincula con las condiciones que
rigen actualmente en el plano de la economía y del empleo: muchas parejas jóvenes, que
están realizando su formación universitaria y profesional, se sienten vulnerables en cuanto a
su estabilidad económic a, y la edad más tardía en que afrontan la reproducción contribuye,
muchas veces, a brindar un mayor margen para iniciar, aunque muchas veces con inseguridad
e incertidumbre, su aventura de formar una familia.
Como dijimos anteriormente, la apariencia física es uno de los primeros datos que el sentido
común registra cuando construye intuitivamente el universo de la juventud. La estética, en el
sentido del original griego aisthesis, percepción, es lo que predomina en primera instancia
cuando se trata de clasificar en esta categoría. Pero este compuesto sensorial surge de una
convención estética que va cambiando con el transcurso del tiempo. Los signos de la juventud
vigentes en los años de posguerra no coinciden con los de los años sesenta y menos aun con
los actuales: las formas y comportamientos típicos se van renovando.
La publicidad es uno de los canales privilegiados para la difusión de mensajes que tienen
como materia prima, como lenguaje básico, los signos con los que se identifica a la juventud.
La publicidad se ha vuelto parte del medio -ambiente cultural en el que estamos inmersos, una
presencia constante que va colonizando, a través de la acción de los medios audiovisuales, los
espacio s públicos y privados. La publicidad es uno de los medios más eficaces entre los que
operan en la circulación de discursos y en la producción social de sentidos: vehículo de
mensajes icónicos y verbales que actúan insistentemente sobre el conjunto de la sociedad. Es
usual notar la presencia reiterada de cierto modelo de joven, construido según la retórica de la
mercancía, fácilmente identificable con un patrón estético de clase dominante y ligado con los
significantes del consumo.
En este contexto de distinción y estilización que la publicidad toma para sí, se constituye un
joven tipo, un producto que se presenta sonriente, impecable, triunfador, seguro de sí
mismo: un joven mito que se emparenta con los notables de las revistas del corazón o con los
ídolos del star-system y que puede pertenecer a las filas empresariales, deportivas, actorales o
políticas. Este joven del mito, que va de fiesta en fiesta, rodeado de todos los bienes,
mujeres y mensajes, es fundamentalmente una medida del deseo, que es la unidad mínima de
valor en ese lenguaje con el que se articulan los discursos de la publicidad. En esa asignación
de deseo, juventud e hiperconsumo , es que ese joven aparece y se pone en intriga,
articulado en un relato de pasión con el que la retórica del mercado inviste de magia a la
mercancía, haciendo
de un mito un catecismo: el del joven de la publicidad. Ese joven del espejismo no experimenta
las angustias de la inseguridad, goza la dinámica propia de su edad sin los sufrimientos que
conlleva, transita la vida en estado de seducción sin vacilaciones ni incertidumbre alguna. El
joven que toma cervezas en un marco de sonrisas propiciadoras, que aborda aviones, practica
deportes y está siempre acompañado por bellas muchachas, ese joven ganador que ante nada
se detiene pero respeta, es el estereotipo privilegiado por los estilemas publicitarios, una
construcción equilibrada en la que aparece vigoroso, proteico, deseable, natural, ahistórico,
espontáneo.
Más allá de esta imagen mediática, otro conjunto de discursos y de prácticas cooperan en la
construcción del joven ideal, ese modelo delineado por los sectores dominantes como el
heredero deseable. El joven legítimo es aquel que condensa las cualidades que los grupos
dirigentes definen como requisito para la reproducción de vida, patrimonio y posición social; el
buen hijo genérico del sistema. Necesariamente paradójico, el heredero es una esperanza para
el futuro y una amenaza para el presente; cuidadosamente adoctrinado para obedecer
primero para mandar después, llega un momento, cuando las fuerzas y circunstancias se lo
permiten, en el que se aposenta en los lugares y las funciones para las que fue preparado. El
éxito, esa imagen borrosa que tanto predican las instituciones del saber, el prestigio, la
riqueza y el poder, sedimenta en capas estratificadas de discursos y prácticas a las matrices
axiológicas, escalas de valores, modelos de conducta, códigos profesionales, competencias
técnicas, capacidades de conducción, culturas administrativas, modalidades de gestión
empresarial, lealtades políticas, y tantas otras vicisitudes propias de las extensiones de la
hegemonía.
El joven legítimo, el aspirante ideal, el aprendiz de la gestión del futuro, es una construcción
social que enhebra múltiples discursos, series de normativas explícitas o implícitas,
coherentes y contradictorias. El sucesor es una herramienta de adoctrinamiento, un modelo
de normalización y control social que inspira a las instituciones en las que se prepara a la
futura clase dirigent e. El emprendedor, el emergente, el dinámico, el productivo, el líder, son
algunos de los tématas con los que se inviste el eterno retorno de los héroes, ese simbolismo
que se renueva en sus formas según el contexto y la conveniencia. El heredero, es una
construcción móvil, un emblema que cambia de forma. En el presente, la estrategia económica
dominante inviste al heredero con valores renovados: rígidamente economicista -de la
especie monetarista-, agresivo en términos de reingeniería de empresas, promotor de
servicios personales, políticamente antiestatista, defensor de los valores de la familia,
productor de una imagen de confianza, obsesionado por el control del conflicto sea en gestión,
en situaciones sociales críticas, o en la familia propia, opuesto a que se limiten ganancias y se
distribuya lo que se produce “individualmente”, confiado en la expansión del sistema como
solución de los problemas más generales, satisfecho por encontrarse en un mundo de
competencia, en el que hay ganadores y perdedores. Hoy se proyecta un “sucesor” que ya no
es integrista ni tradicionalista, ahora encarna el futuro, es su vocero: se trata de un
modernizador, pragmático, emprendedor, manipulador, una mezcla invencible que lleva
inscriptos los emblemas del neoliberalismo triunfante.
Las tribus urbanas expresan una nueva forma de sociabilidad y dan cuenta de una doble
oposición: al proceso de juvenilización y, además, a las propuestas sociales y culturales
relacionadas con la imagen del joven legítimo, heredero imaginario del sistema. Las tribus son
una reacción, conciente o no, a la progresiva juvenilización de sectores medios y altos, que no
son alcanzados y aparecen desvinculados de la conflictivid ad social, del aumento de la
pobreza, el desempleo y la exclusión. Estos procesos van restando posibilidades a los
sectores jóvenes en cuanto a los modos de forjar una presentación del “sí mismo” ante los
demás. Los jóvenes necesitan inclusión, pertenencia y reconocimiento, aspiran a una
reducción de la incertidumbre, y topan con obstáculos crecientes y vías de promoción cada
vez más estrechas o cerradas . El refugio al que pueden apelar, cuando no poseen los
requisitos exigidos para corporizarse en la imagen de los herederos, es el de la defensa de
ámbitos y enclaves simbólicos que ellos han creado y reconocen como propios. Aunque,
también en este terreno, están avanzando la publicidad y los discursos estéticos de la
mercancía, así como la plástica audiovisual imperante, expropiando sus estilemas “juveniles”
para convertirlos en moda, comercializarlos, o emplearlos como retórica corporal o como
formato para propuestas televisivas. Contra todo esto, y de manera conciente o no, surgen
como oposición propuestas cada vez más extremas, combinaciones transgresoras, códigos
más arcanos, en un intento de escapar de un mundo adulto (o cultura dominante) que es un
mundo de clase, que se va apropiando, poco a poco, de las pequeñas distinciones que fueron
construyendo y que funcionan como enclaves defensivos frente a una sociedad amenazante e
invasiva.
El heredero imaginario es el formato modélico postulado para los jóvenes por la retórica
dominante: obediencia, adaptabilidad, capacidad de progreso, pulcritud, respeto,
operatividad, ideas innovadoras, ambiciones, responsabilidad, confianza, visión de futuro,
simpatía, es decir, el conjunto de virtudes contenidas en la imagen publicitaria de un gerente
junior (sea después político, administrador, conductor mediático, profesional liberal, hombre o
mujer de empresa). Contra esa imagen, y el camino (ilusorio) de “ascenso social” con que
está asociada, es que las tribus urbanas reaccionan de manera virulenta. Esa opción por la
marginalidad, que las caracteriza, tiene como horizonte la oposición al heredero. En el
imaginario del joven legítimo se pueden entrever, más allá de los costos que habrá que
afrontar, los beneficios, que para los más aptos y preparados, los más tenaces,
perseverantes y ambiciosos, esperan en el futuro: control, influencia, la riqueza, prestigio. La
opción por las tribus funciona -en parte- como una deserción, un camino de vida alternativo,
dirigido por otros valores, orientado hacia una dirección distinta, un abandono radical de la
pelea antes de iniciarla, bajarse del tren antes de que el viaje comience. No se trata de pura
resignación (aún cuando debe ser incluida en muchos casos), se trata también de resistencia
activa -en algunas ocasiones reflexiva y en otras espontánea- contra el molde, implícito en las
formas culturales hegemónicas, orientado hacia las generaciones que serán protagonistas en
el futuro cercano. Pueden advertirse en estos posicionamientos, en estas resistencias, en estas
opciones encontradas, claros exponentes de una lucha de clases -librada sobre todo en el
plano simbólico- y de un enfrentamiento entre generaciones, síntomas de un futuro incierto,
cuyas características económicas, sociales y simbólicas plantean profundos interrogantes.
Los vínculos entre los jóvenes tribales son efímeros y pasajeros, una suerte de sociabilidad de
lo provisorio, una cultura de lo inestable, en la que impera el corto plazo y la ausencia de
futuro. Esta forma de sociabilidad genera inseguridad personal y colectiva, una sensación de
incompletud, una especie de modernidad frenética y triunfante que hace pesar sobre todo
grupo constituido la amenaza de la disolución. En esta vorágine parecen retornar viejas figuras:
la vuelta de los contactos cara a cara, la necesidad de afiliación a grupos cálidos, la cada vez
más frecuente aparición de las identificaciones no mediadas, el cuerpo a cuerpo y el imperio
del contacto en las grandes ceremonias de masas donde se congregan multitudes en
ebullición.
Ante la disolución de las masas, los sujetos se recuestan en las tribus, que son organizaciones
fugaces, inmediatas, calientes, donde prima la proximidad y el contacto, la necesidad de
juntarse, sin tarea ni objetivo, por el sólo hecho de estar; en ellos predomina ese imperativo
del “estar juntos sin más”, según la expresión de Michel Maffesoli 2, que tiende a establecer
los microclimas grupales y no las grandes tareas sociales, las atmósferas estéticas antes que
los imperativos éticos, prima la sensibilidad antes que la capacidad operativa, el compartir
estados de ánimo antes que el desarrollo de estrategias instrumentales y reina
fundamentalmente lo afectivo no-lógico. De allí la ausencia de fines, el peso de las
motivaciones inmediatas, la vocación de no trascender ni expandirse, la urgencia
autoprotectora del mutuo cuidarse. Grupos con pautas de reconocimiento diferenciales,
verdaderas cosmovisiones en las que se dan cita tablas de valores estables y compartidas,
preferencias estéticas, éticas, políticas, discursos, códigos comunes, prácticas idiosincráticas
orientadas por la resistencia a los modelos dominantes, en la búsqueda de mesetas en las que
reposar ante la movilidad y la racionalización creciente del mundo tecnoburocrático y
globalizado de la exclusión.
La tribalización implica una especie de ruptura con el orden social monopolizado por la
uniformidad, un proceso de fragmentación y creciente explosión de identidades pasajeras, de
grupos fugitivos que complejizan y tornan heterogéneo el espacio social. Las identidades
tradicio nales de los grupos juveniles se encuentran fragmentadas y en efervescencia, debido
al impacto de la cultura globalizada que comienza a hacerse hegemónica en las grandes
megalópolis del mundo.
Esta socialidad que es fundamentalmente intimista, hecha de complicidades menores pero
insistentes, transida de momentos fundantes, retorna a la religio actos primarios como el
comer, incorporar, el peregrinar, los cenáculos a cielo abierto en las veredas, las grandes
procesiones urbanas, los encuentros masivos y todas las ritualizaciones -de la afirmación, del
pasaje, de la posesión- revelan su denominador común, el imperio de la afectividad.
Comentarios iniciales
1En este texto presento una síntesis y una reelaboración de diferentes ideas que he
desarrollado en escritos publicados con anterioridad.
Aspiro vincular mi planteo con la libertad creativa en el pensar psicoanalítico e instar a que
debemos evitar toda tentación de establecer pautas “religiosas” rígidas, sagradas y
ritualizadas. Como dice Steiner (1974), ser “nostalgiosos del Absoluto” nos conducirá a
enquistarnos en nuestra disciplina y a una repetición esterilizante.
Una persona dogmática no interroga nada porque le genera temor, inseguridad. Por el
contrario, un psicoanalista nunca debe tener aprensión a preguntar. No se debe taponar
rápidamente en la clínica lo que el adolescente actúa o habla con un “interpretazo” (como me
gusta llamarlo) procedente de una teoría a la cual se adscribe como un culto. Si uno es
dogmático, se cae fácilmente en “interpretazos”, mientras que si no lo es, se podrá obrar con
paciencia y tolerancia frente a la expectación, sin paralizarse en lo ya “sabido y no pensado”
(Bollas, 1987).
Por todo lo expresado, en este escrito me aparto, por momentos, de la teoría y la clínica
psicoanalíticas para examinar saberes derivados de otros campos. Indudablemente estos
saberes, si los articulamos y los hacemos interactuar con nuestra disciplina, nos permitirán
retornar a nuestra clínica enriquecidos. Los adolescentes nos lo demandan.
Siguiendo esta línea me resulta fundamental cuando Wagensberg (2014) afirma que no tiene
mucho sentido discutir acerca de disciplinas puras. Ninguna es lo suficientemente invariante
para erigirse en un patrón de referencia. “Sólo la tradición (en su versión débil) o el fanatismo
(en su versión fuerte) intentan que un conocimiento persevere en un presunto estado de
pureza inalterable contra viento y marea. La pureza es una tentación de tierra adentro que
tiende a disiparse con la brisa que sopla por la tarde desde el litoral. Por todo ello el
conocimiento es por definición impuro, promiscuo, multidisciplinario… ¡interdisciplinario!”.
Continúa este pensador “irreverente” señalando que en la tierra adentro de una disciplina,
lejos de cualquier frontera, se pisa fuerte sondeando una realidad concreta con un método y
un lenguaje bien fijados. Pero nos dirá que la región fronteriza se nos representa territorio de
peligro, terreno resbaladizo. El carácter interdisciplinario reside en ver por encima del
horizonte disciplinario en busca de un cambio de complejidad, un cambio de método, de
lenguaje o un cambio de las tres cosas. Me gusta cuando afirma que el “conocimiento avanza
por las fronteras de sus disciplinas, es decir, por sus costuras”. (Wagensberg, 2014).
Para reflexionar acerca de la adolescencia -yo diría que en el psicoanálisis en general- debemos
recurrir a la interdisciplina. Si no lo hacemos, correremos el peligro de quedar encerrados en
saberes estériles, cerrados y sin las aperturas que el conocimiento demanda cuando su deseo
es el progreso.
Para comprender las adolescencias actuales se debe tener en cuenta que el mundo actual se
les presenta convulsionado, que su mirada al futuro está embebida de perplejidad e
incertidumbre, sin faros que los auxilien a orientarse en el tránsito hacia un futuro
desconocido. Las certidumbres de la infancia ya no los habitan ni los habitarán.
Ya lo he desarrollado con anterioridad (Lerner, 2006, 2015), pero considero adecuado volver a
ocuparme del tema que paso a desplegar.
Es usual que el adolescente construya una trinchera identitaria, un búnker en el que se sienta
seguro, un albergue que lo resguarde de los fuertes ciclones de la etapa que atraviesa (lo
pulsional, lo social, el vacío, etc.). Cuanto más enérgicos sean los vientos, más esfuerzo pondrá
para edificar esa trinchera.
Los adolescentes asumen como faena psíquica central el rastreo de su identidad, o si se quiere,
el trazado de su “proyecto identificatorio”, aunque este sea vacilante. Como establece Rother
Hornstein (2003), el adolescente deberá sentir con convicción “… ‘yo soy este’ (y no aquel).
Sentimiento que procede de la representación de un cuerpo unificado, de la separación y
límite entre él mismo y el otro, de un sentimiento de propiedad de sí, de su imagen narcisista,
de la identificación con las imágenes, los mandatos y los valores parentales, del sentimiento de
pertenencia a una familia, a un grupo, a un pueblo, a una cultura, etc.” (p. 170).
Esta autora nos recuerda que si bien la noción de identidad no es freudiana, poco a poco fue
incorporándose al psicoanálisis contemporáneo, y que el sentimiento de identidad “es un
tejido de lazos complejos y variables donde se articulan narcisismo, identificaciones, la vida
pulsional… y todo aquello que participa en la constitución del sujeto. [...] La identidad no es un
estado sino un proceso, cuya primera fase es el júbilo extremo del bebé que se reconoce en el
espejo” (p. 172).
…hay jóvenes a los que pretendemos dispensar una enseñanza, en el seno de marcos que
datan de una época que ya no reconocen: edificios, patios de recreo, salones de clase,
anfiteatros, campus, bibliotecas, laboratorios, incluso saberes…, marcos que datan de una
época, digo, y estaban adaptados a un tiempo en el que los hombres y el mundo eran lo que ya
no son.
, M. Serres.
En los últimos años han aumentado abundantemente las consultas por una adhesión excedida
a las nuevas tecnologías y tanto las familias como la sociedad en general se muestran
inquietadas por el aislamiento excesivo de los jóvenes, sumergidos en los móviles y en otras
tecnologías. Esta preocupación ¿es fundamentada?
En esta sociedad del consumo, las nuevas tecnologías e internet juegan un papel
preponderante, especialmente en los jóvenes. Los adolescentes que son curiosos casi por
definición y les atrae ir más allá de los límites, descubren en internet un mundo fantástico.
Frente a este escenario, las perspectivas de acción de padres y adultos son muchas veces
avasalladas porque se trata de un universo cada vez más accesible.
Creo que el aislamiento a través del móvil -una de las tecnologías más utilizadas por los
adolescentes- no enuncia, sin embargo, falta de interés o desprecio de los jóvenes sino a que
hay que examinarlo como un atrincheramiento identitario. El aislamiento es relativo ya que los
adolescentes se están comunicando con otros sujetos y este tipo de comunicación no dificulta
la que se consigue cara a cara sino que la promueve. No hay que dramatizar con los efectos no
deseados del uso de las nuevas tecnologías porque estos no siempre son expresiones de
supuestas patologías. No niego la presencia de lo que se ha dado en llamar las “tecnopatías”,
pero no pretendo abordar en este escrito esta problemática.
El uso del celular no deja de ser comunicación hacia el exterior vía móvil, lo único que cambia
es el canal.
¿Acaso no hemos tenido que anexar, los analistas de adolescentes (también de adultos), el
móvil porque estos asiduamente necesitan mostrar imágenes para expresarse y para
comunicarse con nosotros? Ya es habitual que los mensajes de texto hayan desalojado la voz
en el teléfono.
Los adolescentes, alejados del mundo adulto y destituidos de la niñez, se apuntalan en los
grupos de pares, en los otros significativos con los que comparten todo el tiempo que pueden.
Se congregan “en rebaños”, organizan sus salidas en el espacio virtual y se agrupan a través de
diferentes elecciones musicales, por un modo de vestirse, por un espacio de encuentro, por
una elección para el uso del tiempo libre. El uso de los dispositivos móviles es esencial en sus
intercambios.
Las llamadas nuevas tecnologías adquieren un especial realce entre los adolescentes, proclives
a asumir en primera persona -hágalo usted mismo- y como si fueran parte de su subjetividad -
ciertamente y sin mayores reparos-, las herramientas que suministra este universo en firme
expansión. No se trata solo de aparatos electrónicos en sí; el correo electrónico, el infinito
mundo de SMS, los blogs y sus derivados -los fotologs y los videologs, Instagram, etc.- tienen
en el mundo adolescente su principal sostén.
Paralelamente, las diversas generaciones están más “próximas” que en el pasado. Esto
significa que, a diferencia de otros momentos, padres e hijos comparten hasta cierto punto
una cultura coloreada por la tecnología.
Si consideramos las fechas de nacimiento de los sujetos menores de 25 nos encontramos con
padres que atravesaron su adolescencia con posterioridad a la consolidación de las llamadas
“culturas adolescentes”. Los padres de los adolescentes
De esta manera, los adolescentes actuales deben moldear su oposición generacional frente a
padres adolescentizados, ya no tan tradicionales y formales, descontracturados y
eventualmente actores de la rebelión generacional de los sesenta y los setenta. Es decir que
los adolescentes actuales son hijos de sujetos fogueados por el espíritu juvenil.
-como la autoflagelación y los cortes-. La tribu urbana de los emos son un ejemplo de este
dilema tan especial de las culturas juveniles contemporáneas.
Las redes sociales tienen el objetivo de construir grupos, vigorizar redes de inclusión, buscar
los beneficios que da una especularidad inmediata, un reflejo en los otros de su “Tribu” en un
momento en el que las comunicaciones interpersonales se encuentran definitivamente
atravesadas por las nuevas tecnologías.
Subsiste una representación generalizada acerca de que los adolescentes -aunque no involucra
a todos los adolescentes de todas las clases sociales-, se posicionan en una suerte de “modelo”
que aglutina principios estéticos activos que contienen una fuerza de gran trascendencia. Este
modelo estético fundado en la imagen adolescente
-de las clases medias y altas (aunque también hay modelos típicos en las clases sociales bajas y
en grupos socialmente excluidos)- enuncia necesidades diversas y hace de este distintivo
momento de la vida algo que, en términos sociales, es mucho más profundo que una crisis y
una reestructuración identitaria. El “modelo adolescente” se irradia y goza de un amplio
reconocimiento social, se manifiesta en parte por el opuesto: la vejez es juzgada como
desventajosa, el origen de enfermedades y declinaciones, una etapa que augura el crepúsculo
de la vida. Lo contrapuesto es la adolescencia, representando el grado cero de la vida adulta,
está y no está en ella, con todo el porvenir por delante, plasmando un modelo con el que
identificarse.
Acaba fundando un mito en el que circula libido, deseo, goce y que al cautivar promueve a la
identificación y a fomentar al consumo.
La publicidad actual aspira a imponer en ciertos sectores un modo light y feliz a ultranza de
estar instalado en la realidad, lo que yo llamo la “juventud Cinzano o Quilmes” en función del
mundo “ideal” que muestran estas publicidades: jóvenes alegres, despreocupados, sin
problemas económicos, todos hermosos y esbeltos, en lugares paradisíacos del Caribe o
esquiando en bellos paisajes de montaña y con el placer a mano en todo momento.
Los grupos de pares -los otros significativos-, instituyen lo novedoso en los sujetos que
atraviesan la adolescencia. Estos demarcan espacios y tiempos en los que van edificando un
mundo compartido, y que es central para custodiar las identificaciones adolescentes, ya que
los grupos primarios como la familia y la escuela van quedando atrás. Los grupos de pares
están construidos en general por miembros de la misma edad y el mismo género. Esto no
imposibilita la existencia de conjuntos mixtos o grupos en los que es admitido algún miembro
de mayor o menor edad. Estos colectivos son la primera amplificación de la red de relaciones
en las que ingresan los adolescentes, son los grupos de amigos y amigas más próximos, que se
reúnen a pasar el tiempo, compartir charlas, escuchar música, hacer deportes, planear
programas, transitar por diferentes espacios.
distintas posibilidades. Los jóvenes quedan comprendidos en los mismos grupos por compartir
los mismos espacios determinados por sus gustos y elecciones.
Otros grupos escogerán el deporte y no le dan valor a las actividades intelectuales, eligen
música de consumo popular, aprecian la televisión cuando están reunidos en sus casas y en
correspondencia con la vida al aire libre valoran un deporte al que le consagran mucho tiempo.
Sé que estamos refiriéndonos a sectores de la clase media, pero lo que intento es que se
distinga en la acción de los grupos de pares la gran diferenciación en gustos y predilecciones
que acaban expresando coincidencias electivas aptas para enlazar grupos, demarcar circuitos
de consumos culturales, consolidar identificaciones grupales y propulsar procesos de
socialización diferentes, enmarcados en territorialidades alejadas y que favorecen a la
construcción de comunidades con destinos desiguales entre sí.
Los grupos de adolescentes muestran un cierto orden preponderante dentro de los planes de
interacción posibles, una suerte de organización que identifica de modo similar en cada uno de
los miembros de un grupo, y así resulta que se dan cita los más disímiles tipos de prácticas
acompañando patrones simbólicos análogos; podrán ser las formas del comer y del beber, los
modos de concebir la higiene, la vestimenta, las preferencias musicales o artísticas en general,
qué red social utilizan con más frecuencia, etcétera.
Los grupos de pares funcionan como redes que sostienen el tránsito adolescente,
consolidando relaciones, apuntalando los procesos identificatorios.
Los adolescentes, en su rol de consumidores están más inquietados que nunca por la escasez
económica y paralelamente más inducidos que nunca al consumo, a la aventura y al éxtasis por
un mercado y unos medios de comunicación audiovisual que no reposan, en vinculación con
adultos desbordados ante un escenario que les resulta ajeno y confuso, poblado por los
fantasmas de la violencia, de la indiferencia, del reclamo ilimitado de adolescentes que, en las
diferentes clases sociales y con distintas características, y que más allá de su reconocimiento,
determinan las sociedades contemporáneas.
Un modo adecuado para comprender la importancia que los grupos de pares cumplen en la
trayectoria identificatoria de los adolescentes es echar una mirada en las llamadas tribus
urbanas.
Tribus urbanas
No me voy a detener en todas las tribus urbanas actuales con sus singulares y variadas
nomenclaturas, que indican metafóricamente alguna de sus características y que, como ha
señalado con acierto Caffarelli (2008), son modos de “cazar identidades”. Enumeraré solo
algunas: los Emos, los Floggers, los Darks, los Heavies, los Punks, los Góticos, los Indies, los
Ravers, los Hipsters…
Los Punks se distinguen por un tipo de música y un estilo de vestimenta (prendas rotas,
gastadas, tachas, borceguíes, como un intento de manifestar un desprecio por la moda
instituida), todo ello acoplado a un enfoque que está relacionado a la consigna “no hay
futuro”. Lo más distintivo es el cabello: crestas de colores fuertes y llamativos (verde, violeta,
fucsia). Este “no future” de los Punks nació en Inglaterra a mediados de los años setenta, en
correspondencia con la profunda inestabilidad socioeconómica que atravesaba la sociedad
británica.
Los Góticos también brotaron en Inglaterra a comienzos de los ochenta en correlación con la
aparición del movimiento musical llamado “rock gótico”. Se popularizaron por toda Europa, y
en Alemania se los llamó “grufties” (criaturas de las tumbas). Si bien esta tribu está en
repliegue hace años, todavía quedan algunos exponentes. Su estética se basa en usar
vestimenta negra. Algunos miembros han adoptado formas de vestir con reminiscencias
medievales y “vampirescas”. Una característica sustancial es el maquillaje tanto en mujeres
como en hombres. Se colorean cuello y cara con maquillajes que dan un aspecto de intensa
palidez, recalcando ojos y labios con lápiz negro. Asimismo el piercing es primordial, ya sea en
la nariz, las cejas, la lengua o las orejas. Cuando esta tendencia alcanzó a Latinoamérica, se los
denominó también los “Dark” (oscuro en inglés).
Los “Heavies” o metaleros es un grupo que se identifica por su vocación al estilo de música
llamado “Heavy metal” o “Rock pesado”. En sus comienzos utilizaban un planteo contrapuesto
a la consigna hippie de “paz y amor” y exhibían una actitud de descontento y enojo frente a la
sociedad y sus problemas. Black Sabbath, conjunto musical pionero en este grupo, compuso
una canción llamada “War Pigs” (Cerdos de la guerra) en la que planteaba su clara actitud de
rechazo ante ciertos contextos sociopolíticos. La estética: pantalones y chaquetas de cuero,
tachas, camisetas negras con leyendas que refieren al grupo musical favorito, zapatillas de
básquetbol, botas militares y cabello largo en ambos sexos, al cual los varones le añaden
patillas y barbas.
Los Ravers son jóvenes a quienes les cautiva la música electrónica y las fiestas (“rave parties”)
en las que se escucha este tipo de música. Por esto último, asimismo, se los conoce como
“electrónicos” o por su apócope, “electros”. Los “ravers” (“fiestero” o “juerguistas” en
español) emergen en Inglaterra durante la década del cincuenta; el nombre hacía referencia a
los sujetos apasionados por las fiestas. Más tarde, a finales de los ochenta, se llamó “raves” a
los que asistían a fiestas de larga duración. Los Ravers son, pues, integrantes de una tribu
urbana que frecuentan las fiestas electrónicas y que comparten la filosofía y el gusto por la
música que se escucha en estas reuniones, muchas veces multitudinarias, realizadas en sitios
muy amplios, ya sea abiertos o cerrados. Las fiestas electrónicas más afamadas, originadas en
Europa pero que se han difundido en diversos países latinoamericanos, son el “Love Parade” y
la “Creamfields”.
Estas fiestas o festivales, en que lo central es la música y el baile, suelen durar doce o más
horas. En ellas se prioriza el encuentro pacífico, tranquilo y no debe haber lugar para
enfrentamientos, conflictos ni, mucho menos, peleas. Los concurrentes a estos eventos
plantean compartir momentos en los cuales se deben abandonar las diferencias tanto
personales como sociales. Debe reinar un marco de amistad, amor y gozo. El lema que los
identifica es PURA: paz, unidad, respeto, amor. En estos jóvenes impera el “vivir y dejar vivir”.
Su búsqueda tiene que ver con la libertad interior y desean distanciarse de la tristeza y de los
escenarios desgraciados de la realidad. No sienten afinidad por la política. Lo central reside en
gozar la música y en el transcurrir de la fiesta. Así como en muchas de las tribus que antes
retraté circula la marihuana, en esta, la droga que reina es el éxtasis (llamada la “droga del
amor”). Dudo que hoy día haya algún terapeuta que no tenga experiencia con jóvenes
pertenecientes a esta cultura tan presente y extendida, por lo menos en Buenos Aires y
alrededores, especialmente en las clases medias acomodadas.
Los Emos han surgido alrededor de los últimos 15 años. El término deriva del género músical
“emo” = emotional hard core (núcleo emocional fuerte). Esta música gira en torno de
emociones y estados de ánimo oscilantes. Los Emos, un tanto en retirada, prevalecen en
sujetos entre 13 y 17 años y se caracterizan por asumir un aspecto melancólico y por expresar
libremente sus sentimientos, en particular la tristeza, la incomprensión y la desesperanza. La
vestimenta es preferentemente negra, remeras estampadas ceñidas al cuerpo, jeans angostos
y apretados, buzos con capuchas, cintos con tachas colgantes y decorados con pequeñas
calaveras y corazones rotos. Invariablemente está presente el piercing en la nariz, las cejas, los
labios u orejas. El peinado es distintivo: flequillo muy lacio de medio lado que les cubre un ojo,
e incluso recubre la mitad de la cara. Llevan el pelo negro con matices rosas o rojizos. El
maquillaje, tanto en varones como en mujeres, consiste esencialmente en remarcar los ojos de
color oscuro.
La tribu de los “Floggers” está intrínsecamente enlazada con el sitio web “fotolog.com”, donde
publican fotos y comentarios acerca de dichas fotos. Se llaman “Floggers” (“flageladores” en
inglés o “vendedores” en slang) a los que emplean ese sitio web, “suben” o “postean” fotos a
su fotolog y las exponen públicamente; por extensión, también se denomina así a todos
aquellos que acceden a su página personal o “flog”. La cantidad de “firmas” o comentarios
reunidos por algo que hayan “posteado” decreta su popularidad. En general, lo que “suben”
son fotos de adolescentes junto a sus amigos o parejas, y autorretratos llamados “selfies”. Por
supuesto, tienen una relación fundamental con la tecnología: son centrales entre sus
pertrechos los celulares con cámara fotográfica, las notebooks y las cámaras digitales. Lo
central en este colectivo radica en exponerse, mostrarse, abrir al público su privacidad para
que cualquiera pueda desplegar comentarios. En los últimos años se han incorporado otros
sitios que posibilitan la exposición, como Instagram; habrá que esperar si generan un interés
tal que promueva el armado de un grupo o tribu alrededor de estos sitios o redes sociales. (El
uso de Facebook está siendo abandonado por los jóvenes y está siendo utilizado por personas
de mediana edad a mayores).
Los “cumbieros” o “cumbios” son una tribu urbana que ha sido muy popular hace algunos años
en la Argentina y otros países de Latinoamérica. Este grupo se distinguía primordialmente por
escuchar la cumbia villera, subgénero de la cumbia argentina, nacido en las villas miseria de la
capital del país. Sus letras tienen un lenguaje vulgar, propio de las juventudes marginales con
extrema vulnerabilidad social: historias de vida con referencia a la bebida, las drogas, los bailes
nocturnos, el sexo, la delincuencia (el localismo argentino “chorro”, ladrón, es la palabra más
usada en el género). Alrededor del año 2000 los cumbieros lograron el mismo éxito y fama que
los grupos más reconocidos del rock, pero a diferencia de estos últimos, las bandas de cumbia
villera no suelen hacer recitales multitudinarios, sino que tocan en cinco o seis “bailantas”
(lugares de baile) por fin de semana. Las grabaciones de cumbia villera han llegado a Paraguay,
Bolivia, Colombia, Ecuador, Chile, México y, en menor medida, al Perú. Los cumbieros se
caracterizan por usar zapatillas caras a las que denominan “llantas”, y eligen usarlas desatadas
y con las lengüetas hacia afuera, para resaltar la marca. Usan pantalones de telas sintéticas o
de tela de avión, comúnmente anchos y también de buena marca, al igual que las remeras o
camperas. Tienden a hacerse reflejos rubios o platinados en el pelo, a utilizar gorras de
equipos de básquetbol y camisetas de equipos de básquet o fútbol. La cumbia villera ha
originado múltiples polémicas, sobre todo en relación a las letras de las canciones, ya que se
considera que su contenido es obsceno, machista y delincuencial. Muchos han aseverado que
su apología del delito siembra la delincuencia, de ahí la gran cantidad de detractores que ha
tenido esta tribu. Si bien, como he indicado, este grupo prepondera en sectores vulnerables de
la sociedad, vale la pena señalar que la música de esta tribu ha tenido desde hace algunos años
seguidores provenientes de las clases medias y medias altas. Era frecuente que en las
reuniones sociales, las fiestas o los lugares de veraneo (Punta del Este, Pinamar, etc.) de estas
clases sociales, la música central fuese la cumbia villera.
En los últimos años apareció un grupo de jóvenes a los que se los conoce como hipsters: se
identifican por tener gustos e intereses asociados a lo vintage, lo alternativo y lo
independiente.
Los hipsters están en contra de las convenciones sociales y objetan los valores de la cultura
comercial preponderante (el mainstream), en favor de las culturas populares locales. En este
sentido, poseen una sensibilidad variada, con estilos de vida alternativos que van desde
seleccionar la comida orgánica hasta beber cervezas de elaboración artesanal.
Se caracterizan por escuchar jazz e indie, músicos del estilo de Tom Waits, Bob Dylan, y bandas
de rock alternativo; ver películas clásicas y de cine independiente; ir a las ferias de ropa usada
y objetos de segunda mano; visitar galerías de arte y museos; tener las últimas novedades
tecnológicas; usar las redes sociales para comunicarse, publicar fotos, compartir música,
videos, etcétera.
Hipster es una palabra inglesa cuyo uso data de 1940, cuando se la utilizaba como un
equivalente del término hepcat, un estilo o moda asociado al ámbito del jazz.
Seguramente he dejado de apuntar diferentes tribus o grupos aunados por diversos intereses y
tendencias. Mi interés se centra en señalar la importancia de tener mínimamente un
conocimiento acerca de estos fenómenos grupales, sociales y culturales.
Como psicoterapeutas, debemos estar familiarizados con estas peculiaridades para no caer en
un facilismo psicopatologizador y reconocer, en cambio, que las conductas “extrañas” a lo
instituido son modos o intentos de los adolescentes de insertarse en el mundo, comenzado
por el mundo de sus pares.
Aunque en la actualidad muchas de estas tribus no tengan vigencia, importa tener una visión
de ellas para ensanchar nuestra visión del mundo adolescente.
No hay duda de que estos jóvenes, sin distinción del grupo al que pertenezcan, ponen en juego
en estas tribus urbanas sus ideales del yo, sus proyectos identificatorios, su autoestima, la
necesidad de ser reconocidos y de cobrar existencia para sus otros significativos, su búsqueda
de especularidad, su deseo de diferenciarse del mundo y de los valores de los adultos.
Ana María Fernández (2013) ha retratado a los “jóvenes de vidas grises”, sujetos con varios
tipos de sufrimientos pero que ante diversas preguntas manifiestan siempre: “Todo bien,
nada, todo tranquilo”, y esta autora plantea que es como si se ubicasen en un modo de espera
para que el otro les explique qué les pasa. ¿Ausencia de una postura interrogativa? ¿Vacíos
existenciales?
Fernández describe una modalidad en la que funciones como “definir, decidir, optar, elegir”
estuviesen inhibidas. Una elección vocacional, una opción de elección sexual, una elección
laboral, o algo tan simple como elegir algún programa con amigos, por ejemplo, entran para
los adolescentes contemporáneos en el terreno de la indefinición, de la parálisis para elegir.
Expresan pocos deseos y tienen escasos o ningún proyecto.
La Generación Y transita por sus trayectos universitarios y arriba a sus potenciales empleos y a
cualquier escenario en general con un estilo hedonista, inquieto y de atención múltiple. Esto
entra en conflicto con las expectativas de docentes y jefes, que se sorprenden cuando, en una
entrevista laboral, el postulante, llevado por su interés cardinal, realiza preguntas como:
“¿Cuántas semanas de vacaciones tengo?”, o cuando en una clase no formulan preguntas sino
que sus participaciones comienzan ordinariamente con “Yo opino que...”.
Parecería que para esta generación el trabajo perdió su valor de estabilidad; son jóvenes que
valorizan el consumo más que la acumulación de bienes; que quieren percibirse
contemporáneos y ser dueños de su propio tiempo; que consienten la diversidad de buen
grado; que arman sus salidas improvisando y sobre la marcha; que quieren ser registrados
como adultos sin dejar de vivir con sus padres; que desprecian la política tradicional pero se
apuntalan con ganas en las causas ecológicas y solidarias.
Son más autónomos que los jóvenes de antes, pero con menos convicciones. Se sienten libres
para ir cimentando su propia biografía, pero con menos certidumbres. Habitan un mundo que
ya no tiene aquellas organizaciones que daban protección y seguridad, sobre todo en el ámbito
laboral.
Este colectivo, que no supera el 20% de los jóvenes de veintipico de años, es parte de un
fenómeno global que en Europa y Estados Unidos se identifica con la instauración de los
llamados “valores posmateriales”: valorizan la autoexpresión, la autonomía y la calidad de vida
por arriba de la satisfacción de las necesidades materiales, que dan por sentada.
Rotundamente, no pueden pertenecer a él aquellos sujetos que crecen con la certeza de que la
supervivencia será incierta.
Según varios estudios, el de Mascó (2012) entre otros, el trabajo es uno de los planos en los
que más manifiestamente se ve la divergencia entre los X (antecesores de los Y) y los Y. Un
“sujeto X” se determina por su trabajo y a través de lo que hace. Desea continuar formándose,
planea una carrera y admite el statu quo. Para “un Y”, el trabajo es solo lo que le facilita arribar
a lo que ambiciona, como lograr la libertad personal y el placer.
La familia ocupa para los Y un lugar central, pero de otra forma que para los X. Están instalados
placenteramente en la casa de sus padres. En su caso, la adultez no se corresponde con la
independencia. Están formateados hacia la inmediatez, por eso no ven el beneficio conectado
con el esfuerzo. La amistad es un valor significativo para los Y, incluyendo tanto a los amigos
cercanos e históricos -el club, la escuela, la universidad- como los cientos de contactos que
mantienen en Facebook y otras redes sociales. La Generación X usa Facebook y otras redes
sociales para reencontrarse con sus conocidos, en tanto que los Y acopian contactos a quienes
apenas les hablan, no les dirigen la palabra o los bloquean a su antojo. En los momentos libres,
la ausencia de un programa determinado es sinónimo de libertad y goce: “Estaba chateando
por Facebook a la dos de la mañana y pintó algo”, en la actualidad prefieren Instagram,
Snapchat o WhatsApp. La idea de pareja es funcional, postergada para un más adelante
impreciso. Primero se debe viajar, finalizar los estudios, consumir en ellos mismos.
Es común considerar a esta generación como “nativos digitales”, sintetizando así el significado
primordial que tiene para ellos la tecnología, a la que no apartan de sus vidas y cumple en
estas variadas funciones, ya que es comunicación, esparcimiento personalizado y móvil, pero
sobre todo debe ser ostentable. El aspecto estético de los aparatos que manejan es medular,
como bien saben las compañías que los producen.
Según los científicos sociales, ha surgido un grupo nuevo que ya ocupa un lugar: los Z. Sus
hermanos mayores, los Y que recién describimos, fueron considerados egocéntricos y poco
comprometidos; al grupo de los Z se los califica de ansiosos y contradictorios; sus
características psicosociales específicas los diferencian de los miembros de las generaciones
anteriores, aunque también se encuentran encadenamientos con la generación Y, su
precedente. Son “nativos digitales” en forma categórica y la tecnología está presente en sus
vidas desde que nacen. Son ansiosos y esperan respuestas cada vez más vertiginosas en todas
las esferas. Son curiosos, indagadores e investigan todo en internet, por lo que no siempre
manejan información precisa. Anhelan ser sus propios jefes y cimentar su propio proyecto, el
cual relacionan potentemente con el desarrollo de una profesión a la que le dará acceso su
formación universitaria. Cuando eligen su carrera, lo hacen infiriendo el desarrollo profesional
más autónomo y emancipado que puedan imaginar. Por ejemplo: desean recibirse de
ingenieros, transitar una experiencia en una empresa de tecnología, para después arrojarse a
su propio emprendimiento. La expresión “nacieron con un chip en la cabeza”, que se suele
aplicar a niños pequeños que utilizan los iPads o los teléfonos celulares, es sencillamente lo
normal en el caso de los Z. Esto hace que predomine en esta generación una inteligencia
práctica y una agilidad mental que seguramente no se han observado en las anteriores, y
parecería traer algunas derivaciones en cuanto a la educación de esta generación todavía
joven. Por tratarse de individuos ampliamente sensoriales, su falta de lectura es un problema
que todos los docentes padecen. Leen cruzado, escogen los cuadros o los gráficos y se
entusiasman con las presentaciones interactivas. Para que puedan aprender, su educación
tiene que estar finalmente acompañada por diversión y por el uso de todos los sentidos,
ocupando los elementos tecnológicos un lugar central.
Se suele afirmar que la generación Z privilegia el trabajo flexible y que intentan aprender
nuevas destrezas en el trabajo. Les interesa agregar nuevas aptitudes a aquellas con las que ya
cuentan. Las tareas repetitivas les resultan aburridas, monótonas; se orientan al cambio, de
modo tal que pueden cambiar de contexto y aprender fácilmente nuevas destrezas. Son
ambiciosos en lo que concierne a los objetivos de su trabajo. Son, sin lugar a dudas,
consumistas implacables, y se caracterizan por su capacidad para realizar muchas tareas a la
vez (“multitasking”) y por la pretensión de entrar velozmente en el universo de los adultos. Es
común que mientras un Z habla con alguien que está junto a él, tenga su iPad prendido y esté
chateando con el celular.
Mientras los chicos reciben su propio celular cada vez a más temprana edad, la televisión
tradicional fue sustituida por sitios de entretenimiento “según la demanda” que les ofrecen la
posibilidad de ver películas y series en continuado. Pasan varias horas mirando una temporada
completa de una serie televisiva y están dispuestos a gastar dinero por eso sin titubeos.
Tienen la certeza de que internet y, específicamente los buscadores, son el medio que
franquea todas las respuestas. Organizan la vida diaria mediante mensajes de texto o chat,
incluso con miembros de la misma familia, dentro del hogar.
Lo atrayente, lo interesante para ellos, no es únicamente el mundo físico o real que está más
allá de la casa, sino ese mundo virtual, pero tan real como el otro.
No solo sus padres sino también sus maestros y profesores se enfrentan a situaciones que los
sobrepasan. Celulares en las aulas, desconcentración, cuestionamientos. Los más chicos de
esta generación (12 o 13 años) están muy preocupados por su vestimenta, y el deporte dejó de
ser para ellos un juego que se disfruta en equipo para convertirse en una competencia. Tienen
necesidad de ser vistos, de ser reconocidos, y ningún ámbito queda exento de ello.
No tienen necesidad de leer un libro completo, les bastan algunos fragmentos para intuir el
todo, y siempre consideran predilecto lo que está en internet. Piensan que no es preciso
memorizar conceptos y temas ya que están allí disponibles y a mano. Les cuesta entender el
sistema de formación académica escolar y se lo dicen a los docentes con libertad y naturalidad.
Abandonemos ahora por un momento a los X, los Y y los Z, y echemos una ojeada a los “Ni–
Ni”: los jóvenes que no trabajan ni estudian.
Es un fenómeno en ampliación que se da en varios países; viven sin saber qué hacer o para qué
esforzarse, lo que les genera angustia.
En los últimos años, muchas consultas de adolescentes son por estados de angustias difusas
más que por vivencias traumáticas o peleas con los padres; la angustia que se relaciona con la
falta de bordes precisos, de límites claros, de reglas a las cuales oponerse y así poder
transgredir. Este universo indiferenciado se vio ampliado últimamente con la demanda de
terapia para jóvenes de 18 a 21 años que debían materias de la secundaria, y no sabían qué
seguir haciendo después. Sin saber en quién y en qué creer, o para qué esforzarse, una
sensación de sinsentido acompaña a estos adolescentes. En algunos puntos se parecen a los
“jóvenes de vidas grises” que describió Fernández.
En toda evolución hay pérdidas y ganancias, e indudablemente estamos marchando hacia una
nueva percepción de la vida más realista en cuanto a lo incierta y frágil que es, cuando un
número considerable de valores anteriores se sostenían en una idea errónea e ilusoria de las
certezas. En esta transición actual, al haberse perdido muchas certidumbres y garantías, se
está extraviando también el sentido, y surge la pregunta: para qué hago lo que hago si,
finalmente, nada permanece.
Este contexto permitía aplazar la satisfacción por medio de un sacrificio que luciría sus frutos
en un futuro próximo. Esto no es lo que ocurre en este momento con numerosos jóvenes para
quienes no hay futuro. En tal sentido, hay que precisar que la deserción escolar se relaciona
con las relaciones de clase y económicas y que se da con mayor intensidad en los sectores de
bajos recursos, aunque está presente en diferentes clases sociales.
Los problemas que atraviesan las instituciones educativas para relacionarse con los nuevos
alumnos se enlazan con la dificultad de sostener una rutina de sacrificio en pos de un futuro
mejor cuando no se percibe futuro alguno. Por lo tanto, la rutina escolar no solo se vuelve
poco seductora -situación que se intensifica cuando se la compara con el formato flexible de
los medios de comunicación- sino, primordialmente, insoportable. La familia está en desorden
(Roudinesco, E., 2003) y la autoridad de los padres, del docente, de la ley, ha sido degradada;
básicamente, dado que el fenómeno social implica el respeto de determinadas pautas, la
sociedad toda presenta signos de desintegración. La falta de trabajo, de autoestima
(Hornstein, L., 2015), de una persona que sea “cabeza de familia”, ha llevado a la creación de
un grupo humano sin metas y esperanzas en el futuro. Actualmente, un conjunto significativo
de la juventud no abriga proyectos o tiene dificultades para concretarlos, tiende al facilismo y
a la satisfacción de sus escasas metas por medio de métodos no convencionales, impensables
en otra época, donde prevalecía una cultura del trabajo, de la corrección, de la urbanidad, o
sea, la proyección de un yo-social. Hoy, el objetivo último de algunos jóvenes es con frecuencia
formar parte de barras que se congregan por un partido de fútbol, integrar alguna tribu urbana
o reunirse para tomar alcohol en las esquinas.
Es importante remarcar que en las clases sociales bajas hay una clara relación entre este
posicionamiento sociocultural de los “Ni-Ni” con el contexto socioeconómico, que impide
estructurar y cumplimentar proyectos personales y colectivos. En estos, el marco social y
económico funciona en muchos jóvenes como generador de “no hay futuro”.
Observando la adolescencia parece que estuviésemos presenciando estas expresiones con una
lente. El grupo adolescente, molde identificatorio por excelencia, funciona como un marco
intersubjetivo que fortalece y co-construye subjetividades, y a menudo facilita que los traumas
y obstáculos distintivos de esta etapa no originen atascamiento y desestructuración sino
ensanchamiento y mayor complejización psíquica. La especularidad intersubjetiva que se
instala en los grupos de pares produce que el grupo adolescente actúe como contención y
admisión de que lo traumático, lo inexplicable, lo enigmático, lo angustiante, son vivencias
compartidas que permiten así que el adolescente no se sienta extrañado en sus “rumiaciones”.
Debemos considerar, como lo ha trazado Winnicott (1971), que el adolescente debe ser
“inmaduro, irresponsable, cambiante, juguetón”, y a los adultos nos atañe alojarlos,
albergarlos, acompañarlos, ampararlos y dejar “que pase el tiempo y traiga lo que llamamos
madurez”.
Numerosos adolescentes no pueden ser “inmaduros, irresponsables, cambiantes, juguetones”
y no disponen del tiempo imprescindible para su transición adolescente; no cuentan con la
“moratoria social” (Erikson, 1982) que se les debería otorgar. Por acontecimientos familiares o
sociales (muertes, desempleo, trastornos en la estructura familiar, etc.), muchos se deben
graduar de adultos prematuramente y dejar atrás -como dice Winnicott con tanta claridad- “la
inmadurez… una parte preciosa de la escena adolescente [que] contiene los rasgos
estimulantes del pensamiento creador, de sentimientos nuevos y frescos, de ideas para una
nueva vida”.
Agenciarse la sensación de “yo soy”, y la consecuente relación con “yo era” y “yo seré” (o sea,
construir su historia), es un trabajo psíquico que se despliega articulado con el mundo.
El hecho de discernir mejor sus conductas, muchas veces extrañas y alejadas de lo considerado
normal, evitará que nos convirtamos en “diagnosticadores seriales”. Y para comprender sus
modas, transgresiones, fanatismos, modos de agruparse, etc., es importante recurrir a la
transdisciplina y consultar a los demás profesionales de las ciencias sociales. Si aspiramos a
entender las subjetividades contemporáneas debemos salir del solipsismo teórico parroquial.
Ello nos permitirá ser más permeables a los “desarreglos” adolescentes y, de esa manera,
mejores terapeutas.
Resumen
Así desde un punto de vista antropológico el análisis de la adolescencia nos exige profundizar
de manera holística y compleja sobre los valores de los y las adolescentes, el culto al cuerpo,
las representaciones ideológicas hegemónicas sobre la juventud, los códigos normalizados de
comportamientos, sus lenguajes, el uso que hacen de las NTICs, los tipos de sociabilidad
adolescente, la identidad desde un punto de vista cultural, su cosmovisión, las relaciones
afectivas-sexuales y las relaciones e identidades de género, entre otros aspectos.
Como afirma Laura Martínez (2011) algunos antropólogos españoles proponen que la
antropología, disciplina acostumbrada a trabajar con “otros”, está especialmente provista para
plantear y afrontar el reto de deconstruir esa idea de que la infancia/ adolescencia sea un
hecho natural y universal. La atención a la diversidad y la importancia, otorgada por la
disciplina, a los contextos particulares en el estudio de la infancia tornaron extremadamente
problemática la asunción de la universalidad de la progresión de la niñez a la adultez, al
considerar la multiplicidad evidenciada desde una aproximación transcultural (Jociles, Franzé,
& Poveda, 2011: 20).
Miguel Lorente, delegado del gobierno para la violencia de género del Ministerio de Igualdad
de gobierno español, sostiene que “el ser humano, como sujeto social, en una gran parte debe
su identidad a la experiencia de un reconocimiento intersubjetivo, es decir, a la idea que cada
persona desarrolla sobre lo que piensa que los demás ven y valoran de ella, de ahí la
importancia del componente social en general y del elemento grupal en particular para la
formación de la conciencia de sí misma como persona, y con ella su identidad, que implica la
incorporación de elementos y valores que hasta ese momento podían ser extraños para ella”
(2009).
Nuestro análisis sobre la identidad adolescente pasa inevitablemente por un enfoque cultural.
En un individuo diversas son las categorizaciones o “etiquetas” que socialmente los demás le
adscriben y que él o ella se adscribe igualmente para categorizarlo/a o categorizarse en
relación a los demás. Estas categorizaciones a veces dependen de su sexo, edad, color de piel,
origen étnico, orientación sexual, profesión, clase social, nivel de estudios, estado civil,
religión, etc. Algunas dependen pues de sus roles adscritos (sexo, color de piel, etc.) y otras de
los roles adquiridos y por tanto cambiante a lo largo de sus vidas. Y será en determinados
contextos y debido a ciertos elementos catalizadores de identidad donde alguna de estas
etiquetas sociales predomine sobre las demás e identifique de forma principal a una persona.
Por ejemplo, el hecho de que se sea el único hombre en un contexto donde el resto sean
mujeres, hará que de todo lo que esa persona es….lo que lo categorice de cara a los demás sea
el ser “hombre”. Igualmente, si se es el único adolescente de un grupo de personas adultas, en
ese caso su edad adolescente será lo que le distinga y diferencie básicamente en ese entorno
social.
Como bien expone el antropólogo Javier Eloy Martínez Guirao “desde hace unos años el
cuerpo se ha hecho cada vez más visible y público, a la vez que objeto de cuidados, reflexión e
investigación. Por un lado, la medicina lo ha convertido en su centro de atención. Bajo sus
preceptos se regulan desde la cantidad y variedad de comida que se puede ingerir, hasta el
ejercicio físico al que se le debe someter. Todo bajo la idea de conservar y preservar la salud,
de aumentar con ello la longevidad y la calidad de vida, o lo que es lo mismo mantener la
juventud, y en cierto modo, la belleza. Ya superada su larga penitencia que ha sufrido a lo largo
de siglos de nuestra historia, los cuerpos aparecen en la publicidad, en el cine y en la
televisión, como valorados elementos de ostentación. Nos hallamos en una época en la que el
culto al cuerpo impregna hasta los aspectos más sutiles de la cultura. Los gimnasios han
proliferado por nuestras ciudades a modo de fábricas, de talleres de cuerpos en los que se
cultivan, se modelan y se construyen los cuerpos deseados y deseables para ser exhibidos con
orgullo. Y a ellos se acude principalmente a hacer deporte, término que se ha hecho
hegemónico y que ha acaparado en su denominación a cualquier actividad corporal motriz que
se asimile en nuestra cultura” (Martínez Guirao, 2010: 109).
Este culto al cuerpo influye de manera muy determinante en la autopercepción de los y las
adolescentes y la propia construcción de su identidad. Se ve reflejado en ocasiones ya
estudiadas en trastornos alimenticios tales como la vigorexia, la anorexia y la bulimia. Y es que
“el “culto al cuerpo” es un fenómeno social que ha alcanzado en la actualidad una relevancia
sin precedentes en la historia de los países “occidentales”. Los discursos relacionados con el
culto al cuerpo comprenden diferentes campos que interactúan como la concepción higienista
del cuerpo, la salud corporal, la estética y la importancia de su modelación, el ocio, el éxito, el
consumo, el ejercicio físico, el deporte o la orientalización de las prácticas corporales, que
otorgan, en muchas ocasiones, al cuerpo, un estatus sacralizado. El “culto al cuerpo” se podría
encuadrar dentro de lo que autores como Bellah (1967) o Giner (1993) denominan “religiones
civiles”, formas que, en sociedades modernas secularizadas han venido a sustituir a las
tradicionales “religiones sobrenaturales” en declive y que lo hacen incorporando a lo profano
lo “numinoso”” (Martínez Guirao, 2010: 120).
En los últimos años investigadores sociales como sociólogos y antropólogos se cuestionan las
inquietudes, motivaciones y el futuro de los jóvenes y adolescentes en España ante la situación
de crisis económica y el problema del desempleo actual que les afecta principalmente. Y es
que lejos de encontrarnos con jóvenes que hasta hacía poco se les denominaba despectiva e
irónicamente “los ni-ni”, pues “ni estudian ni trabajan” porque no querían ni estudiar ni
trabajar pudiendo hacerlo, ahora comienza a hablarse de “la generación perpleja” (Salas, &
Rusiñol, 2010), como la generación de jóvenes supercualificados, con estudios universitarios
que se han quedado “perplejos” ante el grado de incertidumbre que les supone saber y
comprobar que sus estudios no les garantizan un futuro ni un empleo, como se les prometía
hace no mucho. Sociólogos como Marí-Klose (2006) ya advertían que “la sociedad decía a los
jóvenes que esperaran, que todo era cuestión de tiempo, que si trabajabas duramente llegaría
la recompensa. Ahora ya no puede garantizarse ni trabajo estable ni casa propia. Ni siquiera
que en el futuro cobrarás una pensión". Nuestros jóvenes están perplejos y se sienten
perdidos pues efectivamente los expertos coinciden en que hay ahora una diferencia: el
horizonte se ha vuelto más incierto.
En palabras de Javier Salas y Pere Rusiñol (2010) la generación más formada y viajada de la
historia de España tiene que luchar contra los peores estereotipos. Pero la gran mayoría de la
decena de expertos consultados desde sociólogos hasta publicistas coinciden en que los
jóvenes que hoy tienen entre 15 y 29 años (más de ocho millones) reúnen todas las
condiciones para impulsar cambios de fondo. Cuentan además con una herramienta poderosa
que los aglutina: la tecnología. Pero que nadie espere una revolución. La iGeneración (nativa
digital, de Internet, del iPod, del iPad, de ahí el término acuñado originalmente por expertos
en EEUU) se lleva demasiado bien con sus padres como para que el cambio sea traumático. Y
antes debe dejar atrás la perplejidad.
En el mismo sentido, otros expertos como Julio Camacho, director del Observatorio de la
Juventud en España, que lleva 25 años analizando a los jóvenes de este país desde la
Administración afirma que no hay adolescente ni joven que no esté en contacto diario con
amigos virtuales al otro extremo del planeta, a los que además esperan conocer en algún viaje
más pronto que tarde. Dirá, este experto que "los jóvenes, que son nativos digitales, han
pasado de la aldea global a la comunidad de vecinos global (…) Esta generación tiene todas las
características para ser activa y hacer grandes cosas cuando se sobreponga a la perplejidad:
cuenta con una tecnología que les sirve de aglutinante y que a los formados en lo analógico
nos cuesta entender, tienen valores y se enfrentan a un mundo con graves problemas”
(Camacho, 2010).
Carles Feixa, como otros expertos en adolescencia y juventud, se pregunta si “es que ese
invento de hace un siglo -un periodo juvenil dedicado a la formación y al ocio- empieza a no
tener sentido cuando los ritos de paso son remplazados por ritos deimpasse y las etapas de
transición se convierten en etapas intransitivas, cuando los jóvenes siguen en casa de sus
padres pasados los 30, se incorporan al trabajo a ritmos discontinuos, están obligados a
reciclarse toda la vida, retrasan la edad de la fecundidad e inventan nuevas culturas juveniles
que empiezan a ser transgeneracionales. ¿Asistimos quizá al fin de la juventud?” (Feixa, 2011:
35).
En este epígrafe voy definir y reconstruir de forma sintética algunos conceptos claves
relacionados con el tema de la igualdad entre mujeres y hombres.
A menudo suelo preguntar a mi alumnado si creen que hombres y mujeres son diferentes, y las
respuestas o bien son diversas o no saben qué responder. Esta reacción de desconcierto ante
una pregunta tan simple y de fácil contestación, me lleva a pensar que no tenemos claros los
conceptos de igualdad, diferencia, equidad, etc. Justo después, cuando por segunda vez, les
invito a que contesten a la pregunta formulada como si fuesen niños y niñas de tres años….casi
la totalidad de mi alumnado responde tajantemente que sí, que hombres y mujeres sí son
diferentes.
Efectivamente, mujeres y hombres son diferentes, blancos y negros, jóvenes y viejos, gordos y
delgados, una persona con una discapacidad frente otra que no la tenga, etc… ¡claro que son
diferentes! El problema no es que las personas seamos diferentes, sino que sobre ciertas
diferencias se construyan y justifiquen las desigualdades sociales. De este modo, invito a que
nos refiramos a personas como diferentes, diversas, distintas en un sentido y a personas
desiguales en otro.
Cuando nacemos somos macho o hembra de la especie humana, lo que es el sexo biológico.
Inmediatamente tanto el personal sanitario como la familia nos adscriben un sexo social (es
niño o es niña) lo que supone otorgarle a esa criatura una etiqueta “es hombre” o “es mujer”
lo cual le acompañará de por vida pues estará presente a lo largo de toda su existencia en la
interacción cotidiana con otras personas y conformará una categorización social que marcará
sustancialmente su identidad social.
Por otro lado, estaría el género. El género, igual que el sexo social, es una construcción
cultural, pero éste, en nuestra cultura, se denomina género femenino o género masculino2.
Todo lo que socialmente se considere que es propio de mujeres será catalogado como
“femenino” y todo lo que se considere propio de hombres será “masculino”. Así, podríamos
hablar de trabajos femeninos y masculinos, coches más femeninos o más masculinos, deportes
femeninos y masculinos, etc. Ciertamente, tendemos a generizar dicotómicamente gran parte
de nuestra realidad, otorgándoles
Tengamos presente desde un punto de vista no etnocéntrico, que desde la Antropología social
y cultural se ha demostrado empíricamente que en diversas etnias no sólo existe la división
dicotómica de género propia de occidente (masculino y femenino) sino que hay tres, cuatro o
más construcciones sociales de género, unas supuestas características masculinas y femeninas
a actitudes, olores, profesiones, colores, instrumentos musicales, aficiones, sentimientos, etc.
Además, la dicotomía establecida sobre ambos sexos, dará como resultado que un género sea
considerado inferior al otro, o al menos, dotado de valores que lo diferencien
minusvalorándolo, estableciéndose de este modo unas relaciones de poder no igualitarias
(Téllez, 2001).
Como ya he afirmado en otra ocasión (Téllez, 2001) “entre las posibles divisiones sociales
sobre las que se construyen las bases de la desigualdad me interesa de forma especial la que
se establece en relación a la diferente fisiología de los sexos, es decir, las categorías culturales
de género. Porque defiendo que el género, es una de las grandes divisiones sociales que existe
en toda sociedad que se refleja de forma directa en el mundo laboral, al constituir una de las
bases sobre la que se estructura la división del trabajo. Considero así que las desigualdades
basadas en el sexo deben entenderse en el proceso general de creación de otras desigualdades
y jerarquías sociales, la mayoría de ellas sustentadas sobre diferencias biológicas”. Del mismo
modo, “las categorías de género se han presentado como una construcción social en la que
determinados símbolos e ideas han conformado unos modelos de representación ideológica, y
(…) en cada cultura que analicemos encontraremos un sistema de género particular. El género,
desde mi punto de vista, es una construcción cultural que basa su existencia en las diferencias
objetivas que se dan entre los sexos, y es a partir de estas diferencias sobre las que cada
cultura determina tanto las categorías de sexo como las de género” (Téllez, 2001).
No podemos dejar de lado que nuestra cultura sigue siendo sexista, androcéntrica y patriarcal
aunque actualmente para detectar estos sesgos debemos fijarnos en las conductas de las
personas a nivel microsocial. Para ello, invitamos a utilizar el concepto acuñado por Luis
Bonino (1995, 1998) de micromachismos. Este autor resalta los comportamientos "invisibles"
de violencia y dominación, que casi todos los varones realizan cotidianamente en el ámbito de
las relaciones de pareja. En su opinión, para favorecer la igualdad de género, los varones
deben reconocer y transformar estas actitudes, grabadas firmemente en el modelo masculino
(Bonino, 1998). Los micromachismos, son las prácticas de dominación masculina en la vida
cotidiana, precisamente cimentadas en la sutileza social/cultural como diría Foucault, lo casi
imperceptible, lo que está en los límites de la evidencia.
Como explica Luis Bonino (1998) “los micromachismos son microabusos y microviolencias que
procuran que el varón mantenga su propia posición de género creando una red que sutilmente
atrapa a la mujer, atentando contra su autonomía personal si ella no las descubre (a veces
pueden pasar años sin que lo haga), y sabe contramaniobrar eficazmente. Están la base y son
el caldo de cultivo de las demás formas de la violencia de género (maltrato psicológico,
emocional, físico, sexual y económico) y son las "armas" masculinas más utilizadas con las que
se intenta imponer sin consensuar el propio punto de vista o razón. Comienzan a utilizarse
desde el principio de la relación y van moldeando lentamente la libertad femenina posible. Su
objetivo es anular a la mujer como sujeto, forzándola a una mayor disponibilidad e
imponiéndole una identidad "al servicio del varón", con modos que se alejan mucho de la
violencia tradicional, pero que tienen a la larga sus mismos objetivos y efectos: perpetuar la
distribución injusta para las mujeres de los derechos y oportunidades”.
Como han analizado diversas antropólogas españolas (Téllez, & Verdú, 2011; Jociles, 2001) la
construcción cultural de la masculinidad se sustenta de manera muy frágil en continuas
negaciones: se es hombre cuando no se hace cosas de niños, cosas de mujeres ni cosas de
homosexuales. Así, podríamos afirmar que “en nuestra sociedad, también podemos detectar
esa diferente concepción de la masculinidad y de la feminidad (la primera como más artificial,
la segunda como más natural) si paramos en la cuenta de que es muy raro que se dude de la
feminidad de una mujer, mientras que la masculinidad de un hombre "está siempre bajo
sospecha", siempre puede sufrir una regresión hacia lo femenino, de ahí que tenga que estar
constantemente probándola” (Jociles, 2001).
Como ya señalamos recientemente “la masculinidad como campo de estudio constituye hoy
en día un tema de extraordinario interés social, principalmente debido a la vigencia de las
transformaciones de los roles de género y los desajustes que se producen dentro de los
papeles sexuales tradicionales con respecto a las nuevas formas, más igualitarias, de
organización y relación entre mujeres y hombres. “Hacerse hombre”, como “hacerse mujer”,
equivale a un proceso de construcción social en el que a lo masculino le corresponden una
serie de rasgos, comportamientos, símbolos y valores, definidos por la sociedad en cuestión,
que interactúan junto con otros elementos como la etnia, la clase, la sexualidad o la edad y
que se manifiestan en un amplio sistema de relaciones que, en nuestra cultura, ha tendido
históricamente a preservar la experiencia exclusiva del poder al individuo masculino” (Téllez, &
Verdú, 2011).
Mª Isabel Jociles (2001), afirma que “los Men's studies (…) van a plantear que no existe la
masculinidad, en singular, sino múltiples masculinidades, que las concepciones y las prácticas
sociales en torno a la masculinidad varían según los tiempos y lugares, que no hay un modelo
universal y permanente de la masculinidad válido para cualquier espacio o para cualquier
momento. Kimmel (1997: 49) lo expresa del siguiente modo: “La virilidad no es estática ni
atemporal, es histórica; no es la manifestación de una esencia interior, es construida
socialmente; no sube a la conciencia desde nuestros componentes biológicos; es creada en la
cultura. La virilidad significa cosas diferentes en diferentes épocas para diferentes personas”.
Del mismo modo, hemos de destacar los trabajos sobre masculinidades de este tipo realizados
por el antropólogo norteamericano Matthew Gutmann, quien defiende que “la antropología
siempre ha tenido que ver con hombres hablando con hombres sobre hombres; no obstante,
es bastante reciente que dentro de la disciplina unos pocos hayan realmente examinado a los
hombres como hombres (…) cómo entienden, utilizan y discuten los antropólogos la categoría
de masculinidad mediante la revisión de análisis recientes sobre los hombres como sujetos que
tienen género, a la vez que lo otorgan” (1998: 1).
Tal y como apunta Mª Isabel Jociles (2001) “a partir de la indicada década de los ochenta, se
van a multiplicar las investigaciones orientadas a mostrar empíricamente esa variabilidad de
las masculinidades, como es el caso de la que llevó a cabo el antropólogo David Gilmore
(1994), que compara las maneras de "hacerse hombre" dentro de una amplia muestra
intercultural de sociedades, la que realizó el sociólogo Michael Kimmel sobre la historia de la
masculinidad en Gran Bretaña, o la efectuada por Thomas Laqueur (1990) sobre las
concepciones del cuerpo y de la diferencia sexual en la historia europea”.
Por nuestra parte, coincidimos con esta antropóloga al defender que “el estudio de la
masculinidad implica ir más allá del estudio de los hombres y de la introducción de la variable
sexo en los análisis. La masculinidad es un concepto que articula aspectos socio-estructurales y
socio-simbólicos, por lo cual exige que se investigue tanto el acceso diferencial a los recursos
(físicos, económicos, políticos, etc.) como las concepciones del mundo, las conductas, el
proceso de individuación y la construcción de identidades” (Jociles, 2001).
Igual puede ocurrir en el caso de un hombre, donde algunas características sean más acordes
con el modelo tradicional de la masculinidad machista, y otras concuerden con los nuevos
modelos de masculinidades de hombres más igualitarios.
Efectivamente, diversas son las investigaciones (Hernando, 2007; Diaz-Aguado, & Carvajal,
2011; Moreno, & Vélez, 20085) que se interesan de forma novedosa en la prevención de la
violencia de género entre chicos/as de 14 a 18 años en centros educativos de educación
secundaria6 centrándose en “programas diseñados para conseguir cambios en las actitudes
individuales, los conocimientos y las habilidades de los estudiantes, con los objetivos de lograr
eliminar los mitos e ideas erróneas subyacentes al fenómeno de la violencia de género, así
como capacitar al alumnado para detectar y reconocer el maltrato físico, psicológico y sexual”
(Hernando, 2007: 325).
Como afirma este autor (Hernando, 2007: 326) “la violencia que se ejerce en las relaciones de
noviazgo, relaciones que comienzan cada vez a una edad más temprana (Price y Byers, 1999),
no es excepcional y se ha encontrado que ésta, en las relaciones de pareja de adolescentes, al
igual que la violencia de género en adultos, se extiende en un continuo que va desde el abuso
verbal y emocional, hasta la agresión sexual y el asesinato; es un grave problema que afecta de
forma considerable la salud física y mental de los y las adolescentes (Makepeace, 1981)”.
La violencia de género entre parejas adolescentes y jóvenes se ha dado desde hace mucho
tiempo, aunque en España, es en los últimos años cuando comienza a plantearse y visibilizarse
más como un problema social. Su explicación hay que buscarla en gran medida en los
micromachismos que anteriormente hemos comentado y en la idea que sobre el amor
romántico y ciertas características a él asociado trasmitimos sexista y erróneamente a nuestros
chicos y chicas a través de los diversos agentes socializadores (familia, escuela, religión, medios
de comunicación, etc.). Aún así, “a pesar de la altas prevalencias encontradas, el problema de
la violencia de género aparece como algo invisible y minimizado a nivel social; está tan
arraigada y presente en la sociedad que nos cuesta identificarla, ha existido siempre, y lo
nuevo es verlo como violencia y no aceptarla (Alberdi, & Rojas, 2005). La normalización de la
violencia de género en la adolescencia es mayor si cabe que en otras edades, ya que ellos y
ellas son capaces de describir la violencia, conocen casos de violencia de género, pueden
identificarla sobre el papel pero, en general, creen que se trata de algo que sólo le ocurre a
mujeres mayores que ya están casadas. Además, se da la circunstancia de que determinados
comportamientos, que “En el título I se determinan las medidas de sensibilización, prevención
y detección e intervención en diferentes ámbitos. En el educativo se especifican las
obligaciones del sistema para la transmisión de valores de respeto a la dignidad de las mujeres
y a la igualdad entre hombres y mujeres. El objetivo fundamental de la educación es el de
proporcionar una formación integral que les permita conformar su propia identidad, así como
construir una concepción de la realidad que integre a la vez el conocimiento y valoración ética
de la misma”.
Efectivamente, opinamos que “no se podrá disertar sobre violencia de género sin asumir su
raigambre histórica como fuente de su transmisión generacional que aún reciben nuestras
jóvenes. Sólo así es posible comprender cómo se debe a ideología del Patriarcalismo el
establecimiento de las condiciones que están permitiendo compaginar el discurso de las
nuevas ideas, fruto de la evolución de las costumbres en la actual juventud y los avances de la
civilización, con el mantenimiento sin embargo de los intereses del predominio masculino que
impiden una transformación efectiva en las nuevas generaciones. Dominar esta problemática
requiere abordar, tanto el aprendizaje de la violencia sexista en la etapa infantil, como los
mecanismos que impiden a la joven de hoy adquirir su propia identidad; pues la resiliencia o
capacidad de eludir la presión de la violencia esquivándola como posibilidad preventiva tiene
un carácter excepcional” (Pérez del Campo, 2009).
Ciertos estudiosos argumentan que la violencia de género está mucho más presente en las
relaciones de pareja entre jóvenes que entre adultos, con más del 50% de relaciones con
violencia psicológica y más de 30% con violencia física (Heinrich Geldschläger, Ponde, & Oriol
Ginés, 2009).
La mentalidad “machista”, que subyace tras la violencia de género, destaca como su principal
condición de riesgo desde la adolescencia. La prevención debe centrarse en dicho problema y
evaluar su eficacia en torno a indicadores fiables sobre su superación (Díaz-Aguado, & Carvajal,
2011: 391). Las personas adolescentes piensan que solamente la violencia sexual y física lo son
frente a la verbal que no es violencia.
• Tienen más dificultad para reconocer como maltrato las situaciones de abuso
emocional con las que suele iniciarse.
• Menor edad en el inicio de las relaciones de pareja (de seis meses menos por término
medio).
Autores como Antonio Martínez (2009) han analizado algunas premisas necesarias para apoyar
el tránsito de los varones jóvenes hacia modelos de masculinidad más igualitarios, hacia otras
maneras de ser y sentirse hombres que no conlleven el ejercicio de la dominación y el poder
como una forma de mantener privilegios, y se han centrado en cómo deconstruir y construir la
masculinidad adolescente utilizando el grupo de iguales como motor de cambio. Así se
preguntan “¿cómo prevenir conductas de violencia hacia las mujeres por parte de los varones
jóvenes? (…) una de las mejores formas de hacerlo es modificar el modelo masculino
hegemónico, que la justifica y la sustenta” (Martínez, 2009).
Y si bien, hay que atender a los adolescentes hombres para mostrarles otras formas de ser
hombres no machistas sin renunciar por ello a la masculinidad, a las chicas, por su parte, hay
que formarlas y asistirlas para que del mismo modo sepan reformular su identidad femenina
bajo nuevos modelos de ser mujer sin su sustrato machista que las llevó, en gran medido, a ser
víctimas de violencia de género. Dirán ciertos expertos que “un análisis del proceso reparador
resulta indispensable para la recuperación del trauma de las jóvenes sometidas a la violencia
machista. La acción del Feminismo es clave para el buen éxito en la recuperación traumática. Y,
en suma, la eficiente aplicación de las dos últimas leyes (Medidas de Protección e Igualdad
efectiva) será decisiva (no obstante la resistencia que algunos oponen) para liberar de la
violencia de género a las nuevas generaciones” (Pérez del Campo, 2009).
En este texto hemos lanzado algunas ideas y reflexiones sobre el modo en que los
antropólogos sociales y culturales analizan la edad y en concreto la juventud y la adolescencia.
Por ello, hemos destacado el importante papel que se le da a los patrones culturales, a los
agentes socializadores y a los procesos de endoculturación en la conformación identitaria de
las nuevas generaciones. Pues, como es sabido, es a través del propio entorno familiar,
educativo, y de relaciones con iguales, como los adolescentes van aprendiendo a configurar su
propia identidad social. En este proceso, los roles de género tienen un papel primordial. De
ahí, que sea sumamente importante ver cómo la televisión, el cine, los juegos, la publicidad,
internet etc. reflejan y por lo tanto educan a nuestros jóvenes sobre cómo han de ser las
relaciones intergénero (igualitarias o desigualitarias entre mujeres y hombres), dentro y fuera
de la pareja, en el entorno laboral, etc. Y, cómo ya hemos expuesto, será esencial analizar los
mensajes que seguimos dando a nuestros adolescentes sobre cómo se establecen las
relaciones de pareja de manera igualitaria sin los microabusos sexistas ni micromachismos,
que, sustentados en falsas ideas de celos, posesión, control, sumisión, chantajes emocionales,
y falso amor, desembocan, en muchas ocasiones, “para nuestro asombro” en episodios
preocupantes de violencia de género machista en estas nuevas y “modernas” generaciones
jóvenes.
En estudios muy recientes realizados en España, autoras como Mª José Díaz- Aguado y Mª
Isabel Carvajal (2011: 387) defienden que “el reconocimiento del papel crucial que la
educación puede y debe desempeñar en la superación del sexismo y la violencia de género es
hoy generalizado en nuestra sociedad, que suele destacar la necesidad del cambio
generacional desde la educación como la herramienta fundamental para superar estos
problemas. Pero llevar a la práctica este principio es más difícil de lo que suele suponerse. No
basta con que la escuela no sea sexista, sino que exige contrarrestar influencias que proceden
del resto de la sociedad, erradicando un modelo ancestral de relación, basado en el dominio y
la sumisión, que tiende a reproducirse de una generación a la siguiente a través de
mecanismos fuertemente arraigados. En función de esta dificultad puede explicarse que junto
a los grandes avances hacia la igualdad detectados en este estudio, siga existiendo una
importante resistencia al cambio, que es preciso delimitar con rigor y precisión para poder así
poner los medios que contribuyan a su superación. Estos medios exigen la cooperación del
conjunto de la sociedad”. Efectivamente hay que tener presente además que “el logro de la
igualdad y la prevención de la violencia de género están estrechamente relacionados con otros
objetivos destacados como prioritarios para mejorar la sociedad: erradicar el abuso y el
empleo de la fuerza como modelo de relación y prevenir situaciones de riesgo, ayudando a la
generación que está en la adolescencia a encontrar su lugar en el mundo sin dominio ni
sumisión (Díaz-Aguado, & Carvajal, 2011: 387).
Hemos de destacar el importante papel socializador que los medios de comunicación tienen en
estos asuntos que venimos exponiendo. Compartimos así la idea de que “la alfabetización
audiovisual aplicada a este tipo de narraciones se impone entonces como una urgente tarea
pedagógica: es necesario ayudar a los públicos más jóvenes a desarrollar destrezas de
detección y análisis de aquellos elementos que, desde las pantallas, puedan estar instalando
determinados patrones peligrosos en lo concerniente el reparto de roles de género o las
estructuras de relación amorosa. Como actividad integrable en programas de prevención de
violencia de género, proponemos un modelo con el que promover el análisis y la reflexión
crítica de los relatos que abordan las definiciones culturales de enamoramiento y vida en
pareja. Sus objetivos principales son despertar la alerta en contextos educativos ante
determinados modos con que estas narraciones pueden asentar ciertos enunciados y modelos,
a la vez que propiciamos el debate y la reflexión en torno a los estereotipos y presiones
culturales que afectan a la identidad, los derechos y la seguridad cotidiana de muchas
mujeres” (Falcón, 2009).
Por un lado, desde hace años nos ha interesado la relevancia que el cine (Téllez, 2002) y la
publicidad (2012) tienen en la socialización y la trasmisión de los modelos de género entre los
jóvenes. Respecto a la publicidad, es especialmente necesario su análisis desde la perspectiva
de género. Como ya hemos reivindicado (Téllez, 2012) como se advierte en el estudio realizado
en 2009 por Red2Red Consultores para el Ito. de la Mujer “en sociedades altamente
mediatizadas como la española, la publicidad posee una incidencia incuestionable en la
elaboración de representaciones compartidas, además participa de la construcción del espacio
público e influye en la delimitación de experiencias socialmente compartidas. Desde este
punto de vista, hoy sigue siendo imprescindible el estudio de las representaciones publicitarias
y sus efectos socioculturales, más aún en relación a una dimensión como el género, que
constituye un territorio de transformación social de primer orden” (Rodríguez, Saiz, & Velasco,
2009:11).
Por su parte, el cine nos permite realizar un acercamiento antropológico a las películas
centrándonos entre otros aspectos en las relaciones de sexo-género analizando los discursos
de diversas producciones cinematográficas, con el fin de desvelar la construcción del sexo
social, las representaciones ideológicas de género (lo “masculino” y lo “femenino”) y la
construcción cultural de la sexualidad (regulación, normatización, creencias, mitos,
transgresiones y desviaciones de la norma). Pues consideramos que es el conocimiento
antropológico, con su carácter global, comparativo y multidimensional, su especial interés de
contextualización en el espacio y en el tiempo y su enfoque de relativismo cultural, el que nos
ofrece la clave para comprender los orígenes de la desigualdad social basada en el sexo y las
diversas orientaciones sexuales que podemos analizar a través de las películas (Téllez, 2002).
Para concluir, invitamos a nuestros lectores a reflexionar sobre los modelos de feminidad y
masculinidad, y las relaciones de género dentro del ideal de pareja y amor romántico que
películas y dibujos animados, por ejemplo, de Disney han trasmitido y siguen trasmitiendo a
los niños y adolescentes en la actualidad. Pues, como bien apunta Laia Falcón “en torno a la
historia de amor de unos personajes muchas narraciones abordan asuntos clave para nuestra
identidad personal y social, como son los factores que hacen deseable una relación, los
obstáculos y renuncias que anteceden al encuentro feliz de una pareja o la propia definición
cultural de las mujeres y los hombres que logran ser amados. Gracias al enorme poder de
difusión de los soportes audiovisuales, algunos de estos relatos instalan socialmente las
características y los patrones conductuales de sus personajes hasta convertirlos, muchas veces,
en pautas normalizadas: nos proporcionan esquemas y modelos con los que elaborar y narrar
nuestra propia experiencia y pueden conducirnos, por lo tanto, a determinados modos de
interpretar y condicionar nuestra realidad cotidiana” (Falcón, 2009).
MARINA BERNAL**
Bonder afirma que toda la investigación desarrollada sobre la juventud, está relacionada con
una trama de relaciones de poder sociales, y dispositivos de control de las y los jóvenes
(Bonder, 1999). De esta manea es importante poder ubicar cuáles han sido las principales
disciplinas y corrientes teóricas que han «explicado» la juventud, para poder comprender
cómo éstas, según Griffin, han jugado un papel determinante en la construcción de
significaciones, valores y afirmaciones de «sentido común» del mundo académico sobre la
juventud. Asimismo, señala la autora, las investigaciones desarrolladas sobre juventud, han
servido para legitimar normas y prácticas de disciplina- miento dirigidas a las y los jóvenes.
Algo que hay que tomar en cuenta es el debate que existe en torno a las diferencias entre
adolescencia y juventud. En algunas teorías estos conceptos son manejados como sinónimos y
en otras se hacen distinciones a partir de elementos relacionados con cambios psicofísicos o
con determinados momentos significativos que comúnmente se presentan en ese momento
de la vida (el inicio de la vida sexual, la elección de proyecto de vida, etc.). Para efectos de este
artículo se decidió hacer referencia de manera indistinta a ambos conceptos, respetando la
forma en que cada autor o autora citados/as se refieren a los mismos.
Asimismo, es importante destacar que las teorías sobre juventud corresponden también a las
visiones predominantes sobre la concepción del ser humano, y a la situación política,
económica y social existente en el momento en el que la teoría en cuestión fue desarrollada.
Además, es un proceso de vaivén donde posturas que nacieron hace treinta o cuarenta años
después, retoman fuerza años o décadas después, pues responden al momento histórico
político vigente.
Primero hay que ubicar a una de las perspectivas que ha tenido mayor impacto en el
imaginario social sobre la vida de las personas jóvenes: la juventud como problema, como
etapa de crisis y presencia común de patologías. Esta perspectiva ha implicado una visión de la
adolescencia y la juventud como un momento de «riesgo» o «peligro» en cuanto a la
constitución de una personalidad sana, no patológica.
Tanto Hall como Ana Freud, influida por éste, definieron a la juventud como un fenómeno
universal caracterizado por una serie de cambios físicos y psicológicos, por fenómenos de
rebelión y diferenciación de la familia de origen (la que representan exclusivamente como
nuclear), que marcaban el pasaje de la infancia a la vida adulta «normal» signada por la
conducta heterosexual, la formación de la propia familia y la integración productiva al mundo
social (Bonder, 1999). Aberasturi (1985) afirma a su vez que la adolescencia es un período de
contradicciones, confuso, ambivalente, doloroso, que se caracteriza por fricciones con el
medio familiar y social.
Esta corriente ha sido influenciada fuertemente por el psicoanálisis, la psicología del desarrollo
(Lidz, 1973) y los estudios sociológicos de corte funcionalista. Retoman en gran parte la visión
positivista del desarrollo humano, centrándose en los cambios hormonales y fisiológicos de la
persona en lo que definen como «adolescencia». Esta perspectiva es determinante en definir
las características «normales» y «anormales» en el comportamiento de una «persona joven o
adolescente».
En esta definición se presenta una clara diferenciación de género, que responde a los roles
tradicionales, por ejemplo, al considerar que una joven sana debe tener expectativas definidas
y claras tendientes hacia la maternidad (anteponiendo la maternidad a la sexualidad), la
pasividad sexual, la formación de la familia, el cuidado de los otros. Desde esta visión, es
«normal» que las niñas y las jóvenes tengan dificultades en la relación con la madre, en la
relación entre mujeres, por las cuestiones de competencia por los hombres.
Esta perspectiva ha evolucionado, y los estudios feministas han aportado mucho a ubicar los
sesgos de género en los estudios sobre la «normalidad» en la juventud y adolescencia de las
mujeres. Sin embargo, todavía esta visión influye fuertemente muchos estudios sobre salud
mental en mujeres jóvenes o sobre sexualidad juvenil.
Según Griffin (Griffin en Bonder, 1999) las tendencias neoconservadoras que resurgieron en los
90, están adquiriendo una creciente influencia. Entre otros fenómenos, se ha vuelto a reforzar
la dicotomía entre la naturaleza cultura revitalizando el determinismo biológico y la idea de la
juventud como una categoría unitaria que la distingue de la adultez. La autora señala que es
significativo que esta reacción que se despliega en los 90 coincida con la inquietud respecto de
una serie de problemáticas como el incremento del desempleo juvenil, la aparición de nuevos
comportamientos reproductivos, el retardo en el proceso de constitución de parejas y de la
edad para tener hijos, etc., que cuestionan abiertamente la tradicional construcción
conceptual de la juventud como una transición al mundo del trabajo, el matrimonio y la
maternidad/paternidad.
Otra perspectiva sobre la juventud, la cual fue desarrollada en gran medida a mediados del
siglo XX, es la de la juventud como una etapa en la cual la gente joven debe formarse y adquirir
todos los valores y habilidades para una vida adulta productiva y bien integrada socialmente.
Al igual que en la perspectiva anterior, la juventud es ubicada como «proceso de transición».
Un autor destacado en esta perspectiva es Erikson (1951), que, aunque retoma elementos de
la perspectiva anterior, pone énfasis en la importancia de la adolescencia como espacio de
aprendizaje y como potencial de desarrollo e integración. Este autor desarrolla la noción de
moratoria como signo distintivo de esta fase de la vida y la descripción de los procesos
emocionales y de aprendizaje social que convergen a la constitución de la identidad juvenil.
Hacia 1990, Morch elabora una crítica a la teoría clásica de Erikson. Para este autor, la
juventud como concepto moderno está directamente relacionado con la existencia de
determinadas «estructuras de actividad» específicas en las que los individuos, deben ubicarse.
Estas estructuras (escuela, trabajo, tiempo libre, etc.) están organiza- das socialmente para dar
respuesta a las necesidades de desarrollo de la individuación social.
Por su parte, la sociología sobre «cultura juvenil» (Parsons, 1942) y de ecología urbana sobre
bandas juveniles (Park, 1920), la psicología del desarrollo (Delval, 1985), desde los estudios
jurídicos (sobretodo sobre delincuencia juvenil) y antropológicos, sobre todo enfocados a los
jóvenes marginados (Trasher en Feixa, 1995), con dificultades de «integración social»,
delincuentes, adictos, pobres, negros. Parsons (1942) por ejemplo, caracterizaba a la cultura
juvenil básicamente como «irresponsable».
En los estudios realizados por Park (Park en Feixa, 1995), algo importante que se diferencia de
la perspectiva anterior es que lo que se codificaba socialmente como «desviación juvenil», no
era ubicado como un fenómeno patológico, sino el resultado previsible de un determinado
contexto social. Este planteamiento en particular, va a ser retomado como aporte al desarrollo
posterior de una perspectiva de construcción sociocultural de la juventud.
Como los temas estudiados tienen que ver con un rol activo por parte de jóvenes en los
espacios públicos (de los cuales las mujeres están excluidas), estos estudios se centran en los
hombres jóvenes, aunque sus conclusiones afectan a las mujeres jóvenes también, aunque
ellas estén excluidas en los estudios. Han contribuido fuertemente a estigmatizar a la gente
joven como delincuente, desadaptada, irresponsable, necesitada de control, y en algunos
casos, de represión también.
Desde esta perspectiva las mujeres jóvenes son normalmente invisibilizadas. Si se retoman en
algún estudio tienen que ver con prostitución, o en estudios sobre adolescentes de clase
media en Estados Unidos, como los desarrollados por Parsons con población adolescente
«teenagers» de clase media, los cuales se centraron en la cultura juvenil de hombres y mujeres
jóvenes en centros educativos de este país (se nombra a las mujeres jóvenes, pero no se hace
un análisis específico que retome su condición de género). Por otro lado, la perspectiva de
desarrollo para las personas jóvenes presenta otro claro sesgo de género: a diferencia de los
varones, para quienes la promesa de llegada a la vida adulta puede ser una realidad (si se
cumple con los criterios de integración definidos para ser adulto), para las jóvenes este estadio
de tránsito que significa la «condición juvenil» es un esta- dio permanente, donde las mujeres
continuarán siendo siempre «menores de edad», «dependientes» y con necesidad de ser
guiadas.
Una perspectiva que permeó sobre todo los estudios de juventud desarrollados en la segunda
mitad del siglo XX, ubicaron a la juventud como grupo de edad (sobre el cual todavía no hay un
consenso claro, en términos de su definición etárea), vista principalmente desde un punto de
vista poblacional. Los ejemplos típicos desarrollados des- de esta perspectiva han sido
principalmente sociodemográficos, cuya presencia se multiplicó particularmente a partir de la
crisis poblacional de los años sesenta y setenta, y hasta nuestros días.
Los y las jóvenes se convierten aquí en un grupo homogéneo integrado por todas las personas
que coinciden en un grupo de edad definido por cortes que en algunos casos resultan
arbitrarios o en otros responden a intereses de control poblacional o de inserción productiva.
Las personas jóvenes son ubicadas principalmente como un dato estadístico. Estos estudios
generalizan características o comportamientos a toda la gente joven, invisibilizando la
diversidad de condiciones, necesidades y realidades. Algunos estudios realizados desde esta
perspectiva son los de empleo juvenil (Zepeda, 1993), fecundidad en adolescentes (Welti,
1989), entre otros.
Los resultados de estas investigaciones han servido como base para el desarrollo de políticas
públicas hacia jóvenes en diferentes partes del mundo. Su visión va más allá de la
determinación de problemas enfrentados por la «población joven», sino que los mismos
criterios para la medición de las problemáticas juveniles, son utilizados para medir el éxito o
avance las políticas públicas o acciones definidas.
Algo importante en estas investigaciones es que parten de la disponibilidad de los datos, los
cuales en el caso de las mujeres son en muchos países todavía escasos y los que existen tienen
claros sesgos de género. Por ejemplo, hay datos claros sobre mortalidad en hombres jóvenes,
pero en mujeres jóvenes este dato no es tan preciso si tomamos en cuenta que las muertes
por abortos mal practicados (muy comunes en mujeres jóvenes pobres) están subregistrados.
También se han hecho estudios sobre migración, que no están planteados desde una
perspectiva de género, por lo que pareciera que la migración es un fenómeno básicamente
masculino. Es solamente hasta años recientes que este tipo de estudios, han concluido por
ejemplo que hay una presencia significativa de mujeres jóvenes en la población migrante, y
que esto tiene impactos sociales y económicos diferenciados, tanto en sus comunidades, como
en sus vidas. Esta perspectiva es quizás la que hace que en algunos casos este tipo de estudios
se hayan movido más allá de una visión sociodemográfica para pasar a una que trata de
contextualizar los fenómenos estudiados, tomando en cuenta otras dimensiones (de contexto)
más allá de los datos en sí mismos.
Según Bonder (1999) hacia los años sesenta «la juventud se instaló decididamente en el centro
del debate sobre conformismo/rebeldía, el consumismo y la delincuencia y una vez más, los
grupos juveniles fueron caracterizados como potenciales causantes de problemas, desorden y
caos social» al tiempo que se elaboraban teorías que intentaran explicar/controlar/recetar
soluciones a estos fenómenos. Los años sesenta (mayo francés), fueron sin duda un fenómeno
juvenil y universitario que, por primera vez, identificó a los jóvenes como protagonistas de un
cambio cultural y social revolucionario; de escépticos y conformistas (Schelsky, principios
sesenta), los y las jóvenes pasaron a ser en apenas unos pocos años, activistas, contestatarios y
cuestionadores de la cultura dominante. Las investigaciones de esta época, tienen una clara
naturaleza política.
Para ejemplificar esto, Bonder cita a Clarke (1975) que señala que «la juventud se transforma
en la metáfora de tratamiento de la crisis en la sociedad, en el indicador sobre el estado de las
naciones, del ciclo de altas y bajas de la economía, los cambios de valores culturales de la
sexualidad, la moral, la familia, las relaciones de clase y las estructuras ocupacionales». De
modo que, a partir de esto, se espera que la juventud proporcione «las soluciones a los
problemas de la nación ya que se considera que los jóvenes portan la llave del futuro del país».
En los años noventa hay otras voces más optimistas (pero según Bonder demasiado
generalizadas y esquemáticas) como la de Inglehart (1990) quien postula que en las sociedades
avanzadas, con cierto grado de desarrollo y resolución de los clásicos conflictos estructurales
entre el capital y el trabajo, son los jóvenes los portadores de nuevos valores, a los que llama
«pos materialistas», caracterizados por la creciente preocupación por la calidad de vida,
mejoras en la atención de los servicios privados y estatales, demandas por una mayor
participación vecinal, cuidado del medio ambiente natural y social, es decir, desean relaciones
sociales menos jerárquicas, más íntimas e informales con los demás.
Otra perspectiva que ha estado cercanamente vinculada con el desarrollo de políticas públicas
de juventud en América Latina, tiene que ver con la definición de la juventud como problema
de desarrollo, debido a la alta incidencia de desempleo en este grupo, o del consumo de
drogas ilícitas, el número embarazos adolescentes, entre otros (Ferraroti, 1981).
Estos estudios tienden a enfocarse en problemas más «macro» del desarrollo socioeconómico
de los países (desempleo, tasas de fertilidad y crecimiento poblacional, migración e
inmigración, nivel educativo, etc.) y retoman en muchos casos el enfoque sociodemográfico,
pero van más allá que los estudios meramente estadísticos. Se enfocan principalmente al
desarrollo de propuestas para «integrar socialmente» a la población juvenil a la sociedad,
proponiendo bases para el desarrollo de políticas públicas dirigidas a este sector. Por ejemplo,
Touraine afirma que desde una propuesta política más humana se debería considerar como
inversión importante la inserción de los y las jóvenes en el desarrollo social (Touraine en
Rovirosa, 1988).
Estos estudios han estado relacionados con las conferencias internacionales sobre diversos
temas relacionados con el desarrollo realizadas en la década de los noventa. Por ejemplo, la
Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social (1995), en la que se identifica claramente a la
población joven como una población en riesgo, o como un grupo vulnerable, cuya integración
es «clave» para el desarrollo socioeconómico. Otro ejemplo son los estudios realizados por
Durston (1998) sobre juventud rural y desarrollo.
f) Juventud y generaciones
Al igual que con la perspectiva sociodemográfica, ésta tiende a homogeneizar a la gente joven,
ubicando características comunes en todas las personas que están ubicadas en la generación
joven del momento. El concepto de «generación X», desarrollado por un autor
estadounidense, produjo toda una serie de caracterizaciones sobre la generación de principios
de los noventa, que se extendieron a las juventudes de diversos países, que obviamente, vivía
en contextos y condiciones muy distintas a los jóvenes que inspiraron el libro del mismo
nombre y que da cuenta de una realidad de un sector de jóvenes en Estados Unidos:
«generación X» (Coupland, 1993).
Por otro lado, los estudios de los noventa, sobre lo que llaman la «generación escéptica»
(como a principios de los sesenta) se centran en investigaciones sobre actitudes y prácticas
políticas de los jóvenes que afirman que ellos/as adscriben al individualismo y al hedonismo
como valores sociales principales, que están altamente desmovilizados, actúan de acuerdo a
criterios pragmáticos y en consecuencia no se interesan por participar en la construcción social
y política del país, el continuo fluir del presente es su principal preocupación.
En Estados Unidos, la perspectiva generacional tiene que ver con una visión de la juventud
como sector atractivo en términos de consumo, así como la cuestión del desarrollo económico
y tecnológico (sobre todo en el área de comunicación electrónica) y por otro lado, como sector
que hay que conocer para diseñar políticas de manejo de personal adecuadas. Estos estudios
tienden a resaltar las diferencias y conflictos con otras generaciones (Hicks, 1999; Bagby, 1998;
Schneider, 1999; Tapscott, 1998) y parecieran depositar a los supuestos conflictos y división
generacional diversos problemas que tienen que ver más con problemas que determinada
sociedad enfrenta más allá de la generación.
Una última perspectiva tiene que ver con aproximaciones teóricas más recientes, desarrolladas
sobre todo en los últimos treinta años que ubican a la juventud como una construcción
sociocultural. La mayoría de estos estudios realizados desde esta perspectiva han sido
desarrollados desde la antropología y la sociología, donde se retoman aportes de Park, Trasher
y Mead (quien desde los años veinte rompió con la tradición de ver a la juventud como algo
universal, de- finiéndola más bien como una categoría cultural), entre otros. Desde estas
disciplinas se han hecho algunos de los aportes más importantes a la desmitificación de los
prejuicios existentes en diferentes teorías sociológicas y psicológicas, que desmedicalizaron y
desmitificaron la juventud, ubicándola en su contexto histórico y cultural. Los estudios
socioculturales resaltan la diversidad de formas de expresión de lo juvenil (culturas juveniles),
y subrayan la diversidad de lo juvenil (identidades juveniles).
Además, se han desarrollado estudios en Europa, Estados Unidos y también en América Latina
que ponen énfasis en dos dimensiones particulares de lo juvenil: por un lado, la identidad o
identidades juveniles como resultado de un proceso de construcción sociocultural; por el otro,
las culturas juveniles como expresiones diversas de la población que se identifica a sí misma
como joven.
Los estudios realizados desde esta perspectiva han sido diversos, algunos centrados en el
campo de las subculturas juveniles (como la juventud de la postguerra en Inglaterra en los
años sesenta) que retoman comúnmente elementos del interaccionismo simbólico, del
estructuralismo, la semiótica, la literatura contracultural y el marxismo cultural. Entre sus
principales exponentes encontramos a Cohen, quien hizo estudios sobre los grupos mods y
skinheads, planteándolos como soluciones ideológicas a los problemas provocados por la crisis
de la cultura parental que cumplen la función de restablecer la cohesión perdida dotando a los
jóvenes de una nueva identidad social (Feixa, 1995).
Desde la psicología se han desarrollado estudios sobre la juventud que rompen con las
perspectivas clásicas desarrolladas por Hall y Erikson. Uno de los teóricos destacados en esta
línea es el psicólogo francés Gerard Lutte que propone distinguir las fases del desarrollo,
dependiendo de la conciencia que la gente joven tiene de ellas. Lutte ubica a la juventud como
una condición que implica una fuerte marginación y discriminación.
Hay algunas investigaciones que surgieron a finales de los ochenta y principios de los noventa
(Hollands, 1990; Moffat, 1986) en donde se va trascendiendo la frontera de la clase social
como eje estructurador de los comportamientos juveniles y se emprende un examen más
complejo que combina el análisis de las relaciones de poder entre el género, sexualidad, raza y
edad.
Varios autores hispanoamericanos/as han desarrollado estudios sobre la juventud, los cuales
se proponen desde una perspectiva de construcción social. Valenzuela, antropólogo mexicano
especializado en la cultura de la frontera norte de México, habla de la condición juvenil como
categoría y conceptualiza la juventud como construcción sociocultural históricamente definida.
Él entiende las identidades juveniles como históricamente construidas, referidas
situacionalmente, es decir, ubicadas en contextos sociales específicos: de carácter cambiante y
transitorio. Son productos de procesos de disputa y negociación entre las representaciones
externas a los/as jóvenes y las que ellos/as mismos/as adoptan. Las identidades juveniles
incluyen las autopercepciones, e implican la construcción de umbrales simbólicos de
pertenencia, donde se delimita quién pertenece al grupo juvenil y quién está excluido.
Valenzuela ubica las identidades juveniles de manera relacional con otras condiciones como el
género y la etnia.
Un ámbito ampliamente estudiado en los últimos diez años es el de las culturas juveniles: el
español Carles Feixa (1995) es uno de los autores que más ha trabajado este tipo de estudio. Él
afirma que las culturas juveniles refieren la manera en que las experiencias sociales de los
jóvenes, son expresadas colectivamente mediante la construcción de estilos de vida
distintivos, localizados fundamentalmente en el tiempo libre o en espacios de intersección de
la vida institucional. Se refieren además a la aparición de «micro-sociedades juveniles», con
grados significativos de autonomía respecto de las «instituciones adul- tas», que se dotan de
espacios y tiempos específicos y que se configuran históricamente, en los países occidentales,
principalmente en Europa, Estados Unidos y Canadá, tras la Segunda Guerra Mundial. Esto
coincide con grandes procesos de cambio social, en el terreno económico, educativo, laboral e
ideológico.
Feixa ubica que la noción de culturas juveniles remite a la noción de culturas subalternas,
como culturas de los sectores dominados, y se caracterizan por su precaria integración en la
cultura hegemónica, más que por una voluntad de oposición explícita. Él ubica esta no
integración o integración parcial en las estructuras productivas y reproductivas como una
característica esencial de la juventud. Asimismo, coincide con Valenzuela en considerar a la
condición juvenil como una condición transitoria, en contraste con otras condiciones sociales
que son permanentes, como la étnica o de género.
Feixa estudia la articulación social de las culturas juveniles, desde tres escenarios: el de la
cultura hegemónica, la cultura parental y las culturas generacionales. Al hablar del carácter
transitorio de la juventud, Feixa destaca el hecho que esta característica ha servido como base
para la descalificación y desprecio a los discursos culturales de los y las jóvenes. De esta
manera, la juventud es vista como «una enfermedad que se cura con el tiempo», lo cual ha
implicado condiciones desiguales de poder y recursos a las cuales han tenido que
sobreponerse determinados grupos juveniles para poder sostener su autoafirmación.
Feixa es uno de los autores que más han impactado los estudios realizados sobre la juventud
en varios países latinoamericanos. A pesar de que ha traído una perspectiva crítica y novedosa
para mirar a la población joven y sus diversas expresiones en la región, Feixa plantea una
mirada que está muy permeada por sus referentes y realidad europea, los cuales no
necesariamente encuentran un paralelo en la realidad latinoamericana y caribeña. No
obstante, en uno de sus últimos trabajos (Feixa, 2002) está haciendo un esfuerzo por rescatar
elementos particulares de la realidad de la región (como, por ejemplo, la dimensión étnico-
racial), que han participado históricamente en la construcción de identidades y culturas
juveniles.
Por otro lado, el sociólogo chileno Klaudio Duarte ha realizado un extenso trabajo con jóvenes
urbanos de sectores populares de su país. Él se centra en el análisis de los discursos
dominantes sobre la juventud que se han desarrollado históricamente desde diversas
instituciones sociales. En su estudio realiza una tipificación de dichos discursos ubicando las
implicaciones que cada uno de éstos tiene para la vida de la gente joven. Asimismo, Duarte
hace una revisión crítica del concepto juventud, el cual desde su perspectiva no logra contener
el complejo entramado social del cual desea dar cuenta.
Con respecto a las mujeres jóvenes en este tipo de estudios es todavía incipiente el desarrollo
de investigaciones que den cuenta de su condición: todavía se presenta una fuerte
invisibilización o visión muy superficial o con sesgos de género sobre su realidad. Incluso
algunos de los autores mencionados (Feixa, Valenzuela y Duarte) han planteado que las
culturas juveniles han sido vistas como fenómenos exclusivamente masculinos; según Feixa, la
juventud ha sido definida en muchas sociedades como un proceso de emancipación de la
familia de origen y de articulación de una identidad propia expresada en el ámbito público o
laboral (fenómenos legitimados para los hombres, pero no así para las mujeres). Estos autores
reconocen que, en la aproximación a la realidad de las mujeres jóvenes, en cuanto a la
construcción de su identidad y su participación en las culturas juveniles, hace falta mucho por
hacer.
En los años ochenta, se realizaron algunos estudios de este tipo por investigadoras como
Garber y McRobbie (Garber y MacRobbie en Feixa, 1995) que trabajaron justamente una
explicación sobre la participación de las mujeres jóvenes en las culturas juveniles. En éstos,
ellas afirman que las mujeres jóvenes ciertamente tienen un lugar marginal en las subculturas
juveniles, pero resaltan el hecho que las investigaciones realizadas hasta la fecha estudiaron
las culturas juveniles que habían sido definidas desde un marco androcéntrico, que dejaba de
lado aquel conjunto de actividades, relaciones y espacios en los cuales ellas sí participan y que
no son identificados o codificados necesariamente como parte de estas culturas.
Siguiendo esta línea, Maritza Urteaga, investigadora mexica- na, ha realizado investigaciones
sobre mujeres jóvenes en el ámbito urbano enfocándose a espacios no tradicionales de
estudios sobre juventud, tales como mujeres jóvenes y rock, mujeres jóvenes punk y
afectividad juvenil y centros comerciales, entre otros (Urteaga, 1995, 1996a, 1996b).
Homogeneizantes: lo cual implica asumir que las personas jóvenes tienen características,
necesidades, visiones o condiciones de vida iguales y homogéneas. A partir de esta lógica se
pueden plantear explicaciones o soluciones que son generalizables a toda la población joven,
sin tomar en cuenta su diversidad.
Estigmatizantes: por un lado, a partir de ciertos estereotipos y prejuicios construidos por
resultados de las investigaciones realizadas, se estigmatiza a las personas consideradas como
jóvenes, o grupos particulares de jóvenes. Por otro lado, a partir de considerar determinados
estigmas sobre las personas jóvenes como «naturales» o como dados, se desarrollan
investigaciones que permiten la confirmación «científica» de dichos prejuicios.
Por último, en esta recapitulación se han tratado de ubicar las implicaciones que las diversas
perspectivas teóricas expuestas tienen para la gente joven, en los diversos ámbitos o
dimensiones en los que viven o se desarrollan: la familia, la escuela, el trabajo, el ejercicio de
su sexualidad, la participación de la vida pública, entre otros. Este tipo de análisis puede
realizarse con respecto a cualquier institución social (el Estado, los medios de comunicación, la
familia, la escuela, la Iglesia, etc.), partiendo de la base que cualquier discurso producido por
alguna de estas instituciones, tiene implicaciones diversas sobre la vida de las personas
jóvenes.
Ninguna institución social produce un discurso neutro sobre la juventud, todas llevan
implícitos elementos valorativos de las distintas perspectivas analizadas. Es importante tener
en cuenta que los discursos de las diferentes instituciones se cruzan, se complementan y se
contradicen unos a otros y que las contradicciones o afinidades que surgen de este proceso se
ven reflejadas también en la forma en que las personas jóvenes concretas construyen su
propia definición y/o vivencia de lo juvenil. Todos estos discursos institucionales compiten de
diversas formas entre sí por establecer su hegemonía en la definición del «deber ser» o en la
explicación de la juventud.
Desde esta perspectiva, este artículo plantea una investigación cualitativa que realicé en un
salón de clase de educación inicial que atendía a niñas y niños en edades comprendidas, entre
los cinco años y tres meses y los siete años. El estudio pretendió promover la reflexión crítica
sobre la teoría y la práctica pedagógica que asumimos y llevamos a cabo, el personal docente
del nivel inicial. Por este motivo, consideré importante analizar el currículo como proyecto
político-ideológico, cultural y pedagógico, en cuanto a: sus fundamentos teóricos; función
social (proceso de socialización); el papel de las personas que intervienen en su aplicación; las
relaciones de poder; el uso del lenguaje; los estereotipos de género; las estrategias de
enseñanza y de evaluación, en torno a los procesos iniciales de lecto-escritura y la pertinencia
del significado de los contenidos.
Nuestra sociedad se ha caracterizado por una desigual distribución del ingreso que se
concentra en sectores minoritarios y de sexo masculino, lo que produce grandes diferencias en
términos económicos y culturales, entre los diversos sectores de la sociedad. Es así como la
última Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos del Instituto Nacional de Estadística y Censos
(INEC) muestra que en los estratos más ricos el ingreso por persona se duplicó entre 1998 y el
2004, mientras que en los hogares pobres solo creció un 7% en el mismo periodo. Lo que
evidencia la inequidad social.
Los grupos hegemónicos mantienen el dominio de los medios de producción y del poder sobre
las clases subordinadas. En esta dinámica, se limita la participación de ciertos sectores en los
procesos de producción y consumo (nivel estructural) que se articula con una condición de
desigualdad cultural (nivel superestructural). Por lo tanto, la reproducción de las desigualdades
en la sociedad, es producto de las relaciones sociales y del contexto económico y político,
como totalidad articulada, donde la práctica social contribuye a la interiorización de la cultura
dominante por parte de los grupos populares que los lleva a percibir y comprender la realidad,
de acuerdo con los intereses y las necesidades de los grupos hegemónicos, como una forma de
dominación ideológica.
Es un hecho que, en el proceso de legitimación del orden establecido, participan las diferentes
instituciones sociales; entre ellas, la familia, los medios de comunicación y la escuela, donde se
institucionaliza el proceso educativo y se transmiten y reproducen la cultura dominante y las
diferencias por género con una función dirigida al control simbólico y social. Como bien lo
afirma Michael Apple (1995), la educación está profundamente comprometida con la política
cultural. Por lo tanto, las diferencias de poder se introducen en el mismo núcleo central del
currículo, la enseñanza y la evaluación. De tal forma, la escolaridad dirigida a las clases
populares, es de menor calidad y subvalora la producción cultural de dichas clases. Lo que
incide en la segmentación y clasificación de las personas que constituyen una sociedad. Este
hecho produce la exclusión y la repetición escolar en algunos grupos. Este problema es más
evidente en ciertos sectores que, por cuestiones étnicas, económicas, sociales o geográficas,
son perjudicados, entre ellos, la población rural e indígena.
En este contexto, si bien es cierto que la escuela reproduce las costumbres, las ideas, las
instituciones, las diferencias por género, las relaciones sociales de producción, también este
proceso de socialización no es tan mecánico ni lineal, ni en la sociedad, ni en la escuela, puesto
que siempre hay grupos que buscan el cambio, la transformación y la reelaboración de las
estructuras sociales desiguales y discriminatorias, en la búsqueda de una sociedad justa,
solidaria y democrática (Giroux, 1995).
Construcción de subjetividades
físicas del medio y los significados culturales de una manera natural. Por lo que el desarrollo
del individuo se encuentra mediatizado por el ambiente social y cultural que lo lleva a construir
su subjetividad y su identidad. En este proceso, intervienen tanto las relaciones sociales que
rodean a las personas en la familia y en la escuela, como también los diferentes medios de
comunicación que transmiten informaciones, valores y concepciones ideológicas que cumplen
una función más dirigida a la reproducción de la cultura dominante que a la reelaboración
crítica y reflexiva de la misma. En el contexto escolar, el personal docente, al ser la figura de
mayor jerarquía en el salón de clase, tiene un papel fundamental en la construcción de las
subjetividades e identidades de sus estudiantes.
Para algunos autores, la población estudiantil interioriza, con mayor facilidad, los mecanismos,
estrategias, normas y valores de interacción social que los contenidos académicos, lo que va
configurando, poco a poco, representaciones, formas de conducta e identidades que tienen
valor y utilidad, tanto en la escuela, como en la sociedad. De tal forma, se va “induciendo así
una forma de ser, pensar y actuar, tanto más válida y sutil, cuanto más intenso sea el
isomorfismo o similitud entre la vida social del aula y las relaciones sociales en el mundo del
trabajo o en la vida pública” (Gimeno y Pérez, 1993:22).
Por su parte, Lev Vigotsky (1978) señala que, en el desarrollo psíquico de la persona, toda
función aparece en primera instancia, en el plano social y, posterior- mente, en el psicológico,
es decir, se presenta al inicio en el nivel interpsíquico entre los demás y, luego, en el interior
del niño y de la niña en un plano intrapsíquico. En esta transición de afuera hacia dentro, se
transforma el proceso mismo; cambia su estructura y sus funciones. Lev Vigotsky denominó
este proceso de interiorización como “Ley genética general del desarrollo psíquico (cultural)”,
donde el principio social está sobre el principio natural-biológico. Por lo tanto, las fuentes del
desarrollo psíquico de la persona, no se encuentran en ella misma, sino en el sistema de sus
relaciones sociales, en el sistema de su comunicación con los otros y las otras, en su actividad
colectiva y conjunta con ellos y ellas. Al respecto, Alexander Luria afirma:
La actividad psicológica del niño y de la niña se forma bajo la influencia, por una parte, de las
cosas que lo rodean, cada una de las cuales representa la historia materializada de la vida
espiritual de centenares de generaciones, y por otra parte, del derredor, por las relaciones que
la niña y el niño tendrá con él. Al nacer el niño y [sic] la niña no es una persona autística que
sólo en forma gradual entrará en la cultura; desde el principio mismo de su vida es tomado por
la red de las influencias culturales, y solo en forma progresiva ha de distinguirse como criatura
independiente, cuyo mundo espiritual continúa siendo socialmente modelado (s.f.:12).
De tal forma, nos vamos construyendo como seres humanos, en la interacción social, en las
relaciones con las personas, en la familia, en la escuela y en la comunidad. En ese contacto con
el contexto sociocultural, vamos edificando nuestra subjetividad, nuestra manera de ser,
pensar, sentir y actuar.
Lenguaje y socialización
De tal modo, en la relación social se lleva a cabo el control simbólico, mediante el cual, la
conciencia adopta una forma especializada, a través de diferentes formas de comunicación
que transmiten una determinada distribución de poder y las categorías culturales dominantes.
Asimismo, la vida del aula y el ambiente del centro educativo ofrecen escenarios dinámicos
que presentan relaciones, donde se intercambia, mediante el lenguaje verbal y no verbal,
directa o indirectamente, ideas, valores e intereses diferentes. Por lo tanto, se debe tomar una
conciencia crítica de esta realidad, a partir de la cual, es posible actuar sobre ella y modificarla,
mediante una acción pedagógica social- mente crítica.
Los primeros años de vida del ser humano, son esenciales en su formación, puesto que el
desarrollo de la inteligencia, la personalidad y el comportamiento social ocurren más rápido
durante esos años (Rivero, 1998). Toda experiencia vivida va moldeando la manera de ser, de
pensar y de actuar de cada persona. De esta manera, los centros de educación inicial, que
atienden a niños y niñas desde los primeros meses hasta los siete años de vida, se convierten
en instituciones fundamentales para la sociedad, ya que pueden contribuir a formar
identidades críticas, activas, autónomas, solidarias y creativas o, por el contrario, identidades
pasivas e individualistas. Así surge la importancia de estudiar las interacciones sociales que se
promueven en los centros educativos que nos permiten develar, lo que ocurre en el contexto
del aula para incentivar la reflexión, en torno al papel que asumimos, como educadoras y
educadores.
sexismo lingüístico
Debido a que el poder ha estado históricamente en manos de los hombres y ellos han tenido
el poder de conformar la cultura, el lenguaje como parte de esta, determina que el género
masculino designa al varón y a toda la especie humana, discriminando así a las mujeres. Al
respecto Alda Facio afirma: “Si sólo los hombres han tenido el poder de definir, sólo ellos han
conformado la cultura y por ende, esa cultura es masculina. En otras palabras, las mujeres
como seres humanos plenos, no existimos en esta cultura” (1994:21). Por este motivo, el
lenguaje no es neutro, ni en su uso ni en su estructura. Refleja la situación social y determina
una visión de mundo. Los usos sexistas del lenguaje nos moldean nuestras percepciones y
pensamientos sobre hombres y mujeres. El lenguaje crea subjetividades y fomenta la
desigualdad de género, etnia y clase. Por consiguiente, la identidad de un hombre o una mujer,
es producto de los procesos de socialización que se generan en el contexto socio cultural,
donde se desarrolla. En este proceso, es fundamental tomar conciencia sobre el uso del
lenguaje que discrimina a la mujer y refleja una determinada forma de poder. Al respecto Rosa
Santórum y Ramona Barrio afirman:
En este contexto de socialización se aprende a ser mujeres y hombres también a través del
lenguaje, hablando y escuchando a hablar y a través de mensajes encubiertos. Al utilizar la
lengua como les enseñaron, niñas y niños mantienen y perpetúan el sexismo, la subordinación
femenina y la transmisión de valores andrómetricos (1998:58).
Inicié el estudio con interrogantes generales que me guiaron para insertarme en el salón de
clase. Posteriormente, en la situación concreta del objeto de estudio y en el intercambio con
las personas participantes, fui perfilando focos más concretos de análisis.
Las preguntas que orientaron el pro- ceso investigativo, fueron las siguientes:
En un primer momento, hice una descripción de lo ocurrido; utilicé las propias palabras de las
personas; detallé las interacciones que se producían en el salón de clase y dialogué con la
educadora. Posteriormente, me concentré para comprender, explicar e interpretar dichas
interacciones. En este proceso, hubo una constante interacción entre teorías y
acontecimientos. Analicé la práctica para descubrir significados y comprender la dinámica
social que se generaba en el contexto del aula.
I. Reflexiones individuales
V. Negociación de entrada
Estas etapas no se realizaron de manera lineal, sino que la mayoría de ellas estuvieron
presentes durante todo el proceso investigativo.
Realicé el análisis de la información de forma progresiva. En primer término, leí los datos y
reflexioné sobre lo vivido para tratar de comprender lo que ocurría en el contexto del aula.
Transcribí las observaciones y agregué mi percepción sobre ellas. Posteriormente, comenté las
notas con la educadora e incluí sus sugerencias, con el fin de encontrar el significado de la
práctica educativa y, por último, añadí notas teóricas.
De esta manera, el análisis fue un proceso profundo, dinámico y sistemático que requirió
muchas horas de reflexión y de diálogo para descubrir ese significado subjetivo que orientó las
actuaciones de las personas en el contexto natural del aula.
Para profundizar el análisis, consulté otras fuentes: el planeamiento; los trabajos de los niños y
las niñas; el material didáctico que utilizaba la educadora; las evaluaciones; un relato de
experiencia que elaboró la docente; las notas de las conversaciones informarles y las
entrevistas realizadas en el transcurso del año.
Toda esa información fue consultada, una y otra vez, en el proceso de análisis. Con base en
todos esos datos, construí áreas de análisis. Éstas fueron:
Con las áreas definidas, elaboré matrices con cuatro columnas para organizar la información,
donde incluía las notas del diario, documentos, entrevistas y comentarios de la educadora, mis
percepciones y las notas teóricas. Estas matrices constituyeron un excelente instrumento para
ordenar los datos y realizar el análisis. Sin embargo, siempre recurrí a las fuentes originales: mi
diario, las entrevistas, los diálogos, los videos, el relato de experiencia, la bibliografía, las
carpetas de las niñas y los niños, etc. Por lo que estas matrices no fueron estáticas sino muy
dinámicas, ya que muchas veces, encontré elementos nuevos para enriquecerlas.
subárea: Lenguaje
Una vez sistematizada y analizada la información, se presentan los resultados del estudio en
los siguientes apartados.
Iv. Construyendo identidades en el contexto escolar
El edificio de la institución educativa era pequeño para la cantidad de niños y niñas que
albergaba, contaba con cuatro aulas para ocho grupos por lo que se alternaba el horario, un
grupo asistía en horas de la mañana y el otro en la tarde. Por la cantidad de educandos, un
promedio de treinta estudiantes en cada sección, y las limitaciones del espacio físico, el
personal docente organizó la jornada diaria con el fin de alternar las áreas de juego y los
diferentes espacios para que todos los niños y las niñas tuvieran oportunidad de utilizarlos.
Además, como se indicó anteriormente, el número de alumnos y alumnas por sección era muy
numeroso para ser atendidos por una sola educadora de acuerdo con las recomendaciones
técnicas para estas edades (Peralta, 1998).
En términos generales, el espacio físico cumplía con las características básicas de seguridad e
higiene, sin embargo, la institución no contaba con áreas verdes. Los diferentes implementos
de juego y materiales estaban al alcance de las niñas y los niños para su uso, lo que propiciaba
la libertad, la autonomía y la participación, principios necesarios en un curriculum preescolar.
Este tipo de elementos son importantes puesto que brindan a la población estudiantil la
posibilidad de experimentar con una diversidad de materiales que contribuyen a realizar una
serie de movimientos esenciales para el desarrollo psicomotor, por otra parte, al contarse con
un número reducido de implementos de juego, los infantes debían esperar turno para usarlos,
favoreciendo los procesos de socialización tan importantes en esta etapa del desarrollo
humano.
En este contexto, la acción pedagógica favoreció, por una parte, la transmisión de símbolos y
de significados, de acuerdo con los requerimientos de la cultura dominante y, por otra,
promovió prácticas que fomentaron la autonomía, la participación y las relaciones horizontales
entre la educadora y la población estudiantil.
Al inicio del curso lectivo, la selección y la organización de los contenidos estuvieron en manos
exclusivamente de la educadora, ella era la que tenía el poder absoluto para elegir la temática
a tratar, al respecto en la primera entrevista ella me indicó: “Los dos primeros planes que
realizo al iniciar el ciclo lectivo, se relacionan, el primero con adaptación y normas, y el
segundo con lo que se refiere a la familia” (Entrevista Nº 1, 15 de febrero).
Durante el primer mes percibí una fuerte tendencia al control simbólico y al establecimiento
de relaciones verticales de poder en el salón de clase a favor de la educadora, lo que me
permitió detectar una similitud entre las relaciones sociales que se generan en el aula y en
nuestra sociedad capitalista-patriarcal.
En los meses siguientes, la situación fue cambiando y a partir del mes de marzo, se le dio la
oportunidad a los educandos de elegir los temas que deseaban estudiar. Estos se
seleccionaban mediante diferentes procesos democráticos donde los niños y las niñas
manifestaban sus preferencias libremente. Además, se les preguntaba qué sabían del tema y
qué querían aprender más sobre ese tema. Todas las respuestas las anotaba la educadora en la
pizarra y a partir de ellas elaboraba el planeamiento.
La educación inicial al tener como objetivo esencial el desarrollo integral del niño y de la niña
en su contexto; y por sus características muy particulares, le permite a la educadora crear
múltiples actividades para lograr dicho propósito. De tal forma, en el centro infantil observé a
los educandos: haciendo construcciones de todo tipo, armando rompecabezas, pintando,
recortando, escuchando música o un cuento, cantando, conversando, jugando de casita, de
bombero, de doctor, con arena, con agua, “escribiendo”, “leyendo”, bailando, experimentando
con diferentes materiales, dramatizando y realizando muchas actividades más.
La educadora propiciaba en las niñas y los niños el trabajo en equipo lo que implicaba planear
conjuntamente, ponerse de acuerdo y respetar la opinión de los otros, tal y como lo afirma
Barry este tipo de interacciones “se vuelven especialmente importantes para el desarrollo
cognoscitivo cuando el niño y la niña adquiere la capacidad de asimilar las opiniones ajenas al
descubrir que son diferentes a las suyas” (1989:173). Con base en lo que observé, este es un
proceso que se adquiere lentamente por las características propias de esta población.
Asimismo, la educadora los incentivaba de diferentes formas para que participaran y tomaran
decisiones. En actividades al aire libre los invita a dirigir los ejercicios y en diferentes
momentos de la jornada diaria les da alternativas para que seleccionaran entre dos cuentos,
dos poesías, dos canciones o dos actividades. También los motivaba a que colaboran con sus
compañeras y compañeros y con las actividades de la clase.
Fue así cómo durante los primeros meses del curso lectivo, la educadora asumió una función
controladora; pero conforme fue pasando el tiempo, poco a poco, ofreció mayores niveles de
autonomía y de acción a las niñas y los niños.
Esta situación se presentó por dos razones fundamentales; por una parte, la estructura del
sistema educativo es rígida e inflexible; por otra, no es fácil para ningún ser humano, en este
caso la educadora, cambiar una concepción de mundo y una práctica pedagógica que ha
venido construyendo a través de la vida. Ella mediante los procesos de reflexión y análisis de
su práctica, se acercaba, en ciertas ocasiones, a proveer una acción educativa crítica, pero en
otros momentos, reproducía las prácticas de nuestra sociedad capitalista patriarcal.
Los cuentos, las canciones y las poesías que se les presentaba a las niñas y a los niños, llevaban
una gran carga ideológica a favor de la reproducción de conductas sexistas. En algunos de
ellos, no existía o era muy escasa la presencia femenina como el cuento “Yo soy yo”, en la
poesía “El payaso del viento”, en las canciones “Pedro comió pan”, “Los esqueletos”, “ Que
todos los niños estén muy atentos”,” El payaso se pinchó la nariz”, “Los diez pececitos” otras
ocasiones se les mencionaba en situaciones de inferioridad social o subordinación: “Caperucita
Roja”, “La Bella Durmiente”, “El mono Tulín”, “El conejo y la tortuga”, “El pollito que no quería
ir al kinder” entre otros.
En relación con las interacciones que se promovían en el salón de clase, en las notas de campo
detecté que los varones tenían una mayor participación en los diferentes momentos de la
jornada escolar. Se les daba en mayor medida la palabra; eran los que demostraban algún
ejercicio para que repitieran sus compañeras y compañeros; pero cuando la educadora
solicitaba apoyo para limpiar las mesas, recoger la basura o barrer el aula, las mujeres se
ofrecían en mayor medida. Sin embargo, la maestra seleccionaba a estudiantes de ambos
sexos para desempeñar esas labores.
Las conductas sexistas de nuestra cultura patriarcal, se reflejaron hasta en lo que los niños y las
niñas conocían sobre algún tema. Así, por ejemplo, la educadora en una ocasión preguntó:
¿Qué saben sobre las mariposas? Las niñas sabían que las mariposas eran de colores; ponían
huevos y tenían hijos; y los niños que las mariposas volaban, y que “son gusanos que están en
un capullo que se rompe y sale la mariposa”. En este ejemplo, se muestra claramente cómo la
cultura machista es captada por las personas, desde los primeros años de vida. Por tanto, el
contenido o los intereses sobre algún tema, son diferentes según su sexo. También observé
estas diferencias genéricas en los dibujos. Las niñas hacían con mayor frecuencia: flores, casas,
muñecos; y los niños carros, aviones, barcos, etc.
Estas situaciones evidencian la reproducción de estereotipos de género por parte de los niños
y las niñas que han interiorizado estas conductas en la interacción social de la vida diaria
donde se legitima el orden establecido y las desigualdades. Para Lev Vigotsky, la niña y el niño
se van apropiando de las manifestaciones culturales que tienen un significado en la actividad
colectiva, es así como “...los procesos psicológicos superiores se desarrollan en los niños y en
las niñas a través de la enculturación de las prácticas sociales, a través de la adquisición de la
tecnología de la sociedad, de sus signos y herramientas, y a través de la educación en todas sus
formas” (Moll, Luis, 1993:13).
En las áreas de juego, las niñas escogían, en mayor medida, el área de lenguaje, la
dramatización y las artes; los niños construcción (bloques, legos, mecanos) y arena. En el área
de dramatización, las niñas eran mamás; cocinaban; limpiaban; iban de compras. Algunas
representaban una doble función: eran amas de casa y trabajan también fuera del hogar. Los
niños jugaban de doctores y arreglaban el techo, la cocina y la refrigeradora.
Por su parte, la educadora, la mayoría de las veces, utilizó un lenguaje sexista, en el cual
discriminaba lo femenino, constituyéndose, de esta forma, en instrumento de la cultura
patriarcal que fortalece las diferencias entre géneros; sin embargo, esta actitud cambió. Esta
transformación, aunque no fue radical, creo que se presentó por tres razones fundamentales:
las conversaciones informales que teníamos la educadora y yo, donde comentábamos lo que
sucedía en el aula y buscábamos las explicaciones de algunos hechos; a los intercambios de
literatura que posteriormente discutíamos, y la reflexión constante de esta educadora sobre su
práctica pedagógica con el fin de mejorarla.
Se evidencia en el estudio que el con- texto escolar y la educadora ejercen una influencia
significativa en el proceso de socialización de los niños y las niñas, pues es ella la persona que
tiene el mayor poder, es la que establece las reglas del juego dentro del contexto del aula, y la
que mediante el lenguaje y las interacciones que propone transmite sistemáticamente
actitudes, conocimientos, experiencias, valores, en fin una visión de mundo y de ser humano
que va moldeando la identidad de las niñas y los niños. Si bien es cierto que nos construimos
intersubjetivamente, existen voces que tienen mayor peso que otras, por la jerarquía que
representan dentro del contexto social y este es el caso de las educadoras dentro del salón de
clase. Es así como el lenguaje que utilizó, sobre todo al iniciar el curso lectivo, fue un lenguaje
dirigido al control real y simbólico de la población estudiantil, el interés se dirigió a comunicar
las reglas de la clase y a que ellos cumplieran de acuerdo con la función reproductora de la
escuela que se ajusta a los requerimientos de la producción económica y cultural dominante.
Sin embargo, este lenguaje fue transformándose y gradualmente fue dándole participación al
estudiantado para que expusieran sus pensamientos y sus deseos, y propició la reflexión
mediante el uso de la pregunta, en este proceso abrió un espacio para la expresión individual y
colectiva de los educandos, pero desde mi punto de vista, la educadora lo hizo desde un
enfoque psicologista de la educación y no sociopolítico puesto que su interés se dirigía a
conocer a sus estudiantes, sus características e intereses con el propósito de proporcionarles
experiencias significativas para facilitarles el proceso de aprendizaje, es decir desde una
concepción despolitizada de la educación.
Al analizar el manejo que hacía la docente de algunos aspectos del desarrollo del curriculum,
que inciden en la socialización de las niñas y los niños fue evidente que la educadora siguió un
proceso donde, al principio, ella tenía el control y el poder de todas las decisiones que se
tomaban, sin embargo, paulatinamente fue compartiendo ese poder a los educandos,
dándoles mayores niveles de participación. Sin embargo, este proceso no fue continuo y en
algunos momentos se retrocedió y se volvía a prácticas controladoras.
El papel que asumió la educadora en el proceso de socialización de los niños y las niñas pasó
por una serie de fases donde fue dando cada vez mayores niveles de participación en cuanto a
las decisiones que se tomaban en el salón de clase, en este proceso la profesora utilizó muchas
veces, un lenguaje que estimulaba el respeto, la colaboración y la participación, ella fue poco a
poco compartiendo el poder a ellos, y de esta forma comunicándoles que su opinión era
tomada en cuenta y era valiosa, lo que desde mi punto de vista contribuyó en cierta medida a
la formación de identidades activas, sin embargo, el proceso de socialización al ser parte de
una superestructura dialéctica, escolarizada y alienada, no escapó a contradicciones, puesto
que la educadora, en algunos momentos, volvía a prácticas controladoras que favorecían la
sumisión de los educandos, y a la vez, utilizó, la mayoría del tiempo, un lenguaje sexista y una
gran cantidad de material educativo que transmitía estereotipos de género que llevaban
implícitos significados que clasifican a los seres humanos de acuerdo con su género, como lo
promueve la ideología dominante.
Durante la investigación, descubrí que a nivel teórico muchas veces creemos que estamos
claros en cuanto a ofrecer una educación diferente y emancipadora, sin embago, en la práctica
pedagógica caemos constantemente en acciones enajenantes, ello se debe a que la estructura
institucional no favorece una práctica pedagógica liberadora y a que no es fácil cambiar
visiones de mundo, valores y creencias con las que nos hemos construido como personas
desde que nacimos y que se reflejan en nuestro actuar cotidiano.
Sintetizando, se podría concluir que en el proceso de socialización de los niños y las niñas que
se genera en la escuela, es fundamental el papel que asume la educadora, porque es ella la
que tiene el poder de ofrecer una educación humanista que respete al ser humano en toda su
dimensión con el fin de construir una sociedad justa, solidaria y democrática o constituirse en
instrumento de la cultura hegemónica reproductora de desigualdades sociales. Sin embargo,
para lograr cambios es preciso una labor sistemática con las madres y los padres de familia y
con el personal que atiende la institución educativa porque ninguna transformación es posible
sin la participación comprometida de todas las personas involucradas en el proceso educativo.
En este contexto, es preciso que las educadoras y los educadores reflexionemos sobre la
acción pedagógica que desarrollamos en nuestras aulas, estemos consientes que la educación
como práctica ético-política favorece los intereses de la ideología dominante y nos planteemos
interrogantes sobre nuestra acción pedagógica, con el fin de tomar conciencia a favor de
quién y en contra de quién estamos trabajando. Es necesario que nos preguntemos: ¿Qué tipo
de ser humano deseo contribuir a formar? ¿Para qué sociedad? ¿Qué nivel de participación
real brindo a mis estudiantes? ¿Escucho sus voces? ¿A quién le doy más la palabra a las niñas o
a los niños?
¿Quién propone las actividades? ¿Tomo en cuenta y respeto la diversidad cultural de mis
estudiantes? ¿Cómo evalúo y para qué?
¿Qué símbolos proyecto al estudiantado mediante la distribución del tiempo que hago en el
aula? ¿Cuáles son los significa- dos que transmite el espacio físico del centro educativo?
¿Cuenta la institución educativa con elementos propios de nuestra cultura?
¿Propiciamos la identificación de los niños y las niñas con elementos de nuestra cultura o con
elementos de otras culturas? ¿Se le da el poder al niño y a la niña para que tomen decisiones
en cuanto al espacio del aula? ¿Cómo se generan las relaciones de poder en el aula?¿Mi
lenguaje es sexista?
¿Analizo el contenido sexista del material educativo y de la literatura que ofrezco a mis
estudiantes? En fin, lo esencial es profundizar en el significado de nuestra práctica y analizar
nuestras creencias, lo que creemos y por qué lo creemos, porque en la medida que nos auto-
representemos en esa medida podremos estar conscientes de lo que hacemos para cambiar.
Sin embargo, se debe tener presente que las transformaciones sociales no dependen
únicamente de la educadora, pues hay toda una estructura económica, social y política que se
encarga de mantener las desigualdades en la sociedad mediante las diferentes instituciones
como son la familia, la escuela y los medios de comunicación.
Escolarización y desarrollo ontogenético
La escolarización es una invención humana cuya historia es ínfima con respecto al desarrollo
filogenético de nuestra especie, y también con respecto a su desarrollo sociohistórico, pero
que es decisiva en el desarrollo ontogenético. La escolarización es entendida aquí como parte
del diseño del desarrollo humano (Rivière, 2002); un diseño que, debido a la indefensión en
que se encuentra el humano al nacer, tiene que ser completado por la cultura.
Una unidad curricular que se ocupa de los sujetos de la educación se ubica preferentemente
en la escala ontogenética, pero la comprensión de esta escala resulta inescindible de las otras
dos. La enseñanza de estos contenidos a los futuros maestros y profesores les permitiría
integrar en un cuadro más general saberes aprendidos en distintas asignaturas en la
escolaridad secundaria, que deben ser recuperados para entender la ontogenia.
La referencia a la escala filogenética se hace imprescindible para que los futuros maestros y
profesores comprendan que los caracteres propios de la especie (Harris, 2008) se comunican
de los miembros adultos a los nuevos miembros por mecanismos biológicos de transmisión
genética, y que la indefensión del cachorro humano, debida a su prematuración que es una
condición propia del desarrollo filogenético (Delval, 1998), determina la condición social de la
crianza.
La referencia a la escala sociohistórica es imprescindible para que los futuros docentes puedan
desnaturalizar las producciones culturales y las formas de acción humana en distintas prácticas
sociales. Si, por ejemplo, analizamos con ellos los cambios de los últimos diez mil años (una
décima parte de los cien mil que la ciencia otorga a la especie en la otra escala -Mithen, 1988-),
es posible que se sorprendan por lo recientes que son algunas producciones culturales que
probablemente consideren parte inseparable de la vida humana, como el sistema de escritura
o el de numeración, o el cultivo sistemático de cereales como el trigo y la cebada, que permitió
la modificación radical de la dieta humana.
Considerando lo recientes que son producciones culturales como las que estamos
mencionando, se comprende que los innumerables cambios ocurridos en el siglo XX hayan
llevado a considerar una aceleración del tiempo histórico; mientras que durante miles y miles
de años los cambios se producían y se estabilizaban a lo largo de muchas generaciones,
quienes nacimos en el siglo XX ya experimentamos en nuestras vidas numerosos cambios
producto de transformaciones estructurales, y sabemos que habremos de vivir muchos más.
Esta aceleración del cambio histórico, junto a la fascinación, el desconcierto o el temor frente a
lo nuevo que genera, y con las dinámicas socioeconómicas que la sostienen, hacen parte de la
experiencia subjetiva y son materia pertinente de análisis en esta unidad curricular.
Quienes trabajamos en el campo educativo tenemos como una de nuestras principales áreas
de interés en qué medida la transmisión educativa pone a disposición de las nuevas
generaciones (pero, ¿de quién es?, ¿quiénes quedan afuera?) una parte (pero, ¿qué parte?,
¿seleccionada con qué criterios?, ¿reconstruida de qué manera?) de la producción cultural de
la especie; preguntas que abren asuntos de interés para una unidad curricular sobre los sujetos
de y en la educación.
Los cambios en esta escala pueden impactar, en el futuro, en la modalidad escolarizada de dar
tratamiento a la niñez y la adolescencia. Hoy existen medios de comunicación (en especial, los
medios que permiten interacciones virtuales) que no requieren la copresencia de quien enseña
y quien aprende.
La escala ontogenética es central en esta unidad curricular. Como señala Martí, la crianza, la
educación sistemática y las actividades compartidas con otros son las prácticas sociales en
cuya realización se produce el desarrollo ontogenético (Martí, 2005). En esta escala se
identifican y producen los procesos de constitución subjetiva que estudia en este módulo.
Un concepto clave en esta escala es el de plasticidad. El sujeto se caracteriza por una relativa
plasticidad de su organización neurológica, una de cuyas implicaciones más importantes es la
existencia de una amplia variabilidad a lo largo de la ontogénesis (Ochaíta y Espinosa, 2004). La
neuroplasticidad es una característica específica del sistema nervioso que abre una
oportunidad posnatal para el prolongado moldeado cultural o social de nuestra actividad
mental, moldeado que adquiere particular significación durante los estadios tempranos del
desarrollo (Colombo, 2007). Lejos de negar la existencia de distintas disposiciones biológicas
propias de nuestra especie, se trata de reconocer a la plasticidad como una de ellas, y de dar
en base a ello el debate que se debe dar a todas las lecturas genéticas de la inteligencia.
Al proyectar en el futuro posibles formas de incorporación a la vida social para los críos de
nuestra especie, los adultos organizamos y canalizamos sus actividades en el presente de
maneras específica, con consecuencias que deben ser analizadas: en diferentes momentos
socio- históricos, distintas prácticas sociales controlan la actuación de los niños/as y ofrecen
determinados cauces para su desarrollo relacionados con el futuro proyectado.
En el marco de estas conceptualizaciones, la escuela debe ser presentada como una invención
humana cuya cronología es ínfima con respecto al desarrollo filogenético de nuestra especie, y
también con respecto al sociohistórico, pero que en la actualidad es decisiva en el desarrollo
ontogenético y ha transformado la especie. A partir de la segunda mitad del siglo XIX, en
distintos momentos según los países pero en el transcurso de unas pocas décadas, tuvo lugar
en el desarrollo socio- histórico de nuestra especie un cambio importantísimo, una decisión
peculiar conocida como leyes de escolarización, según las cuales todos los pequeños de la
especie, llegado cierto momento de su desarrollo ontogenético (la edad de ingreso fijada en
cada país por las leyes de obligatoriedad escolar), debían incorporarse de manera obligatoria a
unas instituciones, llamadas escuelas, a fin de que su educación no se limitara a la crianza, sino
que incorporara un conjunto de saberes, disposiciones y prácticas que configuran el curriculum
básico de la escuela moderna.
El planteamiento del desarrollo en la escala ontogenética abre distintas cuestiones que deben
ser tratadas en esta unidad curricular.
Por un lado, la innegable diversidad cultural en que acontecen las prácticas de crianza, y los
diferentes efectos de desarrollo que ellas producen. En relación estrecha con ello, lo que la
escuela da por supuesto en la crianza y los efectos de estos supuestos en la valoración de la
infancia “normal”.
En tercer lugar, la necesidad de plantear la construcción histórica del alumno como posición
subjetiva, tal como lo hicimos en el planteamiento del enfoque de esta unidad curricular. A un
alumno/a se lo define según coordenadas escolares y sus comportamientos sólo se
comprenden como una sutil interacción con aspectos situacionales que obligan a pensar en
definiciones mutuas de sujeto y situación escolar. Los sujetos se posicionan de manera
específica en el seno de las prácticas escolares y es la misma situación la que los coloca en
actitudes de mayor pasividad/ actividad, de mayor autonomía/ dependencia, la que los
dispone a usar ciertas herramientas cognoscitivas en detrimento de otras, a reconocer
problemas como ejemplos o casos de conocimientos que se poseen, a activar cierto tipo de
conocimiento por sobre otro, etc.
El núcleo temático propone un cuadro de interpretación del desarrollo humano en las tres
escalas analizadas (filogenética, socio- histórica, ontogenética) y en sus relaciones respectivas,
que opere como marco dentro del cual plantear los modos en que la escuela incide en la
historia individual de los niños y niñas, no sólo en su presente sino más allá de su infancia; las
sanciones de éxito y fracaso son un ejemplo palmario de esa incidencia, como muestran la
investigación sociológica (Connell, 1997) y la psicoeducativa (Terigi y Baquero, 1997).
Se hace necesario analizar con los futuros docentes el lugar de la escuela en el proceso de
constitución subjetiva, de formación de la identidad: según señala Frigerio (2006), la escuela es
prestadora de identidad, a través de la cultura que trasmite por medio del curriculum y a
través de los distintos lugares asignados al niño/a, a favor o contra el reconocimiento de su
individualidad. Un niño/a se va constituyendo como sujeto también en la escuela, en un
proceso en el que la escuela puede actuar como habilitación o como condena.