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Tinísima
N O V E L A
©
Ediciones Era
Primera edición: agosto de 1992
Primera reim presión: octubre de 1992
Segunda reimpresión; noviembre de 1992
ISBN: 968-411-305-6
DR © 1992, Ediciones Era, S. A. de C. V.
Avena 102, 09310 México, D. F.
Im preso y hecho en Máxico
Prínted and made iti México
A Paula Amor,
mi madre
•Julio Antonio Mella•
Fotografía de Tina Modotti
Y
r 10 DE ENERO DE 1929
•U •
—¿Podrían dármelo, doctor?
—Lo siento, señora, es contra la ley.
—Oh Dio —Tina aprieta los puños... —, quiero entrar a verlo.
—Tiene que esperar, señora.
—El cuerpo —insiste ella, crispadas las manos —, el cuerpo,
quiero su cuerpo...
—De aquí, lo llevarán al hospital Juárez, allá después de la
autopsia se lo darán.
—La señora quiere verlo —interviene el Ratón Velasco— un
ratito, mi Doc.
—No es petición, es exigencia. Soy su esposa —miente Tina —,
tengo derecho a verlo.
El médico retrocede, incómodo.
—Con su permiso.
—¿Puedo pasar?
—No, pero mire, póngase abusada. Cuando se lo lleven al
Juárez, pídales a los de la camilla que la dejen verlo. ¿Traje
ron sábana?
¿Cómo van a traer sábana? ¿Quién anda por las calles con
una sábana para envolver a su muerto? Sandalio Junco ofrece:
“Voy por una a mi casa”. “¡No hombre, Peralvillo está muy le
jos!” “Vivo .por el Reloj Chino”, informa el Ratón Velasco, “yo
la traigo.” “¿Qué hora es?” “Fíjate bien que nadie te siga.” “Me
jor compramos una nueva.” “No; todo está cerrado.” “Por fin,
¿quién va?” Hay temor en la voz de Alejandro Barreiro: “Segu
ro nos andan siguiendo. Si esto le pasó a Julio, qué no nos
pasará a nosotros. Es mejor que no nos vean en la calle”. “Po
dríamos pedir aquí una prestada, luego la devolvemos.”
El comisario, señor Carrillo Rodríguez, y el empleado de la
comisaría, señor Palancares, llegan desde el fondo de un pasi
llo con sus largos cuadernos de cartón bajo el brazo. Frente a
Tina conservan sus sombreros puestos, nada tienen que ver
con el interfecto, mucho menos con sus deudos. Con voz de
subastador, el comisario enumera en medio del silencio
Un pantalón negro.
Un saco negro.
Una combinación color morado.
Una camisa.
Un suéter café.
Unos tirantes.
U n abrigo color rata.
U n cinturón negro.
U na libreta roja, con lápiz.
U n periódico: E l Machete.
—A ver, Palancares, ap u n te usted: “...Al registrar la ro p a del
occiso se encontró claro u n orificio de proyectil en la espalda
del abrigo color rata, de tela corriente; igualm ente en la espal
da del saco de casim ir negro, en la p arte trasera de u n su éter
de estam bre, en la de la camisa, y en la de la cam iseta color
m orado...”
El com isario tom a cada p ren d a, m anoseándola. Al m encio
n a r cada orificio in tro d u ce su m eñique p o r el agujero p ara
m ostrarlo y luego avienta la p re n d a sobre el escritorio, en u n
m ontón de desam paro.
“...La salida del proyectil se n o ta en la com binación y en la
camisa, pero no en el su éter ni en el saco, tam poco en el ab ri
go. Esto denota que el proyectil, después de h ab er traspasado
el cuerpo, debió quedarse en el estam bre del su éter y caer,
probablem ente al ser recogido el lesionado...”
—¿Me van a en tre g ar su ropa? —inquiere T in a con voz
neutra.
—Usted, ¿quién es?
—.Soy su com pañera. ¿Puedo llevarm e su ropa?
—A usted se le va a citar p ara que declare y no le vamos a
d a r la ropa. Desde ahora va a ser m uy acuciosa en sus resp u es
tas, p o rq u e van a q u ed ar asentadas en el expediente. Diga u s
te d si reconoce en esta ag e n d a la le tra d e su m a rid o o
com pañero.
- S í.
—N o hay nad a en ella, sólo este nom bre garabateado y este
núm ero. Diga usted si sabe quién es M agriñá.
—Sí, y ése es el n ú m ero de su teléfono.
—¿D ónde está el arm a?
—¿Cuál arma?
—La que m ató a su m arido o com pañero.
—¿Cómo voy a saberlo?
—¿Recogió usted el proyectil que lo mató?
—¿Qué? N o pensé en eso. Yo buscaba su som brero, él lo
necesitaba.
—Señora, el cadáver queda a disposición del Servicio M édico
Forense en el hospital Ju árez y usted a disposición del M iniste
rio Público.
—En el Ju árez trabaja u n cuate mío —recu erd a el Canario.
—Q uiero tom arle a Ju lio u n a fotografía. ¡Mi cámara!, que al
guien vaya p o r ella, tengo que d ejar u n a constancia. Luz, ¿pue
des traerla de mi casa? Tienes llave.
Luz sale corriendo como los voceadores de Bucareli.
—¿Q uiénes están esperando el cuerpo? —chilla u n a voz.
—Nosotros —salta el Canario.
—Bueno, ya mero.
4 DE ENERO DE 1923
17 DE FEBRERO DE 1926
G
14 DE DICIEMBRE DE 1927
4 DE JU N IO DE 1928
10 DE ENERO DE 1929
15 DE ENERO DE 1929
E n el juzgado, T in a escucha
la lectura de las declaraciones que hizo en la C ruz Roja y en
el hospital Ju árez, y sus palabras suenan cruelm ente im perso
nales. Ju lio tuvo cita con el cubano M agriñá en la cantina La
India, esquina de Bolívar y República del Salvador, m ientras
ella lo esperó en Independencia y San J u a n de L etrán, d o n d e
puso u n cable.
“...que a las veintiuna horas llegó Mella y acom pañado de la
que habla se dirigieron a pie hacia Balderas, siguieron por
la avenida Morelos y en traro n a A braham González y que al
d a r vuelta a esa calle oyó dos detonaciones y el señor Mella,
que iba del brazo de la que habla, echó a co rrer y cayó tan
p ro n to como atravesó la calle. Q ue se dio cuenta de que el
ataque fue hecho p o r la espalda de am bos y hasta percibió el
h u m o de la pólvora. Q ue antes de todo esto, el señor Mella le
había dicho que M agriñá a su vez, en la entrevista celebrada, le
había advertido que habían venido de Cuba unos m atones ex
presam ente p ara asesinarlo. Q ue en m om entos en que fue h e
rido, el señor Mella dijo: ‘José M agriñá tiene que ver con este
delito’, y entonces se dirigió a los transeúntes que se detenían
diciéndoles que M achado lo había m andado m atar y agregó es
tas palabras: ‘M uero p o r la revolución’...”
—Señora, al dar sus generales dijo usted llam arse Rosa Smith
Saltarini.
—No, yo me llamo T ina Modotti.
—¿Ah, sí? ¿Por qué dio usted o tro nom bre?
—Porque estaba... es lam entable... Soy fotógrafa... no quería
que me... tuve m iedo... a los com unistas, la policía nos... ad e
más, pu ed o ser Rosa Smith.
—Dijo usted ser profesora de inglés, dom iciliada en la calle
Lucerna.
Silencio en el aire. La m ecanógrafa hace girar el rodillo de
la U nderw ood. T a rd a en sacar papel carbón e insertarlo en tre
las hojas.
Rosa Smith Saltarini, de veintidós años, viuda, o riu n d a de
San Francisco, California, profesora de inglés y dom iciliada en
la casa n ú m ero veintiuno de la calle de Lucerna. ¿Por qué h a
bré pensado en Saltarini?, se p reg u n ta sonriente en su fatiga.
Saltarini es otro de mis apellidos, tonta que soy, n u n ca he sa
bido m entir. El Saltarini la hace sentir te rn u ra p o r sí misma y
p o r ese abuelo y aquel bisabuelo, al reco rd ar que saltaban co
mo chivos en los cam pos de U dine, ganándose así el nom bre
de saltarines, de chivitos brincones. E ran tan pobres que no
habían alcanzado apellido, sólo un sobrenom bre: “Allí vienen
los saltarines”. T in a gozó u n a súbita visión de Istria, de Friuli,
de su abuelo-niño saltando los arroyos, de ella, de M ercedes,
de G ioconda, de Yole, de B envenuto, a brinca y brinca, sus
piernas en el aire, y la m am m a gritándoles que ya, que se m e
tieran porque Beppo quería cenar, y ellos —p orque sólo saltan
los que son felices— en trab an a p u ro salto en la casa a recoger
se al final del día en to rn o a la polenta.
Hacía m ucho que T ina no pensaba en su infancia, en U dine;
todo lo había absorbido Ju lio , era como si de p ro n to Ju lio la
arrojara al m undo, desnuda, recién nacida.
De llam arse Rosa. Smith, no sería ella, T ina, la que ahora
bajo esta luz descarnada resp o n d iera p reguntas, ni sería Ju lio
quien la ag u ard a ra m etido en u n cajón, p orque Ju lio Antonio
nunca am ó a Rosa Smith.
—Señora, tiene usted que ser m uy precisa. T in a ¿es su verd a
dero nom bre? ¿Tina, así como la del baño?
—Bueno, es Assunta, pero me dicen T ina.
T in a recu erd a que su m ad re la llam a Tinísim a y de p ro n to
m ira cómo el rostro de su m adre se ensancha en el juzgado.
“Dio, estoy p erd ien d o la razón, qué les estoy diciendo”.
—¿Es ése su único nom bre?
—Assunta, Adelaida, Luigia...
—Eso no consta en el expediente; hay que añ ad ir esa letanía
que siem pre se p o n en los extranjeros. ¿Y el apellido?
—Modotti.
—¿Cómo se escribe? A ver, escríbalo usted p ara p o d er co
piarlo y de u n a vez el m aterno.
—Mondini.
—A ver, póngalo letra p o r letra.
Súbitam ente T in a ya no es fotógrafa, ni tiene obra. No es
nadie salvo u n apellido que se deletrea trabajosam ente, con
displicencia, casi con asco, lanzándole adem ás m iradas de d es
precio que subrayan que ella es ex-tran-je-ra, y p o r tan to capaz
de inm iscuirse en política y de hacer declaraciones falsas.
A las preg u n tas del juez, T in a responde que antes de tratar
a Ju lio A ntonio Mella se enteró p o r la prensa de su huelga de
ham bre en La H abana. Lo conoció en México en la redacción
de El Machete, au n q u e lo había escuchado —era u n o rad o r de
p rim era —, en el gran acto de protesta p o r el asesinato d e Sac
co y Vanzetti, en abril del año anterior.
A p artir de ju n io de 1928 hizo con él u n a b u en a am istad,
que sé convirtió en íntim a a fines de' septiem bre. T res meses
de vida en com ún le bastaron p ara darse cuenta de que él es
taba am enazado de m uerte.
Acerca de su estado civil, T in a confirm a que es viuda y que
Mella era casado, con u n a señora cubana de nom bre Olivín a
quien él escribía con frecuencia pidiéndole el divorcio.
Sí, es com unista, sí, tiene su carnet desde 1927 y lloró de
alegría al recibirlo, p o rq u e ser m ilitante es lo que más anheló
en su vida. Sí, a ella y al occiso los u n ían los mismos ideales,
querían u n cam bio en el m undo.
De p ro n to las preguntas y las respuestas suenan aviesam ente
insidiosas. El recinto las amplifica y la m ecanógrafa las registra
m ientras el M inisterio Público in terro g a como em pujándola a
u n a tram pa, cuando lo único que ella desea es reg resar a M e
sones para sentarse ju n to a Julio.
Sí, le parece que la riqueza está injustam ente rep artid a y d e
be quitárseles a los ricos p ara dársela a los pobres.
Sí, la revolución rusa es adm irable, nad a tan im portante ha
sucedido sobre el planeta T ierra y los países tienen m ucho que
ap re n d e r de ella.
Sí, el socialismo sí, el socialismo sí, el socialismo sí.
13 DE ENERO DE 1929
14 DE ENERO DE 1929
15 DE ENERO DE 1929
15 DE ENERO DE 1929
I 16 DE ENERO DE 1929
• too •
esto, M agriñá lo otro... como si u n puesto gubernam ental fu e
ra u n a garantía de honestidad y no todo lo contrario... M agri
ñá se com pró su casa, todas las noches m e rien d a con su
esposa, M agriñá an d a de traje, M agriñá tiene sus relaciones e n
tre los encum brados, M agriñá habla con prestancia... En cam
bio ¿qué es lo que h an escrito de Tina? Dígamelo usted, Pérez
M oreno, periodista de u n diario bajo consigna.
—Personalm ente, adm iro a la señora.
—Pues dem uéstrelo. ¿Por qué le avienta a la opinión pública
encima?
—No creo tener esos poderes, m aestro, usted m e sobrestim a.
Sucede que la señora M odotti es m uy distinta de otras m uje
res, y sobre todo de las mexicanas. Algunas dam as que he in
terrog ado sienten ofendido su p u d o r ante esa vida licenciosa.
Exclaman: “¡Qué b árb ara, m ire nom ás qué desfachatez. Con
razón, es extranjera!” No coincide con n u estra idiosincrasia.
—Viejas cuzcas, brincos dieran. Damas, dice usted, que se
m u eren de envidia...
—Si usted quiere recordarlo, m aestro, yo he escrito que se
trata de u n a m ujer m o d ern a e inteligente.
—Lo que usted debe hacer es desenm ascarar a Q uintana,
que es capaz de mil argucias m añosas con tal de recibir los
dólares de la em bajada cubana.
—¿El señor abogado Q uintana?
—N ada de señor abogado, ése es u n p e rro policía. ¿No sabe
usted quién es Q uintana? U n cazador d e cristeros, u n robacon-
ventos. Está enfurecido con nosotros, com unistas y amigos de
Mella, porque intervinim os en la investigación del crim en. Pe
dim os que se hiciera con presencia de la señora M odotti u n a
reconstrucción del crim en; usted vio que yo mism o acom pañé
a la señora M odotti d u ran te el reco rrid o y ella puso todo de
su parte. Pero según ese p erro estam os u su rp an d o las sagradas
funciones de la policía... El u su rp ad o r es él, que pasó de ratón
a gato y se arrogó la función de agente policiaco. ¿No sabe
usted que fue traficante de drogas heroicas? ¿Sabe cómo llevó
a cabo la investigación del asesinato de O bregón? Mire, Pérez
M oreno, hay u n papel que Q u in tan a no p o d rá u su rp a r jam ás:
el de hom bre honrado.
—T engo o tra hipótesis, m aestro. ¿Y qué tal que los propios
com unistas lo h u b ieran m andado m atar y p o r eso la italiana
los encubre? ¡Una o rd en de Moscú y ya está! E ntre ustedes se
g u ard an secretos, hay envidias, m uchas rivalidades; aquí vienen
extranjeros, gringos, alem anes, italianos... de todo.
A pun to de ro m p er su bastón en la cabeza de Pérez M ore
no, Rivera grita fuera de sí: “Sólo eso nos faltaba. ¿Por qué
habrían de m atarlo si era el m ás leeeaaaal deeee...” Pérez M o
ren o se aleja a to d a velocidad.
¡Qué hom bre co n tu n d en te, Diego Rivera! Allí está su e n o r
m e volum en a m edia calle con su som brero olan u d o y su bas
tón de Apizaco, sus ojos de sapo fijos en el periodista que
huye. La m o num entalidad de Diego trae irritad o al ju e z Pino
Cám ara. “A lo m ejor así de gordo voy a acabar tam bién yo.”
Ve con asco sus pantalones m ugrientos de andam io, sin p la n
char, y la camisa m al fajada cuya bolsa pechera abulta de ta n
tos papeles doblados. “Me convierte el ju zg ad o en m ercado,
los alborota a todos.” C uando no pide la palabra, saca u n a li
b reta y se p o n e a d ibujar suscitando la curiosidad de sus veci
nos, a veces su hilaridad. El ujier le confió: “Ya vi su caricatura
señor ju e z y está reb u en a”. Diego le resta seguridad; cada día
gana adeptos; ni a las secretarias más rem ilgosas les parece
afrentoso su aspecto. “M aestro” p o r aquí, “m aestro” p o r allá.
Lo excusan: “Muy es rete am able, re te coqueto, no se cree n a
da, él mismo m e contó que vivió en Francia, y los franceses
tienen fama de cochinos, y p o r eso in v en taro n los perfum es.
Además, es u n artista, y es bohem io”. N inguno de los guardias
se atreve a m eterse con Diego p o rq u e bajo el saco flojo de
dril, que no alcanza a cu b rir su vientre, se asom a u n pistolón
pavoroso. Q uién sabe qué tiene ese hom bre que las m iradas
cuelgan del m en o r de sus m ovim ientos y él hace todo p o rq u e
se fijen en él; su brazo izquierdo hace m olinetes en el aire:
“Pido la palab ra”, en m edio del estu p o r general, p o rq u e Diego
fue nom brado defensor adjíinto pero desconoce el p ro ced i
m iento y habla cuando no le toca. Pobre de la italiana esa tan
confiada que enflaca a ojos vistas, pobre, que recoja sus p ed a
zos y se largue, que vuelva a su vida de m ilitante a ver si no la
sigue regando. Parece vivir en u n a nebulosa. En su casa, Pino
C ám ara oculta el periódico a los ojos de sus hijas. C am biar de
tem a es u n acto de salud pública: la M odotti se ha hecho más
famosa que L upita Vélez.
Personalm ente, Portes Gil le ha pedido al m inistro Puig Cas-
sauranc a p re su ra r el trám ite; peligran las relaciones con Cuba,
los diplom áticos visitan a Fernández M ascaré para desagraviar
lo; los estudiantes se han vuelto locos, ya no hay respeto, la
m oral decae, qué país salvaje este México. El m inistro G enaro
E strada resulta dem asiado conciliador; con razón le da por la
literatura. Lo único que le interesa es ir los dom ingos con Fe
lipe T eix id o r a buscar libros raros al m ercado de El Volador.
21 DE ENERO DE 1929
T
, 30 DE ENERO DE 1929
10 DE FEBRERO DE 1929
9 DE MARZO DE 1929
• lio •
“T ú puedes más que cualquier acusación”, se repite T ina a sí
misma. Jala u n hilo en su cuerpo, lo jala a lo largo de su vien
tre, de su pecho, y ella sale al aire. Desdobla su piel en la azo
tea, la extiende sobre los mecates del ten ded ero , de p u n ta a
p u n ta la extiende y, desollada, intenta bajar p o r la escalera de
fierro p o r la cual descienden las criaditas de todas las azoteas
de México. Aquí no hay u n a sola m ujer, la m am m a no se ve
p o r n in g ú n lado, nadie, ni Luz A rdizana, ni M ercedes, ni Elisa
la m uchacha de El B uen Retiro, sólo ella, T ina, la desollada. El
h ierro de la escalera se le encaja en los pies descarnados. Sin
piel, ya no es T ina, nad a la contiene. In ten ta bajar u n peldaño,
su corazón, su cabeza llenos de espum a no responden; echa
espum a p o r la boca.
—Vacíenla, es obligatoria la autopsia, saber qué hay d en tro
de sus intestinos, d en tro de su corazón, qué música cantan sus
pulm ones.
—Maldita.
^>-S e r responsable es estar sola.
—Sola.
—M íralos a todos allá en m edio de la tolvanera, han pasado
años en el desierto; com en raíces, chapulines. Enloquecen de
miseria. Tóm ales u n a fotografía ahora, tóm asela, anda, re trá ta
les la cuenca de los ojos.
—¿Mis entrañas, d ó n d e tiraro n mis entrañas?
—T en d rá s que venir todos los m artes al Juzgado, tu libertad
es condicional, vendrás a darnos tu palabra; a cambio ab rire
mos el cajón don d e guardam os tus m enudencias. A hora p ro
m ete, Tina...
• lll •
folio y me siento a esperar a Rafael C arrillo p ara que me dé
las órdenes. La única form a de p ro g resar es la insistencia en
los mismos actos.
—A esta pobre com pañera hay que ayudarla —dice u n a m a
ñana Enea Sorm enti al verla e n tra r a El Machete —, que se vaya
unos días, que salga de aquí presto.
—No va a querer.
—Eso lo arreglo yo ahora mismo.
—Yo ya le dije —insiste Rafael C arrillo —, le p ed í que se fuera
a Juchitán, allá tenem os buenos cam aradas. M ira, acom páñam e
a su escritorio:
—T ina, necesitas otro aire, an d a a cam biarte las ideas... Lo
que no hagas p o r ti misma nadie lo va a hacer.
—No puedo, hay m ucho trabajo.
Sorm enti ordena:
—Vete, T in a, ¿qué haces aquí con esta cara ojerosa? ¡Pareces
espinaca lacia! ¡Que te dé el sol! Así no puedes gustarle a n a
die, ni a mí.
l DE ENERO DE 1920
E n el estudio de Robo, J o h n
C ow per Powys escandalizaba; T in a a sus pies, devota, parecía
rezar.
—Yo no tengo creencia alguna, ni siquiera la creencia de que
no la tengo. Q uiero decir con esto que mi escepticismo es a u
téntico, au n q u e no p u ed a creerlo, ni creer que no lo creo.
T in a sonríe divertida; J o h n se d a cuenta de cómo lo escucha
y se dirige a ella. '
—Pero debo aclarar que a mí no me cierra las p u ertas de mi
libertad n in g u n a in terpretación idealista del pensam iento; p o r
lo tanto no soy u n materialista.
—¿Eres u n descreído, p o r lo menos? —p reg u n ta Ram iel
M cGehee, en fu n d ad o en su kim ono.
—Sé que no lo sé, o quizá sí. Yo m iro la religión, la Iglesia
católica p o r ejem plo, como u n a bella y noble obra de arte, re
alizada p o r la h u m an id ad , anónim am ente, p ara su p ro p ia satis
facción, para ofrecer u n escape rom ántico y en can tad o r de las
banalidades de la existencia.
Gómez Robelo lo rechaza con u n adem án a dos m anos.
Powys rem ata:
—Y como pru eb a de mi sinceridad hacia mis amigos religio
sos, acepto que no p u ed o explicar lo que acabo de decir.
Gómez Robelo concluye:
—Eres u n p o p u rrí de filosofías.
—Soy hedonista. Yo m e m asturbo furiosam ente, es mi p rim e
ra práctica de salud m ental. Si los hom bres se vaciaran a sí
mismos no atacarían a otros. La m asturbación es u n gesto ri
tual privado y político, ¿no lo crees, Tina?
T in a busca su respuesta. T iene que estar a la altura. Dio,
qué digo. Le da u n a larga ch u p ad a a su cigarro y echa el h u
mo lentam ente para que la encubra.
—Yo estoy más allá del bien y del mal. Nací antes del pecado
original.
La sonrisa de Powys la tranquiliza.
—Eres powysiana p o r excelencia.
T in a quería a Powys p orque lo había visto d a r u n ro d eo
p ara no pisar la hierb a en su cam ino, recoger las hojas de los
árboles, cuidar de las flores. T o d o tiene vida. Coincidía total
m ente con Powys en el tem a de la vivisección. H acer sufrir a
anim ales de cuatro patas p ara salvar a otros de dos le parecía
intolerable. “M ientras se experim ente con ellos, no se encon
tra rá la curación contra el cáncer”, decía Powys, “es u n a ley
de la naturaleza.”
Powys llam aba “la secta” al g ru p o que acudía a la casa de
T in a y Robo. E ntre ellos había vibraciones síquicas, se envia
ban m ensajes secretos. Powys im partía vida a las piedras bajo
sus zapatos, les pedía perd ó n . Vivían en u n Los Angeles toté-
mico, im previsible, u n Los Angeles a su altura, distinto a aquel
que reco rren los autom ovilistas con las ventanillas cerradas.
Powys era el centro, im ponía los temas, se tem ía a sus sar
casmos, a su hu m o r, a su brillantez. H ablaba de G eorge Eliot,
de Melville, de Tolstoi, de Nietzsche y sobre todo de Dostoievs-
ki, cosa que atrajo al m exicano R icardo Gómez Robelo, exilia
do político.
—Fíjense, u n a noche, en u n b u rd el —bordello rep etían ellos,
tras Gómez Robelo —, cuando era estudiante de leyes, me arro-
dilié ante u n a prostituta p ara besarle los pies. “¡No te beso a
ti”, le dije, “beso en ti todo el sufrim iento h um ano!”
Este acto dostoievskiano p u ro le valió la aceptación de Cow-
p e r Powys y la sim patía de T ina. Desde esa noche, la secta lla
mó a Gómez Robelo, R odión R om anovitch Raskolnikov.
En las conversaciones surgían a cada instante G rutchenka,
Zossima, fuerzas subterráneas espirituales, vértigo, turbulencia,
éxtasis, m iedo a ser u n farsante. Para J o h n C ow per Powys, el
único elem ento de censura que tiene el hom bre es el hom bre
mismo, condenado a ser libre. El placer es u n a p u e rta a la li
bertad. T in a a sus pies sorbía sus palabras. Llevado p o r é l bai
la rín Ram iel M cG ehee, hizo su e n tra d a E d w ard W eston,
pequeño, de tórax poderoso y m irada im periosa; atrajo a T in a
desde que escogió sentarse ju n to a ella.
Sobre cojines de batik hecho en casa, escuchaban música:
—N unca oigo a Bach sin sentirm e h o n d am en te atrap ad o , me
fertiliza —dijo W eston.
Robo doblaba en dos su fragilidad p ara vertir el sake. Como
las tazas traídas de San Francisco e ra n dim inutas, rep etía su
caravana continuam ente en plena ley seca. T in a observó la vi
talidad, la fuerza d e W eston ju n to a la languidez de su m arido.
Gómez Robelo insistía:
—México es su m edio verdadero, allá p o d rían florecer. ¿Qué.
hay p ara ustedes en Los Ángeles?
—Claro que yo iría a México —se entusiasm ó Roubaix de
L'Abrie Richey.
—Y ¿usted, Tina? ¿No irían ju n to s?
Robo, con su bigote caído y sus elegantes adem anes —figura
rom ántica si las h a y —, era el más gentil de los anfitriones. Su
corbata flotante y sus ojos pendían sobre sus invitados; ojos
grandes y u n poco tristes dispuestos a com placer. U n fervor
calenturiento lo recorría de pies a cabeza. N o se im ponía, inte
rrogaba, Era u n h om bre fino. “¿Q uieren ver los últim os batiks
que T in a y yo im prim im os?”, “¿desean oír música ahora? ¿St.
Saéns? St. Saéns, ¿no, verdad?, no después de Bach, p ero u n
Frescobaldi n o estaría mal, ¿o tienen o tra preferencia?”
A pesar de sus atenciones todos acudían p o r su m ujer, T ina.
Q uerían verla cam inar p orque al seguirla recuperaban las violen
tas e intocadas pasiones de su adolescencia. T in a, gozosa, busca
ba al salvador, al de las respuestas, La más hum ilde contingencia
podía darle u n a pista. Las frases de sus invitados contenían sig
nos, ella los desentrañaría. En los ojos de algunos, en su p a rp a
deo, yacía lo que ella qu ería en co n trar. Pero ¿qué q u ería
encontrar? “T u corazón es u n lobo ham briento, T in a ”, asentó
Ramiel, “todos los analistas son neuróticos.” “Los orgasm os p u e
d en p rogram arse.” “El hom bre bien com ido im pone sus orgas
mos. Son orgasm os b urgueses.” “Y our gaze is beautiful, T in a.”
Q uizá si su rostro llenara la pantalla cinem atográfica, ella tam
bién sentiría satisfecho su narcisismo. Y ¿los orgasmos?
—¡Qué planos son los am ericanos, qué chatos, y esta ciudad
es el aplanam iento mismo! Masa de pizza sin h o rn ear, cru d a
para siem pre. Con la masa, los italianos hacem os pizza, la cu
brim os de queso y de salami —T in a amasó u n a pasta invisible
y extendió sus brazos en el aire enseñando sus lustrosas axilas
negras —; los am ericanos no tienen im aginación.
—Los am ericanos com en lo que otros hacen, T in a —rio Ra
m iel M cGehee —. ¿Q ué piensa Robo de lo que usted dice?
—O h, él es u n aristócrata, tiene los ojos oscurecidos p o r los
sueños, es dem asiado fino p ara pensar en pizzas. Eso me lo
deja a mí que soy u n a depravada...
—¿Así que él es m uy sensible? —insistió W eston.
—D em asiado sensible, no parece de este m u n d o , se evade.
—T odos somos unos desterrados en busca del paraíso.
—T ina, tú eres el paraíso —dijo Ramiel, cómplice de W eston.
T in a no se daba cuenta que el paraíso era ese m om entáneo
asomo de gorila en sus axilas.
—T h a n k God, encontram os el ghetto Richey-M odotti.
—C reo en la fuerza de la naturaleza; la n aturaleza cura, la
n aturaleza enferm a. M ary B aker Eddy tiene toda la razón.
C hristian Science is my doctrine...
—Yo tam bién pienso que el cuerpo se cu ra solo —enfatizó
Edw ard W eston.
Ram iel M cGehee sostenía' que el cuerpo del bailarín podía
desafiar la gravedad, “voy a dem ostrárselo en este mismo ins
ta n te” y de u n gran d je té cruzaba la sala. J o h n Cow per Powys
lo m iraba con deleite, “Lo único que tenem os es nu estro cu er
po; podem os cam biar de país, n u n ca de cuerpo. N o hay m ayor
su rtid o r de placeres que el cu erp o ”.
—H ay cosas que sabe O n án que las ignora d o n J u a n —Gó
mez Robledo citó a M achado.
Jo h a n H agerm eyer, su pipa en tre los dientes, escuchaba.
W eston lanzó u n a p ero rata sobre la creatividad del cu erp o fe
m enino. “A las m ujeres”, a T in a se dirigía, “les p erm iten u n a
serie de m ovim ientos que p ara nosotros resu ltan prohibidos.
Me gustaría cam inar como usted, T ina; pero ¿se im agina lo
que m e dirían en la calle?
—Son los infam es burgueses los que im p o n en límites —ad e
lantó Tina.
—F reu d p u ed e ser m uy ingenioso.
—No creo que se lo haya propuesto; no tenía el m en o r sen
tido de la verd ad era, la trágica ironía. P o und, ése sí...
Ezra P ound y su poesía, el hinduism o, las ciencias nuevas, la
m editación, la sensualidad, lo esotérico y sobre todo la secta
como el único p arap eto contra la vulgaridad del m u n d o , los
m antenían unidos. R icardo Gómez Robelo bebía con el sake su
p ro p ia com plejidad. Jap ó n , qué esencial, O ccidente en cambio
era inventor de lo superfluo (Europa, q u é pesada, qué parduz-
ca! H abía que ver los gruesos cuerpos europeos, p re m a tu ra
m ente envejecidos y esclavos del casimir. Por cierto, ¿sabían de
las maravillosas camisas de seda h in d ú color azafrán que ah o ra
colgaban en u n a tienda en la calle Sawtell ru m b o a Santa Mó-
nica?
—Esté es el único paraíso del cual no querem os ser d esterra
dos, Tina.
Ricardo, R odión Gómez Robelo era,en efecto u n d esterrado,
proscrito p o r V enustiano C arranza en 1914. H abía sido p ro c u ra
d o r general de justicia con V ictoriano H u erta, el traid o r. E ru d i
to, u na noche los encandiló recitándoles Keats, Shelley, Byron.
Su fuerte, E dgar Alian Poe, sobre quien daba conferencias. N in
guno intentaba la lucidez de Powys —Blake hablaba p o r su
boca —, pero Gómez Robelo lo superaba con gracia. La Revue des
Deux Mondes bajo el brazo, Loti, R ostand eran su bagaje. T in a lo
escuchaba so rp ren d id a. A pesar de su fealdad, el m exicano de
gruesos labios y cara angulosa era seductor, como el Cyrano de
Bergerac. ‘ IQué divertido, u n E dm ond Rostand m exicano, sin su
Roxanne!”, asentó Powys.
—A mí me parece atractivo —sentenció T in a —, quizá p o r su
m isma fealdad, y p o rq u e repite siem pre que su única pasión es
la pasión de la belleza. Le fascina T oulouse-L autrec p orque él
mismo es un T oulouse-L autrec.
Gómez Robelo no se inm utó.
—Publica tu poesía, R odión —lo rescató Robo —. Yo la ilustro.
—Yo pu ed o diseñar el libro —intervino Ram iel McGehee.
—Hace magníficos libros —apoyó J o h n Cow per Powys.
Robo insistió en ilu strar Sátiros y amores, título que encantó
a J o h n C ow per Powys.
Los dibujos a línea de Robo tenían u n a m odelo: T ina, su
m ujer, a quien puso u n a rosa en el sexo y pétalos giratorios en
los pezones. En su cabeza, u n a m antilla española; a sus pies,
u n a calavera con u n a víbora en tre los dientes. Robo y R icardo
tenían fijación en la m uerte, pero más fijación tenía Gómez
Robelo en T ina: en su rostro blanco, en sus ojos m uy negros,
en esa form a peligrosa de cruzar la p iern a “m ientras sonreía
im perceptiblem ente”.
Robo tradujo:
1 DE FEBRERO DE 1922
10 DE FEBRERO DE 1922
20 DE AGOSTO DE 1923
C u an d o Llewellyn, el asistente
de W eston, vio la lluvia, tuvo u n a ocurrencia: “Vamos a la azo
tea”, y em pezó a quitarse la ropa. Subió la escalera: “T ina,
C h andler, E dw ard”, llamó. Lo alcanzaron el niño, que en M éxi
co crecía cada vez más rubio, la m u jer que reía de entusiasm o y
el fotógrafo ya desnudo. “Vamos a ju g a r a las escondidas. La
trae T in a.” A ella le tocaba p erseg u ir a los dem ás; W eston esca
paba en tre brincos; C h an d ler se escondió tras el tinaco. De u n
resbalón el niño fue a d a r a los pies de su padre: “No se vale”. “It
hu rts, daddy, it hurts. I haté this gam e o f hide an d seek.” “T h e
w ater will heal it, d o n ’t w orry”, lo levantó W eston. ¡Ah, cómo
creía en las propiedades curativas del agua! T in a reía con el pelo
en la cara, “no veo nada, me enceguece la lluvia”. El agua a rre
ciaba. “Come on C handler, come o n .” La risa sacudía los pechos
de T ina, m enos grandes que en Los Ángeles; de tanto cam inar
en México, adelgazaba.
Las gotas resbalaban sobre sus dientes blancos en hilitos has-
ta su cuello, sus piernas ofrecidas, sus piernas viniendo hacia él
calientes, temblorosas, sus piernas que podían ser tijeras que le
cercenaran la cabeza. W eston, resorte de sí mismo, escapaba:
“Sal, cobarde”, gritaba a Llewellyn. Débil cuando niño, W eston
en tren ó para ser co rred o r y como b u en norteam ericano los d e
portes fueron su obsesión. A los trein ta y seis años, diez más
que T ina, estaba orgulloso de su condición física, su estóm ago
plano, sus músculos duros. En G lendale, p o r las m añanas lu
chaba desnud o con sus cuatro hijos y en T acubaya ni u n solo
día dejó de bañarse a jicarazos en el patio de El B uen R edro,
en la avenida del H ipódrom o 3. A pesar de ser más jo v en , Lle-
wellyn tenía lonjas, p ero T ina, ¡qué belleza! El triángulo perfec
to y tu p id o de su sexo a d q u iría en la lluvia fulgores d e
diam ante. “T ú la traes”, C h an d ler de u n brinco alcanzó a su
p ad re y éste lo abrazó feliz. Después, en la p u ra gloria de estar
vivos bajaron, se envolvieron en toallas y sentados leyeron
Moby Dick. Q ué azoteas las mexicanas, eran 'las sábanas de la
ciudad, blanqueaban la luz, la hum edecían. ¿Qué había en los
L e c h o s californianos? N unca le interesó saberlo. De vez en
cuando, W eston r e c o g í a alguna g o t a q u e todavía escurría de
los cabellos de T in a, que leía en voz alta. Sus dedos húm edos
m arcaban el b o rd e de la página. “Esto no l e disgustaría a Mel-
ville”, sonreía W eston, "Soy bárb aram ente feliz”, concluía T ina.
Sus ojos i r r a d i a b a n salud. Puso s u b r a z o derecho en t o r n o al
c u e l l o de Edw ard y lo besó con t a n t a en erg ía que él L u v o que
d e f e n d e r s e : "Ya, y a , y a , tu am or m e m a t a ” .
T
I 4 DE ENERO DE 1924
24 DE MARZO DE 1924
O tra vez otro día, trabajo, rutina. Como am aneció nublado, las
señoritas Amor, Bichette y Paulette, cancelaron p o r hoy su sesión
de pose. Llamó Bichette: “Es que con este tiem po no p\>edo
lavarm e el pelo”. W eston filosofó: “U n día n ublado y el pelo sin
lavar de u na m uchacha bonita p u ed en cam biarle a uno la vida.
N o tengo u n peso para m añana". T in a avisó que iría a buscar a
Gabriel F ernández Lcdesm a para cobrarle u n a de sus fotografías.
R egresó sin la paga. Al pasar en cam ión p o r el Reloj Chino de
Bucareli no alcanzó a ver la hora y le p reg u n tó a u n o que viajaba
sentado “¿Q ué ho ra es?” “Las tres, señorita.” T in a intuía que era
más tarde y se lo dijo: “Entonces, señorita, son las cuatro o las
cinco”. “La mism a indiferencia ante el tiem po que tiene el in d io ”,
dijo T ina, “debem os tenerla ante n u estra falta de tortillas.” Elisa
entraría al quite con su lealtad y su sueldo; lo había hecho en
otras ocasiones. Con sus ojitos como cuentas de rosario y sus
m anos, dos ganchos de bruja p o rq u e de niña se las quem ó un
perol de aceite, era intuitiva y generosa. C om praba flores p ara
W eston y él, avergonzado al pagarle el sueldo, aliviaba su con
ciencia dándo le cincuenta centavos para el cine. A guda y rápida,
le atraía más la vida de sus patrones que la suya propia. Sobre el
m uro de su cuarto tenía u n retra to de W eston y a veces p reg u n ta
ba p o r la señora y los otros hijos en Estados U nidos. "¿C uándo
vendrán?” Insistía en que Edw ard colgara u n retrato de su señora
encim a de 3a cama. "No es que no quiera a la señorita pero ella
no es la señora.”
7 DE JU LIO DE 1925
9 DE JU LIO DE 1925
¡Qué país!
¡A ver,
somételo!
Se alzan en el lu g ar de u n Zapata
u n Galván,
los M oreno.
19 DE AGOSTO DE 1925
11 DE SEPTIEMBRE DE 1925
2 DE DICIEMBRE DE 1925
Fito Best M augard dejó caer: “Parece que L upe se fue a Gua-
dalajara. Cada vez que le en tra u n o de sus ataques se refugia
en la casa paterna. En Mixcalco ya cambió la fauna: Diego tra
ta a puras rubias oxigenadas y a p uros políticos”. “¿Q uién será
ah o ra su fulana?”, p reg u n tab an Jo rg e Enciso y R oberto M onte
negro, habitualm ente reservados. T in a volvió la cabeza hacia el
ventanal. W eston sintió u n resquem or que iba subiendo de
p u n to a m edida que avanzaba la noche. ¿Valía la pen a p rovo
car u n a de esas largas conversaciones del pasado cu an d o él y
T in a deliberaban asidos desesperadam ente con llantos y besos
hasta que desp u n tab a el sol? Sentía urgencia de volver a su
país, h u ir de esta tierra que le había arreb atad o a su m ujer.
9 DE DICIEMBRE DE 1925
17 DE ENERO DE 1926
E
7 DE FEBRERO DE 1926
8 DE FEBRERO DE 1926
9 DE MARZO DE 1926
23 DE JU N IO DE 1926
2 DE OCTUBRE DE 1926
4 DE NOVIEMBRE DE 1926
f V JE B T K A 3 JA T O ÍO íí..,
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5 DE NOVIEMBRE DE 1926
J L in
ina escribió al día siguiente
u n a carta triste. Los cuartos vacíos le dolían. Buscó el C anto
LXXXI de Ezra Pound, que solía leer con el ausente, y lo dijo
en voz alta.
Los com entarios eran acres: “Dicen que Diego se cayó del a n
dam io desde u n a altu ra de diez m etros y rebotó como pelota”.
“¿Por qué verá al género hu m an o tan feo? Es que pin ta como
él es.” “¿Y esa m ona tan espantosa?” “Esa n eg ra de perfil es su
m u jer.”' “Por mí m an d aría encalar la p a re d .”
8 DE DICIEMBRE DE 1926
12 DE MAYO DE 1927
7 DE JU L IO DE 1927
3 DE AGOSTO DE 1927
22 DE AGOSTO DE 1927
J u a n de la C abada m anoteó:
—¿Por qué me hacen eso a mí, p o r qué me corta E l Machete?
Son ideas mías, no tuyas, el estilo que tienen ustedes aq u í es
de funeraria. ¿Por qué me lo cam bian, eh? ¿Por qué?
Gómez L orenzo lo palm eó:
—Porque eso es lo que en tien d e el obrero, m uchacho, tú tie
nes u n lenguaje m uy lírico, no llegas al grano.
—¡Y qué, es mi estilo! —gritó J u a n de la Cabada, m esándose
los cabellos.
—T u estilo sólo tú lo entiendes —X avier G u errero secundó a
Gómez Lorenzo.
—Aquí todos escriben am puloso, q u erien d o lucirse —m ano
teó en defensa p ro p ia J u a n de la C abada cada vez más despei
n a d o —, ¿cómo te atreves, cómo te atreves? En el Diario de
Campeche no me quitan ni u n a coma, en El Libertador tam poco.
—Pues así estará C am peche —se levantó Xavier G u errero de
su asiento —. C u an d o seas g ran d e nos lo vas a agradecer.
—A horita mismo q uiero que m e devuelvan mis artículos
—gritó J u a n librándose de u n abrazo im aginario.
—¿Ah sí? pues m uy bien. Y ¿dónde te los van a publicar?
—Pues no sé, p ero prefiero tirarlos a la basura a que tú me
censures.
T in a se acercó a Ju an :
—Espéram e, jap o n és, vamos a to m ar u n café.
J u a n se distinguía de los dem ás p o rq u e llegaba de corbatila
y saquito a la redacción y a la célula. Era u n a mosca en la
leche de los encham arrados. C on tad o r en la fábrica de zapatos
La H ispana, lo obligaban a vestir traje. B ueno, tam bién Frijoli
llo andaba de traje. Pero a J u a n , no lo g raro n aplacarle el pelo.
E ntre risas le pasó a T in a a Vargas Vila: "M ira, es el p rim er
libro antim perialista que leo, m ira nom ás que verbalista, llama
a los'gringos ‘las bestias rubias’”, “Me parece m uy bien." “¿Có
m o te va a p arecer bien? Esas son vaciladas." “¿Ya leiste las
Conquistas hispánicas de Gómez Carrillo, el guatem alteco, T i
na?” Se habían hecho amigos p o rq u e u n día al llegar a la Liga
A ntim perialista de las Américas, en la calle de Bolívar n ú m ero
55, T in a al distinguirlo en tre el p eru an o Jacobo H urw itz, Mon-
terito y u no al que le decían Silvita, com entó: “Allí está el ja p o
n é s”. De la C abada d esap arecía larg as te m p o rad as en su
Cam peche natal. Regresaba asoleado, disparatado y encantador
a rela tar u na serie de aventuras inconexas. El arrib o de los
com pañeros de la C abada y José Revueltas con su costal de
hazañas im probables era u n gusto. A Revueltas se lé hacía ta r
de p o rq u e u n a árbola se había subido al autobús en la p arad a
del bosque de C hapultepec, u n a ¿qué? u n a árbola chiquita con
su falda de hojas m achucadas a la que Pepe le pagó el pasaje
y llevó a resem b rar al D esierto de los Leones. Y todavía h u b ie
ra llegado a tiem po, p ero al despedirse de la árbola, ésta le
pidió prestada su navaja de bolsillo y se grabó en el tronco un-
corazón y el nom bre “P epe”, tarea en la que ocupó la m edia
ho ra de retraso con que Revueltas llegó a la cita. A veces se
olvidaban de la militancia. En o tra ocasión Rafael C arrillo e n
contró a Revueltas tom ando café como gente g rande, en el
Hollywood.
—¿Q ué haces aquí a las doce del día, Pepe?
—Q uedé de verm e con mi herm an o a las dos, si n o llega a
las tres lo espero hasta las cinco p o rq u e yo m e voy a las seis.
Para T in a, el tiem po com enzó a ten er m edidas m uy cortas.
L aborde a los artistas y a los escritores no les concedía la pala
b ra porque con sus disquisiciones se acababan el tiem po, era
sabotaje. T in a cayó en el sortilegio de creer lo que contaban
Revueltas y de la C abada hasta que M aría Velázquez y C oncha
Michel sentenciaron:
—Esos im pulsos de los com pañeros o son de locos o de reac
cionarios.
24 DE AGOSTO DE 1927
C om pañero m inero
doblegado bajo el peso de la tierra,
tu m ano yerra
cuando saca m etal p ara el dinero.
H az puñales
con todos los metales,
y así,
verás que los m etales
después son p ara ti.
26 DE AGOSTO DE 1927
12 DE SEPTIEMBRE DE 1927
2 DE MARZO DE 1929
7 DE MARZO DE 1929
11 DE MARZO DE 1929
I DE ABRIL DE 1929
23 DE MAYO DE 1929
7 DEJULIO DE 1929
27 DE SEPTIEMBRE DE 1929
T
I 7 DE FEBRERO DE 1930
raigan a la M odotti.
J u a n de la Cabada levanta la cabeza espantado. ¿Tienen tam
bién a T ina? ¡Malditos!
—¿Tú crees que de veras sea T ina? —le p re g u n ta a González.
—¡Pero Juanito!, ¿qué otra M odotti conoces?, ¡en su casa nos
reuníam os todos! ¡Y no sólo eso, le traen ganas desde lo de
Mella!
—¿Tú sabías, González?
—Sé que a ella y a otras com pañeras del partido las aislaron
y les qu itaro n todo.
—¿A cuáles otras?
—A M aría Luisa, la de Rafael Carrillo, a Cuca García, a C on
suelo U ranga, a M aría Velázquez. T am bién ag arraro n a J o h a n n
W indisch, como es extranjero seguro le aplican el 33. H an h e
cho razzias en todas partes; en M esones voltearon los archive
ros boca abajo; se ro b aro n el rad io y la p arrilla eléctrica,
dejaron los escritorios patas arriba, se llevaron a C oncha Mi-
chel con todo y guitarra.
—¿No podríam os conseguir u n periódico, González, siquiera
para saber de qué nos acusan?
—Q ué p reg u n tas las tuyas, Ju an ito , ¿en qué m u n d o vives?
Ayer balacearon al N opalito, pam , pam , pam , pam , pam , pam ,
seis tiros p ero con tan m ala p u n te ría que nom ás le q u eb raro n
la quijada. A hora en cierran parejo a com unistas, anarquistas,
vasconcelistas, de todo, pácatelas, ¡vámonos p a dentro! Dicen
que aquí en la inspección están Pellicer, M auricio M agdaleno,
Salvador Azuela, u n b u ti de vasconcelistas. H asta u n policía
que tiene cara de gente buena.
—Pues, ¿dónde estamos?
—¡Qué despistado eres, De la Cabada! En Victoria, en la ins
pección de policía, n ad a más que nos m etieron p o r la p u erta
de Revillagigedo.
—Ya sé que estam os en la com andancia —J u a n agita sus m a
nos en el aire y ap arta sus cabellos largos que le caen sobre
el rostro —. Lo que siento es que los balazos no d ieran en el
blanco.
—¡Y qué ganas con eso, quitam os a ése y p o n en a o tro igual
o peor!'
—P or lo m enos nos habríam os librado de ese N opalito, des
colorido, cabeza de bitoque, cara de nabo.
—Seguram ente nos van a ay u d ar —se tranquiliza J u a n G on
zález.
—¡No m e hagas reír! ¿Q uiénes nos van a ayudar? ¿En qué
nos van a ayudar? Estás como regadera, m ano. Además, el ú n i
co que tiene contactos reales con Moscú es Sorm enti; sabe y
an d a escondido... M ira, voy a p reg u n tarle a ese m ono.
—Á ndate con cuidado, es u n o de los jefes.
J u a n de la C abada se acerca:
—¿Cómo te va, m uchacho? —le p reg u n ta el em pistolado —.
Oye, ¿no te en señ aro n a peinarte?
—Nos p u ed en m atar p ero no saben nad a —se indigna J u a n —;
estam os aquí ilegalm ente, nos tom an presos, p ero no saben
nada.
—Cálmate, m uchacho, los van a cam biar a la peni.
—¿Acusados de qué? ¿Con qué derecho? T ráiganos a u n abo
gado.
—Q ue te calmes, te digo.
—¿Y la Modotti?
—Allá hay u n a ru n fla de revoltosas. A la única que conoce
mos es a G uillerm ina Ruiz, secretaria del com ité de m ujeres
del P artido N acional Antirreeleccionista.
—N o se haga, es la italiana.
—H aberlo dicho antes. La tenem os en u n a celdita muy có
moda.
—¿De qué la acusan?
—Participó en el aten tad o contra el señor presidente de la
república. Su casa era centro de reu n ió n , allí encontram os d o
cum entos y planos.
—¿Y qué hay del viejo general revolucionario, León Ibarra?
—Pásate de listo, mi cuate; yo en u n m inuto te apando.
8 DE FEBRERO DE 1930
13 DE FEBRERO DE 1930
18 DE FEBRERO DE 1930
21 DE FEBRERO DE 1930
22 DE FEBRERO DE 1930
25 DE FEBRERO DE 1930
28 DE FEBRERO DE 1930
9D E MARZO DE 1930
E I
carga que ya no debería surcar los m ares; p o r más que la tri
pulación se em peña en lim piarlo, el óxido lo come, los rato
Edam
14 DE MARZO DE 1930
B
19 DE MARZO DE 1930
15 DE ABRIL DE 1930
T ina regresa a la sede del p artido a reen co n trar a los com pa
ñeros de V ittorio, de fisonomías p ara ella extrañas, en las habi
tuales reuniones. Salvo a Smera, a C hattopodyaya y su m u jer
Lotte Schultz, y a los esposos W itte, no conoce a nadie. Aún
no ha podido concertar u n a entrevista con Willi M ünzenberg,
siem pre de viaje. Tam poco logra ver a E ugen H eilig, el direc
tor de la agencia de fotografías U nion Bild. U na esperanza, la
revista Der Arbeiterfotograf opina que “sólo los trabajos m exica
nos y los japoneses alcanzan el nivel de los trabajos alem anes”.
Los trabajos m exicanos son fotografías suyas. ¡Si al m enos estu
viera en Berlín el buenazo de Leo Matthías! Pero viajó a M u
nich y T ina tiene que conform arse con su libro Excursión a
México, en el que hace público su am or p o r ella. T ina se en tera
de que el h in d ú C hattopodyaya fue com pañero de la escritora
Agnes Smedley que dejó B erlín en 1928. ¡Lástima, le hu b iera
gustado tratarla! Y los G oldsm ith ¿dónde estarán? En las re u
niones los rostros se parecen: en ellos se lee la preocupación
p o r el futuro. “C ada vez es más difícil reu n im o s; T h aelm an n ...”
T ina creyó que en Alemania podría e n tra r abiertam ente en la
lucha antifascista; se siente defraudada. Las organizaciones fas
cistas dom inan en Berlín, Chem nitz, D resden, Leipzig. Antes
de salir V ittorio le advirtió: “C uídate m ucho. A cuérdate de lo
de R otterdam . A hora estás en la m ira de la policía”.
El “Berlín Rojo” de la leyenda ha desaparecido y en H am bur-
go, en el llam ado “P uerto Rojo”, m atan a los com unistas. La
m am m a y M ercedes no contestan sus cartas. “O h, m am m a, ¿qué
no adivinas cuánto te necesito?” Como no logra fabricarse u n
presente le da p o r volver al pasado, em pieza a revivir cada uno
de sus m om entos, los com pone infatigable, los herm osea, acari
cia a México con el pensam iento; en la noche no d u erm e d án d o
les vuelta. “Aquí y ah o ra”, le advirtió V ittorio al despedirse, pero
cuál ahora, cuál aquí si nada le está sucediendo; esa estéril re
construcción del pasado va destruyéndole el ánim o. Al ex p u lsar
la de México, ¿la h abrán expulsado de la vida? A los W itte no les
cuenta de su desm oralización, pero nota con sorpresa que tam
bién ellos qued aro n anclados en México. H ablan sin cesar de la
falta de sol, de lo que han p erd id o al regresar y, u n día, la señora
W itte le confiesa con dolor que extraviaron las fotografías de
Edw ard en el trayecto. Lo hace con tanto sentim iento que T ina
se pro p o n e conseguirle otras. Las fotos se vuelven u n a obsesión.
T in a escribe, insiste, vuelve a escribir, repite en cada pliego de
papel que W eston haga el favor de rep o n er las copias perdidas,
que las envíe a vuelta de correo.
“IQué .raro, la vida en México se me iba en com prom isos y
p o r eso mism o se m e escurría de en tre las manos, no tenía yo
tiem po de reflexionar!” Ahora sopesa cada acto, el gesto que
no ha lied io en el m om ento o p o rtu n o , la palabra om itida, la
idea que brilló como relám pago y no logró asir. Su deseo de
conocer a K áthe Kollwitz, a G eorg Grosz se ha diluido. “Es
muy difícil, reina la desconfianza, no reciben a cualquiera.” En
México, habría dicho con una sonrisa: “Es que yo no soy cual
q u iera”, pero en Berlín, ya no sabe lo que es. “¿Q uién soy?” se
preg u n ta, “¿qué quiero?” Lo que más desearía es cruzar Aus
tria, llegar a Italia a ver a la m am m a. Pero ¿han llegado de
Estados U nidos su m adre y su herm ana? “T ú p u ed es” es sólo
u n slogan del partido, u n p u n to más en el decálogo del b u en
com unista. T in a jam ás ha fum ado tanto, se le van m uchos
pfennigs en gruesas bocanadas, y el hum o d en tro de su boca,
habitándola, acariciando su paladar, la reconforta. Si p u d iera
asfixiarla. ¡Adiós oxígeno! Exhala lentam ente y se queda m iran
do el aire.
Escribe en u na hoja que clava en el m uro:
BALANCE ACTUAL
Sola
Sin dinero
Fracasada
A pátrida
D eprim ida.
23 DE MAYO DE 1930
T in a le'escribe a Edward:
“...Me h an ofrecido hacer ‘reportajes’ o trabajos p ara diarios
pero no me siento apta p ara ello. Sigo p en san d o que es u n
trabajo para hom bres, au n q u e aquí lo hacen m uchas m ujeres;
quizás ellas p u ed an hacerlo; yo no soy lo suficientem ente ag re
siva.
“H asta fotos de p ro p ag an d a como las que em pecé a hacer
en México ya se están haciendo aquí; hay u n a Asociación de
‘fotógrafos ob rero s’ (todo el m u n d o aquí usa la cám ara), y los
obreros tienen m ejores posibilidades de las que yo podría te
n er jam ás ya que retra tan su p ropia vida y sus propios proble
mas. N aturalm ente sus resultados están lejos del nivel que yo
trato de m an ten er con mi fotografía, pero así y todo alcanzan
su objetivo.
“Siento que debe hab er algo p ara mí, pero aún no lo he
encontrado, y m ientras tanto pasan los días y yo paso las no
ches en desvelo p reg u n tán d o m e constantem ente ad ó n d e d iri
girm e y p o r d ó n d e em pezar. Com encé a salir con la cám ara,
pero ‘n ad a’. Todos me han dicho que la Graflex es dem asiado
llam ativa y de difícil manejo; todo el m u n d o usa cám aras m u
cho más compactas. N aturalm ente veo la ventaja: u n o no llam a
tanto la atención. Incluso he probado u n a m aravillosa cam ari
ta, p ro p ied ad de u n amigo, p ero no me gusta tanto trabajar
con ella como con la Graflex; no se p u ed e ver la im agen en su
tam año definitivo. Quizás po d ría acostum brarm e a ello, pero
com prar u n a cám ara ah o ra está fuera de cuestión, ya que tuve
que invertir en el aparato de am pliación. Además, u n a cám ara
más pequeña sólo ten d ría sentido si yo p lan eara trabajar en la
calle, pero no estoy segura si lo haré. Sé que el m aterial que
u n o en cu en tra en la calle es rico y m aravilloso, pero mi expe
riencia m e dice que la m anera en que estoy acostum brada a
trabajar, planean d o lentam ente mi com posición, etcétera, no
es ap ro p iad a para este trabajo. En el instante en que tengo la
com posición o la expresión exacta, ya el objeto ha desapareci
do. S upongo que quiero lo m áxim o y p o r eso no hago nada.
Sin em bargo, p ro n to ten d ré que decidir lo que voy a hacer,
po rq u e si bien pu ed o perm itirm e ‘tom arlo a la ligera’ p o r al
gún tiem po más, esto no p u ed e d u ra r así eternam ente. A de
más, mi estado de ánim o no es el m ejor. Si sólo tuviera a
alguien a quien contarle todos mis problem as, quiero decir, al
guien que los en tien d a como tú podrías hacerlo, Edw ard.
“Se me ha aconsejado no ex p o n er antes del otoño, p o r ser
ésa u n a m ejor tem porada; p ara entonces, ya debería p o d er in
cluir algo de Alemania, lo cual estaría m uy bien, si sólo p u d ie
ra em pezar a trabajar p ronto. Si no, todo lo que te n d ré es
‘m erd a’.
“El tiem po es terrible, frío, gris, miserable; el sol sale p o r
instantes, u no no p u ed e realm ente confiar en él. T e im aginarás
cómo me siento después del tiem po al que estoy acostum brada
tanto en California como en México. B ueno, no hay o tra cosa
que contar. M uchas veces recu erd o aquella m aravillosa frase de
Nietzsche que u n a vez me dijiste^ lo que no me mata, me fortale
ce. Pero te aseguro que el periodo actual casi me mataS
“P or cierto, no debes preo cu p arte p o r mí, de alguna m anera
encontraré u n a salida, y cuando ésta llegue a tus m anos, quizás
yo ya esté con el ánim o más sereno, así que, p o r favor, q u eri
do, no dejes que esto afecte tus propios problem as y p reo cu p a
ciones, p ero m án d am e al m enos u n a línea, p o rq u e estoy
ham brienta de tus palabras.”
En Berlín, los nazis adq u ieren más fuerza, están en todas p a r
tes, p u ed en cantar victoria con razón. T ina, en cambio, no deja
de cuestionarse: “¿Por qué les doy tantas vueltas a mis asuntos?
T odavía soy m uy presuntuosa, todavía espero dem asiado de la
vida, ¿para qué?” El p artid o cambia de local cada sem ana, los
com pañeros d esertan o los apresan. E ncuentra u n m ensajito
m etido bajo su p uerta: “No hay reu n ió n hasta próxim o aviso”.
Y yo aquí dale y dale conm igo misma, m ientras sus vidas peli
gran. En la Leipzigstrasse cam ina con prisa p ensando en M éxi
co, viéndose a sí misma cam inar p o r otras calles, sus mismos
pasos reso n án d o le en la cabeza en o tra p arte del m u n d o ,
¡cuántas m ujeres solas contando sus pasos!, cada paso cru zan
do el espacio, velocidad del cerebro. T in a va y viene en u n
p arp ad eo y en la noche, cuando la luz de los anuncios de ca
barets se refleja girasoleándose sobre el pavim ento m ojado, se
p reg u n ta ¿en d ó n d e estoy? “Ich liebe d ich” grita u n h om bre y
los transeúntes arrecian el paso como si el grito fuera a cap tu
rarlos. “Yo quiero centralizarlo todo; quiero creer que los h u
m anos com partim os algo, cuando lo único que tenem os en
com ún es n u estro m iedo.” A veces la invade el deseo p o r
H einz A lbrecht, u n a urgencia que la hace salir a reco rrer calles
y calles rogándole al cansancio que apague esa energía que la
posee sobre todo en los días que preceden a su regla. ¿C uánto
tiem po hace que no tiene u n hom bre? T an to que no p u ed e ni
contar los meses. N unca ha estado tanto tiem po sin hom bre.
Berlín, con su n eg ru ra, sus cielos bajos, su persecución de los
com unistas, sus sótanos, sus risas estridentes, sus canciones ca
nallescas, sus hom bres de frac, engom inados, se ensaña en con
tra suya.
2 DEJUN IO DE 1930
—No veo bien a T ina, ¿no podrías hacer algo p o r ella, Chatto?
—Sí, escribirle a Vidali. ¿Por qué no lo haces tú, Lotte?