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Hatshepsut: la reina hombre de Egipto

National Geographic en español

El descubrimiento de la momia perdida de Hatshepsut acaparó los encabezados hace algunos años, pero la
historia completa reveló poco a poco un drama.

El resto de su gracia humana se había desvanecido.

La tela enredada alrededor de su cuello parecía un pésimo intento por estar a la moda. Su boca, con el labio
superior caído sobre el inferior, era un rizo espantoso (provenía de un famoso linaje de prognatas). Las
cuencas de sus ojos estaban repletas de resina negra; las fosas nasales, obstruidas inapropiadamente por
ajustados rollos de trapo. El oído izquierdo se había hundido en la carne lateral de su cráneo, y su cabeza
carecía casi por completo de pelo.

Me incliné sobre la vitrina abierta en el Museo Egipcio de El Cairo y miré lo que muy probablemente sea el
cuerpo de la faraona Hatshepsut, la extraordinaria mujer que reinó en Egipto de 1479 a 1458 a.C., y que hoy
es menos famosa por su reinado durante la era dorada de la dinastía XVIII que por haber tenido la audacia
de representarse a sí misma como un hombre.

No flotaba en el aire el seductor perfume de la mirra, sólo un ácido y acre olor que parecía haberse acuñado
durante los muchos siglos que permaneció en una cueva de piedra caliza. Era difícil conciliar esta cosa
postrada con la gran gobernante que había vivido hacía tanto tiempo y de la cual se escribió: “Contemplarla
era más hermoso que nada”.

El único toque humano era el brillo del hueso en las puntas de sus dedos sin uñas, donde se había replegado
la carne momificada, creando la ilusión de una manicura y evocando no sólo nuestra esencia vanidosa, sino
nuestras frágiles intimidades, nuestro breve y pasajero aprecio por el mundo.

El descubrimiento de la momia perdida de Hatshepsut acaparó los encabezados hace dos veranos, pero la
historia completa reveló poco a poco un drama. La búsqueda de Hatshepsut mostró a qué grado las pequeñas
palas y pinceles de la tradicional caja de herramientas de los arqueólogos se han complementado con
escáneres TAC y termocicladores de ADN.
En 1903, el renombrado arqueólogo Howard Carter había hallado el sarcófago de Hatshepsut en la vigésima
tumba descubierta en el Valle de los Reyes -la KV20-. El sarcófago, uno de los tres que Hatshepsut había
preparado, estaba vacío.

Los eruditos no sabían dónde se encontraba la momia o si había sobrevivido la campaña que, con el fin de
erradicar todo registro de su reinado, se llevó a cabo durante el gobierno de su corregidor y último sucesor,
Tutmosis III, cuando casi todas las imágenes de ella como rey fueron retiradas sistemáticamente de templos,
monumentos y obeliscos.

La búsqueda que parece haber resuelto el misterio la inició en 2005 Zahi Hawass, director del Egyptian
Mummy Project y secretario general del Consejo Supremo de Antigüedades. Hawass y un equipo de
científicos se enfocaron en una momia llamada KV60a, la cual, a pesar de haber sido descubierta más de un
siglo antes, no se creyó tan importante como para retirarla del suelo de una tumba menor en el Valle de los
Reyes.

La KV60a había navegado por la eternidad sin el amparo de un ataúd, mucho menos con un séquito de
figurillas que desempeñaran tareas reales. Tampoco tenía qué usar: ni tocado, ni joyería, ni sandalias de oro,
ni cubiertas de oro para los dedos de las manos y los pies; ninguno de los tesoros que se le habían dado al
faraón Tutankamon, quien no era nadie comparado con Hatshepsut.

Incluso con todos los métodos de alta tecnología empleados para descifrar uno de los casos de personas
desaparecidas más notables de Egipto, de no haber sido por el descubrimiento fortuito de un diente, la
KV60a quizá seguiría recostada sola en la oscuridad, con su nombre real y estatus desconocidos.

Actualmente es consagrada en una de las dos salas de Momias Reales del Museo Egipcio, con placas en
árabe y en inglés que la proclaman como Hatshepsut, “La Reina Hombre de Egipto”, reunida al fin con sus
compañeros faraones del Nuevo Reino.

Debido al olvido que cayó sobre Hatshepsut, es difícil pensar en un faraón cuyas esperanzas de ser
recordado sean más conmovedoras.

Parece haberle temido más al anonimato que a la muerte. Fue una de las mayores constructoras en una de las
dinastías más grandes de Egipto. Levantó y renovó templos y santuarios desde el Sinaí hasta Nubia. Los
cuatro obeliscos de granito que erigió en el vasto templo del gran dios Amón en Karnak estaban entre los
más magníficos.

Encomendó cientos de estatuas de ella misma y dejó testimonios en piedra -verdaderos e inventados- de su
linaje, sus títulos, su historia, incluso de sus pensamientos y esperanzas, que a menudo expresaba con un
candor poco común. Las expresiones de preocupación que Hatshepsut inscribió en uno de sus obeliscos en
Karnak aún resuenan con una inseguridad casi encantadora: “Ahora se me vuelca el corazón cuando pienso
lo que la gente dirá. Aquellos que vean mis monumentos en los años por venir, y que hablarán de lo que he
hecho”.

Muchas incertidumbres plagan la historia temprana del Nuevo Reino, pero queda claro que cuando nació
Hatshepsut, el poder egipcio aumentaba. El que posiblemente fuera su abuelo, Amosis, fundador de la
dinastía XVIII, había expulsado a los formidables invasores hicsos que ocuparon la parte norte del Valle del
Nilo durante dos siglos.

Cuando el hijo de Amosis, Amenhotep I, no tuvo un hijo que viviera para sucederlo, se aceptó en la realeza,
por haberse casado con una princesa, a un temible general conocido como Tutmosis. Hatshepsut era la hija
mayor de Tutmosis y su Gran Esposa Real, la reina Ahmose, probablemente pariente cercana del rey
Amosis.

Pero Tutmosis tenía un hijo de otra reina, Tutmosis II, quien heredó la corona cuando su padre “descansó de
la vida”. Ciñéndose a un método común para fortalecer el linaje real -y sin ninguno de los reparos de hoy
para acostarse con su hermana- Tutmosis II y Hatshepsut se casaron. Tuvieron una hija; una esposa menor,
Isis, le daría a Tutmosis el heredero masculino que Hatshepsut no pudo procrear.

Tutmosis II no gobernó por mucho tiempo, y cuando fue conducido hacia la vida eterna a causa de lo que
3,500 años después los escáneres tac sugieren sería una enfermedad del corazón, su heredero, Tutmosis III,
aún era un niño. Como se acostumbraba, Hatshepsut asumió el control verdadero como reina regente del
joven faraón.

Así comenzó uno de los periodos más intrigantes de la historia antigua de Egipto. Al principio, Hatshepsut
actuó en nombre de su hijastro. Aunque no tardaron en aparecer signos de que su regencia sería diferente.
Los primeros relieves la muestran desempeñando funciones propias del rey, como hacer ofrendas a los
dioses y pedir obeliscos de las canteras de granito rojo de Asuán.

Tras unos cuantos años, había asumido el papel de “rey” de Egipto, poder supremo en sus tierras. Su hijastro
?quien para entonces habría sido ya capaz de asumir el trono? quedó relegado a un segundo plano. Ella
procedió a gobernar durante 21 años.

“Algo motivaba a Hatshepsut a cambiar la forma en que se representaba a sí misma en los monumentos
públicos, pero no sabemos qué -dice Peter Dorman, renombrado egiptólogo y presidente de la American
University de Beirut-. Una de las cosas más difíciles de adivinar es su motivación”.

Es posible que su línea sanguínea tenga algo que ver. En un cenotafio de las canteras de arena de Gebel el-
Silsila, su administrador y arquitecto Senenmut se refiere a ella como “la hija primogénita del rey”,
distinción que acentúa su linaje como heredera principal de Tutmosis I más que como esposa real de
Tutmosis II.

Recordemos que Hatshepsut de verdad era de sangre azul, emparentada con el faraón Amosis,
mientras que su esposo-hermano era descendiente de un rey adoptado.

Los egipcios creían en la divinidad del faraón; sólo Hatshepsut, no su hijastro, tenía un vínculo biológico
con la realeza divina.

Aun así, quedaba el pequeño detalle del género. El reinado debía pasarse de padre a hijo, no a hija; la
creencia religiosa dictaba que el papel de rey no podía desempeñarse adecuadamente por una mujer. Saltar
este obstáculo debe haber requerido mucha sagacidad por parte de la mujer rey. Cuando su esposo murió,
Hatshepsut prefirió no usar el título de Esposa del Rey, sino el de Esposa del Dios Amon, nombramiento que
algunos creen le allanó el camino al trono.

Hatshepsut nunca mantuvo en secreto su sexo en los textos; sus inscripciones con frecuencia empleaban
terminaciones femeninas. Pero en principio, parecía estar buscando formas de sintetizar las imágenes de
reina y rey, como si un arreglo visual resolviera la paradoja de un soberano mujer.

En una estatua de granito rojo se muestra a Hatshepsut con el inconfundible cuerpo de una mujer pero con
los símbolos del rey: el nemes ?tocado a rayas de la cabeza? y la cobra uraeus. En algunos relieves de
templos, Hatshepsut porta el apretado vestido tradicional hasta los tobillos, pero tiene los pies separados, la
postura típica del rey. Conforme transcurrieron los años, parece haber decidido que era más fácil eludir por
completo el asunto del género.

Se hizo representar exclusivamente como rey varón, con el tocado, la falda shenti y la falsa barba, sin rasgos
femeninos. En los relieves del templo mortuorio de Hatshepsut, ella tejió una fábula de su asunción al poder
como la realización de un plan divino y declaró que su padre, Tutmosis I, no sólo quiso que ella fuera rey
sino que además pudo asistir a su coronación.

En los paneles se muestra al gran dios Amón apareciéndosele a la madre de Hatshepsut, disfrazado de
Tutmosis I. Este le ordena a Jnum, el dios de la creación con cabeza de carnero que modela el barro de la
humanidad en su torno: “Anda, hazla mejor que a todos los dioses; dale forma por mí a esta mi hija, a la cual
he engendrado”.

A diferencia de la mayoría de los contratistas, Jnum se pone a trabajar, respondiendo: “Su forma será más
elevada que la de los dioses, en su gran dignidad de Rey”. En el torno de alfarero de Jnum, la pequeña
Hatshepsut es representada inequívocamente como niño. Aún se discute exactamente quién era la audiencia
prevista para semejante propaganda.

Es difícil imaginar que Hatshepsut necesitara apuntalar su legitimidad con aliados poderosos, como altos
sacerdotes de Amón, o miembros de la élite, como Senenmut. ¿Entonces, a quién le estaba montando esa
historia? ¿A los dioses? ¿Al futuro? ¿A National Geographic? Es posible que una respuesta se encuentre en
las referencias de Hatshepsut a las avefrías, aves comunes de los pantanos del Nilo que los antiguos egipcios
conocían como rekhyt.

En los textos jeroglíficos, la palabra rekhyt suele traducirse como “la gente común”. Se repite con frecuencia
en las inscripciones del Nuevo Reino, pero hace unos años Kenneth Griffin, ahora en la Universidad
Swansea en Gales, notó que Hatshepsut hizo un uso más extenso de la frase que otros faraones de la dinastía
XVIII.

“Sus inscripciones parecían mostrar una asociación personal con el rekhyt inigualable en esta etapa”, dice.
Hatshepsut a menudo hablaba en posesivo de “mi rekhyt” y pedía su aprobación, como si la inusual
gobernante fuera populista de clóset. Después de su muerte, alrededor de 1458 a.C., su hijastro prosiguió a
asegurarse su destino como uno de los más grandes faraones de la historia egipcia.

Tutmosis III, como su madrastra, fue un constructor de monumentos, pero también un guerrero sin par, el
llamado Napoleón del antiguo Egipto. En 19 años condujo 17 campañas en el Levante mediterráneo,
incluyendo una victoria en contra de los cananeos en Megido, en el actual territorio de Israel, que aún se
enseña en las academias militares.

Tuvo una multitud de esposas, una de las cuales dio a luz a su sucesor, Amenhotep II. Durante la última
etapa de su vida, cuando otros hombres se conformarían con recordar sus aventuras pasadas, Tutmosis III se
embarcó en un pasatiempo. Decidió borrar metódicamente de la historia a su madrastra, el rey.

Cuando Zahi Hawass emprendió la búsqueda para hallar a Su Majestad el Rey Hatshepsut, estaba
casi seguro de una cosa: no era la momia desnuda que se encontró tendida en el suelo de una tumba menor.
“Cuando empecé a buscar a Hatshepsut, nunca pensé que descubriría que ella era esta momia”, dice Hawass.

Para empezar, no tenía ninguna investidura real aparente; era gorda, y como escribió Hawass en un artículo
publicado en la revista KMT, tenía “enormes pechos como péndulos”, de la clase que más probablemente
pertenecerían a la nodriza de Hatshepsut. Meses antes, Hawass había visitado la tumba de Hatshepsut, la
KV20, en busca de pistas de su paradero.

Descendió 200 metros en una de las tumbas más peligrosas del Valle de los Reyes. El túnel de frágil
esquisto y caliza apestaba a excremento de murciélagos. Cuando Howard Carter lo despejó en 1903, lo
describió como “uno de los trabajos más fastidiosos que he supervisado”.

En la tumba, Carter halló dos sarcófagos con el nombre de Hatshepsut, algunos paneles de caliza en las
paredes y un cofre canope, pero ninguna momia. Carter hizo otro descubrimiento en una tumba cercana, la
KV60, una estructura menor cuya entrada estaba tallada al principio del corredor de la KV19. En la KV60
Carter halló “dos momias de mujer muy despojadas y algunos gansos momificados”.

Una momia estaba en un ataúd, la otra en el piso. Carter tomó los gansos y cerró la tumba. Tres años
después, otro arqueólogo llevó a la momia del ataúd al Museo Egipcio. Más tarde, se relacionaría a la
inscripción en el ataúd con la nodriza de Hatshepsut. La momia en el piso se dejó como estaba, como había
estado desde que fue escondida ahí, probablemente por sacerdotes durante los reentierros de la dinastía XXI,
alrededor de 1000 a.C.

Con el paso de los años, los egiptólogos le perdieron la pista a la entrada de la KV60, y la momia en el piso
de la tumba efectivamente desapareció. Eso cambió en junio de 1989, cuando Donald Ryan, egiptólogo y
profesor de la Pacific Lutheran University en Tacoma, Washington, fue a explorar varias tumbas pequeñas y
no decoradas en el valle.

Incitado por la influyente egiptóloga Elizabeth Thomas, quien sospechaba que la KV60 podría alojar la
momia de Hatshepsut, Ryan la había incluido en su solicitud para el permiso de investigación. Como el
primer día llegó demasiado tarde para empezar a trabajar, decidió pasear alrededor del sitio para dejar
algunas herramientas.

Deambuló hasta la entrada de la KV19 y, sólo porque sí, pensando que la KV60 podría estar cerca, comenzó
a barrer el pasillo de la entrada con su escobetilla. Trabajó hacia atrás desde la puerta de la KV19. En media
hora había encontrado una rajadura en el corredor de roca.

Una escotilla de piedra reveló una serie de escalones. Una semana después, con una casetera tocando la
sonata Patética de Beethoven, él y un inspector local de antigüedades entraron a la tumba “perdida”. “Fue
espeluznante ?recuerda?. Nunca antes había encontrado una momia. El inspector y yo entramos con mucho
cuidado. Había una mujer tendida en el suelo. ¡Oh, por Dios!”.

La momia estaba acostada en una tumba que había sido saqueada por ladrones en la antigüedad. Su brazo
izquierdo estaba doblado sobre el pecho, en una posición de enterramiento que algunos consideran común
para las reinas egipcias de la dinastía XVIII. Ryan se puso a catalogar lo que encontró.

“Hallamos la pieza facial destrozada de un ataúd y trozos de oro que habían sido raspados -recuerda-.

No sabíamos qué tanto había movido Howard Carter, así que lo documentamos como si se tratara de un sitio
intacto”. En una cámara lateral, Ryan encontró una enorme pila de vendajes, una pierna de vaca momificada
y montones de “provisiones momificadas”, paquetes de comida dispuestos para el largo viaje por la
eternidad del difunto.

Entre más estudiaba Ryan la momia, más pensaba que podría tratarse de alguien importante. “Estaba muy
bien momificada -dice-. Y tenía una postura real. Pensé, ‘¿Por qué? ¡Es una reina!’. ¿Podría tratarse de
Hatshepsut? De cualquier forma, no parecía bien dejarla, quienquiera que fuera, tendida desnuda sobre el
suelo en medio de un desorden de harapos.

Antes de cerrar la tumba, Ryan y un colega ordenaron un poco la cámara de enterramiento. Mandaron
construir un sencillo ataúd en una carpintería local. Depositaron a la dama desconocida en su nuevo lecho y
cerraron la tapa. El prolongado periodo de anonimato de Hatshepsut estaba próximo a terminar.

Por mucho tiempo, los historiadores le han adjudicado a Hatshepsut el papel de la madrastra
malvada del joven Tutmosis III.

La evidencia de su supuesta crueldad es la forma en la que su hijastro se la retribuyó póstumamente


atacando sus monumentos y borrando su nombre de los monumentos públicos. De hecho, Tutmosis III
devastó la iconografía del rey Hatshepsut con el mismo rigor con el que aporreó a los cananeos en Megido.

En Karnak su imagen y su cartucho, o el símbolo de su nombre, se quitaron a cincelazos de los muros de los
santuarios; los textos en sus obeliscos se cubrieron con piedra (lo que, sin quererlo, los conservó en perfectas
condiciones). En Deir el-Bahari, sitio de su logro arquitectónico más espectacular, sus estatuas fueron
destrozadas y arrojadas a un pozo frente a su templo mortuorio.
Conocido como Djeser Djeseru, sagrado entre los sagrados, en la ribera oeste del Nilo frente al moderno
Luxor, el templo está frente a un conjunto de acantilados color león que enmarca sus piedras rojizas como
hace un nemes con el rostro del faraón.

Con sus tres pisos, sus pórticos, sus espaciosas terrazas unidas por rampas, su ahora desaparecida calzada
cubierta de esfinges, las albercas de papiro en forma de T y árboles de mirra que dan sombra, Djeser Djeseru
se encuentra entre los templos más gloriosos jamás construidos. Fue diseñado quizá para ser el centro del
culto a Hatshepsut.

Sus imágenes como reina quedaron intactas, pero donde se proclamaba como rey, los trabajadores de su
hijastro usaron sus cinceles en un acto vandálico cuidadoso y preciso. “La destrucción no fue una decisión
emocional, sino política”, dice Zbigniew Szafraski, director de la misión arqueológica polaca en Egipto que
ha estado trabajando en el templo mortuorio de Hatshepsut desde 1961.

Para cuando los excavadores despejaron de escombros el templo casi totalmente enterrado, a finales
de la última década del siglo XIX, el misterio de Hatshepsut se había refinado: ¿qué clase de
gobernante era ella?

La respuesta les pareció evidente a varios egiptólogos que se apresuraron a adoptar la idea de que Tutmosis
III había atacado la memoria de Hatshepsut en venganza por su descarada usurpación del poder real.

William C. Hayes, curador de arte egipcio en el Museo de Arte Metropolitano y uno de los directores de las
excavaciones de Deir el-Bahari en los años veinte y treinta, escribió en 1953: “No pasó mucho tiempo…
antes de que esta vanidosa, ambiciosa e inescrupulosa mujer se mostrara tal como era en realidad”.

Cuando en los años sesenta los arqueólogos descubrieron evidencia que indicaba que el destierro del rey
Hatshepsut había comenzado al menos 20 años después de su muerte, la telenovela del exaltado hijastro
vengándose de su inescrupulosa madrastra se vino abajo.

Se concibió un escenario más lógico en torno a la posibilidad de que Tutmosis III necesitara reforzar la
legitimidad de la sucesión de su hijo Amenhotep II frente a los reclamos de otros miembros rivales en la
familia. Y Hatshepsut, alguna vez desacreditada por su despiadada ambición, ahora es admirada por su
habilidad política.

Casi dos décadas después de que Donald Ryan redescubriera la ubicación de la KV60, Zahi Hawass les
pidió a los curadores del Museo Egipcio que reunieran todas las momias femeninas no identificadas que
pudieran haber pertenecido a la familia real de la dinastía XVIII, incluyendo los dos cuerpos -uno delgado,
otro obeso- que se habían encontrado en la KV60.

La momia delgada fue retirada de su almacenamiento en el ático del museo; la obesa, la KV60a, que había
permanecido en la tumba donde fue hallada, se trasladó desde el Valle de los Reyes. En un periodo de cuatro
meses, a finales de 2006 y principios de 2007, las momias pasaron por un escáner TAC que les permitió a
los arqueólogos examinarlas a detalle y calcular su edad y causa de muerte.

El resultado del escaneo tac de las cuatro momias candidatas no fue concluyente. Entonces Hawass tuvo otra
idea. Se había encontrado una caja de madera grabada con el cartucho de Hatshepsut en una gran reserva de
momias reales en Deir el-Bahari en 1881; se creía que contenía su hígado.

Cuando se pasó la caja por el escáner, los investigadores se sorprendieron al encontrar un diente. El dentista
del equipo lo identificó como un molar secundario al que le faltaba parte de la raíz. Cuando Ashraf Selim,
profesor de radiología en la Universidad de El Cairo, reexaminó las imágenes de las mandíbulas de las
momias, vio que la mandíbula superior derecha de la momia obesa de la KV60a tenía una raíz sin diente.

“Medí la raíz en la momia y en el diente y encontramos que coincidían”, dice Selim. Para estar seguros, los
científicos sólo han probado con seguridad que el diente de una caja pertenece a una momia. La
identificación está basada en la suposición de que el contenido de la caja está marcado correctamente y
contiene lo que alguna vez fueron las partes vitales de la famosa faraona.

Pero la caja inscrita con el cartucho de Hatshepsut no es el tipo de recipiente en el que suelen hallarse los
órganos momificados. Está hecho de madera, no de piedra, y pudo haberse usado para guardar joyería,
aceites o pequeños objetos de valor. “Algunos dirían que no hemos encontrado pruebas absolutas -dice
Selim-. Y estaría de acuerdo”.

Pero, pregunta Hawass, ¿cuáles son las probabilidades de que una caja identificada con Hatshepsut y hallada
en una reserva de momias reales contenga un diente que encaja a la perfección con el hueco en la sonrisa de
una momia que se encontró junto a la amada nodriza de la gran faraona egipcia?

Y es una maravilla que el diente estuviera ahí para vincular el cartucho de Hatshepsut con una momia. “Si el
embalsamador no lo hubiera tomado y puesto junto al hígado, no habría manera de que supiéramos qué le
pasó a Hatshepsut”, dice Hawass. Los escáneres TAC ya han cambiado la historia, disipando las teorías de
que Hatshepsut pudo haber sido asesinada por su hijastro.

Probablemente murió a causa de una infección por un absceso en el diente, complicada por un cáncer de
hueso avanzado y posible diabetes. Hawass especula que los altos sacerdotes de Amón pudieron haber
movido su cuerpo a la tumba de su nodriza para protegerla de los saqueadores; muchas personas de la
realeza del Nuevo Reino estaban escondidas en tumbas secretas por seguridad.

En cuanto a las pruebas de ADN, la primera ronda comenzó en abril de 2007 y aún no ha probado nada
definitivo. “Con los especímenes antiguos nunca se tiene una coincidencia de 100%, porque las secuencias
genéticas no están completas ?comenta Angélique Corthals, profesora de biomedicina y estudios forenses en
la Stony Brook University de Nueva York y una de los tres consultores que trabajan con los egipcios?.

Revisamos el adn mitocondrial de la momia que sospechábamos sería de Hatshepsut y el de la de su abuela


Ahmose Nefertari. Existen probabilidades entre 30 y 35% de que las dos muestras no estén relacionadas,
pero debo hacer énfasis en el hecho de que sólo se trata de pruebas preliminares”. Pronto, una nueva ronda
podría arrojar un veredicto más claro.

La primavera pasada, el fotógrafo Kenneth Garrett le pidió a Wafaa el-Saddik, directora del Museo
Egipcio en El Cairo, fotografiar para este artículo una esfinge de piedra caliza de Hatshepsut de las ruinas
de su templo, la caja de madera que contenía el diente, un busto de la faraona con la apariencia de Osiris,
dios del inframundo.

El-Saddik llegó al último artículo de la lista: el cuerpo momificado de Hatshepsut.

“¿Quieres que retiremos el vidrio?”, preguntó incrédula, como si la momia, abandonada por tanto tiempo,
ahora poseyera algo indescriptiblemente preciado. El fotógrafo asintió. La directora se estremeció.
“¡Estamos hablando de la historia del mundo!”, exclamó.

Al final, se decretó que uno de los paneles de vidrio podría removerse de la caja en que estaba en la Sala de
Momias Reales sin poner en peligro la historia del mundo. Mientras se instalaban las luces para fotografiar
lo que quedaba de la gran faraona, me pregunté por qué era tan importante autentificar su cadáver.

Por un lado, ¿qué podría animar mejor la sorprendente historia del antiguo Egipto que esa mujer que logró
preservarse desafiando las fuerzas de la naturaleza y el deterioro? Ahora estaba aquí, entre nosotros, como
un embajador de la antigüedad. Por otro, ¿qué queríamos de ella?

Antes que nada, ¿acaso no había algo opresivamente morboso en la curiosidad que atrajo a millones de
fisgones a las salas de las Momias Reales e hizo un fetiche de la difunta real? Entre más veía a Hatshepsut,
más deseaba huir de sus inconmensurables ojos y de la sofocante adherencia de su carne sin vida.
La mayoría de nosotros vivimos de acuerdo con el credo del avefría, que es la antítesis de la fe de los
faraones: cenizas con cenizas, polvo con polvo. Se me ocurrió que Hatshepsut está mucho más viva en sus
textos, pues incluso, después de tantos miles de años, aún se puede sentir el latido de su corazón.

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