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PRAGMÁTICA DE LA COMUNICACIÓN

LITERARIA

T. A. van Dijk, J. Domínguez Caparrós, F. Lázaro Carreter, S. R. Levin, R. Ohmann U.


Oomen, R. Posner, S. J. Schmidt

compilación de textos y bibliografía JOSÉ ANTONIO MAYORAL

ARCO/LIBROS,S.L.

Bibliotheca Philologica. Serie Lecturas Coordinación: JOSÉ ANTONIO MAYORAL,

1a edición, 1987. 2A edición, 1999.


© 1999 by ARCO/LIBROS, S. L.
Juan Bautista de Toledo, 28. 28002 Madrid.
ISBN: 84-7635-012-0
Depósito Legal: M-6.212-1999
Ibérica Grafic, S. A. (Madrid)

ÍNDICE
NOTA PRELIMINAR: José Antonio Mayoral ........................ Pág. 1

I
LA LITERATURA EN EL MARCO DE LA TEORÍA DE LOS ACTOS DE HABLA
RICHARD OHMANN: LOS actos de habla y la definición de literatura 11
RICHARD OHMANN: El habla, la literatura y el espacio que media entre ambas 35
SAMUEL R. LEVIN: Consideraciones sobre qué tipo de acto de habla es un poema 59
JOSÉ DOMÍNGUEZ CAPARRÓS: Literatura y actos de lenguaje . . 83

II
LA LITERATURA EN EL MARCO DE LA TEORÍA DE LA COMUNICACIÓN
ROLAND POSNER: Comunicación poética frente a lenguaje literario, o La falacia lingüística en la poética 125
URSULA OOMEN: Sobre algunos elementos de la comunicación poética 137
FERNANDO LÁZARO CARRETER: La literatura como fenómeno comunicativo 1 5 1
TEUN A. VAN DIJK: La pragmática de la comunicación literaria 1 71 SIEGFRIED J. SCHMIDT: La comunicación literaria 195

III
SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA
SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA: José Antonio Mayoral 213

NOTA PRELIMINAR

Los trabajos que componen el presente volumen, agrupados bajo el denominador común del término
«pragmática», constituyen una muestra reducida -aunque, a nuestro entender, suficientemente representativa-
de los numerosos trabajos que, con idénticas o muy similares denominaciones, irían configurando, en el curso
de la década de los setenta, nuevas —y muy fecundas— líneas de investigación lingüístico-literaria.
Adoptando como fundamentación teórica, ya el marco general de la teoría de la comunicación, ya el
marco específico de la teoría de los «actos de habla», tal como ha venido siendo elaborada a partir de J. L.
Austin por J. R. Sear- le y otros filósofos del lenguaje, tales líneas de investigación lingüístico-literaria —
ocioso es decirlo— convergen en el intento de trascender y superar algunos de los aspectos del inmanentismo
radical que caracterizó —en la década de los sesenta— a algunas direcciones de la Poética lingüística de
orientación estructural, cuyo interés se centraba casi exclusivamente en las propiedades gramaticales de la
poesía.
Sin descuidar, claro está, el estudio de las propiedades lingüísticas del discurso literario, las nuevas líneas
de investigación lingüístico-literaria irán centrando la atención, de modo preferente, en todos los aspectos
cognoscitivos, ins- t itucionales y sociales que rigen y determinan los procesos de producción de los textos
literarios y de su recepción como tales. Dicho brevemente, del intento de constituir una teoría del texto en sí
se pasará al intento de constituir nna teoría del texto en íntima conexión con una teoría de
los contextos de producción y de recepción. Los textos de la presente compilación representan algunos de los
primeros esbozos en esta línea de investigación.
El criterio que hemos seguido en la ordenación de los textos seleccionados ha sido, en primer término, el
marco general de referencia en el que se inscriben los trabajos: teoría de los «actos de habla» y teoría de la
comunicación; en segundo término, dentro de cada uno de los grupos se ha respetado el orden cronológico de
publicación de los mismos.
Para evitar repeticiones innecesarias, todas las listas bibliográficas de los distintos trabajos quedan
subsumidas en la bibliografía final del volumen. Se han respetado, en cambio, las referencias que aparecen
incorporadas en notas a pie de página.
No puedo concluir esta nota sin reconocer las muchas deudas que he contraído en la preparación de este
volumen. Me siento en deuda, en primer lugar, con el director de la Colección, el doctor Lidio Nieto, quien
acogió con entusiasmo mi proyecto inicial, y con los autores de los textos seleccionados, que con la mayor
prontitud y con toda generosidad han respondido a nuestra petición para traducir y reproducir sus trabajos.
No puedo olvidar a mis amigos Epicteto Díaz y Charles Davis, quienes desde California y Londres,
respectivamente, me proporcionaron —por procedimiento de urgencia— textos inencontrables en nuestras
bibliotecas españolas; ni a Fernando Alba, que pospuso todos sus quehaceres para colaborar conmigo en la
traducción de los textos. Y, por último, mi deuda con María Victoria Escandell, que con toda paciencia leyó
conmigo el manuscrito de todas las traducciones y nos libró -de paso- de algún que otro lapsus que hubiera
resultado imperdonable. Mi más sincero agradecimiento a todos.
José Antonio Mayoral
Universidad. Complutense. Madrid
LA LITERATURA EN EL MARCO DE LA TEORÍA DE LOS ACTOS DE HABLA
LOS ACTOS DE HABLA Y LA DEFINICIÓN DE LITERATURA *1
Richard Ohmann
Universidad de Wesleyan

El objetivo de estas páginas es intentar una definición del término «obra literaria». Sería, asimismo,
una definición de «literatura», ya que literatura es la suma de las obras literarias reales (y tal vez posibles).
Pienso en el sentido no particularmente «prestigiado» del término «literatura», sentido generalizado en el
uso real. Tan literatura es Edipo rey como lo son los poemas de Mrs. Sigoumey, la «Dulce Cantora de
Hartford». Se puede hablar de obras literarias buenas, regulares y pésimas. Por el contrario, no es una obra
literaria, en estricto sentido, El origen de las especies, por muy bueno que sea su estilo. Tampoco lo son El
ocaso y la caída del Imperio Romano o las Autobiografías de Yeats o la crítica musical de Shaw. Distingo
entre literatura y belles lettres, y supongo que, cualquiera que sea el alcance que se le quiera dar al término
«literatura», se podrá reconocer la bien conocida línea que estoy trazando. A veces se utiliza el término
«literatura de imaginación» para hacer alusión a aquello en lo que estoy pensando.
Tengo bastantes esperanzas de que la definición que trato de fijar corresponderá a lo que es el uso, en
el sentido que se ha especificado anteriormente -que no sea demasiado preceptiva o persuasiva-, pero mi
propósito no es primordialmente el del lexicógrafo. Deseo una definición que proporcione un
«adentramiento» en la naturaleza de la literatura, en lugar de una simple información sobre el sentido de la
palabra «literatura» en su uso generalizado.

Para lo que es mi propósito, una definición de literatura debe ser clara (perspicuous). Ello quiere decir, en
primer lugar, que rechazaré aspectos triviales o poco reveladores de la literatura (el hecho de haber sido
clasificada como literatura por un bibliotecario, por poner un ejemplo ridículo), por muy exactamente que
especifiquen la denotación o comprehensión del término. No propondré definiciones «con trampa», pues
tales definiciones dejan sin satisfacer el impulso que me lleva a preguntar, en primer lugar, «¿qué es
literatura?».
Esto induce a pensar en un requisito que exigimos a las definiciones en general: que no distingan
simplemente el objeto en cuestión de otros objetos, sino que lo sitúen, entre otros objetos, en un aspecto que,
de alguna manera, proporcione una idea de él. «Animal racional» es una definición de hombre más clara que
«bípedo implume», ya que aprendemos más del hombre considerándolo en su condición de animal que
considerándolo en relación con otros bípedos, y ya que la consideración de lo que cubre su cuerpo es menos
reveladora que la consideración de las diferencias entre su capacidad intelectual y las capacidades de los
animales inferiores. Pretendo una definición de literatura que proporcione una idea de la misma
distinguiendo sus «vecinos» más cercanos e indicando en qué aspectos relevantes difiere de ellos.
Ahora bien, debo admitir la posibilidad de que no exista tal definición. Tal vez las obras literarias formen
una cadena, metafóricamente hablando, en la que los eslabones presentan una estrecha semejanza con sus
inmediatos de derecha e izquierda, pero que se van diferenciando de los demás eslabones a medida que éstos
se van distanciando, hasta el punto de que el eslabón de uno de los extremos de la cadena apenas si presenta
semejanzas significativas con el miembro del extremo opuesto. En este caso, una definición de literatura sólo
podría apuntar a lo que Wittgenstein llamó «el aire de familia»: cualidades que están presentes en muchos
miembros de la familia y, normalmente, en alguna forma de combinación, aunque ninguna de estas
cualidades, considerada individualmente, puede servir de distintivo estricto de cada uno de sus miembros.
Charles Stevenson ha sostenido que debe responderse de este modo a la pregunta «¿qué es un poema?» y
tanto Paul Ziff como Morris Weitz 2 han escrito algo parecido sobre la pregunta «¿qué es una obra de arte?».
René Wellek y Austin Warren se aproximan a la misma posición cuando dicen, a propósito de algunos

* Título original: «Speech Acts and the Definition of Literature», publicado en Philosophy and Rhetoric, 4, 1971, págs. 1-19.
Traducción de Fernando Alba y José Antonio Mayoral. Texto traducido y reproducido con autorización del autor y de The
Pennsylvania State University Press.

1
CHARLES STEVENSON, «On What is a Poem», en Philosophical Review, LXVI, 1957, págs. 329-362; PAUL ZIFF, «The Task of Defining
a Work of Art», en Philosophical Review, LXII, 1953, págs. 58-78; MORRIS WAITZ, «The Role of Theory in Aesthetics», en Journal of
Aesthetics and Art Criticism, XV, 1956, págs. 27-35.
criterios: «cada uno de ellos describe un aspecto de la obra literaria... Ninguno es satisfactorio» 3.
Pero en estas páginas trataré de evitar una definición que tome como base «el aire de familia».
Partiré del supuesto de que el concepto de literatura está delimitado de manera razonable y de que
hay asociadas con él condiciones necesarias, aunque de tipo poco preciso. Trataré de especificar
esas condiciones, por último, en una definición de tipo tradicional. Me pregunto cuál es el género
(genus) de la literatura y cuáles son sus diferencias (differentiae).

En la búsqueda de una «vecindad» donde situar la literatura, puede ser útil recordar dos de las
disciplinas con las que a veces se equipara el estudio de la literatura. Hasta en el apogeo del «New
Criticism», no pocos críticos literarios consideraban su trabajo como una forma de historia
esencialmente, y la clasificación es tentadora. Ocurre que todas las obras literarias que existen se
escribieron en el pasado. Están, por tanto, dentro de la competencia del historiador. Y las obras
literarias nos proporcionan algunas de nuestras más valiosas formas de comprender el pasado.
Además, necesitamos cierto conocimiento de la historia -cuando menos, de la historia de la
lengua- para practicar decorosamente la crítica literaria. Pero existen dos dificultades que,
consideradas simultáneamente, inhabilitan a la historia como género en el que la literatura pueda
mantenerse en calidad de miembro como una especie. Si la idea principal sobre la historia es su
«cualidad de pasado», entonces abarca los datos de todos los estudios empíricos: toda reacción
química observada hasta ahora también tuvo lugar en el pasado. Por otro lado, si la idea distintiva
sobre la historia es su «calidad de fluencia» -el modo en que acontecimientos y situaciones se
desarrollan unos a partir de otros (y ésta parece ser una de las ideas más atinadas que se pueda
decir sobre la historia)- entonces difícilmente podrá pertenecer la literatura a la «provincia» del «mapa»
cognitivo. Para los consumidores de la literatura, una obra suscita interés y emoción, en buena medida,
debido a su unicidad, que la opone tanto a las otras obras literarias como a los acontecimientos no literarios.
Y cuando los lectores perciben las obras literarias como una «comunidad», dicha «comunidad» tiende a ser
intemporal. Ni las causas y efectos cronológicos o históricos ni la evolución son aspectos particularmente
distintivos de la literatura. Cualesquiera que sean las afinidades tradicionales entre historia y literatura, una
no incluye a la otra, excepto en aspectos relativamente poco iluminadores.

La psicología es mejor candidato. A pesar de las obvias diferencias entre la psicología profesional y el
estudio profesional de la literatura, la crítica se está dejando atraer constantemente -y pienso que
inevitablemente- hacia lo psicológico. Coleridge, Richards y algunos otros teóricos han sido conscientes de
esta conexión; no así la mayor parte. La crítica práctica, sin embargo, es casi siempre crítica psicológica, y
con razón. Un crítico empieza (lógicamente hablando) con el texto; pero el texto en sí, sin un sistema
lingüístico de fondo, es simplemente un conjunto de trazos sobre una página, que representan ruidos. Y la
localización del sistema lingüístico se da en la mente de sus hablantes. En un sentido bastante literal, las
estructuras y las formas de una obra literaria sólo pueden ser formas -ser realizadas como formas- en alguna
mente. De donde se sigue que el estudio literario es el estudio de las estructuras mentales, y que es ilusorio el
sentido de objetividad que pueda obtenerse insistiendo en la obra «real», «de fuera», la obra en sí misma. Por
todo esto, rechazaré la psicología como el género del estudio literario, y las estructuras mentales como el
género de las obras literarias, primordialmente porque el género es demasiado inclusivo, en la misma medida
en que entidad es un género demasiado inclusivo para mezquita. Creencias, expectaciones, percepciones,
recuerdos, miedos, complejos: todos ellos son también estructuras mentales, y no aprenderemos mucho sobre
la literatura a partir de tal superabundancia de «vecinos». El hecho de que una obra literaria sea una
estructura mental, por el hecho de ser una estructura lingüística, me lleva a dar el siguiente paso. Entre las
muchas cosas que puede ser una obra literaria, es sin duda alguna (y ello es importante) una cosa hecha de
lenguaje. Para ser más concretos, es un discurso, en el más amplio sentido del término, que incluye todos los
«trozos» de habla y de escritura emitidos sin interrupción por un hablante o escritor individual. Me fijaré en
éste, el más simple de todos los hechos, para decir que el discurso es el género de la literatura. Para hacer
esto, me queda la tarea de distinguir la obra literaria de otros discursos, y a esa tarea me voy a dedicar a
continuación.

2
RENÉ WELLEK y AUSTIN WARREN, Theory of Literature. Nueva York, 1949, pág. 17. (Trad. esp. Teoría literaria. Madrid, Gredos.)
Desgraciadamente, hay tantas vías de exploración del lenguaje como las hay en el caso
de la literatura, por lo que la elección del discurso como el género de la literatura no indica de
manera automática un conjunto de diferencias. Para esclarecer un poco la cuestión, quiero mencionar
seis aspectos del lenguaje que han llamado la atención de los teóricos de la literatura. No es mi
intención poner en duda las caracterizaciones de la literatura que surgen de estos seis centros de
atención: cada uno de ellos apunta a un objetivo o tendencia singulares en el discurso literario. Pero
ninguna ofrece el tipo de criterio que he decidido buscar: un criterio que nos permita distinguir una
obra literaria de un discurso no literario, sin evasivas y sin dejar un margen poco claro de solapamiento.

Las palabras tienen la capacidad de referir (o de designar o de denotar; las diferencias no importan
ahora). Un teórico de la literatura que se centre en este aspecto del lenguaje puede sostener que las
palabras, en una obra literaria, no refieren, o no lo hacen en la forma habitual. Así, afirma Richards:
«Sólo las referencias que se introducen en ciertas combinaciones enormemente complejas y muy es-
peciales, de modo que correspondan a los modos en que las cosas se mantienen realmente "tejidas",
pueden ser verdaderas o falsas, y en poesía la mayoría de las referencias no están "tejidas" de
este modo». Y de nuevo: «La poesía nos proporciona el ejemplo más claro de la subordinación de la
referencia a la actitud» 4. No veo nada claro lo que quiere decir exactamente Richards, pero
seguramente está diciendo que en poesía la función referencial está disminuida, debilitada.

Hay cierta verdad en estas afirmaciones, aun reducidas a su expresión más simple. El nombre «Mr.
Pickwick» carece de un referente de tipo estándar, como ocurre con «Brobdingnag». La expresión definida
«el arlequín» en Heart of Darkness tiene un estatuto similar al de «el actual rey de Francia». E incluso el
pronombre demostrativo «ése» en «Ése no es un país para viejos» se aparta de sus líneas ordinarias de
referencia. Con todo, el argumento falla en dos sentidos. En primer lugar, muchas palabras carecen, en el
discurso corriente, de referentes de la clase postulada por esta noción restrictiva de referencia. Estoy
pensando no sólo en palabras sincategoremáticas como «por» y no sólo en rarezas como «quimera», sino
también en nombres comunes y corrientes como «buzón» en «No consigno encontrar un buzón en ninguna
parte». En segundo lugar, en literatura, muchas palabras refieren en su forma usual. Una novela comienza:
«They were all at Charing Cross...» (Estaban todos en Charing Cross...) o «I met Jack Kennedy in november,
1946» (Conocí a Jack Kennedy en noviembre de 1946) 5, donde «Charing Cross», «Jack Kennedy» y «no-
viembre de 1946» tienen sus referentes normales. El novelista está empezando a fabricar su mundo como-si,
pero lo hace dejando que sus palabras indiquen las cosas que normalmente indican. La dificultad de distinguir
entre el modo de referencia de las palabras en literatura y el de las palabras en el discurso normal, con la
utilización de este sencillo y relativamente claro concepto de referencia, no es un buen augurio para
formulaciones un tanto complicadas y vagas como las de Richards.

3 I. A. Richards, Principies of Literary Criticism. Londres, 1924, págs. 272, 273.


4
E. M. Forster, Where Angels Fear to Treal; Norman Mailer, An American Dream.
II
Un segundo aspecto del discurso es su capacidad para expresar aserciones. Si fijamos nuestra atención
en este punto, podemos decidirnos por una de estas dos definiciones de literatura. La primera, que se
remonta a Platón, es que la literatura es una sarta de mentiras. A esta aseveración se puede replicar
diciendo que si las obras literarias son portadoras, de alguna manera, de un contenido proposicional, entonces
lo que afirman o implican es a veces cierto, a veces falso, a veces una mezcla de ambas cosas y a veces ni una
cosa ni otra. Como dice Northrop Frye, una definición de ficción como falsedad conduce al absurdo de que
«una autobiografía que llegara a una biblioteca sería clasificada como no ficción si el bibliotecario creyera al
autor, y como ficción si pensara que el autor ha estado mintiendo. Es difícil ver qué utilidad puede tener una
distinción como ésta para un crítico literario» 6. La observación de Frye es igualmente atinada si se sustituye
el término «ficción» por el de «literatura». La falsedad no es una marca distintiva de la literatura.

La atención a las cualidades preposicionales de la literatura puede llevar a una segunda elección de
diferencias. El teórico puede decir, con Sir Philip Sidney, Frye, A. C. Bradley y muchos otros, que «el poeta
no afirma nada» y que la obra literaria, por tanto, no puede justificarse con criterios veritativos. En este
sentido, las construcciones «a modo de afirmaciones» en literatura —y tal vez poemas y novelas completos—
funcionan como seudo-proposiciones, despojadas en alguna manera de su poder asertivo. Se supone que este
impedimento se aplica, no sólo a supuestas aserciones sobre Mr. Pickwick y Brobdingnag, sino a oraciones
como «It is a truth universally acknowledged, that a single man in possession of a good fortune, must be in
want of a wife» (Es una verdad umversalmente reconocida que un hombre soltero en posesión de una buena
fortuna debe desear una mujer) y «All happy families are ali- ke but each unhappy family is unhappy in its
own way»

(Todas las familias felices son parecidas, pero cada familia desgraciada lo es a su manera) 6.

5
Northrop Frye, Anatomy of Criticism, Princeton, 1957, pág. 303. (Trad. esp. Anatomía de la crítica. Caracas, Monte
Avila Editores.)

6Jane Austen, Pride and Prejudice; León Tolstoi, Ana Karenina. 1 Monroe Beardsley, Aesthetics, Nueva York,
1958, pág. 127.
De modo intuitivo, encuentro atractiva esta posición, ya que, en primer lugar, concuerda con
19
mi sensación de que la fuerza de las novelas de Jane Austen o de Tolstoi no depende directamente de
que las familias felices se parezcan realmente. Pero no he encontrado medio de que se mantenga en pie
esta afirmación. Para conseguirlo, sería necesaria una clara especificación de las condiciones bajo las cuales
tienen lugar las aserciones, y, puesto que intentaré más adelante dicha especificación, deseo aplazar por el
momento la cuestión de si las oraciones «a modo de aserciones» en la literatura constituyen realmente
aserciones.

III

Una capacidad del discurso más amplia que la de referir o hacer aserciones es la capacidad de significar,
y muchos teóricos han buscado el carácter distintivo de la literatura en el tipo de significado que conlleva.
Beardsley es uno de ellos. Dicho autor ofrece una definición «semántica» de literatura, que es como sigue:
«podemos decir que la "literatura" está bien definida como "discurso con un importante significado
implícito"7, esto es, un significado presentado indirectamente "por sugerencia y connotación"». El poema de
Wordswoth «Composed Upon Westminster Bridge» presenta una descripción de la ciudad silenciosa por la
mañana temprano, pero conlleva implícitamente un sentido de atracción por la muerte, por ejemplo. Es
normalmente cierto que las obras literarias tienden a expresar tales sugerencias, junto con significados
simbólicos, cosmovisiones implícitas, etc. Pero esto no sirve como criterio distintivo, por al menos dos
razones. En primer lugar, muchos discursos que no pretenderíamos clasificar como literatura están llenos de
significados implícitos; por ejemplo, notas diplomáticas, anuncios publicitarios, y la charla de los
enamorados. Y, en segundo lugar, se puede sostener, y con razón, que todo discurso tiene al menos algunos
significados implícitos que son importantes. Nuestra agudeza para descubrir y hablar extensamente de los
significados implícitos de las obras literarias —y para considerarlos importantes— es una consecuencia de
nuestro conocimiento de que son obras literarias, en lugar de que aquéllos nos digan que éstas son tales. Y,
en general, parece inútil buscar una definición hermética de la literatura basada en rasgos especiales de
significado. Es evidente que cualquier discurso no literario podría, en principio, estar hecho en parte (¿o
todo?) de un discurso literario. Sus significados primarios seguirían siendo los mismos. Cualquier cambio en
sus significados secundarios, o en nuestra disposición para prestar atención a esos significados, sería el
resultado de su cambio de estatuto, no la causa del mismo.

IV

La referencia, la verdad y el significado son conceptos que ponen al discurso en relación con el mundo
no lingüístico sin referencia especial al escritor o al lector. Se puede utilizar el lenguaje para conseguir una
gran variedad de efectos, y de este aspecto del lenguaje surge un buen número de teorías literarias. La más
conocida -asociada con Susanne Langer, Richards y los «New Critics»- sostiene que el uso distintivo de las
palabras en la literatura es el emotivo. La obra literaria despierta y ordena los sentimientos del lector, y
difiere en esto de la obra discursiva o científica, que se dirige primordialmente a las creencias del lector.

Los muy considerables logros de la crítica práctica que se basa en esta premisa le confieren cierta autoridad
como un principio heurístico, pero no será suficiente para dar solución al problema que me he planteado.
Todo discurso produce su impacto en las emociones del lector u oyente, y algunos discursos no literarios
poseen probablemente mayor carga emotiva que cualquier discurso literario. Es fácil imaginar que reuniones
de huelguistas estén más inclinadas hacia lo emotivo que Waiting for Lefty, que las súplicas de los niños
hacia sus padres serán más emotivas que «Father, Dear Father, Come Home with Me Now» (Padre, querido
padre, ven a casa conmigo ahora), etc. Y, generalizando el argumento, las definiciones de literatura que

7
Monroe Beardsley, Aesthe ties, Nueva York, 1958, pág. 127.
destacan un uso característico del lenguaje o un efecto del lenguaje sobre el lector sólo pueden (y sólo
pretenden) indicar una tendencia del discurso literario, tanto porque los efectos de las obras literarias se
solapan con los de los discursos no literarios como porque las respuestas de los lectores son enormemente
variables. Por la misma razón, las definiciones de la literatura que dependen de una noción de la experiencia
estética, por muy útiles que sean, no serán definiciones del tipo de la que estoy buscando.

V
El acto de habla se puede analizar en sus elementos constitutivos. Siguiendo a Román Jakobson, por
ejemplo:

Contexto
Mensaje
Destinador
............ Destinatario

Contacto
Código
Dado un análisis de este tipo, cabe preguntarse si, en las obras literarias, uno de estos elementos tiene
predominancia sobre los otros. Jakobson sostiene que la función poética del lenguaje es la «tendencia
(Einstellung) hacia el mensaje en cuanto tal, la atención centrada en el mensaje por sí mismo» 8. Es bastante
cierto que el lector de un poema o de un relato puede sentirse atraído por la propia configuración verbal del
texto, pero esta «tendencia» no hay manera de evitarla (tampoco Jakobson pretende que lo sea). Y, para ser
más exactos, una obra literaria tiende a atraer dicha atención porque sabemos que es una obra literaria, en
lugar de probar que es una obra literaria por atraer un tipo de atención adecuado.

8 ROMÁN JAKOBSON, «Linguistics and Poetics», en S t y l e i n L a n g u a g e , ed. porTH. S. SEBEOK. Cambridge, Mass., 1960, pág.
356. (Trad. esp. L i n g ü í s t i c a y p o é t i c a . Madrid, Cátedra.)
VI

Un último aspecto del discurso que muchos teóricos de la litratura han considerado decisivo es el de
su estructura. Todo discurso está estructurado (más o menos) de acuerdo con la gramática de la lengua
en la que está escrito o es hablado. Las obras literarias revelan, con frecuencia, estructuras excesivamente
alejadas de las exigidas por la gramática; la medida y la rima son claros ejemplos. Este hecho subyace a las
definiciones «formales» de la literatura o de la poesía, aquellas que se aferran a la ordenada cualidad del
texto en sí. (Al actuar de este modo, corren paralelas a aquellos numerosos intentos de definir el arte que
insisten en la integridad, totalidad o simetría de la obra.) Jakobson se vale de esta formulación: «La función
poética proyecta el principio de equivalencia del eje de selección sobre el eje de combinación» 9. Traducido,
esto viene a decir que es probable que una unidad lingüística en una obra literaria tenga importantes
relaciones de semejanza y de contraste con otras unidades del discurso, en lugar de estar relacionada con
ellas sólo a través de la sintaxis. En Estructuras lingüísticas de la poesía, Samuel R. Levin desarrolla deta-
lladamente esta idea y habla de los apareamientos (coupling) —la aparición de formas semántica o
«naturalmente» equivalentes en posiciones paralelas— como las marcas características de la poesía 10. Pero,
a pesar de la importancia que para la literatura tienen la repetición, la variación y los patrones de todo tipo,
estos rasgos no delimitan la clase de discursos a la que queremos llamar «literatura», puesto que hay muchos
apareamientos, tanto voluntarios como inadvertidos, en todo discurso. Una solución «a la desesperada» sería
convenir en una definición de la literatura como «discurso con más de veinte apareamientos por cada cien
palabras» y aceptar, sean cuales sean, las correspondientes consecuencias. No acotaremos con ello nada
semejante a una clase natural de obras literarias.

Las propuestas que he rechazado, consideradas conjuntamente, constituirían una definición


razonablemente satisfactoria de la clase que especifica «el aire de familia». Si una obra literaria como
Enrique V no satisface el criterio referencial a causa de su constante referencia a sucesos del mundo real, está
llena, en cambio, de falsedades, significados implícitos, lenguaje altamente estructurado, etc. Pero por muy
informativa que pudiera ser dicha definición, seguiría siendo insatisfactoria como explicación del concepto
«obra literaria». Tal definición no conseguiría una generalización importante; estoy convencido de ello:
porque casi siempre es posible decidir cuándo un discurso dado es una obra literaria, sin depender de una
vaga intuición y sin realizar intrincados cálculos o equilibrar muchos criterios enfrentados entre sí. No
parece que el concepto de literatura sea particularmente «revocable» ni que tenga, especialmente, una
«configuración abierta». Para explicar un concepto bien definido como éste, se podría tratar de encontrar
una función o un conjunto de reglas que definiera la literatura (como una gramática define el concepto de
«oración»), o encontrar un criterio único. La posibilidad de descubrir una «gramática» de las obras literarias
parece remota. Por tanto, tengo la sospecha de la presencia de un único criterio, por muy sutil que sea o muy
encubierto que se encuentre.

¿Qué es lo que sé cuando sé que cierto discurso es una obra literaria? Sus oraciones son, probablemente,
oraciones de la lengua estándar. Tal vez exista algo en su situación convencional que me las clasifica como
literarias. Esto explicaría el ajuste que hago cuando llego al final de un relato periodístico, paso las páginas
de una revista y empiezo a leer un relato de ficción.

Quiero seguir este presentimiento acercándome (y alterando ligeramente) a la teoría de los actos de habla
(speech acts) de J. L. Austin, tal y como está desarrollada más detalladamente en su How to Do Things with
Words. Austin distingue tres clases principales de actos que realiza una persona en cuanto hablante:

9
I b í d . , pág. 358.
10 Samuel R. Levin, Linguistic Structures in Poetry. La Haya, Mouton, 1964, esp. cap. 4. (Trad. esp. Estructuras
lingüísticas en la poesía. Madrid, Cátedra.)
1. Actos locutivos. Dicho de manera más trivial, decir algo es hacer algo, en particular, decir lo que uno
dice. Esto es, un hablante produce sonidos (un escritor escribe signos gráficos) que están bien ordenados de
acuerdo con el sistema fonológico y la gramática de una lengua particular, y que, además, son portadores de
algún sentido en relación con las reglas semánticas y pragmáticas de esa lengua.
2. Actos ilocutivos. Además de lo anterior, al decir lo que dice, un hablante está realizando un segundo
tipo de acto, en virtud de numerosas convenciones que determinan el uso de la lengua en su comunidad
lingüística. Por ejemplo, al escribir lo que acabo de escribir, he realizado el acto de afirmar (realizar una
aserción). Podría haber realizado, en cambio, el acto de hacer una concesión, formular una pregunta, dar una
orden, etc. Todos estos actos son actos ilocutivos, y para realizar cualquiera de ellos, debo hacer algo más
que hablar (o escribir) en una lengua dada. Debo hablar en un marco de convenciones y circunstancias, y ha-
cerlo en los modos prescritos. Puedo realizar con éxito el acto locutivo de escribir una oración imperativa en
inglés, pero fracasar al realizar el acto ilocutivo de dar una orden, si, por ejemplo, mi oración es: «Abraham
Lincoln, repeal the Emancipation Proclamation» (Abraham Lincoln, anula la Declaración de Independencia.)
3. Actos perlocutivos. Por último, por decir lo que digo, realizo normalmente un tercer tipo de acto.
Puedo intimidar, informar, confundir, entristecer a mi interlocutor, etc. Puedo lograr una de estas cosas o
todas ellas, pero no tengo garantía de ello. Los actos perlocutivos incluyen las consecuencias de mi acto de
hablar y solamente tengo un control limitado sobre tales consecuencias. Si escribiera ahora (sin «comillas»):
«Prometo ofrecer una nueva y válida teoría de la literatura al final de estas páginas», habría realizado con
ello el acto ilocutivo de prometer, pero es muy posible que no hubiera realizado el acto perlocutivo de au-
mentar las esperanzas de ustedes.

En resumen, y de forma esquemática, considérese el enunciado: «Alto, o disparo».

Acto locutivo: Decir «Alto, o disparo».

Acto ilocutivo: Ordenar, amenazar...

Acto perlocutivo: Asustar, enfurecer...

(Debería añadir, dado que estoy escribiendo de un problema de teoría literaria, que los tres tipos de actos
pueden ser realizados en y a través de la escritura. Con ello, la naturaleza del acto locutivo se altera de
manera evidente; el acto ilocutivo se atenúa en mayor o menor medida y el acto perlocutivo se ve más o
menos aplazado.)

De los tres, los actos ilocutivos son los más evasivos y, sin embargo, son también los más importantes
para la presente investigación. Austin hace notar que los filósofos del lenguaje «se escabullen» normalmente
de los actos ilocutivos, bien hacia los actos locutivos, bien hacia los perlocutivos, en detrimento del estudio
de los primeros. Pienso que esta observación es asimismo válida para los teóricos que pretenden decir algo
sobre la ontología de la literatura. Las seis definiciones que he examinado anteriormente se dividen en dos
clases: las que se centran en el texto en sí, además de en su referencia, su verdad y su significado (defini-
ciones locutivas), y las que se centran en sus efectos (definiciones perlocutivas). Dada la omnipresencia de
convenciones dentro y fuera del discurso literario, pienso que puede resultar prometedor buscar una
definición ilocutiva.

Consideremos, para este fin, los criterios que propone Austin para la «propiedad» (felicity)
(funcionamiento apropiado) de una clase de actos ilocutivos: los realizativos: del tipo «I vote no» (Voto no),
«I hereby dismiss the class» (Y con esto doy por terminada la clase», «I bid three spades» (Declaro tres
picas).
1. Debe existir un procedimiento, reconocido convencionalmente, que posea cierto efecto
convencional; ese procedimiento ha de incluir la enunciación de ciertas palabras por ciertas personas en
ciertas circunstancias. Y, además,
2. es preciso que, en un caso dado, las personas y circunstancias particulares sean las apropiadas para
que se pueda invocar el procedimiento en cuestión.
3. El procedimiento debe ser ejecutado por todos los participantes, tanto de forma correcta como
4. completa.
5. Cuando, como ocurre con frecuencia, el procedimiento está destinado a la utilización por parte de
personas que posean ciertos pensamientos o ciertos sentimientos, cuando debe provocar más tarde cierto
comportamiento por parte de cualquier participante, entonces es preciso que la persona que participa en el
procedimiento (y por tanto lo invoca) tenga realmente esos pensamientos y sentimientos, y que los
participantes tengan la intención de adoptar el comportamiento implicado, y además 6. deben realmente
comportarse así más tarde11.
6. Ligeramente modificadas, estas reglas son aplicables a otros actos ilocutivos —afirmar, por
ejemplo—. Para hacer una afirmación, de forma apropiada, debo, entre otras cosas, emitir una oración
declarativa (criterio 1). Debo ser la persona adecuada para hacer la afirmación (2); no me servirá afirmar que
se te pasó por la cabeza un recuerdo de tu abuela. No debo hablar entre dientes (3), ni interrumpirme en la
mitad (4). Debo creer lo que digo (5) y no debo contradecirme después (6). Es posible adaptar las reglas de
modo semejante a ordenar, destacar, definir, rechazar, etc. Los actos ilocutivos son sumamente
convencionales.

Tan pronto como se intenta aplicar estas reglas a las oraciones de las obras literarias, aparecen ciertas
rarezas. Elijamos un ejemplo sencillo, una oración que podría aparecer en una conversación o en una carta
personal sin ser incongruente:

In June, amid the golden fields, I saw a groundhog lying dead 12. (En junio, en medio de los
campos dorados, vi una marmota que yacía muerta.)

El criterio (1) no plantea problemas; existe un procedimiento convencional para afirmar y, más
concretamente, para relatar las experiencias personales. Pero la aplicación de (2) constituye un rompecabezas.
Supongamos, por el momento, que la persona que realiza el acto verbal es Richard Eberhart y que el público
al que se dirige es cualquiera que lea su oración, que tenemos una situación del tipo «a quien pueda
interesar», como ocurre con frecuencia con la palabra escrita. ¿Cómo decidimos nosotros si Richard Eberhart
es (era) una persona apropiada para hacer la afirmación? Es de suponer que si fuera ciego, o estuviera
dormido, o tuviera una amnesia total, o fuera un habitante de una ciudad que no supiera distinguir a una
marmota de un jabalí, quedaría descalificado. Sin embargo, realmente ninguna de estas incapacidades
dificultaría en modo alguno el asunto del poema. Son sencillamente irrelevantes para su eficacia, y un lector
que rechazara el acto verbal a causa de ellas demostraría con ello haber confundido el poema con otra cosa
muy distinta. Considérese, como comparación, el verso de Donne: «Batter my heart, three-personed God»
(Azota mi corazón, Dios trino). Una persona que rece a la Trinidad no debe ser un budista, pero la religión
concreta de Donne es bastante irrelevante para la fuerza de su «oración». De nuevo, las «circunstancias...
deben ser apropiadas». Pero, ¿qué circunstancias tendrían que ver posiblemente con la propiedad de los
versos de Eberhart? Supongamos que los escribió bajo la amenaza de una pistola. Esa consecuencia
descalificaría cualquier supuesta afirmación, pero no cambiaría el estatuto de la oración en el poema. Poner a
prueba de este modo a los versos es ver que algo ha salido mal. O no debemos considerar a Richard Eberhart
como hablante, o no deben aplicarse las reglas de propiedad normales, o ambas cosas.

11 J. L. Austin, How to do Things with Words. Oxford, 1962, págs. 14-15. (Trad. Esp. Palabras y
acciones. Buenos Aires, Paidós).
12
RICHARD EBERHART, «The Groundhog», en C o l l e c t e d P o e m s . Nueva York, 1960, pág. 23.
Pero pasemos a la regla (3): el procedimiento debe ser correctamente ejecutado. «The golden fields» (Los
campos dorados) no están especificados: ¿dónde?, ¿qué campos? Una referencia imperfecta constituye una
falta en una afirmación normal, pero no en el poema. O supongamos que Eberhart hubiera querido escribir
«jabalí». O supongamos que hubiera quemado el poema inmediatamente después de acabarlo. Un acto así
habría viciado la información, en caso de que lo fuera, faltando a las reglas (3) y (4), pero no por ello habría
dejado de escribir un poema. De nuevo, si el lector entiende mal una oración declarativa, falla la afirmación;
pero ninguna mala comprensión alterará el estatuto que tiene el poema en cuanto acto verbal (o quasi acto
verbal, como sostendré más adelante).

La aplicación del criterio (5) presenta mayores dificultades aún. El procedimiento de afirmar está
destinado a una persona «que tenga ciertos pensamientos», especialmente la creencia de que lo que está
diciendo es verdad o (de modo menos estricto) apropiado a las circunstancias que se propone describir. Pero
no sería del caso para el acto verbal en cuestión que Eberhart hubiera visto la marmota en septiembre (y lo
supiera), o que lo que hubiera vis to realmente fuera un conejo, o que no hubiera tenido una experiencia
semejante a la descrita en su oración. ¿Conoció Shelley realmente a un viajero de un antiguo pueblo? Esta
pregunta es irrelevante para «Ozymandius». Al hacerla, se confunde la naturaleza del acto de habla; y, de he-
cho, ningún lector que tenga una idea de literatura pensaría ni por un momento en hacer tal pregunta para
juzgar la propiedad del acto. El criterio (6) es igualmente no pertinente; si, inmediatamente después de
escribir el poema, Eberhart hubiera revelado que la marmota no estaba muerta, sino únicamente dormida, no
hubiera invalidado en absoluto su acto de habla primero.

He estado hablando hasta ahora como si Richard Eberhart fuera la persona en cuyo estatuto y
comportamiento se fúndamentara la propiedad del acto de habla, y como si las circunstancias en tomo a la
escritura (o tal vez la publicación) de su poema fueran las que conviniera someter a un minucioso examen.
Pero estos supuestos me enfrentan a toda una serie de callejones sin salida, y son bastante contrarios a lo que
todo lector sabe sobre las convenciones de este tipo de discurso. Podría aproximarme más de cerca a la
sensación que el lector tiene de las convenciones suponiendo que el hablante primario no es en modo alguno
Eberhart, sino alguna otra persona cuyo discurso está él relatando. Y siguiendo con esta suposición: tal vez el
poema entero esté encerrado en unas invisibles comillas (« »). Bajo este supuesto, hay que considerar dos
actos de habla: el de Eberhart, de citar (discurso narrativo), y el de otro hablante, de relatar su encuentro con
la marmota. Cabría la posibilidad de recorrer por dos veces las reglas de Austin, pero, sinceramente, sin
mayor provecho del que resultara de la primera vez. Pues la persona cuyo discurso refiere Eberhart es
imaginaria, y no se puede preguntar sobre sus cualificaciones e intenciones como si tuvieran alguna exis-
tencia fuera del poema. De igual modo, tampoco se puede preguntar si Eberhart estaba en una situación que
le permitiera relatar las palabras del hablante, si lo hizo adecuadamente y cosas por el estilo. Cualquier paso
en este sentido nos lleva a malinterpretar el acto de habla o los actos de habla con los que nos enfrentamos.
Además, las dos suposiciones que he hecho provisionalmente llevan a la desagradable conclusión de que
ningún acto de habla podría en ningún caso ser apropiado en una obra literaria. Las condiciones de Austin no
se pueden aplicar nunca y, por lo tanto, no se pueden cumplir. En este sentido, un poeta no afirma, ni niega,
ni ordena, ni ruega nada, o cualquiera de las demás acciones.

Estoy dispuesto para establecer la primera aproximación a una definición: una obra literaria es un discurso
abstraído, o separado, de las circunstancias y condiciones que hacen posibles los actos ilocutivos; es un discurso,
por tanto, que carece de fuerza ilocutiva. (Austin sugiere lo mismo al decir que un poema es un uso «parásito»
del lenguaje, en el que las fuerzas ilocutivas sufren un proceso de «decoloración» (etiolation)).

Pero se debe expresar inmediatamente tina reserva. El escritor realiza, por supuesto, el acto ilocutivo de
escribir tina obra literaria (o, en el caso de una sola oración, como la de Eberhart, de escribir parte de una
obra literaria). Esto tiene un tono gratamente vacuo y, sin embargo, debo darle algún contenido para
completar la definición. Volvamos, pues, a la segunda suposición que hice y rechacé anteriormente: la de que
el acto de Eberhart es un acto de citar o relatar un discurso. Un ligero cambio aproximará esta suposición a la
verdad. El escritor finge relatar un discurso y el lector acepta el fingimiento. De modo específico, el lector
construye (imagina) a un hablante y un conjunto de circunstancias que acompañan el quasi acto de habla y lo
hacen apropiado (o no apropiado, porque siempre hay narradores poco serios, etc.).

Permítaseme completar la definición: Una obra literaria es un discurso cuyas oraciones carecen de las
fuerzas ilocutivas que les corresponderían en condiciones normales. Su fuerza ilocutiva es mimética. Por
«mimética» quiero decir intencionadamente imitativa. De un modo específico, una obra literaria imita
intencionadamente (o relata) una serie de actos de habla, que carecen realmente de otro tipo de existencia. Al
hacer esto, induce al lector a imaginarse un hablante, una situación, un conjunto de acontecimientos anexos,
etc. Así, cabría decir que la obra literaria es mimética también en un sentido amplio: «imita» no sólo una
acción (término de Aristóteles), sino también una localización imaginaria, vagamente especificada, para sus
quasi actos de habla. Nótese que el hablante imaginario y sus circunstancias pueden estar implícitos de forma
muy vaga, como en el caso de una novela con un narrador omnisciente en tercera persona. Ahora bien, una
novela, en lugar de ser simplemente un relato narrativo, es más bien mimesis de un relato narrativo, como In
Cold Blood, de Truman Capote. Respecto de esta novela, parece atinado formular todas las preguntas implí-
citas en las reglas de Austin, al tratar las descripciones de Capote, explicaciones, etc. Pero este procedimiento
no será más apropiado para una novela que para el poema de Eberhart.

Antes de echar una mirada crítica a la definición que he propuesto, desearía aclarar un punto más. Al
mantener que las obras literarias no contienen afirmaciones, órdenes, promesas y similares, no pretendo,
naturalmente, que las condiciones para afirmar, ordenar y prometer sean irrelevantes para las oraciones de la
literatura, sino sólo que son relevantes de una manera bastante espe,cial: concretamente, al permitir que se
lleve a efecto la mimesis. Así, Jane Austen no hace la afirmación «Es una verdad umversalmente reconocida
que un hombre soltero...». Y no consideramos inapropiada esta parte de su novela, a pesar de la falsedad de la
quasi afirmación. El acto de hacer la afirmación es un acto ilocutivo imaginario. Pero para cumplir su función
en la mimesis, el lector debe, no obstante, considerar si la afirmación es verdadera o falsa. Su falsedad es una
información sobre el hecho de que el narrador imaginario del relato está siendo irónico, y el lector debe saber
esto para construir correctamente el acto de habla en cuestión y todos los actos de habla subsiguientes. Dicho
brevemente, una obra literaria apela a toda la competencia de un lector en cuanto descifrador de actos de
habla, pero el iónico acto de habla en el que participa directamente es el que he llamado «mimesis».

Sin tener ninguna pretensión de que mi formulación sea completa, quisiera adoptarla como sugeridora del
modo en que se podría llegar a una definición más completa, y considerar hasta qué punto dicha versión
perfeccionada podría resultar satisfactoria.

En primer lugar, ¿traza esta definición una línea clara de separación, o indica simplemente una tendencia,
como hacían las definiciones que rechacé anteriormente? En lo que se me alcanza, establece una distinción
bastante más inequívoca. In Cold Blood está plenamente en un extremo de la línea; una novela de Agatha
Christie está plenamente en el otro extremo. La definición no nos induciría a decir que la novela de Agatha
Christie es más literaria, o que tiene más características de literaria, que In Cold Blood. Los dos discursos son
terminantemente distintos en sus convenciones concomitantes. Por otro lado, se me ocurren casos proble-
máticos. Por ejemplo, es posible que cuando Elisabeth Barret Browning enviara o diera a Robert su «How do
I love thee? Let me count the ways» (¿Cómo te amo? Déjame contar los modos), ambos comprendieran el
discurso como un acto de habla normal, con la fuerza ilocutiva de una declaración de amor. En ese caso,
tendría que decir que el discurso no era en ese momento una obra literaria. ¿Se convirtió en obra literaria
cuando fue mostrado a otras personas? ¿Cuando fue publicado? La sugerencia de que éste podría cambiar así
su estatuto es ligeramente inquietante, pero no inimaginable. Max Beerbohm cambió el estatuto del rótulo del
editor en un libro:

«London: JOHN LAÑE, The Bodley Head


New York: CHARLES SCRIBNER'S SONS».

escribiendo debajo:
This plain announcement, nicely read, Iambically runs 13.
(Este sencillo anuncio, bien leído, discurre yámbicamente.)

Estaría dispuesto a convivir con tan extravagantes efectos secundarios de la definición, pues reflejan
simplemente el hecho de que es la totalidad del contexto de todo el discurso la que establece su estatuto
literario.

En segundo lugar, si la definición acota una clase de discursos bien delimitada, ¿es esa clase la correcta?
En otras palabras, ¿está lo suficientemente cerca de la clase de obras literarias en las que yo había pensado
desde el principio? Téngase en cuenta que no puede atacarse la definición por incluir «Trees» y excluir
Culture and Anarchy, dado que valor, calidad y belleza no debían tener cabida en la investigación. Sin
embargo, la definición sí que incluye como literatura numerosas subclases de discurso que no parecen
pertenecer a ella: chistes, respuestas irónicas, parábolas y fábulas intercaladas en discursos políticos, algunos
anuncios, y muchas otras como éstas entran dentro de los límites que he establecido. Existen dos maneras de
hacer frente a esta dificultad. Podría tratar de excluir los géneros no deseados añadiendo diferencias. (Por
ejemplo, la pretendida fuerza perlocutiva de un chiste o un anuncio parece bastante más específica que la de
una obra literaria.) O podría aceptar las consecuencias de la definición tal como está, y dejar que el concepto
de literatura incluya chistes, comentarios irónicos, y todo lo demás. Esta no es necesariamente una solución
difícil de aceptar, tanto porque los intentos de explicar intuiciones toscas producen con frecuencia este efecto,
como porque los chistes, etc. están muy cerca realmente de ser literatura (considérense las formas en que se
responde a, y se juzga un chiste). No puedo explorar ninguna de estas posibilidades en el espacio del que
dispongo. Permítaseme simplemente dejar constancia de mi creencia de que la definición no comete un grave
error al admitir discursos erróneos en la categoría de literatura.

Por último, ¿es clara (perspicuous) la definición? La respuesta a esta pregunta podría ser materia para un
artículo mucho más extenso que éste. Pero, brevemente, me inclino a pensar que la definición es, de hecho,
clara. Bien es cierto que es, en alguna medida, obvia y que parece, en principio, no profundizar demasiado.
Pero su claridad debe medirse por su capacidad para producir ideas válidas. En particular, ¿clarifica o
resuelve algunos enigmas de la teoría de la literatura? Creo que sugiere maneras útiles de interpretar
afirmaciones intuitivamente correctas, aunque de alguna manera borrosas, que se hacen comúnmente sobre la
literatura.

Consideremos, por ejemplo, las definiciones de literatura que rechacé anteriormente, reconociendo, no
obstante, su verdad parcial: la mayoría podrían ser explicadas y clarificadas, al menos en parte, haciendo uso
de la definición que he propuesto. Así, en la literatura, la fuerza referencial del lenguaje se desvía y se
debilita por el hecho de que una obra literaria imita solamente un discurso estándar, con un propósito
referencial estándar. El nombre «Jack Kennedy» en la oración de Mailer no se refiere directamente al que lo
lleva, sino que más bien lo hace dentro del discurso imaginario de la novela. Las palabras tienen sus
referentes habituales, pero no se utilizan para referir. De modo semejante, algunas oraciones de una obra
literaria pueden expresar proposiciones verdaderas (o falsas), pero el poeta no hace aserciones mediante esas
proposiciones: de ahí la opinión recurrente de que el poeta no afirma nada. Esto no quiere decir que las obras
literarias no impliquen en modo alguno la verdad de ciertas proposiciones; por el contrario, pienso, sin lugar
a dudas, que la literatura posee un contenido cognitivo. Pero no transmite ese contenido como lo hace un
argumento, oración por oración, y, de hecho, en modo alguno afirma como verdadero su contenido.

Dada esta definición de literatura, resulta fácil de ver por qué los teóricos han intentado, de distintas
maneras, caracterizar la literatura como (1): un discurso que se fundamenta en los significados secundarios de
forma más sólida que el discurso no literario; o (2): un discurso que afecta al lector de un modo

13
MAX BEERBOHM, M a x i n V e r s e , ed. de J. G. RIEWALD, Brattleboro, Vt., 1963, pág. 12.
especialmente emotivo; o (3): un discurso que atrae la atención hacia el mensaje en sí (la forma del texto); o
(4): un discurso que en la forma lingüística posee mayor regularidad que el discurso no literario. Si la obra
literaria es mimesis de actos de habla, está, en cierto sentido, exhibiendo tanto los quasi actos de habla como
las oraciones que, intencionadamente, ayudan a producir esos actos. Exhibirlos es atraer la atención hacia
ellos y, entre otras cosas, hacia su complejidad significativa y su regularidad formal. De modo parecido, dado
que los quasi actos de habla en la literatura no son portadores de asuntos de este mundo —como describir,
urgir, contratar, etc.—, el lector bien puede prestarles atención de forma no pragmática y permitir así que
realicen su potencial emotivo. En otras palabras, la suspensión de las fuerzas ilocutivas normales tiende a
inclinar la atención del lector hacia los actos locutivos en sí mismos y hacia sus efectos perlocutivos.

Consideremos, por último, algunas otras premisas que alientan buena parte de las discusiones literarias.

1. «La literatura es mimética». Me parece que el uso especial que he hecho del término «mimético» es
más satisfactorio que el uso convencional, y además más fiel. Es evidente que una obra literaria no puede
imitar la realidad como lo hacen la pintura o el cine. Siempre me ha resultado difícil ver cómo lleva a cabo su
mimesis o de qué es mimética. La presente definición resuelve ambas dificultades.
2. «La obra literaria crea un mundo». Lo hace, inicialmente y de modo muy directo, proporcionando al
lector actos de habla insuficientes e incompletos que éste completa agregando las circunstancias adecuadas.
Esas «circunstancias» incluyen, por supuesto, el mundo físico y social imaginado al que remiten las quasi
descripciones y en el interior del cual actúan los personajes imaginados. Al invitar al lector a constituir actos
de habla en consonancia con sus oraciones, la obra literaria le está pidiendo que participe en la construcción
imaginaria de un mundo o, al menos, tanto como sea necesario para dar a los actos de habla una adecuada
localización.
3. «La literatura es retórica». Yo diría, más bien, que la literatura es retórica dislocada, en el sentido
que se ha detallado anteriormente. La mimesis literaria comienza con la situación retórica: con un hablante
imaginario y su público imaginario. Este hecho garantiza la importancia de cierta crítica, como La Retórica de
la ficción de Wayne Booth, y justifica el supuesto común a los «new critics» de que el hablante de un poema
es siempre un personaje, por mucho que pueda parecerse al autor real.
4. «Toda la literatura es dramática». De hecho, el presente argumento apoya la pretensión más amplia,
mantenida especialmente por Kenneth Burke, de que todo discurso es dramático. La palabra «acto» en «acto
de habla» no está usada metafóricamente. Se realizan actos con las palabras, y una obra literaria imita esos
actos. Incluso la novela narrada de la forma más impersonal constituye una rudimentaria situación dramática:
la de un hombre que cuenta una historia a un público.
5. «La literatura es juego». Las oraciones carecen de su fuerza habitual. No implican directamente al
lector en una secuencia de peticiones, aserciones, preguntas, etc., como hace un discurso no literario. Una
obra literaria es una serie de actos sin consecuencias, y una liberación de la tensión que acompaña
normalmente a los actos de habla. El lector es un observador, y no un participante en complicadas
responsabilidades convencionales. En este sentido, se acerca a la obra literaria con distanciamiento estético.
6. «La literatura, como el arte en general, es simbolismo representativo». Los quasi actos de habla
están puestos ante el lector para su contemplación; no son realizados. La distinción de Susanne Langer entre
simbolismo discursivo y representativo es válida, en este sentido, para la literatura, con naturalidad y sin
imposición alguna.
7. «La literatura es autónoma». Esto es, la literatura está exenta de las conexiones normales entre el
discurso y el mundo exterior al discurso. No veo ninguna justificación para una huida hacia el misticismo,
sino sólo el reconocimiento de que la literatura posee su propio conjunto de convenciones, bastante diferentes
de las de otros discursos.

El añadir concreción y precisión a alguna de estas plausibles ideas es la mayor evidencia de que la
definición de literatura aquí propuesta es clara.
EL HABLA, LA LITERATURA Y EL ESPACIO QUE MEDIA ENTRE AMBAS" *

Richard Ohmann
Universidad de Wesleyan

Nuestra vida está “atiborrada” de palabras, y el empacho impulsa, de vez en cuando, la saturación.
Entonces, se menosprecia a las palabras y se pide, en su lugar, acción. Cuando la sensación de urgencia
disminuía la paciencia de Tom Hayden para las manifestaciones y los mítines, hace algún tiempo, era muy
propio de él expresar la impaciencia (en un discurso, en un mitin) diciendo que probablemente ya no volvería
a pronunciar ningún otro discurso. Solemos decir que cuanto más cerca está la hora de las pistolas, más lejos
está la hora de las palabras. Es perfectamente natural trazar esta distinción entre habla y acción puramente
física. Pero hacerlo encubre el hecho de que el habla es también acción, falsea nuestra comprensión de ambas
realidades e induce, de este modo, a confundir el modo en que funciona el mundo.

Un periódico semioficial como el The New York Times se encarga de transformar en historia simples
acontecimientos, seleccionando aquellos que son suficientemente significativos -dignos de publicación- para
ser registrados en este archivo instantáneo. Resulta interesante ver cómo ejerce el Times su tarea de criba,
cuántas de las noticias de primera página, en un día cualquiera, relatan acciones «reales» y cuántas relatan
actos de habla. En el Times del 10 de marzo de 1972 (comprado en el aeropuerto cuando me dirigía a dar una
conferencia sobre este asunto —así funciona la ciencia—), nueve noticias se referían a actos verbales y tres a
otros tipos de acontecimientos. Tal proporción es habitual.

Repárese, en primer lugar, en estos tres: 1) El dólar continuó su caída en el mercado internacional; 2)
Aviones israelíes reanudaron14 sus bombardeos sobre el Líbano, y 3) En una redada contra una casa de juego,

* Título original: «Speech, Literature, and the Space Belween», publicado en New Literary History, IV, 1, 1972, págs.
47-63. Traducción de Fernando Alba y José Antonio Mayoral. Texto traducido y reproducido con autorización del autor
y de The Johns Hopkins University Press. Una versión anterior de este trabajo fue leída en el Wesleyan Center of the
Humanities. Algunas de sus ideas se remontan a The Logic and Rhe- toric of Exposition, escrito en colaboración con
Harold C. Martin y James H. Wheatley.
la policía de Detroit mató a un ayudante del «sheriff» e hirió a otros tres. ¿Por qué estas noticias? La baja del
dólar (acontecimiento, por cierto, al que difícilmente se le puede atribuir un carácter físico) en un día
determinado tiene poca importancia en sí misma, pero es índice de la evolución de la crisis moneteria. De
manera semejante, aunque el bombardeo matara a personas y destruyera hogares, su valor de noticia radica
más en mostrar la temperatura de la guerra que en relatar estos tristes sucesos; una muerte violenta tiene más
carácter de lugar común que de hecho histórico. Sólo el tiroteo de Detroit se aproximaría a la imagen que
muchos tienen de las noticias de inundaciones y huracanes, «desastres naturales», sucesos materiales que
ocurren porque sí. Es más interesante aún que el Times no dedique cincuenta palabras a ninguno de estos
hechos sin vincular la acción no verbal a otra acción verbal. Los especialistas «pronosticaron» que la caída
del dólar era el comienzo de «una nueva crisis de confianza»; el cuartel general del ejército israelí «describe»
el bombardeo como «una respuesta» a los ataques con cohetes de la guerrilla; el Departamento de Policía de
Detroit y la Oficina del «Sheriff» «calificaron el tiroteo de 'trágico error'». Las acciones no verbales
empiezan a tener significado histórico cuando se sitúan bajo uno u otro concepto, cuando son tituladas y, de
este modo, caracterizadas por anónimos pero cualificados portavoces. De manera semejante, según escribo,
las noticias acerca de los bombardeos en Vietnam del Norte no se refieren a las vidas perdidas y a los diques
destruidos, sino a lo que Hanoi y Washington, Jane Fonda y Ramsey Clark dicen que es el significado de di-
chos actos. Y los bombardeos de Vietnam del Sur y Laos, históricamente sin precedentes en cuanto a su
violencia, apenas sí son ya noticia.
Tomo a continuación unas citas de los primeros párrafos de las nueve noticias del 10 de marzo que
relataban acciones verbales, poniendo en cursiva los verbos que especifican la naturaleza de dicha acción.

1. La célebre «autobiografía» de Howard R. Hughes, escrita por Clifford Irving, era desacreditada
oficialmente ayer al tiempo que el autor expatriado... (era) procesado aquí... un Jurado de acusación del
Condado de Nueva York acusaba (a Irving y sus cómplices) de robo en gran escala, conspiración y posesión
de documentos falsificados... alegaciones de un temerario proyecto de vender Me Graw-Hill, Inc., lo que era
descrito como una «falsa autobiografía»...
2. La Comisión de Precios ha anunciado hoy nuevas regulaciones que disponen un aligeramiento del
control de precios sobre las compañías que contraigan pérdidas o tengan escasos beneficios. De acuerdo con
las nuevas regulaciones, las... compañías con ventas de un millón de dólares o más por año pueden subir los
precios... Sin embargo, la comisión ha regulado que el precio de cualquier producto o servicio individuales
no podría elevarse más de un ocho por 100.
3. El Presidente Nixon ha ordenado hoy a todas las compañías aéreas que adopten inmediatamente
nuevas y más estrictas medidas de seguridad para evitar un posible sabotaje contra aviones comerciales
norteamericanos.
4. El Primer Ministro japonés, Eisaku Sato, ha pronosticado hoy que China limitará voluntariamente su
ayuda a los Comunistas vietnamitas como resultado de las conversaciones del Presidente Nixon en Peking.
5. El Príncipe Norodom Sihanouk... ha dicho hoy que el Primer Ministro chino, Chou En Lai, se ha
reunido con líderes nortvietnamitas tras la visita del Presidente Nixon y que les ha asegurado que China los
apoyará enteramente «hasta la victoria total».
6. Se reproducen hoy textualmente palabras de Dita D. Beard, perteneciente a un grupo de presión en
Washington, por haber dicho que el anterior Procurador General, John N. Mitchell, le había dicho que el
Presidente Nixon le ordenó que «resolviera de forma razonable» tres casos de antimonopolio contra (ITT).

7. Fuentes locales autorizadas declaran que, aunque no creen que haya habido nada ilegal en el
acuerdo (entre la ITT y los Republicanos de San Diego), el Comité Nacional Republicano... comidera
prudente suspender el controvertido convenio.

8- La TWA anunció ayer que no se habían producido contactos con los secuestradores desde el
martes por la noche, y que «no se había pagado n i n g ú n rescate». El presidente de la compañía... dijo:
«La TWA cree que ha terminado la amenaza de bomba que causó esta situación».

9. La autenticidad de unas memorias, publicadas... por un hombre que dice ser u n jefe sioux de 101
años de edad, está siendo puesta en duda, seriamente, por algunos de los más importantes expertos del
país sobre indios americanos, y recusada en un pleito que las acusa de plagio.

Estos actos realizados con palabras comparten algunas características que los hace ser dignos de
interés periodístico. En primer lugar, era importante, en cada suceso, la identidad del hablante -
especialmente, sus relaciones sociales e institucionales- Muchos habían acusado de fraude a Clifford
Irving, pero el hecho de que lo hiciera el jurado de acusación t u v o c o n s e c u e n c i a s infinitamente mayores
para la vida de Irving y su implicación en el entramado social. Las «fuentes» secretas del ejemplo
número 7 son «autorizadas»; esto es, sabemos por una convención con la que estamos familiarizados que
alguien que tiene poderes institucionales está detrás de la afirmación. Y repárese en que en el último
punto de los números 1 y 9 se trata de si los actos de habla continuados -el manuscrito de Irving y el
libro de Zorro Rojo- fueron publicados con la debida autorización. Un segundo rasgo de estos actos es
que la mayor parte de ellos implica a una acción posterior de los participantes; están, de un modo u otro,
ligados al futuro. S e impondrá la decisión de la Comisión de Precios, cambiando la actuación fútura de
las compañías. Las líneas aéreas y los burócratas gubernamentales verán definida su conducta por la
orden de Nixon. En tercer lugar, la mayor parte de los actos constituían tomas de posición oficiales o
autorizadas, cambios en nuestra posición social y de nuestros vínculos recíprocos. Me G r a w -Hill y Red
Fox están comprometidos con la justicia. Los potenciales usuarios de la
TWA obtienen promesas oficiales tranquilizadoras. Y Nixon se ve expuesto indirectamente a una velada
acusación por parte de Dita Beard. Dado que una orden de este tipo proveniente del Presidente de los Estados
Unidos constituiría un importante abuso de poder, el Times se permite informar de la evidencia
difuminándola con tres capas de actos verbales a partir del acto verbal supuestamente crítico: alguien
reprodujo literalmente las palabras de Dita Beard en las que se decía que Mitchell le había dicho que Nixon
le ordenó... Si se prescindiera de su impacto institucional, difícilmente merecerían ser publicadas por el Times
tales habladurías.

Para ver por qué los actos verbales de los que se informa el 10 de marzo comparten estas características,
repárese en los verbos que designan dichos actos, verbos como acusaba, era descrito, ha pronosticado, ha
ordenado, ha asegurado, anunció. Todas estas son formas típicas de los que J. L. Austin llamó «actos
ilocutivos»: actos realizados al hablar15. No el acto de emitir una u otra oración (lo que Austin llamó acto
locutivo), ni un acto como asustar, agradar o convencer, el cual se realiza mediante la enunciación de una ora-
ción y que Austin llamó acto perlocutivo, sino el acto realizado al emitir la oración, siempre y cuando se
cumplan determinadas condiciones. Por ejemplo:

Acto locutivo: pronunciar la siguiente oración inglesa: «I order you to make a reasonable settlement» (Le
ordenó llegar a un acuerdo razonable).

Acto ilocutivo: ordenar al oyente que llegue a un acuerdo razonable.

Acto perlocutivo: Conseguir que el oyente llegue a un acuerdo razonable, agradar a la ITT, etc.

Ahora bien, ¿por qué los actos ilocutivos son precisamente los que constituyen las noticias, los que «van
empujando a la historia en su curso»? La respuesta está íntimamente unida al tipo de condiciones —reglas
sería más apropiado— que deben cumplirse para realizar completa y satisfactoriamente un acto ilocutivo al
emitir una oración

dada. Los puntos fundamentales, para nuestro propósito, son los siguientes:
1. Las circunstancias deben ser apropiadas.
2. Las personas deben ser las adecuadas.
3. El hablante debe tener los sentimientos, pensamientos e intenciones apropiados a su acto.
4. Ambas partes deben comportarse a continuación de forma apropiada.

Las reglas de los actos ilocutivos determinan si la realización de un acto dado está bien ejecutada,
del mismo modo que las reglas gramaticales determinan si el producto de un acto locutivo —una
oración— está bien formado. Producir un acto ilocutivo es actuar de acuerdo con unas convenciones y
de acuerdo con unas reglas socialmente establecidas e interpretadas. Pero mientras las reglas
gramaticales tienen que ver con las relaciones entre sonido, sintaxis y significado, las reglas de los
actos ilocutivos se refieren a las relaciones entre las personas. Dependen, por ejemplo, del status
relativo de las personas (orden frente a solicitud), de sus relaciones institucionales (disponer, ex-
pulsar), de sus funciones sociales (contraer matrimonio), de actos realizados previamente (aceptar), de
la experiencia relativa (aconsejar, contar), del grado de compromiso contraído (promesa frente a
predicción), de los intereses de los participantes (promesa frente a amenaza), de los estados psíquicos

1 J. L. Austin, How to do Tinngs with Words. Cambridge, Mass., 1962 (trad. Esp. Palabras y acciones.
Buenos Aires, Paidós, 1971).
de los participantes .(afirmar frente a preguntar), de sus inclinaciones futuras respectivas (apostar), de
juicios éticos (alabar, criticar), de la conducta pasada de unas personas con respecto a otras
(disculparse, agradecer) y de muchas otras cosas por el estilo 16. John Searle distingue entre «hechos
brutos» (por ejemplo, una piedra en la tierra) y «actos institucionalizados» (por ejemplo, María y Jorge
están casados), y dice con razón que los actos ilocutivos tienen mucho que ver con hechos
institucionales .17

Participar en el discurso es poner en marcha nuestra entera conciencia de las instrucciones, vínculos
sociales, obligaciones, responsabilidades, modales, rituales y ceremonias.

Además, todos los actos ilocutivos tienen un carácter contractual. Este es explícito en actos como
alquilar o expulsar, pero es cierto en un sentido menos legal en actos tales como aceptar, prometer y
declararse, e incluso, vagamente, en actos como afirmar: cuando te digo que tu neumático está desinflado, tú
tienes . derecho a inferir que yo así lo creo, y yo tengo al menos una vaga obligación de decírtelo si me doy
cuenta de que estaba equivocado, siempre que mi error te afecte en algo. Como dijo Austin, los actos
ilocutivos son la prueba más clara de que nuestra palabra es nuestro vínculo. Gran parte de la naturaleza
ética de la vida humana está incrustada en y mantenida por actos ilocutivos.

Y, para volver al punto de partida, los actos ilocutivos tienen también el poder de cambiar una amistad o
una sociedad, de alterar la estructura institucional de la que emanan. La primera página del Times es
suficientemente ilustrativa. Pero recordemos también que el «tejido» de las vidas ignoradas por el Times está
modelado con actos ilocutivos como invitar, estar de acuerdo, rechazar, proponer, denegar, acusar,
adherirse, disculpar, comprar, preguntar, dar.

II

Hasta aquí me he estado refiriendo al acto de habla en lo que yo llamaría el modelo directo. Hay
también un modo indirecto de la actividad verbal en, por lo que parece, todas las culturas humanas. Somos
homo ludens en nuestro uso de las palabras; bromeamos, nos servimos de la ironía, contamos ficciones.
Llamaré literario a este modo de la actividad verbal, por razones que espero mostrar a continuación.

Austin observó que los filósofos del lenguaje «se escabullían» continuamente hacia uno u otro lado de
los actos ilocutivos, quedándose ya en los actos locutivos, como en el caso de los lógicos, ya en los actos
perlocutivos, como en el caso de los estudiosos de la ética. Tal «escabullimiento» iba en detrimento del
tema en cuestión; en particular, fomentó en este siglo la obsesión con lo verdadero y lo falso como
categorías que, junto con la de sinsentido, deberían abarcar claramente todos los enunciados. La obra de
Austin ayudó a mostrar la pobreza de esta manera de ver el lenguaje.

La propia lingüística ha sufrido un empobrecimiento del mismo tipo, al centrarse casi exclusivamente en
las reglas de buena formación de las oraciones, y al pasar por alto las reglas que rigen los actos realizados al
emitir las oraciones. Entretanto, el estudio de la retórica, al otro lado del océano, se había ocupado
anteriormente de estudiar los actos perlocutivos, de cómo las personas están influidas por las palabras. Así lo

2
Para una discusión al respecto, véase CHARLES J. FILLMORE, «Verbes de jugement: éssai de description sémantique» y
ZENO VENDLER, «Les per- formatifs en perspective», en L a n g a g e s , 17, 1970, págs. 56-72 y 73-90.
3 Véase Speach Acts. Cambridge, Mass., 1969 (trad. Esp. Actos de habla. Madrid: Cátedra, 1980).
hace notar Chomsky en un reciente artículo 18, y tanto él como Fillmore y otros lingüistas generativistas
están, a lo que parece, tratando de extender el dominio de la lingüística a los actos ilocutivos.

La situación no es muy diferente en teoría de la literatura. No pocos teóricos, con Jakobson a la cabeza,
han visto la literatura como un discurso que difiere principalmente de otros discursos por el alto grado de
estructuración que lo caracteriza. Esto equivale a fijar la atención en los actos locutivos de la literatura y,
aceptando la metáfora espacial que parece llevar aparejada todo análisis locutivo, pensar en la literatura como
algo que sólo se compone de estructuras verbales. Otra manera de pensar es la de Richards, quien sostuvo
que la literatura era especial por los efectos peculiares que tenía sobre las personas: una teoría perlocutiva de
la literatura. Ambas perspectivas son útiles, pero limitadas, a las que habría que añadir la perspectiva
ilocutiva. Que esto no se haya producido es tanto más sorprendente cuanto que la práctica crítica ha sido a
veces realmente consciente de los actos ilocutivos. Ejemplo de ello lo constituyen el último estudio de
Mimesis de Auerbach y la Retórica de la ficción de Booth.

Austin dio algunas pistas al distinguir usos serios del lenguaje, con fuerza ilocutiva intacta, de usos
especiales, como en el caso de los poemas. Un acto ilocutivo en un poema está «vacío de una manera
particular», aunque comprensible, porque el uso del lenguaje en estas circunstancias es «parásito» en
relación con su uso normal (pág. 22). Sin dejar de reconocer lo poco afortunada del término, podemos seguir
con provecho esta sugerencia.

Como dice Austin, la oración imperativa «Go and catch a falling star» (Vete a cazar una estrella
fugaz"""), tanto si es escrita por Donne como si es recitada por una persona, no conlleva una orden: la
fuerza ilocutiva normal está suspendida. Lo mismo ocurre con la orden aparente «Cali me Ishmael»
(Llámame Ismael) o con la afirmación aparente en «That is no country for oíd men» (Ése no es un país para
viejos), o «In a sense, I am Jacob Homer» (En cierto modo, yo soy Jacob Horner), o «Buffalo Bill's defunct»
(Búfalo Bill está muerto), o «Whose woods these are I think I know» (Creo que sé de quién son estos
bosques), o la pregunta en «Oh what is that sound which so thrills the ear» (Oh, cuál es ese sonido que así
estremece el oído), o, si a eso vamos, «There was this traveling salesman» (Era este vendedor ambulante), o
«Once upon a time...» (Érase una vez...). Todos estos enunciados son incapaces de realizar los actos que rea-
lizarían en condiciones normales, y por una razón muy sencilla: no se pueden aplicar las reglas que se han
enumerado anteriormente, o, si fuéramos a aplicarlas en la manera acostumbrada, tergiversaríamos
completamente los enunciados en cuestión.

Tomemos «That is no country for oíd men» (Ése no es un país para viejos), y tratemos de determinar si
la afirmación se lleva a cabo de modo apropiado; no si es verdadera, tengámoslo en cuenta, sino si lo que
dice es adecuado. ¿Fueron apropiadas las circunstancias para hacer tal afirmación? Por ejemplo, ¿tenía
razón Yeats al pensar que su oyente o lector desconocían su significado? Y ¿era Yeats la per

4 «Deep Structure, Surface Structure, and Semantic Interpretation», en D. D. Steinberg y L. A. Jakobovits (Eds.), S e m a n t i c s ,
Cambridge Uní- versity Press, 1971, págs. 183-216. (Trad. esp. «Estructura profunda, estructura superficial e interpretación semántica»,
en V. SÁNCHEZ DE ZAVA- LA (Comp.), S e m á n t i c a y s i n t a x i s e n l a l i n g ü í s t i c a t r a n s f o r m a t o r i a I . Madrid,
Alianza, 1974, págs. 276-333).
* Véase nota de la pág. 65.
sona apropiada para hacer la afirmación? Si «ese país» es Irlanda, ¿lo abandonó realmente Yeats? ¿Tuvo las
creencias apropiadas? ¿Se comportó después de acuerdo con esas creencias? Examinar estas preguntas es
ver que es erróneo hacerlas. Si en el acto de escribir Yeats la oración hubiera satisfecho esas condiciones, no
habría estado escribiendo un poema, sino tal vez una narración autobiográfica. Por otra parte, la casi
completa seguridad de que el poema no satisface las condiciones del acto ilocutivo, en modo alguno impide
su buen funcionamiento como poema.

Escribir (o recitar) una obra literaria es evidentemente una actuación ilocutiva de un tipo especial,
lógicamente diferente de los actos que parecen constituirla. El contrato entre el poeta y el lector u oyente
no pone al poeta detrás de las diferentes manifestaciones, réplicas, lamentos, promesas, etc., a los que
parece dar voz. Su palabra no es su vínculo, al menos no de este modo. Tal vez la única condición seria de
buena fe que se mantiene entre las obras literarias y sus lectores es que el autor no haga pasar por real lo
que es ficción. Pero éste es un asunto complejo, como testimonian todas las novelas que fingen
artificiosamente decir la pura verdad, sin que por esto se pretenda «realmente» engañar al lector.

El punto principal aquí es que si atendemos a los actos ilocutivos, podemos identificar una ruptura
cognitiva perfectamente clara entre literatura —poemas, obras de teatro, novelas, chistes, cuentos de
hadas, fantasías, etc.— y discursos que no son literatura. Las obras literarias son discursos en los que
están suspendidas las reglas ilocutivas usuales. Si se prefiere, son actos sin las consecuencias normales,
formas de decir liberadas del peso usual de los vínculos y responsabilidades sociales. Hasta los niños
pequeños aprenden rápidamente esta distinción, no que puedan decir siempre cuándo se encuentran con
una ficción, pero saben preguntar y saben responder una vez que están seguros. Es como si el «Érase una
vez...» fuera una presencia Fantasmal al principio de todas las obras literarias, para inli<ar el contrato que
existe entre el escritor y el lector.

Pero sería un gran error, claro está, suponer que los actos ilocutivos no cumplen función alguna en la
literatura. I >« < ir, como hizo Austin, que los poemas son actos de ha
bla «parásitos» respecto de los actos de habla normales está muy lejos de decir cómo funcionan. Y el
cómo es importante. Si cuando un poeta propone una oración declarativa, no la está afirmando realmente,
¿qué está haciendo entonces? Está haciendo algo como poner palabras en boca de otra persona, fingiendo
ser alguna otra persona. Pero ninguna de estas definiciones cuadra totalmente, porque la otra persona —
el personaje, el hablante o el narrador- no existe en realidad, y el fingimiento no está ideado para
engañar. Más exactamente, el escritor emite actos de habla imitativos, como si estuvieran siendo
realizados por alguien. Esto es más evidente en una obra de teatro, o en un poema dramático como el de
Auden «Oh what is that sound which so thrills the ear» (Oh, cuál es ese sonido que así estremece el
oído). Aquí hay una respuesta para cada pregunta y, obviamente, Auden ha creado dos personajes al
darles actos de habla que han de realizarse alternativamente. Permítaseme insistir en la formulación: ni el
poeta Auden ni un autor dramático crean personajes y luego les dan versos; más bien, la asignación de los
actos de habla es el medio de creación de los personajes. Lo m i s m o ocurre, aunque menos claramente, en
un poema lírico como «Sailing to Byzantium» (Navengando a Bizancio), donde Yeats emite una serie de
pretendidos actos de habla, realizados todos, evidentemente, por un personaje, y crea de este modo al
hombre que ha navegado de un país a otro. En las novelas con narrador omnisciente este proceso tiene
menos carácter dramático, aunque hace mucho tiempo que sabemos que incluso en tales ficciones la
acción de contar el relato es asimismo parte del relato. Es posible que el narrador no llegue a ser un
personaje d e s t a c a d o , pero es, no obstante, completamente distinto del autor; la distancia lógica que
media entre ellos se abre tan pronto aplicarnos las condiciones normales de los actos ilocutivos.

Hasta ahora, he estado considerando este asunto desde el punto de vista del autor. La importancia de los
actos ilocutivos es aún mayor para el lector/oyente, el cual no tiene, en condiciones normales, nada
realmente que le pueda servir de orientación salvo los pretendidos actos locutivos e ilocutivos de uno o de
más personajes. Partiendo de estos actos, el lector puede sacar inferencias de muchos tipos: quién es el
hablante, qué papeles desempeña, en qué tipo de sociedad vive, si es digno de confianza, qué tipo de re-
lación intenta establecer entre él mismo y su oyente o lector, en qué acciones no verbales se encuentra
supuestamente implicado, y así sucesivamente. El lector hace estos juicios, en gran medida, haciendo
actuar su conocimiento tácito sobre las condiciones de realización de los actos ilocutivos. Si una novela
comienza «In a sense, I am Jacob Horneo (En cierto sentido, yo soy Jacob Horner) (Braht, The End of the
Road), el lector se ve obligado a conjeturar acerca de las circunstancias que harían apropiada una afirma-
ción como la anterior, acerca de qué persona podría identificarse correctamente de esa manera, con ese
singular modificador «en cierto modo» y, sobre todo, acerca de qué creencias y sentimientos legitimarían
su afirmación. Al proseguir su lectura, será capaz de determinar si el propio Jacob Horner se comporta en
adelante de manera apropiada (esto es, si su narración es consecuente), si se puede confiar en él y si el
relato que narra debe tomarse en su valor aparente. Dicho brevemente, el lector construye a partir de las
convenciones consabidas de los actos ilocutivos, juicios acerca de qué actos se están realizando en el
interior del mundo de la novela y, en qué medida, de manera apropiada y, a partir de ahí, para llegar a una
construcción imaginativa del mundo de la propia novela, tanto verbal como no verbal.

Puede parecer extraño sostener que los actos ilocutivos desempeñan una función en nuestra
construcción de un mundo ficcional en una novela que comienza «On an evening in the latter part of May a
middle-aged man was wal- king homeward from Shaston to the village of Marlott, in the adjoining Vale of
Blakmore or Blackmoor» (En una tarde de finales de mayo, un hombre de mediana edad iba caminando de
regreso de Shaston a la aldea de Marlott, en el valle colindante de Blakmore o Blackmoore). Da la
impresión de que los «hechos» acerca de este lugar y de este hombre han sido reproducidos directamente.
Pero, naturalmente, el mismo supuesto de que deben tomarse como hechos, y ser recordados como parte del
mundo ficcional, es un supuesto de fuerza ilocutiva. El lector empieza a construir un mundo en torno a
Shaston, Marlott y el Valle de Blakmore sólo si juzga que la afirmación debe considerarse apropiada, y que
el hablante tiene realmente las creencias correctas asociadas a dicha afirmación, incluyendo la creencia de
que estos lugares existen.
Podríamos decir que la construcción de un mundo ficcional para ir asociado a una novela, una obra de
teatro, un poema u otra forma ficcional es un intercambio entre escritor y lector a través del medio de los
actos ilocutivos. De hecho, la imitación de la realidad que tiene lugar en la literatura sólo puede darse de
esta manera. Fue una desdicha para la teoría de la literatura que Aristóteles fijara el término mimesis con
referencia a la representación de la tragedia, ya que la representación dramática es un tipo especial de
imitación, y centrarse en ella es pasar por alto las semejanzas más profundas que en la mimesis conectan to-
dos los géneros y sus formas escritas y habladas 19.

III

La mimesis literaria invierte la dirección usual de inferencia del lector. Cuando participamos en el habla
cotidiana, nos servimos de nuestro conocimiento sobre el hablante y sobre las circunstancias para valorar la
adecuación de los actos de habla. Cuando participamos en la mimesis, damos por supuesta la adecuación de
los actos hipotéticos, e inferimos un mundo a partir de las circunstancias requeridas para esta adecuación.
Una vez aclarado esto, cobran validez algunas generalizaciones sobre el discurso literario. Me Luhan dice
que el habla es un medio «frío» de baja definición, porque es bastante poco lo dado y mucho, en cambio, lo
que debe ser completado por parte del oyente 20. Como de costumbre, es difícil decir qué comparación tiene
en mente Me Luhan al hacer un juicio de este tipo y en qué sentido podrían ser medio de comunicación
tanto el habla como, digamos, el teléfono. Pero si el habla cotidiana es un medio, la literatura es,
naturalmente, otro medio exactamente en el mismo sentido, y es interesante la comparación. La literatura es,
por supuesto, un medio mucho más frío que el habla, porque es mucho menos aún lo dado directamente. Un
hecho destacado es que no está presente el propio hablante; incluso en una recitación directa o lectura
pública es sólo el poeta o el actor el que es visible, no el personaje supuestamente responsable de los actos
de habla. En ausencia del hablante, el lector no cuenta con el gesto, la entonación, la expresión facial, el
espacio físico, las acciones físicas que realiza el hablante y muchos otros tipos de información que en el
habla normal ayudan al oyente a saber cómo debe tomar las palabras que escucha. El lector debe aportar,
por sí mismo, todos estos datos, junto con otros datos acerca de la situación social, el período histórico, la
geografía, etc. Como se ha dicho anteriormente, en esto consiste la mimesis. Esta es una de las razones por
las que es más difícil leer adecuadamente la literatura que las noticias de los periódicos.

Me Luhan diría probablemente que la literatura implica «un alto grado de participación». Y, en verdad, la
actividad del lector, que he tratado de describir hasta aquí, es un tipo de participación que exige mucho de su
parte. Pero ni el concepto de participación es tan sencillo, ni su medida tan lineal como con frecuencia
supone Me Luhan. Porque la literatura reduce intensamente otro tipo de participación, si se la compara con el
habla. Estar implicado en un acto de habla equivale a ser criticado, invitado, amenazado, alabado, recibir una
orden, un ofrecimiento, una promesa, y otra infinidad de cosas por el estilo. El oyente participa en el acto
ilocutivo en todas las formas morales y sociales de las que se ha hablado anteriormente. A través de los actos
ilocutivos se establecen y se alteran sus relaciones con la familia, con los amigos, con los conciudadanos, con
el patrón, con el enemigo. Para él, las palabras tienen consecuencias. La literatura le quita al lector esas
cargas y esas satisfacciones. Al leer, entra en una participación diferente, cuyas consecuencias están
suspendidas. No se encuentra implicado ni contractual ni moralmente, ni en modo alguno vinculado al acto
en el que participa. Su participación es cognitiva e imaginativa únicamente, un acto de la mente y del
corazón. Por esta razón, los enemigos de la literatura la califican de escapista. Y lo es. Cualquier defensa de
la creación literaria tiene que responder de esta acusación de una manera u otra, ya que la literatura nos
exime de la participación, en el sentido básico que ha quedado destacado aquí. Mi propia defensa, sobre la
que no me voy a extender ahora, reconocería que leer literatura es una forma de juego, y destacaría el hecho

5
Este tratamiento de la mimesis literaria recapitula en parte lo expuesto en mi «Speech Acts and the Definition of Literature», en
P h i l o - s o p h y a n d R h e t o r i c , 4, 1971, págs. 1-19 (Trad. esp. «Los actos de habla y la definición de literatura», en el presente
volumen, págs. 11-34).
6
U n d e r s t a n d i n g M e d i a . Nueva York, Signet Books, 1964, pág. 36. Las referencias a las páginas que aparecen en el texto
remiten a esta edición.
de que los mundos de ficción que construimos en ese juego constituyen un juicio sobre nuestro propio mundo
real. La literatura mantiene la función de la crítica, como dijo Matthew Arnold, y activa nuestro sentido de la
posibilidad, de las alternativas —algunas de ellas mejores— al modo en que se hacen aquí las cosas.
Además, la literatura es, en buena medida, desinteresada. Las mejores obras, de todos modos, proponen sus
comentarios acerca de nuestro mundo como un todo, en vez de proporcionar moralejas o especiales
apologías.

Permítaseme mencionar un aspecto de la literatura cuya pertinencia surgirá en seguida. Aunque el


escritor esté, en alguna medida, oculto y, por tanto, sólo nos encontremos con su intermediario y no
mantengamos relación con el propio autor, a través de nuestra participación común en el acto de la mimesis
tenemos acceso a algo parecido al mundo que él quiso crear y, de ese modo, nos acercamos a sus deseos y
temores. Aunque oculto, nos hace llegar a sus mundos imaginarios y a esa parte importante de sí mismo.

IV

He estado hablando de la literatura y del habla normal de un modo idealizado, imaginando que los
contextos de los actos no presentan complicaciones, e ignorando los efectos de los medios de comunicación.
Espero que lo que he dicho sea verdad, pero lo dicho no constituye una explicación completa de la literatura
y de los actos verbales: las distinciones que acabo de trazar habrían agotado el campo más en una sociedad
preliteraria que en la nuestra. Ahora es el momento de acercarse más estrechamente al entorno de habla en el
que vivimos realmente la mayoría de nosotros, en un país como los Estados Unidos.

Incluso con la llegada de la prensa se hicieron borrosas las relaciones que he bosquejado. El escritor que
relata acontecimientos reales en un periódico —lo que claramente no constituye una obra literaria— no sabe
en concreto cuál es su público, y tampoco sabe si cada una de las personas de ese público es un interlocutor
adecuado en el acto de información. Además, no puede dar a su público garantías de credibilidad en los
modos normales, como tampoco puede defender personalmente sus palabras. Y será muy difícil de relacionar
su posterior conducta con el acto de afirmación primero. Añádase a esto su frecuente anonimato, y resultará
evidente qué frágil se ha vuelto el vínculo entre el escritor y sus lectores. En estas circunstancias, el lenguaje
sufre lo que Austin llamó una «decoloración» (etiolation), una disminución de su fuerza y presuposiciones
ordinarias. Y no es que una noticia periodística sea un cruce entre la literatura y el habla común: es todavía
discurso no literario, ya que se aplican todas las reglas usuales de la acción ilocutiva. Sencillamente, son de
más difícil aplicación en detalle, y la necesidad de conjeturar produce en el lector una experiencia
ligeramente ficcionalizada 21.

Lo mismo es verdad de otra experiencia típica, aunque muy diferente, relacionada con los medios de
comunicación: ver a un personaje público en la televisión. Tomemos un mensaje ordinario sobre el Estado de
la Nación. Al comunicarlo, el Presidente se dirige a millones de personas que le son desconocidas. Y aunque
esas personas lo «conocen» y están muy cerca de su imagen televisiva, la relación es completamente
unilateral: no tienen manera de responder, de completar el contrato, carecen de cualquier oportunidad de
verificar sus desafíos y sus peticiones. Su participación es altamente cognitiva, pero escasamente social.

La experiencia no es como la de leer una obra literaria, pero se aparta del habla corriente en esa dirección.

7
Hay, claro está, muchos actos ilocutivos que un informador periodístico no podría realizar con su lector: dar la bienvenida, nombrar para
un puesto. Pero la incapacidad para realizar todos los actos de habla es una limitación que tienen todos los hablantes y todos los
escritores, no una dificultad especial de la escritura.
La situación de habla es todavía más complicada en esos momentos por el hecho de que el Presidente
tiene una audiencia activa de senadores y de miembros del Congreso y es en teoría a ellos a los que se dirigen
sus actos ilocutivos. Sin embargo, en otro sentido, ellos no son la audiencia que constituya el blanco al que
apunte el Presidente. El Presidente habla a través de o en torno a ellos al resto de nosotros. Nuestra relación
con su acto de habla es la de escuchar casualmente, actuando como una audiencia en la sombra. La relación
social existente entre él y nosotros se ha atenuado, se ha debilitado, a pesar de que nuestras vidas puedan
verse muy seriamente afectadas por lo que el Presidente dice.

Pero la desorientación que los medios de comunicación de masas han causado con tales complicaciones
no es nada comparada con lo que les ocurre a los actos de habla en manos de la publicidad. Incluso un
anuncio de venta directa, que presenta ^ün hablante dirigiéndose explícitamente a «usted» desde allí poco
tiene que ver con un acto de habla estándar. El hombre de la televisión dice: «Ahora es posible aliviar su
tensión sin usar drogas ni pildoras», y, mirándome a los ojos, se pone a explicar que puedo mantenerme al día
con tales novedades tonificantes suscribiéndome al Reader's Digest. Pero, claro está, todas las dificultades que
obstruyen los actos ilocutivos emitidos a través de los medios de comunicación afectan su explicación y su
consejo, y algunos otros por añadidura. Por la siguiente razón, porque al hablar de «su» tensión, hace una
presuposición que puede invalidar el acto para muchos televidentes. Hay algo extraño en suponer que se sabe
a qué tipo de persona se está dirigiendo cuando de hecho su público es invisible y sin duda multiforme. Pero
el problema más grave de credibilidad surge cuando nos preguntamos si el hablante cree en lo que dice, y si
quiere que nosotros lo sepamos. Pues él está articulando simplemente oraciones, con una manera de
pronunciar plausible, y no necesita en realidad respaldarlas en absoluto. ¿Es este anuncio, entonces, una obra
literaria como «Navegando a Bizancio»? No, porque todavía se mantiene alguna medida de responsabilidad.
Si el anuncio tergiversa la realidad —esto es, si no es posible aliviar la tensión sin pildoras o drogas, o si el
Reader's Digest no contiene tal artículo— el anunciante es culpable y se le pueden pedir responsabilidades
judicialmente por ello. La afirmación de Plymouth: «We'll throw in the automatic transmission free» (Y le
damos gratis además la transmisión automática) es una promesa vinculante. A los poetas no se les puede
hacer responsables de falsedades o de promesas incumplidas 22.

Las dificultades aumentan cuando el método no es la venta directa, sino un escenario con un narrador:
Danny Thomas con una fila de mujeres detrás de él, las cuales —dice él— acaban de comparar el café
instantáneo Maxwell House con la primera marca de liofilizados; o un narrador invisible que dice: «Están
ustedes a punto de ver a un hombre abrir una lata de comida para perros sólo con las manos»; o los anuncios
Contact, cuyo narrador describe los rigores de la vida en Alaska mientras son presentados ante nuestros ojos
por pescadores o por un guía ártico y su familia. Los anuncios de este estilo admiten con más facilidad la
ficción. No exigimos que la escena visible sea documental (a menos, claro está, que el narrador diga que lo
es), y, por tanto, no es necesario que sean ciertas las afirmaciones del narrador sobre la escena. Pero algo de
lo que dice debe resistir la prueba de la realidad: por ejemplo, la pretensión de Danny Thomas de que el 45
por 100 de la gente que comparó los dos cafés prefirió Maxwell House Instantáneo. Esto debe ser verdad, aun
cuando las mujeres que vemos no estén realizando efectivamente la prueba. El papel ilocutivo del televidente
en tales anuncios es verdaderamente sorprendente.

O tomemos la pura situación dramática. «Badgerman» desciende de lo alto y dice: «¡Eh!, ¿qué le ha
pasado a mi «Badgermobile»? Su interlocutor explica que ha sido sustituido por un Toyota Corolla, que es,
de hecho, superior al «Badgermobile». Ningún televidente pensaría que está escuchando, indiscretamente,
una conversación real. La situación mimética es la de una obra literaria. Sin embargo, queda algún vestigio de
las reglas normales del habla, ya que las afirmaciones hechas sobre el Toyota Corolla se someterán a examen
por posible falsificación, aunque hayan sido pronunciadas por el personaje de una clara ficción. Para rizar el
rizo, algunas de las situaciones dramáticas presentan a personajes muy conocidos representándose a sí
mismos. El carrito de la compra de una jovencita, que echa a rodar, es rescatado por un hombre en el
aparcamiento. Ella le dice: «Dígame, ¿no es usted George Kirby?» El lo admite, y a continuación larga un

8
Por el contrario, se les puede reprochar por informar de una verdad insuficientemente disimulada, como en una acusación de libelo.
breve encomio del jabón líquido Ivory. El encuentro es totalmente ficcional, pero, ¿quiere ello decir que
George Kirby no tiene responsabilidad alguna sobre las cosas que dice acerca de Ivory? ¿Cuál es su vínculo
con el observador? En este momento y en algún lugar, el arte de la televisión y el hombre se encuentra con el
de Borges, Barthelme y Beckett que vienen de la dirección opuesta.

Hay otros muchos géneros dentro sólo de la televisión, y los otros medios de comunicación tienen sus
modos peculiares de transferid actos de habla. Pero lo dicho nos permite suficientemente formular algunas
hipótesis sobre el entorno de los actos de habla en los que ahora vivimos.

Durante toda la historia de la humanidad hasta hace unos pocos siglos, los actos de habla eran
encuentros cara a cara, principalmente entre personas que se conocían mutuamente y cuyas posiciones
relativas estaban claras. Cuando el hermano habla con la hermana, el padre con el hijo, el súbdito con el
legislador, el aprendiz con el maestro, el juez con el prisionero, los contratos y derechos de sus actos
ilocutivos tienen valor dentro de una comunidad ya establecida. Es muy probable que tales comunidades
sean estables y que sus estructuras resulten evidentes para todos. Las relaciones dentro de ellas son
concretas. Los encuentros verbales poseen un alto contenido social y ético.

La vida entre los medios de comunicación es diferente en varios sentidos. Por una razón, que espero
haber mostrado con mis ejemplos: las relaciones sociales sufren una profunda dilatación cuando los actos
ilocutivos son explotados por los canales de comunicación. A través de la radio, de la televisión, de la
prensa y de los demás medios de comunicación, nos encontramos constantemente dentro de un discurso
unilateral con personas cuyos vínculos sociales con nosotros son oscuros. Hay una pérdida de claridad so-
cial, e incluso de la propia relación. Esta observación choca directamente contra uno de los puntos
fundamentales de Me Luhan. Como de costumbre, pienso que su punto de vista es agudo, aunque limitado.
Muchas veces, sostiene Me Luhan que la era de la electricidad creará una ciudad universal, una «conciencia
única» (pág. 67). Los medios de comunicación eléctricos, dice, vierten sobre nosotros «las preocupaciones
de todos los demás hombres» (pág. 156), de manera que «nosotros sentimos en la propia piel a toda la
humanidad» (pág. 56). Pero ver el dolor de un vietnamita o la desolación de una aldea del Este de Pakistán
no es lo mismo que estar socialmente vinculado a esas otras personas y a sus preocupaciones; por el
contrario, se encubre mucho en los medios de comunicación nuestra relación con ellas 23. Y en la actualidad
está operando con gran fuerza una tendencia opuesta a la descrita por Me Luhan. En tanto que se tenga
puesta la televisión, se renuncia a los vínculos que nos ligan a las personas que conocemos, y se entra, a
cambio, en una comunidad sombría de personas cuyas palabras se nos aproximan y actúan sobre nosotros de
forma enigmática. Las semejanzas de esta comunidad con una ciudad son muchas menos que sus
diferencias.

El deterioro de la comunidad va íntimamente vinculado con una disminución de la autenticidad. Los


actos ilocutivos, basados en el principio de «mi palabra es mi vínculo», son el soporte de gran parte del
contenido ético de la vida social. Cuando se ve atenuada la realización de dichos actos, cuando los
participantes que toman parte en ellos están separados por diferencias materiales y sociales infranqueables,
cuando está diluida o incluso totalmente encubierta la responsabilidad de la sinceridad y su comprobación,
entonces está casi perdida por completo la fuerza ética del habla. Para el locutor de televisión, la autenticidad
se reduce a tener un aspecto honrado y un acento no fingido. No sé hasta dónde tendrá que llegar este
proceso para convertirse en verdaderamente peligroso, pero, evidentemente, si no se cumplieran nunca las
reglas, dejarían de ser reglas. Los hablantes pueden quebrantar las reglas gramaticales muchas veces sin
cambiar por ello la gramática, pero si nadie siguiera una regla determinada, terminaría por desaparecer de la

9
Las razones fundamentales para sacar a las tropas estadouniden- sc.s <lc Vietnam fueron las de salvar vidas de estadounidenses, rebajar
Lis pérdidas de una guerra que no se podía ganar, reconducir nuestras prioridades, ganar la guerra de la pobreza, etc. Sólo entre los
activistas i.nlii .iles y pacifistas el sufrimiento de los vietnamietas figuró como la I,I/ÓN MUS importante; y parece que tales oponentes a
la guerra no to- iii.iimi su oposición, por lo general, de la televisión.
lengua. Tal vez exista en las personas tal deseo de autenticidad que si se pierde en un área de la experiencia
se compensará por otra. Esperemos que sea así.

Una tercera consecuencia de estas grandes oscilaciones en la base del habla es que cuanto menos tiempo
concedemos a la acción, menos tiempo concedemos a la participación activa en los intercambios de la
palabra. Como la literatura es habla sin consecuencias (en el sentido que he definido anteriormente), el
movimiento hacia la literatura del habla canalizada a través de la televisión disminuye nuestro compromiso
con ella. Actúan sobre nosotros; podemos burlamos de ellos, apagar la televisión, pero no podemos actuar
sobre ellos. Se alza la barrera entre el hacer y ser obligado a hacer, así como entre la ilocución y la
perlocución. Me Luhan dice que la implosión eléctrica de la cultura nos está haciendo comprender nuestra
«total interdependencia con el resto de la sociedad humana» (pág. 59). Es posible, pero esta interdependencia
tiene, hasta cierto punto inquietante, el sabor del mutuo desamparo. Marcuse se acerca más a la verdad,
pienso yo, cuando escribe sobre el carácter intimidatorio e hipnótico del lenguaje en los medios de
comunicación. Si mi análisis es correcto, apoya el suyo y ayuda a explicarlo. El efecto represivo del lenguaje
público se refuerza por la excesiva distancia de las personas que nos hablan, por nuestra consiguiente pérdida
del poder para actuar, y la convicción concomitante de que «alguien se está ocupando de todo». ¿A quién
pertenece la «conciencia única» de la que Me Luhan dice que todos formamos parte? La extraordinaria fe del
hombre de la calle en los administradores de nuestra sociedad tiene algo que ver con la aceptación de su
necesidad; y esta actitud encuentra un perfecto paralelo en el conjunto de valores sobre el despr go, el
desinterés, por parte de los liberales e intelectuales. Pero tal vez sean éstas características generales de la
cultura burguesa, no vinculadas causalmente a la disminución de nuestro poder de actuación.

Por último, y del modo más impreciso, los actos en los medios de comunicación, al haberse apropiado
algunas de las características de la literatura, nos han ayudado a ficcionalizar la realidad en que la gente vive.
Estamos tan relacionados con gran parte de lo que oímos y leemos como con un poema o un relato. No es
sorprendente que algunas personas confundan los dos órdenes de cosas —se vean a sí mismos como más
íntimamente relacionados con un «disc jockey» o un político, por ejemplo, que con gente a la que pueden ver
y con la que pueden hablar—. Y, por el contrarío, recuérdese que un número significativo de es-
tadounidenses, tras convertirse en un espectáculo televisivo el primer alunizaje, no se creyeron que aquellos
sucesos fueran reales. Además, en tanto que la literatura compensa por sí misma al lector por la pérdida de
participación activa al concederle una crítica de la vida y una visión alternativa de la realidad, la publicidad
trata de atraparlo en una realidad disminuida donde todos los problemas se resuelven por sí mismos con una
compra oportuna.

Postscriptum: Para personas inteligentes, como Me Luhan, los medios de


comunicación ofrecen un espléndido campo de recreo intelectual. No es del
todo evidente que representen una diversión tal para la mayoría de la socie-
dad tecnológica. Dados los cambios producidos en los actos ilocutivos por
los medios de comunicación, el lugar creciente que ocupan en nuestra vida
los medios de comunicación de masas y el hecho de que los medios de
comunicación sean pagados directamente por empresas y gobierno, e
indirectamente por nuestro consentimiento en consumir cosas que no
necesitamos, no es sorprendente que la gente, en general sufra ciertas
pérdidas de libertad merced a la expansión de los medios de comunicación,
junto con innegables ganancias. Las siguientes palabras de Me Luhan vienen
muy al caso:
Una vez que hemos arrendado nuestros sentidos y nuestro sistema nervioso a la manipulación particular
de aquellos que intentan beneficiarse del alquiler de nuestros ojos, oídos y nervios, ya no nos queda
derecho alguno. Entregar nuestros ojos, oídos y nervios a intereses comerciales es como traspasar el habla
común a una sociedad anónima o como dar la atmósfera de la tierra a una compañía en concepto de
monopolio (pág. 73).

Sólo habría necesitado añadir el autor a su lista de lo que hemos arrendado nuestro papel en los actos de
habla y nuestro interés por la literatura, para haber terminado donde yo lo estoy haciendo. La literatura, como
la palabra misma, nos ha sido arrebatada por los intereses comerciales tendentes al lucro, y la reducción de la
talla humana que acompaña a tal apropiación se nos cuenta bastante bien en un libro como The Hidden
Persuaden, de Vanee Packard.

Por razones que resultan difíciles de aceptar, Me Luhan rechaza las implicaciones del párrafo que se
acaba de citar. Él piensa que la teenólogía eléctrica invertirá, si no lo ha hecho ya, el movimiento de la
tecnología mecánica más antigua hacia la competición desesperada, el individualismo, el aislamiento, y el
consumismo como fin en sí mismo. Pero estos deplorables rasgos de nuestra cultura no tuvieron su origen
solamente en la tecnología, y no desaparecerán con una nueva tecnología. Pienso que son consecuencia en
parte de las premisas económicas de esta sociedad: sociedad privada y mercado libre. La competición, el
individualismo, el aislamiento y el consumo irracional tienen sus raíces en nuestro sistema social y en la
conciencia burguesa; y desde el momento en que todos los medios de comunicación están dominados por
intereses burgueses, pienso que sería improbable que un cambio de la tecnología mecánica a la eléctrica, o un
reverdecer de América por arte de magia salvara a la literatura, al habla y a la sociedad para la gente normal y
comente. Para conseguirlo será necesario reunir palabra y obra, reclamar para nosotros mismos los canales
del habla y la acción y nivelar las grandes cimas de poder que bloquean el hablar entre semejantes.

CONSIDERACIONES SOBRE QUÉ TIPO DE ACTO

DE HABLA ES UN POEMA'"*
Samuel R. Levin 24

*
Título original: «Conceming what Kind of Speech Act a Poem is», publicado en Teun A. van Dijk (Ed.), Pragmatics of Language and
Literatu- re. Amsterdam, North-Holland, 1976, págs. 141-160. Traducción de Fernando Alba y José Antonio Mayoral. Texto traducido y
reproducido con autorización del autor. Esta es una versión ligeramente corregida de una ponencia leída en la Universidad de Albany, en
marzo de 1973.
Universidad de Nueva York

Es poco probable que se pueda decir algo sustancialmente nuevo u original sobre el fenómeno de la
poesía, teniendo en cuenta que algunos de los mayores pensadores de los últimos veinticinco siglos se han
dedicado a esta cuestión. Una ojeada a cualquier exposición erudita de la tradición crítica revelará que hay
una media docena de ideas básicas sobre la naturaleza de la poesía, y que las nuevas ideas y las nuevas
teorías que aparecen periódicamente vienen a ser meras variantes de esas pocas ideas. En una situación como
ésta, lo más que se puede hacer, a mi entender, es considerar una de esas ideas básicas desde una nueva
orientación, introducir en relación con ella algunas innovaciones técnicas o (teóricas de reciente
disponibilidad, y, de ese modo, proponer algún soporte adicional a alguna de las ideas sobre la poesía
difundida ya por los críticos del pasado y ratificada por la tradición.

Una de las ideas básicas sobre la poesía sostiene que el poema es un objeto lingüístico de una clase
especial, que el lenguaje en él está organizado de una manera característica. En relación con esta idea, se
puede hacer referencia a la autonomía lingüística de un poema, al hecho de que un poema constituye, en el
instante de su creación, su propia gramática; entrando más en detalles, se puede hacer referencia al
paralelismo sintáctico como un procedimiento constitutivo de la poesía, a la dicción poética, a la explotación
hasta sus últimas consecuencias en el poema de un campo semántico característico y restringido, al problema
de la cohesión en general; se puede hacer referencia a la ambigüedad en la poesía, a la densidad de su
lenguaje, a la metáfora, al hecho de ser destacado a un primer plano, etc. En los últimos años se han dedicado
no pocos estudios a cuestiones de este tipo. Como es obvio, el aparato metodológico de las aproximaciones
que se han centrado en este aspecto de la poesía deriva, en gran medida, de teorías gramaticales o
lingüísticas.

Otra idea básica sobre el poema se refiere no a la cuestión de qué clase de objeto lingüístico es el
poema, sino a la cuestión de qué clase de acto realiza el poeta al escribir el poema. Bajo esta idea se
aglutinan varias concepciones de la creación poética: el poeta como «hacedor», el poeta como «médium»,
como «receptáculo», como vates, etc. La idea concreta que deseo considerar en estas páginas es pre-
cisamente la que se acaba de exponer: ¿qué clase de acto —y dado que un poema está hecho de lenguaje—
, qué clase de acto lingüístico se lleva a cabo en la producción de un poema? El aparato metodológico para
el tratamiento de esta idea básica nos lo proporcionan las investigaciones relativamente recientes del
último J. L. Austin (1962) sobre la cuestión de los actos de habla en general '. 25

1 El libro más reciente que incorpora algunas de las ideas de Austin en un marco teórico más
riguroso es el de Searle (1970).
Se trata de una expresión inglesa de difícil equivalencia en español. Su «fuerza ilocutiva» sería más o menos: «Vete y haz las cosas
más impensables, con tal de que me dejes en paz». iHÍ 1971b y 1972, en el presente volumen.
Austin se ocupó de la cuestión no desde la perspectiva de lo que se dice en el habla, sino de lo que se
hace por medio de ella —de aquí la insistencia en el AC T O de habla—. Su idea inicial fue reconocer una
diferencia entre enunciados constativos, es decir, declarativos, y enunciados que denominó «realizativos»,
entre enunciados que dicen lo que quieren decir y enunciados que hacen lo que dicen. Así, si comparamos
los dos enunciados: I like the red one (Me gusta el rojo) y I choose the red one (Elijo el rojo), podemos decir
que al emitir el primero estamos diciendo algo que equivale a un relato o descripción de una preferencia
personal, mientras que al emitir el segundo estamos actuando según dicha preferencia. O, para ilustrar la
diferencia de otra manera, al decir que me gusta algo, no estoy realizando con ello el acto de gustar,
mientras que al decir que elijo algo, estoy realizando ipso Jacto el acto de elegir. De la misma manera, el
enunciado I sentence you to ten days in jail (Le condeno a diez días de cárcel), si se satisfacen ciertas
condiciones, es una sentencia; I challenge you to prove that (Le reto a que me lo pruebe) es un reto; I warn
you not to do that (Le advierto que no haga eso) es una advertencia, y así sucesivamente en cientos de
enunciados que contengan verbos realizativos. Tales enunciados, en ciertas formas gramaticales
especializadas, no son, por tanto, solamente enunciados verbales, sino también actos de habla.

Austin siguió mostrando que mientras que la clásica pregunta que se hace sobre los enunciados
constativos es la de si son verdaderos o falsos, tales preguntas son inapropiadas cuando se refieren a
enunciados realizativos. Si alguien dice I novo pronounce you man and wife (Os declaro marido y mujer),
carecería de sentido preguntar: ¿es verdad lo que ha dicho?, ya que el enunciado, si partimos del supuesto de
que se han satisfecho ciertas condiciones, realizó el acto en cuestión; no se trató de una mera aserción o relato
de un acto. Compárese con John and Mary are man and wije (Juan y María son marido y mujer). Este
enunciado constativo, o aserción, puede ser verdadero o falso, pero no se celebra mediante él ningún
matrimonio. En correspondencia con lo que las condiciones de verdad son a los enunciados constativos,
existe, no obstante, un conjunto análogo de condiciones para los enunciados realizativos -lo que Austin llamó
«condiciones de adecuación o propiedad» (felicity conditions)—. Así, aunque no cabe preguntarse si un
enunciado realizativo es verdadero o falso, sí podemos preguntar si es «apropiado» o «no apropiado». De este
modo, I now pronounce you man and wije (Os declaro marido y mujer) sería un enunciado inapropiado y, en
consecuencia, nulo en cuanto acto de habla, si fuera emitido por el lechero, o por un capitán de barco en una
piscina, o por un Pastor a una pareja de gorilas. En otras palabras, las condiciones de propiedad en cuanto
tales están establecidas de acuerdo con ciertas convenciones. Si se observan esas convenciones al llevar a
cabo un acto verbal, entonces el enunciado realizativo es apropiado, y no apropiado en cualquier otro caso.

Al avanzar en sus investigaciones, Austin empezó a advertir que las diferencias que tan claramente había
delimitado al principio entre enunciados constativos y realizativos no eran en realidad tan radicales, que
había consideraciones que mitigaban la dicotomía original. Una consideración que cobró gran importancia se
derivó del hecho de que en un enunciado como I state that there is lije on earth (Afirmo que hay vida en la
tierra), que es un ejemplo paradigmático del enunciado constativo, hay fuertes resonancias del realizativo. El
verbo afirmar, lo mismo que los verbos aseverar y declarar, parecen tener todos los visos de un verbo
realizativo. Austin señaló, además, que ciertos tipos de falta de propiedad podrían contagiar a los verbos
constativos. Si digo, por ejemplo, The cat is on the mat but the mat is not under the cat (El gato está sobre el
felpudo, pero el felpudo no está debajo del gato), la afirmación es contradictoria y no puede, por tanto, ser
verdadera. Pero su falta de verdad es de un tipo especial, en el sentido de que El gato está sobre el felpudo
E N T R AÑ A que el felpudo está debajo del gato. Del mismo modo, tampoco puedo decir The cat is on the mat
but I don't believe it (El gato está sobre el felpudo, pero yo no lo creo), ya que decir El gato está sobre el
felpudo IM P L IC A que yo creo que la afirmación es verdadera. De un modo semejante, si digo John's two sons
are in college but he has only one son (Los dos hijos de Juan están en el colegio, pero Juan sólo tiene un hijo),
en la segunda oración coordinada he violado la P R E S U P O S I C IÓ N de que Juan tiene dos hijos. Ninguno de

*Se trata de una expresión inglesa de difícil equivalencia en español. Su “fuerza ilocutiva” sería más o
menos: “Vete y haz las cosas más impsesables, con tal de que me dejes en paz”.
**1971b y 1972, en el presente volumen.
estos tres tipos de extravagancia es, en rigor, una cuestión de verdad; lo que entra en juego son
consideraciones más sutiles, consideraciones que tienen que ver con convenciones lógicas o pragmáticas de
índole poco evidente. Por estas y otras razones similares, Austin llegó a la conclusión de que los enunciados
constativos eran hasta cierto punto semejantes a los enunciados realizativos.

Austin realizó un análisis semejante, pero en sentido contrario. Continuó mostrando que no cabe
descartar en absoluto formular preguntas sobre valores de verdad en relación con enunciados realizativos;
esto es, la enunciación de un realizativo apropiado implica la verdad de ciertas afirmaciones anexas. Así, si
alguien ha realizado de modo aprop i a d o el acto de disculparse al decir I apologize (Lo siento), entonces las
afirmaciones del tipo que sigue serán verdaderas por implicación: será verdad que se ha dado una acción de
disculparse. Esto no contradice, claro está, la conclusión anterior de que no cabe preguntar si el
E N U N C IA D O disculparse es verdadero. Pero, fuera de esto, será verdad que se habrán satisfecho las distintas
condiciones de propiedad que rigen la realización llevada a cabo de manera adecuada de ese particular acto
verbal: será verdad que el hablante ha hecho algo por lo que debe pedir disculpas, será verdad que el
hablante fue sincero al realizar su acto de disculparse, que lo hizo sin reservas; será verdad que al realizar el
acto de disculparse tuvo la intención requerida de no actuar, en el futuro, de ninguna manera que contra-
viniera la fuerza de la disculpa, etc. En suma, será verdad que habrán sido satisfechas cada una de las
condiciones de propiedad asociadas con la ejecución apropiada del realizativo.

A la vista de estas convergencias, Austin propuso un esquema más general en el que los enunciados
realizativos y constativos quedarían incluidos en condición de igualdad. Dicho esquema está constituido en
torno a la doctrina de los actos ilocutivos. El esquema completo comprende: actos locutivos, ilocutivos y
perlocutivos. Un acto locutivo es sencillamente cualquier acto de enunciar palabras que estén de acuerdo con
las reglas sintácticas de una lengua y que tengan un significado. Por el mero hecho de hablar, estamos
llevando a cabo actos locutivos. Sin embargo, al decir lo que decimos podemos estar asimismo, y estamos
casi siempre, realizando un acto ilocutivo. Así, las categorías gramaticales estándar de oraciones
declarativas, interrogativas e imperativas se han llamado precisamente así por los actos ilocutivos concretos
que realizan. Son, en primer lugar, oraciones bien formadas y, por tanto, actos locutivos. Sin embargo, llevan
a cabo, además, las distintas ilocuciones de afirmar, preguntar y pedir o mandar. Pero además de estos tipos
corrientes de la gramática tradicional, es posible ahora hablar del acto ilocutivo de advertir, de suplicar, de
amenazar, de asombrarse y de infinidad de otros tipos de actos que realizamos habitualmente al utilizar el
lenguaje. Para terminar, Austin habla también del acto perlocutivo, esto es, el efecto de la fuerza ilocutiva del
enunciado sobre el lector u oyente. Así, si hago una advertencia, usted puede alarmarse; si le amenazo, se
puede asustar; si le hago un cumplido, se puede sentir contento, y así sucesivamente. Como vemos, el acto
ilocutivo es el realizado por el hablante; el acto perlocutivo es el realizado sobre el lector o el oyente. Austin
dice que el acto ilocutivo es el que realizamos al decir lo que decimos; el acto perlocutivo, el que realizamos
por decir lo que decimos. También es apropiado hablar del efecto perlocutivo del acto ilocutivo.

Debe mencionarse otra distinción más de Austin antes de acabar con esta exposición de sus ideas. La
fuerza ilocutiva de un enunciado puede expresarse de forma explícita o implícita. Así, el enunciado That dog
is vicious (Ese perro está rabioso) puede considerarse como un aviso, puede tener la fuerza ilocutiva de una
advertencia, tanto como si dijera I warn you that that dog is vicious (Le advierto que ese perro está rabioso).
De igual modo, si digo Canada is a prosperous country (Canadá es un país próspero), se puede decir que
estoy haciendo una afirmación (o, posiblemente, dando una opinión). La introducción de la noción de fuer-
zas ilocutivas implícitas viene impuesta, claro está, por el deseo de hacer que todos los enunciados se
ajusten por igual a la doctrina de los actos ilocutivos. No obstante, como muestra el último de los ejemplos
mencionados, no siempre es posible estar seguros de cuál podría ser exactamente la fuerza ilocutiva de un
enunciado cuando ésta es sólo implícita. Si digo I'11 see you tomorrow (Te veré mañana), ¿cuál es la fuerza
ilocutiva de este enunciado: una promesa, una predicción, una amenaza, la expresión de un deseo, o qué?
Así pues, puede haber ambigüedad en relación con la fuerza ilocutiva de un enunciado si esa fuerza es sólo
implícita.
Durante el desarrollo de su exposición, Austin hace notar en varias ocasiones que la doctrina que está
exponiendo no es aplicable a los que él llama usos «no serios» del lenguaje. En esta categoría coloca a la
poesía, de la que dice asimismo que se trata de un uso parásito en relación con el uso normal del lenguaje,
que representa una «decoloración» (etiolation) del lenguaje, etc. Tales observaciones no deben tomarse en
sentido peyorativo; indican simplemente que Austin era consciente de que la poesía representa un uso
especial del lenguaje, de que cualquier aplicación de sus doctrinas a la poesía no sería sencilla. Austin dice,
por ejemplo (1962: 104): «Si yo digo "Go and catch a falling star" (Vete a cazar una estrella fugaz)* puede
estar muy claro cuál es el significado y la fuerza de mi enunciado», pero -añade- puede quedar muy poco
claro si él está haciendo teatro, bromeando, recitando poesía o algo por el estilo. Como él mismo dice,
hablando de dicho enunciado, puede que en tales casos queden suspendidas las condiciones normales de
referencia y puede que no se haya hecho ningún intento de lograr el efecto perlocutivo normal —nadie
esperaría que el oyente obedeciera la orden—.

Las críticas de Austin a este respecto no deben considerarse como una advertencia a que desista a
cualquiera que piense aplicar sus doctrinas a la explicación de la poesía; indican sencillamente -lo que de
todos modos debería ser obvio- que para tal aplicación serían exigibles ciertas modificaciones. En concreto,
parecería necesario, si de verdad vamos a aplicar a la poesía la teoría de los actos de habla de Austin,
averiguar qué clase de acto de habla es verdaderamente un poema.

Richard Ohmann ha sido, tal vez, el primero en considerar la posible relevancia de la doctrina de Austin
en relación con la literatura (1971a, 1971b, 1972, 1973 ::":;).** En su artículo sobre el tema, de mayor
alcance teórico (1971b), expone en primer término las convenciones, esto es, las condiciones de propiedad
que, a decir de Austin, deben observarse para la realización apropiada de un acto ilocutivo, y muestra que
un poema o cualquier otra obra literaria viola esas convenciones, casi desde todos los puntos de vista. De
forma abreviada, esas condiciones de propiedad incluyen el hecho de que debe existir un procedimiento
convencional que posea un cierto efecto convencional; que ese procedimiento incluya la emisión de
determinadas palabras por parte de determinadas personas en determinadas circunstancias; que las personas
y circunstancias concretas deban ser las apropiadas en el caso dado; que el procedimiento tenga que ser
realizado por todos los participantes tanto en forma correcta como completa y, en caso de que el
procedimiento esté destinado a ser utilizado por personas que tengan ciertas opiniones o sentimientos,
entonces una persona que recurra a ese procedimiento debe tener realmente esas opiniones o sentimientos, y
cualquier participante en ese procedimiento debe tener la intención de comportarse de una manera acorde
con esos sentimientos y comportarse de hecho en consecuencia con ellos. La violación de cualquiera de esas
condiciones sería motivo para que el acto verbal quedara sin efecto (de ahí la diferencia entre fuerza, que es
potencial, y acto). Tales violaciones pueden ilustrarse con unos cuantos ejemplos más: si le hago una
advertencia al pomo de una puerta, si dejo en herencia una finca inexistente, si declaro cuatro picas en una
partida de ajedrez, si hago una promesa que no estoy dispuesto a cumplir, todas esas circunstancias y otras
similares viciarán la fuerza ilocutiva de mi enunciado y harán nulo el acto de habla. Ohmann hace notar,
entonces, que en una obra literaria quedan transgredidas prácticamente todas las condiciones que deben ser
observadas para que los actos de habla sean «apropiados». Así, no tiene sentido preguntarse si el autor es la
persona apropiada para enunciar, o escribir, ese acto de habla —la pregunta no es pertinente—. ¿Podemos
preguntar, por ejemplo, si Coleridge tenía derecho, o era la persona apropiada, para hablar de Xanadu? Del
mismo modo, no es pertinente preguntar si los procedimientos de un poema se han ejecutado correctamente,
si al hablar de un unicornio, por ejemplo, la palabra remite a un referente. Ohmann aduce argumentos
semejantes para mostrar que las demás condiciones requeridas no tienen aplicación cuando se trata de las
obras literarias.

Entonces, ¿qué rango ilocutivo —si es que tiene alguno— tiene un poema? La conclusión de Ohmann es
que la fuerza ilocutiva de un poema es mimética, «que una obra literaria imita (o refiere) intencionadamente
una serie de actos de habla que de hecho no tienen otra forma de existencia». Los actos de habla en un poema
son, por tanto, «quasi actos de habla» y no son aplicables a las condiciones normales para la apropiada
ejecución de un acto de habla, o son aplicables de una manera especial; específicamente, son aplicables en la
medida en que hagan posible la mimesis (1971b: supra28). Según parece, Ohmann pretende aplicar la noción
de mimesis tanto al autor de un poema como al lector del mismo. El autor imita (refiere) los actos de habla de
un hablante imaginado, y el lector «imita» o evoca una situación imaginaria, la descrita por el hablante
imaginado. Es esta situación singular la que explica tanto la razón por la cual no se aplican a la obra literaria
las convenciones normales de un acto de habla, como la razón por la cual se aplica a la misma un conjunto
distinto de convenciones.

El objetivo de Ohmann en dicho trabajo es formular una definición que permita separar las obras
literarias de todos los demás tipos de actos de habla. Exige además que su definición sea clara. Al requerir
claridad para su definición, Ohmann muestra que la suya abarca un buen número de intentos de definición
hechos por otros teóricos. Hace notar también -y aquí seré breve- que su definición explica el sentido en que
se dice que una obra literaria crea un mundo, el sentido en que se dice que el poeta habla a través de un
personaje, el sentido en que se dice que la literatura es un juego, en que es un simbolismo representativo, en
que es autónoma, etc.

Mis propios puntos de vista sobre el rango de acto de habla que cabe conferir a un poema coinciden con
Ohmann en muchos aspectos. Difieren, no obstante, de modo considerable en que, en mi enfoque, muchos de
los hechos tratados por Ohmann se explican con la incorporación de algunos rasgos en una oración real
dominante implícita en la estructura profunda de todos los poemas, y a partir de la cual se derivan hechos
como consecuencias naturales. Antes de continuar con mi propuesta, sin embargo, no estarán de más unas
cuantas palabras acerca de la función que cumplen en el análisis lingüístico las oraciones implícitas
dominantes.

Se ha mencionado ya que el propio Austin habló de la distinción entre realizativos explícitos e implícitos,
contrastando, por ejemplo, I request you to pass the salí (Te ruego que me pases la sal) con Pass the salt
(Pásame la sal). Sólo hay un paso de señalar esta distinción a postular la oración real que exprese la fuerza
ilocutiva en la estructura profunda de ambas oraciones, y a explicar entonces la versión reducida por una
transformación que elide a aquella fuerza y produce, por tanto, una estructura de superficie en la que dicha
fuerza sólo está implícita. Esta práctica es frecuente en los trabajos de los lingüistas transformacionales en la
explicación de buen número de cuestiones. Así, por ejemplo, el elemento tú se propone como sujeto en la
estructura profunda de oraciones como Shave yourself (Aféitate a ti mismo). En la explicación se ha señalado
que los pronombres reflexivos concuerdan, de un modo característico, con sus antecedentes en la misma
oración. Así, tenemos I shave myself (Me afeito (a mí mismo)), The y shave themselves (Ellos se afeitan (a sí
mismos)), pero no * I shave themselves (* Yo los afeito (a sí mismos)) o * They shave myself (* Ellos me afei-
tan (a mí mismo)). Un enunciado como Shave yourself (Afeítate a ti mismo) es, de este modo, singular al no
tener como antecedente una frase nominal. Si se supone tú en la estructura profunda, entonces se llena este
vacío y, además, la forma es la correcta para la concordancia con el pronombre reflexivo. Se podrían aducir
otros muchos procesos para mostrar la necesidad de postular la existencia de elementos implícitos en la
estructura profunda de las oraciones.

De acuerdo con esta práctica en la lingüística de suplir elementos implícitos en las estructuras profundas,
e influido por los argumentos de Austin que muestran la semejanza básica entre enunciados realizativos y
constativos —al agrupar ambos tipos bajo el rótulo de actos ilocutivos—, Ross (1970) propuso que
subyacente a todos los enunciados constativos, es decir, enunciados declarativos, existe una oración
dominante más o menos del tipo I say to you (Yo te digo). Por tanto, la forma explícita de un enunciado
constativo como The oíd, man fell down (El viejo se cayó) es I say to you (that) the oíd man fell down (Yo te
digo (que) el viejo se cayó). Ross aduce varios argumentos, de naturaleza sintáctica en su mayor parte, para
demostrar que su análisis es correcto, y algún que otro para mostrar que es necesario el yo, que es necesario
el verbo de decir y que es necesario el tú. No puedo enumerar aquí los argumentos —catorce en total— que
propone Ross. Expondré solamente uno, para dar alguna idea de cómo procede su demostración; es uno de
los argumentos utilizados para mostrar que en la estructura profunda de las oraciones constativas hay
implícito un yo. Este argumento concreto implica la utilización de frases comparativas.
Las dos oraciones siguientes son gramaticales: Physicists like Albert are rare (Los físicos como Alberto
son raros) y Physicists like him are rare (Los físicos como él son raros). Sin embargo, si en lugar de una frase
nominal o un pronombre en la frase comparativa se utiliza un pronombre reflexivo, el resultado es
agramatical: Physicists like himself are rare (Los físicos como él mismo son raros). Por otra parte, si un
pronombre en una frase comparativa está dominado por la frase nominal a la que hace referencia, puede
reflexivizarse opcionalmente; así, / told Albert that physicists like himself are rare (Le dije a Alberto que los
físicos como él mismo son raros). En esta oración, la frase nominal Albert está en la oración que rige a la
oración completiva en la que aparece el pronombre reflexivo —dicho de forma más técnica, domina al
pronombre—. En tales condiciones, pues, está permitida la reflexivización. Ross señala a continuación
oraciones como Physicists like myself are rare (Los físicos como yo mismo son raros). Argumenta que si
aceptamos la oración dominante implícita I say to you (Yo te digo), entonces la forma pronominal myself está
dominada por la forma I de la oración dominante, y que de este modo está permitida la reflexivización por la
misma razón por la que está permitida en una oración como I told Albert that physicists like himself are rare
(Le dije a Alberto que los físicos como él mismo son raros). Una vez que ha tenido lugar la reflexivización,
queda elidida la oración dominante; de aquí su cualidad de implícita. A través de éste y otro análisis que pre-
senta Ross, el autor trata de mostrar que postulando la oración implícita dominante explica ciertos hechos del
inglés que de otro modo quedarían sin explicación. En lo que sigue, voy a proponer para los poemas el
mismo tipo de análisis que propone Ross para las oraciones declarativas. Trataré de argumentar que en todo
poema hay implícita una oración dominante que queda elidida posteriormente, pero cuya existencia es
necesario postular para que ciertos hechos acerca de los poemas puedan recibir una explicación adecuada.

La oración que propongo como la oración implícita dominante para los poemas, la que expresa el tipo de
fuerza ilocutiva que se supone que debe tener el poema, es la siguiente:

( 1 ) Yo me imagino a mí mismo en, y te invito a ti a concebir, un mundo en el


que...

El supuesto es que la estructura profunda de cada poema contiene (1) como su oración dominante y que esa
oración queda elidida al pasar de la estructura profunda a la estructura superficial del poema. El poema
«Byzantium» de Yeats, por ejemplo, debe entenderse implícitamente como si empezara «Yo me imagino a
mí mismo en, y te invito a ti a concebir, un mundo en el que (yo te digo): "The unpurged images of day
recede" (Las imágenes impuras del día retroceden)». Del mismo modo, el poema «Among School Children»
comienza: «Yo me imagino a mí mismo en, y te invito a ti a concebir, un mundo en el que (yo te digo): "I
walk throught the long schoolroom questioning" (Yo camino por la larga clase haciendo preguntas)». Ni que
decir tiene que no siempre el primer verso de cada poema se adapta tan bien sintácticamente a nuestra
oración dominante. Los poemas que comienzan con preguntas o peticiones, por ejemplo, fallarán en este
aspecto. Sin embargo, se pueden hacer ajustes en tales casos, ajustes que no serían ad hoc, sino que vendrían
dictados por la teoría de los actos de habla para las oraciones del lenguaje corriente. Así, en el caso de un
poema como «The Tower» de Yeats, que comienza: «What shall I do with this absurdity» (Qué haré con este
absurdo), introduciríamos normalmente la oración dominante I ask you (Yo te pregunto) o una fórmula
parecida, fórmula que aparecería entre (1) y el primer verso del poema. Se puede utilizar el mismo
procedimiento general para los otros tipos de oraciones, siempre que estos procedimientos —hecho que debe
subrayarse— sean necesarios en todo caso y no sean introducidos como procedimientos ad hoc.

Como c u a l q u i e r otro elemento de la estructura profunda, la oración dominante implícita que venimos
postulando determina ciertos aspectos de la interpretación de la estructura superficial, el poema, en este caso.
Antes de seguir adelante, sin embargo, deberíamos hacer notar que, lo mismo que ocurre con las oraciones
del lenguaje usual, también puede hacerse explícita la fuerza ilocutiva de un poema. Así, Cummings
comienza un poema: «suppose / Life is an oíd man carrying flowers on his head» (Supon (que) / La vida es
un anciano que lleva flores en la cabeza). El efecto de este verso inicial es comparable al de nuestra oración
dominante implícita. Compárese también: «Once upon a midnight dreary» (Erase una media noche triste) de
Poe. "
Examinemos parte por parte los elementos de nuestra oración implícita. Dicha oración comienza: Yo me
imagino a mí mismo en (un mundo). La fuerza de esta parte se puede apreciar muy bien en el contexto de cierto
trabajo de George Lakoff (1970). Lakoff examina una oración como I dreamed that I was playing the piano
(Soñé que estaba tocando el piano). Esta oración tiene dos lecturas diferentes. En la primera, que Lakoff
llama la lectura «del participante», el yo que está soñando es esencialmente el mismo yo que está tocando el
piano. En la segunda lectura, la lectura «del observador», el yo que está soñando se ve a sí mismo, desde un
distanciamiento, sentado al piano y tocándolo. Compárense las dos oraciones siguientes, en las que la
ambigüedad ha quedado dividida: I imagined playing the piano (Imaginé que tocaba el piano) y I imagined
myself playing the piano (Me imaginé (a mí mismo) tocando el piano). En la primera oración, ha quedado
elidido el yo de la oración completiva; el resultado es la lectura «del participante». En la segunda, el yo de la
completiva ha ascendido a la oración- matriz, y se ha reflexivizado por tanto, y ello produce la lectura «del
observador»: I imagined myself playing the piano (Me imaginé (a mí mismo) tocando el piano). Lakoff observa
que verbos como soñar o imaginar, llamados verbos creadores de mundos, implican más de un universo de
discurso o mundo posible, el mundo en el que estoy soñando y el mundo de mi sueño. En la oración
dominante que estamos postulando para el poema, por tanto, el yo tiene como referencia el poeta, en este
mundo, pero el yo (mismo) que el poeta imagina está en otro mundo, el mundo creado por la imaginación del
poeta. En este mundo ya no es el poeta quien se mueve, sino una proyección de sí mismo, su personaje. El
segundo yo de nuestra oración dominante, el que lleva a cabo la acción de decir, es por tanto el yo del per-
sonaje 26. El verbo imaginar, además, es en este contexto un verbo realizativo; se ha llevado a cabo el acto de
imaginar, no su mero relato. Por tanto, no cabe preguntar si lo que dice el poeta (personaje) es verdad; sólo
puede preguntarse si el acto de habla es apropiado. Además, el hecho de que el mundo en el que el poeta se
ha proyectado no sea (necesariamente) el mundo real implica que las condiciones normales de verdad no se
podrán aplicar a las afirmaciones que sobre ese mundo se hagan, es decir, aquellas afirmaciones que se dan
en el poema. Así pues, pueden ser reales dragones, brujas y centauros; los cielos pueden tener brazos; los
árboles se pueden amar entre sí; puede producirse el desplazamiento de lugares geográficos; los personajes
históricos no están vinculados a su tiempo real, y así sucesivamente. En tales casos, no se trata de que el
poeta esté siendo irresponsable; es que su personaje está siendo sensible a los objetos y acontecimientos del
mundo al que lo ha proyectado el acto imaginativo del poeta.

Consideremos ahora la parte Yo te invito a concebir un mundo. Invitar es también aquí un verbo
realizativo; no cabe suscitar tampoco la cuestión de la verdad del enunciado. Aquí, como en la primera parte,
es una cuestión de propiedad. De hecho, se ha formulado la invitación a concebir un mundo. Si es aceptada,
tenemos en el lector un acuerdo tácito para contemplar un mundo diferente del mundo real, un mundo que es
producto del acto de imaginar del poeta, en el que se tolerarán innovaciones referenciales y la suspensión de
las condiciones de verdad. Dicho brevemente, si se conjugan las fuerzas ilocutivas de las dos partes de
nuestra oración dominante, entonces el efecto perlocutivo en el lector es justamente lo que Coleridge llamó
«la consciente suspensión de la incredulidad», la condición que constituye la fe poética. No es necesario que
este acto perlocutivo concreto se lleve a cabo en el lector. En tal caso, o bien el lector no ha comprendido, o bien no ha
aceptado la fuerza ilocutiva implícita en la oración dominante, y podríamos decir que, por tal razón, no ha tenido lugar el
intercambio poético. Es evidente que los lectores que insisten en la exactitud histórica o referencial en un poema, que
aplican condiciones normales de verdad a las afirmaciones de un poema, se equivocan en su concepción de lo que es un
poema y de lo que un poema hace. Nuestra oración dominante aclara el sentido en que están equivocados.

Dada la naturaleza de nuestra oración dominante, se sigue que lo que cabe preguntar asimismo sobre las afirmaciones
de un poema no es si tales afirmaciones son verdaderas, sino sólo si son apropiadas. Pero también aquí, como han
señalado tanto Austin como Ohmann, si aplicáramos las reglas normales para la ejecución apropiada de una oración del
lenguaje usual, veríamos que las oraciones de un poema violan asimismo esas condiciones. Ello no quiere decir que las
oraciones de un poema no tengan fuerza ilocutiva, sólo que, si la tienen, será en algún sentido especial. Para valorar qué
clase de fuerza ilocutiva tienen las oraciones de un poema y, por tanto, qué clase de condiciones de propiedad cumplen,

2
No hay mucha diferencia entre considerar o no la secuencia I s a y t o y o u (Yo te digo) como incrustada en (1) —aunque así debería
ser técnicamente—; continuaremos hablando sencillamente de la oración «dominante», entendiendo por tal principalmente la oración (1),
pero aceptando la posibilidad de que I s a y t o y o u pueda ser considerada como una parte de tal oración (como en el ejemplo
presente).
será ventajoso empezar considerando el efecto perlocutivo producido por un poema. Hemos dicho que ese efecto consiste
en inducir en el lector una consciente suspensión de la incredulidad, y que esa suspensión de la incredulidad constituye la
fe poética. ¿Cómo se consigue esa fe?
Ohmann, al hacer hincapié en la importancia de los actos ilocutivos para la crítica literaria, destacó el hecho de que la
mayor parte de la crítica hasta el momento presente ha centrado su atención en los aspectos locutivos o en los
perlocutivos de los actos de habla en literatura (1972: supra 52). Puede decirse que aquellos estudios que centran su
atención en la estructura lingüística de un poema -estudios como los realizados por los «New Critics», los mismos que
aquellos realizados por investigadores literarios de orientación lingüística-, tratan en realidad de los aspectos locutivos de
la poesía. Por otro lado, puede decirse que los estudios basados en la retórica, interesados por el estudio de cómo agrada,
persuade o instruye una obra literaria, tratan de los aspectos perlocutivos de la poesía. Esta división del campo de
estudio es útil en cuanto aisla el acto ilocutivo y delimita un área para una investigación fructífera. Sin
embargo, aunque estoy de acuerdo, obviamente, con Ohmann en que debería ser investigada el área de los
actos ilocutivos, creo que no puede pasarse por alto en dicha investigación la fúnción que desempeñan los
aspectos locutivos.

Las locuciones de la poesía no son locuciones usuales. Son locuciones que tienen una dimensión
adicional. Tal dimensión es la propia de convenciones como medida, rima, asonancia, tipos de dicción, etc.27.
Esas convenciones, así lo sostengo, contribuyen de manera significativa a la inducción de la consciente
suspensión de la incredulidad de los requerimientos normales del lenguaje y la aparición de la fe poética.
Tales convenciones constituyen una señal de que el lenguaje no está siendo utilizado en su forma habitual, y
sugieren que los objetos y acontecimientos que están siendo descritos por medio de ese lenguaje especial son
asimismo especiales, especiales en un modo extraño y desconocido para el lector, y de cuya validez sólo es
garante la voz de quien está usando así el lenguaje. Si se consigue el efecto de las convenciones poéticas
sobre el lector, entonces debería ser implícita y total cualquier creencia en lo que se dice, ya que el lector
carece de fundamentos para juzgar más allá de lo que le es garantizado por el poema. En nuestra oración
dominante se invita al lector a concebir un mundo. Las convenciones son medios por los que la invitación se
hace atractiva y puede que apremiante. Si el lector concibe ese mundo, ha abrazado la fe poética, y lo que
estoy sugiriendo es que las convenciones producen en el lector una sensibilidad hacia los «servicios» del
poeta. Una vez atrapado, el lector está a merced del poeta o, por mejor decir, en el mundo del poema.

Esta penetración en el mundo del poema tiene implicaciones para las condiciones de propiedad del tipo
particular de acto de habla que representa un poema. Porque si el lector ha penetrado realmente en el mundo
del poema, ello implicaría que se han satisfecho una serie completa de condiciones de propiedad, aquellas
precisamente que definen la fuerza ilocutiva de un poema: el lector ha reconocido implícitamente que existe
un procedimiento convencional que rige un tipo especial de acto ilocutivo, y que tanto el poeta como él, en
cuanto lector —junto con las circunstancias concomitantes—, son las personas adecuadas para la invocación
de ese particular acto ilocutivo. Además, la penetración en el mundo del poema implica que por parte de los
participantes se ha llevado a cabo el procedimiento tanto de modo correcto como completo. Por último, la pe-
netración muestra que los pensamientos y sentimientos necesarios asociados con la adecuada invocación del
procedimiento han sido pensados y sentidos por los participantes en el procedimiento.

¿Qué significa, pues, todo esto? ¿Qué tipo de fuerza ilocutiva tiene un poema? O podríamos preguntar
desde nuestra perspectiva, ¿qué tipo de acto ilocutivo debe tener el efecto perlocutivo de incitar a la fe
poética, una fe que consiste en considerar significativo un conjunto de aserciones que pueden constituir
afirmaciones contrafactuales con respecto a las condiciones del mundo real y de las que como garantía sólo
contamos con el testimonio de un hablante proyectado desde el pensamiento de un poeta? Es el tipo de acto,
me atravería a sugerir, que asociamos con el vidente, el vates, el receptáculo, la sibila, el tipo de acto que se
atribuye a alguien que está inspirado por poderes sobrenaturales. Yo me imagino a mí mismo (en un mundo). La
fuerza ilocutiva de este enunciado es la de la acción en la que el poeta se transporta a sí mismo o se proyecta
a sí mismo hacia un mundo de su imaginación, un mundo que él es libre de construir tan diferente de nuestro

3
Para una exposición de estas convenciones, véase Levin (1971).
mundo como le plazca. Es un mundo al que no se puede llegar ni en barco ni en avión y, por lo tanto, un
mundo vedado para nosotros en condiciones normales. Es un mundo que sólo puede conocer el poeta o una
imagen transportada de sí mismo y que sólo podemos descubrir nosotros a partir de su propia explicación 28.
Pero el poeta nos invita a concebir con él ese mundo. Ese acto de concepción se nos hace posible por la
descripción del poeta en el poema de los objetos y acontecimientos que pueblan ese mundo. Y, como he di-
cho, la invitación se hace atractiva por la inclusión de las convenciones en el lenguaje del poema.

Si se acepta la idea de que el mundo del poema es un mundo extraño, es aceptable también la idea de que
el lenguaje usado para describirlo sea diferente del que usamos para describir el mundo ordinario. Ya se han
mencionado las convenciones. Pero el uso del lenguaje metafórico en poesía encuentra también su
explicación en este hecho, ya que las metáforas someten los fenómenos a apariencias que no serían aceptadas
en nuestro mundo. Nadie habla, en nuestro mundo, «echando sapos y culebras»; la niebla, en nuestro mundo,
«no se arrastra sobre las patas de un gatito». Pero éstos y otros acontecimientos semejantes pueden ocurrir en
mundos que creamos en nuestra imaginación.

No todos los poemas se prestan tan fácilmente a una racionalización en términos de nuestra oración
dominante; tal vez no sea del todo cierto que todos los poemas representan un mundo extraño y ajeno al
nuestro. Por tanto, aunque las afirmaciones que he venido haciendo en favor del cáracter hermético, singular
y no mundanal del mundo creado en un poema son afirmaciones que aparecen constantemente en la crítica
literaria, hay ciertos problemas vin culados a tales afirmaciones. Por citar algunos tipos de poemas que no
parecen adecuarse correctamente a nuestra oración dominante, cabe citar los poemas didácticos, polémicos,
de circunstancias. Parecería que todos esos poemas en modo alguno pueden ser explicados, o que quedan mal
explicados, mediante una ilocución como Yo me imagino a mí mismo en, y te invito a concebir, un mundo en el
que... Admitamos sin más discusión que nuestra oración dominante puede, en efecto, no concordar de modo
perfecto con los contenidos de tales tipos de poesía, y que el tipo de poesía para el que se encuentra
concebida es principalmente la lírica. Pero incluso aquí, en la poesía lírica, el tipo más personal y privado de
expresión, existen dificultades a las que hay que enfrentarse. Podemos plantear el problema del modo
siguiente: ¿acaso no hay en los poemas líricos referencias a objetos y a afirmaciones del mundo real cuya ver-
dad debe juzgarse de acuerdo con criterios cotidianos? Y si esto es así, ¿no es cierto que ese hecho destruye
la fuerza y el poder explicativos que hemos estado postulando para nuestra oración dominante? ¿Necesitamos
para tales afirmaciones un poeta que se proyecte en un mundo imaginario y una invitación al lector para que
conciba dicho mundo?

A la luz de estas cuestiones, consideramos un breve poema lírico de Blake, su «Holy Thursday»
(Jueves Santo), tomado de Songs of Innocence (Canciones de Inocencia):

«'T was on a Holy Thursday, their innocent faces clean, The children walking two and two, in red and blue
and
green.
Grey-headed beadles walk'd before, with wands as white
as snow,
Till into the high dome of Paul's they like Thames's waters
flow.
O what a multitude they seem'd, those flowers of London
town!
Seated in companies they sit whith radiance all their own The hum of multitudes was there, but multitudes
of lambs, Thousands of little boys and girls raising their innocent
hands
Now like a mighty wind they raise to heaven the voice of
song,

4
Una alusión a la utilidad de la noción de «mundos posibles» en el análisis literario puede verse en Van Dijk (1972: 272).
Or like harmonious thunderings the seats of heaven
among.
Beneath them sit the aged men, wise guardians of the poor; Then cherish pity, lest you drive and ángel
from your door.

(Era un Jueves Santo, limpias sus inocentes caras, Los niños caminando de dos en dos, vestidos de rojo,
azul
y verde.
Les precedían maceros de cabellos grises, con varas tan
blancas como la nieve, Hasta inundar, como las aguas del Támesis, la alta cúpula
de Pablo.
¡Oh, qué muchedumbre parecían, esas flores de la torre de
Londres!
Colocados en grupos se sientan con su entero resplandor, Estaba allí el rumor de la multitud, pero multitud
de corderos,
Miles de niños y niñas alzando sus manos inocentes.
Ahora, como un viento poderoso elevan al cielo la voz del
canto,
O como truenos armoniosos entre los asientos celestes.
Debajo de ellos se sientan los ancianos, guardianes prudentes de los pobres;
Entonces abrigan la piedad, para que no se vaya un ángel
de tu puerta.)

Los candidatos en el poema a una referencia normal son cuatro: Jueves Santo, la Catedral de San Pablo,
el Támesis y Londres. De modo semejante, las afirmaciones que se hacen con respecto a tales referencias
parecerían susceptibles de un test veritativo normal. Blake afirma que los acontecimientos descritos en el
poema tienen lugar en Jueves Santo. En el discurso ordinario nos gustaría saber si esto fue realmente verdad,
si el hombre llamado Blake estaba en condiciones de saberlo, etc. En el contexto del poema, sin embargo,
tales cuestiones no parecen importantes o apropiadas. ¿Acaso importa, además, que la iglesia a la que se entra
sea o no la de San Pablo? Aparentemente, no. Del mismo modo, ¿no podrían haber sustituido otros nombres a
Támesis y Londres? Contrástese el estatuto de la referencia y de la verdad en este poema con el que se obten-
dría en una información periodística de un acontecimiento semejante. En este último, dependería en gran
manera de la exactitud de las referencias hechas a tiempos y lugares. En una información periodística, en
otras palabras, esperamos que el autor garantice la verdad de sus afirmaciones y la existencia de los objetos a
los que se refiere. Pero esta expectativa no se mantiene, aparentemente, en relación con los espacios y los
personajes de un poema. Las dificultades de las palabras para remitir a un referente y de las afirmaciones para
afirmar en sus modos normales es, como hemos visto, justamente lo que deberíamos esperar si el poema
comienza implícitamente con nuestra oración dominante.

Lo que muestra la exposición precedente es que el poeta, al imaginar su mundo, es libre de poblar ese
mundo con cualquier cosa que elija, tanto con objetos del mundo real como con objetos que no existen como
tales en el mundo real. Los objetos del mundo real, sin embargo, experimentan un cambio enorme al ser
transportados al mundo imaginario. Ya no están delimitados por coordenadas espaciales o por dimensiones
temporales; reciben, más bien, una delimitación implícita por su relación con los demás objetos y
acontecimientos asignados por el poeta a su mundo imaginario. De esto modo, en ese Jueves Santo, «los
niños inundaron la Catedral de San Pablo como las aguas del Támesis», «parecían una multitud», «esas flores
de Londres», «eran miles de niños», «esos corderos», «elevando al cielo una canción como un viento
poderoso». Ahora bien, no se piensa en cuestionar o confirmar la veracidad de esas apariencias, que Blake
describe en coordinación con varios lugares y tiempos del mundo real, apariencias que son aceptadas por la fe
poética. ¿Qué debemos sacar como conclusión, entonces? ¿Que hay en el poema una mezcla de referencias
del mundo real y del mundo imaginario?, o, ¿que el mundo del poema es enteramente imaginario, pero que se
han transportado al mundo del poema algunos rasgos que pertenecen normalmente al mundo real? Prefiero
esta última conclusión. En primer lugar, es más clara. Pero, además de ello, creo que la solución correcta de
ciertos problemas de interpretación depende de que optemos por esta conclusión. Consideremos el verso con
el que finaliza el poema de Blake: Then cherish pity, lest you drive an ángel from your door (Entonces abrigan
la piedad, para que no se vaya un ángel de tu puerta). Dejando aparte por el momento ciertas doctrinas
teológicas, convengamos en que un ángel sólo puede existir en un mundo imaginario. En el poema, sin
embargo, ángel es una metáfora de niño. Podría parecer, así, que en este verso tenemos un ejemplo
sorprendente de una palabra con doble posibilidad de referencia: en el mundo imaginario, a un ángel, y, en el
mundo real, a un niño, y que, por tanto, tenemos una confirmación de las posibilidades de birreferencialidad
ofrecidas por el lenguaje de un poema, es decir, de referencia tanto en el mundo real como en el mundo
imaginario. No pienso, sin embargo, que sea éste el modo en que funcione este verso. Si el lector del poema
ha estado leyendo hasta ese verso en una condición de fe poética, entonces yo diría que, al llegar al último
verso del poema, el lector considera que los dos sentidos de ángel se refieren a objetos del mundo imaginario.

Después de todo, los niños y niñas metaforizados por la pa l a b r a ángel son niños y niñas a los que el lector
sólo c o n o ce en cuanto han sido descritos en el mundo i m a g i n a r i o d e l poema; no tienen otra existencia
distinta. Si, en c o n s e cuencia, hemos de interpretar ángel como r e f e r e n c i a a ñiños y a niñas, tales niños y
niñas deben ser los que h a c e n su aparición en el mundo del poema. T o d o esto, c l a r o e s t a , no excluye la
posibilidad de que alguien, tras la lectura del poema, pueda no sentirse más caritativo hacia un niño o una
niña que lleguen a su puerta pidiendo limosna, pero eso sena un efecto secundario, derivado de haber leído el
poema, y no altera el hecho de que ángel haga r e f e r e n c i a en el poema a niños y niñas que existen en, y sólo
en, el mundo del poema. Basándome en tales c o n s i d e r a c i o n e s , llego a la conclusión de que nuestra oración
dominante funciona plenamente en el caso de los poemas líricos-

En la exposición que precede hemos hablado al mismo tiempo de la penetración del lector en otro mundo
y de su construcción de ciertas referencias a él de forma metafórica. Existe un viso de paradoja en el hecho
de tomar estas dos afirmaciones simultáneamente. Es, por tanto, preciso decir algo más sobre las condiciones
que constituyen la fe poética. M

En el poema, los niños son calificados indistintamente de flores, de corderos, de ángeles. Comprendemos estos
apelativos consecutivos como referencias metafóricas- Se nos impone esta línea de pensamiento, porque los
niños, en nuestro mundo, aunque pueden cambiar al convertirse en adultos, por ejemplo-, no pueden sufrir
tales cambios sin alterar su propia naturaleza. Pero en otros mundos posibles no hay razón por la que los
niños no puedan cambiar realmente de formas tan radicales, por las que lo que ahora es una niña no pueda
ser entonces una flor, un cordero o un ángel. Los niños «inundan» la Catedral de San , Esto Podn'a ocurrir,
literalmente, en otro mundo, por lo que llega a ser completamente innecesaria la frase comparativa «como las
aguas del Támesis». Los niños elevan al cielo la voz de un canto como m viento poderoso, como truenos
armoniosos. De nuevo, las voces elevadas de tal manera podrían ser un fenómeno completamente natural
en otro mundo, para cuya descripción habría, en el lenguaje de ese mundo, una palabra normal y no
metafórica. Puesto que, estrictamente hablando, no existen tales fenómenos en nuestro mundo, no poseemos
palabras normales para expresar dichas realidades. Repárese en la situación en la que un marciano bilingüe
tuviera que describirnos, en inglés o en español, acontencimientos y fenómenos que ocurrieran
rutinariamente en Marte pero no aquí en la Tierra. Para algunos casos podría encontrar, en inglés o en
español, una palabra que tradujera exactamente alguno de esos extraños acontecimientos; tal podría ser el
uso de Jlor, cordero y ángel como medios de hacer referencia a la distintas formas adoptadas por los niños.
En estos casos, aunque el fenómeno descrito no ocurra en la Tierra, nuestro lenguaje posee medios directos y
sencillos para describirlo. Para otros acontecimientos cabe la posibilidad de que no exista una palabra
simple, inglesa o española, para describir la realidad marciana. En estos casos, el marciano podría utilizar
una paráfrasis. Tal sería la caracterización de las voces que se elevan como un viento poderoso o como unos
truenos armoniosos. Desde este punto de vista, la descripción de los niños inundando la Catedral de San
Pablo como el río Támesis es intermedia; se podría haber prescindido de la frase comparativa. Lo que es
aquí importante, sin embargo, es que todas estas descripciones, que para nosotros son metafóricas, serían
para el marciano literalmente verdaderas.

Un poema es como un relato de un viajero que procede de fuera del espacio y del tiempo. Lo que ha
visto es la realidad de algún otro mundo. El poeta, en su estado de arrobamiento, es como un viajero. Ha
visto realidades que no tienen contrapartida en el mundo real. Su relato sobre tales realidades incluye lo que
para él son descripciones precisas y exactas de objetos que existen realmente y de acontecimientos que
tuvieron lugar efectivamente. Para nosotros, que no hemos acompañado al poeta en su estancia y que no
hemos experimentado, por tanto, la visión directa de esa otra realidad, las descripciones son metáforas. Las
metáforas, mediante una distorsión de nuestro mundo, nos capacitan para entrar en otro mundo diferente.
Son medios provisionales de conceptualizar una realidad que es distinta a la realidad de este mundo. Pero
mientras percibimos la descripción del poeta como métaforas, no es total la suspensión de nuestra
incredulidad, y no compartimos plenamente la visión del poeta. La verdadera fe poética consistiría en que
nosotros percibiéramos, con el poeta, sus descripciones como literalmente verdaderas.

LITERATURA Y ACTOS DE LENGUAJE""'29

José Domínguez Caparrós


Universidad Nacional de Educación a Distancia

Si tomamos como modelo las tres ramas de la semiótica diferenciadas por Morris —sintaxis, semántica y
pragmática30—, podemos asociar con cada una de ellas otras tantas corrientes de los estudios literarios. Y así,
podría decirse que con la semántica se asocian los estudios centrados en el contenido de la obra literaria,
mientras que con la sintaxis lo hacen las investigaciones estructuralistas. Pero a la pragmática no ha podido
encontrársele un parentesco, hasta muy recientemente, entre los estudios de la literatura, de la importancia de
las corrientes anteriores: quizá algunas observaciones de la sociología de la literatura; quizá también algunas
observaciones de la poética tradicional —cuando habla de la finalidad de la literatura (recordemos el prodesse
et delectare horaciano)-, o de la retórica -en concreto, las partes que tratan de la memoria y la actio, aunque se
refieren al discurso oratorio y no a la literatura-.

*Publicado en Anuario de Letras, 19, 1981, págs. 89-132. Texto reproducido con autorización del autor.
1
Tres eran las posibilidades con las que me encontraba para traducir la expresión inglesa S p e e c h A c t : acto lingüístico, acto de
habla, acto de lenguaje. He optado por la expresión «acto de lenguaje» por distintas razones. Principalmente porque —frente a «acto de
habla», expresión frecuentemente utilizada para traducir S p e e c h A c t — evita pensar en la dicotomía «lengua»/«habla», ya que esta
dicotomía de la lingüística estructural no es aplicable directamente a la teoría de los actos de lenguaje (cf. K. Stierle, 1977: 425). Frente a
la expresión «acto lingüístico», utilizada por Genaro R. Carrió y por Victoria Camps, creo que a c t o d e l e n g u a j e tiene un carácter
más específico y concreto. Antes de empezar conviene, pues, hacer una aclaración terminológica. Toda la terminología de esta teoría ha
sido producida dentro de la lengua inglesa. Y, dentro de esta lengua, muchos de los términos empleados son neologismos. Salvo en el
caso de «acto de lenguaje», sigo la terminología empleada por los traductores argentinos de Austin. Al final de esta traducción puede
encontrarse una lista de términos ingleses y su traducción al español. Quizá es el momento de señalar la disparidad terminológica entre
los distintos traductores y autores españoles que se refieren a la teoría de los actos de lenguaje. En algunos casos no se refieren
directamente a Austin, sino a otros teóricos. Reseño seguidamente algunos ejemplos: 1) María Luz Arrióla y Stephen Crass, en su
traducción de Schmidt, utilizan los siguientes términos: a c t o d e h a b l a , p o t e n c i a l i l o c u t i v o , a c t o i l o c u t i v o , a c t o
p e r l o c u t i v o . 2) Violeta Demonte, en su traducción de William P. Als- ton ( F i l o s o f í a d e l l e n g u a j e , Madrid, Alianza,
1974) emplea a c t o s l o c u t i v o s , a c t o s i n l o c u t i v o s y a c t o s p e r l o c u t i v o s . 3) García Berrio, en sus trabajos citados
en la bibliografía, usa indistintamente a c t o d e h a b l a , a c t o e x p r e s i v o ; m a c r o - a c t o d e e x p r e s i ó n , m a c r o -
acto de habla; sentencias macro-performativas; «acto de lenguaje» literario.
2 S e m á n t i c a : parte de la semiótica que estudia el significado de los signos, es decir, la relación entre los signos y los
d e s i g n a t a o d e n o t a d a . S i n t á c t i c a : rama de la semiótica que estudia de qué manera se combinan signos de diversas
clases para formar un signo compuesto, es decir, estudia la relación de los signos entre sí. P r a g m á t i c a : rama de la semiótica
que estudia el origen, usos y efectos de los signos, es decir, la relación de los signos y sus úsanos. Cf. O. DUCROT et T. TODOROV,
D i c t i o n n a i r e e n c y c l o p é d i q u e d e s s c i e n c e s d u l a n g a g e , París, Seuil, 1972, pág. 423; CHARLES MORRIS,
S i g n o s , l e n g u a j e y c o n d u c t a , Buenos Aires, Losada, 1962, págs. 336-339.
Parece, pues, que la pragmática era la única rama de la semiótica que quedaba por desarrollar y que,
antes o después, había de predominar en la orientación de los estudios literarios.

II

Hay que señalar también el hecho de que, sobre todo en el siglo X X , los estudios de teoría literaria han
seguido frecuentemente las pautas marcadas por los estudios lingüísticos. Y si el estructuralismo inspiró
muchas obras relacionadas con la literatura, era de esperar que, cuando nuevas corrientes lingüísticas
intentaran sustituir al estructuralismo, la teoría literaria se viera afectada igualmente. Y esto es lo que ocurre
a partir de la semántica generativa y, sobre todo, a partir de la semántica que aprovecha toda la reflexión de
los filósofos del lenguaje que se conoce como «teoría de los actos de lenguaje». Desde ese momento em-
pieza a configurarse una lingüística del uso.

Es a partir de la necesidad de una pragmática literaria y a partir de las investigaciones sobre el uso
lingüístico como empieza a desarrollarse un nuevo concepto de literatura.

III

Uno de los orígenes de los estudios lingüísticos interesados en el significado, basándose en el uso
lingüístico, se encuentra en ciertas cuestiones que se plantean sobre el lenguaje los filósofos del siglo X X . En
efecto, algunos filósofos de este siglo (Camap, Russell, Wittgenstein) piensan que en la raíz de muchos
problemas filosóficos lo que se encuentra es un problema de tipo lingüístico, siendo necesario, por tanto, el
conseguir la máxima precisión lingüística en sus planteamientos. Esto llevará a unos a elaborar -o al menos a
preconizar- un lenguaje científico o lógico puro (Carnap), mientras que otros se inclinan por un estudio más
atento del lenguaje común, con la esperanza de que del conocimiento del uso lingüístico se siga la desapa-
rición de algunos falsos problemas que se plantean a la filosofía 31.

Un grupo de filósofos de Oxford toma la segunda dirección, destacando sobre todos Austin (f 1960).
Dignas de tener en cuenta son también las aportaciones de John R. Searle a lo que se conoce como «teoría de
los actos de lenguaje».

IV

Paso a dar muy breve cuenta de la esencia de la teoría de los actos del lenguaje. Y empiezo con una
breve exposición del pensamiento de Austin, quien distingue inicialmente entre enunciados constatativos -los
que buscan solamente describir un acontecimiento- y expresiones «realizativas», cuyas características son: a)
no «describen» o «registran» nada, y no son «verdaderas» o «falsas»; y b) el acto de expresar la oración es
realizar una acción, o parte de ella, acción que a su vez no sería normalmente descrita como consistente en
decir algo. Un ejemplo de realizativo es la oración «Te apuesto mil pesetas a que llegamos tarde». El
expresar esta oración (en las circunstancias apropiadas) no es describir ni hacer aquello que se diría que hago
al expresarme así o enunciar que lo estoy haciendo, sino que es hacerlo. Al decir «te apuesto», estoy
apostando. No es verdadera o falsa, ni esta acción se concibe normalmente como el mero decir algo (no

3
Sobre la filosofía del lenguaje en el siglo XX puede verse el resumen que hace JERROLDJ. KATZ en el capítulo 3 de su F i l o s o f í a
d e l l e n g u a j e , Barcelona, Ediciones Martínez Roca, 1971, págs. 27-87. Transcribo un párrafo en el que, a mi entender, están
perfectamente señaladas las distintas orientaciones de los dos principales grupos de filósofos del lenguaje: «Los empíricos lógicos
trataron de construir lenguajes artificiales con el rigor suficiente para impedir en ellos la expresión de la metafísica. Los filósofos del
lenguaje ordinario trataron de explicar las normas usuales en que se apoya la conducta lingüística de los que no abusan de aquella
libertad» (pág. 28).
consiste esta acción en el hecho de decir «te apuesto»), sino que la expresión es realizar la acción. Para que el
acto se cumpla «siempre es necesario que las circunstancias en que las palabras se expresan sean apropiadas,
de alguna manera o maneras» 32. Si no, el acto es nulo, incompleto... Así, para que haya apuesta, es necesario
que haya sido aceptada por otro 33.

Lo interesante de todo esto es que el análisis lingüístico, si quiere descubrir qué es lo que no funciona en
un enunciado, tiene que considerar la situación total en que la expresión es emitida: el acto de lenguaje total.

A partir del hecho de la estrecha relación entre el utilizar una expresión y ejecutar un acto concreto —tal
y como se ha visto en el caso de los realizativos—; a partir del hecho de que expresiones que no tienen la
forma perfecta de los realizativos pueden ser interpretadas como realizativos (es decir, que no son
realizativos explícitos, sino realizativos primarios, como, por ejemplo, «lo haré», que puede significar
«prometo que lo haré»; o la utilización de otros recursos, como entonación, gestos, etc., que fijan el sentido
de una advertencia, un mandato, etc., como, por ejemplo, «¡Toro!», que puede significar «te advierto que vie-
ne el toro», «te mando que sujetes al toro»), llega Austin a diferenciar en el hecho de decir algo el
cumplimiento de tres tipos de actos distintos:
A. Un acto locucionario34: Consiste en expresar unos sonidos (acto fonético); expresar unas palabras,
es decir, sonidos de ciertos tipos, pertenecientes a cierto vocabulario y, por pertenecer a él, expresados en una
construcción determinada (acto fático); usar estas palabras con un sentido y referencia que equivalen
conjuntamente a «significado» (acto rético).
B. Un acto ilocucionario: Viene determinado por la manera en que se está llevando a cabo el acto
locucionario (preguntando o respondiendo, dictando sentencia, haciendo una identificación o una
descripción, etc.). Este acto se lleva a cabo al decir algo, que es diferente de realizar el acto de decir algo.
Este acto es explicitado cuando, por ejemplo, uno se plantea si una expresión tenía la fuerza de una pregunta
o debía haber sido tomada como una apreciación, una advertencia, etc. Tiene una gran importancia el
contexto en el que se emite una expresión, y, en este sentido, no hay que confundir fuerza ilocucionaria y
significado —que, como hemos visto, pertenece más bien al acto locucionario—, ni fuerza ilocucionaria y
efecto producido realmente. En este sentido, la ilocución se parafrasea con «te prometo que...», «te advierto
que...» (Austin, 1962: 148/103-104/).

C. Un acto perlocucionario: «Decir algo prodticirá ciertas consecuencias o efectos sobre los
sentimientos, pensamientos o acciones del auditorio, o de quien emite la expresión, o de otras personas. Y es
posible que al hacer algo lo hagamos con el propósito, intención o designio de producir tales efectos»
(Austin, 1962: 145/101/).

Como conclusiones cito dos de las cuatro que enumera Austin hacia el final de su obra: «A) El acto
lingüístico total, en la situación lingüística total, constituye el único fenómeno real que, en última instancia,

4
Véase Austin, 1962: 49/8-9/.
5
Algunas de las cosas necesarias para el funcionamiento afortunado de un realizativo son: <o4.1) Tiene que haber un
procedimiento convencional aceptado, que posea cierto efecto convencional; dicho procedimiento debe incluir la emisión de ciertas
palabras por parte de ciertas personas en ciertas circunstancias. Además, A . 2) En un caso dado, las personas y circunstancias
particulares deben ser las apropiadas para recurrir al procedimiento particular que se emplea. B 1) El procedimiento debe llevarse a cabo
por todos los participantes en forma correcta, y B. 2) en todos sus pasos. T. 1) En aquellos casos en que, como sucede a menudo, el
procedimiento requiere que quienes lo usan tengan ciertos pensamientos o sentimientos, o está dirigido a que sobrevenga cierta conducta
correspondiente de algún participante, entonces quien participa en él y recurre así al procedimiento debe tener en los hechos tales
pensamientos o sentimientos, o los participantes deben estar animados por el propósito de conducirse de la manera adecuada, y, además,
I :l) los participantes tienen que comportarse efectivamente así en su opoi tunidad» (Austin, 1962: 56/14-15/).
6Podría pensarse en sustituir el neologismo l o c u c i o n a r i o e igualmente i l o c u c i o n a r i o , p e r l o c u c i o n a r i o — por otro
que, dentro del español, tendría la ventaja de formar un paradigma con o r a c i o n a l , y, en este caso, tendríamos la serie:
l o c u c i o n a l , i n l o c u c i o n a l , p e r l o c u c i o n a l (o locutivo, ilocutivo, p e r l o c u t i v o ) . Sin embargo, para evitar la
multiplicidad de términos, sigo la traducción de Genaro R. Carrió y Eduardo A Rabossi, como ya observé antes.
estamos tratando de elucidar. B) Enunciar, describir, etc., sólo son dos nombres, entre muchos otros que
designan actos ilocucionarios; ellos no ocupan una posición única» (Austin, 1962: 196/148- 149/).

El otro filósofo que profundiza en la teoría de los actos de lenguaje es John R. Searle, quien ya hace
observaciones más precisas acerca del significado y el uso lingüísticos. Para Searle, «hablar una lengua es
adoptar una forma de comportamiento regida por reglas y estas reglas son de una gran complejidad» (Searle,
1969: 48/12/). Distingue Searle entre: a) hablar (por ejemplo, «esto es una hoja de papel»); b) hablar para
caracterizar (por ejemplo, «papel es un nombre»); y c) hablar para explicar (por ejemplo, «el artículo
concuerda con el nombre en género y número»). Como hipótesis de trabajo, sostiene que hablar una lengua
es realizar actos de lenguaje, y que estos actos son posibles por la evidencia de ciertas reglas que rigen el
empleo de los elementos lingüísticos. Los actos se realizan conforme a estas reglas (Searle, 1969: 52/16/).

Toda comunicación de naturaleza lingüística implica actos de naturaleza lingüística. La unidad de


comunicación lingüística no es —como se supone generalmente— el símbolo, la palabra o la frase —ni
incluso una manifestación de símbolo, de palabra o de frase—, sino la producción o la emisión del símbolo,
de la palabra o de la frase en el momento en que se realiza el acto de lenguaje. Es decir, la producción o la
emisión de una ocurrencia de frase en ciertas condiciones es un acto de lenguaje, y los actos de lenguaje son
las unidades mínimas de base de la comunicación lingüística.

Modifica un tanto la concepción de Austin (no acepta, por ejemplo, la distinción entre acto ilocucionario
y acto locucionario) y propone distinguir, dentro del acto de lenguaje, tres tipos de actos: actos de expresión
[utterance actsj: enunciar palabras (morfemas, oraciones); actos proposiciones [propositional acts]: referir,
predicar; actos ilocucionarios: afirmar, ordenar, preguntar, prometer... (Searle, 1969: 61/23-24/). A éstos hay
que añadir la noción de acto perlocucionario tal y como lo caracteriza Austin.

Otra precisión de Searle consiste en diferenciar entre reglas constitutivas [constitutive rules] y reglas
normativas [regula tive rules]. Las reglas normativas rigen formas de comportamiento preexistentes o que
existen de forma independiente (las reglas de cortesía, por ejemplo). Así, en los juegos hay reglas que son las
que definen el juego como tal, y hay reglas que seguirán los buenos jugadores para ganar (se trata de reglas
que aconsejan lo que se debe hacer). Pues bien, hablar una lengua es llevar a cabo actos conforme a unas
reglas. Dice Searle:
Esta hipótesis se presentará bajo la forma siguiente: por una parte, la estructura semántica de una lengua
puede ser considerada como la actualización, siguiendo unas convenciones, de una serie de conjuntos de
reglas constitutivas subyacentes, y, por otra parte, ios actos de lenguaje tienen como característica el ser
llevados a cabo por el enunciado de expresiones que obedecen a estos conjuntos de reglas constitutivas
(Searle, 1969: 76/37/).

Ya tenemos esbozadas la directrices de la teoría de los actos de lenguaje. Teoría esta que entra dentro de
una filosofía del lenguaje 35.

7
Un resumen y breve discusión de la teoría de Searle, aparte de referencias constantes a este autor, pueden encontrarse en SIEGRIED J.
SCHMIDT, T e o r í a d e l t e x t o , págs. 57-62. Para una información sobre desarrollos posteriores de la teoría de los actos de lenguaje
y su lugar dentro de la teoría del texto, véanse las páginas 115-127 de esta misma obra. Una buena introducción a la utilización de la
teoría de los actos de lenguaje dentro de la lingüística se puede encontrar en el número 17 de L a n - g a g e s , que lleva por título
«L'énonciation». Sobre los actos de lenguaje en general, puede verse también la teoría de otro filósofo, anterior a Searle: WILLIAM P.
ALSTON, F i l o s o f í a d e l l e n g u a j e . Versión española de Violeta Demonte, Madrid, Alianza Editorial, 1974, págs. 55-77. Para mi
propósito es suficiente con el resumen que he hecho de las teorías de Aus tin y Searle.
VI

¿Qué lugar ocupa —o puede ocupar— la literatura, en cuanto comportamiento lingüístico, dentro de esta
teoría? Empecemos reseñando las opiniones acerca de la literatura expresadas por estos autores. Casi siempre
se trata de alguna que otra alusión.

Austin, cuando está caracterizando los verbos realizativos (apuesto, prometo, etc.), trata de los efectos
que producen en el acto de lenguaje las infracciones de alguna o algunas de las normas señaladas para su
éxito, produciéndose automáticamente el infortunio del acto de lenguaje. Pues bien, en un momento habla de
tipos de deficiencias que afectan a todas las expresiones, y no sólo a las realizativas. Dice Austin:
Una expresión realizativa será hueca o vacía de un modo peculiar si es formulada por un actor en un
escenario, incluida en un poema o dicha en un soliloquio. Esto vale de manera similar para todas las
expresiones: en circunstancias especiales como las indicadas, siempre hay un cambio fundamental de ese
tipo. En tales circunstancias el lenguaje no es usado en serio, sino en modos o maneras que son
dependientes de su uso normal. Estos modos o maneras caen dentro de la doctrina de las decoloraciones
del lenguaje (Austin, 1962: 63/22/).

Para mi propósito interesa señalar que la literatura es un uso —pero no un dialecto, puesto que toda
expresión puede ser decolorada— del lenguaje, dependiente de su uso normal, es una decoloración del
lenguaje, se produce en circunstancias tales que pierden su fuerza las expresiones realizativas y todas las
expresiones lingüísticas, adquiriendo, de esta manera, un sentido especial, distinto. La literatura, pues, es una
circunstancia especial del lenguaje.

Más adelante, al referirse a las circunstancias que rodean el «emitir una expresión», vuelve a aludir a la
circunstancia especial en que consiste la literatura, cuando escribe a pie de página:

Aunque no la mencionaremos en todos los casos, debe tenerse presente la posibilidad de «decoloración»
del lenguaje, tal como ocurre cuando nos valemos de él, en una representación teatral, al escribir una
novela o una poesía, al citar o al recitar (Austin, 1962: 136, n. 7 /92, n. 2/).

Notemos que, junto a una enumeración de los tres grandes géneros en que se suele dividir la literatura —
lo cual puede tomarse como una sustitución del concepto «literatura»—, encontramos usos miméticos del
lenguaje, usos en que el hablante no enuncia palabras propias, sino de otros, como pueden ser el citar o el
recitar.

Según lo dicho, podría pensarse que las circunstancias especiales que decoloran el lenguaje —las
circunstancias de la literatura, entre otras— podrían constituir a este uso en un acto ilocucionario que
podríamos describir así: al decir p (novela, poema, pieza teatral) estaba escribiendo literatura. Si esto fuera de
esa forma, la literatura podría ser descrita como un tipo de acto ilocucionario con sus reglas constitutivas
propias, del tipo de las señaladas para «prometer», «apostar», etc. Austin dice explícitamente que esto no es
posible, que la literatura no es un uso normal del lenguaje, que no es la expresión de un acto ilocucionario —
en cuyo caso tendría unas reglas lingüísticas propias—, sino que es un uso «parásito», no un uso «normal
pleno» 36.

8
En palabras de Austin: Para dar un paso más, aclaremos que la expresión «uso del lenguaje» puede abarcar otras cuestiones además de
los actos ilocucionarios y perlocucionarios. Por ejemplo, podemos hablar del «uso del lenguaje» p a r a algo, por ejemplo, para bromear.
Y podemos usar «al» de una manera que difiere en mucho del «al» ilocucio- nario, como cuando afirmamos que «al decir "p" yo estaba
bromeando», o «representando un papel» o «escribiendo poesía». O podemos hablar de un «uso poético del lenguaje» como cosa distinta
del «uso del lenguaje en poesía». Estas referencias al «uso del lenguaje» nada tienen que ver con el acto ilocucionario. Por ejemplo, si
digo «ve a ver si llueve», puede ser perfectamente claro el significado de mi expresión y también su fuerza, pero pueden caber dudas
muy serias acerca de estos otros tipos de cosas que puedo estar haciendo. Hay usos «parásitos» del lenguaje, que no son «en serio», o no
En conclusión, si yo interpreto bien las palabras de Austin, la literatura no es asimilable a un acto normal
de lenguaje, en cuyo caso habría que especificar unas propiedades lingüísticas características de este uso —es
decir, unos actos fáticos (morfología y sintaxis); unos actos ilocucionarios (escribo literatura: es decir, el
escribir literatura tendría entidad propia, lo mismo que el prometer de «prometo», en cuyo caso lo literario se
impondría con la misma evidencia con que se impone una promesa en el uso normal de «yo prometo»); unos
actos perlocucionarios (la literatura perseguirá unos efectos determinados y concretos por el hecho de
expresarse)—, sino que es un uso parásito del lenguaje; es un uso de actos de lenguaje en circunstancias
especiales. El quid de la literatura está en las circunstancias y no en su realidad lingüística intrínseca.

VII

En la misma línea de Austin se sitúan las alusiones que hace Searle a la literatura en su obra. Así, por
ejemplo, cuando habla de comunicación lingüística como empleo estricto y literal del lenguaje:
Opongo los empleos «estrictos» al hecho de representar un papel en el teatro, enseñar una lengua, recitar
un poema, ejercitarse en la pronunciación, etc., y opongo «literal» a metafórico, irónico, etc. (Searle, 1969:
98, n. 4/57, n. 4).
Bromear o representar un papel son formas parásitas de comunicación y, por tanto, hay que suponer que su re-
ferencia o su significado no tienen que ver con la situación concreta de producción de estas expresiones.

El estatuto de la literatura con respecto a la realidad se nos aclara bastante cuando trata de la
«referencia» como acto de lenguaje y aborda el problema de los discursos parásitos. Conviene detenerse un
poco a examinar esta teoría. Básica es la distinción entre expresión referencial y empleo referencial. Y así,
una expresión referencial no tiene en todos sus empleos dentro del discurso un valor referencial. Por
ejemplo: (1) «Sócrates era un filósofo» y (2) «Sócrates tiene ocho letras». En el primer caso, el nombre
propio —el ejemplo más claro de expresión referencial— es utilizado en su empleo normal, el que hace
referencia a un hombre particular. En el segundo caso, el nombre propio no es utilizado en su empleo
normal, sino que es el objeto de un discurso. Señalada la diferencia entre expresión referencial y empleo
referencial, se puede pasar a analizar uno de los axiomas generalmente admitidos respecto a referencia y a
las expresiones referenciales y que puede ser formulado así: todo aquello a lo que se hace referencia debe
existir (axioma de existencia). Este axioma da lugar a la paradoja de que, para poder negar la existencia de
una cosa, esta cosa debe existir. Por ejemplo: «La montaña Dorada no existe». Si se admite el axioma de
existencia y se admite también que las tres primeras palabras de la frase son utilizadas para referir, la
afirmación negaría sus propias presuposiciones, porque, para poderla afirmar, debe ser falsa. Esta paradoja
deja de existir si se dice que la expresión «la montaña Dorada» no es utilizada para referir cuando es el sujeto
de una proposición existencial. De aquí que el axioma de existencia tenga validez, desde el momento en que
se afirma que las expresiones sujeto de las frases existenciales no pueden ser utilizadas para referir. (La
solución de esta paradoja se debe a Russell).

Ahora bien, concediendo que las expresiones referenciales no sean utilizadas para referir las frases existenciales,
sigue, sin embargo, siendo posible utilizar expresiones referenciales para referirse a objetos que no existen, en frases no
existenciales, con lo que el axioma de existencia caería por su base. Es el caso de los seres de ficción 37. Se puede hacer

constituyen su «uso normal pleno». Pueden estar suspendidas las condiciones normales de referencia, o puede estar ausente todo intento
de llevar a cabo un acto perlocucionario típico, todo intento de obtener que mi interlocutor haga algo. Así, Walt Whitman no incita
realmente al águila de la libertad a remontar vuelo (Austin, 1962: 148/104/).
9
Dice Searle: «¿No puede uno referirse a Papá Noel y a Sherlock Holmes aun cuando ninguno de los dos existe o no ha existido nunca?
La referencia a seres de ficción (pertenezcan a la novela, a la leyenda o a la mitología, etc.) no constituye un contra-ejemplo. Se puede
hacer referencia a estos seres en tanto que p e r s o n a j e s d e f i c c i ó n precisamente porque e x i s t e n e n e l m u n d o d e l a
f i c c i ó n . Para hacer más claro este punto, es necesario hacer una distinción entre la conversación normal que se relaciona con la
realidad y las formas de discurso parásito, como en el discurso de novela, de teatro, etc. [...]. Para prevenir dos errores que podrían
cometerse, quisiera insistir sobre el hecho de que mi concepción de las formas parásitas de discurso no implica ningún cambio de signi-
ficación para las palabras u otros elementos lingüísticos empleados en el discurso de la ficción [...]. En segundo lugar, el hecho de que
existan personajes de ficción como Sherlock Holmes no nos compromete en absoluto a considerar que tal personaje exista en algún
referencia a ellos en tanto que seres de ficción, porque existen en el mundo de la ficción. Para entender esto, se diferencia
entre la conversación normal —que se refiere a la realidad— y las formas de discurso parásito, como el de la novela,
teatro, etc.

En una conversación normal no puede uno referirse a Sherlock Holmes y decir: «S. H. cena en mi casa
esta noche». Y en el universo del discurso, aunque se puede decir «S. H. llevaba un sombrero de cazador»,
no se está haciendo referencia alguna a la realidad, sino a ese mundo de ficción. Ahora bien, y por eso no es
posible decir «S. H. cena en mi casa esta noche», porque «esta noche» me introduce en el discurso que se
refiere a la realidad; y tampoco es posible decir «La señora Holmes llevaba un sombrero de cazador», porque
en el mundo de la ficción no existe tal «señora Holmes» (S. H. es soltero). Así, en el discurso sobre la
realidad, ni «S. H.» ni la «señora Holmes» hacen referencia a nada; en el discurso de la ficción, «S. H.» tiene
una referencia y la «señora Holmes», no. Por tanto, el axioma de existencia se aplica al discurso de la ficción
—puede uno re

mundo suprasensible o que esté dotado de un modo de existencia particular. Sherlock Holmes no existe —esto es un hecho—, pero esto
no se opone a que exis- ta-en-el-mundo-de-la-ficción» (Searle, 1969: 122-123 /78-79/).
ferirse a lo que existe en ese mundo de la ficción—, lo mismo que al discurso sobre la realidad 38.

Ahora bien, el reconocimiento de este mundo de ficción no implica ningún cambio de significación para
las palabras u otros elementos lingüísticos empleados en el discurso de la ficción. En todo caso, si las
convenciones que tienen que ver con la significación de los elementos lingüísticos pueden ser representadas
con convenciones establecidas verticalmente y que ligan las frases a la realidad, es preferible representarse
las convenciones tácitas del discurso de la ficción como convenciones establecidas lateral u horizontalmente
que llevan el discurso fuera del mundo de la realidad. Así, en «Caperucita Roja» roja significa 'roja'. Las
convenciones del mundo de la ficción no determinan, pues, ningún cambio en la significación de las palabras
o de otros elementos lingüísticos.

VIII

Como conclusión, se puede decir que los dos máximos teorizadores de los actos de lenguaje coinciden en
ver la literatura como un uso parásito del lenguaje, pero sin que este uso entrañe peculiaridades lingüísticas
sistemáticas.

IX

Dentro del terreno de la filosofía, me voy a referir finalmente a Victoria Camps, quien utiliza la teoría de
los actos de lenguaje para su análisis del lenguaje religioso. Relaciona el lenguaje literario y otros tipos de
lenguaje que constituyen lo que Austin, según hemos visto, llama «usos parásitos». Concibe el lenguaje
religioso, que es el que va a analizar, de la siguiente manera:

Partimos, pues, del supuesto de la naturaleza «anormal» del discurso o lenguaje religioso. Sus normas o
criterios de significación no son las que gobiernan el uso común del lenguaje (Camps, 1976: 187 188).

Lo mismo que analiza el lenguaje religioso, podrían analizarse, piensa Victoria Camps, otros lenguajes
—entre ellos el poético—, según dijo antes:

Pues la teoría austiniana de los tres tipos de acto lingüístico proporciona una base excelente para
encuadrar al discurso literario. Efectivamente, parece irse perfilando una tendencia en tal sentido, que pone
de relieve el carácter peculiar y propio de la comunicación literaria, donde, desde la producción del texto
hasta su recepción, se entremezclan una serie de factores y elementos que configuran una historia y unas
reglas específicas. El texto literario no respeta ni necesita respetar los presupuestos más elementales de la
comunicación pura y simple. Los actos lingüísticos que lo constituyen son, en definitiva, ficticios,
imitaciones de otros actos considerados comúnmente como más «reales». De ahí que en el contexto
literario pierdan su valor original para convertirse en actos distintos, de diverso tipo, obedientes a otros
criterios (Camps, 1976: 60-61).

Y a pie de página cita los trabajos de Teun A. van Dijk como representativos de esta tendencia que
estudia el carácter peculiar de la comunicación literaria 39.

10
Notemos que, dentro de la doctrina clásica de la literatura, se admite la existencia de una verosimilitud literaria. Según esto, no es
posible tratar un tema tradicional —o un personaje— y no respetar los hechos —o los caracteres— que configuran tal tema.
11 También se puede citar el análisis teórico que hace Lázaro Carreter sobre la peculiaridad de los
factores de la comunicación literaria, siguiendo el esquema de la comunicación propuesto por
Las alusiones al lenguaje poético señaladas en la obra de Victoria Camps pueden servimos de puente para
el apartado siguiente, en el que vamos a pasar revista a la utilización que hacen los teóricos de la literatura de
la teoría de los actos de lenguaje.

Conviene hacer una relación de los trabajos-en que se tiene en cuenta la teoría de los actos de lenguaje.
Huelga decir que forzosamente ni es, ni pretende ser, completa, pero puede ser significativa respecto de la
época en que parece iniciarse un cambio en la hasta hace poco dominante orientación estructuralista de los
estudios de teoría literaria. La relación irá acompañada de un resumen de los problemas tratados que se
vinculan con la teoría de los actos de lenguaje.

A) Richard Ohmann

Ohmann tiene el mérito de haber sido uno de los primeros autores que ha prestado atención a la teoría de
los actos de lenguaje y sus posibilidades a la hora de estudiar la literatura. Ohmann es un teórico siempre
atento a estudiar la literatura a la luz de la lingüística: sean testigos sus importantes trabajos de estilística
generativa.

En el primer artículo de Ohmann referido a la cuestión que nos interesa en el presente trabajo lleva por
título «Speech acts and the definition of literature»'"'. Este artículo -aunque criticado desfavorablemente por
Mary Louise Pratt por no despegarse aún de los puntos de vista estructuralistas- es interesante por hacer una
utilización de la teoría de los actos de lenguaje que puede guiar a muchos analistas del estilo literario.

Entendiendo la literatura como «literatura imaginativa» (novela, cuento, obras de teatro, poemas) y
prescindiendo de su calidad, observa Ohmann que las condiciones de propiedad señaladas por Austin para los
actos ilocucionarios no se aplican a las afirmaciones hechas en los textos literarios. Y fallan en su aplicación
a la literatura estas condiciones de propiedad porque la literatura no tiene ninguna füerza ilocucionaria. Se
trata, pues, de «casi actos de lenguaje». Dice Ohmann:

El escritor finge referir el discurso y el lector acepta el fingimiento. Concretamente, el lector construye
(imagina) un hablante y una serie de circunstancias que acompañen al casi-acto-de-lenguaje, y lo hace
afortunado (o desafortunado -por haber narradores caprichosos, etc.-)... Una obra literaria es un discurso
cuyas frases carecen de las fuerzas ilocucionarias que normalmente se le asociarían. Su fuerza
ilocucionaria es mimética. Con «mimética» quiero decir intencionadamente imitativa. Concretamente, una
obra literaria intencionadamente imita (o refiere) una serie de actos de lenguaje, que de hecho no tienen
otra existencia. Al hacer esto, induce al lector a imaginar un hablante, una situación, un grupo de
acontecimientos dependientes, etc.» (Ohmann, 1971: 14 /Pratt, 1977: 89-90). (Págs. 28-29 del presente
volumen).

La objeción de Mary Louise Pratt consiste en señalar que, aunque las características señaladas por
Ohmann para la literatura son ciertas, sería necesario demostrar que sólo se dan en ella y que siempre que se
produce un uso ficticio del lenguaje estamos ante una manifestación literaria. Pero, de hecho, en la
conversación de todos los días nos encontramos con situaciones supuestas (ejemplos, hipótesis, ironías) que

Jakobson. Véase “¿Qué es la literatura?”, trabajo al que me referiré más adelante. Las conclusiones
de Lázaro Carreter son, en muchos puntos, similares a las de Austin y Searle.
no por eso son consideradas literarias. Porque, en definitiva, no es que la literatura carezca de contexto, sino
que ella constituye un contexto también, un elemento contextual 40.

Lo que hace Ohmann, en realidad, es utilizar la teoría de los actos de lenguaje de la misma forma como
en trabajos anteriores había utilizado la lingüística generativa, es decir, como una teoría que se podía aplicar a
una descripción estilística. Por eso no es de extrañar que no pueda hablarse de actos de lenguaje en el caso de
la literatura, sobre todo si recordamos que ya el mismo Austin deja fuera de su teoría estos usos parásitos, que
sólo pueden ser descritos correctamente teniendo en cuenta sus circunstancias especiales.

B) Mary Louise Pratt

El trabajo más interesante —que yo conozca— entre los hasta ahora desarrollados sobre la literatura,
desde el punto de vista de la teoría de los actos de lenguaje, es el de Mary Louise Pratt, titulado Toivard a
speech act theory of literary discourse (1977). Su propósito es hablar de la literatura en los mismos términos
en que la gente suele hablar de las otras cuestiones relacionadas con el lenguaje (Pratt, 1977: VII). Se trata,
pues, de extender la teoría lingüística —en este caso la teoría de los actos de lenguaje— hasta el uso
literario del lenguaje. De esta forma se borrarían las fronteras entre lenguaje literario y lenguaje no
literario. Y precisamente el capítulo I está dedicado a criticar la concepción del lenguaje literario propia de
los formalistas, la Escuela de Praga y sus descendientes. Pues, para Mary Louise Pratt, el lenguaje literario
debe entenderse como un uso del lenguaje y no como una clase de lenguaje. Naturalmente, este uso puede
ser comprendido dentro de una lingüística del uso. Es el caso de la teoría de los actos de lenguaje.

Descendiendo al ámbito del campo literario que constituye el objeto concreto de su análisis —la
narración—, observa cómo estructuralmente no hay diferencias entre lo que se entiende por narración
natural —tenida por no literaria— y la narración literaria. Para demostrar esto, se basa en el modelo de
narración natural propuesto por Labov según el cual una narración natural consta de las siguientes partes:
abstracción, orientación, complicación de la acción, evaluación, resultado o resolución, coda (Pratt, 197 7:
45). Al poderse aplicar perfectamente este esquema al estudio de la narración literaria —cosa que hace M.
L. Pratt en las páginas siguientes—, se impone la conclusión de que

muchos de los procedimientos que los tratadistas de poética creían que constituían la «literariedad» de
las novelas no son en absoluto «literarios». Aparecen en las novelas, no porque son novelas (i.e.
literatura), sino porque son miembros de alguna otra categoría más general de actos de lenguaje. En
otras palabras, la organización «poética» o estética de las novelas no puede identificarse directamente o
derivarse de su «literariedad» y no puede, por tanto, ser usada para definirlas como literatura (Pratt,
1977: 69).

Y como conclusión más general:

Las semejanzas formales y funcionales entre la narración literaria y la natural pueden especificarse en
términos de semejanzas en la situación lingüística, y sus diferencias pueden identificarse en términos de
diferencias en esta situación (Pratt, 1977: 73).

12
Una caracterización igual de la literatura hace OHMANN en su trabajo «Speech, action, and style», cuando dice que «la literatura puede
d e f i n i r s e como un discurso en el cual los actos en apariencia ilocuciona- rios son hipotéticos. Alrededor de estos actos, el lector,
utilizando su conocimiento preciso de las reglas que rigen los actos ilocucionarios, construye los locutores y las circunstancias
hipotéticas —el mundo de ficción— que darán sentido a los mismos actos» (Chatman, 1971: 254 / P o é - t i q u e , 17:16). Parece que
Ohmann rectifica un tanto su posición en un trabajo posterior, que no he podido consultar aún y que lleva por título «Speech, literature
and the space between» (págs. 35-57 del presente volumen). Para un conocimiento de la labor desarrollada por Ohmann dentro de la
estilística generativa, véase L a n g a g e s , 51, 1978, y mi trabajo c r í t i c a l i t e r a r i a , Madrid, UNED, 1978, Temas XXIX y XXX.
Por tanto, hay que acudir a una teoría lingüística que estudie las diferentes situaciones del uso
lingüístico. Mary Louise Pratt dedica todo un capítulo a esta teoría, que para ella no es otra que la de los
actos de lenguaje. ¿Qué modificaciones produce y qué ventajas tiene esta teoría en la consideración de la
literatura?

1. La literatura misma es un contexto lingüístico: por tanto -lo mismo que ocurre con cualquier
manifestación lingüística-, la forma en que se producen y se entienden las obras literarias depende en gran
medida de sobrentendidos, conocimientos culturales de las reglas, convenciones y expectativas que están en
juego cuando el lenguaje es usado en este contexto. Por ejemplo, una información contextual puede ser
nuestro conocimiento del género literario al que pertenece una obra.
2. De esta forma no hay necesidad de asociar una «literariedad» directamente con propiedades
formales del texto, sino, en todo caso, con una disposición especial del hablante y del oyente hacia el
mensaje, disposición que sería característica de la situación lingüística literaria. Pues es el lector el que
orienta el mensaje en una situación lingüística literaria, y no el mensaje el que se orienta a sí mismo. Lo
mismo que es el hablante, y no el texto, quien invita e intenta controlar o manipular esta orientación de
acuerdo con su propia intención y no con la del texto.
3. Con un acercamiento a la literatura a través de la teoría de los actos de lenguaje, se está en
condiciones de describir y definir la literatura con los mismos términos que se usan para describir y definir
cualquier otra clase de discurso. Dice M. L. Pratt:
En una palabra, un acercamiento a la literatura a través del acto de lenguaje ofrece la importante
posibilidad de integrar el discurso literario en el mismo modelo básico de lenguaje que todas nuestras
demás actividades comunicativas (Pratt, 1977: 88).

Y de esta forma se llega a la cuestión central: la descripción de la situación lingüística de la literatura.


Para esto utiliza algunos principios generales del discurso elaborados por los teóricos de los actos de
lenguaje y por los sociolingüistas. (Nótese aquí ya un cierto deslizamiento fuera de la estricta teoría de los
actos de lenguaje.)

a) Una cuestión que surge inmediatamente, y que parece diferenciar de forma radical la literatura
de las otras formas comunicativas, es la cuestión de la no participación. Pero esta no participación
no es exclusiva de la literatura, sino que también se da, por ejemplo, en la narración oral o en las
intervenciones públicas (conferencias, etc.). Si en toda conversación hay una regulación
implícita de los turnos de intervención, en los casos de la narración oral o de las conferencias
públicas, dado que se va a utilizar más tiempo del normal en un tumo de intervención, también
hay procedimientos para pedir permiso o para justificar esta intervención desmesurada por
razones de interés, curiosidad, etc. Esta es la función que desempeñan, por ejemplo, las ac-
tuaciones de un presentador, o los programas de un espectáculo que se entregan antes del
comienzo. Pues bien, en la situación literaria de lenguaje ocurre lo mismo: un solo hablante
accede al ruedo. Entonces, para justificar esta apropiación unilateral de la palabra, es necesaria
una justificación o una petición de permiso. Esta función es desempeñada por los títulos, los
subtítulos, los resúmenes, o por la atención que el autor dirige al lector (notas previas al lector,
interrupciones del tipo «querido lector», etc.). Se trata de ganarse al público para que preste
gustoso su atención.
b) Una de las peculiaridades más importantes de la obra literaria es su carácter definitivo. Es decir,
el hecho de que haya llegado a publicarse y que este hecho presidía la intención del trabajo que
es reconocido como literario. Sabido es que en este terreno se encuentra uno con factores
sociales que son los determinantes a la hora de la selección de los trabajos que entran en la
institución literaria. Editores y críticos median entre el escritor que quiere hablar y el público.
Estos procedimientos, que son aplicables a todo trabajo publicable, no son, pues, exclusivos de
la literatura, y constituyen lo que en la teoría de los actos de lenguaje se llama «procedimiento
convencional». El reconocimiento de la importancia de estos «procedimientos convencionales»
en el acto literario de lenguaje tiene las siguientes implicaciones para la teoría literaria general:
1) La noción de literatura es normativa; 2) No es necesario preocuparse por el problema de la
«literariedad», pues son las personas que leen, juzgan, escriben y editan quienes hacen de una
obra literaria una obra de arte 41.
c) A partir de este momento, aplica al estudio de la literatura la teoría de Grice (Logic and conversation,
1967) sobre el Principio de Cooperación y las reglas de la conversación. No vamos a entrar en el
análisis detallado de esta teoría y su aplicación a la literatura. Nos limitaremos a transcribir la
descripción del acto literario de lenguaje:
Dado su conocimiento de cómo las obras literarias llegan a producirse, el lector tiene derecho a asumir,
entre otras cosas, que el escritor y él están de acuerdo sobre el «propósito de intercambio»; que el escritor
era consciente de las condiciones de propiedad para la situación literaria de lenguaje y para el género que
ha elegido; que cree que esta versión del texto cumple con éxito su propósito y es «interesante» para
nosotros; y que al menos algunos lectores están de acuerdo con él, especialmente los editores y, quizá, el
profesor que mandó el libro o el amigo que lo recomendó (Pratt, 1977: 173).

Como se ve, encontramos una descripción del acto literario de lenguaje en términos similares a los
empleados por los filósofos de los actos de lenguaje cuando caracterizan los distintos tipo de actos
ilocucionarios 42. Todo esto tiene implicaciones, no sólo para el concepto de literatura, según hemos visto
anteriormente, sino también para la ciencia de la literatura. Recordemos las palabras con que termina M. L.
Pratt su obra:

Si queremos tener una «ciencia de la literatura», como reclamaban los Formalistas Rusos, deberíamos
comprender desde el principio que esta ciencia será una ciencia social, no una ciencia matemática (Pratt,
1977: 223).

C) Tzvetan Todorov

Uno de los últimos trabajos de T. Todorov comienza con el replanteamiento de la noción de literatura. Y
aunque allí no hay una referencia explícita a la teoría de los actos de lenguaje —referencia, por otra parte,
que se encontrará en otros lugares del libro—, es evidente el contacto con tal teoría. Sostiene Todorov que la
noción de literatura debe ser replanteada por varias razones: primero, por una razón empírica, pues no se ha
hecho aún ni la historia de esta palabra, ni la de sus equivalentes en todos los lugares del mundo y en todas
las épocas; segundo, porque numerosas lenguas, sobre todo en África, no conocen un término genérico para
designar todas las producciones literarias; tercero, porque la dispersión que conoce actualmente el campo
literario hace muy difícil decidir qué es literatura y qué no lo es.

La certeza de la literatura nos viene sola y exclusivamente de la experiencia: librerías, universidad,


conversaciones sobre literatura. Es decir, la noción funciona en el nivel de las relaciones intersubjetivas y
sociales. Pero ¿tiene una identidad estructural? Si, por una parte, la noción de imitación es muy discutible,
por la otra, es difícil sostener que la literatura sea un lenguaje sistemático que atrae la atención sobre sí
mismo. Por tanto, más que de «literatura», habría que hablar de tipos de discurso y, en este sentido, podría
decirse que el parentesco entre un tipo de discurso calificado normalmente de «literario» y otro «no li-
terario» puede ser mayor que el que este tipo de discurso pueda mantener con otros tipos de discursos
literarios. Por ejemplo: hay más parecido entre cierto tipo de poesía lírica y la oración, que entre esta misma
poesía y la novela histórica que escribe Galdós en los Episodios Nacionales.

13
El carácter i n s t i t u c i o n a l de la literatura será puesto de relieve también por los representantes de la «estética de la recepción»,
por Todo- rov y por E. W. Bruss, según veremos. Puede consultarse también, a propósito de esta cuestión y su relación con los géneros
literarios, PH. LE- JEUNE, L e p a c t e a u t o b i o g r a p h i q u e , París, Seuil, 1975, págs. 311-341.
14
Veamos, por ejemplo, cómo Searle describe el tipo de acto ilocucionario AGRADECER, donde se dan los siguientes tipos de reglas: 1)
De contenido proposicional: Acto pasado C llevado a cabo por A . 2) Preliminar: C ha sido provechoso para L (locutor) y L piensa
que C le ha sido provechoso. 3) De sinceridad: L está agradecido por C o ha apreciado C . 4) Esencial: se reduce a expresar su
reconocimiento o su apreciación. Aunque, evidentemente, los esquemas no son los mismos —M. L. Pratt sigue el esquema de la
conversación dado por Grice—, creo que puede apreciarse el tipo de análisis que se hace y sus semejanzas (Searle, 1969: 109/67/).
Como conclusión, pues, se impone una negación de la noción estructural de «literatura»; la negación de
la existencia de un «discurso literario», homogéneo; la afirmación de la existencia de numerosos tipos de
discursos. La noción de discurso hay que entenderla como el lado estructural del concepto funcional de
«uso» (del lenguaje). Y así, una propiedad verbal facultativa en el nivel de la lengua se puede convertir en
obligatoria en el discurso, al tiempo que la elección que hace una sociedad, entre todas las codificaciones
posibles del discurso, determina lo que se llamará su sistema de géneros. Por eso, en el caso de la literatura,
resulta imposible hablar de reglas propias exclusivamente de las manifestaciones intuitivamente calificadas
de «literarias» (es decir que no se ven cuáles pueden ser las reglas comunes a la lírica y a la novela histórica,
por ejemplo), mientras que es posible hablar de reglas comunes a distintos géneros. Y esto es lo que en
realidad ha ocurrido en distintas caracterizaciones de la literatura: Aristóteles, por ejemplo, cuando
caracteriza estructuralmente la literatura como «imitación», lo que hace es caracterizar dos tipos de relato
(epopeya y tragedia, no poesía); Jakobson, por ejemplo, cuando habla de lenguaje sistemático (función
poética), se está refiriendo más bien a la poesía, y no al relato. Por eso, las dos definiciones estructurales de
poesía —como imitación o como lenguaje sistemático— no se pueden aplicar a toda la literatura, sino a
alguno de sus géneros o tipos de discursos literarios. («La notion de littérature», en Les genres du discours,
págs. 13-26).

Reducida la literatura a un sistema de géneros, éstos son definidos como la codificación de propiedades
discursivas. Y esta definición es idéntica a la de un acto de lenguaje. Un discurso, conjunto de enunciados (o
frases enunciadas), es un acto de lenguaje. Todos los géneros provienen de actos de lenguaje, aunque no
todos los actos de lenguaje den lugar a su correspondiente género, pues cada sociedad opera una selección
entre los distintos tipos de actos de lenguaje.

La relación entre acto de lenguaje y género literario —no olvidemos que el conjunto de géneros
constituye la literatura— da lugar a tres posibilidades, que se pueden ejemplificar de la siguiente manera: 1)
rezar es un acto de lenguaje / la oración es un género (que puede ser literario o no): la diferencia entre el acto
y el género es mínima; 2) contar es un acto de lenguaje / la novela es un género donde se cuenta algo: sin
embargo, la difame ia entre acto y género es grande: 3) el soneto es un género literario / no hay, sin
embargo, un acto de lenguaje que sea «sonetear»: en este caso el género no deriva de un ac to de lenguaje
más simple. Todorov resume la relación entre acto de lenguaje y género literario de la siguiente manera:

Tres posibilidades pueden ser t e n i d a s e n c u e n t a , e n s u m a : o e l g é n e r o , c o m o e l s o n e t o , c o d i f i c a


propiedad es discursivas como lo haría cualquier otro acto de lenguaje; o el gén ero coincide con
un acto de len guaje que tien e también una existencia no literaria, así la oración; o, finalmente,
deriva de un acto d e len guaje mediante cierto número d e transformaciones o d e amplificaciones:
sería el caso de la novela, a partir de la acción de contar. Sólo este ú ltimo caso presen ta de hecho
una situación nueva: en los dos primeros, el gén ero no se diferencia en nada de los otros actos
(Tod orov, 1978: 53) .

Cuando trata de aplicar esta relación a la explicación de géneros concretos, ya de otras literaturas, ya de
las literaturas europeas, encuentra en la base de todo género un acto de lenguaje concreto. Así: la
autobiografía, como género, tiene una identidad que le viene del acto de lenguaje que está en su base: contar
su propia vida (identidad de autor y narrador, identidad de narrador y personaje principal); en la novela,
relacionada con el acto de lenguaje «contar», se da un encajamiento de actos de lenguaje, en cuyo principio
está el contrato ficcional (codificación de una propiedad pragmática).

Si los análisis concretos de Todorov no son muy precisos, ni muy coherentes, ni excesivamente claros,
la aportación al concepto de literatura, que puede sacarse de la teoría de los actos de lenguaje, no ofrece
dudas para él cuando concluye que «no hay un abismo entre la literatura y lo que no lo es, que los géneros
literarios encuentran su origen, simplemente, en el discurso humano» (Todorov, 1978: 60).
D) Los géneros literarios en relación con la teoría de los actos de lenguaje

Las alusiones de Todorov a los géneros literarios, en relación con su concepto de literatura, vienen a
recoger apreciaciones hechas anteriormente por otros autores, y justifican que me detenga a examinar esta
cuestión 43. Y no es ésta la única razón, porque, a poco que se piense en establecer una analogía entre un
acto de lenguaje y una obra literaria, salta inmediatamente a la vista el posible parentesco entre las reglas de
un determinado acto —tal y como se ha ejemplificado antes— y las reglas de los géneros literarios 44.

Dentro de esta línea, me voy a limitar a dar cuenta del trabajo de Elisabeth E. Bruss porque, aparte del
interés de sus apreciaciones para una teoría de los géneros literarios, podemos encontrar afirmaciones muy
importantes para lo que puede ser una teoría de la literatura desde el punto de vista de la teoría de los actos
de lenguaje. El título del trabajo es ya bastante significativo: «L'autobiographie consi- derée comme acte
littéraire». Como vemos, se emplea el sintagma «acto literario» de forma similar a como se utiliza el
sintagma «acto de lenguaje», y se considera un género literario concreto (la autobiografía) como un acto
literario, de forma similar a como se considera la «promesa», por ejemplo, como un acto de lenguaje. Pero
dejemos que sus mismas palabras nos lo digan de forma inequívoca:

Lo mismo que todo discurso «ordinario» responde a diferentes tipos de actividad ilocucionaria
(afirmación, orden, promesa, pregunta), todo discurso literario es igualmente un sistema de tipos
ilocucionarios o géneros. De hecho, la misma literatura puede considerarse como un tipo ilocucionario
fuera de categoría, una situación lingüística específica unida, por ejemplo, a lo que Jakobson llama el
«acento puesto en el mensaje por sí mismo» (Bruss, 1974: 16) 45

La analogía entre género literario y acto ilocucionario no es inútil si se piensa que:

Un texto saca su fuerza genérica del tipo de acción con el que se piensa que se relaciona, del contexto
que lo rodea implícitamente, de la naturaleza de los elementos que par ticipan en su transmisión y de la
manera como estos lac tores reaccionan sobre el estatuto de la información Irans mitida (Bruss, 1974: 16).

Y no es que se trate de reproducciones parásitas o degradadas de acciones no literarias -obsérvese e l


desacuerdo con Austin y su concepción de la literatura uso

parásito del lenguaje-, sino que «los actos ilocucionarios literarios son el reflejo de situaciones lingüísticas
reconocibles que se han convertido en institucionalizadas para una u otra comunidad» (Bruss, 1974: 17).

E. W. Bruss piensa categóricamente que un género literario, en cuanto institucionalizado, tiene


absolutamente el mismo carácter lingüístico que cualquier otro acto de lenguaje (la promesa o la apuesta,
por ejemplo). Por eso cree que las reglas que da Searle pueden aplicarse con todo derecho a la hora de
definir un acto literario (es decir, un género). Dejando aparte el estudio de la variabilidad histórica de las
reglas (institucionales) que caracterizan un género en su evolución, transcribo las reglas que propone, en
concreto, para el texto y el contexto de la autobiografía (acto autobiográfico):

15
El mismo Todorov llega a decir, en el trabajo antes comentado, que el género —lugar de encuentro de la poética general y la
historia literaria— es «un objeto privilegiado, lo que podría valerle el honor de convertirse en el personaje principal de los estudios
literarios» (Todorov, 1978: 52).
16
Esto es lo que hace, por ejemplo, Elizabeth Traugott, al señalar que los géneros y subgéneros pueden ser definidos como
sistemas de condiciones de propiedad de un acto (Pratt, 1977: 86). Karlheinz Stier- le, a quien encontraremos más adelante, habla de
esquemas codificados e institucionalizados (géneros) con los que se conforman las acciones verbales y los textos (fijaciones de
acciones verbales). Cf. Stierle, 1972: 176.
17 Recordemos que Austin rechazaba explícitamente la posibilidad de considerar la literatura como
un tipo de acto con su fuerza ilocucionaria propia.
1. a Regla: un autobiógrafo asume un papel que es doble. Está en el origen del asunto del texto y en
el origen de la estructura que su texto presenta, a) El autor asume la responsabilidad personal de la
creación y de la organización de su texto; b) El individuo que aparece en la organización del texto se
supone ser idéntico a un individuo al que se hace referencia a través del asunto del texto; c) Se admite que
la existencia de este individuo, independientemente del texto mismo, está abierta a un procedimiento
apropiado de verificación pública.
2. a Regla: La información y los acontecimientos aportados a propósito de la autobiografía se
considera que son, han sido o deben ser verdaderos, a) Teniendo en cuenta las convenciones existentes, se
exige que sea tenido por verdadero lo que la autobiografía comunica (por muy difícil de mantener que sea
esta verdad), lo mismo si el objeto de la comunicación concierne a las experiencias íntimas de un
individuo, como si concierne a situaciones abiertas a la observación de un público, b) Se espera del
público que acepte estas comunicaciones como verídicas y es libre de «verificarlas» o de intentar demostrar
que son mentiras. 3.a Regla: Ya pueda o no ser demostrado que es falso el objeto de la comunicación, ya
esté o no abierto a una reformulación desde cualquier otro punto de vista, se espera del autobiógrafo que
crea en sus afirmaciones» (Bruss, 1974: 23).

Lo esencial para crear la fuerza ilocucionaria es que el autor pretenda haber satisfecho estas condiciones,
independientemente de que alguna o algunas de estas reglas puedan ser transgredidas en la realidad. Así, si
un autobiógra- fo deforma la realidad, se hace culpable, y esta culpabilidad puede incluso llevarle a los
tribunales.

Como vemos, la postura de Elisabeth W. Bruss es la que consiste en sostener la tesis más fuerte respecto
a la relación entre la teoría de los actos de lenguaje y la literatura. Esta tesis puede ser resumida diciendo que
no hay diferencia entre cualquier tipo de acto de lenguaje (sea o no literario) y que, por tanto, la teoría de los
actos de lenguaje debe estudiar también los actos literarios.

E) La estética de la recepción

Dejando aparte el estudio pormenorizado de la confluencia que forzosamente tiene que darse entre una
concepción de la literatura basada en la teoría de los actos de lenguaje y los trabajos que investigan el aspecto
pragmático de la literatura46, voy a terminar refiriéndome a un movimiento que puede ejemplificar esta
confluencia. Pienso en la corriente crítica conocida como «estética de la recepción», elaborada, en torno a la
figura de Jauss, por un grupo de investigadores de la universidad alemana de Kons- tanz y que empieza a
tomar cuerpo a finales de los años 60 47.

Por supuesto, el interés de esta teoría se enmarca dentro de la pragmática —relación de los signos del
texto con quien los interpreta—, desde el momento en que todos los factores del funcionamiento del hecho
literario son estudiados en su interrelación con el sujeto y el procedimiento de la recepción. No es necesario,
pues, insistir en el hecho de que la teoría de los actos de lenguaje no ocupa el lugar predominante que tiene,
por ejemplo, en el modelo de Mary Louise Pratt o en el de Elisabeth W. Bruss, sino que su función será

18
Piénsese en las investigaciones sobre la lectura. Cf., por ejemplo, M. CHARLES, R h é t o r i q u e d e l a l e c t u r e , Paris,
Seuil, 1977. Con mayor razón debo prescindir de la irrupción de la pragmática en los estudios lingüísticos, producida especialmente en la
«lingüística del texto» o «teoría del texto». Dentro de esta consideración pragmática se utiliza, en momentos determinados, la teoría de
los actos de lenguaje. Véase el trabajo de García Berrio citado en la bibliografía. Puede consultarse igualmente la ya citada obra de
Siegfried Schmidt.
19
A esta escuela está dedicado el número 39 de la revista P o é t i q u e . En la presentación de Lucien Dállenbach se resume el
cuadro general en el que hay que enmarcar estas investigaciones. Los cabezas de este movimiento son H. R. Jauss y W. Iser, profesores
de la Universidad de Kons- tanz. Representantes de una generación posterior son Karlheinz Stierle, Rainer Warning, Wolf-Dieter
Stempel y Hans Ulrich Gumbrecht. Todavía hay una generación más reciente, interesada por la sociología de la literatura y del saber, y
por la comunicación no literaria (medios de comunicación, publicidad). En español disponemos de una buena introducción a los
presupuestos de esta corriente teórica en los artículos de Gum- brecht e t a l . , publicados bajo el título de L a a c t u a l c i e n c i a
l i t e r a r i a a l e m a n a (véase la bibliografía). Bien es verdad que por esta época no utilizan aún la teoría de los actos de lenguaje.
ocasional y auxiliar —junto a la historia o le semiología, por ejemplo— dentro de la constitución de esa
amplia rama de la semiótica que es la pragmática.

1. Karlheinz Stierle, autor al que aludí en nota anterior, en un trabajo escrito en 1970 y publicado en 1972
en la revista Poétique, parte de unos principios generales que parecen conformarse perfectamente con lo que
es la teoría de los actos de lenguaje. Dice Stierle:

Las reflexiones que siguen parten: 1.° del hecho de que los textos son fijaciones de acciones verbales; 2.°
del hecho de que las acciones verbales tienen en común con todas las otras acciones el conformarse a
esquemas codificados e institucionalizados (a géneros); 3.° del hecho de que estos esquemas pueden ser
actualizados en acciones verbales ficticias, es decir, independientemente de cualquier finalidad pragmática
(Stierle, 1972: 176).

Bien es verdad que en el análisis que hace de textos narrativos (la historia y el ejemplo) no se encuentra
una utilización instrumental de la teoría de los actos de lenguaje. Sí se desprende, sobre todo del tercero de
los puntos reseñados, una concepción de la literatura como uso ficticio de acciones verbales, lo que puede
ponerse en relación con el concepto de literatura de Austin. (Recordemos: uso parásito del lenguaje en
circunstancias especiales; y Stierle: «independientemente de cualquier finalidad pragmática»).

Que esta es la idea de Stierle sobre la literatura se ve confirmado en un trabajo posterior, en que trata de la
lírica como género y en cuyo amplio preámbulo teórico se afirma:

La identidad del discurso ficticio es ella misma una identidad ficticia, derivada de la identidad primera de
los discursos pragmáticos y que mantiene con ella una relación de analogía (...) El discurso ficticio mismo
está en relación de analogía con su equivalente pragmático (Stierle, 1977: 429).
«

La poesía lírica, en relación a los géneros ficticios (épica y drama) —«que se podrían llamar miméticos y
que se dejan unir directamente a géneros pragmáticos» (Stierle, 1977: 430)—, se definirá como transgresión
de los esquemas discursivos elementales (actos de lenguaje pragmático).

2. Wolfgang Iser, en un trabajo de 1975 traducido en parte en el número 39 de Poétique, muestra que, con
ciertos apaños, la teoría de los actos de lenguaje proporciona un modelo pertinente para captar la dimensión
pragmática de los textos de ficción. Discute a continuación las definiciones del discurso de la ficción como
imitación del uso lingüístico corriente (Austin, Searle), y dice que la función representativa del discurso
ficticio (la literatura) consiste en referirse al mismo discurso —representación de la enunciación lingüística—
y en representar un acto ilocucionario huérfano de toda situación contextual dada, estando obligado a ofrecer
al destinatario el conjunto de directrices necesarias para el establecimiento de tal situación (Iser, 1975: 278).
Esta situación no es la misma que se presupone en la teoría de los actos de lenguaje porque, en el caso de la
situación literaria, el lector, por ejemplo, no se encuentra inmerso en una situación familiar, desde el
momento en que lo que es familiar aparece como suspendido. Como vemos, el concepto de literatura (texto
de ficción) de Iser está muy próximo del de Austin y Searle: uso parásito en circunstancias especiales.

De manera análoga a como Austin poma como fundamento del acto de lenguaje (mejor, de las
expresiones realizativas) tres postulados —convenciones comunes al locutor y al receptor, procedimientos
aceptados por uno y otro, y disposición a tomar parte en la acción lingüística—, postula Iser en el texto
literario: un repertorio (es decir, las «convenciones» indispensables para el establecimiento de una situación);
unas estrategias (o sea, los «procedimientos aceptados»); y una realización (es decir, la «participación» del
lector). Sin entrar en el examen detallado del repertorio que hace Iser a continuación, podemos resumir
diciendo que el repertorio está constituido, dentro del texto, por los textos anteriores incorporados de una u
otra manera, las normas sociales e históricas, y toda la realidad extraestética.

Como vemos, lo que hace Iser es aplicar, en determinados momentos, esquemas de la teoría de los actos
de lenguaje a un uso lingüístico que se ditingue radicalmente del uso normal del lenguaje por su peculiar
situación contextual (Iser, 1975: 282).

3. Y esto es lo que hacen normalmente quienes se interesan en la pragmática de la literatura. No intentan


un análisis exclusivamente lingüístico de la literatura —aunque se trate de la lingüística del uso—, pero en
determinados momentos acuden a conceptos de la teoría de los actos de lenguaje. Un último ejemplo de lo
que digo puede ser el recurso de Rainer Warning al «modo ilocucionario del simular» para caracterizar el
discurso ficticio; o su consideración del teatro como paradigma de la constitución situacional del discurso
ficticio en general48. Recordemos a este propósito que Austin habla del teatro precisamente como un ejemplo
de los usos parásitos del lenguaje en circunstancias especiales.

XI

Tras esta breve reseña de la teoría de los actos de lenguaje y de alguna de sus utilizaciones en el campo
de la literatura, salta a la vista que no hay coincidencia ni en los propósitos ni en la forma de tales
utilizaciones. Ya hemos visto el caso de quien explícitamente se muestra contrario a la forma de aplicar la
teoría de los actos de lenguaje por parte de otro autor; recordemos la crítica que Mary Louise Pratt hace de
Ohmann. Pues no es lo mismo utilizar la teoría de los actos de lenguaje como modelo de análisis de los
distintos tipos de actos de lenguaje que se imitan en un texto —esto nos lleva a quedarnos en una descripción
estilística, como hace Ohmann—, que querer demostrar que la literatura no es más que un tipo de acto
ilocucionario más —y su fuerza ilocucionaria consistirá en «escribir literatura», como insinúa E. W. Bruss—,
o conformarse con fundar una teoría general de la literatura que, sin negar que es un uso distinto del lenguaje
común, utilice el modelo que la teoría de los actos de lenguaje emplea en sus análisis del lenguaje común. Es
decir, mientras en el primer caso la teoría de los actos de lenguaje queda reducida a una parte de la teoría de
la literatura —en concreto, a la posibilidad de su aplicación en el análisis estilístico—, en el segundo caso tal
teoría englobaría la teoría literaria en su totalidad, y en el tercer caso serían independientes, aunque la teoría
literaria se inspiraría fielmente en el modo de proceder de la teoría de los actos de lenguaje. En definitiva, el
problema que se plantea es el de las relaciones entre una teoría lingüística y la teoría de la literatura.

Esta cuestión ya ha sido tratada por Teun A. van Dijk, aunque refiriéndose a las relaciones entre la
lingüística generativa y la teoría literaria. Por tratarse de problema idéntico, creo que puede servirnos de guía
el esquema que él propone para elucidar tales relaciones. En su trabajo de 1973, «Modeles génératifs en
théorie littéraire», parte de que, aun considerando como dominios diferentes la g) .un.i tica y la poética, la
primera puede desempeñar en el campo de la segunda las siguientes funciones: a) Función aplicativa: la
gramática generativa es utilizada provechosamente en la descripción estilística de las frases del texto, con la
ventaja sobre la estilística tradicional de ofrecer una descripción explícita de la sintaxis y a veces de la
semántica; b) Función extensiva: consiste en la adaptación que hace el teórico literario de la gramática
generativa para explicar también el texto literario, explicación que se conseguiría, por ejemplo, con una
gramática textual; c) Función analógica: consistiría en construir una gramática autónoma de la literatura

20
Dice Warning, refiriéndose al teatro: «Tenemos allí, por un lado, una situación interna de enunciación con locutor(es) y destinatario(s),
y tenemos, por otro lado, una situación extema de recepción que tiene de particular el que, frente a la situación interna de enunciación, el
destinatario se ve privado de una relación de dos con un locutor real. Este locutor real, el autor, ha desaparecido en la misma ficción, se
ha dispersado en los papeles de los personajes ficticios allí comprendidos, en los géneros narrativos, en el narrador» (Warning, 1979:
328).
basándose en los principios teóricos en que se basa la gramática generativa, por ejemplo, las nociones de
«gramática», «regla», «transformación», «recursividad», etc. 49.

Si se aplica este esquema a los trabajos antes comentados, creo que podríamos hacer la siguiente
clasificación:

A) Aplicación de la teoría de los actos de lenguaje al estudio de la literatura

Partiendo de que el lenguaje literario se limita a la imitación de actos de lenguaje común, es posible una
descripción de los actos de lenguaje imitados. Esto tiene la ventaja de incorporar a la descripción estilística
los resultados a que ha llegado el análisis de los actos de lenguaje. Se prescinde entonces de la posibilidad de
que el hecho de escribir y el hecho de recibir lo escrito sean estudiados como componentes de un acto de
lenguaje. Éste es el caso de Ohmann, según señalé anteriormente. Éste es el caso también de Todorov cuando
establece la comparación entre géneros literarios y actos de lenguaje, distinguiendo tres tipos de relaciones
(igualdad, semejanza y desigualdad).

En esta línea se mueven también las consideraciones de K. Stierle. Me refiero especialmente a su trabajo
de 1977, donde la identidad del discurso ficticio se considera derivada de la identidad del discurso
pragmático, y donde, mientras los géneros ficticios se unen directamente a géneros pragmáticos, la poesía
lírica se explica como transgresión de los esquemas discursivos. Obsérvese que, aunque Stierle habla de
analogía, lo que está haciendo es un análisis estilístico a partir de esquemas de determinados actos de
lenguaje, y no una explicación de los géneros como actos literarios característicos.

B) Extensión de la teoría de los actos de lenguaje al estudio de la literatura

Para que fuera posible esta extensión, habría que admitir que el uso del lenguaje literario es de la misma
naturaleza que el uso del lenguaje corriente. Pero ya sabemos que no es ésta la opinión de Austin, ni de
Searle, para quienes el uso literario del lenguaje es un uso parásito, anormal. Y sabemos que no es posible
atribuir al acto literario de lenguaje una fuerza ilocucionaria que lo individualice como «acto de escribir
literatura», lo cual le imprimiría unas peculiaridades lingüísticas que lo constituirían en una clase de acto y no
en un uso de actos. De esta forma nos encontramos con que estructuralmente el lenguaje literario no difiere
del lenguaje «común» -no tiene una fuerza ilocucionaria propia-, y por tanto no es posible la extensión de la
teoría para estudiar el lenguaje literario.

Con todo, E. W. Bruss parece afirmar esta posibilidad cuando considera todo género literario como un
tipo de acto ilocucionario (la consecuencia es que la teoría de los actos de lenguaje debe estudiar también los
géneros literarios); o cuando cree que «la misma literatura puede considerarse como un tipo ilocucionario
fuera de categoría», según se ha visto. Cabe preguntarse hasta qué punto las afirmaciones de E. W. Bruss no
están condicionadas por el tipo de género que analiza: la autobiografía, donde sujeto de la enunciación y
sujeto del enunciado coinciden.

C) Analogía entre la teoría de los actos de lenguaje y la teoría de la literatura

Si el lenguaje literario no es una clase de lenguaje «común», como puede ser el lenguaje de la
«promesa», la «apuesta», etc. —y por esto se justifica su estudio independientemente del lenguaje común—,
sino un uso (parásito: literario) del lenguaje común en circunstancias especiales, es lógico pensar que la única

21
Cf. «Modeles génératifs en theórie littéraire», en la obra colectiva E s s a i s d e l a t h é o r i e d u t e x t e , Paris, Edit. Galilée, 1973,
págs. 79-99. También puede verse mi trabajo C r í t i c a l i t e r a r i a , Tema XXIX.
posibilidad de utilizar la teoría de los actos de lenguaje (estudio de las clases —tipos de actos— del uso
común del lenguaje) es la de un estudio analógico. Es decir, lo mismo que se estudia el uso común del
lenguaje, puede estudiarse el uso literario del lenguaje común, en cuanto que son los usos. Entonces, los
mismos instrumentos empleados en el análisis del uso común pueden emplearse en el estudio del uso literario.

En este sentido van las comparaciones de géneros y actos de lenguaje con sus correspondientes
convenciones institucionalizas. En este sentido va la consideración de la literatura como una institución, lo
mismo que un tipo de acto determinado (Todorov). La teoría más desarrollada desde esta perspectiva creo
que es la de Mary Louise Pratt.

También es el propósito analógico el que guía, según mi parecer, la utilización que hacen, en
determinados momentos, de la teoría de los actos de lenguaje algunos representantes de la «estética de la
recepción». Recuérdese la relación establecida por Iser entre repertorio y convenciones, estrategias y
procedimientos, realización y participación.

XII

Sin embargo, los teóricos de la literatura, o los estilistas, prácticamente nunca se plantean explícitamente
qué relaciones mantiene su trabajo con la teoría lingüística que están utilizando. Y parece fundamental
dilucidar estas relaciones para saber hasta dónde se puede llegar en el manejo de conceptos prestados, sin
perder la coherencia mínima y sin caer en un marasmo terminológico, donde el término pierde la capacidad
conceptual originaria y queda como simple metáfora de viejos conceptos, metáfora, por otra parte, muy útil a
la hora de conferir un aire de «modernidad» o «novedad» a nuestros trabajos.

Si digo esto es porque ya pueden citarse algunos ejemplos que quizá sean sólo índices de lo que puede
empezar a ocurrir en cualquier momento a partir de ahora y de forma bastante generalizada. Un primer
ejemplo se encuentra en Barthes, y precisamente en un estudio tan estrechamente vinculado a todas las
investigaciones estructuralistas del i i i < m i n u t o como es su «Introduction ál'anaiyse structurale il> •. i r <
ilsi) (Communications, 8, 1966). En un momento Bar- t l u - . « • n Tu-ir a la literatura de vanguardia como
escritura • 11 ii (i.i'i.i i l i l orden constativo al orden performativo (rea- lizativo), «según el cual el sentido de
un habla es el acto mismo que la profiere: hoy, escribir no es «contar», sino decir que se cuenta y relacionar
todo el referente («lo que se dice») con este acto de locución» (pág. 21). Barthes deja perfectamente claro lo
que quiere decir con la ayuda de la metáfora tomada de la teoría de los actos de lenguaje. Ahora bien, no
estaría justificado hablar de teoría de la literatura basada en los actos de lenguaje si solamente se hace una
utilización de este tipo. Por supuesto, Barthes no pretende tampoco que su teoría sea calificada así.

El peligro es más inminente si llega a ponerse de moda la aplicación al estudio de la literatura de la teoría
de los actos de lenguaje. Es muy posible entonces que todo estudio literario se vea «contaminado» de esta
terminología. Cosa lícita, por otra parte, siempre y cuando no se pretenda nada más que ayudarse de estos
conceptos para explicar problemas específicos de la teoría literaria, y se respete el valor que tales conceptos
tienen en su lugar de origen.

Para ilustrar lo que digo con un ejemplo concreto, puede verse el último libro de Jean Cohén, donde se
encontrarán esporádicamente los términos de la teoría de los actos de lenguaje: regla constitutiva, regla
normativa, fuerza ilocucionaria, enunciado constatativo, realizativos, etc. Ahora bien, ni por asomo esta obra
pretende ser una teoría de los actos literarios de lenguaje, sino que es una reactualización de su vieja teoría
del lenguaje poético como desviación de una norma, teniendo en cuenta algunos avances de la lingüística 50.

En resumen, podemos decir que, en relación con la teoría de los actos de lenguaje, es posible: una
estilística o aplicación al análisis de la literatura de la teoría de los actos de lenguaje, en cuanto que la
literatura imita (o no imita) actos de lenguaje común; una teoría del uso literario del lenguaje o utilización
analógica de los instrumentos empleados por la teoría de los actos de lenguaje en el análisis del uso común;
una utilización auxiliar y ocasional (y quizá útil, ¿por qué no?) de términos procedentes de la teoría de los
actos de lenguaje para precisar el sentido de conceptos comunes en la terminología de la teoría literaria. Para
evitar confusiones y malentendidos, tanto en la teoría de la literatura como en la de los actos de lenguaje, y
para que esta última rinda todo su provecho en el estudio de la literatura, creo imprescindible mantenerse
siempre conscientes de los límites de la labor emprendida. Y creo que el peligro está en confundir una
utilización auxiliar y ocasional de los términos de la teoría de los actos de lenguaje con una estilística o una
teoría literaria basadas en esta teoría. Lo malo es que de esta forma se convierte en incoherente —al querer
apropiarse de la coherencia exigida a la estilística o a la teoría literaria— algo que puede ser útil y lícito,
siempre que no se pierda la lucidez respecto al manejo que de ello se hace.

XIII

Quisiera tratar ahora una cuestión que se inserta en la historia de la teoría literaria. En este terreno cabe
preguntarse: ¿Por qué ese interés, dentro de la teoría de la literatura, por una teoría contextual del uso
lingüístico procedente del campo de la filosofía del lenguaje? ¿Por qué esta teoría se aplica a la literatura, no
en el mismo momento de su producción, sino algunos años después? Prescindiendo de la influencia que haya
podido tener el ejemplo de los estudios lingüísticos posgenerativistas, creo que podemos encontrar la
respuesta en la actitud adoptada explícitamente por algunos de los autores antes reseñados frente a problemas
planteados por las investigaciones estructuralistas dominantes en los años 60. Recordemos la crítica que hace
Mary Louise Pratt al intento estructuralista de una definición inmanente del lenguaje literario, que arranca de
los formalistas rusos. Recordemos igualmente la propuesta de Todorov en favor de una sustitución de
cualquier caracterización que busque propiedades estructurales inmanentes en la literatura, que para él es una
institución, por una variedad de tipos (géneros) de discurso, en la que cupieran los discursos
institucionalmente considerados como literarios. Añado solamente el testimonio de E. W. Bruss, referido a
una cuestión tan particular y de tan creciente importancia en la teoría literaria como es la de los géneros:

Siempre es posible aplicar una definición tipológica a la autobiografía o a cualquier otro género; pero la
única definición válida es la que refleja latcategoría literaria tal como «existe» de hecho, imponiendo
restricciones a un autor o a un lector; [la definición] debe igualmente explicar el modo de esta existencia
(Bruss, 1974: 14)... Los criterios de identidad de un género nos dicen menos lo que debe ser su estilo o la
construcción de un texto, que cómo considerar este estilo y este modo de construcción indicando la
«fuerza» que debe tener para nosotros (Bruss, 1974: 16).

Si las definiciones estructurales del lenguaje literario son muy criticables para M. L. Pratt, las de la
literatura lo son para Todorov, y las de género basadas exclusivamente en el estilo y en la construcción
(objeto especial de las investigaciones estructuralistas) lo son para E. W. Bruss. Y es que creo que estas
críticas al estructuralismo son índice de una nueva concepción de la literatura, que desconfía de poder
explicar el sentido de la obra con la sola descripción de estructuras inmanentes, y que cree que estas estructuras
cobran nueva luz si se sitúan en el funcionamiento extraliterario. Obsérvese que no se trata de despreciar todo

22
Muy ilustrativo del valor auxiliar y metafórico que la teoría de los actos de lenguaje tiene, en contadas ocasiones, en la obra de Jean
Cohén es el párrafo siguiente: «En la terminología de Austin, se podría expresar la cosa diciendo que la función emotiva no se sitúa ni
en el valor ilocucionario, ni en el valor perlocucionario, sino en el interior mismo de lo que constituye el enunciado, en su valor
propiamente locucionario ( l o c u t i o n a r y f o r c é ) » . Cf. L e h a u t l a n g a g e . T h é o r i e d e l a p o é t i c i t é , París, Flam-
marion, 1979, págs. 20, 27, 28, 36," 134, y, en especial, 147.
el trabajo estructuralista, sino de reinterpretarlo y de modificarlo con la ayuda de una mayor comprensión de
los factores contextúales.

Parece evidente que el interés por la teoría de los actos de lenguaje viene motivado en parte por un cambio
de orientación en los estudios teóricos sobre la literatura. Esta orientación concede una mayor importancia a los
factores contextuales y a factores frecuentemente considerados «extraliterarios» por las corrientes inmanentistas,
preocupadas más por la descripción formal del sistema literario. Parece que para comprender el sistema literario
se piensa actualmente como imprescindible un conocimiento del uso literario. En este sentido, junto a lo
sistemático (estructural), cobran una mayor importancia lo psicológico (actitudes del productor y del receptor)
y lo sociológico (convenciones institucionalizadas en estrecha relación con la historia).

XIV

Para finalizar, quiero referirme al pensamiento sobre el fenómeno literario, no ha mucho expuesto por un
teórico español, y que creo que tiene que ver con el cambio de orientación que últimamente se aprecia en las
consideraciones teóricas sobre la literatura. Pienso en Fernando Lázaro Carreter y su conferencia de 1976 en
la Universidad Internacional Menéndez Pelayo titulada ¿Qué es la literatura.* Es evidente que la literatura
debe ser considerada no sólo como sistema significante, sino también como mensaje, dentro de un acto de
comunicación en el que los factores de esta comunicación tienen una peculiaridad, en función de la situación
especial de comunicación literaria. Por eso es insuficiente —y no del todo exacta— la caracterización de la
literatura que tenga en cuenta exclusivamente uno de los factores. Y esto es lo que suele ocurrir en las
investigaciones estructuralistas que privilegian el estudio del mensaje y cuyo máximo ejemplo es el estudio
de la función poética hecho por Jakobson. Pero mejor es que oigamos a Lázaro Carreter:

Es un rasgo de la lengua artística el que Jakobson describe, muy relevante por cierto, pero también muy
insuficiente para caracterizar con él la literatura, la literariedad. La exactitud en la definición de ésta sólo
podrá alcanzarse, si se alcanza, describiendo su peculiar situación como mensaje frente a todas y cada una
de las funciones que intervienen en la comunicación (Lázaro, 1976: 16).

El análisis esbozado por Lázaro -de las peculiaridades de la emisión del mensaje por parte del autor, de
la recepción por parte del destinatario en una situación de lectura, de la fijación del mensaje según unas
restricciones genéricas- es una prueba de que su concepción de la literatura se coloca en una dirección
bastante actual y prometedora del estudio del hecho literario.

Antonio García Berrio, en una extensa nota a propósito de las peculiaridades lingüísticas que constituyen
la poeticidad de un mensaje, reseña la opinión contraria a tal especificidad sostenida por Teun A. van Dijk —
de cuya actitud «creo que, hasta cierto límite, empieza a participar entre nosotros Lázaro Carreter en la
actualidad»—, y resume perfectamente las implicaciones de la nueva postura ante el hecho literario:

Diríamos así, que, tras un poco menos de dos decenios de acendradas esperanzas lingüísticas en
conseguir definir con rigor la literariedad desde sus presupuestos disciplinarios, creando la acariciada
expectativa de la lengua literaria «independiente» o, al menos, «distinta»; parece apuntarse, al menos en
alguno de los sectores más rigurosos, la tendencia contraria. Esto, que supone en cierto modo una
revigorización de la especificidad lingüística en cuanto tal, significaría, por otra parte, la vuelta al estado de
opiniones «clásicas» sobre la naturaleza «intencional» de la lengua literaria. Es decir, no se trataría tanto de
un código y una gramática esencialmente distintos de los de la lengua tipo general, sino, en todo caso, de
una modalidad «estilística» del empleo de aquéllos en los «actos lingüísticos privilegiados» que el
convencionalismo cultural ha canonizado como literarios. Así pues, si somos conscientes de las
consecuencias de esta actitud, los lingüistas debemos irnos acostumbrando a entrar con más respeto en un
dominio cada vez menos nuestro, y cada vez más específico de la sociología literaria y de la historia cultural
(García Berrio, 1977: 239, n. 21).
COMUNICACIÓN POÉTICA FRENTE A
LENGUAJE LITERARIO (o La falacia
lingüística en la poética)'"*51
Roland Posner

Universidad de Berlín

1.
de¿es la poética parte
la lingüística?
Es tarea de la lingüística describir y explicar los rasgos característicos de la comunicación por medio del
lenguaje, mientras que es tarea de la poética describir y explicar los rasgos característicos de la
comunicación poética. La comunicación poética, sin embargo, es un tipo de comunicación mediante el
lenguaje que posee además una función estética. Por tanto, la poética es parte de la estética; es decir, la
ciencia de las posibilidades estéticas de la comunicación por medio del lenguaje.

Definir la tarea de la poética de este modo suscita, asimismo, la pregunta de si la poética debería ser
considerada como una parte de la lingüística desde el momento en que, después de todo, se interesa por un
aspecto especial de la comunicación por medio del lenguaje. La respuesta a esta pregunta ha sido durante
mucho tiempo bastante controvertida, y continúa ocupando hoy día el centro de las controversias. Las
opiniones expresadas van desde la afirmación global de esta tesis hasta su total rechazo. La situación, sin
embargo, no es tan controvertida como podría parecer, ya que las respuestas individuales dependen de los
respectivos puntos de vista de los representantes de las distintas tendencias en el campo de la lingüística.

Si se considera el estado actual de la investigación, se puede convenir en que la lingüística proporciona


información sólo sobre una reducida área, aunque central, de la comunicación mediante el lenguaje.

1. La comunicación lingüística es impensable sin el supuesto de que cada interlocutor ha adquirido


previamente un sistema de reglas (sistema lingüístico, código lingüístico) que determina las
posibilidades de su conducta comunicativa. Por esta razón, la lingüística, en una primera reducción
eurística, ha hecho de las reglas del sistema lingüístico su objetivo prioritario de investigación. Por
consiguiente, se han dejado de lado las reglas de uso del lenguaje, esto es, las convenciones que
determinan la aplicación de las reglas del sistema lingüístico de acuerdo con los factores
extralingüísticos (tales como el tema que se está realmente considerando, de la misma manera que el
conocimiento, las actitudes, las intenciones, el papel comunicativo y el estatus social de los
interlocutores).

2. La comunicación lingüística es impensable sin un intercambio de enunciados formados de acuerdo con


las reglas del sistema lingüístico. Mediante una segunda reducción eurística, la lingüística se ha
centrado, por tanto, en las condiciones de correcta formación de los enunciados lingüísticos y ha

* Título original: «Poetic Communication vs. Literary Language or: The Linguistic Fallacy in Poetics», publicado en PTL: A Journal for
Descriptive Poetics and Theury of Literature, 1, 1976, págs. 110. Traducción de Femando Alba y José Antonio Mayoral. Texto traducido y
reproducido con autorización del autor. Ponencia presentada al Primer Congreso de la Asociación Interna cional de Estudios Semióticos. Milán,
del 2 al 6 de junio de 1974.
ignorado los requisitos que el hablante y el 127 oyente deben cumplir siempre y cuando quieran
utilizar tales enunciados en un acto de comunicación (identificación de los objetos de
referencia, predicación, indicación de la intención comunicativa, gradación de los datos
informativos que se van a transmitir de acuerdo con su relevancia comunicativa, etc.).

3. Los enunciados lingüísticos pueden ser examinados óptimamente cuando se dan en forma de textos
escritos. Sin embargo, en virtud de su fijación por medio de la escritura, los enunciados se encuentran
en gran medida privados de cualquier relación con un contexto situacional y reducidos, por tanto, a
meras sartas de expresiones.

Sólo tras haber desbrozado el camino para el análisis mediante esta triple reducción -la secuencia
cronológica, por cierto, va del punto 3 al 2, y del 2 al 1-, pudo llegar la lingüística a tener éxito en los
campos de la fonología, la morfología, la sintaxis y la semántica. Pero es igualmente evidente que los
límites de los métodos actuales en el análisis lingüístico y en la representación están basados también en
esta triple reducción. Una ciencia reducida a esta perspectiva no podría dar cuenta de aspectos como los
que se enumeran a continuación:

a) Dar cuenta de la dependencia situacional del efecto comunicativo de un enunciado lingüístico.


b) Dar razón del carácter de acción compleja en el tiempo de la comunicación lingüística.
c) Incluir en sus consideraciones las peculiaridades objetivas de los temas que se estén considerando y
el fondo sociocultural de los interlocutores, elementos que constituyen prerrequisitos para determinar la
relevancia social de la comunicación en cuestión.
Por tanto, la cuestión de si una comunicación dada tiene o no una función poética no se puede decidir
normalmente a menos que seamos capaces de examinar el contexto situacional, las acciones peculiares en las
que se halla implicada y el fondo cultural de la sociedad en la que se ha llevado a cabo.

2. La comunicación poética
¿Cómo puede distinguirse, pues, la comunicación poética de otros tipos de comunicación?

La respuesta más pertinente y apropiada a esta pregunta procede de los formalistas rusos
(particularmente de Sklovskij, 1966 (1925)) y de los estructuralistas praguenses (en especial, Mukarovsky,
1932). Tanto los primeros como los segundos parten del supuesto de que existen dos tipos de acciones:

1. Acciones llevadas a cabo por primera vez: tales acciones requieren una gran atención y presuponen un
examen exhaustivo de todas las percepciones que las acompañan, incluso aquellas que en principio podrían
parecer insignificantes.
2. Acciones a las que se está habituados: tales acciones determinan la estructura de la percepción ya
desde el comienzo, determinando qué detalles deben o no ser tenidos en cuenta si no se quiere que la acción
resulte fallida.

En tanto que las acciones del primer tipo se basan en una comprensión total del segmento de realidad
involucrado, las del segundo tipo implican una selección de los detalles esenciales para que la acción sea
llevada a cabo con éxito, selección orientada al fin perseguido. Cualquier información adicional que pudiera
ser necesaria para dicha tarea es facilitada por la propia memoria; la información no es percibida de nuevo,
sino, si acaso, reconocida solamente. La relación del agente con la realidad está automatizada; para él, los
objetos del mundo se convierten en entidades abstractas definidas solamente por el contexto funcional en el
que cumplen unas funciones limitadas.

La frecuente repetición de una acción conduce a una sólida estructuración del correspondiente segmento
de realidad y tiende a simplificar, por tanto, la relación del agente con la realidad. Esto es especialmente
cierto en el caso de las acciones comunicativas. El deseo de llevar a cabo con éxito un acto de comunicación
obliga a los interlocutores a concentrarse en ciertas características de la situación y a pasar por alto otras. Si el
contacto con otra persona (ya sea ésta un funcionario de ventanilla, un profesor, un socio en los negocios o un
moderador de televisión) queda limitado únicamente a un tipo especial de situación, entonces la reacción de
uno hacia esa persona se vuelve automática de acuerdo con las condiciones de ese caso particular de co-
municación. Una unilateralidad de este tipo puede evitarse si uno se comunica también con la persona en
cuestión fuera de la situación estandarizada.

La desautomatización de nuestra relación con un interlocutor, sin embargo, es menos difícil que la
desautomatización de nuestra relación con la realidad, relación que se automatiza mediante el uso constante
del mismo código. Las personas que sólo hablan una lengua y que sólo están familiarizadas con las normas
socioculturales de su propia sociedad, tienden a considerar el mundo como algo idéntico a cualquier cosa que
pueda expresarse fácilmente en su lengua y se mantenga dentro del marco de referencia de sus normas
socioculturales. Toda lengua proporciona un número limitado de lexemas y especifica sus categorías sin-
tácticas, reduciendo de ese modo sus posibilidades combinatorias. El uso frecuente de esos lexemas restringe
nuestra atención a aspectos particulares del mundo, y las estructuras sintácticas sugieren ciertos modelos de
interpretación que modelan la relación del usuario del lenguaje con la realidad. Todo sistema de normas
socioculturales incluye sanciones contra posibles infracciones del código moral, imponiendo con ello
modelos de acción que guían la conducta social de las personas. Si no hubiera posibilidad de alterar el
lenguaje y el código sociocultural, entonces la sociedad acabaría a la larga viniéndose abajo, debido a la falta
de adaptación a acontecimientos que no hubieran sido justificados por códigos previamente existentes.

La sustitución de un código completo por otro más adecuado en un momento dado no daría una solución
al problema. Incluso si esto fuera factible, sólo tendría el efecto de que una nueva relación automatizada con
la realidad sustituyera a la primera.

Tampoco sería una solución satisfactoria conceptualizar explícitamente el código en cuestión mediante
un análisis científico del mismo. Una cosa así sería como tratar de relajar una contracción muscular de un
paciente explicándole la naturaleza especial de los tejidos agarrotados. La conceptualización explicativa no
puede reemplazar en tal caso a la terapia. E incluso, si pudiera, tendría que contar con otro sistema más de
signos (el metalenguaje correspondiente), que impondría a los interlocutores una relación diferente, pero
igualmente automatizada con la realidad.

Más bien, la automatización debe ser neutralizada en cuanto tal. Tanto las acciones comunicativas como
las no comunicativas sólo pueden ser desautomatizadas si son ejecutadas otra vez en un contexto que no les
permita ser llevadas a cabo automáticamente. Ésta es la razón por la cual un cambio en el sistema lingüístico
o una conceptualización explícita del mismo tienen que fracasar. El uso del lenguaje sólo puede ser
desautomatiado por un tipo especial de uso del lenguaje, es decir, por el uso poético del lenguaje.

2.1. El uso poético del lenguaje

En todo tipo de comunicación la materia sígnica contiene elementos a los que no se les reconoce ninguna
función sígnica en cualquiera de los códigos vigentes. En los procesos semióticos que no tienen una función
estética, esos elementos pasan desapercibidos. Para la transmisión de mensajes teóricos, por ejemplo, es
indiferente que tales mensajes sean recibidos escuchando una grabación o leídos en código Morse.
Normalmente, el destinatario ni siguiera percibe de forma consciente las características codificadas: gráficas,
fonéticas, fonológicas, morfológicas, sintácticas, prosódicas, etc., de la información transmitida, y asimismo
es secundaria para él la calidad de la transmisión (legibilidad), si se compara con el nivel semántico, el único
que suministra información relevante en este caso.
En la comunicación estética, sin embargo, se puede dar por supuesto que muchos elementos de la
materia sígnica que no forman parte comúnmente de ningún sistema vigente de signos, tienen asignada una
función que los convierte en vehículos de información. Los «consumidores» de arte, por ejemplo, confirman
con su conducta este punto de vista: cuando creen hallarse frente a una obra de arte, consideran todos y cada
uno de los más mínimos detalles de la materia sígnica. Piénsese, asimismo, en los hábitos meticulosos de los
filólogos al editar los textos, en los músicos que «se desviven» por la autenticidad, en las pinacotecas que se
esfuerzan en colocar sus cuadros en las posiciones más apropiadas, en los amantes del arte, quienes insisten
en que ninguna reproducción, por muy elaborada que sea, puede reemplazar al original (o a la edición
original). En una obra de arte toda la materia sígnica puede funcionar como vehículo sígnico.

Todo lo que se atribuye a la materia sígnica puede aplicarse también a la información transmitida por los
distintos niveles del vehículo sígnico. Aparte de sus características precodificadas, esa información posee
propiedades que no son reconocidas como vehículos de información en ninguno de los códigos vigentes.
Tales propiedades, por tanto, carecen de sentido en procesos semióticos que no tengan función estética.
Ahora bien, si una persona piensa que se halla frente a una obra de arte, organiza esas propiedades de tal
modo que las relaciones entre ellas se hacen perceptibles; establece relaciones con la información
precodificada y atribuye a esas relaciones un valor informativo, y forma con ello una superestructura
coherente a partir de los distintos elementos. La interrelación entre los elementos del mensaje puede llegar a
tal extremo que se invierta la información en el nivel semántico.

Las propiedades no precodificadas de la materia sígnica y de la información del nivel específico


constituyen de este modo un contexto por derecho propio para las propiedades codificadas del texto poético.
Este contexto sirve de ayuda para preguntarse qué códigos son necesarios para descifrar los elementos
precodificados, dejando de este modo en suspenso las acciones semióticas implicadas en el proceso de
desciframiento. Los códigos que nos interesan no están, por supuesto, explícitamente tematizados por este
contexto; no obstante, es lícito hablar aquí de tematización implícita (cf. el aktualizace de Mukarovsky,
1932). Un código tematizado implícitamente por elementos no precodificados no se presta a reacciones
semióticas automáticas por parte del receptor. Por consiguiente, es en los elementos no precodificados en los
que se basa la función desautomatizadora de un texto poético.

Los códigos susceptibles de ser tematizados implícitamente, en modo alguno incluyen solamente el
sistema de reglas del lenguaje natural aplicado. Por el contrario, en la historia de la literatura el sistema
lingüístico sólo llegó a ser conceptualizado en fechas relativamente tardías. En las etapas primitivas del
desarrollo cultural era más importante la desautomatización de nuestra relación con la realidad y la sociedad
determinada por códigos religiosos y morales. Se debería enfatizar, por tanto, que sólo sobre la base del
concepto general de código es posible encontrar un denominador común para la función poética de,
digamos, una tragedia griega, un poema épico medieval o una obra de teatro de Pirandello o de Handke.

2.2. Código estético frente a estilo literario

No se pueden explicar los rasgos específicos de la comunicación estética sin el supuesto de que, durante la re-
cepción del mensaje estético, se desarrolla en el receptor un código especial, además de los códigos
lingüísticos y socioculturales vigentes en un momento dado. Es este código el que permite al receptor
interpretar, como vehículos de información, los rasgos no precodificados que se encuentran en la materia
sígnica y en la información de nivel específico. Desde el momento en que un código de este tipo funciona en
toda comunicación estética, se llama el «código estético» de la correspondiente obra de arte. Dicho código
opera en parte con características de la materia sígnica, en parte con características del mensaje que son
definidas, a su vez, por el código lingüístico, el código retórico u otros sistemas sígnicos socioculturales. El
código del texto es, por tanto, inaccesible y la información estética del texto permanece velada en el caso de
un receptor que no tenga suficiente conocimiento de los sistemas de signos socioculturales apropiados.
Presuponiendo un conocimiento de otros sistemas de signos, el código estético
difiere, no obstante, de ellos en los siguientes puntos: no existe independientemente
del vehículo sígnico que lo manifiesta, sino que se constituye solamente en el proceso de
recepción; además, rara vez es conocido por el receptor desde el comienzo, sino que
se descubre durante la recepción de fragmentos de información que ayudan a su
desciframiento.

El código estético es el que determina la relevancia de todos los elementos no


precodificados y el que los descifra. Así, si acaso, el proceso estético de descodificación
puede compararse en el mejor de los casos con el desciframiento de un código secreto,
solamente presente en un texto iónico del que sólo son conocidas algunas condiciones de
su uso.

Dado que el código estético de una obra de arte no está nunca completamente
determinado por los sistemas sígnicos generales de su tiempo, puede constituir un punto de
partida para cambios en tales sistemas de signos. La elección de elementos adoptada a partir
del código estético de cierta obra de arte por el código estilístico de la época depende

133
de la situación del mercado artístico. La acumula- ción de tales elecciones conduce a un
cambio estilístico fundamental y determina de este modo el curso de la historia del arte.

La repetición invariada, sin embargo, hace que la información, específica en principio


de una obra de arte particular, se convierta en un elemento estilístico de aplicación generalizada. Una obra
hecha de elementos convencionales, unidos de una manera convencional, es admirada más por su
artificiosidad que por su calidad artística. Sólo se reconoce como artista a quien consigue crear con éxito una
coherencia significativa en el vehículo sígnico mediante la utilización de medios no precodificados.

El placer especial que se experimenta al tener contacto con una obra de arte procede del éxito
gradualmente creciente que se tenga en la búsqueda del código estético y en el desciframiento de la
información estética. Cuando las relaciones internas del vehículo sígnico se reproducen en el receptor, no es
necesario, sin embargo, que sus reacciones se restrinjan a la esfera estética. Una obra de arte puede ser tal que
la repetida retroacción (feedback) de sus fragmentos informativos sirva para intensificar los efectos
orientativos o cognitivos de la comunicación.

He aquí un resumen de los rasgos principales de la comunicación poética:

1. La comunicación poética desautomatiza la relación del receptor con la sociedad y con la realidad.
2. Esto tiene lugar por medio de una tematización implícita de los códigos lingüísticos y
extralingüísticos.
3. La tematización implícita se consigue con la consiguiente utilización de elementos que son
redundantes respecto de los códigos socioculturales vigentes (formación de signos secundarios).
4. La información que poseen estos elementos en la comunicación poética en cuestión está
determinada por un código estético que se desarrolla en el receptor durante el proceso de interrelación de las
partes constitutivas del vehículo sígnico entre sí.
5. El código estético opera con diferentes factores de la situación comunicativa y define con ello una
superestructura que determina el valor estético de la comunicación.
6. Esta superestructura funciona como un modelo para un segmento de la realidad, pone al receptor en
contacto con características de la realidad que permanecen habitualmente ocultas en la utilización no estética
de los códigos en cuestión.
7. Si las reglas que pertenecen al código estético de un texto se aplican también a otros textos, pierden
entonces su función poética: una técnica poética se convierte en un mero elemento de estilo literario
(despoetización = automatización secundaria).
134 Con la ayuda de
una serie de conceptos
135 estas categorías pueden explicarse toda
que se repiten con frecuencia en las
descripciones de textos poéticos.
a) Se dice que un texto está «poéticamente vivo» si posee una función estética, no sólo en una, sino en
muchas situaciones históricas; es decir, si posee un efecto desautomatizador en receptores pertenecientes a
diferentes contextos socioculturales.
b) La información secundaria, la transmitida por ejemplo a través de una metáfora, es tanto más
«atrevida» cuanto menos tenga en común con el significado codificado de los elementos que le sirvan de
vehículo.
c) Un código sociocultural es «flexible» en la medida en que los elementos redundantes se presten a la
formación secundaria de signos.
d) Un texto poético es «denso» en la medida en que su superestructura estética es compleja en
comparación con su información codificada.
e) Un elemento de una comunicación es «estéticamente necesario» si constituye una parte de su
superestructura estética.
f) Se califica de «gran artista» a una persona si ha logrado crear códigos estéticos de un tipo que sus
contemporáneos o sucesores estén preparados para incluir en sus propios códigos socioculturales.
g) Se llama «epígono» a un escritor si intenta todavía desautomatizar por medios que ya han sido
codificados códigos ya caducos.

3. LA FALACIA
LINGÜÍSTICA
LA POÉTICA EN
El presente esbozo de comunicación poética ha sido formulado, por supuesto, con mayor claridad en
otros escritos. Sin embargo, las reducciones heurísticas que he mencionado al comienzo se han cobrado su
tributo una y otra vez. En tanto que estas reducciones no acarrean demasiados perjuicios en la comprensión
de otros tipos de comunicación mediante el lenguaje, son desastrosas en el caso de la comunicación poética.

1. El desvío de la atención de la comunicación lingüística para centrarla en las reglas del sistema
lingüístico en sí mismo ha encontrado su contrapartida en la poética lingüística en el postulado de un
«lenguaje poético» especial, que contrasta con el lenguaje estándar («lenguaje cotidiano», «lenguaje
corriente», «lenguaje utilitario», «lenguaje práctico», «lenguaje de la prosa»). Si se pudiera considerar el
«lenguaje cotidiano» como el sistema lingüístico basado en textos de la comunicación diaria, y el «lenguaje
poético» como el sistema lingüístico basado en textos escritos en volúmenes de «belles-lettres» y recitado en
lecturas poéticas, y si la relación entre estos dos sistemas lingüísticos fuera como la que existe entre dos
dialectos del inglés, entonces, se habría resuelto no sólo el problema de las formas lingüísticas especiales en
literatura, sino también la cuestión de cómo distinguir entre textos poéticos y otras clases de textos. Toda
forma especial de lenguaje constituiría entonces una forma de un lenguaje especial, y todo texto formulado
en «lenguaje poético» constituiría un texto poético. Teóricos de la literatura como Baumgártner (1969),
Bierwisch (1965), van Dijk (1972a, 1972b), Dolezel (1965, 1969), Fucks (1965), Levin (1962), Sceglov y
Zolkovskij (1967) y poetas como Mallarmé y Va- léry han sido víctimas de este tipo de argumentación.

Pero, después de todo, el concepto de un «lenguaje poético» es, en sí mismo, una contradicción (cf. sección
2). Por supuesto, no puede haber duda sobre la existencia de lenguajes literarios. Su uso invariable es, no
obstante, más una garantía para la exclusión de los efectos poéticos, por la sencilla razón de que en tal caso
nos las tenemos que ver con códigos fijados. Por lo demás, debería tenerse en cuenta que el desarrollo de la
literatura avanza de acuerdo con principios que excluyen la continuidad, a menos que se prefiera hablar de
una «tradición de ruptura con la tradición» (Brang, 1964). Si, entre otras cosas, todos los textos considerados
poéticamente vivos en algún momento han de ser identificados con la literatura, entonces no puede haber
nada semejante a un lenguaje literario unificado.

2. El haber dejado de lado el aspecto de acción de la comunicación ha creado la tendencia de juzgar el


valor poético de un texto, no por la sensibilidad del autor implícita en ese texto o por su efecto sensibilizador
en el receptor, sino por la elección de los elementos lingüísticos utilizados en él (el «material del que está
hecho el texto»). De este modo, todos los códigos socioculturales que no tengan nada que ver con el lenguaje
natural son excluidos como objetos de tematización implícita. Los procedimientos lingüísticos restantes son
entonces clasificados y codificados, y el resultado es que la no bien comprendida retórica de los antiguos
(véase Fischer, 1972) es reemplazada por una mal entendida lingüística moderna que adquiere la forma de
una taxonomía de las técnicas poéticas.
Tal desarrollo sólo es posible si se pasa por alto el hecho de que la automatización no queda tampoco
lejos de las técnicas poéticas (automatización secundaria). En el momento en que una técnica poética queda
registrada en el «canon poético» ha perdido ya su función poética. Su misma canonización es un síntoma del
hecho de que está empezando a fundirse con el estilo vigente.

3. La falta de un aparato exhaustivo de descripción lingüística hace necesario centrarse en cuestiones


en las que ya se cuenta con resultados de la investigación lingüística. El «material del que está hecho el
texto» es, por tanto, reducido una vez más a aquellas partes del texto que pueden describirse en términos
lingüísticos bien establecidos. Y esto es aún relativamente poco.
La historia de los esfuerzos, dentro de la lingüística, por describir y explicar el uso poético del lenguaje
pone por sí misma de manifiesto un ejemplo significativo de la tendencia, a la que los
artistas se han resistido continuamente, que convierte en absolutas a todas las reglas,
que solidifica todas las normas y que petrifica todas las máximas: la tendencia hacia la
automatización.

136
sobre algunos elementos de la comunicación
poética *52
Ursula oomen

Universidad de Trier

George Lakoff hacía notar, en fechas recientes, que el objeto de la lingüística no lo constituyen solamente
la sintaxis y la semántica, la fonética y la fonología, sino también «la función del lenguaje en la interacción
social, en la literatura, en los rituales y en la propaganda»53 En otras palabras, la lingüística incluye el estudio
de los diferentes modos en los que funciona el lenguaje como medio de comunicación. Si echamos una
mirada retrospectiva a los estudios lingüísticos del lenguaje poético de los últimos diez o quince años,
observaremos, sin embargo, que tales estudios se centran casi exclusivamente en el análisis de las estructuras
sintáctico-semánticas y fonológicas, bajo la orientación casi siempre de «desvío de la gramaticalidad». Los
estudios sobre el papel del lenguaje en la interacción social, que han aumentado considerablemente durante
los últimos años, parece que han estado más o menos restringidos al análisis del lenguaje hablado de todos
los días.

Voy a intentar, en las presentes páginas, considerar la poesía como un modo particular de comunicación,
y mostrar cómo el carácter de la comunicación poética está relacionado con ciertos rasgos del lenguaje
poético. Ello quiere decir que se amplía el marco de referencia en que analizamos el lenguaje poético para
incluir no sólo las estructuras lingüísticas, sino también otros elementos constitutivos de la comunicación
poética.

Tales elementos han sido sistematizados en varios modelos de la comunicación. El temprano modelo
triádico de Bühler (1934) se centra en la persona que habla (el destinador), en la persona a la que se dirige el
destinador (el destinatario) y en la persona o en el tema sobre el que se habla (el referente). Jakobson (1960)
añadió posteriormente tres factores más: el mensaje, el contacto o canal y el código. Wunderlich (1971: 1 7 7
y sigs.), cuyo objetivo no es proponer un modelo de comunicación sino definir una situación de habla,
enumera los siguientes componentes: destinador, destinatario, tiempo, lugar y espacio perceptivo del

*Título original: “On some Elements of poetic comunication”, publicado en Georgetown University
Working papers on languages and linguistiies, 11, 1975, págs.. 60-68. Traducción de Fernando Alba y José
Antonio Mayoral. Texto traducido y reproducido con autorización de la autora y de Georgetown University
Press. Este artículo es una versión ligeramente amplidda de una ponencia presentada con el mismo título a la
“Annual Convention of the modern Languaje Society, en Chicago, 1973.

1 Cita tomada de una entrevista con Hermann Parret. Aunque habríamos preferido, dado el contenido del
presente texto, los términos de h a b l a n t e y de o y e n t e (o, incluso, los de L o c u t o r e i n t e r l o c u t o r ) , hemos
respetado los términos de d e s t i n a d o r y d e s t i n a t a r i o , que son los equivalentes al texto inglés.
hablante, propiedades fonológico-sintácticas del enunciado, contenido cognitivo del enunciado,
presuposiciones, intenciones del hablante y, por último, la interrelación que se establece entre el hablante y el
oyente a través del acto de habla

Para disipar posibles


dudas en relación con
la terminología que se
acaba de aducir, nos ha
parecido conveniente
establecer la correlación
entre los términos
alemanes del trabajo de
D. Wunderlich al que
se hace referencia, los
términos ingleses
correspondientes en el
texto de U. Oo- men y
los adoptados en la
presente traducción:
D. Wunderíich;
(alemán)
1.Sprecher;
2.Angesprochener;
3.Zeit der Áusserung (Sprechzeit);
4.Ort und Wahrneh- mungsraum des Sprechers;
5.Phonologisch-syntaktische Eigenschaften der Áusserung;
6.Kognitiver Inhalt der Áusserung;
7.Voraussetzung des Sprechers;
8.Intention des Sprechers;
9.Interrelation von Sprecher und Angesprochenen.
U. Oomen: (inglés)
Addresser; Addressee; Time;
Location and Setting;
Phonological-syntactic properties of the utteranee;
Cognitive contení of the utterance; Presuppositions;
Intentions of the speaker;
Interrelation between speaker and hearer.
Traducción española
Destinador;
Destinatario;
Tiempo;
Lugar y espacio perceptivo / de percepción del hablante; Propiedades fonológico-
sintácticas del enunciado;
Contenido cognitivo del enunciado; Presuposiciones;
Intenciones del hablante;
Interrelación entre hablante y oyente.
En relación con tales modelos, la función poética del lenguaje fue definida por Jakobson como la función
que se centra en un factor concreto de la situación de habla, es decir, en el mensaje 54. Jakobson utiliza el

2 Esta definición del lenguaje poético se remonta a la escuela del formalismo ruso, como ha señalado Klaus
Baumgartner (1971: 374).
término «mensaje» de un modo un tanto ambivalente y, si lo interpretamos en el contexto de su artículo,
parece incluir aspectos del código lingüístico, en particular, las regularidades que se manifiestan en los
«paralelismos»55. La concentración de la atención en el código lingüístico se refleja en el interés de los
lingüistas por el lenguaje poético a lo largo de la década de los sesenta, interés que se centró en las
propiedades gramaticales de la poesía y que culminó en los malogrados intentos de construir gramáticas de la
poesía y de establecer criterios lingüísticos para el lenguaje poético. R. Kloepfer (1971), en un artículo sobre
el verso libre, ha señalado que la poesía no sólo distorsiona el código lingüístico, sino que también introduce
«licencias poéticas» en otros factores de la situación verbal. Si queremos explicar el modo en que el poeta
«juega» con todos los factores de la comunicación, resulta evidente que necesitamos una teoría lingüística
que abarque la totalidad de los factores implicados en una situación de habla. En el marco de referencia de
una teoría de este tipo, la poesía no puede ser definida ya por las propiedades gramaticales de su lenguaje,
sino por el comportamiento particular de los distintos factores comunicativos. Este enfoque está en
concordancia con las teorías lingüísticas más recientes, especialmente con la pragmática, en las que el objeto
de la lingüística lo constituyen «las situciones de habla idealizadas», y no las oraciones (Wunderlich, 1 9 7 1 :
1 7 5 ) . Al considerar, por tanto, la poesía como un tipo especial de «acto de habla» o modo de
comunicación, me interesa, en consecuencia, no sólo mostrar que tal punto de vista es provechoso para el
estudio del lenguaje poético, sino también subrayar la necesidad de una visión más amplia del objeto de la
teoría lingüística.

Todos los factores comunicativos son relevantes para determinar el carácter de la poesía. Sin embargo, en
lugar de examinar aquí el entramado completo de los factores comunicativos, seleccionaré cuatro: el
destinador, el destinatario, el tiempo y el lugar de la enunciación, el espacio de percepción de la enunciación
y la interrelación entre los participantes que puede establecerse a través del enunciado.

Los factores comunicativos tienen una influencia directa en el modo en que se utiliza el lenguaje. En
particular, los papeles del destinador y del destinatario tienen que ver con la utilización de los pronombres
personales; el tiempo y el lugar se reflejan a través de la utilización de los tiempos verbales y de las
expresiones espaciales y temporales; los artículos y los demostrativos, los modos gramaticales y la selección
de los temas sobre los que cabe hacer afirmaciones, indican hasta qué grado comparten los participantes un
espacio de percepción común; por último, la interrelación de los participantes puede ser expresada mediante
los llamados verbos realizativos, por ejemplo, decir, ordenar y preguntar. Examinaré brevemente, en primer
término, cómo se presentan en los textos poéticos estas clases gramaticales y qué indican entonces sobre las
propiedades de la comunicación poética.

En la mayoría de las situaciones cotidianas, la utilización de yo identifica al hablante; la de tú, al


destinatario. En los textos poéticos, sin embargo, los pronombres no identifican de la misma manera. En
primer lugar, como en algunos otros tipos de discurso escrito, no se conoce normalmente el yo del hablante y
puede estar alejado del lector tanto en el espacio como en el tiempo. El texto ofrece, por lo general, pocas
pistas para una identificación más precisa. Y lo que es más importante, sin embargo, y en contraste con otras
formas de comunicación lingüística, puede parecer que el yo denota a varias personas. En primer lugar, puede
o no interpretarse con referencia al destinador real: el poeta. Pero, en segundo lugar, hay muchos ejemplos en
los que es evidente que el destinador no puede ser identificado con el poeta, como en los versos de T. S.
Eliot:

While I was fishing in the dull canal... / musing upon the king my brother's wreck («The Waste Land»). (Mientras
estaba pescando en el canal oscuro... / reflexionando sobre la ruina de mi hermano el rey.)

3
Como ha indicado K. Baumgartner (1971: 374), es discutible que puedan omitirse los elementos «referente» y «código» en una
definición de la función poética del lenguaje. Y, lo que es más importante, Baumgartner plantea la cuestión de si se pueden separar las
funciones comunicativa y poética en el lenguaje de la poesía.
El yo, aquí, no se puede definir en relación con ningún referente del «mundo real», sino sólo en el interior
del texto. En tercer lugar, parecen producirse cambios de identidad. Los versos siguientes están tomados del
mismo poema de T. S. Eliot:

I, Tiresias, though blind, ... can see ... the evening now that ... brings ... the typist home at teatime ... I who have sat by
Thebes below the wall.

(Yo, Tiresias, aunque ciego ... puedo ver ... la tarde ahora que ... trae ... el mecanógrafo a la hora del té ... yo que me he
sentado junto a Tebas bajo el muro.)

Aquí, la identidad del hablante parece incluir a una persona en el Londres del siglo XX y al antiguo
vidente griego. Podemos describir este proceso como una multiplicación del papel del destinador en poesía.

Procesos semejantes se producen en relación con el destinatario. Es posible que el tú se refiera al lector,
como en

If thou hast squander'd years to grave a gem (Herbert Trench, «A Change»)

(Si tú has desperdiciado años tallando una piedra preciosa)

Should'st thou at last discover Beauty's grave (ibíd.) (Habrás descubierto al fin la tumba de la Belleza)

Pero lo más frecuente es que la persona interpelada con un tú no pueda ser identificada de modo
inequívoco con el lector, como en este comienzo de un poema:

Let us go then, you and I (T. S. Eliot, «The love Song of J. Alfred Prufrock») (Vámonos, pues, tú y yo)

Naturalmente, la llamada al destinatario para que vaya con el hablante requeriría normalmente la
copresencia de ambos participantes en el momento de la enunciación, una condición que no cumplen ni el
poeta ni su público. Es posible, por último, que el hablante nombre de forma expresa a otro destinatario en un
texto poético, tal como «Sweet Thames, run softly» (T. S. Eliot, «The Waste Land») (Dulce Támesis, fluye
suavemente), o «I come, my sweet, / to sing to you» (William Carlos Williams, «Asphodel, that greeny
flower») (Vengo, amor mío, para cantarte). Las distintas posibilidades de interpretación del uso del tú no
siempre están delimitadas con claridad, y es posible que las interpretaciones queden solapadas (por ejemplo,
en «Vengo, amor mío, para cantarte», podría referirse a una persona real en la vida del poeta, o a un
destinatario imaginario o, aunque sea una posibilidad remota en este caso, incluso al lector).

A veces se intensifican aún más las ambigüedades por el uso elíptico del lenguaje, como cuando un
poema comienza:

Rise at 7:15 / study the / artifacts (Paul Blackburn, «Good Morning Love!)

(Me levanto/Levántate a las 7,15 / estudio/estudia los / artefactos)


La estructura de superficie de las oraciones nos permite interpretarlas ya como formas reducidas de yo me
levanto y yo estudio,
ya como una orden a un destinatario que implica un tú subyacente.

La utilización de los pronombres (personales) en poesía se desvía, por tanto, de su utilización en el


lenguaje cotidiano, tanto oral como escrito. El uso desviado de los pronombres de primera y segunda
personas indica que en la comunicación poética los papeles de hablante y de destinatario se diferencian de los
de otros modos de comunicación verbal. Hemos resumido esta diferencia como una multiplicación y
extensión de papeles. Se hace posible esta extensión al separar el uso de yo y de tú de un referente del «mundo
real». Una falta semejante de un referente del «mundo real» se da, ciertamente, en otras formas literarias
también, especialmente en la ficción. Pero en la narrativa el yo y el tú están frecuentemente bien definidos y
claramente delimitados mediante la descripción de la situación de habla en la que están insertos. Por el
contrario, en poesía puede faltar una explicación de la situación de habla, y volverse ambigua, por tanto, la
interpretación de los posibles referentes. La multiplicación de papeles en poesía cambia y amplía las
posibilidades de la comunicación. La comunicación ya no está restringida a los límites que se les imponen al
hablante y al oyente individuales en otras formas de discurso. El poema se dirige, por tanto, a alguien, sin
tener en cuenta el espacio y el tiempo. Además, cualquier lector puede identificarse con los varios
destinatarios representados en el poema por el pronombre tú.

El segundo grupo de clases gramaticales que nos habíamos propuesto examinar eran las expresiones
temporales y espaciales y los tiempos verbales como indicadores de relaciones espacio-temporales. Su
utilización está relacionada, claro está, con el hablante y con el destinatario. La utilización de adverbios como
ahora, en este momento..., pronunciados por el hablante, y la utilización del tiempo presente, tienen una función
deíctica: indican el tiempo preciso en que el hablante emite su enunciado, llamado a veces «tiempo cero».
Del mismo modo, adverbios como aquí y a mi izquierda remiten al lugar en el que se encuentra el hablante. En la
comunicación oral, el destinatario sabe a qué tiempo se refiere el hablante, puesto que tanto él como el
hablante están simultáneamente presentes, y conoce también normalmente el lugar en el que se encuentra el
hablante. En la comunicación escrita, el hablante debe definir su localización en el espacio y en el tiempo si
quiere hacer referencia a ella. En poesía, sin embargo, un hablante puede utilizar, y utilizará, el tiempo
presente sin especificar un punto de referencia al que sea posible referirse. Esta utilización puede quedar
ejemplificada con un verso de un poema de Paul Blackburn:

The men watch and the rain does not come! («The Watchers»)

(¡Los hombres miran y la lluvia no llega!»)

El lector no sabe cuándo emitió Blackburn este enunciado; e incluso, si lo supiera, tendría razones para
dudar de que el acontecimiento aquí descrito hubiera coincidido con la emisión del mismo. Más importante
aún es el hecho de que tal conocimiento no es relevante para la comprensión del enunciado, contrariamente a
como ocurriría en otras formas de discurso. Aparentemente, el lector relaciona la utilización del tiempo
presente en esta oración no con un momento concreto del tiempo «real», sino con el tiempo del acto de
hablar, que no puede definirse en relación con un tiempo medido. Del mismo modo que hemos hablado antes
de una multiplicación de papeles, podríamos hablar ahora de una multiplicación de las dimensiones de
espacio y de tiempo. Estas dimensiones se amplían todavía más con la utilización del tiempo presente, no
sólo para períodos que cabría imaginar como coincidentes con el tiempo del acto de hablar, sino también
incluso para períodos situados claramente en el pasado. El poema «The Watchers» de Blackburn puede
proporcionamos otra vez un ejemplo representativo:

The men watch / LINK-BELT move up its load, the / pile to the left near 24th St., ... The men watch before the walls
of Troy.
(Los hombres miran / LINK-BELT levanta su carga, la / mole hacia la izquierda, cerca de la calle 24, ... Los hombres
miran ante los muros de Troya.)

De modo semejante, los adverbios de lugar se refieren, en este poema, a un lugar de moderna edificación,
tal vez Manhattan, pero cambian bruscamente después a «las columnas de Hércules».

La extensión del lugar y del tiempo está relacionada con la extensión del espacio de percepción. Con la
expresión «espacio de percepción» queremos designar la totalidad de factores que les vienen dados a los
participantes a través de la situación. El espacio de percepción proporciona, por tanto, a los participantes en el
acto de habla un conocimiento o percepción comunes de los objetos y acontecimientos implicados en la
situación. Determina la cantidad de información extralingüística que es compartida por ellos. El espacio de
percepción es, por consiguiente, relevante tanto para la utilización de artículos y demostrativos, como para la
elección de temas a los que todos los participantes pueden hacer referencia en cuanto que son susceptibles de
observación. En la comunicación escrita no poética, el hablante tiene que informar al destinatario de las
circunstancias en las que escribe en el caso de que quiera hacer referencia a la situación. En poesía, sin
embargo, se mencionan a menudo objetos y acontecimientos como si vinieran dados por un espacio de
percepción y como si el destinatario formara parte de dicho espacio y estuviera, por tanto, familiarizado con
él. Esto puede conseguirse mediante la utilización del artículo determinado y de otros determinantes. El
poema de Blackburn «The Watchers» comienza: «It's going to rain. The avenue...» (Va a llover. La avenida).
Son muy numerosos los ejemplos de este tipo y especialmente característicos cuando se dan en el comienzo
del poema, como de hecho ocurre. Otros ejemplos son:

Her blue dress / is all my care (Christopher Middleton, «The Dress's»)

(Su vestido azul / es toda mi inquietud)

Our nuns come out (Austin Clarke, «Intercessor's»)

(Nuestras monjas salen)

Show is in the oak (Donald Hall, «The show») (La nieve está dentro del roble)

El espacio de percepción determina, asimismo, qué tipos de interacción social cabe esperar,
razonablemente, entre los participantes. Una persona que esté mirando por la ventana un día de lluvia podría
decir, por ejemplo, a otra: «¡mira la lluvia!». Pero si ambas personas están en una habitación sin ventanas (y
no están viendo una película), o si está lloviendo en Florida y resultaTque ellas están en Chicago, entonces
esta oración carece de sentido por transgredir los límites de su espacio de percepción concreto. Podemos
hablar en tales casos de un espacio de percepción cerrado. Las órdenes o invitaciones, ante las que, dado el
espacio de percepción, no puede reaccionar el destinatario, sencillamente no constituyen una comunicación
significativa en el lenguaje cotidiano. En poesía, sin embargo, pueden utilizarse tales modos gramaticales sin
semejantes restricciones. El poema «Welcome» de R. S. Thomas comienza así: «You can come in» (Puedes
pasar); o un poema puede contener una orden como ésta: «Listen. Put on morning. Waken into falling night»
(W. S. Graham, «Listen. Punt on Morning») (Escucha. Vístete de mañana. Despierta en la noche que cae). El
efecto de estas técnicas es doble: en primer lugar, el lector es introducido en una situación, como si formara
parte de ella y, de ese modo, es liberado de la confinación de su situación «real». Al mismo tiempo, los
enunciados del hablante están creando en él una situación, en vez de imponérsela. El resultado es,
nuevamente, una multiplicación de los niveles comunicativos. Por encima del espacio de percepción real en
el que escribe el poeta, existe un segundo espacio perceptivo que no está sometido a ninguna restricción
espacial o temporal, ni a ninguna presuposición que pueda hacerse sobre el conocimiento que el destinatario
tenga de una situación concreta. Este espacio de percepción se puede llamar espacio de percepción abierto.
El último componente del que nos proponemos ocuparnos es la interrelación que se establece entre los
participantes del acto de habla. La interrelación entre destinador y destinatario viene indicada por medio de
verbos realizativos, tales como decir, afirmar y aconsejar. Estos verbos pueden expresarse en la estructura de
superficie de un texto o estar contenidos únicamente en su estructura profunda. Denotan un acto de habla
realizado por el destinador a través del cual se establece una interrelación con el destinatario. El ejemplo
siguiente, en el que el verbo realizativo está contenido de forma explícita en la estructura de superficie, se ha
tomado de un poema de George Starbuck:

ak another one woody I tell you I don't know what's got / into these strawberries. («Cora Punctuated with Straw-
berries») [ak otro woody te digo no sé lo que hay / dentro de esas fresas.)

Como los papeles del destinador y del destinatario son múltiples, tenemos que preguntamos: ¿quién está
hablando con quién acerca de las fresas? O, dicho en otros términos, ¿entre quiénes se establece una
interrelación a través del acto de h^bla indicado por «yo te digo»? Estos versos no pueden interpretarse,
naturalmente, como un enunciado del poeta dirigido al lector; la exclamación «ak another one woody» y la
elección de las palabras y de la sintaxis los caracterizan como un enunciado oral espontáneo más que como
un texto escrito. «Decir» no denota, pues, en este caso un acto de habla llevado a cabo realmente y en ese
instante por el poeta, sino un enunciado que representa un acto de habla. Como ha señalado Barbara
Hermstein Smith (1971: 273 y sigs.), «Lo que compone el poeta no es un acto de habla, sino... la
representación de un acto de habla», y «Nunca "se habla" un poema, ni siquiera por el propio poeta. Un
poema siempre se recita». Debemos partir del supuesto, por tanto, de que el texto poético completo contiene
en la estructura profunda algún verbo del tipo «representar un acto de habla». De nuevo tenemos aquí una
duplicación de niveles. El verbo realizativo decir denota un acto de habla, emitido por un hablante, hablante
que debe ser construido en el interior del texto; en relación con el poeta como destinador hay un segundo
verbo realizativo («representar un acto de habla»), que está implícito en el texto poético56.

En consecuencia, el lector y la poesía pueden influirse mutuamente de dos maneras: en primer lugar, el
lector puede influir en el texto poético imaginando el espacio de percepción, el contexto, el destinador y el
destinatario de un acto de habla como el representado en el ejemplo anterior; puede incluso representarse a sí
mismo como parte, por ejemplo, como destinatario de dicho acto de habla. En segundo lugar, el lector puede
entrar en interacción verbal con el poeta, aunque no a través del texto poético, sino a través de una discusión
acerca de lo que el texto poético representa. En otras palabras, es, por supuesto, absurdo reaccionar ante un
texto poético como lo haríamos ante otras formas de discurso: carece de sentido responder directamente a una
pregunta como: «What does it means, when the get-away money bums in dollars big as moons» (Kenneth
Fearing, «Twentieth Century Blues») (¿Qué quiere decir, cuando el dinero fugitivo arde en dólares grandes
como lunas?) o tomar al pie de la letra una orden como «Stick your patent ñame on a signboard» (Hart Crane,
«The Rivera) (Pon tu nombre patentado en una lista comercial). Sí tiene sentido, en cambio, hablar de estas
oraciones en su contexto en calidad de crítico o intérprete de la literatura.

Dado que el discurso poético no es en realidad un acto de habla individual, sino la representación de
dicho acto, el texto no puede verse afectado por una interrelación entre el poeta y su público y su forma es
definitiva. El carácter representativo de la poesía y el carácter definitivo de su forma constituyen también la
base de su repetibilidad sin restricciones: de la posibilidad de leer y disfrutar de un poema un número
ilimitado de veces. Puede decirse entonces que la poesía se caracteriza por una multiplicación de los niveles
comunicativos. La falta de reconocimiento de esta multiplicidad ha conducido a veces en el pasado a métodos

4
Es interesante notar que al elevar actos de habla cotidianos al nivel de «actos de habla representativos», pueden éstos transformarse en
textos poéticos. Un ejemplo realmente llamativo es el siguiente «colla- ge» de Gerhard Rühn, que consiste en una combinación de
anuncios y avisos sacados de su contexto original: «Unbeschwert meistern Sie den Tag. / 6. Abonnementkonzert der Konzertreihe II /
Kammerkonzert / Es spielt das Parrenin-Quartett / Beethoven Grosse Fuge, págs. 133 / Bar- tok 5. Quartett / Unsere Gaststasste wird
umgebaut, trotzdem findet am / Sontag unser beliebter / Tanzabend / mit den Telstars statt». (Dominará su día sin problemas / II
Concierto de abono / Música de Cámara / Actuará el Cuarteto Parrenin (Francia)... / A pesar de la reforma de nuestro bar, habrá baile el
domingo con la Banda Telstar.) (Véase Oo- men, 1973: 89.)
erróneos de interpretación, especialmente el de la llamada «falacia biográfica», que no logra distinguir los
múltiples papeles del hablante a los que puede hacer referencia la forma yo.

La multiplicación de los niveles resulta del «juego» que hace el poeta con todos los factores de la
comunicación, y no sólo con las reglas de la gramática. Este «juego» creativo con varios elementos
comunicativos puede ampliar nuestro conocimiento de los modos en que funciona la comunicación
lingüística. Otro efecto no menos importante es que en poesía se crea una forma de comunicación lingüística
que está libre de las restricciones bajo las cuales se produce la comunicación cotidiana. La poesía
proporciona, por tanto, unas posibilidades de comunicación de las que carecen otras formas de discurso: dado
que la comunicación poética no está restringida a ningún destinatario particular, el poema puede ser leído y
disfrutado por todo el mundo, incluso mucho después de haber sido creado; dado que se amplían las
dimensiones de espacio y tiempo, tiempos, lugares y objetos distantes pueden verse como coexistentes y
compatibles; dado que los espacios de percepción son abiertos, la creatividad poética está libre de las reglas
de plausibilidad, que gobiernan incluso la narrativa ficcional, para producir algo completamente nuevo y
nunca oído; y, por último, dado que el poema es la representación de un acto de habla, su «realización» puede
ser repetida un número ilimitado de veces.

La utilización aparentemente diferente de las clases gramaticales específicas de la poesía no debe verse
en primer término como una desviación de la gramaticalidad. En lugar de ser clasificada negativamente,
puede ser explorada provechosamente de una manera más positiva, es decir, como una manifestación del
carácter particular de la comunicación poética.

LA LITERATURA COMO FENÓMENO


COMUNICATIVO*57
Fernando Lázaro Carreter

* Publicado en F. Lázaro Carreter, E s t u d i o s d e l i n g ü í s t i c a . Barcelona, Critica, 1980, págs. 173-192.


Texto reproducido con autorización del autor y del editor.

1
L a n g u a g e (1921) [trad. cast. E l l e n g u a j e , FCE, México, 1962, pág. 250],
Universidad.
Complutense. Madrid
I

La pregunta de qué sea la literatura lleva planteada más de dos milenios, sin que ninguna de las
respuestas haya merecido adhesiones estables. Se siente por ello la tentación de soslayarla, y es en general lo
que hacemos, limitándonos a utilizar aquella noción como algo intuitivamente consabido. Tal práctica cuenta
con importantes ejemplos; así, nada menos que Sapir58, tras afirmar que «cuando la expresión lingüística es
de extraordinaria significación la llamamos literatura», añade en nota: «No podría detenerme a precisar qué
tipo de expresión es lo bastante "significante" para merecer el nombre de arte o de literatura. Por lo demás,
no lo sé exactamente. Tendremos que emplear el término "literatura" dando por supuesto que todos saben lo
que significa».

La situación ha cambiado mucho en los últimos años, y ya es posible aportar algunas precisiones
interesantes sobre ese problema, merced al desarrollo de los estudios semióticos tal como se está
produciendo en los Estados Unidos y en la Unión Soviética. La ciencia del signo y de la comunicación se
cultiva en esos países con una seriedad que contrasta con el aire de ensayismo improvisado con que se
presenta en otros lugares. Pero es en la escuela de Tartu donde las difíciles relaciones entre la poética y la
semiótica se establecen con mayor precisión y finura. De ahí que esta exposición deba bastante a la doctrina
rusa sobre la cuestión, heredera de preocupaciones en que tanto brilló la escuela formalista.

Dicho está con ello que en esa caracterización de lo literario no haré intervenir supuestos estéticos de
ningún tipo. Carezco de competencia en ellos y, lo que es peor, siento escepticismo sobre su posible
fecundidad para aclarar la cuestión. En primer lugar, porque cualquier acontecimiento, cualquier fenómeno
verbal o no, de naturaleza humana o no, puede ser portador de la función estética, esto es, puede ser bello 59;
después, porque no en todo el corpus de lo que llamamos literatura podemos reconocer aquella función: hay
grandes zonas de él que no podríamos calificar de bellas o hermosas, y sí de literarias. Pero, al afirmar esto,
me adentro ya en el meollo de la cuestión, que se refiere justamente al problema de si literatura y arte literario
son conceptos que se recubren por completo.

A simple vista parece que sí, y que sólo con intención paradójica podría negarse. Desde Aristóteles, para
quien literatura es «arte que imita sólo con el lenguaje, en prosa o verso» s, la identificación ha atravesado los
siglos, hasta degenerar en la perogrullada de que la literatura es arte y de que el arte es arte, como denunciaba
Umberto Eco 60; el cual, al declarar perogrullesca la primera ecuación, confiesa implícitamente creer en la
identidad de sus términos. Y es que, pienso, los puntos de vista estéticos impiden —al menos, lo han
impedido históricamente— penetrar en el fondo de la cuestión. Muchos teóricos que la afrontan con
perspectivas renovadoras, no pueden desprenderse de ese légamo idealista, y están más o menos atrapados
por el concepto de valor, del que hacen depender la caracterización de la literatura. Pero como el valor de una
obra literaria es sumamente variable -cambia de lector a lector, de época a época-, por el camino de la estética
se llega a negar la posibilidad de una definición más o menos absoluta. Lo literario, la literariedad serían
nociones relativas, es decir, detectables sólo en función de las distintas épocas.

2
Cf. Jan Mukarovsky, I I s i g n i f i c a t o d e l l ' e s t e t i c a , trad. it. de S. Corduas, Einaudi, Turín, 1973, pág. 5.
3
P o é t i c a , 1447b; cito por la trad. cast. de V. García Yebra, Gredos, Madrid, 1974.
4
T r a t t a t o d i s e m i ó t i c a g e n e r a l e , Bompiani, Milán, 1975, pág. 329.
Tal relativización tiene defensores ilustres, como I. Tynianov 61, el cual negaba la posibilidad de precisar
dicha noción con rasgos «fundamentales», pues lo literario, según él, se detecta dentro de la
contemporaneidad, ya que es sólo evolución, serie de productos verbales en el tiempo. La prueba principal
que invoca son los hechos bien conocidos de literarización y desliterarización que en todas las culturas se
producen: construcciones verbales que no fueron creadas con una voluntad artística, han adquirido esa
naturaleza en otras épocas, y viceversa, obras muy estimadas en un momento dado han perdido su carácter
literario después. En la misma línea, Ch. Hockett 62 afirmaba, años más tarde, que lo literario es solamente
definible en el seno de la sociedad en que aparece. Aportaba como razón su propia experiencia: cuentos que
había oído contar a los indios nootka, y que éstos apreciaban grandemente, sólo eran para él raras
logomaquias. Por fin, y ello parece más extraño, un semiólogo como Greimas ha formulado la misma opinión
con estas palabras tajantes:

La literatura, en cuanto discurso autónomo que comporta en sí sus propias leyes y su especificidad intrínseca, es casi
unánimemente negado, y el concepto de «literariedad» que quería fundarla es fácilmente interpretable como una
connotación socio-cultural, variable según el tiempo y el espacio humanos63.

Si se ha de seguir este camino, pienso que la relativización no es tan radical y estricta como debiera, pues
tendríamos que reducirla al lector, y decir que la literatura es lo que a una persona le parece literario;
solución, por lo demás, bastante verdadera, como al final veremos.

Parece como si los teóricos fijados en esta posición no hubieran ahuyentado la sombra de esa imaginaria
entidad que Roland Barthes ha llamado «esencia intemporal

5
A v a n g u a r d i a e t r a d i z i o n e (1929), trad. it. de S. Leone, Dédalo, Barí, 1968, pág. 26.
6
C u r s o d e l i n g ü í s t i c a m o d e r n a (1958), trad. cast. de E. Gregores y J. A. Suárez, Eudeba, Buenos Aires, 1971, pág.
533.
7
Essais de Sémiotique poétique, Seuil, París, 1973, pág. 6.
fernando lázaro carreter

de la literatura» 64, y que luchan contra un fantasma, contra una entelequia que se produce
154 justamente por identificar literatura con valor literario. Si se prescinde de éste, si se abandona como
problema característico de la crítica literaria y no de la poética general, habremos abatido uno de los
principales obstáculos para averiguar qué sea aquélla. Se trata, en suma, de trasladar el problema al
ámbito propio de la semiótica, preguntándonos si existen condiciones o propiedades reconocibles
en los textos literarios como tipos especiales de comunicación, que los opongan a otros tipos de
comunicación humana.

De este modo, por el camino que al principio anunciaba, tal vez sea posible salir de la espiral
estética, en que se entra cuando lo literario se remite al valor, y la valoración a un tiempo, a una
cultura y hasta a un lector concretos. Que hay algo común y característico de las obras literarias de
cualquier época o lugar, no se le ha ocultado ni a tan radical relativizador como Hockett, que dedica
un capituli- 11o de su Curso (págs. 523-525) a los «rasgos propios del discurso literario». A pesar,
dice, de que ese estudio deba llevarse a cabo separadamente para cada sociedad, tal discurso tiene
dos rasgos, «si no universales, por lo menos comunes: excelencia lingüística y estilo especial»,
consistente éste en la diferencia entre emisiones «de una misma lengua que transmiten
aproximadamente la misma información». Es fácil ironizar ante tal concesión del famoso
estructuralista norteamericano, a quien viene como anillo al dedo la aguda observación que hacía
Pierre Guiraud 65: cuando el lingüista aborda los problemas prestigiosos de la literatura, corre grave
peligro de caer en las viejas creencias.

Una caracterización general y moderadamente aceptable del hecho literario sólo ha sido posible
desde el momento en que se ha reconocido en las obras artísticas el carácter de signos, y se han
inscrito por tanto en el campo de acción de la semiótica. Ello implica que se consideren actos de
comunicación, lo cual parece bastante claro tras los

8
E n s a y o s c r í t i c o s , trad. cast. C. Pujol, Seix Barral, Barcelona, 1966, pág. 259.
9
«Pour une sémiologie de l'expression poétique», L a n g u e e t L i t t é r a - t u r e , Actes du XVIIIe Congrés de la FILLM, Les
Belles lettres, París, 1961, pág. 120.
razonamientos de Richards 66, Dewey 67 y Morris 68. El punto de partida crítico del primero es la necesidad de
«distinguir claramente entre los aspectos comunicativos y de valor en una obra de arte» (pág. 222); de un
modo u otro, esto se acepta como postulado semiótico básico, al enfrentarse con los productos estéticos.
Correlativamente, se omite cualquier referencia a los fenómenos psicológicos en que suelen basarse. En un
trabajo muy temprano, el esteta checo J. Mukarovsky clamaba contra la teoría hedonista del arte y postulaba
el siguiente principio:

La obra artística no debe ser identificada, como ha pretendido la estética psicologista, con el estado de alma de un
autor ni con los que produce en los sujetos receptores. Está destinada a servir de intermediaria entre su autor y la
colectividad69.

El problema radicaba, como años después establecía Morris (1964), en cómo diferenciar el signo estético
de los demás signos aplicando conceptos semióticos. El lo ha intentado, y a sus conocidos trabajos me
remito; están llenos de sugerencias importantes, pero creo que no alcanzan la fertilidad lograda por la
escuela semiótica rusa a que antes me he referido.

Como mensaje que es la obra literaria, está situada dentro de las funciones descritas por la teoría de la
comunicación. Bien conocidas son las que expuso Jakobson, referidas a emisor, receptor, contexto, código,
mensaje y mantenimiento del contacto comunicativo. Pero se limitó, para caracterizar la literatura, a una sola
de esas funciones, la denominada por él poética, que se produciría sólo en el mensaje. Es un rasgo de la
lengua artística el que Jakobson describe, muy relevante por cierto, pero también muy insuficiente para
caracterizar con él la literatura, la literariedad.

La exactitud en la definición de ésta sólo podrá alcanzarse, si se alcanza, describiendo su peculiar situación
como mensaje frente a todas y cada una de las funciones que intervienen en la comunicación.

Tal vez no sea ése el único método. No es posible desconocer esfuerzos que se realizan partiendo de
otros supuestos. Por ejemplo, el muy importante de Kate Hamburger en su ya famoso libro Die Logik der
Dichtung, que busca una identificación de la literatura «en términos de su estructura lógica interna que, por
razón de ser arte por medio del lenguaje, la subtiende»70; la caracterizaría, frente a los demás mensajes
verbales, un especial lenguaje creativo (idichtende Sprache) que desea sustraer a la teoría de la comunicación
por cuanto, según la autora, ésta se limita a ser sólo una teoría de la relación entre el emisor y el receptor,
descuidando la estructura del mensaje (pág. 30), es decir, aquella parte del acto comunicativo —la obra
concreta— en que reside lo específicamente literario. Puede ser, pero tal acusación no puede formularse
contra la semiótica, a la que también la naturaleza del mensaje importa primordialmente, y la impresión final
que produce la investigación de la señora Hamburger es de inacabamiento, ya que, por caminos distintos a
los de Jakobson, recae en su misma limitación: es decir, considera el texto artístico como un mensaje cuya
idiosincrasia reside sólo en su lengua.

10
P r i n c i p i e s o f L i t e r a r y C r i t i c i s m , Harcourt, Brace and World, Inc., Nueva York, 1924.
11
A r t a s E x p e r i e n c e , Minton, Balch and Co., Nueva York, 1934.
12
«Esthetics and the Theory of Signs», J o u r n a l o f U n i f i e d S c i e n c e , 8, 1939, págs. 131-150; S i g n i j i c a t i o n a n d
S i g n i f i c a n c e , MIT, 1964 [utilizo la trad. cast. L a s i g n i f i c a c i ó n y l o s i g n i f i c a d o , Alberto Corazón, Madrid, 1974];
G e n e r a l T h e o r y o f S i g n s , Mouton, La Haya, 1971.
13
«L'art comme fait sémiologique» (1934), P o é t i q u e , 3, 1970.
14
Utilizo la trad. inglesa T h e L o g i c o f L i t e r a t u r e , Indiana University Press, 1973, pág. 5.

15
Extraterritorial, Barral Editores, Barcelona, 1973, págs. 158-159.
La literatura —ha escrito Mircea Marghescou— es un hecho de la vida del lenguaje, igual que el hombre es un
hecho de la vida de las células, pero sería tan imposible encontrar la literariedad de la literatura al nivel de su com-
ponente lingüístico, como hallar la humanidad del hombre al nivel de su composición celular.

De limitarnos a él, es posible que podamos hallar una frontera más o menos segura, pero no lo será tanto
como si ampliamos la búsqueda a otras zonas, a otros rasgos diferenciales de lo literario frente a lo no
literario. Eso es, justamente, lo que vamos a intentar, con mucha brevedad.

La obra literaria -es decir, el producto concreto en que la literatura se manifiesta- es un sistema
significante y un mensaje. En el primer aspecto, cae dentro del ámbito de la semiología, como ya hemos
dicho; en el segundo, es investigable por la teoría de la comunicación. Ambas perspectivas deben combinarse
para lograr el deslinde que perseguimos. Y encontramos ya rasgos diferenciales de algún interés si
adoptamos el punto de vista del emisor. En el caso de la literatura, nos las habernos con un emisor peculiar
que recibe el nombre de autor. Un viejo término que, en latín (autor), derivaba del verbo augere, "aumentar",
"hacer progresar", con el significado preciso de "creador", y que pertenece a la familia románica de
auctoritas. La etimología, pues, apunta hacia un emisor especialmente cualificado, que no puede identificarse
con el hablante ordinario. Es un emisor distante, con quien el destinatario no puede establecer diálogo, para
inquirir, corregir o cambiar los derroteros del mensaje. Este es el único objeto de comunicación entre autor y
lector u oyente: está entre ellos como un hito, para que, en todo caso, se hable sobre él. Se trata de un
mensaje que el emisor ha cifrado en ausencia de necesidades prácticas inmediatas que afecten al autor o al
lector. Como George Steiner ha dicho de modo muy bello,

la literatura es lenguaje liberado de su responsabilidad suprema de información [...]; las responsabilidades supremas de
la literatura, su razón de ser ontológica, se encuentran fuera de su utilidad inmediata y de su verificabilidad71.

Nadie ni nada ajeno a ellos obliga a emisor y receptor a establecer contacto; sus impulsos son interiores,
aunque con ello respondan a estímulos externos. Esto puede suscitar reservas, en unos momentos en que
muchos lectores, especialmente los más jóvenes, esperan de la literatura un mensaje social, político o
religioso. Y algún crítico hay —como D'Arco Silvio Avalle72— que, observando ciertos fenómenos, como el
rechazo en las aulas de los textos del pasado, o la recopilación de antologías que extraen los pasajes de más
directa aplicación a la actualidad, piensa en una inmediata transformación de la literatura en un fenómeno de
información, con preponderante importancia de los contenidos, que acabará confluyendo junto con los demás
actos comunicativos en una informática general que destruya su especificidad. Me resulta difícil coincidir
con esta predicción, pero, en cualquier caso, no es el futuro del arte literario lo que me interesa, sino su
pasado y su presente. Aun la literatura más «informativa» se opone al mensaje ordinario en que es
prescindible. El Llanto por Sánchez Mejías era excusable apenas se difundió la noticia de la muerte del
torero. Lorca no actuaba urgido por una demanda de información ni por la necesidad de darla. Si los agüeros
de Avalle se cumplieran, la información de la literatura sería siempre secundaria, y en ello cabría buscar
rasgos distintivos frente a la primaria, que la distinguirían como literatura, aunque este nombre recubriese
objetos muy distintos a los tradicionales.

El escritor, pues, rompe el silencio tal vez con la misma necesidad comunicativa con que un viajero lo
hace en el departamento de un tren, pero de modo bien extraño. Porque no tiene interlocutor, ni puede
aspirar, por tanto, a convertirse en receptor. Su comunicación es centrífuga, y no espera respuesta, sino

16
La poesía nell'attuale universo semiologico, Giappichelli, Turín, 1974, pág. 6.
acogida. Además de centrífuga, resulta pluridireccional: el mensaje sale a la vez por los cuatro cuadrantes.
Pero se dirige a receptores sin rostro; muchos no han nacido: tal vez acojan el texto cuando él ya no exista. A
diferencia de lo que ocurre con los otros mensajes, que actúan en un espacio y en un tiempo definidos, el
literario es utópico y ucrónico: aunque lo dicte un acontecimiento bien localizado, puede ocurrir que siga
siendo válido cuando ya no quede noticia de aquello que lo motivó. Raro será el autor que no ambicione ser
traducido, es decir, transportado a otras tierras, a todas las tierras y a la historia, y no faltan quienes remiten
su reconocimiento a la posteridad. No parece enfático hablar, en este caso, de un receptor universal como
característico de la comunicación literaria, en correspondencia con un emisor que se dirige a un tú
indiferenciado. Ello no quiere decir, ni mucho menos, que le resulte indiferente: Wolfgang Kayser ha escrito
con extraordinaria agudeza sobre cómo el escritor consagra esfuerzos particulares a construir el papel del
lector, lo cual se traduce siempre en efectos particulares observables en el contenido, en el estilo y en la
morfología de su obra. Kayser aporta un testimonio de Hugo von Hoffmannsthal, en que se expresa la acción
que sobre el escritor ejercen sus potenciales lectores vistos como un oyente ideal que representa a la
humanidad entera"73.

También el receptor, en el caso de la comunicación literaria, posee cualidades muy peculiares. En


principio, no es solicitado por una obligación práctica, si excluimos de esta calificación la exigencia de placer
o ilustración. Dejo aquí aparte, por no ser directamente atingente, el problema de la necesidad del arte,
proclamada con rara unanimidad por sociólogos, estetas y semiólogos (como ejemplos significativos de esta
opinión, pertenecientes a campos distintos, cf. Gramsci74, Fischer 75, Mounin 76, Lotman). Pero esa necesidad
no se puede identificar con la de conocimiento, aunque, como Iuri Lotman ha escrito, el arte sea «una de las
formas de la lucha de la humanidad por una verdad que le resulta necesaria» 77. El lector no acude a la
literatura primordialmente inducido por la precisión de conocer; va a ella o por azar o por devoción y
búsqueda. Pero, frente a lo que ocurre en otras formas de comunicación, dado el carácter irreversible de la
literatura, no puede contradecir al autor, ni le es posible prolongar el intercambio comunicativo, según hemos
dicho. Ante la obra, puede asentir o disentir, estética o ideológicamente, mediante juicios de valor que, en
fases elaboradas por el raciocinio, se denominan crítica y son una forma de metalenguaje. El carácter de
propuesta inmodificable que posee el mensaje literario, lo refleja bien el término obra con que se designa.
Una obra -«es una obra de Bach, de Góngora o de Gau- dí»; «esta es mi obra», puede decir un escultor
mostrando una estatua— es algo rematado, concluso y final, que el receptor admite o no, pero sobre cuya
ideación y textura le es imposible influir. El lector es un miembro del receptor universal, que acoge el
mensaje solitaria o colectivamente, en lugares cronológica y espacialmente distintos, y, sin embargo, ese
mensaje nunca cambia, siempre es idéntico. Cientos, miles de veces reiterado, igual en toda ocasión, sobre
todo si su canal es la imprenta; jamás alterado ni alterable en función de la variabilidad del destinatario.

Con esto se produce otro hecho diferencial de la comunicación artística, que afecta a la relación emisor-
receptor. Entre ellos, el mensaje aguarda a este último, a un lector, espectador u oyente que vaya en su busca
para apropiárselo y recibirlo cuando quiera. El autor no tiene la iniciativa del contacto, que corresponde
estrictamente al receptor.

Es cierto que tal cosa ocurre con cualquier documento o libro archivado en espera de quien lo lea. La
frontera de la literatura queda marcada aquí por el carácter desinteresado, no práctico, de la recepción. Lo
cual puede producirse en casos en que aquel escrito no fue cifrado con propósitos literarios.

La inasistencia del autor al acto comunicativo implica que no existe un contexto necesariamente
compartido por el destinatario y el emisor. Pero, si, por definición, el contexto es preciso para que la

17
«Qui raconte le román?», P o é t i q u e , 4, 1970, pág. 503.
18
C u l t u r a y l i t e r a t u r a , Ediciones Península, Barcelona, 1968, pág. 259.
19
L a n e c e s i d a d d e l a r t e , Edicions 62, Barcelona, 1967.
20
P o é s i e e t s o c i é t é , PUF, París, 1962, pág. 88.
21
La structure du texte artistique, Gallimard, París, 1973, pág. 26.
comunicación se produzca, ¿dónde habremos de buscarlo? Sólo en un lugar: en la obra misma. Ésta, la obra,
comporta su propio contexto78. El mensaje literario remite esencialmente a sí mismo. Si examinando por qué
ha pinchado mi automóvil, exclamo: «¡Un clavo!»; si arreglando un mueble pido «¡Un clavo!» a quien me
ayuda, ambos mensajes significan cosas muy diversas en virtud de sus situaciones respectivas, y remiten a un
referente ajeno o exterior al mensaje, esto es, a un objeto denominado «clavo». En cambio, si leo en una
novela el sintagma «¡Un clavo!», éste no remite más que a un trozo de texto, a una pieza lingüística que
figura en la secuencia, que es su exclusivo contexto. Su significado puede incluso no ser el de «clavo»:

Unha vez tiven


un cravo cravado
no corazón, y en
non m'acordo xa
s'era aquel cravo
d'ouro, de ferro
ou d'amor.
la literatura como fenómeno comunicativo
160 En estos versos, aquel sintagma no remite a nada exterior al lenguaje, no sale del recinto del
poema, en el cual recibe toda su significación, pues en él está su referente. En cuanto al problema de cómo
sea la referencia que el texto crea para significar, cabe decir que posee una naturaleza distinta de lo real.
Quizá no fuera abusivo interpretar la mimesis que Aristóteles atribuyó al arte, como un caso de homología
muy marcada. Se produce en su máximo grado cuando el texto crea una naturaleza paralela, aunque, según he
dicho, nunca identificable con referentes ajenos a él. Aristóteles acertó genialmente a distinguir esos dos pla-
nos de la realidad y del mensaje artístico, al señalar que, aun siendo paralelos, uno puede causar incluso

22 Cf. E. COSERIU, «Determinación y entorno», en Teoría del lenguaje y lingüística general, Gredos, Madrid, 1962, pág. 320; F. VANOYE,
Expression. Communication, Colin, París, 1973, pág. 140.

23 Cf. I. Lotman, op. Cit., pág. 56.


horror y el otro placer. «Hay seres -dice- cuyo aspecto real nos molesta, pero nos gusta ver su
imagen ejecutada con la mayor fidelidad posible, por ejemplo, figuras de los animales más
repugnantes y de cadáveres» (Poética, 1448b). Y prevé, por supuesto, la posibilidad del texto sin
referente exterior, cuando en el mismo párrafo 161afirma que si uno no ha visto antes lo retratado —
léase: porque no lo conoce o porque no existe ni ha existido—, el arte «no producirá placer como
imitación, sino por la ejecución o por el color o por alguna causa semejante».

Cuando la imitación es intencionalmente positiva, el arte se orienta hacia el «realismo». Pero


puede darse la otra intención: el autor cierra el universo significativo de la obra, y lo enclaustra
evitando cualquier homología perceptible con lo real. Es lo que ha dado lugar a los distintos her-
metismos de la historia del arte.

Si el mensaje literario, a diferencia de otros, conlleva su propia situación, el lector ha de tener


acceso a ella para establecer esa situación secundaria por la que pueda producirse la
intelección. Esta que podemos llamar situación de lectura es muy distinta para cada lector, y depende
de sus circunstancias individuales, psicológicas, culturales, sociales y hasta políticas. Las
posibilidades de que, en un acto ordinario de comunicación, de diálogo, por ejemplo, surjan de-
sajustes en el desciframiento son, como todos sabemos, muy grandes. Lógicamente, son muy
superiores cuando el receptor está desasistido de coordenadas situacionales, y es él quien tiene que
trazar todas las líneas de penetración en el texto. Las diferencias de interpretación de las obras literarias
constituyen un fenómeno cotidiano y, contra lo que suele pensarse, no es un resultado fortuito, sino
anejo orgánicamente al arte, a esa propuesta utópica y ucrónica que es la obra79. Se trata de que el lector
no sólo debe descifrar el texto con ayuda de un código determinado -una lengua-, sino que debe
aprender también el idioma personal del autor. Richards, en un libro conocidísimo, estableció una
serie de causas de desajuste en la interpretación de las obras literarias, y a él me remito 80. La lectura
plausible resulta difícil, y es función de la mayor o menor complicación intrínseca del mensaje, de su
pertenencia a un momento cultural de sencillo o complejo acceso, y de la preparación del lector.
Como todos estos factores son aleatorios, y en cada uno de ellos pueden multiplicarse las variables,
resulta que los desajustes de intelección son, en la li- teratura, muchísimo más probables que en los
restantes actos de comunicación. Richards decía, muy razonablemente, que, en último término, el
único objetivo de la crítica (y hasta podría decirse que del profesor de literatura) es asegurar la
permeabilidad, la accesibilidad de los textos para los lectores, renunciando a toda fúnción valorativa.
Porque, una vez lograda la comprensión, «nuestra propia naturaleza, y la naturaleza del mundo en que
vivimos, deciden por nosotros» (pág. 20).

Se trata, pues, de una comunicación sumamente delicada la del arte, propensa a malentendidos como
ninguna. Por un lado, la obra literaria conlleva su propia situación; por otro, ha de crearse una situación de
lectura, que es distinta para cada lector, y que elige él. Este rasgo nos introduce en otra propiedad de lo
literario: esa elección y esa decisión de leer, sólo pueden darse si el receptor considera que el mensaje posee
actualidad para su vida. Un texto inactual, recluido en un estante, destinado a atravesar la historia sin
cambiar, se hace de pronto actual porque así lo ha decidido un lector, pensando que el mensaje vale para su
presente concretísimo. Con la circunstancia, no lo olvidemos, de que la lectura puede consistir en un puro
error o en una falta de entendimiento más o menos grande. Y, sin embargo (ésta es la propiedad de lo literario
a que me refería), la comunicación se produce, y hasta los errores pueden ser la causa de que el mensaje
parezca actual a quien lo descifra equivocadamente. Cuántas veces nos hallamos con lectores entusiasmados
con obras que obviamente no dicen lo que ellos creen entender.

24
Practical Criticism, 1929; trad. cast. Literatura y crítica, Seix y Barral, Barcelona, 1967, pág. 22.
Cuando en una comunicación normal se producen tales perturbaciones, la comprensión puede llegar a
anularse, y hasta puede acarrear graves consecuencias de orden práctico. Pero, como ha señalado Lotman, al
carecer la comunicación literaria de consecuencias prácticas, la no comprensión es capaz de producir una
comprensión que satisface al receptor. Es bien sabido que, en teoría de la comunicación, se denomina ruido a
cualquier perturbación indeseada 81. En este sentido, la incompetencia del lector es un ruido; como son
ruidos también la distancia cronológica y cultural de la obra. Y ocurre entonces que en la peculiarísima
comunicación a que da lugar la literatura, el ruido puede trasformarse en información 82.

Vengamos, por fin, al mensaje mismo, para tratar de caracterizar el literario frente al no literario. Un
rasgo del primero se nos impone en seguida: su intangibilidad. Valéry lo afirmó de la poesía, pero sus
palabras valen para cualquier clase de literatura: «La poesía —dice— se reconoce por esta propiedad: tiende
a hacerse reproducir en su propia forma»83. Retengamos esto: la obra artística nace para ser siempre como en
su origen fue. Al mensaje ordinario corresponde una expresión transformable; al literario, no. El autor, por
supuesto, es libre —o relativamente libre, pues no falta quien le niega esa facultad 84 — de elegir, de fijar las
correspondencias que considera más pertinentes entre sustancia y expresión. Pero, cuando ha elegido, lo ha
hecho

25
J. R. PIERCE, Símbolos, señales y ruidos, Revista de Occidente, Madrid, 1961, pág. 171.
26
Cf. I. LOTMAN, op. cit., pág. 124.
27
«Poésie et pensée abstraite» (1939), Oeuvres, I, NRF, París, pág. 1330.

28
MIHAILESCU-UREDRIA, «Are Novelists free to choose their own Style?», Linguistics, 59, 1970, págs. 37-61.
así y para siempre, de tal modo que en su obra es ya imposible separar la expresión del contenido. No existen
los llamados «elementos formales», porque —y éste es rasgo esencial del mensaje literario— «todos sus
elementos son significativos» 85, de igual modo que la vida es inseparable de las células en que se produce.
En ese sentido debe interpretarse la vieja comparación goethiana de la obra literaria con un tapiz, en que los
hilos y las figuras —la «forma» y el «fondo»— son solidarios: en el sentido de que todos los aspectos
expresivos y formales del texto pertenecen al contenido.

Para que la obra quede inmovilizada en sus límites y en su literalidad (aunque sujeta a las variables
interpretaciones de los lectores), se constituya en contexto de sí misma y se fundan en ella, como acabamos
de decir, tan estrechamente su «forma» y su «fondo», algo muy radical debe suceder en el manejo del código
lingüístico cuando se emplea para construirla. Algo que no puede limitarse a la propiedad, corrección y
pureza de la retórica clásica; que no consista en las operaciones reposteras de ornarla con figuras. Ha de
tratarse, en suma, de una lengua distinta. Lo vio con genial anticipación Charles Bally, frente a lingüistas no
menos geniales, como E. Sapir, para quienes el lenguaje de la literatura estaría prefigurado, predispuesto en
la lengua común, un poco al modo como las notas dormían en el arpa de Bécquer. Contra esta concepción, el
maestro ginebrino sentenció con decisión:

Una obra literaria puede producir la impresión de que refleja la realidad más inmediata, y un estilo
puede, en apariencia, confundirse con la lengua de todos, pero los dos modos [de expresión] difieren
siempre tanto por el principio como por la intención; en tanto que el pensamiento literario sea lo que
quiere ser —una transposición de la realidad— habrá una lengua distinta de la lengua usual86.

Lengua distinta, y no desvío o dialecto o mero asiento de efectos extrañadores. No voy a ocuparme de
esta cuestión, de la que ya he tratado en algunas publicaciones 87. Me limitaré a enunciar mis conclusiones,
aún provisionales, que esperan confirmación en futuros estudios. Creo equivocado oponer lengua literaria a
lengua usual; estimo que es más ajustado a la realidad enfrentar el lenguaje estándar, de empleo oral (dejo
tácticamente fuera de cuestión el grave problema de la lengua escrita), con el que denomino lenguaje literal,
es decir, el destinado a reproducirse en sus propios términos. Ya he aludido a que ésta es una característica
importante de la lengua literaria, pero no le pertenece en exclusiva, porque la comparte con otros muchos
tipos de lenguaje que no son artísticos. Por ejemplo, con el refrán y la máxima, el eslogan publicitario, la
plegaria, la jaculatoria, el conjuro, el precepto legal, la incripción... Multitud de manifestaciones lingüísticas
que, sin ser literarias, exigen, sin embargo, la literalidad.

Y esa cualidad —insisto: la que facilita a un mensaje la posibilidad de ser reproducido en sus propios
términos — exige, evidentemente, unas propiedades en el lenguaje que utiliza, muy distintas a las que se
requieren en la comunicación de finalidad escuetamente informativa, en la cual, el cuerpo material del
lenguaje resulta indiferente, y está, por tanto, destinado a perecer apenas se ha realizado la comunicación. En
cambio, si yo no enuncio un refrán tal cual la tradición lo ha fijado, produciré la perplejidad de mis oyentes,
y si no formulo a la letra un exorcismo, no podré quejarme de que no produzca efecto. Es fácil ver cómo el
lenguaje de la literatura pertenece a esta estirpe de lenguajes literales, puesto que resulta imposible alterar un
texto artístico sin destruirlo, sin atentar contra él.

Últimamente se ha minimizado en exceso el importante puesto que tales lenguajes ocupan en la


competencia de todo hablante, al ser trasladado por N. Chomsky el centro de la ciencia lingüística hacia la
creatividad. Pero parece claro que nuestro saber idiomático no está constituido sólo por signos y por reglas
para su combinación, sino también por signos ya combinados, y que acuden al acto de hablar como un bloque

29
Cf. I. LOTMAN, op. cit., pág. 62.
30
CHARLES BALLY, Traite de stylistique frangaise, I, Klincksieck, París, 1951®, pág. 244. El subrayado es mío.
31
Véanse, en mis Estudios de lingüística, «El mensaje literal» y «Lengua literaria frente a lengua común».
compacto e inalterable. La lingüística, como reclamaba Wallace L. Chafe88 [1968], tiene que dar cuenta de
esos hechos, que él, en su observación y en sus propuestas, limitaba a los idiomatismos. Pero los problemas
del lenguaje literal desbordan la de esa subespecie, pues se refieren a todas las fórmulas destinadas a ser fija-
das en la mente o a ser preservadas de cualquier alteración.

La lengua literaria, insisto, pertenece al orbe del lenguaje literal, que, en nuestra competencia, se opone
en bloque al de la creatividad, al de los mecanismos mentales que conducen a construir oraciones
gramaticales y aceptables. Porque ocurre que esta lengua fijada, precisamente para poder ser repetida y
precisamente para poder ser distinguida de los mensajes creados para cada ocasión, rompe con las reglas
gramaticales y hasta emplea palabras y formas exclusivas, que jamás se utilizarán fuera de ella.

Una propiedad fundamental del lenguaje literal frente al no literal es que debe ser estructurado y, por
tanto, proyectado de antemano. Proyectar es algo bien ajeno a la lengua oral, cuya simultaneidad con el
pensamiento resulta casi perfecta. Proyectar, por el contrario, implica prever el contenido antes de componer,
para dar después forma tanto al contenido como a la expresión. Implica también algo importantísimo: la
precisión de cerrarlo en un punto previsto con una cierta aproximación. De ello trató Edgar Poe en su
Filosofía de la composición; o Paul Valéry, en sus reflexiones sobre el Cementerio marino: son páginas bien
conocidas, a las que no tendré que referirme.

Pero ese cierre u operación de limitar el mensaje, sólo en escasa medida depende de la iniciativa
personal. El emisor, normalmente, se ve obligado a elegir su mensaje entre los tipos o géneros que la
tradición le ofrece. Si yo he de redactar una esquela mortuoria, un texto de parabienes, la inscripción de una
lápida o los artículos de un reglamento, estoy constreñido por prescripciones tradicionales de las que no
puedo zafarme. Igual que si he de escribir un ensayo, un cuento, una novela o un poema. La norma literal ha
ido creando un largo repertorio de constricciones, para que el mensaje quede estructurado y para que el
receptor perciba lúcida o subliminalmente la estructura. Frente a la norma literal, las restantes normas son en
gran medida invertebradas. Y la percepción de la norma —otro rasgo diferencial— se constituye en elemento
imprescindible para el desciframiento.

La espacialidad del mensaje, de tan escasa relevancia en el lenguaje no literal, aparece, pues, como
propiedad específica del literal, imponiendo su ley de que, a menor espacio, corresponde un mayor
alejamiento de la gramática y del léxico ordinario. Ella es responsable en gran medida de las invenciones
extraordinarias que hallamos en los mensajes literales, desde el aparentemente inocuo buenos días (con un
plural «ilógico»), hasta el verso de difícil intelección. En la catedral vieja de Salamanca, a la izquierda del
altar mayor, hay una antigua inscripción que dice así:

Aquí yace Mafalda


que murió por casar.

Es una variante muy diferenciada de la inscripción funeraria. Su autor quiso sugerir y expresar el dolor
por aquella doncella a quien sorprendió la muerte cuando estaba a punto de contraer matrimonio. Para
alcanzar la literalidad que busca, se acoge a la isometría heptasilábica, a la repetición del grupo — ak— en
final y principio de cláusula (aquí; Mafalda que) y a la perfecta simetría acentual dentro de los dos miembros
de la segunda. Manifestaciones todas ellas de la famosa función poética de Jakobson, que no es, como vemos,
el agente de la literariedad como el maestro propone, sino una simple función estructurante —una más —
entre las varias que conspiran a consolidar el mensaje, a perpetuarlo en sus propios términos.

32
«Idiomaticity as an Anomaly in the Chomskyan Paradigm», Foun- dations of Language, 4, 1968, págs. 109-127.
Y aquí, en la manera de cifrar el mensaje, encontramos, según pienso, un elemento decisivo para
caracterizar la literatura, con las exigencias que imponen su cierre y su espacio, a las que hay que responder
con tácticas que atentan, de modo más o menos grave, contra la norma del lenguaje ordinario. Pero, como
hemos dicho, la lengua de la literatura es sólo una manifestación, aunque importantísima, de la lengua
perdurable. Estoy persuadido de que la poética no podrá ser fundada en tanto no acertemos a establecer claros
criterios diferenciales que opongan el lenguaje literal -tal vez he hablado antes abusivamente de norma- frente
al no literal. Sólo entonces podremos saber qué comparte la literatura con los otros lenguajes repetibles, y qué
le es propio.

Como advertirán ustedes, no es mucho lo averiaguado acerca de qué es la literatura, pero las perspectivas
semiológica y lingüística algo ayudan a perfilar su figura, tan evanescente si queremos aprehenderla con
criterios estéticos. Si resumimos lo que con trazos muy generales y sin matices llevo dicho, nos encontramos
con la posibilidad de definir la literatura -por supuesto, he dejado fuera adrede los problemas especiales que,
en varios puntos, plantea la literatura folklórica- como un conjunto de mensajes de carácter no
inmediatamente práctico; cada uno de estos mensajes lo cifra un emisor o autor con destino a un receptor
universal, constituido por todos los lectores potenciales que, en cualquier tiempo o lugar, acudirán voluntaria
o fortuitamente a acogerlo. Ese mensaje conlleva su propia situación; lo cual implica que, para adquirir
sentido, debe instalarse en la peculiarísima de cada lector, constituyendo una situación de lectura apropiada.
Por último, la obra literaria, en función de que debe mantenerse inalterada y ser reproducida en sus propios
términos, se cifra o escribe en un lenguaje especial, cuyas propiedades generales se insertan en las del
lenguaje literal, y cuyas propiedades específicas deben investigarse.

Como vemos, en este esquema de producción de la obra literaria, el papel del lector es decisivo: a él
corresponde poner en marcha todo el proceso comunicativo. «¿Qué es un libro que no se lee?», pregunta M.
Blanchot, y responde: «Algo que aún no se ha escrito»89. El lector es quien corre con la iniciativa de crear la
situación de lectura, en las circunstancias que hemos visto. Y es en esas circunstancias de lugar, tiempo,
cultura, temple anímico, etc., donde se actualiza la obra literaria, creada como mera propuesta por el autor.
Es allí, por tanto, donde esa obra adquiere, si lo adquiere, su valor estético. Y es lo que explica los distintos
aprecios que los diversos lectores, oyentes o espectadores hacen de una misma obra, atribuyéndole, algunos,
valores que otros le niegan; y aun coincidiendo en la atribución de valores, interpretándola de modos tan
distintos que no parecen referirse al mismo texto.

Hay tantas variedades de competencia literaria como lectores. Y es en ellos donde se promueve o queda
inactivo el valor artístico. Esta opinión, que cuenta con numerosos apoyos —ya he citado a Blanchot; véase
también J. Cu- 11er90—, puede sorprender: ¿no es grave atrevimiento negar valor intrínseco, objetivo al arte?
Para hacerlo, me apoyo en Charles Morris91, para quien el valor es función de lo que llama conducta
preferencial, que en un organismo se presenta respecto de un objeto o situación «cuando actúa de una forma
encaminada a mantener la presencia de ese objeto o situación, o a crear ese objeto o situación si es que no
están presentes». En caso contrario, habrá conducta preferencial negativa. En un caso u otro existirá valor. Y
la situación de valor será aquella en que se produce una conducta preferencial. Morris supera la vieja disputa
acerca de si los valores son «subjetivos» u «objetivos», estableciendo que son propiedades de los objetos
relativas a un sujeto, el cual responde ante ellos con una conducta preferencial positiva o negativa: «De aquí
que los valores impliquen a ambos: sujetos y objetos» (pág. 116).

Lo que, aplicado al fin que nos interesa, significa que no hay valor literario sin lector que lo aprecie
como tal. Lo artístico es algo que está en aquel texto para aquel lector, o a la inversa, que el lector halla en

33
L'espace littéraire, Gallimard, París, 1955, pág. 256.
34
Structuralist Poetics, Routledge and Kegan Paul, Londres, 1975, págs. 113-130.
35
La significación..., op. cit., pág. 38.
aquel texto. En este sentido, es inventor de la literatura, si damos a la palabra inventor su acepción
etimológica, frente al autor, que es su creador.

Sin embargo, al margen de esa invención -por la cual se explican los fenómenos de literarización de
textos que en la intención del autor no tuvieron destino literario: cartas, crónicas, diarios, etc.-, y, por tanto,
fuera de todo planteamiento axiológico, la obra literaria puede ser reconocida como tal en términos
estrictamente semióticos y lingüísticos, con rasgos muy bien definidos frente a otras formas de comunicación,
según he intentado mostrar apresuradamente. No es mucho, y lo sé; no son brillantes las conclusiones, puesto
que dejan intacta la cuestión de lo que Barthes ha llamado «el placer d e leer». Pero sólo he pretendido apuntar
una de las direcciones por las que discurre la moderna teoría de la literatura o poética, tan necesitada de
cultivo en España.

LA PRAGMÁTICA DE LA COMUNICACIÓN

LITERARIA"
TEUN A. VAN DIJK
Universidad de Amsterdam

1. Pragmática

1.1. El objetivo de estas páginas1"92 es ofrecer un breve examen de las posibles aplicaciones de la pragmática al estudio de la
literatura. El uso del término «posible» da a entender que el análisis pragmático de la comunicación literaria se halla aún en una
fase programática: es de escasa importancia la investigación que se ha llevado a cabo en esta área, y la mayor parte de las
propuestas constituyen de hecho una prolongación de los estudios pragmáticos de más marcada orientación lingüística. En
esta primera sección, pues, voy a exponer un resumen de los conceptos principales de la pragmática filosófica y lingüística
antes de poder ver si tales conceptos son susceptibles de utilización en la formulación de problemas relevantes de poética.

1.2. La pragmática, como es bien sabido ya, constituye el tercer componente de una tríada, cuyos otros
dos son la sintaxis y la semántica, componentes que son mucho mejor conocidos. El conjunto de estos tres
componentes constituye una teoría lingüística —o desde una perspectiva más general, una teoría semiótica—
del lenguaje. Dado que los lenguajes formales están desvinculados de un contexto pragmático, y dado que los
«enunciados» de un lenguaje lógico sólo funcionan como aserciones, podemos decir que la pragmática trata
esencialmente del lenguaje natural. Con el fin de delimitar claramente las diferentes tareas de la sintaxis, la
semántica y la pragmática, podemos servirnos de expresiones, tan repetidas a causa de su gran simplicidad,
según las cuales la sintaxis es el estudio de qué y cómo se dice o expresa (algo); la semántica, el estudio de
qué se quiere decir (al decir algo), y la pragmática, el estudio de qué se hace (al decir algo). En otras palabras,
la pragmática es aquella parte del estudio del lenguaje que centra su atención en la acción. El término clave,
desarrollado principalmente por filósofos como Austin y Searle en la década de los 60, es el de acto de habla

*Título original: «The Pragmatics of Literary Communication», publicado en T. A. VAN DIJK, Studies in the Pragmatics of Discourse.
La Haya, Mouton, 1977, págs. 243-263. Traducción de Femando Alba yjosé Antonio Mayoral. Texto traducido y reproducido con
autorización del autor.
**Este texto fue leído como comunicción en el Coloquio Internacional «Sobre Investigación literaria», Universidad de Puerto Rico,
Río Piedras, del 12 al 16 de abril de 1977. Por las discusiones sobre este tema y otros relacionados con él, así como por el ambiente
agradable a lo largo de este coloquio, estoy en deuda con mis colegas Paolo Vale- sio, Edmond Cros, Antonio García Berrio, Bill
Hendricks, y con los participantes y organizadores de la Universidad de Puerto Rico, especialmente Francisco Carrillo, Eduardo
Forastieri, Blanca Forastieri, Arturo Echavarría, Luce Echavarría, Humberto López Morales, Ramón Castilla Lázaro y muchos otros.
Dado que la ponencia fue leída para un pvíblico con muchos estudiantes, tiene un carácter de introducción, especialmente en la
primera parte. Para otras obras de poética pragmática, véanse los trabajos recogidos en van Dijk (ed.) (1975) y las referencias que se dan
en van Dijk (1975); véanse asimismo Searle (1975) y Levin (1975). Una reciente monografía sobre el análisis de la literatura como acto
de habla es la de Pratt (1975). Para un marco de referencia general de teoría de la literatura, véanse van Dijk (1972a, 1972b) y las
numerosas referencias allí dadas.
(speech act). Un acto de habla es el acto llevado a cabo cuando un hablante produce un enunciado en una
lengua natural en un tipo específico de situación comunicativa. Tal situación recibe el nombre de contexto.
Ello significa que un acto de habla no es sólo un acto de «hablar» o de «querer decir», sino además, y de ma-
nera decisiva, un acto social, por medio del cual los miembros de una comunidad hablante entran en
interacción mutua.

Mientras que una sintaxis especifica las reglas según las cuales una expresión, por ejemplo, una oración,
está «bien formada», y una semántica especifica las reglas de acuerdo con las cuales dicha expresión es
«portadora de significado», esto es, interpretable en relación con alguna situación o mundo posible, la
pragmática se ocupa de la formulación de las reglas según las cuales un acto verbal es apropiado
(appropriate) en relación con un contexto. Parte de las condiciones de propiedad (appropriateness conditions)
implicadas son idénticas a aquellas de las que depende que sea llevada a cabo con éxito una acción en
general, y no pertenecen, por tanto, a las tareas más específicas de la pragmática. No se van a tratar aquí
nociones generales tomadas de la teoría filosófica de la acción. Será suficiente recordar que las acciones son
objetos llamados intensionales, esto es, objetos basados en la asignación de una interpretación a una «expre-
sión» observable. Lo que en realidad vemos, a saber, movimientos corporales de algún tipo, no son, en cuanto
tales, acciones, sino hechos que nosotros, por convención, interpretamos como acciones. Vemos a alguien
levantar la mano, pero, dependiendo de la situación, comprendemos dicho acto como un saludo, un aviso, una
señal de alto, etc.

Es esencial para la acción, después, el hecho de que responda a una intención, particularmente por parte
de la persona que lleve a cabo el hecho. Tal intención implica nociones aún más oscuras, tales como
«conocimiento», «conciencia», «control», «propósito», etc. Todo esto es, asimismo, válido para las acciones
llevadas a cabo mediante la enunciación (= acción) de una oración o discurso en una lengua natural, esto es,
en alguna estructura convencional de sonidos / palabras con una estructura sintáctica específica y una
interpretación semántica. La pragmática del lenguaje natural, por tanto, especifica qué propiedades
específicas adicionales del contexto deben satisfacerse para que la enunciación sea considerada como un acto
de habla apropiado.

1.3. Las condiciones de propiedad de los actos de habla se dan, por regla general, en términos de
propiedades de los participantes en el acto de habla, es decir, del hablante y del oyente. Esas propiedades son
de naturaleza cognitiva y social: por una parte, se especifican mediante términos tales como «conocimiento»,
«creencia», «deseo», «preferencia», etc., y, por otra parte, mediante términos como «autoridad», «poder»,
«cortesía», «papel», «status», «obligación», etc.

Así, podemos llevar a cabo el acto verbal de AC O N S E J A R enunciando una oración como «You better take
this medicine» (Sería mejor que tomaras esta medicina), pero lo haremos de un modo apropiado si, y sólo si,
se satisfacen una serie de condiciones, tales como «la acción denotada tiene consecuencias positivas para el
oyente», «el hablante debe creerlo así (que se obtendrán consecuencias positivas)», «el hablante cree que el
oyente no llevará a cabo la acción por su propia iniciativa», «el hablante está en una posición de autoridad
(por ejemplo, el papel de doctor, etc.) con respecto a la cual se pueden emitir juicios acerca de lo que es
"bueno" en cierto campo», etc.

1.4. La pragmática es especialmente lingüística si especifica, además, en qué medida los actos de habla
(apropiados) en algunos contextos están en relación con estructuras gramaticales específicas del enunciado.
No sólo somos capaces de expresar lo que hacemos (ahora), por ejemplo, cuando usamos las llamadas
oraciones realizativas, tales como «I would advise you to take this medicine» (Te aconsejaría tomar esta
medicina), sino que además pueden estar implicadas otras propiedades de las oraciones, tales como los
tiempos, los pronombres, las partículas, el orden de palabras y, por supuesto, el significado del enunciado.
Así, en nuestro ejemplo, la oración contiene la palabra better (mejor), que expresa la condición pragmática
subyacente de «preferencia». Del mismo modo, el consejo atañe a una acción futura del oyente, una
condición que es, por supuesto, también parte del significado de la oración. Por consiguiente, una teoría
lingüística integrada pone en relación de modo sistemático estructuras morfofonológicas, léxicas, sintácticas,
semánticas y pragmáticas, es decir, sonidos, formas, significados y acciones.
1.5. De modo más o menos parecido a como las oraciones se combinan frecuentemente en secuencias
y pueden constituir, de este modo, un discurso o texto, los actos de habla pueden aparecer en secuencias, tanto
en forma de monólogo como de conversación. Lo mismo que las secuencias de oraciones (textos), tales
secuencias de actos de habla deben satisfacer condiciones combinatorias: los actos de habla deben estar
conectados entre sí, y deben satisfacer otras condiciones de coherencia para ser considerados como un acto
(complejo) de comunicación racional y apropiado. El ejemplo más obvio es el del par pregunta-respuesta. Si
hacemos a alguien una pregunta, nuestro oyente, al menos en ciertos contextos, tendrá la obligación
convencional de responder. De manera más específica, si hacemos una petición, añadiremos frecuentemente
una afirmación que exprese nuestra razón o motivación para la petición. En general, pues, los criterios de
conexión pertenecen a relaciones condicionales entre actos de habla: un acto de habla puede servir como una
condición (posible, probable o necesaria), como un componente o una consecuencia de otro acto de habla.

De modo semejante, de la misma manera que a un texto se le puede asignar además un significado global,
susceptible de ser explicitado en términos de macroestructuras semánticas que den cuenta de la noción
intuitiva de «tema» de un texto, una secuencia de actos de habla puede constituir también, considerada como
un todo, un acto de habla global, susceptible de ser explicitado en términos de macroestructuras pragmáticas.
Así, podemos dar un consejo a alguien, pero no con una sola oración, sino con un texto mucho más largo, por
ejemplo, con algún documento en que se declaren las razones e implicaciones del consejo, es decir, como
afirmaciones o como otros actos de habla. En tal caso, la secuencia entera posee la función social global de
un consejo. La «base» gramatical de dichos actos de habla globales son las macroestructuras semánticas
mencionadas, que no pueden ser discutidas aquí.

2. La comunicación literaria

2.1. Antes de referirnos a algunos problemas controvertidos en la pragmática de la literatura, deberíamos


hacer algunas observaciones preliminares, de carácter general, acerca de la noción de «comunicación
literaria» y de su función en los estudios literarios (poética). Es de sobra conocido que la gran mayoría de los
estudios literarios, tanto tradicionales como modernos, centran su atención en el análisis del texto literario y
no en los procesos de la comunicación literaria. Ha habido también, en efecto, una enorme cantidad de
estudios relativos a los «contextos» de la literatura, psicológico, social y, especialmente, histórico, pero estos
componentes de una teoría integrada de la literatura han sido marginales y metodológicamente «poco
consistentes», en el sentido de que están bastante alejados de una investigación sistemática, teórica y
empírica. Sin embargo, adoptamos aquí el punto de vista, ampliamente aceptado en la actualidad, según el
cual una teoría de la literatura bien fúndada comprende tanto tina teoría del texto literario como una teoría de
los contextos literarios (incluyendo una teoría que las relacione a ambas) (véase van Dijk, 1979a). Las
opiniones que mantienen que ia teoría literaria debería centrarse exclusivamente en el «texto literario» son
injustificadas e ideológicas: no sólo son importantes las estructuras del texto literario, sino también sus
funciones, así como las condiciones de producción, elaboración, recepción, etc., tal como son investigadas en
estudios psicológicos, sociológicos, antropológicos e históricos. En una teoría de este tipo tiene su lugar
adecuado una consideración pragmática de la literatura. Se parte del supuesto de que en la comunicación
literaria no sólo tenemos un texto, sino de que la producción (y la interpretación) de dicho texto son acciones
sociales.

2.2. Que una teoría de la literatura debería ser una teoría de todas las propiedades relevantes de la
comunicación literaria puede inferirse ya del hecho bien conocido de que ninguna estructura del texto es en
cuanto tal necesaria y exclusivamente «literaria». Que un texto con ciertas propiedades funcione o no como un
texto literario depende de convenciones sociales e históricas que pueden variar con el tiempo y la cultura. Así,
ciertas estructuras narrativas pueden caracterizar tanto a una novela literaria como a un relato cotidiano;
ciertas estructuras métricas han podido aparecer tanto en textos literarios como no literarios; ciertos
procedimientos específicos (por ejemplo, «retóricos») son propios tanto de la poesía como de los anuncios
publicitarios, etc. Por consiguiente, no sólo las estructuras del texto en sí determinan si un texto «es o no»
literario, sino también las estructuras específicas de los respectivos contextos de comunicación.

Así pues, en una investigación de los contextos psicológicos de la literatura, debemos hacer explícitos
qué procesos de producción e interpretación más específicos caracterizan la comunicación literaria. Si
tomamos el lado de la comprensión, deberíamos especificar cómo pueden ser percibidas y cómo son
percibidas convencionalmente, representadas en la memoria, y puestas en relación con sistemas de
conocimiento, creencias, normas, valoración, etc., las estructuras de los textos literarios, y cómo estos
procesos se diferencian de la comprensión de otros tipos de discurso. Es sabido que algunos tipos de narrativa
literaria presentan más dificultades de comprensión que los de narrativa no literaria, y que ciertos tipos de
poesía requieren más, y más complicados, procedimientos de elaboración que la mayor parte de la narrativa
literaria. Este tipo de análisis cognitivo de la comunicación literaria apenas si está en sus comienzos. Sin él,
sin embargo, no se puede conseguir un conocimiento serio de los efectos emotivos de la interpretación
literaria, en donde están implicados nuestras necesidades, deseos, aspiraciones, gustos y otros «sentimientos».
La estética de la comunicación literaria es una función compleja de estas estructuras cognitivas y emotivas
(cf. van Dijk, 1979b).

Sin embargo, estas propiedades psicológicas de la comunicación literaria no son independientes.


Nuestros sistemas de conocimiento, creencias, deseos, normas, etc., están socialmente delimitados: dependen
de las reglas, convenciones, normas, valores, y otras propiedades de una cultura o comunidad. Aprendemos
las convenciones específicas de la comunicación literaria en contextos sociales de educación e instituciones.
Junto con ideologías que se ocupan de propiedades y valores «característicos» de la literatura y el arte —y
sus «creadores»—, obtenemos, en una determinada clase social, información implícita y explícita sobre cómo
comportarse en contextos literarios dados: por ejemplo, tener una conversación en un medio social acerca de
juicios sobre la aceptación de textos literarios. Cómo se organiza esta conversación, cuándo y dónde tiene
lugar, y cómo está determinada por la educación, la estratificación social, las instituciones, y las funciones,
las normas y los valores que los definen, son todos problemas propios de una investigación sociológica de la
educación literaria. También en este caso, bien poco ha sido lo que se ha conseguido avanzar en este tipo de
análisis, aunque algo más que en lo que se refiere al proceso psicológico de la literatura.

2.3. Esta sección sólo ha sido un «recordatorio»: la presentación de algunos de los principios más
generales y algunos problemas bien conocidos. Sólo proporciona un vago esbozo del marco de referencia del
que la pragmática literaria es una de sus partes integrantes.

3. La pragmática de la literatura

3.1. Puesto que este breve artículo no puede acometer una investigación exhaustiva de todos los aspectos
pragmáticos de todos los tipos de comunicación literaria, no tendremos más remedio que limitarnos a algunas
propuestas programáticas y a algunos ejemplos.

La pragmática de la comunicación literaria deberá tratar de los siguientes tipos de temas y problemas:
i) ¿Qué tipo o tipos de acción se llevan a cabo en la producción de textos literarios?
ii) ¿Cuáles son las condiciones de propiedad de dichas acciones?
iii) ¿Cuál es la estructura del contexto en cuyos términos se define la propiedad?
iv) ¿Cómo se relacionan las «acciones literarias» y su contexto con las estructuras del texto literario?
v) ¿En qué medida estas acciones, contextos y manifestaciones textuales son semejantes y/o diferentes
a los de otros tipos de comunicación, tanto verbal como no verbal?
vi) ¿Qué problemas existentes tanto en la poética como en el funcionamiento real de la literatura en la
sociedad pueden ser (re)formulados en términos de una teoría pragmática?
En una perspectiva más general, estos interrogantes requerirán una investigación de otros problemas
fundamentales y de carácter interdisciplinario de la pragmática literaria:

vii) ¿Cuál es la base cognitiva (emotiva, etc.) de las nociones pragmáticas mencionadas anteriormente
(acción, propiedad, etc.)?
viii) ¿Cuál es la base social y cultural de las nociones pragmáticas mencionadas anteriormente: qué
convenciones, normas, valores, y qué estructuras de la sociedad vinculan la propiedad de la acción «literaria»
con los procesos

reales de aceptación, rechazo, etc., de los textos literarios?

3.2. Tratemos de descifrar algunas de estas cuestiones. El primer problema, es decir, qué tipo de acto de
habla es la producción de un texto literario, es un problema lleno de complicaciones. La respuesta más simple
y directa sería la de que la «literatura» constituye un acto de habla particular. Dado que un texto literario está
normalmente formado por varias oraciones y dado que cada una de esas oraciones puede, como tal, ser
considerada como un posible acto de habla, la respuesta anterior implicaría que la literatura sólo podría ser un
acto de habla en el nivel global, es decir, funcionar como un macroacto de habla.

Para poder decidir si esta (sencilla) respuesta es correcta, deberíamos comparar el acto de habla
«literario» con otros tipos de actos de habla y ver si poseen en común propiedades pragmáticas básicas y, en
segundo lugar, deberíamos formular las condiciones de propiedad de dicho acto de habla «literario».

La función básica propia de un acto de habla es la de «hacer cambiar de opinión» a un oyente como
función de la interpretación de un enunciado. Más concretamente, este cambio atañe al conocimiento,
creencias y deseos de los oyentes y el acto de habla, en última instancia, tiene el propósito de que este cambio
en el conocimiento, etc., tenga como consecuencia acciones mentales y sociales específicas. Así, una petición
de hacer a logrará que el oyente sepa que el hablante quiere a y que a debería ser llevado a cabo por el oyente
y, basándose en este conocimiento, el oyente puede, eventualmente, decidir, proponerse y ejecutar realmente
a. De modo parecido ocurriría con otros directivos, como órdenes, consejos, etc. En otros contextos de actos
de habla, el oyente sabrá que el hablante contrae cierto compromiso con respecto a él (promesa), o sabrá que
el hablante tiene una actitud específica con respecto a sus acciones (del oyente) pasadas, presentes o futuras
(acusación, felicitación, etc.). En general, pues, existe un cambio en las relaciones sociales existentes entre el
hablante y el oyente. Esto es válido, asimismo, para aquellos tipos de comunicación que son «unilaterales»,
escritos e indirectos, tales como leyes, declaraciones, contratos, anuncios, lecturas públicas, etc.: el oyente /
lector obtiene cierto conocimiento y se le pueden imponer obligaciones, obtiene ciertos derechos y así
sucesivamente, por ejemplo, con respecto al estado, una institución u otra «fuente» del mensaje. Sin embargo,
estamos aquí ya en el límite de la teoría de los actos de habla, por un lado, y una teoría (tipología) del
discurso, por otro: una ley no es, en cuanto tal, un acto de habla, pero difícilmente puede negarse que la
promulgación de una ley es un tipo de directivo, ya que cambia las relaciones sociales de sus «oyentes»
(destinatarios), por ejemplo, con respecto al hablante (destinador).

Ahora bien, ¿en qué medida cumpliría semejantes requisitos un acto de habla «literario»? Ante todo,
difícilmente puede decirse que leer un texto literario produzca una relación social específica entre escritor y
lector, al menos en el sentido anteriormente explicado. En general, un texto literario no impone ninguna
obligación al lector, no encamina necesariamente al lector a una forma de acción (social) como lo hacen las
órdenes, peticiones o consejos. Pero hay también, de hecho, tipos de comunicación no literaria que carecen
de estos tipos de propiedades contextúales. El acto de habla más «elemental», como es el caso de la aserción,
sólo requiere, por parte del oyente, un cambio en el conjunto de sus conocimientos. Entonces, los relatos
cotidianos pueden tener la naturaleza de una aserción, al menos en el macronivel. Sin embargo, la condición
válida en este caso, a saber, que el hablante asuma que las respectivas proposiciones del relato son
verdaderas, no es necesario que sea válida para la comunicación literaria. Esto mismo, en cambio, sí que
sería válido para relatos diarios de carácter ficticio, como en el caso de los chistes. Semánticamente
hablando, sólo son ciertos en mundos (más o menos) posibles que constituyen alternativas al mundo real.
Ahora bien, no son mentiras, por cuanto que el hablante no quiere que el oyente crea que tal relato es
verdadero. Así pues, los relatos de este tipo pueden funcionar como quasi-aserciones, aserciones que no son
verdaderas en el mundo real y que, por lo tanto, no deben ser consideradas en serio como información
relevante para la interacción dentro del mundo real y el contexto comunicativo. Su función social, por tanto,
se basa primordialmente en el hecho de que el oyente puede «divertirse» o se espera que así sea. Esto quiere
decir que el oyente cambia su actitud con respecto no hacia algún objeto o acontecimiento específicos
extemos a la situación comunicativa, sino con respecto al texto y al contexto en sí mismos. Encontramos aquí
el bien conocido principio formulado por Jakobson (1960), según el cual en la comunicación literaria el
centro de atención está en el «mensaje» por el mensaje. Aunque este principio pragmático puede, al menos,
ser básicamente válido para la literatura, vemos que es válido también para la comunicación no literaria,
como gastar bromas, contar chistes o historietas.

Lo mismo puede decirse en relación con enunciados que funcionan como exclamaciones, quejas y otros
tipos de expresivos: se proponen simplemente la finalidad de suministrar al oyente algún conocimiento
acerca del estado (emocional) del hablante, posiblemente con el propósito adicional de mover a compasión.
Ciertamente, desde Aristóteles, también se ha reivindicado este propósito como un principio pragmático de la
literatura. Con la posible diferencia de que en una queja sentimos compasión del hablante, en un drama más
bien de los personajes y en un poema del yo (representado). Nuevamente, si los textos literarios pueden tener
la naturaleza de un acto de habla «expresivo», deberían, al menos en parte, ser considerados como «quasi-
expresivos», puesto que incluso cuando se usa el pronombre de primera persona, la convención literaria nos
dice que lo expresivo no tiene por qué referirse al propio autor. Pero, de nuevo, los actos de habla quasi-
expresivos no se dan solamente en la comunicación literaria: nos podemos servir de ellos diariamente para
atraer la atención. Y, por el contrario, no todo texto literario sería susceptible de ser calificado de acto de
habla expresivo, con lo que aún no contamos con un rasgo pragmático discriminador para la definición de un
acto de habla aceptado como «literario».

Así pues, parece difícil a primera vista mantener algo como un acto de habla específicamente «literario».
Sin embargo, las observaciones hechas hasta ahora dejan abierta la posibilidad de asignar un estatuto de acto
de habla específico al menos a ciertas clases de enunciados que, además de los textos literarios, incluirían
chistes, relatos cotidianos, bromas, etc. En todos estos casos, al menos una de las funciones comunicativas
principales consiste en operar un cambio en el conjunto de actitudes del oyente con respecto al hablante y/o
al propio texto (o ciertas propiedades de dicho texto). Esta actitud puede, tal vez, variarse en la forma, pero,
hablando intuitivamente, al menos la noción de "apreciación" («liking»), que implica valoración y, por tanto,
valores y normas, parece ser la actitud central producida. El problema teórico en este caso, sin embargo, es
que las posibles consecuencias de los actos de habla no se consideran habitualmente como condiciones de
propiedad de los actos de habla. En este sentido, por ejemplo, no existe un acto de habla de «persuasión»:
podemos prometer, hacer una petición o felicitar, pero no podemos persuadir a alquien a voluntad; todo lo
más que podemos es intentar persuadir a alguien, utilizando para ello actos de habla como aserciones,
preguntas, etc. La persuasión sólo se lleva a cabo con éxito si el oyente ha cambiado de parecer de acuerdo
con los propósitos del hablante. Algo muy similar parece ocurrir en la comunicación literaria y en los tipos
de discurso pertenecientes a la misma clase funcional: podemos intentar divertir a alguien o despertar sus
emociones de otras maneras, pero esto son sólo posibles consecuencias del acto comunicativo. Además, hay
también una diferencia con el ejemplo de la persuasión (llamado normalmente no acto ilocutivo, sino acto
perlocutivo, esto es, un acto por el cual ciertos actos de habla están orientados a la obtención de ciertas
consecuencias). Un chiste, por ejemplo, sigue siendo un chiste aun en el caso de que mi oyente no le
encuentre la menor gracia. De hecho, cabría decir lo mismo de la mayoría de las formas literarias. Puedo
proponerme escribir un poema o un relato, y con ello llevaré a cabo un acto comunicativo específico si
satisfago algunas condiciones generales. El que mi producto sea o no efectivamente considerado y tratado
como «literario» en el sentido de pertenecer a la «buena» literatura, tal como es definida en las revistas, los
libros de texto y el total de la institución literaria, no es importante para nuestra pregunta de qué clase de acto
de habla está implicado: la promesa de un presidente en una reunión internacional también tiene
consecuencias diferentes, es decir, consecuencias institucionales, frente a la promesa que yo pueda hacer a un
amigo. Así pues, podemos concluir que existen razones para introducir un tipo de acto ilocutivo que implica
la intención de cambiar la actitud del oyente con respecto al contexto (texto, hablante, etc.), especialmente las
actitudes valorativas del oyente. Podríamos llamar a este tipo de acto acto de habla impresivo o ritual.

Esta conclusión provisional deja aún sin resolver el problema de si existe o no un acto específico de la
literatura. Probablemente, tendríamos que dar una respuesta negativa a esta pregunta: deberíamos percibir
con claridad cuáles serían las formas y las funciones originales de la «literatura», para comprender su función
pragmática específica. Es bien sabido que la noción específica de «literatura», como tal, no es muy antigua.
Ciertamente, nuestras novelas tienen sus raíces en relatos de cada día, mitos y cuentos populares, y nuestros
poemas en canciones e himnos. Desde una perspectiva funcional, pues, nuestra literatura sigue perteneciendo
a la clase en la que también incluimos nuestros chistes, bromas, chistes verdes o canciones. Las diferencias
con estos tipos de comunicación, pues, no son tanto pragmáticas cuanto sociales: la literatura ha sido, como
ya se ha sugerido, institucionalizada; se publica, los autores gozan de un status específico, es reseñada en
artículos y revistas especializadas, tiene un lugar en los libros de texto, es discutida, analizada, etc. Existe una
diferencia semejante entre la pintura de mi hija de seis años y una pintura de un artista famoso (esta última
adquiere una función institucional, concretamente en museos y en exposiciones de otro tipo). Dado que la
institución se define también por normas y valores, resultará que existen asimismo condiciones que
pertenecen a la estructura del propio enunciado (como en cualquier acto).

3.3 El intento anterior de esbozar el problema referente al estatuto pragmático de la literatura en términos
del pretendido cambio de actitud en el nivel de la «apreciación» cognitiva y/o emotiva, no debería verse
como una reformulación del clásico principio que considera que la función de la literatura es exclusivamente
«estética». Ante todo, como ya hemos sugerido, las funciones estéticas se basan en efectos comunicativos y
en sistemas institucionalizados de normas y valores, que son social, cultural e históricamente variables. Esto
tiene en cuenta el hecho bien conocido de que a algunos tipos de discurso, aunque tengan claramente una
función pragmática «no ritual», a ciertos textos filosóficos, por ejemplo, se les pueda asignar ciertas
funciones «estéticas» en diferentes contextos de recepción. En segundo lugar, es asimismo bien conocido que
la literatura puede tener también funciones pragmáticas «prácticas» adicionales; por ejemplo, puede ser
tomada como una aserción, una advertencia, una felicitación, etc., dependiendo tanto del significado del texto
como de la estructura del contexto (intenciones, interpretaciones de los lectores, etc.).

Este fenómeno puede explicarse en relación con la noción de acto de habla indirecto. Un acto de habla
indirecto es un acto de habla que se lleva a cabo al establecer una de sus condiciones. Puedo hacer una
petición, propiamente, afirmando mis razones o motivaciones. «I'm hungry» (Tengo hambre) puede funcionar
como una petición de comida, o «That is a stupid book» (Es un libro absurdo), como un consejo para no
comprarlo o leerlo. De modo parecido, la literatura puede muy bien tener funciones prácticas, incluso pre-
dominantes, tales como la de una advertencia, una crítica, una defensa o un consejo en relación con cierta
actitud o acción del autor o de los lectores, afirmando las condiciones para tal función ilocutiva. Así, una
novela puede describir las atrocidades de la guerra del Vietnam y actuar, de este modo, de una manera
indirecta como una crítica severa del imperialismo americano, que puede llegar incluso a ser la función más
importante. En otros casos, un texto literario puede ser pragmáticamente «vago» o ambiguo, en el sentido de
que se le pueden asignar tanto una función literaria o ritual como una función «práctica». En una in-
terpretación «directa», la novela sobre la guerra del Vietnam es, con todo, pragmáticamente «ritual», ya que
no es necesario que se satisfagan determinadas condiciones de verdad: los referentes discursivos específicos
que hayan sido introducidos pueden ser ficticios, aunque los acontecimientos puedan ser históricos o al
menos muy parecidos a los aconstecimientos históricos (como es el caso del criterio de «verosimilitud»
introducido ya por Aistóteles en el drama). En este nivel semántico, y posiblemente en el nivel de la
estructura narrativa, encontramos la diferencia que indica la función pragmática distintiva en relación con un
informe histórico. Puesto que tanto semántica, como narrativa y pragmáticamente estas diferencias pueden
ser muy pequeñas, los límites empíricos entre literatura y no literatura tienden a ser bastante borrosos. La
diferencia, como se apuntó antes, estriba entonces simplemente en los procesos institucionales subsiguientes
en los que el texto está desempeñando una función, que determinan si dicho texto será o no aceptado en el
canon literario de un determinado período y de una determinada clase cultural.

3.4. Debería recordarse brevemente que la función pragmática de los textos literarios tal como se ha
expuesto anteriormente sólo se ha definido en el macronivel. Esto es, el texto solamente posee una función
«literaria» cuando es considerado como un todo. Puede muy bien darse el caso de que en el micronivel de las
respectivas oraciones se ejecuten otros actos de habla, como, por ejemplo, afirmaciones, preguntas,
peticiones, etc. Si tomamos al azar una oración de una novela o de un poema, dicha oración puede ser
efectivamente verdadera, puede funcionar como una afirmación (seria), y en cuanto tal nada en ella tiene por
qué indicar su función «literaria». Por tanto, el estatuto pragmático del discurso debería, (también) en última
instancia, determinarse en el nivel global. Lo mismo es válido para una petición extensa, un consejo o una
ley: pueden contener oraciones con una fuerza ilocutiva que sea distinta de la fuerza ilocutiva global. Esto es
cierto en la comunicación literaria independientemente del hecho de que los actos de habla involucrados
puedan ser quasi-aserciones o quasi-peticiones, por ejemplo porque no se satisfacen las condiciones de
verdad o no se le pide en realidad al lector que haga algo.
3.5. El problema siguiente en la pragmática de la literatura está estrechamente vinculado con el
primero: si la literatura (y algunos otros tipos de discurso) tienen como función pragmática específica una
función «ritual», ¿cuáles son, entonces, las condiciones de propiedad de dichos actos de habla (globales)?

Una primera y bien conocida condición tiene que ver con la «actitud semántica» del hablante y del
oyente:

(i) El hablante no desea, necesariamente, que el oyente crea que p es verdadera,

donde p denota la estructura proposicional compleja del texto. Nótese que esta condición permite el hecho de
que p sea verdadera o falsa, y de que el hablante pueda muy bien pensar que p es verdadera. Así, si el relato
resulta ser cierto, podría haber sido falso; y a la inversa; si es ficticio, podría haber sido verdadero (al menos
si se hubieran satisfecho los postulados básicos de nuestro mundo real, lo cual asigna un estatuto diferente a
la literatura fantástica y de ciencia ficción).

Ahora bien, la situación es un poquito más compleja. Aunque de hecho las (micro- y/o macro-)
proposiciones expresadas en un texto literario pueden ser verdaderas o falsas, podríamos adoptar el clásico
principio de que un autor desea ofrecer «otro» tipo de verdad; por ejemplo, intuiciones sobre propiedades
específicas de los objetos, coherencia entre acontecimientos, actitudes o acciones específicas en situaciones
dadas, etc. En otras palabras, pueden existir hechos generales que sean verdaderos, aunque sus instancias
reales sean falsas (en el mundo real). Ésta es la base teórica que asigna la función específica de verosimilitud,
tanto en la comunicación literaria como no literaria (por ejemplo, en afirmaciones contrafactuales o en
afirmaciones introducidas por como si, ejemplos, etc.). De aquí se sigue que la condición (i) puede tener el
siguiente corolario:

(i') El hablante desea que el oyente crea que p implica q y que q es verdadera.

De hecho, esta condición parece requerirse incluso en aquellos casos en los que el texto literario tiene una
función práctica indirecta, como se ha descrito anteriormente. La condición de propiedad esencial para la
clase de discursos a los que pertenece la literatura ya ha sido mencionada:
(ii) El hablante desea que al lector le guste e¡,

donde e es el enunciado implicado, es decir, el texto literario. La noción de «apreciación» es una noción de
cuya vaguedad somos conscientes, pero queremos mantenerla hasta ahora como un primitivo pragmático.
Podríamos, por supuesto, especificar su fundamento psicológico, o especificar sus implicaciones filosóficas,
pero esto no es tarea de la pragmática —tampoco especificamos qué entendemos por «conocimiento»,
«creencia», «querer» y «hacer»—. Estos son problemas de los fundamentos de la pragmática. En principio,
«apreciación» en la condición (ii) es concebida como un cambio específico en el sistema de actitudes del
oyente/lector. Ello puede ser «encontrar aceptable» cognitivamente, o «sentirse bien» emotivamente,
independientemente del hecho de que el oyente/lector conozca o no los criterios, normas y valores que
determinan esa actitud.

Nótese también que al utilizar la noción de enunciado sobreentendemos que la «apreciación» puede
basarse en uno, en más de uno, o en todos los niveles del texto: fonológico, sintáctico, semántico, estilístico,
narrativo, métrico, etc. Al lector le puede gustar el relato en sí o la manera en que está narrado, o
simplemente los diálogos, etc. Esto deja abierta la posibilidad de considerar apreciable la ejecución de e
(considerada como un tipo), por ejemplo, la manera de leer un poema, o de representar una obra teatral.

La relevancia pragmática de la noción de «apreciación» no es específica de la literatura, los chistes, etc.


Si hacemos a alguien un elogio, deseamos que él o ella sepan que nos gustan, o alguna de sus acciones o
cualidades. Debería recordarse de nuevo que la condición, tal como se ha formulado, no deberá confundirse
con el efecto estético real o con otros efectos del acto comunicativo. Puede muy bien ocurrir que en ciertas
formas de literatura de vanguardia existan grandes dificultades para la «apreciación» del texto por parte de
algunas personas; por ejemplo, porque las normas y valores en los que se basa una apreciación positiva son
hasta ese momento incompatibles con él. La condición pragmática es neutral respecto de los sistemas sociales
y culturales subyacentes a la «aceptación» objetiva. Del mismo nflodo, podemos hacer a alguien una
advertencia, denotando, por ejemplo, un acontecimiento o acción que son peligrosos o simplemente negativos
para el oyente. Pero el que una advertencia o una amenaza sean realmente aceptadas depende de lo que el
oyente considere peligroso, etc., y no es tarea de la pragmática especificar qué acontecimientos son
efectivamente peligrosos, en qué situaciones y para quién Podríamos distinguir, con todo, entre propiedad
para el hablante y propiedad para el oyente, y formular entonces las condiciones del éxito ilocutivo en relación
con uno o ambos tipos de propiedad: no se puede negar que yo le haya advertido (a él), aunque no se
produzca el efecto deseado porque él no tiene miedo y, por tanto, no considere mi enunciado como una
advertencia (aunque pueda comprender perfectamente que yo lo quiero como tal). No vamos a continuar
indagando las complejidades pragmáticas aquí implicadas, pero suponemos que la función social del lenguaje
exige que la fuerza ilocutiva de un enunciado se base a fin de cuentas en lo que cuente como tal para el
oyente. De la misma manera que la condición (i) tenía un corolario, podríamos añadir también a (ii) una
variante del tipo que sigue:

(ii') El hablante cree y desea que el oyente crea que (la indicación) e¡ es buena para el oyente.

Lo mismo que se dijo anteriormente sobre la noción de «apreciación» cabe decir sobre las nociones de
«bueno» o «beneficioso». No se hará explícito, pero es un primitivo de la teoría pragmática que se da
también en las condiciones de muchos otros actos de habla, tales como un consejo, una promesa, una
felicitación o (en casos negativos) en advertencias y en amenazas. Esta condición es, de hecho, un correlato
esencial de (i'), al menos en el nivel semántico: la comprensión de p y, mediante ella, de q puede suponer
información valiosa para el oyente. Esta reformulación pragmática de la doctrina clásica del «utile et dulce»,
sin embargo, no se limita necesariamente a la semántica. Hemos mencionado, por tanto, ei —es decir, el
enunciado literario considerado como un todo—, porque se puede conseguir conocimiento y penetración
también en los niveles puramente estructurales. Y de un modo semejante, ser «bueno» para el lector puede
tener que ver con cualidades emotivas (cf. de nuevo el criterio de Aristóteles sobre las cualidades del drama
de incitar a la compasión o al miedo como una condición de consuelo psicológico, que podrían ser
reformuladas fácilmente en términos de la moderna psicología y psicoterapia).
Sería posible aún la formulación de otras condiciones pragmáticas, en especial para varios tipos de
comunicación literaria. Pero no es nuestra pretensión ser exhaustivos, sino tratar simplemente algunas de las
principales cuestiones y problemas que se refieren al estatuto pragmático de la literatura.

3.6. Hasta aquí hemos insistido en la distinción entre las propiedades pragmáticas específicas de la
comunicación literaria, por un lado, y las propiedades institucionales, es decir, sociales, de la literatura. Es en
este último nivel en el que la literatura puede ser distinguida de los relatos cotidianos, chistes, u otros actos
de habla rituales. Esto es, en nuestra cultura, la literatura está producida propiamente por aquellos hablantes
que tienen un papel específico, institucionalizado, es decir, el de «autores». De modo semejante, la literatura
es propiamente «pública» y es «publicada», y posee un grupo que actúa como «oyente», se discute, se co-
menta y posiblemente puede llegar a formar parte de un canon.

Las mismas propiedades institucionales definen el estatuto específico de declaraciones oficiales,


contratos, leyes, sermones, conferencias, etc. Es obvio que estos aspectos institucionales de los textos y de la
comunicación están íntimamente relacionados con aspectos pragmáticos. Así, podemos tener los actos de
habla de «condenar» o de «bautizar» cuyas condiciones deberían formularse diciendo que tales actos se
pueden llevar a cabo con éxito sólo si son realizados por hablantes que tengan un status o función es-
pecíficos. Aunque la institución de la literatura tiene más carácter cultural que legal o político, existe cierta
razón al decir que los textos «literarios» son apropiados solamente cuando son escritos por un «autor
literario». Bien es cierto que esto puede parecer circular y problemático para los «primeros» productos
literarios, pero apunta al hecho cultural de que existe una instancia que «reconoce» como «literarios» al texto
y a su autor. Como ocurre también en la condena pronunciada por un juez, deben satisfacerse en tal caso
otras condiciones contextúales (y textuales): no todo cuanto dice un autor es, por tal razón, «literario», sólo
aquellos textos escritos en su «función» de escritor; el texto deberá hacerse público, publicarse en un medio
apropiado en relación con el mensaje (libro, revista, pero no normalmente en la primera página de un
periódico), etc. Todas estas condiciones desempeñan, claro está, un papel decisivo en la definición de
literatura en el sentido usual del término, pero no las tenemos en cuenta entre las condiciones de propiedad
pragmática en un sentido más limitado, porque son diferentes culturalmente. Hay, ciertamente, pocos
motivos (si se exceptúan los teóricos) para rechazar una concepción más amplia de la pragmática en la que
puedan hacerse explícitas todas las propiedades sociales, institucionales e incluso cognitivo/emotivas de la
comunicación.

Otro aspecto del contexto literario es el conocimiento, tanto por parte del hablante como del oyente, de
sistemas de reglas, convenciones o «códigos», coincidentes en parte, e idealmente idénticos, además de los del
lenguaje natural. Una proclama, una ley, un contrato o un artículo científico deben cumplir ciertas
condiciones estructurales y semánticas que son convencionales o hasta están institucionalizadas. Para el
proceso de interpretación esto significa que un oyente/lector «reconoce» ciertas propiedades del texto como
pertenecientes a una convención literaria específica, que le permite asignar al texto una función pragmática
específica (por ejemplo, no usaría un libro de poemas sobre flores como guía práctica de horticultura). No se
trata aquí de la naturaleza precisa de estos sistemas, sino sólo del hecho de que la interpretación es sólo
parcial y, por tanto, de que el acto comunicativo no se lleva a término con éxito si no está basado en estos
sistemas. Si no se ha producido el texto de acuerdo con los criterios mínimos de interpretación definidos por
estos sistemas, ello puede significar que han operado otros sistemas, que deberán aprenderse, por tanto, como
ocurre en la literatura de vanguardia. O puede significar que no se le ha asignado estatuto literario a un texto,
al menos temporalmente o por un grupo determinado, en especial si no se han satisfecho otras propiedades
contextúales.

Debería hacerse hincapié en que los sistemas implicados son sistemas de reglas, y no sistemas de normas
o valores, aun en el caso de estar relacionados. Esto significa que cualquier tipo de novela, relato o poema que
satisfaga las condiciones básicas, cumpliría las condiciones pragmáticas, sea cual fuere su valor estético o sus
consecuencias institucionales. Así pues, una vez más carecemos de medios en este nivel para distinguir entre
literatura de baja o alta calidad, aunque tal vez podríamos intentar que nuestras condiciones interrelacionadas
(i) y (ii) desempeñaran alguna función en una posible distinción. Los textos literarios en sentido estricto,
pues, son tales debido únicamente a otros aspectos, institucionales, del contexto sociocultural, por ejemplo, la
originalidad con respecto al sistema —que es un valor dependiente cultural e históricamente—.

3.7. No se va a tratar aquí un problema clásico fronterizo entre la semántica y la pragmática, a saber, el
de la perspectiva. En cada situación comunicativa, el hablante tendrá una determinada «posición» y unas
determinadas actitudes en relación con los acontecimientos denotados, las personas o el oyente en particular.
Esto es, no sólo proporciona afirmaciones valorativas explícitas, sino también, implícitamente, selecciona,
describe y combina objetos y acontecimientos desde su punto de vista. Lo mismo ocurre en la comunicación
literaria, pero el sistema de perspectivas puede ser más complicado porque, además de su propio punto de
vista, el autor puede representar el punto de vista de un narrador y/o el de los personajes representados —po-
siblemente a través del punto de vista del narrador (o algún yo en general)—. En cuanto entra en juego la
representación, ya no estamos en el nivel pragmático, sino en el semántico, aunque el aspecto específico es
que estén representados los contextos comunicativos. La pragmática de la literatura, pues, sólo tiene que ver
con la perspectiva del propio autor y con las relaciones de éste con su o sus lectores.
3.8. Hemos hablado hasta aquí de algunas propiedades pragmáticas de los contextos literarios. Hemos
dado por supuesto, sin embargo, que la pragmática debería especificar también cómo están unidos
sistemáticamente al texto la función y el contexto. De hecho, hemos traído ya a colación estas relaciones al
mencionar reglas y convenciones literarias específicas, que son usadas e interpretadas de modo paralelo a las
del sistema de la lengua natural. ¿En qué sentido son éstas relevantes desde una perspectiva pragmática? Una
primera manifestación textual de estructuras pragmáticas «subyacentes» son todos los tipos de anotaciones y
(sub-)títulos. Casi del mismo modo en que los verbos realizativos pueden denotar la fuerza ilocutiva de un
enunciado, un texto literario —como cualquier otro tipo de discurso— puede tener como subtítulo
expresiones como «novela», «poemas», etc. Desde un punto de vista cognitivo, tales expresiones funcionan
como preparación para la adecuada interpretación pragmática del texto.

Una manifestación propia de los rasgos semántico-pragmáticos del contexto son las expresiones deícticas.
En este aspecto la comunicación literaria presenta ciertas peculiaridades. La utilización de yo y tú no
necesariamente indica referencia al hablante y al oyente, respectivamente, sino que puede denotar (auto-
)referencia de los agentes representados. De modo parecido, las expresiones definidas, en poemas por
ejemplo, no es necesario que respeten la regla general de que el objeto sea conocido por el oyente (mediante
el texto o el contexto). Pero no vamos a analizar aquí las funciones específicas de este uso concreto de las
expresiones deícticas.

Otros «indicadores» pragmáticos se dan en la estructura de superficie: estructura gráfica y estructuras


morfosintácticas como, por ejemplo, posibles semigramaticalidades, especialmente en poesía, aunque existen
otros tipos de discurso (por ejemplo, los anuncios publicitarios) con reglas específicas semejantes.

En el nivel semántico tenemos, ante todo, la condición que ya ha sido examinada en el nivel pragmático:
no es necesario que el texto sea verdadero. Más específicamente, no es necesario que denote propiedades o
acciones del hablante y del oyente, como ocurre frecuentemente en otros actos de habla. Tenemos aquí,
obviamente, la fuente principal de la naturaleza pragmática específica de los actos ilocutivos rituales: tan
pronto como se sabe que es falsa la proposición subyacente, el correspondiente acto de habla tomará
asimismo un carácter «espúreo», al menos en el micronivel: tenemos quasi-aserciones y quasi-quejas.

En tanto que otros actos de habla exigen con frecuencia un contenido semántico específico, por ejemplo,
una acción del hablante o del oyente, no parece que tal requisito sea necesario en la comunicación literaria.
Un texto literario, al menos en nuestra época y cultura, puede tratar de cualquier cosa. La literatura narrativa,
ciertamente, debe satisfacer los principios narrativos básicos de las narraciones, tales como la descripción de
una acción (humana o antropomórfica), y una estructura esquemática que tenga por lo menos una
complicación y una resolución. Tanto las estructuras semánticas como las narrativas pueden mostrar
operaciones específicas de elisión, permutación, repetición y sustitución, convencionalizadas por la
comunicación literaria, y que no necesitan ser explicadas ahora en detalle.

Aunque, como dijimos, la semántica de los textos literarios carece en principio de restricciones,
especialmente en la literatura moderna, tales restricciones pueden muy bien darse en tipos específicos de
literatura o en diferentes contextos históricos o culturales. Mientras que en otras descripciones de
acontecimientos psíquicos o sociales la relación puede tener un carácter más o menos general, o se le añaden
conclusiones generales (como en un informe psicológico o social, un estudio teórico, etc.), una novela puede
describir detalles particulares que no se darían en otros tipos de discurso, por ejemplo, porque son
irrelevantes o inaccesibles. Por otro lado, la mayor parte de la literatura clásica exige un «léxico» en el que
vengan inventariados los posibles «temas» o «topoi» de un texto. Sólo recientemente, pues, un poema podría
tratar de una mesa o de un huevo, y sólo en la novela moderna podrían describirse detalladamente las
«trivialidades» específicas de la vida diaria, en tanto que en la literatura clásica se preferirían temas
«importantes», tales como la vida, la muerte, la naturaleza, el amor y el odio, el poder, la guerra o el orgullo,
etc.

No es éste el lugar de enumerar las propiedades básicas de los textos literarios. Debería subrayarse
solamente que la específica fuerza ilocutiva ritual de la literatura puede venir indicada por convenciones
textuales propias en los niveles gráfico/fonológico, sintáctico, estilístico, semántico y narrativo. Tal vez
ninguna de estas estructuras típicas sean exclusivamente literarias, consideradas aisladamente, pero en
conjunto y dadas ciertas propiedades del contexto mencionadas ya anteriormente (presentación, situación de
lectura, etc.) pueden constituir indicaciones suficientes para la apropiada interpretación pragmática del texto.
Existe, evidentemente, una interacción entre texto y contexto pragmático: tan pronto como estén marcadas las
propiedades estructurales del texto (en relación con alguna regla, norma, expectativa), el lector reparará
también en ellas, con lo cual se puede formular la naturaleza pragmática específica del discurso ritual; e
inversamente: si la atención específica no está en ninguna intención del hablante en relación con creencias
específicas, o acciones del lector, el lector puede concentrar la atención en la propia especificidad de las
estructuras.

4. Observación final

Apenas si se ha dicho algo nuevo en estas páginas. Por el contrario, hemos examinado algunos principios
bien conocidos de la comunicación literaria. Ahora bien, lo hemos hecho en términos de una teoría
pragmática. Ello no quiere decir que hayamos obtenido necesariamente un nuevo conocimiento, más
profundo, sino que hemos llegado a ser más conscientes de la naturaleza teórica de los problemas implicados
y de su estatuto dentro de una teoría integrada de la literatura y del discurso. Hemos podido hacer, también,
algunas distinciones entre las diferentes «funciones» de la literatura analizando la supuesta fuerza ilocutiva
del discurso literario, por ejemplo, en relación con otros tipos de discurso. Se ha llegado a la conclusión de
que no existe un acto de habla específicamente «literario», sino que, pragmáticamente hablando, la literatura
pertenece a un tipo de actos verbales «rituales» al que también pertenecen discursos diarios tales como los
chistes o anécdotas. Las propiedades más específicamente «literarias», pues, se han localizado en el contexto
social e institucional. Las condiciones de propiedad de los actos de habla rituales, como es la literatura, se
dan en términos del deseado cambio de actitud en el oyente con respecto al enunciado en sí («apreciación»),
mientras que la «aceptación» efectiva de la literatura debería buscarse de nuevo fuera del contexto pragmáti-
co, a saber, en sistemas de normas y valores (estéticos) social, histórica y culturalmente determinados.

Esta exposición —como suele decirse— «apenas si roza la superficie del tema». El análisis pragmático
de la literatura no ha hecho más que empezar.
LA COMUNICACIÓN LITERARIA93

slegfried J. schmidt
Universidad de Siegen

1. Una teoría de la comunicación literaria como alternativa a lo ofrecido hasta ahora por las ciencias de la literatura

1.1. La historia de la ciencia de la literatura (Literaturwissenschaft) (o de las ciencias de la literatura ')


muestra una serie de insuficiencias que han llevado siempre y siguen llevando aún, sin la menor duda, por
una especie de encadenamiento mecánico, a «crisis fundamentales». Si tratamos de obtener una visión de
conjunto y una clasificación de dichas deficiencias, cabe la posibilidad de situarlas en tres planos, pues se
trata claramente:
a) De puntos de vista parciales o de excesiva simplicidad a la hora de determinar el dominio de
investigación propio de la ciencia de la literatura.
b) De insuficiencias en la metodología de la comprensión de los textos literarios.
c) De un insuficiente esclarecimiento de los fundamentos teóricos y epistemológicos de las ciencias de
la literatura.
Algunas observaciones a este respecto 94

a) La sucesión de las escuelas en el campo de las ciencias de la literatura, tal como puede observarse
hasta hoy, puede ser caracterizada como el predominio sucesivo de tales o cuales intereses por el «fenómeno
literario»: ya era el autor el que se hallaba colocado en el centro de las investigaciones, ya el trasfondo de la
historia de las ideas, ya la obra tomada aisladamente, ya el receptor, etc. Esto no quiere decir que en cada uno
de estos casos se hayan descuidado totalmente otros aspectos; pero el hecho de que, por ejemplo, a la
«Rezeptionsásthetik» (Estética de la recepción) de la Escuela de Constanza se le haya dado la bienvenida por
el descubrimiento de un aspecto olvidado de la historia de la literatura y haya sido definida por H. R. Jauss
como un «cambio de paradigma», muestra claramente la manera selectiva según la cual han procedido hasta
ahora los especialistas en la determinación de su dominio de investigación.
b) Aun sin realizar un análisis pormenorizado, se puede comprobar, con razón, cómo no existe en la
actualidad un método unánimemente aceptado para la interpretación y valoración de los textos literarios. Bien
es cierto que los filósofos seguidores de la hermenéutica no han dejado de proclamar la comprensión como el
«método» propio de las Ciencias humanas (Geisteswissenschaften) en oposición a la explicación, método de
las Ciencias de la naturaleza; pero nunca se ha llegado a desarrollar una metodología de la comprensión de
los textos literarios racionalmente fundada y aplicable.
c) Hasta hoy casi todas las escuelas en Ciencia de la literatura se basan en variantes burguesas o
marxistas de la filosofía hermenéutica. Todavía no existe un intento sistemático de desarrollar una ciencia de
la literatura que tome como fundamento la teoría analítica de la ciencia en una forma elaborada, es decir, no
positivista.

De esta exposición esquemática de la historia y de la situación actual de las ciencias de la literatura, saco
por mi cuenta las conclusiones siguientes:

* Texto publicado en francés con el título La communication littéraire en el volumen colectivo Stratégies discursives. Lyon, Presses
Universitaires de Lyon, 1978, págs. 19-31. Traducción de José Antonio Mayoral. Texto traducido y reproducido con autorización del
autor.
1
Se hablará de ciencias de la literatura en plural, ya que es posible relacionar las propuestas hechas hasta ahora con vistas a un
tratamiento científico de los textos literarios, por un lado, con ciertas filologías; por otro lado, con decisiones fundamentales del dominio
de la teoría de las ciencias, o, en general, del dominio de la filosofía (ciencias de la literatura vinculadas a la historia de las ideas, a la
tendencia de la Wer- kimmanenz (inmanencia de la obra), a la crítica ideológica, etc.).
2
Las observaciones que siguen se limitan a meras indicaciones; una argumentación detallada con indicaciones bibliográficas se encuentra
en mi Literaturwissenschaft ais argumentierende Wissenchaft. Munich, Fink, 1975.
a) Si se toma como punto de partida la descripción de lo que ocurre efectivamente cuando aparecen
textos literarios en nuestra sociedad, no se puede dar una ciencia de la literatura que pretenda tener el mayor
grado de adecuación con respecto a su objeto, el autor, el texto o el receptor como dominio de la
investigación; habría que proponer, por el contrario, como lo específico de tal dominio de investigación todos
los procesos de interacción social y de comunicación que tienen como objetos temáticos lo que se llama
«textos literarios». Tales procesos son los que en lo sucesivo llamaremos «comunicación literaria».
b) Para que el trabajo en ciencia de la literatura pueda ser realizado como un proceso, susceptible de
ser enseñado y aprendido, de adquisición de conocimientos conforme a reglas, es preciso que la ciencia de la
literatura pueda disponer de una metodología explícita y de métodos racionalmente aplicables. Tales métodos
deben permitir hacer aserciones lógicamente correctas que tengan un contenido empírico sobre aspectos de la
comunicación literaria.
c) Las teorías analíticas de la ciencia han experimentado, en el curso de los últimos años, tan profundas
transformaciones que no parece ya justificado en el momento presente dirigirles el reproche de
neopositivismo. En otros términos, no existen argumentos sólidos por parte de la hermenéutica que puedan
oponerse a la tentativa de edificar, sobre la base de la variante de la teoría analítica de la ciencia desarrollada
por W. Stegmüller y J. D. Sneed *95, una ciencia de la literatura sistemática que pueda ser considerada como
una alternativa a las variantes hermenéuticas. Esta alternativa es la que introduzco aquí bajo la denominación
de Teoría de la comunicación literaria, y que se caracteriza por tres criterios:

— Es una teoría que se refiere al conjunto del dominio de la comunicación literaria.


— Tiene un objetivo empírico.
— Se orienta según los criterios de cientificidad y según el concepto de teoría vigentes en la teoría
analítica de la ciencia (en la variante de Stegmüller-Sneed).

2. Para una clarificación del concepto


de «comunicación literaria»96

2.1. En las reflexiones preliminares desarrolladas hasta aquí sólo se ha introducido el concepto de
«comunicación literaria» considerado de una manera global. Para precisarlo es necesario, a mi entender,
tomar como punto de partida las reflexiones heurísticas siguientes.

Si se considera la sociedad bajo la perspectiva de la «comunicación», es correcto, desde un punto de


vista heurístico, representarse la sociedad como un sistema complejo de sistemas de comunicación que
pueden distinguirse unos de otros según la estructura y la función de los procesos de comunicación que en
ellos se desarrollan. La estructura y la función de tales «sistemas de comunicación» están, en una gran
medida, institucionalizadas sobre la base de la evolución histórica de las diferentes sociedades y estabilizadas
mediante reglas y convenciones que rigen en un plano nacional y también con frecuencia en un plano
internacional. Tales sistemas pueden ser clasificados heurísticamente con la ayuda de denominaciones que se
han ido constituyendo a lo largo de la historia: por ejemplo, política, economía, ciencia, cultura, etc. Cada
uno de estos sistemas parciales puede ser subdividido, a su vez, en dominios de constituyentes; por ejemplo,
la cultura en: sistema educativo, religión, arte, etc.

*W. Stegmüller, The Structure and Dynamics of Theories. Nueva York, Springer, 1976. (Trad. esp. Estructura y dinámica de
Teorías, Barcelona, Ariel, 1979). J. D. Sneed, The Logicaí Structure of Mathematical Physics. Dor- drecht, Reidel, 1971. (N.
del T.).

3 Las referencias que siguen proponen, en forma de esbozo, los elementos de una ciencia analítica de la literatura que vengo elaborando
detalladamente desde 1976. Las definiciones de los conceptos aquí empleados se encuentran en «Towards a Pragmatic Interpretation of
'Fic- tionality'», en T. A. VAN DIJK (Ed.), Pragmatics of Language and Literature. Amsterdam, North-Holland, 1976, págs. 161-178;
«Some Problems of Communicative Text Theories», en W. U. DRESSLER (Ed.), Current Trends in Textlinguistics. Berlín/Nueva York,
de Gruyter, 1977, págs. -60; Foundation for the Empirical Study of Literature. Hamburgo, Buske, 1982.
Los dominios de constituyentes se subdividen, a su vez, en sistemas-elementos: el arte, por ejemplo, en
tales y cuales formas artísticas con designaciones tradicionales como: artes plásticas, pintura, literatura,
música, etc. Algunas de estas formas desaparecen en el curso de la historia; surgen otras que pueden ser
integradas en el sistema (la fotografía, por ejemplo). Los diferentes sistemas pueden ser reconstruidos
formalmente bajo la forma de conjuntos jerárquicamente ordenados de predicados y de relaciones. Y para
ello es preciso partir del hecho de que los diferentes sistemas poseen elementos comunes. La delimitación de
unos con respecto a otros se hace teniendo en cuenta el carácter dominante de ciertos factores (volveré sobre
este problema en el próximo capítulo).

Para una primera clarificación descriptiva del concepto de «comunicación literaria», se puede partir de
una serie de observaciones que todos podemos hacer y controlar sin dificultad y que se tendrán aquí por
evidentes.

1. Hay en nuestra sociedad (o en sociedades parecidas a la nuestra o en relación con la nuestra)


personas o grupos de personas que producen textos o llevan a cabo acciones a las que dan nombres que,
según las convenciones sociales, pertenecen al dominio de la comunicación estética, más especialmente, al
dominio de la «literatura» (por ejemplo, «Novela», «Comedia», «Happening», etc.). Esas personas serán
llamadas los Productores de objetos de comunicación literaria.
2. Hay en estas sociedades personas a las que se les proponen esos objetos, esas acciones, etc., como
productos de comunicación literaria; tales personas las juzgan como tales y las transmiten, las multiplican,
las difunden, las comercializan, etc.; o incluso hay personas que, por su propia iniciativa, declaran que
ciertos objetos son objetos de comunicación literaria y que los difunden como tales. Esas personas serán
llamadas los Intermediarios de los objetos de comunicación literaria.
3. Hay en estas sociedades personas que reciben como objetos de comunicación literaria lo que se les
presenta como tal por las instancias nombradas en (1) y (2) o bien personas también que, por propia
iniciativa, tienen por estéticos ciertos objetos de comunicación y, en consecuencia, así los reciben. Esas
personas serán llamadas los Receptores de los objetos de comunicación literaria.

4. Hay, por fin, en estas sociedades personas que, de manera explícita, declaran como literarios los
objetos de comunicación que reciben, por medio de sus propias producciones (por ejemplo, escriben críticas,
interpretan, traducen a otras lenguas, etc.). Esas personas serán llamadas los Agentes de transformación de los
objetos de comunicación literaria. El conjunto total de actos llevados a cabo por las personas nombradas en
las rúbricas (1) y (4), comprendidos también los estados de cosas y los objetos que los condicionan y que se
derivan de ellos, se introduce aquí como correlato del término de «comunicación literaria» y constituye el
dominio de investigación de la Teoría de la comunicación literaria.

2.2. La decisión de tomar en cuenta los procesos descritos desde el punto de vista de la «comunicación»
puede, en mi opinión, ser apoyada con los argumentos siguientes:

a) Si se acepta como punto de partida un concepto de comunicación muy general (la comunicación como
transmisión de informaciones por medio de objetos de comunicación en situaciones de comunicación entre
participantes de comunicación), entonces se pueden subsumir los cuatro dominios parciales de la
comunicación literaria nombrados más arriba bajo este punto de vista:

— Los autores de textos literarios —aun sin conocer a su público— escriben para un público (incluso
imaginario) y quieren participar algo a alguien.
— Los intermediarios y los agentes de transformación sólo pueden ejercer su función si comunican con
otros a propósito de los textos literarios.
— También el receptor, que lee un texto literario en silencio para sí mismo y quiere comprenderlo, debe
construir una relación de comunicación con el texto, es decir, debe aceptar al menos el texto como fúente de
informaciones/emisor (aun en el caso de que no postule tras el texto al autor como emisor).
b) La comunicación se toma aquí como un conjunto de actos sociales realizados sobre la base de
esquemas de actos (convenciones, normas, etc.) por mediación de un código admitido por los participantes.
La teoría de la comunicación literaria no se ocupará, pues, de textos aislados, sino de las condiciones,
estructuras, funciones y consecuencias de los actos que se concentran en los textos literarios. Según las
explicaciones dadas anteriormente, los procesos de la comunicación literaria son procesos que tienen por
objeto temático las relaciones entre los textos literarios y sus contextos (la complejidad de esos sistemas de
contextos, los constituyentes de naturaleza lingüística y no lingüística que los componen, todo ello sólo
puede decidirse en cada caso particular en el curso de un trabajo empírico).

La breve fórmula «Teoría de la comunicación literaria» debería, pues, ser explicitada del modo
siguiente: teoría de los actos de comunicación literaria y de los objetos, estados de cosas, presuposiciones y
consecuencias que tienen importancia para esa comunicación. Desde un punto de vista formal, se trata en
cada ocasión del análisis de las relaciones texto-contexto, donde el lugar del texto es ocupado por los textos
literarios y donde se pueden situar en el lugar del contexto todas las informaciones de las que dispone el
investigador o las informaciones cuyas relaciones con el texto son interesantes en una teoría de la
comunicación literaria.

2 . 3 . E n las reflexiones expuestas hasta aquí, se ha empleado el concepto de «literario» sin mayor
precisión. Ahora bien, carecemos hasta el momento de una definición convincente de dicho c o n c e p t o ; la
última tentativa de definición estructural por parte de la poética lingüística ha fracasado igualmente, como
bien es sabido.

Si no ha habido hasta el momento una definición satisfactoria, se debe claramente a que las aserciones
de las estéticas y poéticas existentes son inconsistentes o no son capaces de suscitar un consenso. El estudio
de tales estéticas y poéticas, bien es cierto, lle va a comprender que las poéticas históricas son la formulación
de la consciencia que se tiene del dominio de la comunicación literaria en una sociedad. Esa consciencia
pública se refiere a lo que debe suceder para que a un objeto o a un estado de cosas se le atribuya el
predicado «X es literario». En otros términos, las poéticas formulan sobre la base de qué criterios, normas,
expectativas, etc., una instancia dada ha hecho o recomendado esa atribución del predicado «literario» a un
texto.

Teniendo en consideración esta situación, tal vez parezca aconsejable proponer una modesta solución
pragmática a este problema. El concepto de «literario» será definido, pues, del modo siguiente:

Literario = lo que los participantes de la comunicación implicados en procesos de comunicación a través


de textos tienen por literario sobre la base de las normas poéticas válidas para ellos en una situación de
comunicación dada.

Esta definición pragmática excluye conscientemente el lado del contenido de este concepto, el cual, en mi
opinión, sólo puede ser llenado empíricamente con investigaciones sobre los procesos concretos de
comunicación literaria. Ello se hará sobre la base del análisis de juicios en los que participantes de la
comunicación declaren explícitamente que tal texto es literario o bien tomen partido en relación con su grado
de literariedad. No se puede realizar aquí un análisis histórico detallado. Sin embargo, tras los análisis que he
venido realizando hasta el momento presente, se plantea la cuestión de saber si, a pesar de todas las
diferencias normativas e ideológicas y a pesar de todas las modificaciones en el modo de fundamentar o
formular las definiciones de la «literariedad», no existen ciertos criterios que permitan distinguir de modo
necesario y suficiente la comunicación literaria de todos los sistemas de comunicación. Tales criterios —para
tomar en consideración correctamente el aspecto de la comunicación elegido aquí— deben caracterizar tanto
el modo de ser de la comunicación, como el carácter específico del objeto de comunicación. Ésta es la tarea
que ahora me propongo resolver.
A
DE REGLA
PRIMER
3. L COMO
CRITERIO F

DELIMITACIÓN
DE LA
COMUNICACIÓN
LITERARIA

3.1. Tras
formuladas
arriba, en las
el hipótesis
más
parágrafo
2.1.,
de con el
reconstruir
sociedad objetivo
como la
sistema de
comunicación,
llevarse a sistemas
cabo para de
definir
consiste
criterios literaridad
en
la tarea que debe

encontrar
gracias a los
cuales
claramente
de los pueda
demás ser
delimitado
sistemas
el
quesistema-elemento
constituye
“comunicación la
literaria”.
llevar
para a
la No
cabo se
esta
comunicación puede
tarea
literaria
contrario, considerada
aisladamente; hay por
que el
tomar
partida
lo que como
seque punto
existen,
refiere a lade
en
comunicación estética
en
que sulaconjunto
literariacomunicación
es un (del
sistema-
elemento),
criterios
delimitación ciertos
generales
con de
respecto
ha a
mencionado
arriba- la -como se
más
especificidad
de
así la comunicación,
como
especificidada la de los
objetos
intervienentemáticos
en la
comunicación estética. que
La especificidad de la comunicación se designará aquí por medio del término de regla F.

La regla F estipula que: para todos los participantes en la comunicación estética rige la instrucción de
actuar tendente a obtener de ellos que de entrada no juzguen los objetos de comunicación interpretables
referencialmente o sus constituyentes según criterios de verdad como verdadero/falso. La verdad o la falsedad
de una referencia se mide según la relación de los referentes con la realidad que los participantes de la
comunicación aceptan, en un momento determinado, como socialmente válida. Por el contrario, en lugar de
los criterios de verdad, que quedan suspendidos (¡y no totalmente ignorados!), es preciso hacer intervenir
otros criterios respecto a la posición tomada frente a, y el juicio emitido sobre, objetos de comunicación pri-
marios tenidos por estéticos en el marco de la concepción del arte vigentes en ese momento o que los
interlocutores de la comunicación aceptan implícitamente.

La aceptación de esta regla implica para la realización de la comunicación que los papeles se han vuelto
fictivos, fictivizados97.

El productor de objetos de comunicación estética «fictiviza» su papel mediante una separación


consciente de las intancias «persona real» y «papel adoptado». Los objetos de comunicación que produce no
pueden, pues, ponerse en relación directa consigo mismo en tanto que persona real. Esta fictivización del
papel del productor debe ser reconocida por el receptor para que la comunicación se lleve a cabo con éxito.
Para ello, el productor tiene necesidad de instrucciones explícitas en el texto o en la situación de
comunicación.

La fictivización del papel del receptor consiste igualmente en una separación consciente del receptor en
un yo real y un yo fictivo. Esta fictivización se produce bien cuando el receptor acepta, en respuesta a la
intención del productor, entrar en el papel fictivizado previsto por el productor, bien cuando provoca por su
cuenta, con independencia de las intenciones del productor, una fictivización de su papel (estas condiciones
son válidas igualmente para los intermediarios y los agentes de transformación, los cuales deben empezar de
todos modos actuando en condición de receptores).

La regla F debe ser observada por todos los participantes en la comunicación estética si quieren tomar
parte de manera adecuada en la comunicación estética. Hay que admitir que normalmente todos los
participantes han aprendido esta regla en el proceso de su socialización y que la observan conscientemente.

4
Esta expresión y su explicación las tomo de J. LANDWEHR, Text und Fiktion. Munich, Fink, 1975.
Si consideramos ahora la comunicación literaria como sistema-elemento de la comunicación estética,
debe admitirse igualmente la validez de esta regla para la comunicación literaria. Si se acepta dicha regla, de
ello resulta automáticamente una restricción del dominio de investigación de la teoría de la comunicación
literaria: esta hipótesis excluye en efecto todos los textos que, si bien utilizan técnicas que pasan por
«literaria» según la poética vigente en ese momento (por ejemplo: verso, metáfora, rima, etc.), según la
intención del productor o la expectativa de los receptores, persiguen fines cuya función pragmática puede ser
fijada sin ambigüedad (por ejemplo: dar clases, suscitar una mejora moral, hacer propaganda política, etc.).
Desde una perspectiva histórica, es preciso partir de que sólo existe algo como comunicación literaria en las
épocas que conocen un dominio delimitable llamado «cultura/arte». Cuando conocedores de la evolución
histórica como E. R.

Curtius o M. Fuhrmann*98 constatan que tal hecho no puede plantearse en la Edad Media por ejemplo,
hay que sacar la conclusión de que es absurdo postular en dicha época una categoría como la «comunicación
literaria”. En cuanto al dominio de la comunicación literaria , CABE ADMITIR sin duda que en Alemania es sólo a
finales del siglo XVI cuando se diferenció socialmente un dominio autónomo de la literatura sin confundirse
ni con la historia ni con la retórica. Sólo en ese momento es cuando nace (principalmente entre los lectores
pertenecientes a la nobleza) algo como una conciencia de la existencia de la «ficción» y de la manera de
concebirla. 99.

Los efectos de la regla F en el dominio de los textos literarios pueden ser caracterizados del modo siguiente:
si las aserciones contenidas en un texto literario el receptor no puede ponerlas en relación con el productor
real y sus concepciones, escalas de valores, sentimientos y tomas de posición efectivos'"""', si, en
consecuencia, no pueden ser puestas en relación con el modelo de realidad que puede ser admitido como el
modelo socialmente válido por el productor real en el momento de la producción textual, entonces sólo
queda como marco de referencia para los elementos referenciales el mundo (en el sentido de la teoría de los
modelos) construido en el propio texto y realizado por el receptor como lectura posible. Lo cual implica la
consecuencia siguiente: que el receptor, por el hecho de la fictivización de su papel en la comunicación, se
compromete efectivamente con los datos tal como los concretiza al realizar el texto como mundo textual. Tal
«compromiso» significa que el receptor en su papel fictivizado no acepta exclusivamente lo que es dado, que
lo vincula, y actúa realmente en relación con concepciones, escalas de valores, sentimientos y tomas de
posición en el modelo de realidad social al que se adhiere, sino que entra, por medio de la recepción, en un
debate con las concepciones que concretiza en el mundo textual.

Esta representación de los efectos de la regla F permite evitar los discursos engañosos sobre los objetos y
los estados de cosas fictivos, así como sobre las frases y enunciados fictivos. En lugar de ello, se trabaja
únicamente con el concepto de «fictivización» y se muestra que reconocer la fictivización de los papeles
comunicativos del productor y del receptor lleva a no verse en la obligación de referir los mundos textuales al
marco de referencia de los modelos de realidad válidos para el productor real y para el receptor real, como es
el caso en la comunicación no literaria. En lugar de esto, se recomienda utilizar la expresión «mundo fictivo»
para los mundos textuales en su conjunto (y no para aserciones aisladas de los textos literarios), que los re-
ceptores ponen en correlación con el texto literario al observar la regla F. Un mundo fictivo es un mundo o
un sistema de mundos que un receptor pone en correlación con el texto literario en la comunicación literaria,
y al hacerlo así admite que el productor no afirma la existencia o la presencia efectivas de personas, objetos y
estados de cosas que aparecen en el mundo textual, aunque aserciones aisladas o secuencias enteras describan
hechos, estados de cosas, personas reales.

* E. R. CURTIUS, «Mittelalterliche Literaturtheorien», en Zeitschrift für romanische Forschung, 62, 1942, págs. 417-491; M.
FUHRMANN, Einführung in die Antike Dichtungstheorie. Darmstalt: Wissenschaftliche Buchgesells- chaft, 1973. (N. del T.).

5
Así, el traductor del primer libro del Amadú, que aparece a partir de 1596, establece la diferencia entre una «narración inventada» y una
«historia verídica».
** J. LANDWEHR, Text und Fiktion. Munich, Fink, 1975. (N. del T.).
Es decir, la hipótesis de que la regla F conduce a la constitución de mundos textuales fictivos, no excluye
que una serie de aserciones contenidas en los textos literarios o partes enteras de mundos textuales puedan
muy bien ser puestas en relación con el marco de referencia de la realidad de experiencia de los receptores
(así, por ejemplo, en las novelas históricas). Tal posibilidad de poner en relación sólo tendrá importancia para
la literariedad de un texto literario si desempeña un papel constitutivo para la organización en un mundo
textual coherente de datos presentados en el texto. No es la posibilidad de poner en relación, en el sentido de
exactitud histórica de las aserciones, lo que es importante, sino, por el contrario, la función de tal posibilidad
de poner en relación para la construcción de un mundo textual específicamente literario.

3.2. Voy a exponer ahora brevemente cómo se pueden esbozar los efectos de la regla F en la recepción de
los textos en la comunicación literaria.

En la recepción, se debe partir del hecho de que E L receptor está ligado a sus presupuestos lingüísticos,
cognitivos, culturales, políticos, económicos, etc. Por ese sistema de presuposiciones, que desempeña el
papel de I N S T A N C I A conductora de toda recepción, los conocimientos de la lengua y del mundo que posee el
receptor real están necesariamente implicados en todos los procesos de recepción y, por consiguiente,
también en los de un receptor fictivizado. Más exactamente: las posibilidades de significación de los
componentes textuales y de los procedimientos sintácticos y estilísticos; los conocimientos relativos a los
desarrollos de actos, relativos a los aspectos temporales, la causalidad y la finalidad de los actos; las
hipótesis sobre la sensibilidad de las personas y los criterios según los cuales se comportan; el conocimiento
de las leyes naturales, de las reglas sociales, de los dominios biológicos y geográficos; en resumen: los
léxicos y gramáticas, sociologías, psicologías, antropologías, físicas, biologías, etc., implícitas y explícitas,
con cuya ayuda se orienta un receptor en su vida diaria, están implicadas necesariamente como presupuestos
en todo acto de recepción.

Si ahora el receptor entra en un proceso de recepción en las condiciones de la comunicación literaria,


opera bajo la acción de las premisas convencionalizadas siguientes:

— Cuenta con que el autor ha fictivizado su papel, con que sus aserciones no deben, por tanto, ser
tomadas como afirmaciones de acuerdo con su verdad en semántica referencial.

— Cuenta asimismo -en vinculación con lo anterior- con que el marco de referencia que conviene para
las aserciones de los textos literarios no está fijado o, al menos, no lo está de manera unívoca, y con que el
receptor no debe establecer simplemente su modelo de realidad como contexto.

De la aceptación de estos datos preliminares depende que un receptor reciba de manera adecuada un
texto como texto literario. Esta aceptación tiene como consecuencia que el receptor tiene que resolver
problemas específicos para instaurar una lectura coherente: en la comunicación no literaria, las polisemias de
los componentes lingüísticos del texto se reducen normalmente a monosemias por el co-texto y por el
contexto. Ahora bien, si el texto literario carece de un contexto restrictivo (verbindlich) como marco de
referencia, entonces el receptor sólo tiene a su disposición el conjunto de informaciones que puede constituir
a partir de las aserciones del texto. Si se carece de informaciones sobre las personas, los actos, etc., el
receptor deberá recurrir necesariamente a las teorías e hipótesis de regularidades adoptadas por él en el
momento de la recepción, para construir una estructura de significación que posea para él una coherencia.
Seguramente, sabe, sobre la base de la regla F, no puede esperar a que, por ejemplo, los personajes en un
drama -aunque tengan los nombres de personalidades históricas conocidas (César, Ricardo III)- se comporten
como se comportan o se han comportado personas reales. Como se carece de informaciones
complementarias, tal como las proporciona habitualmente el contexto, al receptor no le queda otra
posibilidad que descubrir en el texto partiendo del mundo textual construido por él el sistema de
presupuestos, y para ello, ya que carece de informaciones relativas a tal sistema de presupuestos, empleará
hipótesis heurísticas tomadas de su propio sistema de presupuestos, el cual le permitirá explicar el
comportamiento de los personajes. Esas hipótesis difieren de un momento a otro y de un receptor a otro, por
lo que se explican así las variaciones de interpretación de los textos literarios sin pérdida de coherencia para
cada receptor.

En esta medida, el discurso tradicional sobre la autonomía de los textos literarios, lo mismo que el
discurso sobre la referencia a la realidad en los textos literarios, tiene un sentido que es posible reconstruir
racionalmente: un texto literario es «autónomo» en la medida en que el receptor debe, para comprenderlo,
hacer intervenir el mundo textual construido por él como sistema de referencia para llenar de significación las
aserciones producidas en el texto literario. El texto literario está referido igualmente al modelo de realidad del
receptor en la medida en la que el receptor debe poner en práctica su sistema de presuposiciones para poder
desarrollar una lectura coherente para él. En otros términos: en caso de que experimente dificultades de
recepción, el receptor debe poner en práctica sus interpretaciones previas para comprender las maneras de
comportamiento, los personajes, las representaciones específicas, etc., en los textos literarios. Pero el objetivo
del receptor debe ser comprender lo que sucede en el mundo textual en las condiciones construidas por el
propio texto; constituir, en consecuencia, el mundo textual de manera intensional. Qué número de lecturas de
los textos literarios depende de los receptores puede medirse por la cantidad de informaciones que el receptor
debe extraer de su sistema de presupuestos para llegar a una lectura coherente para él.

3.3. Como conclusión a este capítulo, unas cuantas especulaciones más sobre la función de la ficción.

En consonancia con las investigaciones recientes en bioestética100, se puede admitir como punto de
partida que los hombres poseen una necesidad, explicable biológicamente, de virtualidad, posibilidad,
innovaciones, cambios, etc., para mantener su flexibilidad y su facultad de adaptación como sistemas
cognitivos y para asegurarlos contra las normas y convenciones de la vida social. Esa necesidad puede ser
satisfecha por medio de la comunicación literaria en la medida en que la regla F, que es constitutiva en este
dominio, permite una fictivización de los papeles de comunicación y en la medida en que hace posible el con-
tacto con mundos textuales fictivos que poseen una diferencia reconocible en relación con la realidad de
experiencia de los receptores. Estar en relación con mundos textuales que producen modelos de realidad más
o menos desviados en relación con los modelos sociales de realidad, puede conducir por un lado a un proceso
de conocimiento en el que la diferencia reconocida entre la realidad de la experiencia y el mundo textual
fictivo permite reconocer dónde se encuentran los límites y las insuficiencias de nuestros «sistemas de
sentidos» personales y sociales**101. Tal relación, ciertamente, hace posibles también actitudes de evasión en
las que el reconocimiento de la diferencia no incita a un conocimiento más preciso y a una transformación de
la realidad de la experiencia, sino, por el contrario, a la evasión de la realidad de la experiencia, como han
constatado los críticos especialmente en el caso de los receptores de la literatura de masas (Trivialliteratur).

4. la polifuncionalidad como segundo criterio de delimitación de la comunicación literaria

4.1. Tras haber intentado, en el capítulo precedente, caracterizar la semántica y la pragmática de la regla
F como primer criterio de delimitación de la comunicación literaria, querría ahora intentar determinar,
brevemente, la especificidad del objeto de comunicación literaria.

*W. K. KOCK, «Experimentelle Ásthetik-Kunst ais Experiment: Wo- fiir?», en S. J. SCHMIDT (Ed.), Das Experiment in
Literatur und Kunst. Munich, Fink, 1978, págs. 38-61. (N. del T.).
** W. Iser, Der Akt des Lesens. Theorie Ásthetischer Wirkung. Munich, Fink, 1976. (N. del T.).
La polifuncionalidad puede ser definida estructuralmen- te como un conjunto de propiedades textuales
significativas, pretendidas por el productor de textos literarios y esperadas por el receptor, propiedades que
pueden aparecer ciertamente en otros sistemas de comunicación y en los objetos de comunicación que le son
propios, pero en la comunicación literaria deben aparecer necesariamente o estar ausentes de la misma de
manera reconocible y valorable. El concepto de polifuncionalidad denomina un conjunto de propiedades
significativas de la organización de los elementos textuales que, de un modo general, llevan a hacer posibles
lecturas diferentes de los propios constituyentes textuales, de sus mutuas relaciones y con el conjunto del tex-
to, así como del conjunto del texto. La polifuncionalidad constatada y valorada semántica y estéticamente por
el receptor se denominará «polivalente».

Una organización textual polifuncional que no esté fijada pragmáticamente sólo es posible en un sistema
de comunicación que se distinga por señales específicas, es decir, en la comunicacióan literaria. En tal caso,
la polifuncionalidad es pretendida normalmente por los autores y esperada por los receptores como elemento
constitutivo de los textos literarios o como ausencia significativa de los mismos. La valoración como
significativa depende del tipo de organización textual que es juzgado «literariamente importante» en el marco
de la poética representada en ese momento. Las propiedades textuales polifuncionales son de naturaleza
estructural; deben poder ser reconocidas por el receptor. Empíricamente, podrá partirse de que, según la
capacidad de estructuración de los receptores y su centro de interés, así como según las épocas, serán
reconocidas y valoradas como polifuncionales algunas propiedades estructurales del texto más o menos
numerosas, o propiedades de algún otro tipo. Propiedades textuales reconocibles como polifuncionales,
constatadas y valoradas como literariamente importantes por los receptores, son localizables, en principio, en
todos los niveles de constitución del texto (susceptibles de ser definidos en el marco de una gramática): por
ejemplo, en el nivel grafemático, fonológico, morfológico, sintáctico, semántico, y en el nivel de los mundos
textuales.

4.2. La función de la textualización polifuncional para la comunicación literaria consiste en elevar la


densidad de organización de los componentes textuales y, por ello, en organizar mundos textuales
intensionales, de modo que los receptores puedan hacer de ellos lecturas polivalentes; consiste también en
guiar las reacciones de los receptores. Esta determinación de la función se basa en la hipótesis de que, en la
comunicación literaria, se esperan reacciones distintas y más numerosas a la aceptación de informaciones so-
bre estados de cosas representados mediante el lenguaje o distintas a la identificación simplemente emocional
con estados de cosas o de personas representadas. Esta hipótesis tiene como consecuencia que los receptores
que participan conscientemente en la comunicación literaria deben estar en condiciones de reconocer las
estructuraciones del texto como polifuncionales y de valorarlas como literariamente significativas.
4.3. Debo limitarme aquí a estas breves indicaciones por razones de tiempo. El vínculo entre la regla F
y la po- lifiincionalidad debe verse de tal manera que es sólo bajo los efectos de la regla F como los
productores de textos se ponen en situación de poner en juego categorías de producción que no serían
aplicables si los textos fueran juzgados y apreciados en primer término respecto de su verdad comprobable de
modo unívoco, o respecto de su utilización tanto unívoca como posible orientada a ser guía de acciones. Por
el contrario, la despragmatización de la comunicación por el efecto de la regla F permite la aplicación de ca-
tegorías estéticas en el momento de la producción y de la recepción de los textos literarios.

El problema de la definición de la comunicación literaria frente a todas las otras formas de comunicación
puede resolverse, pues, mediante una combinación de los dos criterios de delimitación que acaban de ser
comentados. De este modo, la comunicación literaria se define, en lo que respecta a la especificidad de la
comunicación, por la regla F; en lo que respecta a la especificidad de los objetos de comunicación, por la
condición de la polifuncionalidad. Cada uno de estos criterios, considerados aisladamente, no puede delimitar
de modo suficiente la comunicación literaria de las otras formas de comunicación; pero si se reúnen estos dos
criterios y se ponen en mutua relación dialéctica, entonces tal criterio complejo proporciona una delimitación
necesaria y suficiente y permite, por tanto, una definición satisfactoria del concepto de «literariedad».

5. Como conclusión
5.1. Por razones de tiempo me resulta imposible entrar de forma detallada en la estructura de una teoría
de la comunicación literaria. Debo contentarme con indicar que dicha teoría puede construirse en estricta
analogía con el concepto de teoría de Sneed. Estructuralmente, una teoría de la comunicación literaria se
presenta como una red compleja de teorías relacionadas sistemáticamente entre sí. Tal vez en otra ocasión
pueda tratar detalladamente este problema.

SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA

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Serie Lecturas
Bibliotheca Philologica.
Coordinación: José Antonio Mayoral

Títulos publicados:

El canon literario. Por H. Bloom y otros. (Estudio introductorio, compilación de textos y selección
bibliográfica por E. Sulla).

Estética de la recepción. Por P. Bürger y otros. (Compilación de textos y selección bibliográfica por J. A.
Mayoral).

Hermenéutica. Por P. Luis Alonso Schókel, S. J. y otros. (Compilación de textos y selección bibliográfica
por J. Domínguez Caparrós).

Lingüística del texto. Por T. Albaladejo y otros. (Compilación de textos y selección bibliográfica por E.
Bernárdez).

Nuevo Historiásmo. Por J. Dollimore y otros. (Compilación de texto y selección bibliográfica por A.
Penedo y G. Pontón).

Orientaciones en literatura comparada. Por S. Bassnett y otros. (Compilación de textos y selección


bibliográfica por Dolores Romero).

Pragmática de la comunicación literaria. Por T. A. Van Dijk y otros. (Compilación de textos y selección
bibliográfica por J. A. Mayoral).

Teoría literaria y deconstrucción. PorJ. Derrida y otros. (Estudio introductorio, compilación de textos y
selección bibliográfica por M. Asensi).

Teoría de los géneros literarios. Por T. Todorov y otros. (Compilación de textos y selección bibliográfica
por M. A. Garrido).

Teorías de los Polisistemas. Por M. V. Dimic y otros, (compilación de textos y selección bibliográfica por
M. Iglesias Santos).

Teoría del teatro. Por M. C. Bobes Naves y otros. (Compilación de textos e introducción general por M.
C. Bobes).
Técnicas de la ficción literaria. Por L. Dolezel y otros. (Compilación de textos y selección bibliográfica
por A. Garrido Domínguez).

Teorías de la Lírica. Por G. Agamben y otros. (Compilación de textos y selección bibliográfica por F.
Cabo Aseguinolaza).

Textos clásicos de pragmática. Por A. Ferrara y otros. (Compilación de textos y selección bibliográfica por
M. T. Julio y R. Muñoz).

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