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Jorge Castelló Blasco

EL MIEDO AL RECHAZO EN LA
DEPENDENCIA EMOCIONAL Y EN EL
TRASTORNO LÍMITE DE LA
PERSONALIDAD

2
Índice

PREFACIO

PARTE I
LA VULNERABILIDAD AL RECHAZO

QUÉ ES EL RECHAZO Y CÓMO SE MANIFIESTA EL MIEDO A PADECERLO


EL RECHAZO COMO TRAUMA PSICOLÓGICO
LA VULNERABILIDAD AL RECHAZO COMO MECANISMO POSTRAUMÁTICO
TIPOS DE MIEDO AL RECHAZO

PARTE II
MANIFESTACIONES DEL MIEDO AL RECHAZO Y PAUTAS PARA SU
SUPERACIÓN

INTRODUCCIÓN
LAS INTERPRETACIONES
Definición
Pauta de autoayuda n.º 1. No interpretar
Recomendaciones para los psicoterapeutas
LAS DRAMATIZACIONES
Pauta de autoayuda n.º 2. Desdramatizar
Recomendaciones para los psicoterapeutas
LAS AUTOATRIBUCIONES DE CULPA
Definición
Pauta de autoayuda n.º 3. No asumir la responsabilidad del rechazo como propia
Recomendaciones para los psicoterapeutas
LOS REPROCHES Y ENFADOS
Definición
Pauta de autoayuda n.º 4. Evitar los enfados y/o replantearse la relación
Recomendaciones para los psicoterapeutas
LAS FOCALIZACIONES EXCESIVAS

3
Definición
Pauta de autoayuda n.º 5. Hacer balances
Recomendaciones para los psicoterapeutas
EL CUESTIONAMIENTO PERSONAL
Definición
Pauta de autoayuda n.º 6. Promover que la autoestima tenga un suministro interno, y
no externo
Recomendaciones para los psicoterapeutas
LA INSEGURIDAD AFECTIVA
Definición
Pauta de autoayuda n.º 7. Tener seguridad afectiva
Recomendaciones para los psicoterapeutas
CONCLUSIONES
AGRADECIMIENTOS
CRÉDITOS

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PREFACIO

Hace un tiempo, estaba explicándole a uno de mis pacientes en qué consistía esa
ansiedad que experimentaba y que resultaba tan desagradable, ansiedad que era «miedo
al rechazo», una inseguridad afectiva atroz que tiñe de inquietud o de desesperación,
según el caso, un buen número de interacciones con los semejantes, especialmente con
aquellos con los que se ha establecido un vínculo afectivo más intenso. No sólo le conté
lo que era el miedo al rechazo, sino que también empezamos a determinar unas pautas
para su progresiva erradicación, como tantas otras veces había hecho anteriormente. En
esta circunstancia, dicho paciente me preguntó, al finalizar la sesión, si existía
bibliografía al respecto, ya que le resultaba muy interesante poner nombre y apellidos a
lo que le estaba atormentando, y pretendía profundizar en el tema. Este paciente padecía
«dependencia emocional» (utilizaré este término por ser el conocido, mi denominación
propuesta es trastorno de la personalidad por necesidades emocionales) y ya había leído
mis dos libros sobre esta patología. En concreto, quería bibliografía sobre este síntoma,
que era tan característico de este problema. Le dije que no existía nada, que el síntoma
era conocido por la comunidad científica especialmente como perteneciente al trastorno
límite de la personalidad, pero que ni en esta patología ni en la propia dependencia
emocional se había profundizado sobre él, y mucho menos se habían proporcionado
pautas para su superación.
Sin embargo, la conceptualización y el tratamiento del miedo al rechazo o el miedo al
abandono, según se quiera denominar, son habituales en mi consulta, tanto en la
dependencia emocional como en el mencionado trastorno límite de la personalidad, que
tiene como primer criterio diagnóstico en el DSM-V: «Esfuerzos desesperados por evitar
el desamparo real o imaginado» 1 . De hecho, la vulnerabilidad al rechazo es, desde mi
punto de vista, imprescindible para poder realizar ambos diagnósticos. Como veremos
más adelante, en el trastorno límite de la personalidad, el miedo al rechazo es casi
indiscriminado, se presenta ante un número amplio de personas e incluso puede llegar a
producirse ante desconocidos (aunque, obviamente, es mayor a medida que se
incrementa el vínculo afectivo); en la dependencia emocional, cabe la posibilidad de que
se manifieste de la misma manera, pero lo más habitual es que sea un miedo focalizado
exclusivamente en la pareja.
Esta inseguridad afectiva es un tema muy habitual en mi trabajo clínico y no existe
bibliografía específica sobre este asunto, ni siquiera en mis obras anteriores sobre
dependencia emocional 2 , 3 . Ante esta situación, me decidí a preparar un nuevo libro
sobre dicho problema, del que llevo escribiendo desde hace mucho tiempo 4 ; un nuevo

5
libro en el que no repita prácticamente nada de mis trabajos anteriores. Es decir, no voy a
explicar de nuevo lo que es la dependencia emocional, ni a enumerar sus síntomas, ni a
proporcionar pautas de tratamiento psicoterapéutico o consejos de autoayuda; para ello,
me remito a los títulos antes citados. En este libro me voy a centrar única y
exclusivamente en el miedo al rechazo, en la inseguridad afectiva que convierte las
relaciones de pareja, incluidas las positivas, en un malestar casi continuo. Durante este
recorrido, me ceñiré a las manifestaciones de esta hipersensibilidad al rechazo en el
contexto de las relaciones de pareja, porque es el más habitual y, además, es común a las
dos patologías mencionadas (dependencia emocional y trastorno límite de la
personalidad); en todo caso, lo que se afirme en dicho ámbito es extrapolable a otros, es
decir, podrá aplicarse en general a cualquier otra relación interpersonal.
El lenguaje del libro oscila entre lo divulgativo y lo técnico, siempre con rigor y
huyendo de superficialidades; no obstante, en la segunda parte, centrada en las pautas
para la superación de la vulnerabilidad al rechazo, habrá epígrafes específicos dirigidos a
los psicoterapeutas. Las personas que no sean profesionales de la salud mental pueden
saltarse estos apartados, porque estarán escritos en un lenguaje ligeramente más técnico
y quizá resulten más áridos o difíciles de entender, o simplemente interesen menos.
Aunque el libro contenga un ligero componente técnico, se observará que en él no
hay referencias bibliográficas. Esto se debe a dos motivos fundamentales: el primero
resulta bastante obvio, y es que, salvo mis propios libros y algunos artículos
provenientes de América Latina, en especial los de Mariantonia Lemos, apenas hay
referencias bibliográficas dignas de reseña (excluyo los libros de autoayuda que se
dedican a divulgar el fenómeno de la dependencia emocional sin profundizar en él); el
segundo es que yo no soy investigador, sino que mi punto fuerte es el trabajo de campo,
la clínica pura y dura, el trato directo con los pacientes desde hace más de veinte años y
la teorización y aprendizaje resultantes de esta experiencia clínica.
Cabe añadir al respecto, como ya indiqué en su momento en mi artículo mencionado
de 1999 sobre el concepto de «dependencia emocional», que la única base teórica
cercana al contenido de este libro se encuentra en las aportaciones realizadas por John
Bowlby sobre el apego; en concreto, en su concepto de «apego ansioso» 5 , tipo especial
de patrón de conducta infantil por el que el niño se muestra con miedo persistente a que
una de sus principales figuras de referencia (habitualmente, los padres) se aleje o no esté
accesible. El apego ansioso se genera por experiencias previas de separación y de
percepción de desprotección por parte del niño, que no encuentra en sus figuras de apego
la «base segura» 6 con la que pueda interactuar tranquilamente con el mundo. A partir de
estos planteamientos, se han realizado posteriores desarrollos sobre el apego, los
diferentes patrones generados por las experiencias del niño (además del ansioso) y la
relación entre estos patrones y los traumas afectivos 7 , 8 , tesis coincidente con la que
planteo en este trabajo. Obviamente, las personas vulnerables al rechazo, como veremos
a lo largo del libro, presentan este patrón conductual de apego ansioso y, en no pocas

6
ocasiones, sus parejas presentan un estilo de apego evitativo, que estimula a su vez la
ansiedad de sus compañeros.
No obstante, siempre he considerado la teoría del apego tan útil y valiosa para el
desarrollo de la psicología (sobre todo, por alejarse de planteamientos conductuales y
cognitivistas que, desde mi punto de vista, no son idóneos para dar cuenta de la realidad
afectiva del ser humano), como excesivamente circunscrita a comportamientos concretos
de proximidad/alejamiento de la figura de apego hacia el niño y sus consecuencias, algo
que no termina de explicar la complejidad de la interacción emocional. Por ejemplo,
existen pautas patógenas de interacción descritas por mí en trabajos anteriores 9 que
desde la teoría del apego no lo serían, porque las figuras de referencia del niño sí le
otorgarían proximidad y accesibilidad; en definitiva, serían para él esa «base segura» que
tanto se evoca —como si el mundo de la afectividad se limitara a explorar el entorno y,
con ello, adquirir autonomía—, pero no serían figuras que proporcionaran una estructura
afectiva sólida en el niño. Estas pautas, que son la «vinculación afectiva egoísta» y la
«sobreprotección devaluadora», no suponen falta de proximidad o de respuesta por parte
de las figuras de apego, pero sí son capaces de generar sensación en el niño de no haber
sido querido de manera correcta, de no ser realmente prioritario, lo cual ocasionará
grandes necesidades afectivas (similares a las que se producen con el patrón de apego
ansioso, pero sin haber sufrido separaciones, falta de disponibilidad o proximidad, etc.)
y, con ellas, un perjuicio muy notable a la autoestima que tampoco termina de explicar la
teoría del apego.
La teoría del apego tiene elementos muy acertados y sus desarrollos posteriores son
todavía más prometedores, pero, desde mi perspectiva, sigue teniendo un arraigo
excesivamente conductual (no en vano Bowlby se basó en la etología, que es la
observación del comportamiento manifiesto de animales, para realizar su teoría, por lo
que se desmarcó intencionadamente de constructos como el de «vínculo afectivo»,
imprescindibles para dar cuenta de la interacción humana y su repercusión en la
personalidad y la autoestima). Por tanto, aun reconociendo esa valiosa influencia que
tanto bien ha producido en la psicología, prefiero desmarcarme en mis trabajos de esta
teoría para poder desenvolverme con mayor soltura en el mundo de la hipersensibilidad
al rechazo, la necesidad afectiva, la autoestima o la ambivalencia, sin por esto renegar de
dichos planteamientos. De esta forma, como es habitual ya en mis libros y artículos,
utilizaré mi propio marco teórico, que he desarrollado desde el primero de mis trabajos
en 1999.
En definitiva, con este libro pretendo continuar las aportaciones que he realizado
sobre el trastorno de la personalidad por necesidades emocionales —además de efectuar
una contribución al estudio del trastorno límite de la personalidad, ya que el síntoma
objeto de estudio de este trabajo es común en ambas patologías—, pero abordando
aspectos no tratados anteriormente. Tendrá una pequeña parte técnica dirigida a
psicoterapeutas, sin perder el enfoque divulgativo y riguroso de mi segundo libro, La

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superación de la dependencia emocional. Me interesa que las personas con dependencia
emocional u otras patologías, como el trastorno límite de la personalidad, se den cuenta
de que su padecimiento es común al de otras; también me interesa como profesional,
ante la ausencia de bibliografía, que el psicoterapeuta entienda las manifestaciones de
este complejo sintomático, y disponga igualmente de herramientas para su erradicación y
su manejo en el entorno terapéutico.
El miedo al rechazo en la dependencia emocional y en el trastorno límite de la
personalidad tiene dos grandes partes, la primera dirigida a explicar los síntomas que se
reúnen bajo el epígrafe «miedo al rechazo» y a proponer teóricamente por qué adquieren
esta importancia, de dónde provienen, etc. La segunda mitad se dedica a proporcionar
tanto pautas de autoayuda como consejos para la psicoterapia dirigidos a profesionales,
desde un punto de vista básicamente afectivo y motivacional. Espero que con trabajos
teóricos, divulgativos y centrados en la práctica profesional como éste se estimulen
investigaciones u otras teorizaciones que nos proporcionen más herramientas a la
comunidad científica.

Jorge Castelló Blasco


www.jorgecastello.org
@jorgecastellob

1 American Psychiatric Association, Guía de consulta de los criterios diagnósticos del DSM-5. Panamericana:
Madrid, 2014.
2 Castelló Blasco, Jorge, Dependencia emocional: características y tratamiento. Alianza Editorial: Madrid, 2005.

3 Castelló Blasco, Jorge, La superación de la dependencia emocional. Corona Borealis: Málaga, 2012.
4 Castelló Blasco, Jorge, «Análisis del concepto “dependencia emocional”». I Congreso Virtual de Psiquiatría,
1999.

5 Bowlby, John, La separación afectiva. Paidós: Barcelona, 1992.

6 Bowlby, John, Una base segura: aplicaciones clínicas de una teoría del apego. Paidós: Barcelona, 1989.

7 Hernández Pacheco, Manuel, Apego y psicopatología: la ansiedad y su origen. Desclée de Brouwer: Madrid,
2017.
8 Gómez Zapiain, Javier, Apego y terapia sexual. Aportaciones desde la teoría del apego. Alianza Editorial:
Madrid, 2018.

9 Castelló Blasco, Jorge, La superación de la dependencia emocional, ed. cit.

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PARTE I
LA VULNERABILIDAD AL RECHAZO

9
QUÉ ES EL RECHAZO Y CÓMO SE MANIFIESTA EL
MIEDO A PADECERLO

El rechazo o abandono es la pérdida total o parcial del vínculo afectivo que tenemos con
otra persona, producida por un comportamiento intencionado por su parte. Conlleva,
entonces, dos elementos fundamentales: el primero es la pérdida afectiva, más dolorosa a
medida que el vínculo establecido con la figura de referencia sea mayor; el segundo
elemento fundamental es la intencionalidad por parte de esa persona de alejarse del
sujeto. Se necesitan ambos componentes para referirnos al abandono que traumatiza, por
ejemplo, a personas con trastorno de la personalidad por necesidades emocionales (en
adelante, «dependencia emocional») o con trastorno límite de la personalidad, y que
afecta en mayor o menor medida a otras personas.
Cuando hablo de pérdida total o parcial me refiero a que no todo el vínculo debe estar
necesariamente en entredicho, sino que también se experimenta de manera dolorosa la
percepción de falta de interés o de una correspondencia menor de la esperada. Un
ejemplo extremo de pérdida total sería una ruptura amorosa, mientras que uno de pérdida
parcial del vínculo afectivo puede ser algo tan sutil como una falta de atención cuando se
relata algo importante. En definitiva, si consideramos el vínculo afectivo como un nexo
de unión con otra persona, con la pérdida total el nexo desaparece, mientras que con la
parcial sufre un menoscabo dependiente de la magnitud del rechazo. El sujeto rechazado
percibe que no es tan importante o prioritario como pensaba.
Aunque el gran temor del individuo con vulnerabilidad al rechazo sea la pérdida total,
la parcial se vive también con gran intensidad. De la misma manera, a las personas sin
esta vulnerabilidad, sin este punto débil, también les afecta percatarse de que alguien no
les tiene en cuenta como pensaban, o les decepciona que no les correspondan en la
medida que ellos sí lo hacen. Todo lo que se viva como una disminución de la
expectativa de recibir afecto o interés por parte de alguien, sea cual sea la magnitud de
dicha disminución, se podrá considerar como rechazo.
¿De qué depende el impacto del rechazo? Enumeramos a continuación los tres
factores principales que determinan dicho impacto, sin que exista un orden entre ellos:

1. De la magnitud del mismo: como ya se ha dicho, existen pérdidas afectivas


totales, pero también parciales, y entre ellas podemos imaginar toda la gama
posible de eventos, desde los más relevantes a los más sutiles. Recibir una
contestación un tanto seca a un mensaje de Whatsapp se puede considerar
rechazo, así como no dirigir la palabra a la pareja en una cena romántica, sin que

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medie discusión alguna. Ambos son comportamientos que implican una
disminución parcial del vínculo afectivo (en tanto no suponen la pérdida total) o
de la expectativa emocional que tenía la persona rechazada, pero obviamente son
de magnitud distinta y resulta más relevante el segundo que el primero.
2. Del vínculo que exista con la persona que rechaza: resulta lógico que no daña de
la misma manera una decepción causada por la pareja, por un hijo, por un amigo o
por uno de los padres, que la que pueda producirse por un dependiente de una
tienda que no nos devuelve el saludo. A mayor vínculo afectivo, mayores
expectativas de correspondencia que pueden resultar frustradas.
3. De la presencia o ausencia de vulnerabilidad al rechazo en la persona que sufre
el desengaño: la personalidad del sujeto, la configuración de su estructura
emocional, es tan fundamental para interpretar, por un lado, algo tan subjetivo
como una disminución afectiva, como, por otro, para determinar la solidez o
entereza con la que se afronta ese estrés. Que no le feliciten el cumpleaños puede
ser simplemente decepcionante para un individuo sin vulnerabilidad al rechazo, y
puede ser devastador para uno con dicha vulnerabilidad (por ejemplo, alguien que
padezca trastorno límite de la personalidad). Igualmente, una persona sin ese
punto débil no entenderá como desinterés que su pareja hable con otros amigos en
una cena grupal, mientras que otra con esa susceptibilidad al abandono pasará una
velada desastrosa y con ansiedad.

Para continuar entendiendo el rechazo, debemos comprender bien qué es lo que se


pierde total o parcialmente en él, cómo es el vínculo afectivo. El vínculo afectivo es un
lazo imaginario que une a una persona con otra 1 , lazo por el cual deseamos resultar
importantes a su destinatario y, cuando la estructura afectiva está bien desarrollada, por
el que también nos resulta importante dicho destinatario. Es, entonces, un lazo
bidireccional que tiene una entrada y una salida, una recepción de afecto y una emisión
de la misma naturaleza: lo que llamamos una correspondencia afectiva. Nos interesa lo
que le pase a la persona con la que estamos vinculados, y a esa persona le interesa lo que
nos pase a nosotros. Esto, por supuesto, desde un punto de vista ideal, porque no todos
los lazos afectivos están bien constituidos; existen personas que no quieren a través de
lazos bidireccionales sino de otros de naturaleza unidireccional, por los que sólo desean
ser queridos: recibir, pero no dar. Esto es lo que llamo «amor egoísta» y que no es objeto
del presente trabajo.
La pérdida que se produce con el rechazo tiene que ver precisamente con la
disminución de la recepción afectiva; es decir, el individuo rechazado sufre de una
pérdida intencionada, total o parcial, por parte de la otra persona. Siente que es menos
importante de lo que pensaba, o menos prioritario, o simplemente se da cuenta de que no
es correspondido, que se le queda corto lo que recibe del otro.
Esta pérdida provoca una disminución notable del estado de ánimo, que es como un

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gigantesco depósito de gasolina psicológica y que tiene tres grandes surtidores:

1. El suministro afectivo interno o autoestima: es lo que cada ser humano se da


afectivamente a sí mismo en la relación interna que todos mantenemos con
nosotros, y que sigue las mismas reglas que las que se producen con terceros. Si la
aportación interna es baja, entonces estamos hablando de una autoestima
deficitaria; esto incidirá notablemente en el estado de ánimo y, además, producirá
una sobrecompensación en el siguiente suministro afectivo que se va a exponer.
Este desequilibrio y su intento patológico de remediarlo es el fundamento de la
dependencia emocional y del trastorno límite de la personalidad.
2. El suministro afectivo externo: consiste en la aportación emocional («emocional»
equivale a «afectivo») que recibimos del exterior, desde las personas
desconocidas con las que podemos interactuar, hasta las de nuestro círculo más
significativo. Dicha aportación emocional no consiste únicamente en la recepción
antes comentada, sino también en la contribución afectiva que nosotros
desarrollamos hacia los demás. Es decir, lo que nos aporta afectivamente la
interacción con los otros no es únicamente recibir afecto, sentir que nuestra
persona le importa a otra y que actúa en consecuencia, sino también emitirlo.
Para nuestro estado de ánimo es tan importante este suministro como el
anterior. La pérdida proveniente del rechazo es una disminución intencionada, por
parte de un tercero, de este suministro afectivo externo. En las personas sin
susceptibilidad, se tratará simple y llanamente —que no es poco— de una
disminución en el suministro afectivo externo que, por tanto, afectará también al
estado de ánimo, en tanto que dicho suministro externo es una de sus tres fuentes;
en las personas con vulnerabilidad al rechazo, como veremos, no sólo afectará a
este suministro sino también al interno, de ahí que el perjuicio para el estado de
ánimo sea dramático, con dos de sus fuentes menoscabadas y no sólo una.
3. Las circunstancias internas y externas: por «circunstancias internas» podemos
considerar, por ejemplo, factores biológicos (el estado de ánimo no es el mismo si
uno tiene fiebre o no ha dormido en toda la noche, por poner dos casos sencillos
de entender), y por «circunstancias externas» todo tipo de elementos contextuales
que determinan nuestra vida, como problemas cotidianos, preocupaciones,
alegrías, etc. Por ejemplo, el padecimiento de dificultades económicas incidirá sin
duda alguna en el estado anímico.

Si podemos imaginar estos tres grandes surtidores de nuestro estado de ánimo,


observamos que uno de ellos, el suministro afectivo externo, está afectado por el
rechazo, y serán dos (la explicación la daremos más adelante) en caso de que dicho
rechazo se produzca en una persona con vulnerabilidad o miedo al mismo. Como es fácil
de ver, el miedo al rechazo es absolutamente decisivo para el estado de ánimo de quien
lo padece, porque sacude todas sus estructuras emocionales; de hecho, una afectación

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grave en dos de los suministros que antes se han descrito conlleva un colapso total y que
la persona sea impermeable al tercero. Por ejemplo, alguien con vulnerabilidad al
rechazo que está dando vueltas a una disminución grave del interés de su pareja hacia él,
estará tan angustiado por esto (con una afectación acusada en su suministro interno y su
suministro externo) que apenas prestará atención a si aprueba un examen, por ejemplo, o
a si realiza bien un informe en su trabajo. Las circunstancias no pueden compensar un
notable déficit en los suministros afectivos; sin embargo, un buen suministro afectivo
interno sí puede ser un colchón en caso de afectación en el suministro externo. Por eso, a
las personas sin vulnerabilidad al rechazo les duele recibirlo, aunque siguen adelante,
pero a las que tienen esa vulnerabilidad les hunde.
Explicado ya lo que es el rechazo, de qué depende la magnitud de su impacto y en
qué medida afecta al estado de ánimo, es momento de pasar a esa vulnerabilidad al
propio rechazo que, como se ha apuntado, aparece muy especialmente en dos patologías
de la personalidad: la dependencia emocional y el trastorno límite. Obviamente, en
intensidades subclínicas también puede aparecer en población normal. Sin entrar a
especular en este apartado sobre las causas de dicha vulnerabilidad, que coincidirán,
como es lógico, con las expuestas para la psicogénesis de la dependencia emocional, sí
conviene explicar las diferentes manifestaciones de este miedo (aunque serán
desarrolladas con detenimiento en la segunda parte del libro), miedo que podemos
denominar «inseguridad afectiva», rasgo patológico de la personalidad que genera la
susceptibilidad al abandono, el terror constante al mismo.
Como aclaración previa, y parafraseando las explicaciones que doy en mi consulta,
podemos imaginar que la persona con inseguridad afectiva posee los lazos emocionales
con los demás tan delgados como hilos de coser, mientras que la persona sin esa
inseguridad los puede tener como tuberías gruesas de plomo. Se entiende que con esa
fragilidad nos referimos al componente de recepción de afecto, no al de emisión; es
decir, el individuo siente que lo que recibe del otro es escaso, incierto y marcadamente
inestable.
No tener ese miedo constante supone que el individuo es seguro afectivamente, no
duda de sus vínculos ni anticipa decepciones, desinterés o abandonos; asume que es una
persona suficientemente válida como para ser querida y no se considera potencialmente
rechazable; además, confía abiertamente en las palabras y en los hechos de los demás,
sobre todo de la pareja —ya que este libro está especialmente enfocado a la inseguridad
afectiva propia de la dependencia emocional, que, como ya sabemos, se produce
fundamentalmente dentro de las relaciones amorosas—.
Efectuada la aclaración, podemos ver de qué manera la persona insegura
afectivamente, con miedo o vulnerabilidad al rechazo, vive esos lazos tan débiles; cómo
este rasgo patológico de la personalidad determina su comportamiento. Nos centraremos
en las relaciones de pareja porque es el terreno propio de la dependencia emocional,
terreno que también abordan profusamente las personas con trastorno límite de la

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personalidad, aunque ya se ha expuesto que éstas pueden presentar comportamientos
similares en otros contextos interpersonales. Dividiremos las manifestaciones más
habituales de la vulnerabilidad al rechazo en tres grandes grupos, que luego
diseccionaremos en la segunda parte del libro junto con la forma de lidiar con ellas:

1. Miedo a la ruptura: es la manifestación más usual de la vulnerabilidad al rechazo,


aunque no la única, como veremos. Este miedo se manifiesta con una ansiedad constante
por el hecho de que la pareja abandone la relación, ansiedad que se agrava ante
determinados desencadenantes que sirven de gatillo o estímulo. Puede darse que el
individuo que sufre esta vulnerabilidad tenga alguna pequeña racha de mayor
tranquilidad, pero normalmente se vive la relación al borde del precipicio, con una
sensación más o menos continua de que, en cualquier momento, acabará todo, como si
nada fuera completamente real. Esta ansiedad se mantiene en unos niveles medios y el
individuo busca «pruebas» a favor de su tesis, por muy devastadora y angustiosa que
ésta sea para él, porque en el fondo tiene el convencimiento de que hay un abandono
latente, un rechazo escondido con el que todo finalizará.
Recordemos lo que antes se exponía sobre la consideración interna que el sujeto con
susceptibilidad al rechazo tiene de sus vínculos afectivos: metafóricamente hablando, los
vive como si fueran finos hilos de coser, muy frágiles y con amenaza de romperse. Pues
bien, esto genera que dicho sujeto tenga la duda constante sobre la implicación de su
pareja. Para que se produzca esta inseguridad afectiva no es imprescindible que la pareja
sea merecedora de ella por su falta de cariño, su carencia de expresiones amorosas o por
mera ausencia de interés; parejas que han estado claramente involucradas en su relación
han sufrido dicha inseguridad y, además, con notable angustia y malestar por sentirse
juzgadas en todo momento, y también por tener que dar explicaciones continuas o
ratificaciones constantes del amor que profesan.
Evidentemente, en caso de que la inseguridad afectiva tenga, además, fundamentos
reales, la situación ya es del todo insoportable. En este caso, la reacción más habitual
(que no la única) es la de sumisión, generándose así una relación prototípica de
dependencia emocional, con un notable desequilibrio entre los miembros de la pareja y
un comportamiento subordinado en el miembro dependiente. Esta situación y las pautas
recomendadas en ella no se explicitarán, pues ya están claramente expuestas en mis
libros anteriores sobre esta temática.
Con o sin motivos, ¿qué tipo de comportamientos concretos se pueden producir en
esta primera manifestación de la vulnerabilidad al rechazo, esto es, la del miedo a la
ruptura? Son realmente infinitos y algunos verdaderamente ingeniosos, tanto que alguien
que no tenga experiencia en este ámbito o que no haya padecido muy intensamente este
sufrimiento apenas se lo creería. Recuerdo un caso en el que una persona le daba vueltas
a un mensaje escrito de su pareja en el que le decía «Te amo», intentando convencerme
de que no era lo mismo que «Te quiero» y que, por tanto, eso significaba que no le

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quería y que, en consecuencia, terminaría abandonándola. En esta búsqueda patológica
de pruebas a favor del miedo, que se produce por este pánico terrible al abandono (luego
veremos por qué la mente juega estas malas pasadas, cuando tratemos sobre los
mecanismos postraumáticos), casi cualquier cosa vale.
No obstante, los ejemplos más habituales son otros. Uno de ellos es el del miedo a la
desaparición, que supone una forma bastante drástica de ruptura. Esto es habitual en las
primeras fases de una relación. La mecánica es la siguiente: cuando no ha pasado mucho
tiempo después de la formación de la pareja, e incluso antes de formarse ésta, es normal
que haya unas cuantas citas y entre medias un contacto por programas de mensajería tipo
Whatsapp o por teléfono. La persona con vulnerabilidad al rechazo experimentará
ansiedad si hay un retraso superior al esperado con uno de esos mensajes o llamadas; por
ejemplo, si habitualmente se dan los «buenos días» por mensaje y ha pasado más de
media hora del momento habitual, dicha persona empezará a sentir inquietud, y de la
inquietud podrá pasar incluso a la desesperación obsesiva. Comenzará a anticipar que el
otro ha «desaparecido» y que se ha descubierto al fin lo que ella imaginaba, que no era ni
más ni menos que la plasmación de la fragilidad interiorizada antes expuesta de ese lazo
afectivo. De nada servirá que la pareja haya tenido un comportamiento intachable hasta
ese momento, todo se nublará en la persona con este miedo y se vivirá, cada vez más,
con una ansiedad terrible. Si dicho mensaje matutino llega minutos después se reducirá
milagrosamente la ansiedad, pero eso no servirá para prevenir situaciones futuras
porque, de manera casi increíble, la experiencia y la racionalidad juegan un papel muy
exiguo ante todas estas fuerzas afectivas.
El lector pensará que, en la era que vivimos con redes sociales, programas de
mensajería, etcétera, hay un auténtico caldo de cultivo para este tipo de miedos. Y
acertará, no cabe duda: uno de los deportes favoritos de las personas con vulnerabilidad
al rechazo es encontrar pruebas de la inminente ruptura de su relación por el
comportamiento que observa de su pareja en aplicaciones como Whatsapp. Imaginemos
que, en los numerosos seguimientos e investigaciones que el individuo efectúa, ha visto
que la pareja se ha conectado hace una hora y no le ha escrito nada. Esto se considerará
como una demostración de lo poco que le importa la relación y de que la espada de
Damocles se cierne sobre ella. La persona con esta vulnerabilidad, en sus grados
extremos, vive la relación con sensación de amenaza constante de ruptura, de que apenas
hay nada que una a su pareja con ella, y dudará incluso de cómo se ha podido constituir
la relación.
Como es lógico, otro de los ejemplos de este miedo a la ruptura inminente está
relacionado con los celos, es decir, con la idea de que la pareja se puede fijar en otra
persona mejor, más guapa, etc. Es evidente que esta idea —se supone que sin
fundamento alguno— revela un déficit subyacente de autoestima. De esta manera,
cualquier comentario que la pareja pueda hacer con respecto a determinadas amistades,
compañeros de trabajo, seguidores de redes sociales, etc. que se identifiquen como

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personas amenazantes suscitará una reacción de obsesividad, de pensar que se puede fijar
en ellas, desearlas o querer tener la relación con ellas.
En definitiva, con el miedo a la ruptura se plasman tanto la inseguridad que el sujeto
vulnerable tiene con la relación (mucho más evidente cuando no está justificada;
desproporcionada, tergiversada o magnificada cuando lo está) como la anticipación de
un peligro evidente para él, en este caso, el abandono definitivo, la ruptura total. La
pareja entera se pone en entredicho y se cuestiona la implicación del otro, bien con
reproches, bien con sumisión para congraciarse con él y evitar el temido desenlace, o
bien con comportamientos de reaseguramiento, de comprobación de que todo sigue
igual.
Estas reacciones se producen también en el siguiente miedo que veremos a
continuación, pero con una menor magnitud. Los reproches los desarrollaremos en la
segunda parte de este libro, pero son muy fáciles de entender; básicamente son enfados,
de mayor o menor proporción, encaminados a conseguir de manera agresiva que el
sujeto que supuestamente rechaza cambie su comportamiento. Se trata de
amonestaciones continuas, demandas a causa de una supuesta —o real— falta de interés,
comportamientos aparentemente negativos, etcétera, que ocasionan gran ansiedad en la
persona vulnerable al rechazo. A través de la imposición se intenta que la pareja cambie
su proceder, no con un ánimo de controlarla, sino con la pretensión de calmar la
ansiedad generada por la posible pérdida total de la relación. Obviamente, estos enfados
se viven de una manera muy negativa por el otro miembro de la relación: cuando tienen
una parte de fundamento, se experimentan con notable malestar y agobio que se
verbaliza de manera cada vez más acentuada, produciéndose con el paso de las semanas
y de los meses una escalada de violencia, con la aparición de menosprecios, faltas de
respeto graves, etcétera; cuando no existe razón alguna para estos enfados, el sujeto
destinatario de los mismos se siente tratado injustamente, da explicaciones o
justificaciones en exceso, se fuerza a actuar de una forma en la que se eviten discusiones,
sufre por la sospecha constante de la pareja y por ser puesto en duda continuamente, y
otras consecuencias a cuál más negativa. Como es lógico, esta sucesión de enfados y de
dudas infundadas erosiona notablemente la relación y el miedo a la ruptura del sujeto
vulnerable se convierte en una profecía autocumplida.
Los comportamientos sumisos son también muy habituales, y dependen tanto de la
personalidad del individuo con miedo al rechazo como de la relación que tenga con su
pareja (insistimos en que centramos esta descripción en el contexto de la pareja, pero
todo esto puede producirse, de manera más atenuada, en otros ámbitos). Si la otra
persona amenaza explícitamente con romper si hay más enfados o es muy agresiva, por
ejemplo, dificultará mucho más los comportamientos de reproche y favorecerá los
sumisos, independientemente de la personalidad del sujeto. La subordinación en pareja
la he descrito ya muy extensamente en mis dos libros anteriores y también en artículos,
por lo que no voy a extenderme mucho en ella; no obstante, sí puedo manifestar que

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supone un esfuerzo continuo por agradar y ser «al gusto» del otro, de no contravenirle y
mucho menos amonestarle por lo que haya generado este miedo a la ruptura. Se piensa,
equivocadamente, que con la sumisión uno «gana puntos» con la pareja, que se torna en
imprescindible porque nadie va a tener un trato más fácil con ella o agradarla tanto. En la
realidad, con la sumisión uno disminuye su propia valoración, su cotización personal, y
por esto el otro miembro de la pareja actúa exactamente igual, disminuyendo la
valoración del subordinado. Este proceso de desequilibrio es inagotable, progresivo, se
acentúa con el paso del tiempo: el sumiso se hace más sumiso y el dominante más
dominante. El resultado es fácilmente predecible: una vez más, el miedo a la ruptura
total se convierte en una profecía autocumplida. La persona dominante se siente
tremendamente poderosa y despliega conductas de franco desprecio, crueldad e incluso
asco y, en cualquier caso, de menosprecio muy intenso. Ni que decir tiene que este
deterioro progresivo e incesante sirve, a su vez, para reafirmar los peores temores del
sujeto vulnerable al rechazo, que siente que por mucho que haga sometiéndose no es
capaz de tapar la herida; paradójicamente, su reacción será incrementar la sumisión con
una absoluta autoanulación, por lo que se perpetúa el círculo vicioso.
Por último, la tercera reacción más habitual a los comportamientos que generan
ansiedad por la ruptura es la de las actitudes de reaseguramiento. Se parecen mucho a las
conductas de comprobación propias de otras patologías como el trastorno obsesivo-
compulsivo, y no es casualidad porque son respuestas habituales a la ansiedad. Son, en
definitiva, comportamientos dirigidos a tranquilizar a la persona, a calmar el miedo,
comprobaciones de que todo sigue en su sitio y de que la relación va a continuar. Hay
dos tipos de estos comportamientos: uno los efectúa el sujeto de manera individual y en
el otro requiere de la pareja. Los primeros son análisis más o menos exhaustivos de
diversas conductas de la otra persona que intranquilizan notablemente; con estos análisis
se busca encontrar algo a lo que agarrarse, cualquier comentario o gesto que, en cierto
modo, pueda paliar la sensación de ansiedad que se experimenta. Por ejemplo, si la
persona vulnerable al rechazo está detectando un distanciamiento progresivo de los
mensajes de texto o de las llamadas telefónicas, buscará algo que calme su ansiedad y
podrá aferrarse a un «te quiero» que observe en dichos mensajes. Son comportamientos
de autotranquilización que quizá lleguen a efectuarse de forma compulsiva, es decir, con
excesiva recurrencia.
No obstante, los más habituales son los que involucran a la pareja, ya que por lógica
quien más puede tranquilizar es el otro. En este sentido, se solicita al otro que reafirme
su compromiso, que sea más cariñoso o que proyecte un futuro en pareja. Son las
demandas de amor y atención. La sombra de la duda que planea constantemente para el
individuo con miedo al rechazo y, por tanto, con miedo a la ruptura, precisa de estos
reaseguramientos para disminuir la ansiedad en el corto plazo, aunque no en el medio y
en el largo.
Ni que decir tiene que estas diferentes reacciones al miedo a la ruptura son

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compatibles entre sí: se pueden adoptar comportamientos sumisos o de reproche y
realizar igualmente conductas de reaseguramiento, así como alternar subordinación con
reivindicación más o menos agresiva.

2. Miedo a la pérdida de interés: realmente es la misma manifestación que la


anterior, pero con una intensidad menor. Me planteaba si diferenciar esta expresión de la
susceptibilidad al rechazo de la anteriormente expuesta y finalmente me decidí por
hacerlo así, sobre todo para aumentar la conciencia de la importancia de las
micromanifestaciones. La diferencia es más cuantitativa que cualitativa, pero así como el
miedo a la ruptura puede suponer los picos de ansiedad más altos para la persona
vulnerable y, con ellos, una disminución muy acusada del estado de ánimo o un acceso
de ira, con el miedo a la pérdida de interés se mantiene una intranquilidad constante y
también se va erosionando la calidad de la relación.
El miedo a la pérdida de interés se fundamenta en la percepción angustiosa por parte
del individuo vulnerable de que su pareja le presta menos atención, no la prioriza con
respecto a otras personas o actividades o le da menos importancia. Como se ha dicho
antes, este miedo puede estar fundamentado en mayor o menor medida, desde ser
inadecuado hasta totalmente lógico. Si es inadecuado, será el sujeto el que distorsionará
la realidad por su miedo y verá peligros donde no los hay; si es fundamentado, los sufrirá
más que cualquier otra persona y reaccionará de manera inapropiada, bien con ira o bien
con una ausencia de reivindicación propia que redunde en una tendencia sumisa.
La actitud de hiperalerta, que más adelante describiremos, es la que recoge una serie
de comportamientos como peligrosos, ya que la falta de interés se entiende como una
especie de abandono progresivo del compromiso afectivo. Los ejemplos de este miedo
son innumerables, pues, como se ha apuntado, es algo más continuo, más larvado.
Expondremos unos cuantos de muy diversa naturaleza para entender hasta qué punto
abarca esta manifestación de la vulnerabilidad, objeto de este libro:

• La pareja entra en casa o acude a una cita con un semblante algo más serio de lo
habitual, con lo que a la persona vulnerable se le origina ansiedad e ideas de que
dicha seriedad está referida a una desmotivación hacia ella.
• Cuando hay una molestia, como un dolor de estómago o de cabeza, la otra persona
no realiza un seguimiento o no verifica que el malestar ha desaparecido.
• La pareja no manifiesta un ardor sexual continuo e incluso no manifiesta interés
alguno al ver desnuda a la otra persona en la vida cotidiana (en el servicio, al
cambiarse de ropa…). Esto, que realmente no tiene nada de indicativo de
desinterés —salvo que la disminución de la vida sexual sea muy acusada— es uno
de los temas favoritos de este tipo de miedos.
• La otra persona escribe un mensaje de texto algo frío, sin explayarse o carente de
expresiones amorosas, emoticonos, etc. El análisis de los mensajes de texto o
similares puede convertirse en algo auténticamente obsesivo, hasta el punto de

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revisar todos y cada uno de ellos, bien buscando el temido desinterés, bien
buscando, como se decía antes, aquellos que sirvan para tranquilizar y reasegurar.
• La pareja tarda, en un momento concreto, más de lo habitual en responder a un
mensaje o en devolver una llamada. A partir de ahí, la ansiedad va
incrementándose y hay continuas revisiones del teléfono.
• En una reunión con amigos, la otra persona presta mucha atención a los demás y
no tanto a su pareja, sin necesariamente ignorarla. Esta atención no tan focalizada
produce ansiedad e incomodidad.
• En una relación de convivencia, la pareja se va a dormir antes o después de lo que
lo hace la persona vulnerable al rechazo, algo que se interpreta como falta de
interés.
• La otra persona no efectúa expresiones de cariño o, al menos, no lo hace con la
suficiente frecuencia. Estas expresiones pueden ser verbales o también no
verbales, tales como acariciar o coger de la mano.
• La pareja se sienta en el sofá alejada o no propicia un mínimo contacto físico.

Objetivamente, hay algunos de estos comportamientos (por ejemplo, sentarse lejos en


el sofá o la escasez de expresiones amorosas) que denotan con claridad un interés
afectivo bajo hacia el sujeto vulnerable. Como he dicho, el miedo a la pérdida de interés
no indica necesariamente una distorsión de la realidad, aunque exista una desproporción
en la intensidad con la que se viven estas circunstancias o una reacción inapropiada,
tanto por la vía del enfado (por ejemplo, una explosión de ira) como por la vía de la falta
de reivindicación (un aumento de la necesidad de agradar al otro o la simple persistencia
de la falta de equilibrio con él).
En definitiva, el miedo a la pérdida de interés es el caldo de cultivo perfecto para el
mantenimiento constante de la preocupación obsesiva. Sin necesidad de entrar en pánico,
como sucedía con la modalidad anterior, se reafirma una ansiedad continua y, con ello,
se genera una obsesividad; es decir, las ideas alrededor de la falta de interés de la pareja
se convierten en abrumadoras, llegan a constituir un auténtico «monotema» para el
sujeto vulnerable al rechazo. El problema es que la obsesividad, sea en este ámbito o en
cualquier otro, debilita notablemente al individuo, y en este estado los miedos campan a
sus anchas sin oposición alguna.

3. Intolerancia a la ruptura: es la última de las manifestaciones más importantes de la


vulnerabilidad al rechazo. Precisamente, hemos reiterado que dicha vulnerabilidad no
produce por fuerza una distorsión de la realidad, aunque en muchas ocasiones así lo
haga. En un gran número de casos, la pareja sí llega a actuar de una manera que
promueva la inseguridad afectiva, o sea, sí que existe una falta de interés patente que
duela y que haga sentir un rechazo a la otra persona. En estas situaciones, sobre todo si
son continuas y más o menos graves, hablamos de relaciones de baja calidad que
deberían como mínimo cuestionarse y, en el peor de los casos, romperse.

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Aquí hay una diferencia muy grande entre personas con vulnerabilidad al rechazo y
personas sin esta vulnerabilidad. Cuando no existe, el sujeto es capaz de cuestionar o
romper la relación, seguramente con dolor y con dificultad, tomándose el tiempo
necesario. Cuando sí existe la mencionada vulnerabilidad, se da un comportamiento
paradójico: el individuo sufre terriblemente la situación porque es hipersensible a ella,
pero precisamente por dicha hipersensibilidad considera angustiosa la ruptura definitiva
y no la efectúa. Recordemos que el miedo a la ruptura era la primera manifestación de
esta vulnerabilidad afectiva. Al final, la persona se encuentra en una relación que está
absolutamente contraindicada por su alto grado de inseguridad afectiva, cuando lo que
en realidad necesita son relaciones de gran certidumbre. Pero por esta vulnerabilidad al
rechazo se aguantan relaciones que lo generan en abundancia, ya que lo que más
angustia es la ruptura total.
Ya se ha expuesto lo que es el rechazo afectivo, qué es la vulnerabilidad al mismo y
qué manifestaciones tiene (sin perjuicio de que, en la segunda parte del libro, analicemos
con exhaustividad estas manifestaciones junto con la forma de luchar contra ellas); a
continuación, efectuaremos unas consideraciones sobre el rechazo entendido como un
trauma afectivo, lo que nos servirá para entender por qué existe esta vulnerabilidad y
cómo actúa.

1 Castelló Blasco, Jorge, Dependencia emocional: características y tratamiento. Alianza Editorial: Madrid, 2005.

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EL RECHAZO COMO TRAUMA PSICOLÓGICO

Desde los comienzos del estudio de la mente y sus patologías se conoce el concepto de
«trauma psicológico», que se utiliza por analogía con el físico, que es un golpe o
impacto muy fuerte en el cuerpo que deja una gran lesión. Este tipo de golpes también se
pueden sufrir en el ámbito psíquico, conformando los traumas psicológicos. Estos
traumas crean también lesiones emocionales y quién sabe si también biológicas, ya que
generan una experiencia verdaderamente devastadora que se recuerda durante toda la
vida. De hecho, existe una categoría diagnóstica en los sistemas de clasificación
psicopatológica actuales denominada «trastorno por estrés postraumático», reservada
para la afectación psicológica producida por traumas psíquicos de notable intensidad. En
esta categoría diagnóstica, se consideran «traumas» únicamente aquellas situaciones que
comprometen muy seriamente la integridad física o psíquica, como por ejemplo
atentados terroristas, agresiones muy graves con riesgo de muerte o abusos sexuales.
No obstante, como todo en psicopatología tiene su magnitud, no hay que pensar que
los únicos traumas que existen sean éstos, los de una gravedad extrema; existen también
algunos que no son tan terriblemente excepcionales y que no comprometen la vida del
individuo, o que no suponen que pase algo verdaderamente cruel o aterrador. Son
impactos también muy grandes, que pueden ser concretos (hechos aislados que se
acercarán a los propios del trastorno por estrés postraumático, pero que no tendrán esa
intensidad; por ejemplo, que todo un grupo se burle de alguien) o más genéricos (como
experiencias reiteradas y constantes de desprecio, marginación, minusvaloración o
dominación). Este tipo de traumas determinan una parte de nuestro funcionamiento
mental y pueden derivarlo hacia lo patológico.
Los traumas psicológicos constituyen vivencias que pueden ser desde dolorosas hasta
aterradoras, según su intensidad; pero que dejan una huella en la persona porque hay un
compromiso grave de su integridad y bienestar. Los traumas más frecuentes en las
películas no son los más frecuentes en las consultas; es decir, los hechos puntuales, salvo
que sean de la gravedad extrema que antes hemos mencionado al referirnos al trastorno
por estrés postraumático, no suelen ocasionar demasiadas secuelas psicológicas. Sin
embargo, los traumas que no son hechos puntuales, los que son más genéricos, sí
determinan una muy buena parte del trabajo que realizamos los psicólogos en nuestro
quehacer cotidiano.
Dentro de estos traumas psicológicos de menor intensidad pero más continuos
destacan especialmente dos:

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1. Traumas jerárquicos: en principio, no tienen mucho que ver con el objeto de este
libro, aunque, en la realidad clínica, la persona con traumas afectivos —que son los que
a continuación se van a exponer— ha padecido también traumas jerárquicos en un buen
número de ocasiones. Los traumas jerárquicos son los derivados de la dominación
reiterada perpetrada por otra u otras personas. El sujeto que ha sufrido estos traumas ha
sido sojuzgado en muchas ocasiones, se le ha recordado que está en un escalón muy
inferior en la jerarquía, ha sufrido menosprecios, burlas, humillaciones, órdenes
caprichosas, gritos e incluso agresiones, en los casos más graves de dominación. Este
tipo de comportamientos tiene como finalidad plasmar la superioridad de esa persona
sobre el subordinado, que es el que recibe la imposición jerárquica.
Así como los traumas afectivos crean vulnerabilidad al rechazo, los jerárquicos crean
también otro tipo de susceptibilidad, que podríamos denominar «vulnerabilidad
jerárquica». En definitiva, la vulnerabilidad psicológica es una hipersensibilidad que se
produce como respuesta a los traumas de esa índole, a aquello que emocionalmente
produce una afectación importante en forma de sufrimiento, malestar o angustia. En este
caso, la dominación y la violencia, la percepción que alguien puede tener de inferioridad
constante con respecto a otra persona que, además, abusa de su superioridad, es algo
enormemente doloroso y que deja una huella traumática, en forma de vulnerabilidad
jerárquica, en la persona.
La vulnerabilidad jerárquica, entonces, es la sensibilidad extrema que el sujeto que la
padece tiene a las situaciones en las que se siente dominado, tratado injustamente por
alguien poderoso o, simplemente, se considera instalado en una posición de inferioridad
con respecto a otra persona o personas. Esta sensibilidad puede generar reacciones de
todo tipo de acuerdo con la evolución de la personalidad de dicho sujeto: desde
comportamientos de ansiedad evitativa hasta explosiones de ira, por poner dos ejemplos.
La vulnerabilidad jerárquica es un tema francamente apasionante y crucial para entender,
por ejemplo, los trastornos de la personalidad evitativo y paranoide, pero no es objeto de
este libro. No obstante, en diferentes ocasiones aparece junto a la que se genera tras los
traumas que se van a describir en el siguiente apartado.

2. Traumas afectivos: son los que producen la vulnerabilidad al rechazo. Como ya se


ha dicho, la vulnerabilidad al rechazo es reflejo de una inseguridad afectiva subyacente;
de una certeza o, como mínimo, de una sensación inconsciente de que los lazos
emocionales que unen al sujeto vulnerable con sus figuras más significativas —
especialmente la pareja en el caso de la dependencia emocional, que es en el que más
nos estamos centrando— son frágiles, inestables y pueden quebrarse en cualquier
momento. Sin embargo, tener seguridad afectiva es vivir con tranquilidad las relaciones
y adquirir una convicción interior de que los lazos que la fundamentan son sólidos y
difícilmente quebrantables.
La inseguridad afectiva es justamente lo contrario. Y es ahí donde entran en juego los

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traumas afectivos, porque ¿de dónde, si no, viene esa desagradable sensación interior de
que los vínculos afectivos recibidos están hechos como de cristal frágil, y de que son tan
finos como los hilos de coser? La seguridad o inseguridad afectiva proviene de las
experiencias vividas en este ámbito, no salen de la nada. Al final del libro nos
extenderemos más sobre este asunto.
Los traumas afectivos, entonces, están en la base de la inseguridad afectiva. Son un
conjunto de experiencias, mantenidas durante un periodo que normalmente es muy
extenso y que puede incluso cubrir etapas vitales completas, que ocasionan sufrimiento
emocional por parte de terceras personas. Como es lógico, una discusión o una
decepción normales que provienen de un ser querido no entrarían en esta categoría de
«trauma»; se necesita una dinámica, un ambiente más o menos constante en el que, con
frecuencia, se produzca el sufrimiento antes mencionado, o bien, por supuesto, una
intensidad extrema.
Este tipo de traumas no suele ser de un único tipo; lo normal es que haya una mezcla
de comportamientos asociados que originen un ambiente emocionalmente tóxico. Dicho
ambiente es lo realmente traumático, un entorno o un gran conjunto de relaciones
afectivas interiorizadas de carácter patológico y que ocasionan un daño importante en la
psique del individuo.
Los ambientes concretos patológicos que están en la base de la dependencia
emocional y, por tanto, configuran los traumas afectivos a los que me estoy refiriendo,
ya han sido expuestos con detalle en mis anteriores trabajos. No obstante, los
enumeraremos brevemente (ni que decir tiene que dichos ambientes, para que posean
una naturaleza más traumática, se deben producir durante la infancia, ya que la mente de
los niños es más vulnerable y está más necesitada de entornos saludables para la
construcción adecuada de su autoestima y su personalidad; posteriormente, estos
entornos resultarían dolorosos, pero no forzosamente traumáticos):

• Carencias afectivas tempranas: es el factor patológico afectivo, configurador de


experiencias traumáticas de esta índole, más habitual. Como es lógico, puede
coexistir con los siguientes porque ninguno es excluyente entre sí, con la
excepción de la vinculación afectiva egoísta, que se detallará más adelante. Como
su propio nombre indica, las carencias afectivas consisten en la recepción escasa
de amor por parte de los seres más significativos. Para que estas carencias
devengan en trauma es importante que sean más bien generalizadas; cuando hay
figuras de primer nivel como, por ejemplo, uno de los dos progenitores, que sí
responde de una manera positiva y mantiene un trato constante con el niño, se
proporciona el suministro emocional necesario para que esta circunstancia no sea
patógena.
Las carencias afectivas configuran ambientes muy fríos, con o sin hostilidad
adicional, en los que el niño no se siente importante o prioritario. Las muestras

23
explícitas de cariño o no se producen o son muy escasas; tampoco hay
verbalizaciones de este tipo o se comparte poco tiempo prestando atención al
niño, jugando con él, escuchándolo, etcétera. Las interacciones en momentos
como las comidas, la hora de acostarse o el camino al colegio son frías y/o llenas
de órdenes y riñas, sin cariño ni risas. Lo normal es que estos ambientes sean
continuos, aunque también puede existir una inestabilidad bien por circunstancias
(por ejemplo, que influyan en el clima del hogar factores como la relación entre
los padres, dificultades graves económicas, etcétera) o bien por una variabilidad
del estado de ánimo de los progenitores, como sucede cuando uno de ellos o los
dos padecen trastornos mentales o de la personalidad.
• Sobreprotección devaluadora: en esta pauta, compatible con la anterior, hay más
interacción con el niño, pero es una interacción marcada por la sensación que se le
transmite de inutilidad, de no valer para nada ni ser capaz de realizar tareas
cotidianas. Los menosprecios y las malas formas se suceden en lo que no deja de
ser una devaluación subyacente, enmascarada por el comportamiento
proteccionista propio de esta pauta afectiva patológica.
Las consecuencias de dicha pauta son tanto la ausencia de autonomía propia de
la sobreprotección, como también la vivencia de incapacidad fruto de la
devaluación, que generará más adelante un notable déficit de autoestima. En
definitiva, se estará gestando un yo desamparado y con poca sensación de validez,
de ser querible.
Como se ha apuntado, esta pauta es compatible con la anterior porque puede
existir un ambiente carente afectivamente en el que, cuando proceda, aparezcan
manifestaciones de sobreprotección devaluadora; una especie de comportamiento
abnegado, con apariencia de positivo, en el que se esconde un desprecio
subyacente hacia el menor.
• Vinculación afectiva egoísta: es un tipo de pauta en el que resulta verdaderamente
difícil determinar que resulte patógena, creadora de traumas afectivos. El vínculo
afectivo o amor egoísta es un tipo de lazo que se establece con el niño (y que, en
la edad adulta, puede darse en otro tipo de relaciones, como las de pareja, algo
que sucede con mucha frecuencia en las diferentes manifestaciones de
dependencia emocional) en el que el centro es el adulto. En la persona que
presenta esta forma de vincularse, este lazo es básicamente de entrada, y no de
salida; de recepción, y no de emisión. En términos coloquiales, podría afirmar que
la persona pretende ser querida y no se preocupa por querer. En consecuencia, el
centro de la relación es el individuo con ese amor egoísta, que ocupa un papel de
privilegio en dicha relación y, de esa manera, puede cumplir sus fines. En las
interacciones adulto-niño es obvio que el adulto goza de todas las condiciones
para poder conducirse de esta forma.
No obstante, cabe insistir que es difícil de determinar lo negativo de esta pauta

24
porque, en apariencia, la relación adulto-niño es muy estrecha y parece que el
amor y la complicidad fluyen. De la misma forma, en las relaciones de pareja en
las que el miembro dominante tiene un estilo de amar egoísta, cuesta ver que
dicho amor no es sano ya que quizá sea muy abundante. En la práctica, este amor
egoísta es realmente una posesividad en la que el sujeto que lo profesa sólo
pretende la cercanía y disponibilidad afectiva del otro. En lo que ahora nos ocupa,
el adulto sólo pretende la proximidad y atención del niño, pero siendo dicho
adulto el centro de la relación, el que verdaderamente importa.
De esta manera, termina siendo el niño el que escucha los problemas del adulto
(en muchas ocasiones se trata de la madre, mientras que, en relaciones de pareja,
en mi experiencia clínica, tanto varones como mujeres pueden desarrollar esta
forma poco evolucionada de querer), el que lo acompaña a casi todo y el que tiene
que estar siempre disponible o accesible. En la vinculación afectiva egoísta, el
adulto utiliza en muchas ocasiones el chantaje emocional para conseguir sus fines.
Por ejemplo, una madre puede hacer sentir culpable a su hijo diciéndole que se
quedará sola y triste en casa si se va al cumpleaños de unos amiguitos. Este
ejemplo, como todos los de este libro, proviene de mi práctica clínica. El
resultado es que el niño, sin ser consciente, percibe que se le ha buscado mucho
afectivamente, pero que ha estado en una jaula de oro en la que no ha sido
realmente el prioritario, sino que ha sido utilizado emocionalmente. Dicho
resultado, como se puede imaginar, es muy nocivo para la autoestima,
constituyendo también un trauma afectivo que determinará en la adultez, por
ejemplo, que la persona que ha sufrido este tipo de amor sea ambivalente en sus
relaciones de pareja, buscando mucha cercanía en las mismas y alternando esta
cercanía con otras fases de mayor distancia o de hostilidad hacia la otra persona.
Por último, añadir que en esta pauta no procede hablar de carencias afectivas
como en la primera, sino de un afecto primitivo, poco evolucionado y patológico.
Más que carencia, se trata de toxicidad, si se permite la metáfora tan de moda en
estos tiempos.

Para complicar todavía más la cosa, los traumas afectivos tienen habitualmente que
ver con los del tipo anterior, los jerárquicos, aunque no es obligatorio que así sea. El
motivo es muy simple: en las primeras etapas de vida del sujeto, las de construcción de
su personalidad, quien más puede producir las pautas patológicas expuestas es quien más
puede, a su vez, imponer su superioridad ante el niño, es decir, el adulto. En muchas
ocasiones, ambientes con carencias afectivas o con sobreprotección devaluadora son
también ambientes en los que hay un nivel de agresividad y dominación, más o menos
directa e intensa. Quien es responsable de los traumas afectivos suele ser también de los
jerárquicos, porque no hay dominación que más duela que la que proviene de las
personas que deberían querer y proteger. De hecho, la idea de jerarquía cobra más fuerza

25
en el individuo a medida que los vínculos pasan a un segundo plano —como sucede con
algunos de los traumas afectivos referidos—: en definitiva, si nada te une a la otra
persona, nuestra programación genética la convierte en una rival, en una competidora, y
entonces las ideas de poder, dominación y ascenso en la escala social adquieren más
importancia.
Para terminar de exponer la idea de rechazo como trauma psicológico, es preciso que
nos detengamos en algo que se ha manifestado casi de pasada pero que resulta crucial de
todo este asunto. Cuando se enumeraban las tres principales pautas patológicas
configuradoras de traumas afectivos, comentamos que dichas pautas se producen a lo
largo de la infancia (sin perjuicio de la importancia que tienen también la
preadolescencia y la adolescencia, especialmente con los iguales). Si las mencionadas
pautas son dolorosas, pero no traumáticas, posteriormente a estas primeras etapas de la
vida del individuo, es porque su personalidad y autoestima están ya formadas. Y éste es
el gran quid de la cuestión: es la afectación de la autoestima la que determina si una serie
de hechos están conceptualizados en la mente como sumamente peligrosos, como
traumas, o si simplemente se interpretan como negativos, insatisfactorios o dolorosos.
Lo verdaderamente traumático no es, en sí, la pérdida afectiva que se produce de los
rechazos generados en las pautas patológicas expuestas más arriba, sino la afectación a la
configuración de la autoestima, es decir, a la sensación que va adquiriendo el niño,
dándose más o menos cuenta de ello, de que si no recibe un amor sano y adecuado de su
entorno es que no merece suficientemente la pena. La autoestima es el sentimiento
positivo que el individuo dirige hacia sí mismo: pues bien, no se produce desde el
principio, sino que se va constituyendo a medida que se reciben dichos sentimientos
desde otras personas importantes. La autoestima es inicialmente estima del exterior, que
con el paso de los años se interioriza y ya adquiere una fuente interna (de ahí el prefijo
«auto-»): éste es el desarrollo emocional saludable para cualquier persona con lazos
afectivos. En caso de no existir estos lazos, como ya expuse en uno de mis primeros
trabajos, la persona se desvincula afectivamente del exterior y la autoestima se torna en
independiente. Pero esto no es lo más habitual; lo más frecuente, con mucha diferencia,
es que el amor a uno mismo, la autoestima, esté condicionado por el recibido de los
demás en las fases tempranas de nuestra vida.
Cuando este desarrollo emocional no se produce de una manera óptima, como
acontece cuando se dan las pautas patológicas anteriormente expuestas, generadoras de
traumas afectivos, la autoestima no se forma tampoco adecuadamente. Entonces, no sólo
hay una pérdida afectiva del exterior, sino también el germen de lo que será una pérdida
afectiva propia; de ahí que la mente, que precisa en esas etapas una recepción adecuada y
constante de cariño sano, catalogue como traumática la carencia de dicho amor. La
consecuencia no es únicamente la falta afectiva, que de por sí es dolorosa a cualquier
edad, sino el déficit estructural que padece la relación del sujeto consigo mismo; es
decir, el menoscabo que sufre su autoestima.

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Y parafraseando el modelo freudiano de fijación y regresión a fases evolutivas
anteriores, se puede afirmar que, en el plano afectivo, el sujeto víctima de estos traumas
queda atascado posteriormente en ellos, buscando en las figuras significativas de las
nuevas etapas de su vida lo que no obtuvo de las anteriores. Dicho de otra manera, con
estos traumas afectivos la persona intenta conseguir que ese desarrollo emocional se
continúe donde se quedó; por otro lado, su mente ha registrado como enormemente
peligroso todo lo relacionado con las pautas patológicas antes citadas, por lo que
desarrollará ciertos mecanismos de protección que, en definitiva, son los que constituyen
la vulnerabilidad al rechazo.
Entonces, el sujeto sigue necesitando una fuente externa para su autoestima porque no
ha quedado debidamente constituida, pero al mismo tiempo es muy vulnerable a
cualquier amenaza para ese suministro. Por eso, la vulnerabilidad al rechazo proviene de
traumas afectivos, porque la persona ha sufrido mucho por hechos de esa naturaleza,
pero también porque tiene un déficit estructural por el que necesita, más que la media,
del suministro afectivo externo, de la recepción de cariño. Su deseo de suministro es
superior al usual, ya que no sólo lo necesita como todos, sino que también le hace falta
para compensar su déficit de suministro afectivo interno, su autoestima.
Para entender por qué la vivencia de rechazo supone la reactivación del trauma en las
personas vulnerables debemos darnos cuenta de que es, en primer lugar, porque supone
la repetición de hechos que han sido muy dolorosos en su vida; en segundo lugar, porque
también supone una pérdida afectiva total o parcial; en tercer lugar y, desde nuestro
punto de vista, el más importante, porque pone en peligro el suministro que precisa su
autoestima, ya que ésta no se ha constituido de una manera saludable y sólida. El
individuo vulnerable al rechazo no sólo ve amenazado su suministro afectivo externo,
como nos ocurriría a todos, sino también su autoestima, su persona en general. La
vivencia de rechazo se percibe como abandono, pero también como cuestionamiento
personal total, como una sensación de futilidad, de carencia absoluta de sentido en la
vida. Se percibe como si la ratificación que la persona busca del exterior —ya que no la
obtuvo adecuadamente en etapas tempranas de la vida— no se produjera y, con ello, toda
su valía estuviera en entredicho. Esto es difícil de entender para el que no lo ha sentido,
sólo personas que sí han sufrido no sólo la pérdida afectiva que supone el rechazo, sino
también el cuestionamiento global asociado hacia uno mismo, saben de lo que estamos
hablando —independientemente, por supuesto, de profesionales con experiencia en estos
temas—. En la segunda parte del libro nos detendremos específicamente en este
cuestionamiento personal, tan característico de la hipersensibilidad al rechazo.
En definitiva, la reactivación del trauma afectivo es la percepción de abandono y
también un cuestionamiento personal generalizado, una reedición en el presente de un
desarrollo afectivo anómalo en sus fases más tempranas. Estos traumas y el terror a su
reactivación, ya que remueven de arriba abajo al sujeto, son los que originan la
vulnerabilidad al rechazo, una suerte de mecanismo de defensa primitivo por el que la

27
mente intenta protegerse de aquello que le ha dañado sobremanera. Y sobre este
mecanismo va a versar el próximo apartado, ya que, en principio, la mente lo utiliza para
protegerse con el fin de evitar la reaparición de ese trauma —que ha resultado
devastador y ha comprometido también la autoestima—, pero realmente se va a convertir
en un nuevo problema.

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LA VULNERABILIDAD AL RECHAZO COMO
MECANISMO POSTRAUMÁTICO

La mente tiene sus procedimientos para defenderse cuando ha sufrido un perjuicio muy
grave. Salvando las distancias, es lo que ocurre con el célebre trastorno por estrés
postraumático: se generan mecanismos por los que se intenta evitar la reproducción del
trauma, creando una actitud de hipervigilancia, obsesividad y evitación de todo aquello
relacionado con el hecho traumático. Como se ha comprobado en el apartado anterior,
los traumas objeto de este libro no son de la naturaleza de los que generan el trastorno
por estrés postraumático, que, por definición, son hechos que atentan gravemente contra
la integridad del sujeto, como ataques muy violentos, secuestros, agresiones sexuales,
etc. Los traumas afectivos y, en general, los psicológicos, no tienen por qué ser hechos
puntuales; pueden ser también situaciones más o menos cronificadas que produzcan una
afectación grave en el ámbito emocional. Esta afectación es lo que la mente considera
como traumática, y lo que activa una serie de mecanismos que tienen como finalidad
proteger al individuo del daño que ha sufrido, es decir, evitar la reproducción del trauma.
A estos mecanismos mentales, que son inconscientes —es decir, no se activan
voluntariamente— e irracionales, y que están basados en el funcionamiento del miedo,
los podemos denominar «mecanismos postraumáticos».
Nuestro planteamiento es que la vulnerabilidad o miedo al rechazo es uno de estos
mecanismos postraumáticos. La mente ha sufrido por los traumas afectivos antes
descritos —tanto por el escaso o anómalo afecto recibido, como por el consiguiente
perjuicio a la autoestima, que se torna deficitaria— y considera que cualquier amenaza
para la recepción de cariño, para el suministro afectivo externo, es devastadora, lo que
activa una respuesta de miedo ante estos hechos o ante la posibilidad de que se
produzcan. Una persona vulnerable al rechazo es una persona hipersensible a él, o sea,
una persona que lo ha sufrido en sus carnes y que vive con ese punto débil. La
hipersensibilidad es, en sí, la manifestación de ese mecanismo postraumático.
A continuación, enumeramos los tres aspectos básicos por los que la vulnerabilidad al
rechazo se puede entender como un mecanismo postraumático, ya que comparte
similitudes con las reacciones ya conocidas de personas que han sufrido otro tipo de
traumas más graves:

1. Hipervigilancia: la persona con miedo al rechazo está en una actitud de


hiperalerta, intenta detectar cualquier gesto, actitud o comentario «escaneando» la
posibilidad de que haya una amenaza de ruptura o de falta de interés subyacente. Como

29
veremos, esta búsqueda permanente conducirá a la generación de errores que habrá que
atajar en la terapia, ya que son bastante frecuentes y ocasionan no pocos problemas.
Como digo en mis sesiones, la persona posee una especie de antena parabólica
permanente con la que intenta buscar cualquier tipo de señal que le recuerde, aunque sea
remotamente, el tipo de comportamientos afectivos que tanto le hicieron sufrir en el
pasado. Esta antena figurada es una parte importante del mecanismo postraumático; es
un procedimiento defensivo de la mente con el que se intentan detectar posibles riesgos
de experimentar sufrimiento de nuevo.
En mi desempeño clínico suelo utilizar distintas metáforas para explicar la
hipervigilancia además de la de la antena parabólica: pongo también como ejemplo que,
al término de mi jornada de trabajo, y al caminar por la calle, fuera asaltado por un grupo
de delincuentes, que me robaran y agredieran físicamente. Esto constituiría un hecho
traumático para mí, quedaría afectado tanto física como psicológicamente. Pues bien,
una vez recuperado y en situaciones análogas, no caminaría por la calle con la misma
tranquilidad. Estaría atento a las personas que viera por si tuvieran una apariencia
sospechosa, escucharía ruidos detrás de mí sondeando posibles riesgos, etc. La mente, en
definitiva, diseñaría una serie de mecanismos postraumáticos para reducir la posibilidad
de reproducción del hecho que lo causó: en este caso, he descrito el comportamiento de
hipervigilancia, que es uno de los elementos principales en este tipo de mecanismos,
pero luego veremos otros siguiendo este mismo ejemplo.
Esta hipervigilancia se produce, igualmente, con los mecanismos postraumáticos
generados por traumas afectivos. El dolor sufrido se experimenta como sumamente
peligroso para la mente, y ésta activa dichos mecanismos para evitar volver a sufrirlo.
Pero esto tiene un coste, y es que estos mecanismos se pueden convertir en parte del
problema, como también veremos.

2. Obsesividad: en las situaciones de ansiedad se puede dar obsesividad en mayor o


menor medida, normalmente como preocupaciones continuas que no se marchan de la
cabeza. La preocupación es un recurso de nuestra mente para encontrar solución a algo,
es el clásico «darle vueltas» a alguna circunstancia que nos produce ansiedad o que
puede convertirse en peligrosa. La preocupación se convierte en obsesiva —no confundir
con las ideas obsesivas en sentido estricto, propias del trastorno obsesivo-compulsivo—
cuando no aparece la solución, y entonces el sujeto se queda anclado a una idea
monotemática que le agota, debilita y hace sufrir.
La obsesividad, en su intento de encontrar la deseada resolución de lo angustioso, es
uno de los procedimientos defensivos propios de los mecanismos postraumáticos.
Siguiendo con el ejemplo antes expuesto en el que era asaltado por un grupo de
delincuentes, la afectación producida generaría en mí una obsesividad de esa índole: mi
pensamiento iría una y otra vez al hecho en cuestión, recordando detalles, reviviendo
interiormente la experiencia, pensando si podría haber hecho algo para evitarlo o

30
también qué medidas podría llevar a cabo en adelante… Lógicamente, con el paso del
tiempo, la preocupación disminuiría salvo que la afectación traumática —y, por tanto, el
mecanismo postraumático originado en base a ésta— hubiera sido de enorme gravedad.
En los primeros días, posiblemente semanas, la obsesividad, en forma de ideas
monotemáticas sobre el incidente, habría ocupado una parte importante de mi actividad
mental.
En el trastorno por estrés postraumático, la obsesividad es parte de la conocida
«reexperimentación del trauma», por la que el sujeto afecto de esta grave patología
revive el hecho traumático mediante recuerdos, sueños e incluso episodios disociativos
como flashbacks.
Como mecanismo postraumático, la vulnerabilidad al rechazo también tiene ese
componente de obsesividad. La persona con este miedo le da continuamente vueltas a la
cabeza sobre la posibilidad de sentirse abandonada o de que el otro pierda el interés
hacia ella. La obsesividad es enormemente molesta y debilita mucho, produce notable
sufrimiento porque es difícil poder centrar la atención en cualquier otra cosa. Puede
llegar a dificultar desde la realización de tareas complejas hasta, simplemente, ver una
película o atender una conversación. La mente de la persona vulnerable piensa una y otra
vez en determinados hechos que se han percibido como angustiosos o peligrosos, y en
las consecuencias que tendría el temido abandono. Se establecen relaciones lógicas entre
unos hechos y otros como si el individuo fuera una especie de investigador resolviendo
un crimen, con el fin de determinar el alcance de la pérdida de interés o de, en el mejor
de los casos, encontrar alivios o atenuantes de esos hechos. También se repasan en
reiteradas ocasiones las reacciones que se barajan, bien para intentar obtener más
información (por ejemplo, preguntar a la otra persona si ha tenido un mal día en el
trabajo al percibir que ha estado más distante) o bien para desahogar la frustración
generada (dar vueltas a enviar o no un mensaje de texto al teléfono móvil reprochando
una desatención).

3. Evitación: como no podía ser de otra manera, ya que en todo momento nos
estamos centrando en problemas de ansiedad —en este caso, por el miedo a la repetición
de hechos peligrosos—, el componente evitativo, que es, por ejemplo, crucial en las
fobias, tiene un gran protagonismo. Evitar, en el contexto de los mecanismos
postraumáticos, supone huir de cualquier cosa que tenga relación con el trauma o de
cualquier situación que pueda favorecer la reproducción del mismo. En los traumas
graves, propios del trastorno por estrés postraumático, la evitación es muy característica,
y crucial para poder efectuar el diagnóstico. Por ejemplo, una persona que ha sufrido un
atentado terrorista con explosivos evitará los petardos que se tiran en una boda o en
fiestas (similitud con el hecho traumático), o hará lo posible por no pasar por la zona
donde sufrió ese ataque (situación que puede favorecer la reproducción del hecho
traumático, aunque esto sea algo irracional).

31
Con situaciones menos graves, como las del ejemplo anteriormente expuesto, en el
que alguien es asaltado por unos delincuentes, la evitación consistiría en no caminar solo
por esa misma zona, buscando entonces itinerarios alternativos que estuvieran más
concurridos. El componente evitativo es crucial para entender no sólo los mecanismos
postraumáticos, sino también cualquier trastorno de ansiedad, especialmente los fóbicos,
en los que la sintomatología principal es la huida de los estímulos ansiógenos.
¿Cómo se aplica la evitación en el mecanismo postraumático de vulnerabilidad al
rechazo? La mejor forma de evitar el rechazo es considerando imposible la ruptura con
la otra persona, que es la pareja en el caso de la dependencia emocional. La intolerancia
a la ruptura —que, ya se dijo, era uno de los síntomas clave en esta patología— supone
realmente un procedimiento de evitación de la angustia que se genera tras la pérdida de
la relación, junto con el temido cuestionamiento personal que antes he expuesto. De esta
forma, considerando prácticamente imposible la ruptura, el dependiente emocional
realiza todo tipo de contorsionismo afectivo con el fin de que no se produzca. En estos
casos, el más habitual es el de la sumisión sistemática, la subordinación continua a la
pareja con el fin de congraciarse con ella y evitar el temido abandono, que sería la
verdadera reproducción del hecho traumático.
La sumisión es uno de los elementos más patológicos en la dependencia emocional,
ya que no sólo compromete gravemente la autoestima —como no es difícil de imaginar
—, sino que también es clave para que el desequilibrio entre ambos miembros de la
pareja se consolide. Dicho desequilibrio, además, no es estático, sino dinámico; es decir,
se acentúa con el paso del tiempo, de modo que el que es dominante domina cada vez
más, mientras que el sumiso se somete también cada vez más.
Como vemos, el procedimiento de evitación de algo que ha hecho sufrir enormemente
al sujeto se convierte en un nuevo elemento que provoca dolor. Realmente, esto sucede
igual con la hipervigilancia y la obsesividad: los mecanismos postraumáticos intentan
protegernos, pero en verdad, al menos en temática de índole afectiva, sólo complican
más las cosas y generan nuevo sufrimiento. Posiblemente, son procedimientos poco
evolucionados que quizá sean eficaces en otros contextos, pero que producen una gran
distorsión en lo que a los traumas psicológicos se refiere. Con la vulnerabilidad al
rechazo y sus traumas asociados, que ya sabemos que son de naturaleza afectiva, esto es
lo que sucede.

32
TIPOS DE MIEDO AL RECHAZO

En diferentes oportunidades a lo largo del presente libro, se ha manifestado que su objeto


principal era la vulnerabilidad al rechazo en el trastorno de la personalidad por
necesidades emocionales (la «dependencia emocional»). Realmente, vulnerabilidad al
rechazo sólo hay una, y la que presenta un dependiente emocional también la
manifestará alguien con la otra patología implicada en este tema, el trastorno límite de la
personalidad. Digo que vulnerabilidad al rechazo sólo hay una y, sin embargo, el título
de este apartado es «Tipos de miedo al rechazo». La diferencia existente entre los dos
tipos que voy a exponer a continuación tiene que ver con el ámbito en el que se da la
mencionada vulnerabilidad, pero, en esencia, el fenómeno es el mismo. De aquí se
infiere que todo lo mencionado hasta el momento y, especialmente, todo lo que se
detallará en la segunda parte del libro, es válido para ambas patologías.
Es más, con muchísima frecuencia, las personas con trastorno límite de la
personalidad merecen también un diagnóstico adicional de trastorno de la personalidad
por necesidades emocionales, ya que, en sus relaciones de pareja, que muchas veces son
también numerosas y, por tanto, adquieren un gran protagonismo en sus vidas, se dan las
pautas habituales de este problema. En otros libros he expuesto mi hipótesis: la
dependencia emocional es realmente una forma leve y mejor adaptada del trastorno
límite de la personalidad, sin tanta inestabilidad, clínica psiquiátrica grave, vida caótica,
etcétera. En los dependientes emocionales, se suele tratar de personas muy bien
adaptadas al entorno, autosuficientes en el desempeño cotidiano, con trayectorias
normales, pero con un único gran punto débil: las relaciones de pareja (aunque no es
necesariamente así en todos los casos). De todos es sabido que en el trastorno límite de
la personalidad no hay un solo punto débil y que las trayectorias vitales distan mucho de
ser normales, existiendo una gran inestabilidad emocional, cambios en el puesto de
trabajo e incluso largos periodos sin desempeñar ninguno, riñas y reconciliaciones con
las personas del entorno, comportamientos impulsivos, etcétera.
En definitiva, vulnerabilidad al rechazo sólo hay una, pero sí que se puede producir
en dos ámbitos distintos, uno más acotado y otro más amplio. Vamos a revisar
brevemente cuáles son estos dos ámbitos, que configurarán los respectivos tipos de
miedo al rechazo:

• Genérico: la vulnerabilidad aparece con cualquier tipo de persona; como es obvio,


mucho más en caso de que el lazo afectivo sea mayor, pero incluso puede producirse con
desconocidos. El malestar por el abandono o por la pérdida de interés no se limitará

33
entonces a un selecto grupo de individuos o sólo a uno de ellos, sino a cualquier
potencial suministrador emocional.
La vulnerabilidad genérica al rechazo es prototípica del trastorno límite de la
personalidad, es consustancial a él. Cuesta imaginarse a una persona que padezca esta
patología y que no presente esta característica. De hecho, la mayor parte de la
conflictividad interpersonal de los sujetos con trastorno límite se debe a este rasgo, a este
mecanismo postraumático por el que, con mucha facilidad, dichas personas se sienten
ofendidas, desatendidas o menospreciadas. En esta patología, el individuo se mostrará
hipersensible en una gran cantidad de situaciones, y reaccionará a ellas bien con
sumisión y hundimiento personal, o bien con enfado y reproches. Vamos a poner
algunos ejemplos para explicarnos mejor:

— En el trabajo llega un nuevo compañero, al cual no se le conoce de nada, que


prefiere irse a almorzar con otra persona. El individuo con trastorno límite llega a
su casa completamente hundido y llorando desesperado.
— En el grupo habitual de amigos, la persona con trastorno límite siente que alguien
en concreto no le ha prestado la suficiente atención y le recrimina su actitud.
— El sujeto con trastorno límite envía un mensaje a un grupo de Whatsapp y está
muy afectado porque nadie le dice nada, pensando entonces en salir de dicho
grupo.
— En el día de su cumpleaños, la persona con trastorno límite espera que todos sus
amigos y familiares se acuerden y vive con ansiedad la llegada de las
felicitaciones, viniéndose abajo si no recibe las suficientes por considerarse
entonces poco importante.

Podemos observar en estos ejemplos que existe susceptibilidad al rechazo, pero que
no está limitada a una persona o a un grupo muy reducido, aunque lógicamente se
producirá en mayor medida si el vínculo es de más envergadura. De hecho,
intencionadamente en el primer ejemplo —que, como los demás, es verdadero porque
proviene de mi práctica clínica— he puesto un caso en el que la afectación proviene de
una persona con la que no existía vínculo por ser desconocida. La persona con trastorno
límite necesita sentirse buscada e importante con aquel con el que interactúe, precisa
recibir afecto porque está traumatizada con su pérdida, y también con el cuestionamiento
personal subsiguiente, con considerarse poco válida, sin sentido en la vida, vacía.
Me estoy centrando en el trastorno límite de la personalidad al exponer el tipo
genérico de miedo al rechazo, pero también puede aparecer en mayor o menor medida en
la dependencia emocional. De hecho, uno de los rasgos distintivos en ésta es la
necesidad de agradar, que no tiene por qué producirse exclusivamente en el ámbito de la
pareja. La motivación subyacente es dicha vulnerabilidad al rechazo, la necesidad de que
los demás piensen siempre bien de uno porque produce ansiedad la idea de que esto no
sea así: es como una fuerza poderosa que impulsa a sentir que los otros estén

34
permanentemente cerca, y un vértigo ante la posibilidad de que no se dé esta
circunstancia.
La persona con trastorno límite, sobre todo si es de tipo internalizante (mayor carga
autopunitiva, autolesiones, sentimientos de culpa e inadecuación, sumisión, etcétera,
aparte de los síntomas habituales de descontroles, inestabilidad emocional y demás),
puede manifestar habitualmente también dicha necesidad de agradar. No obstante, ya
sabemos que estas personas tienen la inestabilidad por bandera y pueden manifestarse
preferentemente así, pero tener un comportamiento distinto en otro momento. Sin
embargo, con el tipo externalizante (reproches continuos, explosiones de ira,
comportamientos demandantes, culpabilización del entorno y en especial de los padres y
la pareja, etcétera) puede existir una coraza hacia el exterior en forma de suspicacia, de
mostrarse a la defensiva e incluso de resultar desafiantes. De todas formas, como es
fundamental en esta patología de la personalidad, existirá tras esta coraza una inmensa
demanda afectiva, una gran necesidad de cobertura, de sentirse queridos, que es la que
precisamente ponen en entredicho durante la interacción y ante la que reaccionan con
virulencia, sobre todo si anticipan rechazo. Con personas con las que se sientan cómodas
porque carezcan de inseguridad afectiva con ellas, mostrarán una cara más conciliadora y
abierta, menos a la defensiva.

• Restrictivo: como se desprende de lo anteriormente expuesto, este tipo de miedo al


rechazo es el más habitual en la dependencia emocional. De hecho, es muy raro, aunque
no imposible, que se produzca en el trastorno límite de la personalidad. Ni que decir
tiene que, aquí, la vulnerabilidad al rechazo está restringida a la pareja, y en alguna
ocasión también, quizá, a alguna amistad muy especial o a una figura afectiva de primer
nivel.
En este tipo de vulnerabilidad al abandono, el individuo funciona perfectamente con
otro tipo de personas que se salgan del estrecho y selectivo círculo en el que se produce
dicha vulnerabilidad. Si un amigo no le invita a una fiesta le puede molestar o fastidiar,
pero no le va a hundir, provocar ansiedad o producir una ira descomunal; si un
compañero de trabajo apenas le mira durante el almuerzo, exactamente igual. Sin
embargo, si la pareja está un poco más seria de lo normal o tarda un poco en contestar a
un mensaje, puede experimentar una ansiedad indescriptible. El trauma está, entonces,
completamente circunscrito a la referencia afectiva principal. Posiblemente, esto se debe
a que el déficit estructural de autoestima será inferior; es decir, la persona con un miedo
al rechazo restrictivo sólo se pone en duda a sí misma cuando su suministro afectivo
principal está en entredicho; pero existe un único suministro en el cual se focaliza toda la
demanda. No obstante, en el tipo genérico la necesidad de suministro afectivo externo
con toda seguridad será mayor, ya que el interno será más deficitario; de ahí que se
precise de reafirmación constante por parte de los demás.
Mientras que la persona con miedo restrictivo al rechazo no interactúe con su

35
referencia afectiva principal, en la mayoría de las ocasiones la pareja —por tratarse de
alguien con dependencia de este tipo—, se mostrará como alguien emocionalmente sano.
Incluso puede darse el caso opuesto, es decir, que no sólo carezca de hipersensibilidad al
rechazo con el resto de individuos, sino que se muestre desinteresado con respecto a
ellos, con sensación de no perturbarse en exceso si la demanda afectiva recibida no es la
suficiente. Esto no significa que carezca de interés hacia el resto de las personas, sino
que su equilibrio emocional no depende de ello. Nada que ver cuando hablamos de la
pareja, ahí es donde se efectúa toda la expectativa de recepción afectiva y ahí sí que se
vive con intensa zozobra cualquier compromiso de dicha recepción.

36
PARTE II
MANIFESTACIONES DEL MIEDO AL
RECHAZO Y PAUTAS PARA SU SUPERACIÓN

37
INTRODUCCIÓN

Empezamos la parte más práctica del libro, después de haber revisado la vulnerabilidad
al rechazo más o menos exhaustivamente, basándome en mi experiencia clínica y en mis
ideas al respecto. Todo lo que se va a exponer en esta segunda parte estará referido
principalmente a la dependencia emocional; no obstante, ya se ha matizado que es
igualmente aplicable al trastorno límite de la personalidad. Es decir, no hay que realizar
adaptación alguna ni de las pautas de autoayuda propuestas ni tampoco de las
recomendaciones para la psicoterapia: el miedo al rechazo se trata igual sea cual sea la
personalidad o la magnitud de su deterioro estructural. Es más, alguna de las secciones,
como la referida a los enfados y reproches, tiene tanta relevancia para la dependencia
emocional como para el trastorno límite de la personalidad, aunque sea algo más
frecuente en esta segunda patología. De todas formas, en muchos ejemplos y
planteamientos se utilizará el marco de la psicoterapia de la dependencia emocional para
no introducir la heterogeneidad propia del trastorno límite, que complicaría más la
exposición; todo ello sin perjuicio de que en algún caso nos refiramos en concreto a esta
patología, tanto para poner algún ejemplo como para realizar alguna matización
específica.
El esquema de esta parte va a ser idéntico para todos los apartados. Cada uno de ellos
se centrará en exclusiva en una manifestación de la vulnerabilidad al rechazo. En primer
lugar, la definiremos con cierta exhaustividad y se pondrán ejemplos, siempre
provenientes de la práctica clínica. A continuación, expondremos la pauta de autoayuda
correspondiente con el fin de erradicar dicha manifestación (se numerarán todas las
pautas de autoayuda con el fin de facilitar su retención por parte del interesado). Por
último, se realizará una serie de recomendaciones para el psicoterapeuta sobre esa
manifestación concreta, para que de esa manera se conecte mejor con el paciente y se
produzca un abordaje más efectivo. Ni que decir tiene que si indicamos
recomendaciones para una psicoterapia es porque la aparición de este rasgo de la
personalidad, con la suficiente magnitud, requiere obligatoriamente de un tratamiento de
este tipo; es decir, las pautas de autoayuda son eficaces, pero deberían producirse en un
contexto profesional y supervisadas por alguien cualificado. La vulnerabilidad al rechazo
es un conjunto de rasgos que denotan un desequilibrio afectivo significativo; de hecho,
aparece en dos trastornos de la personalidad: el propuesto por mí (trastorno de la
personalidad por necesidades emocionales o «dependencia emocional») y el oficial
trastorno límite de la personalidad. Estas patologías no pueden tratarse sin ayuda
profesional cualificada y especializada en ese tipo de problemas, algo que no resulta

38
sencillo de encontrar.
Por último, cabe añadir que de los siete objetivos que vamos a detallar no es preciso
que se produzcan todos y cada uno de ellos en las personas vulnerables. Si alguno no se
produce, es claro que no hay que centrarse en él. En cualquier caso, son siete
componentes verdaderamente prototípicos de lo que es el miedo al rechazo; por tanto, es
casi seguro que se darán todos ellos o la gran mayoría. De hecho, hay algunos que son de
todo punto imprescindibles, como el cuestionamiento personal y la inseguridad afectiva,
sin los que es completamente imposible que se produzca una verdadera vulnerabilidad al
rechazo.

39
LAS INTERPRETACIONES

Definición

La primera manifestación de vulnerabilidad al rechazo que suelo trabajar en mi clínica es


la tendencia a interpretar. La persona con esta sensibilidad se acostumbra a hacer de
«detective privado», buscando pistas y pruebas de la supuesta traición afectiva de su
pareja 1 , ya que, recordemos, ese mecanismo postraumático actúa como una antena
parabólica imaginaria que rastrea sin cesar cualquier riesgo de peligro. Esta antena es
sumamente irritable, se activa con cualquier mínimo estímulo precisamente para
proteger a su portador, de ahí que consideremos este mecanismo como de defensa.
La actuación de este incesante rastreo en busca de decepciones, faltas de interés,
abandonos, etcétera, conduce a prestar una especial atención a fenómenos de este tipo,
por supuesto, pero también conduce a la detección de falsas alarmas o «falsos positivos».
Un falso positivo, en lo que a esta vulnerabilidad se refiere, es una percepción de rechazo
que en la realidad no ha sido tal. Esto sucede cuando el sujeto se acostumbra a
interpretar negativamente, es decir, a rellenar los huecos de lo que no conoce con
elementos de su propia cosecha, afectada por esta hipersensibilidad. Dicho de otra
forma, la antena parabólica no sólo recoge estímulos reales de rechazo o falta de interés,
sino también estímulos posibles. En su afán de proteger a su portador para evitar la
reproducción del trauma afectivo, le pone en alerta continuamente.
Con un ejemplo que nada tenga que ver con el mundo afectivo se puede entender con
mucha facilidad esta tendencia a interpretar. Consideremos a una persona que ha sufrido
un atropello cruzando un semáforo. Lógicamente, esto le habrá creado un trauma que, a
su vez, habrá generado un mecanismo postraumático de defensa. Independientemente de
las reacciones de evitación y obsesividad que ya hemos expuesto como partes
fundamentales de dichos mecanismos, la hipervigilancia, es decir, la actuación de esa
antena parabólica imaginaria que busca posibles riesgos de reproducción del trauma, se
pondrá en funcionamiento. Cada vez que cruce esa persona un semáforo, el mecanismo
se activará si un coche va muy rápido y se dirige hacia ella, como es obvio. Éste sería un
estímulo real. Sin embargo, aparte de este tipo de estímulos, el individuo podrá
sobresaltarse si escucha a lo lejos el chirriar de ruedas de un frenazo, o un claxon que
suena insistentemente, o simplemente un coche que se acerca con normalidad al
semáforo en rojo mientras él cruza por delante. Es fácil entender que una persona que ha
sufrido recientemente un atropello pueda reaccionar así: esto sucede porque su
mecanismo postraumático no sólo le avisa de los estímulos reales, sino también de los

40
que tengan una mera posibilidad de ser también peligrosos. Igualmente, el sujeto
interpreta dichos estímulos como potencialmente dañinos, en lugar de tomarlos como
neutros o ambiguos, tal como realizaba con anterioridad al trauma.
Nos hemos referido a estímulos reales y a estímulos posibles. ¿Cuáles son estos
estímulos posibles en lo que a la vulnerabilidad al rechazo se refiere? Muy sencillo: las
situaciones ambiguas con connotaciones afectivas. No siempre, en el ámbito
interpersonal, somos libros abiertos; es más, lo normal es que la mente realice de forma
continua inferencias sobre pensamientos, actitudes o sentimientos de terceras personas.
Éste es un proceso completamente normal, en el que interpretamos intenciones ajenas.
Dicho proceso de interpretación es muy útil en nuestras interacciones sociales; el
problema es que la hipervigilancia fruto de la vulnerabilidad al rechazo puede
contaminarlo, prestando excesiva atención a estímulos que habitualmente pasarían como
neutros o ambiguos.
Imaginemos a una persona con vulnerabilidad al rechazo que se encuentra en su casa
y recibe en ese momento a su pareja, que viene de la calle. La pareja entra saludando con
normalidad, pero con un semblante ligeramente serio, quizá con menos chispa de lo
habitual. Sin vulnerabilidad al rechazo, esta situación sería irrelevante, ya que la pareja
no se muestra enfadada o mantiene un silencio sepulcral; al considerarse irrelevante, la
mente no va a realizar interpretación alguna, al menos en el plano consciente, que es el
que nos ocupa. Sin embargo, con vulnerabilidad al rechazo cualquier escenario que no
suponga una confirmación reiterada de la atención y el cariño de la pareja va a ser
catalogado como peligroso. En este sentido, el individuo sí considerará relevante ese
leve atisbo de seriedad y procederá a analizarlo.
El análisis de algo ambiguo como un semblante serio o como una contestación
lacónica en un mensaje de texto, por ejemplo, tiene poco de objetivo y mucho de
subjetivo. Aquí entramos de lleno en el pantanoso terreno de las interpretaciones: al
carecer de la suficiente información objetiva (en el ejemplo, sólo se tiene el atisbo de
seriedad, pero nada más), la mente, al estimar relevante por potencialmente peligroso ese
hecho, se dispone a efectuar especulaciones. Las especulaciones o interpretaciones son
un proceso de elección de alternativas, equivalente al de las contestaciones de un test en
el que hay varias posibilidades y debemos escoger una de ellas como la correcta. En el
comportamiento humano, muchas veces las alternativas son infinitas; en la situación del
ejemplo, una alternativa podría ser que la pareja se encontraba cansada porque venía de
trabajar, otra que tenía un ligero dolor de cabeza, otra que acababa de recibir una llamada
de un familiar que le contaba un problema, y así hasta el infinito de explicaciones que
podrían dar cuenta de la mencionada seriedad. Es cierto que una de esas infinitas
explicaciones sería un leve disgusto al ver a la pareja, que denotaría falta de cariño o de
interés hacia ella, pero sería sólo una de las alternativas posibles.
Pues bien, la propia vulnerabilidad daría como respuesta correcta o, al menos, la más
probable con mucha diferencia, a la alternativa que estuviera relacionada con el rechazo.

41
Esto puede sorprender al lector, ya que supuestamente la vulnerabilidad al abandono,
entendida como mecanismo postraumático, tiene como finalidad principal proteger al
individuo; entonces ¿por qué iba a priorizar una interpretación más dolorosa sobre otras
que no lo son? Muy sencillo, para predisponer a la persona a ese riesgo, con el fin de
que, de alguna manera, se encuentre más preparada. En el ejemplo anterior, en el que
exponía un atropello, la hipervigilancia del individuo le ayuda a protegerse de
situaciones que supongan una posible reproducción de su trauma, por lo que reacciona
con sobresalto al oír una frenada a lo lejos o un claxon. En ese momento, la
interpretación de ese estímulo se inclina a lo más desfavorable, a lo peligroso, para tener
al individuo en estado de alerta. Estos mecanismos intentan proteger de esta manera,
quizá poco evolucionada o sofisticada, pero seguramente eficaz; eso sí, tal nivel de
protección tiene un coste, y es el de la presencia del miedo en nuestras vidas.
En lo que a la vulnerabilidad al rechazo se refiere, el individuo, al interpretar el
comportamiento ambiguo potencialmente peligroso, escoge y prioriza alternativas
desfavorables para, de esa manera, estar más preparado ante una eventual reproducción
del trauma afectivo del abandono. El problema es que esto supone continuas
percepciones de rechazo; seguramente unas correctas, por supuesto, pero también otras
que no lo son. Las interpretaciones incorrectas de rechazo son los «falsos positivos». En
el ejemplo expuesto, la persona vulnerable al rechazo interpreta que su pareja no tiene
interés en ella, y la realidad es que ha tenido un pequeño conflicto con un compañero de
trabajo y por eso se muestra ligeramente seria. Sería un caso de falso positivo, de
interpretación inadecuada de rechazo.
Aunque luego veremos que la persona vulnerable al rechazo no debe simplemente
interpretar, sino atenerse a hechos objetivos —ya que, por el mencionado mecanismo, no
es capaz de discernir qué idea está ocasionada por su punto débil y cuál por la situación
real—, podemos convenir que las interpretaciones que sean correctas no son
perjudiciales. Al fin y al cabo, le están dando al individuo una información bastante
importante sobre la otra persona; en el caso de la dependencia emocional, su pareja. Las
interpretaciones erróneas, los falsos positivos, serían entonces las contraproducentes.
¿Qué graves consecuencias tiene la persistencia en interpretar, dando así entrada a la
aparición de esos falsos positivos? Enumeramos las tres más importantes:

• Percepción de rechazo continuado: como ya se ha dicho, las interpretaciones de


abandono o falta de interés fruto de la actuación del mecanismo de defensa
generan que no sólo se asuman los rechazos reales, sino también los posibles.
Dentro de los posibles, algunos serán ciertos y otros no. Para una persona sin este
mecanismo, los únicos rechazos o decepciones que va a percibir por parte de los
demás serán los reales, y quizá alguno posible, pero con alta probabilidad de ser
también cierto, ya que no posee una inseguridad afectiva que amplifique este tipo
de circunstancia.

42
La consecuencia es muy clara: el individuo que está traumatizado por
abandonos anteriores en fases constitutivas de su personalidad, va a percibir, entre
otras secuelas, mayor cantidad de rechazos en su vida adulta, sean ciertos o no.
Por tanto, se produce el fenómeno de la profecía autocumplida. El daño
emocional generado es evidente porque los rechazos son dolorosos para cualquier
persona, aunque mucho más para aquellas que tienen antecedentes de este tipo, ya
que han generado una hipersensibilidad, que es, paradójicamente, la responsable
de esta percepción excesiva de abandonos y faltas de interés afectivo.
• Deterioro de la autoestima: en base a la consecuencia antes expuesta, la
percepción continuada de rechazo produce y ratifica la idea en el sujeto de no ser
querible, de no merecer lo suficiente la pena; mucho más cuando se da cuenta de
que recibe más rechazos que otras personas, a las que ve más satisfechas con sus
relaciones, sin tantas dudas y con mayor sensación de seguridad con sus parejas.
Inevitablemente, aparece el temido cuestionamiento personal, que, como se ha
apuntado, es crucial para entender la naturaleza traumática del tema objeto de este
libro. Sin dicho cuestionamiento personal o deterioro de la autoestima, los
rechazos simplemente afectan y duelen, que no es poco, pero no traumatizan o
llevan ocasionalmente a la desesperación.
El sujeto vulnerable se lamenta de que nadie termina de quererle del todo, de
aportarle seguridad e incondicionalidad, de que siempre le ocurre lo mismo.
Derivar este lamento a un cuestionamiento personal, al «¿Qué tendré yo de malo
para que mis parejas pierdan el interés en mí?» o a la variante «Seguro que se fija
en otras personas (chicos o chicas según el caso) más interesantes que yo, a las
que querrá y prestará atención», es inevitable.
La profecía autocumplida que constituyen los falsos positivos va
empequeñeciendo al individuo vulnerable poco a poco. De todas maneras, es
importante distinguir esto del menoscabo en la autoestima proveniente de
mantenerse en relaciones de pareja en la que se dan rechazos reales. El
mecanismo de vulnerabilidad también influye aquí, pero no con interpretaciones
erróneas, sino evitando el temido desenlace de la ruptura definitiva y, entonces,
manteniendo al sujeto en una situación afectivamente patológica que también
supone un deterioro de su autoestima, esta vez por rechazos y pérdidas de interés
reales.
• Problemas con la pareja: el último inconveniente de los excesos interpretativos,
pero no por ello el menos importante, es el del perjuicio que suponen para la
relación de pareja. En no pocas ocasiones he tenido oportunidad de hablar con un
perfil determinado de personas cuya pareja es vulnerable al rechazo, y o bien se
han mostrado preocupados y afectados, o bien directamente se han derrumbado,
ya desesperados, argumentando que no saben cómo contentarla, cómo hacer para
convencerla de que están incondicionalmente con ella, porque nunca parece

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suficiente, siempre están en tela de juicio y se les encuentra un defecto.
Además, recordemos que las reacciones de las personas vulnerables varían
desde la sumisión para provocar el congraciamiento con la pareja (obviamente,
esto es menos disruptivo para la relación, ya que afecta únicamente al individuo,
al menos en primera instancia) hasta los reproches, enfados y demandas
persistentes (este tipo de reacción ya contamina directamente la relación al
perjudicar a ambos miembros). Los reproches, enfados y demandas son relevantes
tanto cualitativa como cuantitativamente; es decir, tan importante es una
reiteración de peticiones de cambio, de reproches por no prestar atención o por ser
excesivamente seco, como una explosión de ira en un momento determinado en la
que haya incluso insultos, gritos, objetos rotos, etcétera.
El perjuicio para la relación de pareja y el hartazgo del otro miembro está
servido, mucho más cuando lo que se interpreta son falsos positivos; en este caso,
la otra persona se siente tratada injustamente, juzgada sin razón ninguna. Intentará
evitar los conflictos con su pareja siendo más cariñoso de lo habitual,
reasegurando continuamente, prestándole mucha atención en situaciones de
grupo, contestando con rapidez a los mensajes de texto, no dirigiéndose a posibles
personas objeto de interés amoroso/sexual, etc.
Pero este mecanismo es insaciable y nunca será suficiente, ya que, como
veremos más adelante, la inseguridad afectiva se debe resolver desde dentro del
individuo, y no desde fuera (partiendo de la base de que el entorno debe ser
merecedor de seguridad, como es lógico). De lo contrario, el sujeto vulnerable
seguirá obedeciendo a su miedo, viendo fantasmas donde no los hay y con la duda
permanente; con la sensación de que, en el fondo, su pareja encubre un desinterés,
una desafección.

Con estas tres consecuencias primordiales, queda bastante claro que interpretar sólo
es adecuado cuando hay garantías de acertar en dicha interpretación. Estas garantías se
producen cuando la persona no posee mecanismos susceptibles de distorsionar el
proceso; en este caso, cuando la persona tiene la capacidad de ser segura afectivamente.
La inseguridad afectiva o vulnerabilidad al rechazo genera una hipersensibilidad, por la
que cualquier estímulo que debería ser irrelevante pasa a ser objeto de minucioso
análisis, y con él a interpretar un abandono, decepción o falta de interés que apenas sería
plausible para otra persona.

Pauta de autoayuda n.º 1. No interpretar

En línea con lo expuesto hasta ahora, la interpretación del comportamiento interpersonal


sólo es positiva si no existe distorsión alguna en este proceso; es más, todos lo hacemos
y es imprescindible con el fin de ser eficaces en el ámbito social. Pensemos, por ejemplo,

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en un amigo que no nos dirige la palabra y que no nos contesta si le preguntamos:
interpretar que está enfadado por algo parece, entonces, tan procedente como
conveniente. De la misma manera, si en una reunión de trabajo nuestro jefe atiende con
interés a nuestras propuestas, nos da la razón y se muestra a gusto y sonriente en la
interacción con nosotros, podemos inferir sin temor a equivocarnos que estamos bien
considerados por él. Interpretar no sólo no es perjudicial, sino que es necesario.
No obstante, sabemos que las personas con hipersensibilidad al abandono tienden no
sólo a interpretar continuamente cualquier situación sólo por el hecho de que
remotamente pueda constituir un rechazo, sino a que la conclusión obtenida de dicha
interpretación sea siempre desfavorable. Ya se expuso que a veces esta interpretación
será cierta, como es lógico, pero en otras ocasiones resultará errónea.
En consecuencia, la primera pauta que propongo para que la persona vulnerable deje
de serlo es no interpretar nada relacionado con faltas de cariño, de atención, etcétera. Las
consecuencias del exceso interpretativo y, sobre todo, de los falsos positivos, son tan
dañinas que hay muchos más inconvenientes que ventajas en este comportamiento de
análisis permanente. Como gran fundamento para esta pauta, el lector vulnerable al
rechazo debe pensar, simplemente, que no es fiable en este tema. Así de simple, no tiene
la mente lo suficientemente limpia y despejada como para analizar con objetividad las
situaciones ambiguas, y va a tender a percibir rechazos donde posiblemente no los haya.
Y las consecuencias de este comportamiento perpetúan la vulnerabilidad y producen
otros efectos terribles, como el deterioro de la autoestima y de la relación de pareja, en
línea con lo ya expuesto.
En una de mis sesiones con una paciente afectada de dependencia emocional,
mientras hablábamos precisamente de su vulnerabilidad ante el rechazo de su novio, yo
le explicaba, en concreto, su tendencia a interpretar en exceso y la conveniencia de no
hacerlo, dada su falta de fiabilidad en este cometido. En ese contexto recibió una llamada
telefónica, justamente de su novio, que, como tantas veces sucede en mi trabajo, no sabía
que su pareja estaba acudiendo a un profesional. La paciente se puso nerviosa y no supo
cómo reaccionar. Decidió cortar la llamada. Le dije que por mi parte no había problema
en que hablara un momento mientras yo permanecía callado, con el fin de que no se
produjera un malentendido, pero esta chica decidió actuar de esa manera. A los cinco
minutos, su novio volvió a llamar, seguramente sorprendido por el extraño
comportamiento de la chica, que no sólo no le aceptaba la llamada, sino que, además, la
interrumpía colgándola sin dar explicación posterior. Una vez más, se puso muy nerviosa
y, sin hacer caso de mi sugerencia —atender la llamada— decidió, una vez más,
colgarla. Ya no se produjeron nuevas llamadas de este chico. Ante esta situación,
aproveché la coyuntura para hacerme entender mejor y le pregunté, en primer lugar, qué
estaría pensando su novio sobre este comportamiento. Ella me contestó que estaría
extrañado, perplejo, y que seguramente esperaría a tener después una aclaración lógica
de esta situación, sin más. Yo le pregunté entonces qué hubiera ocurrido en caso

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contrario, es decir, de ser ella la que hubiera llamado en dos ocasiones y en ambas su
novio le hubiera colgado la llamada, sin recibir por su parte un contacto o una
explicación. Su contestación fue tan simpática como totalmente automática: «¡Lo
mato!».
La explicación de esta divertida anécdota es muy sencilla: el novio de esta chica no
tenía este mecanismo y, en una situación ambigua como la generada, intentó interpretar
el comportamiento de su novia y no encontró una explicación satisfactoria (ella me
confirmó todo esto en la siguiente sesión), ante lo que decidió esperar noticias
posteriores de ella sin imaginarse nada negativo, más bien con una reacción de
perplejidad. De haberle ocurrido este incidente a ella, su mecanismo de vulnerabilidad al
rechazo la habría alertado y habría escogido una interpretación que habría resultado
errónea, bien de falta de interés de su novio hacia ella, de enfado, o incluso de que se
encontrara en una situación clandestina —por ejemplo, con otra chica— que no quería
que ella supiera. Cualquiera de estas interpretaciones hubieran sido falsos positivos, ya
que la explicación verdadera era que se encontraba visitando a un psicólogo, algo que no
tiene que ver con rechazos, abandonos, decepciones o falta de interés afectivo.
En lo que se refiere a la tendencia a interpretar determinados hechos, la mejor pauta
de autoayuda posible es precisamente dejar de hacerlo, es decir, no interpretar.
Enseguida se expondrá cómo llevar a la práctica esta pauta, pero antes conviene realizar
una pequeña reflexión: ¿cómo actuar entonces? Es decir, si la solución es no interpretar,
¿cómo extrae la persona vulnerable información de algo tan importante para ella como
es valorar el interés, el afecto y la seguridad que le proporciona su pareja? Cuando
hablemos de la «focalización excesiva» expondremos una pauta que consiste en basarse
únicamente en balances de la relación. Todo lo que se comente al respecto es lo más
idóneo para extraer información sobre la calidad de la relación de pareja; por tanto, nos
remitimos a ese apartado para contestar la pregunta. Mientras tanto, es interesante
señalar una excepción a esta recomendación de no interpretar rechazos, y es la siguiente:
la reiteración de este tipo de hechos. No es lo mismo un hecho puntual ambiguo
susceptible de malinterpretarse que una cadena de hechos de la misma naturaleza.
Expliquémoslo.
Recordemos el ejemplo expuesto de la persona que entraba en la casa donde se
encontraba su pareja, y lo hacía con un semblante ligeramente serio. No es lo mismo
interpretar aisladamente este hecho, que presentado tal cual parece intrascendente, que
interpretar una sucesión de situaciones idénticas, acompañadas de otras —como falta de
expresiones de cariño, demoras en contestación de mensajes, falta de iniciativas en
comunicación o manifestación emocional, lenguaje excesivamente lacónico, etcétera—.
Es decir, los hechos aislados no pueden elevarse de categoría, pero un conjunto de
hechos sí deben ser tenidos en cuenta, junto con los balances que más adelante expondré.
Aquí, no cabe otro remedio que realizar interpretaciones, ya que se produce una cadena
de hechos ambiguos que van todos en la misma dirección.

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Dicho esto, es momento de detallar cómo llevar a la práctica esta pauta de autoayuda.
Como en todas las que vamos a proponer, lo más importante es la constancia, ya que
estamos hablando de rasgos de la personalidad, aunque sean desadaptativos; por tanto,
tienden al arraigo y a la estabilidad, como sucede con nuestro temperamento básico,
nuestra ideología o nuestra preferencia sexual. Se precisa constancia para cambiar un
hábito firmemente establecido. En ese sentido, es muy recomendable realizar un trabajo
diario, como también es habitual en la práctica psicoterapéutica. Este trabajo diario se
debe constatar preferiblemente por escrito, ya que más tarde resulta muy práctico ver las
anotaciones, los progresos, los paralelismos con otros hechos registrados, etcétera.
En este caso, se pueden anotar por escrito interpretaciones de rechazo realizadas con
su reacción posterior: bien mantener la tendencia antigua de dar por cierta la más
desfavorable, bien sustituir dicha tendencia por una erradicación de la especulación,
justificada en la escasa fiabilidad que se tiene en esta temática. Es muy difícil desatender
algo que interiormente clama con muchísima fuerza y sensación de veracidad, pero
luchar contra la vulnerabilidad al rechazo es tan complejo y sacrificado que requiere de
pasos muy determinados y de gran valentía. El mecanismo anteriormente citado da tanta
verosimilitud a la interpretación que cuesta mucho desoírla; aquí es fundamental el
compromiso del individuo para ser inflexible siempre y cuando dicha verosimilitud se
sustente en una especulación.
Para salir de dudas en cuanto a la necesidad de efectuar esta pauta, hay una regla
básica: si existe otra alternativa posible a la idea que está haciendo daño, es que se trata
de una interpretación y, por tanto, no debe constar como cierta. Simplemente, la
situación ambigua en la que se haya generado dicha interpretación debe quedar sin
resolver, en la incertidumbre. No se sabe cuál es la alternativa correcta, y sólo por el
hecho de que una de ellas brille con más fuerza —por la mencionada hipersensibilidad—
no significa que sea la verdadera.
En esto hay que ser muy tajantes; de lo contrario, la ansiedad por lo doloroso de la
interpretación se irá apoderando del individuo hasta envolverlo por completo. Para
luchar contra esta vulnerabilidad, no cabe ninguna interpretación ni especulación, aun a
riesgo de dejar de efectuar alguna cierta y procedente. Sólo deben valer los hechos
objetivos, aquellos que ninguna persona pondría en duda y en los que se obtendría
unanimidad absoluta si se sometieran a una valoración externa. En definitiva, sólo deben
computar los rechazos reales, y no los percibidos, interpretados o supuestos.
Ni que decir tiene que la pauta no debe limitarse a dejar de interpretar y después a
registrar por escrito el evento en cuestión. El comportamiento posterior debe ser
coherente, es decir, si la persona no interpreta un rechazo, su conducta subsiguiente debe
basarse en que dicho rechazo no se ha producido; en caso contrario, es que realmente le
sigue haciendo caso a la especulación, a la percepción injustificada de abandono o falta
de interés. Recuerdo el caso de una chica con la que trabajaba este objetivo, y que me
contó que su pareja tardó más de lo habitual en contestarle a sus mensajes mientras se

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encontraba en el trabajo. Ella me dijo que aplicó lo que estábamos comenzando a
trabajar y pensó que este comportamiento se podía deber realmente a otras causas (que
anduviera ocupado, que no se diera cuenta de que estaba recibiendo los mensajes,
etcétera), por lo que se propuso renunciar a su percepción interior de que su pareja estaba
perdiendo interés en ella. No obstante, no vi en su rostro y en su comunicación una
convicción real en lo que me estaba diciendo, y entonces le pregunté qué sucedió cuando
se reencontraron, al volver su pareja de trabajar, a lo que me contestó que estuvo muy
seca con él y que casi no le dirigió la palabra. Éste es un ejemplo de pauta realizada «con
la boca pequeña», sin una convicción real y con un mantenimiento efectivo de la
interpretación de rechazo.
No interpretar no debe quedarse en ello, sino en dejar completamente en blanco la
explicación de una situación ambigua. En este sentido, es importante ir tolerando cada
vez más la incertidumbre en este tipo de circunstancias, porque la ansiedad por el
abandono produce un deseo de querer dejar completamente atado y explicado todo tipo
de hechos, y esto no deja de ser un acto de obediencia a esta clase de miedos. Es decir,
no se trata de tener en suspenso la interpretación hasta que la otra persona nos clarifique
con todo lujo de detalles el porqué de su proceder, sino de que el individuo comience a
menoscabar el mecanismo de vulnerabilidad que tantos problemas le está ocasionando
(siempre, insistimos, cuando se trate de hechos esporádicos en un contexto positivo, y no
de una cadena de situaciones «sospechosas» con un mismo denominador común, el de la
falta de interés), con lo que tendrá que ir tolerando esa incertidumbre, dejando de ver
rechazos por todas partes y siendo más estricto en la percepción de los mismos.

Recomendaciones para los psicoterapeutas

La exposición de este objetivo en la terapia puede realizarse tal y como la hemos


formulado como pauta de autoayuda. No suele ser un objetivo difícil de comprender. El
paciente va a reconocer sin mayor problema su tendencia a efectuar malas
interpretaciones; de hecho, lo más normal será que nos relate algún ejemplo de las
mismas y de los problemas que eso ha ocasionado con su pareja, sea por tratarse de una
relación sana donde el otro se ha sentido permanentemente en entredicho y tratado
injustamente, sea por tratarse de una patológica en la que la otra persona ha reaccionado
con virulencia ante los lamentos o las demandas (en esta circunstancia, seguramente
algunas o muchas de las interpretaciones serán correctas; por tanto, sólo tendrá sentido la
propuesta de esta pauta si como terapeutas intentamos equilibrar la relación).
Ayudarnos de metáforas o alegorías para explicar las interpretaciones erróneas de
rechazo suele ser bastante útil, porque se trata de un tipo de mensaje que el paciente
retiene con facilidad y le sirve de recordatorio entre sesiones. Una de las metáforas que
suelo utilizar es la de un policía que detiene a un sospechoso y lo lleva ante un juez,
acusándolo del robo de un banco. El juez le pide pruebas al policía y éste se limita a

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afirmar que no las tiene, pero que su apariencia le delata. Como es lógico, el juez no
puede dictaminar en base a sospechas, prejuicios u opiniones y deja en libertad al
sospechoso. Otra metáfora válida es la del científico, que realiza hipótesis para luego
contrastarlas objetivamente, con datos incontrovertibles. La persona con vulnerabilidad
al rechazo no actúa ni como un juez ni como un científico; por tanto, el objetivo, en lo
que a la necesidad de no interpretar se refiere, sería acercarse a esas dos figuras; es decir,
regirse únicamente por hechos objetivos e irrefutables. Sólo deben computarse los
rechazos reales, los incuestionables, no las sospechas y presunciones, ya que pueden dar
lugar a falsos positivos.
Como ya se ha dicho al exponer la pauta de autoayuda, proponer al paciente un
trabajo diario es, desde nuestro punto de vista, imprescindible. Anotar las situaciones en
las que ha efectuado interpretaciones y lo que ha ocurrido después es de una importancia
crucial: se acostumbra a detectar este tipo de circunstancias y, con ello, va adquiriendo
un mayor control voluntario de algo que se había convertido en un automatismo. No
importa demasiado si al principio hay más errores que aciertos, en el sentido de que el
individuo no sea capaz de evitar el canto de sirena de su especulación, a la cual
terminará, entonces, haciéndole caso irremisiblemente. El objetivo inicial será buscar un
único acierto, una ocasión en la cual sea capaz de renunciar a esta interpretación a pesar
de la sensación de veracidad que experimentará en su interior. Para ello, debemos
animarle sin ser excesivamente cerebrales: la explicación racional ya la habremos
proporcionado y esto es imprescindible, pero el sujeto tendrá miedo a renunciar a
interpretar porque entonces se considerará indefenso. No olvidemos que esta tendencia a
especular proviene directamente de un mecanismo de defensa; por tanto, le estamos
pidiendo al paciente que se decida a abandonar algo que, por instinto, su mente está
efectuando para protegerse, con el fin de evitar la reproducción del daño psicológico.
En consecuencia, la introducción de elementos motivacionales por nuestra parte es
crucial, así como mostrarnos tajantes cuando el paciente nos relate una de esas
interpretaciones a las que no haya podido sustraerse. Por ejemplo, diciéndoles: «¿Cabía
otra explicación a este comportamiento?», y aunque la persona manifieste una y otra vez
que está segura de que se ha producido por falta de interés hacia ella —por ejemplo—,
remitirnos a la máxima de esta pauta e insistir, con rotundidad, en la idea de que
entonces debemos dejar dicho comportamiento sin explicar. Frases reiterativas fáciles de
retener tipo «La mente te juega malas pasadas», «No eres fiable» o «Ves fantasmas
donde quizá no haya ninguno» pueden ayudar a concienciar al paciente. Lo normal será
que tengamos que rectificar tendencias interpretativas durante unas cuantas sesiones; es
un objetivo fácil de identificar, pero difícil de llevar a la práctica por el miedo antes
descrito a cambiar el comportamiento. Reiteramos que lo importante es conseguir algún
logro para, así, referirnos a él como ejemplo de que no es imposible modificar esta
tendencia patológica. Fijarnos en los fracasos sólo debe efectuarse para determinar cuál
hubiera sido la reacción correcta, inicialmente con nuestra guía y después utilizando el

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método socrático.
En el trabajo con este objetivo puede producirse alguna interpretación de un hecho
bastante relevante. En esta situación, para evitar obsesividad en caso de que el paciente
intente llevar a la práctica la pauta proporcionada, sería oportuno que fuéramos nosotros
quienes interpretáramos el comportamiento de la pareja, siempre advirtiendo que es una
especulación. Evidentemente, como siempre en nuestro trabajo, debemos ser objetivos y
manifestar nuestra visión imparcial de la situación, así como la mucha o poca seguridad
que tengamos en dicha visión. Está claro que esto sólo debe realizarse con carácter
excepcional y ante hechos que, por ejemplo, tengan que ver con la fidelidad de la pareja
y, por tanto, difícilmente puedan despacharse aduciendo que caben otras alternativas
posibles más benignas al comportamiento que esté generando angustia o duda.
Un apoyo muy importante para la consecución de este objetivo es el de cambiar la
perspectiva del paciente. Éste tiene la sensación de que la pareja esconde una falta de
interés afectivo subyacente o, en el peor de los casos, un deseo franco de abandonar la
relación. El «dedo acusador» señala siempre a la otra persona. En el caso, por otra parte
bastante frecuente, de que, desde nuestro criterio profesional, esto sea tan excesivo como
injusto —podemos incluso requerir una visita con la pareja y lo normal será que en
pocos minutos ratifique nuestra hipótesis—, cambiar la perspectiva supondrá hacerle ver
al paciente que está buscando pruebas permanentemente en contra de su pareja, con una
presunción de culpabilidad que es muy difícil de soportar. Le podemos manifestar que
siempre está poniéndole en duda, buscándole errores y acusándole o recriminándole.
Cualquier ambigüedad se convierte en una prueba irrefutable de traición afectiva, hasta
el punto de que la otra persona está continuamente defendiéndose y probando una y otra
vez su inocencia. Cambiar la perspectiva consiste en confrontar al paciente con su
actitud culpabilizadora, con el ánimo de motivarle a dejar de interpretar o, mejor dicho,
desconfiar. La pareja, siempre en estos casos de relaciones sanas, habrá manifestado en
muchas ocasiones lo mismo.
Precisamente, cabe añadir, en lo que a las recomendaciones profesionales se refiere,
que debemos evitar las actitudes de reaseguramiento por parte de la pareja. Esto sucederá
en el caso de que sus intenciones sean realmente buenas y se sienta abrumada por el
juicio permanente de la persona vulnerable al rechazo, con la percepción de estar siendo
tratada injustamente. La pareja no tiene problemas en mostrar cariño y seguridad
afectiva, algo que sabe que tiene un efecto balsámico en la otra persona. En esto no hay
problema alguno, el inconveniente surge cuando hay un exceso de comportamientos de
este tipo con los que la pareja defiende su inocencia. Por ejemplo, si emplea un lenguaje
excesivamente cariñoso ante demandas o reproches de la pareja, contesta con demasiada
celeridad o incluso ansiedad a los mensajes, evita interactuar con determinadas personas
o contar que ha estado con ellas con el fin de que no se produzca una riña, recuerda una
y otra vez que ama a su pareja y está incondicionalmente con ella, etc.
En estos casos, la pareja de la persona vulnerable al rechazo está sometiéndose para

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evitar posibles conflictos, algo que es humanamente comprensible pero que es muy
perjudicial tanto para ella como para la relación. Para ella, porque empezará a mostrarse
apagada y empequeñecida, ya que la sumisión va mermando la autoestima y generando,
a su vez, un rencor más o menos latente, independientemente del sufrimiento
psicológico. Para la relación, porque se propicia una dinámica de desequilibrio en la que
el dependiente asumirá el papel dominante y su pareja el subordinado, incrementándose
cada vez más tanto los reproches y la culpabilización como la sumisión y las pruebas de
inocencia. El desequilibrio es siempre progresivo y supone una degradación paulatina de
la relación. En este sentido, debemos promover que la pareja se comporte con fidelidad a
su persona, tal y como es, sin miedo a que se produzca un conflicto, por duro que éste
sea. Esto se lo debemos transmitir también al paciente, con el fin de que apoye este
proceso. Una forma de transmitir seguridad afectiva, algo que es imprescindible para
luchar contra esta vulnerabilidad, es que la pareja se muestre fiel a sí misma y
razonablemente contenta, bien de ánimo.

1 Insistimos: con el ánimo de ser operativos, trasladamos todo al ámbito amoroso propio de la dependencia
emocional, pero puede adaptarse a otros sin mayor problema.

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LAS DRAMATIZACIONES

Definición

La anterior pauta contra el miedo al rechazo pretende eliminar los falsos positivos, es
decir, las percepciones de abandono o falta de interés que resultan no ser tales, sino
errores de interpretación debidos al sesgo producido por la vulnerabilidad. No obstante,
está claro que la mencionada vulnerabilidad no sólo genera esa actitud de
hipervigilancia, sino que también produce otra de amplificación. La mente está tan
sensibilizada por los impactos traumáticos previos que considera verdaderamente
aterradora o devastadora la percepción de la reproducción de dichos impactos; por tanto,
los rechazos reales —esta vez no los interpretados, que se supone deberían descartarse
por la escasa fiabilidad del sujeto vulnerable— van a ser amplificados en gran medida.
Recordemos el ejemplo que expuse en el anterior apartado, sobre un hipotético atraco
con violencia que una persona podría sufrir a la salida del trabajo. Este ejemplo nos
sirvió para entender la actitud de hiperalerta posterior, y también el sesgo interpretativo
por el que cualquier estímulo ambiguo, que tenga una cierta conexión con el peligroso se
catalogará como tal. Imaginemos ahora que sucede lo peor que podría pasar en este
contexto, y es una nueva agresión similar transcurrido un tiempo. El primer incidente
generó un impacto traumático que dejó una enorme huella mental, pero el segundo se
vivirá con una sensación infinitamente peor. Si antes hubo miedo a una repetición del
hecho, después de un segundo suceso ya podemos hablar literalmente de pánico. Esto
sucedería porque el trauma inicial dejó una huella tan grande que la mente almacenó ese
hecho como verdaderamente peligroso, estresante en exceso y comprometedor de la
integridad física y psíquica. Esta huella actúa como una herida que no está bien curada o
cerrada; cualquier nuevo golpe sobre la misma dolerá mucho más porque la zona está
enormemente sensibilizada. La sensibilización es la encargada de amplificar los
impactos posteriores, y en el caso del rechazo así es lo que sucede con los hechos de este
tipo que se van produciendo con el tiempo.
Además de hipervigilante, el individuo vulnerable también es, entonces,
extraordinariamente sensible a los rechazos posteriores. La amplificación emocional
negativa de este tipo de eventos la denomino en mi trabajo clínico «dramatización», y
con esto ya tenemos la segunda manifestación de la vulnerabilidad objeto de este
estudio. La persona con miedo al rechazo dramatiza los sucesos reales que se producen
en los que haya abandonos o falta de afecto e interés por parte de otro; en el caso de la
dependencia emocional, por parte de la pareja, pero cuando la vulnerabilidad es genérica,

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se amplía el círculo. De hecho, para explicar la dramatización suelo poner un ejemplo,
también proveniente de mi práctica clínica, en el que esta manifestación no se da en una
relación de pareja, sino fuera de ella.
El ejemplo es el siguiente: una paciente con trastorno límite de la personalidad, con
muy pocas sesiones realizadas (apenas las que dedico al diagnóstico y una o dos más),
entró un día en la consulta llorando desesperadamente. Al sentarse y preguntarle sobre lo
ocurrido, me contó que había tenido un gran disgusto en su trabajo: una compañera suya
no había querido irse a almorzar con ella y había preferido irse con otra persona. Ni que
decir tiene que algo así para alguien vulnerable al rechazo es una auténtica puñalada,
siempre y cuando esa persona tenga un miedo genérico y no restrictivo, como así era el
caso. No obstante, mi intuición me alertó y quise profundizar en el suceso antes de
abordar la manera de enfocarlo. Se me ocurrió preguntar a esta paciente quién era su
compañera, que me hablara sobre ella, pues no sabía nada de su existencia, algo por otra
parte normal ya que llevábamos poco recorrido terapéutico. Entonces me contó que
dicha compañera era una interina que llevaba apenas dos o tres días trabajando ahí, y que
inicialmente, cuando llegó, se fue a almorzar con ella, pero que dejó de hacerlo
precisamente el día que teníamos sesión para irse con otra persona.
Ya parece desproporcionado tener una afectación tan importante sólo por una
decepción o desavenencia con una compañera de trabajo. No obstante, la situación
cambia enormemente cuando resulta que esa compañera era casi una perfecta
desconocida, alguien intrascendente en el mundo afectivo de mi paciente. La
amplificación de este hecho fue tan notable que se me quedó muy grabada en mi
memoria, y por eso lo utilizo como ejemplo ostensible de dramatización; en este caso,
resalta más la sobrevaloración de lo sucedido al no tratarse ni de la pareja ni de un ser
afectivamente significativo. La dramatización es la reapertura figurada de una herida
emocional no cerrada, que es el trauma original; dicha reapertura se produce con
cualquier hecho al que el individuo sea sensible. Una persona con dependencia
emocional podría ser sensible o no a este tipo de hechos, según tenga un miedo al
rechazo genérico o restrictivo, respectivamente. Lo normal es que una persona con
trastorno límite de la personalidad posea un miedo genérico al rechazo, de ahí que el
ejemplo haya sido con un caso de esta entidad clínica.
Tras saber qué es la dramatización, vamos a examinar los dos grandes tipos que se
producen en la vulnerabilidad al rechazo, que, por cierto, no son excluyentes entre sí, y
que se dan según se produzcan diferentes circunstancias desencadenantes:

• Dramatización según la persona: es la que se corresponde con el ejemplo


expuesto. La sobrevaloración se produce porque alguien, sin la vitola de persona
significativa afectivamente, es capaz de desequilibrar al sujeto vulnerable con una
falta de interés o un abandono. Las personas no vulnerables apenas sufrirían
afectación más allá de una ligera decepción, un leve enfado o una mera sorpresa;

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en cambio, cuando se da este tipo de dramatización según la persona, casi
cualquiera tiene el potencial de desestabilizar. Cualquier falta de interés afectivo
—no saludar, presentar un comportamiento despectivo, no contestar un mensaje o
escoger la compañía de otra persona, como en el caso del ejemplo— es
susceptible de generar un inmenso dolor, completamente desproporcionado
porque proviene de alguien que no debería tener la capacidad de producir ese
efecto.
Con esto no se quiere afirmar que necesariamente la otra persona deba ser casi
una desconocida; por ejemplo, se puede tratar de alguien con el que se mantenga
una cierta amistad, un simple conocido o un familiar lejano. Es el tipo de
dramatización menos usual, al menos en mi experiencia clínica, pero tiene la
suficiente entidad como para que haya que dar cuenta de ella y, por definición,
sucede únicamente en el miedo genérico al rechazo.
• Dramatización según la magnitud del hecho: en contraste con la anterior, es la
más habitual. Para empezar, se puede dar tanto con el miedo genérico al rechazo
como con el restrictivo. Además, sin necesidad de que la vulnerabilidad al
abandono sea muy intensa, se va a producir con notable facilidad: podemos
afirmar, sin miedo a equivocarnos, que se trata de la dramatización por excelencia
en la hipersensibilidad al rechazo. En este tipo, la sobrevaloración no radica en la
persona de la que proviene el desengaño, porque se trata de alguien significativo
(por ejemplo, la pareja en la dependencia emocional), sino en la magnitud del
hecho en cuestión.
Un hecho leve se convierte en importante, y uno importante en apocalíptico, si
se nos permite la exageración. Vamos a ejemplificar situaciones de esas dos
magnitudes para que se entienda mejor lo que se pretende transmitir. Imaginemos
a una persona que ha ido al médico a que éste le diera los resultados de un análisis
rutinario de sangre, análisis que se efectuaba sin que hubiera síntomas o
circunstancias más o menos preocupantes que lo motivaran. Al reencontrarse con
su pareja, ésta no le pregunta por los resultados de dicho análisis. Obviamente, se
trata de un error y podemos convenir que es una leve decepción, pero no mucho
más que eso porque todos hemos tenido olvidos en alguna ocasión.
Pues bien, si la persona que se ha efectuado el análisis no es vulnerable al
rechazo, reprenderá levemente a su pareja o bien simplemente le contará los
resultados de dicho análisis. En cambio, si es vulnerable, comenzará a tener ideas
irrefutables del escaso interés que tiene su pareja en ella, experimentará malestar
o ansiedad, relacionará este hecho con otros (que, por cierto, pueden ser
interpretaciones erróneas, o sea, falsos positivos) o iniciará una acalorada
discusión, reprochando este comportamiento y demandando más atención.
En estas situaciones, las parejas reaccionan al principio con sorpresa porque no
están acostumbradas a la sobredimensión de hechos de esa naturaleza, para

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después ir acostumbrándose a que cualquier despiste, falta de comunicación (por
ejemplo, mirar demasiado el teléfono móvil cuando se está junto con la otra
persona) o similar será susceptible de una reacción negativa en forma de malestar,
ansiedad, hundimiento anímico, discusión intensa y un largo etcétera.

Pauta de autoayuda n.º 2. Desdramatizar

Resulta claro que, si la manifestación de la vulnerabilidad al rechazo consiste en


dramatizar, lo que hay que efectuar para contrarrestarla es desdramatizar. Es obvio y
simple, aunque difícil de conseguir; como siempre, necesitaremos grandes dosis de
motivación y hambre para luchar contra estos duros enemigos que son los hábitos,
miedos, etcétera, pero también necesitaremos mucha constancia, dedicación y tenacidad,
porque su arraigo es muy notable.
Desdramatizar supone «quitar hierro» a las situaciones, intentar por todos los medios
ubicarlas en su justo lugar. Nadie dice que haya que callarse o invalidarse interiormente
cualquier mala sensación, simplemente lo que se pide a través de esta pauta es evitar la
sobredimensión de hechos que pueden afectarnos, pero no tumbarnos. Si la
dramatización se ha producido por una persona poco significativa, precisamente por
tratarse de alguien que no tiene la suficiente categoría en el plano afectivo como para
condicionar nuestro estado de ánimo; si la dramatización se ha producido por la
amplificación de la magnitud de un hecho, por la desproporción existente entre el hecho
en sí y sus consecuencias. Desdramatizar supone un esfuerzo interior para frenar una
especie de instinto, de tendencia imparable a magnificar cualquier hecho negativo
relacionado con el mundo afectivo.
Inicialmente, será muy difícil de realizar dicho esfuerzo interior; como con la mayoría
de pautas que proporciono en este libro, el objetivo será conseguir un primer triunfo, un
logro con el cual la persona haya podido calmarse, tranquilizarse y reducir su malestar.
No hay que desistir ante la resistencia inicial, porque por automatismos el individuo
vulnerable va a magnificar las situaciones y a tomárselas como mucho peores de lo que
realmente son. En este sentido, conviene reflejar también los fracasos en ese deseable
trabajo diario que hay que efectuar para instaurar las pautas. El motivo es simple: al
reflejar el fracaso somos conscientes también de la menor importancia que la persona le
da a ese evento transcurrido un tiempo; de hecho, en muchas ocasiones, cuando alguien
en la clínica me expone una situación ya ocurrida en días anteriores en la que no ha
conseguido desdramatizar me dice cosas como «¡Vaya tontería!» o «Aquí me excedí
bastante, me lo tomé fatal».
Ser conscientes de la relativización que se produce tiempo después ayuda a que el
convencimiento para desdramatizar se intensifique. Si cuando alguien está
sobrevalorando un hecho está muy concienciado para moderarse, y recuerda hechos
anteriores en los que dicha moderación se ha producido transcurrido un tiempo, va a

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tener algo más fácil lograr su objetivo.
Además, también es importante que el sujeto aprenda a distinguir la sobrevaloración
según la persona o según la magnitud del hecho. En el primer caso, es fundamental estar
muy motivado para impedirse interiormente una excesiva afectación en caso de que la
otra persona no sea lo suficientemente importante en el plano afectivo, es decir, de que
no se trate de un ser significativo. Aquí, alguna idea o frase fija como «Cualquiera no
puede tener el poder de desestabilizarme» o «Esta persona no es nada emocionalmente
para mí» pueden ayudar, porque transmiten una verdad incontestable, así como una
actitud de radicalidad, de fortalecimiento ante el malestar que se produce por la
hipersensibilidad al rechazo.
En el segundo caso, con la dramatización por la magnitud del hecho, hay que
remitirse a esa tranquilización que aparece con el tiempo y, desde luego, al recuerdo de
situaciones análogas anteriores, en las que algo que parecía prácticamente el fin del
mundo simplemente queda como negativo o desagradable, sin más. Una ayuda adicional
es imaginar cómo se tomaría un incidente así otra persona; por ejemplo, un amigo u otro
ser querido que nos sirva de referencia por su moderación y sensatez. Cambiar los
papeles en un momento así puede dar otra perspectiva, y como la persona está
asumiendo el papel de otra, el mecanismo de hipersensibilidad y sobrevaloración no se
está activando, teniendo de esta forma una visión mucho más ajustada a la realidad.
Simplemente, ser consciente con el trabajo diario que se ha propuesto antes de que
hay que ubicar cada acontecimiento en su justo lugar, sin dejarse llevar por la intensidad
emocional o el catastrofismo propios de la vulnerabilidad al rechazo, ya produce un
debilitamiento de dicho impacto. Ayudarse del ejercicio de «cambiar de personaje», es
decir, imaginar que lo que está afectando le está sucediendo a otra persona, es también
muy útil para aplicar esta pauta de autoayuda; de igual manera, revisar aciertos y errores
que se hayan producido contribuye a recrear dichos sucesos interiormente con las
reacciones más deseables. Al final, lo crucial en esta pauta es no dejarse llevar por un
fatalismo y una magnificación que vienen generadas casi automáticamente por el
mecanismo del miedo al abandono, sino imponerse por voluntad propia una moderación
por la que se templen los ánimos y no se engrandezca lo sucedido.
Ayudarse de frases tranquilizadoras y tan automatizadas como un eslogan publicitario
del tipo «Debo tener cuidado porque estas cosas me las tomo siempre a la tremenda»,
«Quiero estar muy pendiente de no magnificar lo que pase», «Es fundamental que
desdramatice lo que me hace sentir tan mal» o cualquier otra pueden venir bien para
mantener activa y con tensión a la persona, para que no se deje llevar por su propia
negatividad.

Recomendaciones para los psicoterapeutas

Con la desdramatización entramos ya propiamente en el terreno del manejo de las

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situaciones de rechazo real, a diferencia de lo que ocurría con las interpretaciones
erróneas, que actuaban como las clásicas distorsiones cognitivas. Por tanto, como
profesionales nos situamos en el movedizo terreno que se va alejando de lo puramente
cognitivo y racional, para adentrarnos en el motivacional, afectivo o actitudinal. Es
cierto que desdramatizar las decepciones interpersonales tiene una parte claramente
racional, pero es muy importante como psicoterapeutas, en el manejo de estas
situaciones, que no nos focalicemos excesivamente en ella porque el paciente no se
sentirá entendido. Es decir, a veces el paciente puede no ser consciente de su
sobrevaloración de los hechos, pero otras veces sí se da cuenta de que está
magnificando; no obstante, de alguna manera, la intensidad de su malestar es tan brutal
que no es capaz de evitar venirse abajo, desesperarse, tener un acceso de ira,
obsesionarse, etc.
En este sentido, además de confrontar racionalmente con la realidad, debemos actuar
como motivadores y ser firmes ante la eventual negatividad de la persona. Esto significa
que si el paciente nos refiere ese clásico de la psicoterapia tan denostado por nosotros
(«Sí, me sé la teoría, pero tengo problemas para la práctica»), no podemos contagiarnos
de su abatimiento. Debemos, en este caso, dar la vuelta a la situación y pedirle más al
paciente, porque él no se está pidiendo lo suficiente a sí mismo por desmoralización o
quizá también porque deposita excesiva responsabilidad en nosotros. Si es necesario, y
siempre primando por encima de todo la alianza terapéutica, deberemos manifestar
nuestro desacuerdo con esa aparente imposibilidad y demandar al paciente que luche de
verdad, que se esfuerce. No olvidemos que tener el estado de ánimo bajo o ser presa de
la ansiedad, como sucederá prácticamente siempre en estos casos, empequeñece
notablemente la autoconfianza y la actitud de lucha del sujeto, que no ve otra cosa que la
negatividad que le domina.
Para eso, nuestro papel como terapeutas debe ser el de promover un contagio a la
inversa: en lugar de quedarnos paralizados por el derrotismo del individuo, tendremos
que activarlo con nuestra beligerancia, mostrándole, además, que si quiere de verdad,
puede hacerlo. Referirnos a otros casos de pacientes que, obviamente, han sido capaces
de desdramatizar («Si una sola persona en el mundo ha podido hacerlo, ¿por qué tú
no?») le dará esperanza y optimismo al individuo, además de motivarle positivamente en
su orgullo, que tendrá con toda probabilidad muy abandonado. La cuestión es
transmitirle energía y entusiasmo para que abandone su posición derrotista, al mismo
tiempo que le hacemos saber que otra actitud es posible, y que no está condenado o
determinado a sobrevalorar todo tipo de evento relacionado con el rechazo o la falta de
interés percibida por parte del otro.
Una metáfora que me funciona bien en la terapia porque es bastante gráfica es la del
sparring, la persona que ayuda al boxeador a entrenarse. El sparring adopta
normalmente una posición de defensa mediante la cual encaja los golpes del boxeador
que se está entrenando. Es sencillo imaginar que, en este proceso, está absolutamente

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predispuesto y mentalizado a encajar dichos golpes, aunque no por ello dejará de
experimentarlos. Dicha predisposición no es la de negar la existencia del golpe, sino la
de contenerlo y asimilarlo de la mejor forma posible para que no produzca tanto daño.
Además, la mentalización girará en torno a la idea del aguante de esos golpes, de
soportarlos con profesionalidad y entereza. Cuesta imaginar a uno de esos sparrings
llorando o chillando de dolor con los impactos recibidos por el miedo que les pueda
tener: estará acostumbrado a encajar, a minimizar los mencionados impactos y a
aguantar los indudables perjuicios que sufrirá.
Con esta metáfora, lo que se pretende en la sesión es transmitir la idea de la capacidad
de aguante, fundamental para manejar la vulnerabilidad al rechazo y, en concreto, para
conseguir el tan preciado objetivo de la desdramatización. Sin la consecución de este
objetivo, la terapia está seriamente comprometida en lo que se refiere a la lucha contra el
miedo al rechazo: el paciente debe encajar y aguantar lo sucedido, intentar moderar tanto
su comportamiento manifiesto como sus pensamientos y actitudes, sin por ello negar la
realidad de lo acaecido.
Recuerdo a una paciente que tenía una relación desde hacía seis meses y, a la vez, la
gran duda de saber si su pareja le iba a invitar a la boda de su hermana y, con ello, a
presentarla por primera vez ante su familia. Finalmente, la pareja no le invitó a la boda,
algo que, lógicamente, supuso una gran decepción y un golpe: seguía teniendo la
sensación de no ser lo suficientemente importante para él y, además, de continuar en una
especie de clandestinidad o de ocultamiento. La reacción inicial fue la de venirse abajo,
cuestionar la totalidad de la relación, pensar que con otra chica no hubiera existido
problema alguno, etcétera. En la sesión intentamos aplicar la idea de la
desdramatización, ayudándonos de esa capacidad de aguante antes descrita: la decepción
era indudable y no podíamos sustraernos a esa realidad, pero, en primer lugar, este hecho
no debía ensombrecer el resto de la relación, que no era tan negativa; y, en segundo
lugar, en caso de que esta actitud continuara permanentemente, pues habría que
replantearse la situación, pero no reaccionar con gran intensidad y sufrimiento porque
estas reacciones también influían en las dudas y el comportamiento de su pareja. Una
moderación y un análisis más pausado sirvieron para restar dramatismo al hecho en
cuestión, sin por ello negar que algo había ocurrido y que había que valorarlo, manejarlo,
etcétera.
Para este análisis más pausado debemos ser un modelo a seguir en la sesión. Así
como antes he defendido nuestro papel de inconformistas y motivadores ante el
derrotismo, en la gestión del hecho en sí que se está sobrevalorando nuestra actitud debe
ser de moderación, de sensatez, para transmitir esta idea al paciente. Por muy afectado
que veamos al mismo, y por claro que sea el hecho que está afectándolo, es fundamental
procesarlo con tranquilidad, sin tomar decisiones precipitadas ni caer en catastrofismos.
La idea de ubicar el hecho en cuestión en su justo lugar, ni más ni menos, es la más
importante que como profesionales debemos transmitir e inculcar. Una decepción es una

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decepción, no es el final de la relación o un cuestionamiento global de la misma (salvo
que se trate de una suma importante de decepciones); un enfado es sólo un enfado, y lo
normal es que se arregle incluso en el mismo día o no mucho más tarde. Esto no
significa que minusvaloremos lo sucedido o que estos acontecimientos no deban
computar para efectuar el balance de la relación; todo lo contrario, precisamente una de
las ideas más importantes para combatir contra la vulnerabilidad al rechazo es la de los
balances, y en ellos debe constar todo lo sucedido de cierta relevancia, tanto lo malo
como lo bueno, y también el estado de ánimo general reinante.
En definitiva, desdramatizar es un proceso complicado porque va más allá de la
esfera racional, pero posible e imprescindible porque el paciente va aprendiendo a
modularse y a controlar su comportamiento, produciendo, de esta manera, la deseada
inactividad del mecanismo postraumático de vulnerabilidad al rechazo. Sustituimos una
reacción visceral, intensa y magnificada, basada en el miedo al abandono, por otra más
moderada y proporcionada, ubicando los hechos en su justo lugar.

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LAS AUTOATRIBUCIONES DE CULPA

Definición

Se sobreentiende que la persona que padece dependencia emocional y/o trastorno límite
de la personalidad presenta una autoestima baja, un estado de ánimo habitualmente
negativo, etcétera. De hecho, como ya se ha expuesto y se recordará más adelante, el
cuestionamiento personal profundo es trascendental para entender la vulnerabilidad al
rechazo —característica de las dos patologías mencionadas— porque es la clave de su
valor traumático. Es decir, sólo con la amenaza de la pérdida afectiva no es suficiente,
por dolorosa que sea; se precisa que la misma se asocie a un gigantesco interrogante que
se cierne sobre el sujeto vulnerable al abandono.
En estas circunstancias, es fácil imaginarnos a una persona vulnerable como alguien
frágil en el ámbito afectivo —no necesariamente en otros—, con una idea baja de sí
misma y con un estado de ánimo de tipo negativo o depresivo. Con ideas de este calibre,
no sólo en este tipo de vulnerabilidad afectiva, sino en general cuando aparece un estado
de ánimo bajo y la autoestima es deficitaria, es muy frecuente que el sujeto tenga una
tendencia a culpabilizarse. Se acusa de los males que padece él o sus seres queridos, se
reconoce como el causante de la situación o como una fuente de problemas. Esto sucede
porque la negatividad depresiva tiende a ser voraz en su intento de hundir al que la
padece, y uno de los mejores procedimientos para que alguien se hunda es acusarle,
hacerle sentir responsable y mal. Pero, además, la combinación con la autoestima
deficitaria (se puede tener un estado de ánimo bajo sin que haya afectación de la
autoestima, pero no es el caso que nos ocupa) activa un gran desapego del individuo
consigo mismo, una animadversión hacia sí mismo por la que, con suma facilidad, se
señalará con el dedo acusador como culpable y responsable de lo que le está ocurriendo.
En el caso de la vulnerabilidad al rechazo, esto se traduce en una tendencia del sujeto
a asumir dicho rechazo como producido por su comportamiento. Normalmente, esto
sucederá cuando las reacciones al mismo no sean de ira y reproche permanente, aunque
también en este contexto podrán aparecer autoatribuciones de culpa. Un tipo muy
conocido de autoculpabilización es el de las mujeres maltratadas, que, en contra de toda
lógica, se responsabilizan a sí mismas del maltrato sufrido, independientemente de que
sus parejas vayan en esa misma línea (por ejemplo, «Ella me provocó» o «Saca lo peor
de mí», que son ideas que en muchas ocasiones asumen también como propias las
víctimas), y esto no es casualidad, ya que en muchos casos de malos tratos la
dependencia emocional es de una enorme envergadura. Precisamente, estas personas

60
también presentan, en consecuencia, una notable vulnerabilidad al rechazo, y de ahí que
eviten la ruptura por la intolerancia a la misma, que se autoculpabilicen por la autoestima
destruida que padecen, etcétera.
En las autoatribuciones de culpa, el sujeto piensa que si está sufriendo esa pérdida de
interés o esa amenaza de abandono es por responsabilidad suya. Esta característica tiene
mucho que ver con el cuestionamiento personal que más adelante se expondrá, pero
como dicho cuestionamiento es central para entender la vulnerabilidad al rechazo, y
además es de un carácter más global, he preferido presentarlo aparte. Las
autoatribuciones de culpa, en un sentido estricto, suelen ser más puntuales, más
concretas. Por ejemplo, si la pareja entra en casa con un semblante muy serio, la persona
puede pensar que se debe a algo que ha dicho antes o a alguna decisión o
comportamiento concreto efectuado por ella, independientemente de que se trate de una
interpretación que quizá sea errónea y nada tenga que ver esa seriedad con sus palabras o
sus actos.
El individuo vulnerable piensa que el causante de los males no es el otro, sino él
mismo, aunque en ocasiones pueda alternar entre ambas posiciones. Un ejemplo de
autoatribución de la culpa muy habitual en la clínica es el de la idea de saturar o agobiar
a la pareja, y pensar que por eso tiene bien merecido el individuo un posible desprecio
por parte de la misma. Por ejemplo, imaginemos a un chico que demanda más atención a
su pareja, ya que ésta suele priorizar otros planes antes que quedar con él, hasta el punto
de que ha llegado a cancelarle citas a última hora porque alguna amiga le había llamado
para tomar un café. El chico le llama por teléfono reprochando tímidamente su actitud y
ella se enfada, diciéndole que siempre la está agobiando, que quiere estar con ella las
veinticuatro horas y que se siente asfixiada, añadiendo que, precisamente por eso,
necesita coger oxígeno con amigas, realizar otros planes, distanciarse. En ese momento,
cuelga el teléfono e interrumpe durante todo el día la comunicación con el chico, lo cual
incrementa su ansiedad y dispara su catastrofismo. En ese lapso, le escribe a su novia
autoinculpándose, tildándose de neurótico y reconociendo que es verdaderamente un
pesado que asfixia y agobia y que, por tanto, merece la actitud que está teniendo su
pareja.
Éste es un ejemplo claro y clásico de autoatribución de culpa, en forma, en este caso,
de inculpación a uno mismo de comportamientos de agobio hacia la pareja. En la
realidad, el sujeto está comportándose con normalidad, demandando lo que es razonable
en una relación de pareja; es ésta la que, aludiendo a una intimidad e individualidad que
debería encontrar más bien fuera del contexto amoroso, culpabiliza al otro para
desembarazarse de él y conseguir sus fines. La vulnerabilidad al rechazo actúa en este
punto: el miedo del chico a perder a su pareja le lleva a asumir sus creencias,
autoinculpándose entonces con el objetivo de mantener la relación. Consciente o
inconscientemente, piensa que una confrontación daría con todo al traste, y entonces
prefiere cambiar el justificado reproche por un autorreproche, con el cual su mayor

61
miedo, que es el abandono, no se dé (recordemos que la evitación es uno de los
procedimientos de los mecanismos postraumáticos, que tienen como única finalidad que
no se reproduzca el trauma).
La autoatribución de culpa es una de las manifestaciones más patológicas de la
vulnerabilidad al rechazo, y acontece en los casos graves de dependencia emocional y,
por supuesto, también en los de trastorno límite de la personalidad. Es de las
manifestaciones más relevantes y dolorosas, porque se da cuando la pareja asume un rol
de gran poder en un contexto de relación sumamente desequilibrada. La pareja tiene una
serie de privilegios por los que se desenvuelve con una actitud tiránica, y entonces el
sujeto vulnerable se ve ante la disyuntiva de rebelarse, con el consiguiente miedo a que
se reproduzca su trauma afectivo del abandono, o someterse. Esta segunda opción es la
que realiza una y otra vez, y cuanto más se efectúa, mayor menoscabo se genera en su
autoestima y más poder va ganando la pareja en la relación; es decir, el desequilibrio
siempre es progresivo y, podríamos decir, degenerativo.
Con un sometimiento consolidado y una autoestima —que ya era deficitaria, como
sucede en estos casos— muy erosionada, el sujeto vulnerable está tan hundido y tiene
tanto miedo a rebelarse que prefiere asumir él la culpa de lo que precisamente le está
haciendo daño. Si la pareja pierde el interés, le domina, le trata mal o le rechaza, la culpa
no es de dicha pareja sino de la propia persona: así, se reduce el riesgo de una ruptura
definitiva. O esto es lo que piensa, consciente o inconscientemente, el individuo
vulnerable, ya que en la realidad es todo lo contrario: si algo marca el principio del fin de
una relación de pareja es el desequilibrio, y la sumisión reiterada, mucho más si está
acompañada de autoatribución de culpa, lo intensifica notablemente.
Esta autoatribución de culpa puede llegar en muchas ocasiones a producirse dentro de
un contexto clínico claramente ansioso-depresivo, ya que el sujeto comienza a aparecer
atormentado, inculpándose de un montón de cosas y como si fuera una sombra de lo que
fue. Se cuestiona hasta la extenuación y, lo que es peor, la pareja detecta esta tendencia y
la incrementa considerablemente, porque la persona hipersensible se convierte en toda
una víctima propiciatoria de cualquier frustración. Así, no sólo se da un desequilibrio
que tiene como objetivo que la pareja, que asume el rol dominante, campe a sus anchas,
sino que también tiene la función de servir de válvula de escape para ella de cualquier
frustración o de un estado de ánimo irritable.
Equivocadamente, se dice que la autoatribución de culpa es una especie de «lavado
de cerebro» por parte de la otra persona, una suerte de «síndrome de Estocolmo» por el
que el individuo que asume un rol de privilegio fagocita la voluntad de su víctima, que
asume el rol subordinado. No estoy de acuerdo con este planteamiento. En mi
experiencia clínica, he visto autoatribuciones de culpa que no han venido impuestas por
la pareja, sino que han partido de la iniciativa del paciente; bien es cierto que luego la
pareja puede haber aprovechado dichas acusaciones para mantener su posición, pero lo
cierto es que no siempre la iniciativa la tiene la otra persona. Por ejemplo, es muy

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habitual la autoatribución en forma de «Algo he dicho o algo he hecho que ha molestado
a mi pareja», justificando así el comportamiento de ésta. No es necesario que la pareja
realice este tipo de reproche, el sujeto vulnerable ya lo efectúa para que el dedo acusador
siempre señale hacia él. De esta manera, la pareja queda libre de culpa y ya se ha emitido
un juicio con sentencia hacia uno mismo, siempre en un escenario en el que la relación
se mantiene, que, al fin y a la postre, es el gran objetivo del dependiente emocional y,
por tanto, de su mecanismo postraumático de vulnerabilidad al rechazo; todo ello sin
perjuicio de que, tanto el estado de ánimo bajo como la autoestima deficitaria del
individuo favorezcan igualmente este tipo de ideas autopunitivas.

Pauta de autoayuda n.º 3. No asumir la responsabilidad del rechazo como propia

En el conflicto interpersonal que supone el comportamiento de rechazo, no hay muchas


alternativas a la hora de asignar la responsabilidad del mismo. O bien la responsabilidad
es ajena —es decir, proviene del otro sujeto—, o bien es propia, o bien es compartida.
Ya no hay más opciones, no hay más participantes en la partida, mucho más en los casos
de dependencia emocional, que son en los que nos estamos centrando, en los que se trata
de la persona y de su pareja. Cuando el comportamiento de rechazo no se da en el
contexto amoroso y hay posibilidad de que existan más intervinientes en juego, como
puede tratarse de una falta de interés percibida por parte de un grupo, las
responsabilidades son más diversas.
Insistiendo en el terreno de la relación de pareja y en las tres únicas fuentes de
responsabilidad posibles, ya hemos visto que, con la vulnerabilidad al rechazo, y siempre
que se active esta manifestación (lo contrario ocurrirá si se activa la siguiente
manifestación que voy a exponer), dicha responsabilidad será propia. Es decir, la otra
persona quedará exculpada y será el mismo individuo el que se acuse de ser el causante
de todo lo sucedido.
El primer paso para no asumir el rechazo como ocasionado por uno mismo es asignar
a cada persona su justo lugar en el reparto de responsabilidades. Aunque está claro que
en el proceso interpersonal siempre influimos unos sobre otros, como no puede ser de
otra manera, lo cierto es que la responsabilidad del comportamiento la tiene quien lo
efectúa. Todo lo que hace una persona es responsabilidad de esa persona, y lo que lleva a
cabo su interlocutora, responsabilidad de ella. Esto, que parece una perogrullada, se les
olvida a determinadas personas, entre ellas las que son vulnerables al rechazo; esta regla
general de asignación de responsabilidades (que no de culpabilidades) vale para todo lo
relacionado con el ámbito de la pareja y, por extensión, con el interpersonal. Por
ejemplo, en el caso antes expuesto del maltrato, la responsabilidad del mismo es del
maltratador, y la responsabilidad de seguir en la relación es de la persona maltratada. En
las infidelidades, la responsabilidad de la infidelidad es del infiel, por muchos intentos
que se efectúen de trasladarla a la víctima con diferentes acusaciones y reproches; será

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responsabilidad de dicha víctima la reacción que tenga, sea cual sea, aunque está claro
que estará influida por la mencionada infidelidad.
Es decir, nos influimos unos a otros porque para eso estamos refiriéndonos al ámbito
interpersonal, que es como una gigantesca partida de ajedrez: movemos nuestra ficha en
función del movimiento que realice el contrincante. Pero la responsabilidad del
movimiento es de la persona que lo ejecuta, única y exclusivamente. Ante un mismo
estímulo proveniente del otro, un individuo reaccionará de una forma y otro reaccionará
de otra, y será responsabilidad de cada individuo la conducta que lleve a cabo. En el
ejemplo de la infidelidad, pueden darse diferentes reacciones: enfadarse, hundirse,
perdonar, romper la relación inmediatamente y un largo etcétera. Estas reacciones vienen
influidas por la infidelidad descubierta, pero a partir de ahí ya es el individuo el que
decide qué hacer y el que debe asumir las consecuencias de sus decisiones. La estrategia
de no asumir nunca responsabilidades por los propios actos y trasladar siempre las
culpas a la otra persona, a la situación, a la sociedad o a cualquiera salvo a uno mismo,
es tan equivocada como injusta, y en muchas ocasiones también es patológica.
En el ámbito que nos ocupa, la responsabilidad del rechazo pertenece única y
exclusivamente al sujeto rechazador. Es decir, si alguien abandona, pierde el interés
hacia el otro, decepciona, amenaza con la ruptura, etcétera, la responsabilidad es suya.
Esto no quiere decir necesariamente que sea culpable de ello, porque para eso es
imprescindible que exista voluntariedad: por ejemplo, la pérdida de interés o de amor es
responsabilidad del sujeto que la experimenta, pero no es culpa suya porque dicha
persona no posee el control voluntario de sus sentimientos. Sin embargo, la infidelidad
antes mencionada o una amenaza de ruptura, por poner dos ejemplos, son tanto
responsabilidad como culpa de la persona que efectúa esos comportamientos. Con la
autoatribución de culpa, el sujeto vulnerable al rechazo no sólo se responsabiliza del
comportamiento de un tercero —algo que, ya se ha expuesto, es una notable
equivocación—, sino que, además, se culpa como si él mismo voluntariamente
pretendiera amargarse la existencia o boicotearlo todo, lo cual no es demasiado lógico.
La responsabilidad sin más es difícilmente reprochable y es sólo una atribución de
causalidad; sin embargo, la culpabilidad sí es merecedora de reproche en tanto existe
voluntariedad. Por ello, para hacerse más daño, la persona vulnerable no asume sólo
responsabilidad, sino también culpa.
En lo que a atribución de culpas y responsabilidades se refiere, ni que decir tiene que
el sujeto rechazado influye en el comportamiento de su pareja, como todos influimos en
el comportamiento de los demás y como dicha pareja también influye en el proceder de
la persona rechazada. Influir no es tener la responsabilidad y, ni mucho menos, tener la
culpa de lo que hace un tercero. Es una muy buena práctica que cada persona se
responsabilice de lo que lleva a cabo, aunque en ocasiones eso resulte doloroso, sobre
todo cuando nos hemos equivocado y nos apetecería trasladar esa «patata caliente» al
otro, a las circunstancias o a cualquier otra cosa, con el único fin de eludir dicha

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responsabilidad.
En el ejemplo antes expuesto, la responsabilidad del comportamiento rechazador de
la chica es de ella misma, y no de su pareja. Además, como es una conducta voluntaria
(priorizar a otras personas, cancelar planes a última hora con la pareja, etcétera) es
también culpa de ella. Lo que no es culpa de ella es el escaso sentimiento que profesa
hacia el chico; ella es la responsable de esa circunstancia, pero nada más que eso y, por
tanto, no caben reproches. No obstante, lo que es de todo punto improcedente es que el
chico, que es el sujeto rechazado, no sólo se responsabilice de algo que no ha realizado
él sino, además, se culpe, como si voluntariamente quisiera que su pareja actuara así.
En caso de que piense que su supuesto comportamiento de agobio ha influido en la
situación, debería responsabilizarse de él y tomar las medidas oportunas, que pueden
oscilar entre la supresión del mismo hasta la reafirmación, basándose en una
reformulación por la que interprete dicho «agobio» como una reclamación lógica, un
reproche hacia una conducta voluntaria que es dolorosa para él. Esa sí es su
responsabilidad, y no lo que realiza un tercero.
Todo esto, que parecerá lógico para cualquier lector no vulnerable al rechazo (o que
lo sea, pero que no se autoatribuya la culpa del mismo, como veremos en la siguiente
manifestación), puedo garantizar desde mi experiencia clínica que en absoluto lo es en el
caso de los individuos que llevan a cabo esta mala práctica. Las personas que se
autoatribuyen tanto la responsabilidad como la culpa presentan una gran confusión,
porque inconscientemente saben que ellos no tienen nada que ver con lo que les
desestabiliza de su pareja, pero, al mismo tiempo, su propio miedo a la ruptura total les
impulsa de forma casi irresistible a considerarse ellos mismos como los causantes de lo
sucedido: es la única perspectiva por la que se mantiene la relación. Esto sin contar el
estado de debilitación o empequeñecimiento con el que se producen estas
autoatribuciones erróneas, y también los esfuerzos deliberados de la pareja de
rentabilizar estas autoacusaciones, que pueden provenir o no de ella.
Tener claro que la responsabilidad del rechazo, en todas sus facetas, es únicamente de
la persona que lo efectúa es el punto clave para aplicar esta pauta de autoayuda (sin
perjuicio de que exista ayuda profesional adicional, como debería existir en la gran
mayoría de casos en los que se produzca la vulnerabilidad al abandono). Para obtener
esta visión de la situación, que chocará inevitablemente con la sensación interior del
individuo, es preciso, en primer lugar, modificar la perspectiva. Como antes se ha
descrito en otra de las pautas, cambiar de personaje es algo que funciona bastante bien:
si, por ejemplo, la pareja no presta la suficiente atención, habría que pensar cómo
reaccionaría otra persona: si también se acusaría a sí misma de ese hecho o bien
reprocharía lo que no le pareciera bien. El cambio de perspectiva es fundamental cuando
alguien está excesivamente hundido en su propio pozo y ya duda de todo, no sabe lo que
es cierto o falso, correcto o incorrecto, bueno o malo. Para ayudar a dicho cambio de
perspectiva, también se puede analizar cuidadosamente cómo se comportan otras

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personas en circunstancias más o menos parecidas, o cómo lo han hecho en el pasado.
Este cambio de perspectiva y, desde luego, la aseveración formulada anteriormente
(cada cual es responsable y/o culpable de su propio comportamiento, no podemos
trasladar esto a un tercero) son básicos a nivel racional para ubicar todo en su justo lugar.
No obstante, en este tipo de temática, limitar todo al ámbito racional suele ser mala
estrategia. Para ello, y como algo trascendental para la realización de esta pauta de
autoayuda, es imprescindible la reivindicación personal, es decir, un cambio de actitud
en el sujeto por el que abandone el estado de empequeñecimiento en el que se encuentra,
que facilita notablemente tanto la autoacusación como el propio miedo a la ruptura, la
propia vulnerabilidad al rechazo.
Como yo siempre digo en mi trabajo, la llamada a la actitud y a la movilización puede
sonar a «palabrería de psicólogo», pero, en mi experiencia, nada está más lejos de la
realidad. Desde mi punto de vista, más allá de los lógicos y necesarios razonamientos
correctos que se deben efectuar —y que también estoy proponiendo en esta pauta, así
como en las otras—, lo más importante es la defensa apasionada de los mismos. El
motivo es muy sencillo: en definitiva, la vulnerabilidad al rechazo se produce por un
déficit primario de autoestima, una percepción de que el escaso afecto recibido de los
demás ha dejado una gran carencia en el sentido de validez de uno mismo y, por tanto,
ha originado un impacto traumático afectivo. Como ya se ha afirmado, lo que
verdaderamente produce el trauma no es la pérdida afectiva, que simplemente es
dolorosa, sino el cuestionamiento personal subyacente, es decir, el déficit de autoestima
generado por la falta de amor percibido del entorno.
Siguiendo este razonamiento, si la falta de amor propio produce tanto la
vulnerabilidad al rechazo en general como la autoatribución de culpa en particular, una
buena manera de erradicar dicha autoatribución será adoptar una postura inconformista
de reivindicación personal, por la que se defiendan todos los planteamientos aquí
expuestos con pasión y fortaleza. No es responsabilidad y ni mucho menos culpa del
sujeto el rechazo percibido por parte de la pareja: es responsabilidad de ella, y nada más.
Aquí no valen ni juegos dialécticos, ni sentimientos vagos o difusos de culpa, ni nada
por el estilo. Cada cual es responsable de lo que hace, con o sin culpa adicional, que, en
caso de producirse, debería generar en el sujeto un comportamiento de reproche
justificado; es decir, algo totalmente alejado del autorreproche.
Es cierto que, de esta manera, aparentemente la relación corre peligro y entonces se
activan todas las alarmas en el individuo vulnerable, pero lo cierto es que en la realidad
puede suceder lo contrario. Es decir, y como se ha dicho, la autoatribución de culpa
supone contribuir a socavar al sujeto, con lo que el desequilibrio entre los dos miembros
de la relación se hace todavía mayor. Dicho desequilibrio es progresivo y, entonces, el
miembro dominante devalúa cada vez más al subordinado, con lo que se van
produciendo comportamientos cada vez más tiránicos, de desprecio e incluso de asco.
Sin embargo, promoviendo una actitud de reivindicación y fortalecimiento personal, se

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produce una equiparación con la pareja que evita el desequilibrio. Además, dicha
reivindicación, con su atribución apropiada al otro de la responsabilidad del
comportamiento de rechazo, contribuye a que el sujeto se aporte afectivamente a sí
mismo, por lo que su mecanismo de vulnerabilidad no se activará. Como se ha
mencionado, el impacto traumático que pretende evitar el mecanismo es el del
cuestionamiento personal, el del déficit primario de autoestima: un comportamiento de
reivindicación personal con el que se abandona la autoacusación es toda una inyección
de autoestima por parte del individuo vulnerable.
Como siempre manifiesto en la aplicación práctica de estas pautas de autoayuda, el
trabajo diario es fundamental y también habrá que implementarlo aquí. No es demasiado
complicado identificar las situaciones en las cuales se está produciendo la autoatribución
de culpa, porque este sentimiento en uno mismo es realmente muy característico y
desagradable. Además, existen dos elementos que ayudarán a determinar cuándo puede
estar produciéndose esta manifestación: el primero de ellos es el reproche de la pareja,
que en muchas ocasiones será previo a la autoatribución, aunque no necesariamente. Hay
que considerar que la propia pareja puede tener un comportamiento dominante con el
que traslade su propia responsabilidad al otro miembro de la relación con el fin de
sojuzgarle, o simplemente de proyectar y descargar en él su frustración; además, la
pareja habrá aprendido que la otra persona asume esta culpabilización y, por tanto, el
terreno queda completamente abonado para una próxima ocasión en la cual actuar
exactamente igual.
El segundo elemento no es específico para esta manifestación de la vulnerabilidad al
rechazo, pero actúa de una manera tremendamente eficaz para detectar cualquier
elemento psicopatológico, es decir, cualquier afectación de nuestra salud mental, como
puede ser la generada por la autoatribución errónea de culpa. Este elemento no es ni más
ni menos que nuestro estado de ánimo, una especie de gran indicador que nos determina
continuamente no sólo cuáles son nuestras circunstancias (por ejemplo, es difícil
encontrarse bien de moral cuando se está enfermo, o en un contexto económico
complicado), sino también si nuestro proceder es sano o no lo es. Dicho con palabras
más coloquiales, un estado de ánimo bajo, con o sin ansiedad, nos indica que o algo
malo está ocurriéndonos o algo estamos haciendo mal. En esta segunda circunstancia es
cuando debemos utilizar dicho estado de ánimo negativo como detector, por ejemplo, de
las manifestaciones de la vulnerabilidad al rechazo que estoy exponiendo. En el caso
concreto de la autoatribución errónea de culpa por comportamientos de este tipo, el
estado de ánimo suele ser extraordinariamente bajo y el individuo vulnerable entra en
una gran zozobra cada vez que se produce un hecho de esta naturaleza.
Con todos estos procedimientos de detección es notablemente más sencillo identificar
cuándo se están produciendo hechos relevantes para implementar esta pauta de
autoayuda. Entonces, es importante utilizar todo lo expuesto, tanto a nivel de
convencimiento racional como a nivel de reivindicación personal, sabiendo que lo

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normal será que haya fallos, dudas, errores, etcétera, y que el objetivo es conseguir unos
primeros logros con el fin de desbloquear a la persona. A partir de ahí, es cuestión de
constancia y de esperar a modificar este comportamiento en varias oportunidades,
porque entonces se irá produciendo un cierto engrandecimiento del sujeto y una
reducción o incluso paralización del desequilibrio, lo cual no indicará necesariamente
que la relación de pareja se torne sana, por supuesto.

Recomendaciones para los psicoterapeutas

Para nosotros, lidiar con la autoatribución errónea de culpa en la terapia es realmente


complicado, porque el paciente va a defender estos planteamientos con gran intensidad.
Lo normal será que ni siquiera los discuta exteriormente, aunque interiormente sí dudará
de ellos en alguna ocasión. La influencia de la pareja que, como hemos señalado,
desempeña un papel muy importante para consolidar esta autoculpabilización, se notará
en lo que tratemos con el paciente: «Pero es que él me dice que es por mi culpa», «Ella
considera que soy muy callado, que por eso se enfada conmigo y amenaza con dejarme».
En este contexto, la resistencia inicial está garantizada. Por muy convincentes que
intentemos ser, no debemos esperar transformar de repente el punto de vista del paciente,
aunque sea algo de lo más lógico, algo absolutamente evidente para nosotros y para
cualquiera. Es fundamental mantener la profesionalidad y la templanza, porque nos
puede desesperar mucho constatar que nuestra argumentación, que tendrá una lógica
aplastante, no ejerce el efecto deseado. Siguiendo una metáfora, debemos plantar
semillas en la mente de la otra persona y esperar que, con el transcurso del tiempo y las
sesiones, poco a poco vayan floreciendo y el paciente comience a cuestionar lo que hasta
hacía escaso tiempo era una verdad incuestionable para él.
Expondré un ejemplo bastante extremo: en un caso que tuve, una chica recibía
continuas peticiones de su novio para realizar un trío (tener relaciones sexuales ellos dos
con otra chica adicionalmente), a lo que ella se negaba porque no quería hacerlo. Él le
dijo que entonces iría con otras mujeres, ya que ella no estaba lo suficientemente
enamorada de él como para efectuar esta práctica sexual. La paciente, muy vulnerable al
rechazo, reaccionó con un tremendo pánico y comenzó a entrar en conflicto en cuanto a
realizar o no la mencionada práctica sexual: por un lado, la aborrecía; por otro lado, se
autoatribuyó la responsabilidad del comportamiento de su pareja y empezó a pensar que
era su culpa que reaccionara así. Pensaba que no hacía lo suficiente por su pareja, que no
se entregaba lo suficiente, y que por ello estaba justificado que él buscara más allá de la
relación, con los consiguientes celos y, desde luego, el más que probable riesgo de
abandono definitivo.
Al principio, le argumenté que ella ni mucho menos estaba obligada a realizar algo en
el ámbito sexual que no quisiera hacer, y que esta decisión no determinaba ni la calidad
ni la cantidad de sus sentimientos. Además, el trío propiamente dicho es un acto sexual

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en el que la afectividad brilla por su ausencia, y transgrede la exclusividad que debe
reinar en la pareja. Sólo es algo que debería realizarse fuera del ámbito de la relación de
pareja y, evidentemente, con el consentimiento claro y explícito, sin chantajes ni
presiones, de los tres implicados. Ninguna de las dos condiciones se daba en esta
situación. Es muy habitual, para presionar, que el miembro dominante de la pareja
reproche puritanismo, falta de apertura o de sentimientos con el fin de justificar
determinadas prácticas sexuales, y que, ante una negativa, presione con el punto débil de
la otra persona: el abandono.
Yo ya sabía que, inicialmente, las resistencias que ella tenía iban a impedir que
asumiera esta visión de los hechos, ya que asumirla iba a suponer un enfrentamiento
serio con su pareja. Esto, consciente e inconscientemente, provocaba un gran estrés en la
paciente; no obstante, en su interior ella sabía que lo que yo estaba afirmando era lo
cierto, y el escucharlo desde fuera fue removiendo poco a poco un ego que estaba
extremadamente frágil. En este sentido, es importante señalar que cuando confrontemos
autoatribuciones erróneas de culpa no sólo hay que ser pacientes y esperar que llegue el
momento de la visión verdadera de los hechos (el insight del psicoanálisis), sino que
también es fundamental ser muy seguros, evitar los titubeos: debemos mostrar una
firmeza inquebrantable en nuestro planteamiento, aunque choque y difiera notablemente
con la autoculpabilización y, por tanto, con la versión de la pareja.
Retomando el hilo anterior referido a la paciencia, debemos mantener una actitud de
calma para que nuestros mensajes vayan calando. La persistencia en los mismos, aun a
riesgo de resultar reiterativos, va a generar una consolidación y un cuestionamiento cada
vez mayor del propio sistema de creencias distorsionado, además de que nuestra actitud
de atribución correcta del rechazo (la ajena) irá fortaleciendo anímicamente al paciente.
Con ello, es cuestión de tiempo que la persona, repentinamente, adquiera una capacidad
crítica de su propia autoatribución de culpa por el rechazo y, con ello, un
cuestionamiento de los reproches de su pareja.
En línea con esta actitud de fortalecimiento y precisamente en aras de potenciarla, es
conveniente que seamos muy convincentes en lo racional (ya que la atribución correcta
del rechazo es muy obvia: parte siempre de la otra persona, y el peso de la verdad debe
ser aplastante para que el paciente no tenga otra salida), así como entusiastas en nuestra
forma de transmitir estas ideas. Es decir, no se trata únicamente de convencer al
paciente, que también, sino de contagiarle nuestra fuerza y determinación; para ello,
debemos ser muy enérgicos e insistir en el concepto de reivindicación de su persona. En
definitiva, tenemos que convertirnos en la autoestima del paciente, en un reflejo de lo
que debería ser, para que, de esa manera, poco a poco se vaya contagiando e interiorice
esa actitud, se revuelva contra las hostilidades y atribuya el rechazo a la fuente verdadera
de la que parte, la ajena.

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LOS REPROCHES Y ENFADOS

Definición

En principio, es una manifestación precisamente opuesta a la anterior, en la que, en lugar


de atribuirse la culpa del rechazo el sujeto vulnerable, lo que hace es dirigir ese dedo
acusador a la fuente de la que proviene. Esto no quiere decir que ambas manifestaciones
sean incompatibles en una misma persona; de hecho, se puede alternar entre la
autoatribución de culpa y el reproche o el enfado, aunque lo normal es que predomine
uno sobre el otro. En la dependencia emocional caben perfiles de ambos tipos, mientras
que en el trastorno límite de la personalidad —sobre todo en el de tipo externalizante—,
independientemente de la célebre inestabilidad que lo caracteriza, predominan las
demandas y los enfados, que a veces constituyen explosiones de ira con una intensidad
muy difícil de imaginar para las personas que no las han vivido.
En principio, la orientación de la responsabilidad es la correcta, ya que en la realidad
proviene del exterior, de la persona rechazadora. Si el abandono o la falta de interés son
reales y si la reacción es proporcionada, no podemos considerar entonces como
patológica dicha reacción; no obstante, si el rechazo es una interpretación errónea —
como se expuso en la primera manifestación descrita— y/o la respuesta es
desproporcionada, es cuando entramos claramente en terreno enfermizo.
En esta manifestación he incluido una gradación que comienza en la demanda
normal, pasa por el reproche más incisivo y llega hasta la explosión de ira. El
denominador común es que se amonesta al rechazador con el fin de que cambie su
comportamiento de abandono o falta de interés; lo que varía es la intensidad de dicha
amonestación y también su frecuencia, porque lo usual es que las demandas sean
persistentes y los ataques de ira más esporádicos. Obviamente, la persona que efectúa
estos ataques también tenderá a reprochar comportamientos menores, es decir, no son
incompatibles entre sí los diferentes grados de presentación de esta característica.
Comenzando por los reproches o demandas, debemos señalar que son actitudes de
menor intensidad, pero muy frecuentes. Al tratarse de reacciones de menor envergadura,
se supone que los estímulos precipitantes de las mismas también son de muy baja
intensidad, así como más frecuentes. Los ejemplos más habituales en la clínica son los
siguientes: «No me miras», «Estás todo el tiempo mirando el móvil y no me prestas
atención», «Apenas te has dirigido a mí cuando estábamos con los amigos», etcétera; son
demandas de atención y reproches reiterados como consecuencia de la percepción de
falta de interés en la persona vulnerable.

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La pareja se siente continuamente juzgada y agobiada por este martilleo continuo,
unas veces quizá justificado (en este caso, insistimos en que no se trataría de
comportamientos patológicos) y otras muchas veces producto de esas interpretaciones
erróneas que describíamos anteriormente, por las cuales hechos irrelevantes se
convierten en pruebas irrefutables de falta de interés por parte de la otra persona.
Cualquier cosa es susceptible de originar disputas, malentendidos y reproches, con los
que se intenta cambiar el comportamiento del otro hasta ajustarlo a aquél que no genere
ansiedad.
Depende de la personalidad de la pareja y del tipo de relación que se haya
constituido, en unas ocasiones la otra persona cederá y en otras no, justificando entonces
sus reacciones —sean cuales sean—. Ninguna de las dos opciones es realmente positiva.
En caso de cesiones persistentes, se puede ir conformando un desequilibrio en el que la
persona vulnerable se acostumbre a amonestar a su pareja, ya que obtiene una respuesta
favorable de ésta en la que le reasegura la relación, produciéndose así una progresiva
dominación, muy habitual en algunos casos de trastorno límite de la personalidad y
también en formas atípicas de dependencia emocional, como en la dominante.
El problema es doble en estas circunstancias: por un lado, dicho desequilibrio va
destruyendo paulatinamente la relación, como siempre sucede cuando se produce un
fenómeno de esta naturaleza; por otro lado, la pareja ve disminuir su autoestima poco a
poco hasta llegar a estar dominada e inhibida casi completamente. He tenido casos en los
que las parejas tenían que llamar a sus padres por teléfono a escondidas porque las
personas vulnerables al rechazo no les dejaban hacerlo. Con los reproches y los enfados
ya no aparece ese perfil frágil y empequeñecido que es tan habitual en el resto de
características, sino que, partiendo del mismo punto débil, se observa un
comportamiento más furibundo y descarnado.
Pero, claro, la reacción de la pareja no tiene por qué ser de cesión; también puede
revolverse ante la sucesión de demandas de atención o de reproches. En estos casos, se
darán auténticas batallas campales que quizá deriven en ataques o explosiones de ira,
algo muy característico del trastorno límite de la personalidad, sobre todo del
externalizante. Ni que decir tiene que para que se produzca una de estas explosiones de
ira no es imprescindible que la pareja contraataque; también se darán con perfiles más
cohibidos como los antes descritos.
Los ataques de ira son arrebatos de verdadera furia que nadie puede imaginar si no los
ha presenciado o sufrido en alguna ocasión. Las parejas de personas con trastorno límite
de la personalidad saben perfectamente de lo que estoy hablando. Los niveles de odio
que desprende el individuo vulnerable al rechazo no tienen parangón con otros enfados
normales; de ahí que otras personas que observan este suceso, especialmente si no están
acostumbradas, reaccionen con sorpresa y con terror por los grados de violencia
alcanzados.
La mirada de estas personas vulnerables al rechazo se torna sumamente penetrante,

71
con los ojos inyectados en sangre, muy abiertos y con una expresión de odio
intimidatoria. La tensión que se desprende de todo el cuerpo del individuo denota una
tendencia al ataque físico directo. Los gritos son desgarradores, tanto del dolor que se
experimenta (con posibles amenazas de suicidio o de llevar a cabo alguna otra
barbaridad) como de la violencia que se está profesando hacia la pareja, a la que se le
puede acusar, insultar, desearle desgracias, etcétera. Obviamente, en estas circunstancias
también es habitual que se rompan objetos tales como gafas, teléfonos o ropa; que se
golpeen con fuerza paredes o puertas; que se blandan cuchillos, tijeras u objetos
contundentes; y, por supuesto, que se agreda físicamente a la pareja, la cual puede
someterse o responder.
En mi experiencia, las explosiones de ira con maltrato psíquico y/o físico hacia la
pareja no sólo se dan en varones, sino también en mujeres (no confundir este fenómeno
con el de la violencia doméstica, aunque pueden darse ambas circunstancias). Lo que
ocurre es que la agresión de esta naturaleza hacia los varones está muy minusvalorada
por ellos mismos y también por la sociedad, seguramente por vergüenza y por interpretar
que tiene menos importancia. En cualquier caso, no han sido pocos los varones (parejas
de mis pacientes) totalmente empequeñecidos y cohibidos, con magulladuras, arañazos,
contusiones, etcétera, que han estado frente a mí. Cabe matizar que estamos hablando
única y exclusivamente de este fenómeno, las explosiones de ira, casi único del trastorno
límite de la personalidad, y no del más conocido maltrato en el seno de la pareja, que no
tiene por qué estar siempre fundamentado en la vulnerabilidad al rechazo y, por tanto,
puede seguir otro tipo de dinámicas.
Estas explosiones de ira terminan muchas veces o bien con la intervención de las
fuerzas de seguridad o bien con una situación tremendamente tensa y agresiva, con o sin
contestación por la otra parte. Ahora bien, una consecuencia digna de reseña en estas
circunstancias es el abandono, por parte de la pareja, del lugar en el que se esté
produciendo el ataque de ira, normalmente el hogar. Y esto es importante destacarlo
porque, como es fácil imaginar después de todo lo que se expone en este libro, choca
directamente con el punto débil del individuo que esté sufriendo dicho ataque de ira. Que
la pareja se marche cuando lo que está afectando negativamente de ella es o bien su
conducta de rechazo —sea real o sea fruto de una mala interpretación— o bien su falta
de interés y atención es precisamente lo peor que le puede ocurrir a la persona
vulnerable. Evidentemente, en determinados casos es más que comprensible una
reacción así porque, como hemos dicho, estas situaciones desbordan con mucho
cualquier experiencia cotidiana.
No obstante, este punto de comprensión no lo va a tener la persona vulnerable al
rechazo, más aún cuando sea propensa al reproche y a la ira, ya que estará buscando
pruebas de la culpabilidad de su pareja continuamente. El hecho de que ésta se marche
del hogar o del lugar que se trate generará una reacción inmediata en la persona que está
presa de la ira, que impedirá por todos los medios que eso se produzca. Normalmente se

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iniciará con una intensificación del odio, aunque esto pueda parecer casi imposible, que
sólo servirá para convencer todavía más al otro de que debe marcharse. Con mucha
frecuencia, lo que sucede después es que hay una contención física directa; o bien el
individuo vulnerable al rechazo impide que se abra la puerta, colocándose frente a ella.
En caso de persistir la idea del abandono, con o sin verbalizaciones de ruptura definitiva
de la relación —a veces simplemente puede tratarse de una manera de escapar
temporalmente de la situación, sin más, e incluso la pareja afirmará esto explícitamente
—, el sujeto vulnerable cambiará su estrategia con un alto grado de probabilidad.
Este cambio de estrategia consistirá en una súplica desgarradora para que la pareja no
se marche. Es aquí donde se descubre con absoluta nitidez que lo que está motivando la
ira es la amenaza de la pérdida afectiva y todo lo que eso supone para el individuo
vulnerable. La súplica puede verse acompañada de comportamientos en consonancia con
la intensidad emocional del momento; por ejemplo, agarrarse a la pareja, llorar
desconsoladamente, autolesionarse y, desde luego, amenazar con el suicidio. Para las
personas que lean todo esto y que no sepan que estas cosas ocurren les puede parecer
ciencia-ficción, pero el mundo de la vulnerabilidad al rechazo, a partir de ciertas
magnitudes, es muy peligroso y remueve a veces lo peor del ser humano, tanto para uno
mismo como para los demás. Cabe añadir que las personas que padecen trastorno límite
de la personalidad o que están en su entorno no se habrán sorprendido especialmente por
toda esta descripción de lo que sucede en una explosión de ira.
El desencadenante de las explosiones de ira es básicamente el mismo que el de los
reproches y demandas normales: quizá pueda tratarse de algún hecho un poco más grave
o relevante, pero también, a veces, depende más de una reiteración o, simplemente, de
un estado de ánimo negativo especial en la persona que está sufriendo dichas reacciones.
En definitiva, desencadenantes fundamentados en una falta de interés o atención
percibidos —reales o no— por parte de la pareja, o decepciones, rechazos, amenazas de
abandono, priorizaciones y desconfianzas hacia otras personas, etcétera. Este último tipo
de desencadenante tiene una variante particular, ya que las priorizaciones que generan
suspicacia o malestar no tienen por qué ser con amistades, familiares u otras personas del
entorno afectivo de la pareja necesariamente (en este caso, el ejemplo clásico es preferir
quedar con amigos, irse de juerga, etcétera, antes de querer estar con el otro), también
pueden producirse con alguien, conocido o desconocido, con el que se desconfíe en
términos amorosos y/o sexuales. Me estoy refiriendo a la desconfianza por celos, que en
los casos de vulnerabilidad al rechazo con reproches y enfados es sumamente frecuente.
No hay abandono mayor que el de preferir a otra persona antes que a la pareja. La
sustitución de la persona vulnerable, que, como luego veremos, presenta una autoestima
bastante deficitaria, por otra real o imaginada por ella que se considere más guapa e
interesante, es uno de los grandes temores en la susceptibilidad al rechazo. En perfiles de
personas hipersensibles que sean más sumisos, el terror quizá se interiorice más —hay
parejas que ni saben la desconfianza o los celos que tiene el otro—, pero en los que son

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más agresivos, como los que ahora exponemos, todo salta hacia fuera y explota. Con
esto no quiero afirmar que obligatoriamente existan celos o desconfianzas de este tipo en
la hipersensibilidad al abandono, ni en el tipo más sumiso (como el que se autoatribuye
la culpa, por ejemplo) ni en el que reprocha o se enfada, pero en este último perfil es más
habitual.
Realmente, esto se debe a que dicho perfil, que es el que estamos estudiando en esta
manifestación de vulnerabilidad, presenta un componente bastante sustancial de
desconfianza, de suspicacia; en definitiva, un elemento paranoide que puede tener
diferentes niveles de magnitud. Si el paranoidismo es muy alto, los celos están
absolutamente garantizados, porque el paranoidismo se basa en la desconfianza
generalizada, en imaginar siempre lo peor de las otras personas con el fin de defender la
autoestima de posibles frustraciones (que prácticamente siempre se produjeron en sus
antecedentes, en su historia personal) y, también, de justificar el odio hacia los demás,
consecuencia de ese proceso defensivo de desvinculación.
Desvinculación que, obviamente, no se ha producido de forma completa en el terreno
de la pareja, en el que, en estas personas con rasgos paranoides de la personalidad,
convive la suspicacia extrema con la necesidad afectiva. Esta mezcla de dicha necesidad
con el paranoidismo sucede en algunas formas de trastorno límite de la personalidad, así
como en la que denomino «dependencia emocional dominante», manifestación atípica de
esta patología de la personalidad.
En el tema que nos ocupa, las personas con tendencia a los reproches, enfados e
incluso explosiones de ira suelen tener elementos paranoides en su personalidad, desde
poco significativos hasta tremendamente intensos. Cuanto mayor paranoidismo exista, la
aparición de los celos será más probable e inundará con más intensidad la relación de
pareja y, como no puede ser de otra manera, aparecerá en los desencadenantes de las
demandas, reproches, enfados y explosiones de ira.
Está claro que unos celos justificados por comportamientos inapropiados (coqueteos
de la pareja con otras personas, por ejemplo) o sospechosos (desapariciones sin
explicación, contradicciones, mentiras frecuentes e inmotivadas, excesivo e injustificado
uso del teléfono, etcétera) no formarían parte del paranoidismo, sino de una desconfianza
justificada. La suspicacia paranoide se activaría como un resorte ante este tipo de
comportamientos, pero no los necesitaría para provocar celos. Por ejemplo, en la clínica
tuve a un paciente vulnerable al rechazo y con tendencia a este tipo de desconfianza. Su
pareja, una chica joven, tenía una conducta intachable y, además, conocía este rasgo de
su novio. En una reunión con amigos —precisamente del novio—, uno de ellos, con
fama de seductor, habló en un par de ocasiones, en un contexto grupal, con esta chica.
Esta conversación fue de todo punto irrelevante. Pues bien, ahí no se produjo nada en
particular, pero al marcharse los dos y subir al coche mi paciente me refirió en sesión
una explosión de ira, en la que reprochó con gran virulencia esta interacción acusando a
la pareja de estar coqueteando con ese amigo.

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Es un ejemplo en el que nos damos cuenta de que la desconfianza paranoide no
necesita prácticamente justificación para activarse; en este caso, el chico en cuestión con
vulnerabilidad al rechazo tenía la idea de que ese amigo era mejor que él, más guapo,
extravertido e interesante; además, siempre pensaba que su novia se fijaría en otros
chicos con mayores cualidades que él. Como ya se ha expuesto y reiteraremos más
adelante al exponer el cuestionamiento personal, el déficit primario de autoestima es
crucial para entender la vulnerabilidad al rechazo; dependiendo de la persona en
cuestión, en algunos casos dicho déficit provocará el sometimiento y
empequeñecimiento del que lo padece, y en otros casos se reprochará el proceder del
rechazador para amonestarle e intentar modificar su comportamiento, con el fin de
aminorar la ansiedad por la hipersensibilidad al abandono.

Pauta de autoayuda n.º 4. Evitar los enfados y/o replantearse la relación

La gestión propia de esta pauta de autoayuda depende en gran medida de la naturaleza de


los desencadenantes. No es lo mismo que las demandas o enfados se susciten por
rechazos reales, que dolerían a cualquier persona, a que se deban a malas
interpretaciones de abandono o pérdida de interés, tal como se ha expuesto en la primera
manifestación descrita en este libro. De producirse el segundo caso, el manejo de la
situación se tiene que centrar en no interpretar hechos ambiguos y, evidentemente, no
considerarlos como decepciones, abandonos o faltas de interés afectivo. Todo lo que
manifieste en esta pauta de autoayuda, «evitar los enfados», se va a referir a situaciones
que no sean malas interpretaciones, sino hechos objetivos que dolerían a cualquier
persona en mayor o menor medida y que variarán en magnitud, desde poco relevantes a
verdaderamente significativos. Esto es muy importante tenerlo en cuenta porque una
gran parte de las personas vulnerables en las que se producen cadenas de demandas,
reproches o incluso explosiones de ira encuentran muchos de sus estímulos
desencadenantes en interpretaciones erróneas. Es evidente que, en estos casos, no sólo
habrá que abandonar esta mala costumbre de interpretar, sino también evitar los enfados
y las demandas, ya que estarán inmotivadas.
Siempre en el contexto de relaciones en las que objetivamente se produzcan faltas de
interés, comportamientos negativos hacia la persona vulnerable, etcétera, lo primero que
hay que valorar es que una relación no puede sustentarse en un permanente reproche y,
mucho menos, en monumentales enfados. Éstos son síntomas de una relación enferma,
independientemente de las patologías de la personalidad a las que nos estamos refiriendo
en este libro. No afirmo con esto que no haya que hablar, quejarse en alguna ocasión,
apercibir a la pareja en un momento puntual, etcétera, pero siempre con moderación
porque, de lo contrario, se genera una dinámica completamente irrespirable.
Cuando existan estos hechos objetivos que denoten faltas de atención o interés hacia
la persona, susceptibles entonces de considerarse rechazos reales, y dichos hechos sean

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reiterados, inicialmente se debe hablar muy seriamente con la pareja. Es muy preferible
hablar «en frío», es decir, sin que el individuo vulnerable esté con una afectación
reciente, porque, entonces, en lugar de conversar se volverá a reprochar, demandar o
discutir. De manera descontextualizada, es preferible detectar y exponer las
regularidades que se están produciendo, ejemplificándolas en situaciones concretas
acaecidas: cegarse en un evento determinado, con una gran afectación, sólo va a generar
enfrentamiento o agobio por la otra parte. Cabe señalar que, aunque ahora nos estemos
refiriendo a situaciones reales y no a interpretaciones erróneas, es posible que dichas
situaciones no sean de una extraordinaria relevancia y haya una posibilidad de
replanteamiento en positivo de la relación, que será mucho más complicado con
reclamaciones continuas y, desde luego, con enfados.
En la medida en que el comportamiento de la pareja no sea excesivamente grave, la
conveniencia de una gran conversación es mayor. Como es lógico, en caso contrario
también hay que efectuarla, pero la posibilidad de mejora es ínfima ya que hablamos
entonces de grandes minusvaloraciones, comportamientos de explotación hacia la pareja,
faltas de respeto, etcétera. Conversar, entonces, debe ser más prioritario en tanto la
relación sea más salvable y exista un deterioro no muy avanzado y un sentimiento por
ambas partes. La conversación debería tener un tinte de negociación para manifestar lo
que molesta o duele de la pareja y lo que el individuo vulnerable espera a cambio. Por
ejemplo, si la otra persona no presta la suficiente atención en las conversaciones, habrá
que requerir que ponga mayor interés en las mismas. Siempre es interesante añadir
autocrítica y una propuesta de cambio propio: en este caso, se podría manifestar que el
sujeto se compromete a no demandar o reprochar más este tipo de comportamientos, con
el fin de que el clima de la relación sea mucho más positivo y respirable.
Como psicólogo, siempre defenderé —y es lo que realizo en mi trabajo— el uso de la
palabra, es decir, la conversación o la negociación. No obstante, en las relaciones de
pareja no hay que abusar de este método. Hacen falta pocas conversaciones significativas
y mucha vida real para determinar su aplicación práctica e implementar los cambios
propuestos en ellas. Hay parejas que se pasan media relación hablando hasta la
madrugada, con grandes propósitos de cambio, efectuando una y mil vueltas a
determinados hechos: lo que no se arregla en unas pocas conversaciones, sigue sin
arreglarse en cientos de éstas. Con esto se quiere decir que hay que hablar, por supuesto,
pero sobre todo hay que actuar. Los hechos siempre cuentan mucho más que las
palabras: a veces, la conversación en sí misma es más un hecho que una serie de
palabras; es decir, importa más el impacto psicológico de sentarse a hablar y a verbalizar
lo que incomoda del comportamiento del otro que el diálogo en sí mismo. La atmósfera
de concordia, a pesar de lo complicado de este tipo de circunstancias, también es
fundamental para que no se reproduzca el enfrentamiento y todo sea un «más de lo
mismo».
Y, desde luego, si la conversación importa más como un hecho maduro, que se realiza

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no desde la desesperación, sino desde una sana exigencia de una relación seria y
satisfactoria, todavía importa más la aplicación práctica de las conclusiones alcanzadas
en la negociación. Si uno de los dos se ha comprometido, por ejemplo, a prestar más
atención a la pareja, que ponga en práctica este acuerdo sirve como estímulo a que la otra
persona realice su parte, produciéndose entonces una retroalimentación positiva en la
que ambos miembros de la relación sacarán al exterior su mejor versión. Sólo desde el
amor y la concordia se pueden producir cambios en una relación de pareja, y también
siempre desde ambas partes para restablecer el dañado vínculo amoroso.
El límite de la conversación con el fin de arreglar las diferencias en una relación y,
con ellas, las sucesiones de enfados o demandas de afecto, es el de querer cambiar a la
otra persona. Cambiar es tan positivo como deseable cuando algo funciona mal, pero el
objetivo de la conversación es que sea uno mismo el que quiera cambiar, se trate de la
persona vulnerable o, sobre todo, de su pareja, siempre y cuando se produzcan realmente
estos comportamientos negativos. El individuo hipersensible al abandono debe
obligatoriamente mentalizarse de que ni puede ni debe cambiar a su pareja, porque, en
definitiva, eso es lo que se pretende más o menos conscientemente con los reproches o
las eventuales explosiones de ira (independientemente del componente hetero y
autodestructivo de las mismas, algo que excede del cometido de este libro).
Tolerar la diferencia, respetar la libertad individual de la otra persona, en este caso la
pareja, es condición sine qua non para poder llevar a la práctica esta pauta de autoayuda.
Podemos manifestar al otro que algo nos parece mal, pero habrá que respetar que lleve a
cabo lo que desee. Si realmente la pareja no tiene un gran interés en el individuo
vulnerable, habrá que encajarlo y aceptarlo con deportividad; no es en absoluto
razonable coger figuradamente de la solapa a la otra persona para presionarla con el fin
de que rectifique su comportamiento. Los individuos debemos actuar con libertad, por
iniciativa propia y convencimiento intrínseco. Por tanto, no sólo hay que evitar los
enfados en los rechazos fruto de malas interpretaciones, como antes hemos expuesto,
sino también en los que son ciertos. Enfadarse reiteradamente —puntualmente es algo
normal en toda relación— indica, en realidad, un miedo a enfrentarse a una realidad: la
de que el sujeto vulnerable se ve incapaz de salir de la relación, de romper, precisamente
por su miedo al abandono y a lo que hay durante y después de dicha ruptura. Y, en
consecuencia, decide irracionalmente arreglar la situación intentando cambiar a su
pareja, en contra de su voluntad.
La aplicación práctica de esta pauta se centra, entonces, en evitar los enfados, sean los
rechazos reales o malinterpretados. No obstante, en el caso de los primeros, será preciso
efectuar las conversaciones antes citadas. Pero ¿qué hacer en caso de que dichas
conversaciones, que deberían ser más bien pocas, no surtan el deseado efecto de cambio
genuino —que provenga realmente de la pareja y no sea impuesto por el sujeto
vulnerable−? Pues es tan sencillo como complicado al mismo tiempo: si en la
característica anterior se afirmaba que es preciso ubicar la responsabilidad del rechazo en

77
la persona rechazadora, en esta circunstancia es fundamental ubicar la responsabilidad de
continuar o no en la relación en la persona vulnerable.
Ya aseguramos que la pareja está en su pleno derecho de comportarse como desee, de
manifestar o no interés afectivo, atención, etcétera hacia la otra persona, y que cualquier
cambio en este comportamiento debía ser por iniciativa propia, genuino y auténtico. Pero
con esto no se quería decir que el individuo vulnerable deba limitarse a aceptar con
resignación una relación en la que su pareja no le quiera lo suficiente o que, incluso,
tenga comportamientos negativos e incluso irrespetuosos. La libertad de la pareja está
muy clara; la libertad del sujeto vulnerable es la de querer continuar con la relación o no.
Es precisamente en este punto en el que la persona hipersensible, que en este caso se va a
dedicar a perseguir y presionar a su pareja con el fin de que cambie, apenas se cuestiona
que lo que debe hacer no es insistir en este comportamiento hacia ella, sino plantearse si
está en la relación en la que quiere realmente estar.
Es decir, no se trata de pedir, enfadarse y, ni mucho menos, tener explosiones de ira;
se trata de determinar si uno quiere continuar o no con la relación. Es cierto que, para
ello, se debe superar el vértigo de la ruptura, que oprime directamente el pulsador
traumático de la hipersensibilidad al abandono. Pero no hacerlo supone dejar de mirarse
a uno mismo, que es donde reside la verdadera clave de todo, y continuar mirando una y
otra vez a la otra persona, donde se tienen muchas más limitaciones. Esto que estoy
planteando en esta característica es realmente válido en otras: el objetivo es determinar
hasta qué punto se quiere seguir en una relación en la que se está sufriendo y en la que,
agotadas las conversaciones, no hay atisbos de mejora. Enfocar toda la energía en este
punto y afrontar una posible ruptura, preferiblemente con ayuda terapéutica, supone un
verdadero cambio de perspectiva, ya que todo se focalizaba previamente en cómo se
comporta la pareja o se deja de comportar.
Unos últimos comentarios en referencia a los celos, en caso de que existan
(recordemos que es un tema habitual en los reproches y enfados, aunque no todos los
celos, evidentemente, tienen que ver con la vulnerabilidad al rechazo): como pauta de
autoayuda, el objetivo es determinar si los celos realmente tienen fundamento o no. A
veces, contar con la ayuda de algún confidente para tener otro punto de vista puede ser
de utilidad, aunque en temática afectiva, muy especialmente de pareja, no es fácil
encontrar personas realmente objetivas y centradas: a veces, se dan consejos que uno
mismo se ve incapaz de llevar a la práctica, se recomienda la intolerancia con excesiva
frivolidad o un exceso de conformismo en situaciones que no requieren de este tipo de
actitudes.
Para concretar la posición sobre este asunto, como regla a seguir, la persona debe
confiar necesariamente en su pareja, siempre que ésta sea fiel —obviamente—, y no sólo
eso, sino que también lo parezca. Es decir, no basta con la fidelidad. No se puede dar
gratuitamente la confianza: la otra persona debe proporcionar seguridad a su pareja en
este sentido. Hay que evitar comentarios desafortunados de tipo sexual sobre terceras

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personas, coqueteos, mentiras, comportamientos sospechosos, conversaciones con
exparejas, etcétera. Puede sonar un tanto excesivo, pero en pareja no sólo hay que ser
bueno, sino que hay que parecerlo.
En caso de que la pareja no se comporte de un modo que proporcione seguridad en
este sentido, procede la amonestación oportuna, pero entonces, como hemos afirmado,
no estamos entrando en comportamientos patológicos. Sólo se entra claramente en ellos
cuando la otra persona sí está proporcionando dicha seguridad, es decir, no sólo se está
portando bien, sino que, además, lo parece, como decía Julio César. En este caso, la
confianza debe ser absoluta y hay que pensar que el individuo vulnerable está obligado a
tenerla, sabiendo que hay un gran número de situaciones en las cuales, como es lógico,
no se sabe de una manera fidedigna qué está haciendo la pareja, dónde está, etcétera.
Esto es completamente normal y sucede siempre en las relaciones, por ambas partes.
Cuando la pareja es absolutamente merecedora de confianza porque no constan hechos
en contra de dicho merecimiento y, además, su proceder no despierta suspicacia ninguna,
ya es la obligación del sujeto vulnerable al rechazo que se lance al vacío de la confianza
ciega, perdiendo el miedo y asumiendo que es precisamente eso —y un déficit de
valoración propia— el que está generando los celos.

Recomendaciones para los psicoterapeutas

Antes de entrar con las recomendaciones específicas para los casos que estamos
describiendo —demandas, reproches o explosiones de ira en contextos de rechazo real
—, es preciso efectuar una matización para las situaciones de este tipo que se deban a
interpretaciones erróneas. Como se afirmaba anteriormente, dichas situaciones son
bastante habituales: no siempre las demandas o los enfados están justificados, y esto crea
un desequilibrio brutal por el que el individuo vulnerable está continuamente
reprendiendo a su pareja, que, a su vez, puede optar por el enfrentamiento —en este
supuesto, el ambiente se torna irrespirable a medida que el deterioro va avanzando en la
relación— o puede optar por la sumisión. Ni que decir tiene que ninguna de las dos
alternativas es correcta. Como las reacciones del sujeto vulnerable no están justificadas,
el principal trabajo lo debe realizar él: si consigue erradicar su comportamiento con
nuestra ayuda abandonando las interpretaciones, habrá mucho ganado; no obstante, la
pareja debe ayudarnos a proporcionar un marco adecuado para que podamos trabajar.
En este sentido, la reacción que nos interesa por parte de la pareja es la del equilibrio.
El enfrentamiento no nos conviene porque la relación se convierte en una batalla campal,
pero la sumisión es todavía peor, porque el paciente tiene el camino expedito para la
descarga no sólo de sus miedos, sino también de otro tipo de frustraciones. Recordemos
que una pareja sumisa favorece el desequilibrio, que, como ya hemos afirmado, es
progresivo y termina destruyendo la relación. Todo esto sin perjuicio de que la sumisión
de la pareja vaya generando un estado de ánimo negativo y un descontento en ella, con

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lo que el ambiente se ensombrece notablemente, generando además un rencor —quizá
inicialmente inconsciente— que irá acumulando poco a poco.
En estas situaciones, y al saber como terapeutas que estamos trabajando para evitar
tanto la tendencia a percibir rechazos que están siendo infundados, como para reducir la
agresividad o demandas del paciente, es más que conveniente contactar directamente con
la pareja con el fin de proporcionar las pautas más adecuadas según las circunstancias.
En línea con lo que acabo de exponer, en caso de que responda con hostilidad al
paciente, le pediremos que nos dé tiempo para trabajar con él y que intente defender su
posición con firmeza, pero sin crispación. En el caso opuesto, es decir, si la pareja
reacciona de manera sumisa y poco a poco se va inhibiendo más, empequeñeciendo,
limitando su comportamiento, etcétera, debemos animarla a que abandone esta posición
subordinada. Lógicamente, habremos dado esta misma consigna a nuestro paciente:
como terapeutas, hay que evitar el desequilibrio advirtiendo que es no sólo patológico
para ambos miembros (especialmente para el subordinado, porque su autoestima sufre
enormemente con ello), sino también la sentencia de muerte de la relación, ya que es
progresivo y el deterioro termina siendo imparable.
La pareja del paciente deberá actuar con libertad, siendo fiel a sí misma y haciendo lo
que realmente desee hacer, no lo que la persona vulnerable quiera para así estar tranquila
con su ansiedad. Si no puede atender al teléfono en un momento dado, deberá dejarlo; si
en una reunión grupal desea hablar con otras personas distintas a la pareja, así tendrá que
actuar; si está viendo una película y no desea ir tan pronto a dormir, a pesar de las
demandas o exigencias de la otra persona deberá ser fiel a sí misma y hacer lo que
realmente quiere hacer. Es cierto que, de esta manera, las demandas o los ataques de ira
se pueden producir, pero es que la estrategia de la sumisión tampoco evita estos
desagradables hechos. Es muy importante que incidamos en este aspecto; de lo contrario,
el miedo de esta persona a reafirmarse será muy grande. Confrontarle con la idea de que
sometiéndose tampoco ha evitado conflictos y simplemente lo que ha conseguido es
empequeñecerse es confrontarle con la realidad: lamentablemente, con la sumisión no se
consigue concordia ni equilibrio, sino dominación. La persona vulnerable al rechazo se
encuentra con que su pareja se somete y entonces la presiona para que se amolde a sus
propios miedos, es decir, para que le garantice cercanía y seguridad afectiva
incondicionales con las que combatir su fobia a la sensación de abandono.
Independientemente de la intervención que efectuemos con la pareja, al individuo
vulnerable también le debemos convencer de que la desconfianza injustificada es
enormemente dañina para la relación, desconfianza que puede girar en torno a la escasa
percepción de interés por parte del otro o a que la pareja se fije en otra persona. Para
promover la empatía hacia el otro, que es el que sufre la desconfianza, utilizo una técnica
que es bastante eficaz: decir a nuestro paciente cómo se sentiría si, antes de abandonar la
sesión, le obligara a enseñarme el bolso o los bolsillos por si ha hurtado algo de mi
clínica. La persona que desconfía no es del todo consciente de lo mal que se siente el

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otro individuo; como es obvio, siempre en caso de que dicha desconfianza carezca de
fundamento. Sentirse juzgado y condenado injustamente es muy doloroso, y como
terapeutas podemos debilitar la presión de nuestro paciente a sus parejas promoviendo la
empatía hacia ellas.
Una vez matizado lo que, como terapeutas, tenemos que llevar a cabo en caso de que
los reproches se deban a percepciones infundadas de rechazo, vamos a concretar nuestra
intervención cuando realmente sí exista una falta de interés objetiva por parte de la
pareja. Desde mi experiencia profesional, aquí hay que ejecutar dos pasos en el siguiente
orden:

1. Erradicar la agresividad: obviamente, esto también es crucial en caso de que los


rechazos sean infundados, pero he preferido exponerlo ahora para recalcar que esta
medida hay que realizarla en todo caso. Con o sin razón en el fondo, no se puede vivir
una relación desde el permanente reproche, la demanda reiterada y desde las discusiones
o los ataques de ira. Son manifestaciones, leves o extremas, de agresividad, con las que
las personas vulnerables intentan denodadamente cambiar a sus parejas con el fin de
calmar su ansiedad ante el rechazo.
El individuo debe calmarse y moderar su comportamiento para, con ello, retomar el
control y, ya de paso, observar junto a él qué reacción se produce en la pareja. Existen
casos en los que ésta, cuando se reduce la conflictividad en la relación, mejora su
comportamiento porque, aunque la percepción de falta de interés no fuera equivocada, sí
estuviera vinculada a dicho ambiente hostil. Es cierto que, en otros muchos casos,
reducir la agresividad sólo produce un ambiente más llevadero y no mejora la esencia de
la relación, pero de esto nos encargaremos en la siguiente medida.
Para disminuir la agresividad fruto de la vulnerabilidad al rechazo,
independientemente de su magnitud (por tanto, la intervención es la misma incluso en las
explosiones de ira), me apoyo en una primera instancia de una metáfora: comparar esa
agresividad con la batería de un coche. De igual manera que la batería de un coche se
recarga con su uso y se descarga en caso de no utilizarse el vehículo durante un cierto
tiempo, nuestra agresividad también se recarga en la medida en que se pone en práctica,
y se descarga si no la utilizamos. A diferencia de lo que se afirma en forma de tópicos
(«Voy a desahogarme», «Ya me he quedado tranquilo», etcétera), la exteriorización de la
agresividad es la antesala del siguiente conflicto. Esto puede llegar a un punto en el que
casi cualquier cosa, cualquier mínima desavenencia, sea capaz de producir una
discusión: los hogares en los que se discute con suma facilidad son plenamente
conocedores de esta circunstancia. Los ambientes se van cargando y cualquier nimiedad
enciende la chispa del conflicto.
Con cada reproche, cada mal gesto, cada amonestación, cada grito, etcétera, dirigidos
a la pareja, se está abonando el terreno para el siguiente desencuentro. Es muy
importante que convenzamos a nuestro paciente de que la exteriorización de la

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agresividad recarga esta tendencia e incrementa el nivel de odio y desapego hacia la
pareja. Lo primero que necesita el paciente, como se ha manifestado, es descargar
realmente esta hostilidad. Para ello, la propuesta es convencerle de que renuncie clara y
deliberadamente a ella, con el fin de reducir el odio que lleva dentro. En mi experiencia,
si convencemos y argumentamos bien esta vía al paciente, no es en absoluto difícil que
se pueda lograr en la psicoterapia. Yo he llegado a pactar con un paciente que, con el fin
de descargar su odio, abandone sus ataques de ira durante una temporada, poniéndonos
como objetivo llegar a la siguiente sesión con cero incidentes, y efectivamente acudir a
dicha sesión sin que haya ocurrido nada. Involucrar y entusiasmar al paciente con el
tratamiento, manifestarle liderazgo, conocimiento y control de la situación, disponer de
una excelente alianza terapéutica; son apoyos indispensables para obtener el éxito.
Como es lógico, no todo es cuestión de reprimir la agresividad con el fin de
descargarla, algo que, después de un tiempo sin reproches, demandas o enfados el propio
paciente reconoce que así se ha producido (obviamente, con esta medida sólo se reduce
la hostilidad, pero no su sustento, que es la vulnerabilidad al rechazo), sino que
tendremos que proponerle un modo de respuesta ante los estímulos desencadenantes, que
—ya sabemos— girarán en torno a percepciones de falta de interés, atención, cariño,
etcétera.
La respuesta que debemos promover en la terapia es la del «punto medio», la célebre
asertividad: ni la reacción agresiva anterior, fuera cual fuera su intensidad, ni tampoco la
sumisión o la simple inhibición. Es muy importante recalcar este punto porque, en
algunas ocasiones, el paciente ha venido a la siguiente sesión afirmando que ha
conseguido poner en práctica lo que le he propuesto con frases como: «Lo he logrado,
me he callado todo lo que me ha molestado y no he dicho nada». De esta forma, sólo
conseguimos o bien que la relación cambie el sentido del desequilibrio, y que el que
antes dominaba ahora se someta; o bien que el individuo vaya acumulando frustración
para que, el día de mañana, la vuelque de manera desproporcionada.
No hay que callarse ante lo que está molestando, preocupando o generando malestar
por parte de la pareja. Ni someterse, ni querer cambiar a la otra persona: uno puede
defender su postura con firmeza y moderación, sin decir una palabra más alta que la otra.
Si la pareja no está prestando la suficiente atención y se siente una carencia afectiva por
su parte, no hay por qué callarse ni es el objetivo que, como terapeutas, debemos
promover. El objetivo a erradicar es la agresividad, el odio y el deseo de presionar a la
pareja para que se porte de otra manera, no la conversación o la manifestación sana de
desacuerdo o malestar. De esta forma, la autoestima de nuestro paciente no sufre como sí
haría con la mera sumisión o la autoinhibición, y además evitamos la recarga continua de
la agresividad que convertía la relación en un auténtico campo de batalla.
Reducir el nivel de hostilidad es condición necesaria para poder disminuir la
vulnerabilidad al rechazo y llevar a cabo el resto de medidas que se están proponiendo
en este libro, tanto las de autoayuda (que, lógicamente, debemos también promover en

82
las sesiones) como las específicas de nuestro trabajo como terapeutas. Un
comportamiento más centrado, proporcionado y que no lastre el amor propio de nuestro
paciente introducirá un rayo de luz en él mismo y en la deteriorada relación de pareja.
No obstante, como estamos centrándonos en comportamientos objetivos de falta de
intensidad e interés por parte de la otra persona, es momento de proceder al paso
siguiente.

2. Analizar la relación, por si prescribimos la ruptura: ya con un ambiente mucho


más respirable, sin un torrente de demandas, reproches, enfados o ataques de ira, nuestra
obligación profesional es analizar qué nos queda, es decir, cuál es el verdadero estatus de
la relación y hasta qué punto la pareja tiene un interés afectivo y está involucrada en la
misma. Como es lógico, si no sólo ha mejorado el ambiente sino también la pareja ha
cambiado su actitud, no es preciso efectuar más intervenciones en este punto en
concreto; habrá entonces que continuar manejando en terapia el resto de medidas
contenidas en este libro.
En caso contrario, habrá que abundar en algo que ya se había expuesto como pauta de
autoayuda en este mismo ámbito, y es el respeto de la libertad del otro (nadie está
obligado a querer o a prestar atención o interés), asumiendo entonces el paciente la
responsabilidad de seguir o no con la relación, es decir, de determinar si lo que ofrece su
pareja le compensa para continuar o si, por el contrario, no lo hace.
Como ya se dijo anteriormente, el cambio de perspectiva es absoluto: nada tiene que
ver demandar, reprender o enfadarse para que la pareja cambie su comportamiento, con
reflexionar uno mismo, valorar y tomar una decisión sobre continuar o no con la
relación. Así como anteriormente, en otra de las manifestaciones del miedo al abandono,
argumentaba que la ubicación correcta de la responsabilidad del rechazo reside en la
persona rechazadora (en los casos de dependencia emocional, en la pareja), la ubicación
correcta de la responsabilidad de permanecer en la relación se encuentra en uno mismo,
es decir, en la persona vulnerable. Debemos recordar, como terapeutas, que el objetivo
no puede ser cambiar a la pareja, sino que el mismo paciente cambie y entonces decida
qué camino quiere tomar.
Entonces, lo más probable es que nuestro paciente nos reconozca, seguramente
derrumbándose, que ya lo sabe, pero que no se ve capaz de romper la relación. Esta
postura la puede mantener alguien que en absoluto dé la sensación de tener miedo a
nada, porque desarrolle un nivel de agresividad como el que se genera con las
explosiones de ira. Pero cuando se identifica el origen de estos comportamientos y se
descubre que siempre, detrás de ellos, estuvo la intolerancia al rechazo, es cuando nos
encontramos cara a cara con la verdadera dificultad de abandonar los reproches y
demandas. Éstos funcionaban únicamente para que el paciente se mantuviera dentro de
la relación, aunque se diera cuenta de que no marchaba bien, con la pretensión de
presionar y querer cambiar, racional o irracionalmente, a su pareja. Pero siempre con una

83
intención de evitar lo más temido para una persona vulnerable al rechazo: la pérdida
definitiva, el abandono total, la soledad, sentir el vacío.
Hablar de todo esto en las sesiones es fundamental para mentalizar a nuestro paciente
del paso que habrá que implementar, en caso de que no se hayan producido cambios
positivos y de que el análisis que hayamos efectuado conjuntamente arroje un resultado
desfavorable en el balance de la relación. Si hay una falta clara de sentimiento por parte
de la pareja, o comportamientos incompatibles con una mínima calidad que debe tener
cualquier relación, no hay ningún camino distinto al de plantear seriamente una ruptura,
que era la principal dificultad que experimentaba nuestro paciente y que estaba evitando
con sus reproches o enfados. Habrá que ir planteando esta necesidad, mentalizando,
convenciendo, erradicando reiteraciones de los comportamientos de huida anteriores; y
esperar con paciencia, alternando tolerancia con una cierta y medida presión en caso de
estancamiento, hasta que se produzca esa decisión.
Durante este proceso y llevando a cabo todo el resto de medidas que se proponen en
este libro, tanto las de autoayuda como las específicas para psicoterapeutas, el paciente
habrá ido ganando autoestima y disminuyendo entonces su vulnerabilidad al rechazo;
por tanto, su miedo seguirá existiendo, pero será de menor envergadura. Además, su
tolerancia a los déficits de la relación, al desequilibrio, a la falta de interés afectivo,
etcétera, será cada vez menor, por lo que la situación será insostenible. Nuestra función
de apoyo y soporte emocional será imprescindible para que el paciente se enfrente a su
verdadero terror, sabiendo que luchar contra los miedos siempre tiene premio.
Es momento de abandonar demandas y reproches, de cambiar la focalización en el
comportamiento de la pareja —siempre en caso de que dicho comportamiento sea
deficitario o inadmisible, y previa conversación con intento de arreglo de la situación—
y pasarla a la decisión que debe tomar nuestro paciente, sea cual sea. El mero cambio de
perspectiva ya supone tanto un alivio, porque, aunque da miedo la posibilidad de perder
la relación, se tiene un mayor control que el que se posee cuando hablamos del
comportamiento ajeno; como un incremento de la autoestima, ya que el individuo se
enfrenta a su miedo cara a cara y no lo elude sistemáticamente.
Debemos ayudar a nuestro paciente a valorar qué le ofrece la pareja, cuáles son los
pros y los contras de la relación, hasta qué punto se le queda pequeña por la falta de
interés real y percibido en la misma, qué tipo de conductas se pueden tolerar teniendo un
mínimo de salud mental y cuáles no. Lo normal, en este punto, es que el balance que
efectuemos sea desfavorable, ya que, de ser positivo, los cambios que habrá tenido
nuestro paciente habrán sido suficientes para que la pareja se contagie de ese positivismo
y muestre su mejor versión, eliminando entonces toda duda y entrando claramente en
otra etapa. Cuando hay dudas —tanto por parte del paciente como, a veces, por parte del
profesional— es porque algo falla: es extremadamente raro dudar cuando algo sí que
funciona como debe funcionar.

84
LAS FOCALIZACIONES EXCESIVAS

Definición

Una de las características más señaladas de la hipersensibilidad al rechazo, pero que


quizá pase desapercibida, es la focalización excesiva en general en la pareja (siempre
dentro de la dependencia emocional, con posibilidad de extrapolarse a otras personas en
el trastorno límite de la personalidad) y en particular en determinados hechos efectuados
por ella, susceptibles de activar la ansiedad. Si pudiéramos comparar la relación con lo
que sucede en un escenario, la persona vulnerable estaría ensombrecida, fuera del plano,
y la pareja estaría iluminada por un inmenso y brillante foco con el que se ven todos y
cada uno de sus actos, muy especialmente los que tienen que ver con el sujeto
hipersensible. En lugar de existir dos focos que iluminaran respectivamente a ambos
miembros de la pareja, es el individuo vulnerable el que deliberadamente desvía el suyo
para iluminar todavía más al otro miembro de la relación.
En general, todo lo que lleva a cabo la otra persona es susceptible de ser analizado en
esa focalización: estados de ánimo, gestos, comportamientos, etcétera. Pero cuando la
conducta de la pareja está dirigida al sujeto vulnerable o puede tener vinculación con él
(por ejemplo, si tarda horas en responder a un mensaje), la focalización se incrementa
hasta extremos insospechados, generando una atención excesiva hacia la otra persona y
también obsesividad, pensamientos e ideas recurrentes en torno a ella y a los hechos que
están atormentando. Siguiendo el ejemplo anterior de la falta de respuesta al mensaje,
esta focalización se convertirá en una actitud de hipervigilancia hacia el teléfono móvil,
con sobresaltos con cada notificación que llegue a él y con una expectación constante de
recibir noticias de la pareja que calmen la ansiedad.
Además, dicha focalización tendrá la desagradable consecuencia de contribuir a la
dramatización de los incidentes, tal y como se describía anteriormente en la segunda
manifestación expuesta. Si existe una hipervigilancia, atención excesiva y obsesividad en
torno al comportamiento de otra persona, se tenderá a sobredimensionar todo lo acaecido
al respecto. La obsesividad a la que hago referencia convierte un hecho en particular y la
relación en general en un contenido monotemático para el individuo vulnerable, que le
monopoliza el pensamiento, el interés y, también, en muchas ocasiones, las
conversaciones.
Como se afirmaba, la atención no sólo se centra en la pareja, sino que se tiende a
analizar con exhaustividad cualquier suceso que genere la ansiedad afectiva que estoy
tratando en este libro. Para explicar esto en mi trabajo, utilizo la metáfora del

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microscopio: el hecho que activa la ansiedad se revisa hasta el más mínimo detalle,
como si se pusiera bajo un microscopio. Utilizando una lente de muchos aumentos, todo
se sobredimensiona y sólo se está viendo el mencionado incidente, olvidándonos de todo
lo demás y también desechando el resto de la relación, algo que, como veremos más
adelante, es contraproducente y puede ocasionar no pocos equívocos.
El sujeto hipersensible se obsesiona con el comportamiento de la pareja,
especialmente con aquello que activa la ansiedad. Por ejemplo, la persona puede dar
vueltas a una frase que ha pronunciado su pareja, en la que le ha dicho que igual se va de
cena con sus compañeros de empresa. Esto activa su vulnerabilidad al rechazo, ya que no
sólo considera —justificada o injustificadamente— que no es prioritaria para el otro,
sino que, además, produce una reacción de celos. Recordemos que los celos no son
obligatorios en la hipersensibilidad al abandono, pero sí aparecen con bastante
frecuencia. Pues bien, a partir de ese momento, focalizará su atención no sólo en el
comportamiento de su pareja en general, sino en todo lo vinculado con este hecho en
particular. Cada vez que vuelva del trabajo estará muy atenta a algún comentario al
respecto, o preguntará, aparentemente de manera inocente, cómo ha ido el día. Si
finalmente se produce esa cena, estará pendiente en todo momento de lo relacionado con
su preparación, con la ropa que lleva su pareja, sus movimientos por el teléfono móvil, la
hora de retorno, etcétera.
Pero el problema no se circunscribe únicamente a la atención en el comportamiento
del otro en relación con dicha cena, sino a la monopolización de ese hecho en el
pensamiento del sujeto. Este tipo de situaciones pueden tornarse obsesivas, generando un
agotamiento mental y un malestar difíciles de describir. El estado de ánimo dependerá de
este contenido obsesivo, de modo que el individuo que esté pendiente de recibir un
mensaje de texto en el que le conste el interés del otro respirará aliviado si le llega, o
incrementará su ansiedad y malestar en caso contrario. En esta focalización, un hecho
concreto de parte del otro se analiza exhaustivamente en ese microscopio imaginario,
olvidándose la persona vulnerable de todo lo que no tenga que ver con él.
El comportamiento de la pareja activa el mecanismo postraumático que es la
vulnerabilidad al rechazo, y el sujeto, que inconscientemente considera la posibilidad de
reactivación del trauma afectivo del abandono, utiliza toda su hipervigilancia para estar
prevenido ante esta circunstancia.
La focalización excesiva, como no es difícil de entender, presenta varias
consecuencias negativas. Vamos a revisar las más importantes:

1. En determinados momentos, no se considera la totalidad de la relación con la


pareja, sino una serie de hechos que absorben la atención y se sobredimensionan.
En la pauta de autoayuda que se expondrá a continuación, me referiré a este hecho
para revertir la situación. En muchas ocasiones, sobre todo en el contexto de
relaciones patológicas, esto no es demasiado trascendental porque tan negativo es

86
el hecho desestabilizador como la relación de pareja en su conjunto. No obstante,
esto no siempre es así: en otras ocasiones, la relación puede ser incluso positiva,
pero o bien por un hecho puntual negativo —un rechazo real— o por un
malentendido —una interpretación errónea de rechazo— se sobredimensiona ese
hecho y se pierde la perspectiva global.
En este último supuesto, la focalización excesiva puede conducir al deterioro
de relaciones que potencialmente sean sanas y satisfactorias; no sería nada
inhabitual que la hipersensibilidad al rechazo se torne en una profecía
autocumplida, por la que el miedo a que la pareja fracase se convierta en su
mayor peligro, hasta el punto de que sea capaz de truncar una trayectoria que
podría haber sido positiva.
2. La focalización excesiva en una sucesión de hechos ansiógenos en el contexto de
la relación produce también una actitud excesivamente contemplativa en la
persona vulnerable. Es decir, en las relaciones de pareja es preciso ser
protagonista, aunque, evidentemente, sea preciso compartir dicho protagonismo.
Fijarse demasiado en las cosas que lleva a cabo la pareja va produciendo un rol
pasivo, de observación con o sin amonestación posterior —dependiendo del perfil
concreto del sujeto— del comportamiento del otro.
Independientemente del riesgo de subordinación que se genera a consecuencia
de esta pasividad —seguidamente daré cuenta de este riesgo—, lo cierto es que el
individuo vulnerable está más pendiente de recibir que de dar. En su afán por
garantizarse el suministro afectivo externo, se olvida que él no sólo debe vigilar
su recepción, sino también aportar a la otra persona algo más que reproches y
obsesiones; obviamente, si la relación es manifiestamente enfermiza, lo sano no
es dar a la otra persona, sino tomar una determinación en cuanto a permanecer o
no con ella.
Pero lo cierto es que parece que muchas personas con tendencia a esta
focalización excesiva se encuentren examinando permanentemente a sus parejas,
olvidándose de que tienen la misma obligación que ellas en esforzarse en la
relación, manifestar interés, priorizar al otro, etcétera. En alguna ocasión me he
encontrado en mi trabajo con hechos que, de haber sido protagonizados por la otra
persona de pareja, habrían supuesto con absoluta seguridad una activación de la
alarma postraumática en forma de hipervigilancia, de focalización excesiva en su
comportamiento.
Las relaciones sanas necesitan la aportación de ambos miembros, precisan de
un proceder basado en dar y recibir por parte de los dos. Refugiarse, en nombre de
la ansiedad y la mencionada hipersensibilidad, en una postura pasiva en la que la
pareja debe suministrar afecto en todo momento y, además, probar su inocencia
permanentemente porque tiene la presunción de culpabilidad (es decir, se le
presupone su falta de interés y su potencial tendencia al abandono), no es en

87
absoluto un comportamiento sano en el mundo de la pareja.
3. Como se mencionó anteriormente, esta pasividad, en determinado tipo de
relaciones —sobre todo las patológicas y desequilibradas—, va a derivar en una
posición de subordinación a la pareja. La persona vulnerable, angustiada por
recibir afecto y reaseguramiento por parte del otro, adopta en muchas ocasiones
un papel sumiso y pasivo que rentabiliza el otro miembro de la relación.
La otra persona, eventualmente, puede utilizar la obsesión del sujeto
vulnerable para ganar privilegios en la relación, ya que se dará cuenta de que su
comportamiento desestabiliza notablemente a su pareja. La persona hipersensible
estará absolutamente focalizada en que no se produzca abandono por parte de la
pareja y, si es preciso, adoptará un rol sumiso dentro de esa actitud hipervigilante
y pasiva que estamos exponiendo.
Lo básico para la persona con miedo al rechazo es calmar esa ansiedad, que se
manifiesta, entre otras formas, en esa focalización excesiva. Si, para ello, debe
renunciar a su autoestima consolidando una posición subordinada en la relación,
lo hará sin dudar demasiado a pesar de que sufra enormemente por ello, y mucho
más en la medida en que el deterioro en dicha relación avance —ya hemos
manifestado que el desequilibrio es progresivo, es decir, tiende a producirse una
distancia mayor entre los dos miembros de la pareja—.

Pauta de autoayuda n.º 5. Hacer balances

La reacción del mecanismo postraumático que es la vulnerabilidad al rechazo produce


ese efecto de hipervigilancia sobre aquellas situaciones susceptibles de reproducir el
trauma afectivo. En este caso, la hipervigilancia se manifiesta en esa forma de
focalización excesiva que he descrito en esta característica. Se pierde la perspectiva
global de la relación porque la atención se centra, de manera exclusiva, en aquello que
está desestabilizando.
Los mecanismos de la ansiedad siempre funcionan así: al detectar un peligro posible,
toda la atención se centra en él y se vive únicamente la rabiosa actualidad, con una
capacidad escasa de análisis crítico de conjunto que pueda ofrecer una mayor dosis de
moderación. El miedo se focaliza en el presente, en un hecho concreto y puntual que se
revisa pormenorizadamente: como el felino que se centra en un posible depredador, lo
estudia hasta el más mínimo detalle y reacciona con sobresalto ante cualquier leve
movimiento. Obedecer al miedo es dejarse guiar por este tipo de mecanismos primitivos
como es el de la vulnerabilidad al rechazo, que no deja de ser la aplicación de estos
miedos postraumáticos a temáticas de índole afectiva.
Mediante la focalización excesiva se está obedeciendo al miedo, el individuo actúa
abducido por la intensidad de esta desagradable sensación y, en la medida que procede
de esta manera, su autoconfianza disminuye y se deja llevar más por el pánico, de ahí

88
que la obsesividad fruto de dicha hipervigilancia vaya intimidando y hundiendo cada vez
más al individuo. El principal remedio de autoayuda que la persona debe realizar, sin
perjuicio de que lo hará mejor con supervisión terapéutica, es el de desobedecer al
miedo, para, de esta forma, recuperar el control de la situación y no ser un títere del
mismo.
En este caso que nos ocupa, desobedecer al miedo es abandonar ese microscopio que
antes exponía de manera figurada. No es cuestión de desatender un hecho puntual
desestabilizador que esté estimulando la ansiedad por el abandono; lo que hay que evitar
es la focalización casi exclusiva en él. Un hecho concreto, salvo que sea de enorme
gravedad (por ejemplo, la detección clara de una infidelidad), no proporciona una visión
real del estado de una relación. Es decir, para determinar si la pareja está prestando la
atención suficiente o tiene de verdad interés amoroso en el sujeto vulnerable, lo
conveniente no es extraer un suceso muy puntual, descontextualizarlo, darle miles de
vueltas y obsesionarse con él. La ansiedad está ejerciendo su presión para actuar de esta
forma porque identifica dicho suceso con el peligro de reproducción del trauma afectivo,
pero la mejor manera de saber el estado de salud de la relación y, en definitiva, de
predecir con mayor probabilidad el grado de rechazo de parte de la pareja, es con un
balance amplio.
Los balances de un cierto periodo de tiempo, como pueden ser dos semanas, un mes o
el periodo que se trate, siempre que sea mínimamente significativo, no pueden caer en
las distorsionadoras garras de la ansiedad. Se puede magnificar o desvirtuar un hecho
ansiógeno con el ya citado microscopio que todo lo amplifica y que debilita con su
obsesividad, pero distorsionar un periodo de tiempo amplio ya es imposible salvo que
este análisis se efectúe en un estado de gran alteración. Así como cuando se analiza
exhaustivamente un hecho puntual se observa el grado de afectación del individuo
hipersensible, cuando le preguntamos sobre cómo ha ido la relación en las últimas
semanas se nos muestra mucho más racional, comedido, reflexivo. Es totalmente posible
que este balance amplio también arroje un resultado negativo, pero, aun siendo así, no
producirá un grado de angustia tan grande como el de la obsesividad con un suceso
puntual.
Es muy importante que la persona vulnerable se acostumbre a valorar la relación en
función de los balances que efectúe, y no de la focalización excesiva en un hecho
aislado, salvo que sea muy grave. Estos balances deben incluir hechos relevantes tanto
en positivo como en negativo, situaciones cotidianas, buenos y malos momentos y, por
encima de todo, una valoración global durante ese periodo del mejor indicador que
tenemos los seres humanos, el indicador que nunca podemos engañar de ninguna manera
y al que anteriormente, en otro contexto, ya hice referencia: el estado de ánimo. Éste
ayudará al sujeto vulnerable a determinar cómo está realmente la relación, porque si
dicho estado de ánimo global —con lógicas alteraciones puntuales en cualquier sentido
— es básicamente positivo, entonces la pareja está funcionando bien, y si es negativo, es

89
que al menos durante ese intervalo de tiempo algo malo está ocurriendo. En definitiva,
no sólo hay que atender hechos, momentos o situaciones de ese periodo de tiempo, sea
cual sea, sino también el estado de ánimo reinante en él y que trascienda sucesos
puntuales, tanto positivos como negativos.
Los balances amplios, de un mínimo aproximado de dos semanas de duración, arrojan
resultados incuestionables, determinan en la realidad si hay motivos para temer por la
relación o para anticipar no ya un rechazo puntual, sino uno de mayor envergadura. El
procedimiento a seguir después de su realización dependerá del resultado de dicho
balance. Sin propósito de resultar excesivamente simplificadores, vamos a establecer las
dos principales posibilidades:

1. El balance resulta favorable: tras la realización de varios balances, el sujeto


vulnerable se da cuenta de que el estado de ánimo reinante es básicamente
positivo, que hay muy buenos momentos y una cotidianeidad de lo más llevadera.
Existen muestras de cariño, elementos inequívocos que acreditan el interés
afectivo por parte de la pareja. La suma de estos balances más la revisión del
estado de ánimo durante esos periodos, aunque incluyan algún hecho que haya
estimulado la focalización excesiva, es difícilmente falible. Uno de estos sucesos
puntuales es sencillo de manipular o distorsionar por la ansiedad, que va a
sugestionar al individuo vulnerable con el fin de prevenirle ante un hipotético
nuevo rechazo o una falta de cariño persistente por parte de la pareja, pero por
medio del balance dicho individuo puede tener una visión mucho más certera de
la situación, que, en esta primera posibilidad que estoy exponiendo, será
claramente favorable.
En estas circunstancias, el sujeto debe atender única y exclusivamente a los
balances; todo lo demás hay que pasarlo a un segundo plano. Esto no significa
que haya que negar o minusvalorar un hecho puntual que haya resultado
desagradable o desestabilizador, sino que, simplemente, se debe añadir como un
evento más, en este caso negativo, al siguiente balance. En ese momento, dicho
suceso aislado estará afectando, pero no se convertirá en un elemento obsesivo
fruto de la focalización excesiva en él. Además, la persona debe estar tranquila
porque no está negándolo, resignándose u olvidándolo, sino que lo incluye en un
contexto más amplio que otorgará perspectiva y moderación. La tranquilidad del
individuo vulnerable debe provenir también de la idea, completamente
fundamentada, de que una pareja que realmente no tenga un excesivo interés en él
no puede estar en el contexto de un balance de relación positivo, es imposible.
En los casos en los que se focalicen hechos puntuales con obsesividad y, sin
embargo, los balances resulten favorables, muy probablemente la persona
vulnerable al rechazo esté efectuando interpretaciones erróneas del mismo. En mi
experiencia clínica, esto es lo más habitual: el sujeto empieza a ver fantasmas

90
donde no los hay y se obsesiona con determinados hechos susceptibles de ser
malinterpretados por su ambigüedad, y también de despertar la ansiedad por
percibirse como rechazos o faltas de interés. La sinergia entre la primera pauta de
autoayuda —no interpretar— y ésta, sin perjuicio de la implementación de las
restantes, ayudará al cumplimiento de las mismas, que, recordemos, es
recomendable realizar con un trabajo diario escrito que proporcione
retroalimentación, aprendizaje, formación de hábitos y también motivación con la
consecución de logros.
2. El balance resulta desfavorable: cuando en las sesiones encargo la realización de
estos balances y el paciente entra con mala cara en la siguiente cita, ya me puedo
imaginar cuál ha sido el resultado. Aquí, los hechos puntuales no tienen por qué
estar sobrevalorados por la focalización excesiva, pero está claro que suman en el
platillo negativo de la balanza. Si este platillo está también lleno de otras
situaciones negativas, faltas de atención, discusiones, escasez de alegría o
muestras de cariño y, sobre todo, un estado de ánimo caracterizado por la
intranquilidad o el abatimiento, entonces claramente la balanza se inclinará por
ese platillo, resultando entonces los balances desfavorables.
Que estos balances arrojen este resultado negativo no significa que haya sido
un error realizarlos, o que se deba volver a la estrategia propuesta por el
mecanismo postraumático, como es obsesionarse con hechos puntuales por si se
encuentra algo que resuelva esa angustiosa situación o que proporcione una
solución. Lamentablemente, los peores temores del individuo vulnerable se
confirman con estas circunstancias, pero esto no justifica seguir los mandatos del
miedo y dejar de asumir con madurez las decisiones que haya que tomar.
En este sentido, haciendo referencia a lo que se planteaba en la característica
anterior en cuanto a enfrentarse al miedo a la ruptura, que, en definitiva, supone la
máxima expresión del abandono, lo cierto es que la concatenación de balances
negativos obliga a un gran replanteamiento de la relación, de hasta qué punto
compensa seguir en ella o no, ya que el saldo que arroja no es positivo. El mundo
de la pareja no se hizo para sufrir, sino para estar mejor, para que aporte. No en
base a hechos puntuales, sino a análisis amplios y más o menos sosegados, la
decisión de no ser víctima del temido abandono sino la persona que lo efectúa es,
casi con total seguridad, la mejor opción en estas circunstancias. No hay nada
mejor para afrontar el miedo al rechazo que engrandecerse ante él, no permitir que
sea él el que determine los movimientos que hay que efectuar y, ante todo,
considerar seriamente, con valentía y determinación, la posibilidad de dar por
terminada una relación que está siendo contraproducente.

Recomendaciones para los psicoterapeutas

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La focalización excesiva va a ser muy habitual en nuestro trabajo con los pacientes. Lo
normal será que alguna de estas focalizaciones sea monotemática en alguna sesión o en
alguna comunicación desesperada entre citas: la obsesividad es espantosa, angustia
sobremanera y, además, va debilitando progresivamente a la persona que tenemos
delante. Ser sensibles con esta situación es fundamental para no desesperarnos.
Igualmente, en línea con lo que acabo de exponer, ofrecer disponibilidad al paciente para
que contacte con nosotros en caso de producirse alguna urgencia es crucial.
Independientemente del hecho de que esto ocurra, que en algunas situaciones así será, y
de que nuestra simple palabra pueda calmar un auténtico terremoto que se esté
generando, la sensación de cobertura que poseerá el paciente incrementará su estabilidad,
con lo que más fácilmente podremos solicitarle con entusiasmo que se enfrente a sus
miedos afectivos más profundos.
Además, en caso de que la obsesividad sea la tónica dominante en una buena parte de
la relación y de que esta circunstancia la hayamos detectado en los antecedentes,
probablemente sea recomendable la visita con el médico para que prescriba
antidepresivos. Las personas que, independientemente de un punto débil de naturaleza
afectiva como el descrito en este libro, tengan una predisposición notable a la
obsesividad, se beneficiarán de la toma de estos medicamentos, siguiendo las
instrucciones del médico que los prescriba. Obviamente, tomar antidepresivos —que son
los fármacos indicados para la obsesividad— no disminuye la vulnerabilidad al rechazo
ni sube la autoestima, asume decisiones difíciles o realiza balances de la relación: todo
eso y mucho más le corresponde al paciente, con nuestra tutela y seguimiento
terapéutico. Pero para las personas que lo necesitan, hacerlo puede ser definitivo porque
hay ocasiones en las que la obsesividad es tan bestial que el paciente prácticamente no
tiene vida, apenas podemos acceder a él. No hay problema alguno en utilizar todos los
medios a nuestro alcance, y desde luego el fármaco no reemplaza a la psicoterapia, sino
que la complementa, proporcionándonos un marco más adecuado de trabajo.
Los balances amplios recomendados en la pauta de autoayuda son cruciales para
introducir análisis crítico y moderación en el paciente; de lo contrario, lo único que hace
es saltar de crisis en crisis con escasos periodos de tranquilidad entre ellas. Debemos
ayudarle a realizarlos incluso antes de proponerlos explícitamente. Por ejemplo, cuando
en las primeras sesiones, tras el diagnóstico, nos cuenten con muchas ganas uno de estos
episodios en los que se ha producido la focalización excesiva, es muy importante que no
nos centremos únicamente en ellos, tal y como ordena el mecanismo de ansiedad que
está actuando en esos momentos, dejando al paciente preso del pánico. Podemos decirle
que enseguida hablamos de eso, pero que nos cuente cómo ha ido en general durante el
tiempo que llevamos sin verle. De esta forma, le estamos acostumbrando a que no se fije
sólo en el contenido obsesivo, sino a que haga ya sus primeros balances, que
inicialmente efectuará algo a regañadientes, con escaso convencimiento, porque sólo le
apetecerá hablar de su idea monotemática que le está consumiendo y absorbiendo.

92
Cuanto más socráticos y menos directivos seamos en la realización de los balances,
tanto mejor. No obstante, si vemos una gran indeterminación o que simplemente el
paciente insiste en centrarse en los eventos negativos, podremos preguntarle
directamente para que se acostumbre a valorar los periodos desde todos los puntos de
vista: «¿Cómo te has encontrado de ánimo en este periodo?», «¿Has tenido también
momentos de esparcimiento, normales; te has reído con tu pareja?», «¿Cómo te fue en
esa cena que tuviste con él/ella?», «¿Algún suceso más que haya sido desagradable o que
te haya generado dudas?», y preguntas de este calibre. Sacar al paciente de su hecho
focalizado y acostumbrarle a ser su propio analista de la relación, con nuestra ayuda y
supervisión, es de capital importancia, porque en base a estos análisis y, por supuesto, a
nuestra valoración objetiva profesional, habrá que determinar si recomendamos o no la
ruptura, o incluso prescribimos una intervención de pareja (en mi experiencia, esto sólo
es recomendable si hay motivación por ambas partes y un componente relevante de
sentimiento sano en el otro).
El hecho de que procedamos de esta manera, realizando balances y remitiéndonos a
sus conclusiones, no es obstáculo para valorar con detenimiento alguno de estos
incidentes ansiógenos, porque hablar de ellos y llegar a conclusiones concretas ayudará a
que remita la obsesividad. Es importante, en este sentido, que no se queden cabos
sueltos, sino que al finalizar la conversación en la sesión haya una conclusión, que puede
ser añadir dicho suceso en el balance para, más adelante y con más información, tomar la
decisión oportuna; o bien hacer ver al paciente que su focalización excesiva estaba
fundamentada en una interpretación errónea y, por tanto, no procedía computar dicho
evento como rechazo. Además, no se trata únicamente de que intentemos cerrar la
obsesividad, sino de que lo hagamos con un engrandecimiento de la persona. Todos los
miedos de los que hablamos —y quizá también la propia pareja— se han dedicado a
empequeñecer notablemente al paciente; pues bien, adoptar una posición de valentía, de
determinación, de aceptar órdagos, reduce la magnitud del mecanismo del miedo porque
dicho mecanismo evalúa mayor autoconfianza en el individuo, mayor capacidad para
enfrentarse a dicho miedo.
Por ejemplo, si recomendamos pedir explicaciones a la pareja ante un hecho que ha
generado gran angustia, cuando la postura inicial era únicamente vigilarla y estar
expectante ante otro hipotético rechazo o falta de interés, ya estamos proponiendo una
postura de liderazgo antitética con la de debilidad, que es la que, a su vez, estimulará una
mayor activación de la ansiedad.

93
EL CUESTIONAMIENTO PERSONAL

Definición

Esta característica de la vulnerabilidad al rechazo y la siguiente son las más importantes,


las más globales y, también, las que jamás pueden faltar en este punto débil afectivo. De
hecho, el cuestionamiento personal es el verdadero elemento traumático del rechazo,
algo que inicialmente cuesta comprender porque parece que lo que realmente
desestabiliza es la pérdida de la otra persona, cuando lo que hunde realmente es el
sentimiento de inadecuación, de falta de valía que subyace al abandono en las personas
hipersensibles (a diferencia de lo que sucede con las personas que no lo son, que actúan
de manera completamente diferente, como a continuación se expondrá).
Hace ya unos cuantos años que me di cuenta, en mi experiencia clínica, de que éste
era el factor fundamental para que alguien desarrolle vulnerabilidad al rechazo. La
pérdida afectiva la podemos experimentar todos, con diferentes grados de intensidad,
hasta llegar a extremos terribles, como sucede con el fallecimiento de un ser querido.
Pero nuestra autoestima sigue intacta, como ocurre también con una ruptura amorosa en
alguien que no tiene un déficit afectivo interno.
La diferencia entre experimentar únicamente la pérdida, y sentir tanto ésta como
también una caída interna tremenda, parece muy sutil, pero en la realidad no es así.
Quizá con unos cuantos ejemplos, del mundo de la pareja y ajenos a él, se entienda
mejor lo que se pretende transmitir. Imaginemos a una persona que acaba de sufrir el
fallecimiento de su padre. Puede experimentar gran cantidad de sensaciones y
pensamientos, pero, dentro de ellos, siempre habrá alguna idea que destaque sobre las
demás: una de ellas puede ser la de sentir que alguien a quien quería mucho ya no está y
echarlo terriblemente de menos; otra, bien distinta, es lamentarse sobre qué va a ser de
su vida ahora que su gran apoyo no está. En la primera posibilidad, se está
experimentando la pérdida afectiva; en la segunda posibilidad, el individuo siente que el
papel que estaba desempeñando para él la persona fallecida ya no va a seguir
ejecutándose. Son sentimientos muy distintos.
En el mundo de la pareja todo es algo distinto, porque la otra persona, en los casos de
vulnerabilidad al rechazo, no cumple una función de apoyo, sino de reafirmación externa
de la autoestima, y es éste el papel que el individuo hipersensible siente aterrado que
necesita, casi como una droga. Una persona sin vulnerabilidad al rechazo sufre una
pérdida terrible y un gran vacío en un caso de ruptura de pareja indeseada; otra con
vulnerabilidad experimenta esto igualmente, pero también tiene una sensación de que no

94
vale lo suficiente para que alguien esté con ella. Es algo muy distinto, que a los
individuos sin esta vulnerabilidad les costará entender, como la sensación de haber
suspendido un examen global sobre su persona que, cuando no existe esta
hipersensibilidad, uno tiene claro que está aprobado independientemente de lo que esté
aconteciendo.
Uno de los elementos que, como decía, hace mucho tiempo me sirvieron para darme
cuenta de que este cuestionamiento personal que efectúa el sujeto vulnerable es el factor
verdaderamente traumático es la reacción que experimenta dicho sujeto cuando se rompe
una relación de pareja en la que no existe prácticamente vínculo amoroso. Aquí, la
sensación de pérdida afectiva existe, pero es muy pequeña; de hecho, un individuo sin
vulnerabilidad acoge con más alivio que otra cosa, a pesar de tener una mínima
nostalgia, una ruptura de esta naturaleza.
Vamos a profundizar en esta idea e imaginar esta situación: un chico está en pareja
con una chica. La chica no está enamorada del chico, ha estado con él más por inercia y
comodidad que por otra cosa, quizá también para no sentirse sola. El chico, que sí estaba
enamorado de ella y que intentaba una y otra vez ganarse un hueco en su corazón,
termina desistiendo por la falta de correspondencia y, contra todo pronóstico, decide
dejarla unilateralmente. Examinemos las diferentes reacciones ante este hecho, según la
presencia o ausencia de vulnerabilidad al rechazo en la chica en cuestión:

1. Sin vulnerabilidad al rechazo: esta chica sentirá la pérdida, pero, por otro lado,
tendrá la sensación de que se está haciendo lo correcto, que esa relación carecía
de sentido y que, incluso, se ha quitado un peso de encima. Pensará que el chico
merece estar con una persona que esté más involucrada y ocasionalmente
experimentará alguna vaga sensación de nostalgia, pero nada más que eso. Su
idea de sí misma será exactamente igual a la que poseía antes.
2. Con vulnerabilidad al rechazo: la chica entrará en un proceso de auténtica
angustia y zozobra personal. Comenzará a cuestionarse terriblemente a sí misma y
a pensar si merece la pena como persona e, incluso, si su vida tiene algún sentido.
Increíblemente, echará de menos a su exnovio y experimentará un amor profundo
hacia él, le pedirá volver a la relación y le jurará todo tipo de cambios.

Si la historia del segundo caso continuara —historia similar a muchas que he podido
ver en mi experiencia clínica—, observaríamos cómo ante una hipotética reanudación de
la relación la chica volvería a sentir la misma desmotivación con su novio y, en caso de
una ruptura posterior, también volvería a sentir la misma zozobra y el mismo
cuestionamiento personal. Es lo que denomino «relaciones pendulares», que pueden
darse por parte de uno de los dos miembros de la relación —como sucede en este
ejemplo— o incluso por ambas partes: en lugar de ser el vínculo amoroso el responsable
de la unión de la pareja, lo es el miedo al rechazo de uno de los dos o de ambos. No es la
otra persona la que fundamenta la pareja, sino la función que desempeña: función de

95
sostén externo de la autoestima, de la sensación de valía personal, cuya falta es la que
traumatiza al sujeto vulnerable.
Recordando lo que se exponía en la primera parte de este libro, las personas con
vulnerabilidad al rechazo han tenido una serie de fallos en la configuración de su
autoestima. Una serie de dinámicas afectivas adversas, con carencias y situaciones
patológicas en este ámbito, han creado una autoestima muy deficitaria que sigue
utilizando en la edad adulta el procedimiento que funcionaba en la infantil: recibir afecto
para, así, ir adquiriendo sensación de amor propio, de valía personal, de sentido en la
vida. Las personas que han tenido un desarrollo de su autoestima porque han sido
adecuadamente queridas durante la construcción de la misma ya adquieren para el resto
de sus vidas este sentido de valía personal y no necesitan un soporte externo: pasan a
otro nivel del desarrollo afectivo. Las que no han tenido este desarrollo adecuado,
permanecen fijadas en esta etapa y continúan necesitando reafirmación exterior para
adquirir esta sensación de ser queribles: en consecuencia, el verdadero factor traumático
que intenta evitar el mecanismo de la vulnerabilidad al rechazo es éste, el de
experimentar esta inadecuación y esta falta de sentido en la vida que uno mismo no logra
adquirir por sus propios medios. El suministro interno no se ha configurado
adecuadamente y precisa de una gran aportación del externo (la recepción de afecto,
presencia de la otra persona, etcétera) para conseguir el equilibrio emocional.
Es por esto por lo que las personas vulnerables están hipervigilantes ante la falta de
interés, se aterrorizan por el abandono, etcétera: porque necesitan la función que
desempeña la pareja de sostén de la autoestima, y no únicamente a la pareja por sí
misma. Las personas vulnerables al rechazo, ante una ruptura, no sólo pierden a la
pareja, también pierden su autoestima. Lo primero duele muchísimo, lo segundo
traumatiza porque la mente interpreta este hecho como terriblemente peligroso para su
integridad, de ahí que ponga en marcha esta suerte de mecanismos postraumáticos con el
fin de evitar la reproducción de estas sensaciones devastadoras, que incluso pueden
provocar ideación suicida. Que, en estas circunstancias, estas personas vivan con terror
el eventual abandono de sus relaciones de pareja parece entonces algo lógico, porque
realmente se están jugando mucho.
Las ideas de cuestionamiento personal que surgen tras una ruptura son muy
características, se repiten casi sistemáticamente: «¿Por qué nadie se queda conmigo?»,
«¿Por qué todos me ignoran o empiezan con intensidad, pero luego se desmotivan
enseguida?», «¿Qué tengo yo para que no me salgan bien las cosas en pareja?», «¿Por
qué a los demás les va bien y a mí no?», «Seguro que él encontrará a otra persona y le
dará todo lo que a mí no me ha dado», «¿Por qué con otra pareja le está yendo bien —
cuando no se tiene constancia de ello— y conmigo no?», y un largo etcétera. Por
increíble que le parezca a un individuo con vulnerabilidad al rechazo, el que no presenta
un rasgo de este tipo no se efectúa este tipo de cuestionamientos personales. Tiene claro
que merece la pena, tiene claro que a él le podría y le debería ir bien y buscará eso en su

96
siguiente relación; no cree que haya nada en él, como una especie de fallo, que produzca
una falta de enamoramiento en la pareja, sino que ha habido problemas o no ha hecho
buena mezcla con la otra persona, por ejemplo.
El cuestionamiento personal como factor traumático determinante en el tema objeto
de este libro también se observa de manera muy clara en la gestión de relaciones
esporádicas, o de proyectos de relación. Imaginemos a un chico, vulnerable al rechazo,
que sale una noche con sus amigos y ahí conoce a una chica. Se dan los teléfonos,
aparentemente hay una muy buena conexión. Al día siguiente, el chico escribe a la chica
un mensaje; ella lo lee, pero no contesta, y así va pasando el tiempo. Yo he tenido en la
clínica verdaderos episodios ansioso-depresivos que han empezado así. Si pensamos que
esa chica ya se ha convertido de la noche a la mañana en alguien significativo, en
alguien que ha logrado convertirse en un referente amoroso o incluso afectivo, estamos
muy equivocados. Esta chica no ha tenido tiempo de ocupar este rol en el chico
vulnerable, pero sí de servir de supuesta prueba de su escasa valía al no querer volver a
contactar con él. El chico se ha cuestionado personalmente porque su autoestima no es
«auto», es decir, no funciona adecuadamente por sí misma, y precisa de la aceptación
ajena en el campo amoroso para sentirse querible, válido y con sentido en la vida (esto es
así en la dependencia emocional; en el trastorno límite de la personalidad no sólo se
precisa de esta aceptación en el mencionado plano amoroso, sino también en otros por
poseer estas personas un suministro afectivo interno más deficitario).
Este fenómeno aparece también en las relaciones esporádicas de índole sexual, o en
las de bajo nivel de compromiso, tan frecuentes ahora por la influencia de las redes
sociales. Son relaciones en las que aparentemente apenas se juega nada en el plano
amoroso, pero que se viven con ansiedad por parte de las personas vulnerables al
detectar la falta de involucramiento del otro, y sienten, una vez más, como un pulgar
hacia abajo en la determinación de su valía personal. En este sentido, son especialmente
notables lo que denomino «desapariciones amorosas», que vienen a ser lo siguiente:
imaginemos a una chica que conoce a alguien en una red social. Se empieza a establecer
una interacción virtual entre ellos, hablan durante varios días a través de programas de
mensajería, y finalmente se citan. Ambos se encuentran muy a gusto y terminan teniendo
relaciones sexuales. Finaliza el encuentro y, de repente, la chica no vuelve a saber nada
del chico (he puesto este ejemplo así, podría haber sido en el sentido contrario, que
también ocurre; aunque, en mi experiencia, con menos frecuencia). Esto, que está
lamentablemente a la orden del día (y que desaconseja comenzar con tanta rapidez, para
evitar estas decepciones), puede suponer una experiencia devastadora para alguien con
vulnerabilidad al rechazo, y que estimule las frases que anteriormente mencionaba
acerca de la validez del sujeto; en este caso, de la chica.
Un aspecto diferenciador también muy importante cuando se posee este
cuestionamiento personal producido por el rechazo, el abandono o la falta de interés
percibido por parte del otro, es cómo se enfoca el comienzo de una relación de pareja o,

97
mejor dicho, esa primera fase de cortejo y conocimiento mutuo que, en definitiva,
supone más un proyecto de relación que otra cosa. En esta primera fase se van
produciendo citas —cada vez más largas y frecuentes—, conversaciones telefónicas,
charlas por programas de mensajería, etcétera, y ambas personas van desarrollando cada
vez más ilusión, se conocen mejor poco a poco y sienten progresivamente que se unen en
mayor medida. Pues bien, en esta primera etapa, hay una diferencia muy sustancial entre
cómo se comporta alguien vulnerable al abandono con alguien que carece de esta
hipersensibilidad.
La persona vulnerable al rechazo está totalmente centrada en gustar al otro. Se arregla
mucho físicamente, se preocupa de haber generado buena impresión, piensa qué tipo de
cosas —tanto en comportamiento, conversación, manifestación de preferencias, etcétera
— podrían agradarle a la otra persona, o analiza durante los encuentros y después de los
mismos el grado de aceptación que ha generado en ella. Esto, hasta cierto punto, es
normal por parte de ambos, pero el énfasis casi exclusivo en gustar es muy característico
en este tipo de personas. Sin embargo, el individuo no vulnerable al rechazo se va a
centrar más en determinar si la otra persona le gusta o no; es decir, se va a fijar menos en
gustar y más en saber si le gusta el candidato a pareja. No se quiere decir que únicamente
se centrará en esto y no se preocupará algo o hará lo posible por gustar a la otra persona:
evidentemente que sí, pero su foco estará más en observar a quién tiene delante que en
agradar a toda costa. Esto se debe a que una persona no susceptible al rechazo tiene
simplemente una intención de encontrar a alguien significativo en su vida para compartir
una parte de ella más o menos grande, mientras que la persona vulnerable puede ir en la
misma línea, pero, además, busca que una pareja le reafirme, le proporcione una
sensación de ser válida y querible: en definitiva, necesita la presencia de otro que cumpla
una función de sostén.
Como conclusión a la definición de esta manifestación trascendental de la
vulnerabilidad al rechazo, recalcar que el cuestionamiento personal supone un auténtico
interrogante que el sujeto con la mencionada hipersensibilidad se pone a sí mismo casi
permanentemente, y que se intensifica hasta el extremo en caso de detección de falta de
interés o, por supuesto, de abandono definitivo. Estas personas se ponen en duda porque
no han adquirido una idea estructural y consolidada de ser queribles (es decir, no han
desarrollado una autoestima realmente basada en un suministro afectivo interno), e
intentan disipar ese interrogante mediante una reafirmación ajena. El problema es que
dicho interrogante es tan trascendental, y ha supuesto tanto durante toda la trayectoria
vital del individuo, que se ha elevado a la categoría de traumático, porque para nosotros
sentirnos queridos y adquirir autoestima es algo de primera necesidad, aunque sea una
necesidad de carácter afectivo. Al haber tanto en juego en el contexto de pareja y con un
miedo postraumático tan intenso a que se reproduzca la falta de interés o el abandono, la
mente desarrolla un mecanismo, que es la vulnerabilidad al rechazo, que no hace más
que complicar las cosas, como habrá quedado bien claro en este libro.

98
Pauta de autoayuda n.º 6. Promover que la autoestima tenga un suministro interno, y
no externo

Aunque lo que se va a plasmar a continuación figura como pauta de autoayuda, y desde


luego es tan positivo como imprescindible que la persona intente mejorar su situación
por sí misma, realmente le va a resultar muy complicado sin acompañamiento
terapéutico. Cuestiones concretas como no interpretar o desdramatizar, con mucha
disciplina, realizando un trabajo diario y siendo una persona más o menos cultivada, se
puede llevar a cabo, aunque se efectuará de mejor manera con supervisión terapéutica
(siempre y cuando el terapeuta esté bien formado en estas cuestiones, algo que no resulta
demasiado sencillo, la verdad). Mejorar la autoestima o promover un cambio estructural
muy sustancial es francamente complicado de conseguir sólo por uno mismo, por no
decir que, como mucho, con lo que vaya comentando al respecto sólo se producirá un
ligero encaminamiento, nada más. De hecho, apenas me extenderé en lo tocante a
aumentar el suministro afectivo interno porque pienso que esto no debe realizarse por
uno mismo; indicaré unas orientaciones generales, sin más.
Lo más importante que la persona vulnerable sí puede efectuar por sí misma es tolerar
el rechazo, respetar la libertad de la pareja para que sea y se exprese como desee, sin
demandar, presionar, esperar o suspirar permanentemente para que cambie. Hay que
aceptar la realidad, y es que, a veces, alguien que tenía sentimientos los puede perder, o
simplemente carecer de ellos en todo momento. Hay que encajar con deportividad la
falta de interés del otro, porque nadie está obligado a querernos: éstas son las reglas del
juego del mundo del amor, y del mundo afectivo en general. El rechazo de otra persona
no nos define, nuestra definición va con nosotros: nadie en el mundo puede ratificar
nuestro sentido y nuestra valía personal. Una relación de pareja no es una especie de
examen global a nuestra persona, es un acuerdo afectivo que puede funcionar o no. Si no
funciona, es cierto que dolerá mucho, pero no significará que valemos menos; de igual
forma que, si funciona, tampoco significará que valemos más.
El sujeto vulnerable debe concienciarse de todo esto. Automáticamente, con una falta
de interés o, desde luego, con un abandono definitivo, tenderá a ponerse dudas y a
cuestionarse a sí mismo. Independientemente del grado de autocrítica que siempre es
saludable tener, siempre y cuando sea de forma constructiva (analizar errores cometidos
en la relación, determinar si escogió a la pareja adecuada o era «crónica de una muerte
anunciada», cuestionarse si hizo bien permitiendo ciertas cosas), la persona vulnerable
debe cerrar filas en torno a sí misma y quitarse ese interrogante. Sean cuales sean los
errores cometidos, éstos no implican que la persona carezca de sentido, no sea querible,
etcétera, y si los errores individuales no tienen esta consecuencia, el rechazo tanto parcial
como total por parte de un tercero no debería afectar en lo más mínimo la sensación de
validez propia. Puede ocasionar, como es lógico, una pérdida afectiva de mayor o menor
magnitud, pero no un cuestionamiento personal.

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Como ayuda a estas reflexiones tan importantes, la persona vulnerable debería
recordar si ella misma, en su vida, ha rechazado a otros. Muy probablemente así habrá
sido, porque estas personas suelen buscar —aunque no necesariamente— a otras como
pareja que potencialmente carezcan de la capacidad de querer adecuada, como se
explicará en el siguiente apartado; mientras que, paradójicamente, descartarán a otras
que sí podrían manifestar interés. En consecuencia, habrá una posibilidad bastante
elevada de que recuerden sus propios rechazos a otras personas. En este punto, cabría
preguntarse si dicho rechazo significaba que esas personas no valían lo suficiente, no
eran queribles o carecían de sentido. Lo normal, cuando pregunto algo así en la clínica,
es que se me conteste con gran rotundidad que todo lo contrario, que eran muchas de
ellas personas que merecían la pena y, además, que finalmente han terminado algunas
encontrando a otras parejas, consolidadas con el paso del tiempo. Por tanto, si esas
personas descartadas en su momento llegaron a pensar igualmente que no merecían la
pena por ese rechazo, ¿cómo es posible que luego encuentren una pareja estable? La
valía de alguien no puede depender de que le vaya bien, mal o regular en el mundo del
amor: esto sólo proporciona información sobre cuál es la gestión y la trayectoria del
individuo en este ámbito en concreto, no sobre su validez personal, que debería estar
fuera de toda duda y tener un suministro básicamente interno.
En consecuencia, es fundamental que el sujeto vulnerable se conciencie para respetar
y tolerar la libertad de la pareja para quererle, tan fundamental como concienciarse de
que, en base a esto y, por supuesto, a los propios sentimientos hacia ella, se debe decidir
si la relación merece la pena, si compensa continuar en ella. Pero si la persona vulnerable
continúa queriendo convencer al otro para que le quiera porque necesita de esta
reafirmación externa, volverá a adoptar una postura equivocada y a depositar su
sensación de valía propia en un tercero, papel que nadie debería asumir porque le
corresponde a uno mismo.
Si alguien rechaza o pierde el interés en la persona vulnerable, ésta debe determinar si
coge la puerta y se marcha, nada más, porque esto puede suceder perfectamente en el
mundo de la pareja, y ella misma también se habrá comportado de idéntica manera. Lo
que no debe hacer es ponerse en duda, pensar qué es lo que habrá hecho para generar
dicho rechazo, porque esto proviene, como ya hemos afirmado, de la otra persona. No
podemos «producir amor» en el otro; debemos ser nosotros mismos y ver si la otra
persona nos corresponde y hacemos buena mezcla con ella, nada más. El mundo de la
pareja no es un mundo en el que el individuo vulnerable se someta a un examen.
En caso de que se produzca una ruptura, el individuo vulnerable debe pensar
igualmente que su expareja, casi con toda probabilidad, se comportará de una manera
bastante parecida con otra persona que aparezca en su vida. Una de las ideas que es más
dolorosa es la de pensar que había escasez de amor y consideración hacia la persona
vulnerable, y luego un cambio radical con otra que apareciera más adelante. Esto no es
descartable en el caso de relaciones poco significativas, pero en el supuesto de que la

100
relación haya sido prolongada y de un cierto nivel de compromiso, el funcionamiento
normal de la expareja va a ser el de repetir en el mundo del amor el mismo patrón de
falta de implicación o de mal comportamiento. Esto, una persona no vulnerable al
rechazo lo tiene bastante claro, pero alguien que se cuestiona a sí mismo piensa que es su
déficit intrínseco el que genera esa falta de amor en el otro.
Antes de exponer alguna orientación básica en lo que a autoestima se refiere,
conviene recordar esa reivindicación personal que se expuso en la pauta de autoayuda
sobre la autoatribución de la culpa por el rechazo. Este mismo espíritu es el que hay que
mantener a la hora de disipar ese doloroso interrogante que supone el cuestionamiento
personal; pues, a pesar de los razonamientos expuestos en este apartado, seguramente
seguirá existiendo un poso de duda en este sentido. Y es que la idea de que uno mismo
merece la pena y de que esta aseveración no puede ser ni fortalecida ni debilitada por el
comportamiento de un tercero es una idea que se debe defender e incluso vivir a través
de una reivindicación personal, un puñetazo encima de la mesa por el que el sujeto
vulnerable cambie radicalmente su actitud hacia sí mismo, defendiéndose y valorándose
independientemente de la aceptación o el rechazo que esté percibiendo por parte de la
pareja.
Efectuado este recordatorio, se expondrá con brevedad lo que supone tener
autoestima, es decir, potenciar el suministro afectivo interno, que es lo que realmente
evita del todo tanto el cuestionamiento personal en particular como, en general, la propia
vulnerabilidad al rechazo, aunque sean precisas también las pautas de autoayuda y las
intervenciones específicas propuestas en este libro.
Tener autoestima no significa considerarse la persona más guapa, o la más lista o la
más exitosa. Quererse a uno mismo es exactamente lo mismo que querer a un ser
querido, como he afirmado en otros de mis anteriores trabajos. Si querer a alguien
significativo incluye, por ejemplo, ayudarle cuando tiene un problema, apoyarle si
necesita refuerzo emocional, consolarle si está muy entristecido, compartir su alegría
cuando le ocurre algo bueno, realizar crítica constructiva y no destructiva de sus
equivocaciones; exactamente igual debemos realizar con nosotros mismos. Es decir,
ayudarnos si tenemos un problema, apoyarnos para darnos el refuerzo emocional que
necesitamos, consolarnos y no machacarnos si estamos apenados, disfrutar de lo bueno
que nos ocurre, ser autocríticos constructivamente, etcétera.
Pero, más allá de lo que supone concretamente querer a otra persona o de lo que
supone quererse a uno mismo, hay algo más, algo intangible, pero que es lo más
importante. Es lo que sentimos cuando tenemos un bebé en nuestros brazos: quererle
implica cuidarle, sonreírle, decirle cosas bonitas, acercarle objetos para que juegue…
pero es mucho más que eso. Quererle significa sentir esa conexión especial, esa ternura
que es lo que realmente llega, y que es verdad que luego se traduce en que, de alguna
manera, nos importa lo que le ocurre a otro ser humano, tanto en lo negativo para
protegerle o ayudarle, como en lo positivo porque lo experimentamos con él y nos

101
alegramos de ello casi como si a nosotros nos ocurriera.
En consecuencia, para tener autoestima es imprescindible vigilar nuestro «diálogo
interior», la forma en la que nos conducimos con nosotros mismos, para que se parezca
al diálogo que podríamos mantener con un ser querido; es decir, fomentar el de
naturaleza positiva, como las autovaloraciones o el autoapoyo, y erradicar el de
naturaleza negativa, que prácticamente siempre es la autocrítica destructiva, por la que
una persona es capaz de ser su juez más implacable y tratarse de una manera insensible
que nunca utilizará ni con su peor enemigo. Pero, además de vigilar y reconstruir ese
diálogo interior, hay que ir más allá, como se decía antes al referirnos a lo que sucede
dentro de nosotros cuando tenemos un bebé entre los brazos. No basta con acercarle un
sonajero como si fuéramos una especie de autómata; lo principal es la ternura y conexión
especial que sentimos por él. De la misma manera, mejorar nuestro diálogo interior, no
ser tacaños con los autoelogios, sentir nuestro apoyo o hablarnos con sensibilidad es
fundamental, siempre dentro de esa ternura y conexión especial a la que hacía mención.
La verdadera autoestima es esa ternura que deberíamos experimentar al vernos en una
foto o al mirarnos en un espejo. Es esa sensación de amor incondicional de que, hagamos
lo que hagamos, siempre estaremos ahí para apoyarnos y para levantarnos de nuevo, de
que estaremos incondicionalmente con nosotros mismos. El suministro afectivo interno
verdadero, el auténtico, es ese; es el sentimiento que podemos tener cuando vemos una
foto nuestra de pequeños. Sabemos que somos nosotros, pero, al mismo tiempo, estamos
contemplando a un niño, alguien que normalmente debería evocar una conexión en
nosotros, un deseo de protección y de amor incondicional.
Si pudiéramos dividir mágicamente nuestra persona en dos, y una fuera el adulto que
somos actualmente, y otra el niño que fuimos y que podemos ver en una de esas fotos,
entenderíamos lo que es realmente la autoestima. El adulto representaría la protección, la
experiencia, la cobertura de nuestra parte infantil, el compromiso de tutela permanente
que invalidaría cualquier sensación de indefensión; el niño simbolizaría nuestra
verdadera esencia, una valía y un sentido fuera de toda duda, fuera de cualquier eventual
rechazo por parte de una tercera persona, que sería irrelevante para los ojos de nuestra
parte adulta. Que la parte infantil y la parte adulta de alguien junten sus manos en un
compromiso vital permanente, y que las aprieten con mucha fuerza, es realmente tener
autoestima. El interés y el afecto que verdaderamente necesitamos para nuestro
equilibrio emocional es éste, y no el de una pareja, sin perjuicio de que una relación,
cuando es sana y equilibrada, aporte una calidad de vida especial, insustituible y fuera de
duda, pero sin proporcionar nuestro sentido o nuestra valía.

Recomendaciones para los psicoterapeutas

Entroncando con lo que se acaba de exponer, los psicoterapeutas no debemos limitarnos


a fortalecer la autoestima de nuestros pacientes —con o sin vulnerabilidad al rechazo—

102
a partir de la racionalidad, es decir, del diálogo interior que acabamos de mencionar, por
el que debemos promover el positivo y erradicar el negativo. No es que esta estrategia
sea equivocada. Es correcta y necesaria y, además, supone un excelente punto de partida
para que la persona se acostumbre a tratarse bien. Pero es incompleta si no la
acompañamos del componente emocional. Si seguimos el ejemplo anterior, sería como
explicarle a alguien cómo querer a un niño pequeño diciéndole simplemente que tiene
que prestarle atención, hablarle bien, darle la comida o atenderle si está enfermo.
Evidentemente, debemos procurar que esto sea así, pero querer es algo que trasciende las
conductas concretas, y transmitir esto al paciente, sensibilizarle y convencerle de ello es
algo tan complicado como necesario.
Estas personas han perdido esa sensibilidad, esa ternura hacia sí mismas, y por eso
son tan dependientes de la aceptación ajena en el seno de la pareja. Usar cualquier
técnica para conmoverlas, como la de usar fotos o imaginar viajes regresivos en el
tiempo para que su parte adulta actual contacte con la infantil del pasado, nos puede
venir estupendamente con el fin de que se produzca ese insight en forma de sentimiento.
Necesitamos desbloquear esta parte dormida dentro del paciente vulnerable al rechazo,
aunque en ocasiones sucede que el resto de intervenciones propuestas en este libro ya
activan un mejor trato del sujeto hacia sí mismo.
Continuando con lo que es la lucha contra el cuestionamiento personal que se produce
con el rechazo, cabe recalcar la importancia de la explicación de este componente como
crucial para entender la hipersensibilidad. Entender el porqué de las cosas no debe
quedarse sólo en nuestro pensamiento profesional; transmitirlo ayuda muchísimo a un
buen número de personas que caminan a ciegas por estos intrincados mundos de la
afectividad. También les puede ayudar a ganar convencimiento para decidirse a romper
una relación patológica, si es el caso. Insistir una y otra vez en que una tercera persona,
en este caso la pareja, no puede ser capaz de determinar si merecen o no la pena, debe
ser un leitmotiv de la terapia. Esto vale tanto con rechazos reales como con malas
interpretaciones del mismo, independientemente de que ambas circunstancias reciban su
intervención específica.
Con el fin de explicar por qué se produce este cuestionamiento personal, utilizo en
mis sesiones lo que denomino la «metáfora del sello», que voy a exponer no con el
ánimo de que se utilice tal cual, sino de transmitir mi procedimiento, porque todos los
pacientes entienden a la perfección lo que les quiero decir (bien es cierto que ayuda
mucho el hecho de que se identifiquen con lo que les expongo porque saben a lo que me
refiero; seguramente a personas a las que no les suceda esto o que no tengan experiencia
clínica con estos pacientes les costaría más captar la idea, comprender realmente lo que
está ocurriendo).
La metáfora del sello consiste en lo siguiente: pensemos que cada persona tiene,
imaginariamente, un sello de validez estampado en su frente, algo que, en cierto modo,
certifica nuestro sentido en el mundo, nuestra valía como personas y la garantía de que

103
somos dignos de ser queridos. Una persona con autoestima tiene este sello guardado en
su bolsillo, y de vez en cuando se lo pone en su frente recordándose que está con ella
incondicionalmente, y que su sentido de la valía se lo da ella misma, independientemente
de que se relacione y tenga sentimientos hacia otras, a su vez portadoras de sus propios
sellos. Es entonces cuando a los pacientes vulnerables al rechazo les expongo,
basándonos en esta metáfora del sello de validez como la autoestima, que, en su caso, su
sello lo tiene la pareja. Ésta puede hacer un buen uso o un mal uso de él, es decir, puede
aprovecharse de este poder para ganar privilegios y dominar en la relación, o hacer un
uso responsable de él sin aprovecharse de esta circunstancia, como ocurre con las parejas
que poseen un buen perfil. Pero, independientemente del buen o mal uso que se haga del
sello de validez del paciente, lo cierto es que lo posee un tercero y no él mismo y,
además, que esto provocará una ansiedad, una inquietud porque los bolsillos de este
paciente se encontrarán vacíos.
Esta ansiedad es la vulnerabilidad al rechazo, que, en definitiva, es el vértigo que
supone percibir que el sentido de la propia valía lo tiene un tercero, y que se depende de
él para adquirirlo, para que resuelva la propia duda que el paciente posee sobre su
validez. Durante la relación, entonces, se buscará reiteradamente que la pareja ponga ese
sello de validez para calmar esta ansiedad y entrará en pánico si piensa que no lo va a
hacer; dicha búsqueda y sus vicisitudes se manifiestan mediante los comportamientos de
demandas de atención, las interpretaciones de rechazo, la dramatización, la
autoatribución de culpa, los reproches, etcétera. Al principio, puede costar un poco que
el paciente tenga este cambio de perspectiva tan monumental, porque él pensaba que su
ansiedad provenía simplemente de la pérdida afectiva de su pareja, representada por una
real o percibida falta de interés amoroso y, evidentemente, por el abandono. No es que
esta visión sea equivocada, sólo es manifiestamente incompleta, ya que la principal
angustia, la principal demanda a la pareja, con mucha diferencia, es la de la reafirmación
personal, es decir, la de necesitar que esa persona le ponga el figurado sello de validez al
que hago referencia con esta metáfora.
Dependiendo del buen o del mal uso que haga la pareja del sello de validez de la
persona vulnerable, su trayectoria podrá recorrer diversos caminos. No es lo mismo que
la pareja ponga el sello en la frente del otro miembro de la relación tantas veces éste lo
requiera, aunque lo haga de malas maneras o demande esta práctica con mucha
frecuencia, a que dicho sello permanezca bien guardado en un bolsillo y el individuo
vulnerable se encuentre muy carente de él, con gran angustia por ello y enormemente
necesitado del mismo. En este segundo supuesto, dicho individuo irá perdiendo su
sensación de validez personal, se irá empequeñeciendo cada vez más y se convertirá en
un títere de su pareja: esto es lo que configuraría una relación desequilibrada, en la cual,
la ya menoscabada autoestima del sujeto vulnerable al rechazo todavía disminuirá más
hasta, posiblemente, quedar reducida a la nada. Es aquí donde entran las
autoatribuciones de culpa, el comportamiento subordinado para congraciarse con el otro,

104
las dramatizaciones de rechazo, etcétera. Sin embargo, en el supuesto anterior, el
desequilibrio puede darse en el sentido contrario: es decir, la persona vulnerable al
rechazo necesita de ese sello de validez, como si de un adicto se tratara, y presionará y
amonestará a su pareja con el fin de recibirlo. Es más, por sus esquemas desadaptativos
interiorizados de carencia afectiva, tenderá a la desconfianza, es decir, a las
interpretaciones erróneas de rechazo, precisamente por la escasa seguridad afectiva que
también tendrá con su pareja, por mucho que ésta se empeñe en demostrar lo contrario.
Y es que no es lo mismo recibir el sello de validez personal en la fase evolutiva
adecuada, es decir, en la infancia y quizá también en la adolescencia, que en la adultez.
En su momento oportuno, el sello de validez se recibe del exterior, pero luego se asimila
en el interior, constituyendo entonces un suministro afectivo interno al que llamamos
autoestima. Sin embargo, posteriormente y ya en el mundo adulto, permanecer fijado por
una historia afectiva anómala en esta fase infantil del desarrollo de la autoestima no
constituye adecuadamente la misma. Es decir, en la adultez, la autoestima ya debe ser
individual, como su propio nombre indica; lo contrario supone una especie de fijación
persistente a una fase que, en ese contexto, ya es anacrónica por poco evolucionada.
En mis sesiones, aprovecho esta metáfora del sello de validez para explicar por qué a
las personas vulnerables al rechazo les terminan atrayendo más como pareja
precisamente aquellas que van a ser muchísimo más cicateras a la hora de ponérselo
figuradamente en su frente. Porque la tendencia es ésta, paradójicamente: buscar
personas rechazadoras a las que se idealiza. Esto es algo que ya he descrito en mis
trabajos anteriores sobre dependencia emocional cuando nos referíamos a los «objetos»,
que son las parejas predilectas de las personas con esta patología; aunque no
necesariamente las únicas que lo terminarán siendo, como también describimos en su
momento al hablar de las relaciones de transición (en el trastorno límite de la
personalidad, por el mayor déficit afectivo de estas personas, pueden emparejarse con
individuos de ambos tipos, rechazadores y «normales»). Los objetos, individuos que
suelen tener rasgos narcisistas o ser ambivalentes y problemáticos, guardarán en su
bolsillo durante mucho tiempo el sello de validez del sujeto vulnerable, configurando así
una relación tormentosa y angustiosa para él; las personas afectivamente más
equilibradas no atraerán tanto por el motivo que ahora vamos a exponer, y estarán
obligadas a poner en reiteradas ocasiones, casi compulsivamente, el mencionado sello de
validez en la frente de sus parejas.
El motivo por el que las personas rechazadoras, paradójicamente, son las que más
atraen a los individuos vulnerables es que, siguiendo la metáfora, se les considera como
los «portadores del sello». A mis pacientes les explico que este perfil es el que más se
asemeja al que tienen interiorizado de su infancia, el de personas que, o bien han sido
muy tacañas a la hora de demostrar cariño, o lo han efectuado de una manera patológica,
sin convertir el niño en el verdadero centro de interés. Estos niños, que luego se
convertirán en los adultos vulnerables al rechazo, generan un gran interrogante en ellos

105
mismos, el de saber si merecen la pena, si son queribles, si son válidos. La duda les
acompañará el resto de sus vidas y tendrán un gran empeño en resolverla, para lo cual
deben convencer a aquellas personas que se asemejen a las que en su día les negaron la
cantidad necesaria de ese amor altruista e incondicional tan fundamental para la
construcción sana de la autoestima.
Ya en el mundo adulto, estas personas se convierten, siguiendo la metáfora, en los
«portadores del sello». Por eso, dichas personas adquieren ese potencial de
desestabilización, porque la mente de los individuos vulnerables al rechazo les identifica
como sujetos a los que, para superar el trauma interiorizado, hay que convencerles de
que merecen la pena, de que se les debe poner el sello de validez. De ahí que exista ese
empeño más en gustar que en ser selectivos ante la aparición de una nueva persona,
muchísimo más si dicha persona va encajando en el perfil de «portador del sello».
Las personas capaces de suministrar amor o de corresponder no se asemejan a ese
perfil interiorizado; por tanto, no se les idealiza como auténticos portadores del sello. Se
mantiene la relación de pareja con ellos sólo porque palía la sensación de vacío, pero, en
muchas ocasiones, con escaso convencimiento y prácticamente por una autoimposición,
más racional que amorosa. En este contexto, aunque a estos individuos no se les
considera verdaderos portadores del sello, verdaderas personas capaces de disipar la gran
duda afectiva que presenta el sujeto vulnerable consigo mismo, se les demanda una
reafirmación emocional con la cual puedan mantener su equilibrio. El esquema
interiorizado durante toda la vida por el que los vínculos afectivos son inseguros y se
producen rechazos genera ese mecanismo postraumático mediante el cual se anticipa que
las parejas terminen decepcionando y abandonando: en mayor medida cuanto más se
parezcan a los «portadores del sello», pero, en general, en todas las relaciones amorosas.
Por último, cabe añadir que los «portadores del sello», al ser personas rechazadoras y
muchas veces narcisistas, son fácilmente idealizables para los individuos hipersensibles
al rechazo, que carecen de la suficiente autoestima. De esa manera, a dichos
«portadores» se les considera más poderosos o importantes, por su inaccesibilidad,
lejanía y aparente autosuficiencia emocional, que a otras personas con mucha mayor
capacidad de querer, a las que, desde este punto de vista patológico, se las minusvalora
considerándolas más débiles o necesitadas.
Manejar este tipo de ideas en terapia e ir exponiéndolas poco a poco ayuda a los
pacientes a arrojar luz sobre sus comportamientos, tan inexplicables para ellos como
para sus respectivos entornos, que ya no saben ni qué hacer ni qué decir ante, por
ejemplo, la tendencia recalcitrante a fijarse en individuos poco recomendables o a vivir
relaciones normales con desconfianza, malestar o angustia.
Servirnos de este tipo de metáforas o de cualquier otra nos ayudará a hacernos
entender en una temática muy abstracta y compleja como es la propia del ámbito
afectivo, tan poco estudiada en nuestro difícil oficio; no obstante, a pesar de dicha
complejidad, los pacientes suelen entender con mucha facilidad todos estos conceptos

106
porque, en el fondo, saben que es realmente lo que les está ocurriendo y les cuadra a la
perfección con su experiencia interna durante toda su trayectoria vital. Comprender, por
último, puede suministrar un plus trascendental de motivación y convencimiento para
enfrentarse al miedo traumático al abandono, y para focalizar más en un proceso que se
enquistó hace muchísimo tiempo, como es el de la autoestima, el de buscarse y ponerse
la persona vulnerable su propio sello de validez sin buscarlo en la pareja.

107
LA INSEGURIDAD AFECTIVA

Definición

Junto con la manifestación anterior, la inseguridad afectiva es el aspecto más global y


relevante de la vulnerabilidad al rechazo. Desde el punto de vista individual, el
cuestionamiento personal es la característica trascendental y de obligada aparición en
este tipo de vulnerabilidad; desde el punto de vista interpersonal, este papel lo
desempeña la inseguridad afectiva. Esta inseguridad no deja de ser la sensación que
presenta la persona vulnerable de que sus vínculos afectivos son débiles e inconsistentes:
no garantizan una incondicionalidad, un suministro emocional continuo en ella. Esta
inseguridad es la que anticipa rechazos, faltas de interés y abandonos: el individuo no
está seguro del lazo afectivo que recibe del otro (en el caso de miedo restrictivo al
rechazo, la pareja; en el caso de miedo genérico, cualquier otra persona) y duda tanto de
su consistencia como de su mantenimiento en el tiempo.
Para explicar la inseguridad afectiva a mis pacientes, utilizo la metáfora de la silla en
la que estamos sentados ellos y yo en ese preciso instante. Les digo que nosotros estamos
seguros de la silla en la que estamos sentados, por eso pensamos que es estable, que no
se va a romper y que va a seguir desempeñando su función. Tenemos una tranquilidad en
ese sentido absoluta. En consecuencia, no nos encontramos hipervigilantes con la silla,
no estamos garantizando su consistencia, tocando sus patas para comprobar que todo
sigue bien, etcétera.
Adquirir seguridad en algo es eso: tener claro que, salvo que cambien las
circunstancias, como luego se expondrá en la última pauta de autoayuda de este libro,
todo va a seguir exactamente igual. Con esto, lo que se afirma es que una relación segura
afectivamente no tiene por qué ser una relación segura en el futuro: nadie está libre de un
cambio de circunstancias, no sabemos qué nos deparará el destino en ningún ámbito de
nuestra vida, y esto vale tanto para las personas vulnerables al rechazo como para todos
nosotros en general. No obstante, carecer de garantías plenas con respecto al futuro no
implica que debamos vivir el presente con ansiedad simplemente por este motivo. En el
terreno de las relaciones de pareja, las personas vulnerables deben conducirse de igual
forma que en cualquier otro terreno en el que se carece de garantías para el futuro.
Por ejemplo, en el ámbito de la salud nadie sabe lo que le va a ocurrir tanto a él como
a sus seres queridos, y esto no implica que haya que vivir el presente con ansiedad,
cuando en dicho presente no hay ni la más mínima señal de alarma o síntoma
significativo. Si existe una ansiedad al respecto, como sucede con la hipocondría,

108
aparece una inseguridad con la propia salud que produce una duda constante con
respecto a la misma; en caso de no existir dicha inseguridad, sin negar que en el futuro
pueden cambiar las circunstancias, vivimos el presente sin cuestionarnos este asunto.
Otra metáfora con la que explico la inseguridad afectiva, y que provoca cierta
diversión, es la siguiente: imaginemos a una persona que tiene un trabajo estable, con
contrato indefinido, en una empresa que marcha perfectamente bien y con un
acoplamiento excelente tanto con compañeros como con la dirección de la misma. No
hay absolutamente nada que haga pensar en que se prescinda de los servicios de esa
persona. Pues bien, una inseguridad en este ámbito motivaría que dicho trabajador
viviera con ansiedad cada día en el que fuera a la empresa, pensando que le van a llamar
o bien de recursos humanos o bien el propio jefe para notificarle su despido. Cada vez
que en su jornada laboral recibiera una llamada de su jefe (con el fin de encomendarle
alguna tarea), anticiparía un desenlace fatal; e incluso, para hacer la situación más
cómica, antes de marcharse a su casa le preguntaría a su superior si mañana vuelve a
trabajar o no. Una inseguridad completamente inmotivada se vive de esta manera, como
algo improcedente, fuera de lugar y que carece de sentido, cuando lo lógico es tener
seguridad en algo que no está ofreciendo sospechas en el presente, sin perjuicio de que
en el futuro puedan cambiar las circunstancias.
En el ámbito de la pareja, una persona segura afectivamente y que no tiene problema
alguno en su relación está totalmente tranquila en la misma; es decir, no duda que, si se
mantienen las mismas circunstancias, todo va a seguir de igual manera. Sin embargo,
una persona vulnerable al rechazo, es decir, con inseguridad afectiva, tiene dudas incluso
cuando no hay el menor síntoma de preocupación en el seno de la pareja. Es la
inseguridad propia la que produce las dudas, que, a su vez, generan las interpretaciones
erróneas de rechazo y las comprobaciones de que todo sigue igual en la relación.
Dichas comprobaciones de cariño son, por ejemplo, el equivalente en el mundo de la
pareja de los chequeos de salud que efectúa el individuo hipocondríaco, o, siguiendo las
metáforas anteriores, las preguntas al jefe sobre la continuidad en la empresa o la
reafirmación de que nos encontramos en una silla segura y consistente. Cuando existe
una inseguridad, aparecen dudas que generan comportamientos de comprobación, que no
se producen cuando hay seguridad. La duda o la hipervigilancia (en el tema que aborda
este libro, las interpretaciones de rechazo o la focalización excesiva) denotan
inseguridad.
Las comprobaciones de cariño son chequeos que efectúa el sujeto vulnerable sobre la
implicación de su pareja en la relación. Si dicha relación da síntomas objetivos
preocupantes en lo concerniente a su viabilidad futura o a los sentimientos de la pareja
hacia el individuo, estarán justificadas tanto las comprobaciones en particular como la
inseguridad en general. En todo lo que exponga en esta manifestación de la
vulnerabilidad al rechazo, me voy a referir a relaciones en las que la inseguridad está de
todo punto injustificada, que se da en parejas que no proporcionan síntoma alguno de

109
preocupación objetiva en el presente. Ni que decir tiene que las relaciones que sí sean
realmente negativas producirán un grado de inseguridad afectiva infinitamente mayor,
pero ahí ya no afirmo que esa inseguridad sea un síntoma de carácter patológico, sino
una consecuencia lógica: en este caso, la manifestación de hipersensibilidad al abandono
no es la falta de seguridad, sino la intolerancia a la ruptura, que produce que el sujeto
permanezca en una pareja que no es sana.
Volviendo al contexto que nos ocupa, el de una relación sana que no ofrece síntomas
preocupantes, es la inseguridad afectiva del individuo vulnerable la que complica la
situación, así como el hipocondríaco vive con ansiedad y chequeos de salud su presente.
Las comprobaciones de cariño del sujeto hipersensible tienen multitud de presentaciones
posibles. Voy a poner algunos ejemplos:

• Preguntar reiteradamente a la pareja sobre sus sentimientos.


• Revisar los mensajes de texto recibidos de ella diseccionando su lenguaje y su
forma, tranquilizándose el sujeto vulnerable si son cariñosos y padeciendo
ansiedad o malestar en caso contrario.
• Observar el estado de ánimo de la pareja, con el fin de reasegurarse sobre su
estabilidad dentro de la relación.
• Buscar un exceso de proximidad física y reprochar el hecho de que no se
produzca.
• Desear e intentar conseguir que la pareja haga las menores actividades en solitario
para evitar la inquietud subsiguiente, como, por ejemplo, que vaya a una cena de
empresa o con amigos (se supone que cuando esta práctica se realiza de manera
esporádica).
• Reclamar muestras y expresiones de cariño, no sólo por el mero hecho de recibir
algo agradable, sino también para dar seguridad, para calmar y reducir la
ansiedad.
• Chequear el teléfono móvil, sin que exista el más mínimo indicio de
comportamiento sospechoso de infidelidad.

Un tipo de comprobación de cariño muy importante en este ámbito es el que


denomino en mis sesiones «prueba de amor»; esto es algo muy característico en la
vulnerabilidad al rechazo dentro de la relación de pareja. Aunque seguidamente voy a
indicar algún ejemplo, la mejor definición que puedo proporcionar de las pruebas de
amor es que son todo aquello que sea susceptible de ser parte de frases tales como «Si
realmente me quisieras…» o «Yo, en tu lugar, habría hecho…». Con esto no quiero
afirmar, obviamente, que utilizar frases de este tipo denote inseguridad afectiva
obligatoriamente, porque ya hemos manifestado que, por supuesto, existen relaciones de
pareja deficitarias en las que esas sentencias pueden estar perfectamente justificadas:
insisto que, en este caso, no hablaríamos de inseguridad afectiva, sino de cavilaciones o
reclamaciones adecuadas. Éstos son algunos ejemplos de pruebas de amor:

110
• «Si realmente me quisieras, me acompañarías al médico».
• «Yo, en tu lugar, te habría preguntado cómo te fue cuando presentaste el informe
en el trabajo.»
• «Si realmente me quisieras, irías a dormir conmigo, aunque la película que estás
viendo todavía no haya terminado».
• «Yo, en tu lugar, no miraría el teléfono móvil ni un solo momento mientras
estamos cenando».
• «Si realmente me quisieras, recorrerías todos los días esos kilómetros para verme,
aunque fuera sólo un ratito».
• «Yo, en tu lugar, habría recorrido un montón de tiendas de la ciudad para buscar
ese regalo concreto, y no habría cambiado a uno alternativo».

Los ejemplos son infinitos, como se puede observar. Las pruebas de amor suelen ser
amonestaciones que el sujeto vulnerable efectúa hacia su pareja, verbalizándolas o no
según las circunstancias o la relación concreta que haya establecido con ella, y que
denotan una comprobación de cariño de resultado frustrante para él. En cierto modo, la
inseguridad afectiva —insisto, la injustificada— es una especie de persecución figurada
hacia la pareja en la que se intenta descubrir cuándo o dónde va a traicionar a la persona,
como si un policía estuviera siguiendo a un sospechoso esperando pillarlo in fraganti. En
lugar de presumir la inocencia de la pareja, en el plano amoroso, se presume su
culpabilidad. Como es lógico, esto no se debe a un empeño caprichoso de demonizar a la
otra persona, sino a la influencia de la inseguridad afectiva.
Esta inseguridad, como ya se expuso en la primera parte de este libro, produce una
idea interiorizada en el sujeto que la padece por la que sus vínculos afectivos, en su
componente de recepción, son como hilos de coser; sin embargo, en las personas con
seguridad afectiva, dichos vínculos pueden ser verdaderas tuberías de plomo. Según la
historia de cada cual, unas personas tendrán unos antecedentes emocionales mejores, que
habrán constituido un esquema tanto de lealtad afectiva del entorno como de validez
propia, de autoestima; mientras que otras personas poseerán otro tipo de antecedentes
más negativos, que habrán configurado otro esquema distinto de inestabilidad, decepción
y, por supuesto, de falta de validez propia, como se explicaba en la característica
anterior, el cuestionamiento personal.

Pauta de autoayuda n.º 7. Tener seguridad afectiva

Una vez más, debemos recalcar que esta pauta sólo tiene sentido en caso de que la
relación sea merecedora de dicha seguridad; de igual manera que sólo se justificaría
adquirir seguridad en la salud, en el caso de una persona hipocondríaca, si en el
momento actual gozara de un buen estado físico. Tener seguridad afectiva es el gran
objetivo de esta pauta y, junto con la erradicación del cuestionamiento personal, la

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condición sin la cual no se podrá luchar adecuadamente contra la vulnerabilidad al
rechazo. Ganar seguridad es lo contrario a tener ansiedad; en definitiva, se tiene
seguridad afectiva cuando se confía en la calidad del vínculo que se posee.
Lo importante en esta confianza es la fuente de la que proviene. Por instinto, la
persona vulnerable buscará la fuente de su tranquilidad en el exterior, es decir, en la
pareja en el caso de la dependencia emocional (obviamente, también en muchos otros
casos de trastorno límite de la personalidad, que suelen establecer relaciones de lo más
desequilibrado y tormentoso). Inicialmente, todos en las relaciones de pareja adquirimos
confianza en función del comportamiento que observamos en el otro: esto es algo
completamente normal. No obstante, a poco que se va conociendo a la otra persona,
vamos adquiriendo confianza en ella y entonces entran en juego las trayectorias afectivas
de cada uno, que han ido configurando esquemas interiorizados distintos. En caso de que
estos esquemas sean negativos, la idea que se tendrá del vínculo recibido será también
negativa, es decir, no se confiará en la calidad y consistencia de dicho vínculo.
Por ello, la confianza no va a ser propia, sino que permanentemente deberá ser ajena,
sin que el sujeto llegue a consolidar esta confirmación del exterior porque tenderá a la
desconfianza, a anticipar lo peor en cualquier momento. Es decir, interiormente no va a
adquirir confianza porque no se ha acostumbrado a vínculos afectivos sólidos y estables;
pero tampoco va a consolidarla del exterior porque dichos antecedentes han generado
una suspicacia, una anticipación de decepción, traición, falta de interés, etcétera,
sostenida, al mismo tiempo, por el déficit primario de autoestima que ya se ha explicado
anteriormente.
De esta manera, el proceso ideal (que vendría a ser: tranquilización proveniente del
exterior más confianza afectiva interior) se convierte, en las personas vulnerables, en:
tranquilización proveniente del exterior más suspicacia más falta de confianza afectiva
interior, con un recomienzo permanente del ciclo si no hay una toma de conciencia de
dicho círculo vicioso y, por supuesto, una mejora estructural como la propuesta en este
libro, que disminuya la vulnerabilidad al rechazo por otras vías y, en consecuencia,
incremente la seguridad afectiva.
Que dentro de la pauta de autoayuda efectúe esta explicación es fundamental para que
el sujeto vulnerable sea consciente de que debe dejar de aplicar el mismo remedio que ha
estado utilizando siempre. Con este remedio sólo ha conseguido «tranquilizaciones»
puntuales; o sea, el individuo apenas ha calmado su ansiedad durante un breve periodo
de tiempo, pero lo suficiente como para abusar de estas reconfirmaciones del exterior. El
objetivo va a ser buscar una tranquilización interior, porque la manera de adquirir
seguridad es ésa. Por ejemplo, retornando a la metáfora del trabajador que temía de
manera inmotivada un despido, la forma de adquirir seguridad no debería ser que todos
los días el jefe o el encargado de recursos humanos le aliviara para que viniera tranquilo
al día siguiente: la forma adecuada es recibir la información del exterior (contrato
firmado, estabilidad de la empresa, relación con todo el personal de la misma, etcétera) y

112
tener la confianza interior, es decir, buscar una fuente propia de tranquilización, sin
necesidad de recurrir insistentemente a una exterior que únicamente le apacigüe hasta el
día siguiente y de la cual termine dependiendo.
En lo que a la seguridad afectiva se refiere, el individuo vulnerable debe
concienciarse en adquirir esta fuente interna de tranquilización. Para ello, como se ha
expuesto en el ejemplo, lo primero es recopilar información del exterior. No vamos a
reiterar lo que se ha manifestado sobre los balances; nos remitimos a la pauta de
autoayuda n.º 5 porque esos balances, en los que hay que incluir necesariamente el
estado de ánimo global durante esos periodos, son las únicas fuentes fiables de
información sobre la relación. Ya sabemos que todo lo demás es susceptible de
distorsión, algo que se producirá precisamente por la falta de seguridad afectiva
arraigada en el sujeto vulnerable.
Una vez esta información del exterior arroje un resultado favorable, ya tiene la
persona un fundamento al cual aferrarse para enfrentarse a algo que seguramente le dará
vértigo: dejar de recurrir a la tranquilización externa. Dicho de otra manera, tendrá que
abandonar las comprobaciones de cariño, que actúan como mantenedoras de la ansiedad,
de igual manera que las comprobaciones sostienen cualquier otro trastorno de ansiedad y
hay que dejar de efectuarlas para desobedecer al miedo.
Abandonar las comprobaciones de cariño es muy complicado porque han servido para
apaciguar temporalmente el miedo del sujeto, pero imprescindible porque, sólo así,
podrá comenzar a buscar la tranquilidad dentro de él mismo. Si siempre se le alivia
desde fuera, no empezará a aliviarse desde dentro. Por ejemplo, dejar de hacer una
comprobación de la última conexión a un programa de mensajería, que es una medida
que ha podido tranquilizar (o todo lo contrario) al sujeto, es un gran sacrificio porque
supone renunciar a dicho alivio. Pero conseguir calmarse apelando a la autoconfianza
afectiva, a los balances efectuados y a la toma de conciencia de la inseguridad afectiva
referida será un enorme triunfo para reflejar en ese trabajo diario que hemos defendido
anteriormente en la propuesta de implementación de estas pautas de autoayuda.
Pequeños logros en esta tranquilización utilizando únicamente recursos propios deben
ser estímulo para seguir en esa lucha contra la ansiedad afectiva, tarea que no es nada
sencilla, pero sí posible. Algo que, en mi experiencia, suele ayudar bastante es utilizar
alguna frase o sentencia breve, pero que, al mismo tiempo, sea contundente en el
mensaje. Yo suelo proponer como modelo: «Debo tener seguridad afectiva en mi pareja
mientras que no se demuestre lo contrario», pero cualquier otra frase valdrá si corta el
debate de raíz y si, además, fortalece anímicamente a la persona, con el fin de neutralizar
la ansiedad mediante la autoconfianza. Otros ejemplos podrían ser: «He de confiar en X,
está conmigo porque me quiere y no puedo estar comprobándolo una y otra vez», «X se
lo merece, me ha dado motivos más que de sobra para apostar por él/ella» o «Tengo que
ganar la lucha contra la inseguridad».

113
Recomendaciones para los psicoterapeutas

El incremento de la seguridad afectiva conviene enfocarlo en terapia desde dos


perspectivas: una longitudinal y la otra transversal. Transversalmente, dicho enfoque se
puede trabajar como hemos propuesto en la pauta de autoayuda: realizar un control
diario de las ocasiones en las que se producen comprobaciones de cariño, para
detectarlas y erradicarlas apoyándose en un fundamento previo por el que se haya
determinado la calidad o estabilidad de la relación; y también, de estimarlo el paciente,
utilizar una frase de reafirmación y de interrupción de la obsesividad. Con supervisar y
reforzar este proceso es más que suficiente.
Como es lógico, ya habremos supervisado igualmente la calidad de la relación a la
que antes hacíamos referencia, y que justifica que se trabaje la inseguridad como
objetivo propio de la vulnerabilidad al rechazo. Que el paciente cuente con nuestro
refuerzo a la hora de considerar la relación sana y estable en el momento actual es
crucial para incrementar su convencimiento en la tarea que nos ocupa.
No obstante, la labor con esta manifestación no debe centrarse en lo puntual, en lo
transversal; hay que considerar dicha característica como algo longitudinal que aparecerá
como constante en la ansiedad por la relación, de igual forma que el cuestionamiento
personal. En este sentido, debemos procurar que el paciente adquiera esa tranquilización
utilizando sus propios recursos, inicialmente basándose en nosotros (a pesar de que le
indiquemos que, aunque se apoye en nuestro punto de vista por la ansiedad que tendrá,
lo que importa es que se tranquilice sin utilizar la reafirmación por parte de la pareja
preguntándole algo o comprobando), y después, poco a poco, iremos reduciendo nuestra
intervención directa para utilizar procedimientos más socráticos que, en definitiva,
supongan un mayor enfrentamiento contra el miedo.
La psicoeducación, tanto en este objetivo como en los demás, resulta de capital
importancia para la psicoterapia de la vulnerabilidad al rechazo y, en general, para la de
cualquier otro aspecto patológico o trastorno de la personalidad. Es francamente difícil
cambiar, pero lo es mucho más sin motivación y, también, sin una lógica que arroje luz
en lo que antes sólo había niebla, comportamientos instintivos, malos hábitos y miedos
que pugnan por controlar la conducta del paciente. En la hipersensibilidad al rechazo,
precisamente la motivación no es un problema, porque es tan angustiosa que cualquiera
estará deseoso de dejar de tenerla y, también, de tener opciones de ser feliz en el mundo
de las relaciones de pareja; donde habrá más problema es en encontrar esa lógica en todo
su proceder. Para ello, aprovechar cualquier circunstancia para explicar los porqués del
mismo será un gran aliado en nuestro trabajo; estos porqués están expuestos
exhaustivamente en el presente libro.
Insistir una vez más en que debemos mantener la calma y estar accesibles entre
sesiones: las personas lo pasan realmente mal con su inseguridad afectiva y nuestras
palabras pueden calmarles y motivarles a continuar. Las incesantes dudas sobre aspectos

114
que, desde fuera, nos parecerán obvios las debemos interpretar como parte de procesos
cargados de gran ansiedad, y aunque inicialmente habrá que ayudar a disipar dudas para
reducir el miedo, luego será momento de ceder el testigo progresivamente al paciente.
Por último, unas breves palabras sobre el entorno de los pacientes, que reservamos
para este apartado de la inseguridad afectiva por ser el que más tiene que ver con la
ansiedad y la desesperación de este tipo, pero que cabrían en cualquier otro apartado de
esta segunda parte del libro. Como profesionales, aunque en alguna ocasión
determinadas personas del entorno nos puedan favorecer porque vayan en la misma línea
de la terapia, no debemos permanecer ajenos a la influencia de las mismas en el paciente
ni dejar de supervisar dicha influencia. Lo ideal es que las personas que haya alrededor
de nuestro paciente se mantengan al margen del proceso al máximo posible. Hay que
pensar que, normalmente, alguna de esas personas, en la práctica totalidad de las
ocasiones con la mejor intención del mundo, habrá sido una válvula de escape o una
herramienta para conseguir la tranquilización externa, que precisamente estamos, desde
el tratamiento, intentando erradicar. Estas personas se convierten en confidentes de los
que se busca no sólo apoyo —algo que es completamente lógico y sano—, sino también
reaseguramiento por una ansiedad que, quizá, el paciente no pueda calmar interpelando
directamente a la pareja.
A estas personas se les preguntará qué opinan del proceder de la pareja, e
inconscientemente podrán o bien darse cuenta de que, si lo minimizan, el paciente se
alivia; o bien se contagiarán de su suspicacia, fruto de su inseguridad, que posiblemente
sea infundada. Como profesionales, ni queremos que el paciente anestesie su inseguridad
con una tranquilización externa, ni pretendemos que se minimice algo que
eventualmente pueda ser relevante (con el fin de aliviar un estado de desesperación) y, ni
mucho menos, debemos permanecer de brazos cruzados si se alimentan desconfianzas
infundadas. El entorno de los pacientes, consciente o inconscientemente, suele
amplificar sus pretensiones: bien de búsqueda de alivio, o bien de búsqueda de
reafirmación de la suspicacia. Ninguna de estas pretensiones es sana para él; más bien
nosotros, en nuestro papel de terapeutas, debemos dosificar este alivio para que el propio
paciente utilice cada vez más sus recursos internos; o bien, en línea con lo descrito
anteriormente, combatiremos contra esta desconfianza apelando a la objetividad y a los
balances amplios de la relación.
No se quiere afirmar con esto que contraindiquemos a nuestros pacientes cualquier
tipo de comunicación sobre su relación o, específicamente, sobre la ansiedad que
experimenten con ella. Simplemente, debemos supervisar lo que se está produciendo
para que no se den las consecuencias adversas antes descritas (tranquilización externa o
refuerzo de la suspicacia), y también recomendar que no se abuse de estas
conversaciones. La mejor forma que tiene el entorno de ayudar a su ser querido es
mostrando optimismo, hablando con él de otros temas o diversificando su foco obsesivo
de interés; sin perjuicio de que, ocasionalmente, se pueda conversar sobre la relación o,

115
en concreto, sobre algún conflicto o preocupación con ella. En caso de que alguna de
estas personas del entorno sepa que el paciente está recibiendo ayuda profesional, lo más
idóneo es que, si hay abuso de conversaciones peliagudas o si, directamente, no se sabe
qué decir o cómo enfocar algo conflictivo, se le recomiende que consulte directamente
con nosotros.
Cabe añadir sobre esta cuestión del entorno que, además de que se produzcan estas
consecuencias indeseadas para la terapia, puede darse otra como la disparidad de
consejos. Es decir, una persona le recomienda al paciente que se modere y que deje más
libertad a la pareja, otra le dice que ella no aguantaría tanto y que rompería de inmediato
la relación, y una última le aconseja, por ejemplo, darle celos con un tercero. Con esta
amalgama de consejos en la cabeza, dicho paciente acude a consulta para recibir una
cuarta orientación. Como es fácil de imaginar, no parece el contexto más favorable: lo
idóneo es seguir una trayectoria única y coherente, con consistencia profesional, y en la
que no se produzcan errores. Estos consejos son bienintencionados, pero una buena
intención no evita o minimiza dichos errores.
Los profesionales estamos formados, tenemos experiencia clínica y, por si fuera poco,
somos completamente imparciales: no ganamos nada aconsejando una cosa o
aconsejando la contraria. Sólo nos guía el bienestar del paciente: si recomendamos una
ruptura, por ejemplo, es porque la pareja está siendo claramente patológica; si
recomendamos el mantenimiento de una relación y nos centramos en combatir contra las
inseguridades que la sabotean, es porque, desde nuestro criterio profesional, se trata del
camino más idóneo. Esto nos da una objetividad y un desapasionamiento necesarios para
constituirnos en única referencia del paciente, sin perjuicio de nuestros conocimientos y
experiencia: no podemos ser una voz más, debemos ser la única, la más fundamentada y
la completamente objetiva.

116
CONCLUSIONES

La hipersensibilidad al rechazo es uno de los grupos de síntomas más importantes tanto


en la dependencia emocional como en el trastorno límite de la personalidad. En este
libro, nos hemos centrado casi exclusivamente en el mundo de la pareja porque es el
habitual en la primera de estas patologías, y hemos enfocado, por tanto, el miedo al
rechazo como restrictivo. No obstante, siempre ajustando la magnitud —porque con la
pareja se mueven muchas más demandas afectivas que con otra persona—, todo lo
expuesto es completamente válido para miedos afectivos más genéricos, como sucede en
el trastorno límite de la personalidad y también en algunas personas con la propia
dependencia emocional (trastorno de la personalidad por necesidades emocionales,
según la denominación aquí propuesta).
De todas maneras, escoger el ámbito de la pareja para hablar sobre la vulnerabilidad
al rechazo y las pautas para superarla no es fruto, simplemente, de una focalización en la
dependencia emocional. Las relaciones de pareja que se establecen dentro del trastorno
límite de la personalidad cumplen los criterios para un diagnóstico adicional de
dependencia emocional en un altísimo porcentaje de casos. Dicho de otra manera, un
dependiente emocional no tiene por qué padecer trastorno límite de la personalidad, pero
un individuo con trastorno límite sí que, probablemente, padecerá además de
dependencia emocional. Por tanto, lo expuesto sobre la vulnerabilidad al rechazo en el
ámbito de la pareja vale para ambas patologías, y, además, si el miedo al mismo es
genérico (como sucede casi siempre con el trastorno límite de la personalidad, y a veces
también en la dependencia emocional), las características presentadas y las pautas
propuestas para su erradicación, tanto por parte del propio afectado como por parte del
psicoterapeuta, son de total validez en cualquier caso. Como ya hemos dicho, sólo habría
que ajustar la magnitud de la intensidad afectiva (no es lo mismo que deje de llamar la
pareja a que deje de llamar un compañero de trabajo), porque, por lo demás, las
manifestaciones son las mismas y los procedimientos para combatirlas son también
idénticos.
Espero que este libro haya resultado de utilidad para concienciar, arrojar luz y
proporcionar herramientas, tanto para los afectados como para mis colegas, sobre la
disminución de la vulnerabilidad al rechazo. Es uno de los grupos sintomáticos más
importantes y que producen una mayor cuota de sufrimiento en las patologías antes
referidas, al mismo tiempo que generan perplejidad tanto en las personas vulnerables
como en sus entornos, que no entienden cómo el ser querido se comporta de esa manera,
se dirige una y otra vez a relaciones potencialmente dañinas o le cuesta salir de las

117
mismas, sabotea otras parejas que son normales y positivas, o bien gestiona con excesiva
afectación circunstancias que, quizá, apenas tengan relevancia.
También se aspira a que este trabajo contribuya a unir dos patologías que tienen
mucha relación entre sí, como son la dependencia emocional y el trastorno límite de la
personalidad. En esta última, por ejemplo, la vulnerabilidad al rechazo que hemos
estudiado es la responsable de la mayoría de explosiones de ira, intentos o amenazas de
suicidio, atracones de comida, abusos de sustancias, bajones brutales de estados de
ánimo, reclamaciones o demandas a otras personas, etcétera. Al mismo tiempo, la
mencionada vulnerabilidad también es la responsable de comportamientos tan
inexplicables como dolorosos dentro del marco de la dependencia emocional.
Cabe añadir que, en este libro, nos hemos centrado únicamente en diseccionar la
vulnerabilidad al rechazo, no en proporcionar pautas para el tratamiento completo de la
dependencia emocional o del trastorno límite de la personalidad. Por ejemplo, no nos
hemos referido a la lucha contra la intolerancia a la soledad, que aparece
indefectiblemente en todas las personas con la mencionada vulnerabilidad; o al intento
que debe efectuar el sujeto hipersensible de cambiar de perfil de pareja, dejando de
buscar a los «portadores del sello» a los que nos referíamos anteriormente, que son
personas potencialmente rechazadoras a las que se intenta convencer de la propia valía.
Las parejas que muestran interés amoroso y que no mueven interiormente el sentimiento
más profundo del sujeto vulnerable (en mis anteriores trabajos, se correspondería con las
que se tienen en las «relaciones de transición») son las que le interesan: para poder estar
bien con este perfil de personas, hay que combatir contra la desvalorización que se
produce por no idealizarlas y, sobre todo, focalizarse en dar afectivamente, y no sólo en
recibir cómodamente. Ni que decir tiene que un abordaje profundo y exhaustivo en la
autoestima es también imprescindible para poder cambiar de perfil, porque no hay mejor
manera que dejar de buscar a esos «portadores del sello» que encontrando y disponiendo
uno mismo de dicho sello de validez. Es un tema que trasciende este libro y que
pertenece al ámbito del tratamiento de las patologías que han aparecido en el presente
trabajo, pero es imprescindible porque, de no tratarse, supone una perpetuación del
círculo vicioso: el individuo vulnerable buscará a sujetos rechazadores identificándolos
como «portadores del sello» —siguiendo la metáfora— para convencerles de que le
quieran, y evitarán a otros más afectuosos por no relacionarlos con las personas que en
su historia afectiva le rechazaron o no le quisieron adecuadamente, y que, por tanto, no
activan el patrón de pretender convencerlas de la propia valía. El sujeto vulnerable se
quedó atascado intentando ganarse a las personas que no están del todo comprometidas
afectivamente con él, y no se le mueve nada interiormente con las otras personas a las
que no hay que convencer y que, por tanto, no generan ese efecto de idealización y
fascinación fruto de una autoestima frágil.
No quiero finalizar sin insistir en una idea que ya he puesto de relieve en alguna de
las manifestaciones descritas de la vulnerabilidad al rechazo, y es la de diferenciar si la

118
inseguridad afectiva está fundamentada o no; es decir, si la pareja del paciente realmente
está teniendo un comportamiento negativo o bien está siendo juzgada de manera injusta.
En el primer caso, normalmente la relación estaría configurada a la manera estándar de la
dependencia emocional: pareja desequilibrada en la que el otro cumpliría con uno de los
perfiles del «objeto» que he detallado en anteriores trabajos (narcisista, problemático,
rechazador, etcétera). Con diferencia, es la situación más habitual; es decir, lo más
frecuente es que la inseguridad afectiva esté fundamentada y sea la propia
hipersensibilidad al abandono la responsable del mantenimiento de la relación, así como
de la magnificación casi insoportable de la falta de amor de la pareja, que culpabilizará
al individuo vulnerable, lo tachará de demandante o agobiante, etcétera. Esta realidad, en
muchísimas ocasiones, aconsejará la ruptura de la relación como principal medida para
realizar en un contexto terapéutico. De todas maneras, disminuir las manifestaciones de
la vulnerabilidad es muy aconsejable para estar completamente seguros de que las
mismas no han ejercido un factor contaminante de la relación.
En el segundo caso, en el que la inseguridad afectiva no esté justificada por el
comportamiento de la otra persona, lo habitual será que se trate de una relación de
transición que el individuo con dependencia emocional o con trastorno límite de la
personalidad establece con el fin de paliar su intolerancia a la soledad: aquí, la ansiedad
afectiva puede o no presentarse (a veces, estas relaciones se viven con bastante
indiferencia por parte de los individuos vulnerables, y entonces no se activarán las
manifestaciones de la hipersensibilidad). En caso de hacerlo, es muy importante
erradicarla porque se trata en muchas ocasiones de relaciones normales y satisfactorias.
Por último, recomiendo a las personas que hayan leído este libro y que se hayan
sentido identificadas con el mismo que soliciten ayuda profesional, preferiblemente
especializada en estos temas, algo que, por desgracia, no es demasiado habitual. Libros
como éste y otros que he escrito anteriormente pretenden también concienciar a los
profesionales de la existencia y relevancia de este tipo de síntomas o trastornos.

119
AGRADECIMIENTOS

Aunque es una constante en mis libros, no por ello está menos justificado mi principal
agradecimiento a los pacientes que he tenido durante toda mi trayectoria clínica, desde
hace más de veinte años. Son ellos mis verdaderos maestros en un terreno prácticamente
inexplorado, en el que apenas puedes apoyarte en colaboraciones científicas,
aportaciones de colegas o revisiones bibliográficas. Intentando siempre tener una actitud
humilde de aprendizaje ante mis pacientes, al tiempo que transmitiendo control de la
situación y conocimiento de sus problemas, he podido compaginar mi labor profesional
de psicoterapeuta con mi obligación de estar en continuo reciclaje, de saber cada vez más
sobre temas como el que trato en este libro. Por tanto, es a ellos, tanto a los que he tenido
como a los que tengo actualmente, a quienes, sobre todo, dedico este libro.
En el terreno personal, también quiero agradecer a todo mi entorno el apoyo moral
que siempre recibo como ser querido y como profesional, destacando especialmente a
dos personas, mi madre y mi hijo Esteban. Son mis dos pilares principales de apoyo, sin
los que ni en lo personal ni en lo profesional nada sería igual en mi vida.
Agradezco también de corazón a las doctoras Patricia Parra (gracias, Patri) y Tania
Arteta su labor de revisión del libro, su ánimo incondicional y su tremenda confianza en
mí y en este trabajo. Los autores necesitamos un punto de vista externo porque perdemos
perspectiva, y también requerimos valoración, sentimiento y apoyo moral, como
cualquier ser humano. Todo esto lo he recibido con creces de vosotras dos, muchísimas
gracias.

120
Edición en formato digital: 2019

© Jorge Castelló Blasco, 2019


© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2019
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15
28027 Madrid
alianzaeditorial@anaya.es

ISBN ebook: 978-84-9181-364-4

Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro electrónico, su transmisión, su descarga, su
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y recuperación, en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, conocido o por inventar,
sin el permiso expreso escrito de los titulares del Copyright.
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Índice
Prefacio 5
Parte I. La vulnerabilidad al rechazo 9
Qué es el rechazo y cómo se manifiesta el miedo a padecerlo 10
El rechazo como trauma psicológico 21
La vulnerabilidad al rechazo como mecanismo postraumático 29
Tipos de miedo al rechazo 33
Parte II. manifestaciones del miedo al rechazo y pautas para su
37
superación
Introducción 38
Las interpretaciones 40
Definición 40
Pauta de autoayuda n.º 1. No interpretar 44
Recomendaciones para los psicoterapeutas 48
Las dramatizaciones 52
Pauta de autoayuda n.º 2. Desdramatizar 55
Recomendaciones para los psicoterapeutas 56
Las autoatribuciones de culpa 60
Definición 60
Pauta de autoayuda n.º 3. No asumir la responsabilidad del rechazo como
63
propia
Recomendaciones para los psicoterapeutas 68
Los reproches y enfados 70
Definición 70
Pauta de autoayuda n.º 4. Evitar los enfados y/o replantearse la relación 75
Recomendaciones para los psicoterapeutas 79
Las focalizaciones excesivas 85
Definición 85
Pauta de autoayuda n.º 5. Hacer balances 88
Recomendaciones para los psicoterapeutas 91
El cuestionamiento personal 94
Definición 94
Pauta de autoayuda n.º 6. Promover que la autoestima tenga un suministro
99
interno, y no externo

122
Recomendaciones para los psicoterapeutas 102
La inseguridad afectiva 108
Definición 108
Pauta de autoayuda n.º 7. Tener seguridad afectiva 111
Recomendaciones para los psicoterapeutas 114
Conclusiones 117
Agradecimientos 120
Créditos 121

123

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