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LA LIBERTAD DE MOVIMIENTO

EN HANNAH ARENDT

VÍCTOR ALONSO-ROCAFORT
Universidad de Alicante

I. LA LIBERTAD DE MOVIMIENTO Y LOS ELEMENTOS TOTALITARIOS: 1. Restricción de movi-


mientos y supresión de la personalidad jurídica. 2. El movimiento ideológi-
co.—II. ¿QUÉ ES LA LIBERTAD?—III. GOTTHOLD E. LESSING COMO ALTER EGO.— IV. LA
LIBERTAD DE MOVIMIENTO Y EL GOBIERNO DEMOCRÁTICO DEL CIUDADANO: 1. La cuestión
del significado desde un pensamiento libre. 2. René Descartes y la actividad
mental respiratoria. 3. Contradicciones acerca de la no contradic-
ción.—V. BIBLIOGRAFÍA.

RESUMEN

La noción de libertad de movimiento juega un papel crucial en la obra de Han-


nah Arendt. Según afirma la autora alemana, es la más antigua y también la más ele-
mental. Por un lado, la libertad de movimiento se convierte en condición indispensa-
ble para que la acción en sentido arendtiano pueda ser posible. Para nuestra autora,
perseguida por los nazis, refugiada e inmigrante, que fue confinada en un campo de
internamiento por el gobierno francés, la limitación de la libertad de movimiento se
presenta como la condición previa a la esclavitud. Por otro lado, forma la base de la
libertad en el pensar, la cual resulta fundamental para librarse de las ataduras, de los
testamentos de las tradiciones, de los diversos corsés ideológicos o de la trepidante
actividad mental que no deja opción al pensamiento genuino ni al juicio. Arendt ten-
drá pues muy claro que paralela a la libertad de movimiento en el mundo físico debe
darse también esta libertad en el del espíritu. Es un asunto que le preocupa desde el
comienzo de su obra. Cuando se pregunta sobre la libertad, Arendt avanzará en su
constitutio a través de la pluralidad, la solitud y la amistad también in foro interno.
Nuestra autora, a partir de Lessing, tratará de romper con sus propios temores sobre

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la quiebra identitaria. Aquí es donde Arendt se verá con mayores problemas, pues se
topará con el axioma de no contradicción, al que rechazará y aceptará en lo que su-
pone precisamente una contradicción de notable valor que nos conduce hacia un as-
pecto esencial de su pensamiento.

Palabras clave: Hannah Arendt, libertad de movimiento, democracia, ideología,


inmigración.

ABSTRACT

The concept of freedom of movement plays a crucial work in Hannah Arendt’s


work. The German author tells us that it is the most ancient freedom and also the
most elementary. Freedom of movement becomes the indispensable condition for
action, in the Arendtian sense of the word. The author, who was a refugee immi-
grant, pursued by the Nazis and locked away in an internment camp by the French
government, considers any limitation on freedom of movement to be a prior condi-
tion of slavery. But freedom of movement underpins freedom of thought, which is
fundamental to break out of our shackles, ridding ourselves of the testaments of tra-
ditions and other ideological straightjackets or the frenetic mental activity involved
in breathing, which leaves no room for genuine thinking or judgement. Thus, Arendt
is very clear that, parallel to the freedom of movement in the physical world, there
must also be freedom of the mind. It is an issue that has concerned her from the be-
ginning of her work. When asked about freedom, Arendt will always move her argu-
ment through plurality, solitude and friendship and take it into a more internal realm.
Starting with Lessing, the author attempts to break away from her own fears regar-
ding the breakdown of identity. This is where Arendt encounters the greatest pro-
blems, as she comes across the axiom of non-contradiction, which she rejects and
accepts with what entails a brave contradiction that leads us towards an essential as-
pect of her thought.

Key words: Hannah Arendt, freedom of movement, democracy, ideology, immi-


gration.

«La libertad —es decir, la libertad de movimiento de los


seres humanos— está amenazada en todas partes»
Hannah Arendt (1996a: 114)

Una de las melodías predominantes a lo largo de la obra de Hannah


Arendt gira en torno a la libertad de movimiento. Como si de una variación
musical se tratase, a lo largo de su obra la autora alemana suele abordar cier-
tas cuestiones que le parecen fundamentales para retomarlas posteriormente.

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Los asuntos y conceptos que más le preocupan aparecen así una y otra vez,
sin por ello producirse una tediosa y mecánica repetición. Al contrario, cada
nuevo tratamiento suele provocar una mayor profundidad, incorporando
nuevas ideas y perspectivas, asentando otras ya establecidas, y en general
destacando con sutileza aquellos aspectos que le parecen esenciales (1). Ha
sucedido, entre otros temas, con su comprensión de la política, la autoridad,
la acción, el poder, la isegoría, la pluralidad o la ley.
En este trabajo quiero destacar la importancia central que alcanza la li-
bertad de movimiento para comprender todo su pensamiento. Ésta, nos reco-
noce Arendt, es la libertad «más antigua y también la más elemental» (2001:
19). Por un lado, resulta básica para el despliegue del pensamiento genuino;
y por el otro se la reconoce como un derecho fundamental de las personas
que tratan de habitar el mundo. Es así una noción que conecta la democracia
del propio gobierno del ciudadano con aquella que se busca para la ciudad.

I. LA LIBERTAD DE MOVIMIENTO Y LOS ELEMENTOS TOTALITARIOS

Los dos aspectos de la libertad de movimiento que venimos avanzando


aparecen desde la primera gran obra de Hannah Arendt, Los orígenes del to-
talitarismo, así como en sus escritos preparatorios. En primer lugar, entre los
elementos básicos del totalitarismo Arendt destacaría tres tipos de recintos
que fueron tomando forma en determinados Estados europeos: los campos
de internamiento, los de concentración y, finalmente, los de exterminio.
Entre las funciones primarias de todos ellos estaba el restringir toda libertad
de movimiento físico a los prisioneros.
En segundo lugar, Arendt establece que, lejos de constituir un gobierno
arbitrario y sin derecho, el totalitarismo ejecuta las leyes de movimiento que
cree inherentes en la Historia o en la Naturaleza. Su (no) pensamiento se sir-
ve del mecanismo de «la lógica inflexible», implícito en las ideologías mo-
dernas, a fin de «guiar el comportamiento de sus súbditos» (Arendt, 2005a:
284; 1999a: 693). En este caso no nos encontramos con la inmovilización
impuesta de los campos, sino con su contrario: un movimiento perpetuo, sin
metas ni fines, y con el único sentido de proseguir sin descanso un camino
lógico que avanza ciego, sin sentido, desde la inercia de su propio proceso,
desde el impulso de una idea convertida para siempre en premisa.

(1) «A veces pienso —le escribió [Arendt] a un amigo en 1972— que todos tenemos so-
lamente un pensamiento real en nuestras vidas y que todo lo que entonces hacemos son elabo-
raciones o variaciones sobre un mismo tema» (citado en YOUNG-BRUEHL, 2006: 412).

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1. Restricción de movimientos y supresión de la


personalidad jurídica

Hannah Arendt había pasado por la amarga experiencia de ser confinada


en un campo de internamiento francés, en Gurs, un centro que había estado
desde abril de 1939 habilitado para los españoles republicanos que habían
acudido a Francia como refugiados huyendo de la Guerra Civil. En mayo de
1940 el gobierno galo había tomado la decisión de internar en diversos cam-
pos a todos aquellos que habían huido de Alemania durante el nazismo, cali-
ficándoles de extranjeros enemigos, y Arendt estaba entre ellos. Nuestra au-
tora finalmente pudo salir de Gurs durante los confusos días de la ocupación
alemana de París, pero quienes se quedaron serían enviados, ya en 1942, a
centros de exterminio gracias a la eficiente planificación de jerarcas nazis
como Adolf Eichmann.
Uno de los decretos que las instituciones francesas lanzaron durante la
huida de Arendt del campo de Gurs prohibía a todos los extranjeros «viajar
ni moverse» de sus domicilios (citado por Young-Bruehl, 2006: 226).
En Los orígenes del totalitarismo, escrito poco después del término de la
Segunda Guerra Mundial, Arendt estudiaría la significación de estos cam-
pos. Los dividirá en tres tipos: Hades, Purgatorio e Infierno.
«Al Hades corresponden esas formas relativamente suaves, antaño popu-
lares en los países no totalitarios, para apartar del camino a los elementos in-
deseables —refugiados, apátridas, asociales y parados—; así [son] los cam-
pos de personas desplazadas, que no son nada más que campos para personas
que se han tornado superfluas y molestas (...) El Purgatorio queda representa-
do por los campos de trabajo de la Unión Soviética, donde la detención queda
combinada con un caótico trabajo forzado. El Infierno, en el sentido más lite-
ral, fue encargado por aquellos tipos de campos perfeccionados por los nazis,
en los que toda la vida se hallaba profunda y sistemáticamente organizada con
objeto de proporcionar el mayor tormento posible» (1999a: 662).
El auge de los campos surge en un tiempo, recuerda Arendt, en el que
«millones de seres humanos se tornaban económicamente superfluos y so-
cialmente onerosos». En «una Tierra superpoblada» las masas modernas co-
mienzan a conocer la experiencia de ser consideradas prescindibles. Arendt
lo llama el «mundo de los moribundos» (ibid.: 665, 678). Nuestra autora
identificará diversas fases que recorre el terror totalitario hasta privar a la
persona de toda dignidad.
El «primer paso, esencial en el camino hacia la dominación total», con-
sistía en «matar en el hombre a la persona jurídica (...) colocando a ciertas
categorías de personas fuera de la protección de la ley» (ibid.: 665). Esto no

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significa que no seas igual que otros ante la ley; sencillamente, ya no hay ley
para ti, careces de reconocimiento jurídico. La condición de los refugiados,
los migrantes forzosos, los apátridas, «no es la de no ser iguales ante la ley,
sino la de que no existe ley alguna para ellos» (ibid.: 429). Resultó funda-
mental privar a los judíos incluso de la condición de ciudadanos de segunda
clase como paso previo a su exterminio. Estaban completamente sin dere-
chos, y ningún Estado les reclamaría (Bernstein, 2005: 54). Junto con la su-
presión de la libertad jurídica se daba el internamiento: «Propagandística-
mente esto significa que la custodia protectora es considerada como una me-
dida policial preventiva, es decir, como una medida que priva a las personas
de su capacidad de actuar» (Arendt, 1999a: 665).
Tras acabar con la persona jurídica, y una vez internados en los campos,
las siguientes fases se encargarían de aniquilar paulatinamente a la persona
moral para, finalmente, destruir la identidad única de cada individuo. De
esta manera, los judíos europeos serían susceptibles de ser eliminadas por
completo. Estas relaciones entre la personalidad jurídica, moral y la propia
identidad del individuo las abordó nuestra autora en un conocido trabajo de
1943, que tituló significativamente Nosotros, los refugiados:
«El hombre es un animal sociable y su vida le resulta difícil si se le aísla
de sus relaciones sociales. Es mucho más fácil mantener los valores morales
en un contexto social y muy pocos individuos tienen fuerzas para conservar
su integridad si su posición social, política y jurídica es confusa» (2002a: 18).

El mundo europeo que sucedió a la Primera Guerra Mundial había mos-


trado que no bastaba con ser meras personas para tener derechos; había que
lograr la ciudadanía plena de un Estado. Arendt estuvo en un centro de inter-
namiento francés, por lo que era consciente, desde su propia experiencia, de
que los elementos que cristalizan en la barbarie nazi no eran exclusivamente
alemanes. En la Europa de entreguerras —y posiblemente, nos dirá Arendt,
debido a cuestiones que se dilucidaron durante la Revolución Francesa—,
los derechos humanos no eran más que papel mojado sin unos derechos del
ciudadano. Y éstos, a su vez, sólo resultaban efectivos como derechos nacio-
nales/estatales, es decir, bajo el abrigo de una comunidad política. Sin su
protección aparecían las personas sin derechos, extremadamente vulnerables
(Menke, 2007: 743). Es lo que hoy Giorgio Agamben ha popularizado como
nuda vida (2003: 18, 21, 166, 222).
Arendt insiste por tanto en que aquello que resulta clave para ser un ciu-
dadano con derechos en Europa, y cada vez más desde el Tratado de Versa-
lles, va a ser pertenecer a una nación que se haya hecho con el control de un
Estado. Tras la Primera Guerra Mundial se va a acordar un tratamiento «es-

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pecial», merced a las leyes de excepción, para las «minorías» (Arendt,


1999a: 398). La Gran Guerra había provocado...
«... migraciones de grupos que, a diferencia de sus más afortunados predece-
sores de las guerras de religión, no fueron bien recibidos en parte alguna ni
pudieron ser asimilados en ningún lugar. Una vez que abandonaron su país
quedaron sin abrigo; una vez que abandonaron su Estado se tornaron apátri-
das; una vez que se vieron privados de sus derechos humanos carecieron de
derechos y se convirtieron en la escoria de la Tierra (...) Habían perdido aque-
llos derechos que habían sido concebidos e incluso definidos como inaliena-
bles» (ibid: 392-394).

Migraciones forzosas, económicas o políticas, se habían dado siempre a


lo largo de la Historia. Sin embargo, lo nuevo, «lo que carece de precedentes
no es la pérdida de un hogar, sino la imposibilidad de hallar uno nuevo»
(ibid: 426). Los criterios para tener derechos en virtud a una ciudadanía sus-
tantiva se ajustaban, pues, a un principio de las nacionalidades de rasgos
procusteanos:
«Los tratados de minorías expresaban en un lenguaje claro lo que hasta
entonces sólo había sido implícito en el sistema de funcionamiento de las Na-
ciones-Estados, es decir, que sólo los nacionales podían ser ciudadanos, que
sólo las personas del mismo origen nacional podían disfrutar de la completa
protección de las instituciones legales, que las personas de nacionalidad dife-
rente necesitaban de una ley de excepción hasta, o a menos que, fueran com-
pletamente asimiladas y divorciadas de su origen» (ibid.: 402).

Se exige entonces una integración completa, una asimilación que con-


duzca al divorcio con las raíces (2). Arendt, como judía, sabía que esto venía
de más atrás y así nos lo hace ver desde el primer volumen de Los orígenes
del totalitarismo. Aquí nuestra autora se dará cuenta, como destaca Hanna
Pitkin, de que en el caso del pueblo judío la sociedad europea de fines del si-
glo XIX y principios del XX irá transformando el crimen (judaism) en vicio
(jewishness). Es decir, de la elección religiosa se pasa a la fatalidad biológi-
ca: ya no va a ser posible convertirse para salvar el pellejo. Hagas lo que ha-
gas, la marca de ser judío permanecerá indeleble (Pitkin, 1998: 73-76). La
asimilación ya no es posible, ni siquiera para el advenedizo (3). La posgue-

(2) Durante la Ilustración se considera que «la emancipación real del hombre conlleva
asimilación e integración, esto es, negación pura y simple de todo lo judío» (MATE, 1999: 14).
(3) Arendt siempre criticó con dureza la postura de quienes calificó como advenedizos.
Así, sobre Stefan Zweig, dictó: «ni siquiera se le pasó por la cabeza que, desde un punto de
vista político, pudiese ser honorable estar fuera de la ley, sobre todo cuando ya no todos los

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rra europea de los años veinte pone a prueba la capacidad inclusiva del Esta-
do-nación con la cuestión de las minorías, los refugiados y los apátridas. Ni
su estructura política ni su sistema jurídico superarán el examen (4). Desde
los Estados europeos las repatriaciones forzosas pronto se convierten en po-
lítica habitual: «Todas las discusiones acerca del problema de los refugiados
giraron en torno a una sola cuestión: ¿Cómo puede ser otra vez deportado el
refugiado?» (Arendt, 1999a: 414). La propaganda nazi lo veía muy claro, y
no dudaba en apuntar hacia la hipocresía del resto de Estados europeos.
Como explica Arendt:
«El periódico oficial de las SS, Die Schwarze Korps, declaró explícita-
mente en 1938 que, si el mundo no estaba todavía convencido de que los ju-
díos eran la escoria de la Tierra, pronto lo estaría, cuando mendigos no identi-
ficados, sin nacionalidad, sin dinero ni pasaporte, cruzaran las fronteras»
(ibid.: 395) (5).
Por desgracia, las SS no se equivocaron del todo y así —resalta Arendt—
el hecho de que para el resto de Europa «los refugiados de los territorios nazis
fuesen indeseables por definición tuvo una importancia considerable como
preparación psicológica del Holocausto» (2009d: 597). En realidad, y a pesar
de algunas condenas meramente verbales a los progromos de 1938 en Alema-
nia, «las medidas administrativas en la política de inmigración de todos los
países europeos y de un gran número de los países allende los mares» no con-
tradecían las políticas migratorias nazis (ibid.: 596). Esta situación llegó al ex-
tremo de que «el derecho de asilo, único derecho que había llegado a figurar
como símbolo de los Derechos del Hombre en la esfera de las relaciones inter-
nacionales, comenzó a ser abolido (...) [Éste] era el único vestigio moderno
del principio medieval según el cual quid est in territorio est de territorio»
(1999a: 409). Todo lo que rodeaba a una ciudadanía cada vez más cara y ex-
clusiva lo cubría el manto frío, eficiente, distante e impersonal de la burocra-
cia, que bajo su apariencia estrictamente racional provocaba la irracionalidad

hombres son iguales ante ella». (2009b: 410). Acerca de la relevancia que, frente a esta figu-
ra, tomó el paria consciente en la obra de Hannah Arendt: SÁNCHEZ, 1994: 35.
(4) «Desde 1920, casi todos los Estados europeos han acogido a grandes masas de gente
sin derecho de residencia ni protección consular (...) Ya no existe algo así como la asimila-
ción en Europa, los Estados-nación se han desarrollado demasiado y son demasiado antiguos
(...) Nadie más puede ser incluido» (ARENDT, 2009a: 202).
(5) Arendt rescata también una circular del Ministerio de Asuntos Exteriores nazi, escri-
to en 1938 a todas las entidades alemanas en el exterior: «Cuanto más pobre sea el judío inmi-
grante, y por ello más incómodo para el país que le absorba, más fuerte será la reacción de ese
país» (1999a: 395).

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más kafkiana, donde lo arbitrario se hacía regla y las responsabilidades éticas


quedaban diluidas (6).
Con estos obstáculos a la hora de obtener la ciudadanía nacional en Eu-
ropa, el drama para los judíos estaba servido:
«Si empezásemos a decir la verdad, es decir, que no somos sino judíos,
nos veríamos expuestos al destino de la humanidad sin más, no nos protegería
ninguna ley específica ni ninguna convención política, no seríamos más que
seres humanos. Apenas puedo imaginarme un planteamiento más peligroso,
pues el hecho es que, desde hace bastante tiempo, vivimos en un mundo en
que ya no existen meros seres humanos. La sociedad ha descubierto en la dis-
criminación un instrumento letal con que matar sin derramar sangre. Los pa-
saportes, las partidas de nacimiento, y a veces incluso la declaración de la
renta se han convertido en asunto de diferenciación social» (2002a: 21).

Arendt es consciente de que la construcción de la ciudadanía desde la ex-


clusión no es un fenómeno reciente en Occidente. Esta convicción ocupará
un espacio preferencial en sus lecciones de Introducción a la política y en
La condición humana, ambas obras preparadas a finales de los años cincuen-
ta. Su defensa de la lex romana frente a la ley ateniense (nomos), esta última
concebida también como muro de separación entre ciudadanos e individuos
naturales, da cuenta de la preocupación de nuestra autora por la hondura del
envite (1998: 93) (7). Según aprecia Peg Birmingham:
«Arendt is well aware of an originary violence at the very heart of the
Western political space, an exclusionary violence that dismisses the given,
the realm of unqualified mere existence, from the boundaries of the political»
(Birmingham, 2007: 770).

Nuestra autora establece, por tanto, una cierta continuidad entre la tradi-
ción ateniense, que construye fabrilmente la ciudadanía y la sustenta me-
diante la violencia a partir de muros excluyentes, con el auge de las fronte-
ras, los documentos y las vallas militarizadas de nuestro mundo contemporá-

(6) Arendt estudiará el papel de la burocracia en las relaciones de dominio establecidas


por la metrópoli sobre sus colonias (1999a: 285-287, 320-321). Y la burocracia vuelve a apa-
recer de manera central en la personalidad del dirigente nazi Adolf Eichmann (ARENDT,
1999b: 79), o al estudiar el sistema mecanizado establecido por las SS (1999a: 674). A la hora
de estudiar la actitud de la población frente a la burocracia, Arendt se servía de Franz Kafka:
su obra «describía hombres que miraban las leyes de la sociedad como si fueran leyes divinas,
inmodificables» (ARENDT, 2005b: 94).
(7) La distinción fundamental entre nomos griego y lex romana la retomará también
Arendt a lo largo de su obra (1997: 120-121; 1998: 71, 217-218; 2004b: 257-259; 2007: 716).
Ver: TAMINIAUX, 2000, passim.

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neo. Su énfasis, una vez derrotado el nazismo, en recordarnos lo que había


sido la política migratoria europea y las graves deficiencias democráticas
que habían mostrado las costuras del Estado-nación —privación de la perso-
nalidad jurídica, arrebato de derechos ciudadanos, internamiento y repatria-
ciones, todo ello ejecutado por una burocracia impersonal—, expresaba el
temor de que el final de la contienda había dejado asuntos fundamentales sin
resolver.

2. El movimiento ideológico

Otra de las cuestiones que más van a inquietar a Arendt residirá en la


comprensión de qué es lo que mueve a millones de personas a involucrarse
en hacer, o dejar hacer, el mal (2002b: 30). De Los orígenes del totalitarismo
a La vida del espíritu nuestra autora tratará de mantener y limar una tesis que
en su momento resultó polémica: la restricción a la libertad de movimiento
en el pensar, lo que en definitiva se traduce en incapacidad de pensar —y
que a su vez provoca la suspensión del juicio—, es la gran responsable de
que personas corrientes ejecuten, colaboren, amparen y silencien crímenes
monstruosos. Esta ausencia de pensamiento, por tanto, supone un estadio di-
ferente de la estupidez, la psicopatía o lo demoníaco.
Las restricciones al pensar del individuo, en contra de lo que pueda pare-
cer, no tiene por qué traducirse en algo inmóvil; al contrario. Será la inercia
de un movimiento perpetuo, el de la ideología, el que formará la base del to-
talitarismo. A nuestra autora le fascina cómo la ideología es capaz de mover-
se mentalmente sin pensar. Un rasgo esencial de ésta reside en que posee un
motor preciso e implacable: la lógica. Este motor, una vez en marcha, avan-
zará siempre de manera consecuente, es decir, conforme al principio de no
contradicción, para arribar a unas conclusiones impecables.
Para arrancar, este proceso ideológico necesita una gran idea —«la lucha
de clases y la explotación de los trabajadores, o la lucha de razas y el cuida-
do por los pueblos germánicos»— que ha de convertirse en premisa axiomá-
tica del mismo (1999a: 698-699):
«Tan pronto como la lógica, como movimiento del pensamiento —y no
como un necesario control del pensamiento—, es aplicada a una idea, esta
idea se transforma en una premisa (...) La coacción puramente negativa de la
lógica, es decir, la prohibición de contradicciones, se convirtió en productiva,
de forma que pudo ser iniciada e impuesta a la mente toda una línea de pensa-
miento, extrayendo conclusiones a la manera de simple argumentación. Este

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proceso argumentativo no podía ser interrumpido ni por una nueva idea (...)
ni por una nueva experiencia» (ibid.: 695).

La ideología —y no el idealismo, como insiste en distinguir Arendt—


proporcionaba al movimiento nazi una legión de fieles fanatizados, y así lo
reconocían los mandos. Como escribe nuestra autora: «No se exigía de los
miembros de las SS idealismo alguno, sino la profunda consistencia lógica
en todas las cuestiones ideológicas y la implacable prosecución de la lucha
política» (ibid.: 485; 1999b: 70). Lo que se requería no eran precisamente
idealistas capaces de pensar por sí mismos, sino otro tipo de personas:
«El totalitarismo en el poder sustituye invariablemente a todos los talen-
tos de primera fila (...) por aquellos fanáticos (...) cuya falta de inteligencia y
de creatividad sigue siendo la mayor garantía de su lealtad» (ibid.: 526).

La gran idea, convenientemente reducida a premisa, pone así en marcha


y es el referente de un movimiento lógico especialmente concebido para fa-
náticos (Betrián, 2003: 11-39). En las antípodas de lo que significa la liber-
tad, para Arendt la ideología se sirve de las correas del movimiento deducti-
vo y dialéctico para avanzar. Este movimiento mental siempre avanza de
manera coherente, y lo hace siguiendo unas reglas muy específicas. La lógi-
ca, una facultad que todos compartimos y que nos permite sumar dos más
dos, es sin embargo «totalmente incapaz de guiarnos por el mundo o de
aprehender algo» (Arendt y McCarthy, 2006: 68). Sirviéndose de ella, la
ideología se emancipará de la realidad más cercana y perceptible, de la com-
pleja contingencia de los asuntos humanos, para apelar a estadios ocultos, a
leyes de hierro que nos expliquen de manera simple la totalidad (Arendt,
1999a: 694ss.) (8).
A diferencia de los confinados en los campos, a quienes se obliga a estar
inmovilizados, el totalitarismo mantendrá en un movimiento incesante a sus
fieles. Aquí tomará especial relevancia el papel dinámico del partido único,
al que significativamente se le denominará Movimiento (9). De este modo, el

(8) «No [se] aplican leyes, sino que [se] ejecuta un movimiento conforme a su ley inhe-
rente (...) sin preocuparse del comportamiento de los hombres» (ARENDT, 1999a: 687).
(9) Los postulados del régimen nazi al respecto, que ya Carl Schmitt había diseccionado
en Estado, movimiento, pueblo en 1933, tenían su versión en el fascismo italiano, y se adapta-
rán a las particularidades del emergente régimen franquista. En torno al llamado Movimiento
Nacional, como formulara Luis del Valle, se exige «una organización en perpetua vitalidad,
que necesita de un Pueblo político en continua y permanente movilización, conseguida me-
diante el partido único que encarna un movimiento militante oficial» (GONZÁLEZ PRIETO,
2008: 60).

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trepidante y a la vez disciplinado ritmo ideológico se trasladará a las expre-


siones de un colectivo en constante movilización:
«La manía del movimiento perpetuo de los movimientos totalitarios, [es]
que sólo pueden hallarse en el poder mientras estén en marcha y pongan en
movimiento a todo lo que exista en torno a ellos» (ibid: 482).
En el movimiento totalitario se producirá además un contraste muy sig-
nificativo. La movilización grupal del fanatismo ideológico adquiría una es-
cala gigantesca, capaz de producir «una mentalidad (...) que pensaba en con-
tinentes y sentía en siglos» (ibid.: 495), pero a la vez ahondaba en la soledad
e insignificancia de los individuos movilizados:
«El frío razonamiento y el poderoso tentáculo de la dialéctica que se apo-
deran de uno como una garra parecen como el último asidero en un mundo
donde nadie es fiable y en donde no puede confiarse en nada (...) Enseñando y
glorificando el razonamiento lógico de la soledad, donde el hombre sabe que
estará profundamente perdido si llega a apartarse de la primera premisa de la
que parte todo el proceso, quedan esfumadas incluso las más ligeras posibili-
dades de que la soledad pueda transformarse en vida solitaria y la lógica en
pensamiento» (ibid.: 705-706, 505).
Arendt comienza a establecer lo que será su importante distinción entre
soledad (loneliness) y solitud (solitude). A diferencia de esta última —la
khatima hebrea—, en soledad «uno se encuentra solo, pero privado de la
compañía humana y también de la propia compañía» (2002b: 96, 207). Y es
al perder la confianza en uno mismo como compañero de pensamientos, dirá
Arendt, como también se pierde la confianza en el mundo (1999a: 704). A
un individuo como éste, solo y desconfiado hasta de sí mismo, la seguridad
que le ofrece una lógica total de grandes ideas es «el último asidero» que le
queda. A cambio, deberá entregar su libertad.

II. ¿QUÉ ES LA LIBERTAD?

Arendt va a finalizar Los orígenes del totalitarismo con la convicción de


que la libertad en el pensamiento necesita desprenderse de la coacción que le
impone la «camisa de fuerza» de la lógica (ibid.: 695). Esto lo confirmará
durante el proceso a Eichmann, y lo mantendrá en sus obras posteriores:
«Una de las lecciones que nos dio el proceso de Jerusalén [a Adolf Eich-
mann] fue que tal alejamiento de la realidad y tal irreflexión pueden causar
más daño que todos los malos instintos inherentes, quizás, a la naturaleza hu-
mana» (1999b: 434).

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¿Cómo comprende Arendt la libertad en el pensar? Hasta ahora hemos


visto que, para ser libre, el pensamiento necesita liberarse de las reglas
ideológicas, colocarse a un lado del camino marcado por el movimiento
perpetuo. Esto corresponde a la liberación, paso necesario para salir de una
opresión. Pero no debemos quedarnos ahí: «no hay nada más inútil que la
rebelión y la liberación, cuando no van seguidas de la constitución de la li-
bertad recién conquistada» (2004b: 190) (10). La constitutio libertatis es
así otra de las grandes preocupaciones que ocupará gran parte de la obra
arendtiana. La cuestión que una y otra vez va a surgir será: ¿en qué consis-
te la libertad?
En los fragmentos de su proyecto de Introducción a la política, Arendt
comienza a vincular la libertad con la política y la acción. Ante la cuestión
de qué es la política, Arendt desarrolla su tesis de que el sentido de lo políti-
co es la libertad. En la base de estas reflexiones estaba la libertad de movi-
miento:
«Ser libre significaba originariamente poder ir donde se quisiera (...) Esta
libertad de movimiento, sea la de ejercer la libertad y comenzar algo nuevo e
inaudito, sea la libertad de hablar con muchos y así darse cuenta de que el
mundo es la totalidad de estos muchos, no era ni es de ninguna manera el fin
de la política —aquel que podría conseguirse por medios políticos; es más
bien el contenido auténtico y el sentido de lo político mismo. En este sentido,
política y libertad son idénticas, y donde no hay esta última tampoco hay es-
pacio propiamente político» (1997: 73, 79).

Esta cuestión seguirá muy presente en La Condición humana. De nuevo


la libertad sobre la que se basa la acción es en gran parte la libertad de movi-
miento. La acción es relacional, traspasa los límites y tiende a «cortar todas
las fronteras» (1998: 214). Esta libertad del actuar se relaciona con la idea de
lex romana, comprendida como vínculo entre diferentes; no se trata de un
mero movimiento arbitrario y sin sentido, perecedero o meramente rupturis-
ta. En realidad, esta libertad de movimiento de la acción supone la base de la
defensa arendtiana de la pluralidad del mundo.
Como título de uno de los trabajos que incluirá en Entre el pasado y el
futuro, a comienzos ya de los sesenta, nuestra autora lanzará de manera di-
recta su sencilla y elemental pregunta: «¿Qué es la libertad?». Arendt co-
mienza por indicar aquello que no es: tal y como la comprende ella, la liber-
tad no es algo aislado, soberano e independiente, equivalente a una voluntad

(10) Escribe Arendt en La vida del espíritu: «la liberación, a pesar de poder ser la conditio
sine qua non de la libertad, nunca es la conditio per quam que causa la libertad» (2002b: 441).

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ejecutiva sin obstáculos. Es decir, la libertad no es aquello que se ha ido im-


poniendo como tal en la tradición filosófica occidental:
«Esta identificación de libertad y soberanía es quizá la consecuencia más
dañina y peligrosa de la ecuación filosófica de libertad y libre albedrío, ya
que lleva una negación de la libertad humana —es decir, si se comprende que,
sean lo que sean los hombres, jamás son soberanos—, o bien a la idea de que
la libertad de un hombre, de un grupo o de una entidad política se puede lo-
grar sólo al precio de la libertad —o sea, la soberanía— de todos los demás
(...) En rigor, negar la libertad por la existencia de la no soberanía del hombre
es tan poco realista como peligroso es creer que puede ser libre el individuo o
el grupo sólo si es soberano (...) Si los hombres quieren ser libres, deben re-
nunciar precisamente a la soberanía» (1996b: 176-177).
Debemos por tanto aceptar que la soberanía del individuo no sólo es fic-
ticia, sino que es peligrosa en sí misma, pues la soberanía parte de un juego
de suma cero donde manda la voluntad y la libertad se convierte en «libre al-
bedrío, independiente de los demás y, en última instancia, capaz de prevale-
cer ante ellos» (ibid.: 176). La soberanía ahoga vínculos y relaciones, aísla y
enfrenta, compite y se pertrecha. El simplista «hago lo que quiero» es en rea-
lidad una libertad sin ley de la voluntad, algo muy distinto de la libertad ge-
nuina sobre la que reflexiona nuestra autora (2002b: 261). Fruto de la ruptu-
ra de la ecuación entre libertad y soberanía que hace nuestra autora surge
una comprensión benéfica de algunas dependencias, la apuesta por la amis-
tad como virtud política y la necesidad de recomponer la visión democrática
de la autoridad (1996a: passim).
Arendt nos está diciendo de nuevo que en soledad no se puede ser libre,
así como tampoco se puede pensar.

III. GOTTHOLD E. LESSING COMO ALTER EGO

En 1959 la ciudad de Hamburgo le concede a Hannah Arendt el Premio


Lessing. La conferencia que preparó entonces se recogería posteriormente
en el volumen Hombres en tiempos de oscuridad. En este discurso, pronun-
ciado significativamente en tierras alemanas, nuestra autora reafirmará pú-
blicamente su compromiso con la libertad de movimiento:
«Ser capaz de ir hacia donde deseamos es el gesto prototípico de ser libre,
así como la limitación de la libertad de movimiento ha sido desde tiempos in-
memoriales la condición previa a la esclavitud. La libertad de movimiento es
también una condición indispensable para la acción, y es en la acción donde
los seres humanos experimentan por primera vez la libertad en el mundo»
(2001: 19).

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Arendt comenzará ya a ligar, si bien no explícitamente, la libertad de


movimiento en la ciudad con aquella que promueve el pensamiento en el
ciudadano. A esto último dedicará las trazas principales de su conferencia:
«La obsesión del siglo XIX con la historia y su compromiso con la ideolo-
gía siguen teniendo tanta importancia en el pensamiento político de nuestra
época que nos inclinamos a considerar que el pensamiento completamente li-
bre, que no emplea la historia o la lógica coercitiva como muletas, no posee
ninguna autoridad sobre nosotros. No cabe duda de que aún somos conscien-
tes de que el pensamiento no sólo requiere inteligencia y profundidad, sino
sobre todo coraje» (ibid.: 18).
Con coraje, liberada de las muletas del historicismo y de las ideologías,
desechada la ecuación entre soberanía y libertad, Arendt se lanza a intentar
comprender la constitutio libertatis del pensamiento. Para estos primeros pa-
sos escoge un alter ego, Gotthold Ephraim Lessing (1729-1781), cuyas re-
flexiones utilizará nuestra autora a la hora de ofrecer una comprensión posi-
tiva de la libertad.
Arendt nos muestra cómo para Lessing pensar en libertad no significa
sólo huir de la superstición. Para el pensador alemán la Ilustración y su Ra-
zón, cargadas de argumentos y pruebas irrefutables, podían resultar al final
casi más peligrosas y coercitivas que la propia religión: «la teología de la
Ilustración (...) bajo el pretexto de convertirnos en cristianos racionales, nos
convierte en filósofos extremadamente irracionales» (Lessing, citado en:
ibid.: 17). Debe acompañar a la razón una preocupación por el sentido, un
respeto por la fantasía, la prudencia o el juicio, un reconocimiento de las pa-
siones. A través de un alter ego, Arendt nos está previniendo contra lo que
ya escribió Giambattista Vico frente a la moda cartesiana de su tiempo:
«Y, en verdad, si importas el método geométrico a la vida cotidiana, no
haces más que empeñarte en volverte loco con toda la razón: y proseguir en
línea recta por los recodos de la vida, como si en los asuntos humanos no rei-
nasen el capricho, la temeridad, la ocasión y la fortuna» (Vico, 2002: 182).
Y la época de Arendt, recordemos, es también la del triunfo del méto-
do (11). A la Academia norteamericana de la posguerra sobrevenían grandes
sumas de dinero para financiar ambiciosos estudios científicos a los que se
exigían resultados, y bajo cuya impecable argumentatio se sorteaban a me-
nudo incómodos interrogantes éticos.

(11) Al igual que Vico, Arendt no encajaba entre metodologías. Como explicará Salva-
dor Giner sobre quien fuera su maestra: «su obra impacienta a los adoradores del método»
(GINER, 2007: 11).

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Arendt nos recuerda que Lessing «nunca ligaba su pensamiento a resul-


tados (...) Cualquier verdad que es el resultado de un proceso de pensar ter-
mina necesariamente el movimiento del pensamiento». Actuando de este
modo, el pensador alemán «no pretendía comunicar conclusiones sino esti-
mular a otros a un pensamiento independiente» (2001: 20) (12). Esto coinci-
de con la actitud de su maestro, Karl Jaspers (2002b: 255), y es la que nues-
tra autora pretendía para sí. En una célebre carta a Gershom Scholem en
1963, Arendt escribía:
«Lo que te confunde es que mis argumentos y mi enfoque difieren de
aquello a lo que estás acostumbrado (...) Esto significa (...) que tengo gran
confianza en el selbstdenken [pensar por sí mismo] de Lessing, al que, según
pienso, no puede sustituir ninguna ideología, ninguna opinión pública ni nin-
guna clase de convicciones» (2009c: 574).
En este sentido, la recuperación que Arendt había hecho de la doxa so-
crática en su ensayo de 1954, «Philosophy and Politics», abundaba en esta
dirección. Nuestra autora especificaba que la mayéutica de Sócrates precisa-
mente busca ayudar a que las verdades de cada cual salgan a la luz, convir-
tiéndose, en virtud de la posición de cada uno dentro de la pluralidad del
mundo, en su verdad. Dejando en este momento de lado la discusión sobre la
figura de la comadrona, tan discutible, lo que nos muestra Arendt es que la
ciudad puede ser más veraz a partir de cada ciudadano. Sus verdades no se-
rán ficticias o subjetivas; tampoco serán absolutas y válidas para todos,
como es el caso de la Verdad. Será importante, por tanto, que las doxai se
alejen de la certeza, pero que a la vez avancen hacia una veracidad que las
mejore (2004a: 433-437). En esta labor, el rescate de la amistad como ele-
mento político y democrático resulta fundamental. Se trata de avanzar en la
comprensión de la diferencia, de la posición del otro y bajo qué condiciones
expresa su verdad un amigo que a la vez te siente como su igual (Bárcena,
2007: 72). Arendt cerraría su conferencia en Alemania con el antídoto que
Lessing, apoyándose en esta amistad política, ofrecía contra la omnipoten-
cia: «cada cual que diga lo que considera verdad, ¡y la verdad misma esté
encomendada a Dios!» (Arendt, 2001: 41) (13).

(12) Aquí subyacen las enseñanzas que toma Arendt de Aristóteles a la hora de distin-
guir praxis y poìêsis (ARISTÓTELES, 1985: VI.5, 1140a 35-b1; RAMÍREZ, 1997).
(13) En realidad, esto que recoge Arendt de Lessing supone una variante de algo habi-
tual en el pensamiento judío —la expulsión de la omnipotencia del recinto terrestre—, para el
que Yahvé, más que un dios, es un locus de poder y certeza con el que no nos liga puente al-
guno (ROIZ, 2003: 71-72).

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Esta confianza en la veracidad que se puede hallar en cada uno, en sus


opiniones y visiones, permitirá, entre otras cosas, utilizar la llamada imagi-
nación teórica sin colegir de ello que nos alejamos de lo real:
«Estoy convencida de que comprender está estrechamente relacionado
con aquella facultad de imaginar (...) que no tiene nada que ver con la capaci-
dad de crear ficciones» (2006b: 140).
Un pensador como Lessing no aportaría sistemas cerrados al modo de
Georg W. F. Hegel, ni ideologías movilizadoras como Karl Marx; tan sólo
fermenta cognitionis, es decir, elementos que enriquecen el pensar de cada
cual sin invadir. Esto le sirve a Arendt para atreverse a ir más allá, casi hasta
dejar atrás el axioma de no contradicción; es decir, el principio con el que
Aristóteles funda la lógica en Occidente.
Arendt era ya consciente en 1954 de que este axioma y su denostada ló-
gica compartían fundaciones, pero entonces no se había atrevido a despegar-
se de él (2004a: 438). Posteriormente, como trataré de mostrar, nuestra auto-
ra se echará para atrás de manera ambigua en su coqueteo con esta audaz de-
cisión. Pero en la conferencia de 1959 en Hamburgo, Arendt no dudará en
recoger la siguiente cita de Lessing:
«No estoy obligado a resolver las dificultades que pueda causar. Aunque
mis ideas sean siempre un poco desconexas o incluso parezcan contradecirse
entre sí, pero al menos que sean ideas en las que los lectores puedan hallar
material que los estimule a pensar por sí mismos» (2001: 18).
Esto no era algo nuevo para nuestra autora. Una vez más ya lo había
aprendido de Jaspers, quien «llegó incluso a decir que las contradicciones en
el pensamiento de San Agustín eran esenciales para la fertilidad del mismo»
(Young-Bruehl, 2006: 139). La virtud de la contradicción es algo que Arendt
admiraba como propio de los grandes autores:
«Estas contradicciones tan fundamentales y flagrantes pocas veces se pre-
sentan en escritores de segunda línea, en quienes pueden descontarse. En los
grandes autores nos llevan hasta el centro mismo de sus obras y son la clave
más importante para llegar a la verdadera comprensión de sus problemas y
sus nuevos criterios» (1996d: 31).
Estas mismas contradicciones son las que autores como Isaiah Berlin o
Margaret Canovan criticaron en su momento a nuestra autora (Canovan,
1978: 5-26) (14). Javier Roiz, en cambio, las valora y las comprende como
fruto de la libertad de asociación con la que la alemana hila su pensamiento:

(14) Isaiah Berlin llegó a manifestar: «Debo admitir que no respeto demasiado las ideas
de la dama (...) todo [en Arendt] es una corriente de asociación metafísica libre. Se mueve de

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«El estilo de Hannah Arendt —siempre basado en la libre asociación de


ideas— es un componente fundamental en su obra (...) Tanto el uso de un al-
ter ego para poder expresarse, como el saltarse la estructuración lógica de su
formación académica, son dos maneras de intentar salirse del cuadro (...) Sólo
dejando fluir el pensamiento, haciendo uso de ese principio democrático que
es la libertad de asociación, si bien aplicado en este caso in foro interno, es
posible hacer vía al trabajo de nuestra inteligencia más completa, sin mutila-
ciones; en definitiva, a un pensamiento producto del respeto a la libertad»
(Roiz, 2003: 190, 184, 196-197) (15).

Recientemente Edna Brocke, su sobrina y quizás la familiar más querida


por Arendt, no dudaba en relacionar los juicios de su tía con una idea de lo
profético muy alejada de la predicción. Arendt pensaba de manera tan libre
que no debe extrañarnos el que cayera en contradicciones. Esto daba cuenta
de su sensibilidad ante una realidad compleja, de su capacidad de escuchar y
su apertura sincera a la transformación: «A muchos de sus lectores eso les
parece una falta de coherencia. A mí, en cambio, me parece el marco de ins-
piración ética que el milenario arte judío de la supervivencia ha creado»
(Brocke, 2009: 602-603).
También de su experiencia como judía procede el profundo tratamiento
que se otorgaba a la amistad en contraposición a la fraternidad durante la
conferencia sobre Lessing. La igualdad fraterna, la cerrazón y la exclusivi-
dad de sus lazos, las fidelidades más absurdas y, también, la ausencia de la
autoridad de figuras paternas en un grupo carente de mundo, es algo que no
atrae en absoluto a Arendt, que como refugiada conoció muy bien los círcu-
los en los que el consuelo fraternal estaba muy presente. Arendt se reconoce
en la actitud de Lessing: «quería ser amigo de muchos pero no hermano de
nadie» (Arendt, 2001: 40). Y es que las hermandades producto de la sangre y
de la tierra son grandes frenos al libre movimiento del pensamiento, pues los
individuos evitan las disputas, se apoyan en los crímenes y se niegan las di-
ferencias, sometiéndose las voluntades individuales al colectivo.
En contraste con la fraternidad, la amistad resulta selectiva y, por tanto,
no obligatoria. Es leal, pero no ciegamente fiel. Los vínculos que proporcio-
na se basan en la alegría por compartir pensamientos, palabras y experien-
cias, no en la tristeza, la sospecha o el odio al mundo. La amistad, como el
vínculo duradero de la lex, resulta capaz de reconocer y aceptar las diferen-

una frase a otra sin nexos lógicos, sin vínculos racionales e imaginativos» (Berlin, citado en
CRUZ y BIRULÉS, 1994: 10-11).
(15) «Arendt was not one to buy mere consistency at the price of thinking» (KOHN,
1990: 4).

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cias sin por ello crear enemigos. Se vuelca también en cumplir las promesas.
Como he avanzado más arriba, la amistad es capaz de comprender verdades
distintas de la propia. Arendt emplazará definitivamente a la amistad, más
allá de la justicia o las instituciones, como aquel elemento político capaz de
respetar la igualdad en la pluralidad del mundo, todo ello sin disimular los
conflictos en una comunidad política compartida. La confianza de Arendt en
esta virtud le lleva a expresar —de labios de Sócrates, eso sí—, que de cons-
truirse un mundo común en torno a la amistad, no haría falta un gobierno
con mando (2004a: 436-437). Jerome Kohn nos revela el interlineado de su
maestra: «La condición del sistema de gobierno por consejos no es amar a tu
vecino, sino entablar una amistad política con él» (Kohn, 2009: 30).
Arendt no sólo seguirá a Sócrates, sino que también recogerá de Aristó-
teles la importancia que la amistad tiene para el bienestar de la ciudad: «Con
amigos los hombres están más capacitados para pensar y actuar». Es tam-
bién en Aristóteles donde encuentra la idea clave de que es «la amistad [lo
que] parece mantener unidas las ciudades» (Aristóteles, 1985, VIII.1, 1155a,
15, 20). Pero lo que nos ofrece el núcleo de la exposición que a partir de
ahora va a hacer Arendt de la amistad, y con ella del pensamiento, lo encon-
tramos en el libro IX de la Ética nicomáquea:
«Las relaciones amistosas con el prójimo y aquellas por las que se defi-
nen las amistades parecen originarse de las de los hombres en relación a sí
mismos» (ibid.: IX.4, 1166a, 1-5).
La amistad con uno mismo, la manera en que la tejamos, los elementos
que empleemos o excluyamos, el modo de juzgarnos a nosotros y nuestras
acciones, la libertad que ofrezcamos a nuestras pasiones y prudencias, la ca-
pacidad que tengamos para saber escucharnos, entre otros asuntos, resul-
tarán clave a la hora de relacionarnos, también, con nuestros vecinos en la
ciudad.

IV. LA LIBERTAD DE MOVIMIENTO Y EL GOBIERNO DEMOCRÁTICO


DEL CIUDADANO

«... así, una verdadera libertad de movimiento en el mundo de


lo espiritual, paralela a la que se da en el de lo físico».
Hannah Arendt (1997: 111).

La vida del espíritu es para muchos el libro más complejo de Arendt.


Nuestra autora aborda directamente, en la que sería su última e inacabada

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obra, el primer estadio de la ciencia política: el gobierno del ciudadano.


Arendt se percata de que para que este gobierno sea democrático va a ser im-
prescindible que la libertad de movimiento imprima su sentido al pensa-
miento. Nuestra autora no parte ni mucho menos de cero en esta tarea, pues
son cuestiones que le han preocupado durante años (16). Así nociones como
la pluralidad, la amistad, la solitud, la isegoría, la contingencia, el dilema de
la no contradicción, la crítica ya estudiada a la ideología o su propio com-
promiso con la libertad de movimiento de las personas a la hora de habitar el
mundo, estarán en el centro de sus reflexiones. Como reconoce
Young-Bruehl (1979), en su batalla «contra lo fijo, estático, y encadenado»,
Arendt manifiesta una defensa ardiente de la democracia y la pluralidad en
nuestro propio gobierno interno.

1. La cuestión del significado desde un pensamiento libre

Hannah Arendt otorgará gran importancia a la distinción entre conoci-


miento y pensamiento (2002b: 41-42). El primero tiene un objetivo muy cla-
ro hacia el que se dirige inquieto: la búsqueda de la verdad. Ligado al mundo
de las apariencias, el conocimiento busca evidencias sensibles, certezas, aun
admitiendo que éstas sean parciales y provisionales como las que ofrece la
ciencia. Es decir, el conocer es una actividad que obtiene fines concretos, y
por tanto se le exige resultados: aunque la «sed de conocimiento puede ser
insaciable dada la inmensidad de lo desconocido, la propia actividad deja
tras de sí un tesoro creciente de conocimientos» (ibid.: 87).
El gran error de la filosofía occidental moderna según Arendt, o al me-
nos de filósofos tan cruciales para ella como Descartes o Hegel, ha sido pre-
cisamente la confusión entre conocimiento y pensamiento: «esperar que la
verdad brote del pensamiento supone confundir la necesidad de pensar con
el ansia de conocer». Ello ha llevado a la filosofía a ser considerada por mu-
chos como «la criada de otras ciencias». Así para nuestra autora: «Fichte,
Schelling, Hegel (...) lo que hicieron, de hecho, fue inspirarse en Descartes,
lanzarse a la caza de la certeza, difuminar de nuevo la línea divisoria entre

(16) Arendt le escribirá a Mary McCarthy, en agosto de 1969, que hay «cosas muy, pero
muy cercanas» en algunas cuestiones que su amiga le planteaba en su última carta, y en las
que ha «estado pensando en estos últimos años». Éstas serían, aclara Arendt: «La cuestión de
la vida interior, su tumulto, su multiplicación, el estar dividido en dos (conciencia), el hecho
curioso de que soy Uno solamente cuando estoy acompañado, la importancia o la falta de im-
portancia que estos datos tienen para el proceso de pensar, el diálogo silencioso entre yo y yo
mismo, etc.» (ARENDT y MCCARTHY, 2006: 369).

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pensamiento y saber, al mismo tiempo que creían que los resultados de sus
especulaciones poseían la misma validez que los procesos cognitivos». De
todo ello resulta la construcción de sistemas omnicomprensivos, fijos y cua-
sicientíficos (ibid.: 86-89, 112-113).
Arendt insistía en su rechazo hacia el intento de los filósofos por huir de
«la maldición de la contingencia», por evadirse de la experiencia viva y per-
sonal del mundo (ibid.: 262; Hammer, 2002: 135). Son los responsables de
hacer equivalentes conocimiento y pensamiento, pervirtiendo a este último
para reducirlo a un movimiento rectilíneo y sometido a un fin (Arendt,
2002b: 147). El pensamiento en estos filósofos modernos se petrifica, se ele-
va omnipotente mostrando que es capaz de lograr verdades, de conocer
cómo se mueve la Historia. En su ansia por descubrir, abandonan la tarea in-
finita y humilde del significado. Con sus leyes y certezas, estos filósofos tra-
tan de frenar y dirigir el «viento del pensamiento», su libertad, sin percatarse
de que «la necesidad de pensar no se deja acallar por los discernimientos, su-
puestamente definitivos, de los sabios» (ibid.: 110).

2. René Descartes y la actividad mental respiratoria

Tal y como expresa Hannah Arendt en La vida del espíritu, «el cogito
ergo sum es una falacia» (ibid.: 73). El pensar no produce certezas, y menos
aún sobre la existencia, la realidad o el ser. Si acaso, incentiva los interro-
gantes. Descartes necesitaba dudar de todo, que es otra cosa, y así extendía
la sospecha de la ciencia moderna hacia toda la realidad. Eso sí, se cuidaba
mucho de tocar al propio yo pensante, al cual convertía en su única verdad.
Con esta operación se lograba un cogito independiente, soberano, autosufi-
ciente, aislado y muy poderoso. Frente a la falta de límites que Descartes
permitirá a la voluntad —es decir, a nuestro poder ejecutivo—, a Arendt le
sorprende que el francés encajone al pensamiento bajo reglas tan estrictas.
Entre estas «limitaciones» nuestra autora destacará la prohibición de quebrar
el axioma de no contradicción (ibid.: 261). Y enseguida se lamentará, refi-
riéndose al «trámite» del cogito cartesiano, de todas «esas teorías que se es-
fuerzan en negar la experiencia de la libertad dentro de nosotros mismos»
(ibid.: 267).
El pensamiento es una capacidad que posee el ser humano, pero que pue-
de decidir no emplear. La ausencia de pensamiento no está reservada sólo a
los malvados, sino que resulta cada vez más habitual en la vida corriente de
la modernidad. Nos confiesa Arendt:

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«Esa total ausencia de pensamiento —tan común en nuestra vida cotidia-


na, en la que apenas tenemos el tiempo, y menos aún la disposición, para de-
tenernos y pensar— atrajo mi atención» (Arendt, 2002b: 30).
Si el pensamiento se ausenta, siquiera durante un pequeño instante, con-
vendremos en que no somos seres que pensamos todo el tiempo, sino tan
sólo seres con la capacidad de pensar en momentos determinados. Por tanto,
en contra de lo que proclama el cogito ergo sum, se puede existir y no pen-
sar. Es más, puede que haya personas que jamás utilicen la capacidad de
pensamiento, aunque potencialmente esté en ellos (ibid.: 213). Javier Roiz,
al hilo de lo expuesto por Arendt, distinguirá así entre lo que es el pensa-
miento genuino y la mera actividad mental respiratoria:
«Si Descartes asienta su filosofía en su cogito ergo sum, eso significa que
vivir y pensar son inseparables. Como muy bien señalo Baruch Spinoza, tal
afirmación sólo significa una cosa: estoy pensando. Esta identificación del
pensar con una actividad cuasi respiratoria degrada al pensamiento» (Roiz,
2003: 191).
Pensar es algo más que una actividad mental utilitaria, lingüística, cogni-
tiva o creadora; algo más que aquella actividad que nos acompaña en nuestra
vida, en nuestra respiración. El pensamiento reflexiona sobre el significado
de la experiencia del mundo, no se abstrae en soledad ni duda de que tal ex-
periencia exista. Arendt, al igual que sucede con la libertad, no entiende el
pensar si no es en relación con los otros, en la pluralidad:
«El solipsismo (...) ha sido la falacia filosófica más persistente y, quizá, la
más perniciosa de todas, incluso antes de que, con Descartes, alcanzase un
alto grado de consistencia teórica y existencial» (Arendt, 2002b: 71).
Barbarie de la reflexión en soledad, ruptura de la conexión con el mundo
y sus experiencias; cartesianismo (17). Todo ello proporciona grandes bases
a la ideología:
«Sólo el razonamiento lógico puro —donde el espíritu, en estricta corres-
pondencia con sus propias leyes, elabora una cadena deductiva a partir de una
premisa dada— ha roto definitivamente todas las ataduras con la experiencia
viva» (ibid.: 109).
Más allá de esta lógica deductiva y su movimiento perpetuo, también de
la actividad mental cartesiana, está el pensamiento. A la hora de pensar no
estamos aislados, si bien nos encontramos en «una empresa solitaria (...) en

(17) Para Arendt, «la carencia de mundo es siempre una forma de barbarie» (2001: 23).
Una relación más directa entre barbarie y cartesianismo en: BENJAMIN, 1982: 169.

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la que uno se hace compañía a sí mismo», y tiene presente a otros. No se


piensa en solitud para evadirse, sino para ligarse más firmemente al mundo
(ibid.: 207). El pensamiento precederá al juicio y a la acción, aunque no tie-
ne por qué llevarnos a ellos. Este pensar en solitario se caracterizará por la
libertad de movimiento; sin certezas, sin despreciar tampoco lo que las in-
formaciones, el conocimiento o la propia lógica puedan aportar, pero siem-
pre ligado a la experiencia del mundo para, así, brotar de ella.

3. Contradicciones acerca de la no contradicción

Más arriba he tratado de mostrar cómo admira Arendt las contradiccio-


nes en los grandes autores, aquello que suele conducirnos a lo más rico de su
pensamiento. A partir de Lessing, nuestra autora había valorado la libertad
del «viento del pensamiento» por encima de las posibles desconexiones, o
falta de consistencia, que se pudiera achacar a una argumentatio. Desde sus
primeras obras, Arendt había rechazado la tiranía de la lógica y su plasma-
ción en la ideología. A la vez, ha mostrado su franca oposición al cogito car-
tesiano y sus principios. Y tanto la lógica como el cartesianismo pivotaban
en torno al respeto del axioma de no contradicción. Parecía así que Arendt
dejaba el campo abonado en su obra para deshacerse de este principio, cuya
función sería la de sujetar bien firme al pensamiento en la coherencia, impe-
dirle a fin de cuentas su libertad de movimiento. Pero no va a ser así... o al
menos, no de un modo tan sencillo.
El concepto que conduce a Arendt a defender de manera explícita el prin-
cipio de no contradicción es aquel del dos-en-uno socrático. Esto se daría ya
en fecha tan temprana como 1954 (2004a: 427-454). Como vimos, la amistad
con uno mismo resultaba clave para poder pensar. Arendt la concebiría a partir
del diálogo de myself with myself, lo que sería la primera condición socrática
del pensamiento: «la solitud, o el diálogo pensante del dos-en-uno, es parte in-
tegral del ser y de la vida en común con los otros» (ibid.: 451). Es en la soli-
tud, lejos de una desamparada soledad, cuando uno se encuentra entre dos.
Cómo se fundamente esa relación conmigo mismo, resultará clave para cómo
se modelará nuestra relación con la pluralidad del mundo:
«El hecho de que yo pueda realizar esta alteridad en medio del estar con-
migo mismo, es la condición de posibilidad de que yo pueda estar con los
otros como otro» (Arendt, 2006a: XI.13, 253).

Ahí fuera, en el mundo, Sócrates había aprendido que hay tantos logoi
como hombres. Para que en esta pluralidad se dé la isegoría, debe cultivarse

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la amistad política. Y ésta comienza en el propio gobierno del ciudadano:


«vivir en compañía de los demás comienza por vivir en compañía de uno
mismo» (Arendt, 2004a: 439). Esta pluralidad radical que caracteriza al
mundo exterior contrasta, sin embargo, con la que Arendt admite para el
foro interno del ciudadano. Sólo dos. Es más, para Arendt este self dual se
deberá presentar como una unidad al aparecer ante la pluralidad del mundo.
El temor de la autora alemana al resquebrajamiento de la identidad está de-
trás de esta operación:
«El miedo a la contradicción es el miedo a la división (the fear of splitting
up), a no permanecer siendo uno. Ésta es la razón de por qué el principio de
contradicción pudo llegar a convertirse en la regla fundamental del pensa-
miento» (ibid.: 438).
El miedo a la contradicción es el temor a la ruptura interna, a dejar de ser
uno, a que la identidad se divida saltando por los aires. Para Javier Roiz, uno
de los descubrimientos más trascendentes del siglo veinte ha sido el com-
prender que «el hombre no teme tanto a la muerte física (...) como a la locu-
ra» (2003: 56). Esto parecía haberlo captado Arendt cuando rechazó la per-
sistente ecuación entre libertad y soberanía, ese anhelo imposible por pre-
sentarnos soberanos, dueños de nosotros mismos, tras el que también late el
miedo a la división patológica.
En La vida del espíritu vamos a seguir encontrando sin resolver las am-
bigüedades de Arendt frente a la no contradicción. Un discurso explícito que
apoya el axioma, sí, pero jalonado de maravillosas intuiciones que siguen lo
ya apuntado desde Los orígenes del totalitarismo o su conferencia sobre
Lessing. Entre estas últimas aparecerán dos novedades importantes: Arendt
caracterizará al pensar como «estar fuera de orden», y en segundo lugar va a
trazar una sugerente comparación entre el pensamiento y la armonía. Todo
ello resulta clave para comprender su defensa de la libertad de movimiento
en el espíritu (in the mind), así como para comprender el profundo envite al
que se había emplazado a sí misma años atrás:
«Crucial para una nueva filosofía política resultará una investigación so-
bre la importancia política del pensamiento, es decir, sobre el sentido y las
condiciones que el pensamiento ofrece a un ser que nunca existe en singular y
cuya esencial pluralidad está lejos de quedar explorada cuando se añade la re-
lación Yo-Tú a la comprensión tradicional de la naturaleza humana» (Arendt,
2005c: 538).

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a) Orden y no contradicción

El pensamiento no conduce hacia ningún telos; carece de suelos o funda-


mentos: «es, por principio, sin fondo, y, si se quiere, abismo» (Arendt,
2002b: 57). Por este motivo «está fuera del orden, porque la búsqueda del
significado no produce un resultado último que sobreviva a la actividad»
(ibid.: 146). En su búsqueda de significados el pensamiento no obtiene un
instrumento a su medida. Recordemos que la lógica es el instrumento de la
argumentatio, pero no es lo propio del pensar. En principio, lo único que te-
nemos es el lenguaje, que nos sirve para expresarnos y para que nos escu-
chen, para hilar pensamientos e ideas a veces de manera poco coherente. El
lenguaje a menudo resulta básico para que el pensamiento se ponga en mar-
cha, pero no es su instrumento ideal. Tampoco el único.
Arendt ya había reflexionado sobre esta cuestión en su ensayo «La con-
quista del espacio y la altura del hombre» (1996c: 285), pero En la vida del
espíritu destacará explícitamente que existe una brecha entre el mundo de
las apariencias, es decir, la realidad aprensible por los sentidos cognitivos, y
un pensamiento que trata de buscar el significado a esta realidad desde el
lenguaje. Arendt recoge aquello en lo que durante siglos había insistido la
retórica clásica y humanista:
«El pensamiento (...) necesita metáforas para poder atravesar la brecha
entre un mundo dado a la experiencia sensible y un ámbito donde jamás podrá
existir tal aprensión inmediata de la evidencia» (2002b: 56).
Y precisamente aquí es donde aparece lo que Arendt denomina como el
problema principal:
«El problema principal parece ser que, para el pensamiento mismo
—cuyo lenguaje es metafórico y cuyo entramado conceptual depende por
completo del don de la metáfora que salva el abismo entre lo visible y lo invi-
sible, el mundo de las apariencias y el yo pensante—, no existe ninguna metá-
fora que pueda iluminar de manera adecuada esta actividad especial del espí-
ritu, en la que algo invisible dentro de nosotros trata con los invisibles del
mundo» (ibid.: 146).
Arendt presentaba también algunas contradicciones a la hora de valorar
las ventajas teóricas de la vista o el oído (18). En el pasaje anterior parece

(18) Un pasaje donde Arendt parece decantarse —no lo hace siempre— por las despre-
ciadas virtudes del oído: «El pensamiento se ha concebido en términos visuales desde el naci-
miento de la filosofía formal (...) Si se examina la historia del poeta ciego, cuyas historias se
escuchan, cabe preguntarse por qué el oído no se convirtió en la metáfora directriz del pensa-
miento» (2002b: 133).

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quedar claro cómo para ella el pensamiento trata principalmente con invisi-
bles desde lo invisible, es decir, un terreno para el que la vista no nos sirve.
De ahí la metáfora arendtiana del «viento». Como resalta Jesse Glenn Gray:
«Thinking exercises an effect on the inner life that is momentous, even
dangerous. Those who engage in it are transported from the world of appea-
rance to [an] invisible world (...) and everything stable is set in motion and
rendered open to question» (1977: 46) (19).

El viento del pensamiento de esta manera desordena. Para ayudar a que


éste trate de salvar el abismo que le separa del mundo están los tropoi. Pero
nunca es suficiente, pues ni con éstos se puede alcanzar la plenitud del signi-
ficado, satisfacer por completo lo que se pretende nombrar. Aunque existen
otros recursos desde los que pensar más allá del lenguaje —recordemos, sin
ir más lejos, la idea viquiana de que las sensaciones son una forma de pensa-
miento (Verene, 1987: 29)—, lo que anida en Arendt es el reconocimiento de
que somos seres limitados.
El pensamiento también se encuentra fuera de orden cuando «anula las
distancias temporales y las espaciales» (Arendt, 2002b: 107). En él las cate-
gorías de espacio y tiempo «pueden ser suspendidas temporalmente», y así
es posible traer a nuestro presente el futuro, reflexionar sobre él y a la vez re-
cordar el pasado, o incluso recortar y simplificar distancias físicas que pare-
cían insalvables. La realidad se guía por el espacio y el tiempo, pero el pen-
samiento las suspende. En esta actividad será fundamental una vez más la
imaginación. También la libertad de movimiento (ibid.: 219).
La relación que establece Alejandro Sahuí entre la libertad en Arendt y la
idea de viaje, nos emplaza de nuevo a la sencilla idea de que para ser libre
uno debe ser capaz de viajar, poder cruzar fronteras y asentarse, no ser tam-
poco recluido en exilios impuestos (2007: 86). Como recuerda Sheldon Wo-
lin, el viajero o theoros debe gozar de la visión suficiente para comprender
otras vidas, lugares extraños, y a la vez extraer un pensamiento digno de ser
contado; otorgarle un sentido. Lo que Wolin califica de viaje teórico implica
un regreso y una narración desde la que el viajero debe hacer creíble, a quie-
nes le escuchan o leen, aquello que ha vivido (2001: 5, 34-36). Es un viaje
en libertad que profundiza y escucha sin dejarse invadir, pues el theoros está
dispuesto a una posible transformación de sus sólidas convicciones previas
(Euben, 2004: 147, 160) (20). Los viajes migratorios desafían el orden im-

(19) «Because thinking deals with invisible realities, Socrates likened it to the wind, as
she [Arendt] notes» (GLENN GRAY, 1977: 46).
(20) Para Roiz, «durante un viaje, el poder ejecutivo del individuo está debilitado, ha

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puesto de las aduanas tanto como el viento del pensamiento desordena espa-
cios y tiempos, dogmas y prejuicios. Es una libertad que se concede el teóri-
co a la hora de pensar, de viajar también por su propio self (21).
Cuando la amenaza del desorden alcanza zonas tan sensibles como la
identidad, sin embargo, nos topamos con arenas movedizas hacia las que
Arendt no se atreve a transitar del todo. Aquí de nuevo se produce una pa-
radoja. Si es a partir de Kant desde donde Arendt se repliega, ya que de él
recupera su escrupuloso respeto por la no contradicción, también será el
alemán quien conduzca a nuestra autora hacia otra valiosa vía al comparar
el pensar con el estado de ensoñación (Arendt 2002b: 68). Autores como
Elizabeth Young-Bruehl y Javier Roiz han dado gran importancia a la letar-
gia en el pensamiento de Arendt, indisociable de sus raíces judías
(Young-Bruehl, 2006: 157; Roiz, 2003: 228-236). En los sueños, o en el
estado de ensoñación, no rigen el espacio y el tiempo, tampoco el principio
de identidad. De este modo al soñar, como al pensar, estás «fuera de or-
den», y en ambos interviene lo no consciente. La extraordinaria sensibili-
dad de Arendt no podía dejarlo de lado, pero tampoco profundiza mucho
más, quizá porque indagar en el inconsciente es un terreno que se ha aso-
ciado a Sigmund Freud, un pensador que nuestra autora nunca trataría a
fondo y hacia el que sentía cierto rechazo (Wolin, 1978; Young-Bruehl,
2006: 487; Steinberger, 2007: 885).
El pensamiento fuera de orden, capaz de viajar en libertad y de suspen-
der las coordenadas espacio-temporales, ligado a la actividad de la rêverie y
no por ello irracional, quebraría por tanto el sacrosanto principio de identi-
dad —sin por ello multiplicar los yoes ni entrar en esquizofrenia. En una si-
tuación tal, no necesitaríamos a su principio hermano, el axioma de no con-
tradicción (Roiz, 2008: 91). Este último paso, en el que reside una de las cla-
ves del gobierno democrático del individuo, Arendt no llegará a darlo por
miedo a la ruptura interna. No lo dará, al menos explícitamente.

perdido su autoridad y el gobierno de la persona entra en cuestión (...) Se abre una oportuni-
dad micropolítica, es posible un nuevo diseño de autoridades» (2003: 349).
(21) «El yo pensante (...) es un apátrida en el sentido más contundente del término, algo
que podría explicar el temprano desarrollo de un espíritu cosmopolita entre los filósofos»
(ARENDT, 2002b: 219).

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b) Armonía y no contradicción

En La vida del espíritu Arendt también va a introducir valiosas reflexio-


nes acerca de la armonía y su relación con el pensamiento. Cuando estudia la
importancia del logos en Heráclito explica:
«La armonía a la que se refiere Heráclito nace de la sonoridad conjunta de
los opuestos, un efecto que no puede ser propiedad de un sonido concreto»
(2002b: 166).
Más adelante Arendt retoma y concreta su idea de armonía, situándola
precisamente en relación con el asunto del gobierno del ciudadano:
«Sócrates habla de ser uno y, por ello, de ser incapaz de correr el riesgo
de no estar en armonía consigo mismo (...) siempre se necesitan al menos dos
tonos para producir un sonido armónico» (ibid.: 205).
Aquí aparece como condición básica del dos-en-uno socrático el estar en
armonía. Para ello, efectivamente, «al menos» necesitamos dos tonos. De
esto se infiere que puedan darse tres tonos, o más; y la armonía no se verá
por ello resentida. Esto nuestra autora no lo dice. En su lugar, tomará la pri-
mera parte del pasaje anterior para, apenas un poco más adelante, defender
con uñas y dientes el dos-en-uno socrático.
«El único criterio del pensamiento socrático es el acuerdo, el ser coheren-
te con uno mismo (...) Su opuesto, contradecirse (...), significa en realidad
convertirse en su propio enemigo» (ibid.: 208).
Sorprende que la misma Arendt que con Lessing defendía la opinión ve-
raz, aquella que valoraba más la amistad que la defensa de una verdad abso-
luta —es decir, que mantenía la amistad con alguien aunque le contradijera
en una discusión—, ahora dé marcha atrás para relacionar estrechamente
enemistad y contradicción. ¿Si él me contradice se convierte en mi enemi-
go? A todas luces eso parece suceder en el mundo interno del dos-en-uno so-
crático. A raíz de una cita de Aristóteles, escribe Arendt:
«“Siempre es posible objetar contra la argumentación exterior, pero no
siempre contra la argumentación interior”, porque aquí el interlocutor es uno
mismo, y yo no puedo querer convertirme en mi propio enemigo» (ibidem).
Siguiendo esta regla, aquel que me contradice en el mundo exterior es
también mi enemigo, al que trataré de superar dialécticamente merced a una
impecable argumentatio. Esto es algo que la autora que hemos estudiado a
partir de la isegoría difícilmente podría suscribir. Sin embargo, Arendt prosi-
gue esta nueva línea de la mano de su admirado Kant:

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«Cuando [el axioma de no contradicción] se convirtió en el ejemplo rec-


tor de todo pensamiento pudo Kant (...) incluir el mandato de “Pensar en todo
tiempo de acuerdo contigo mismo” entre las máximas que debían tomarse
como “mandamientos inmutables para la clase de los pensadores”» (ibid.:
209).

El contraste entre los «mandamientos inmutables» y el «viento del pen-


samiento» resulta demasiado marcado. El mandamiento kantiano es resulta-
do del aristotélico que funda la lógica occidental. Ésta para Arendt era útil
en algunas ocasiones y bajo ciertas condiciones, pero sus corsés, como suce-
de con la ideología, podían llegar a ser ciertamente peligrosos. En Los oríge-
nes del totalitarismo leímos que «la fuerza coactiva de la lógica surg[e] de
nuestro temor a contradecirnos» (1999a: 699). Esta fuerza y seguridad de la
lógica, esta falta de libertad en el movimiento del (no) pensar, a juicio de
Arendt llevó a cometer atrocidades a muchos individuos. Y ahora Hannah
Arendt nos dice que el mal va a venir precisamente de la comisión de tales
contradicciones...:
«El diálogo del pensamiento sólo puede producirse entre amigos, y (...) su
criterio básico, su ley suprema, por así decirlo, reza: “no te contradigas” (...)
¿Qué diálogo puedes tener contigo mismo si tu alma no está en armonía sino
en guerra?» (2002b: 211-212).

De la contradicción a la guerra. ¿Cómo encaja esto en la concepción tra-


dicional arendtiana que separa política y violencia (1997, passim)? En reali-
dad, obligarnos a no contradecirnos unos a otros es más propio de la cerra-
zón de la fraternidad que de la comprensión de la pluralidad que hallamos en
la amistad. Es inevitable que si somos diferentes, y si queremos seguir sién-
dolo, se mantengan posiciones que se contradigan. Lo mismo sucedería en el
foro interno del ciudadano. Pero ahora Arendt parece no avanzar por ahí.
Y sin embargo, es la riqueza que emerge de las propias contradicciones
de Arendt, de su libertad de asociación, lo que permite una vez más, a través
en esta ocasión de la armonía, que nuestra autora se salga del cuadro, que
esté ella también fuera de orden para explorar, en la pluralidad democrática
del pensamiento, más allá de «la relación Yo-Tú» en lo que comprendía
como una tarea crucial para la filosofía política.
Autores contemporáneos como Wendy Brown, Hans G. Gadamer o
Edward Said han desarrollado desde el contrapunto lo señalado por Arendt
sobre la armonía. El contrapunto permite convivir y expresarse, armónica-
mente, a diversas melodías. Logra que dos, tres o más voces diversas se ex-
presen, que se alimenten y cuiden unas de otras, dejando la posibilidad de
que diversos principios habiten la ciudad. Cuando una voz nueva se incorpo-

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ra a una coral, logra que de algunas voces salgan expresiones que antes no
estaban en ellas. Las ideas se multiplican, las relaciones se tornan fértiles. Se
trata, una vez más, de las posibilidades de la isegoría. A la vez, el contrapun-
to permite tomar en cuenta los silencios, saber también sobre quiénes se apo-
ya —o a quiénes somete— una voz firme y poderosa (Gadamer, 2005: 105;
Said, 1993: 121-122; Said, 2007: 135; Brown, 2004: 115).
El contrapunto y la armonía resultan así iniciativas sugerentes y válidas
para pensar el gobierno democrático del ciudadano en relación con el de la
ciudad. No se trata de una oda a las contradicciones, al ser inconsecuente o
al desorden. Como saben bien intérpretes y compositores, la música esta re-
pleta de sutilezas, de leyes, de saber escuchar, de compartir y de saber avan-
zar juntos sin por ello chirriar. Hay un lugar para la razón, incluso para la ló-
gica y la matemática, pero resulta indispensable la fantasía, también la pru-
dencia, el ingenio y el sentido común. Saber escuchar las pasiones. Cuando
comienza una interpretación musical se abre paso la contingencia; puede su-
ceder cualquier cosa, incluso en las obras más ensayadas. Se mantiene así la
personalidad de cada voz, al tiempo que se escuchan y respetan los silencios.
En la buena música, también, resulta clave no perder la capacidad de enso-
ñación.
El acercamiento musical que Arendt entreabre desde su obra, su firme
compromiso con la libertad de movimiento en el mundo y sus propias ambi-
güedades a la hora de llevarlo al pensamiento, suponen un antídoto frente a
las amenazas que se ciernen sobre la libertad. Arendt parece abrir de nuevo
una salida que nos muestra horizontes desde donde cultivar respuestas váli-
das y democráticas frente a las preocupaciones actuales de la política. Una
ventana desde la que escuchar y dejar viajar en libertad al viento del pensa-
miento. El respeto a la pluralidad comienza en el gobierno del propio ciuda-
dano. En ambos espacios, en la ciudad y en nosotros mismos, la libertad de
movimiento resulta una condición indispensable para la democracia. Más
allá, como presenciamos hoy de nuevo en Europa, anida la barbarie.

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