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DEL LIBRE ALBEDRÍO

LIBRO I

¿ES DIOS EL AUTOR DEL MAL?

I 1. Evodio: —Dime, por favor, ¿puede ser Dios el autor del mal?

Agustín: —Te lo diré, si antes me dices tú a qué mal te refieres, porque dos son los significados que
solemos dar a la palabra mal: uno, cuando decimos que «alguien ha obrado mal»; otro, cuando
afirmamos que «alguien ha sufrido algún mal».

Ev: —De uno y otro lo deseo saber.

Ag: —Siendo Dios bueno, como tú sabes o crees, y ciertamente no es lícito creer lo contrario, es claro
que no puede obrar mal. Además, si confesamos que Dios es justo —y negarlo sería una blasfemia—,
así como premia a los buenos, así también castiga a los malos; y es indudable que las penas con que
los aflige son para ellos un mal.

Ahora bien, nadie es castigado injustamente, como nos vemos obligados a confesar, pues creemos en
la providencia divina, reguladora de cuanto en el mundo acontece. Síguese, pues, que de ningún
modo es Dios autor del primer género de mal, y sí del segundo.

Ev: —¿Y hay otro autor de aquel primer género de mal, del que está averiguado que no es Dios el
autor?

Ag: —Sí, ciertamente, ya que no puede ser hecho sino por alguien. Pero si me preguntas quién sea
éste en concreto, no te lo puedo decir, por la sencilla razón de que no es uno determinado y único,
sino que cada hombre que no obra rectamente es el verdadero y propio autor de sus malos actos. Y si
lo dudas, considera lo que antes dijimos, a saber: que la justicia de Dios castiga las malas acciones. Y
claro está que serían justamente castigadas si no procedieran de la voluntad.

2. Ev: —Mas no sé yo que peque alguien si no ha aprendido a pecar. Y si esto es verdad, dime, ¿quién
es aquel de quien hemos aprendido a pecar?

Ag: —¿Crees tú que el aprendizaje es un bien?

Ev: —¿Quién se atreverá a decir que es un mal?

Ag: —¿Y si no fuera ni un bien ni un mal?

Ev: —A mí me parece que es un bien.

Ag: —Y con mucha razón, puesto que por él se nos comunica la ciencia o se enciende en nosotros el
deseo de adquirirla, y nadie adquiere conocimiento alguno sino mediante el aprendizaje. ¿O piensas tú
de otro modo?

Ev: —Yo pienso que mediante el aprendizaje no aprendemos sino el bien.

Ag: —Mira, por tanto, no se aprenda también el mal, ya que aprendizaje no procede sino de aprender.

Ev: —¿De dónde procede, pues, que el hombre obre el mal, si no lo ha aprendido?
Ag: —Quizá de que se aparta del aprendizaje y se hace completamente extraño a él. Sea de ello lo
que fuere, lo cierto es que el aprendizaje es un bien, y que se deriva de aprender, y que el mal no se
puede en modo alguno aprender; porque, si se aprendiera, estaría contenido en el aprendizaje, y
entonces no sería éste un bien, como tú mismo acabas de decirme. No se aprende, pues, el mal, y es,
por tanto, inútil que preguntes quién es aquel de quien aprendemos a hacer el mal; y si aprendemos
el mal, lo aprendemos para evitarlo, no para hacerlo. De donde se infiere que obrar mal no es otra
cosa que alejarse del aprendizaje.

3. Ev: —Yo creo ciertamente que hay dos enseñanzas: una por la cual aprendemos a obrar el bien y
otra, por la que aprendemos a obrar mal. Lo que ha ocurrido es que, al preguntarme tú si la
enseñanza era un bien, el mismo amor del bien cautivó de tal modo mi atención, que, fijándome en
aquella que nos enseña a obrar bien, contesté que era un bien; pero ahora me doy cuenta de que hay
otro aprendizaje, de la cual afirmo que indudablemente es un mal; y es de éste precisamente de quien
deseo saber quién es el autor.

Ag: —Pero al menos admitirás sin distingos que la inteligencia es un bien.

Ev: —Sí, y la considero un bien tan grande, que no sé que en el hombre pueda haber otro mayor, ni
diré jamás que inteligencia alguna puede ser mala.

Ag: —Dime entonces, cuando se trata de instruir a alguien, si no entiende lo que se le enseña, ¿podrá
parecerte docto?

Ev: —No, de ningún modo.

Ag: —Si, pues, toda inteligencia es buena, y nadie aprende sin entender, síguese que todo aquel que
aprende obra bien. Porque todo el que aprende, entiende, y todo el que entiende, obra bien. Por
consiguiente, desear saber quién es el origen de nuestro conocimiento, es lo mismo que desear saber
quién es el origen de nuestro bien obrar. Desiste, pues, de preguntar por no sé qué mal maestro,
porque, si es malo, no es maestro, y si es maestro, no es malo.

LA LIBRE VOLUNTAD ES UN BIEN, AUNQUE PUEDA USARSE PARA EL MAL

XVIII 47. Ev: Confieso que estoy ya suficientemente convencido, y que, hasta cierto punto, es
evidente —al menos en cuanto es posible en esta vida y en hombres como nosotros—, que Dios existe
y que de Dios proceden todos los bienes, puesto que de Dios proceden todas las cosas existentes, no
sólo las inteligencias que, además, viven y existen, e igualmente las que no tienen más perfección que
la existencia.

Tratemos ahora la tercera cuestión, a saber, si puede demostrarse que la voluntad libre del hombre
debe ser contada como un bien. Demostrado esto, te concederé, sin ningún género de duda, que Dios
nos la ha dado y que fue conveniente que nos la diera.

Ag: —Recuerdas perfectamente lo que nos hemos propuesto, y te has dado cuenta cabal de que la
segunda cuestión está ya resuelta; pero también debías haber visto que queda igualmente resuelta
esta tercera.

En efecto, tú has dicho que te parecía no debía habérsenos dado el libre albedrío de la voluntad,
porque de él se sirve el hombre para pecar. Habiéndote yo replicado que no se podía obrar bien sino
mediante el mismo albedrío de la voluntad, y habiéndote asegurado que Dios nos lo dio
principalmente para esto, tú respondiste que debía habernos dado la voluntad libre como se nos dio la
justicia, con la cual nadie puede obrar sino justamente.

Esta respuesta fue la que me obligó a dar en el curso de la discusión un sinnúmero de rodeos, con el
fin de demostrarte que todos los bienes, tanto los mayores como los menores, provienen de Dios,
cosa que no hubiera podido demostrarte tan claramente si antes no la hubieran evidenciado las
razones que aduje y desarrollé lo mejor que pude, asistido siempre de la gracia de Dios en tan largo y
penoso camino en pro de cuestión tan grave y de tanta trascendencia y en contra de las opiniones de
la impiedad estulta, que hace decir al impío: No hay Dios12.

Aunque estas dos verdades, a saber: que hay Dios y que todos los bienes proceden de Dios, fueran ya
antes para nosotros objeto de nuestra fe inquebrantable, sin embargo, de tal manera las hemos
dilucidado ahora, que también aparece como evidente esta tercera, o sea, que la voluntad libre del
hombre ha de ser considerada como uno de los bienes que el hombre ha recibido de Dios.

48. Ya en el diálogo anterior quedó probado, y convinimos entre nosotros, que la naturaleza del
cuerpo es inferior a la naturaleza del alma, y que, por consiguiente, el alma es un bien mayor que el
cuerpo. Si, pues, entre los bienes del cuerpo encontramos algunos de los que puede abusar el
hombre, y, sin embargo, no por eso decimos que no debían habérsenos dado, pues reconocemos que
son bienes, ¿qué tiene de particular que en el alma haya también ciertos bienes de los cuales
podamos abusar, pero que, por lo mismo que son bienes, no pudieron sernos dados sino por aquel de
quien procede todo bien?

Tú sabes perfectamente que carece de un bien muy grande el cuerpo al que le faltan las manos, y, sin
embargo, usa muy mal de las manos el que con ellas ejecuta acciones crueles o torpes. Si vieras a un
hombre sin pies, confesarías que faltaba para la integridad de su cuerpo un gran bien, y, sin embargo,
no negarías que abusaría enormemente de sus pies el que de ellos se valiera para hacer daño a otro o
para deshonrarse a sí mismo.

Con los ojos vemos esta luz del día, y distinguimos las diversas formas de los cuerpos, y los ojos son
lo más hermoso de nuestro cuerpo, por eso han sido colocados en la parte más alta y digna del
mismo, y, aparte de esto, nos valemos de ellos para proteger nuestra salud y para procurarnos otras
muchas comodidades de la vida; no obstante, muchos abusan de los ojos para cometer torpezas sin
cuento, y los obligan a servir al libertinaje. Tú ves de cuan grande hermosura carece el rostro que no
tiene ojos; y al que los tiene, ¿quién se los ha dado sino el dador de todos los bienes, que es Dios?

Por consiguiente, así como concedes que son bienes estos del cuerpo y alabas a quien los dio, sin
mirar a los que abusan de ellos, del mismo modo debes conceder que la libertad, sin la cual nadie
puede vivir rectamente, es un bien dado por Dios, y que debemos reprobar a los que abusan de ese
bien antes que decir que no debió habérnoslo dado el que nos lo dio.

49. Ev: —Por lo mismo, quisiera que antes me probaras que la libertad del hombre es un bien, y
entonces yo te concedería que Dios nos la había dado, pues confieso que todos los bienes proceden de
Dios.

Ag: —Pero ¿no te lo probé ya, y no sin gran esfuerzo, en el curso de la discusión anterior, cuando tú
me concediste que toda belleza y toda forma corporal eran un bien y que procedían de la forma
suprema de las cosas, es decir, de la suprema verdad, y que en ella subsistían? Nuestros mismos
cabellos están contados13, dice el Evangelio, que es la suma verdad. ¿O has olvidado ya lo que dijimos
de la sublimidad del número y de su poder, que se extiende de uno al otro confín?

¿Quién puede suponer tal aberración del espíritu, cual sería contar entre los bienes, incluso los más
inferiores, nuestros mismos cabellos, y atribuirlos sin titubeos al autor y dador de todo bien, Dios,
porque así los bienes grandes como los más pequeños proceden de aquel de quien procede todo bien,
y dudar, no obstante, de que es un bien la voluntad libre del hombre, sin la cual hasta los mismos
perversos reconocen que no se puede vivir con rectitud?

Pero, además, dime, por favor, ¿qué te parece que es mejor en nosotros: aquello sin lo cual podemos
vivir rectamente o aquello sin lo cual no podemos vivir bien?
Ev: —¡Oh!, sí, perdona. Me avergüenzo de mi ceguera, porque ¿quién duda, en efecto, que es mucho
mejor aquello sin lo cual nadie puede vivir rectamente?

Ag: —¿Negarás ahora que un hombre a quien le falta un ojo puede vivir rectamente?

Ev: —Lejos de mí demencia tan grande.

Ag: —Concediéndome, pues, que los ojos del cuerpo son un bien, cuya pérdida no impide, sin
embargo, vivir rectamente, ¿te parecerá que no es un bien la libertad, sin la cual nadie puede vivir
bien?

50. Conoces, en efecto, la justicia, de la cual nadie abusa. Se la considera como uno de los bienes
más grandes que tiene el hombre y una de las virtudes del alma que constituyen la vida recta y
honesta. Nadie, efectivamente, usa mal de la prudencia, ni de la fortaleza, ni de la templanza, porque
en todas ellas, como en la justicia, de la que tú has hecho mención, impera la recta razón, sin la cual
no puede darse virtud alguna, y de la recta razón nadie puede usar mal.

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San Agustín, La ciudad de Dios, Libro XII.


CAPÍTULO II

Ninguna esencia es contraria a Dios, puesto que es no ser lo que se muestra contrario al ser
sumo y eterno

Sirvan estos razonamientos para salir al paso de quienes, al hablar de los ángeles apóstatas, puedan
concluir que son de distinta naturaleza, como surgidos de otro principio, y, por tanto, Dios no es el autor
de su naturaleza. Se verá uno libre de este impío error con tanta más soltura y facilidad, cuanto con
más profundidad comprende lo que dijo Dios por medio del ángel cuando trataba de enviar a Moisés a
los hijos de Israel: Yo soy el que soy1. Dios es la esencia suprema, es decir, el que existe en grado
sumo, y, por tanto, es inmutable; ahora bien, al crear las cosas de la nada, les dio el ser; pero no un
ser en sumo grado, como es Él, sino que a unas les dio más ser y a otras menos, creando así un orden
de naturaleza basado en los grados de sus esencias. Así como de la palabra sapere (saber) se ha
derivado sapientia (sabiduría), así del verbo esse (ser) se ha derivado essentia (esencia), término nuevo,
por cierto, no usado por los antiguos autores latinos, pero ya empleado en nuestros días: no iba a
carecer nuestro idioma del término griego οὐσία. Este término se traduce literalmente por essentia.
Concluyendo, pues: la naturaleza que existe en sumo grado, por quien existe todo lo que existe, no
tiene otra contraria más que la que no existe. Al ser se opone el no ser. Por eso a Dios, esencia suprema
y autor de todas las esencias, cualesquiera sean ellas, no se opone ninguna esencia.

CAPÍTULO III

Qué enemigos tiene Dios, no por naturaleza, sino por contraria voluntad. Ésta perjudica a
una naturaleza buena, ya que el vicio, si no perjudica, no existe

La Escritura llama enemigos de Dios a quienes se oponían a su dominio no por naturaleza, sino por sus
vicios, incapaces de causarle a Él daño alguno, y causándoselo a sí mismos. Son enemigos por su
voluntad de resistencia, no por su poder lesivo. Porque Dios es inmutable y absolutamente incorruptible.
De aquí que el vicio por el que se oponen a Dios los que se llaman sus enemigos no es un mal para
Dios, sino para ellos mismos. Y esto por la única razón de que daña el bien de su naturaleza. No es,
pues, contraria a Dios la naturaleza, sino el vicio: el mal es contrario al bien. Y ¿quién negará que Dios
es el supremo bien? Por eso el vicio es contrario a Dios, como lo es el mal al bien. Pero la naturaleza,
dañada por el vicio, es un bien, y, naturalmente, el vicio le es contrario. A Dios sólo se opone el vicio
como el mal al bien; en cambio, a la naturaleza viciada, no sólo como mal, sino como un daño. No
existen males nocivos para Dios: solamente los hay para las naturalezas mutables y corruptibles, que a
su vez son buenas, como lo demuestran los mismos vicios. Si no fueran buenas, nada podrían dañarles
los vicios. Porque ¿cuál es el efecto de este daño, sino privarlas de su integridad, de su hermosura, de
su salud, de su virtud o de cualquier otro bien natural que el vicio suele destruir o rebajar? Si falta en
absoluto y no causa daño, privando de algún bien, no es vicio. No es posible la existencia del vicio sin
causar daño. De aquí se sigue que, a pesar de su impotencia para dañar al bien inmutable, a nada puede
dañar sino al bien, sólo se encuentra en el bien que daña. Este mismo pensamiento lo podríamos
formular así: existe el vicio; no puede existir en el bien supremo, y, sin embargo, sólo puede hallarse
en algo bueno. Los bienes pueden existir en cualquier parte solos; los males puros, en ninguna parte.
Las mismas naturalezas viciadas por su mala voluntad son malas en cuanto que son viciosas, pero en
cuanto naturalezas, son buenas. Y cuando una naturaleza corrompida sufre castigo, hay otro bien,
además de la misma naturaleza: el de no quedar impune. Esto es justo, y todo lo justo es un bien, sin
género de dudas. Nadie sufre castigo por sus defectos naturales, sino por los voluntarios. Y el vicio que
por efecto de la costumbre se ha arraigado fuertemente, hasta formar una segunda naturaleza, tuvo su
origen en la voluntad. Hablamos ahora de los vicios de la naturaleza dotada de una mente capaz de la
luz intelectual, que discierne lo justo de lo injusto.

CAPÍTULO VII

NO HAY QUE BUSCAR UNA CAUSA EFICIENTE DE LA MALA VOLUNTAD

Que nadie se empeñe en buscar una causa eficiente de la mala voluntad. No es eficiente la causa, sino
deficiente, puesto que la mala voluntad no es una eficiencia, sino una deficiencia. Así es: apartarse de
lo que es en grado supremo para volverse a lo que es en menor grado; he ahí el comienzo de la mala
voluntad. Querer encontrar las causas de estas defecciones, dado que no son eficientes, sino deficientes;
es como si alguien quisiera ver las tinieblas u oír el silencio. Ambas cosas nos son conocidas por los ojos
unas y por los oídos el otro, pero no precisamente porque las lleguemos a sentir, sino por la privación
de sensación.

Que nadie busque saber de mí lo que yo sé que no sé, excepto, tal vez, el aprender a ignorar lo que es
preciso saber que no se puede saber. Cierto, lo que se conoce no por su percepción, sino por su
privación, de alguna manera se conoce ignorándolo -si es que así podemos hablar y entender- y se lo
ignora conociéndolo. Así, cuando la vista del ojo corporal se proyecta hacia las formas materiales, en
ninguna parte ve las tinieblas, a no ser cuando comienza a no ver. Lo mismo ocurre cuando se trata del
silencio: sólo le corresponde al oído el percibirlo, pero con la particularidad de que lo percibe sólo cuando
no oye nada. Igual sucede en lo que se refiere a las formas inteligibles: nuestra mente las percibe
entendiéndolas. Pero cuando faltan, se da cuenta, ignorándolas. Por eso, ¿quién conoce los pecados?

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