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Desolaciones y tristezas

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En nuestra vida se suceden contentos y tristezas, gozos y añoranzas. Nos gusta


sentirnos alegres, pero a veces nos invade la desgana, la apatía o la amargura.

¿Es esto la desolación espiritual? ¿Es lo mismo desolación que tristeza?

Existe una tristeza natural. La produce la pérdida de una relación, un fracaso


inesperado, la frustración de una expectativa o algún daño recibido. La tristeza
apaga el afecto, debilita el ánimo y ralentiza el ordinario discurrir del
pensamiento. Nos deja planos y grises. Y a veces con un poso de amargura
que se expresa en ironía o mal humor. Además, no raramente hacemos daño a
los que más queremos. Ni nos aguantamos ni nos aguantan.
Pero estas tristezas naturales no son desolación espiritual.

La desolación espiritual siempre tiene una referencia a Dios y a sus cosas. Se


siente como oscuridad ante la verdad divina, insensibilidad ante la Palabra,
pereza para el bien, lejanía del Señor. Puede tener una fuerza inesperada, y
tambalea las buenas intenciones que teníamos sólo un día antes. Si se prolonga
un tiempo resulta una prueba espiritual particularmente dura; por ejemplo
Ignacio de Loyola tuvo tentaciones de quitarse la vida, atormentado por sus
escrúpulos.
Entonces, ¿todo es tristeza natural o desolación espiritual? No.

Pues también existen muchas tristezas ambivalentes y mezcladas. Por


ejemplo, cuando un matrimonio tiene dificultades, aunque un día se quisieron
de verdad. O cuando un creyente comprometido con los pobres no es aceptado
por esos mismos pobres. O cuando un catequista no es escuchado. O cuando
una joven consagrada por amor a Dios siente, al cabo de un tiempo, la
frustración de su ilusión primera.
Estas situaciones son ambivalentes: pues no sólo parece que Dios está lejos,
sino que nuestro ego se siente frustrado (aunque sea de modo latente). Y
nuestro ego frustrado explica muchas desolaciones que llamamos espirituales.

Luis María García Domínguez, SJ

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