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Aleksandr Herzen, la enfermedad de la verdad | Babelia | EL PAÍS 24/1/19 20(25

BABELIA
EL OBSERVADOR DISPERSO

Aleksandr Herzen, la enfermedad de la verdad


El escritor ruso defendió en su obra el desorden de la vida frente a la tiranía de los ideales abstractos
JOSÉ ANDRÉS ROJO

6 MAR 2015 - 13:13 CET

Seguramente la historia de Aleksandr NEWSLETTERS


Recibe el boletín de Babelia
Herzen queda ya muy lejos y forma
parte de otro mundo. Nacido en Moscú
en 1812 de la relación ilícita entre un
terrateniente ruso y una joven luterana,
a los quince años vio que los líderes de
la conspiración decembrista fueron
colgados por Nicolás I y juró con su
amigo Ogarev que lucharían siempre
por la causa que estos habían
defendido, la de los más débiles. Ya en
la universidad, fue condenado a prisión
por sus posiciones críticas contra el zar
y lo mandaron a Vyakta, cerca de la
Alexandr Herzen.
frontera con Asia. Allí empezó a
escribirle cartas a su prima Natalia, una
de las hijas que tuvo el extravagante hermano de su padre con una de sus
numerosas concubinas, con la que terminaría casándose en 1838. Volvió a tener
enfrentamientos con el poder, lo expulsaron a Novogorod. E. H. Carr contó su
historia en Los exiliados románticos, donde le sirve de hilo conductor para
levantar una fascinante galería de retratos de diferentes figuras rusas del siglo
XIX (Engelson, Ogarev, Bakunin...). El libro empieza en 1847 cuando Herzen y
Natalia abandonan Moscú, camino del exilio. Su padre acababa de morir y le
había legado una inmensa fortuna. Viajan con ellos la madre de Herzen, Luisa
Haag, sus tres hijos (Sacha, de siete años; Kolya, de tres y sordomudo, y Natalia,
de dos), dos amigas, un mayordomo y la niñera. Nunca volverán a su amada
tierra.

Unos exiliados rusos en la Europa del siglo XIX: los últimos románticos, dice Carr.
Desde muy pronto en el libro sabemos con qué intensidad fluye la sangre por sus
venas. “Con la pasión todo pasa a través del fuego, toda impureza desaparece
calcinada, y lo que queda es oro puro”, escribió Natalia en su diario antes de que
partieran rumbo a París. Poco tiempo después de instalarse allí viajan a Italia,

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donde Herzen encuentra a unos viejos amigos. Natalia, que rondaba los treinta
años, se enamora entonces de Natalia, la hija pequeña de los Tuchkov. Unos
meses después, cuando estos vuelven a Rusia, le confiesa en una carta: “Desde
tu partida mi alma siente lo que sentiría un cuerpo al que le hubieran amputado
un miembro: un dolor sordo, estúpido, mudo y carente de sentido”. Es otro signo
más de un corazón exaltado, de unos afectos que sólo consiguen la paz en los
excesos.

Junto a las sacudidas interiores, la furia de los estallidos de violencia en unas


sociedades que están cambiando vertiginosamente. A Herzen le toca observar
desolado en París, ya de regreso de Italia, la catástrofe de las jornadas de junio
de la revolución de 1848. “En ambas partes vi un deseo feroz de sangre, un odio
intenso por parte de los obreros y un bestial y furioso sentido de
autoconservación por parte de los burgueses”, apunta al principio de Crónica de
un drama familiar, la parte de Pasado y pensamientos, su autobiografía, que se
publicó cuando ya había muerto. Y escribe más adelante: “Para esa gente era
más fácil empuñar el fusil e ir a morir a las barricadas que mirar de frente y con
coraje los acontecimientos, en definitiva, no querían comprender los hechos, sino
imponerse sobre sus adversarios; lo que querían era salirse con la suya”.

Herzen se define poco después, durante la que iba a ser una de las peores
temporadas de su vida, llena de “desazón y zozobra”: “Hombres de fe, hombres
de amor’, como se denominan en oposición a nosotros, ‘hombres de la duda y la
negación’; no saben lo que es arrancar de raíz las esperanzas alimentadas a lo
largo de una vida; no conocen la enfermedad de la verdad (...)”, escribe. Sir Isaiah
Berlin, en el ensayo que le dedica a Herzen en Contra la corriente, traduce esa
singular dolencia como un profundo “escepticismo acerca del significado y valor
de los ideales abstractos”. “Herzen”, explica, “habló de algo aún más inquietante,
un sentido fantasmal de la creciente e insalvable brecha entre los valores
humanos de las élites relativamente libres y civilizadas (a las que él sabía que
pertenecía) y las necesidades reales, los deseos y gustos de las vastas masas de
humanidad sin voz, suficientemente bárbaras en occidente, pero más salvajes
aún en Rusia o los llanos de Asia”. Ya antes había acotado el sentido de su obra.
“Siempre trató el mismo tema central: la opresión del individuo, la humillación y
degradación de los hombres por las tiranías políticas y personales; y el yugo de la
costumbre social, la oscura ignorancia y el salvaje y arbitrario desgobierno que
mutilaba y destruía a los seres humanos en el brutal y odioso imperio ruso”.

Quizá, efectivamente, queden ya lejos esas masas ignorantes y marginadas de la


marcha de la historia. También resultan remotos los arrebatos románticos de
aquellos exiliados rusos, de los que se ocupa E. H. Carr. Cuanto les ocurrió a
Herzen y a Natalia poco después de instalarse en Europa puede sonar a materia
exótica en estos días en que las relaciones entre hombres y mujeres se mueven
en ese discreto triángulo marcado por la gimnasia sexual, las costumbres sanas y
los abogados. El poeta alemán Georg Herwegh, un tipo guapo que llegaba
precedido por su fama de revolucionario, entró por aquellos días en el círculo

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íntimo de los Herzen. No había pasado


mucho cuando Natalia se enredó con él
en una desmesurada y loca pasión. Las
cosas se mantuvieron un tiempo en
secreto, pero un buen día Herzen se
dio cuenta que aquella historia era la
comidilla de los salones de Europa.

La versión de Herzen de aquella aciaga


época está contenida en su Crónica de
un drama familiar. Carr intenta ir más
lejos y armar todo el cuadro y recoge lo
que pasaba también por Herwegh y
Natalia, y cuanto sucedía en los
alrededores. Una vez que los amoríos
de su mujer y el poeta habían salido ya
a la luz, Herzen apuntó: “De nuevo
Ogarev y Herzen.
estábamos solos, pero ya no era como
antaño: todo llevaba la marca de la
tempestad. Me atormentaban la fe y la duda, el cansancio y la irritación, la
indignación y el despecho, pero aún más el hilo roto de la vida; ya no gozábamos
de esa bendita despreocupación que hace tan grata la existencia, no quedaba
nada sagrado. Si había podido suceder lo que había sucedido, nada era
imposible. Los recuerdos hacían temer por el futuro”. Es entonces cuando
Herzen fuerza la situación. Está dispuesto a dejar a Natalia e irse a América con
sus hijos; si ella prefiere que sigan juntos, el que debe desaparecer de sus vidas
es Herwegh.

“Soy pura ante ti y el mundo entero, no he oído ningún reproche en mi alma”, le


escribió Natalia a Herzen por aquellos días. “En mi amor por ti he vivido como en
un mundo divino; no vivir en él me parecería no vivir. Expulsarme de ese mundo:
¿y para mandarme a dónde? Tendría que convertirme en otra persona. Soy
inseparable de ese amor, como de la naturaleza, salgo y vuelvo a entrar en él”. El
amor de Natalia por Herzen era su manera de estar en el mundo, casi como una
condición: como respirar, una segunda naturaleza. Poco después, le decía: “En
esa plenitud hubo momentos, ya desde el comienzo de nuestra vida en común,
en que, en algún lugar del fondo, en lo más profundo de mi alma, algo
imperceptible, como el más sutil de los cabellos, turbaba mi espíritu, pero al rato
todo se volvía luminoso”. ¿Y entonces? ¿Si todo era tan luminoso, cómo entró
Herwegh en ese mundo tan pleno? La explicación que da Carr es que Herzen
había elevado a Natalia a un pedestal y que para él tenía algo de diosa intachable
y distante. Herwegh, en cambio, le permitió desplegar su sexualidad, romper esa
cárcel de cristal, embarrarse en las pasiones. Por eso, quizá, Natalia le escribió a
Herwegh alguna vez: “¿No te he dicho que nunca me he entregado a nadie como
a ti, que antes de conocerte era virgen y lo soy todavía cuando tú estás lejos, que
lo seré siempre aunque tenga diez hijos más? ¿No es esto suficiente para ti?”.

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Son lazos muy diferentes: Herzen era para ella como el aire, y por eso todo
estaba lleno de luz; Georg, en cambio, era la tierra y la tierra palpitaba. Cuando, al
final, Herzen le exigió que decidiera entre uno y otro, se quedó con él: de otra
manera no hubiera podido seguir viviendo. Pero tampoco era posible dejar por
las buenas de palpitar, y Natalia murió poco después, el 2 de mayo de 1851. Había
enfermado en medio de su último embarazo. El pequeño llegó nacer pero no vivió
más que unas horas.

Los Herzen estaban instalados entonces en Niza y, antes de la fatalidad de la


muerte de Natalia y del bebé recién nacido, Aleksandr había tenido que pasar por
otro infierno. Su madre cogió, procedente de París, un barco en Marsella para ir a
reunirse en Niza con su hijo y el resto de la familia. El barco naufragó: nunca
encontraron el cuerpo de la madre de Herzen, ni el de su hijo sordomundo, Kolya,
que viajaba con ella. La calamidad le destrozó las entrañas a aquel ruso (“un
hombre intelectualmente alegre y excepcionalmente inteligente y honrado”,
escribió Berlin) sólo un poco antes de que la partida de Natalia lo terminara de
destruir. Durante un tiempo viajó por Europa, bebiendo como un poseso para
poder olvidar, un tipo roto, hecho añicos, definitivamente perdido. El 2 de agosto
de 1952 se dirigió a Londres con Sasha. Iba a empezar una nueva vida.

Aunque nunca terminó de integrarse


de verdad en la sociedad inglesa, los
años que pasó en Londres fueron los
más creativos en la vida de Herzen. Los
líos amorosos volvieron a sacudirlo,
pero de una manera distinta. Su viejo y
querido amigo Ogarev llegó a Londres
en 1856 junto a su esposa, con la que
había vivido de manera harto
heterodoxa en la conservadora
sociedad rusa hasta que la muerte de
su anterior mujer le permitió Natalia Herzen.

regularizar su nueva relación. La dama


era Natalia Kutchov, aquella jovencita
que había enamorado a la otra Natalia, la mujer de Herzen, cuando acababan de
llegar a Europa y era casi una cría. Los Ogarev se instalaron en su casa. No había
pasado mucho tiempo y Natalia se enamoró de Herzen: era una mujer
apasionada y nerviosa, al borde siempre del precipicio. Se quedó embarazada y
el 4 de septiembre de 1858 nació Liza. Ogarev le dio su nombre y supo llevar
aquella tumultuosa temporada y su sufrimiento con la discreta elegancia del que
ha visto caer a su mujer en los brazos de su mejor amigo. El carácter de Natalia
complicaba terriblemente las cosas. Igual estaba entregada a Herzen que
abominaba de él. Los Ogarev tuvieron que irse un temporada fuera para que se
calmara la tempestad. Al regresar, Natalia volvió a los brazos de Herzen. Se
quedó de nuevo embarazada, tuvo mellizos: Alexis y Elena (morirían tres años
después de difteria dejando a su madre presa ya de una terrible melancolía).

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La casa de Herzen se convirtió en Londres en lugar de peregrinación de todos los


exiliados rusos. En 1865 murió el zar Nicolas I, terminando así la tiranía mas
brutal que vivió Rusia durante el siglo XIX. Herzen estaba en una espléndida
forma. El 1 de julio de 1857 apareció el primer número de La Campana, la revista
que dirigió junto con Ogarev y que salió con regularidad durante diez años,
primero mensualmente y después cada quince días, al principio en Londres
(hasta abril de 1865) y luego en Ginebra. Fue el lugar desde donde pudieron
orquestar sus mordaces críticas contra los excesos de los gobiernos rusos.
Después de los sucesos de 1848, Herzen había dejado de creer en las virtudes
salvadoras de la revolución e incluso desconfiaba de los supuestos grandes
valores de la civilización occidental. Abominaba ya de las grandes abstracciones,
le interesaba mucho más librar las batallas necesarias para conseguir pequeñas
conquistas concretas. Tras la guerra de Crimea, Herzen enarboló desde las
páginas de La Campana algunos principios por los que luchar en la nueva Rusia
de Alejandro II: la liberación de los siervos, el final de los castigos corporales y la
abolición de la censura sobre la palabra escrita. El 3 de marzo de 1861 celebraron
que en su lejano país se había proclamado la emancipación de los siervos, uno de
sus grandes objetivos.

Cuenta Carr que Herzen descubrió en Londres que “la democracia es la única
forma de gobierno compatible con la libertad y la dignidad del individuo” y que,
aunque fuera escéptico con la evolución de Europa, pensaba que era el horizonte
hacia el que debía dirigirse Rusia. Uno de sus viejos y grandes amigotes no era de
la misma opinión. Había vuelto a encontrarse con él después de su ya lejana
salida de Moscú y seguía siendo el de siempre: Bakunin “era un artista de la
conspiración y la intriga, y las amaba por su propia esencia”, escribe E. H. Carr.
Alguna vez habían soñado juntos con transformar el mundo. En aquel momento,
Herzen era mucho más modesto en sus objetivos. Se había identificado con el
liberalismo constitucional; Bakunin seguía fascinado con el anarquismo
revolucionario. Estaba dispuesto a encender la mecha de la violencia allí donde
pensara que podía germinar. Herzen había quedado, en cambio, en un terreno de
nadie. Para los conservadores y los tímidos liberales, era un nihilista que alentaba
la revolución. Los revolucionarios, en cambio, consideraban que la había
traicionado.

En 1865 Herzen abandonó Inglaterra. Su situación era cada vez más delicada
respecto a las nuevas generaciones, que querían quemarlo todo, arrasarlo,
empezar de nuevo, tirar abajo esas minúsculas conquistas que se habían ido
logrando poco a poco. Se instaló en Ginebra, a La Campana ya no le quedaría
mucha vida por delante. E. H. Carr: “Herzen había perdido la confianza de la
generación ascendente. Podía tener aún razón a sus propios ojos, pero ya no
estaba a la vanguardia de ningún movimiento. Su estrategia podía ser perfecta,
pero el ejército ya no lucharía bajo su mando. Era un general sin ejército”. Ya no
le quedaba mucho tiempo: el 21 de enero de 1870 falleció en París.

“El romanticismo era su religión, el liberalismo su fe política, y la democracia

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constitucional su ideal para Rusia”,


escribió Carr para definir a Herzen con
tres acordes. El sociólogo Richard
Sennett en su ensayo El extranjero se
ha fijado en otra cuestión, acaso más
relevante. “La Revolución de 1848 duró
cuatro meses, de febrero a junio”,
escribe ahí. “Comenzó en París, pero
en marzo sus repercusiones se habían
de sentir en toda Europa Central,
donde surgían movimientos que
Bakunin, fotografiado por Nadar.
proclamaban la superioridad de las
repúblicas nacionales sobre los
parcelamientos del territorio
realizados por las dinastías y los diplomáticos en el Congreso de Viena de 1815”.
Lo que Sennett sostiene es que lo que empieza a dejarse oír en esas jornadas es
la voz del nacionalismo. Han dejado de defenderse lo mismo los regímenes
constitucionales que la democracia u otros objetivos políticos que surgieron con
la Revolución Norteamericana y la Revolución Francesa. La nación ha dejado de
importar como código político, como el lugar de todos los ciudadanos: para
aquellos nuevos revolucionarios la nación tiene que ver con “la tradición, las
formas de comportamiento y las actitudes morales de un volk [un pueblo]”.

“Las doctrinas políticas de 1789 trascendían lo local”, explica Sennett.


“Efectivamente, para creer en la libertad, la igualdad y la fraternidad que
proclamaba la Revolución Francesa no hacía falta vivir en París ni ser francés”. En
aquellos momentos la deriva es otra. Subrayar la pertenencia, ser de algún sitio,
identificarse con una tradición, una lengua, unas costumbres. Herzen se salva.
“Mantenía su apasionado interés por los asuntos de su país, pero ya no se sentía
capaz de vivir en él”, apunta Sennett. Es la condición del extranjero. Herzen, en
su época de Londres: “Poco a poco comencé a darme cuenta de que no tenía
absolutamente ningún lugar a donde ir ni ningún motivo para ir a ninguna parte”.
Ser un ciudadano del mundo, sacarle jugo a su desplazamiento. “Lo cierto es que
esa misma incapacidad para decir clara y precisamente quién era vino a añadirse
a su sensación de libertad”, observa Richard Sennett.

El romántico, el liberal, el demócrata, el extranjero. En una narración que publicó


en 1847, Doctor Krupov, en la época en la que hacía las maletas para abandonar
definitivamente su país, Herzen se ocupa de buscar lo que distingue a los
normales de los chiflados. Y escribe, ya casi al final: “cada individuo, desde
temprana edad y con la ayuda de los padres y de la familia, se inicia poco a poco
en el ambiente de locura epidémica circundante (los médicos alemanes
denominan a esta enfermedad der historischer Standpunkt [el punto de vista
histórico]). Toda nuestra vida y todos nuestros actos están hechos a la medida
de esa atmósfera, como las disparatadas formas de los ictiosauros y de los
mastodontes fueron modeladas conforme a la atmósfera primitiva del globo

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terráqueo”.

Sí, también Herzen estuvo modelado por su tiempo. Y le tocaron las borrascas
del romanticismo y procuró mantener el volante en una época en la que
estallaban las revoluciones nacionales sosteniendo siempre su vieja querencia
por sociedad de iguales. “Creyó que la última meta de la vida era la vida misma”,
escribe de él Isaiah Berlin. “Creyó que los fines remotos eran un sueño, que la fe
en ellos era una ilusión fatal; que sacrificar el presente o el inmediato o previsible
futuro a estos fines distantes debe conducir siempre a formas crueles y fútiles de
sacrificio humano”. Y, por eso, para terminar el trabajo que dedicó a Herzen
recoge algunas de sus lúcidas y hermosas palabras. “El arte, y el rayo veraniego
de la felicidad humana: estos son los únicos bienes reales que tenemos”.

E. H. Carr. Los exiliados románticos. Galería de retratos del siglo XIX. Presentación de Pere
Gimferrer. Traducción de Buenaventura Vallespinosa. Anagrama. Barcelona, 2010. 443 páginas.
19,95 euros.
Isaiah Berlin. Contra la corriente. Ensayos sobre la historia de las ideas. Traducción de Hero
Rodríguez Toro. Fondo de Cultura Económica. México D. F., 1992. 455 páginas. 22,80 euros.
Aleksandr I. Herzen. Crónica de un drama familiar. Traducción e introducción de Víctor Gallego
Ballestero. Alba. 181 páginas. 13,30 euros.
Richard Sennett. El extranjero. Traducción de Marco Aurelio Galmarini. Anagrama. Barcelona,
2014. 131 páginas. 14,16 euros.
Aleksandr Herzen. Doctor Krupov. Traducción de Sara Gutiérrez. Prólogo de Enrique López Viejo.
Ardicia. Madrid, 2014. 105 páginas. 14,16 euros.

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