Sei sulla pagina 1di 57

COMPLEJO EDUCATIVO CAPITÁN

GENERAL GERARDO BARRIOS

PRIMER AÑO DE BACHILLERATO GENERAL SECCION “A”


ESTUDIOS SOCIALES

FENÓMENOS CULTURALES E IDENTIDAD

NOMBRE DEL DOCENTE: LIC. JOSÉ RUBÉN PADILLA


INTEGRANTES:
GABRIEL IVÁN GUERRA OLIVARES
ESTEFANÍA JEANMILLETTE SANDOVAL COLOCHO
ALEJANDRO ANTONIO SERVELLÓN MARTÍNEZ
JAVIER OSWALDO VALLEJOS URÍAS
LUGAR Y FECHA DE ENTREGA:
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
OBJETIVOS
O.G: Definir la influencia de la cultura e identidad
salvadoreña
O.E1: Analizar el impacto de la cultura en las
comunidades
O.E2: Conocer la incidencia de la identidad cultural
en la sociedad
FENÓMENOS CULTURALES
Al hablar de la cultura salvadoreña se hace referencia a una serie de elementos y temáticas como:
Identidad Cultural, Cultura Popular (Autóctona e Indígena), Heterogeneidad y Homogeneidad
Cultural, Tradición y Modernidad, Patrimonio Cultural Material e Inmaterial, etc. De tal manera,
que se realizará una delimitación más concreta de la cultura salvadoreña para efectos de analizar
más específicamente un elemento fundamental de El Salvador: la “Identidad Sociocultural
Salvadoreña”. Asimismo, en tiempos de la globalización la discusión sobre la “Identidad
Nacional” resulta una cuestión de suma relevancia para los científicos sociales.
De tal forma, que se intentará un acercamiento teórico y reflexivo a la “Identidad Sociocultural
Salvadoreña” en el marco del proceso de globalización. Se parte del hecho de que éste proceso,
con sus diferentes dimensiones, está afectando la cultura nacional, en mayor o menor medida, lo
que implica que la “Identidad Salvadoreña” está teniendo cierto impacto sociocultural producido
por la globalización. Si es fuerte o débil dicho impacto, será una de las principales discusiones de
reflexión teórica para las próximas décadas.
Antes de comenzar la elucubración en torno de la “Identidad Nacional”, se efectuarán algunas
aclaraciones importantes: inicialmente, se hará un acercamiento conceptual a la definición de
“Identidad Cultural” ó “Identidad Nacional”, entendiéndose como sinónimos; y cuál es el
significado específico de esa particularidad cultural. A continuación se enuncian tres definiciones
con puntos de vista diferentes pero al mismo tiempo con elementos convergentes.
Para Enrique Gomáriz Moraga, la “Identidad Cultural” es el conjunto de formas posibles de
producir y transmitir los sentidos simbólicos que caracterizan a un conjunto social y le permiten
reconocerse y ser reconocido por otros. Asimismo, al referirse a un conjunto social, la identidad
cultural es una construcción social, y que como consecuencia de ello, su evolución y cambio sólo
puede ser de naturaleza histórica «esta definición aproximada parte del nivel simbólico-
expresivo».
Una segunda definición es la de Francisco Andrés Escobar: la identidad cultural es un componente
de la cultura. La Identidad cultural hay que entenderla como el modo específico como los hombres
y mujeres de una sociedad determinada cultivan su realidad pertinente. De este modo incluyen los
saberes y los haceres con que los miembros de esa sociedad se generan con motivo de la acción
cultivante sobre su realidad. En tanto saberes, haceres y sentires, la identidad cultural pasa por lo
económico, lo político, lo jurídico, lo social, lo militar, lo lingüístico, lo religioso, lo estético, lo
filosófico, lo científico, lo técnico, es decir, pasa por todas esas modalidades con que cada cultura
aborda su realidad con el propósito de comprenderla primero, trasformarla luego, y ponerla al
servicio de sus integrantes después.

¿QUÉ ES LA IDENTIDAD CULTURAL?


Es la identidad cultural, natural e histórica la que nos hace diferentes, únicos en el
mundo y nos diferencia en Centroamérica. Todos somos parte de ella.

Cultura es todo aquello que forma parte de la sociedad, es decir, sus tradiciones,
costumbres, creencias, religiones, valores, su calor humano y por supuesto su gente. No
existe si no se tiene una identidad, porque si nosotros como parte de la sociedad no
sabemos ni quiénes son nuestros antepasados, no tenemos identidad cultural ni histórica.
Para conocer cuál es la identidad cultural de El Salvador debemos conocer nuestras
tradiciones, el náhuatl, la música folclórica salvadoreña, las leyendas, creencias,
religiones, los platillos típicos, el ave y la flor nacional, el árbol nacional, los próceres
salvadoreños, la cultura maya y pipil, conocer los sitios arqueológicos, entre otros
aspectos. Para los salvadoreños también es identidad cultural ver los partidos de la selecta
o ir a cantar el himno a todo pulmón al estadio.

Los salvadoreños, al igual que cualquier sociedad, deben promover el respeto y la


conservación de la identidad cultural salvadoreña. Numero a continuación algunos
ejemplos:

1. No dejar que otros vengan a dañar los sitios arqueológicos o monumentos;


2. Ser únicos, es decir, promover nuestra cultura y no otra;
3. No dejar que la moda de otros países dañe o quiera cambiar nuestra cultura;
4. Conservar el lenguaje náhuatl;
5. No botar basura en nuestras calles o en los sitios arqueológicos e históricos;
6. Conservar nuestras raíces;
7. Disfrutar de nuestra rica gastronomía;
8. Promover los bailes folclóricos y su música;
9. Transmitir las tradiciones, costumbres, leyendas, creencias e historia salvadoreña
de generación en generación;
10. Conservar nuestra ave nacional, que está en peligro de extinción;
11. Conservar la flora y fauna salvadoreña;
12. Promover la conservación de la sociedad;
13. Crear una marca país de acuerdo con nuestra identidad cultural e histórica;
14. Que los maestros transmitan en los colegios públicos y privados nuestras raíces
culturales e históricas;
15. Atraer turismo por medio de la cultura, el arte y la historia salvadoreña, sin dañar
nuestra identidad cultural.

Conservar todo lo anterior sería tan fácil si todos nos uniéramos y trabajamos en eso en
realidad. Hoy en día, lastimosamente, se está perdiendo el factor más importante de
nuestra identidad cultural: la sociedad salvadoreña, ya se por falta de seguridad, empleo,
calidad de vida y tanta pelea entre las personas. El Salvador se ha caracterizado por el
trabajo en equipo, su unión, su calidez humana para recibir a los visitantes y por ser el
pulgarcito de América; tan pequeño, pero tan grande en cultura, naturaleza e historia.

El llamado es para que todos los salvadoreños nos unamos y conservemos cada uno de los
factores que forma nuestra identidad cultural, así como promoverla a nivel nacional e
internacional para que seamos nuevamente reconocidos por la identidad cultural y no por
lo negativo. Tenemos una riqueza cultural, natural e histórica que debemos cuidar y
proteger como parte de nuestra identidad.

Es la identidad cultural, natural e histórica la que nos hace diferentes, únicos en el mundo
y nos diferencia en Centroamérica. Todos somos parte de ella.
CULTURA DE EL SALVADOR
Se le denomina cultura a los conjuntos de saberes, creencias y pautas de conducta de un grupo
social, incluyendo los medios materiales que usan sus miembros para comunicarse entre sí y
resolver necesidades de todo tipo.

GASTRONOMÍA
CULTURA DEL MAÍZ; EL GRANO SAGRADO
La dieta básica del salvadoreño consistía hasta fechas recientes en «tortillas» (ruedas de masa de
maíz, de unos quince centímetros de diámetro y uno de ancho, cocidas sobre el comal), la sal y los
frijoles «parados» o frijoles sancochados. En la actualidad, la dieta se ha ampliado con arroz,
verduras y algunas carnes. Durante los cortes de café aún se suelen dar las chengas, tor
tillas mucho más grandes y gruesas que las anteriores, hechas de maíz muy oscuro o de maicillo
(gramínea de granos pequeños en haces), sobre las que se ponen frijoles y sal; algunas veces
también llevan queso y otro aditamento. Estos forman parte del «con qué» o acompañamiento de
las tortillas. Sería impensable una comida típica salvadoreña sin las famosas pupusas, tortillas
rellenas con queso, chicharrón molido o frijoles,arroz,las más comunes («revueltas» son las que
tienen más de un ingrediente). Otras, menos comunes, llevan chipilín (pequeñas hojas
comestibles), pepescas (pescaditos fritos), ayotes (especie de calabaza). El plato está completo
cuando a las pupusas se le echa «curtido», picadillo de repollo preparado en vinagre; se le suele
agregar rodajas de cebolla y zanahoria. Algunos curtidos son especialmente picantes, al gusto del
cliente. Ahora bien, las pupusas constituyen sólo uno de los muchísimos derivados del maíz. Este
cereal nativo americano sigue siendo el grano sagrado se lo prepara de múltiples maneras. A la
mazorca se le llama elote y se puede comer asada a las brasas, con limón y sal; cocida, se suele
preparar con mayonesa, queso y otros aditamentos: son los elotes locos que se venden en las ferias
populares, con un palito que atraviesa la mazorca para poder agarrarlo. Continúa el desfile de los
derivados del maíz con los tamales. Los clásicos son los de gallina y consisten en unos rectángulos
de masa de maíz de unos quince centímetros de largo por cinco de ancho envueltos en hojas de
huerta (plátano o guineo) y rellenos con carne de pollo; algunas veces, hasta con papas, ciruelas,
alcaparras, chile y recaudo (salsa). Los tamales se cuecen en peroles grandes. Los tamales de elote
son elaborados con una masa compacta de maíz tierno, aunque algunas veces se tornan blanditos
porque llevan leche. Se preparan en tusas (piel de la mazorca) y se comen acompañados con
crema. Un miembro poco común de la familia es el conocido como tamal de viaje, tamal pisque,
tamal de ceniza o nixtamal. Es mucho más grande que el de pollo y se supone que se preparaba
para comerlo durante el viaje en carreta o tren por varios días, aunque es común su preparación en
semana santa. Dada su sólida consistencia, el nixtamal se puede partir en pequeñas rodajas;
algunas veces lleva frijoles molidos en su interior.
BEBIDAS DE MAÍZ
En épocas prehispánicas se hacían los totopostes, bolas, bolas endurecidas de masa de maíz que
llevaban los campesinos cuando se trasladaban a trabajar en su milpa (cultivo del maíz); a la hora
del almuerzo sumergían los totopostes en agua y de esta manera se formaba una especie de sopa
fría, muy rica en calorías. En la actualidad, los totopostes son como panes de maíz, pero simples
(insípidos). Vienen luego la especie de atoles. El más conocido es el atol de elote, líquido pastoso
preparado a veces con leche; se suele acompañar con elotes cocidos o con riguas (tortas dulces de
maíz). El shuco es un atol de maíz oscuro al que se le agrega un poco de alhuashte (pasta a base de
semillas de ayote), unos cuantos frijoles y chile. El shuco suele venderse durante las madrugadas o
al atardecer. El chilate con nuégados consiste en un atol simple (insípido), que se sirve
tradicionalmente en un huacal (tazón grande) de morro, y que suele acompañarse con panecillos
de yuca bañados en miel (nuégados). La chicha es otra bebida derivada del maíz a la que se pone a
fermentar en vasijas que se entierran durante varias semanas. Dependiendo del tiempo que haya
estado bajo tierra, la chicha puede ser sólo un refresco algo dulce o bien una bebida con un alto
grado de alcohol. Por eso, y por fabricarse clandestinamente para no pagar impuestos, las
«sacaderas de chicha» fueron perseguidas. Hasta una policía especial, la policía de Hacienda,
recibió el mote de «La chichera» por especializarse en controlar los expendedores de la típica
bebida. Otra bebida de maíz es el tiste que se hace de maíz y cacao se puedo tomar fría o caliente.
ADOBOS DE AVE, DE FLOR, DE CERDO...
Otra ejemplo de la cocina popular salvadoreña es el gallo en chicha, plato singular en cuanto que
consiste en carne adobada con frutas y caldo de sabor dulce. Los panes con chumpe atraen
permanentemente la atención de los paladares salvadoreños; se los adoba con salsas y ensaladas, y
hay puestos de ventas que funcionan todo el año. Curiosa es la costumbre de comer la flor de
izote, una estructura de flores blancas que parece un arbolito de navidad. Con ellas se hace sopa,
se envuelve con huevo, y hasta las yemas y capullos son preparados en curtido para degustarlos
luego con bastante limón y sal. La yuca con chicharrones o con pepesca sigue siendo un platillo
bastante; se sirve tradicionalmente en hojas de huerta y consiste en trozos de yuca cocida,
acompañados de curtidos y chicharrones (gordura asada del cerdo) y/o pepesca (pescaditas de río).
BEBIDAS
Entre las bebidas más populares pueden citarse la horchata (hecha con semillas de Ayotesemillas
de morro/cutuco —pepitoria—, cebada, cacao y arroz; a veces se le agrega leche), la cual suele ir
acompañada con marquezote (pan dulce muy compacto) en fiestas infantiles o en rezos
(novenarios); el fresco de Chan (de semillitas carnosas), el de marañón, de mango, de tamarindo
(semillas ácidas de color café), de melón, de piña; el fresco de ensalada es muy singular porque
lleva picadillo de marañón, piña y otras frutas. A pocos les gustan ya los refrescos de Carao (frutas
que se da en largas vainas y que tiene un olor y sabor muy penetrantes) o de Achote (de color rojo
intenso y sabor algo urticante).Otra de los refrescos populares son"la chicha", una bebida natural
que se forma a partir de la fermentación de la fruta(chicha) dicha bebida pude ser fermentada
según la preferencia de cada quien, si se quiere normal o con poca fermentación esta se debe dejar
al menos una semana, también se puede dejar por dos semanas, pero con dos semanas de
fermentación esta pude llegar a ser una bebida alcohólica, aunque no tanto como la cerveza o los
licores de fábrica.
DULCES
El pan dulce es obligado cuando se toma el café del desayuno o de las cuatro de la tarde. Dentro
de la categoría de pan dulce entran: la semita (placas largas, rectangulares de harina, manzanas,
peras colocadas en canastitas o en cajas decoradas. Por tradición, hay familias que fabrican esta
clase de dulces, junto con otros como los dulces de leche, de toronja, conservas de coco, conservas
de papaya, coservas de nance etcétera. Las hay de estas familias en Santa Ana y en San Vicente,
ciudad especializada en los dulces de camote (tortitas o volcancitos hechos de azúcar y rellenos
con jalea de camote). En las ferias aparecen profusamente los dulces pintados, elaborados a base
de moldes con forma de hojas, flores y aún rostros y figuras humanas. Son de consistencia dura
pero quebradiza, de color blanco, y sobre ellos se trazan rayas de colores, recalcando los rasgos
del objetos representado. La canasta no estaría completa sin otros dulces comunes en las fiestas,
como los de tamarindo, de nance, de zapote. A todo ello hay que añadir la preparación casera que
aún se estila: mangos, jocotes e higos en miel; dulce de cáscara de naranja o de limón; dulce de
ayote o de chilacayote (otra especie de calabaza) y de sandía. En fin, uno puede acabar
empalagado si además prueba algunos postres caseros como el arroz con leche o el majar blanco
(dulce de leche, de consistencia pastosa, adornado con polvo de canela).

IDIOMA
En El Salvador el idioma oficial es el idioma castellano. La forma de hablar puede mezclar
palabras de origen indígena como en la gastronomía, ocasionando lo que son los diferentes
modismos o salvadoreños.[3] Una pequeña cantidad de la población habla idioma pipil, como en
Izalco y otros pueblos,[4] actualmente no toma la necesidad de aprenderlo, o sólo es recordada por
personas mayores. Entre las lenguas precolombinas están chorotega, cacaopera, idioma chortí,
idioma xinca, lenca, idioma pocomam.

LAS TOPONIMIAS Y EL HABLA POPULAR


Las culturas indígenas que poblaban el continente americano antes de la llegada de los españoles
hicieron un uso intensivo de la tradición oral. Existía la escritura jeroglífica[5] (conservada en
códices, vasijas y murales), pero estaba destinada a las clases superiores y, aun entonces, los
signos servían muchas veces como recurso mnemotécnico para la explicación oral. Pipiles(toltecas
llegados en sucesivas migraciones desde México central y del sur), mayas (específicamente las
etnias chorti o apay y pokomames), lencas (extendidos por Honduras y el oriente de El Salvador),
Kakawiras (también llamados cacaoperas o ulúas) fueron dejando huellas escritas de su estadía o
de su paso por la región. En efecto, aún en nuestros días el país entero está plagado de topónimos
(nombres dados a lugares específicos) de neta raíz indígena. El mestizaje cultural implicó la
desaparición de muchos de aquellos nombres y la deformación fónica de otros, pero, en todo caso,
incluso con ropaje de santos cristianos, muchísimos topónimos aún sobreviven.[5]

LA TOPONIMIA PIPIL

Conviene comenzar por el nombre con el que asimismo se conoce al país: Cuscatlán. Algunos lo
traducen como «tierra de premios, tesoros o preseas», otros por «lugar junto a la joya».[5] Joya
por antonomasia era, para los pipiles, el jade, el chalchihuite. Debido a su color verde intenso,
también algunas lagunas eran consideradas joyas, de modo que Cuscatlán hace referencia a un
lugar ubicado cerca de un lago o de una laguna especialmente hermosa. Allí, junto a una laguna de
color verde jade y rodeada de vegetación exuberante, fundaron los pipiles la capital de su reino.
Otros nombres de raíz pipil especialmente significativos son: Cojutepeque (cerro de las pavas o
faisanes), Acelhuate (río de ninfas y lilas), Soyapango (lugar amurallado de palmeras),
Chalchuapa (laguna de los jades o chalchihuites), Guazapa (río del guas o halcón reidor), Apopa
(lugar de vapores de agua), Ususlután (tierra de ocelotes o tigrillos), Suchinango (lugar defendido
por flores), Zacamil (lugar sembrado de hiervas), Suchitoto (lugar del pájaro-flor)... Y así,
centenares y centerares de topónimos pipiles resuenan incluso debajo de la advocación de santos
cristianos: Santiago Texacuangos (Valle de altas piedras), San Juan Tepezontes (en lo estrecho del
cerro), San Pedro Masahuat (donde abundan los venados), San Pedro Nonualco (los de la lengua
extraña).[5] Los pipiles, lencas, pokomames, chortís, ulúas o apay que habitaron El Salvador
precolombino no fueron portadores ni representantes de una alta cultura.[5] Ocuparon más bien un
lugar periférico y marginal respecto de los grandes centros y metrópolis de Mesoamérica. Sin
embargo, esos hombres y mujeres sencillos lograron impregnar de color y poesía los cerros, ríos,
valles y quebradas por donde pasaban o en los que se establecían.
TOPÓNIMOS LENCAS, ULÚAS, APAY Y POKOMAMES
Algunos nombres procedentes de la toponimia lenca son los siguientes: Jocoaitique (cerro poblado
de mimbres), Guascatique (cerro de piedras y manantiales), Chilanguera (ciudad de las
nostalgias), Gualococti (cerro de palmeras y ríos). Los ulúas o kakawiras, por su parte, han dejado
los siguientes topónimos: Jocoro (bosque de los pinos orientales), Cacaopera (cerro de los cacaos),
Mililihua (vertiente de los zenzontles), Jucuarán (cerro de las hormigas guerreras), Carranpinga
(cerro de las flores de ilusión), Goascorán (cero de los sapos).[5] Los apay o chortís no se
quedaron atrás en eso de ponerle nombres hermosos a los lugares: Anguiatú (cerca del cerro de las
arañas, Güija (laguna rodeada de cerros), Poy (espanto o animal nocturno).[5] Finalmente, de los
pokomames ha quedado alguna toponimia: Pampe (lugar de flores de jardín).[5]
OTRAS PRESENCIAS INDÍGENAS EN LA LENGUA
Ahora bien, en El Salvador el sustrato indígena no se limitó a invadir el topónimo de la lengua.
También la botánica, la zoología y aun la vida cotidiana y doméstica quedaron desde entonces
enriquecidas.[5] Aparecieron para quedarse animales como el quetzal (ave de hermosísimo
plumaje), el tacuacín (zarigüella u opossum), la masacuata (culebra con cuernos como de venados,
culebra que come venaditos o culebra que corre como venado), el guas (halcón que se ríe), el
tecolote (búho de mala suerte), el tenguereche (lagarto o dragoncillo), la chachalaca (gallina
montesa muy alborotadora), la chiltota (oropéndola), el azacuán (halcón peregrino) y muchos
animales más.[5] Al idioma español le crecieron plantas y árboles de variadas características y
utilidades: el chilamate (árbol mezcla de chile y amate), el quequeishque (planta de hojas grandes
acorazonadas), el jiote (árbol que se despelleja), el amate (árbol de cuya corteza se hacía papel), el
achiote (árbol cuyo fruto produce un tinte rojo), el ṕashte (enredadera cuyo fruto es como una
esponja).[5] Se multiplicaron frutos a cual más sabroso: el zapote, el guayabo, el aguacate, la
zunza, el cacao, la guanaba, el güisquil, la jícama, el jocote, el ujushte, el chile, el cuchampere, el
ayote, el tomate y muchos otros dignos de figurar en una larguísima cornucopia.[5] En las casas y
vidas cotidianas de los salvadoreños más cercanos al campo o a la vida sencilla aún se hace uso de
objetos y productos raigambre indígena.[5] Así, el comal (laja redonda para cocer, sobre todo,
productos derivados del maíz), el metate (piedra para moler), el yagual (trapo enrollado sobre la
cabeza para sostener el canasto o cesta), el tapexco (armazón para guardar alimentos, utensilios o
ropa), el tecomate (calabaza en forma de pera grande para llevar agua), lo caites (sandalias
rústicas), el petate (estera para dormir), amén de los alimentos y productos para la cocina
conocidos por todos los salvadoreños.[5] Curioso es el repertorio de nahualismos que comienzan
con «ch» o «sh» usados por todos los salvadoreños indistintamente:[5] chirimol (picadillo de
tomate y cebolla para echarle a la carne asada), chingaste (residuos del polvo de café ya cocido),
shuco (atol de maíz oscuro), chipuste (pedazo pequeño de excremento), chindondo (inflamación
debida a golpe), chiche (pecho femenino), chagüiste (lodazal), chilate (atol, insípido o simple),
etcétera. Y siempre en lo referente al español que se habla en El Salvador, es de notar el uso de
arcaísmos de las gentes del campo:[5] «Aloye» por ¿oye?, «agora» por ahora, «lo vide» por lo vi,
«fierro» por hierro, «alzar» por guardar, «apiar» por bajar. Ciertas palabras son, por los demás, tan
típicas de la jerga salvadoreña que prácticamente funcionan como señas de identidad.
Dondequiera que se oigan, ahí está un salvadoreño.[5] La lista es larga, por lo que a continuación
se citan las más típicas.[5] Palabras para designar a un niño «cipote», «bicho», «mono». Aunque
ahora se oyen también palabras de origen mexicano (chavo, chamaco), también sigue
escuchándose «chero» para referirse al amigo o a cualquier persona que se mencione. «Maishtro»
(maestro) es un apelativo para referirse a determinado señor o para llamar la atención de alguien
que no se conoce. «Bayunco» es aquel que se viste o comporta con mal gusto. «Chabelear» parece
ser el verbo preferido de los salvadoreños porque en él se indican todas aquellas operaciones
destinadas a fabricar imitaciones o reconstrucciones de objetos originalmente provenientes del
exterior.

DANZA
Son los bailes populares que cumplen una función social, uno de los bailes más conocidos es el
"Torito Pinto". También se encuentran "El carnaval de San Miguel", "Adentro Cojutepeque",
"Ahuachapan", "El Carbonero"... Que son de los más populares. También existen otros tales
como: "Las Cortadoras", "Las Floreras del Boquerón", entre otros. Estos bailes en cierta forma
comprenden gran parte de la cultura salvadoreña. Se utiliza la vestimenta tradicional, y pueden
representar diferentes sucesos históricos o actividades rurales, como agricultura, ganadería, son
bailados por varias parejas. Pueden tener diferente coreografía dependiendo de lo que se va a
representar, acompañados con música tradicional. Se suelen celebrar en distintas fechas y en
diferentes lugares.[6] la clasificación de estas danzas es: Autóctonas y Tradicionales.

LITERATURA
Los escritores Francisco Gavidia (1863–1955), Alberto Masferrer, Salvador Salazar Arrué,
Claudia Lars, Alfredo Espino y Manlio Argueta, y el poeta Roque Dalton están entre los artistas
más importantes que provienen de El Salvador.
Y naturalmente las comidas como pupusas u otros cosas son como una de las principales
características del país Salvadoreño, por ejemplo:
-la Danza, la literatura, música, pinturas, etcetera.
La literatura salvadoreña es la acaecida a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Con
anterioridad a esa fecha, el actual territorio salvadoreño formaba parte de otras entidades políticas,
razón por la que carece de sentido hablar de una identidad propia que aspirara a expresarse
literariamente. No fue sino a partir del triunfo liberal que una élite de intelectuales asumió la
función de la conciencia nacional y, con ello, fundó el espacio de una cultura nacional donde la
literatura tendrá u La literatura durante la colonia
En los siglos correspondientes a la colonia hubo un florecimiento literario considerable en la
metrópoli ibérica; reflejo de lo cual, también en las posesiones americanas se verificó un notable
cultivo de las artes, especialmente la arquitectura, la plástica y la música. Existieron, empero,
obstáculos importantes para un despunte comparable en la literatura. Entre ellos resaltaba el celo
con que la autoridad religiosa controlaba las vidas de sus feligreses recién convertidos al
cristianismo. El cultivo de la palabra debía estar al servicio de la fe y bajo el cuidadoso escrutinio
de sus guardianes. A pesar de ello tuvo lugar una vida literaria secular de importancia en las cortes
virreinales de México y Lima. Esta literatura cortesana tendía a reproducir de forma mimética los
cánones metropolitanos, aunque ocasionalmente nutría una voz original y memorable como la de
sor Juana Inés de la Cruz, la poeta mexicana.
El territorio salvadoreño se encontraba lejos de los centros de cultura. Se puede conjeturar que la
literatura habría gozado de adeptos entre reducidos círculos de criollos cultos, pero de ello apenas
existe evidencia, y cuando la hay, confirma que su cultivo tuvo un carácter esporádico, efímero y
hasta accidental. Ejemplo de los últimos es el caso del andaluz Juan de Mestanza, quien ocupó la
Alcaldía Mayor de Sonsonate entre 1585 y 1589, mencionado en "El Viaje al Parnaso" de Miguel
de Cervantes.1 Las investigaciones de Pedro Escalante Arce y Carlos Velis revelan que en los
años de la Colonia hubo una considerable actividad teatral, parte central del entretenimiento
popular en las festividades de los asentamientos de regular importancia. Durante estas fiestas se
representaban piezas de tema religioso o comedias de propósito educativo, aunque de vez en
cuando se representase la creación del origen americano según las versiones indígenas.
Algunos de los escritores salvadoreños fueron:

 Alberto Masferrer (1868-1932)


 Alfonso Quijada Urías (n. 1940)
 Alfredo Espino (1900-1928)
 Arturo Ambrogi (1874-1936)
 Aída Elena Párraga (n. 1966)
 Antonio Casquín (n. 1964)
 Carlos Alberto Soriano (n. 1971)
 Álvaro Menen Desleal (1932-2000)
 Carmen González Huguet (n. 1958)
 Carlos Bucio Borja (n. 1967)
 Claribel Alegría (n. 1924)
 Claudia Hernández (n. 1975)
 Claudia Lars (1899-1974)

MÚSICA Y BAILES
Está la música autóctona y la música popular. El Xuc (se pronuncia Suc), conocida también como
la Música folklorica de salvadoreña, es un baile típico de El Salvador, que fue creado por Paquito
Palaviccini en compañía de Hugo Parrales, en Cojutepeque ubicado en el departamento de
Cuscatlán en 1942, este ritmo nació con la famosa canción salvadoreña “Adentro Cojutepeque”, y
fue compuesta en honor a las fiestas de la caña de azúcar.

PINTURA
Se considera que la pintura comenzó con el autor Francisco Wenceslao Cisneros. En esa época era
un tiempo de diferentes fenómenos, como terremotos o de cáracter social como el neoliberalismo.
Juan Cisneros (como el padre de Francisco) participó en una reunión presidida por José Matías
Delgado en la que se firmó un acta protestando contra de la anexión de Centroamérica al Imperio
Mexicano.[7] De todos esos sucesos, este pintor se mueva a Francia, con diferentes sufrimientos
que ha tenido en la vida y su porvenir[8]

ARTESANÍAS
TRABAJOS EN BARRO
Una artesanía salvadoreña son las sorpresas. Bajo tapaderas que simulan frutas, huevos o gallinas
(de unos cinco centímetros de alto por tres de ancho) se esconden muñecos de barro en miniatura
que representan vendedoras de telas, frutas, de tortillas, de shuco, de pupusas, parejas casándose,
nacimientos y hasta «picardías» de temas eróticos. Ha habido familias en Ilobasco especializadas
en la fabricación de sorpresas realmente exquisitas. Lástima que la desaparición de los ancianos de
la familia (caso de doña Dominga Herrera) y la urgencia de hacer grandes cantidades de sorpresas
derivara en un descenso generalizado de su calidad artística. Siempre dentro del género de trabajo
de barro hay quienes se dedican a la fabricación de comales, ollas, cántaros, los cuales cumplen
primariamente con la labor práctica (como es en su origen todo arte popular): sirven para cocinar
o para guardar alimentos y bebidas en las casas de campesinos o de gentes sencillas, pero
secundariamente pueden ser comercializadas como adornos exóticos o típicos para las casas de
salvadoreños de las clases media o alta. Es el caso de la cerámica de Guatajiagua, en el
departamento de Morazán: desde hace unos pocos años se ha puesto de moda los comales, tarros y
ollas enormes de color negro azabache para decorar la cocina o el salón del comedor de alguna
casa elegante.
TALLADO DE MADERA
En La Palma, departamento de Chalatenango, además del barro para elaborar jarros y animalitos
de todo tipo, desde hace un tiempo se trabaja también la madera en talleres artesanales que hacen
toda clase de adornos: cofrecitos, cuelga-llaves, servilleteros, nacimientos... También trabajan la
semilla de copinol (de unos dos centímetros de largo por uno de ancho), sobre la que se pintan
escenas religiosas o campestres. El hecho es que proyectos artesanales como el de La Semilla de
Dios, iniciado por Fernando Llort, han dado a conocer las artesanías de la región a escala
internacional. Por lo que respecta a la madera, también hay que señalar la existencia de lugares
donde se fabrican imágenes para las iglesias. Tradición que viene desde la época colonial, aún
ahora encuentra continuadores: cristos e imágenes de santos se elaboran por encargo en Izalco,
Sonsonate y Ataco, departamento de Ahuchapán. También las máscaras para historiantes se
elaboran en esos talleres de larga tradición. Los cayucos o lanchas son típicos de zonas lacustres o
costeras, como en Puerto El Triunfo, departamento de Usulután; se hacen del tronco del árbol de
conacaste e implican una larga y paciente labor de tallado.
TEJIDOS Y CESTERÍA
Respecto a los tejidos merecen destacarse los de hilo y los de fibra. Entre los primeros debe
distinguirse entre tejidos elaborados con el telar de cintura y los hechos con el telar de palanca. El
de cintura es de neta procedencia indígena; manipulado por las mujeres servía y sirve aún para
elaborar superficies más bien estrechas: tapados (mantas pequeñas para cubrirse la cabeza) y fajas
delgadas para atarse a la cintura. Todavía en Panchimalco, departamento de San Salvador, queda
alguna tradición en ese sentido. El telar de palanca fue introducido por los europeos y sirve para
hacer tejidos más anchos, como las colchas que se fabrican en San Sebastián, departamento de San
Vicente, o como las hamacas (de nailon, henequén o algodón) salidas de talleres de Cacaopera,
departamento de Morazán. Lo tejidos de fibra comprenden muchos productos y objetos. Los
sombreros se hacen de palma y presentan gran variedad de formas y colores. La fabricación del
sombrero sigue siendo importante porque esa prenda es parte indispensable del atuendo
campesino; el sombrero sirve para librarse del sol y de la lluvia, y hasta de «contra» para los
malos espíritus. En Tenancingo, departamento de Cuscatlán, hay familias especializadas en su
elaboración. Las escobas se fabrican con fibra de sorgo. Candelaria de la Frontera, en el
departamento de Santa Ana, es un lugar con vocación de ayudar en la limpieza de los hogares
salvadoreños y aun guatemaltecos, ya que de ahí parte una regular cantidad de escobas. Las
tombillas de barril y las tombillas cuadradas están hechas a base de vara de bambú y de carrizo y
tiene múltiples usos, pues al ser como barriles de casi un metro de alto y unos sesenta centímetros
de ancho, sirven para guardar ropa, juguetes y hasta papeles. Nahuizalco, en el departamento de
Sonsonate, se caracteriza, entre otras cosas, por sus tombillas. Los canastos son cestos grandes
hechos con vara de castilla o de bambú. Tiene múltiples usos: desde portadores de fruta y verduras
hasta acompañantes obligados para los cortadores y cortadoras, quienes se afanan en llenarlos
hasta el tope, con los granos rojos y mieludos del café. En Zacatecoluca, departamento de La Paz,
se fabrican canastos baratos y resistentes. El mimbre se utiliza también en la fabricación de
canastas, paneras y adornos en forma e animales. Con mimbre se hacen asimismo unos muebles
muy elegantes en Nauhizalco, departamento de Sonsonate. Termina el recorrido por los tejidos de
fibra con la mención de los petates (esteras) y las alfombras a base de fibra de yute. De la fibra de
henequén salen redes y costales o sacos que sirven para transportar cerámica, frutas y granos.
Objetos de metal y otros tipos de materiales
El hierro y otros metales sirven para la fabricación de armas y adornos. El corvo o machete largo y
delgado ha sido otro amigo y compañero fiel del campesino salvadoreño. Hecho de hierro y
profusamente decorado, tanto en la parte metálica como en la vaina, es ahora un souvenir muy
codiciado en El Salvador. Sin embargo la historia del corvo está teñida también de sangre, y
todavía se recuerda los «indios machetudos» que intentaron botar al gobierno en 1932, o a los
«macheteros» que resolvían sus querellas de juego de azar volándole la cabeza al oponente. La
cuma (machete corto, ancho y de punta curvada) sirve para cortar zacate y grama; más que un
arma es un instrumento de labranza que se ha llevado consigo los campesinos que llegan buscando
suerte a las ciudades. Corvos y cumas se fabrican a escala industrial en fábricas especializadas y
casi muy poco tiene que ver ya con las verdaderas artesanías. Con hierro se elaboran candelabros,
lámparas y balcones en talleres que conservan aún el sabor artesanal. Pero el trabajo que ha
captado la atención de nacionales y extranjeros por su originalidad ha sido la forja de la chatarra o
fibras metálicas de desecho. Del morro se hacen cucharas, cucharones y guacales. Santiago de
María, en el departamento de Usulután, se pinta para eso. Aunque en cuanto al morro pintado,
propiamente, queda algún lugar que otros taller en Izalco, departamento de Sonsonate. Todavía
salen de ahí maracas y animalitos como tuncos de monte, recordándonos que esa tradición
artesanal viene desde épocas precolombinas. En San Alejo, departamento de La Unión, se fabrican
metales o piedras de moles, las formas de esos implementos caseros muy poco han cambiado
desde las remotas épocas en que se habitó Joya de Cerén, en el departamento de La Libertad.
Flores de papel, puros (tabaco) y toda la gama de dulces y aún comidas constituyen la expresión
de un pueblo diestro en manejar las manos, hábil para hacer cualquier «tontera»: un muñeco o un
adorno bonito.

IDENTIDAD CULTURAL

Según cita Gregorio Bello Suazo, la noción de identidad tiene que considerar los siguientes
elementos: es un sistema de relaciones y representaciones, un proceso dinámico y cambiante que
se elabora en el marco de un conjunto de relaciones que se establecen, históricamente, entre
individuos y entre grupos sociales. Es un proceso de construcción en el que se asimilan y desechan
símbolos y valores. También al hablar de “Identidad” debemos tener en cuenta determinadas
referencias históricas que contribuyen a conformar tal o cual identidad, pues tampoco se puede
hablar de la “Identidad” o de una identidad, sobre todo en los países como El Salvador, que
evidencia enormes diferencias sociales, económicas y culturales. Más bien se trata de identidades,
de múltiples identidades, pues los miembros de una sociedad eligen libremente sus símbolos, sus
gustos, sus creencias, etc., es decir, aquellas referencias con las que se identifican. Plantearse la
formación de una identidad, por ejemplo, la salvadoreñidad, significa como la homogeneidad de la
cultura que plantea la globalización.
Al hablar de la identidad cultural latinoamericana y salvadoreña representa una verdadera
polémica por las diferentes interpretaciones que se han producido. Se tiene para el caso, desde los
que afirman que no hay una verdadera identidad latinoamericana, pasando por los que se adhieren
a ciertos rasgos identitarios del ser latinoamericano, hasta los que consideran que si hay una
“Identidad Latinoamericana”. La primera perspectiva se puede objetar a partir del hecho de que la
persona latinoamericana y salvadoreña tienen rasgos culturales, físicos, históricos, sociales,
políticos que han sido afines en el devenir histórico de la región. Sin olvidar, las particularidades y
peculiaridades de cada país, surgidas de su propia conformación histórica, social y cultural.
Se considera que hay cierta identidad latinoamericana y salvadoreña, porque basta con realizar
una retrospección histórica para refutar a los que niegan este planteamiento. Hay muchos
antecedentes históricos que son comunes a la mayoría de los países latinoamericanos: la conquista
y colonización por los españoles y portugueses (Brasil), el hecho de que se hable un mismo
idioma, que se tenga una misma religión con sus diversas corrientes; iguales problemas sociales,
políticos, económicos y culturales. La herencia del mestizaje, sus atavismos y taras socioculturales
en su mayoría producto del cruce entre «indio-español», y en los países donde hay fuerte
presencia de población negra, las diversas mezclas raciales.

Pese a lo antes dicho, tampoco se considera que haya una “Identidad Latinoamericana” en el
sentido escrito, ya que en el devenir histórico de cada país hay acontecimientos particulares que
configuraron su propia historia e identidad nacionales. Para el caso, se tiene que en Centroamérica
(Guatemala y El Salvador), México, Argentina y Chile, la población negra es casi nula. Situación
que difiere en el resto de los países donde hay fuerte población de origen africano. También está el
caso de los países donde hay una gran presencia de población indígena, no aculturada y mezclada
drásticamente: Guatemala, México, Ecuador, Perú, Bolivia, Paraguay. Igualmente, están las
naciones latinoamericanas en donde la población indígena es menor: Argentina, Uruguay, El
Salvador, etc. Asimismo, se tiene el caso de Argentina, Uruguay, Brasil e inclusive Chile, países
que han tenido fuertes olas migratorias de Europa.
Las anteriores situaciones y otras, hacen considerar que dentro de la región latinoamericana existe
una diversidad cultural, multiétnica, y cierta homogeneidad cultural, por lo que se ha hablado de
subregiones culturales al interior de América Latina. Así, según el mexicano Leopoldo Zea, se
tienen “Seis Zonas Geo-Culturales”: Cuenca de La Plata, Brasil, Centroamérica, México, Países
Andinos y el Caribe.
En el ámbito de América Latina el debate sobre la Identidad Cultural ha sido tema de muchas
polémicas e interpretaciones. Para Enrique Gomáriz Moraga, son cuatro los planteamientos que
han tenido mayor aceptación en cuanto a la explicación de esta situación:
a) La Identidad referida al origen remoto. Al establecer la identidad latinoamericana sobre esta
base, este tipo de aproximaciones adoptan generalmente tres versiones: la indigenista, la
hispanista y la mestiza temprana;
b) La identidad nunca constituida, trunca o muy débil: América Latina no tendría una identidad
cultural desarrollada, porque tal identidad nunca llegó a constituirse, o porque su proceso de
desarrollo quedo trunco, bien porque es constitutivamente débil o porque evoluciona en un estado
de crisis continua. La identidad cultural latinoamericana nunca se formó o quedo trunca porque se
abandonó la fuente fundamental de identidad: indígena o hispana;
c) La Identidad dividida o muy heterogénea: la disfuncionalidad o la pérdida de foco de la
identidad cultural tiene en América Latina una larga historia, que va de la identidad escindida
«dividida», hasta las visiones que se circunscriben en el énfasis de la heterogeneidad. Por un lado,
se tiene que Latinoamérica siempre ha tenido una cultura dominante frente a la dominada
«español–indígena» y «Europa/EE.UU.–Latinoamérica». Asimismo, la concepción de la
diversidad cultural o heterogeneidad tiene dos fuentes principales: la multiculturalidad procedente
de la multietnicidad constituida históricamente, y la surgida de las formas modernas de
segmentación y organización de la cultura en sociedades contemporáneas;
d) Una identidad marcada por un rasgo dominante: la negación del otro. Dicha dialéctica se haya
enraizada largamente en la historia de la región, comienza con el momento del descubrimiento, se
prolonga con la conquista, la evangelización y la colonización, y no cede con la transición hacia
los Estados republicanos ni tampoco en las dinámicas discontinuas de modernización
experimentadas en la región. La dialéctica de la negación del otro tiene su fundamento en la
negación cultural: de la mujer, del indio, el negro, el mestizo, el campesino, el marginal urbano,
etc.
Dado que al pretender analizar la “Identidad Sociocultural Salvadoreña”, resulta muy apropiado
hacer una breve alusión a la debatida “Identidad Cultural Latinoamericana”, para tener un marco
de referencia sobre la particular cultura y desarrollo histórico que ha permitido la configuración de
un ser salvadoreño y de ciertos rasgos culturales nacionales. Hay varios trabajos que han tratado
de explicar lo que significa ser salvadoreño, desde apologías chauvinistas etnocéntricas y líricas,
hasta estudios serios de marcada inspiración científica.
Como ya se indicó que la construcción de la identidad cultural, es ante todo un producto histórico–
social, por lo que hablar de identidad salvadoreña a finales de siglo XX y principios del XXI, es
muy diferente a la que poseían las personas salvadoreñas de tiempos pasados, sin que esto
signifique que no haya elementos comunes entre ambos, ya que cierto es que la cultura material es
más fácil de cambiar, pero no así, la cultura inmaterial que tiende a permanecer y perdurar más
que la primera.
Por lo tanto, ¿Qué significa ser salvadoreño(a) a finales del siglo XX e inicios del XXI? Los
procesos y sucesos nacionales e internacionales han contribuido a la configuración y
transformación de esa “Identidad Sociocultural Salvadoreña”. La pasada Guerra Civil, los
Acuerdos de Paz, la migración a Estados Unidos, las urbanizaciones, la globalización y sus
diferentes dimensiones, son situaciones que han contribuido a la conformación de la actual y
futura salvadoreñidad.
Ya quedó atrás el salvadoreño de las composiciones líricas aldeanas, inmerso en un ámbito
netamente campestre o si se quiere del mundo tradicional, rodeado de mitos y tradiciones de
marcada influencia rural. Ahora, es un “nuevo salvadoreño” dentro de otro contexto político,
económico, social, tecnológico, geográfico y cultural. Si bien es cierto que el mundo rural no ha
desaparecido, ha perdido relevancia y espacio territorial y cultural ante lo urbano y moderno.
Es evidente que la “Cultura Material” en la que vive el salvadoreño actual, es marcadamente
diferente a la de sus predecesores. Pero, la duda surge sobre la “Cultura Inmaterial” de hoy día, si
es diametralmente distinta a la de tiempos pretéritos o si hay vestigios culturales que indiquen que
el salvadoreño de antes es un tanto similar al del presente.
En esta perspectiva, se debe considerar a la persona salvadoreña de ahora con su propia identidad,
pero no se excluyen ciertos rasgos culturales que le han sido heredados de sus antepasados.
Muchos científicos sociales nacionales plantean que la persona salvadoreña contemporánea posee
una “Identidad Cultural Débil o Frágil”, lo que ha permitido que la cultura nacional sea muy
permeable ante otras culturas foráneas. Esta situación puede explicar la tendencia del salvadoreño
a la transculturación y desculturación. En esta misma línea, se puede explicar por qué la persona
salvadoreña es fácil presa de las modas externas, de su adopción a la cultura estadounidense, de su
fácil adhesión a ideologías externas, llámense Liberalismo, Neoliberalismo e inclusive Socialismo.
La frágil identidad salvadoreña puede explicarse desde diversos orígenes y enfoques: históricos,
sociales, culturales, psicológicos (bio-psicológicos), etc. Una interpretación de entre muchas
puede ser la siguiente: como se evidencia que la población actual de El Salvador es sobre todo
mestiza, producto del cruce entre indígena-español y mestizo-mestizo, la población indígena es
mínima salvo en algunas comunidades que se encuentran diseminadas en el territorio nacional y
que poseen cierto número significativo de naturales: Panchimalco, Santo Domingo de Guzmán,
Cacaopera, Nahulingo, Guaymango, Ataco, Tacuba y por supuesto Nahuizalco e Izalco. La
restante población indígena se encuentra inmersa en la sociedad salvadoreña, la gran mayoría
“aculturada” y “ladinizada” culturalmente, por lo que El Salvador es una nación mestiza, racial y
mentalmente, cultural y emocionalmente.
La ambigua “Identidad Salvadoreña” se explica a partir del fenómeno biológico, psicológico,
social y cultural del “mestizaje”. La raza nueva, surgida de las dos vertientes, indígena y español,
es difícil de comprender, ya que se establece que el mestizaje conlleva estigmas, ansiedades y
atavismos que pesan, el mestizo no se siente indígena pero tampoco español, aunque por razones
histórico-sociales busca identificarse con las segundos.
Como manifiesta Francisco Andrés Escobar, el mestizaje es un hecho biológico, psicológico,
social y cultural. El mestizo, como nuevo ente humano cuya filogénesis contiene tantos hilos, de
tantas sangres «indígena, español, negro, judío, musulmán», en el turbio aluvión de su naturaleza.
En su densidad más radical y última, subyacen los contenidos de los inconscientes colectivos
fusionados, contenidos que se van expresando en los sueños, en el arte, en la liturgia, en las
utopías y en tantas otras zonas de formalización, donde la realidad de lo uno a partir de lo
múltiple, se expresa cotidianamente. Si en los turbios hilos de su sangre el mestizo contiene los
cromosomas de su pasado americano, español, judío, musulmán y negroide, en su psiquismo lleva
también los contenidos inconscientes de sus antepasados. Por eso el pensamiento, la conducta y
las diversas formalizaciones con que se expresa el mestizo resultan desconcertantes, alucinantes:
son síntesis de una enorme pluralidad antigua en una unidad nueva.

IDENTIDAD SALVADOREÑA Y TRANSCULTURACIÓN

La cultura es la totalidad de las formas, los modelos o los patrones, explícitos o implícitos, a
través de los cuales una sociedad regula el comportamiento de las personas que la conforman.
Incluye costumbres, prácticas, códigos, reglas, vestimenta, religión, rituales, normas de
comportamiento y creencias. La cultura nos hace humanos, racionales, críticos y éticamente
comprometidos, efectuar opciones, expresarnos, ser concientes, autocuestionarnos, resignificar y
crear obras trascendentes. Las culturas comprenden subculturas diversas en respuesta a los
intereses, códigos, normas y rituales que comparten ciertos grupos dentro de ella.
La Identidad Cultural, es el conjunto de valores, tradiciones, símbolos, creencias y modos de
comportamiento que cohesionan a un grupo social y que actúan como sustrato para que los
individuos que lo forman puedan fundamentar su sentimiento de pertenencia.
En Latinoamérica la identidad cultural se inició histórica–socialmente desde la conquista y
colonización por los españoles y portugueses, se comparte la religión, los problemas sociales,
políticos, económicos y culturales. La población actual de El Salvador resulta del cruce entre
indígenas y españoles, la población indígena se concentra en Panchimalco, Santo Domingo de
Guzmán, Cacaopera, Nahulingo, Guaymango, Ataco, Tacuba, Nahuizalco e Izalco. Pese a la
marginación y las diferencias de clase, grupo, género, etc., hay rasgos socioculturales compartidos
por los diferentes sectores sociales, económicos, regionales, etc., que se constituyen en la
“Identidad Sociocultural Salvadoreña”, “Salvadoreñidad” o “Identidad Nacional”.
El filósofo salvadoreño José Humberto Velásquez plantea dos rasgos culturales de la persona
salvadoreña: a) La Imprevisión o “Atenimiento”. b) El Machismo. El sociólogo, Segundo Montes,
agrega el “Compadrazgo”. El psicólogo Ignacio Martín Baró, plantea cuatro rasgos psico-
socioculturales del salvadoreño y cuatro femeninos: a) genitalidad; b) agresividad; c) El
“Valeverguismo”; d) “Guadalupismo” (devoción a la Virgen y a la madre). A la mujer le adjudica
el “Hembrismo”, con estos estereotipos: a) Enclaustramiento, b) virginidad. c) Servir al macho y a
sus hijos. d) Sensibilidad Emocional y Religiosidad. Otros autores incluyen: adaptabilidad,
ubicuidad, autodescalificación por su pasado racial, impulsivo, veleidoso, multifacético, tendencia
a migrar, politización, nepotismo, su “Identidad Cultural” es frágil, ambigua, confusa e incierta,
no se siente indígena ni español y tiende al “malinchismo cultural”.
El patrimonio cultural está constituido por los bienes y valores culturales que expresan la
identidad de un pueblo, tales como la tradición, las costumbres y los hábitos, así como el conjunto
de bienes inmateriales y materiales, muebles e inmuebles, que poseen un especial interés histórico,
artístico, plástico, arquitectónico, urbano, arqueológico, ambiental, lingüístico, musical,
audiovisual, científico, documental, literario, museológico, antropológico y las manifestaciones,
los productos y las representaciones de la cultura popular.
enculturación es el proceso en el que el ser humano, desde la niñez, se culturiza.

Aculturación es el resultado de un proceso en el cual una persona o un grupo de ellas adquiere una
nueva cultura (o aspectos de la misma), generalmente a expensas de la cultura propia y de forma
involuntaria. Una de las causas externas tradicionales ha sido la colonización. En la aculturación
intervienen diferentes niveles de destrucción, supervivencia, dominación, resistencia,
modificación y adaptación de las culturas nativas tras el contacto intercultural.

DECULTURACIÓN: PÉRDIDA DE RASGOS CULTURALES PROPIOS ANTE LA


INCORPORACIÓN DE OTROS FORÁNEAS.
Transculturación es la incorporación gradual de elementos de una cultura a otra, una cultura
adopta rasgos de otra hasta culminar en una aculturación. Se intercambian rasgos desde una
cultura “más desarrollada” a otra “menos desarrollada“, la cual rechaza la imposición. La
supervivencia cultural ocurre cuando elementos de una cultura anterior se amalgaman con otra.
Son elementos concretos o materiales de la cultura: fiestas, alimentos, moda, arte, edificios,
instrumentos, monumentos. Simbólicos o espirituales son las creencias (filosofía,
espiritualidad/religión), valores (moral y/o ética), actos humanitarios, normas y sanciones
(jurídicas, morales, convenciones), organización social y sistemas políticos, símbolos, valoración
artística, lenguaje, tecnología y ciencia. Los rasgos culturales dan el perfil de una sociedad; se
transmiten al interior del grupo. Los Complejos culturales contienen los rasgos culturales.
Desde 1972 la UNESCO promueve la identificación, protección y preservación del patrimonio
cultural y natural mundial. El 17 de octubre de 2003, la UNESCO definió que “Patrimonio
cultural inmaterial” son los usos, representaciones, expresiones, conocimientos y técnicas que las
comunidades, los grupos y…, los individuos reconozcan como parte… de su patrimonio cultural.
El 13 de septiembre de 2007 la ONU declaró que “los pueblos indígenas tienen derecho a
mantener, controlar, proteger y desarrollar su patrimonio cultural, sus conocimientos
tradicionales”, a practicar y enseñar sus idiomas y sus ceremonias espirituales; a mantener y
proteger sus lugares religiosos y culturales.
El folclore, folclor, folklore o folklor, (del inglés folk, “pueblo” y lore, “acervo” “saber” o
“conocimiento”) es la expresión de la cultura de un pueblo: literatura oral, música, bailes, chistes,
supersticiones, costumbres, artesanía…, común a una población concreta. También recibe este
nombre la ciencia correspondiente. El término «folklore» fue acuñado el 22 de agosto de 1846 por
el arqueólogo británico William John Thoms. Al ser practicados por no menos de tres
generaciones, los fenómenos folclóricos sufren una adaptación denominada proceso de
folklorización o tradicionalización. La transmisión de generación en generación es empírica (oral,
no escrita ni institucionalizada), y en ese proceso se pierde la circunstancia concreta que originó al
hecho folklórico y se vuelve anónimo. El fenómeno folklórico no es funcional si los materiales no
son propios de la región, ya sea folklore material (vivienda, comidas, artesanías, vestimentas,
instrumentos musicales…), ya sea folklore espiritual (fiestas, juegos, música, cultos,
supersticiones, mitos, medicina tradicional), o folklore literario (coplas, baladas. romances,
cuentos, leyendas, dichos, refranes, acertijos, chistes).

Trasplante, es un fenómeno folklórico que es trasladado de su ámbito geográfico y cultural por sus
portadores y protagonistas, a otros ambientes, por lo general urbanos, donde es cultivada en forma
personal o en el seno de círculos familiares, de amigos, de compatriotas, perdiendo alguno de sus
rasgos originarios. El trasplante está desarticulado del nuevo destino, puesto que una nueva
geografía obliga a adaptarse a nuevos materiales, ritmos, gustos.
Proyección folclórica, es la expresión de fenómenos folklóricos producida fuera de su ámbito
natural y cultural, por personas que se inspiran en la realidad folklórica, para un público
generalmente urbano, al cual se transmiten por medios técnicos e institucionalizados,
manifestándose en la creación artística (literatura, música, danza, artes plásticas, teatro, cine,
televisión, etc.), en la industria cultural (tejeduría, cestería, platería, etc), en la moda, la enseñanza,
etc. Ejemplos: danzas de proyección folclórica; “El Carbonero” de Pancho Lara.
El folclore puede contener elementos religiosos, mitológicos, prácticos y esotéricos. La mitología
y el folclore sirven para clasificar los relatos figurativos que no se corresponden con la estructura
de creencias dominante. Según Jung, las historias populares pueden surgir de una tradición
religiosa y corresponder a patrones psicológicos inconscientes, instintos o arquetipos mentales.
El folclore está muerto si corresponde a una cultura extinta. Es moribundo si sólo los ancianos del
grupo lo conservan, está vivo si se practica en la vida cotidiana en su cultura de origen y es
naciente, si hay rasgos culturales recientes, que se convertirán en tradicionales.
La globalización es un proceso mundial complejo en lo económico, social, polí-tico, jurídico,
ecológico, tecnológico y cultural. Se erosionan las culturas populares, provocando una
“amal­gama cultural” o “aleación cultural”. Hoy se evidencia una crisis de identidad en las
instituciones: familiares, laborales, educativas, religiosas, etc., hay cesantía, delincuencia,
inseguridad, angustia, incertidumbre, pesimismo, escepticismo, individualismo, desilusión,
fugacidad e inmediatez. El sujeto actual se identifica por lo que consume, no cree en las
instituciones y rechaza las normas, vive el día sin tabúes y no se considera parte de un grupo ni
actor de su vida. Los valores, pautas de consumo, estilo de vida extranjeros son asimilados por
las/los salvadoreños/as migrantes e influyen en sus parientes en El Salvador. La conciencia de una
identidad común dentro de una cultura o práctica cultural implica que existe un impulso hacia la
preservación de esta identidad, contra la otredad, contra otras culturas, ese impulso debe ser
aprovechado desde las instituciones: la familia, los centros educativos e involucrar a los medios de
comunicación. La utopía denuncia el carácter distorsionador y encubridor de las ideologías
triunfantes. Una sociedad no se mantiene sin normas, ni sin un discurso unificador. Sólo el sujeto
que tiene identidad cultural reconoce la unidad de su relato biográfico, su responsabilidad moral,
se respeta a si mismo y apoya a su comunidad.

IDENTIDAD DE LOS SALVADOREÑOS, SU MANERA DE SER.


El término identidad nacional debemos entenderlo como: el sistema de valores, concepciones y
normas sociales que orientan la vida cotidiana de una población.
En El Salvador, muy a pesar de algunos sectores ideologizados en la derecha religiosa y anti-
comunista hay una diversidad de identidades colectivas y por lógica variadas formas de sistemas
culturales.
Revisemos entonces el hábitus nacional:
El salvadoreño es práctico; es decir busca resolver sus necesidades inmediatas así como las de su
familia y mantener a toda costa su estatus socio-económico. De esta característica nacional surge
la discriminación generalizada hacia lo pobre.
El salvadoreño posee una cultura de la supervivencia; algo propio de los sectores bajos del país y
de esta subordinación económico-social que desarrolla en el individuo nacional una visión
fatalista de la vida. No existen deseos de superación. Tomar la vida tal y como la han recibido.
Ganar lo indispensable. Lograr cierto nivel mínimo de vida que mejorar las condiciones
materiales. El fenómeno de la migración marcaría una variante dentro de los sectores bajos, que
ven en ella una salida para no continuar en la condición de pobreza y por eso deciden emigrar
preferentemente a países del primer mundo.
El salvadoreño es sacrificado; esto es una derivación de la cultura de supervivencia descrita
anteriormente. Este es uno de los rasgos que ayuda a definir al salvadoreño como conservador,
esto es así porque precisamente de esto se desprende la idea nacional de aceptación de las duras
condiciones de vida, por lo que esto predispondría a los sujetos sociales a tolerar o soportar las
circunstancias de su materialidad más que a superarlas. Todo esto para mantener la unidad
familiar y la de la sociedad. Expresiones populares como: “donde comen dos comen tres” o “tener
los hijos que Dios mande”, ejemplificarán mejor la idea que pretendemos plantear.
Ser práctico, supervivir y ser sacrificado son expresiones cotidianas de sectores bajos y medios,
que además poseerían poca educación, entendida como aquella que lo llevaría a tener sentido
crítico, lo que los llevaría a ser conservadores. Esta clase de salvadoreño –que es la mayoría- no
pone como centro de vida el éxito laboral o la superación material de vida. Los sectores
comprendidos en este análisis les interesa más capitalizar relaciones sociales con parientes,
amigos y la comunidad; esto como una forma de defensa ante el medio social y los avatares de la
naturaleza.
El éxito y el salvadoreño. Esta es la forma en que se manifiesta la cultura de la supervivencia en
los sectores medio-alto y alto del país. El exitismo (éxito material ante todo), que los lleva al
consumismo irracional y a la mercantilización de las relaciones personales. Un ejemplo ilustrador
sería la cantidad de jóvenes inexpertos en el gabinete del Presidente Antonio Saca, esto visto
como la constante búsqueda de un éxito rápido que conlleva prestigio, estatus y riqueza, algo
prioritario dentro de los sectores medios-alto.
El salvadoreño es trabajador; según el IUDOP para el 95.1 % de los salvadoreños el trabajo es
importante en su vida. Pero esta concepción tiene dos significados según se analice. El primero:
para los sectores bajos ser trabajador es ser un “hacelotodo”, estar dispuesto a realizar cualquier
cosa-empleo con tal de sobrevivir y/o garantizar su sostenimiento y de su grupo familiar. Para los
sectores medio-alto esta idea del ser trabajador está asociada con la cultura del éxito –antes
explicada- y con la superación laboral y material: Ser emprendedor.
En El Salvador hay dos identidades en lucha constante: una legitimadora que es introducida por el
stablishment, que en los últimos años ha instalado un nacional confesionalismo. La otra de
resistencia, que es la generan los actores que han sido devaluados y estigmatizados por las
instituciones dominantes: maras, gays, defensores de derechos, por mencionar algunos.

El autoritarismo y el salvadoreño; la sociedad salvadoreña es jerarquizada, ya sea por el color de


piel o por la posición social. Estos factores vuelven difícil la movilidad social ascendente. Se
observa desde la supremacía de lo masculino sobre lo femenino (el muchacho en la adolescencia
debe visitar casas de latrocino para no convertirse en homosexual, más no así las jovencitas que
deben cuidar la virtud hasta el matrimonio). En el trabajo, donde en la toma de decisiones no se
potencia a los subalternos a participar (el jefe aunque se equivoca siempre será el jefe). En el
sistema político nacional los gobernantes no toman en cuenta las expectativas de los gobernados
(los famosos “madrugones” legislativos, donde se aprueban leyes importantes).
El salvadoreño violento; este trazo de la identidad nacional es consecuencia directa del
autoritarismo señalado anteriormente. Esto de la violencia es el método por excelencia para el
control del ciudadano y es a la vez la forma que en El Salvador se utiliza para transmitir valores.
En la familia la violencia sirve, para educar a los hijos e hijas en las maneras correctas de actuar,
pensar y sentir. En las escuelas se hace uso de la violencia como mecanismo de educación con
anuencia de autoridades educativas, padres y educadores.
Otro elemento que conforma la identidad del salvadoreño es: la solidaridad; esta comienza en la
familia, que en El Salvador es ampliada, familia aquí no debe entenderse como el núcleo
tradicional de papá, mamá, hijos. Cuando alguien contrae matrimonio en el país contrae
matrimonio con la familia del cónyuge. Luego están los amigos. Existen dos tipos de solidaridad
entendida entre los salvadoreños. La del interior del país, que posee una más intensa y la de las
grandes ciudades. Es este uno de los rasgos más positivos de la salvadoreñidad, y que potenciado
podría ser base para desarrollar una cultura de cooperación y ayuda mutua, esto como nuevos
elementos de la identidad nacional salvadoreña.
La religiosidad salvadoreña; el 86.9 % (IUDOP-UCA) de los salvadoreños se declara religioso.
Aquí la iglesia católica jugó y juega un papel importante –heredado desde la colonia- como
generadora y creadora de gran parte de los símbolos de las identidades colectivas de los
salvadoreños y eso la hace una fuerza social de primer orden. El Salvador posee tres periodos
importantes de receso laboral, el nacimiento de Jesucristo; la muerte de Jesús y la fiesta del Divino
Salvador del Mundo. Todas efemérides católicas. Mas sin embargo desde 1970 han comenzado a
desarrollarse y ganar terreno las iglesias protestantes, evangélicas y pentecostales, esto
representaría una significativa variación de la cosmogonía religiosa de los salvadoreños.
El salvadoreño imitador; sí. Nuestros compatriotas tienden a imitar lo que se hace y como se hace
en otros países, principalmente se influencia de USA y México. El problema radicaría en que esta
cultura mimética es más fuerte que la originalidad, tan necesaria para poder avanzar como nación.
Esta identidad imitativa se percibe –entre los salvadoreños- como un rasgo negativo, que debiera
ser superado. De allí la necesidad de un sistema educativo cultural que potencie la creatividad de
los habitantes.
Finalmente podemos decir: todas las identidades son construidas, es falso que no se pueda cambiar
esta identidad a todas luces más negativa que positiva del salvadoreño. Así lo pienso. Pero desde
la sociología las identidades son construidas; lo esencial es ¿Cómo?; ¿Por quién?; ¿Para qué?
En El Salvador hay dos identidades en lucha constante: una legitimadora que es introducida por el
stablishment, que en los últimos años ha instalado un nacional confesionalismo. La otra de
resistencia, que es la generan los actores que han sido devaluados y estigmatizados por las
instituciones dominantes: maras, gays, defensores de derechos, por mencionar algunos.
No hemos sido capaces de plantearnos una identidad- proyecto, que es la que basándose en los
materiales culturales que se poseen inicien la construcción de una nueva identidad que no sólo
redefiniría al salvadoreño sino que transformará a la sociedad con ello.
Debemos pues renunciar a la perversidad de buscar la identidad que mejor se acople a un
momento
histórico y político determinado.

REFLEXIÓN SOBRE LA IDENTIDAD SALVADOREÑA


Hablar sobre la identidad de un pueblo siempre resulta complicado, porque eso que se llama
identidad no es una esencia inamovible que pueda atraparse con las manos. Más bien, la identidad
de una sociedad es, además de cambiante en el tiempo, el crisol en el que se funden distintas
tradiciones, costumbres, símbolos y prácticas individuales y colectivas. De aquí que la pregunta
por qué o cómo somos los salvadoreños no sea una pregunta de fácil respuesta; además, se tratará
siempre de una respuesta provisional, que se tendrá que ir actualizando y poniendo al día a medida
que la sociedad salvadoreña se vaya transformando. Precisamente, eso es lo que tiene que hacerse
con dos de los mejores retratos de la sociedad salvadoreña: el realizado por Oswaldo Escobar
Velado en su poema “Patria exacta” y el realizado por Roque Dalton en su “Poema de amor”.
Estamos ante dos retratos de El Salvador —de lo que somos los salvadoreños— propios de un
momento histórico determinado que, si bien fueron certeros en su descripción de la
salvadoreñeidad cuando vieron la luz, en esta primera década del siglo XXI deben ser no
ignorados o abandonados, sino continuados y actualizados con nuevos aportes y nuevas
intuiciones.
Pues bien, una forma posible de abordar el tema de la identidad salvadoreña –qué y cómo se es
salvadoreño— consiste en explorar cómo nos ven (y qué ven) otros y otras desde fuera,
concretamente desde Europa o incluso desde Estados Unidos. En el caso específico de Europa, no
resulta para nada extraño que un ciudadano europeo promedio no sepa concretamente qué es y
dónde queda El Salvador. Seguramente sabrá de la existencia de América Latina y de los países
del subcontinente presentes en el debate público mundial. Pero no de El Salvador, el cual, con
suerte, podrá ser confundido con Salvador de Bahía en Brasil.
Ya desde aquí comienza el desdibujamiento de la sociedad salvadoreña, porque lo que sigue es
consecuencia de ese punto de partida: de este modo, ese ciudadano o ciudadana de Europa, al
escuchar el “vos” en boca de un latinoamericano o de una latinoamericana, inmediatamente se dirá
a sí mismo que está con alguien de la Argentina; si ve que baila salsa, supondrá que es
puertorriqueño o panameño, por aquello de que Rubén Blades es de este último país; si baila
merengue, dominicano; si baila cumbia, colombiano; y si baila samba, brasileño. Si está tostado
de su piel por el sol, pensará que es del Caribe; si toca la sampoña o el charango, que es de
Bolivia; si canta música ranchera, de México; y si toca el arpa, de Venezuela. Si tiene rasgos
indígenas, creerá que es de Bolivia, Perú, Ecuador, México o, con suerte, de Guatemala; si es
negro, de Haití; si es mulato o sambo, de Cuba; y si bebe café incansablemente, de Colombia. Si
se trata de un hombre en plan de conquista abierta y sin complejos, que es un caribeño… Y así por
el estilo.
Se puede esgrimir que ese desdibujamiento de lo salvadoreño obedece a simple ignorancia de la
diversidad de naciones que caracteriza a América Latina. Es posible que sea así. Pero no hay que
alegrarse demasiado, ya que a lo mejor existe otra respuesta, que debería ser buscada en lo que
efectivamente significa El Salvador en el contexto latinoamericano. Visto con una dosis mínima
de objetividad, la contribución de nuestro país a la configuración histórica de la identidad
latinoamericana es sumamente pobre, por no decir nula. Por donde quiera que se vea –por lo
negativo o lo positivo— lo latinoamericano no se juega ni se ha jugado en El Salvador. En
tiempos recientes, sólo en una ocasión nuestro país estuvo a punto de dejar su propia huella en la
historia latinoamericana: durante la guerra civil de la década de los 80, pero el desenlace de la
misma impidió que esa huella se fijara en piedra firme. Por más que haya quienes hagan alarde del
proceso exitoso de negociación, nunca lo sucedido en El Salvador va a desplazar en significado el
triunfo de la revolución sandinista (1979) y, mucho menos aún, de la revolución cubana (1959).

Para seguir en el marco centroamericano, la huella de El Salvador, en general, es bastante pobre.


Si se excluyen los temas de pandillas (maras), violencia y migración –a los cuales es inevitable
referirse cuando se habla de Centroamérica en la actualidad—, en los grandes ejes configuradores
de la historia y de la identidad de la región nuestro país no tiene nada importante que decir. En
poesía y en música popular, ahí está Nicaragua; si se habla de etnicidad, hay que volver la mirada
a Guatemala; si de lo que se discute es de la democracia, es de rigor pensar en Costa Rica; y si el
asunto son los recursos naturales, Honduras sale a relucir casi inmediatamente –y ahora hasta las
pupusas son reclamadas por los hondureños como patrimonio nacional—.
Si para El Salvador las cosas son así en Centroamérica, en el marco latinoamericano su presencia
es casi inexistente. Las grandes tradiciones artísticas (tanto populares como de élite) tienen ahora
como en el pasado su foco en México, Argentina, Brasil, Colombia o Chile. Los fenómenos
políticos que trascienden al subcontinente se gestan en Cuba, Brasil, Venezuela, Ecuador,
Argentina o Bolivia. Cuando se piensa en regímenes dictatoriales inmediatamente se piensa en las
dictaduras militares del Cono Sur de los años 60, 70 y 80. Cuando se habla de dictadores se habla
de los militares que encabezaron sangrientos regímenes, especialmente de Augusto Pinochet,
Alfredo Stroessner y Rafael Videla. Y en esta misma línea, cuando se piensa en el prototipo del
dictador latinoamericano ridículo y nefasto –las dos cosas a la vez— inmediatamente se piensa en
el “Chivo” dominicano: Leónidas Trujillo.
Ahora bien, ¿es ajeno El Salvador a los procesos, negativos y positivos, que se gestan (y han
gestado) en América Latina. En lo absoluto. Nosotros tal vez no contribuyamos (o hayamos
contribuido) con algún aporte original a la configuración de la identidad latinoamericana, pero
todo lo que caracteriza a América Latina tiene su réplica en El Salvador. Aquí todo lo
latinoamericano (desde México hasta Argentina) se replica y se copia. Claro, está a la
salvadoreña: como una caricatura mal hecha. Hemos tenido nuestros criminales, que quisieron
copiar los usos y estilos de los dictadores latinoamericanos; no tuvimos un “Chivo”, pero sí un
“Tapón” (el General Fidel Sánchez Hernández), y más atrás en el tiempo tuvimos nuestro “Brujo”
(el General Maximiliano Hernández Martínez).
No tuvimos un Cantinflas, pero sí un Rockinflas; también hemos tenido un “Piporro salvadoreño”
y en la actualidad tenemos a nuestro “Don Francisco”, en el programa “Fin de Semana” que todos
los sábados transmite un canal nacional. Tenemos conjuntos musicales que copian, a su manera,
todos los ritmos latinoamericanos y caribeños (principalmente, cumbia y música ranchera) y que
hacen bailar a la gente (que también lo hace a la manera salvadoreña: mezclando pasos, ritmo y
con una lentitud que, en el caso de la cumbia, puede ser exasperante). No somos andinos, pero
tenemos aún –sobrevivientes de los años setenta y ochenta— grupos musicales que se dedican a
tocar música andina y que pusieron de moda, en su momento, “El cóndor pasa” (aunque nunca un
cóndor haya volado en cielos salvadoreños y aunque nuestros cerros y volcanes parezcan
pequeños montículos comparados con los Andes).
En cuanto a la literatura y la poesía, sólo en unas cuantas ocasiones hemos estado a un paso de
dejar una huella en América Latina: con Francisco Gavidia, Salarrué, Roque Dalton y Roberto
Armijo. Pero nuestra marginalidad endémica lo impidió. Ni modo; marginales como somos –al
fin y al cabo, provincia remota de México desde tiempos inmemoriales— no nos ha quedado más
remedio que ser receptores de distintos influjos culturales (también, económicos y políticos)
provenientes de América y España que hemos adoptado y adaptado con peor o mejor suerte,
aunque con poca creatividad y originalidad. Por supuesto que tenemos escritores (poetas, poetisas,
literatos, literatas y ensayistas), pero aparte de lo que algunos de ellos y ellas se creen, su huella en
el concierto latinoamericano (o incluso centroamericano) es mínima, por más alguno de nuestros
escritores presuma estar a la altura de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa o Carlos
Fuentes.
En fin, pese a la vocación de copiar todo lo que sucede en otras partes –desde hace un par de
décadas, a los modelos a copiar se ha añadido el estilo de vida estadounidense—, no se ha
adquirido la pericia para hacerlo bien: por lo general se trata de copias pobres y mal hechas, que
terminan –especialmente en el caso de la cultura popular— por deformar el gusto y las costumbres
de la gente. Pero aquí estamos, siendo parte de América Latina; replicando en caricaturas –desde
los dictadores y el caudillismo hasta los modos de hablar y de vestir— lo que sucede en otros
países latinoamericanos y EEUU. Prácticamente todo lo que caracteriza a América Latina está
presente en El Salvador; es decir, este es un país latinoamericano típico. Y está presente porque
llegó de fuera y ha sido copiado, adaptado y adoptado, por la gente, desde las élites –cuya
vocación para la copia no va a la zaga sino a la vanguardia del resto— hasta los sectores
populares. Somos un país receptor de cultura, de hábitos, estilos de vida y costumbres generados
en otras latitudes.
Aprendimos a recibir (y nos acostumbramos a ello) desde las primeras migraciones nahuas que
llegaron de México, en la época prehispánica. Lo que somos es lo que hemos recibido y seguimos
recibiendo del exterior. Ahora mismo, gracias al torrente migratorio hacia Estados Unidos estamos
copiando no sólo la arquitectura de las residencias estadounidenses, sino (acompañado de los usos
idiomáticos correspondientes) el estilo de vida “americano”. Nos agringamos de manera
acelerada, pero seguimos usando el vos sin ser argentinos (para distinguirnos, hay un leve sonido
de la “j”, que suena en lugar de la “s” y decimos, por ejemplo, “vos querés” o “vos pensás”, no
“vos quieres” o “vos piensas”), comiendo tortillas de maíz sin ser mexicanos, bailando cumbia sin
ser colombianos, diciendo “carajo” sin ser peruanos, escuchando y bailando la batucada sin ser
brasileños y teniendo a nuestros propios caudillos (aprendices de caudillo) sin ser ecuatorianos,
bolivianos o venezolanos. Desde el tema de la identidad, la “patria exacta” de Oswaldo Escobar
Velado es, más bien, una patria inexacta: una patria con contornos difusos e indefinidos, una
patria que se desvanece en cada instante, pero de la cual algo queda: las mezclas, las copias y las
caricaturas de todo lo que nos impacta y que, en definitiva, nos sirve para sobrevivir como
sociedad.
LA CULTURA COMO IDENTIDAD Y LA IDENTIDAD COMO CULTURA

GLOBALIZACIÓN, CULTURA E IDENTIDAD.


El problema que abordaremos en esta ponencia estará centrado en desentrañar las implicaciones
que tiene la globalización en el ámbito de la cultura y en el de la constitución de identidades. Este
problema puede formularse del siguiente modo: ¿qué implicaciones tiene la globalización en el
plano de la cultura y de la construcción de identidades? ¿Cómo altera la globalización el contexto
de producción de significados?; ¿cómo influye en el sentido de identidad de las personas, de los
grupos y de las colectividades? Estas interrogantes nos llevarán a desentrañar otras cuestiones, ya
de sobra conocidas, vinculadas a la multiplicación de los contactos y de las interacciones
culturales a escala mundial: “¿Se está produciendo un proceso de homogeneización cultural vía la
globalización? ¿Conlleva la globalización necesariamente una eliminación progresiva de
diferencias locales y temporales significativas en el ámbito cultural? ¿Se puede considerar la
industria transnacional de la cultura como el vehículo privilegiado de las multinacionales para la
conquista empresarial del mundo, es decir, para imponer determinados modos de vida que
facilitan su expansión? ¿Se está gestando algo así como una cultura global o se están imponiendo
globalmente determinados elementos locales de la cultura occidental o, más concretamente, de la
cultura “popular” norteamericana? ¿Conlleva la globalización cultural a largo plazo una
destrucción sin paliativo de las tradiciones y su diversidad o más bien permite a los que viven bajo
su dominio un grado de distancia y reflexión?”
El problema así planteado exige clarificar previamente los conceptos de globalización y de
cultura. Necesitamos cuestionar cuidadosamente la idea de globalización, ya que ésta suele
presentarse de entrada como una doxa, es decir, como un discurso que pretende imponerse como
naturalmente evidente y no sujeto a discusión. Es así como la globalización aparece en el discurso
triunfalista de los tecnócratas neoliberales como un nuevo orden mundial de naturaleza
preponderantemente económica y tecnológica, que se va imponiendo en el mundo entero con la
lógica de un sistema autorregulado frente al cual simplemente no existen alternativas.2
En los últimos años se ha producido una multiplicación exponencial en el campo académico de
innumerables estudios críticos que han contribuido a disipar la doxa evidenciando el alcance real y
las verdaderas proporciones del fenómeno en cuestión.

1. EL CONCEPTO DE GLOBALIZACIÓN
La mayor parte de los estudios acerca de la globalización se inician reconociendo el carácter
impreciso e indefinido del término. Una especie de comodín que se emplea sin demasiado rigor
científico. En palabras de Beck es "la palabra (...) peor empleada, menos definida, probablemente
la menos comprendida, la más nebulosa y políticamente la más eficaz de los últimos –y sin duda
también de los próximos– años".3
Una buena aproximación al universo conceptual que el término designa puede ser distinguir entre
globalismo, por una parte, y globalización y globalidad, por la otra.
Beck define globalismo como "(...) la concepción según la cual el mercado mundial desaloja o
sustituye al quehacer político; es decir, la ideología del dominio del mercado mundial o la
ideología del liberalismo".
Por su parte, el término globalización alude a "los procesos en virtud de los cuales los Estados
nacionales soberanos se entremezclan e imbrican mediante actores transnacionales y sus
respectivas probabilidades de poder, orientaciones, identidades y entramados varios".Mientras la
globalización es un fenómeno (empírico) que sucede en nuestro mundo en el plano económico,
político, cultural y social; el globalismo es la ideología de la globalización, según la cual todos los
problemas pueden resolverse con el mercado global (neoliberalismo).
La globalidad supone que vivimos en una sociedad mundial, en la que no hay espacios cerrados y
ningún grupo ni país puede vivir al margen de los demás. La globalidad es, pues,
pluridimensional, afecta a los planos social, político, cultural, económico, ecológico. Sólo con una
comprensión de cada dimensión, y de las interrelaciones entre ellas "se puede acabar con el
hechizo despolitizador del globalismo"6. El carácter irreversible de la globalidad es lo que
diferencia la primera de la segunda modernidad, en opinión de Beck. A partir de ahora, ya no
existirán fenómenos sociales aislados, locales.
En esta línea de la globalidad, Antonio González afirma que en la actualidad “asistimos a una
transición semejante a la que se produjo entre la polis griega a los estados nacionales modernos.
Este tránsito no es un cambio instantáneo, sino que más bien describe procesos sociales que
ocupan toda una época. Tampoco es un proceso unilineal, sino que puede conocer avances y
retrocesos. Sin embargo, el sentido fundamental de estas transformaciones sociales viene impuesto
por tendencias intrínsecas al sistema económico capitalista. Se trata de un sistema que en su
misma estructura fundamental está orientado hacia el crecimiento y hacia la expansión. El
capitalismo globaliza los vínculos sociales de una forma que, a largo plazo, resulta inevitable
mientras se mantengan las características fundamentales de este sistema económico”. 7
En virtud de este proceso, las acciones cotidianas y las formas de vida de cada uno, anterior a la
cultura y al universo simbólico de cada cual, están lastradas y forman sistemas con
acontecimientos que ocurren en el otro lado del planeta y con formas de vida absolutamente
dispares. Hoy nadie escapa a la afectación de un solo sistema mundial. Incluso las pocas culturas
indígenas autárquicas existentes están ecológicamente afectadas. Y esta afectación del otro, es un
hecho independientemente de la conciencia o del universo simbólico del afectado, o de los
individuos y grupos humanos involucrados en dicha afectación.
En la década de los setenta, Ignacio Ellacuría destacaba el hecho de que en el momento presente
se ha llegado a la constitución de una historia mundial única en la que no sólo hay simultaneidad
de distintas historias parciales, sino una sola historia mundial que dinamiza unitariamente
cualquier proceso realmente histórico.8 En la visión ellacuriana, el proceso histórico ha ido
unificando fácticamente a la humanidad hasta desembocar en la universalidad histórica del
presente, en la que ya no hay prácticamente ámbitos completamente estancos y en la que se da
realmente una presencialidad física de los otros en las acciones de los diversos individuos y
grupos humanos, por más segregados o aislados que éstos se consideren.9
Hay que recalcar que la globalización como globalismo es una construcción ideológica (en el
sentido marxista de falsa conciencia) del neoliberalismo.10 Implica una visión unidimensional y
lineal de la globalización, pues la considera sólo desde el punto de vista económico y, además,
basa su desarrollo en la continua expansión del mercado mundial libre. Considera que el mercado
es el mejor instrumento para aumentar la riqueza mundial y disminuir las desigualdades, al
extender la competencia y, por tanto, reducir costes, con lo que todos pueden beneficiarse.
Consecuentemente, esta ideología “enaltece el fundamentalismo del mercado, exalta la libertad de
comercio, impulsa el flujo libre de los factores de la producción (excepción hecha de la mano de
obra, que continua sometida a numerosas restricciones de diverso tipo), propugna el
desmantelamiento del Estado, asume la monarquía del capital, promueve el uso de las nuevas
tecnologías, favorece la homologación de las costumbres y la imitación de las pautas de consumo
y fortalece la sociedad consumista”.
Hay que diferenciar, por tanto, la globalización como un fenómeno que afecta todas las
dimensiones de la vida social, y el globalismo como una ideología que busca legitimar el proyecto
de dominación hegemónica a escala planetaria de determinados países y grupos particulares. O
como dice Alain Touraine, “constatar el aumento de los intercambios mundiales, el papel de las
nuevas tecnologías y la multipolarización del sistema de producción es una cosa; (pero) decir que
la economía escapa y debe escapar a los controles políticos es otra muy distinta. Se sustituye (en
este caso) una descripción exacta por una interpretación errónea" e ideológicamente interesada,
cuando se afirma y se propaga normativamente, que nada ni nadie debe controlar el proceso global
del capital y que se deben despolitizar las redes económicas y financieras.
Hechas estas distinciones conceptuales, se puede definir más rigurosamente la globalización como
“el proceso de desterritorialización de sectores muy importantes de las relaciones sociales a escala
mundial o, lo que es lo mismo, la multiplicación e intensificación de relaciones supraterritoriales,
es decir, de flujos, redes y transacciones disociados de toda lógica territorial y de la localización
en espacios delimitados por fronteras. Así entendida, la globalización implica la reorganización (al
menos parcial) de la geografía macro-social, en el sentido de que el espacio de las relaciones
sociales en esta escala ya no puede ser cartografiado solamente en términos de lugares, distancias
y fronteras territoriales”.13
Aquí es conveniente resaltar tres dimensiones del fenómeno de la globalización.14 Primero está la
dimensión de ampliación de los efectos de las actividades económicas, políticas y culturales a
lugares remotos. Segundo está la dimensión de intensificación de los niveles de interacción e
interconexión entre los estados y naciones. Tercero está la dimensión del reordenamiento del
espacio y el tiempo en la vida social. El desarrollo de redes globales de comunicación y de
complejos sistemas globales de producción e intercambio disminuye el poder de las circunstancias
locales sobre la vida de la gente y ésta se ve crecientemente afectada por lo que ocurre en otros
lados.
Según G. Giménez, los soportes o puntos del entramado de redes supraterritoriales que definen a
la globalización son las llamadas ciudades mundiales, “que conforman en conjunto un sistema
metropolitano jerarquizado de cobertura global. Estas ciudades son centros donde se concentran
las corporaciones transnacionales más importantes, juntamente con las mayores compañías de
servicios especializados que les prestan apoyo (bancos, bufetes de abogados, compañías de
seguros y de publicidad…), así como también las organizaciones internacionales de envergadura
mundial, las corporaciones mediáticas más poderosas e influyentes, los servicios internacionales
de información y las industrias culturales. Es muy importante señalar que las ciudades mundiales
funcionan también como superficie de contacto (interfase) entre lo global y lo local. En efecto,
disponen del equipamiento requerido para canalizar los recursos nacionales y provinciales hacia la
economía global, pero también para retransmitir los impulsos de la globalización a los centros
nacionales y provinciales que constituyen su hinterland local”.15
Esto significa que la globalización tiene fundamentalmente una dimensión urbana, y se nos
manifiesta en primera instancia como una gigantesca red virtual entre las grandes metrópolis de
los países industrializados avanzados, debido a la supresión o a la radical reducción de las
distancias.
Una consecuencia inmediata de lo anterior es lo que el mismo Giménez llama, siguiendo a David
Harvey, compresión del tiempo y del espacio, expresión que se usa para designar dos cosas: a) la
aceleración de los ritmos de vida provocada por las nuevas tecnologías, como las
telecomunicaciones y los transportes aéreos continentales e intercontinentales, que han modificado
la topología de la comunicación humana comprimiendo el tiempo y el espacio como resultado de
la supresión de las distancias; b) la alteración que todo esto ha provocado en nuestra percepción
del tiempo y del espacio.
“El resultado de este fenómeno ha sido la polarización entre un mundo acelerado, el mundo de los
sistemas flexibles de producción y de sofisticadas pautas de consumo, y el mundo lento de las
comarcas rurales aisladas, de las regiones manufactureras en declinación y de los barrios
suburbanos social y económicamente desfavorecidos, todos ellos muy alejados de la cultura y de
los estilos de vida de las ciudades mundiales”.16
Así comprendida, la globalización tiene múltiples dimensiones, aunque la mayoría de los autores
admite que la dimensión económico-financiera es el motor real del proceso en su conjunto.17 Se
pueden así distinguir, por lo menos, tres dimensiones básicas:
- La globalización económica, que se asocia con la expansión de los mercados financieros
mundiales y de las zonas de libre comercio, con el intercambio global de bienes y servicios y con
el rápido crecimiento y predominio de las corporaciones transnacionales. En este contexto, el
capital transnacional productivo y, en concreto, el financiero especulativo son los nuevos señores
que operan, íntimamente relacionados y casi sin restricciones, en todo el planeta.
- La globalización política, que se relaciona con la cesión de soberanía de los estados nacionales a
organizaciones supraestatales, regionales o globales, que son las que toman en la actualidad
muchas de las grandes decisiones antes reservadas a dichos estados. Dentro de la dinámica de la
globalización, el papel del Estado se reestructura y se supedita a las nuevas lógicas del capital,
perdiendo soberanía para definir autónomamente su actividad. Esto es especialmente cierto en los
países de la Periferia, y lo es cada vez más en los países del Centro, aunque algunos poderes
estatales (EE.UU., y en mucha menor medida Japón) o supranacionales (como la Unión Europea)
conserven todavía un considerable margen de maniobra, que no obstante se ponen cada vez
16 Ibídem.
más al servicio del capital transnacional, pues es en estos espacios donde se concentra el poder
económico y financiero y desde donde se proyecta su capacidad de dominio sobre el mundo
entero.
- La globalización cultural, que se relaciona, por una parte, con la interconexión creciente entre
todas las culturas (particulares o mediáticas) y, por otra, con el flujo de informaciones, de signos
y símbolos a escala global. La televisión por cable y por satélite son la avanzada de esta
dimensión de la globalización. Su idioma universal es el inglés, que sin desplazar a las otras
lenguas las hegemoniza y las usa. Las formas de entretención y ocio en todo el mundo están
crecientemente dominadas por imágenes electrónicas que son capaces de cruzar con facilidad
fronteras lingüísticas y culturales y que son absorbidas en forma más rápida que otras formas
culturales escritas. Las artes gráficas y visuales, especialmente a través de los computadores,
televisores y juegos electrónicos, reconstituyen la vida cotidiana y sus entretenimientos en todas
partes.
Finalmente, una característica central de la globalización, como proceso vinculado al desarrollo
de una nueva fase del capitalismo mundial, es su carácter polarizado y desigual18; y la
consideración de esta característica es fundamental para cualquier acercamiento crítico a este
fenómeno. Una de las asimetrías más denunciada en los últimos años, por su aplastante evidencia
y dramatismo, es la asimetría de la "desigualdad". La globalización genera cada vez mas, y cada
vez más intensamente, desigualdad económica, empobrecimiento e injusticia social entre los seres
humanos y entres los diferentes países. Las "desigualdades globales" o los déficit igualitarios son
cada vez más evidentes y alarmantes, tanto en los ámbitos domésticos de cada país como en las
escalas internacionales.
Según el PNUD, una quinta parte de la población del mundo, viviendo en los países ricos, dispone
del 86 por ciento del Producto Nacional Bruto, del 82 por ciento de los mercados de exportación,
del 68 por ciento de la inversión extranjera directa, y del 74 por ciento de las líneas telefónicas.
Otra quinta parte sólo dispone de alrededor de un 1 por ciento en cada sector. En 1999, las 200
personas más ricas del mundo acumulaban una riqueza igual a la renta del 45 por ciento de la
población mundial, unos 2,400 millones de personas.19 En la actualidad, la disparidad en la
distribución de la riqueza es cada día más extrema, tanto en el Centro como, fundamentalmente,
en las periferias Sur y Este. Y el creciente endeudamiento de personas, de grupos de pequeña
actividad productiva e incluso de sociedades en su conjunto, conforma un mecanismo perverso
que bombea la riqueza de abajo arriba, lo que beneficia a una minoría cada vez más exigua en el
ámbito mundial.20
Esta desigualdad hace que sólo un pequeño porcentaje de la población mundial forme parte de la
network society, “no todos estamos conectados por Internet, ni somos usuarios habituales y
distinguidos de las grandes líneas aéreas internacionales. El mundo de la inmensa mayoría sigue
siendo el mundo lento de los todavía territorializados, y no el mundo hiperactivo y acelerado de
los ejecutivos de negocios, de los funcionarios internacionales o de la nueva “clase transnacional
de productores de servicios”.21 Algunos sociólogos afirman que las tecnologías de la información
han penetrado hasta tal punto nuestra sociedad, que han llegado a convertirse en “parte integral de
toda actividad humana” y, por ende, de la vida cotidiana.22 Una afirmación exagerada si tomamos
en cuenta el acceso desigual en el mundo a las computadoras, al internet y al ciberespacio. Z.
Einsenstein demuestra hasta qué punto dicho acceso está condicionado cultural, racial y
demográficamente, e incluso en términos de clase y de género:
El 84% de los usuarios de computadoras se encuentran en Norteamérica y en Europa… De éstos,
el 69% son varones que tienen, en promedio, 33 años, y cuentan con un ingreso familiar, en
promedio, de $59,000. […] Es también palpable el elitismo racial de las comunidades
cibernéticas. En los Estado Unidos, sólo el 20% de los afroamericanos tienen computadoras en su
casa, y 20 Datos recientes de Naciones Unidas señalan que más de 1000 millones de personas
intentan sobrevivir en el mundo con menos de un dólar al día, 2700 millones lo hacen con dos
dólares y 840 millones se van a la cama con hambre, de los que 300 millones son niños. Por no
dejar de mencionar los 1000 millones que no tienen acceso a agua potable, los 11 millones de
niños que mueren cada año por malaria, diarrea o neumonía, o los seis millones que fallecen por
malnutrición.
sólo el 3% están abonados a los servicios online. Antes que una superautopista, el Internet parece
más bien una calle privada y de uso restringido [...] “Aproximadamente el 80% de la población
mundial carece todavía de acceso a la telecomunicación básica […]. Hay más líneas telefónicas en
Manhattan que en todo el África sub-sahariana. […] Pero hay más: sólo alrededor del 40% de la
población mundial tiene acceso diario a la electricidad.23
Según estudios más recientes24, sólo el 10 por ciento de la población mundial tiene acceso a
Internet. En 2002, Europa tenía por primera vez el mayor número de usuarios de Internet en el
mundo. Hay 185.83 millones de europeos online, comparados con 182.83 en Estados Unidos y
Canadá y 167.86 millones en la región Asia / Pacífico. El estudio también indica que la brecha
digital entre países desarrollados y en desarrollo es mayor que nunca. Mientras los europeos
cuentan con el 32 por ciento del total de usuarios en el mundo, América Latina sólo cuenta con el
6 por ciento, y el Medio Oriente juntamente con África sólo con el 2 por ciento. Según el mismo
estudio, estas dos últimas regiones son también las que registran el menor incremento de usuarios
de Internet, debido fundamentalmente a la carencia de infraestructura adecuada para las
telecomunicaciones.
A menudo, cuando se utiliza el término “global” en relación con los medios o la industria de la
comunicación, éste se refiere primordialmente a la extensión de la cobertura, y así la popularidad
de la televisión por satélite y las redes de computación sirven como evidencia para demostrar la
globalización de la comunicación.
Efectivamente, nunca antes en el curso de la historia había sido posible sintonizar el mismo canal
de televisión en más de 150 países, y tampoco había habido un medio de comunicación que
lograra atraer a centenas de millones de usuarios. Sin embargo, como señala Ferguson25, los
vínculos creados por el así llamado proceso de globalización se limitan principalmente a los países
de la OCDE y del G7, los cuales constituyen un tercio de la población mundial. Y aún cuando un
medio, por ejemplo CNN, puede anotar a más
de 150 países en su mapa, el grado de penetración y consumo real presenta un panorama bastante
distinto. Como apunta Street26, el hecho de que un producto esté presente en todos lados no
garantiza que logre el mismo nivel de popularidad, ni tampoco adquiera la misma importancia,
significación o respuesta. No es ningún secreto que las audiencias de CNN normalmente sólo
incluyen a un fragmento pequeño de la población nacional.

2. GLOBALIZACIÓN Y CULTURA
Para esclarecer el estatuto de la cultura dentro de la globalización es necesario precisar
previamente lo que se entiende por cultura.
Según G. Giménez, la cultura es “la organización social de significados interiorizados por los
sujetos y los grupos sociales, y encarnados en formas simbólicas, todo ello en contextos
históricamente específicos y socialmente estructurados”.27 Esta definición nos permite distinguir,
por una parte, entre formas objetivadas (“bienes culturales”, “artefactos”, “cultura material”) y
formas subjetivadas de la cultura (disposiciones, actitudes, estructuras mentales, esquemas
cognitivos, etc.); pero por otra parte nos hace entender que las formas objetivadas de cultura no
son una mera colección de cosas que tienen sentido en sí mismas y por sí mismas, sino en relación
con la experiencia de los sujetos que se las apropian, sea para consumirlas, sea para convertirlas
en su entorno simbólico inmediato. “Con otras palabras, no existe cultura sin sujeto ni sujeto sin
cultura”.28
Una de los defectos de muchos estudios dedicados a la globalización de la cultura radica
precisamente en la tendencia a privilegiar sus formas objetivadas –productos, imágenes,
artefactos, informaciones-, sin hacer la más mínima referencia al significado que les confieren sus
productores, usuarios o consumidores en un determinado contexto de recepción. Así, al referirse a
las manifestaciones de la cultura globalizada29, dichos estudios elaboran una enorme lista de los
llamados iconos de la globalización (Mac Donald’s, Coca-Cola, Disney, Kodak, Sony, Gillette,
Mercedes-Benz, Levi’s, Microsoft y Marlboro), “sin la menor referencia a los significados que
revisten estos productos para los sujetos que se los apropian o consumen”,30 y soslayando el
hecho de que el mero consumo bienes “desterritorializados” de circulación mundial no convierte a
nadie en partícipe de una supuesta cultura global de masas, “como beber Coca-Cola no convierte a
un ruso en norteamericano, ni comer sushi convierte a un americano en japonés”.31
En el proceso de globalización se pueden observar dos tendencias aparentemente contradictorias:
por una parte la tendencia a la convergencia u homogeneización cultural, ligada a la cultura
mediática, al mercantilismo generalizado y al consumismo; y por otra la tendencia a la
proliferación y a la heterogeneidad cultural.
La primera tendencia se fundamenta en el hecho de que con la globalización el vínculo entre
cultura y territorio se ha ido gradualmente rompiendo y se ha creado un espacio cultural
electrónico sin un lugar geográfico preciso. La transmisión de la cultura occidental,
crecientemente mediatizada por los medios de comunicación, ha ido superando las formas
personales y locales de comunicación y ha introducido un quiebre entre los productores y los
receptores de formas simbólicas. La existencia de conglomerados internacionales de
comunicaciones que monopolizan la producción de noticias, series de televisión y películas es un
aspecto relevante de este quiebre.32 En virtud de todo esto algunos interpretan esta tendencia
como un proceso convergente hacia la conformación de una única cultura global capitalista o
como expresión de un imperialismo cultural.
Según datos de la UNESCO, en 1990 de las 300 empresas más importantes de información y
cumunicación, 144 eran norteamericanas, 80 de la Unión Europea y 49 japonesas, es decir, la
inmensa mayoría. De las 75 primeras empresas de prensa, 39 eran norteamericanas, 25 europeas y
8 japonesas. De las 88 primeras firmas de informática, 39 eran norteamericanas, 19 europeas y 7
japonesas. De las 158 primeras empresas fabricantes de material de comunicación, 75 eran de
Estados Unidos, 36 europeas y 33 japonesas. Datos tomados de J.A. Zamora, “Globalización y
cooperación al desarrollo: desafíos éticos.
Como crítica a esta interpretación hay que señalar que la supuesta existencia y hegemonía de una
cultura capitalista global no deben extrapolarse a partir de la mera localización urbana o
suburbana de bienes de consumo global introducidos mediante el libre comercio, las franquicias,
la publicidad y la inmigración internacional. La omnipresencia de la Pizza Hutt o el Burger King
en el ámbito urbano no implica por sí misma la norteamericanización o la globalización cultural
capitalista, y mucho menos cambios en la identidad cultural. Como ya se destacó antes, “los
productos culturales no tienen significado en sí mismos y por sí mismos, al margen de su
apropiación subjetiva; y nuestra cultura / identidad no se reduce a nuestros consumos
circunstanciales”.34
Sin embargo, el capitalismo transnacional puede inducir, mediante el concurso convergente de los
medios de comunicación, de la publicidad y del marketing incesante, una actitud cultural
ampliamente difundida y estandarizada que puede llamarse mercantilista o consumista. En este
caso ya se puede hablar de un proceso de homogeneización cultural orientado a la conformación
de lo que algunos llaman una cultura del mercado, entendida como “un determinado conjunto de
modos de pensar, de comportamientos y de estilos de vida, de valores sociales, patrones estéticos
y símbolos que contribuyen a reforzar y consolidar en las personas la hegemonía de la economía
de mercado”.35
En efecto, la cultura de mercado atribuye a las mercancías un valor simbólico y no sólo la
inmediata finalidad de satisfacer una necesidad humana. Se trata de consumir marcas a las cuales
se les atribuye un predicado simbólico,”una cualidad inmaterial (más elevada), que no está
presente en la cosa misma, pero que constituye su imagen, y que la reviste de un valor económico
superior a las demás mercancías”.36 Esto estimula a las personas a desear más de lo que necesitan
para su vida, pues se crea una confusión entre deseo (siempre abierto e insaciable) y necesidades
(necesidades humanas básicas, impostergables), y les exacerba una especie de impulso mimético
que las lleva “a buscar sistemáticamente la identificación con los patrones de vida,
comportamientos, gustos y valores de las clases más ricas”.
Como consecuencia de la extensión e influjo de esta cultura, se puede observar en importantes
segmentos de población de las sociedades occidentales el avance de lo que algunos llaman la
“corrosión del carácter”38, el sálvese quien pueda y el consumismo más alienante, mientras que,
paralelamente, proliferan las crisis personales y la infelicidad colectiva. En la “sociedad del
espectáculo”39, los individuos se relacionan entre sí a través del espectáculo, y en función de éste,
configurándose una sociedad de masas, crecientemente atomizada y pasiva. La banalidad y el
hedonismo insolidario de la sociedad del “entretenimiento” se consolidan, al mismo tiempo que
progresa la decrepitud moral individual y colectiva. Lo cual crea el caldo de cultivo idóneo para la
proliferación de toda suerte de comportamientos asociales, individuales y colectivos. 40
Ignacio Ellacuría ya nos había advertido sobre esta "malicia intrínseca" del capitalismo, inserta en
los dinamismos reales del sistema capitalista: “modos abusivos y/o superficiales y alienantes de
buscar la propia seguridad y felicidad por la vía de la acumulación privada, del consumismo y del
entretenimiento; sometimiento a las leyes del mercado consumista, promovido
propagandísticamente en todo tipo de actividades, incluso en el terreno cultural; insolidaridad
manifiesta del individuo, de la familia, del Estado en contra de otros individuos, familias o
Estados... La dinámica fundamental de venderle al otro lo propio al precio más alto posible y de
comprarle lo suyo al precio más bajo posible, junto con la dinámica de imponer las pautas
culturales propias para tener dependientes a los demás, muestra a las claras lo inhumano del
sistema, construido más sobre el principio del hombre lobo para el hombre que sobre el principio
de una posible y deseable solidaridad universal”.
Por esta razón fundamental, para Ellacuría el problema de la universalización de la forma de vida
occidental no es sólo ecológico, sino principalmente un problema cultural e ideológico, que tiene
que ver con el mismo modelo de ser humano que promueve el capitalismo y la oferta de
humanización y de libertad que hacen los países ricos a los países pobres: “[...] el estilo de vida
propuesto en y por la mecánica de su desarrollo no humaniza, no plenifica ni hace feliz, como lo
demuestra, entre otros índices, el creciente consumo de drogas, constituido en uno de los
principales problemas del mundo desarrollado. Ese estilo de vida está movido por el miedo y la
inseguridad, por la vaciedad interior, por la necesidad de dominar para no ser dominado, por la
urgencia de exhibir lo que se tiene, ya que no se puede comunicar lo que se es”.42
No cabe duda de que hay elementos de verdad en la interpretación de la globalización cultural
como una tendencia hacia la conformación de una monocultura capitalista a escala global, pero es
necesario matizarlos, porque la idea de una cultura mundial capitalista, desterritorializada y
convergente no considera suficientemente el hecho de que las culturas de los países periféricos no
han sido ajenas a los conflictos, las imposiciones, las “colonizaciones”, las disoluciones
coercitivas, etc., ya antes de su contacto con la cultura occidental. Todas las culturas tienen un
carácter híbrido y están sometidas a imposiciones exteriores, lo que no excluye la existencia de
formas propias de recepción, adaptación y resistencia, por lo que se no se puede afirmar que la
globalización conlleve necesariamente una integración homogeneizadora, ni un proceso de
nivelación mundial.43
En consecuencia, en lo que se refiere a la segunda tendencia de la globalización cultural que
mencionamos, hay que afirmar que la globalización va siempre acompañada de localización y
heterogeneidad. Como dice U. Beck, “‘global’ significa traducido y ‘conectado a tierra’, ‘en
muchos lugares a la vez’ y, por lo tanto es sinónimo de translocal.”44 Roland Robertson expresa
esto mismo con su neologismo “glocalización”, una mezcla de globalización y localización, dos
fenómenos que no son mutuamente excluyentes. Si bien es cierto existen algunas formas de
homogenización cultural en el mundo, ellas nunca reducen las culturas locales a lo
“norteamericano” o a lo “internacional”. Robertson critica así las nociones comunes del
imperialismo cultural. Estas asocian, en síntesis, globalización con homogeneización en cuanto
occidentalización o americanización del planeta. Sin negar las relaciones asimétricas de poder
entre culturas, Robertson enfatiza cuatro aspectos: 1) la capacidad de los individuos y grupos
locales de procesar de muy distintas formas la comunicación que reciben desde el Centro; 2) la
forma en que los mayores productores de cultura global adaptan sus productos a los mercados
locales; 3) la conversión de símbolos nacionales en objeto de interpretación y consumo globales,
perdiendo así su "esencia nacional"; 4) la importancia de los flujos de ideas y prácticas
provenientes de la Periferia.45
Beck comparte en líneas generales la postura desarrollada por Robertson. La siguiente cita podría
ser una buena síntesis de la postura de ambos autores: "(..) Las generalizaciones a nivel mundial,
así como la unificación de instituciones, símbolos y modos de conducta (por ejemplo, McDonald,
los vaqueros, la democracia, la tecnología de la información, la banca, los derechos humanos, etc.)
y el nuevo énfasis, descubrimiento e incluso defensa de las culturas e identidades culturales
(islamización, renacionalización, pop alemán y rai norteafricano, carnaval africano en Londres o
la salchicha blanca de Hawai), no constituyen ninguna contradicción".46
Además, como señala G. Giménez, no es cierto que en nuestras ciudades “no se puede ir a otro
sitio que no sea a las tiendas”47. La cultura consumista sólo afecta a una franja reducida de la
población urbana, y ni siquiera agota la totalidad de sus manifestaciones culturales. La ciudad
latinoamericana es también el lugar de la diferenciación, de la balcanización y de la
heterogeneidad cultural. En ella encontramos una compleja yuxtaposición de las culturas más
diversas: la cultura cosmopolita de la elite transnacional, la cultura consumista de la clase media
adinerada y de los receptores de remesas, la cultura-pop de amplios sectores juveniles, las culturas
religiosas mayoritarias o minoritarias, la cultura de masas inducida por complejos sistemas
mediáticos nacionales y transnacionales, la cultura artística de las clases cultivadas, las culturas
étnicas de los enclaves indígenas, la cultura obrera de las zonas industriales, las culturas populares
de las comunidades de origen campesino, las culturas barriales y municipales de antigua
sedimentación, etc.
Aunque esta proliferación de culturas urbanas aparentemente dispersas, segmentadas y
descentradas se encuentra implícita o explícitamente jerarquizada por poderosos actores culturales
(el Estado, las Iglesias, los medios de comunicación, las industrias culturales, etc.), se hace muy
difícil postular la existencia en nuestras ciudades de una masa culturalmente homogénea y con una
sola identidad colectiva.48
Hay que entender que la globalización cultural no es un fenómeno teleológico, es decir, no se trata
de un proceso que conduce inexorablemente a un fin que sería la comunidad humana universal
culturalmente integrada, sino que es un proceso contingente y dialéctico que avanza engendrando
dinámicas contradictorias. Al mismo tiempo que universaliza algunos aspectos de las sociedades
occidentales, fomenta la intensificación de diferencias. “Por una parte introduce instituciones y
prácticas parecidas pero por otra las reinterpreta y articula en relación con prácticas locales. Crea
comunidades y asociaciones transnacionales pero también fragmenta comunidades existentes;
mientras por una parte facilita la concentración del poder y la centralización, por otra genera
dinámicas descentralizadoras; produce hibridación de ideas, valores y conocimientos pero también
prejuicios y estereotipos que dividen”.
En este sentido, G. Giménez señala “que nuestras ciudades modernas se parecen un poco a la
ciudad antigua oriental descrita por Max Weber como un agregado de pobladores de origen
externo, procedentes de las periferias rurales, cargando cada cual con sus respectivos dioses y
cultos familiares. Estos pobladores podían habitar el uno junto al otro y mantener entre sí
relaciones funcionales y utilitarias relacionadas con el mercado y la administración citadina, pero
desde el punto de vista cultural constituían una masa heterogénea, carente de identidad colectiva.
Según Max Weber, sólo en la ciudad medieval se produce una fusión cultural significativa,
conducente a un profundo sentido de identidad colectiva, gracias a la acción del cristianismo que
le aporta sus catedrales, sus obispos, sus ritos festivos y sus santos patronos... En resumen: la
ciudad moderna, como la ciudad antigua oriental, es el lugar de las memorias débiles y
fragmentadas y, por eso mismo, de la evaporación lenta de las identidades colectivas. Por eso la
sentimos cada vez menos como “place”, es decir, como lugar existencialmente apropiado, y cada
vez más como espacio abstracto, como jungla, como “no lugar”.
Todo lo anterior no significa que la dinámica del capitalismo global no represente una amenaza a
la diversidad cultural del planeta. En principio puede afirmarse que la pluralidad y diversidad de
identidades culturales pertenece a la forma de ser esencialmente histórica de los seres humanos y
que esa diversidad no es eliminable. Esto no significa que las identidades culturales sean
realidades estáticas e inmutables. Más bien se encuentran en permanente transformación y
contacto. Sin embargo, este argumento no puede utilizarse para minimizar las consecuencias de
las formas hegemónicas de contacto cultural. La consecuencia está bien patente en la actualidad:
la rápida extinción de muchas lenguas, la destrucción total o parcial de los mecanismos materiales
y sociales tradicionales de reproducción, el eclipse de las culturas étnicas y campesinas, la
imposición desde posiciones de poder de los patrones culturales de los “invasores” o de los
“conquistadores”, como en los casos recientes de Afganistán e Irak.
Por otra parte, J. A. Zamora destaca que “los trabajos etnográficos que muestran las diferentes
maneras de reaccionar y apropiarse los productos culturales de la industria mediática, no pueden
obviar que dicha industria puede convertir a cualquier personaje de una serie televisiva en
elemento cotidiano del universo simbólico de millones de seres humanos de distintos pueblos y
culturas, independientemente de cómo éstos interpreten luego su figura. Y tampoco que la
posibilidad de que las culturas que carecen del respaldo económico y técnico de la occidental sólo
puedan hacerse presentes en el universo mediático global en formas devaluadas de presencia, que
dichas culturas escasamente pueden controlar”.
De ahí que haya que matizar un poco las tesis de Beck y Robertson sobre la relación entre lo
global y lo local. Dada la asimetría evidente en el plano cultural, lo que se puede afirmar es que lo
global restringe lo local. Lo segundo puede efectivamente determinar lo primero, pero es más
fuertemente determinado por éste, lo que no quiere decir que lo global lo asimile y lo homogenice,
“sino que lo global en el espacio de sus posibilidades prácticas de darse forma y expandirse
establece el espacio (im)posible de conformarse y expresarse lo local. Las diferencias espacio-
temporales no desaparecen, pero son modificadas con arreglo a la racionalidad propia de la
actividad globalizada correspondiente”. 51

3. GLOBALIZACIÓN E IDENTIDAD
En este apartado abordaremos brevemente el problema del impacto de la globalización sobre las
identidades individuales y colectivas. Este problema se relaciona estrechamente con lo dicho sobre
el estatuto de la cultura dentro de la globalización, “porque la identidad, que se predica siempre de
sujetos o de actores sociales, resulta en última instancia de la interiorización distintiva y
contrastiva de una determinada matriz cultural”.52
Cuando hablamos de identidad nos referimos, no a una especie de alma o esencia con la que
nacemos, sino que a un proceso de construcción en la que los individuos y grupos se van
definiendo a sí mismos en estrecha relación con otras personas y grupos.53 La construcción de
identidad es así un proceso social en un doble sentido: primero, los individuos se definen a sí
mismos en términos de ciertas categorías sociales compartidas, culturalmente definidas, tales
como familia, religión, género, clase, etnia, sexualidad, nacionalidad que contribuyen a especificar
al sujeto y a su sentido de identidad. Estas categorías podríamos llamarlas identidades culturales o
colectivas, y constituyen verdaderas “comunidades imaginadas”.54 Segundo, la identidad implica
una referencia a los “otros” en dos sentidos. Primero, los otros son aquellos cuyas opiniones
acerca de nosotros internalizamos, cuyas expectativas se transforman en nuestras propias
autoexpectativas. Pero también son aquellos con respecto a los cuales queremos diferenciarnos.
Así define a la nación Benedict Anderson, pero esta definición puede extenderse a otras
identidades culturales. Estas comunidades son imaginadas en el sentido de que los sentimientos de
lealtad y compromiso nunca implican un conocimiento real de todos sus miembros.
La identidad de los individuos es así multidimensional, y no “fragmentada” en múltiples
identidades, como afirman los teóricos postmodernos.55 De aquí la necesidad de precisar, cuando
se habla del impacto de la globalización sobre las identidades, si se está hablando desde la
perspectiva de los sujetos individuales, o se está enfocando directamente a sujetos colectivos tales
como grupos étnicos, movimientos sociales, comunidades religiosas, organizaciones políticas o
colectivos nacionales.
Si se asume el punto de vista de los individuos, se pueden reconocer, por ejemplo, la presencia de
identidades cosmopolitas, que correspondería a aquellos individuos pertenecientes a una elite
urbana sumamente abierta a los cambios de escala global, que habla inglés y comparte modos de
consumo, estilos de vida, empleos del tiempo y hasta expectativas biográficas similares. Aquí se
ubicarían las identidades de los individuos pertenecientes a la “nueva clase transnacional
productora de servicios”57 y las identidades de los integrantes de la elite internacional integrada
por altos diplomáticos, jefes de Estado, funcionarios de organismos humanitarios mundiales y
representantes de organizaciones internacionales.
Para algunos postmodernistas como Kellner la redefinición de la identidad en la postmodernidad
tiene carácter radical. Si la identidad moderna era un “asunto serio”, que definía a la persona en
aspectos fundamentales y no se cambiaba fácilmente, la identidad postmoderna parece un juego de
imágenes y de entretención basado en las apariencias y el consumo, que se puede cambiar a
voluntad según los saltos de la moda. Así, la identidad hoy día, según Kellner, ha llegado a ser un
juego libremente elegido, una presentación teatral del sí mismo, en la cual uno puede presentarse
en una variedad de roles, imágenes y actividades, relativamente despreocupado de las alteraciones,
transformaciones y cambios dramáticos. Piensa que en la época actual la gente ha aumentado su
libertad para jugar con su propia identidad y para cambiar su vida en forma dramática, pero
también entiende que esto puede llevar a una vida desarticulada y fragmentada, sujeta a modas y
campañas publicitarias. El problema está en que Kellner parece entender por identidad la mera
apariencia externa. Es cierto que uno puede jugar con su apariencia externa tratando de imitar
modelos culturales -uno puede cultivar una imagen-, pero esto no siempre toca los aspectos más
básicos de la identidad.
Según Giménez, los individuos de esta clase son los que participan frecuentemente de reuniones
internacionales, reciben y envían una gran cantidad de faxes y correos electrónicos, toman
decisiones en materia de inversiones y transacciones de alcance transnacional, editan noticias,
diseñan y lanzan al mercado global nuevos productos, y viajan por el mundo entero por motivos
de negocios o de placer. Poseen así una identidad totalmente funcional a la dinámica de la
globalización capitalista.
Se pueden observar también identidades de individuos que combinan sin mayores conflictos su
inserción funcional en redes desterritorializadas con otras dimensiones más tradicionales y
territorializadas de su identidad personal. Gilberto Giménez cita como caso emblemático de este
tipo de identidades el caso de Papu, un empresario hindú cuya acción como hombre de negocios,
ligada al comercio internacional, “se inscribe en el interior de sus comunidades locales próximas y
ordenadas en círculos concéntricos: su familia, la comunidad jaïn a la que pertenece juntamente
con toda su parentela, y la India como nación. Por eso este hombre, aún cuando se encuentra
trabajando en su oficina, rodeado de computadoras, se vuelve de tanto en tanto con las manos
juntas hacia el templo hinduista cercano e invoca, según su estado de ánimo, a diferentes
divinidades hindúes”.59
Finalmente, se puede observar el impacto que produce en la subjetividad y la identidad personal
de nuestros emigrantes legales e ilegales el tipo de trabajo que realizan en las empresas
norteamericanas con las que entran en contacto. Según datos aportados por Giménez, los
trabajadores experimentan su inserción en dichas empresas “como la entrada a una prisión donde
se los discrimina social y racialmente, se les obliga a someterse a la dura e inhumana disciplina de
trabajo impuesta por los patrones, y se los mantiene bajo control y vigilancia permanente”.60
Como consecuencia de esto, los trabajadores se adaptan exteriormente a las exigencias del trabajo,
pero mantienen íntimamente las dimensiones más profundas de su identidad, como su pertenencia
familiar, étnica o religiosa. Así estos trabajadores piensan frecuentemente en su lugar de origen, y
se lo representan como un espacio de libertad que contrasta con su actual situación, pero también
como un espacio donde la supervivencia resulta problemática.
Respecto a las identidades colectivas, hay que desechar la idea de una identidad global. El
obstáculo mayor para poder hablar de “identidad global” o de “identidades globales” radica en la
dificultad de detectar un repertorio cultural propiamente global, cuya apropiación subjetiva y
distintiva por parte de los actores sociales pudiera dar lugar a un sentimiento de pertenencia
también global ad intra, y de diferenciación ad extra, con respecto a un “afuera”. Toda identidad
implica no sólo compartir una memoria y un repertorio de símbolos comunes, sino también
establecer fronteras con respecto a un “afuera”, a un espacio exterior.61
Ya hemos señalado que no existe una cultura global, sino sólo una cultura globalizada en el
sentido de la interconexión creciente entre todas las culturas en virtud de las tecnologías de
comunicación. En el ámbito global, el panorama de la cultura se nos presenta más bien como una
inmensa pluralidad de culturas locales crecientemente interconectadas entre sí, aunque siempre
jerarquizadas por la estructura del poder62, a las que se añaden, también en forma creciente,
numerosos y variados flujos culturales desprovistos de una clara vinculación con un determinado
territorio. El prototipo de estas culturas desterritorializadas sería el intercambio de bienes,
informaciones, imágenes y conocimientos, sustentado por redes globales de comunicación y
dotado de cierta autonomía al nivel mundial. Aquí se ubicarían tanto la cultura que corresponde a
la cultura de los bienes de consumo de circulación mundial como la que corresponde a la “cultura
popular” norteamericana y europea, es decir, la cultura transmitida por los medios masivos de
comunicación.
El espacio donde aparentemente se manifiesta con mayor nitidez la globalización es en este último
tipo de cultura, es decir, el espacio de los flujos de imágenes, narrativas, dramaturgias,
espectáculos, programas musicales, entretenimientos e informaciones transmitidas por las redes
mundiales de los media (periódicos, revistas, televisión, cine, etc.). Los mismos artistas, la misma
música, las mismas películas y los mismos programas de televisión son difundidos por un grupo
reducido de corporaciones trasnacionales63 y consumidos en prácticamente todos los países del
mundo.
Sin embargo, no se puede afirmar que exista una cultura popular global bajo una forma unitaria.64
Lo que se presenta como una cultura global no es más que la cultura dominante de ciertas partes
del globo a la que no todos los habitantes del planeta tienen igual acceso. Se trata de una cultura
que emerge en su mayor parte de lugares específicos del mundo (Estados Unidos y Europa), y es
manufacturada y distribuida por corporaciones radicadas en los EE.UU., Europa y Japón.
Además, como ya lo apuntamos más arriba, los procesos de producción y de circulación de los
mensajes son efectivamente globales, pero su apropiación adquiere siempre un sentido localmente
contextualizado.65 El consumo de la cultura popular o “cultura de masas” tiene siempre un
significado local y contextual. Así, el proceso de globalización puede definir la distribución, pero
no el consumo de los productos culturales. Esto quiere decir que la idea de una cultura global
unitaria es también vulnerable frente al argumento de que no existe un proceso global de
interpretación cultural. El mismo producto visual o musical no provoca la misma respuesta en
todos los lugares donde se lo ve o se lo oye. “En la cultura popular, el contexto de recepción es
determinante y vital”.66
De lo anterior se concluye “la necesidad de deslindarse de cierta retórica hiperbólica que no sólo
da por hecho la emergencia de una cultura global, sino también la celebra con acentos triunfalistas
y cuasi-utópicos”.67 Es la retórica discursiva que circula difusamente en el ámbito de las
corporaciones transnacionales, de los especialistas en publicidad y de los expertos en marketing,
que difunde una especie de ideología de la comunidad global.
Así como no se puede afirmar la existencia de identidades globales, tampoco se puede afirmar la
existencia supuestas identidades macro-regionales, como la Unión Europea, el Caribe o la
América Latina. Como señala Giménez, lo más que se puede conceder es que se trata de
identidades colectivas frágiles y más bien metafóricas, incapaces de ser movilizadas como actores
colectivos en función de algún proyecto o ideal común. En lo que respecta particularmente a
América Latina, el “sueño de Bolívar” nunca pudo concretarse debido a la heterogeneidad
extrema y a la balcanización temprana de la región.69
Lo anterior significa que, pese a la globalización, la mayor parte de la población mundial sigue
identificándose por referencia a una comunidad nacional, aunque hayan cambiado o se hayan
debilitado las funciones del Estado-nación.
En lo que respecta a identidades colectivas, el fenómeno más relevante es la formación de lo que
Manuel Castells llama “identidades de resistencia”, que serían aquellas identidades formadas en
reacción directa contra los efectos excluyentes y polarizantes de la globalización. Castells parte de
una concepción de la identidad como construcción de sentido y experiencia para el actor social
dentro de un contexto marcado por relaciones de poder. 70 A partir de esto Castells propone una
distinción crucial entre identidades legitimadoras e identidades de resistencia. Las primeras son
promovidas por las instituciones dominantes de la sociedad para sustentar y expandir su
dominación. Las segundas se generan por actores que están en posiciones devaluadas y
estigmatizadas por la lógica de la dominación y surgen como una forma comunitaria de resistencia
contra la opresión. 71
La revolución tecnológica y la globalización económica son los rasgos más destacados de la
sociedad emergente, que Castells denomina sociedad-red. Pero, al mismo tiempo, afirma Castells,
ha habido "una marejada de vigorosas expresiones de identidad colectiva que desafían la
globalización y el cosmopolitismo en nombre de la singularidad cultural y del control de la gente
sobre sus vidas y entornos".72 Es el caso de los movimientos progresistas, como el feminismo o el
ecologismo, pero también de "movimientos reactivos que construyen trincheras de resistencia en
nombre de Dios, la nación, la etnia, la familia, la localidad, esto es, las categorías fundamentales
de la existencia milenaria, ahora amenazadas bajo el asalto combinado y contradictorio de las
fuerzas tecnoeconómicas y los movimientos sociales transformadores"73
De esta forma han ido surgiendo el fundamentalismo islámico, el fundamentalismo cristiano
norteamericano, los nacionalismos de la modernidad tardía que terminaron por fragmentar a la
Unión Soviética y Yugoslavia, el movimiento Zapatista en México, el culto de Aum Shinrikyo en
Japón, los movimientos ecologistas y feministas, movimientos gay, etc. Todos ellos expresan
identidades de resistencia de colectivos que resienten la pérdida de control sobre sus vidas, sus
trabajos y sus países. Como se puede notar, estas identidades son múltiples y muy diversificadas;
además, pueden ser progresistas o reaccionarias, y utilizan cada vez más las tecnologías de la
comunicación. En todas partes estas nuevas identidades desafían la globalización y al
cosmopolitismo, reivindicando el particularismo cultural y el control de los pueblos sobre su vida
y su entorno ecológico.
En suma, la globalización y la lógica dominante de la sociedad de redes ha engendrado sus
propios desafíos que han tomado la forma de identidades colectivas de resistencia, o, lo que es lo
mismo, ha determinado el paso de las identidades de legitimación a las identidades de resistencia.
En este contexto, Castells apuesta a la formación de identidades progresistas y prospectivas bajo la
forma de movimientos sociales de resistencia a la globalización capitalista.
Cultura e identidad: una pareja conceptual indisociable
En esta conferencia me propongo desarrollar la relación simbiótica que, en mi opinión, existe
entre cultura e identidad. Así formulado, el tema exige lógicamente definir primero qué
entendemos por cultura e identidad, porque sólo así podremos precisar sus relaciones recíprocas.
Ya adelanto desde ahora que, si bien defenderé la indisociabilidad conceptual entre cultura e
identidad, también afirmaré que, si se asume una perspectiva histórica o diacrónica, no existe una
correlación estable o inmodificable entre las mismas, porque vistas las cosas en el mediano o largo
plazo, la identidad se define primariamente por sus límites y no por el contenido cultural que en
un momento determinado marca o fija esos límites.
Por último, si tenemos tiempo abordaré, a la luz de las grandes tesis previamente planteadas, un
tema más concreto que suele estar muy presente en los debates contemporáneos sobre la cultura y
que puede interesar particularmente a los promotores culturales: el multiculturalismo.
Comenzaré planteando la tesis fundamental que me propongo sustentar: los conceptos de cultura e
identidad son conceptos estrechamente interrelacionados e indisociables en sociología y
antropología. En efecto, nuestra identidad sólo puede consistir en la apropiación distintiva de
ciertos repertorios culturales que se encuentran en nuestro entorno social, en nuestro grupo o en
nuestra sociedad. Lo cual resulta más claro todavía si se considera que la primera función de la
identidad es marcar fronteras entre un nosotros y los “otros”, y no se ve de qué otra manera
podríamos diferenciarnos de los demás si no es a través de una constelación de rasgos culturales
distintivos. Por eso suelo repetir siempre que la identidad no es más que el lado subjetivo (o,
mejor, intersubjetivo) de la cultura, la cultura interiorizada en forma específica, distintiva y
contrastiva por los actores sociales en relación con otros actores.
Por consiguiente, para entender la identidad se requiere entender primero qué es cultura, y eso es
lo que vamos a hacer a continuación.

Breve incursión en el territorio de la cultura


Como acabo de señalar, los conceptos de identidad y de cultura son inseparables, por la sencilla
razón de que el primero se construye a partir de materiales culturales. No puedo desarrollar aquí,
por supuesto, todo el proceso histórico de formación del concepto de cultura en las ciencias
sociales. Diré simplemente que hemos pasado de una concepción culturalista que definía la
cultura, en los años cincuenta, en términos de “modelos de comportamiento”, a una concepción
simbólica que a partir de Clifford Geertz, en los años setenta, define la cultura como “pautas de
significados”. Por consiguiente, Geertz restringe el concepto de cultura reduciéndolo al ámbito de
los hechos simbólicos. Este autor sigue hablando de “pautas”, pero no ya de pautas de
comportamientos sino de pautas de significados, que de todos modos constituyen una dimensión
analítica de los comportamientos (porque lo simbólico no constituye un mundo aparte, sino una
dimensión inherente a todas las prácticas). Vale la pena recordar el primer capítulo del libro de
Clifford Geertz La interpretación de las culturas (1992), donde afirma, citando a Max Weber, que
la cultura se presenta como una “telaraña de significados” que nosotros mismos hemos tejido a
nuestro alrededor y dentro de la cual quedamos ineluctablemente atrapados (p. 20).
Pero demos un paso más: no todos los significados pueden llamarse culturales, sino sólo
aquellos que son compartidos y relativamente duraderos, ya sea a nivel individual, ya sea a nivel
histórico, es decir, en términos generacionales (Strauss y Quin, 1997: 89 ss.). Así, por ejemplo,
hay significados vinculados con mi biografía personal que para mí revisten una enorme
importancia desde el punto de vista individual e idiosincrásico, pero que ustedes no comparten y
tampoco yo deseo compartir. A éstos no los llamamos significados culturales. Y tampoco son tales
los significados efímeros de corta duración, como ciertas modas intelectuales pasajeras y volátiles.
A esto debe añadirse otra característica: muchos de estos significados compartidos pueden revestir
también una gran fuerza motivacional y emotiva (como suele ocurrir en el campo religioso, por
ejemplo). Además, frecuentemente tienden a desbordar un contexto particular para difundirse a
contextos más amplios. A esto se le llama “tematicidad” de la cultura, por analogía con los temas
musicales recurrentes en diferentes piezas o con los “motivos” de los cuentos populares que se
repiten como un tema invariable en muchas narraciones. Así, por ejemplo, el símbolo de la
maternidad, que nosotros asociamos espontáneamente con la idea de protección, calor y amparo,
es un símbolo casi universal que desborda los contextos particulares. Recordemos la metáfora de
la “tierra madre” que en los países andinos se traduce como la “Pacha Mama”.
En resumen: la cultura no debe entenderse nunca como un repertorio homogéneo, estático e
inmodificable de significados. Por el contrario, puede tener a la vez “zonas de estabilidad y
persistencia” y “zonas de movilidad” y cambio. Algunos de sus sectores pueden estar sometidos a
fuerzas centrípetas que le confieran mayor solidez, vigor y vitalidad, mientras que otros sectores
pueden obedecer a tendencias centrífugas que los tornan, por ejemplo, más cambiantes y poco
estables en las personas, inmotivados, contextualmente limitados y muy poco compartidos por la
gente dentro de una sociedad.
Pero lo importante aquí, como ya señalamos, es tener en cuenta que no todos los repertorios de
significados son culturales, sino sólo aquellos que son compartidos y relativamente duraderos.
Las consideraciones precedentes pueden parecer un tanto abstractas, pero basta un breve ejercicio
de reflexión y autoanálisis para percatarnos de su carácter concreto y vivencial. En efecto, si
miramos con un poco de detenimiento a nuestro alrededor, nos damos cuenta de que estamos
sumergidos en un mar de significados, imágenes y símbolos. Todo tiene un significado, a veces
ampliamente compartido, en torno nuestro: nuestro país, nuestra familia, nuestra casa, nuestro
jardín, nuestro automóvil y nuestro perro; nuestro lugar de estudio o de trabajo, nuestra música
preferida, nuestras novias, nuestros amigos y nuestros entretenimientos; los espacios públicos de
nuestra ciudad, nuestra iglesia, nuestras creencias religiosas, nuestro partido y nuestras ideologías
políticas. Y cuando salimos de vacaciones, cuando caminamos por las calles de la ciudad o
cuando viajamos en el metro, es como si estuviéramos nadando en un río de significados,
imágenes y símbolos. Todo esto, y no otra cosa, son la cultura o, más precisamente, nuestro
“entorno cultural”.
Pero necesitamos dar un paso más para destacar lo siguiente: por una parte los significados
culturales se objetivan en forma de artefactos o comportamientos observables, llamados también
“formas culturales” por John B. Thompson (1998: 202 y ss), por ejemplo, obras de arte, ritos,
danzas…; y por otra se interiorizan en forma de “habitus”, de esquemas cognitivos o de
representaciones sociales. En el primer caso tenemos lo que Bourdieu (1985: 86 ss.) llamaba
“simbolismo objetivado” y otros “cultura pública”, mientras que en el último caso tenemos las
“formas interiorizadas” o “incorporadas” de la cultura.
Por supuesto que existe una relación dialéctica e indisociable entre ambas formas de la cultura.
Por una parte, las formas interiorizadas provienen de experiencias comunes y compartidas,
mediadas por las formas objetivadas de la cultura; y por otra, no se podría interpretar ni leer
siguiera las formas culturales exteriorizadas sin los esquemas cognitivos o “habitus” que nos
habilitan para ello. Esta distinción es una tesis clásica de Bourdieu (1985: 86 ss.) que para mí
desempeña un papel estratégico en los estudios culturales, ya que permite tener una visión integral
de la cultura, en la medida en que incluye también su interiorización por los actores sociales. Más
aún, nos permite considerar la cultura preferentemente desde el punto de vista de los actores
sociales que la interiorizan, la “incorporan” y la convierten en sustancia propia. Desde esta
perspectiva podemos decir que no existe cultura sin sujeto ni sujeto sin cultura.
Estas consideraciones revisten considerable importancia para evaluar críticamente ciertas tesis
“postmodernas” como la de la “hibridación cultural”, que sólo toma en cuenta la génesis o el
origen de los componentes de las “formas culturales” (v.g. en la música, en la arquitectura y en la
literatura), sin preocuparse por los sujetos que las producen, las consumen y se las apropian
reconfigurándolas o confiriéndoles un nuevo sentido. Bajo este ángulo, la tesis carece de
originalidad, ya que sabemos desde Franz Boas que todas las formas culturales son híbridas desde
el momento en que se ha generalizado el contacto intercultural. Es una tesis trillada de lo que
suele llamarse “difusionismo” en Antropología. Pero las formas interiorizadas de la cultura se
caracterizan precisamente por la tendencia a recomponer y reconfigurar lo “híbrido”,
confiriéndole una relativa unidad y coherencia. Con otras palabras, no se puede interiorizar lo
híbrido en cuanto híbrido, ni mantener por mucho tiempo lo que los psicólogos llaman
“disonancias cognitivas” salvo en situaciones psíquicamente patológicas.
Resumamos lo expuesto de la siguiente manera: la cultura es la organización social del sentido,
interiorizado de modo relativamente estable por los sujetos en forma de esquemas o de
representaciones compartidas, y objetivado en “formas simbólicas”, todo ello en contextos
históricamente específicos y socialmente estructurados, porque para nosotros, sociólogos y
antropólogos, todos los hechos sociales se hallan inscritos en un determinado contexto espacio-
temporal.

3. La cultura como operadora de diferenciación


El siguiente paso es mostrar cómo las identidades se construyen precisamente a partir de la
apropiación, por parte de los actores sociales, de determinados repertorios culturales considerados
simultáneamente como diferenciadores (hacia afuera) y definidores de la propia unidad y
especificidad (hacia adentro). Es decir, la identidad no es más que la cultura interiorizada por los
sujetos, considerada bajo el ángulo de su función diferenciadora y contrastiva en relación con
otros sujetos. En efecto, ya Immanuel Wallerstein (1992: 31 ss.) señalaba que una de las funciones
casi universalmente atribuida a la cultura es la de diferenciar a un grupo de otros grupos. En este
sentido representa el conjunto de los rasgos compartidos dentro de un grupo y presumiblemente
no compartidos (o no enteramente compartidos) fuera del mismo. De aquí su papel de operadora
de diferenciación.
Ahora podemos entender por qué los conceptos de cultura y de identidad constituyen una pareja
indisociable. Y también podemos entender que la concepción que se tenga de la cultura va a
comandar la concepción correspondiente de la identidad. Si soy, por ejemplo, “posmoderno” y
concibo la cultura como esencialmente fragmentada, híbrida, descentrada y fluida, mi concepción
de la identidad también revestirá los mismos caracteres. Tal es el caso del sociólogo polaco
Zigmunt Bauman (1996; 2000; 2004), quien en varios de sus ensayos considera que en la sociedad
posmoderna todo es “líquido” (“globalización líquida”, “sociedades líquidas”, “amores líquidos”,
“identidades fluidas” etc.), negando de este modo toda estabilidad a los procesos sociales.

4. LA IDENTIDAD COMO ATRIBUTO RELACIONAL DE LOS ACTORES SOCIALES


El concepto de identidad es un concepto que se ha impuesto masivamente en las ciencias sociales
a partir de los años ochenta y más todavía en los noventa. El problema es que, sobre todo en
México, este concepto tiende a banalizarse, del mismo modo que el de cultura, porque todo el
mundo lo invoca hasta la saciedad sin preocuparse en lo más mínimo por definirlo o someterlo a
cierto rigor conceptual. Así como se tiende a ver cultura por todas partes – “cultura de la
violencia”, “narco-cultura”, “cultura del no pago”… -, parece que todo está dotado de identidad,
desde la “ciudadanía” abstracta hasta los parques públicos.
En las ciencias sociales, el recurso cada vez más frecuente al concepto de identidad se explica
porque se trata de un concepto necesario. Por ejemplo, sin el concepto de identidad no se podría
explicar la menor interacción social, porque todo proceso de interacción implica, entre otras cosas,
que los interlocutores implicados se reconozcan recíprocamente mediante la puesta en relieve de
alguna dimensión pertinente de su identidad. En este momento yo estoy asumiendo ante ustedes
una identidad de rol: la de expositor o conferencista, y ustedes están asumiendo una identidad de
rol complementaria: la de colegas que participan como oyentes en una de las conferencias
organizadas en el marco de este foro. Y gracias al reconocimiento recíproco de nuestras
respectivas identidades de rol podemos establecer una interacción fructífera y llena de sentido
entre nosotros. Este ejemplo banal nos está indicando que no es posible pensar siquiera la
sociedad sin el concepto de identidad, porque sin interacción social no hay sociedad.
Pasemos ahora a enunciar una tesis central en relación con la problemática de la identidad. Esta
tesis podría formularse así: la identidad se predica en sentido propio solamente de sujetos
individuales dotados de conciencia, memoria y psicología propias, y sólo por analogía de los
actores colectivos, como son los grupos, los movimientos sociales, los partidos políticos, la
comunidad nacional y, en el caso urbano, los vecindarios, los barrios, los municipios y la ciudad
en su conjunto.,
Como podrán comprobar, esta tesis es de suma importancia porque aquí suele haber muchas
confusiones. El gran problema en ciertos sectores de las ciencias sociales, sobre todo en México,
es la tendencia a “psicologizar” las categorías estadísticas, los grupos y los colectivos. Y es que
existen precedentes que presionan en esta dirección, como cierta literatura que de Samuel Ramos
hasta Octavio Paz busca definir nada menos que “la psicología del mexicano”. Así, para Samuel
Ramos el principio generador de la identidad del mexicano sería el complejo de inferioridad; para
Octavio Paz, la soledad; y para algún otro, la melancolía. Nadie pone en cuestión el valor literario
y hasta heurístico de la obra de estos autores. Más aún, para mí Octavio Paz, sobre todo en El
Laberinto de la Soledad (1994), es el Ortega y Gasset mexicano. Pero una cosa es el valor literario
y otra muy distinta la validez de las hipótesis sociológicas que se sustenta en lenguaje literario.
Hablar de la “psicología del mexicano”, de la “psicología de la mujer” o de la “psicología de la
juventud” me parece una aberración sociológica, porque se está hipostasiando y “psicologizando”
agregados estadísticos que no pueden ser tratados como si fueran actores sociales. No existe la
“psicología del mexicano” ni mucho menos esa famosa doble historia que señala Paz: la historia
aparente y la historia subterránea que desde los sacrificios aztecas y la Malinche habrían dejado
huellas traumáticas en la conciencia de los mexicanos. Lo grave del caso es que esta “sociología
literaria” puede provocar en sus lectores lo que Bourdieu llamaba “efecto de teoría”. Es decir,
como Octavio Paz es un autor muy reconocido y de vasta influencia, sus lectores pueden terminar
identificándose realmente con la imagen del mexicano diseñada en su “teoría”. De este modo la
teoría hace existir “performativamente” lo que antes de ella no existía.
Por todo esto considero muy importante la tesis según la cual la identidad se predica en sentido
propio solamente de los sujetos individuales dotados de conciencia, memoria y psicología
propias, y sólo por analogía de los actores colectivos.
Lo anterior nos conduce a otra tesis igualmente fundamental: la teoría de la identidad se inscribe
dentro de una teoría de los actores sociales. No es una casualidad que la teoría de la identidad haya
surgido en el ámbito de las teorías de la acción, es decir, en el contexto de las familias de teorías
que parten del postulado weberiano de la “acción dotada de sentido”. En efecto, no puede existir
“acciones con sentido” sin actores, y la identidad constituye precisamente uno de los parámetros
que definen a estos últimos.
Ahora bien, ¿cuáles son los parámetros fundamentales que definen a un actor social?
1) Todo actor ocupa siempre una o varias posiciones en la estructura social. Nadie puede
escaparse de esto, porque ni los individuos ni los grupos están colgados de las nubes. Los actores
son indisociables de las estructuras y siempre deben ser estudiados como “actores-insertos-en-
sistemas“(actors-in-system), dicen algunos sociólogos norteamericanos. En el espacio urbano, por
ejemplo, no podemos ni siquiera concebir un actor que no esté situado en algún lugar de la
estratificación urbana o de la estructura socio-profesional urbana. Y eso significa ocupar una
posición en la estructura social.
2) Ningún actor se concibe sino en interacción con otros, sea en términos inmediatos (cara a cara),
como en un vecindario; sea a distancia, como cuando me comunico por Internet con colegas que
viven en Cambridge o en París. Por consiguiente no podré concebir un actor social urbano que no
esté en interacción con otros sea en espacios públicos, sea dentro de un vecindario, dentro de un
barrio, dentro de una zona urbana especializada o a escala de toda una aglomeración urbana
3) Todo actor social está dotado de alguna forma de poder, en el sentido de que dispone siempre
de algún tipo de recursos que le permite establecer objetivos y movilizar los medios para
alcanzarlos. Yo, por ejemplo, carezco del poder burocrático que tienen algunos de mis colegas en
la Universidad (porque no nací en México y si bien soy ciudadano mexicano, soy ciudadano de
segunda), pero supongo que tengo alguna forma de poder, alguna capacidad de decisión por lo
menos en mi casa o entre mis estudiantes.
4) Todo actor social está dotado de una identidad. Ésta es la imagen distintiva que tiene de sí
mismo el actor social en relación con otros. Se trata, por lo tanto, de un atributo relacional y no de
una “marca” o de una especie de placa que cada quien lleva colgado del cuello.
5) En estrecha relación con su identidad, todo actor social tiene también un proyecto, es decir,
algún prospecto para el futuro, alguna forma de anticipación del porvenir. Un mismo actor social
puede tener múltiples proyectos: algunos son “proyectos de vida cotidiana” (por ejemplo, ir al cine
el próximo fin de semana); otros, en cambio, son “proyectos de sociedad” (v.g., proyectos
políticos, proyectos de desarrollo urbano). El proyecto (personal o colectivo) está muy ligado con
la percepción de nuestra identidad, porque deriva de la imagen que tenemos de nosotros mismos y,
por ende, de nuestras aspiraciones.
6) Todo actor social se encuentra en constante proceso de socialización y aprendizaje, lo cual
quiere decir que está haciéndose siempre y nunca termina de configurarse definitivamente. Es la
experiencia que tenemos nosotros los maestros, pues nunca acabamos de aprender. Siempre
tenemos que estar al día y mantenernos al corriente de lo que se está produciendo
internacionalmente. Uno nunca puede decir: “bueno, ya me recibí, tengo mi título de doctorado y
hasta de posdoctorado, y por lo tanto ya no necesito leer o estudiar más”.
En resumen, podemos ver que la teoría de la identidad se cruza necesariamente con la teoría de los
actores sociales.

5. IDENTIDADES INDIVIDUALES
Como acabamos de señalar, la identidad es siempre la identidad de determinados actores sociales
que en sentido propio sólo son los actores individuales, ya que estos últimos son los únicos que
poseen conciencia, memoria y psicología propias. Pero ello no obsta a que el concepto de
identidad se aplique también, analógicamente, a grupos y colectivos carentes de conciencia propia
porque constituyen más bien “sistemas de acción”.
Para ambos casos, el concepto de identidad implica por lo menos los siguientes elementos: (1) la
permanencia en el tiempo de un sujeto de acción (2) concebido como una unidad con límites (3)
que lo distinguen de todos los demás sujetos, (4) aunque también se requiere el reconocimiento de
estos últimos.
Ya hemos hablado de la distinción crucial entre identidades individuales e identidades colectivas.
Por lo tanto, el problema de la identidad puede ser abordado a escala de los individuos o a escala
de los grupos u otros colectivos. Se trata de puntos de vista diferentes que toda investigación debe
tomar en cuenta so pena de caer en confusiones lamentables. Comencemos por las identidades
individuales
En la escala individual, la identidad puede ser definida como un proceso subjetivo y
frecuentemente auto-reflexivo por el que los sujetos individuales definen sus diferencias con
respecto a otros sujetos mediante la auto-asignación de un repertorio de atributos culturales
generalmente valorizados y relativamente estables en el tiempo.
Pero debe añadirse de inmediato, como señalamos más arriba y remacharemos después, una
precisión capital: la auto-identificación del sujeto del modo susodicho requiere ser reconocida por
los demás sujetos con quienes interactúa para que exista social y públicamente. Por eso decimos
que la identidad del individuo no es simplemente numérica, sino también una identidad cualitativa
que se forma, se mantiene y se manifiesta en y por los procesos de interacción y comunicación
social (Habermas, 1987: Vol. II: 145)
Desarrollemos brevemente las implicaciones de la definición inicial. Si aceptamos que la
identidad de un sujeto se caracteriza ante todo por la voluntad de distinción, demarcación y
autonomía con respecto a otros sujetos, se plantea naturalmente la cuestión de cuáles son los
atributos diacríticos a los que dicho sujeto apela para fundamentar esa voluntad. Diremos que se
trata de una doble serie de atributos distintivos, todos ellos de naturaleza cultural:
1) atributos de pertenencia social que implican la identificación del individuo con diferentes
categorías, grupos y colectivos sociales;
2) atributos particularizantes que determinan la unicidad idiosincrásica del sujeto en cuestión.
Por lo tanto, la identidad de una persona contiene elementos de lo “socialmente compartido”,
resultante de la pertenencia a grupos y otros colectivos, y de lo “individualmente único”. Los
elementos colectivos destacan las semejanzas, mientras que los individuales enfatizan las
diferencias, pero ambos se conjuntan para constituir la identidad única, aunque multidimensional,
del sujeto individual.
Por lo que toca a la primera serie de atributos, la identidad de un individuo se define
principalmente por el conjunto de sus pertenencias sociales. G. Simmel ilustra este aserto del
siguiente modo:
“El hombre moderno pertenece en primera instancia a la familia de sus progenitores; luego, a la
fundada por él mismo, y por lo tanto, también a la de su mujer; por último, a su profesión, que ya
de por sí lo inserta frecuentemente en numerosos círculos de intereses […] Además, tiene
conciencia de ser ciudadano de un Estado y de pertenecer a un determinado estrato social. Por otra
parte, puede ser oficial de reserva, pertenecer a un par de asociaciones y poseer relaciones sociales
conectadas, a su vez, con los más variados círculos sociales…” (citado por Pollini, 1987: 32).
Vale la pena subrayar esta contribución específicamente sociológica a la teoría de la identidad,
según la cual las pertenencias sociales constituyen, paradójicamente, un componente esencial de
las identidades individuales. Más aún, según la tesis de Simmel, la multiplicación de los círculos
de pertenencia, lejos de diluir la identidad individual, más bien la fortalece y circunscribe con
mayor precisión, ya que
“cuanto más se acrecienta su número, resulta menos probable que otras personas exhiban la misma
combinación de grupos y que los numerosos círculos (de pertenencia) se entrecrucen una vez más
en un solo punto” (citado por Pollini, ibid., p. 33)
¿Pero cuáles son, concretamente, esas categorías o grupos de pertenencia? Según los sociólogos,
los más importantes – aunque no los únicos – serían la clase social, la etnicidad, las colectividades
territorializadas (localidad, región, nación), los grupos de edad y el género. Tales serían las
principales fuentes que alimentan la identidad personal. Los sociólogos también añaden que,
según los diferentes contextos, algunas de estas pertenencias pueden tener mayor relieve y
visibilidad que otras. Así, por ejemplo, para un indígena mexicano su pertenencia étnica –
frecuentemente delatada por el color de su piel – es más importante que su estatuto de clase,
aunque objetivamente también forme parte de las clases subalternas.
Cabe añadir todavía que, ya según los clásicos, la pertenencia social implica compartir, aunque sea
parcialmente, los modelos culturales (de tipo simbólico-expresivo) de los grupos o colectivos en
cuestión. No se pertenece a la Iglesia católica, ni se es reconocido como miembro de la misma, si
no se comparte en mayor o menor grado sus dogmas, su credo y sus prácticas rituales. Esta
observación adicional nos permite precisar en qué sentido la cultura interviene como nutriente de
la identidad: no, por cierto, en términos generales y abstractos, sino en cuanto se condensa en
forma de “mundos concretos y relativamente delimitados de creencias y prácticas” propias de
nuestros grupos de pertenencia, como es el caso de la Iglesia católica en el ejemplo interior.
(Sewell, Jr., 1999: 52).
Revisemos ahora rápidamente la segunda serie de atributos: los que hemos llamado “atributos
particularizantes”. Éstos son múltiples, variados y también cambiantes según los diferentes
contextos, por lo que la enumeración que sigue debe considerarse abierta, y no definitiva y
estable.
Las personas también se identifican y se distinguen de los demás, entre otras cosas: (1) por
atributos que podríamos llamar “caracteriológicos”; (2) por su “estilo de vida” reflejado
principalmente en sus hábitos de consumo; (3) por su red personal de “relaciones íntimas” (alter
ego); (4) por el conjunto de “objetos entrañables” que poseen; y (5) por su biografía personal
incanjeable.
Los atributos caracteriológicos son un conjunto de características tales como “disposiciones,
hábitos, tendencias, actitudes y capacidades, a los que se añade lo relativo a la imagen del propio
cuerpo” (Lipiansky, 1992: 122). Algunos de estos atributos tienen un significado preferentemente
individual (v.g., inteligente, perseverante, imaginativo), mientras que otros tienen un significado
relacional (v.g. tolerante, amable, comunicativo, sentimental).
Los estilos de vida se relacionan con las preferencias personales en materia de consumo. El
presupuesto subyacente es el de que la enorme variedad y multiplicidad de productos promovidos
por la publicidad y el marketing permiten a los individuos elegir dentro de una amplia oferta de
estilos de vida. Por ejemplo, se puede elegir un “estilo ecológico” de vida, que se reflejará en el
consumo de alimentos (v.g., no consumir productos con componentes transgénicos) y en el
comportamiento frente a la naturaleza (por ejemplo, valorización del ruralismo, defensa de la
biodiversidad, lucha contra la contaminación ambiental). Nuestra tesis es la de que los estilos de
vida constituyen sistemas de signos que nos dicen algo acerca de la identidad de las personas. Son
“indicios de identidad”.
Una contribución de Edgar Morin (2001: 69) destaca la importancia de la red personal de
relaciones íntimas (parientes cercanos, amigos, camaradas de generación, novias y novios, etc.)
como operadora de diferenciación. En efecto, cada quien tiende a formar en rededor un círculo
reducido de personas entrañables, cada una de las cuales funciona como “alter ego” (otro yo), es
decir, como extensión y “doble” de uno mismo, y cuya desaparición (por alejamiento o muerte) se
sentiría como una herida, como una mutilación, como una incompletud dolorosa. La ausencia de
este círculo íntimo generaría en las personas el sentimiento de una soledad insoportable.
No deja de tener cierta analogía con el punto anterior otro rasgo diferenciador propuesto por el
sociólogo chileno Jorge Larraín (2000: 25): el apego afectivo a cierto conjunto de objetos
materiales que forman parte de nuestras posesiones: nuestro propio cuerpo, nuestra casa, un
automóvil, un perro, un repertorio musical, unos poemas, un retrato, un paisaje… Larraín cita a
este respecto un pasaje sugerente de William James:
“Está claro que entre lo que un hombre llama mí y lo que simplemente llama mío la línea divisoria
es difícil de trazar… En el sentido más amplio posible […] el sí mismo de un hombre es la suma
total de todo lo que él puede llamar suyo, no sólo su cuerpo y sus poderes psíquicos, sino sus
ropas y su casa, su mujer y sus niños, sus ancestros y amigos, su reputación y trabajos, su tierra y
sus caballos, su yate y su cuenta bancaria” (citado por Larraín, 2001: 26).
En una dimensión más profunda, lo que más nos particulariza y distingue es nuestra propia
biografía incanjeable, relatada en forma de “historia de vida”. Es lo que Pizzorno (1989: 318)
denomina identidad biográfica y Lipiansky (1992: 121) identidad íntima. Esta dimensión de la
identidad también requiere como marco el intercambio interpersonal. En efecto, en ciertos casos
éste progresa poco a poco a partir de ámbitos superficiales hacia capas más profundas de la
personalidad de los actores individuales, hasta llegar al nivel de las llamadas “relaciones íntimas”,
de las que las “relaciones amorosas” constituyen un caso particular (Brehm, 1984: 169). Es
precisamente en este nivel de intimidad donde suele producirse la llamada “auto-revelación”
recíproca (entre conocidos, camaradas, amigos o amantes), por la que al requerimiento de un
conocimiento más profundo (“dime quién eres: no conozco tu pasado”) se responde con una
narrativa autobiográfica de tono confidencial (self-narration).
Desarrollemos ahora brevemente, para terminar este apartado, la tesis complementaria según la
cual la autoidentificación del sujeto tiene que ser reconocida por los demás sujetos con quienes
interactúa para que exista social y públicamente, porque, como dice Bourdieu: “el mundo social es
también representación y voluntad, y existir socialmente también quiere decir ser percibido, y por
cierto ser percibido como distinto” (1982: 142). En términos interaccionistas diríamos que nuestra
identidad es una “identidad de espejo” (looking glass self:), es decir, que ella resulta de cómo nos
vemos y cómo nos ven los demás. Este proceso no es estático sino dinámico y cambiante.
El fenómeno del reconocimiento (la Anerkennung de Hegel) es la operación fundamental en la
constitución de las identidades. En buena parte – dice Pizzorno – nuestra identidad es definida por
otros, en particular por aquellos que se arrogan el poder de otorgar reconocimientos “legítimos”
desde una posición dominante. “En los años treinta lo importante era cómo las instituciones
alemanas definían a los judíos, y no cómo éstos se definían a sí mismos” (Pizzorno, 2000: 205 y
ss.)
Pero de aquí no se sigue que seamos “prisioneros” de cómo nos ven los demás. Irving Goffman,
por ejemplo, si bien postula la producción situacional (o dramatúrgica) del self, también subraya
su frecuente inconformismo: el yo-identidad no se limita a ratificar modelos de comportamiento
generalizados satisfaciendo las expectativas de otros. Pensemos en la imprevisibilidad, en la
desobediencia, en la terquedad y en el rechazo con que los niños, y más aún los adolescentes,
manifiestan a veces su insatisfacción por el modo en que son reconocidos. Por eso Hegel hablaba
también en su Fenomenología de la “lucha por el reconocimiento”: luchamos para que los otros
nos reconozcan tal como nosotros queremos definirnos, mientras que los otros tratan de
imponernos su propia definición de lo que somos.
De lo dicho se infiere que la identidad de los individuos resulta siempre de una especie de
compromiso o negociación entre autoafirmación y asignación identitaria, entre “autoidentidad” y
“exoidentidad”. De aquí la posibilidad de que existan discrepancias y desfases entre la imagen que
nos forjamos de nosotros mismos y la imagen que tienen de nosotros los demás. De aquí procede
la distinción entre identidades internamente definidas, que algunos llaman “identidades privadas”,
e identidades externamente imputadas, también llamadas “identidades públicas” (Hecht, 1993: 42-
43).

6. IDENTIDADES COLECTIVAS
Señalamos anteriormente que las identidades colectivas se construyen por analogía con las
identidades individuales. Esto significa que ambas formas de identidad son a la vez diferentes y en
algún sentido semejantes.
¿En qué se diferencian? En que las identidades colectivas (1) carecen de autoconciencia y de
psicología propias; (2) en que no son entidades discretas, homogéneas y bien delimitadas; y (3) en
que no constituyen un “dato”, sino un “acontecimiento” contingente que tiene que ser explicado.
El primer punto ya lo desarrollamos extensamente más arriba. En cuanto al segundo, diremos que
un grupo o una comunidad no constituyen una entidad discreta y claramente delimitada como
nuestro cuerpo, que es la entidad material y orgánica en la que se concreta nuestra identidad
individual. Yo sé dónde comienza y termina mi cuerpo, ¿pero dónde comienza y termina
realmente un vecindario, un barrio, un movimiento social o un partido político? Por lo que toca al
último punto, cualquiera que haya militado en un partido político o en grupos de participación
ciudadana, por ejemplo, sabe lo difícil que es mantener la cohesión grupal y la lealtad duradera de
los miembros. Hay que estar negociando permanente con todos ellos y organizando con frecuencia
manifestaciones, ritos de unidad y liturgias aglutinadoras. Con otras palabras: hay estar
construyendo permanente al partido político o al grupo en cuestión. A esto nos referimos cuando
hablamos de “macro o micropolíticas de grupalización”.
¿Y en qué se parecen las identidades colectivas y las individuales? En que, al igual que las
últimas, también las primeras tienen “la capacidad de diferenciarse de su entorno, de definir sus
propios límites, de situarse en el interior de un campo y de mantener en el tiempo el sentido de tal
diferencia y delimitación, es decir, de tener una ‘duración’ temporal” (Sciolla, 1983: 14).
Para definir la ontología peculiar de las identidades colectivas nos apoyaremos en una obra
reciente de Alberto Melucci - Challenging codes (2001) -, que además de representar su
testamento intelectual, constituye en nuestra opinión la contribución más significativa a la teoría
de las identidades colectivas.
Melucci construye el concepto de identidad colectiva – como categoría analítica - a partir de una
teoría de la acción colectiva. Ésta se concibe como un conjunto de prácticas sociales que: (a)
involucran simultáneamente a cierto número de individuos o – en un nivel más complejo – de
grupos; (b) exhiben características morfológicas similares en la contigüidad temporal y espacial;
c) implican un campo de relaciones sociales, así como también d) la capacidad de la gente
involucrada para conferir un sentido a lo que está haciendo o va a hacer (p. 20). Así entendida, la
acción colectiva abarca una gran variedad de fenómenos empíricos como movimientos sociales,
conflictos étnicos, acciones guerrilleras, manifestaciones de protesta, huelgas, motines callejeros,
movilizaciones de masa, etc.
Ahora bien, las acciones colectivas suponen actores colectivos dotados de identidad, porque de lo
contrario no se podría explicar cómo adquieren intencionalidad y sentido. ¿Pero en qué radica la
unidad distintiva que definiría la identidad de estos actores colectivos?
Melucci encuentra esta unidad distintiva en la definición interactiva y compartida concerniente a
las orientaciones de su acción y al campo de oportunidades y constreñimientos dentro del cual
tiene lugar dicha acción (p. 70). Por eso, lo primero que hace cualquier partido político al
presentarse en la escena pública es definir su proyecto propio - expresado en una ideología, en una
doctrina o en un programa -, y construirse una historia y una memoria que le confieran
precisamente estabilidad identitaria.
Desglosemos los elementos principales de esta definición. Para Melucci la identidad colectiva
implica, en primer término, definiciones cognitivas concernientes a las orientaciones de la acción,
es decir, a los fines, los medios y el campo de la acción. Pero el autor añade una consideración
importante: estos elementos son incorporados a un conjunto determinado de rituales, prácticas y
artefactos culturales, todo lo cual permite a los sujetos involucrados asumir las orientaciones de la
acción así definidas como “valor” o, mejor, como “modelo cultural” susceptible de adhesión
colectiva. Pensemos, por ejemplo, en los movimientos ecologistas que condensan su objetivo
último en la consigna “salvar la vida en el planeta”, y lo viven como un nuevo humanismo que
alarga el espacio temporal de la responsabilidad humana poniendo en claro que la suerte de los
seres humanos está ligada a la de las formas vivas no humanas, como las animales y las vegetales.
La observación anterior explica por qué se produce siempre cierto grado de involucramiento
emocional en la definición de la identidad colectiva. Este involucramiento permite a los
individuos sentirse parte de una común unidad. “Las pasiones y los sentimientos, el amor y el
odio, la fe y el miedo forman parte de un cuerpo que actúa colectivamente, de modo particular en
áreas de la vida social menos institucionalizadas, como aquellas donde se mueven los
movimientos sociales” – dice Melucci (p. 70-71). Por eso la identidad colectiva nunca es
enteramente negociable. En efecto, la participación en la acción colectiva comporta un sentido que
no puede ser reducido al cálculo de costo-beneficio, ya que siempre moviliza también emociones.
En conclusión, según Melucci la identidad colectiva define la capacidad para la acción autónoma
así como la diferenciación del actor respecto a otros dentro de la continuidad de su identidad. Pero
también aquí la autoidentificación debe lograr el reconocimiento social si quiere servir de base a la
identidad. La capacidad del actor para distinguirse de los otros debe ser reconocida por esos
“otros”. Resulta imposible hablar de identidad colectiva sin referirse a su dimensión relacional.
Vista de este modo, la identidad colectiva comporta una tensión irresuelta e irresoluble entre la
definición que un movimiento ofrece de sí mismo y el reconocimiento otorgado al mismo por el
resto de la sociedad. El conflicto sería el ejemplo extremo de esta discrepancia y de las tensiones
que genera. En los conflictos sociales la reciprocidad resulta imposible y comienza la lucha por la
apropiación de recursos escasos.
Éste es el esqueleto de una teoría de la identidad colectiva.

7. LA IDENTIDAD SE DEFINE POR SUS FRONTERAS.


Acabamos de ilustrar ampliamente la relación simbiótica que existe entre cultura e identidad. Pero
ahora plantearemos una tesis que parece contradecirla: a pesar de todo lo dicho, la identidad de los
actores sociales no se define por el conjunto de rasgos culturales que en un momento determinado
la delimita y distingue de otros actores.
Se trata de una tesis clásica de Fredrik Barth en su obra Los grupos étnicos y sus fronteras (1976),
que él refiere sólo a las identidades étnicas, pero en opinión de muchos también puede
generalizarse a todas las formas de identidad.
El fundamento empírico de esta tesis radica en la siguiente observación: cuando se asume una
perspectiva histórica o diacrónica, se comprueba que los grupos étnicos pueden – y suelen –
modificar los rasgos fundamentales de su cultura manteniendo al mismo tiempo sus fronteras, es
decir, sin perder su identidad. Por ejemplo, un grupo étnico puede adoptar rasgos culturales de
otros grupos, como la lengua y la religión, y continuar percibiéndose (y siendo percibido) como
distinto de los mismos. Por lo tanto, la conservación de las fronteras entre los grupos étnicos no
depende de la permanencia de sus culturas.
Los ejemplos abundan. Según algunos historiadores (A.D.Smith, 1988) la identidad de los persas
no desapareció con la caída del imperio sasánida. Por el contrario, la conversión al islamismo
chiíta más bien ha revitalizado la identidad persa confiriéndole una nueva dimensión moral y la ha
renovado a través de la islamización de la cultura y de los mitos y leyendas sasánidas. Y los
antropólogos (Linnekin, 1983) muestran cómo la conversión masiva de los indios Narragansett en
la época del Great Awakening del siglo XVIII, no ha debilitado, sino más bien ha reforzado la
frontera que los separaba de otros grupos americanos, contribuyendo a redefinir sobre nuevas
bases la identidad del grupo. Por último, se ha observado que en el caso de la conversión de los
negros al islamismo en los EE.UU., el cambio de religión ha sido precisamente un medio para
reforzar la solidaridad interna del grupo y la diferenciación externa con respecto a otros grupos.
Pero no hace falta ir muy lejos para encontrar este mismo fenómeno: en el área mesoamericana la
conversión masiva al catolicismo no sólo no ha borrado las fronteras de los grupos étnicos, sino,
por el contrario, muchos rasgos del catolicismo popular de la contrarreforma (como el sistema de
cargos, por ejemplo), introducidos por la colonización española, más bien se convirtieron en
marcadores culturales privilegiados de las fronteras étnicas.
Estos ejemplos demuestran que la fuerza de una frontera étnica puede permanecer constante a
través del tiempo a pesar y, a veces, por medio de los cambios culturales internos o de los cambios
concernientes a la naturaleza exacta de la frontera misma. De aquí Barth infiere que son las
fronteras mismas y la capacidad de mantenerlas en la interacción con otros grupos lo que define la
identidad, y no los rasgos culturales seleccionados para marcar, en un momento dado, dichas
fronteras. Esto no significa que las identidades estén vacías de contenido cultural. En cualquier
tiempo y lugar las fronteras identitarias se definen siempre a través de marcadores culturales. Pero
estos marcadores pueden variar en el tiempo y nunca son la expresión simple de una cultura
preexistente supuestamente heredada en forma intacta de los ancestros.
Este enfoque teórico de Barth ha provocado la renovación de la problemática étnica y de los
métodos de investigación pertinentes en este campo. Por ejemplo, el investigador no debe
preguntarse ahora cuáles son los rasgos culturales constitutivos de una identidad étnica, sino cómo
los grupos étnicos han logrado mantener sus fronteras (las que los distinguen de los otros) a través
de los cambios sociales, políticos y culturales que jalonaron su historia.
Como señalamos más arriba, esta contribución de Barth no sólo es válida para pensar las
identidades étnicas, sino cualquier tipo de identidad. Las culturas están cambiando continuamente
por innovación, por extraversión, por transferencia de significados, por fabricación de autenticidad
o por “modernización”, pero esto no significa automáticamente que sus portadores también
cambien de identidad. En efecto, como dice también George de Vos (1982: p. XIII), pueden
variar los “emblemas de contraste” de un grupo sin que se altere su identidad.
Lo interesante para nosotros es que esta manera de plantear las cosas entraña consecuencias
importantes para la promoción y la política cultural. Por ejemplo, no hay razón para empeñarnos
solamente en mantener incólume, muchas veces con mentalidad de anticuarios, el “patrimonio
cultural” de un grupo o las tradiciones populares contra la voluntad del propio grupo, so pretexto
de proteger identidades amenazadas. Como acabamos de ver, éstas no dependen del repertorio
cultural vigente en un momento determinado de la historia o del desarrollo social de un grupo o de
una sociedad, sino de la lucha permanente por mantener sus fronteras cualesquiera sean los
marcadores culturales movilizados para tal efecto. Por lo tanto, también cabe imaginar una
pedagogía cultural que encamine a los estratos populares “hacia una forma superior de cultura y
concepción”, como decía Gramsci (1975: 17), sin temor a lesionar las identidades subalternas .
Recordemos que la pedagogía político-cultural de Gramsci no contempla la mera conservación de
las subculturas folklóricas, sino su transformación en una gran cultura nacional-popular de
contenido crítico y universalizable (Ibid., p. 58). Y para realizar esta tarea propugnaba algo no
muy alejado de lo que hoy llamamos promoción o gestión cultural: la fusión orgánica entre
intelectuales y pueblo. Pero, ¡atención!: “no para mantener las cosas al bajo nivel de las masas,
sino para conducirlos a una concepción superior del mundo y de la vida” (Ibid., p. 19). Y Gramsci
no cita como modelo las novelas por entregas “de tipo Sue”, - que para él representa una especie
de degeneración político-comercial de la literatura -, sino nada menos que los trágicos griegos y
Shakespeare (Gramsci, 1976: 89).

8. EL DEBATE SOBRE EL MULTICULTURALISMO EN EUROPA


A continuación abordaremos brevemente, a la luz del gran marco teórico que acabamos de
delinear, el tema de la multiculturalidad. Para comprender mejor la problemática que plantea este
término relativamente nuevo, comenzaremos rastreando sus antecedentes históricos.
Al parecer, quien primero lo introdujo fue el Gobierno canadiense para referirse a su nueva
política de finales de los años 60 (Azurmendi, 2002). En efecto, frente a la pretensión separatista
de la provincia de Québec, el Gobierno acuñó por primera vez el término “multicultural” para
denotar las tres entidades sociales de la Federación: la anglófona, la francófona y la de los
aborígenes (indios, inuits y mestizos de once grupos lingüísticos y unos 35 pueblos diferentes). De
este modo el Gobierno reformulaba la cuestión del Estado-nación y rectificaba las prácticas
forzadas de anglo-homogeneización, tratando al conjunto de los ciudadanos por bloques o etnias
separadas en razón de su origen u horizonte lingüístico. Al mismo tiempo, el Gobierno canadiense
también alteró su clásica política homogeneizadora de la inmigración, pasando a tratar a los
inmigrantes como si fuesen otras etnias más, y fomentando institucionalmente ciertas
diferenciaciones en razón de cada grupo de inmigrantes.
A partir de aquí, nos dice Azurmendi (2002), el multiculturalismo afloró de inmediato a las aulas
universitarias como asunto relativo a unas minorías culturales cuyos derechos no se satisfacían.
Muy pronto estas supuestas minorías fueron ampliadas al colectivo de gays y lesbianas, mujeres y
hasta discapacitados.
Pero las raíces intelectuales del multiculturalismo pueden detectarse ya mucho antes, cuando la
cuestión de la diferencia se abrió camino en el pensamiento occidental a raíz de cambios de gran
envergadura como la contestación de la cultura tradicional, la emergencia de movimientos sociales
que promovían estilos de vida alternativos, las reivindicaciones étnicas y nacionalistas, la
intensificación de los fenómenos migratorios y la globalización. Estos cambios pusieron en crisis
la homogeneidad y la universalidad de las estructuras y de las representaciones de la sociedad. En
consecuencia, se produjo un tránsito de la unicidad a la diferencia que provocó el surgimiento de
un conjunto de problemáticas políticas y especulativas.
Una vez señalados estos antecedentes, procedamos a explorar el campo conceptual asociado al
término en cuestión. La idea que subyace en el multiculturalismo es la necesidad de reconocer las
diferencias y las identidades culturales. Es la primera expresión del pluralismo cultural que
promueve la no discriminación por razones de raza o de la diferencia cultural, así como el derecho
a ello.
En la Unión Europea, el debate sobre este tema se asocia generalmente a los problemas planteados
por la inmigración extranjera, y muy particularmente por la musulmana. La pregunta que suele
formularse es hasta qué punto los inmigrantes tienen el derecho de recrear en los países que los
acoge sus propias culturas de origen.
En esta perspectiva suele distinguirse entre multiculturalismo como concepto descriptivo, como
concepto normativo y como concepto político-programático.
En cuanto concepto descriptivo denota una situación de hecho que caracteriza a las sociedades
contemporáneas: la presencia en un mismo espacio de soberanía de diferentes identidades
culturales. Esta situación no es una novedad ni obedece a un único molde: China, Brasil, Nigeria,
Canadá, Australia, Holanda, Francia, España y México son sociedades multiculturales de igual
modo que la gran mayoría de los países que conforman la comunidad de naciones. En esta
perspectiva “la multiculturalidad no es un ideal a alcanzar, sino una realidad a gestionar” – dice
Zapata-Barrero (2004: 249). Más aún, lejos de ser una condición singular de la cultura moderna, el
multiculturalismo es la condición normal de toda cultura.
En cuanto concepto normativo, el multiculturalismo constituye una ideología o una filosofía que
afirma, con diferentes argumentos y desde diferentes perspectivas teóricas, que es moralmente
deseable que las sociedades sean multiculturales. Actualmente, este tema es objeto de grandes
debates periodísticos y académicos en Europa. Aquí cabe distinguir entre una versión radical y
una versión moderada o templada del multiculturalismo.
La versión radical, defendida por algunos sectores de la izquierda social-demócrata que se reclama
del posmodernismo, y apoyada por académicos como Charles Taylor (2001), tiende a legitimar las
diferencias por sí mismas y en sí mismas desde una posición relativista. En consecuencia otorga a
toda comunidad cultural que vive en el seno de una sociedad democrática, un derecho ilimitado a
conservar y practicar sus creencias y costumbres, independientemente de su conformidad o no
conformidad con los valores y principios morales y jurídicos que rigen en la sociedad de acogida.
El argumento se basa en la inexistencia de criterios y fundamentos universales que permitan
juzgar política o moralmente las culturas diferentes y sus prácticas.
Según sus críticos, esta postura alienta la segregación y la división de las culturas en
compartimentos estancos. Además, concibe las culturas como mundos cerrados y homogéneos, sin
conflictos ni contradicciones. A esta especie de esencialismo cultural, los contradictores oponen la
opinión del filósofo Paul Fayerabend (1996: 40), quien atribuye las diferencias entre lenguajes,
formas artísticas o costumbres “a los accidentes de la situación y/o historia., y no a unas esencias
culturales claras, explícitas e invariables: potencialmente, cada cultura es todas las culturas”.
En su versión moderada, el multiculturalismo acepta y preconiza la convivencia de culturas
diferentes, pero dentro de un marco integrador común, es decir, bajo el imperio de los principios y
valores fundamentales en los que se sustenta la sociedad receptora. Con otras palabras, el
multiculturalismo no puede ser indiscriminado, porque entonces desembocaría en el relativismo
absoluto y en la exaltación de las diferencias, lo que a su vez conduciría a la segregación y al
ghetto. De aquí la necesidad de principios éticos universales que hagan compatible las diferencias
y garanticen la cohesión social. Sólo así se lograría que la multiculturalidad se oriente hacia la
interculturalidad, es decir, que las diferencias no se trastoquen en irreductibles e
inconmensurables, sino que, por el contrario, se debiliten las distinciones jerárquicas y se
produzcan nuevos mestizajes (Demorgon, 2005).
En cuanto concepto político programático, el multiculturalismo es un modelo de política pública y
una propuesta de organización social inspirada en las versiones más moderadas del mismo. Desde
esta óptica se presenta como la expresión de un proyecto político basado en la valoración positiva
de la diversidad cultural. En cuanto tal implica el respeto a las identidades culturales, no como
reforzamiento de su etnocentrismo, sino al contrario, como camino más allá de la mera
coexistencia, hacia la convivencia, la fertilización cruzada y eventualmente el mestizaje. En Jary y
Jary (1991: 319) se lo define del siguiente modo:
“Es el reconocimiento y la promoción del pluralismo cultural como característica de muchas
sociedades. En oposición a la tendencia en sociedades modernas de unificación y universalización
cultural, el multiculturalismo celebra y procura proteger la diversidad cultural, por ejemplo, los
idiomas minoritarios. Al mismo tiempo se preocupa por la relación desigual que a menudo existe
entre las culturas minoritarias y la cultura mayoritaria”.

Las ideas precedentes pueden ser válidas en términos generales, pero las dificultades comienzan
cuando se desciende al terreno de las prácticas. Por ejemplo, tratándose de políticas de
inmigración, ¿cómo juzgar la legitimidad o ilegitimidad de prácticas ajenas a la cultura de la
sociedad de recepción? ¿Qué criterios aplicar para ello?
“El profesor canadiense Will Kymlicka ha elaborado en su obra Ciudadanía multicultural (1996)
una conceptualización que puede ayudar a dar respuesta a este tipo de interrogantes. Este autor
parte de la necesidad de otorgar derechos especiales a las minorías, pero desde una perspectiva
liberal. Esto es, desde un planteamiento que parte del imperio de los derechos individuales y del
valor fundamental de la libertad del sujeto. De este modo diseña un sistema en el que los derechos
colectivos (que él denomina derechos diferenciados en función de la pertenencia a un grupo) y los
derechos individualdes se complementan sin resultar contradictorios. En síntesis, su proyecto
intenta compatibilizar los valores liberales clásicos de libertad e igualdad con los derechos
especiales en función de la pertenencia a un grupo que una sociedad auténticamente multicultural
demanda.
Dicho de otra forma: los derechos civiles, políticos y sociales, aunque básicos en cualquier
sociedad que se llame a sí misma democrática, son insuficientes para asegurar el respeto a las
minorías.

Llegados a este punto, vale la pena resaltar las implicaciones críticas del multiculturalismo. En la
medida en que comporta la exigencia de respeto a las singularidades y diferencias de cada cultura,
subcultura o grupo social, se contrapone, por una parte, a las políticas asimilacionistas de los
Estados o culturas dominantes; y por otra, implica una crítica a la uniformidad que tiende a
imponer la cultura mayoritaria de cada sociedad. También se contrapone indirectamente al
eurocentrismo de Occidente y a la globalización a partir de valores y realidades mercantiles. En
resumen, en el corazón de esta doctrina está la defensa de los derechos de las minorías culturales,
y en esto radica su mayor título de nobleza.
Pero no se puede pasar por alto que el multiculturalismo también puede funcionar como una
ideología que encubre las desigualdades sociales (étnicas, de clase, etc.) dentro del ámbito
nacional bajo la etiqueta de “diferencias culturales”, lo que permite al Estado eludir con buena
conciencia sus responsabilidades redistributivas. A esto se refiere Zigmunt Bauman (2004:107))
cuando escribe:
“La nueva indiferencia a la diferencia es teorizada como reconocimiento del ‘pluralismo cultural’,
y la política informada y sustentada por esta teoría se llama a veces ‘multiculturalismo’.
Aparentemente el multiculturalismo es guiado por el postulado de la tolerancia liberal y por la
voluntad de proteger el derecho de las comunidades a la autoafirmación y al reconocimiento
público de sus identidades elegidas o heredadas. Sin embargo, en la práctica el multiculturalismo
funciona muchas veces como fuerza esencialmente conservadora: su efecto es rebautizar las
desigualdades, que difícilmente pueden concitar la aprobación pública, bajo el nombre de
‘diferencias culturales’, algo deseable y digno de respeto. De esta manera la fealdad moral de la
privación y de la carencia se reencarna milagrosamente como belleza estética de la variedad
cultural”

¿Cuál es la situación de México con respecto al multiculturalismo así entendido?


Para comenzar, en nuestro país este tópico sólo puede tener sentido en relación con la persistencia
de las culturas étnicas dentro del conglomerado nacional, y no con los fenómenos migratorios,
como en Europa.
Desde el punto de vista descriptivo, la antropología ha registrado desde hace casi un siglo – es
decir, desde fines de la Revolución mexicana - la composición multicultural del país,
particularmente en términos étnicos. Pero ha registrado también un aspecto que el
multiculturalismo europeo no siempre destaca como es debido: que la pluralidad de las culturas
está doblada por una profunda desigualdad entre las mismas, debido a la estructura de clases y a
su obligada inscripción en el orden de la cultura. En efecto, por un lado la pluralidad cultural está
conformada por una variedad de culturas minoritarias y subalternas frente a una cultura dominante
que por comodidad podemos llamar occidental, criolla o mestiza; y por otro lado, esas culturas
minoritarias – y particularmente las indígenas – siguen siendo discriminadas tanto en la vida
cotidiana como en el discurso oficial como inferiores, premodernas y, frecuentemente, como
obstáculos para el desarrollo.
Por lo que toca al debate teórico-filosófico sobre el tema, prácticamente no ha existido en nuestro
país, o por lo menos no puede compararse con la vivacidad y enjundia con que se lo ha abordado
en países como España e Italia. Lo que más se le acerca han sido los debates sobre autonomía y
derechos de los pueblos indígenas que arreciaron a raíz del levantamiento zapatista en 1994 y de
los Acuerdos de San Andrés.
En cuanto a la política pública del Estado a este respecto, es importante señalar el reconocimiento
explícito de la pluralidad cultural del país en una adición al artículo 4° constitucional promovido
inicialmente por antropólogos y por instituciones como el Instituto Nacional Indigenista. También
se puede señalar la política del “dejar hacer” asumida por el Gobierno actual en relación con la
autonomía de facto que se han arrogado las comunidades zapatistas en lo relativo a la
organización y a la gestión de su cultura, hasta el punto de permitírseles instaurar instituciones
inéditas, como las Juntas de Buen Gobierno. Pero estas concesiones a regañadientes, lejos de
expresar una política general extensible a todas las comunidades indígenas, se han restringido sólo
a las áreas de influencia zapatista.
Desgraciadamente, el Estado ha perdido la oportunidad de encarar una auténtica política
multicultural más allá del mero reconocimiento jurídico, al negarse a reconocer los Acuerdos de
San Andrés y otras demandas parecidas de los pueblos indígenas.
CONCLUSIONES

 los conceptos de cultura e identidad son conceptos estrechamente


interrelacionados e indisociables en sociología y antropología. Si se asume una
perspectiva histórica o diacrónica, no existe una correlación estable o
inmodificable entre las mismas, porque vistas las cosas en el mediano o largo plazo, la
identidad se define primariamente por sus límites y no por el contenido cultural que en
un momento determinado marca o fija esos límites.

 la identidad no es más que el lado subjetivo (o, mejor, intersubjetivo) de la cultura, la


cultura interiorizada en forma específica, distintiva y contrastiva por los actores sociales
en relación con otros actores.

 La identidad no es más que el lado subjetivo (o, mejor, intersubjetivo) de la cultura, la


cultura interiorizada en forma específica, distintiva y contrastiva por los actores sociales
en relación con otros actores.

Potrebbero piacerti anche