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Es casi imposible señalar, en la historia de la política argentina del siglo XX, un movimiento
político que haya legado tantas imágenes al imaginario social como el Peronismo: “Las patas
en la fuente”, “Los descamisados”, “Las manos de Perón”, “El renunciamiento”, “Santa
Evita” y propio cuerpo de Eva, por nombrar algunas. Pareciera, incluso, que no hay evento
que el peronismo realice que no termine por emanar, de manera casi espontánea, alguna
forma arquetípica, algún símbolo que despierte en el ojo y en la consciencia una memoria
histórica ligada al phatos revolucionario y religioso. Esas imágenes multiplican su
significado, sobreviven a la contradicción. Todo aquel que haya estado frente a un sistema
de símbolos esotéricos alguna vez -como el Tarot, el I-Ching, ilustraciones alquímicas del
Renacimiento- sabrá que son irreductibles. De hecho, si en algo se diferencian las doctrinas
místicas y esotéricas es en esquivar el ojo censor del dogma, y revitalizar los sistemas
simbólicos. En esta oportunidad analizaremos cómo se construyen y funcionan algunos
símbolos peronistas en el discurso y en la producción de imágenes.
Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a
un valiente y se puso a pelear contra los soldados junto al desertor Martín Fierro.
Alan Ojeda DNI:35959749 Historia(s) y memoria(s) de las imágenes
Un símbolo, para Borges, es resultado de una condensación de significado. En este caso, esa
noche de la literatura argentina confirma su hipótesis sobre la idea de la amistad para los
argentinos. Incluso podríamos afirmar que, casi la totalidad de la producción cuentística y
poética más importante de Borges, es el resultado del trabajo con esas imágenes
fundamentales que han sobrevivido al tiempo porque funcionan de manera arquetípica,
poniendo en relación lo local/nacional con lo universal. Lo mismo sucede en el texto
publicado en El Hacedor, llamado “Martín Fierro”:
Estas cosas, ahora, son como si no hubieran sido, pero en una pieza de hotel, hacia mil
ochocientos sesenta y tantos, un hombre soñó una pelea. Un gaucho alza a un moreno
con el cuchillo, lo tira como un saco de huesos, le ve agonizar y morir, se agacha para
limpiar el acero, desata su caballo y monta despacio, para que no piensen que huye. Esto
que fue una vez, vuelve a ser, infinitamente; los visibles ejércitos se fueron y queda un
pobre duelo a cuchillo; el sueño de uno es parte de la memoria de todos.
El Martín Fierro, para Borges, se resume por entero en esa imagen. Podríamos afirmas que
su cuento “El fin” no es sino la intima confirmación de esa idea. Borges crea un final en
consonancia con esa imagen, un final que no contradiga la primera parte, que sea fiel al
gaucho no amancebado que fue Fierro.
Sin embargo, no hay que detener el análisis en ese punto. El rigor de Borges, “un rigor de
ajedrecista, no de ángeles” (), opera sobre el símbolo para controlar su interpretación. Sus
cuentos son, al mismo tiempo, interpretación y fijación. Los paratextos, el tipo de
enunciación, el tono, y las comparaciones, construyen la certeza sobre el símbolo, de la
misma forma que construye el vínculo entre Argentina y España a través de una cita de Don
Quijote y una imagen del Martín Fierro en “Nuestro pobre individualismo”. Pero la gracia
del símbolo, su don, es escapar una y otra vez de su territorialización absoluta. Como señala
el filósofo Henry Corbin, esto es lo que lo diferencia de la alegoría:
Boris Groys:
[..]el cuerpo de Lenin era venerado y dispuesto […] como testimonio de que ha
abandonado su encarnación en este [mundo] sin dejar ninguna huella y que, en
consecuencia, su espíritu o su 'causa' estaba disponible para la 'encarnación' en los
subsiguientes líderes soviéticos. (Groys)