“Se suele decir que el pintor llega hasta nosotros a través de un mundo tácito de los colores y las
líneas, se dirige a nosotros en nosotros a un poder de desciframiento informulado y cuyo control
no tendremos exactamente sino después de haberlo ejercido ciegamente, después de haber amado la obra. (…) El acto de pintar tiene dos caras: está la mancha o el trazo de color que se pone en un punto del lienzo, y está el efecto que esa mancha o ese trazo producen en el conjunto, sin medida común con ellos puesto que no son casi nada y bastan para cambiar un retrato o un paisaje. Quien observara al pintor muy de cerca, con la nariz sobre su pincel, no verías más que el revés de su trabajo. El revés, es un débil movimiento del pincel o de la pluma de Poussin, el derecho es la brecha de sol que desencadena. Una cámara registró en cámara lenta el trabajo de Matisse. La impresión era prodigiosa, al punto de que conmovió al propio Matisse, se dice. Aquel mismo pincel que a simple vista saltaba de un acto a otro, se le veía meditar, en un tiempo dilatado y solemne, en una inminencia de principio del mundo, emprender diez posibles movimientos, bailar ante la tela, rozarla varias veces, y abatirse por fin como el rayo sobre el único trazado necesario. Hay, por supuesto, algo de artificial en este análisis, y Matisse se equivocaba si creyó, bajo palabra de película, que había verdaderamente optado, aquel día, entre todos los trazados posibles y resuelto, como el Dios de Leibniz, un inmenso problema de máximos y mínimos; no era un demiurgo, era un hombre. No mantuvo, bajo la mirada del espíritu, todos los gestos posibles, y no tuvo necesidad de eliminarlos todos menos uno, dando razón de su elección. Es la cámara lenta quien enumera los posibles. Matisse, instalado en un tiempo y en una visión de hombre, miró el conjunto abierto de su tela comenzada y llevó el pincel hacia el trazado que le llamaba para que el cuadro fuese por fin aquello en lo que estaba convirtiéndose. Resolvió con un sencillo gesto el problema que después parece implicar un número infinito de datos, del mismo que, según Bergson, la mano en las limaduras de hierro logra con un golpe el complicado arreglo que le hará sitio. Todo ha ocurrido en el mundo humano de la percepción y del gesto, y si la cámara nos da del acontecimiento una fascinadora versión, es haciéndonos creer que la mano del pintor operaba en el mundo físico en el que son posibles una infinidad de opciones. Sin embargo, es cierto que la mano de Matisse vaciló, es por tanto cierto que hubo elección y que el trazo elegido lo fue de manera que observara veinte condiciones diseminadas sobre el cuadro, informuladas, informulables para cualquier rotro que no fuera Matisse, puesto que no estaban definidas e impuestas más que por la intención de hacer aquel cuadro que aún no existía.”
tomado de El lenguaje indirecto y las voces del silencio, del libro Signos, de Mikel Dufrenne.