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Tipos de Apego emocional en niños y adultos

Lic. Valeria Sabater(*)

Los distintos tipos de apego nos demuestran un hecho a menudo observable: el modo en que
nos criaron influye en la forma en que nos relacionamos con nuestro entorno e incluso en cómo
construimos nuestras relaciones afectivas. Así, el tipo de apego que establecimos con nuestros
cuidadores tiene un impacto directo en cómo nos sentimos de seguros o en cómo manifestamos
el miedo o la ansiedad.

Hay quien piensa que nos estamos acostumbrando demasiado a hablar sobre nuestras
relaciones en términos de apego. Sin embargo, el tema de la vinculación humana sigue
suscitando a día de hoy un interés clave en las ciencias del comportamiento. La gran mayoría de
nosotros queremos entender por qué determinadas personas (e incluso nosotros mismos)
llevamos a cabo determinadas dinámicas en el seno de una relación o incluso en la crianza de los
propios hijos.

«A menudo, acabamos haciendo a los demás lo mismo que hicieron con nosotros en algún
momento».

-John Bowlby-

Las primeras experiencias en nuestra infancia dejan una impronta profunda, lo sabemos. Es
más, el propio John Bowlby, quien desarrolló la teoría del apego allá por los años 50, escribió
para la OMS un artículo titulado Cuidado maternal y salud mental.

En este trabajo se dejó una primera evidencia de lo importante que es para el ser humano
establecer una vinculación fuerte y óptima entre el niño y sus progenitores durante esos
primeros años de vida. Así, un estilo de apego afectivo seguro favorece (en un alto porcentaje de
los casos) un desarrollo emocional saludable.

Veamos por tanto qué tipo de apego puede desarrollar el ser humano y la implicación que estos
pueden tener en la edad adulta.

Tipos de apego en la infancia

Decía Isabel Allende en uno de sus libros que todos venimos al mundo siendo felices. Nacemos
con una predisposición natural al bienestar, la alegría y el optimismo. Sin embargo, en algún
momento de nuestra primera infancia puede suceder algo que nuestros genes no esperan:
aparece el miedo, la inseguridad, la sensación de desamparo y entonces, la vida se «ensucia».
Nuestra inocencia queda empañada e incluso mancillada.

Más adelante tendremos la obligación de limpiar todo aquello que una crianza deficiente
emborronó pero, hasta entonces, ese niño experimentará los efectos directos del tipo de vínculo
que establece con sus progenitores. No podemos olvidar tampoco que es durante los dos
primeros años de vida de un bebé, cuando mayor implicación tienen los patrones de apego
entre él y sus cuidadores.

Si al menos uno de los progenitores es capaz de responder a las necesidades del pequeño, este
tendrá mayores probabilidades de tener un desarrollo social y emocional óptimo. Por el
contrario, si ambos padres descuidan sus responsabilidades, si no hay proximidad, contacto y ese
tipo de nutriente afectivo que alivia angustias, miedos e inseguridades, ese niño sufrirá los
efectos de este marco de crianza tan deficitario. Veamos por tanto qué tipos de apego podemos
desarrollar en la infancia.

1. El apego seguro

Según John Bowlby y los expertos en psicología del desarrollo, es entre los seis meses y los dos
años cuando mayor trascendencia tiene el tipo de vínculo con el que un pequeño está siendo
criado. De este modo, si el adulto está en sintonía con el bebé, si es sensible a sus necesidades,
si es receptivo y da forma a una interacción consistente y altamente afectiva, estaremos por
tanto ante la construcción de un apego seguro.

De entre los distintos tipos de apego, este es el más saludable. A partir de los dos años
empezamos a ver cómo ese niño empieza a abrirse al mundo para explorarlo de un modo más
independiente, feliz, seguro y optimista. Ese pequeño se siente validado emocionalmente,
además de seguro para relacionarse con lo que le rodea porque cuenta con esas figuras de
referencia que están pendientes de él.

2. Apego evitativo

Un niño de dos años en el que predomina un estilo de apego evitativo podría llegar a dos
conclusiones. La primera, que no puede contar con sus cuidadores para satisfacer sus
necesidades, un pensamiento que siempre es fuente de sufrimiento.

La segunda: si quiere subsistir en su entorno, debe aprender a vivir con un amor deficiente,
pobre y casi inexistente. Esas migajas afectivas hacen que se sienta muy poco valorado y que
incluso llegue a pensar que lo mejor es evitar toda relación de intimidad.

Experimentar, desde bien temprano, que quienes más deberían amarte son quienes más daño
te hacen, implica pasar a toda posibilidad de relación por este filtro: la tendencia será ver
cualquier tipo de relación emocional como una fuente de desconsuelos y desilusiones que es
mejor evitar.

3. Apego ambivalente o ansioso

Este es otro de los tipos de apego más dañinos y desgastantes que también podemos encontrar.
Algunos adultos establecen con sus hijos un vínculo tan inconsistente como defectuoso. A veces,
sus respuestas son las apropiadas, sus dinámicas son afectuosas y capaces de nutrir cada
necesidad de sus pequeños.
Ahora bien, al cabo del rato, pueden aplicar una interacción tan intrusiva como insensible y
poco ajustada. En este caso, los pequeños criados bajo este tipo de apego desarrollan conductas
de elevada ansiedad e inseguridad. Experimentan ansiedad porque no saben qué tipo de
respuesta van a tener. Todo ello hace que a menudo, estos pequeños se sientan recelosos y
desconfiados y, al poco, actúen con terquedad, rabia y desesperación…

4. Apego desorganizado

El apego tipo D o desorganizado suele tener un origen muy concreto. Hablamos de entornos
patológicos, de familias donde se dan dinámicas abusivas, agresivas y de maltrato físico o
emocional. De este modo, cuando un pequeño experimenta estas amenazas queda atrapado en
un eterno dilema.

Por un lado está su instinto de supervivencia: sabe que ese entorno no es seguro para él. Sin
embargo, no conoce otra cosa, no tiene acceso a otro entorno, a otras figuras afectivas y por
tanto, sigue unido a esos mismos padres que no están ejerciendo de forma correcta sus
responsabilidades. Todo ello tendrá sin duda un severo impacto en su desarrollo social,
emocional, cognitivo…

Tipos de apego en la edad adulta

Fue a finales de los años 80, cuando los psicólogos Cindy Hazan y Phillip Shaver aplicaron la
teoría de Bowlby al campo de las relaciones en adultos. Lo hicieron después de varios años de
investigación para concluir con un dato más que interesante y que de algún modo, todos
sospechamos desde hace tiempo. El tipo de crianza que recibimos en nuestra infancia,
determina en gran parte de los casos, en el modo en que construimos nuestras relaciones
afectivas.

Es más, gracias a este trabajo y a la muestra poblacional que analizaron estos psicólogos
durante cerca de diez años, pudieron delimitar y describir los distintos tipos de apego en la edad
adulta. Son los siguientes.

«La psique humana, al igual que los huesos humanos, está fuertemente inclinada hacia la
autocuración»

-John Bowlby-

5. Personalidad segura

Las personas que formaron vínculos seguros en la infancia con sus progenitores, tienen una
mayor probabilidad de establecer patrones de apego seguros en la edad adulta. Ello se traduce
en las siguientes dimensiones psicológicas.

Mayor autoestima y seguridad en sí mismos para establecer relaciones sólidas.

Tienen una visión positiva de sí mismos, y ello les ayuda a buscar parejas afectivas con las que
construir vínculos igual de seguros, positivos y significativos.

Sus vidas son equilibradas: valoran su independencia y a su vez, la importancia de establecer


relaciones cercanas, fuertes y felices.

6. Personalidad evitativa

Experimentar en la infancia un tipo de apego evitativo, deja huella. De este modo, es común
que den forma a las siguientes conductas en la edad adulta:

Son personas solitarias, perfiles que ven las relaciones (ya sean de amistad o afectivas) como
lazos de poca trascendencia. Desconfían, no se abren emocionalmente, son esquivas e incapaces
de satisfacer las necesidades de los demás.

Son frías, cerebrales y hábiles a la hora de reprimir sus sentimientos. Su respuesta típica cuando
hay algún problema, conflicto y discrepancia es casi siempre la misma, no responsabilizarse,
poner distancia y huir.

7. Personalidad preocupada e insegura

Crecer con un tipo de apego ambivalente/ansioso respecto a nuestros progenitores también


puede moldear nuestra personalidad adulta. Es común que desarrollemos cierta inseguridad,
una elevada autocrítica, baja autoestima…

Asimismo, en el campo relacional es habitual que surjan a su vez grandes dificultades. Se busca
(y necesita) la aprobación de la pareja afectiva. Tememos perderla, tenemos la sensación de que
a la mínima nos rechazarán, que seremos traicionados, etc.

Todo ello hace que acaben construyendo relaciones altamente dependientes. Ahí donde la
propia persona, dada su inseguridad casi patológica, acabe siendo la principal enemiga de su
relación afectiva.

8. Personalidad temerosa

Las personas que crecieron con un apego desorganizado tienen un problema esencial: la
presencia de un trauma no resuelto. Esa infancia de abuso y maltrato genera una
descomposición interna. Son perfiles fracturados emocional y psíquicamente que difícilmente
podrán establecer una relación afectiva saludable y feliz.

Una infancia donde quedaron reprimidos muchos sentimientos y donde se vulneraron otros,
genera un presente condicionado por un ayer donde no es fácil establecer una conexión
auténtica con los demás. Hay miedos, hay competencias emocionales que aún no han sido
desarrolladas, hay bajas autoestimas, sombras de las que huir y necesidades no nutridas ni
satisfechas… En estos casos, lo recomendable sin duda es llevar a cabo una buena terapia y
reconstrucción personal para poder establecer más tarde vínculos más seguros y satisfactorios.
Para concluir, hay un aspecto que el propio John Bowlby señaló en su momento y que vale la
pena recordar. La psique humana, al igual que los huesos fracturados, tiende a la recuperación.
Es decir, una infancia traumática no tiene por qué determinar una vida de infelicidad. Más allá de
los tipos de apego en los que fuimos criados está nuestra percepción personal, nuestra
capacidad de cambio y nuestra resiliencia.

No somos máquinas ni todos nos limitamos a perpetuar los mismos patrones afectivos que
recibimos en nuestra infancia. Nuestras mentes y nuestro cerebro están claramente orientados a
la recuperación. Somos entidades libres y organismos capaces de hacer grandes cambios para
subsistir y crear realidades afectivas más íntegras y acordes a nuestras necesidades.

(*) Licenciada en Psicología por la Universidad de Valencia en el año 2004. Máster en Seguridad y Salud en el trabajo
en 2005 y Máster en Mental System Management: neurocreatividad, innovación y sexto sentido en el 2016
(Universidad de Valencia). Número de colegiada CV14913. Estudiante de Antropología Social y Cultural por la UNED.

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