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Érase

una Vez un Patriota


Capítulo primero: Patria Huérfana

Por

Andrés Arellano Báez y Pablo Luis


Sánchez Báez


LA CONJURA

El humo del habano de Joe se mezclaba de forma intermitente con el del


café de Gaviria. Era pasada la medianoche, en Envigado, Antioquia, y era ese
lugar una hacienda cafetera con terreno suficiente para fundar sobre él una
ciudad con un par de millones de habitantes. La inmensidad del espacio creaba
un silencio intimidante como única compañía para estos dos hombres,
sentados en una rústica sala, a los extremos de una pequeña mesa de madera.
Como si se tratara de instalar un escenario perfecto para la conversación a
prestarse a horas posteriores en esa madrugada, una fría bruma cobijó todo
alrededor de la finca en la que a su interior se encontraba el dúo.
El inmueble era sencillo, sostenido por madera algo añeja que demostraba
el abandono que sufría. Su sala y mobiliario era campestre y, en la mesa de
centro, en la más grande de todas, Joe permanecía sentado dando bocanadas a
su cigarro. Con la última de ellas decidió mantener el humo apresado en su
boca más tiempo del aconsejado y paso a seguir, se lo tragó.
-Nunca he entendido cómo no te ha matado eso ya-.
Joe sonrió al escuchar las palabras de su interlocutor. Le parecieron
inocentes. Gaviria respondió negando con un delicado movimiento de cabeza,
a la par de producir una sutil sonrisa con sus labios, aquellos destinados a
sufrir por el sorbo de su hirviente bebida en pocos segundos. Fue en ese
momento, mientras esperaba el tiempo perfecto para deleitarse con su placer,
con su mirada sostenida en el recién creado remolino del líquido en su taza,
consecuencia de su mano estar revolviendo imparablemente el azúcar con el
café, cuando pudo él descifrar la situación en la que estaba enfrascado. “Una
metáfora de mi vida” fue la epifanía que resonó atronadoramente, pero que
solo pudo haber sido escuchada por él.
–No va a venir –comentó Joe.
-No sabes eso –respondió inmediatamente Gaviria alzando con ímpetu su
cabeza, esperando enfatizar con el gesto la certeza pretendida en sus palabras.
Para su desgracia, la ausencia de cualquier prójimo en kilómetros a la redonda
debilitaba su argumento. Una mirada de ambos al extenso terreno alrededor
los comenzó a intranquilizar. Desde donde estaban ubicados, hasta donde la
vista alcanzaba, nada humano hacía presencia y solo la niebla los acompañaba
–Aunque sería lógico que no lo hiciera –se lamentó él mismo, mientras
conservaba su atención en el desolador horizonte en donde la oscuridad de la
noche sometía todo.
Las horas pasaban, la paciencia se agotaba y el estrés crecía de a poco. Joe
había acabado con su vicio. Gaviria no quería seguir satisfaciendo su gusto.
Este caminaba por toda la sala desesperadamente, mientras aquel permanecía
sentado en la mesa. Y así, de repente y en forma impetuosa, el sonido de un
Jeep acercándose a los dos alternó la tensa calma existente, hasta lograr
extinguirla un par de minutos después. “Se te cumplió el deseo, maldita sea”,
reflexionó Gaviria. Él, ahora inquieto, con una tembladera en su mano, dirigió
su andar hasta la entrada principal donde abrió la puerta. La gran extensión de
ella permitió a Joe ver hacia el exterior, hacía la inabarcable propiedad. Era
imposible no notar la ansiedad que dominaba a Gaviria al esperar el arribo del
auto cuya persona al interior era capaz de acabar con su paz. Joe permanecía
absorto ante la luz de los focos del vehículo atravesando la niebla.
En Bogotá, a esa misma hora, varias noches después, un impaciente Galán
permanecía en la oficina de su casa, sentado y pendiente de su teléfono,
esperando el timbrazo avisándole que debía levantar la bocina.
El Jeep se detuvo a cinco pasos del porche. De él se apeó un hombre
gordo, con bigote y rizos en el cabello. A pesar del frio vestía exclusivamente
una camisa manga corta blanca con finas rayas azules. Su nombre, conocido
ya en aquel momento por todo el planeta, era Pablo Emilio Escobar Gaviria.
Cuando Joe tuvo confirmación visual de quién era, segundos después de verlo
salir de la bruma, se levantó de la mesa, tomó la chaqueta azul colgada en el
espaldar de la silla y, como buscando hacer toda una declaración de
intenciones, se abrigó con ella. A su espalda se podía ver claramente el logo de
la compañía donde venía haciendo un gran nombre gracias a su trabajo: la
DEA.
A la puerta de la clásica vivienda llegó de manera pausada Pablo, quien se
encontró en ese espacio con un pálido Gaviria. Le ofreció su mano en forma
de saludo, pero un rostro impávido viéndole fue lo único obtenido como
respuesta. Pasado un tiempo, la nula reacción de quien parecía el anfitrión se
volvió incómoda para aquel actuando como invitado. Pablo ladeó sutilmente
su cabeza, impulsado por la sorpresa causada por la situación. Gaviria se
despabiló y, de manera afanosa, con brusquedad inclusive, tomó la mano
frente a él esperando por un apretón. Pablo sonrió.
–Señor secretario, tenga usted muy buenas noches - dijo en su voz suave y
de manera entrecortada.
–Escobar – fue lo único capaz de replicar Gaviria, con una voz tímida por
poco imperceptible.
Con Joe terminando su caminata junto a ellos en la puerta, Pablo soltó la
mano de Gaviria con tal de disponerla para saludar al tercero en la reunión.
– Mister Di A Ei- dijo Pablo, enfatizando con fuerza cada una de las letras
y descubriendo su patética pronunciación del idioma imperial. Joe,
impresionado por la temeraria actitud del capo, tan solo sonrió. Pablo atravesó
el espacio dejado entre los dos, obligando a la pareja a seguirlo hacia el
interior de la casa.
Galán mantenía su posición en el escritorio y su mirada fija en el teléfono.
En la puerta de su oficina, Juan Manuel, su hijo mayor, apoyando su cuerpo al
marco de la puerta, lo contemplaba con ternura. Su padre ni lo había notado.
Pablo estaba sentado a un lado del campestre comedor de madera; Joe y
Gaviria lo estaban en el opuesto. El último de ese par tenía sus brazos sobre la
mesa y su espalda hacia delante. El primero se mostraba firme y con las manos
en los bolsillos de su chaqueta. Como era su costumbre, la de Pablo, aceptó la
taza de café ofrecida. En ese momento la saboreaba de a poco, con una
solemnidad digna de los más exigentes catadores. Concluyendo su
degustación, ya todo un ritual para él, el criminal remató el disfrute de la
bebida insignia de su tierra, dejando el pocillo sobre el plato blanco reposando
sobre la mesa. Acomodada la vasija de cerámica, limpió la gota con su dedo
deslizándolo suavemente sobre ella y, con su mirada en el recipiente y la
concentración en el secado acometido por el pulgar, Pablo espetó:
- Señores, ustedes solicitaron esta reunión.
Gaviria retrocedió hasta posicionar su torso en el espaldero de la silla con
fuerza, como reacción a las palabras de Pablo, como si estas una vez sacadas
de su cuerpo no se hubieran convertido en viento escuchado por sus oídos sino
en un tornado capaz de propinarle un empujón a su cuerpo. Joe permaneció
impasible y sin inmutarse dijo:
- Pablo, no es más que una black op. Una orden de la CIA y la oportunidad
de tu vida.
Pablo, aún consintiendo la taza, alzó su vista hasta impactar con ella en los
ojos de Joe. Siguió él inmutable. Tal vez por no haber obtenido respuesta
alguna, Pablo frunció su ceño y miró a Gaviria, como exigiendo de él lo
incapaz de obtener del otro. Cuando percibió el clavar de la mirada en el piso
de a quien él llamaba secretario, tratando con ese gesto de esquivar la
situación, usó su tono más firme para dejar saber su posición.
–Señor secretario, ya estoy aquí. Con su debido respeto, sea varón y
dígame por qué estoy aquí-.
Esas palabras produjeron en Gaviria una tremenda sacudida de su cuerpo
en la silla. Buscaba con el movimiento expulsar la incomodidad paseándose
dolorosamente por todo su cuerpo. Lo estaba ya carcomiendo la pena.
– Señor secre…– Pablo atacó de nuevo.
Gaviria no terminó de escuchar cuando ya se había parado de la mesa de
manera afanosa, con una risa nerviosa emitida como antesala a su acto. Pablo
espabiló su cabeza y abrió sus ojos hasta el máximo de su capacidad. Se
acomodó, segundos después, buscando quedar erguido en la silla. Gaviria
permaneció allí, de pie, dándole la espalda a ambos. Mientras Pablo lo
evaluaba, Joe, quien nunca se movió un ápice, dijo con ese tono enfático
natural de una voz ronca:
- Así es Pablo… queremos que mates a Galán.

LA REUNIÓN NO PACTADA

En las escalinatas de la pequeña iglesia de aquel olvidado pueblo, un


nervioso Gaviria revisaba su reloj de pulsera a cada minuto. Se notaba molesto
e impaciente; inquieto y ansioso. Hace rato había dejado de escuchar aquel
discurso que Galán profería en la tarima levantada para él, en medio de una
plaza clásica de un pueblo colombiano, con un parque rodeado por la iglesia y
la alcaldía, siendo una muestra contundente de dónde radica el poder sobre la
sociedad de ese país.
Centraba su atención en la hora, anhelando el fin de los aplausos de la
gente y el poder liberar de aquel escenario de tablas al candidato, pues ya el
plazo de arribar a la reunión por él pactada había sido superado desde hace
treinta minutos. No quería perder Gaviria el apoyo de alguno de los
convocados al ya postergado encuentro. Sentía, con toda la fuerza de su
convicción, el haber organizado la más importante cita en la carrera de su
mentor, una capaz de impulsarlo a la presidencia de su país.
Así se lo había hecho saber al candidato antes de empezar su discurso bajo
el inclemente sol de las tres de la tarde. Para su infortunio, este solo le había
respondido con evasivas a su insistencia por abandonar la ciudad y cumplir su
impuesta tertulia, mientras caminaban juntos hacia la tarima donde habría de
conferenciar: “César, entiendo tu interés. Y créeme que sé a qué juego en esta
carrera. Pero tienes que entender que quienes me llevarán a la presidencia son
esta gente: los estudiantes, los campesinos, los trabajadores de este país. Solo
ellos, y sus votos, serán quienes produzcan el cambio que propongo. Por eso
amigo, te digo, mi tiempo voy a dedicárselo a ellos. Entiéndeme, son gentes
que han abandonado sus labores para venir a verme, a escucharme, a darme su
apoyo. Mi intención no es simplemente saludarlos, estrecharles una mano y
darles la espalda. Me interesan, realmente me interesan estas personas César”.
Con un pie en el primer escalón y la mano en la baranda, detenido para
enfatizar sus palabras, Galán le hizo saber a su jefe de campaña su principal
posición sobre el tema, “los demás mi querido amigo, los demás… los demás
que me esperen”. Fue esa la última frase escuchada por Gaviria antes de verlo
subir por las escalinatas que lo pondrían al frente de la plaza del pueblo, donde
ahora miles estaban impacientemente esperando por él. Sin vacilar,
concluyendo su terminante frase, Galán caminó hasta atravesar la tarima
donde fue recibido por un público generoso en aplausos y vítores,
demostrando por qué era, como lo habían ya mencionado los periodistas en los
diarios y la radio de su país, "el candidato del pueblo".
"…y es que debemos exigir que reporten todas las formas de financiación
de las campañas. Nuestro partido pone a disposición de todos los colombianos,
todos los libros y cuentas donde se estipulan todos los ingresos de nuestra
campaña. Porque este partido busca reorganizar la democracia colombiana,
unificar a la nación y conseguir una paz auténtica y perdurable para todos
nuestros compatriotas. También asegurar el papel histórico de nuestro país en
la evolución de América, acrecentar los recursos materiales y espirituales del
pueblo colombiano, y, en especial, redimir a la inmensa mayoría de
conciudadanos oprimidos por la miseria. Conquistar e integrar a la vida
nacional la totalidad del territorio. Reivindicar el derecho de los colombianos a
manejar y controlar los recursos naturales, sobre todo el petróleo, el carbón y
los demás minerales del subsuelo.”
Este pedazo del discurso hizo al público entrar en un elixir intenso. Galán
había sacudido una fibra sensible de sus escuchas. Tras él, detrás de
bambalinas, Gaviria estaba pasmado. Lo radical de lo escuchado y la
conmoción del público le hicieron detener su alargado andar en círculos junto
a la escalinata y dirigir su mirada, impulsivamente, hacia la exposición
ofrecida por su jefe, una que para ese momento ya se había transformada en
una liturgia. Con su mano en la boca, esperando con la acción el poder
bloquear su voz, Gaviria solo pudo balbucear un poco disimulado “hijueputa”.
Para desgracia de quien esperaba, el declamador estaba muy lejos de
concluir su arenga. Tan solo segundos más tarde, el explosivo orador,
notoriamente inspirado prosiguió con un portentoso“…manifesté, que yo soy
partidario, dentro de la Constitución y de la Ley, de una verdadera
transformación en el sistema de tenencia de tierra en nuestro país, para hacer
justicia, para defender el uso verdadero de la tierra, para que se respete al que
la explota honestamente, pero para que no continúe este problema del
latifundio en algunas zonas del país, del feudalismo y la inconsciencia sobre lo
que le ocurre a miles y miles de familias campesinas. En el Senado hay
ganaderos… y en la Cámara. Pero no son pequeños campesinos, ni son
trabajadores del campo. Son grandes o medianos propietarios, que tienen una
perspectiva distinta del problema rural. Ellos piensan en otras oportunidades
de explotación para el agro, pero se les ha olvidado lo que ocurre con cerca de
diez millones de colombianos, que viven en condiciones muy difíciles en las
zonas campesinas”. Gaviria pasó en un santiamén de la sorpresa a la
indignación. Los brazos a la cintura, así como los movimientos sutiles y
zigzagueantes en su cabeza demostraban su creciente desespero. Ya no le
importaba el reloj o la cita; le preocupaba, honestamente, el futuro.
Galán se aprestó a concluir. “Confíen en mí. Yo sabré pagar esa confianza
con trabajo arduo y verdaderos cambios que podrán palpar todos y cada uno
de ustedes. La reforma agraria es necesaria en un país que suplica cambios y
yo me encargaré de que los campesinos, los pequeños ganaderos, los
agricultores y todos aquellos que se dedican a hacer grande a este país vean la
recompensa de su esfuerzo. Yo soy colombiano y ¡ustedes son Colombia!”
Galán cerró así sus argumentos, esperando haber convencido a sus escuchas de
otorgarle a él el voto que habría de convertirlo en presidente. Se alejaría del
micrófono y daría paso al despido acostumbrado al respetable, para después
caminar hacia la pequeña escalera creada con el objetivo exclusivo de darle a
él el medio necesario para abandonar aquel espacio capaz de transmutarlo de
un ser político a una esperanza.
Al final de los peldaños, un Gaviria más calmado lo esperaba. La palmada
en la espalda acostumbrada y luego se encaminaron juntos, con Galán adelante
liderando el camino, hacia el vehículo dispuesto para trasladarlo hasta la pista
en donde una avioneta, proporcionada a Gaviria, esperaba por ellos. Ya en
medio del recorrido hecho por el transporte terrestre, el líder aleccionó a su
amigo.
-Me tenías nervioso hijo. Debes aprender a controlar esa inseguridad si
quieres ser parte de esto. Esta es la verdadera política. Si realmente están
interesados en que yo gane no van a armar alboroto porque me esté esforzando
en hacerlo. Además, fueron ellos los que pidieron hacer esta reunión hoy, a
quinientos kilómetros de donde estoy- dijo Galán sin esperar respuesta.
En el costado de la aeronave determinada para hacer su abordaje se dejaba
ver un logo capaz de delatar a su propietario: el grupo económico LCSA.
Galán salió del auto e inmediatamente lo advirtió. Indignado por lo insinuante
de las facilidades otorgadas para su movilización, volteó su mirada a Gaviria y
con tan solo los gestos de su rostro le permitió saber su inconformismo por la
situación. Gaviria sintió la presión emitida por el candidato, forzándolo a
clavar sus ojos en el piso, tratando de disimular su nerviosismo. Segundos
después vio el caminar de su compañero antes de entrar a la aeronave,
analizando su quejadera manifiesta en el meneo de su cabeza a cada paso
dado.
El vuelo fue rápido, en silencio y uno que le otorgó a Galán algo ya por él
bastante añorado a esa altura: un profundo descanso. Cuando despertó, la
pequeña avioneta había descendido sobre una pista en medio de una finca en
las afueras de Bogotá. Los esperaba un vehículo Mercedes Benz negro,
impecable, de esos pocos existentes en el país, con un chofer ataviado
pulcramente.
-Por aquí- atinó a decir el conductor abriendo la puerta e invitándolos a
subir a la parte trasera del llamativo, y tal vez muy diciente medio de
transporte.
El latifundio al que llegaron era suntuoso, con una gran fuente y un
gigantesco jardín hermosamente cuidado, decorado con flores y arbustos
ornamentales, todo diseñado para embellecer la entrada de los automóviles. Ya
la noche se estaba presentando y unas luces automatizadas se encendieron para
rescatar al fastuoso edén de las sombras. El chofer los acompañó hasta la
puerta de entrada de una mansión, lugar donde los entregó a un silencioso
mayordomo cuya función era guiarlos por los pasillos de la inmensa casa,
hasta el salón donde estaban reunidos una veintena de hombres formalmente
vestidos, bebedores en esa tarde de un exclusivo whisky y suave brandi.
La habitación estaba adornada con una gigantesca lámpara de cristales con
la fuerza necesaria para iluminar todos los rincones; una mesa ofreciendo
quesos, postres y otras golosinas; una biblioteca imponente al fondo del salón;
cortinas blancas con bordados dorados que ocultaban grandes ventanales;
paredes de una rojiza madera que dejaban finamente rebotar la luz amarilla; y
unos pulcros muebles estilo Luis XVI que permitían descansar a quien los
usara. Todo estaba estrictamente vigilado por un par de meseros entrenados
para poner en funcionamiento el tocadiscos, cuando fuera requerido. Cada
elemento estaba dispuesto allí para el disfrute de los invitados a la reunión.
Los huéspedes voltearon a la puerta, impulsados por el sonido emitido al
entrar el candidato. Galán, de larga data en la vida pública del país, reconoció
a la gran mayoría de los presentes: eran ellos banqueros, empresarios,
prominentes abogados representantes de decenas de sociedades mercantiles, y
algunos políticos. Su legendaria presencia, hoy comprobada, les impuso a
quienes lo recibían el permanecer en silencio. Galán, de pie allí impasible,
estaba haciendo honor a su fama y, de forma unánime, los asistentes a ese
encuentro lo reconocieron al instante. Un elegante hombre, de traje azul
perfectamente a la medida, con cabello blanco y porte de barón europeo,
erguido junto a una ventana por la parte de afuera del salón, llamó la atención
momentáneamente del invitado de honor, quien se quedó observándolo con
excesivo detalle al no haberlo reconocido.
Uno de los abogados, de portentosa presencia, Virgilio Holguín, se dirigió
hasta el candidato y le estrechó la mano. Con esa elegancia característica de
aquellos con una vida que se desenvolvió siempre en esos sectores sociales
donde las apariencias lo son todo, el prestante hombre vestido con buzo,
pantalón y zapatos blancos, le dijo a Galán:
–Bienvenido, señor futuro presidente. Lo estábamos esperando y le
agradecemos su desplazamiento hasta acá. Espero que el viaje no haya sido un
problema, sabemos lo ocupado que está por estos días y apreciamos que nos
haya dedicado un momento de lo que sin duda alguna debe ser una apretada
agenda- dijo el abogado mientras movilizaba al candidato hacia el centro del
salón. -Espero que lo que logremos hoy sea de provecho para todos y que este
sea el comienzo de una larga lista de visitas que haga usted a esta, mi casa-
agregó el abogado mientras con una seña llamaba a uno de los mesoneros,
dando la orden con el ademán de atender al invitado de honor.
Con el hombre de traje blanco y corbatín negro frente a él, dijo Galán:
-Solo agua hijo. Gracias-.
Gaviria por su parte saludaba al resto de presentes. Ya los nervios no se
manifestaban en él: había logrado la tarea, había traído al candidato y todo lo
demás iba a darse naturalmente. Esta reunión era para él su entrada al
verdadero mundo del poder y aunque Galán era la persona acaparando toda la
atención, sentía este como su gran logro. Pasado un tiempo y habiendo ya
saludado a cada persona, Gaviria emitió, por primera vez en todo el día, tal
vez en la semana, un profundo suspiro como consecuencia de la tranquilidad
sentida. Consecuentemente, se dio él el lujo de producir para disfrute suyo
nada más, una crecida y merecida sonrisa. El vaso con la bebida adictiva en su
mano lo saboreó a continuación y fue el más delicioso jamás llevado a su
boca. Por lo menos, así lo sintió él en ese radiante atardecer.
Ya Galán había intercambiado gestos de saludo con todos los asistentes,
menos con el elegante hombre de traje azul, quien ahora descansaba a fuera de
la sala sentado en una banca junto a un bello manzano, en medio de un jardín
interno. Notó él, Galán, la mirada penetrante del desconocido y, en respuesta a
eso, su observación con detenimiento hacia el personaje. Formalismo a seguir,
invitaron al agasajado a usar un sillón ubicado estratégicamente en el centro
del salón. En tono amigable, el abogado empezó su explicación de por qué
estaban todos allí reunidos. De pie, hablándole a quien era el centro de
atención y mientras los demás guardaban un sepulcral silencio, el animoso
anfitrión se dispuso a hablar con notoria locuacidad.
-El mundo de la política y el de los negocios son hermanos, hermanos muy
parecidos… tanto, que en algunos momentos hasta han llegado a confundirse y
en otros hasta han entrado en conflictos. Pero como buenos hermanos que son,
siempre han sabido volver a juntarse, y es por eso que esta noche estamos
todos aquí, para que estos dos grandes hermanos trabajen juntos y hagan feliz
a una misma madre que vendría siendo Colombia.
Por primera vez el abogado le dio la espalda a Galán, producto de haber
comenzado a recorrer el salón, buscando el efecto dramático de poder observar
de frente a todos los demás miembros del público mientras hablaba. Galán,
con su mirada, hizo lo mismo: avistó directamente hacia el rostro de cada uno
de los presentes, con su fuerte e intimidante semblante. Virgilio prolongó su
explicación.
-Nuestro candidato, sin lugar a dudas, como buen hijo de Colombia, querrá
lo mejor para su madre. Nosotros, sin espacio para equívocos, también. Es por
esto que debemos hermanarnos y trabajar juntos en la consecución de nuestras
metas, tanto las comunes como las individuales. Insisto en que nuestro
candidato contará con todo nuestro apoyo, ya sea de tipo financiero,
mediático, o cualquiera otro que sea necesario proporcionarle. Queda en
manos de él decidir si en su majestad política, cumpliendo con sus deberes de
presidente de la República, de nuestra madre Colombia, puede ser un buen
hijo y hermano y permitir que con nuestros patrimonios empresariales y
personales podamos otorgarle un completo apoyo a su gobierno cuando así sea
necesario. Usted, al igual que nosotros, representa el trabajo duro y la
constancia. Veo, hoy acá estando juntos, un prometedor futuro en el horizonte.
Es hora de dejar el egoísmo y participar todos en este proceso. El mejor
ejemplo de esto sería la promesa por parte del candidato de permitirnos a
nosotros los empresarios, la explotación minera del país, del territorio, como
viene siendo la costumbre mundial. Siempre respetando los demás
desembolsos que debamos hacer para que se nos permita esta actividad, por
supuesto y, jamás, sin olvidar que es un favor que estamos dispuestos a
devolver… con creces. Además, podríamos, por qué no, digo yo, hablar de
una reforma agraria que permita no solo a los pequeños sino también a los
grandes acceder a préstamos de dineros públicos que gocen de cobros a bajo
interés, creación de sociedades agrícolas y hasta mega-sociedades que ayuden
a bajar los costos de producción y a las que se les preste auxilio en materia
aduanal para que puedan competir en mercados internacionales-.
Habiendo dejado la duda en el aire y una sonrisa en la mayoría de
asistentes, el abogado remató su caminar de nuevo frente a Galán, a quien no
quitándole los ojos de encima fijamente le dijo…
-Las posibilidades de cooperación son muchas: reactivación de los bancos,
permisos de explotación de materias primas sin tanto papeleo, agilización en
cuanto a leyes que permitan el desarrollo empresarial privado en la salud,
servicios públicos y demás renglones que permitan el crecimiento económico
de este otro hermano que también se merece lo mejor. Es por eso que esta
noche espero, y sé que todos acá acompañándonos también, que estos dos
hermanos se abracen y mantengan una estrecha relación que los confunda pero
que jamás los haga entrar en conflictos- el abogado se acercó a Galán y
agachándose un poco, le extendió su mano esperando como respuesta a su
gesto un apretón de las de él.
Galán se levantó del sillón y dirigiéndose a su anfitrión, sin responder el
ademán, le compartió su pensamiento.
-Es usted un gran orador. Ya me lo habían comentado. Hoy me ha dejado
sin dudas sobre eso. Lo felicito honestamente señor. Sabe usted que cuando el
respeto sincero proviene de un igual es más dignificante. En cuanto a lo
demás, dudo que dos buenos hijos, como usted se ha referido a los negocios y
la política, hagan lo que me han invitado ustedes a hacer. Ningún hijo se
aliaría con otro hermano para lastimar a su madre en el afán de conseguir un
bienestar propio. No creo que debamos hablar de agilizar leyes, ni de ayudar a
los grandes a pisotear a los pequeños. La desigualdad no hay que fomentarla ni
patrocinarla.
Galán se volteó a mirar a Gaviria, disipando con su mohín el breve
momento de dicha de la que gozaba. La angustia retornó al rostro del jefe de
campaña ipso facto. Mientras lo avistaba, el jefe de la campaña siguió su
retahíla.
-Es inaudito, por Dios Santo, el que me hayan traído aquí para pedirme que
me traicione a mí mismo, a mis ideas y mis ideales -. Reculando su mirada
hacia el abogado, Galán indicó - Como dije en el discurso que acabo de dar
ante cientos de estudiantes, de amas de casa, trabajadores, obreros y
campesinos: “yo soy colombiano y este pueblo trabajador es Colombia”. Y en
lo único que usted acertó es en que soy un buen hijo y jamás traicionaría a mi
madre, que es mi pueblo- con esta frase Galán calló. Con esa frase, Galán
calló a todo el salón.
El despeñar de una hoja de un árbol en el jardín se hubiera escuchado
estruendosamente en esa sala. Galán sacó tres pesos del bolsillo y los dejó
sobre la mesa
-Esto es por el agua. Muchas gracias-
Dándoles la espalda a los estupefactos hombres, Galán se marchó del
salón, sin darle a ellos el tiempo necesario para despabilarse ante la sorpresa
de lo acontecido.
Gaviria permaneció en el recinto. Sus ojos no parpadearon por un periodo
de tiempo mucho más largo a lo recomendado por los optómetras. El abogado,
quien se quedó inmutable mientras Galán lo dejaba atrás, escuchaba con dolor
el golpe cada vez más suave de las pisadas del candidato en su piso de
mármol. Un sorbo a su bebida e inmediatamente dio vuelta completa a su
cuerpo, con el fehaciente objetivo de divisar a Gaviria, quien inmóvil, con su
vaso de vidrio lleno de whisky, se mostraba con ojos achantados y llenos de
preocupación, prestando toda su atención a quien para ese momento debería
ser un glorificado anfitrión. Un leve, breve y muy poderoso levantamiento de
cejas fue todo lo necesitado por el jurisconsulto para obligar a Gaviria a
abandonar el vaso de manera brusca sobre la mesa y emprender paso acelerado
hacia quien a esta altura debería ser un político corrompido. Con su cabeza
gacha, evitando cualquier futuro contacto visual capaz de intimidarlo, Gaviria
abandonó la estancia.
Fue una corta carrera la del joven político hasta encontrarse con Galán, a
quien le bloqueó el paso. Impulsado por una energía sin antecedentes en él, su
presencia frenó el andar de su amigo, quien impasible, pero con esa mirada
apasionada tan característica suya, lo escuchó con sincera y profunda atención
-Luis, ¿qué se supone que estás haciendo? ¿Cómo se te ocurre haber hecho
semejante payasada?... ¿No se trata todo esto de ganar las elecciones? No es
una locura lo que proponen. Además, ni escuchaste todo. Así son las cosas
acá, ellos saben lo que hacen, antes de ti han apoyado a otros políticos. No
solo políticos, militares, otros empresarios… Representan compañías
multinacionales que reciben apoyo de gobiernos extranjeros... ¿Acaso piensas
mantenerte en el poder sostenido por campesinos y amas de casa? Sé que tus
ideales son los mejores Luis, por eso te he acompañado en tu candidatura,
porque yo también creo en ellos, en tus propuestas; pero ellos también son
pueblo, también han hecho mucho por Colombia, y pueden apoyarte. Pero
todo… todo es un apoyo mutuo. Jamás he dudado que debas ser el próximo
presidente y por eso estoy aquí contigo…- escupió Gaviria con esa voz
chillona capaz de hacer enojar a Galán en ciertos momentos.
-Esa últimamente ha venido siendo mi gran duda- dijo Galán observando
furiosamente a Gaviria - El por qué estás aquí-. La mudez del interlocutor,
sumada a la quietud de su cuerpo, le permitió a Galán seguir su camino hacia
el jardín donde un auto esperaba por él.
Gaviria, una vez más, se quedó avistando la espalda del gran líder,
mientras aquel se alejaba. “Esta posición ante ti se me está convirtiendo en una
costumbre”, caviló el joven político. Galán llegó a la puerta de la mansión y
detuvo en seco su poderoso marchar. Permaneció inamovible, contemplando
ya un cielo oscuro a punto de transformarse en un lienzo negro infinito.
Gaviria no dejó de ver en dirección a su mentor ni por un instante. Anonadado,
en su interior, admitía la grandeza de ese hombre frente a él.
En pleno momento de efervescencia emocional, apareció al opuesto lado
de la sala, sin posibilidad de preverlo pero siendo improbable no notarlo, el
legista Holguín. Su posición creaba entre los tres una línea recta con Galán en
una punta, el abogado en otra y Gaviria en la mitad. El hombre invitado allí
para ser dominado, con su cabeza en alto y su cuerpo tieso, esperaba por algún
movimiento tras de él. Sentía la interrupción de la continuidad del tiempo
quebrarse: los segundos se sintieron como minutos. En ese estado de trance,
Galán sintió el dolor de la decepción en la totalidad de su cuerpo al escuchar
los pasos de su amigo alejándose. Un fuerte respiro fue todo lo requerido para
disimular el malestar consumiéndolo en lo más intrínseco de su ser y mantener
la integridad tan propia de él. El peso de la traición lo forzaba a doblegarse,
pero su orgullo sería más poderoso y le permitiría no exteriorizar su dolor.
En el trayecto de Gaviria al salón, junto al propietario del inmueble, la
dinámica del caminar de ambos obligó al político a mirar por segunda vez la
espalda de alguien en una posición superior. Cuando se percató del hecho, uno
capaz de dejarle ver su regular puesto en la vida, sus pies se detuvieron
bruscamente. El licenciado en leyes reparó en el violento frenar de su
acompañante. Intrigado, volteó su cabeza para poder mirarlo y, con sorpresa,
descubrió a su forzado socio con sus ojos enfilados hacia sus zapatos. La duda
por lo presenciado lo mantuvo en silencio analizando el quehacer del joven
político, quien con su mirar detenido en la prenda de vestir de sus pies parecía
totalmente ido del lugar. Un par de zapatos de cuero, elegantes y de
reconocida marca; aunque claramente muy sencilla en comparación con la de
todo su actual contexto, era lo determinado por él con el más relevante de sus
sentidos.
Pasaba el tiempo y Gaviria perpetuaba su detención. Lo extraño de toda la
situación impuso al abogado a virar completamente, buscando la comodidad
exigida por el cerebro al cuerpo cuando se enfrenta a hechos incapaces de
comprender de inmediato. Pasado unos segundos Gaviria tomó un pañuelo del
bolsillo interior de su chaqueta y se agachó para limpiar el polvo sobrepuesto
en su calzado del pie derecho. Finalizado el trabajo, recuperó su postura y se
acomodó el traje cubriéndolo esta vez con excesivo cuidado. En medio de esa
tarea percibió un espejo junto a Virgilio y caminó, con su espalda
perfectamente erguida y su paso firme, hacia él. Parecía como si en ese
momento particular, para él solo existiera él mismo y nadie más en todo el
mundo. El abogado, sorprendido a su interior pero invariable en su exterior,
concentraba toda su atención en su invitado. Gaviria una vez creó su reflejo
axial, movió su cabeza hacía atrás, relajó su cuerpo, cerró sus ojos y tomó una
ingente cantidad de aire a través de su nariz. La espiración le permitió liberar
un gran peso en su alma. Cuando recuperó la vista notó, en su duplicado, la
poca elegancia de su corbata. El nudo de ella, exactamente, era lo
estéticamente incorrecto. El que no fuera perfecto lo desilusionó. No lo había
advertido antes, pero era para él claro, en ese momento, viendo su traje y
desacomodada prenda, lo lejano de su vida actual frente a la por él añorada en
su pasado, cuando era un niño provinciano con deseos de llegar a lo más alto
de la pirámide social. Siempre supo esperar por su momento y se tranquilizaba
creyendo en un futuro promisorio. Pero su paciencia se había ya agotado. Su
estrategia lo había acercado al poder; pero no era él el poder. Era hora de
evolucionar. Se quitó la pieza de vestir colgando en su cuello y con muchísima
destreza la acomodó. Puso todo el empeño posible en la tarea. Cuando
finiquitó, sintió estar frente a la perfección, a un orgullo de la etiqueta en la
indumentaria. Una presentación impecable. Era la misma corbata, sin duda
alguna, pero se veía mucho mejor. Era él el mismo Gaviria de siempre, pero en
ese momento, por Dios Santo, se sentía excelente. Un par de retoques en el
traje, otro par de sacudidas en la corbata y algo se había transformado en su
ser. Se volvió y, por primera vez, observó a quien silenciosamente esperaba
por él. Gaviria sonrió y arrancó su andar, esta vez tan firme como el del
hombre capaz de generarle su máxima fascinación. Sus pasos lo llevaron hasta
quedar al lado del abogado, pero esta vez no se detuvo a esperarlo, esta vez
siguió su marcha con firmeza. Esta vez entró él de primero al aposento.
Allí, hombres y mujeres discutían entre ellos, buscando alguna forma de
entender lo sucedido. Seguían indecisos sobre el siguiente paso a dar. Un
estruendoso “¿qué carajos acaba de pasar?” fue la frase expulsada de la boca
de María Mercedes Michelsen para recibir a Gaviria. Este escuchó las quejas,
mirándola directamente a los ojos, pero sin detener su recorrido hasta la mesa
donde había dejado el vaso de whisky, atravesando impasible el círculo
formado por los presentes. El abogado entró al salón después, quedando al
otro extremo, dejando a todo el grupo en medio de los dos.
-Pensábamos que ya todo estaba acordado -, siguió reclamando ella
mientras él vaciaba el vaso con la ya aguada bebida alcohólica. A
continuación, preparó una nueva mezcla de licor con hielo y giró su cuerpo
mientras disfrutaba de su exquisita creación. La saboreó y, con total desidia,
de pie junto a la mesa, les satisfizo la curiosidad a sus escuchas.
-Traté, pero es muy terco, muy cerrado, tiene convicciones de concreto y
pensé que viéndolos a ustedes y lo que ustedes representan para su campaña
iba a entenderlo y a ceder… Pero me equivoque… Tal vez es que ustedes no
son tanto como creen.
María Mercedes iba a decir algo, pero las últimas palabras de Gaviria la
tomaron por sorpresa, viéndose obligada a callar. Su cabeza incluso se retrajo,
producto del estupor causada por lo escuchado. Ante el silencio, Gaviria
volvió a beber del trago recién servido. De nuevo lo disfruto con intensidad.
Ya finalizada la degustación, decidió circular entre todos con una seguridad
inédita hasta ese momento en él.
-Igual creo que aún podemos arreglar esto –retomó Gaviria -. Galán aún no
es presidente, sigue siendo un candidato más y hasta que vea y sienta, como
ustedes me han hecho entender y ver, que la presidencia no es más que un
primer escalafón, el primero antes de alcanzar el poder político, el verdadero,
el que no radica en el país, sé que él cederá. Debemos hacerlo entender que
para lograr eso debe tener aliados poderosos, debemos hacerle saber que acatar
las reglas ya predispuestas es necesario… Cuando por fin entienda que no es
más que un candidato a presidente de un pequeño país, él va a aceptar que no
puede lograrlo solo. Él no es tonto… es un soñador y hay que despertarlo-.
Gaviria dio su último paso frente al abogado, después de haber atravesado
el círculo formado por todo el selecto grupo de hombres y mujeres
sorprendidos por su nueva postura. Al instante de concluir su perorata, con sus
ojos fijos en el dueño del lugar donde conjuraban, Gaviria volvió a llevar un
sorbo de su bebida a su boca.
-Pues será mejor que logre despertarse pronto antes de que su sueño se
convierta en nuestra pesadilla- enfatizó María Mercedes. Gaviria se giró para
verla directamente y respondió positivamente con un relajado ademán de su
cabeza.
-Caballeros, dama- levantó la voz el abogado, acallando de inmediato las
demás voces de personas que comenzaban a quejarse. -Esto solo fue un
impase, nada que no hayamos observado ya, apenas el comienzo de las
negociaciones. Ya todos conocemos cómo terminan ellas: nosotros
encontrando el precio de cada uno.
Colocando su mano sobre el hombro de Gaviria, antes de caminar para
pasar por su lado, Virgilio prosiguió con un enfático tono.
–Nuestro hombre está de acuerdo en que esto es solucionable, hay que
hacerle entender al candidato que esto siempre ha sido así, que no es nada
nuevo y que va a seguir siendo así- ahí se detuvo el abogado para llenar su
vaso ante la ausencia de los mesoneros, retirados del salón antes de comenzar
la charla con Galán. -Dinero, tierras, favores políticos, ayudas internacionales,
apoyo de la iglesia, es una oferta imposible de rechazar para aquellos que los
invitamos a nuestro de lado. Criminalidad, violencia, pobreza, presión
internacional para hundir a quien no apoye nuestros planes es un precio muy
alto para quien no la acepte. Esta es una estrategia ya mil veces usada por
nosotros y queda claro que es una que siempre funciona. No creemos una
tormenta donde no la hay, ¿bueno? Debemos saber jugar nuestras cartas, que
son muchas y poderosas, y así lograr tener lo que nos pertenece. Esto es
historia ya: siempre la casa gana.
Detuvo su discurso el abogado. De la mitad del grupo se levantó un joven
de traje elegante y mucho porte. Su nombre era Jaime López.
–Gaviria, nuestra posición es clara e inamovible. Los bancos garantizamos
la financiación de lo que sea imperativo. No hay límites. Pero necesitamos
lograr los acuerdos necesarios. El mercado de valores y los capitales del
Estado necesitan salir del control gubernamental. Esto es de vital importancia.
Y debo ser sincero, nos preocupa la posición de Galán en este sentido-.
– ¿Nos?- preguntó Gaviria.
-A mí y a mi papá.
-¿Y qué quieren tu papá y tú? –preguntó condescendientemente Gaviria.
-Entrar en la modernidad señor. Liberalizar el mercado de capitales, que no
se emita más dinero público y un Banco de la República independiente.
Gaviria, haciendo gala de su título universitario como economista, replicó.
-Es decir, que ustedes puedan sacar los capitales del país hacia paraísos
fiscales, que el gobierno solo se pueda endeudar con ustedes y que el Banco
Central haga exclusivamente lo que ustedes digan.
-Sí, lo que yo dije – concluyó Jaime.
María Mercedes interrumpió. Por primera vez su verdadera voz se
escuchó. Era suave y firme. Un tono placentero pero penetrante, se podría
decir.
–Gaviria, es mucho más complicado de lo que dice Jaime. Hay que tener
un ente contralor de las entidades bancarias que podamos, a su vez, controlar
nosotros. La sujeción de la banca pública y privada a este ente, que podría ser
un ente latinoamericano, es necesaria. Es así como se puede esconder el
manejo que tienen varias instituciones internacionales. Es imperativa la
protección de los capitales de estos países en dicho banco, porque de allí es
que los podemos sacar a Miami y Nueva York. No puedo ser más enfática en
esto. Estamos dispuestos a lo que sea por lograrlo. La infraestructura legal en
Colombia nos tiene atados de manos. Es hora de cambiarla ya. Vivimos en el
siglo pasado y estamos a punto de un nuevo milenio. Necesitamos un nuevo
gobierno que haga las reformas que necesitamos. Confiamos en que sea el de
ustedes -indicó la dama y Gaviria la escuchó como si su vida dependiera de
ella.
Del otro lado de la sala un hombre con chaqueta de cuero marrón y
vaqueros se pronunció, mientras postraba su mirada en el paisaje exhibido a
través de los ventanales.
-¿Y la locura esta de la que tanto habla, la de la tal reforma agraria, lo de
darle tierras a los pobres y los préstamos? ¿Es que se supone que le va a
suministrar nuestras hectáreas, las que llevan generaciones en nuestras
familias, a los campeches? –. El hombre de jean se volteó por primera vez a
mirar a Gaviria. - Esa locura hay que arrancársela de raíz. Nuestras tierras son
nuestras, y punto-. Gaviria mantuvo la mirada cruzada con el señor. Ninguno
de los dos se inmutó. Gaviria volvió a gozar de su bebida.
Galán se encontraba en el jardín junto al auto en el que a la reunión llegó,
en compañía del chofer, quien al verlo notablemente molesto se le había
acercado. Este le había logrado robar toda su atención con las dos primeras
palabras dirigidas.
-Señor presidente, ¿se siente mal? ¿Le pasa algo? – Galán se espabiló. El
saludo lo hizo cambiar sus pensamientos.
-¿Cómo es tu nombre?- dijo el político, con ese tono suave reservado para
hablar con los pobres y contrapuesto en su totalidad al usado en sus arengas
contra los ubicados más cerca del poder.
-Fidel, señor presidente. Señor, le digo, lo que usted necesite. Puede contar
conmigo para las que sea. Mi mamá, mi papá y sobretodo mi esposa son
seguidores suyos, ya verá que no me van a creer cuando les diga que lo conocí
y que fui su chofer por unos momentos- cortó el conductor con la voz
emocionada mientras le estrechaba la mano. Estas frases hicieron disminuir la
cólera sentida por Galán, quien cariñosamente le respondió con una sonrisa.
-Gracias hijo. Ese apoyo es el que me da la fuerza para mantenerme en el
camino… el de un hombre trabajador.
-Sí señor. El más. La respondo con todo a mi familia.
-Cuéntame de ella hijo.
-Tenemos dos hijas y un sobrino. Nos tocó adoptarlo. Perdió a su familia
en la masacre de la sabana.
-Un hecho horrible. Te admiro por abrir la puerta de tu hogar en eso
momentos. Veo provees a tu familia.
-Por supuesto. Son mi vida –especulando sobre si había entendido
correctamente.
-¿Cumples tus obligaciones cívicas?
-No lo sé- respondió vacilante el humilde interlocutor.
Galán captó rápidamente que el error se hallaba en la pregunta, y no en el
oyente.
–Quiero decir… que si votas en las elecciones, pagas impuestos.
-Nunca he votado señor, lo haré por primera vez por usted. Y no pago
impuestos porque no tengo nada.
La sencillez en la respuesta del hombre le produjo a Galán una sincera
ternura.
-Fidel, aunque te parezca increíble, hace mucho tiempo no recibía una
ayuda tan importante, desinteresada y sincera como la tuya. ¿Tienes hijos?-
preguntó Galán.
-Sí, si tengo señor presidente, tengo 2 niñas, de 10 y 3 años, la grande lo ha
escuchado hablar por radio y dice que quiere seguir estudiando para ser como
usted. La pequeña si aún no sabe nada de política ni de usted- respondió
apenado el chofer.
-Hijo, prométeme que le dirás a tu hija mayor lo siguiente-. Fidel,
personaje local reconocido por haber recibido a los quince años el impacto de
un rayo en una tormenta eléctrica acontecida en su pueblo, pudo conocer
gracias a las palabras de Galán una energía con una capacidad de descarga
mayor a la sufrida ese día. La parálisis de su cuerpo, mientras lo escuchaba, le
hizo saber a Galán la entera disponibilidad de Fidel para entregar su mensaje.
Este hombre estaría dispuesto a matar o morir con tal de hacer escuchar esas
palabras a su hija. – Dile… que gracias. Que muchas gracias. Dile que su
admiración es mi razón más grande para luchar y que a ella solo le puedo
devolver mi integridad. Persistiré en la lucha por mis ideales, por ella, les hago
a los dos esa promesa.
Finalizada su petición, el autor de la misma palmeó la espalda al chofer,
quien impulsado por la emoción de lo escuchado, lo aprisionó con una fuerza
capaz de incomodarlo. Cerca de ellos uno de los mesoneros fumaba un
cigarrillo, observando maravillado la actitud del candidato. Al darse cuenta del
conmovedor acto, botó el producto cancerígeno y se ubicó próximo a los dos
hombres. Cuando llegó a su campo de visión, Galán reconoció en él a la
persona cuyo trabajo sació su sed hace poco tiempo.
-¿Cómo te llamas?
-Miguel Pérez - respondió el muchacho- Vi que no comió nada allá
adentro, si quiere puedo traerle algo de la cocina. Hay de todo, prepararon
mucha comida y por lo que vi, no creo que vayan a comer mucho los señores.
Galán soltó una risotada que siguieron los dos muchachos a su lado.
-Tranquilo mijo, no tengo hambre… La verdad es que lo que se dijo allá
adentro nos quitó el apetito a todos- respondió él, cuando pudo hablar de
nuevo.

DÍA DE MERCADO

La oscuridad dentro del galpón donde al otro día se desarrollaría la venta


de carnes, frutas y verduras era total. Algunos proveedores habían traído su
mercancía y se habían marchado ya. Otros llegarían de madrugada a surtir su
espacio designado y empezaría la faena del domingo, con personas de todo el
pueblo dispuestas a hacer mercado, ir a misa y visitar las heladerías. También
pasarían por las bodegas quincallerías y otros pequeños negocios alrededor de
la plaza principal del pueblo. Era una noche tranquila, casi sin luna y aunque
no llovía, el frío era extremo. El viento zumbaba por entre los viejos techos de
teja y las altas palmas del parque se balanceaban como si de ebrios gigantes se
tratara. El vigilante del mercado había, hace un par de horas, revisado por
última vez que las rejas estuviesen correctamente aseguradas y ahora dormía
profundamente sobre una silla de cuero y madera cuya vida útil hace un par de
años había finalizado.
Sobre el alto techo del galpón, un hombre con una chaqueta negra de cuero
y de ropa oscura bajo ella resistía los embates del frío. Estaba completamente
tumbado sobre el techo, despierto, vigilante a todos los eventos aconteciendo a
su alrededor. En honor a la verdad, en ese instante, era más bien poca la acción
que conquistaba el mercado; pero dentro de unas cuantas horas cientos de
personas iban a hacer su vida dominical en aquel lugar, recorriendo cada
pasillo mientras escogen de entre todas las ventas lo de mejor calidad y al
mejor precio: piñas dulces y jugosas sin posibilidad de cultivar en el pueblo,
enormes guanábanas, plátanos, las distintas variedades de tubérculos, hierbas
frescas y secas para preparar remedios caseros aprendidos de los abuelos o
seguir algún consejo cosmético escuchado a una vecina. También se llevarían
tomates, pimentones, ajíes verdes frescos, otros rojos fuertes o amarillos e
intensos. Todo le daría un bello colorido a aquel edificio antiguo y
destartalado. Los carniceros con sus muy afilados cuchillos prepararían al
instante los cortes a ordenar por los clientes: cerdo, conejo, vacunos, pollos y
gallinas serían descuartizados a su gusto. En algunos puestos ofrecían huevos
criollos traídos de algunas granjas cercanas. La leche recién ordeñada aún sin
hervir sería vendida por litros, los puestos de desayunos estarían a abarrotar.
Los caldos, las arepas y los pasteles llenarían de su aroma el lugar despertando
el apetito de aquellos paseando por allí. Todo eso ya empezaba a ocurrir y el
hombre del techo seguía impasible ocultando su cuerpo y rifle. La vida
sosegada del pueblo estaba a punto de cambiar y ninguno de sus pobladores
tenía conocimiento de ello. Todos se movían impulsados por la confianza
otorgada por la ignorancia.
Sonaron las campanas de la iglesia y su tañer invitaba a los feligreses a
ingresar a la misa. Para el hombre en el techo, ese melódico sonido también
era el llamado a la acción. Impulsado por el regular golpear, caminó hasta el
borde de la cubierta donde se encontraba. En su recorrer hacia la esquina de la
terraza, mantuvo su cabeza ladeada y gacha, observando a quienes entraban a
encontrarse con el creador todopoderoso en su casa. En el borde extremo del
espacio, torció su cuerpo con tal de poder divisar la antigua edificación ya
conocida por todos como la Alcaldía. Desde allí notó, pasados un par de
segundos, en la puerta principal de la clásica construcción, la salida de un
hombre alto, impecablemente trajeado y acompañado por una joven y hermosa
mujer, en cuya mano sostenía la de una pequeña niña de unos siete años de
edad. Subiendo su pie derecho a la pequeña muralla ubicada frente a él,
descansó su antebrazo en ella, encontrando una posición cómoda para hacer
vigilancia y así no perderles el rastro, siguiéndolos con su mirada desde el
techo. Cuando los pasos dados por los tres los alejaron lo suficiente de su
campo de visión, el hombre en las alturas los alcanzó mejorando su punto de
observación con un lento caminar. Mientras andaba la familia con afán, hacía
la iglesia, tratando de ingresar en ella a tiempo y esperando conseguir un buen
lugar para sentarse a escuchar el sermón, el caminante sobre ellos los seguía
moviendo su cabeza, ojeándolos, como si de un ángel guardián se tratara.
El sacerdote parado en la puerta saludaba y daba la bienvenida a todos
aquellos emocionados por estar a punto de oírle en breves momentos. El
hombre alto y el hombre de Dios se encontraron en la gran puerta de madera
de la casa del Padre creador.
-Buen día Sr. alcalde -, dijo el sacerdote apretando la mano de su regular
oyente.
-Señora, señorita- terminó de saludar el eclesiástico, dirigiéndole una
pequeña venia con la cabeza a las damas acompañando al funcionario público.
Un “buenos días Padre” fue la respuesta de los tres a destiempo. El alcalde
concentraba su mirada en el rostro del cura, a quien empezó a hablarle casi a
manera de susurro, a la par que caminaba alejándolo de su familia, buscando
un espacio privado para poder comentarle sus inquietudes en secreto.
-Luego de la eucaristía me gustaría que me regalara unos minutos, deseo
comunicarle algunas inquietudes que tengo. Estoy seguro de que lo que
sucedió en la Sabana, la matazón esa, se está repitiendo acá. Hay tierras muy
valiosas en juego. La gente se está preocupando. No tienen cómo defenderse.
Si los rumores del petróleo en la zona son ciertos, tengo miedo -. El cura calló
y detuvo su transitar.
No habían pasado dos segundos de estar quietos cuando el alcalde sintió
como si una llamarada hubiera rozado su brazo derecho. Después de exclamar
con gritos, producto del dolor causado por la ráfaga de disparos, volteó su
atención a su oyente, acción que le permitió darse cuenta del efecto silenciador
de las balas en las palabras del sacerdote. Ya en ese momento, el padre estaba
con su jefe en el cielo. El dolor hizo al político desplomarse gravemente
herido. Un campesino corriendo, esperando acercarse lo suficiente para poder
saludar a las autoridades, tanto a la civil como a la espiritual del pueblo,
también sufrió por el ardor de dos balas en cuyo trayecto se atravesó. Le
destruyeron su estómago y cayó sobre la acera, atemorizando a todos a su
alrededor. Una segunda tanda de balas disipó rápidamente cualquier esperanza
de vida de los heridos. La sangre empezó a teñir de rojo el piso. La joven y
hermosa mujer se lanzó gritando y llorando sobre el cuerpo de su marido.
Gritos, gente huyendo, el caos general destruyó por completo la calma del,
hasta ese momento, festivo ambiente. La pequeña niña estaba tranquila, parada
bajo el marco de la puerta de la iglesia, mientras alguna vecina la sujetaba y
trataba de proteger. La hija del alcalde no lloraba, no veía la sangre manchado
su vestido ni a su padre yacer frente a ella. Tampoco oía el llanto desesperado
de su madre. La pequeña tenía sus ojos concentrados en el hombre corriendo
sobre los techos hasta verlo desaparecer. Un par de policías llegaban al lugar
en la única patrulla del pueblo, sin posibilidad alguna de hacer sonar la sirena,
cuyo estado se deterioraba cada vez más desde hacía tiempo, cuando un golpe
la hizo virtualmente inservible. En su lugar pitaban tratando de llamar la
atención y pidiendo espacio entre la multitud de caminar afanoso y
desordenado, en ese momento dispersa por toda la calle.
A cinco cuadras de allí los gritos y las personas corriendo le avisaron a un
segundo delincuente, ubicado detrás del volante de un auto, su próxima
movida: era hora de encender el vehículo. Pasado algún tiempo de haberlo
hecho, supo lo acertado de su predicción puesto que un par de minutos
después se abrió bruscamente la puerta trasera por donde entró el
francotirador, quien se acomodó en el coche de manera torpe. Ya con él a
bordo, el auto arrancó y rápidamente se alejaron, distanciándose lo más rápido
posible de la agitación creada atrás. El rifle ahora descansaba en un caneco de
basura justo al frente de la puerta trasera del edificio desde cuyo techo se
hicieron los disparos.
Viajaron cerca de tres estresantes horas, todas ellas en silencio. Era el
segundo encuentro entre ambos. El primero fue la noche anterior cuando quien
controla el automotor pasó por el hogar de quien tenía a cargo el disparar el
arma. Llegó a la esquina determinada con su coche, prendió y apagó las luces
tres veces, tal y como se lo dijeron. De una casa con unas escaleras frente a su
puerta principal salió un hombre con la chaqueta negra y un largo maletín de
latón.
Esa noche se vieron obligados a compartir el transporte, muy a pesar de no
conocerse. Para incrementar el hastío entre los dos, no encontraron en todo el
trayecto un tema para debatir o compartir. En esta mañana, mientras escapaban
y pensando en medios para no repetir los incómodos momentos de silencio, el
pasajero había decidido tomar el largo viaje durmiendo. A mitad del camino se
habían detenido unos minutos para beber café, en un restaurante adyacente a
un ahuecada vía. Tal vez era la avanzada edad de ambos, la redundancia del
trabajo o, sencillamente, la desconfianza natural contraída por las personas en
sus oficios; pero allí tampoco hablaron mucho.
Varias horas después salieron de la carretera principal y tomaron un
camino paralelo, cuyo recorrer los obligaba a pasar por un gran cultivo de
rosas blancas. Repararon en varios campesinos cuidando con empeño todo el
sembrado. El pasajero, ahora en el puesto delantero, produjo en su rostro una
sonrisa capaz de revelar algún recuerdo procedente de su mente y la profunda
añoranza originada por él. El auto superó un portón con una marca en la
entrada de la casa de aquella finca, en donde varias camionetas todo terrenos y
un par de cuatrimotos estaban aparcadas a un lado de la construcción
principal.
Era una casa antigua; pero espléndida y bellamente restaurada. En el
porche, un hombre en jeans, camisa blanca bordeada y gafas oscuras con
marco de oro, les hizo una seña a los ocupantes del vehículo para parquear en
un espacio por él determinado. El chofer obedeció sin rechistar. El cabecilla,
además de indicarles dónde estacionar, les hizo un ademán con la mano
esperando entendieran se debían mantener detenidos allí. Ambos desconocidos
alargaron su incómoda situación esperando al interior del caluroso carro y,
mientras sudorosos esperaban alguna nueva orden, vieron aparecer un par de
hombres en dos cuatrimotos junto a ellos. Tanto conductor como pasajeros
solo cerraron sus ojos. Su oficio los había puesto allí. No hay otra forma de
finalizar una vida cuando se tiene esa profesión. Ambos lo sabían, ambos se
resignaron a estar condenados. La descarga de las mini-Uzis fue fulminante.
Las balas contra el vehículo, destruyéndolo y destrozando a sus ocupantes, fue
un espectáculo grotesco, esparciendo sangre y sesos por todos lados.
Finalizada la ráfaga, el líder de la banda se acercó hasta una de las
cuatrimotos y sin preámbulos siguió ejecutando el plan.
-Llama al patrón. Dile que ya estuvo-.
Uno de los hombres apeándose de la moto al ver terminado su trabajo
replicó.
-No, deja, le avisamos más tarde. Está en reunión y no podemos
comunicarnos. Nos toca esperar hasta mañana. Mejor vayamos a deshacernos
de esto-.
A pesar de la seguridad en sus palabras, el esbirro esperaba por la
aprobación del hombre con unos oscuros lentes enmarcados en oro.
–Sí- ordenó nuevamente él, quien claramente tomaba las decisiones en este
lugar.
Mientras tanto, en el pueblo, un toque de queda había sido declarado, los
cadáveres habían sido transportados al hospital y esperaban la llegada de un
forense pues en el pueblo no había ninguno. Un enviado de la iglesia, varios
policías e investigadores del DAS ya habían tomado el lugar y entrevistado a
una veintena de pobladores, pero ninguno había visto nada. La mancha de
sangre se había endurecido formando un sucio y maloliente parche a la entrada
de la capilla, y a la par la niña seguía en silencio sentada sobre la cama usada
generalmente por ella para dormir. Sedada, la viuda del alcalde la miraba
impasiblemente desde un sofá junto a ella. Todo el pueblo llegaba a dejar sus
condolencias y palabras de aliento a las dos. Cada una, por sus propias
razones, era incapaz de responder. Los pocos periodistas haciendo acto de
presencia esperaban para entrevistarla y mientras tanto escribían bellas
palabras sobre el sacerdote, sobre su vida de entrega y su vil asesinato.
A las afueras del pueblo, otra viuda también lloraba a su esposo; pero esta
no recibía calmantes, ni condolencias, no esperaba palabras de apoyo ni
esperaba periodistas, lloraba acompañada de sus cuatro hijos de 10, 7, 5 y 3
años. Desgarrada por el dolor se lamentaba en su pequeña choza mientras
pensaba en los bienes de su propiedad innecesarios para poderlos vender, pues
el poco dinero obtenido este domingo en el mercado no iba alcanzar para
sufragar los gastos del entierro de su marido.

CONSEJO DE MEDIANOCHE

Tres hombres atravesaban rápidamente el pasillo de piso de madera de la


majestuosa oficina, produciendo un tenebroso ruido con sus pasos al golpear
en la alfombra rojo vino, en cuyo lugar cumplía la función de cubrir la franja
central del pasadizo y darle un toque de realeza al espacio. Las pequeñas
lámparas de luz amarilla empotradas en la pared creaban con sus sombras unas
figuras bailantes en cada metro recorrido. A cada lado pesadas puertas
protegían grandiosos salones u oficinas. Nadie diferente a este trío de personas
habitaban por el momento aquel edificio.
-No podía esperar dos días. Un par de días y me iba del caribe. Tuve que
cancelar los planes y mi esposa está como loca. Sé que no va a dejarme de
recordar esto por meses, conozco a la perra esa, cuando se le da por joder.
Espero que realmente sea una emergencia o yo mismo mataré al malnacido, te
lo juro-, refunfuñaba el obeso hombre a la cabeza de aquella pequeño grupo. -
¿Alguno sabe qué pasó? En la llamada no dijeron nada-.
-¡Cállate ya!- respondió el segundo de los caminantes al detener su paso,
indignado hasta más no poder por la quejumbre de su acompañante. Su colega
se volteó a mirarlo y una vez posicionado frente a él, el alto caballero
prosiguió con su reprimenda. –Deja de joder una vez en tu puta vida. Esto es
así y así es que se hace. Nos llaman, venimos. Nos dicen adiós, nos vamos,
¿crees que tu esposa está brava por qué se terminaron las vacaciones antes?
¿Qué tal si le dices que perdieron la casa que tienes en el norte, o la hacienda
que construiste en el sur? Mírate en el espejo y date cuenta de una vez por
todas que no está ella contigo producto de tu desbordante personalidad o tu
atractivo físico-.
El tercero de los hombres en el grupo se acercó a quien estaba
aleccionando.
–José María, ¿sabes algo?-.
Mucho más calmado, José María dirigió su mirada a su nuevo escucha y
respondió
-No, pero debe haber ocurrido algo tremendamente grande o no nos habría
hecho venir hasta acá y a esta hora. Te lo juro Vicente, estoy asustado-,
comentó el más viejo a quien lucía el más calmado de los tres.
Retomaron por el pasaje cuyo fin desenlaza en una gran puerta de madera.
De repente, se escuchó al primero de ellos decir…
-Pues espero que por su bien se haya muerto el maldito presidente de los
Estados Unidos o renunciado el Papa, si no es eso juró que ese maldito va a
escucharme-.
José María tan solo levantó las cejas demostrando el fin de su paciencia y
Vicente produjo una pequeña sonrisa, dejando ver que aún le quedaba un poco.
Ubicados frente al último obstáculo para ingresar al destino deseado,
sobresalía el primero de los caminantes por la forma en que sudaba por el
esfuerzo físico forzado y no acostumbrado a hacer. Una vez abrieron la puerta,
Alberto Santofimio los recibió con un afable saludo.
-Vicente, gracias por la pronta respuesta. Estamos en un mierdero, colega.
Sigan.
Los tres, atravesando lo que fácilmente puede ser considerada por algunos
como un portón, hicieron entrada a una oficina clásicamente decorada, con
paredes ocultas por un bello papel tapiz beige con pequeños arabescos un poco
más oscuros y terminaciones plateadas, pisos de madera, techos altos y una
iluminación tenue pero suficiente. Su elegancia radicaba en su misterio.
En el centro, un gran escritorio de roble dominaba la escena, un sofá de
cuero italiano se notaba al lado derecho y un par de bellas sillas de madera
tapizadas con alguna tela cara acompañaban al diván. Una lujosa mesa de té
separaba a estos y una licorera donde se guardaba caros néctares, diferentes
vasos y copas, terminaba de decorar el ambiente. Tras el escritorio se hallaba
un hombre elegante, vestido de traje azul oscuro, camisa blanca y corbata gris
plomo, quien en ese instante hablaba por teléfono con una voz seria y grave.
Solo su cabeza, sobresaliendo un poco sobre el inmenso espaldar de la silla,
era vista por los tres visitantes. Los hombres se detuvieron frente al escritorio,
apoyándose en él y prestando cuidadosa atención a lo charlado por quien
pronto habría de recibirlos.
-Ya dije que podíamos continuar con el plan, hay suficiente apoyo político
y económico para poder lograrlo. Nos interesa saber si hasta hoy siguen en el
juego. Les aseguro que con su apoyo esto se va a dar. Los demás saben lo que
ha ocurrido y siguen con nosotros. A par de días estamos de una reunión a
puerta cerrada… tal vez en la inauguración del foro mundial en Davos...
Deben enviar a su canciller si no es posible que el presidente se presente. Es
importante, se discutirá lo del ingreso de Colombia a la OCDE. Si… si, ya le
dije que tenemos un hombre dentro, no hay riesgos... No, creemos que Barco
no es la ficha. Está viejo, no vende. Qué va a representar el cambio un
borracho a punto de caer en la tumba. Creo que él adora a Galán, además. Pero
no te preocupes, él no será un problema. Es mejor mantenerlo fuera de esto, de
igual manera ya su mandato presidencial va a terminar y un cambio de visión a
esta altura sería sospechoso... Mantengámoslo así por el momento. Me gusta
escuchar eso. Saludos al presidente, feliz noche-.
La conversación terminó y el sujeto al teléfono colgó. Aún dándoles la
espalda, contemplado el inmenso Rothko original colgado frente a él,
considerado entre los conocedores de esa industria que es el arte como una
posesión imponente y majestuosa, el hombre poseedor del mismo desde la
silla dijo…
–Señores. Estuve en la reunión con Galán. Sé que él me vio. No lo conocí,
pero vi con qué gracia rechazó nuestra propuesta.-
La sentencia golpeó con fuerza a los tres visitantes, quien voltearon a mirar
impetuosamente al político en la sala.
-¿Pero qué demonios Alberto? Esto es un desastre. ¡Maldita sea! - escupió
José María, quien era ahora el más enojado de entre ellos. Vicente se mantuvo
en calma, mientras Sandro, quien hasta hace poco era el más furioso,
transformó su rostro a uno similar al de un niño temeroso recién regañado por
su padre. Hablando entrecortado dijo…
-Alberto, pero qué putas. Esto no se puede caer, tengo hasta el culo en esto.
-Sandro –dijo Santofimio mirándolo tajantemente, generando en él la
misma reacción de un perro obediente a la voz de su amo. -¿No fui yo quién te
enseñó a mandar cocaína en tus rosas? ¿No te puse a trabajar para Escobar?
Cállate y escucha.
Habiendo calmado a los invitados, Santofimio se dirigió a Hank, quien
miraba el debate con imperturbabilidad.
-Hank, garantizaste que Colombia tendría acceso privilegiado al mercado
de los Estados Unidos. Necesito eso para nuestras rosas blancas. Cuando nos
llamaste para solicitarnos un aporte a la iniciativa, nunca encontraste recelos
de nuestra parte. ¿Qué es lo que vamos a hacer? –replicó con voz trémula
Santofimio.
-No tengo que mencionarte la cantidad de dinero no declarado que hemos
traído para que esto salga bien –replicó Hank.
-No fue una donación Hank, esta gente espera resultados. –comentó con su
tono más serio Santofimio.
Hank, impresionado por el silencio de Vicente, le espetó:
-¿Y es que el abogado no tiene nada por decir?
-Sin Galán comprado no veo posibilidad de una reforma tributaria
favorable para una economía globalizada. Tampoco la firma de acuerdos
internacionales de libre comercio. Sin él no tenemos nada.
Hank asentó con su cabeza, absorbiendo lo dicho por el veterano de las
leyes.
-Sírvanse algo, tomen asiento y les diré todo lo que sé. De aquí, esta noche,
sale cómo vamos a solucionar esto-, fue la orden dada por el hombre con
claros trazos de extranjero.
José María, Vicente y Sandro se sentaron en el sillón blanco cuya mera
presencia los invitaba a acomodarse a un lado de la sala. El dueño de la
oficina, de pie junto a ellos, con Santofimio al lado, comenzó su discurso con
una atrapante introducción.
–Es la tercera reunión que tengo con Alberto, y la primera con ustedes tres.
No recuerdo ya de éstas cuántas he tenido; pero les puedo asegurar que voy a
hacer algo que nunca he hecho antes: me voy a presentar. Mi nombre es Hank
Parks. No tengo nacionalidad. No tengo familia. Soy un no ciudadano
protegido por nuestro gobierno amigo. Y mi profesión es la de ser un sicario
económico.

UN SICARIO ECONÓMICO

En los primeros años setenta, Nueva York se erigía como la gran capital
del mundo. Y, como todo imperio, el país de la gran ciudad quería exhibir su
poderío ante el planeta. De allí la portentosa construcción de los edificios del
World Trade Center, a ser conocidos por todos los ciudadanos del globo en
años posteriores como las “torres gemelas”. Mientras los vecinos de la llamada
“gran manzana” se quejaban por la eminente construcción, especulando sería
esta una horrorosa edificación, una cicatriz sobre la bella faz de Manhattan,
Hank Parks soñaba con una oficina en el punto más alto de los futuros
inmuebles. Pasaba cada día diagonal a ellos, camino a su trabajo en Goldman
Sachs, donde ejercía el cargo de analista de mercados emergentes.
En términos generales era un alto ejecutivo bancario como cualquier otro;
pero su ambición desenfrenada lo hacía alguien realmente único. Madrugaba a
leer todos las publicaciones económicas a su alcance, se acostaba buscando
noticias de todos los rincones de la tierra. Hank habría de decirle a una de las
chicas de sus citas de los fines de semana, “nunca me tiendo a dormir. Me
pongo a trabajar hasta que me desmayó. Al día siguiente es que caigo en
cuenta de que me quedé dormido trabajando”. Hank buscaba una pista, una
noticia transformadora de su vida, una oportunidad para convertirse en un gran
hombre de negocios. Y esta le llegó el 6 de octubre de 1973.
Era la medianoche, pero el medio litro de café consumido por su cuerpo
durante su jornada laboral lo mantenía despierto y fresco. En su eterna
búsqueda de información, Hank dio con una trascendental emisión especial de
la ABC, una donde se le comunicaba al público la movilización de una
coalición árabe, de tipo militar, liderada por Egipto y Siria, decidida a atacar
con brutal cizaña a Israel, en pleno proceso de su celebración de la fiesta
sagrada del Yom Kippur, un evento hito para la nación judía. Las fuerzas
egipcias y sirias cruzaron las líneas de alto al fuego para dominar la península
del Sinaí y los Altos del Golán, territorios históricamente pertenecientes a los
pueblos representados por ellos, pero capturados por sus enemigos en la guerra
de los Seis Días de 1967.
Cuando Mike Rosemberg llegó a su oficina de Goldman Sachs la mañana
del 7 de octubre de 1973, se sorprendió por el escritorio vacío de Parks. Era la
primera vez de esto. Para cuando él llegaba a la oficina, su vecino en el puesto
de trabajo ya tenía listo un análisis sobre los principales mercados del tercer
mundo. Cuando Mike llamó a casa de Hank, buscando saber de él, este se
encontraba en el aeropuerto JFK tomando un avión cuyo destino final lo
dejaría en Arabia Saudita.
Ya ubicado en el país más poderoso del Medio Oriente, Parks logró
organizar reuniones con altos ejecutivos de Saudi Aramco, la todopoderosa
empresa petrolera de la monarquía árabe. Usando su credencial como analista
de una de las grandes compañías del sector financiero, de las más inmensas de
todo el mundo, Hank tuvó acceso a personas imposibles de conocer por él en
el pasado. Pero ese día era uno con otra historia, uno erigiendo otro mundo, y
ellos debían escucharlo. En cada oficina visitada, en cada reunión mantenida,
en cada charla con cada vicepresidente, Hank estipuló exactamente lo mismo:
“los precios del petróleo van a subir tanto, que ustedes no van a saber qué
hacer con el dinero. En ese momento, yo estaré allí para ustedes. Los buenos
hombres de negocios están preparados para el fracaso; pero los grandes lo
están para el éxito. Y yo estoy listo para cuidar de ustedes.”
Hank abandonó Arabia Saudita orgulloso de sí mismo. Había perpetrado la
apuesta más grande de su vida. Había jugado su carta, no tenía más por hacer.
Su poder le permitió entrar a esas elegantes oficinas con esos inaccesibles
ejecutivos; pero la realidad era más dura: Hank no tenía capacidad alguna
sobre ellos. Su objetivo era impresionarlos y más tarde, a pocos días, si acaso
semanas de su partida, cuando los precios del petróleo empezaran a llegar a
cifras sin precedentes, él comenzaría a recibir llamadas de sus contactos,
quienes deslumbrados por lo visionario de sus palabras durante su visita, se
acordarían de aquel con la capacidad de ver los hechos con anterioridad a
cualquier otro.
Finalizado el vuelo intercontinental, ya caminando sobre el aeropuerto de
su ciudad, Hank encontró en una noticia, esta vez impresa, la información
validando su apreciación. En una portada del New York Times, hoy
irónicamente no recordada muy bien por él, leyó Parks el artículo más
significativo en toda su vida: tanto Estados Unidos, como la Unión Soviética,
decía el texto, habían dado inicio a unos esfuerzos masivos de
reabastecimiento a sus respectivos aliados durante la guerra, enfrentando al
mundo a la posibilidad real de sufrir las consecuencias de un peligroso
enfrentamiento entre las dos superpotencias nucleares. Centenares de viajeros
quedaron sorprendidos cuando vieron a este hombre, de ropa elegante pero
desbarajustada y de buen porte pero presencia desaliñada, saltando y gritando
extasiado en una zona exclusiva del aeropuerto, por la misma noticia capaz de
generar pesadillas en todo los visitantes del puerto aéreo, pues esperaban ya
aterrados la llegada del apocalipsis.
Hank entró con calma, por primera vez en mucho tiempo, a su apartamento
en Brooklyn. Se bañó, afeitó, bebió un café y se puso a leer un libro. Por
primera vez en décadas, era una novela. Las últimas citas lo habían obligado a
escuchar la pasión notoria en las mujeres cuando platicaban de “Once Is Not
Enough” de Jaqueline Susan. Se había prometido impresionar con sus
comentarios sobre el best seller a la siguiente dama encontrada gracias a los
anuncios publicados por él en la prensa, en aquellos espacios para solteros
buscando citas a ciegas. ¿El secreto de su éxito? Cinco palabras: “alto
ejecutivo de Goldman Sachs”. Su posición como un hombre de las altas
finanzas parecía tener el mismo efecto de un afrodisiaco irresistible en
aquellas señoras buscando entre esos clasificados personales de tabloide
barato el amor, un buen futuro y sus sueños.
No sabía si la próxima cita con alguna de ellas habría de concluir tan
satisfactoriamente porque para ese día, sin haber recibido el anuncio
oficialmente, Hank se sabía despedido. Había abandonado su país un lunes y
había regresado al mismo un martes, nueve días después. No había dicho una
sola palabra en su empresa sobre su ausencia. No tenía tiempo; debió partir de
manera inmediata.
Primero lo preocuparon las horas, luego se obsesionó con los días y,
finalmente, pensó en el suicidio cuando pasó una semana sin saber nada de sus
contactos al otro lado del mundo. Los precios del crudo ya habían empezado
su escalada y algunos comentaristas hablaban del “oro negro”. Hank no se
lamentaba de lo perdido, sufría por lo añorado, lo conseguido, lo merecido,
según su propia creencia. Había mostrado iniciativa, valentía y mucha
proyección. Más importante, había expuesto poseer conocimiento en la
materia: ¿qué más podrían pedirle? Algo lo carcomía: ¿con quién estaban
negociando ellos el nuevo escenario, ese que él previó más rápido que
ninguno?
Pero Hank se sabía un apostador. Un corredor de riesgos y en esa industria
se pierde mucho para poder ganar en grande. Esta no había sido su
oportunidad. Era viernes en la noche y, de nuevo, se disponía a cenar con una
mujer cuyo rostro vería por primera vez y cuya voz lo tenía fascinado. Se puso
su traje predilecto para la ocasión, ese azul brillante capaz de compaginar
mejor, al parecer, con su cargo de rey del sector guardián del ahorro público.
Esperaba hoy no desentonara. Salió de su edificio y notó un par de hombres
con traje negro, tradicionalmente clásico los dos, enfrente de él. Nunca los
había visto, pero era imposible en ese momento no percatarse de ellos, dado
que ambos se interponían en su camino. Al pasar junto al misterioso par, el
más viejo de los dos, aquel lleno de canas en la cabeza, le ofreció unas
elegantes disculpas por la incomodidad causada. Hank agradeció el gesto con
un movimiento de su cabeza, mientras mantenía sus manos en los bolsillos de
su gabán de pana.
Hank hizo su elegante entrada a Mario’s Pizza diez minutos antes de lo
acordado. El lugar, a pesar de lo simple de su nombre, era uno de los
restaurante más apetecidos por los amantes de la comida italiana en toda la
ciudad. Mientras le explicaba su situación a la anfitriona, Hank sintió el tierno
beso de una mujer en la mejilla. Era ella, Lorena, la dama cuyos labios lo
había conmovido dos veces: con sus palabras primero y ahora con este beso.
-No soportaría saber que te desilusioné-, dijo la coqueta mujer.
Lorena era una impetuosa trigueña, alta, de unos penetrantes ojos café
claros y una mirada inocentemente sensual. Una nariz pequeña y fina le daba
un toque adolescente a todo su rostro, lo que encajaba a la perfección con sus
labios delicados y excelsos. Lorena abrió su abrigo y dejó ver un corto y
ajustado vestido negro revelador de un cuerpo con una gran genética
acompañada de horas en el gimnasio. El escote invitaba a especular sobre sus
hermosos senos, incitando a los excesos de la lujuria. Hank estaba
deleitándose con esa mujer en tan exuberante conjunto.
–No creo que haya algún hombre que haya sentido eso en la vida después
de verte- respondió un siempre galante Hank. La anfitriona del lugar los
miraba con una sincera e inmensa sonrisa en su rostro, producida por ser
testigo de la magia desatada a causa del encuentro.
Se sentaron a la mesa después de caminar con el brazo de ella colgando del
suyo. Hank comparó, durante gran parte de la velada, este encuentro con todos
los anteriores. Su conclusión fue contundente: no había tenido una cita tan
interesante en toda su vida. Lorena era fascinante, seductora, coqueta; pero sin
ser obvia. Era ella todo lo deseado por él en todas aquellas mujeres sentadas al
frente suyo en el pasado. De todos los encuentros tenidos, este era el único
realmente capaz de conmoverlo. Hank le fascinaba escucharla; pero ella estaba
perdidamente interesada en las palabras de él. En medio de las anécdotas
relatadas, Lorena pedía, una tras otra, la mejor botella de vino del lugar. Ya
pasadas dos horas, ninguno había dado un solo mordisco a un plato fuerte.
Hank juraba para sí mismo haber encontrado en ella la persona esperada
por él durante toda su vida. Pero casi finalizando la noche, un pensamiento
aterrador invadió su mente. No era inocente, sabía de la importancia de su
éxito en el mundo laboral en sus constantes conquistas con representantes del
género femenino. Esa posibilidad hoy ya no la tenía. Pero esa parte de su vida
había quedado en el pasado por buscar un futuro aún más prominente; no
porque fuera un perdedor. “Todo lo contrario”, pensó hacía sus adentros, se
consideraba él un ganador, un valiente capaz de aventurarse, un corredor de
riesgos dispuesto a todo. Tal vez queriendo impresionarla, posiblemente
esperando no perderla, Hank le contó todo a ella. Su viaje, sus reuniones, sus
discursos de venta… Absolutamente todo. Habló sin parar por media hora.
Para cuando calló, no sabía si la había perdido o la había impresionado. Y en
ese momento, ya entrada la noche, con el alcohol tergiversando la realidad de
ambos, Lorena dijo sin el más mínimo atavió de disimulo: “llévame a tu casa
Hank”.
Salieron del restaurante con sus manos entrelazadas. Llegaron a su
apartamento con ella entre sus brazos. Entraron a su hogar compartiendo un
beso apasionado. Ingresaron a su cuarto con la ropa fuera de sus cuerpos y en
su cama, hicieron el amor de una manera excitante. Hank no había sentido las
emociones producidas por el encuentro con Lorena. Se percató, rápidamente,
de estar perdiendo una especie de segunda virginidad gracias a lo ejecutado
por su pareja en su calidad de amante. Ninguna mujer le había hecho lo
realizado por ella. Con ella encima, moviéndose de una manera considerada
por Hank como ficticia, existente tan solo en los relatos eróticos de las novelas
baratas, creía él estar enamorándose. Segundos antes de explotar en éxtasis,
Lorena se bajó del sexo de Hank para introducirlo en su boca y tragar su
secreción. Él se quedó mudo. Ella se levantó, fue al baño y allí escupió. Se
puso su bata, la de él, y salió del cuarto sin decirle nada. Hank seguía
anonadado en la cama, boca arriba, tratando de recuperar el aliento y calmar el
pulso cardiaco.
Pasados unos minutos, con la velocidad en el palpitar de su corazón ya
normalizado, se preocupó él por la demora en el retorno de ella. Comenzó a
llamarla, pero no tuvo respuesta. Fueron varias veces y nunca hubo una
reacción distinta al silencio. Dejó su cama y salió de su cuarto afanosamente,
con solo una toalla amarrada a su cintura. Una vez en la sala, la luz se
encendió inesperadamente y Hank emitió un fuerte grito. La sorpresa era
inmensa, no estaba allí Lorena; pero sí los dos hombres vistos por él en la calle
frente a su edificio, interrumpiendo su paso.
-Hank, no te preocupes. No queremos hacerte daño, estamos aquí porque te
necesitamos-, dijo el viejo, mismo quien anteriormente extendió sus excusas.
– ¿Quiénes son?-, fue lo único capaz de decir un inmensamente
sorprendido y en ese momento forzado anfitrión.
-Es la primera reunión que tengo contigo. No recuerdo ya de estas cuántas
he tenido; pero te puedo asegurar que voy a hacer algo que nunca he hecho
antes: me voy a presentar. Mi nombre es Marco Rubio. No tengo nacionalidad.
No tengo familia. Soy un no ciudadano protegido por nuestro gobierno. Y mi
profesión es la de ser un sicario económico. Estamos acá porque queremos que
seas uno de los nuestros.
A tres años de esa reunión no convenida, Hank ya no vivía en Nueva York,
lo hacía en Washington. Ya no era un hombre de Goldman Sachs, era de la
CIA, y sus noches las seguía pasando en el mejor restaurante italiano de la
ciudad, pero ahora solo, sin nadie al otro lado de su mesa escuchando sus
historias. De hecho, rara vez pedía una para cenar; su lugar era ahora la barra.
No dejaba de ser irónico para él la situación: esa noches ermitañas, con
anécdotas de trabajo alucinantes por contar, no tenía a quién narrarlas. Si sus
aventuras laborales en el banco lograban llevar a varias mujeres a su cama, las
vividas en el mundo del espionaje hubieran excitado a la misma Sylvia Kristel.
Mientras estaba sentado, junto al barman de Rigolleto, mirando con total
desapasionamiento su botella, Hank escuchó a una mujer sentada a su lado
hace pocos minutos decir “quiero la misma cerveza que él”.
Hank se levantó, tomó un taxi para dirigirse al aeropuerto y así poder
cumplir su cita en Argentina con José Alfredo Martínez de Hoz, ministro de
economía de la dictadura recientemente puesta en ese país. Fue recibido, en la
Casa Rosada, en la más estricta confidencialidad por la plana mayor en pleno
del gobierno castrense. Por supuesto, su cargo fachada era de Jefe Económico
de Trastain Inc., y su visita fue hecha en calidad de miembro de esa empresa.
Pero sin importar lo escrito en su tarjeta de presentación, Hank Parks era ya
todo un hombre de la Agencia. Frente a sus anfitriones recitaba un repetitivo
discurso, diseñado durante tres años, desde cuando lo reclutó la Central de
Inteligencia, horas después de haberle enviado una agente especial a su cama.
Aún, especialmente en las noches, seguía pensando él en ella.
“Hay, en todo el mundo, una descomunal liquidez. Lo que mi empresa, así
como el conglomerado al que hace parte ella, quieren ofrecerle es préstamos
para que hagan lo que como gobierno de este país tienen que hacer. ¿Cuánto?
Escuchen bien: lo que necesiten. Dinero para armas, para infraestructura, para
lujos, para lo que quieran, está todo al alcance de sus manos. Más aun, es un
préstamo irresistible, puesto no es precisamente ustedes quienes lo van a
pagar. Tan solo tienen que tomar nuestro dinero, de una manera bastante
silenciosa, nosotros estamos dispuestos a jugar en el mismo equipo, y décadas
después, con otros gobiernos en el poder, serán ellos quienes honren esta
acreencia; pero serán ustedes hoy quienes disfruten de ella.”
La respuesta casi irremediable a la invitación de Hank era un rotundo “sí”.
Parks se pasó la segunda década de los años setenta viajando por toda América
Latina, haciendo el mismo ofrecimiento una y otra vez. Cientos de miles de
millones de dólares fueron colocados, gracias a él, en esas economías, a través
de los gobiernos cuyos funcionarios cayeron rendidos a sus ofrecimientos.
El dinero movido por Hank eran los famosos “petrodólares”, esos billones
de moneda estadounidense guardados en las bóvedas de los gobiernos de los
países petroleros, conseguidos gracias a sus ingentes incrementos en los
ingresos por la venta de su materia prima de exportación, consecuencia del
alza en los precios del producto por la guerra en esa región. Esa bonanza fue la
gran predicción de Hank, su visión; pero también lo necesitado por la CIA
para integrarlo a sus filas. El grupo de espionaje pensó, muy acertadamente, en
las capacidades de Hank como unas muy útiles para su causa. Había él podido
visualizar la bonanza por nacer, entonces, calculaban los directivos de la
Agencia, seguramente sabría él qué hacer con esas toneladas de dinero. Su
respuesta fue impecable: emplear el capital como deuda en los países del
tercer mundo. La CIA sabía que era él uno de los suyos. El primer país cliente
de Hank fue Argentina; pero de allí en adelante, México, Brasil, Venezuela,
Ecuador, se unieron a la lista.
La deuda se descontroló y en 1982 México declaró la imposibilidad de
seguir honrando sus acreencias. El mundo entró en pánico, principalmente
porque los demás países de la región siguieron los pasos del gigante latino.
Pero las crisis de unos son las oportunidades de otros y la mañana del 16 de
agosto de 1982, cuando ABC NEWS anunció el default mexicano en su
edición matutina, Hank emitió una enorme sonrisa, en la sala de su casa,
estando solo frente al televisor. Para él, la primera parte de su plan había sido
un éxito. Esa deuda, el objetivo de ella, era no poder pagarla. Se prestaba a
manos llenas, cantidades irresistibles de dinero, con tal pasará lo sucedido.
Todo el principio de la década de los años ochenta Hank estuvo de nuevo por
toda América Latina, visitando a los ministros encargados de la economía de
sus países, repitiendo el mismo sonsonete a cada uno de ellos: “Miren, ustedes
no tienen cómo pagar esa deuda. Es enorme. Los supera. Pero vengo acá con
una solución. Véndanos su petróleo, sus minerales, sus telecomunicaciones.
Permitan que nuestras empresas las exploten. Y así sopesan lo que nos deben”.
Los hombres a cargo de la economía de sus países, pusilánimes hasta el
patetismo, ajenos a la adquisición de las acreencias originales, se veían
forzados a aceptar sus imposiciones, so pena de sufrir castigos por parte de
toda la comunidad internacional.
Siempre consideró su plan una genialidad. Pero su triunfo lo sentía
incompleto. Un país había logrado no caer en sus trampas. En un país del sur
sus artimañas fueron insuficientes. Ese país era Colombia y, tal vez, la razón
para su rechazo era la enorme cantidad de dólares movidos por los carteles de
la droga dentro del territorio, los que hacían ver a la oferta de Hank como una
poco tentadora. La CIA le había exigido conquistar el país más al norte del sur
de continente y Hank se sentía profundamente presionado. Era esta su gran
frustración. Por eso, cuando escuchó al candidato favorito en las elecciones
para presidente de ese país, promoviendo unos “recursos que deben ser
manejados por el propio pueblo”, el hombre se comenzó a desesperar.
Y ahí estaba él, esa noche, en un consejo de medianoche, tratando de crear
un plan para torcer el brazo del futuro presidente de la República de Colombia,
con tal aceptara su propuesta, misma que Hank le había visto rechazar con
entereza mientras lo observaba clandestinamente en medio de una reunión no
pactada a la que asistió su enemigo declarado en calidad de candidato.

MARIONETAS

Eran cerca de las diez de la noche y un auto con dos ocupantes avanzaba
por un camino boscoso, bajo una luna gigantesca decorando con su tenue luz
la prístina belleza de aquellas montañas. El ulular de los búhos entre los pinos
y eucaliptos azules le daba un toque solemne a la escena y cientos de insectos
volando secretamente sin hacerse notar completaban el magnífico escenario.
En aquel espacio, la vida se escurría silenciosamente por entre los árboles y las
rocas yacientes al lado del camino. A lo lejos, sutilmente, alcanzaba a oírse la
voz gruesa y potente de algún héroe de las rancheras mexicanas.
–Ese es el gran José Alfredo Jiménez - murmuró el automovilista.
–Siempre el mismo… José Alfredo Jiménez - se quejó el copiloto.
El chofer no respondió nada: toda su atención estaba en la carretera y,
aunque la luz del astro le prestaba una gran ayuda, el viajar con los focos del
vehículo apagados hacía difícil seguir el camino, más teniendo en cuenta la
fuerte lluvia del día anterior, que aún se negaba a desaparecer del todo y hacía
presencia enlodando la vía.
El par de hombres estaban seguros de la imposibilidad de ser delatados por
alguien en ese pueblo; pero cuando hay unas recompensas pesando sobre sus
cabezas, de un tamaño capaz de mejorar la vida de tres generaciones, es
prudente mantener el anonimato. Nada para nublar el juicio de un hombre
como la ambición. Por fin, y justo en el momento cuando el estrés empezaba a
hacer presencia, con el copiloto acelerando su respiración desde hace un
tiempo, ambos tripulantes divisaron los faros que servían como señal del lugar
de la entrada. Los hombres armados esperándolos vigilantes demostraron estar
al tanto de su llegada y permitieron a la pareja ingresar sin ningún
contratiempo. La gran casona blanca, esa tan comentada en sus círculos, se
imponía majestuosa ante ellos. Con el auto detenido cuidadosamente, en
medio de un arco de piedras rondando un bello jardín, co-piloto y piloto se
apearon al tiempo.
El sonido de un caballo a medio galope le robó la atención a Escobar. Un
hombre bajito, de nariz aguileña y cejas pobladas, salió a su encuentro
dominando al ejemplar cuya vida podía envidiar cualquier portentoso del país.
-Jhon Jairo, vea pa’ que aprenda hermano, cómo es que se doman cuatro
millones de dólares- aleccionó Escobar a su protegido.
–Compadre, bienvenido a mi Cuernavaca- saludó el anfitrión aún
montando a la bella bestia, al ver a Escobar.
-Dinero y pistola, también buenos gallos, tequila y mariachis, y un lindo
caballo, ese es el gusto del compadre, montar su caballo, y pasearlo en mil
plazas, Tupac Amaru, Tupac Amaru, que lindo caballo, es Tupac Amaru –
recitó Escobar incitando las interjecciones de su espontánea audiencia.
-Compadre, qué versazo tan berraco ¿viene contento? Entremos, hace frío.
Aunque cero quejas, es el clima perfecto para bajar la botella- respondió El
Mejicano sinceramente emocionado mientras abandonaba el animal.
–Montero, móntelo al camión y que arranque viaje para La Chihuahua.-
gritó El Mejicano aludiendo a uno de sus empleados.
Los dos cabecillas se saludaron con la emoción conseguida cuando el
recuerdo es capaz de perdurar en el tiempo y se encaminaron hacia la
edificación cuyo espacio dominaba el lugar. El chofer de Escobar, vigilante y
atento, los seguía de cerca. Llegados a su destino, ambos se sentaron en un
hermoso bar adornado a gusto del propio dueño de la casa, quien se refirió a su
estilo de decoración como “llamativo, es decir, elegante”. Escobar pensó,
mientras el propietario del inmueble preparaba todo para atenderlo, en meterle
una ráfaga de metralleta al tocadisco donde sonaban las tonadas grabadas de
José Alfredo Jiménez.
–¿Qué te trae por aquí amigo? Tu presencia, aunque me amena la noche, te
confieso me intriga. - preguntó llenando un vaso en la barra.
- Galán, eso es lo que nos está pasando- respondió sin rodeos Escobar.
- ¿Y qué pasa?- repreguntó molesto El Mejicano.
Escobar se levantó de la silla y se alejó bebiendo de su vaso hasta el
balcón, lugar perfecto para divisar la laguna donde en el día, a sus anchas,
nadaban los gansos y donde la luna en la noche, se reflejaba en las aguas
quietas, dándole a todo un tono fantasmal.
– Estoy preocupado- prosiguió Pablo –, realmente quiere acabar con el
negocio y creo con toda certeza que cuando sea presidente moverá todas las
piezas posibles contra nosotros... Mejicano, tenemos que hacer algo. Es un
idiota él, no me perdona lo de la Cámara, sigue con lo de Lara Bonilla. Me ve
como su enemigo personal- exclamó Pablo, como hablando para sí mismo.
–Recuerdo cuando eras más optimista compadre- respondió El Mejicano. –
La compañía de este te está haciendo daño- dijo señalando al chofer de Pablo,
quien escuchaba todo y permanecía cerca de ellos sin beber.
–No es pesimismo, es dolor parcero. He llegado a la conclusión de que
tenemos que matarlo- respondió Pablo de manera tajante sin dejar de observar
la laguna-. Y no solo porque sea mi enemigo, es porque es enemigo de todos
nosotros-.
Gacha, siempre acorde con las conclusiones de Escobar, en este caso lo
hizo con una confianza en su juicio aún mayor. Los dos hombres sabían el
gran problema representado por Galán. Indudablemente, era él mayor riesgo
para ellos y su grupo, quienes ahora en todo el mundo eran conocidos como
“los extraditables”.
–Pues lo matamos señor- dijo El Mejicano sin manifiesta duda en su tono.
–Pablo, ¡quien no está conmigo, está contra mí!- aseveró él, revalidando su
respuesta anterior.
“El Mejicano” estaba acostumbrado a acabar con los problemas
quitándolos de enmedio por las malas. Pablo lo sabía y, por eso mismo, lo
había posicionado a él como el “Ministro de Guerra” del cartel. Su rápida
respuesta y acogida del plan de homicidio no le sorprendió ni un poco. El
problema era su ímpetu y el no proyectar las consecuencias de este acto. Sus
ramificaciones, sabía el capo mayor, serían incontrolables.
Pablo siempre vio a “El Mejicano” como un gran hombre de guerra,
incluso lo consideraba una persona inteligente. Guache y chabacano, dos
descalificativos si se aplican en ciertos espacios sociales, puede ser también
dos admirables adjetivos en otros. Donde se movían ellos, era uno de los
últimos. Pero nunca consideró a “El Mejicano” como una gran líder. Su poca
visión estratégica lo condenaba. Le quedaba imposible mirar el cuadro
completo. De allí su eterno quehacer presentándole el panorama más amplio
posible.
-Hoy estamos en el ojo del huracán hermano. Estamos en guerra con todos:
con los esmeralderos, con los guerrilleros, con el cartel de Cali, con varios
gobiernos, con el DAS con la DEA con la CIA. Jueputa vida, estamos en
guerra con otro par de Agencias de las que ambos no nos sabemos ni las
siglas. No es tan fácil esta vez: él no es un Barry Seal o un Pardo, Galán tiene
apoyo popular, real. La gente lo quiere. Igual que nosotros él se ampara en el
pueblo. Ganaríamos nuevos enemigos en la política, ganaríamos enemigos en
lo social. Sé que la única salida es matarlo, me urge. Cuando Barco nos
declaró la guerra, te aseguro socio, seguía durmiendo tranquilo. Pero la
extradición me pone en vela por las noches. Tenemos años buscando favores
del gobierno en cuanto a una política de no extradición, estamos cerca; pero
este guevón no va a dar su brazo a torcer, nos la tiene jurada- expresó Pablo.
–Es él o nosotros, nuestras familias- dijo “El Mejicano” mientras se servía
su segundo vaso.
–¿Y Gladys? ¿Cómo está? – dijo Pablo preguntando por la esposa de su
compadre, cuando advirtió la rabia que comenzaba a dominar a su amigo.
-Bien, bien, como todas. Ella en Miami, con los niños. Es seguro allá para
ellos. Aquí la vaina está brava, allá nadie la conoce, nadie la jode, y además
del gobierno de allá, la cuida mi gente- expuso Gacha –Pero ajá, patrón –
prosiguió -¿cómo piensas que podemos matarlo?
Un fuerte y profundo suspiro fue la única respuesta de Escobar.
-Tú sabes que yo puedo encargarme de eso… Jueputa Pablo, si te digo ya
tengo pensado quién puede encargarse. El peo es: ¿y quién va a pagar? Se
necesita plata fuerte, billete pesado- indicó “El Mejicano”, volviendo al tema y
mirando directamente a Escobar.
–La plata la sacamos del fondo, 10 millones de pesos. ¿Quiénes son los
que has pensado para ese trabajo?- inquirió Pablo
-Tres de mis muchachos. Uno nuevo, un berraco Pablo, llegó hace 3 meses
de Inglaterra. Venía desde Israel el hijueputa. Allá lo pulieron… nadie lo
conoce, nadie sabe quién es, así que mejor- aseveró.
-No, mejor vamos a usar a mi gente, vamos a matarlo en Medellín- dijo
Pablo, retomando el mando en el asunto.
Muchas veces “El Mejicano” sentía la desconfianza de Pablo en él. Pero
era una confusión por el modus operandi de Pablo, cuyo deseo lo obligaba a
involucrarse al máximo en todos los asuntos del cartel. Este trabajo en
especial, tan cercano e importante para él, no habría de ser la excepción.
–Ajá y, ¿en quién has pensado Pablo? -exclamó “El Mejicano” algo
molesto por no poder hacer el trabajo
–El “Chino” Prisco. Respondió bien con lo de Lara Bonilla, además sabe
moverse bien en Medellín, tiene su gente y su red de apoyo urbano-. Sin
esperar por alguna respuesta, sugerencia o crítica, Escobar continuó su
perorata
-Popeye, se me van a la caleta Marionetas, usted y el “Chino” Prisco, de
allá saca la plata y se la entrega a él para esto. Galán va a ir para la
Universidad de Medellín, así que es seguro. Saque la plata y arregla todo, las
armas y los vehículos que se necesiten los mandan a comprar con esta cédula,
dígale a Los Priscos que es de suma importancia que no agarren a ninguno y
que no la embarren. Toda lo organizan con El Mejicano- ordenó Pablo a su
chofer.
–Listo Patrón, cuente con eso- obtuvo por única respuesta.
El anfitrión y Pablo siguieron bebiendo tequila y aguardiente, contando
anécdotas, haciendo planes y cerrando negocios. Amanecía ya, Pablo trataba
de despedirse pero “El Mejicano” seguía exigiendo su permanencia, mientras
continuaba hablando con toda la descoordinación contraída por aquellos a
quienes el trago les ha invadido el cuerpo, entorpeciéndoles un poco la lengua.
–Aguántate hasta el mediodía, para que veas a la yegua que acabo de traer,
una reina, será la próxima monta de Túpac. La traje especialmente para él, la
están preparando para que sea digna de mi caballo, la traje desde Popayán, no
me gustó el precio al principio, todos nos quieren robar Pablo, todos quieren
sacarnos la tajada más grande, el gobierno, los paras, los guerrillos, los
Estados Unidos, hasta los amigos de uno quieren venir a comer y beber, pero
el día que uno los necesita se ponen hijueputas Pablo, no te confíes en nadie,
en este pueblo me quieren, aquí nací, aquí me gasté la plata del primer envío
que coroné, pero me quieren es por la plata, lo sé, ellos lo saben, me respetan o
me temen, pero todo es por la plata- expresaba “El Mejicano”, mientras detuvo
su habladuría para beber un gran sorbo y poder continuar tratando de
convencer a Pablo–… quédese compadre, aquí estamos tranquilos-.
Pablo no escuchaba a su compañero de negocios y de armas, se había
vuelto a parar en el balcón y veía las caballerizas a lo lejos. El sol ya coronaba
las montañas lejanas y una luz entre rojo y dorado matizaba los verde-azules
de los cerros más lejanos dándole al paisaje una policromía un tanto mágica.
“El Mejicano” seguía hablando mientras Escobar seguía ignorándolo.
-… los caballos, esos si son amigos nobles, o te quieren o te odian, y no
importa la plata que tengas, mañana verás a la yegua que compré, la traje de
Popayán, tienes que verla- repetía sin darse cuenta, lanzando una botella vacía
al cesto de basura tras el bar y montando de nuevo una canción de José
Alfredo Jiménez. – Me encanta este hijueputa tema amigo-.
Pablo había concentrado toda su atención en los trabajadores pululando por
el gran terreno y haciendo sus labores en la finca. Había visto a una veintena
pasar dispuestos para ordeñar a las vacas, a otros repartiendo heno fresco para
los casi 40 caballos de paso cuidados en ese momento por “El Mejicano” en su
hacienda. No había podido ignorar al veterinario haciendo su ronda médica y a
las varias mujeres en la cocina preparando el desayuno para los casi cien
empleados, cuyo oficio era mantener a Cuernavaca al día. Cuando la
obnubilación por lo visto se extinguió, Escobar se volteó a mirar a “El
Mejicano”, quien borracho y desparramado en un sofá individual de cuero veía
a su líder posicionarse con parsimonia frente a él. El líder del Cartel de
Medellín siempre tuvo la admiración y el temor de sus cercanos por la fuerza
de sus actos, así como por la poca misericordia mostrada en contra de quienes
se le atravesaban; pero de vez en cuando, producto de la experiencia otorgada
por crecer en la calle, mostraba signos de una inmensa sabiduría. Esa mañana,
el discurso de despedida a regalarle a Gacha sería uno de esos momentos
recordados por sus allegados y contados en el futuro por admiradores, usando
ellos en sus narraciones un tono reservado para aquellos seres convertidos en
una leyenda.
-Estoy cansado parcero. Cuando pienso en todo, en Galán, en la guerra en
la que estamos, me doy cuenta de que en cualquier momento nos van a matar.
Lo que dices de los caballos y las personas es cierto. Por eso es que no me
gusta tener que matar a Galán. A veces, cuando lo veo a él, me doy cuenta de
que quisiera ser él. Comparto muchas de sus ideas y le respeto su berraquera.
Un millón por acá, otro por allá, se amenaza la familia y listo, tenemos lo que
queremos. A Galán lo quise comprar, lo quise amenazar, y el hombre no se ha
movido ni un pelo. Tengo que ser sincero contigo Mejicano: a Galán lo mato
porque me superó. Y me duele; pero no tengo más salida. He estudiado todos
los escenarios posibles, pero él va a ganar y va a mover cielo y tierra para
acabarnos. Te lo juro amigo: prefiero una tumba en Colombia que una celda en
Estados Unidos. Y si tengo que escoger entre la tumba de él o la celda mía, no
voy a dudarlo.
Los gansos graznaban ruidosamente mientras recibían su ración de maíz, la
canción de José Alfredo Jiménez había vuelto a acabar y para Pablo, la
décima tonada se hizo insoportable.
-Popeye, nos vamos- ordenó Pablo a su secretario y ahora chofer.
-José, compadre, me voy- dijo agarrando a “El Mejicano”, sosteniéndolo
por los hombros y mirándolo fijamente. -Tengo vainas que hacer y cuando yo
madrugo, Dios me ayuda. Saludos a Gladys y a los pelados- dijo Pablo
partiendo.
No queriendo dejarlo ir, “El Mejicano” intentó traerlo de nuevo.
-En un mes cumple años Túpac. Le voy a hacer su fiesta, ya tengo todo
preparado-. Estas palabras la dijo Rodríguez Gacha remedando perfectamente
el acento Mejicano.
Pablo y Popeye bajaron las escaleras, pasaron frente a la puerta del spa y
salieron al jardín. Popeye ingresó al vehículo y lo encendió. Pablo esperó unos
segundos y al no verlo volar en mil pedazos, se subió con tal de abandonar la
hacienda Cuernavaca con dirección a Medellín.

EL HOMBRE DE LA EMBAJADA

“¿Por qué en Estados Unidos nunca ha habido un Golpe de Estado? Porque


en ese país no hay embajada de los Estados Unidos”. La referencia, tan
graciosa dependiendo de quién la cuente, es ampliamente conocida en los
países de América Latina, donde el coloso del norte ha sido capaz de injerir de
manera impune en su devenir democrático. Cuando se ha encontrado, el
poderoso vecino, incómodo con los resultados de las elecciones en los pueblos
del sur, ha interpuesto políticos más afines a sus necesidades. Siempre. Lo
ignorado por la gran mayoría, incontestable realidad, es a quién debe
otorgársele la autoría de la misma. Es Max Matrix, el hombre fuerte de la
Agencia Central de Inteligencia en América Latina, el creador de la graciosa y
diciente sentencia.
Para él todo empezó en 1954, en Ciudad de Guatemala, capital de
Guatemala. El presidente Arbenz había promulgado una reforma agraria
contraria a los intereses de la multinacional United Fruit Company,
corporación atada por fuertes lazos a grandes y poderosos grupos
agroindustriales del país centroamericano. Esa medida de política económica
resultaba inadmisible para el gobierno cuya lealtad Max le había otorgado.
En Langley, Virginia, en la nochebuena de 1953, Max descansaba en las
escaleras ubicadas entre el quinto y el sexto piso, bebiendo un café y
fumándose un cigarrillo. Estaba cerca la medianoche, pero para él era
cualquier otro día. Los hombres de la Agencia no tenían vida social, ni
familiar y la disponibilidad para la causa: la derrota del comunismo, era
completa. En ese tipo de cosas pensaba el solitario funcionario mientras
pasaban las horas y escuchaba la pólvora. Michael Stone, su líder de área,
empujó la puerta de acero cuya función es conectar la estructura principal y
esta salida de emergencia.
–Max, ¿bien? – fue el frío saludo espetado por este hombre, de más de 1.80
metros de altura y con un cuerpo de antiguo atleta. También para él, era un día
como cualquier otro.
–Listo, señor-.
-Ya sales-.
Max asentó con la cabeza, realizando el gesto como respuesta a la orden
dada. Mientras esperaba que Stone acomodara sus papeles, dio una bocanada a
su cigarrillo y mientras expulsaba el humo de su cuerpo a través de sus fosas
nasales, dio un golpecito en el producto insignia de la Phillip Morris,
desparramando sus últimas cenizas sobre su bebida.
–Acá tu salida para Guatemala- dijo Michael entregando un sobre. Dio la
vuelta y el subalterno, excitado por lo escuchado, decidió darle una aspirada
más a su cigarrillo. Esta vez, produjo una enorme humareda con su boca.
Durante el vuelo, el cual despegó de la base aérea ubicada a varios
kilómetros de las oficinas centrales de la Agencia, revisó él, con ahínco, el
expediente entregado por su jefe. Estaba allí toda la información requerida
sobre el coronel Carlos Castillo Armas. Michael, o como él le decía, Mr.
Stone, había hecho su trabajo de una manera realmente excepcional, un hecho
definitorio en la carrera de Matrix. El militar nicaragüense era la persona
encargada de recibirlo, escoltarlo, movilizarlo en la ciudad; todo eso, además,
como habría de enterarse dentro de poco, de tener por misión derrocar al
presidente Arbenz.
A tres días de su llegada a la capital, en su calidad de “agregado cultural de
la Embajada de los Estados Unidos en Guatemala”, Max había concluido
varias reuniones con los ejecutivos de la United Fruit, en sus elegantes
oficinas locales; con los grandes hacendados terratenientes, en sus vastos
terrenos; con los banqueros más importantes, en sus portentosas oficinas. Se
había dado cita con lo más y mejor de la sociedad de este diminuto país
caribeño. En cualquier caso, cero conversaciones referentes al tema cultural
había presenciado él.
Para el primero de enero de 1954, Max Matrix había estructurado un
ambicioso plan para derrocar al presidente deseado por el pueblo
nicaragüense; pero no por el gobierno estadounidense. El procedimiento
estaba diseñado, los hombres preparados, tan solo faltaba la orden otorgando
la luz verde y el comienzo de las acciones. No obstante, había dejado para
último, Max, el deber de convencer al coronel, a la persona destinada a tomar
el mando una vez depuesto el funcionario electo y, con ello, la democracia del
país.
Pero ese vacío en su esquema no lo era por falta de preparación. Era su
estrategia. En cada una de sus reuniones fue acompañado por el coronel
Castillo. En cada una de ellas vio las notorias impresiones de este con el
alcance de la operación y también notó la reverencia en sus palabras a la hora
de referirse a los Estados Unidos. La apuesta de Max y Stone fue acertada: era
ese su hombre.
A las diez de la noche, mientras el coronel llevaba de regreso a su visitante
al aeropuerto, Max habría de utilizar la estrategia de cierre en sus golpes de
Estado que pronto sería bautizada con su nombre. La movida, convertida por
el tiempo en clásica, sería ejecutada por primera vez en ese país, con ese
coronel. Mientras iban en el auto, Matrix le pidió a su conductor se detuvieran
en el Restaurante Delicias Del Mar, el más famoso de toda la ciudad y el
considerado por el militar como su favorito. La invitación para el líder
castrense fue irresistible.
Estacionaron frente a él. Ya a su interior, rápidamente se percató Castillo
de la inexistencia de una sola alma en todo el recinto. Incluso para ser un
primero de enero, era una gran sorpresa la soledad en ese gran y prestigioso
local comercial. Se sentaron en la única mesa habilitada en todo el espacio.
Tres meseros los atendieron durante toda la noche y, en medio de la velada,
Max fue claro con él.
–Estimado Coronel, no hay nada que nos impida imponer un nuevo
régimen en este país. Queremos que seas, en ese nuevo escenario, el futuro
presidente de esta bella nación. No tengo tiempo para debatir ni para esperar
una respuesta. Por eso, seré directo, con tal tú puedas serlo también. Cuando
termines de paladear tu bouillabaise, debe salir de tu boca una sílaba: si es sí,
la historia te recordará como un presidente de tu país; si es no, hoy mismo
serás historia.
En el aeropuerto Las Mercedes, junto al avión cuyo plan de vuelo lo
llevaría de vuelta a su país natal, Max introdujo a Castillo con Jerry DeLarm,
el piloto a colaborar con él en un cercano futuro. A menos de un año de estos
dos hombres estrecharse las manos, desde ese mismo aeropuerto Las
Mercedes despegaría cada madrugada un avión C-47, conocido por los
ciudadanos de Guatemala como “dundo Ulalio”, piloteado por este agente de
la CIA, con una misión clara: bombardear edificios gubernamentales en
Ciudad de Guatemala. El golpe permitió imponer un gobierno muy acorde a
los intereses de los Estados Unidos, dominando toda la política y economía del
país, hasta el año 1979.
Max, no obstante, era una estrella en la CIA no por las misiones diseñadas
y ejecutadas a la perfección por él, sino por aquella no encomendada. En 1961,
cuando un convoy de los Estados Unidos invadió Cuba, entrando por Bahía de
Cochinos, se daría comienzo a la humillación militar más grande de ese país
en décadas. Pero para la gente de la Agencia, la razón del fracaso no estaba en
el inmenso apoyo popular obtenido por la revolución de Castro, o en la mítica
capacidad estratégica del comandante y su hermano Raúl para liderar a sus
oficiales; sino que se hallaba en la inexplicable decisión de Dulles, el director
adjunto de la CIA en aquel momento, de no asignar a Max Matrix como líder
de ese operativo.
Por eso, cuando el presidente Allende de Chile comenzó a expropiar las
empresas norteamericanas, a quitar las licencias con las petroleras y mineras
más grandes de los Estados Unidos, la CIA sabía no podía repetir su error. Esa
vez, solo hubo un nombre en la lista de posibles directores del golpe.
En 1972 Max había organizado ya el perfil del militar a cumplir la función
del coronel Castillo en Guatemala. El hombre marcado era, según el informe
entregado a sus jefes, uno “cálido y afable, feliz en las fiestas, fascinado por
fumar, el beber whisky y el pisco sour. En sus momentos alejado del trabajo,
gozaba de realizar actividades como el esgrima, el boxeo y las carreras de
caballos”. Era, también según Matrix, “un hombre poco carismático, aunque
genuinamente popular en Chile”.
En honor a la verdad, nada de esto impresionó a la alta plana de la CIA,
quien había decidido escoger a Max por la leyenda existente a su alrededor.
Pero la desilusión duró poco. Estaban ellos a tan solo segundos de leer la frase
o característica del seleccionado por Max, capaz de demostrarles el legendario
talento de su subalterno. La parte del expediente más convincente, aquella que
eliminaba en todos los lectores todas las dudas sobre el excelente trabajo de
Matrix, fue una suficiente para que el veterano agente pudiera resarcir su
posición. Para él, según se leía en su informe “Pinochet no estaba realmente
interesado en la política”. Traducción para la agencia: era un hombre que se
podía comprar, a pesar de ser tan allegado a la futura víctima. Era alguien
perfecto para ayudar a la Agencia a deshacerse del rastro de la influencia
marxista en el país, ideario intelectual dominante con mucha claridad en el
psiquis del jefe máximo del gobierno chileno, un líder y gran mentor de
Pinochet, el presidente Salvador Allende.
Para Allende, su hombre fuerte en el gobierno era Augusto Pinochet. En la
visión del presidente, quien defendería el proceso constitucional llevado a
cabo sería este individuo de armas capaz de dar su vida por la patria.
Claramente, el primer mandatario de los chilenos ignoraba al enemigo
durmiendo en su casa. Por eso, la inmensa magnitud de lo realizado por Max:
no había descubierto a quien tentar esperando traicionara a su gobierno, había
descubierto a alguien con el deseo de derrocar al presidente chileno. Y era su
más cercano aliado. Allende fue el primer mandatario de orientación marxista
en América elegido libremente en las urnas y, pasados unos años, días antes de
Pinochet tomarse el poder, la situación era insostenible. El clima de crispación
política vivida en el país ardía por todas partes: eran constantes las huelgas en
los restaurantes, en los comercios, varios bloqueos de camioneros, las
ruidosas marchas de ollas vacías, virulentas arengas radiales. El golpe era
palpable.
La CIA le había dado todo el poder a Max y él había sabido qué hacer con
él. La presión era máxima: su posición como el hombre duro de la CIA estaba
en juego. El respeto de sus amigos, la admiración de los demás refiriéndose a
él en los pasillos, la idolatría causada por su pasado en los más jóvenes, todo
eso se había puesto en riesgo y su permanencia dependía de su capacidad para
destruir a aquel comunista invadiendo América. De allí el salvaje actuar de
Max a manos libres y llenas.
Tal y como ya había sucedido, Max organizó reuniones de alto calibre con
la mayor cantidad de empresarios, políticos tradicionales y hombres del sector
financiero. Una vez más, en su papel de “agregado cultural de la Embajada de
los Estados Unidos en Chile”, debatió de todo lo habido y por haber, menos de
cultura. Fue un plan calcado al de Guatemala, aquel capaz de convertirlo en
una leyenda, pero cuyo éxito no radicó en repetir la estrategia al pie de la letra,
sino en quién la había ejecutado. Max era fascinante en sus maneras, en su
forma de comunicar. Fue escogido por la CIA mientras estudiaba Ciencias
Políticas en la Universidad de Boston, a quienes les llamó la atención sus
fuertes e inamovibles posturas en los debates. Era una persona informada,
poco altanera y con una capacidad exquisita de ser directo.
Una vez su elegido llegó al poder y la democracia latinoamericana volvió a
hacerse ceder, Max se encontró en la cima de su carrera, decidiendo usar ese
momento estratégico como el del fin de su trabajo, por lo que aceptó el
inmenso plan de retiro ofrecido por sus jefes. No obstante, la realidad era más
dura: Max era ya un dinosaurio. Sus servicios se sentían poco necesarios,
puesto que para mediados de los años setenta la Agencia ya había dado
arranque a un plan para insertar los intereses comerciales de los gobiernos de
los Estados Unidos a través de una fuerte presión económica en los países del
sur. El hombre a cargo de ejecutarlo: un tal Hank Parks.
Pero, cuando una década más tarde, en los años ochenta, el plan de Parks
se vio bruscamente frenado por la aparición de un candidato popular en
Colombia, llamado Luis Carlos Galán, la CIA volvería a buscar a su hombre
fuerte en América Latina. Max Matrix y Hank Parks estaban reunidos, en una
noche de julio, en la Embajada de los Estados Unidos en Colombia, en la
oficina reservada para el agregado cultural.

ROSAS BLANCAS

María Magdalena revisaba todas las noches su heredada hectárea sembrada


de rosas, preparándolas cada una de ellas para venderlas en el mercado de la
capital a la siguiente salida del sol. Este pedazo de mundo era todo lo poseído
por ella y con el fruto de su trabajo asumía sus humildes gastos. Era una mujer
joven, sin superar los treinta años, de cabellos rubios y con penetrantes ojos
azul oscuros. No era muy alta y sí más bien delgada, pero a pesar de su par de
hijos conservaba una atrayente figura. Aunque la vida no había sido buena con
ella, debajo de ese rostro señalado por marcas de una preocupación casi
permanente, podía verse una dama muy hermosa. Había enviudado hace tres
años: una neumonía y la falta de dinero para buena atención médica le robaron
tempranamente a su marido. Su esfuerzo le permitía sacar a sus hijos adelante;
pero no soñar con un mejor mañana. Alrededor suyo, cientos de vecinos tenían
el mismo plan de vida y la misma fuente de recursos para hacer de sus metas
una realidad.
En el pueblo, la esperanza había empezado a renacer. Se hablaba de un
importante acuerdo con los Estados Unidos, de tipo comercial, y de la
posibilidad de la apertura de su mercado interno a las flores colombianas
producto de él, aunque de manera posterior a su firma. La posibilidad de la
negociación hacía presumir a todos en esta comunidad campesina de estar
cerca al alcance de sus más añorados y sencillos deseos: una casa, una escuela
para sus hijos, un buen sistema de salud para la familia, todo en la posibilidad
de ser alcanzado en un corto lapso de tiempo.
Pero así como se despertaron las pequeñas ilusiones de los humildes
hombres del campo, se engrandecieron las ambiciones de los poderosos de la
ciudad. Sandro Gonzáles fue uno de aquellos queriendo apropiarse de esos
terrenos. Estaba, como muchos otros, decidido a tenerlos.
Después de varios días de cortejo, María Magdalena, encargada de
negociar los predios de sus vecinos, recibiría a Sandro en la sala de su casa,
una noche de abril. El cielo estaba despejado y la luna se veía en toda su
plenitud. La blanquecina luz sobre sus siembras era bastante romántica, según
la apreciación de Sandro. Y así, en medio de su momento de contemplación, el
invitado de honor en esta choza donde habitaba esta joven mujer con sus dos
hijos, escuchó las palabras que menos había querido escuchar en toda su vida.
–Don Sandro - dijo una insegura María Magdalena - no podemos aceptar
su oferta-.
Sandro situó con brusquedad su vaso de agua sobre la mesa, prácticamente
vertiendo la totalidad de su contenido sobre ella. Abandonó ese remedo de
casa sin despedirse y por poco derrumba la puerta de la entrada principal. No
estaba enojado realmente; estaba aterrado. No era un negocio lo perdido; era
su vida, su futuro. Por lo menos, el por él anhelado.
Ya en su camioneta, en el camino de retorno a su casa, el miedo en su
mente comenzó a convertirse en terror. Mientras parqueaba su vehículo en el
claro de una montaña, junto a una camioneta todoterreno, cuyas luces rojas de
parqueo eran lo único con poder lumínico en metros a la redonda, Sandro
pensó en si sería este el último recorrido de su existencia. Se bajó del auto con
la precaución intrínseca producida por el cuerpo para esos casos y de repente,
casi por sorpresa, un hombre, su gran amigo, Vicente Pastrana, se presentó de
pie, firme, frente a él. Para Sandro su aparición fue una combustión
espontánea. Dos palpitares más de su corazón a ese ritmo y se detiene para
siempre.
–A ellos no les importan las razones Sandro. U obtienen lo que quieren, o
te arrebatan lo que tienes. No tenemos de otra. La carretera se va a hacer. El
acuerdo, que se filtró, se va a firmar. El negocio está hecho. Ellos quieren las
ganancias. Necesitamos esas tierras amigo-.
Mientras Vicente se alejaba, con Sandro mirándolo fijamente partir, unas
palabras salieron de su boca sin él siquiera voltearse o frenar su caminar: “En
este mundo nada se pide, las cosas se toman”. Dicho eso, entró a su carro y
partió, dejando a Sandro con el afán de cómo aplicar esas palabras a su
situación.
María Magdalena siempre estuvo preocupada por la intempestiva partida
del joven empresario de su hogar. No le gustó para nada la actitud de ese
señor, uno considerado por ella hasta ese momento como alguien con un
comportamiento de un verdadero caballero. Para su infortunio, dos noches
después sus miedos se transformaron en realidad. Mientras estaba sentada en
la mesa cenando una avena con sus hijos, Magdalena vio estallar la cabeza del
más pequeño de sus niños cuando una bala de metralleta atravesó su rostro. No
sufrió por esto, porque mientras su cerebro procesaba la extraña situación, una
ráfaga de esa misma arma le invadió el cuerpo, dejándola inerte de manera
inmediata.
Esa noche de abril Sandro veía, desde la comodidad de su camioneta, el
accionar de todo un convoy paramilitar, asesinando a cuanta familia
campesina habitaba en la región. Cerca de setenta personas fenecieron esa
noche. Tres décadas después el Estado colombiano, no Sandro, se vería
obligado a pagar una indemnización por el episodio conocido penosamente
como la “Masacre de la Sabana”. “Es cierto, detrás de toda gran fortuna hay
un crimen” rememoraba Sandro aquella noche con un grupo de amigos,
mientras citaba a Balzac.
Un mes después, este mismo hombre inescrupuloso estaba aplaudiendo
feliz, dichoso, la posesión de Vicente Pastrana como alcalde de la pequeña
ciudad en donde ahora él tenía grandes extensiones de tierra. Desde ese
puesto, el diminuto señor habría de cambiar el Plan de Ordenamiento
Territorial de su burgo, otorgándole a Sandro la posibilidad de construir en sus
nuevos terrenos un maravilloso condominio de haciendas floricultoras, cuyo
borde estaría acomodado para el paso de una estratégica carretera cuyos
puntos extremos conectaban el espacio con el puerto más importante del país,
en el Caribe. Cuando el terreno era poseído por María Magdalena y sus
vecinos, el suelo no estaba habilitado para viviendas comerciales. Con el
cambio decretado por la administración de Pastrana, la tierra, ahora toda
propiedad de Gonzáles, se valorizó treinta veces.
Ahí, en esos terrenos bañados de sangre en una lejana noche de abril, había
construido Sandro su enorme hacienda. En ella, sus trabajadores, una década
después de esos hechos, y desde muy temprano en la mañana, entre el frío y el
fulgor naciente del amanecer, se encontraban cubriendo con una pequeña
malla los pequeños botones de rosas blancas. Ellas las protegerían desde su
brote, hasta llegar a salvo a su destino final, en otro país, al norte del
continente, ya catalogadas allá como un producto de exportación. En medio
del extenso mar de blanco donde yacían los sembradíos, un auto azul
atravesaba, con dos hombres, los interminables terrenos ya aromatizados por
el olor de las rosas. Vicente y José María transitaban por el inmenso espacio
involucrados en un penetrante silencio, con cada uno tratando de encontrarle
solución al problema entre manos: la noticia dada por Hank Parks aún
retumbaba dentro de sus cabezas.
Ingresaron el par de personas a la sala de la hacienda donde fácilmente
notaron a Sandro sentado frente a una mesa invadida por un grandioso
desayuno, esperando él por sus acompañantes con tal poder darle inicio a su
tragantona. Para alguien con sus hábitos alimenticios, cualquier minuto de
espera antes de comer es eterno. Por eso, cuando los invitados hicieron su
entrada no hubo saludos, ni apretones de manos o bienvenidas, todos siguieron
en silencio y se sentaron en el comedor donde compartieron el desayuno en
completa mudez. Era ya la costumbre.
Finalizado el desayuno, se dirigieron a una terraza desde donde se
vislumbran los extensos terrenos de los rosales, cuya larga extensión los hacía
perderse en el horizonte. Con un fuerte café en una mano y cigarrillos de
marca extranjera en la otra, por fin entablaron la conversación pendiente, una
cuyo inicio ninguno quería dar; pero la realidad hacía de esta una imposible de
evitar.
-¿Han pensado en cómo salir de este tipejo?- inició el diálogo Vicente
quien, aunque trataba de lucir calmado, era notable sus pocas horas de sueño
en varias noches. –Es increíble que este bumangués venga a jodernos la vida-
dijo haciendo referencia a Galán él mismo.
–Amigos, la vida no es complicada, sino que uno se la complica; así que o
solucionamos esto o solucionamos esto- dijo Sandro claramente de buen
humor, luego de tomar aquel copioso desayuno.
– ¡Vaya Maquiavelo el que tenemos al frente! Andarnos matando al
favorito de Colombia no me parece una genialidad. Bastante torpe y aparatosa
tu forma de lidiar con un futuro presidente… si me preguntan a mí- alegó José
María.
–Pues nadie te está preguntando. Y sí, cuando se trata de escoger entre
todo lo que he construido y dejar viuda a una tonta que no conozco, no lo
dudo. Las cosas se hacen o no se hacen. ¿He traído problemas al grupo? No,
entonces deja de hablarme con esa puta superioridad que crees tener sobre mí,
y comienza a admitir que mi falta de elegancia en mis soluciones, se
compensan con su efectividad. Porque quiero saber, a todas estas, ¿qué putas
propones? Porque ustedes quieren solucionar todos los problemas comprando
sentencias, decisiones en los juzgados, maquillando libros, desapareciendo
cifras en rojo, lo que sí me preguntas, no me parece tan genial. Yo prefiero que
mis problemas duren menos que un juicio y sean menos costosos que comprar
un perro juez o un hijueputa auditor público- respondió enojadamente Sandro,
envalentonado por su respuesta.
-No es tan caro si sabes regatear como yo, créeme- arremetió José María,
parándose de la silla y caminando hasta el borde del balcón.
–¡Ya! Vinimos a solucionar un problema, no a crear más. En estos
momentos necesitamos un plan conjunto, centrémonos en hallar una vía de
escape antes de que se hunda el buque y con él nos arrastre- dijo Vicente
Pastrana, quien hasta ese momento había permanecido en silencio.
-Quiero escuchar sus propuestas, espero tengan algunas- prosiguió el
mismo, con ese tono parsimonioso que calmaba todos los ánimos.
-Ya sabemos que con dinero o favores no vamos a poder sobornar a Galán,
y tal parece que ni con alguna otra cosa- aseguró José María retomando su
palidez normal. –He investigado… Mis magistrados no hallan nada. Tengo un
par de investigadores husmeando en el pasado de Galán, en sus asesores y
hasta su familia; pero les digo: por el momento, el tipo está limpio. Ni una
mínima sombra se le encuentra-.
El silencio volvió a envolver a los tres socios mientras se concentraban en
beber su café y aspirar de sus cigarros.
– ¿Saben por qué siembro rosas blancas?- musitó Sandro tratando de
retomar la conversación, mientras divisaba las vastas extensiones convertidas
a la fuerza en sus terrenos.
Aunque no obtuvo ninguna respuesta, el silencio de sus compañeros y el
girar de sus cabezas para verlo directamente le demostraron su interés por
escucharlo.
–Siembro rosas blancas porque sirven para cualquier ocasión. Las rosas
blancas pueden simbolizar un nuevo comienzo o ser señal de una despedida,
así que pueden usarse tanto en un nacimiento como en un funeral. Las usan las
novias en sus ramos el día de la boda, las llevan las niñas el día de su primera
comunión, pueden regalarse a una madre, a una esposa o a una amante, y mis
planes, aunque aparatosos y torpes, son como mis rosas blancas: pueden
solucionar cualquier clase de problema que se me atraviese, aunque Vicente
reniegue de ellos. Hay momentos, pocos momentos gracias a Dios y a los
funcionarios públicos de nuestro país, en que un problema no puede
solucionarse con dinero, con favores o con chantajes… Y para esos problemas
es necesario un ramo de rosas blancas engalanando un funeral-.
Las palabras de Sandro ocuparon por completo la atención de sus
contertulios cuyas miradas estuvieron centradas en él sin parpadear. El
impacto de la sorpresa hizo hablar a José María.
–No con Galán. Eso nunca. No hablamos de un mentecato Sandro. No es
un alcalde lejos de Bogotá, no es un juez tratando de hacer lo justo: Galán es
un candidato presidencial, el favorito para ganar, no es una solución tan fácil
como la que tú planteas. Si lo que escucho es lo que creo, es hora para mí de
bajarme de este bus. Yo soy solo un contador, lavo dinero, como todo el
mundo hoy; pero hasta allí. Mi mayor fechoría la realizo en libros contables y
en cuentas de banco, y tú estás hablando de un magnicidio. Eso está muy lejos
de lo que acostumbramos hacer-.
-José María tiene razón Sandro, Galán está fuera de nuestros límites, es
descabellado y peligroso lo que planteas, si nos hundimos esto no lo
arreglamos con plata- replicó un siempre elegante Vicente.
- ¿Y quién dijo que a todos los funerales a los que envió mis rosas blancas
las entrego yo personalmente?
El hombre de gafas oscuras con marco de oro, junto a sus tres amigos de
las cuatrimotos, entraron a la sala. El líder se acercó, esperó por la señal de su
jefe y, cuando el patrón le señaló con su mano derecha la posibilidad de
acercarse, caminó hasta su lado, donde agachándose le informó algo
hablándole directamente al oído. Imposible para cualquiera de los presentes
escuchar. El hombre de gafas se retiró de la sala sin decir nada. Sandro sonrió
mirando la inmensa plantación de rosas blancas explayándose frente a él.

FIGURITAS

Gaviria esperaba, paciente y en silencio, resignado, afuera de una oficina


en un alto piso de un lujoso edificio de Bogotá. Ya había pasado mucho
tiempo desde aquel lejano día cuando recibió la llamada de Galán, interesado
en convertirlo a él en su hombre de confianza, posición de privilegio obtenida
después de deslumbrar a sus colegas con la implementación de una reforma
tributaria y una reforma agraria, remitidas ambas desde su cargo de Ministro
de Hacienda. Esos actos le otorgaron el título de estadista y lo acostumbraron
a muchos privilegios en su círculo social, siendo uno de los más envidiables
entre ellos el extinguir las esperas por las personas. “Bien dice el viejo adagio
popular que todo el mundo tiene su jefe”, pensaba Gaviria esa noche. Y
aunque a quien esperaba no era el suyo, la importancia de su anfitrión lo hacía
permanecer en aquel sillón, en esa actitud que consideraba él ya era parte de
su pasado.
El salón era amplio y acogedor, deliciosamente decorado con la historia del
Café Colombiano y de la empresa propietaria del edificio. En letras moldeadas
en acero inoxidable sobre la pared enfrentada a la entrada del salón podía
divisarse el aviso de Industrias Aliadas. Su poderoso reflejo impactaba en una
bella y joven secretaria sentada en un moderno escritorio de vidrio, quien se
mantenía ajena a todo, aunque de vez en cuando dirigía una mirada al único
ocupante acompañándola, mismo a quien con mucho profesionalismo le
sonreía amablemente.
Gaviria permanecía en silencio observando la puerta de caoba protegiendo
a Gustavo, quien llevaba casi media hora sin aparecer. Se sentía forzado a
estar en una situación ya superada, según creía él; pero la vida es más dura y
supera la crueldad del peor de los asesinos. Esa noche, ella, con ese sencillo
acto le demostraba su verdadera situación; su creencia sobre su estatus era solo
una ilusión. La impaciencia lo comenzó a conquistar de a poco. El teléfono de
la secretaria sonó, logrando captar la atención de Gaviria, clavando su mirada
en la recepción. Por fin, la hermosa secretaria recibió la orden de concederle la
entrada a la oficina.
Antes de levantarse, Gaviria vio salir a Santofimio de la oficina de Galán.
La impresión lo imantó a la silla. En camino a la salida, Santofimio, sin
importarle el detenerse para saludar, detalló al joven y, para él, inexperto
político. En su cabeza se produjo la frase: “ahí va el corderito”. Pensaba el
experimentado abogado, que su camino a la presidencia estaba asegurado.
Gaviria, después de ver a Santofimio partir, al fin se levantó y caminó por
el pasillo cuyo espacio concluía en la puerta de la oficina de Gustavo, el
hombre capaz de influenciar a Galán, el empresario admirado por él y la
persona cuyas excusas iba a dirigir por no haber podido concluir la reunión de
la forma esperada.
-Disculpa que te haya hecho esperar amigo. Nueva York… al teléfono…
me nublé con ellos. Con esa gente pones los cinco sentidos… o te quiebran
después.
¿Cómo has estado?- preguntó el anfitrión, con un traje a la medida sobre
él, cuya elegancia lo delataba como un exitoso hombre de negocios, mientras
se levantaba del escritorio para estrechar las manos de Gaviria.
–Espero excelentes noticias- prosiguió sin darle a Gaviria la oportunidad
de responder.
La pregunta le generó un enorme suspiro, antecediendo con él la mala
respuesta a seguir.
–Concretarla fue fácil. Hubo su momento de pesadez, pero quiero
reconocerte que mencioné tu nombre y las cosas se suavizaron
considerablemente- respondió Gaviria, produciendo una sonrisa egocéntrica en
su interlocutor.
–Me halagas, pero no creo… no, me corrijo: sé no tener tanto poder sobre
ellos. Tal vez tantos años en los negocios infunde algo de respeto, pero nada
más, tenlo por seguro-. Gaviria reconoció en Gustavo una falsa modestia.
Gaviria vio a Gustavo, por primera vez en su existencia, en la pequeña
propiedad cafetera de su familia. Para el futuro político, la manera como su
padre trataba al futuro gran empresario, con todas las gabelas extendidas a
alguien cuya posición en la vida es superior a la propia, era fascinante.
Gustavo le compraba al jefe de los Gaviria la totalidad de la cosecha de su
pequeña finca cafetera, año tras año, sin falta, y eso lo había cautivado. Su
poder económico y su sencillez humana eran una mezcla irresistible para el
hijo del pequeño caficultor. Su padre no solo lo admiraba como negociante,
sino por ser un animoso líder del partido Liberal y Gaviria, ahora, décadas
después, una de las cabezas visibles de la misma organización política,
recordaba las largas charlas de su progenitor donde especulaba sobre el cómo
debería comportarse ese mismo partido. Siempre amó de Gustavo la sencillez
exhibida en el acto de disponer para ellos, en cada ocasión, del tiempo
necesario para transformar su compra en una visita amigable. Una persona con
un millón de cosas por hacer, perdiendo tiempo hablando con este sencillo
campesino cafetero, cuyas elucubraciones sobre la política colombiana tenían
el mismo impacto en la realidad que las consecuencias extraídas entre un
debate de borrachos. Todo era para el pequeño algo realmente impactante.
“Con todo el tiempo que este hombre ha usado charlando con mi papá, podría
haber producido otro millón de dólares”, le dijo el joven Gaviria a su madre en
alguna ocasión.
-Aun así las noticias que te traigo no son buenas, no hubo manera de que
considerara nuestra propuesta… Lo siento Gustavo; pero fue un rotundo no-
dijo Gaviria, esa noche, muchos años después, en la oficina del hombre capaz
de obtener de él, junto a Galán, su máxima admiración.
–Hijo, debo confesar que en esta ocasión me movía más la ilusión que la
realidad. Me lo esperaba-, comentó Gustavo, casi en un suspiro sin ningún
atisbo de sorpresa en su rostro. -He conocido tantos hombres de la política
nacional que ya reconozco cuando uno no lo es. Y Galán no lo es… no es un
político, o al menos no es un político como los que acostumbramos a tener. O
mejor dicho, no es el que necesito. Galán se le puede tildar de lo que sea; pero
te aseguro César, el hombre es un patriota. Y con esa gente no se puede pactar,
sus creencias e integridad son absolutas.
Gaviria se levantó de la silla donde permanecía sentado, en una colocación
totalmente de frente a Gustavo. Caminó hasta un sofá en igual posición, pero
mucho más distanciado. En ese espacio la luz no le cubría todo el cuerpo, solo
la mitad baja del mismo. Su rostro se escondía en las sombras cuando habló.
-Has acompañado y aconsejado a muchos políticos Gustavo. Estuviste con
grandes hombres, de enormes nombres. Fuiste mano derecha de Valencia, eso
te llevó a ser cónsul en Nueva York. También convenciste a Lleras de no ir a la
reelección. A López también le hablabas al oído. Galán lo sabe, Galán sabe
quién eres. Necesita escucharte. Por eso acepté pactar esa reunión, porque te
admiro. Sé que él valora mi consejo en política exterior, le atrae mi juventud;
pero tú te has ganado algo que muy pocos, poquísimos en este país tienen: el
respeto de Galán. Él es más un soñador, alguien que realmente cree en los
cambios, y no se da cuenta que el cambio, el verdadero cambio, se está
produciendo a su alrededor, en todo el mundo-.
Gustavo escuchaba con total atención las palabras pronunciadas por
Gaviria.
–Por eso Gustavo, apelo a tu experiencia y te pregunto: ¿y ahora? ¿Ahora
qué?- concluyó Gaviria.
Un frío y muy directo Gustavo se levantó de su silla y, acercándose a su
interlocutor en su mueble, le respondió con un discurso que Gaviria diría más
adelante, fue lo más importante escuchado por él en toda su vida.
–No te imaginas lo afortunado que somos hijo. El mundo está a punto de
entrar en una nueva etapa, un nuevo orden mundial. Desde el Renacimiento no
se veía venir un momento como el que se nos avecina. Los japoneses haciendo
sus carros, sus walkman, sus televisores; los estadounidenses con sus autos,
sus películas, sus aviones. Y nosotros qué: pues sembrándoles la papita, la
lechuguita, el tomatico; pastoreando las vaquitas para su carnita, para su
quesito, su mayonesita. ¿Tú crees que ellos se van a poner a sembrar, a
meterse al campo? Eso nos toca a nosotros y entonces, imagínate lo que
significa alimentar a toda esa gente. El negociazo de la vida. Eso es lo que
Galán no ha querido entender. Nosotros también queremos alimentar a los
niños, que todos tengan educación, que todos tengan buena salud: ¿pero cómo
lo hacemos sin plata? Y la plata la conseguimos haciendo esto. Colombia debe
modernizarse amigo, y Galán no quiere. Mientras los gringos y los japoneses
hacen sus cosas bien, mira los rusos: ahí frenados. ¡Por Dios!-
Describir a Gaviria como alguien extasiado es faltar a la realidad.
Disminuirla. Sus ojos brillaban y se notaban desde la oscuridad. Impulsado
por la emoción, volvió a preguntar.
–Gustavo, quiero que me digas, ¿ahora qué hacemos?-.
-No podemos permitirle esos cambios. Mira una cosa hijo. El emporio
cafetero no puede perder los bajos costos de la cosecha que les compramos a
los caficultores. El pacto del café nos tiene inmensamente bien a todos; pero
no podemos perderlo y una subida del precio así lo haría. Tenemos que
mentirle a nuestros sembradores, nos cuesta mucho mantenerlos hipnotizados.
¿Es bueno para ellos los precios que pagamos? Pues no; pero es mejor que no
pagarles nada, ¿o no? Sabemos jugar el juego; pero si Galán llega al poder
tendremos un nuevo árbitro.
- Juego…
-Cada cosecha las compramos a precios bajos. Una vez se hace la compra,
con nuestra gente de afuera, comenzamos a subir los precios para poder
vender nosotros más caro, pero también para que los productores se ilusionen
con que la próxima cosecha la van a poder vender con altas ganancias. Para
los caficultores, ese sería el gran desquite. Cuando llega la nueva cosecha,
frenamos la compra y bajamos el precio de grano. Cuando los vamos a
exportar, los volvemos a subir. Es algo así como por arte de mafia-.
Gustavo no corrigió su última palabra. Gaviria esperó por algún cambio,
pero pasado un tiempo sin aquel hacerlo, este se dio cuenta de la ausencia de
cualquier error. Tal vez había sido una confesión del subconsciente. También
pensó en su padre, en esas noches cuando hablaban sobre cómo el futuro iba a
mejorar. Se dio cuenta hoy por qué la promesa nunca se cumplió. Gustavo
siguió con su perorata.
- …una protección eficaz al pequeño agricultor nos traería muchos
problemas. Esto lo construí yo con mis propias manos y no voy a permitir que
nadie lo destruya. Déjame dejarte en claro algo: quiero a Galán, realmente lo
quiero, no creas lo contrario por un solo segundo; pero nos está haciendo
actuar desesperadamente y eso puede ser muy malo… para él- dijo Gustavo,
devolviéndose a su puesto, dejando a Gaviria atrás.
-¿No podrías tú convencerlo?- preguntó Gaviria, lleno de timidez en sus
palabras.
-Lo dudo hijo, mis ideas políticas las toma al pie de la letra, pero mis ideas
sociales son otra historia completamente diferente. Yo soy empresario,
exportador, industrial, y él no comulga con mis propios intereses. Su corazón
está al otro lado de la ecuación. He allí lo que ha llevado a nuestro
distanciamiento. No creo que pueda tomar a bien que yo trate de arrastrarlo
hacia mi manera de ver la política como fuente de negocios-.
Gustavo se calló abruptamente. Un pensamiento ocupó todas sus
capacidades cerebrales. Cuando recobró la lucidez, le dijo a su escucha:
-¿Has escuchado en pasillos, en todos lados, que mis amigos me dicen
"figuritas" verdad? -.
-Sí- respondió Gaviria algo incómodo por la pregunta.
-Algunos creen que me gané ese sobrenombre por mi manera de vestir.
Déjame decirte que no es así. Quien me lo puso fue López, el último día de su
presidencia, frente al Consejo de Ministros, y lo hizo por mi manera de ver a
los que están a mi alrededor “como figuritas en un tablero de ajedrez”… así
dijo él. Mi cercanía al poder político es mi gran ventaja. Mi condición de
"independiente" es la que me permite ser consejero de quien esté en el poder,
sin importar su partido: soy la mano sin rostro que mueve las figuras en el
ajedrez político de Colombia, y te digo esto, te confieso esto, porque siento
que esta es una de esas veces que es imposible ganar la partida sin sacrificar
alguna de tus piezas-.
Gustavo volvía a decir esto con la mirada fija en el horizonte presentado
por el ventanal de su oficina. Gaviria solo veía todo en silencio, escuchando
con atención cada palabra y observando minuciosamente cada ademán
realizado por el empresario al hablar.
En ese momento el teléfono empezó a sonar. Gustavo seguía viendo
concentradamente su ventanal sin prestar atención al ruido ya cansino
producido por el aparato importado de Japón. Gaviria tampoco atendía al ya
molesto pitido, mientras continuaba esperando alguna retrasada respuesta que
parecía no iba a obtener nunca.

EL EMISARIO DE DIOS

Era alrededor de la medianoche. El frío capitalino hacia guarnecer a la


gente en sus hogares y a la neblina merodear por las calles. Acompañada
estaba ella por el haz de la luz anaranjadas de los faroles en los postes, cuya
iluminación creaba un ambiente decimonónico intimidante. En una autopista
vacía, con varios baches sobre el pavimento, tres camionetas negras se
parquearon detrás de un lujoso auto Mercedes Benz, de esos poquísimos de
andar por las calles del país por aquellos días.
Tres hombres, altamente armados, con chaquetas de la DEA, pantalones
jeans y zapatos tenis blancos, se apearon de las cuatro por cuatro. Uno de ellos
abrió una puerta de la inmensa GMC estacionada estratégicamente en la mitad,
permitiendo la salida de Joe de ella. Otro miembro del cuerpo federal
estadounidense se acercó al sedan y repitiendo el accionar de su colega asistió
a Gustavo a bajarse del puesto del copiloto. Del lugar del piloto salió Gaviria,
sin la ayuda de nadie. El tercer agente vigilaba todo alrededor, alertando sobre
la presencia de algún extraño cuyo inocente paso irrumpiera la calma
necesaria para la conversación a prestarse a continuación. Los otros dos
oficiales se situaron flanqueando al líder del equipo, formando un cordón de
seguridad. Gustavo finalizó su caminar posicionándose en firme, con Joe
frente a él y Gaviria atrás suyo, un poco al lado con tal de poder escuchar todo.
-27 millones de dólares Joe. ¿Sabes cuánto significa para nosotros tener
que asumir costos por 27 millones de dólares por culpa de esta puta guerra? -
dijo airoso el líder gremial. -Esta guerra es una puta mierda. Destruyen los
sacos de café buscando cocaína y, ¿sabes en cuántos han encontrado algo? En
menos del uno por ciento. Si los gringos quieren meterse esa vaina por la
narices, que lo hagan, que se mueran; pero no nos jodas más.-
La actitud de Gustavo irradió energía en Gaviria, quien mientras tomaba el
aire demandado por su cuerpo, urgido por disminuir el aumento del ritmo
cardíaco, producto de las alteraciones nacidas de esta situación tan intensa, vio
a Joe observándolo antes de comenzar a hablar. Gustavo notó ese gesto y
asintió con su cabeza, dejándole saber estaban en una reunión entre amigos.
Obtenido el permiso de su compañero, Joe, revirtiendo su mirada hacia
Gustavo, respondió en tono sarcástico
–Ya mismo llamó a Reagan y le digo que cancele la Guerra contra las
Drogas. De paso, si quieres, le recomiendo que cancele la lucha contra el
comunismo. No sé, de pronto también le podría decir que no ataquemos más al
terrorismo islámico- dijo un Joe en un perfecto español, aunque acompañado
en cada ocasión con un acento incómodo.
–Eres un idiota Joe. No me interesa nada de eso; pero en esta guerra, que
no tiene nada que ver con nosotros, la DEA está haciendo plata; el gobierno de
ustedes, está haciendo plata; el gobierno de Colombia, está haciendo plata; el
ejército, la policía, la DEA y los narcos, están haciendo muchísima plata. Y
nosotros, perdiendo. Pues resulta que queremos un pedazo del pastel. Así que
o nos comienzan a ayudar, o empezamos a exportar esa maricada que tanto les
gusta a los gringos.
-Te prometo que hay algo para ti al final de todo amigo –dijo Joe, poniendo
la mano sobre el hombro del colombiano.
La relación del país del sur con el coloso del norte siempre ha sido estrecha
y muchos críticos la acusan de llegar hasta el vasallaje. La cercanía entre
ambos ha generado un síndrome no oficial, descubierto y bautizado por los
oficiales del cuerpo diplomático estadounidense, denominado “el síndrome del
embajador en Colombia”. En el país cafetero, el representante del país de la
Coca-Cola es tratado como una celebridad política. Su opinión importa en
todos los asuntos, su presencia es requerida en todas las galas importantes, su
oficina es visitada por los hombres más trascendentales en la política y la
economía. En ese país, ese funcionario es alguien de la mayor relevancia. Pero
la vida diplomática es muy irregular y los puestos son muy temporales. Por
eso, cuando el oficial diplomático de los Estados Unidos en Colombia finaliza
su cargo y le es encomendada otra asignación, en esa nueva posición se siente
deprimido. Allá, muy seguramente dejará de ser esa persona admirada y
deseada y, por el contrario, alguien sin el peso otorgado por su antiguo puesto.
En esa Colombia, tan cercana a los Estados Unidos, con un embajador
tratado como si de un rey se tratara, nunca antes ni después un funcionario
público norteamericano tuvo tanto poder político como Joe en los años
ochenta, en su cargo de jefe máximo de la DEA. Según la leyenda, el
embajador de los Estados Unidos podía llegar a la oficina del presidente de la
República sin permiso; pero Joe podía llegar a su propia casa sin avisarle. La
Guerra contra las Drogas definió a Colombia en esa década y Joe era el
hombre de Estados Unidos sobre el terreno, representando al gobierno cuya
influencia pudo forzar a su aliado a luchar esa conflagración. Desde tiempos
imperiales un emisario no tenía tanta potestad en su territorio designado.
Y ahí estaba Joe, escuchando con paciencia los reclamos de Gustavo, sin
incomodarse, con entereza y comprensión. El impacto de lo presenciado llevó
a Gaviria a tener una epifanía: se dio cuenta cómo el poder político en su país,
en esa Colombia, no estaba en la presidencia. Brillante como era, rápidamente
dedujo el verdadero gran cambio a imponer por Galán. Con él como
presidente, todos los cortesanos alrededor serían degradados. El poder recaería
en él, se haría lo demandado por él, lo considerado mejor para Colombia
según su criterio y todos los demás deberían someterse a los intereses de la
patria. En ese preciso momento de claridad para Gaviria, fue cuando Gustavo
terminó la conversación con Joe. Gaviria tan solo lo notó cuando el
empresario se le acercó para hablarle.
-Vámonos hijo. Es tarde y ya nos cogió la tarde. Hay demasiado por hacer.
Gaviria se subió al auto. Los carros se disiparon. Y la autopista sola,
intimidante y fría volvió a quedar.

MEDELLÍN, 14:30

La Universidad de Antioquia recordaría este día por varias décadas. Se


despertaban esa mañana sus integrantes con la emoción de recibir al candidato
presidencial con mayor aceptación popular, el hombre cuyo destino parecía
estar determinado a transformar a Colombia. Sería un momento de éxtasis para
los estudiantes, quienes no escapaban a aquel sentimiento de cambio clamado
por toda la nación. El ansia por escuchar estas ideas era palpable. Ellas
prometían un mejor país, un mejor futuro, una mejor vida.
Luis Carlos Galán ofrecería una charla aquella tarde frente a un auditorio
de entusiasmados futuros profesionales, quienes buscaban enterarse de sus
planes como próximo presidente. Se acercaba el momento del encuentro. Uno
de sus acompañantes de aquel día, una joven voluntaria lo recibió en el
aeropuerto y sirvió como su conexión con la universidad. Cuando la hora del
encuentro se acercaba, se dirigió ella hacia el candidato con una pregunta
inoportuna.
-Dr. Galán, ¿quiere repasar su discurso conmigo? Pronto estaremos en la
universidad.
-Señorita, nunca he preparado un discurso- respondió calmadamente el
político casi sin escuchar su propia respuesta. Su mente estaba inmersa en
todas las actividades a llevar a cabo antes de las elecciones internas de su
partido como antesala al proceso presidencial en ciernes. Precisamente esa
ocupación mental le hacía olvidar las cada vez más frecuentes amenazas
recibidas desde hace un par de meses.
El almuerzo gozado y finalizado con dirigentes políticos de la ciudad le
había dejado muchas más dudas y pocas menos respuestas. El desinterés por
los asuntos sociales de sus copartidarios lo agobiaba. La policía, indiferente a
su crisis emocional, le había recomendado no viajar a la capital antioqueña
pues se intuían planes de asesinarlo, información esa recordada por el
candidato cuando la joven sirviendo de anfitriona le informó sobre los
homicidios de dos profesores, de la misma universidad cuyo auditorio estaba
preparado para recibirlo, exterminados por las mafias de las drogas pocos días
atrás.
Una camioneta Volkswagen estaba apostada a unas pocas cuadras del
recinto universitario. Dentro de esta, tres hombres esperaban para cumplir con
su misión. A los pies de ellos, un lanzagranadas descansaba inofensivamente
en el puesto trasero cerca al ex soldado, ahora mercenario asalariado del Cartel
de Medellín, quien se aprestaba a usarlo con la intención de estallar el
automotor donde era transportado Galán Sarmiento, cuando pasara frente a
ellos. Diez millones de pesos era el botín anunciado. Cada uno privadamente
pensaba qué le traería el dinero a repartirse. La respuesta era tan clara como
tentadora: putas, coca, alcohol y el respeto de sus semejantes.
-Mijo, hay unos tipos como raros parados al frente del edificio- avisó
alarmada una mujer con marcado acento paisa viendo por la ventana de su
apartamento.
-Deben estar esperando a algún vecino, no empieces ahora- respondió casi
irritado el marido.
-Voy a llamar a la policía, uno no puede ser tan confiado- dijo la dama sin
esperanza de ser atendida por su esposo antes de correr a tomar el teléfono.
Galán miraba su reloj, no pretendía llegar tarde a la anunciada charla
política.
Un motociclista pasó cercano al automóvil sacando al candidato de sus
pensamientos y encendiendo las alarmas de sus guardaespaldas, cuya rápida
acción les permitió alistarse para un enfrentamiento nunca dado. El motorista
giró prohibidamente en la esquina y se alejó de ellos devolviendo la serenidad
a todos. Cincuenta metros más allá, se detuvo y con un radio transmitió el
aviso a sus compañeros esperando dentro de una Volkswagen donde se
refugiaba el lanzacohetes. La radio funcionaba pero nadie ofreció respuesta
del otro lado. La camioneta había sido abandonada, solo quedaban dentro de
ella un lanzacohetes, un par de granadas, un revolver y un radio de onda corta
disparando el mensaje: Listos ¡revienten al malparido!
Los tres ocupantes habían emprendido la huida al ser informados de la
alerta recibida por la policía, acusándolos de su misteriosa presencia. El botín
se había perdido y con este las putas, las drogas, el alcohol y lo más
importante, la ascensión jerárquica dentro del cartel. La fuerza pública estaba
muy cerca cuando uno de los esbirros se ocultó en un potrero cercano y, al
sentirse sorprendido por un oficial, literalmente se cagó encima. Si era
arrestado, pensó sabiamente él, iban a matarlo en la prisión antes de poder
confesar. Un policía corrió hacia su lado y al sentir el fétido olor del asesino
agachado entre la alta hierba del lugar, lo confundió con un gamín y dándole
una patada lo conminó a alejarse de allí.
La comitiva de Galán frenó bruscamente ante el bloqueo ofrecido por una
patrulla de la policía de la cual bajo el coronel Valdemar Franklin Quintero,
quien informó de lo sucedido al candidato y lo invitó a devolverse al
aeropuerto Olaya Herrera, ofreciéndose gallardamente como su escolta hasta
su salida hacia Bogotá. A Galán el gesto lo conmovió.
En toda la ciudad se desplegaba un operativo para capturar a los
involucrados en el fallido atentado. Tres aprehensiones ya se habían realizado,
pero los ocupantes de la camioneta Volkswagen estaban libres.
Pablo Escobar y Rodríguez Gacha recibían a la par la noticia sobre sus
fallidos planes para acabar con la vida de Galán y con esta su miedo a la
extradición. Habían perdido una oportunidad de oro, sabían las consecuencias
a venir.
- Compadre ¿se enteró? – Fue la pregunta de “El Mejicano” para comenzar
la conversación-.
- José, fue una vieja la que nos boleteó – respondió en un tono conciliador
Escobar.
- Yo me cargo a Valdemar y usted solucione lo de los Priscos.
- Listo, dale. ¿Y qué vamos a hacer con Galán?
- Esa vuelta se calentó Pablo. Ahora tendrá más protección.
- Enfriemos la vaina un momento. Voy para allá mañana.
La mujer expectante en su ventana veía como patrullas recorrían el lugar y
observaba triunfante la retirada de las armas de guerra del carro azul que
soportaba las pesquisas de los agentes que bloqueaban la calle frente al
edificio.
-Te lo dije, a mi algo me olía mal, venga y mire- pedía la señora cuya
previsión había salvado la vida del candidato.
-Mija, son las 14:30, no moleste que quiero dormir- refunfuñó el marido.

LA DEMOCRACIA CONDENADA

La música jazz producida por el tocadiscos ubicado en la esquina derecha


de su oficina en Bogotá creaba un ambiente relajado y ameno. A Max le
encantaba acompañarla con el exquisito sonido producido por el impacto del
whisky mientras bañaba el hielo contenido en el vaso, en el preciso instante de
estar sirviéndolo. Sentado en un inmenso sofá de cuero observaba con
atención el derramar del costoso líquido mientras concluía la canción. Cuando
ésta entraba a sus últimas notas, Max se llevaba la bebida a la boca y la
consumía en un único sorbo.
Desde aquella noche en Guatemala, inducido por los nervios, mientras
permanecía sentado en un caluroso bar de mala muerte, acompañado de
ciudadanos con sudorosos rostros y mojadas camisas, había transformado este
trago, el único en su vida diaria acompañado con alcohol, en un ritual sagrado
a realizar antes de destrozar el régimen político de algún país a punto de
convertirse en un aliado de su gobierno. Una mesera de prominentes pechos y
marcados rasgos indígenas en su rostro se le acercó con un vaso vacío, lo puso
en la barra y le sirvió un Jack Daniels puro. Matrix, con gestos de sus manos,
trató de hacerle entender el error en el servicio, puesto no había solicitado él
esa bebida. Nada de eso detuvo el quehacer de ella.
-Un rostro decaído, una espalda encorvada, una sonrisa inexistente… son
solo síntomas de una carga bastante pesada. Esto te la aligerará. Créeme – dijo
la servicial mujer, quien ya cerca de Matrix demostraba el medio siglo de
existencia.
Max lo hizo. Le creyó. De un solo sorbo lo consumió y terminó dándole la
razón a la extraña, cuyo amable accionar le había otorgado la fuerza necesaria
para él comenzar a destruir su propio país. Pero cuando se disponía a finalizar
por completo su pasado de abstemio y se alistaba para solicitar un segundo
vaso, una mujer, con claras manifestaciones físicas de alguien clasificado
como “extranjera”, se sentó a su lado y le dijo al barman: “quiero el mismo
whisky que él”. Un “Max Daniels Neat”, pensó para sus adentros el agente,
antes de levantarse de su mesa y salir. Por alguna extraña razón, esa noche
sonaba en ese antro centroamericano una bella melodía de jazz.
Y en esta noche, treinta años después, la última donde el mundo sufriría
por su oficio, impulsado por la emoción de volver al ruedo, soltó en la capital
colombiana el chiste relatado por todo el mundo diplomático; pero cuya
autoría era un total misterio.
-Hank, ¿sabes por qué nunca ha habido un golpe de Estado en nuestro país,
en los Estados Unidos?
-Por nuestra estabilidad democrática, supongo. Somos un país avanzado,
creamos nuestra democracia y la hemos sabido mantener.
-No, es por qué no tenemos embajada de los Estados Unidos.
Max, a pesar de ser el creador de tan diciente broma, no fue de aquellos
capaces de convertirla en una famosa, puesto su gracia a la hora de narrarla
brillaba por su ausencia. Hank, por ejemplo, esa noche no le encontró la más
mínima razón para reír. Más aun, y seguramente movido por los pensamientos
merodeando su cerebro y dispuestos a convertirlos en palabras, Hank le
respondió cambiando el tema por completo.
-Aquí estamos Max, dos extraños, en un país lejano, como extranjeros, a
punto de cambiar el destino de millones de ciudadanos ajenos a nuestra
realidad. Otra reunión de estas de la que nadie nunca escuchará, de la que no
se escribirá nada en los libros de historia, que no aparecerá en ningún
documental y aún así, es una que generará ecos por décadas.
-¿Cuál es tu punto?
-¿Para qué lo hacemos? Por nuestro beneficio personal no es. No ganamos
tanto como para esto. ¿Qué nos han hecho estos ciudadanos? Estamos en un
territorio aliado, a punto de cometer un crimen por el que en nuestro propio
país nos asesinarían si lo hiciéramos allá.
-De nuevo Hank, ¿cuál es tu punto?
-Que podemos mentirnos todo lo que queremos, creer que somos
importantes, que estamos haciendo algo por mejorar el mundo; pero en
realidad no es así. Nos hemos convertido en lo mismo contra lo que juramos
luchar. No somos mejores que nadie. Todo esto no es más que un juego de
alguien que no conocemos, que no sabemos qué le interesa y que nos usa de
manera impune.
-¿No quieres evitar el comunismo? ¿Te gustaría que llegara a este país?
-¿Y sí eso es lo que ellos quieren? ¿No tienen derecho? ¿Nuestros ideales
libertarios son limitados cuando no nos gusta lo que deciden quienes los
ejercen? Se supone que deben amarnos, se supone que lo que promovemos no
debería ser forzado, al fin y al cabo: somos la bondad y ellos la maldad. ¿Por
qué para instalar algo tan bello debemos usar medios tan horrorosos?
-Hank… porque ellos no saben lo que es mejor para ellos.
Hank explotó por lo dicho por Matrix y…
-¿De qué putas estás hablando Max?
-Hank, la civilización occidental ha avanzado por la fuerza de sus ideas y
el poderío de sus armas. La Revolución Francesa no fue un diálogo donde
primó el discurso más completo, fue una batalla campal donde murieron miles
con tal de imponer la democracia. Nuestra propia Revolución Americana y
nuestra Guerra de Secesión fueron unas masacres sin parangón. La sangre de
los esclavos fue necesaria para crear nuestro sistema económico. No, mi
querido amigo, te equivocas en tu apreciación: somos los hacedores de
historia. Y como tal, tenemos el poder y la responsabilidad de evitar que el
desastre llegue a nuestra región. El comunismo es el enemigo y lo que haya
que hacer para acabarlo, debemos hacerlo. Como si de un cáncer se tratara, se
elimina cueste lo que cueste.
Parks, ágil como era, le quedó muy fácil entender hacia dónde se dirigía
Max con su discurso.
-¿Estás diciendo que cometamos un Golpe de Estado en este país?
-No colega, estoy diciendo que debemos evitar tener que hacer uno más
adelante.
-¿Quieres asesinar a Galán, Max?
-No, quiero ayudar a quienes lo están tratando de matar. Supiste lo del
atentado ayer -. Hank asintió con su cabeza.
–Estamos en medio del país más violento del mundo. Uno que lidia con
varias de las bandas criminales más poderosas de todo el planeta. Galán es el
presidente de este país, nada ni nadie le va a arrebatar ese triunfo. Si llega vivo
a las elecciones, es el ganador. Hoy, es él un problema a vencer; pero ya en el
cargo, será un poder a enfrentar. Debemos actuar ya.
-¿Sabes de qué coños estás hablando Max? El atentado parece ser que lo
hizo el Cartel de Medellín.
-El enemigo de mi enemigo es mi amigo, colega.
-Ah, ok, bello, un Irán-Contra en Colombia. La CIA y el Cartel de
Medellín trabajando juntos. Otro lindo escándalo para Reagan. ¿Tienen
ustedes algún escrúpulo?
-No. No lo tenemos. Pero te digo, podemos hacerlo. Nunca nos veríamos,
nunca hablaríamos con ellos. Solo estaríamos impulsando algo que acá ya
comenzó. Hank, ¿sabes cuántas empresas están esperando por entrar a
Colombia? ¿Sabes lo que este país vale? Te lo juro que no lo sé a profundidad,
y sé que tú lo sabes mejor que yo; pero hasta donde llega mi conocimiento, es
demasiado. Banqueros, mineros, petroleros, ¿hay alguien que no quiera venir a
vender en Colombia, a explotar los recursos de este país?
-No.
-¿No es esto lo que quieres?
-No así. Nunca he matado a nadie.
Max emitió una tierna sonrisa. Lo miró con la misma ternura ofrecida a un
niño inocente, colocando su cabeza ladeada en señal de condescendencia.
-¿No has matado a nadie? ¿En serio eres tan idiota o es que crees que yo lo
soy? Millones de desempleados que terminan en la calle hambrientos: ese es tu
legado colega. Te admito tus dudas, tus precauciones, tus miedos; pero jamás
tus moralidades. Y menos, que te posiciones sobre mí con cierta soberbia. La
Agencia me tiene acá por tu ineptitud, no por un cambio de planes. Tú eres yo,
solo que una versión evolucionada. Haces lo mismo que yo he hecho, solo que
de manera más salvaje, más cruel, más indiferente. Tus crímenes son
invisibles; los míos no. Somos eso amigo, nada más que colegas. Y si me
preguntas, matar de hambre es más cruel que de un tiro en la cabeza.
Max solo se encogió de hombros, acto con la capacidad de dejarle ver a
Parks el sinsentido de esta charla. También, de ponerlo frente a la realidad: era
hora de comenzar a diseñar el plan para la Agencia, el real objetivo de esa
reunión esa noche. Hank se sentó en una silla diagonal a Max y comenzó a
relatarle su trabajo en Colombia. Desde los años ochenta, ese gobierno había
cumplido a cabalidad los compromisos con los prestamistas internacionales.
Este hecho sin paralelos en la región, había impedido el normal
funcionamiento de las estrategias usadas por Parks. Le comentó de la reunión
con los empresarios, con las altas esferas políticas y económicas, y como todo
lo había llevado a un punto muerto.
Hank se volvió a levantar. Se acercó al tocadiscos y miró el LP dando
vueltas mientras emitía esa música tan norteamericana que realmente
despreciaba. Estático allí, se escuchó a sí mismo decir:
-Te preguntó entonces, ¿muerto Galán, quien sería el presidente?
-Se me ocurre alguien, lo conocí hace poco. Debes conocerlo. Pero
primero hablemos con Joe. Él es el contacto directo.

LA ÚLTIMA CENA

Gustavo y Gaviria se encontraban una vez más dentro de un auto, a altas


horas de una solitaria y fría noche bogotana. Viajaban por una autopista
amplía donde el tráfico era sencillamente inexistente. Los faroles de luz
naranja apenas permitían distinguir el mundo alrededor. Para extrañeza de
Gaviria, Gustavo iba en silencio y controlando la máquina. Él, acostumbrado a
conducir en cada oportunidad, sintió una alta dosis de irregularidad al ver a su
amigo, tal vez mentor, pasar por él en su auto, sin chofer y sin permitirle
sentarse en el puesto tradicionalmente por él ocupado.
Cuando se estacionaron en un semáforo con la luz del color indicando que
debían detenerse, Gustavo se quedó impregnado en el rojo explayado sobre la
capota y el vidrio panorámico de su auto. Las gotas de lluvia comenzaron a
caer y su melódico sonido le robó con más intensidad su atención. Pensaba en
la noche anterior cuando Joe entró a su casa y no le aceptó un vaso de
aguardiente, la bebida predilecta del empresario.
-No puede ser cierto lo que me estás diciendo- dijo un sorprendido, más
nunca indignado Gustavo.
-Queremos que seas el próximo presidente de este país- respondió un
confidente Joe.
-En este país tenemos un presidente. Y, más aún, sabemos quién va a ser el
próximo.
-Gustavo, quiero que conozcas a alguien, que lo escuches, que hables con
él. Solo eso. Si no te gusta lo que escuchas, si estás en desacuerdo, te retiras y
ya. Pero hazme caso, necesitas hacer eso.
Gustavo, mientras aplastaba el acelerador con mucha fuerza, se arrepentía
de ese momento, de ese segundo, de ese instante en donde cedió a la tentación
y aceptó la invitación. No le importó andar a altas velocidades por la calle, ni
mucho menos el claro nerviosismo expresado por su acompañante, quien
impresionado por la sorpresa de ver la aguja del velocímetro pasar la marca
indicando la velocidad de cien kilómetros por hora, se aferraba con desespero
a la manija de la puerta del auto. Pero la velocidad no le sacó de su cabeza los
pensamientos cuya calma le habían arrebatado.
Al momento de girar a la derecha, para abandonar la autopista y entrar a un
barrio residencial, Gustavo se vio obligado a reducir la velocidad. Se detuvo
en seco y parqueó por un segundo. Apretó con fuerza el volante, tomó aire y,
con desespero, se expulsó afanosamente del Mercedes Benz negro. Ya sobre el
asfalto, caminó alrededor de la máquina, tomando aire impetuosamente.
Gaviria repitió la acción y afuera de él le preguntó a Gustavo el porqué de su
actuar. No obtuvo respuesta de su admirado amigo, su mente estaba ocupada a
cabalidad recreando la noche anterior.
Gustavo estaba en medio de un inmenso y decrépito parque de la capital
colombiana, a altas horas de la noche, caminando detrás de Joe, quien lo
dirigió a una banca en donde estaban esperándolo Hank Parks y Max Matrix.
El primero de ellos fumaba un habano y, el segundo, mantenía en su mano una
botella de aguardiente Cristal, la bebida alcohólica amada con pasión por el
único nacional en ese encuentro. Realizadas las presentaciones formales, en
donde no hubo necesidad de ocultar nada sobre cada uno de los presentes,
Max se dirigió sin cortapisas a Gustavo.
-Este país necesita un nuevo presidente señor. Y todo nos indica que usted
es el indicado. Mi gobierno, en el más estricto de los silencios, quiere que sepa
que tendrá todo nuestro apoyo para lograr el señalado objetivo.
-Estimado, gracias por la propuesta, por el halago y por el tiempo; pero
está perdido. Ya se lo dije a Joe: a menos de que un candidato reciba el apoyo
de Jesucristo en persona, nadie puede vencer a Galán.
Hank se levantó y se acercó a Gustavo, con tal poder usar un tono
convincente y amigable capaz de hacerlo creer el estar en ese momento en una
cita entre amigos.
-Cerca de dos mil millones de dólares.
-¿Qué? –respondió Gustavo, a quien la cifra le había robado toda la
atención.
-La cantidad de dinero que quiere entrar a este país. Esa es. Dos mil
millones de dólares. Pero no ha entrado y es por miedo a que Galán se
convierte en presidente. Por eso necesitamos otro candidato. Uno que entienda
el nuevo mundo que se está formando. Uno que sepa a dónde nos dirigimos. Y
nadie mejor que usted.
-Dos mil millones de dólares, ¿está seguro de eso? –replicó Gustavo.
Joe sonrió. Max comenzó a llenar la copa con el trago. Los dos lo hicieron
al tiempo, mientras Hank afirmaba con su cabeza, dando satisfacción a la duda
de su interlocutor con el ademán.
-Pues habrá que esperar cuatro o cinco años para traerlos –respondió
Gustavo mientras bebía con calma el aguardiente ofrecido por Matrix.
-Don Gustavo –dijo un elegante Hank-, las personas que quieren venir acá,
que quieren traer ese capital, no van a esperar cuatro o cinco minutos. Si ven
que no pueden venir, van a otro lado, uno con la suficiente inteligencia para
aceptar esa cantidad de dinero.
-Y sí es así, ¿por qué no se han ido ya? –replicó Gustavo.
-Piensa en lo que podrías hacer con dos mil millones de dólares como
presidente de la República –fueron las palabras de Matrix a continuación,
ofreciéndole una segunda copa, evitando el hecho de que no tenía una
respuesta a la pregunta realizada.
-Todo eso es muy lindo y muy bello; pero toca esperar. Galán es el
presidente y eso no lo va a cambiar nadie.
-Ayer casi lo asesinan –respondió un ágil Joe.
Gustavo se volteó con tal poder mirar totalmente de frente al autor de esas
palabras.
-No se llega a la posición en la que estoy sin conocer una o dos cosas de la
vida. Sé hombre y dime lo que realmente me quieren decir –dijo Gustavo con
suave pero firme tono de voz.
En ese momento, rodeados por un silencio sepulcral, el servir del trago de
Max se podía equiparar al sonido producido por las aguas caídas en unas
cataratas. Extendiéndole con su mano el recipiente de vidrio a Gustavo, Matrix
lo complació...
-Hay una miríada de cosas que en este momento están sucediendo. El
grupo criminal más fuerte del mundo quiere asesinar al candidato presidencial
favorito del país. ¿Es ilógico pensar que lo van a lograr? Claro que no. Don
Gustavo, Colombia no puede quedarse atrás. Debe darle la bienvenida al
nuevo orden mundial. Debe insertarse en la modernidad. Y usted es la ficha
que falta en ese juego. Galán está en otra época: tal vez nació cien años
después de su tiempo, tal vez cien antes. Pero no es el hombre que
necesitamos en nuestra era.
-Su dominio del español es magnífico; pero su acento lo delata de vez en
cuando. A usted también Hank. Ustedes quieren matar a Galán y quieren que
yo lo traicione, tomando el puesto que está destinado a ese hombre. No me
interesa la política, no es mi fuerte, lo mío son los negocios.
-Habla desde la soberbia y la ignorancia señor –dijo un serio Parks, con
mucha rigidez en sus palabras-. El Pacto del Café, ese que lo ha hecho tan
rico, ese que hemos mantenido para ustedes, pronto se va a acabar. Esos
precios y manipulaciones de las que hoy goza, en nada de tiempo se van a
desaparecer. Si Galán toma el poder, al día siguiente comienzan las sanciones,
los bloqueos, la fuga de capitales.
-Nada de eso tiene por qué pasar mi estimado Gustavo –complementó
Matrix-.
Gustavo se alejó de los tres hombres. Era cierto. Su fortuna dependía del
Pacto del Café, ese acuerdo con los Estados Unidos mantenía los precios del
grano artificialmente altos, logrando ventas anuales inmensas y, como
contraprestación, evitar caer en las tentaciones del comunismo. Sus deudas,
sus negocios internacionales, sus contactos globales, todo estaba en riesgo con
la llegada de Galán al poder. Mientras deambulaba alrededor del parque
Matrix se acercó a él y, sosteniendo la copa del trago amado por Gustavo, le
dijo:
-Un rostro decaído, una espalda encorvada, una sonrisa inexistente… son
solo síntomas de una carga bastante pesada. Esto te la aligerará. Créeme.
Gustavo bebió el trago. Recordó las enormes peleas con Galán, las
discusiones por su plan económico, lo dicho por él en la reunión no pactada, la
terquedad dominando su candidatura.
-No me interesa ser presidente señor Matrix, le reitero, lo mío es hacer
negocios. Rechazo de plano su propuesta –Matrix no pudo ocultar la sorpresa.
–Pero tal vez conozca a alguien que sí le interese.
El auto de reconocida marca alemana andaba de nuevo a una velocidad
aceptable para las normas de tránsito de cualquier ciudad. Gustavo había
colocado música en la radio, esperando hacer del viaje uno menos inquietante
para su acompañante y uno donde pudiera evitar le siguieran acosando los
recuerdos de la noche anterior. El conductor frenó frente a una antiguo edificio
en el centro de Bogotá, el Museo Nacional de Colombia, que tenía todas las
luces de su fachada destellando, aunque no había ningún tipo de movimiento a
su interior. Mientras Gaviria observaba la edificación, Gustavo tomaba aire
buscando alguna fuente de dónde arrebatar la fuerza interna necesaria para
poder decir lo deseado.
-Vas a entrar allí. Y te van a ofrecer algo que va a cambiar tu vida para
siempre. No importa lo que determines, nunca verás al mundo como lo has
visto hasta ahora. Es una oportunidad única, sin duda alguna; pero qué tanto
tengas que asumir las consecuencias de aceptarla, está en tu interior. No es
fácil lo que se te viene encima; pero la verdad, es que tal vez estabas en el
lugar adecuado y en el momento adecuado. Y eso es un hecho único en la
vida.
Gaviria no le dijo nada a Gustavo, tan solo se apeó del automóvil. No
debería haber más de cien pasos hasta la entrada principal; pero estos se hacen
eternos cuando se siente el peso de cada uno de ellos, y así fue en esta
oportunidad. Ya en el establecimiento cultural, en medio de magníficas obras
de artistas locales, Gaviria no pudo evitar perderse en ellas. El edificio era una
fantástica obra arquitectónica colonial, y en él se realizaban para ese momento
trabajos de remodelación cuya finalidad era restaurar la manera de disfrutar de
las esculturas, pinturas y demás ejecuciones artísticas capaces de ennoblecer
aquel espacio. Las pocas pinturas al óleo sosteniéndose en las paredes del
lugar se ocultaban tras sábanas blancas para preservarlas de la suciedad
despertada por el uso de materiales de construcción y la acción de los obreros.
Gaviria salió al grandioso jardín, caminó solitariamente por un pasillo
descubierto y se intimidó con los altos muros de piedra rubia plagados de
recias ventanas con marcos del recuerdo de una época trágica, cuando el
edificio fue la corona carcelaria del país. Una época oscura de fusilamientos y
torturas dentro de estas infranqueables paredes. Con la mortecina luz de las
lámparas podía Gaviria fácilmente imaginarse la dura vida de los prisioneros
habitando el denominado Panóptico de Bogotá, y aún decenas de años después
del último guardia estar vigilando omniscientemente desde la galería más alta
del edificio, podía sentirse esa extraña sensación de siempre ser observado. La
caminata y los pensamientos en su mente le hicieron sentirse rendido.
Penetró a una de las salas del museo donde una excelsa vitrina ocupaba el
lugar central. Gaviria se acercó y vio con incredulidad la exhibición de los
dibujos preparatorios realizados por el propio Leonardo Da Vinci para su
fresco de “La última cena”. Su pasmo provenía de la sorpresa al ver estos
dibujos, pertenecientes a la Colección Windsor, en este espacio local de poca
monta internacional. No cabía posibilidad alguna de verlos esa noche
engalanando el Museo Nacional de Colombia; pero allí estaban, los habían
visto cientos de veces en páginas de libros y había estudiado sobre ellos. No
había lugar a equívocos.
Los observó durante largo rato, deleitando su gusto por la pintura clásica.
Mientras embelesaba su vista con los bocetos del maestro italiano, un hombre
de traje negro vestido de manera impecable lo saludó. Posteriormente lo invitó
a seguirlo. En el caminar, Gaviria permaneció anonadado con los cuadros
decorativos de las blancas paredes. Entendía él ver sentimientos a través de los
colores, las tonalidades, las formas. Alucinando por haber dado un nuevo
descubrimiento a su vida, Gaviria llegó hasta el centro del espacio, en donde
una mesa larga de madera, con sillas metálicas muy elegantes, estaba dispuesta
para él. En una esquina de ella estaba sentado Max Matrix, quien con una
postura digna de un lord y un gesto digno de a un príncipe, invitó a Gaviria a
sentarse. El ofrecimiento fue aceptado.
Apenas Gaviria tomó su lugar, una botella del vino Numanthia, de la
región de Toro en España, fue dispuesta. Imposible para él negarse: era su
favorita en todo el mundo y una con pocas oportunidades de poder gozarla.
Matrix lo sabía. Gustavo le había dicho mucho sobre este hombre, de origen
humilde, en cuyo destino estaba la oportunidad de cambiar por siempre el
rumbo de su país, aunque aún en ese momento no lo supiera.
-Espero le hayan gustado las obras- dijo orgullosamente Matrix.
Gaviria no respondió nada, no podía imaginar el tremendo poder sobre los
hombros de ese hombre para lograr trasladar ese tesoro artístico a su deseo.
En la cena se habló de la situación mundial, la crisis de Colombia y la
terquedad de Galán rechazando tajantemente la inserción de su país en la
globalización. Gaviria estaba de acuerdo. Los tragos comenzaron a hacer
efecto y empezó a quejarse de lo frustrante que era toda la campaña.
Consideraba a Galán una persona honrada, un líder nato como ningún otro, de
un carisma insuperable y una inteligencia intimidante. Pero parecía incapaz de
leer el momento, la coyuntura, las puertas del fin de la historia abriéndose ante
sus ojos.
Esta era la reunión de Matrix, la misma realizada ya dos veces en su vida.
El desarrollo de la misma había sido idéntico en las situaciones pasadas. Era
hora de su gran finale. Ya adelantada la noche, consumidas las botellas y
deleitada la cena, Max se disponía a concluir su tradicional acto, ese cuyo
desenlace lo había convertido en un grande entre los suyos, en una leyenda de
la inteligencia de su país, en el hombre capaz de cambiar en silencio el destino
de millones. Suspiró una inmensa cantidad de aire y recitó su frase más
poderosa:
–Quiero decirte que no hay nada que nos impida imponer un nuevo
régimen en este país. Queremos que seas, en ese nuevo escenario, el futuro
presidente de esta bella nación. No tengo tiempo para debatir ni para esperar
una respuesta. Por eso, seré directo, con tal tú puedas serlo también. Cuando
termines tu chateubrand, debe salir de tu boca una sílaba: si es sí, la historia te
recordará como el presidente de tu país; si es no, hoy mismo serás historia.

EL PODER DETRÁS DEL PODER.


El Departamento de Estado de los Estados Unidos, el ente encargado de los


asuntos internacionales de ese país, es una soberbia fortaleza. Para cualquier
mortal, pasearse por sus pasillos es un imposible. Los controles de seguridad
son más estrictos y complicados a los usados por la Casa Blanca. Y aun así,
cuando Max Matrix llegaba de visita a este majestuoso edificio, la
incomodidad era algo inexistente en su proceso de ingreso.
Consecuentemente a sus envidiados privilegios, Matrix solo tenía
reuniones allí con el jefe de la cartera, el Secretario de Estado. Esa noche su
reunión era con Baker, uno de los más allegados hombres del presidente y
quien esperaba ansioso el arribo del afamado hombre de la Agencia.
-¿Qué quieres que le diga a Reagan? –dijo Baker, notoriamente interesado
desde atrás de su escritorio.
-No deberíamos hablar acá.
Baker entendió la propuesta a cabalidad: realmente era una orden.
Abandonó su escritorio y se dirigió al salón rojo, ese espacio en el último piso
de la torre central diseñado para poder encerrarse a platicar sin miedo a ser
escuchados por cualquier persona.
-No debemos preocuparnos y no debemos siquiera involucrarnos. Las
cosas están andando – comentó Matrix al instante que Baker, detrás de él,
cerró la puerta.
-¿Nuestros amigos allá?
-Además de medio país. Te sorprenderías lo fácil que ha sido mi trabajo.
Siento que no tengo mucho que hacer: en Nicaragua y en Chile no tuve ni un
día de descanso; en Colombia me siento de vacaciones.
-¿De qué hablas?
-Colombia es el único lugar hasta donde yo me siento inseguro. Hay más
asesinos por kilómetro cuadrado que en cualquier otro lugar del mundo: si no
te matan los narcos, te matan los políticos, los empresarios asociados con
políticos, los guerrilleros, ahora también los paramilitares-.
-¡Mierda!- respondió Baker impactado.
-Hay un chiste en Colombia, muy famoso en ciertos lares, que dice que
cuando Dios hizo el país lo empezó a llenar de recursos de todo tipo: oro,
plata, carbón, agua... En un momento, el arcángel Gabriel se le acerca y le dice
a Dios: “pero Señor, por qué tanto favoritismo con ese territorio. Le estás
dando todo lo mejor a ellos”. Dios se voltea a mirarlo y le dice: “espera a ver
la gente que voy a poner allí”.
Otro chiste contado por Matrix incapaz de causar el más mínimo impacto
en su público. “Debe ser el idioma”, pensó el agente tratándose
condescendientemente.
Matrix se levantó de la silla de espaldar negro en cuero encabezando la
mesa de roble ovalada ubicada en todo el centro del salón, en cuyo techo se
producía la luz del color con la tonalidad usada para bautizar la oficina.
-¿Y quién tomará el poder?- inquirió Baker ante la súbita partida de su
amigo.
-Tú solo dile a Reagan que Bush tiene el camino libre en Colombia.
Matrix abandonó la mesa, la oficina, el piso y el edificio, con Baker aún en
el salón rojo recibiendo felicitaciones presidenciales a través del teléfono,
después de llamar de manera inmediata para contarle el trabajo realizado al
hombre cuyo puesto lo ubicaba como el jefe de estos dos.
Veinte minutos después, Matrix entraba a la bella torre de ladrillo beige
reconocido por ser el inmueble del Fondo Monetario Internacional. En su
último piso, reunido en la azotea, en la esquina puntera, el hombre conocedor
de todos los secretos se robó la atención de aquel manejando todo el dinero.
-Colombia está abierta a los empréstitos internacionales – comentó con
displicencia, tal vez agotado, Matrix.
-¿Y eso? ¿Por qué el cambio? – dejó saber su sorpresa un joven llamado
Camdessus.
-¿Te importa? Prepárate para el próximo año y haz lo que sabes hacer.
Nosotros ya hicimos lo que teníamos que hacer.
Matrix se alejaría, de nuevo, sin despedirse ni pronunciar palabra alguna,
dejando al otro participante en la conversación sin la posibilidad de
interactuar.
A tan solo unas cuadras de allí se ubica el edificio del Banco Mundial,
tercer destino de Max esa noche. Siempre fascinado con su bella fachada de
cristal, Matrix entró en él como si fuera un lugar público de libre acceso. En el
restaurante ubicado junto al lobby estaba Conable esperándolo. Siempre con
sus gafas de marco grueso y oscuro, Max encontraba agradable hablar con él.
-Lo logramos Barber – contó Matrix con una sincera sonrisa en su cara.
-¿Lo voltearon?
-No.
-No quiero saber Max, en serio. Quiero que no me cuentes nada.
-No te pienso contar nada, porque no hay nada que contar –respondió
Matrix, pero ahora con una risa en su cara.
-¿Por qué me haces esto? Es viernes en la noche Max, estoy sentado en el
restaurante del edificio de mi oficina, cenando solo. ¿Qué te dice eso de mí?
-Que tu esposa se enteró de lo tuyo con las becarias.
-No seas idiota Matrix. Dice que hago algo que realmente me gusta. No me
arruines mi ilusión. No quiero tener que pensar que en los próximos años,
cuando firmemos créditos de inversión con un país, se deba a que hay varios
enterrados.
-Despierta Barber: hay cientos de miles, millones de enterrados en el
mundo hoy para que tú puedas hacer eso que estás haciendo.
-Maldita sea Max. Lárgate de acá –dijo Conable con un tono suave, casi
tierno, característico de alguien con tan esponjosos cachetes.
-Como quieras. Si quieres seguir engañándote no es mi problema; pero te
aseguro que pronto estarás pasando más noches como estas, haciendo lo que
tanto te gusta, gracias a lo que acabamos de hacer.
Matrix dejó las oficinas del Banco Mundial. Horas más tardes estaba
abandonando Washington. La noche siguiente abandonaba los Estados Unidos.
En la madrugada, estaba de regreso en Bogotá.

LA ATRACTIVA EMISARIA.

No podía simplemente hacer una llamada, no era seguro, debía hacer uso
de la manera más antigua de enviar notas: precisaba un mensajero. Joe estaba
sentado en la suite presidencial del Hilton de Cartagena, lugar donde tomaba
un café cargado y sin azúcar. Necesitaba con urgencia enviar un mensaje al
principal capo del cartel de Medellín y le urgía hacerlo. Virginia Vallejo,
presentadora de noticias, antigua reina nacional de la belleza y amante del
criminal, fue la solución más idónea que consiguió el principal de la DEA para
entablar la reunión con Escobar.
Eran cerca de las ocho de la noche cuando la atractiva presentadora de
televisión y modelo encumbró los diez pisos del lujoso hotel. Acompañada de
un agente encubierto de la DEA se acercó a la puerta donde se hospedaba Joe,
y allí otro agente le concedió la entrada. Acto seguido se retiró, dejándola a
solas en compañía de quien la había citado.
Había venido hasta el caribe colombiano en un vuelo chárter pagado por
falso un patrocinador muy interesado en convertirla a ella en la imagen de su
próxima fragancia. El lanzamiento iba a realizarse en Cartagena aquella
misma semana y, muy a pesar de su agenda, pero tras disponer para sus
servicios de una fuerte cantidad de dinero como pago por su tiempo, Virginia
no tuvo inconveniente alguno en dejar atrás sus planes ya organizados y
dirigirse al aeropuerto.
Cuando la ex reina de belleza hizo su entrada a la habitación designada, del
lujoso hotel escogido y donde esperaba encontrar empresarios, abogados,
publicistas, camarógrafos y sonidistas, la presencia de la persona esperándola
la hizo darse cuenta de que había sido engañando. También, él, la forzó a
recordar su cercanía con Pablo Escobar y la cantidad de empleados de Estados
Unidos actuando en la lucha contra el narcotráfico en Colombia que era capaz
de distinguir. El hombre en medio de la habitación era uno fácilmente
reconocido por ella. Joe, el mismísimo paladín antidroga en Colombia la
estaba esperando.
-Buenas noches señorita Vallejo -inició él instantáneamente– espero no
haya sido inconveniente mi apresurada invitación, sé que es una mujer muy
solicitada y que acaba de llegar de Alemania -agregó casi disculpándose.
Virginia, famosa por su astucia y sagacidad, especuló el tipo de respuesta a
dar. La velocidad de sus pensamientos en ese momento fue alucinante; pero su
conclusión tajante: si Estados Unidos la quisiera en una celda en ese país, no
se habría tomado todas estas molestias. Con la calma otorgada por su
conclusión, respondió con la gracia digna de ella, similar a la de una duquesa.
-Creo que no podía negarme a acudir a este encuentro, ¿o sí, mister D E A?
– pronunció las iniciales de la agencia con la misma entonación característica
de un WASP norteamericano-. A ustedes el mentir se les da excelsamente bien.
Además, no me gusta simplemente rechazar una propuesta sin antes
escucharla –dijo ella acercándose a Joe y ofreciéndole su mano como señal de
cortesía.
-Podía negarse, no somos tiranos que forzamos a los demás a cumplir
nuestra voluntad; pero sabemos que usted es una mujer muy inteligente y con
grandes aspiraciones… por eso está aquí.
Joe aceptó la mano de la mujer y la invitó a sentarse. Iba a ser una reunión
rápida, no necesitaba convencerla: con la aceptación por parte de ella a estar
allí el agente sabía que el trabajo ya estaba hecho.
-Necesito reunirme con Pablo, necesito que tú se lo comuniques y necesito
que lo persuadas de hacerlo -espetó secamente Joe.
-Pablo no me hace caso. Además, ¿qué podrías querer de él o qué querría
él de ti? - entrevistó la mujer demostrando su experiencia y queriendo obtener
más información de parte de su anfitrión.
-Solo necesito que le digas que yo quiero verlo -respondió ágilmente Joe
escrutando las intenciones de su elegante invitada –Está de más decirte que
esto no debe salir en tu próximo programa, digamos que esto es una intimidad
entre tú, Pablo y yo, para no utilizar la palabra “confidencial”, que tanto le
gusta a los periodistas.
-Me parece que “confidencial” es la palabra perfecta para lo que me pides,
y es verdad, nos gusta mucho a los periodistas, gracias a eso siempre
conseguimos algo a cambio de no hacer revelaciones -profirió la periodista
haciendo un guiño coqueto.
-Sabía que este momento llegaría y tengo una respuesta satisfactoria para
ti: no vamos a perseguirte, capturarte ni culparte por todo lo que sabes y lo que
has conseguido gracias a tu relación con el narcotráfico. Podemos ser unos
poderosos guardianes para ti- respondió Joe devolviendo el gesto.
La mujer sonrió quedamente, se levantó de la mesa y caminó hacia el
balcón que ofrecía una insuperable vista del mar Caribe. Un crucero atracaba
en un muelle cercano, sus luces enjoyaron el paisaje marino y combinaban con
el cielo estrellado tentando a cualquiera a pasear por la tibia arena
alfombrando la playa. Joe no la siguió, permaneció en su puesto sin siquiera
voltear a mirarla.
-Lo haré- aceptó Virginia- pero necesito garantías de lo que me ofreces, sin
eso no pienso encontrarme con Pablo para darle tu mensaje.
-Las tendrás, pero luego de que Pablo acepte, nuestro trato no depende de
tu aceptación, depende de la aceptación de Pablo, hasta ahí llega mi poder de
ofrecimiento- replicó Joe.
-Los dos sabemos que eso no es cierto: puedes tomar decisiones sin
consultarlo con nadie; pero supongamos que te creo y que ese es el mejor trato
que crees merece mi actuación, entonces, en la consecución de lo que te han
demandado, ¿exactamente que me ofreces? ¿Protección? ¿Inmunidad total? –
indagó la reina de belleza.
-Te ofrezco inmunidad total Virginia, solo eso. Además, con Pablo en tu
cama dudo que te haga falta escolta. Pones al asesino más buscado de
Colombia entre tus piernas y ¿debo creer que le temes a algo más? –espoleó
Joe.
-Pensé que podías ser un caballero -acusó ofendida Virginia.
-Lo soy frente a una dama-.
-Creo que estamos enfrascándonos en algo que ninguno de los dos
queremos. Si estoy aquí es porque me necesitas, si me ofreces inmunidad es
porque sabes que la necesito, hagamos esto sin más coquetería y pongamos
por delante nuestras necesidades ¿te parece?- concilió la mujer con
inteligencia, retirándose de la ventana y disponiéndose a un pronto partir.
-Tienes razón, pude ser más delicado al hacerte entender tu situación, eres
una dama y me excuso- se disculpó el agente sinceramente.
Virginia paseaba por la habitación, Joe se levantó de la mesa y caminó
hacia ella, cuando estuvo lo bastante cerca pudo percibir el delicioso perfume
de la mujer. Le recordó a su última conquista.
-¿Tenemos un trato? -preguntó el trabajador de la DEA extendiendo su
mano.
-Depende -respondió el gesto la atractiva emisaria –.
Joe abrió los ojos como platos.
-Vine aquí en calidad de reina de belleza y figura pública. No esperas
devuelva el pago y no aproveche el fin de semana ya cancelado. Realmente me
gusta esta suite, me trae recuerdos.
Joe sonrió, recibió la mano de ella e inmediatamente la alzó hasta colocar
su boca en su parte posterior, en la que un elegante beso le otorgó. Dejó la
habitación con ella mirándolo fijamente partir.

LA CONJURA. (SEGUNDA PARTE)


Las palabras pronunciadas por Joe habrían de destruir la tranquilidad de


Gaviria por años. En esa particular noche, el peso de ellas lo hicieron
abandonar la sala de la hacienda, dejando a sus compañeros impasibles en la
mesa. Escobar, desinteresado, se levantó de su silla, se acercó a la cocina y
comenzó a preparar su segunda copa de café.
-Joe, lo tengo referenciado a usted como un hombre inteligente. Uno ágil,
realmente. Y en este mundo señor hay dos clases de hombres: los que se
enorgullecen de los seres que los aman, y aquellos que se enorgullecen de los
seres quienes los odian. Yo soy de los segundos y por eso acepté esta
invitación. Estoy seguro de que esta reunión no es para darme una orden,
puesto admítalo, no está usted en capacidad de hacerlo.
Joe observa a Pablo con la totalidad de su atención.
-No –prosiguió Escobar. -Esta reunión es para ofrecerme algo. El problema
es que no creo usted pueda darme lo que realmente quiero.
-Puedo apostarle que sí.
Las palabras de Joe le robaron la atención a quien ahora preparaba una
bebida, misma persona quien en ese momento parecía embelesado mirando a
Gaviria por la ventana de la cocina. Consecuentemente, se volteó y con tal de
caminar con destino a la mesa, tomó la silla donde él no había estado, para
quedar ubicado junto a su antiguo enemigo.
-Le puedo dar una salida Pablo.
Uno de los hombres más ricos del mundo, capaz de obtener un poder
inigualable gracias a su negocio, uno dado a conocerse globalmente por su
capacidad para el tráfico de las drogas, quería exactamente eso colocado en
esa noche sobre la mesa: poder abandonar la actividad donde encontraría la
inmortalidad. Joe notó el profundo impacto de sus palabras y el efecto
producido por estas al ver que las orejas de Pablo se movieron, sutil y
velozmente, confirmándole la fibra sensible tocada al interior del capo con su
propuesta. La reacción del criminal, no sorpresivamente, fue la de tratar de
negar la realidad.
-¿Abandonar el narcotráfico? Ni por equivocación Joe. Esto es mi vida.
¿De qué putas hablas?
-Debo admitir que nunca me ha tocado alguien como usted Pablo. Usted
rompió el molde; pero eso no lo hace único y exclusivo. He negociado con
narcos en todo el mundo y todos, absolutamente todos, llegan a un momento
de su vida donde se arrepienten de haberse metido en eso. Nunca lo dicen,
nunca lo demuestran; pero esa es la verdad. El poder no trae compañía, sino
interesados; el dinero no compra la felicidad, la alquila. Hoy debe usted
sentirse más solo que nunca Pablo. Y por eso está acá. De no ser así, admítalo,
no hubiera venido.
-Se equivoca Joe. Vine fue a asesinarlo.
Joe empalideció. Pablo, al notarlo, produjo una fuerte y humillante
carcajada, cuyo resultado fue un incremento en el susto del agente.
-Despreocúpate mister Di Ai Ei. No quiero matarlo. Pero como funcionario
del gobierno de los Estados Unidos, si quiero humillarlo. No quiero salir del
narcotráfico, quiero coronar en él. ¿Quiere un trato conmigo? Esto es lo que
pido: saber que gané y que el mundo entero lo sepa. ¿Quiero le firme un
documento? Lo hago; pero allí debe estar claro que es una rendición del
Estado colombiano y el de los Estados Unidos a mí, nunca al revés.
-Pablo, solo queremos que maté a Galán. Yo no estoy hablando de nada
más.
-Pero yo sí. Usted no quiere que mate a Galán, usted necesita que asesine a
Galán. Es diferente. Y me parece bien. Yo lo necesito también. Pero en su
muerte, yo solo tengo un interés: que la extradición no sea una realidad.
-Eso es imposible.
-Entonces usted no tiene nada que ofrecerme.
Joe necesitó tiempo para encontrar las palabras capaces de responder y
superar este punto muerto de la charla.
-Los dos queremos lo mismo Pablo, no sea terco. Ya intentó matar a Galán
y no pudo. Juntos podemos hacerlo. Maza ya se vio obligado a intensificar el
cordón de seguridad. Su cuidado está a su cargo. Pero un error se comete. Lo
importante es saber cuándo se va a acometer con tal poder actuar en ese
momento. Yo le puedo ofrecer eso.
-¿Usted puede mover la seguridad de Galán?
-Puedo mover a quien puede moverla. Después de eso, el trabajo es suyo y
es muy sencillo.
-Que usted me ayude a matar a Galán lo único que quiere decir es que
usted se está ayudando a usted mismo. No veo nada en su oferta para mí.
-¿Tiene una?
-Créame que sí. Pronto se la haré llegar. Dejemos hoy la charla acá Joe.
Sigamos pretendiendo querer matarnos a partir de mañana.
Pablo posicionó su mano en el hombro de Joe. Tomó aire y usándola como
palanca se levantó. Caminó hasta abandonar la casa y allí, en el inmenso
pastizal volvió a ver a Gaviria. Se subió al Jeep, con Joe al lado. Lo encendió
y anduvo hasta parquear junto al atemorizado político.
-Es hora de partir secretario.
Durante el trayecto, el frío golpeó a los tres ocupantes de la camioneta,
quienes sufrieron la inclemencia del viento por efecto del descapotado. En la
cerca cuya presencia divide a la hacienda de los terrenos baldíos, en una garita
sirviendo como punto de seguridad, Pablo detuvo el auto. Extendió su mano
derecha para despedirse de Joe quien la apretó con fuerza.
-Le aseguro mister, pronto sabrá de mí.
Pablo, al ver la intención y el movimiento de Gaviria buscando dejar el
auto, se volteó para dirigirse a él.
-Le tengo un detalle querido secretario.
Pablo hizo señas con su brazo. Su intención fue alcanzada cuando captó la
atención de uno de los guardias. Un celador salió de la caseta corriendo hasta
posicionarse al lado del auto donde Pablo esperaba con ansía recibir lo
cargado en sus manos. Los brazos extendidos de Escobar, esperando la llegada
del guardia así lo delataban. Cuando junto a él estaba, el humilde hombre le
entregó un juego de ajedrez a Pablo. El jefe lo recibió y se volteó,
extendiéndoselo a Gaviria.
-Para usted secretario.
-Gracias Escobar; pero no juego ajedrez.
-El ajedrez, mi estimado funcionario, no es un juego. Es una metáfora de la
vida. Y en él, usted puede ver que, así como en la vida misma, un peón puede
llegar a darle jaque mate a un rey.
Pasado un segundo, Escobar se volteó a mirar a Joe, quien en ese momento
se encontraba saliendo del vehículo.
- Joe, usted me cae bien. Por favor, no vaya a terminar como su amigo
Oliver.
El agente detuvo todo su cuerpo al escuchar las palabras de Escobar.
Mirando el piso, emitió una sonrisa y siguió su camino hacía la salida. Esas
palabras lo atormentarían por varios días.
Los guardias de seguridad les entregaron a Gaviria y a Joe sus pertenecías.
De resaltar fue el trato de caballeros recibido: el colombiano vio en su billetera
sus documentos y el mismo dinero exacto, mientras el estadounidense tomó de
nuevo su arma de dotación. Pablo los miraba partir desde su Jeep, al interior
de sus extensos terrenos en la ciudad de Envigado.
La soledad del campo, el frío azotando en su cara, el rugido del motor,
todo desubicó a Escobar en el camino de retorno a su pequeña finca. El
ambiente se prestó para hacerle recordar aquella vez en la Ciudad de Panamá
cuando su mentor en el negocio que había hecho ya suyo, el boliviano Roberto
Suárez, lo invitó a una reunión con el dictador del país centroamericano, el
general Manuel Antonio Noriega. Y la imagen mental se le produjo porque esa
noche en su propiedad, sería la segunda vez que entablaba conversación con
un agente del gobierno estadounidense.
Oliver North se presentó en la mansión del político panameño como lo que
era, un teniente coronel, a cargo de las relaciones entre el Consejo Nacional de
Seguridad y el presidente Reagan. Estaba él allí para importar a su país 500
kilos de cocaína, buscando venderlas y obtener una ganancia que le permitiera
a su gobierno financiar el conflicto de los contra en Nicaragua, una situación
de la mayor importancia como consecuencia del rechazo del Congreso a dar
dinero a los opositores armados que luchaban contra los Sandinistas en
Managua. North les dio instrucciones de absolutamente todo a Escobar y
Suárez: a qué puerto llegar, qué vías tomar, qué lugares usar para distribuir, en
qué banco depositar el dinero, cómo repartirlo. Concluida de la mejor manera
la misión, Escobar viajó a Estados Unidos, a su capital exactamente, donde se
encontró con North. Allí, una vez culminada la conversación, daría un paseo
por la Casa Blanca donde se tomaría una foto que habría de hacer historia,
junto a su hijo.
Poco más de un lustro después, Pablo Escobar hablaba con otro hombre a
cargo de arrestarlo, para hacer un negocio a favor del gobierno que lo había
declarado su enemigo. No pudo más que admirar lo pragmático de Estados
Unidos.

DEUDA CON UN DIABLO


No le gustaba manejar y en esta noche, donde había tomado la vía hacía el


sur de la ciudad, estaba más insatisfecho puesto que no era ella una de sus
preferidas. Aun a esa temprana hora de la mañana hacía calor, y en la vía había
un accidente de gravedad. Un par de agentes de la policía trataban de despejar
el lugar y al mismo tiempo organizar el tráfico de vehículos. Sobre el
pavimento un cadáver estaba cubierto por una sábana de colores, ofrecida
seguramente por alguna vecina afanada por disimular la horrible escena.
-Mala señal- pensó José María, recordado por sus amigos como alguien
supersticioso.
Si hubiera manera de no asistir hoy al departamento de su cómplice lo
haría, pero no quería hacerle un desaire, pues este fue su primer cliente. En lo
posible trataba de ver pocas veces a aquellos a quienes sus servicios ofrecía. A
algunos nunca los había visto ni sabía sus nombres reales, en tanto que
manejaba sus negocios a través de mandatarios, forma diplomática de llamar a
los testaferros, a quienes solo trataba por un código. Con quien se iba a
entrevistar, aunque conocía su nombre real, en sus archivos era LD1. Se había
ingeniado un sistema práctico y fácil de recordar, con la finalidad de poder
descifrar, con tan solo ver el nombre de archivo, quien lo había contratado y
de dónde provenían los fondos. En este caso específico la L significaba
Lavado de Activos, y la D era por Drogas. Para sus otros contactos, su código
se ampliaba hasta la I, usada para Inversión; la C, para la corrupción; y la P,
para definir casos ligados a la prostitución. Entre los diferentes negocios de su
área lograba utilizar casi todas las letras del alfabeto.
LD1, el hombre cuyo accionar lo arrastró al mundo del crimen, seguía
siendo un mediano traficante de drogas en el sur bogotano. Allá se había
dirigido y allá había llegado ya. Estacionó su vehículo y tomó rumbo a la
puerta de entrada del edificio de tres pisos en donde lo esperaban un par de
hombres, quienes aunque lo conocían lo detuvieron para revisarlo. Era rutina,
él lo entendía y por eso accedió sin rechistar. Ingresó y subió en el ascensor
hasta el tercer piso, en su totalidad perteneciente a su anfitrión. Era esta su
central de operaciones y la policía sabía todo lo aconteciendo allí: habían
drogas, armas y se realizaban una cantidad enorme de delitos. Pero la fuerza
pública allí no se acercaba, el dinero entregado por Don Héctor, recibido mes a
mes por los oficiales, los hacía olvidar las cosas sucediendo en el inmueble y
dejar de atender las denuncias rara vez recibidas en la estación. El ascensor
abrió sus puertas y le dio acceso directo a la sala de la vivienda, donde Don
Héctor veía un partido de fútbol, junto a un par de chicas vestidas con unos
pequeños shorts y algo más parecido a un sostén que a una camiseta. El
pervertido giró para ver a su contador observando a las chicas y gritó.
-Si no supiera que te gustan los penes y las pelotas te metería un tiro ahora
mismo por disfrutar de la mercancía sin pagar –dijo esto terminando su frase
con una risa estruendosa.
-Ven, siéntate aquí, ya está por finalizar el partido. Hablaremos de
negocios - dijo Don Héctor sabiendo la incomodidad sentida por José María
cuando escuchaba chistes sobre su sexualidad. No le importaba, la verdad, y
por eso los hacía en cada ocasión.
-Tranquilo Don Héctor, termine de ver su juego y yo lo espero en el
comedor, tengo que organizar algunos papeles - se disculpó José María y se
dirigió a la otra habitación, desde donde escuchaba los gritos insultando al
televisor, así como los palabras sucias dirigidas a sus dos acompañantes
femeninas. No pasó mucho tiempo en esa situación y el dueño de casa
apareció en el comedor.
-Muchacho, guarda eso, hoy no necesito favores de plata, hoy necesito un
favor de amigos -dijo el recorrido vendedor de droga.
-Sí, dígame Don Héctor -respondió algo sorprendido el artista de las cifras.
-Es un encargo del patrón de patrones, necesita el consejo de tu amigo el
abogado, el viejo.
-¿De Vicente? -
-Ni puta idea cómo se llama. El que quería que le enviara niñas sin pelos
en la cuca para sus fiestas.
-Ah… sí es Vicente. ¿Lo contacto?-
-Te lo estoy pidiendo a ti. Sabes que después de que amenacé a ese
degenerado no espero que me atienda el teléfono -explicó Don Héctor aunque
José María conocía a cabalidad la historia.
-¿Degenerado? –replica José María mirando a las dos jóvenes en la sala.
-Uno debe tener límites en este mundo, yo soy un viejo que disfruta de las
mujeres, de su sexo, pero de allí a violar niñas es un camino que no voy a
recorrer.
-¿Y sabe para qué el Doctor necesita a Vicente? -preguntó casi preocupado
el contador alejándose del tema de los gustos de su amigo abogado.
-No pregunté y tú deberías hacer lo mismo -fue la única respuesta que
obtuvo-, llámalo de una vez, seguramente sabes dónde contactarlo.
En efecto, José María se sabía de memoria la seguidilla de dígitos del
teléfono privado del profesional de las leyes. Tomó el teléfono sostenido por
su cliente y discó mecánicamente.
Tras una breve conversación con el abogado, quien apenas oyó nombrar a
Pablo Escobar accedió a concertar la cita, el contador devolvió el teléfono a su
dueño.
-Listo, desde ya está esperando que lo recojan -sentenció José María
-Muy bien muchacho, desde esa noche en que te vi en aquella celda como
un gato miedoso enroscado en una esquina supe que serias una buena
inversión. No quiero pensar en la paliza que te hubieran dado si se enteraban
de que estabas allí.
José María recordaba perfectamente aquella noche. Había asistido a una
fiesta con sus compañeros de universidad y había entablado conversación con
un hombre moreno, de fuertes brazos, altura notoria, cabellera corta y un gran
pene. Luego de unos tragos y una amena conversación habían decidido ir a
otro lugar donde pasarían más desapercibidos. Mientras recorrían la ciudad
bajo un intenso aguacero decidieron estacionarse frente a un parque para
esperar el fin del vendaval. Permanecieron en silencio, mirándose y aunque
ninguno dijo nada ya se sabían las preferencias sexuales del otro. Paso a
seguir, aprovecharon el carro para tener un encuentro íntimo, con la mala
suerte de haber coincidido con el paso de una patrulla por el lugar. Los
oficiales, atraídos por el sospechoso movimiento del auto detenido, se
acercaron y los descubrieron. De allí en más fue una noche terrible: José María
estaba empapado y preso, no sabía a quién llamar, quería seguir manteniendo
oculta su homosexualidad. Su familia, su estatus y su época no se lo
perdonarían.
Don Héctor era ya para ese momento un mediano distribuidor de
narcóticos con algunos hombres bajo su cargo y esa noche estaba liberando a
dos de ellos sin siquiera dejar el registro policial del hecho. Desde su esquina,
José María veía con atención el momento de liberación de sus, hasta ese
momento, compañeros de celda.
-¿Y ese muchacho? – preguntó Don Héctor curioseando sobre el único
ocupante de la prisión al momento de notar su elegante vestimenta, no regular
en recluso alguno de una celda de un barrio pobre de la capital.
-Es un marica que pillamos en un vehículo en el parque San Cristóbal, va a
pasar aquí al menos 24 horas porque no quiere llamar a nadie -contestó el
oficial de policía.
Don Héctor se acercó a la reja y haciéndole señas al muchacho le pidió se
acerque a él.
-¿Cómo te llamas y qué haces? –preguntó Don Héctor rápidamente.
-Contaduría pública de la Universidad de los Andes, señor- contestó el
retenido.
-No escuché tu nombre-
-José María Samper -contestó despacio, en un susurro casi avergonzado. El
muchacho no quería revelar su identidad.
-Sácalo de una buena vez -ordenó el vendedor de drogas al policía,
demostrando manifiestamente tener al agente en un espacio en su nómina.
La fría reja se abrió y el uniformado le otorgó la libertad al muchacho sin
hacer pregunta alguna. Don Héctor lo invitó a seguirlo y ambos salieron del
establecimiento policial. El automóvil del muchacho seguía retenido,
forzándolo a aceptar la invitación de subirse al vehículo de su anónimo
rescatador. Durante el tiempo de recorrido no hubo ninguna palabra por parte
de los compañeros de viaje. Por fin llegaron a una casa en Kennedy.
-Muchacho, entra, descansa y mañana veo qué hacer contigo -fue lo último
que dijo Don Héctor esa noche.
José María pasó a servirle a Don Héctor, creando una enmarañada red de
testaferros, empresas fantasmas, sociedades, cuentas en el extranjero e
inversiones, ofreciéndole la posibilidad de blanquear todo el flujo de efectivo
recibido, cada vez en mayores cantidades, producto del aumento de
distribución de drogas. Durante algunos meses solo lo asesoró a él, pero con el
tiempo otros colegas del narco de Kennedy fueron uniéndose a su listado de
clientes. De estos, pasó a trabajar para políticos y finalmente a ejercer para
empresarios con el deseo de disimular su patrimonio y evadir imposiciones
fiscales.
Y ahí estaba hoy, más veinte años después, sentado junto a Don Héctor,
tratando de ayudarlo a concertar un encuentro entre uno de sus más cercanos
socios y Pablo Escobar Gaviria. No pasaba por su cabeza el momento
histórico que estaba comenzando a construir.

EL LARGO ADIÓS

La reunión con los líderes del Nuevo Liberalismo había sido un total éxito.
Galán, y más importante, su plan, tenían el apoyo de todo el partido por él
creado, mismo acusado de haber instaurado un profundo cisma en el
tradicional Partido Liberal de Colombia. Sin embargo, el sustento ofrecido a
su candidatura se daba tanto por real aprecio a lo representado por el líder,
como a la resignación producto de la frustración oculta en gran parte de sus
compañeros. Aquellos en desacuerdo con Galán se vieron obligados a callar y
ver a su contrincante dentro de sus filas establecer cada vez más fuerte su
nombre, puesto no tenía él, a esta altura, solo el apoyo de la mayoría del
partido, sino de la inmensa colectividad electoral del país.
Segundos después de estrechar manos, otorgar abrazos y extender saludos,
Galán se encontró con su hombre más cercano en el parqueadero donde
habrían de tomar el auto hacia sus respectivos hogares.
-Tengo que serte sincero amigo: desde lo sucedido en Medellín, tengo
miedo.
-Sabías a lo que te enfrentabas Galán. Un atentado a tu vida era predecible
–respondió vagamente el joven Gaviria.
-No es eso a lo que temo. No me molesta perder mi vida; pero esto que
hemos construido los dos, que hemos venido consolidando, no puede
desaparecer. Somos nosotros contra ellos. Esto es hacer política hijo, estamos
cambiando el país, transformando vidas. Esto no podemos dejarlo morir.
Gaviria dejó descolgar su cabeza sin ningún tipo de resistencia y negó con
ella antes de hablar.
-Tienes… debes pensar más ampliamente. ¿Qué tal si te retiras? –inquirió
Gaviria sin poder alzar su mirada.
-¿Te convenció mi esposa? –planteó Galán.
-No, claro que no. Pero es lógico comprender por qué ella te lo pide tanto,
en secreto. No vale la pena, es tu vida de lo que hablamos. ¿Por qué
arriesgarlo todo Luis? –dijo mirando a los ojos a su amigo.
-Sabes que no lo sé. Pero alguien me dijo alguna vez que no hay fuerza
más poderosa que una idea que se te mete en la cabeza, y a mí me invade la
seguridad de que este puede ser un gran país. Que tenemos la gente para ser
una gran nación y que lo único que nos separa de eso, es la clase gobernante.
No te quiero mentir hijo; tal vez sea orgullo, vanidad, qué se yo; pero te juro
que saber que la puedo derrotar, que puedo acabar esa injusticia, que puedo
crear una mejor Colombia es algo que no me deja dormir.
Gaviria produjo un brillo en sus ojos, que no eran más que las primeras
formaciones de agua al interior de ellos a punto de producir lágrimas. Galán
notó con preocupación cuando la primera de ellas se deslizó por el rostro de
con quien hablaba. La audacia de Galán era legendaria y Gaviria estaba a
punto de sufrirla. Llenando sus pulmones plenamente, Galán interpeló con su
corazón al borde del colapso:
-Es hora de que me digas la verdad hijo.
-No quiero que sigas. No vas a terminar tu candidatura. No te van a dejar.
-¿Quiénes?
-No lo sé. Hay mucha gente involucrada. Gente poderosa. De todos lados.
No lo lograrás.
-¿Desde hace cuánto lo sabes?
-Muy poco tiempo. Eran rumores; pero ahora estoy seguro. Quiero que
renuncies Galán.
Pasó Galán, en un segundo, de la angustia a la rabia.
-Tantas horas juntos, trabajando sin parar, y la verdad es que no me
conoces para nada.
-Es tu vida de lo que estamos hablando. No es ya un juego. Hay cosas
andando. Los planes están en marcha. Esto es Colombia Galán, el viejo oeste
pero más salvaje. No puedes seguir jugando con fuego. No te queda mucho
tiempo.
-A ti te preocupa mi vida; a mí me preocupa las ideas que vamos a
implantar.
-Eso no tiene importancia Galán.
-¡Tiene toda la importancia y es lo único relevante en este momento!.
Quiero dejarte claro que de la presidencia lo único que me separará es la
muerte. Si acaban con mi vida, que le teman al pueblo, porque se levantará y
clamará justicia. Yo no soy nadie hijo, pero el movimiento que hemos creado
es la ilusión de todo Colombia. No podemos fallarles.
-¿Cómo le vamos a cumplir contigo muerto?
Galán se acercó a su amigo y colocándole la mano sobre su hombro le dijo:
-Contigo como presidente.
Gaviria no ha podido explicarse, a sí mismo, hasta el día de hoy, qué tipo
de energía fue la recibida por él ese día al mismo instante de haber escuchado
esas palabras impactar en él.
-No, no, no… no lo sé…
-Tienes que ser tú, hijo. Tienes que luchar por esto. No puedes darle la
espalda al destino.
-Galán, no…. Estás equivocado.
-Terco como soy, estoy seguro que hoy no me equivoco en nada. Alístate
para mañana. Tenemos un día largo… Me han convencido de ir a Soacha, y te
necesito allí. Será multitudinario.
Gaviria tomó aire usando todas las fuerzas de su cuerpo. Aún tiene
pesadillas recordándole este momento, cuando mirando a los ojos a su amigo
le dijo:
-Yo viajo a Valledupar esta noche. Debo cerrar las alianzas en el Cesar.
-¿Te parece mejor? Soacha será un bastión importante para nuestra
elección.
Gaviria volvió a inhalar aire de manera profusa.
-Sí; pero déjame cerciorarme de que es seguro. Espera más tarde mi
llamada – dijo esto último dejando escapar todas las fuerzas de su cuerpo y
sintiendo su alma abandonarlo.
Galán se acercó a su amigo para ofrecerle un largo abrazo de despedida.
No le permitió decir palabra alguna cuando de él se soltó para ingresar al auto
junto a él esperándolo. Gaviria vio en silencio el carro partir, sin quitarle la
mirada al par de faros rojos alejándose y cada vez haciéndose más pequeños
en la inmensa oscuridad de la noche.
Mientras caminaba por el arenoso parqueadero, Gaviria se vio obligado a
apoyarse en un auto buscando poder controlar el peso sentido sobre su cuerpo.
Su misión, la impuesta a sí mismo, era sacar al candidato de la carrera para él
tomar su lugar. Matarlo era una abominación; forzarlo a renunciar era una
salida inteligente, una estrategia de alto calibre, una de esas movidas mágicas
cuyo desenlace dejan a todo el mundo aplaudiendo la genialidad del gestor.
Pero no lo logró, y sería esa una frustración que debería sufrir por el resto de
su vida.
Galán llegaría al teatro caminando a paso rápido, esperando se diera una
relación directamente proporcional entre el mal genio de su esposa y su
llegada tardía: a menos retraso, menos regaño. Su desilusión fue inmediata.
Gloria, esperando paciente por él, ni se inmutó al verlo entrar. Su hijo mayor,
Juan Manuel, estaba junto a su madre y, por el contrario, una inmensa sonrisa
se produjo en su rostro al notar la llegada de su padre.
-No fue mi culpa Gloria, perdóname –suplicó con voz suave el
denominado hombre fuerte de Colombia.
-Nunca lo es –respondió ella con altanería.
-¿Qué quieres que haga?
-No voy a volver a hablar de esto contigo Luis. Me tiene harta las llamadas
a la casa, los mensajes en la puerta, los recados que nos envían con los niños.
-¿Es eso lo que te martiriza? –indagó un incrédulo Galán.
-Lo que me martiriza es la ausencia en mi casa del hombre que juró
cuidarme.
-¿Por qué crees hago esto Gloria? Para que tengas un mejor país. Para que
tú y mis hijos tengan una mejor vida.
-No me trates como a uno de tus seguidores Galán.
Galán se sorprendió por el sarcasmo escondido en las palabras de su
compañera sentimental.
-¿De qué hablas Gloria? Me mato por ti, por mis hijos.
-¿Por cuáles Luis? Por este –señaló Gloria a su hijo mayor, quien torció la
jeta en señal de desaprobación al que su madre lo estuviera tomando como
ejemplo-. Llevas diez minutos y no has vuelto a mirar a Juan Manuel- ahora el
hijo miraba al padre, quien tan solo una ojeada le otorgó.
-Pasaste frente a él como si fuera un extraño. Se te está yendo la vida por
tu sueño… Y estás destruyendo las nuestras.
Gloria giró su rostro esperando disimular las lágrimas a punto de salir de
sus ojos.
-Tal vez Gloria. Seguramente sí; pero hay circunstancias que nos superan,
momentos que nos definen, situaciones que nos obligan a tomar decisiones
más allá de nuestra cotidianidad. No nací político mi amor; la vida me hizo ser
uno. Y no puedo dejar de obviar la realidad que me rodea, la coyuntura que
hoy me ha tocado. El universo entero ha conspirado para ponerme hoy aquí,
en este lugar y hora, a las puertas de la presidencia de la República de mi país.
-¿Debo renunciar a mi esposo? ¿Eso es lo que me estás diciendo?
-No Gloria, nunca –dijo Galán acercándose a ella regalándole un fuerte
abrazo. Con su boca en su oído, le dijo: te estoy pidiendo que comiences a
soñar con un mejor país… Debes admitir que no es nuevo lo que te digo.
Ambos sabemos que fue eso lo que te enamoró de mí.
Gloria rodeó con sus brazos a su esposo. Su hijo vio el acto entre sus
padres y delineó una sonrisa en su rostro.
La obra había satisfecho las expectativas de Galán, conocedor agudo del
arte teatral. De vuelta en su casa, el candidato, después de cerciorar con su
ayudante del hogar no haber recibido ninguna llamada, ingresaría de
inmediato a su oficina, donde se sentaría frente al escritorio con su mirada fija
en el teléfono. En la puerta, Juan Manuel, su hijo mayor, apoyando su cuerpo
al marco de la puerta, lo contemplaba con ternura. Su padre no lo había
notado.
Gaviria, al otro lado de la ciudad, se bajó del auto detenido a propósito
junto a una cabina telefónica y corrió hacia ella. Tomó la bocina, discó la
seguidilla de números que comunicarían con Galán. Al oír el primer tono de la
llamada, colgó abruptamente. Recostó su cuerpo contra el teléfono,
sosteniéndose con él. Al otro lado, un impaciente Galán permanecía en la
oficina de su casa, sentado y pendiente, esperando el timbrazo avisándole que
debía levantar la bocina.
Gaviria enjugó sus lágrimas con su mano. Se levantó, y volvió a discar.
Apenas marcó la última tecla de la combinación numérica, y al sentir
respuesta, Gaviria dijo:
-Está confirmado, Galán va mañana a Soacha.

PACTO DE AGENCIAS

El edificio del DAS se había transformado en una infranqueable fortaleza.


Maza, con su oficina en el último piso, se vio forzado a abandonarla ipso facto
al recibir el recado de Santofimio. “Estoy en el techo. Tenemos que hablar”
decía la nota entregada por su secretaria.
Maza superó las escaleras saltándose un escalón de por medio y empujó la
pesada puerta metálica donde finalizaba su recorrido. Al otro lado, frente a un
helicóptero aún con su hélice girando, estaba erguido esperando por él
Santofimio y a su lado, Joe. Maza, cercano al Cartel de Cali, vislumbró un
futuro pudriéndose en una cárcel de los Estados Unidos.
-Súbete –fue la directa orden emitida por Joe.
En tierra, Maza era el hombre fuerte de la capital colombiana, el guardián
del pueblo en la lucha contra los narcotraficantes. Pero mientras surcaba sus
cielos en esta oportunidad, el pánico era su único real acompañante. Durante
todo el trayecto miró a Joe, obteniendo como respuesta únicamente el silencio
y la indiferencia. Maza giró su cabeza con tal alcanzar a divisar el inmenso
mar de luces emitido por los faroles de Bogotá, ciudad hace un rato dejada
atrás. Cuando al frente volvió a mirar, únicamente el brillo de la luna logró
vislumbrar. La figura de Joe era delineada por el haz de luz del magnánimo
astro.
La nave aterrizó en una hermosa finca a las afueras de la capital. Las
puertas se abrieron y el viento sacudió la chaqueta de Joe mientras este se
bajaba del aparato de vuelo. El caminar de su compañero de viaje, ya en tierra,
observó Maza, lo dirigía hasta los dos hombres esperando por él: Hank Parks y
Virgilio Holguín. Maza siguió los pasos de sus compañeros de viaje, ya
Santofimio estaba también en tierra, y sintió, en todo el andar, el peso de las
miradas de estos hombres.
-Bienvenido, estimado señor Maza –saludo con su habitual elegancia
Virgilio.
-¿Qué hacemos acá, Joe? –preguntó dubitativo Maza, volteando su cara
hacia él.
-Tan solo escucha –dejó saber un siempre frío Joe.
-Queremos hacer historia. O, más precisamente, cambiar el futuro –
asombró a todos con este comentario Parks.
-Soy todo oídos –fue lo único dicho por Maza.
-Queremos… Mmm, no; más bien precisamos tu ayuda en algo –comentó
directamente Santofimio. -Necesitamos se muevan las fichas en el esquema de
seguridad de Galán.
-¿Para cuándo? –fue lo único dicho por Maza.
-Pronto –respondió Virgilio.
-¿Por cuánto?
-Maldita rata –dejó saber sus impresiones un efusivo Joe. -Recibes
millones de los Orejuela y tienes las agallas para salir con eso acá. Agradece
que no te mando en ese helicóptero de inmediato a pudrirte en una celda en la
Florida-.
-Déjame en paz Joe. Ni siquiera es un pago para mí. Si quieres voltear a
toda una guardia presidencial mucho capital vamos a necesitar. ¿Y quién putas
te crees? ¿Es que acaso trabajas para la Cruz Roja? –respondió levemente
Maza.
Virgilio intercedió, con su tradicional elegancia, para calmar las cosas.
-Es momento de que se guarden el pipí y dejen de competir por quién lo
tiene más grande-. Joe les dio la espalda a ambos y caminó por el bello e
inmenso jardín, lleno de rosas blancas, donde discutían.
-Hace un mes mis hombres de confianza son los hombres que resguardan a
Galán –respondió inmediatamente Maza.
-Entonces está todo listo –dijo Virgilio entregándole una carpeta con pocos
papeles al interior a Maza, quien recibió el documento con afán. Maza lo abrió
e inmediatamente lo estudió.
-No habrá problema –dejó saber el líder del DAS, agencia de seguridad e
inteligencia de Colombia.
-Pues muy bien –alegremente respondió el abogado. –Pase, por favor.
Denos el placer de poder atenderlo esta noche señor. Espero sea esta la
primera de varias citas que haga usted a esta, mi casa.
Los cuatro hombres se dirigieron a la bella finca. El chofer de nómina de
ella, Fidel, vio a todos a la casa entrar. El mesero, Miguel Pérez, habría de
atenderlos a todos al interior. Ambos vieron las luces automatizadas
encenderse al pasar el cuarteto de criminales junto a ellas.

PERDÓN ENTRE CRIMINALES


Dos hombres se acercaron a él en un café. Vicente dejó de tomar su


espresso y alejó el par de croissants frente a él, puestos sobre un plato con
huevos y jamón, presentados por la mesera como “huevos rancheros”. Uno de
los hombres eligió la silla más cercana al ex magistrado y ex alcalde, y se
sentó junto a él sin esperar invitación.
-Doctor, lo espera El Patrón, termine su desayuno si quiere, si no allá
desayuna- dijo el hombre sin presentarse.
Vicente acostumbrado a no sorprenderse y con las maneras propias de un
abogado cuyo oficio le ha obligado a tratar con alimañas sociales de la misma
estirpe de quien estaba al frente suyo, estiró su mano hacia su nuevo
acompañante y se presentó con total tranquilidad:
-Vicente Pastrana Ruz- dijo haciendo la omisión de su título.
El subalterno del cartel de Medellín vaciló un poco pero luego respondió el
gesto del saludo:
-Sabemos quién es usted doc…-
Vicente lo interrumpió repitiendo el saludo al otro alcahuete, quien por
encontrarse algo lejos precisó dar varios pasos para poder responder.
-Abogado Vicente Pastrana Ruz- dijo esta vez haciendo gala de su
profesión-. Larguémonos de aquí de una vez muchachos, no es de mi interés
que me vean con mamarrachos como ustedes, sé quién me mandó a buscar y
sé para qué me mandó a buscar. Paguen mi cuenta y quedo a su disposición
para irnos.
Los dos hombres se miraron sinceramente sorprendidos. El compañero de
mesa de Vicente se levantó, sacó un par de billetes de sus bolsillos y los dejó
sobre la mesa. El abogado ya había emprendido la marcha hacia el vehículo
esperando por la pareja frente al negocio de comida.
El viaje no duró mucho y durante todo el camino se guardó silencio. No
hacía falta hablar, el hombre que hacía magia con las leyes dejó en claro con
su presentación el nulo interés en querer gastar su tiempo con nadie diferente
al jefe. Los lacayos así lo habían entendido y no deseaban entrar en
desavenencias con el hombre a quien necesitaba su patrón.
La entrada a la hacienda Nápoles estaba coronada por una avioneta, cuya
historia la había convertido en una legendaria. Al parecer, esa nave habría sido
la usada por Pablo cuando consumó su primer envió de cocaína a los Estados
Unidos. El predio del narcotraficante, en concordancia con la vida de su
propietario, siempre se vio rodeada de mitos, exageraciones y hasta absurdos.
Vicente sabia algunos, estaba por comprobar otros y seguiría ignorante de
muchas más.
El vehículo fue detenido por varios centinelas fuertemente armados,
quienes a pesar de haber reconocido a los ocupantes y de haberse informado
sobre la llegada del invitado, no tuvieron reparo alguno en hacerle una fuerte
inspección tanto al automotor como a sus pasajeros. Estaban en guerra,
ninguna precaución podía dejarse pasar. A Vicente le parecía una locura
encontrarse con Escobar, el hombre más buscado de Colombia, en el lugar
conocido a nivel mundial como su casa.
El vehículo volvió a devorar la vía hacia la portentosa casona estilo
italiano. Vicente observaba todo por la ventanilla, asombrado de comprobar
que la belleza de la propiedad sobrepasaba a lo descrito en cualquiera de las
historias escuchadas. Jardines caramente cuidados, piscinas gigantescas,
numerosos lagos artificiales. Una pareja de elefantes caminando
despreocupadamente cerca de ellos le robó la atención. A lo lejos pudo
observar un camello descansando elegantemente sobre una loma. Vicente se
sintió en un safari en un país africano. Varias edificaciones ocupaban la vasta
propiedad, un par de avionetas descansaban al sol y pudo notar a varios
hombres armados hacer las rondas para mantener vigilada toda la propiedad.
Por fin el vehículo se detuvo. Vicente no veía edificación alguna cerca, sus
acompañantes descendieron y él hizo lo mismo sin preguntar. Caminaron un
par de metros y una compuerta a ras de suelo cubierta por vegetación se alzó y
dejó al descubierto unas escaleras cuyo fin se perdía en la profundidad.
Avanzaron hacia su interior, un hombre delante de Vicente y otro detrás. La
nueva oscuridad logró cegar momentáneamente al abogado quien por poco cae
escalones abajo. El esbirro tras él lo sujetó impidiéndole desplomarse
estrepitosamente.
-Gracias- fue lo único dicho antes de seguir descendiendo el recientemente
auxiliado.
Vicente juzgó, por el tiempo descendiendo, dirigirse a un escondite
construido veinte metros bajo tierra. Cada cierto número de escalones una luz
empotrada en el grueso muro de concreto daba algo de luminosidad a la
habitación. Un largo pasillo comenzaba al final de la escalera, con tuberías y
conductos recorriendo de inicio a fin el corredor. Una puerta de algún pesado
metal se vislumbraba luego de algunos metros y un sistema de cámaras de
vigilancia apostados frente a la puerta permitían a los encargados de la
apertura de la entrada ver a los recién llegados.
La puerta se abrió y allí la sombra dejaba de existir, el gris concreto
desaparecía y los tubos por donde se extendían metros de cable y litros de
agua, según la imaginación de Vicente, se escondían enterrados en alguna
parte. El interior del escondite estaba decorado lujosamente: muebles traídos
del extranjero, una mesa de pool cubierta por un paño borgoña y decoraciones
de oro, algunos cuadros de renombrados artistas vestían las paredes, al fondo
una vistosa rockola iluminaba la esquina donde descansaba y un pequeño bar
atestado de copas y los mejores licores del mundo daba la bienvenida. Vicente
fue conducido hasta una segunda habitación, esta, más pequeña a la anterior,
parecía ser una sala de reuniones. Un sofá negro de cuero italiano, donde
cabrían cerca de 15 personas cómodamente, llenaba el lugar, junto a un
televisor de bastantes pulgadas y un estante con varios libros y adornos eran el
mobiliario del cuarto.
-Ya viene el patrón- señaló uno de sus guías.
Vicente oía pasos, escuchaba algunas voces lejanas pero ninguna figura
humana hacía aparición en la sala. Esperó cerca de 15 minutos al arribo de su
anfitrión a la habitación.
-Mi señor abogado, gracias por aceptar mi invitación. Bienvenido- saludó
Pablo.
-Buenas tardes Pablo, gracias a usted por invitarme- señaló el abogado casi
dando un brinco para incorporarse y saludar propiamente al capo.
-Me parece perfecto que ya hayamos entrado en confianza y no me haya
llamado Señor Escobar como esperé lo hiciera -.
-Y usted puede llamarme Vicente- reconoció el invitado, algo temeroso
ante la acusación, pero mostrando valor.
-¿Desea algo para beber Señor Abogado?- replicó Pablo.
-Un J&B, puro, sin hielo- pidió el agasajado.
-Ya lo escuchaste, tráele un whisky al magistrado- ordenó Pablo al hombre
parado en la puerta y de reciente ingreso a la guarida. A este, Vicente no lo
había notado.
Pablo encendió el televisor y se sentó en el gran sofá.
-Acompáñeme- pidió dirigiéndose a Vicente.
El abogado se sentó cerca pero guardando las distancias.
-Muy hermosa su casa, había oído historias, malas, buenas, inverosímiles,
pero déjeme hacerle saber que esta hacienda escapa a visiones de cualquier
imaginación promedio. Un hermoso paraje- inició el abogado – pero supongo
que no me ha traído hasta acá para lucirme su propiedad-.
-Espere su bebida y luego hablamos con más calma. Pero supone bien, yo
sé que usted es abogado, no diseñador ni arquitecto y dudo mucho que pueda
comprarme mi Nápoles. Además de que no está la venta. Así que no lo traje a
que admirara mi propiedad como usted bien lo ha dicho- repuso Pablo
dirigiendo por varios segundos una mirada amable al invitado. –No me gustan
las visitas de abogados a mi casa. Bien reza la maldición gitana “que entre
abogados te veas”.
El sujeto enviado por el whisky entró a la habitación y le alcanzó la
ambarina bebida al interesado.
-Gracias- dijo Pablo al sujeto frente a la falta de cortesía del abogado quien
no tuvo la educación de agradecer a quien le había servido.
-Señor Abogado, necesito de sus servicios. Me han hablado muy bien de
usted, de su conocimiento en leyes y de su manera inteligente de encontrar una
salida legal para cada uno de los pedidos de sus clientes. Esa es la única razón
por la que está aquí. Me han hecho un ofrecimiento, sé que no puedo salir
impune de los hechos que se me acreditan, pero si deseo hacer el mejor trato
posible con la justicia y específicamente para eso está usted aquí.
-¿Y bajo qué condiciones le han hecho ese ofrecimiento de que me habla?-
inquirió el abogado.
-Las condiciones las pongo yo y ellos las aceptarán si yo les cumplo algo,
ese algo tengo que llevarlo a cabo lo antes posible, sospecho que no soy el
único hombre interesado en llevarlo a cabo, por eso necesito que actúe con
rapidez y me consiga el mejor acuerdo que pueda.
-Yo puedo conseguírselo, pero necesito saber más para poder hacer mi
trabajo lo mejor posible. Dijo que le habían hablado bien de mí, supongo que
también escuchó que soy muy reservado con la información que obtengo de
mis clientes. No solo la ley me obliga a guardar la confidencialidad más
estricta, mantener mi reputación como un hombre reservado también me
inclina a no decir más de lo que debo.
-Y en este caso haría muy bien en no comentarlo con nadie, si le soy
sincero y no es para atemorizarlo, en este acuerdo, yo no soy el más poderoso
de por medio- dijo el capo viendo directamente al abogado.
-Igual necesito saber más, ¿quién le ofreció ese trato? Necesito saber a qué
nivel estamos trabajando. ¿Qué están dispuestos a darle? ¿Por qué ahora?
Necesito saber para poder negociar sus pretensiones sin agraviar las de ellos.
-La negociación se llevará a cabo con el presidente de la República y con
el consentimiento de agencias estadounidenses- aclaró Pablo.
-¿Con Barco? No pensé que fuera un hombre de negociar-.
-No, Barco no tiene nada que ver- advirtió Pablo- negociaremos con el
próximo presidente.
-¿Galán? –preguntó el abogado.
-César Gaviria Trujillo- dijo por fin Pablo sabiendo el abogado no daría
con el nombre correcto sin su guía.
-¿Y quién es ese man?
La cara del abogado era una obra de arte abstracta entre el asombro y el
escepticismo: lo escuchado por él en esta oportunidad le parecía una locura.
No sabía si Pablo estaba jugando con él.
-¿César Gaviria? ¿El ministro?- preguntó aún desencajado el magistrado.
-César Gaviria, el hombre detrás de Galán- aseguró el mayor exportador de
cocaína colombiana.
-Y… ¿Cómo sería eso posible?- dudaba Vicente
-Voy a matar a Galán, con él no puedo negociar, los demás interesados
tampoco. Si no se puede negociar con el hombre indicado no se cambia la
negociación, se cambia al hombre ¿no es cierto? Sería como inhabilitar al juez,
algo que ustedes los abogados buscan hacer cuando quien va a conocer y
decidir el ganador de la disputa no es el que más les sirve.
-¿Van a matar a Galán?- pronunció el abogado, al parecer incapaz de oír lo
demás dicho por Pablo luego de esa confesión.
-Sí señor, eso es lo que voy a hacer. Muy perspicaz usted.
El abogado se empujó todo el whisky remanente en el vaso sin dejar
tiempo para la respiración. Caminó en círculos tratando de asimilar todo lo
escuchado en los tan solo diez minutos junto al capo más grande del mundo. A
cada ronda dada por él se detenía para observar a Pablo y tratar de entrever
algún gesto informándole que todo lo anterior era una broma o, todo lo
entendido era lo opuesto a lo dicho. No era así, no era un juego, ni una broma,
ni había entendido mal. El pago por el acuerdo con la justicia era la muerte de
Galán. Gaviria sería el próximo presidente, así lo entendió Vicente, al repensar
en lo dicho por Escobar. “Pablo es capaz de matar a Galán; pero no tiene el
poder para poner a Gaviria, es claro que no es el hombre más poderoso en la
negociación”, pensó el abogado.
-Entonces, para mañana es tarde…doctor- dijo finalmente el abogado.
-Perfecto señor abogado. Entenderá que luego de lo escuchado usted va a
permanecer como mi invitado hasta que concluya este negocio. Ya su ropa se
encuentra en camino hacia acá, no era factible traer su gigantesca colección de
libros, así que según sus órdenes se compraran los que crea necesarios para
que redacte este acuerdo.
-¿Cómo sabía que iba aceptar?- inquirió el doctor en leyes.
-No lo sabía- dijo Pablo- de cualquier manera no iba a necesitar que su
ropa siguiera en su apartamento. –Y no se preocupe por la plata que eso es un
vicio de pobres, la plata para cambiar la ley la hay.
Vicente había entendido perfectamente: en esta reunión su aceptación no
tenía la más mínima importancia, él estaba allí para conseguirle el mejor trato
posible al narco convertido ahora en magnicida y de eso dependía su vida. Su
presencia en la hacienda podría ser solo provisional. Así, sin perder tiempo, le
dijo a Pablo:
-La legalidad no es cuestión de plata, la legalidad es una cuestión de poder.
Usted la plata la tiene, la ha tenido desde hace buen tiempo, pero no había
podido cambiar la ley, creo que eso usted lo sabía, por eso quiso ser
representante a la cámara, lamentablemente lo logró pero no lo retuvo el
tiempo suficiente para escapar de su ya ganado nombre. Ahora, imagino que
entenderá que si usted no puede dejar atrás su nombre y no va a poder lograr
satisfacer a quienes lo conocen por la manera de hacer sus negocios, usted va a
tener que limpiar su imagen y su nombre, pero para eso debe purgar sus
culpas, tendrá que ir a la cárcel, entregar la plata que tenga que entregar, pedir
perdón y parecer realmente compungido. Lo entiende ¿verdad?
-¿Y se supone que usted es el abogado que me puede conseguir el mejor
trato? –replicó Pablo algo molesto por la simpleza en la revelación de su
asesor.
-Yo no estoy aquí para darle lo que usted quiera, yo estoy aquí para darle lo
que necesita, y usted lo que realmente necesita es dejar atrás su pasado. Esto
se trata de una receta aprobada por la historia. La confesión católica, el
purgatorio, el perdón divino... Esto es lo que haremos: primero, necesitara
confesar sus pecados, luego va a tener que purgar sus penas y finalmente se
ganará el perdón divino, y ahí estará hecho todo. Lo demás es bagazo.
-¿Y qué es lo que propone para conseguir ese perdón divino sin tanto
esfuerzo? No quiero que toquen a mi familia ni a sus bienes, necesito
protección, necesito casa por cárcel- sugirió el narco.
-¿Casa por cárcel? Eso es un vicio de pobres – contestó el abogado
repitiendo las palabras usadas por el propio Pablo. –Construye tu propia
cárcel, disfruta de vivir en ella.
-¿Por cuánto tiempo?
-¿Cuánto está dispuesto a perder?
-Lo suficiente para poder salir y no ser tan viejo para ser presidente.
-Pero antes de eso, debemos preocuparnos por lo urgente más que por lo
importante. ¿A qué se refería con la aceptación de los Estados Unidos?
-Con ellos solo negociamos la no extradición, los términos los detallará
usted. Ellos son los más interesados en la muerte de Galán así que no van a
poner objeciones ni van a detener ese proceso y ahí si usted tiene que definir
cómo podríamos hacer eso- declaró Pablo.
-La única forma de cerrarle las puertas a la extradición es que se haga una
constituyente- analizó Vicente.
-Pues tendremos constituyente- aseveró Pablo.

REY MUERTO…

Durante varios minutos se escucharon los disparos en ráfaga provenientes


del vehículo detenido al lado de la camioneta Nissan color blanco, segundos
después del conductor haber huido.
-Lo van a matar, mi comandante- fue el grito de despedida del chofer.
Valdemar Franklin Quintero, el comandante del departamento de Policía de
Antioquia, llevaba siete meses en su cargo y sus logros en la guerra librada
contra el narcotráfico eran evidentes: la captura de Freddy Rodríguez Celades,
hijo del temible Gonzalo Rodríguez Gacha; del Negro Vladimir, responsable
por las masacres de Segovia y de La Rochela; muchos desmantelamientos de
laboratorios de cocaína; así como el decomiso de toneladas de mercancía de
exportación del Cartel de Medellín. Todo era parte de sus victorias contra los
grupos criminales. La guerra abierta iniciada por el galardonado oficial contra
la empresa delincuencial de Pablo Escobar le había valido el tener una cabeza
con precio.
-Chao, vago- le dijo en broma el prestigioso uniformado a su hijo antes de
salir esa mañana a trabajar.
A tan solo quince minutos de su esposa verlo abandonar la casa convertida
en un hogar para los dos, el radio del oficial, siempre encendido por ella, le
describió la muerte de su esposo. Era una noticia esperada, pero siempre se
supo no preparada para escucharla. Esta mañana se dio cuenta de cuánta razón
tenía. Desde su llegada a Medellín sabía debía vivir ese momento, en honor a
la verdad.
Los capos de Antioquia sintieron la presión ejercida por este hombre sobre
sus hombros, desde cuando el coronel Valdemar se posicionó como jefe de la
policía antioqueña. El soborno era la manera más fácil de desviar miradas;
pero con el nuevo comandante no había funcionado. Su intachable hoja de
vida no pudo ser mancillada por los dineros de la droga.
En su turno como jefe de la policía de Boyacá había demostrado su pulso
al mantener la paz ciudadana en medio de la cruenta guerra librada entre las
familias esmeralderas por el control de la preciada gema. No había sido fácil;
pero al final de su estadía en el departamento del centro del país, los joyeros
habían sufrido por su paso en su territorio.
El semáforo en rojo detuvo la camioneta blanca; pero los fusiles AR-15 y
Steyr AUG detuvieron la vida del coronel.
Su escolta era solo un chofer y un guardaespaldas de la policía. Desde el
fallido atentado dirigido contra él, con un carro bomba con 100 kilogramos de
dinamita cuyo trágico final había sido asesinar equivocadamente al
gobernador de Antioquia, Antonio Roldan Betancourt, y a su más cercano
anillo de seguridad, le había dicho el coronel a su esposa, sin importarle el
inmenso enojo causado en ella:
-No voy a ser responsable por más viudas y huérfanos producto de esta
guerra, soy solo yo el que da las órdenes por las que me quieren asesinar-.
Su reputación como hombre incorruptible y acérrimo enemigo de los
delincuentes le había valido el respeto y hasta el recelo de sus compañeros.
Decenas de policías habían pedido ser trasladados de la policía de Medellín
cuando se enteraron de la llegada de Valdemar al departamento, temiendo
fuera descubierta la profunda red de corrupción insertada, dejando a la
institución como un débil enemigo de la mafia.
Los Priscos habían sido llamados nuevamente para ejecutar un sicariato y
esta vez lo habían cumplido. Eran cerca a las 6:20 de la mañana cuando la
amenaza de muerte sobre el coronel por fin había cobrado su mártir, baleando
con sevicia la camioneta Nissan blanca en la que se transportaba.
En la escuela de oficiales General Santander el comandante de la compañía
donde se formaba Carlos Eduardo, hijo del coronel Valdemar, se acercó a este
y le dijo.
-Tenemos que hablar-.
Lo retiró hacia la oficina de la dirección de la escuela. Cuando el joven
atravesó el patio y avistó la bandera de Colombia descansando a media asta,
eliminó toda necesidad de reunión: supo su padre había muerto.
En medio de la preparación para su asistencia a Soacha, Galán se enteró de
la muerte del coronel. La noticia lo descompuso. Era otra víctima de la ola de
asesinatos sucediéndose en diversos sectores del país y tenían encendidas las
alarmas de los cuerpos de seguridad. Los diferentes entes noticiosos no tenían
descanso, publicando titulares espantosos sobre las fatídicas noticias
producidas a diario. El magistrado Carlos Valencia García había sido ultimado
dos días antes, el miércoles. Galán no pudo escapar al sentimiento de culpa y
tristeza causada por enterarse de la muerte del insigne militar.
La reunión en Soacha había sido reprogramada varias veces. De todas las
apariciones públicas planeadas por Galán, en el central departamento de
Cundinamarca, esta era la única a llevar a cabo a cielo abierto, puesto que las
demás se habían planificado hacer como tertulias ofrecidas en lugares
privados. Lo anterior por recomendaciones de su equipo de seguridad en
reuniones posteriores al atentado fallido en Medellín: “Cero reuniones en
espacios abiertos y menos después de las seis de la tarde. En la oscuridad es
casi imposible protegerlo”- fue la orden de sus escoltas más confiables.
Galán estaba nervioso y renuente a asistir a Soacha. Estaba preocupado por
su seguridad y la de sus acompañantes: pensaba en su esposa, en el regaño por
ella ofrecido si se enteraba de su asistencia a ese evento, contrario a todos los
protocolos de seguridad. Las fuertes presiones de varios políticos le habían
llovido ese día: llamadas, mensajes enviados a través de secretarios y
asistentes, quienes le insistían en lo valioso de su presencia esa noche en
Soacha. Galán al fin sucumbió ante los pedidos de presentarse en la plaza del
pueblo, buscando no decepcionar a los galanistas esperándolo a raudales,
según le informó su equipo.
Jacobo Torregrosa, su nuevo jefe de seguridad impuesto por el jefe del
DAS, despertaba serias dudas a Galán. Más todavía se vio forzado aceptarlo:
era eso o nada había creído entender cuando levantó su queja por el cambio a
última hora ante Maza. En esa misma reunión, Torregrosa le había prometido
personalmente proteger su vida y fue allí donde le dejaron saber el haberle
conseguido un vehículo blindado para aumentar su nivel de seguridad en aquel
recorrido.
Galán había aceptado asistir a Soacha a petición de Diego Uribe Vargas,
quien se había adherido a su campaña política por la presidencia de la
Republica. Era un apoyo necesario: su compañero y aliado en Bogotá y
Cundinamarca, Julio César Sánchez, no lo había respaldado en esta
oportunidad. Sin importar las desuniones, la ilusión era palpable desde que las
encuestas publicadas por El Espectador el día anterior le habían dado a Galán
una tranquilizante seguridad, más aun para él, siempre optimista en su
matemático triunfo.
Al menos siete mil personas estaban reunidas en la plaza central de Soacha
movidas por la noticia de la visita del candidato. Totes, globos, ambiente de
fiesta se vivía entre los presentes. El gran cambio prometido les traía gozo y
esperanza. Esa noche, estaban allí todos porque querían escuchar las promesas
que habían creado una esperanza, pero de la propia boca de aquel prometiendo
esculpir con sus propias manos un nuevo país, utilizando la ley como
instrumento para alcanzar un mejor futuro para aquel pueblo siempre golpeado
y jamás protegido. Seis mil novecientos ochenta y dos personas ansiaban el
cambio, dieciocho estaban allí para impedirlo.
El auto azul con blindaje por fin había llegado por Galán e iniciaba el largo
camino a Soacha. Su personal de seguridad estaba activado, su ánimo
encendido, su mente deambulaba entre las palabras a punto de decir frente a
sus seguidores y el recuerdo de su familia. La campaña lo había mantenido
separado de ellos, los extrañaba, quería sentir un beso de su esposa, expresarle
su amor y agradecerle por la confianza, la paciencia, la dignidad expuesta al
aceptar perder a su pareja por ganar un mejor país. A sus hijos quería
demostrarle la importancia de la honestidad, la fuerza del tesón y los triunfos
ganados por la constancia. “Se debe luchar por alcanzar el triunfo anhelado”,
dijo el candidato, creando una nota mental para la próxima cena familiar. Con
estos pensamientos abandonó Luis Carlos Galán la capital. Eran las 7:30 de la
noche de un viernes cualquiera.
Pablo Escobar veía televisión en Nápoles, en un aparato traído
directamente desde el Japón para ver el partido de Colombia – Ecuador en
Barranquilla, como antesala al Mundial de Fútbol Italia 90. Sin importar el
inmenso tamaño de las imágenes producidas, su atención estaba puesta en la
pequeña radio, donde esperaba escuchar la noticia cuya consecuencia más
notoria para él era el poder resolver judicialmente su vida. Estaba intranquilo
pero no nervioso, los anteriores días habían sido una maratón de reuniones,
tratos y planificación. Ya hoy no había nada por hacer, solo esperar. Vicente
estaba allí con él sin decir palabra alguna, bebiendo un aguardiente tras otro y
mirando por los ventanales como tratando de alejar su mente de ahí.
El Mejicano revisaba los últimos detalles de la operación a realizar aquel
día, resultado de un trabajo constante como consecuencia de un gusto enorme
por no dejar nada al azar. Días antes y de manera personal había decidido
establecer cerca a la plaza a una veintena de hombres a la espera de la orden
de asesinar a Galán. Sus golpes siempre se efectuaban con el resultado
esperado, en parte por el usar un sistema creído por él como perfecto: muchas
balas. Además de los 18 hombres armados paseándose por la plaza de Soacha,
él sin decirle a nadie ubicó a 3 hombres armados en un Mazda a la salida del
pueblo. Esos, eran los hombres de Sandro Gonzáles.
-Porque si se salva, me lo rematan- ordenó al trío cuando personalmente
les entregó el carro y las ametralladoras.
Galán, sin saberlo, estaba más cerca de la muerta que de la presidencia
cuando llegó a Soacha. Su jefe de seguridad, Jacobo Torregrosa, dio órdenes a
2 de los escoltas de no detenerse en Soacha, con la excusa de verificar la
siguiente parada del candidato y los envió a Villeta. A pesar de la
comprometida presencia del político, solo una decena de policías controlaban
el orden público en Soacha y, además, una partida de expertos agentes
antiguerrilla había sido movilizada lejos del pueblo, dejándolo desguarnecido.
La conspiración entre los diferentes interesados en frenar el avance del
honesto hombre estaba marchando perfectamente.
Galán atravesó el límite del pueblo y la algarabía despertada por su
presencia fue ensordecedora. Un río de gente lo vitoreaba. El blindado se
desplazó varias cuadras y luego vómito de su interior al candidato para,
contrario a cualquier esquema de seguridad lógico, permitir a este ser montado
en la tolva de una camioneta para ser transportado hasta unos cuantos metros
de la tarima. El sonido de la pólvora, los gritos, las exclamaciones de aliento
colmaron el ambiente, mientras Galán fue llevado en hombros por los
asistentes un par de metros y luego lo liberaron para permitirle subir las
escaleras de la tarima.
Gaviria esa noche no acompañaba al candidato.
El acostumbrado saludo de Luis Carlos era la señal esperada por sus
asesinos para accionar las potentes armas dispuestas para terminar con la
existencia del candidato. El condenado a muerte subió las improvisadas y
delgadas escaleras hacia la tarima y casi instantáneamente un sinnúmero de
voladores llenaron el cielo de fogonazos y ruidosas explosiones de pólvora.
No era una bienvenida, eran distractores usados por los verdugos. Nada había
sido dejado al azar.
Doña Gloria Pachón de Galán vigilaba a sus muchachos, disfrutando de
ver su calma al dormir.
Ya sobre la tarima estaba el candidato; abajo del escenario, los asesinos.
José Orlando Chávez, uno de los homicidas, sostenía una pancarta y
ocultaba su cara bajo un sombrero blanco. Jaime Rueda Rocha estaba listo
para apretar el gatillo. El segundo de ellos se deslizó bajo la tarima y esperó el
estallido de los voladores cuyo estruendo disimularía el ruido de la metralleta
escondida junto a su cuerpo. Ever Silva Rueda y Pedro Páez se disimulaban
entre la multitud frente al tablado, con armas cargadas escondidas en su ropa
listas para ser usadas.
Un par de hombres de Gacha estaban apostados cerca a la plaza. Escondían
entre sus disfraces de gamines, entre sus pertrechos, metidas entre cartones y
latas para reciclaje, varillas metálicas para ser lanzadas a los cables de la luz,
logrando causar un cortocircuito y cortar el suministro eléctrico, dejando entre
tinieblas a Soacha y así incrementar el éxito de huida de sus compañeros de
armas.
Pasos en la oscuridad dados por asesinos sin nombre conocido rodeaban la
plaza, cercándole la oportunidad al futuro presidente de salir con vida de
aquella concentración pública.
Torregrosa, el hombre elegido por Maza, rechazó, a pesar de lo imperativo
de estar allí, subirse con Galán y acompañarlo sobre el escenario. Solo su
amigo y escolta Santiago Cuervo tomó posición para protegerlo.
El candidato levantó sus brazos para saludar a la multitud apostada en la
plaza emocionada por mostrarle su apoyo. Una ráfaga de balas emprendió su
camino una vez salieron de la boca de una MiniUzi y destrozaron las tablas
dando sustento al político, haciendo saltar cientos de astillas y grandes trozos
de madera. Siguieron su camino hasta ingresar salvajemente destrozando el
cuerpo de su blanco, erradicando los sueños vivos de todo un país.
Galán cayó gravemente herido, su escolta también. Su acompañante
político, muerto.
-Chucho, llévenme rápido a un hospital- alcanzó a decir Galán a su
camarógrafo Jesús Calderón, quien era el encargado de filmar los eventos del
candidato y alguien en ese momento volcado cerca de él.
El caos tomó el protagonismo de todo lo acontecido después. Cuerpos con
vida rodaban por el piso buscando escapar de la muerte, la luz de la plaza de
Soacha fue apagada dejando todo en la absoluta oscuridad, los gritos se
amontonaban en el aire, lágrimas, lamentos, el ruido de los disparos sin blanco
escondiendo la huida de los asesinos, globos de colores marcando varios
puntos de la plaza hasta hace poco ahora se perdían sin rumbo ante el negro
cielo nocturno. El ruido del motor del blindado irrumpió en la escena, el
candidato avanzaba nuevamente cargado por sus compañeros de esa noche y
los escoltas trataban afanosamente de montarlo al vehículo. Galán con sus ojos
abiertos solo veía rostros sobre él, el cielo oscuro y una ametralladora
colgando dócil del hombro del sujeto poseedor de los brazos sosteniendo su
cabeza. Posteriormente fue lanzado sobre el asiento trasero del vehículo y su
cabeza ahora reposaba en las piernas de uno de sus hombres de seguridad.
Otro de ellos entró incómodo y el auto escapó velozmente de la plaza.
A pesar de cualquier conjetura, Galán estaba vivo. El radio de Jacobo
Torregrosa fue arrancado de las manos del jefe de seguridad por uno de sus
subalternos al ver la inmovilidad de este con tal no avisar al estado mayor del
tiroteo sucedido tan solo hace unos minutos en Soacha. El hospital al que de
manera lógica debieron dirigirse fue descartado, y en su lugar fue llevado a un
hospital de bajo nivel donde salvar la vida de Galán era casi imposible.
-Galán ha muerto…. No asesinaron a un candidato, asesinaron a un
presidente- fue el rumor pasando de boca en boca en los pasillos del hospital,
expectante y desfigurado ante la llegada de cientos de simpatizantes de Luis
Carlos, quienes se acercaron a la institución de sanidad para dar su apoyo y
tener noticias de primera mano sobre la salud de su líder.
Pablo Escobar escuchó en su pequeño radio la noticia del tiroteo en
Soacha, pero estaba inconforme por lo inconcluso de la información; no daban
parte de su muerte, solo hablaban del atentado, de su posterior traslado y de las
teorías sobre su autoría en el crimen.
Matrix le ofrecía un whisky a Parks en su oficina de agregado cultural
dentro de la embajada de los Estados Unidos en Bogotá.
-No vas a poner las noticias- preguntaba Parks algo ansioso.
-Colega, tómate un whisky, las cosas pasarán sin importar tu preocupación
o la mía- silenció Matrix acercándole el vaso donde varios hielos se discutían
el territorio con el manantial de licor.
Media hora después del herido entrar al Hospital de Kennedy, a pesar de
intensos esfuerzos de los médicos y demás personal, murió. Fue el último día
de Luis Carlos Galán Sarmiento, y el primero de un país en luto. Ese
ducentésimo trigésimo día del año de 1989 las rotativas de los principales
diarios del país se detuvieron, la noticia de primera plana debía cambiar. El
nuevo titular era: Asesinado Luis Carlos Galán en Soacha.

…REY PUESTO

El centro del poder político colombiano se ubica en el centro de la capital


del país. Reducido todo a un par de cuadras, se hallan los espacios desde
donde se dictan las leyes a convertir por el ejecutivo en realidades. Como un
rezago insuperable del pasado, en ese espacio se encuentra, edificada como
una gran obra arquitectónica, la Catedral Primada de Colombia.
Esa mañana, cuando las puertas del bello templo se abrieron, la multitud a
las afueras comenzó a vociferar con la máxima capacidad permitida por sus
pulmones, el famoso y fácilmente acomodable estribillo reservado a los
políticos más allegados a las necesidades de la sociedad: “Galán, amigo, el
pueblo está contigo”. De la casa de Dios salía el ataúd con el cadáver del
hombre destinado a ser presidente y, posiblemente, a cambiar la historia.
Lo más selecto del mundo empresarial y político rodeaba el pasear del
féretro donde descansaba el cadáver de una figura convertida, desde la noche
anterior cuando los medios anunciaron su muerte, en leyenda. El camino hasta
el cementerio central, donde sería enterrado, fue uno lleno de emociones para
los miles de transeúntes en ese momento llorando, gritando y demandando
justicia.
El principal acusado del magnicidio, Pablo Emilio Escobar Gaviria, había
decidido pasear por Nápoles esa mañana encima de un bello caballo cuyo paso
fino le recordaba al gran Túpac Amaru. Odiaba asesinar a personas
merecedoras de su respeto y Galán era uno de ellos. Escobar sentía real
apreció y afán por ayudar a los hombres más pobres del país. Le contó a la
mayoría de sus amigos cómo de los treinta y nueve años de su existencia,
veintiocho los había vivido en la absoluta pobreza y, por ese hecho, se
producía en él un sincero placer el ayudar a superar las condiciones de miseria
sufridas por la gente. En Galán, reconocía Escobar, veía a aquel con el talante
para hacer lo deseado por él si alguna vez fuera presidente.
Pero Escobar, para su propia creencia, hace muchos años atrás que había
dejado él de ser un narcotraficante, un empresario del crimen. La inmensidad
de su fortuna, el poder de su palabra, la intimidación causada con su simple
acto de presencia, eran todas ellas muestras de haberse convertido en algo
más. Y por eso, la necesidad de ese horroroso acto. “El pueblo colombiano
más adelante me entenderá”, reflexionaba en ese momento.
La madrugada de la muerte de su padre, Juan Manuel anduvo
deambulando por el hospital de Kennedy sin mucho rumbo. En uno de sus
andares, dio con la presencia de Gustavo, quien estaba al final de un solitario
pasillo cuyo ingreso se hacía cruzando a la derecha, desviándose del camino.
A penas lo vio, Juan Manuel se dirigió hacia él.
-¿Cómo estás mijo?- preguntó Gustavo con sus brazos abiertos esperando
por el joven en luto. Juan Manuel no respondió, tan solo se aferró en un abrazo
con el antiguo amigo de la familia. Gustavo se soltó suavemente de él y lo
convido a sentarse en una silla vieja y destartalada.
-¿Cómo lo estás llevando Juan? –siguió interesado Gustavo, quien era el
único ser del mundo en llamarlo de esa manera.
-No sé qué hacer señor Gustavo. Estoy perdido. Todos me dicen que debo
tomar las riendas de mi familia, que es mi obligación; pero cómo lo hago. Me
siento perdido.
-Estarás bien Juan. No te preocupes. Te irás acomodando a las
circunstancias y sabrás responder en el momento adecuado, de la forma
correcta. Eres hijo de tu padre. Nunca olvides eso.
-Pero ese es mi miedo señor Gustavo. Padecer el vivir a su sombra.
-Tu padre fue alguien único Juan. No puedes compararte con él. Todo lo
que hizo, lo que logró, es digno de un hombre excepcional. Tienes que saber
emprender tu propio camino y allí, sé, hallarás lo mejor de él en ti.
-Gracias señor Gustavo… Mi padre siempre habló de ti con admiración y
mucho respeto.
-No nos llevábamos tan bien al final; pero nunca dije ni nunca diré una
mala palabra sobre él.
Juan Manuel sonrió y Gustavo tomó ese gesto como una invitación a
abrazarlo. Para complacer al pequeño hombre, lo hizo de manera protectora e
inmediatamente.
-¿Ya sabes qué vas a decir?
-Eh, no. ¿Dónde?
-En el funeral. Eres su primogénito Juan. El país entero estará atento y
debes despedirte.
-Gustavo, no creo que pueda. No tengo ni idea de qué decir.
-Es este uno de los momentos en donde verás de qué estás hecho. Uno de
esos de los que te venía hablando anteriormente. ¿Quieres saber un secreto? –
Juan Manuel asintió con un sutil movimiento de cabeza. -Tu padre siempre se
ponía nervioso antes de los discursos.
-¿Qué? Eso es mentira.
-No mijo. Te lo juro. Al final empezó a controlarlo; pero te lo aseguro. Así
que no te sientas mal por estar nervioso. Es natural. Todos nos ponemos así.
Pero cuando estés al frente del público, cuando veas a todos esperando por ti,
te darás cuenta lo que significa llevar la sangre Galán recorriendo por tu
cuerpo. Estarás bien.
Juan Manuel solo pudo emitir una enorme sonrisa como claro gesto de
agradecimiento. Gustavo prosiguió con su perorata:
-Pero este es tu primer discurso y, al igual que con tu padre, a quien le
escribí varios de ellos, te ayudaré con el primero tuyo.
Sacó Gustavo, del bolsillo de su chaqueta de pana, un papel escrito a
máquina con un discurso corto, de una extensión no mayor a la mitad de su
espacio. Mientras Juan Manuel lo determinaba con mucho cuidado, Gustavo le
consintió su cabeza y se marchó del pasillo. Afuera de la clínica, Hank Parks,
Max Matrix y Alberto Santofimio, lo esperaban en un auto. Al Gustavo
apoyarse en la ventana del puesto del copiloto, Santofimio inquirió…
- ¿Listo?
-No te preocupes Albertico. El nombre del próximo presidente de
Colombia está en el discurso.
Santofimio sintió su corazón estallar. El esquivo sueño de ser ungido con la
banda presidencial, se hacía realidad. “La tercera es la vencida”, pensó para sí
mismo.
Durante varias noches atrás, Parks y Matrix estuvieron en los mejores
restaurantes de Bogotá, con lo más exclusivo y prestigioso del periodismo
criollo. Cenas extravagantes con cuentas exageradas eran canceladas sin el
más mínimo reparo por el par de “gringos” ya afamados en todo el sector.
Escurridizamente, lograron hacer contacto directo con varios directores de
noticiarios, así como con los principales editores de periódicos y revistas.
Esa madrugada, cuando Gustavo les confirmó la entrega de la carta a Juan
Manuel, tanto Max como John se hablaron con la red de hombres y mujeres en
los medios de comunicación, asegurando la ejecución de la parte final de su
plan. Todos estarían listos grabando el discurso del hijo mayor del difunto.
Y así fue. Firme frente al sarcófago de su padre, el joven Juan Manuel leyó
lo deseado por Gustavo y los “gringos”. Un discurso bellamente elaborado,
profundamente sofisticado, poético y electrizante, cuya declamación sacudió
al país e hizo llorar a los presentes. Sus familiares, sus amigos, sus enemigos,
todos se sorprendieron de la capacidad de oratoria del joven hijo del gran
Galán.
Cada palabra bellamente escrita, perfectamente ordenada. La sintaxis, la
estructura del discurso, todo parecía hecho por un maestro de las letras, no por
un joven sin llegar a la mayoría de edad. Pero nadie sospechó nada.
Gustavo, el primero en ser saludado por el orador, le tembló la totalidad de
su cuerpo cuando lo escuchó decir: “Mi padre no es un segundo Gaitán. Es
Galán. Es un Galán”. Su exultación provenía del saber el porvenir en el hablar
del muchacho. Iba llegar al final, a la conclusión por él escrita y la razón para
haber llevado a cabo tan monumental esfuerzo.
Juan Manuel a continuación recitó las siguientes palabras: “Quiero
agradecer en nombre de mi familia, la solidaridad que han tenido con nosotros,
el pueblo, el gobierno y las autoridades”, y Gustavo se dio cuenta de cómo, en
ese momento, se estaba escribiendo el futuro. Tomó aire, irguió su espalda,
botó el oxígeno inundando su cuerpo y cerró los ojos para escuchar al hijo de
su antiguo gran amigo decir la más grande traición jamás realizada, sin
siquiera poder él saberlo. Cuando Juan Manuel clausuró su discurso con un
claro mandato: “Y quiero pedirle al Doctor César Gaviria, en nombre del
pueblo y en nombre de mi familia, que en sus manos encomendamos las
banderas de mi padre y que cuenta con nuestro respaldo para que sea usted el
presidente que Colombia quiere y necesita. Salve usted a Colombia”, concluía
el trabajo de aquellos capaces de asesinar a su padre.
A la mente de Santofimio llegó, como un trueno, la imagen de Gaviria
sentado en la recepción de la oficina de Gustavo. Por primera vez se supo
estaba él, en la posición del cordero.
Los medios transmitieron las frases del joven; Gaviria derramó lágrimas;
Max bebió un sorbo de su cerveza; Matrix de su whisky, rompiendo su vieja
regla de solo disfrutar del alcohol antes de gestar un golpe. Al occidente del
país, Pablo se fumaba un cigarrillo de marihuana, mientras Gacha, en
Cuernavaca, se acostaba con una niña menor de edad, cuyos familiares había
llevado esperando quedara embarazada de él.
Las palabras leídas por Juan Manuel y escritas por Gustavo fueron el gran
final de la obra maestra. La culminación de un trabajo detrás de bambalinas
capaz de consagrar a Matrix en lo más alto de la CIA, y permitirle a Perkins
mover sus fichas en el mundo financiero, a Gustavo hacer millones de
millones en negocios, a Pablo solucionar sus problemas con la justicia
internacional y, a Gaviria, ejecutar el gobierno más opuesto al planeado por
Galán.
Para Colombia no quedó nada.

GUERRA CIVIL

Las guerras se producen por múltiples causas y entre las más regulares
suele estar el mantenimiento o el cambio de relaciones de poder. Era
precisamente esto último lo necesitado por Pablo. La visión de Vicente
Pastrana Ruz sobre el asunto le había abierto los ojos al mandamás del mundo
de la cocaína.
-Señor abogado, y ¿qué es eso que usted llama el “verdadero poder”? -
preguntó Pablo de la nada.
-El poder político desde Montesquieu ha sido dividido en tres partes Pablo:
el ejecutivo, el legislativo y el judicial; pero en la práctica ese poder solo tiene
dos detentadores: los políticos y los jueces. Así que como verá, si quiere
apropiarse del verdadero poder, su mejor opción es ser un gran político -
respondió sin dudas Vicente.
-Eso ya lo intenté.
-Y por ahora no va a poder intentarlo nuevamente- volvió a hablar Vicente.
–Pablo, usted sueña con ser presidente, por eso tomó medidas populistas, fue
un hombre público, pero su nombre en el mundo de la delincuencia le cobró
caro.
-Hice una cosa mala y me borró las mil buenas- dijo Pablo pensando en
voz alta.
-Entonces Pablo, ¿qué es lo que tienes que se asemeja al verdadero poder?
Él tenía la plata, sin lugar a dudas, pagaba cientos de sicarios, poseía una
empresa de muerte y un socio, José Gonzalo Rodríguez Gacha, quien prefería
ser llamado “El Mejicano”, a quien la parca le agradecía por los más de 1.000
compatriotas enviados a ella ese año.
-Plata, matones, políticos y militares a mis órdenes- dijo Pablo casi sin
pensarlo.
-Plata, solo plata Pablo, lo demás lo tienes haciendo uso de la plata. A los
matones les pagas y a los demás también.
-¿Y cómo se solucionan todos los problemas en la vida? Pues con plata
mijo.- refunfuño Escobar.
-Usted sabe que no es del todo cierto, hay gente que tiene plata y verdadero
poder, a esos no los puedes comprar con plata, los compras con favores, eso es
exactamente lo que les hiciste con Galán: un favor. Pídeles un favor a cambio-.
-La cagada de pedir favores, es cuando llega el momento de pagarlos- dijo
Pablo.
-Usa tus recursos. Aquí no hay más que hacer que llevar a cabo una lucha
de poderes.
-¿Una lucha de poderes? ¿Más guerra?
Vicente no respondió nada. Solo se quedó mirando a su acompañante,
quien retomó sin dar la oportunidad de réplica.
-Hemos vivido en guerra, al único que parece gustarle es a José, no creo
que esté dispuesto a dejarla-.
Pablo ya había visto cerca la salida de este conflicto alargado por años y
causante de estragos en la sociedad colombiana. De allí el desespero sentido al
escuchar la propuesta del abogado, en quien creía totalmente a esta altura de
su relación.
-La declaración de “Guerra a Muerte” fue lo que hizo que tomaran en serio
a Bolívar. Aprende de la historia Pablo: Bolívar se tomó hasta los hospitales,
sacó a los españoles enfermos y los fusiló. Fueron más de mil. Cuando El
Libertador llegó a Pasto con su ejército, arrinconó a los imperialistas, los llevó
a un risco y los tumbó. Fue la llamada Masacre de Navidad. He allí Pablo, lo
que hace ganar las guerras: el miedo a la muerte. Es lo que más cala. Puedes
tener plata y poder pero de la muerte nadie escapa, muéstrales que cualquiera
está al alcance de morir si lo ordenas. Bolívar doblegó al imperio español con
el miedo a la muerte. Tú comienzas a enviar agentes americanos a ese país en
“body bags” y doblegarás al imperio de los Estados Unidos. Comienzas a
matar a los políticos colombianos y te tomas el Estado. Tú quieres tu libertad,
así que demuestra que tienes con qué negociar. Luego de esto, al igual que con
Bolívar, nadie tendrá reparos en sentarse a tu mesa. Usted es negociante Pablo
hijueputa, negocie –concluyó Vicente.
Pablo pensó un momento lo dicho por el abogado. Se detuvo a mirar en el
cielo la manera como la noche iba tomándose el día. Se levantó y tomó su
teléfono satelital siempre dispuesto al alcance de su mano y llamó a la única
persona en el mundo útil en este momento.
-José. Escúchame bien. Tengo algo que decirte. Yo creo que debemos de
asegurarnos un poquito, organizarnos un poquito, y empezar a mandar
muchachos a que quemen casas, a que hagan daños… esos políticos, esos
senadores… en todas partes hermano. Al militar que nos atropelle, al policía
que nos atropelle, a los jueces que nos molesten, a los periodistas, o sea que
tenemos que crear un caos muy verraco muy verraco para que nos llamen a
paz. ¡Cuando haya una guerra civil muy verraca nos llaman a paz!
Pablo no necesitó decir más ni dar explicaciones adicionales. Rodríguez
Gacha tenía meses pidiéndole una guerra conjunta en contra de Colombia y
esas palabras eran la aceptación a su propuesta. Vicente, en ese momento,
sabía estaba presenciando un momento histórico. Con esa llamada, Pablo
Emilio Escobar Gaviria y José Gonzalo Rodríguez Gacha, El Mejicano, se
convertían en los primeros hombres en toda la existencia de la humanidad,
“personas naturales” pensó Vicente, en declararle una guerra abierta a un
Estado legalmente constituido.
Ciento treinta y cinco kilogramos de dinamita viajaban escondidos en un
camión. Treinta millones de pesos había cobrado el terrorista. Don German
manejó el furgón hasta hacerlo detener frente a la sede de El Espectador, el
periódico más antiguo de Colombia y uno reconocido por dar los más
elocuentes y directos ataques informativos al Cartel de Medellín. Ese hecho le
había valido ser blanco continúo de los narcotraficantes.
Un par de golpes en la puerta hicieron sobresaltar al vigilante, quien a esa
hora se encontraba ya adormecido.
-Si. ¿A la orden? –respondió el vigilante alarmado por la tardía hora a
través de la puerta.
-Buenas noches hermano. Disculpe la hora pero es que me quede varado y
aquí no conozco a nadie- respondió la voz con marcado acento paisa al otro
lado- ¿Será que me puedes dejar guardar el camión en el parqueadero parcero?
Lo tengo lleno de mercancía y si le pasa algo me la cobran, y usted entenderá
que lo único que tengo es este trabajito.
-Voy por mi supervisor- dijo el vigilante.
El supervisor de personal de vigilancia inmediatamente llama a Juan
Bejarano, jefe de despachos del periódico para informar de la situación y
solicitar permiso, pues era este el encargado de la entrada y salida de los
vehículos al diario. Fue un rotundo no su respuesta. En el periódico dentro de
pocas horas iban a comenzar los despachos hacia todo el territorio y un
camión inamovible sería un estorbo para los demás vehículos entrando a
buscar sus cargas de papel.
-Señor, no podemos ayudarle, no tenemos espacio - volvió a gritar el
vigilante.
-Al menos ayúdeme a empujarlo, quedé atravesadísimo- pidió el
camionero.
El vigilante y dos policías patrullando la zona empujaron el pesado camión
hasta llevarlo a la esquina sur del diario, al lado de una estación de gasolina.
Los policías se alejaron, el vigilante volvió a encerrarse en el diario, el
terrorista abandonó el lugar, la mecha estaba encendida.
Seis horas después el estallido derrumbó el amanecer. Las paredes del
diario colapsaron ante la onda dañina. Grietas cobraron presencia en las
paredes, miles de fragmentos volaron en todas direcciones. Vidrios y
escombros caían dentro del edificio y una nube de polvo cubrió todo. La
explosión no cobró víctimas fatales, el terror había iniciado su gira por el país
del Sagrado Corazón de Jesús.
Periodistas y personal administrativo del diario empezaron a llegar, querían
ayudar, querían saber qué había sucedido. En una reunión apresurada se hizo
saber la gallarda posición de los periodistas: la maquinaria seguía en pie y la
puerta abierta para quien quisiera irse pudiera hacerlo sin miedo a
retaliaciones. El diario iba a seguir en lucha y nadie se retiró, todos iniciaron
sus labores. Al día siguiente una foto de la destrucción del diario llenaba la
página principal y se leía “Seguimos Adelante”.
Pablo llamó a Gacha para informarle el rotundo éxito del atentado.
-José, es hora de hacerles saber a todos que esta guerra no se acaba hasta
que se quiten ese cuento de la extradición de la cabeza. Tenemos que llenar
con terror cada noticia- dijo Pablo por su teléfono satelital localizado siempre
al alcance de su vista.
-Hermano, en este país las noticias, las noticias se olvidan rápido, aquí la
gente a lo único que le para bolas es a las novelas y al fútbol- respondió El
Mejicano
-Pues habrá que quitarles el fútbol- respondió seriamente Pablo.
El 15 de noviembre de 1989, Álvaro Ortega salía del hotel con su amigo y
también árbitro Jesús Díaz. El primero de ellos había sido el encargado del
orden durante el encuentro entre el equipo América de Cali contra el del
Atlético Nacional de Medellín, veinte días antes en la ciudad donde el primero
jugaba de local. Durante el partido Ortega anuló un gol del visitante,
entregándole el triunfo al equipo de los diablos rojos. Para todos, esto había
sido su sentencia de muerte.
Veinte días después de ese partido en Cali, de ese gol anulado, el hombre
capaz de hacer cumplir el reglamento estaba en Medellín con el objetivo de
volver a ejercer su oficio.
-¿Quién era?- preguntaba Jesús “Chucho”Díaz a su amigo tras verlo
preocupado luego de que atendiera el teléfono.
-Nada hermano. Después le digo, luego del partido -respondió casi molesto
el árbitro.
Un chirrido de cauchos obligó a los dos a voltear para poder ver el origen
del molesto sonido. El cañón de un arma se asomaba por una de las ventanas y
los disparos no se hicieron esperar. Dos balas atravesaron la pierna de Álvaro
y lo tumbaron al piso.
-Chucho me dieron- gritó el herido tirado sobre el suelo.
El sicario volvió a apuntar y esta vez dio más certeramente sobre el cuerpo
del árbitro. Chucho, heroicamente, corrió en dirección al auto desde donde se
producía el, hasta ese momento, intento de homicidio.
-Quítese Chucho que la vaina no es con usted- ordenaba el asesino tratando
de tumbarlo del carro.
Chucho agarró al conductor por el cuello y colgó un par de segundos en el
taxi donde se movilizaban los asesinos, pero cayó estrepitosamente sobre el
pavimento.
Sin sacudirse después de la caída, Chuco corrió a auxiliar a su amigo, a
quien levantó mientras suplicaba ayuda. Nadie lo hizo, solo un gamín se
acercó y ayudó a cargar al herido hasta otro vehículo de servicio público
detenido. Antes de montarlo, el habitante de la calle aprovechó y robó la
billetera al herido.
Quince minutos después en la clínica Soma declaraban muerto al árbitro
Álvaro Ortega. Una semana después se cancelaba el torneo de fútbol y se
dejaba al país sin campeón del deporte más querido por los colombianos.
Pablo Escobar tenía ahora toda la atención de todos sus compatriotas. “Es que
es una lumbrera el patrón”, pensó mientras cabalgaba a Túpac Amaru El
Mejicano.
Acababa de cumplir dieciocho años, estaba estrenando cédula y un traje
nuevo de paño, cuyo corte lograba su cometido: hacerlo lucir como un joven
ejecutivo cargando un maletín negro. “Como de abogado”, pensó cuando se lo
entregaron diez minutos antes del llamado a abordar el vuelo 203 de Avianca,
en esa tarde cumpliendo la ruta desde el aeropuerto internacional El Dorado de
Bogotá hacia el aeropuerto internacional Alfonso Bonilla Aragón de Palmira.
Era su primera vez en una máquina de este tipo, estaba entusiasmado y
asustado. En este viaje tenía todas sus esperanzas para el futuro, para cambiar
su vida y la de su familia. Le habían prometido comprarle una casa a su mamá
una vez el plan se ejecutara a la perfección. Algo adicional, pero más
importante, era el agradecimiento de El Patrón y la posibilidad de poder
hacerle más trabajos con los cuales amasar mucha plata.
-Recuerde bien, no vaya a prender la grabadora del maletín hasta que el
avión no haya terminado el despegue y haya volado algo. Si lo enciende antes,
la grabadora va a interferir con la radio del avión y lo mandan a bajar. Esto es
muy delicado- le dijo el hombre cuyo oficio para el cartel era organizarlo todo
para el atentado.
-Sí, voy a esperar hasta que ya no vea sino cielo y prendo la grabadora. Se
lo aseguro jefe- respondió el muchacho.
-Tranquilo, haga las vainas bien y pues ahí vemos qué decide El Patrón.
Días atrás Usma había contactado al muchacho, era hijo de unos
recolectores de basura de Medellín, no tenía muchas oportunidades pero sí un
gran afán por mejorar su futuro y el de su numerosa familia. Había sido
seleccionado para ser un “suizo”, palabra usada por los altos jerarcas del
Cartel para referirse a los suicidas dispuestos a hacer atentados de gran
peligrosidad. Algunos sabían el fatídico resultado final y pedían la mitad de la
plata por adelantado, con la promesa de hacerle llegar la otra mitad a sus
familiares luego de cumplido el trabajo. Pero había otros casos, como este, en
donde el “suizo” iba engañado hacia la muerte.
Usma, uno de los sicarios más sanguinarios y de más confianza de Pablo
celebró cuando fue seleccionado para este trabajo. Sentía esta asignación
como una muestra más de su escalada dentro de las filas del grupo y por ende,
uno con la posibilidad de recibir una paga muy buena.
-Un millón de dólares para que vueles un avión. Es una paga directa de El
Patrón- dijo el encargado de llevarle la noticia a Usma.
Ni siquiera dejó pasar diez minutos cuando ya había contactado a la
persona más experta en explosivos de la ciudad, otro grande dentro de la
organización antioqueña.
-C4 hermano, eso es lo mejor. Con poquito puede causar mucho desastre-
fueron las palabras escuchadas al otro lado de la línea telefónica.
Usma salió a buscar a uno de los reclutadores del cartel, uno muy hábil
para convencer pelados y conseguir el más apropiado para este trabajo.
Necesitaban a un muchacho con buena pinta, incapaz de despertar sospechas y
pasar por una revisión exhaustiva. Nada podía salir mal en el plan.
Entre las filas del Cartel se rumoraba sobre las causas del ataque. “Es que
en ese avión iban a viajar los Orejuela”, dijeron unos, refiriéndose a los
enemigos a muerte de Pablo Escobar. “Nada parcero, es el mismísimo César
Gaviria quien tomará ese vuelo”, respondieron otros. “Es un sapo que había
trabajado para Pablo y estaba siendo muy locuaz y había conseguido un trato
con la DEA y ahora emprendía huida para Cali para evitar al Cartel de
Medellín en Antioquia y Cundinamarca” reiteraban los demás.
La última especulación le había servido a Usma para inventarse el plan con
el cual confundir el muchacho y lograr se inmolara inadvertidamente,
destruyendo con él un Boeing con 107 pasajeros a bordo.
-Son esos tres a los que tienes que grabar. Dentro del maletín va la
grabadora encaletada. Métela debajo de tu asiento y listo. Presionas el botón
cuando yo te avise, yo voy al lado- con esas palabras los dos enviados por
Pablo se acomodaron dentro del avión de Avianca.
Al momento del capitán anunciar el inicio del protocolo para partir, Usma
hizo sonar su bíper y se excusó diciendo debía marcharse de urgencia porque
El Patrón lo estaba buscando urgente.
-Pero el plan sigue igual, espera unos 5 minutos y presiona el botón para
que la grabadora encienda- dijo despidiéndose del muchacho y pidiéndole a la
aeromoza permiso para abandonar el avión por una emergencia personal.
Usma se quedó en la terminal viendo al avión de casi 41 metros recorrer la
pista, elevarse por el cielo. Se sentía él en una mejor posición, una de más
altura, por lo menos en la escala social. Sentía ya el placer de saberse dueño de
un millón de dólares.
Cinco minutos después, cuando el avión estaba sobre Soacha, el muchacho
siguió las órdenes y presionó el botón rojo sobresalido por un costado del
maletín de cuero negro. No pudo hacer mucho más. El explosivo sirvió a la
perfección. De un golpe el asiento se desprendió del piso y una rajadura se
abrió en el fuselaje, desenganchando por poco el ala. Gritos y desesperación
recorrieron el avión de un lado a otro, las mascarillas cayeron y algunos aun
conscientes pudieron tomarlas. La aeromoza no hizo ningún anuncio por el
intercomunicador, no dio tiempo. La bomba estaba estratégicamente puesta
sobre uno de los tanques de gasolina y el estallido hizo ceder las paredes del
depósito de combustible. Un largo hilo del hidrocarburo brotó y se encendió
rápidamente causando una segunda y más fuerte explosión capaz de
despedazar el aparato en el cielo.
Desde tierra varios testigos observaron horrorizados como grandes pedazos
de la máquina se separaban y emprendían su carrera hacia un cerro cercano.
La aeronave tocó tierra causando un estruendo de pesadilla. Cadáveres
quedaron suspendidos en los árboles circundantes, miembros humanos
reposaban en el suelo, ropa, joyas, maletas sin abrir, hierros retorcidos,
asientos aún conservando en llamas los cadáveres y el fuselaje rojo y blanco
esparcido en pequeñas porciones por todos lados.
Las noticias eran caóticas, las autoridades se apresuraron a llegar al lugar,
periodistas y curiosos ya estaban allí. La lista de pasajeros era inconclusa.
Usma pasó por la casilla de cobro de costumbre; pero no había ningún
millón de dólares, solo le dieron cien mil y la promesa vacua de que El Patrón
pagaba sus deudas.
Treinta minutos antes de la tragedia, uno de los guardaespaldas de Gaviria
acompañó al coronel Homero Rodríguez hasta la presencia del nuevo
candidato presidencial del partido Liberal.
- Es importante- dijo el militar mientras le entregaba un sobre.
Gaviria leyó la misiva. Ahí estaba la lista de pasajeros del vuelo 203 de
Avianca. Aparecía, remarcado en rojo: “César Gaviria Trujillo, Silla 14F”.
Junto a la lista se podía leer: “Nadie está fuera de mi alcance”.
En ese momento comprendió que no debía tomar ese vuelo, pues temía que
uno de los sicarios de Escobar lo fuera a asesinar en pleno viaje. No se podía
imaginar lo equivocado que estaba. Cuando el atentado de Avianca se hizo
conocido en todos los medios informativos, sintió Gaviria sufrir la experiencia
de haber vivido uno de los miedos más grande de un colombiano en su época:
recibir una amenaza de Pablo Escobar.
María Cristina salió esa mañana a comprar las velitas para encender al otro
día con sus hijos y sobrinos sobre la acera frente a su casa. Lo mismo harían
sus vecinos del barrio Paloquemao de Bogotá. Iba a ser feriado y daría él un
inicio oficial a la Navidad, pero un trueno la hizo caer de rodillas y sobre ella
se vinieron los rollos de papel, esponjas, traperos, velas y otros enseres
guardados en el estante.
-Un terremoto, Ave María purísima- gritaba una señora mientras pagaba
sus compras en el momento del estallido.
-¡Volaron el DAS! ¡Volaron el DAS!- gritó un joven cuyo miedo lo hizo
correr por la calle frente a la tienda.
Eran las 7:15 de la mañana del 6 de diciembre de 1989 cuando un estallido
cercenó el edificio del Departamento Administrativo de Seguridad y asesinó a
63 personas, casi todas civiles haciendo fila para obtener su “Pasado Judicial”.
Quinientos kilogramos de dinamita estaban acomodados dentro de un bus
incapaz de despertar ninguna sospecha porque pertenecía a la Empresa de
Acueducto y Alcantarillado de Bogotá. El chofer dejó ir el auto y lo hizo
estallar cuando estuvo frente a las oficinas del departamento encargado de la
inteligencia en el país. El edificio de once pisos enfrentó a la explosión y
perdió. La destrucción era casi total, dentro no habían separaciones internas,
los vidrios fueron destruidos, papeles, escritorios, cadáveres, techos,
archivadores, todos incrustados en la pared. Los lamentos de los
sobrevivientes inundaban los rincones destrozados de la edificación.
Afuera el panorama no era muy diferente: retazos de algunos vehículos
movilizándose por allí precisamente en ese trágico momento, grandes pedazos
de paredes, heridos, muertos, desesperanza y una guerra perdida contra el
narcoterrorismo de Pablo Escobar, Rodríguez Gacha y su ejército de
paramilitares y mercenarios, todos ellos en pie de comando luchando sin
descanso para evitar la extradición y asegurar una negociación con el otro
bando, el gobierno.
El general Maza Márquez, jefe del DAS se encontraba en sus oficinas al
momento de la explosión pero no sufrió ningún daño. El espacio en donde
llevaba a cabo sus funciones eran lo más cercano a un búnker.
El brutal estallido destrozó locales comerciales, apartamentos y
supermercados, en un radio de tres cuadras. La onda explosiva se sintió hasta
cerca de tres kilómetros.
Pablo Escobar escuchaba las noticias desde su apartamento en una cara
zona en Medellín. Cuando oyó la del atentado, su cara produjo un claro gesto
de indignación. “Estos hijueputas siempre se equivocan. En ese bus no iban
500 kilos de explosivo, yo mismo mandé a reforzar la suspensión para que se
pudieran montar varias toneladas y hacerlo volar”. Fue esa su línea de
pensamiento, desarrollada a la velocidad de la luz, la creadora del ademán en
su rostro manifestando insatisfacción.
Vicente, sagaz como de costumbre, interpeló con sus palabras las ideas de
su jefe.
-Tranquilo Pablo. Hemos volteado la cosa- respondió Vicente.
Pablo volteó a verlo iracundo, estaba enojado pero no con Vicente, estaba
enojado porque aún no habían negociado. Tenía a Gaviria pero este aún no era
presidente. Debía esperar mucho y él no quería esperar. El recuerdo de Galán
le causó dolor. No dejaba de considerar un error haberlo matado y de allí su
inconformidad.
Vicente, por su parte, en su mundo, a su interior, estaba dichoso. Mientras
veía a su cliente, no pudo evitar notar la magnificencia de su vida. La suerte lo
había puesto justo en el momento cuando este hombre de Medellín y su socio
declararon una guerra sin precedentes al Estado colombiano; pero su talento lo
había dejado presenciar, desde una posición de privilegio, el preciso instante
en que esa guerra la estaban ganando.
-Esperar es una mierda y ni siquiera puedo ver fútbol- dijo Pablo apagando
el televisor en un canal donde pasaban una telenovela.

¡AVE, CÉSAR!

“A nuestra patria llegó, como llegó a más de 60 países del mundo, el poder
oscuro y criminal del narcotráfico. Y ha sido, desde 1982, un año antes de que
Rodrigo Lara asumiera el Ministerio de Justicia, ha sido el Nuevo
Liberalismo, la única fuerza política que en Colombia se enfrentó a ese
adversario terrible de la sociedad como lo es el narcotráfico”.
Gaviria recordaba esa frase, esa última parte recitada por Galán con una
fuerza inusitada en una presentación pública, en cada una de las entradas que
hacía a su nueva oficina: el despacho presidencial. Su obsesión por ella
radicaba en su capacidad para situarlo frente a un insuperable dilema: estar
obligado a tomar decisiones opuestas a las realizadas por su mentor frente al
problema causante de un gran desespero para su pueblo: la lucha contra los
carteles de la droga. Se sentía él entre una roca y un muro.
Lo martirizaba, en este viaje a su lugar de trabajo, el saber la inevitabilidad
de su reunión con Hank Parks, el hombre encargado de instaurar los intereses
de las principales empresas del mundo en todos los países. Gaviria recordaba,
en la antesala a esa cita, aquello dicho por su predecesor, quien promulgaba
constantemente su creencia absoluta de estar viviendo como sociedad “una
gran crisis moral”. “La crisis moral –repetía el evocado político- cuando afecta
a un pueblo, se expresa sobre todo en el momento en que los intereses
privados, los intereses particulares, tienden a prevalecer sobre los intereses
públicos… sobre los intereses colectivos”.
A cada instante Gaviria sentía haberse convertido en el enemigo jurado, el
villano a vencer por Galán. Sabía era él ahora parte de esa tragedia sufrida por
su sociedad, ignorante de la influencia sobre ella ejercida desde los pasillos
más oscuros del poder político. Aquel recordado por la historia por ser el
eterno aspirante a sentarse en la silla del máximo exponente del poder público,
describiría la situación como “una nueva forma de opresión del pueblo, más
sutil, más difícil de detectar y de comprender, más maquiavélica quizás, pero
igualmente frustrante, injusta y arbitraria, en sus efectos sobre la
colectividad”. Quien ejercía esa intimidación desde las sombras ahora, era
quien había jurado lealtad al líder caído en su lucha contra esa forma de
dominación; y eso lo desmoronaba.
Pero Gaviria siempre encontró tranquilidad en un pensamiento, en un error
en el análisis de Galán. Él, capaz de describir la situación social del país como
ningún otro, tuvo un concepto bastante elevado e infundado sobre el pueblo a
cuya vida entregó. Famosa fue la sentencia capaz de prever su muerte; más no
su destino: “A los hombres se les puede eliminar, pero a las ideas no. Y al
contrario, cuando se eliminan a veces a los hombres, se robustecen las ideas”.
Para Gaviria, unas fuerzas sombrías con su conocimiento y participación
habían asesinado a Galán; pero el pueblo había hecho algo peor: lo había
olvidado. Su creencia en ese sentido era irreprochable.
Había incluso, algo más, porque siendo él el principal defensor de la
enorme inteligencia de Galán, admitía desde su puesto de heredero lo limitada
de ella para pronosticar los cambios en el panorama político internacional. El
asesinato del líder se dio en un mundo; la presidencia de Gaviria en otro, en el
opuesto incluso. En noviembre 10 de 1989, 45 días después del magnicidio en
donde se transformó el país, el muro de Berlín caía y con él se llegaba al “fin
de la historia”, como lo llamó el académico de Harvard, el controversial
Francis Fukuyama. Para el profesor de la prestigiosa universidad, la debacle
del bloque comunista eliminaba, de tajo, todas las batallas ideológicas sobre
sistemas políticos y económicos: el capitalismo era el gran triunfador, la
democracia había arrasado y todo el mundo debería adaptarse a él. El planeta
enteró creyó su tesis.
Traída a su realidad, Gaviria adaptaba el contexto global a su vida diaria en
los eternos pero maravillosos debates entre Gustavo y Luis Carlos. La
coyuntura le dejaba claro a él lo errado de las posturas del político y la
veracidad de lo dicho por el empresario. Las ideas de Galán, aquellas
explayadas maravillosamente en sus emotivos discursos, eran parte del
pasado. El capital, la privatización, la reducción del Estado, la liberalización
del sector financiero, la globalización, todos esos eran los nuevos motores de
la historia, aquellos destinados a crear un paraíso en la tierra y los verdaderos
impulsores de la justicia social anhelada con ahínco por su ídolo. Galán había
sido asesinado en Colombia, pero su ideal era exterminado en todo el mundo.
Gaviria vivía en una encrucijada, debatiéndose constantemente entre las
presiones de aquellos vivos cobrando por sus servicios al haberlo convertido
en presidente; y el recuerdo de aquel hombre influyente, valiente e
incorruptible, cuyo legado lo impactó hasta lo más íntimo de su ser.
Gaviria admitió su condición de inferior socialmente desde una temprana
edad, algo únicamente concebible en un país clasista como el suyo. Era él un
hombre de provincia, nada más; un ciudadano normal nacido en uno de los
países más desiguales e injustos del mundo, en donde creció viéndose
subyugado por una realidad castradora del espíritu humano y su innata
capacidad de soñar. Pero, producto de su ímpetu, entró en la política y allí su
ascenso fue meteórico. Le permitió, su talento y entrega, cambiar las reglas
dictadas y establecidas, aunque no escritas, estructuradoras de una tradición de
castas, en cuanto le otorgaba el poder público en exclusiva a los poseyentes de
ciertos apellidos, permitiéndoles el acceso a los altos puestos jerárquicos del
Estado y entregándole el usufructo de sus beneficios a su selecto grupo.
Pero ya no era él esa persona. La vida, como dijo Gustavo, lo había puesto
en el momento justo, el tiempo adecuado y la situación correcta. Gaviria se
había convertido en el presidente de la República de Colombia por una
imposición del destino, contrario a la historia.
En esas cosas pensaba todas las mañanas cuando dirigía su andar hacia la
oficina presidencial, pero especialmente esta en la que se reuniría con Parks.
No olvidaba el duro camino transitado para llegar a esa posición, aunque el
recorrido en su trecho final se hubiera facilitado por el legado de Galán.
Gaviria se convirtió en el primer mandatario de sus nacionales en una elección
imposible de no considerar como un mero trámite. Así de descomunal era el
nombre de su antiguo guía y la grandeza de la lucha por él escogida. Debía
continuar él con el proyecto capaz de enamorar a su mentor, ilusionar a su
pueblo y crear una leyenda. Pero hizo lo contrario.
El partido político Nuevo Liberalismo era la ilusión de Galán. Buscaban
sus integrantes y, especialmente su emblemático líder y fundador, una política
capaz de diseñar y realizar una nueva sociedad para superar la encrucijada
sufrida por Colombia. Tenían cinco metas fundamentales, según rezaba en sus
estatutos: la independencia nacional, la identidad cultural del país, la
democracia orgánica, el nuevo concepto del Estado, y la estrategia del
crecimiento económico e igualdad social. Por esas ideas luchó Galán y,
mientras fue su jefe de debate, también lo hizo Gaviria. Como presidente
elegido, las olvidó por completo.
Para el gran líder “el concepto de la democracia orgánica, que defiende el
Nuevo Liberalismo, cuestiona la sobrevaloración del poder asignado al
ejecutivo y el dominio del Congreso por una casta política que ha arrebatado
al pueblo colombiano el derecho a tener una auténtica asamblea que los
represente. La democracia orgánica debe incluir tres aspectos fundamentales:
una democracia que conduzca a una descentralización administrativa, una
democracia económica que luche contra la concentración de riqueza, y una
democracia social que permita abolir los privilegios de cuna y de clase social
colombiana”. En pocas palabras, promovía él una revolución social, una
apertura democrática.
“Quedaste en el pasado Galán”, concluía Gaviria mientras rememoraba
esas palabras en su oficina esperando a Parks, buscando medios para encontrar
calma en su espíritu. Impulsado por su marcada confianza, el presidente
llenaba sus ministerios de jóvenes promesas de la política, un grupo bautizado
por la prensa nacional como el “kínder”, afanados por imponer las ideas del
“Nuevo Orden Mundial”, centradas todas ellas en la libertad absoluta al
mercado, promoviendo el quehacer de los empresarios como la solución a
todos los problemas.
Galán, como presidente, habría buscado ser un reformador y por eso su
deseo absoluto de evitar “el crecimiento desmedido del poder ejecutivo, el
aislamiento del Congreso respecto de la realidad nacional, el uso casi
permanente del estado de sitio para resolver los conflictos sociales, la
inoperancia de las instituciones en especial de la justicia y la corrupción y el
clientelismo en la administración pública”. También, denunciaba él que “en la
crisis de la sociedad se atribuye un papel protagónico a los partidos políticos,
convertidos en ‘dominios feudales’ dedicados exclusivamente a buscar la
obtención de cargos públicos y la relación de sus representantes en los
organismos legislativos”. “Frases sin sustento cuando se llega al poder”,
pensaba su sucesor. “La política es pactar, no hay problema con pactar, el
problema es qué se pacta”, le había dicho Gustavo a Gaviria con tal se sacará
de su mente todas esos anacrónicos pensamientos. César le daba la razón hoy.
También, para Luis Carlos, como le decían sus allegados más leales,
“frente a las relaciones internacionales se busca crear conciencia de la
necesidad de independizar a Colombia de los intereses de las grandes
potencias. Se busca integrarla a las regiones próximas como Latinoamérica,
con las cuales existen vínculos culturales cercanos y se pueden establecer
vínculos económicos productivos. La posición del Nuevo Liberalismo es no
aislarse del mundo pero mantener una independencia en la cual se puede
reivindicar los valores propios de la sociedad Colombiana”. “Ya no vivimos en
ese mundo Galán”, reflexionaba Gaviria, quien sabía que “hoy son los Estados
Unidos la gran potencia”. Frase muy similar a la expuesta por Matrix, por
Parks, por Gustavo, todos ellos con carreras exitosas gracias a ese mismo
aliado.
Sin importar todos los debates, las aristas, perspectivas o ideas, la verdad
es inocultable y dolorosa: Galán, si su vida le hubiera alcanzado hasta hoy,
vería en su sucesor, el presidente Gaviria, a un completo traidor. Y su primera
gran felonía fue el haber claudicado frente a Escobar, a quien nunca trató
como un criminal, sino como a un aliado. Triste realidad cuando se contrapone
al hecho indiscutible de haber sido el capo el autor del crimen cuya
consecuencia más chocante fue haberlo hecho a él presidente.
Gaviria daba vueltas en su despacho presidencial en un andar al parecer
imparable. La llegada de Hank Parks incrementaba su angustia. No hallaba
paz en ninguna forma, más cuando se vio obligado a declarar, solo unos días
antes, el Estado de conmoción interior, producto de las circunstancias y la
guerra declarada por el Cartel de Medellín. Pero el contexto no justificaba la
realidad: la imposición era una traición más al legado supuestamente protegido
bajo su mandato. Y todo fue establecido en esa importante reunión, en la que
volvió a ver al abogado de Pablo, en un encuentro secreto, realizado en la casa
de Virgilio, a las afueras de Bogotá, donde se encontraron el presidente
Gaviria y el abogado de su enemigo más poderoso, en una reunión esta vez sí
pactada.
De pie, bajo la inmensidad de un cielo azul bastante nublado, cuyo color
gris anunciaban una próxima y muy fuerte lluvia, se vieron las caras estos dos
hombres, en total secreto, en un encuentro a punto de cambiar por completo la
historia del país y, a pesar de eso, tan solo conocida por media docena de
personas.
-Señor presidente, es un honor encontrarme de nuevo con usted. Mis más
sinceras felicitaciones por un triunfo muy bien merecido –saludó Vicente
mientras se acercaba a Gaviria.
-Ha sido la peor pesadilla de mi vida – respondió Gaviria, ya en tono de
figura presidencial.
-No tiene por qué seguir siendo así – fue lo dicho por un siempre elegante
y locuaz Vicente.
-Voy a serle sincero abogado: sé lo que quieren, me lo han dejado saber
desde antes. Y la verdad, lo que más quiero en la vida es que se acabe esta
guerra y que usted se largue de mi vista. Dígale a su cliente que estoy
dispuesto a darle lo que desea. Eso sí, lo que me han dicho ya, ni una cosa más
y tal vez algo menos.
-Presidente, no se equivoque. Sé, en esta circunstancia, no soy más que un
mensajero; pero quien manda el mensaje es Dios o el diablo en persona, como
usted quiera verlo. Mi cliente, como usted osa llamarlo, quiere lo que ya ha
pedido, nada más; por eso es que no hay exigencias adicionales: por qué él no
las desea; no porque usted las rechace.
Gaviria acomodó su postura, enderezándola hasta lo máximo permitido por
su cuerpo, encontrando en la pose la fuerza necesaria para responder el
comentario con el tono deseado.
-La última vez que usted y yo hablamos, en una escala de poder yo estaba
abajo y usted arriba; ahora es al revés. Imagínese cómo será la próxima,
cuando su cliente no sea más que un preso y usted básicamente un mensajero.
Gaviria se refería al encuentro habido entre ambos, cuando éste era aún
candidato, organizado por medio de Parks y Joe, en la oficina de Gustavo. Esa
tarde, Vicente entró a la oficina del magnate y mirando al agente de la DEA le
espetó sin ninguna cortapisa:
-Acá la oferta solicitada a mi cliente-.
Finalizada la sentencia, Vicente tiró un extenso documento en el que se
estipulaba lo requerido para hacer realidad la entrega del capo de Medellín.
Antes de salir de la oficina, Vicente le dio una mirada a Gaviria:
-Esto es una realidad. No lo tome a la ligera: será usted el hombre que
ponga en prisión al criminal más buscado del mundo. Pero quiero saber, ¿está
listo para hacerlo? ¿para asumir las consecuencias de lo que está a punto de
hacer para alcanzar el poder?
Todos en el salón callaron. El simple recuerdo de Galán los intimidó.
Gaviria ni fue capaz de responder. Vicente se afanó por el silencio.
-Lea el documento –ordenó el consultor legal.
Más de un año después, Gaviria tendría una segunda reunión en la finca de
Virgilio con Vicente, la que recordaba al detalle mientras esperaba a Parks,
antes de entrar a su despacho presidencial.
-Sabías palabras, estimado señor presidente –dijo Vicente en esa ocasión,
ahora recapitulada por su interlocutor-. Muy, muy reales por demás, cada una
de ellas. Pero, por eso misma, indignas de alguien de su estatus. No es de los
grandes amenazar a los débiles. Son esas cosas las que determinan de qué está
hecha realmente una persona. Pero en mi perspectiva, algo de esperar, pues no
es más el recordar cómo obtuvo usted el lugar en el que está para saber la
calidad humana detrás de la figura.
Gaviria trató de asesinarlo con su mirada, generando en Vicente una
agachada sutil de su cabeza, además de su posterior retirada del espacio y la
conversación. No hubo más palabras, y el ofendido no volteó para ver el partir
de su agraviador. Mientras buscaba medios internos para superar el dolor por
la innegable realidad de lo escuchado, Gaviria se impresionó al escuchar el
impacto del documento tirado al piso, frente a sus pies, por Virgilio. Quedó
abstraído viendo al viento levantar las hojas del texto detenidas por un anillado
hecho en una humilde papelería, en su intento de escape por los aires. Estaba
allí, en ese escrito, ya conocido por él, estipulado cada mínimo detalle de lo
deseado por el criminal más buscado del mundo.
-Lo haré abogado. Este país no puede seguir igual- dijo Gaviria.
Pablo contemplaba el atardecer, caminando por Nápoles, antes de recibir la
noticia, por parte de Vicente, quien lo llamó apenas Gaviria dio confirmación
en la finca de Virgilio, de la pronta existencia, en unos meses, de sus deseos.
En poco tiempo serían una realidad. “A Gaviria, lo tengo”, pensó el jefe del
cartel de Medellín. No se equivocaba en su apreciación.
-Vicente, a mí la gente que me funciona la vida le cambia –dijo un siempre
amable Pablo al escuchar lo dicho por su abogado.
-Gracias Pablo. Pero permítame decirle algo: creo se equivoca; es a la
gente a la que yo le funcionó a la que le cambia la vida.
Escobar no pudo evitar emitir una fuerte sonrisa. Vicente aprovechó el
buen humor para dejarle saber el resto de la noticias puesto que la totalidad de
la información no era positiva.
-El problema es que la cárcel no empezará a construirse hasta el próximo
año.
-¿Y por qué?
-Aún no lo sé Pablo.
-A mí no se me responde así. Ya le mandé a decir a esa malhablado que no
me iba pudrir en una celda de mala muerte. Es mi cárcel o nada.
-Y así va a ser; pero en algo tiene razón él: la cárcel la comenzamos a
construir cuando la entrega esté pactada.
No se necesita ser un experto en sistemas penitenciarios para determinar
por qué no se le puede dejar construir al preso su propio lugar de reclusión. En
ese excepcional caso a nivel mundial, La Catedral de Envigado sirvió como un
perfecto ejemplo del porqué de tan lógica regla. La prisión de Escobar,
diseñada y elaborada por su principal reo, estaba poblada de túneles, guacas y
recovecos para satisfacción del criminal.
Mientras Vicente entraba a la casa de Virgilio, se notó intimidado al Pablo
preguntarte por el tema de mayor trascendencia, uno que no se había debatido
con el presidente. Escobar no podría haber sido más preciso en la importancia
de ese aspecto de la negociación
-Lo de la cárcel lo superamos, eso lo sé; pero lo verdaderamente
importante abogado, ¿en eso cómo vamos?
-Pablo, llamar a una constituyente no es algo menor. El Congreso debe
aceptar la propuesta. Gaviria lo va a hacer. Tengo seguridad en eso.
-Yo no me voy de este país abogado. Muero en Colombia. Y si yo me voy
de Colombia, el que muera acá es usted. ¿Queda claro eso?
-Sí señor.
Producto del tono de voz usado en la llamada, cuando Gaviria ingresó a la
mansión de Virgilio fue abordado de inmediato por Vicente.
-Señor presidente, me incómoda mucha molestarle; pero hay algo más por
tratar en esta conversación.
-Lo sé, pero solo puedo decir que no tengo cómo explicarle lo
inmensamente difícil que es organizar lo que me pide. ¿Cómo no extradito al
enemigo número uno de los Estados Unidos?
-El enemigo número uno de los Estados Unidos no es Escobar. Y eso,
créame, ya está muy adelantado con ellos.
-Para Pablo, no para mí o para Colombia. ¿Tiene idea usted de lo que
pasaría en este país si se encierra en una mansión llena a de lujos al principal
exportador de cocaína del planeta? No nos dejarían en paz. Llevamos casi una
década persiguiéndolo, declarándole la guerra. No se van a olvidar de él así no
más.
-Créame, así va a ser. Se van a olvidar de él como si nada.
-¿Se le subió lo que vende su cliente a la cabeza?
-Usted otorguenos la Constitución, prohíba la extradición y nosotros nos
encargamos del resto.
Vicente le estiró la mano a Gaviria y se despidió, agradeciéndole el tiempo
y la disponibilidad a él prestada. De exacta misma manera, con su elegancia
exhibiéndose en cada gesto, Vicente se había despedido de Pablo cuando
volvió a llamarlo para contarle los avances de la reunión.
Dos días después del encuentro entre el jurista y el presidente en la
hermosa finca, el criminal se reunía en sus terrenos de Envigado, donde lo
había hecho anteriormente con Gaviria, con el oficial encargado de su captura.
Serían de nuevo tres hombres, hablando en secreto.
-Pablo, te presentó a un gran amigo –dijo Joe apenas se encontró con
Escobar.
-Max Matrix, señor –dijo el nuevo integrante del trío.
-Pablo Emilio Escobar Gaviria –respondió el dueño de los terrenos. –Esto
es muy sencillo señores: yo hice lo solicitado y espero a cambio lo demandado
–dijo entrando en el tema de manera directa.
-No va a ver mucha complicación en eso Pablo –dijo un sinceramente
interesado Matrix.
Escobar, mirando a Joe, respondió…
-¿Y usted qué va a decir?
-No va a ver problema Pablo. Si Colombia cancela la extradición, no habrá
presión de nuestra parte.
-Pablo, pero es importante entender algo: esto es un trato de una sola vez,
para una sola persona. No puede negociar usted en nombre del cartel, ni de
otros comerciantes de droga – recalcó con mucho énfasis Matrix.
-Interesante forma de referirse a nuestro grupo de empresarios, señor Max.
Sí, eso lo sé. Pero mi gente se encierra conmigo, se quedan conmigo y están en
paz conmigo.
-Un grupo selecto sí –rápidamente dejó saber Matrix.
-Pues me toca entonces acabar con la extradición.
-Ese el trato Pablo –dijo Joe. –Si no logra cambiar la ley, nos lo llevamos.
-Eso está ya andando.
-¿Poniendo bombas lo va a lograr? –criticó con su tono Matrix
Escobar se quedó mirándolo, como midiendo las palabras recién
escuchadas, analizando qué decir a continuación.
-Hay algo que ustedes los de los Estados Unidos ocultan y es que hay que
ser realistas, estamos viviendo una civilización de la cocaína. La cocaína está
invadiendo al mundo entero, porque es una droga menos fuerte, menos
perjudicial que otras drogas. El problema de los drogadictos es un problema de
falta de educación y disciplina, pero pasa lo mismo con el alcohol; no hay
ninguna diferencia entre un hombre tirado en la calle borracho y un
drogadicto. Lo que le trato de decir señores agentes, es que actualmente la
cocaína es el mal, es la sustancia peligrosa, porque somos los colombianos los
que la producimos y porque escapamos al control de ustedes los americanos.
No es más. Yo soy un criminal, lo reconozco; pero no soy el único en esta sala
que lo es. Matan ustedes más gentes con sus cigarrillos, sus cervezas; pero me
persiguen a mí por haber nacido pobre en Colombia.
Matrix sonrió. Escobar entendió el gesto como una frustración de su
contraparte al no haber encontrado una respuesta.
-¿Cuánto me va a costar comprarles mi paz?
-Mucho Pablo, muchísimo –respondió enfáticamente Matrix.
-Ese fue el problema entonces, no la cocaína que envié para los Estados
Unidos; fue la enorme cantidad de dólares que saqué de allá para acá.
Los tres hombres sonrieron.
Y así, con una cárcel estructurada, diseñada y organizada en sus propios
terrenos, la Guerra contra las Drogas acabó en el país el 18 de junio de 1991,
cuando Pablo Emilio Escobar Gaviria se entregó a las autoridades
colombianas. Su rendición fue posible producto de los oficios del padre García
Herreros, ilustre miembro de la Iglesia Católica colombiana, quien días antes
había recibido una enorme hacienda de parte del narcotraficante, un asunto
menor porque según el prelado, “cuando se hace la voluntad de Dios, no hay
corrupción”.
Escobar había subyugado al gobierno de Colombia en la tierra, pero
también al del todopoderoso en el cielo. Aunque más sorprendente fue el
cambiar los intereses del imperio terrenal. Este hombre, el enemigo número
uno del mundo, el principal problema a la seguridad nacional de los Estados
Unidos, el mayor asesino de jóvenes de ese país por la exportación de su
producto, no tuvo ningún problema con la supuestamente implacable justicia
norteamericana. Colombia se desangró cerca de una década porque los
Estados Unidos le hicieron ver la droga como el diablo en persona y a su
principal exportador y productor como el más allegado hombre a Satanás.
Toda esa época de desgracias concluyó con Escobar viviendo tranquilamente
en una mansión en sus terrenos en Envigado, borrando el sacrificio de los
miles de hombres caídos por dar esa lucha y con los Estados Unidos
olvidándose por completo de la extradición.
-Pablo –le diría con mucha cautela Vicente un año antes de ser arrestado-,
Gaviria va a mover sus fichas para alcanzar la constituyente; pero es nuestro
trabajo hacer que en esa constituyente se escriba lo que queremos que se
legisle.
-Sé para dónde vas y te aseguro que sí. Estoy de acuerdo. Debes hablar con
ellos.
Dos días después de ese intercambio, en una reunión secreta entre Vicente
y los principales líderes del grupo guerrillero M-19, se estipuló todo el apoyo
necesario para que ellos pudieran comenzar su carrera política. El afán de una
sociedad más democrática, más justa, con más oportunidades para los pobres,
tesis que el grupo rebelde anhelaba para su país, compaginaba a la perfección
con el ideario de Pablo. Por eso quería el capo garantizarles la obtención de la
votación más alta para la Asamblea Nacional Constituyente, poniendo al
alcance de sus manos una financiación ilimitada. El pago, por su puesto, era la
cancelación de la extradición.
“Hagan la campaña que quieran, en donde quieran, como quieran. Desde
hoy, tienen todos los medios a su alcance”, le habría dicho Vicente al grupo
revolucionario antes de subirse al auto con el objetivo de sacarlo de Zipaquirá,
municipio en donde se habían reunido. El primer plan elaborado entre el
narcotraficante y el grupo revolucionario sería un éxito. Incluso Joe se
sorprendería de ver cómo los dineros del narcotráfico se deslizaban con total
tranquilidad y conocimiento del presidente Gaviria entre los legisladores a
punto de crear la ley de leyes en Colombia, algo que compartiría públicamente
en una entrevista dada a un medio nacional.
Citando el titular de El Espectador, a Colombia le ganó el terror y Gaviria
fue el encargado de claudicar ante él.
Matrix vería en televisión, en su casa en Pittsburgh, el momento de la
entrega de Escobar a la justicia colombiana. “Como consecuencia de la
política de paz y fortalecimiento de la justicia del señor presidente y su
gabinete ministerial, he decidido someterme a los decretos 2047, 2147, 2372 y
el 3030 de 1990, respaldados por el señor Procurador General de la Nación,
los señores Magistrados de la Corte Suprema de Justicia y por la enorme
mayoría del pueblo de Colombia”, escucharía Matrix decir a Pablo. Postrado
allí frente al aparato creador de imágenes virtuales, tomó su teléfono y marcó
un número de difícil recordación en ese momento, como consecuencia de los
dos años sin utilizar esa combinación. Cuando obtuvo respuesta, dijo
tajantemente…
-Parks, es hora de culminar esto.
Tiempo después, Hank estaba a punto de tomar un avión. El destino era
Colombia. El objetivo la cita con su presidente. El aterrizaje por Bogotá es
realmente uno mágnifico; pero Parks nunca lo había notado. En cada visita
hecha con anterioridad el sentimiento dominante era el estrés. Hoy, era la
dicha y esa apertura mental le permitió vislumbrar los bellos paisajes de la
sabana capitalina, desde donde saldrían las flores a punto de conquistar el
mercado norteamericano, gracias a los acuerdos a firmar por Gaviria. Le
quedó imposible no notar el enorme campo de rosas blancas, donde
seguramente estarían los hombres de Sandro trabajando.
Disfrutó de un almuerzo en un restaurante local, en el norte de la capital,
vislumbrado cómo estaría de transformado todo en poco tiempo. Sin saberlo,
Parks estaba teniendo una premonición más acertada de lo creído por él: en
ese centro comercial, donde se hallaba saciando su apetito, se abriría el primer
McDonald’s en Colombia, dándole con ese momento, con la venta de su
primera Big Mac, el bautizo oficial como miembro de la globalización al país.
Y todo era gracias a él.
Ya entrada en la noche, y tal vez por no perder la costumbre, el sicario
económico entró con mucha cautela al palacio de Nariño donde su residente
actual lo esperaba con todo su equipo, en el despacho presidencial. Había
pasado Gaviria todo el día recordando los vaivenes de la historia y sufriendo
por el recuerdo de Galán. Pero ahí estaban ya los dos. El discurso dado por
Parks era uno ya interiorizado; era el mismo hecho durante la década pasada a
lo ancho y largo de todo el continente. Pero hubo un placer especial en
recitarlo esta vez, pues sabía tendría una respuesta afirmativa del único país
que se la había negado. Con esto cerraba una carrera perfecta como hombre
encubierto de la CIA. Culminaba su vida en el séctor público, donde siempre
actuó en secreto, con un broche de oro.
Colombia, de la mano de Gaviria entraba a la modernidad. Importación de
productos de todos lados buscando saciar la sed de consumo en los nacionales,
con tal pudieran gastar menos en los objetos añorados gracias a la maquinaria
publicitaria; privatización de empresas estatales con la promesa de estas
comenzar a prestar un servicio más eficiente a sus clientes; independencia
total del banco central con tal se centrará exclusivamente en el control de
precios y se mantuviera la estabilidad. Durante años, los gobernados por
Gaviria se impresionaban con la llegada de nuevas y brillantes marcas al país:
Colombia estaba de moda.
En breve, Gaviria habría de hacer casi todo lo detestado por Galán. Pero
para el mundo, el pueblo y los medios de comunicación, su accionar era
impecable. Todos le daban la razón. La historia estaba de su lado. A Galán y
sus ideas el mundo habría de olvidarlos. La muerte del candidato había
logrado conjugar los intereses de un poderoso sector de la política y la
economía mundial. Los ríos de sangre corriendo en la tarima de Soacha fueron
intercambiados por las corrientes inmensas de dólares entrando al país.

LA FUGA

Llevaban casi media hora de persecución en tierra y por poco logran


escapar luego de pasar a la lancha rápida con la que buscaban escabullirse por
el mar Caribe, al ser divisados por los dos helicópteros artillados, cuya
tripulación estaba dispuesta a todo con tal de conseguir su captura.
Abandonada la embarcación, se ocultaron entre los matorrales, donde era casi
imposible esconderse de las aeronaves que los acechaba. A uno de los
tripulantes en el aire le llamó la atención el camión Chevrolet rojo, que estaba
siendo usado para la huida de El Mejicano, su hijo y cuatro guardaespaldas.
Freddy, el hijo de Rodríguez Gacha, y un par de guardaespaldas, al sentirse
descubiertos, se lanzaron del camión abrigado por una carpa y emprendieron
la carrera por entre las matas de plátano sembradas por toda la zona. Uno de
los helicópteros los siguió y el otro permaneció vigilante al camión transitando
velozmente el polvoriento camino. Comandos dirigiendo la persecución a pie
iniciaron un enfrentamiento con el hijo del capo de Cundinamarca y lograron
en un breve intercambio de fuego darlo de baja a él y a sus acompañantes.
El jefe de guerra del cartel de Medellín continuaba la huida acompañado
de los guardaespaldas restantes, con infortunio de encontrarse de frente con
una patrulla de la infantería de marina custodiando una propiedad decomisada
al reciente capturado y extraditado Eduardo Martínez Romero. Al verse
rodeado, decide salir del vehículo y tratar de huir a pie, con los comandos de
élite fuertemente entrenados a su paso y quienes un minuto antes habían sido
dejados en tierra por el helicóptero tratando de darle caza. Los disparos no
dejan de escucharse y mientras uno de los escoltas descarga desatinado e
irracionalmente hacia sus perseguidores, trastabilla ante el impacto de una de
las balas de su enemigo y cae muerto.
Gacha está armado con un fusil R5 y media docena de granadas. La
distracción creada por su guardaespaldas le ha dado el tiempo necesario para
ganar un par de metros a los efectivos de las fuerzas armadas. El capo corre
tratando de ocultarse y llegar a salvo adonde pueda perderlos definitivamente.
Escucha un par de disparos lejanos, cuyo sonido le hace creer estar muy cerca
de los hombres armados dándole caza. Ante el inminente peligro, responde él
con un par de tiros del fusil, siendo esto suficiente para delatar su posición a
los uniformados desubicados y que lo habían perdido de vista. Gacha, en su
desesperación, los hizo volver tras sus pasos.
El Mejicano se encuentra ante un cerco de alambre de púas y en el afán de
la huida trata de vencer el obstáculo torpemente, enredándose en su intento por
pasarlo por abajo. En su impetuosa iniciativa, una de las navajas del cercado le
arranca una gran parte del cuero cabelludo, llevando a Gacha a gritar
adolorido. Cansado y sin fuerzas para seguir, ve el helicóptero sobre él
acercarse y al artillero en la puerta apuntándolo. Una bala de alto calibre
recorre primero el cañón y atraviesa fieramente el aire para culminar su
trayecto impactando frontalmente en la cabeza de El Mejicano, haciéndosela
explotar en mil pedazos. José, conocido por ser vanidoso, cayó desfigurado
sobre la hierba. Su sombrero blanco pelo e’ guama se arrastraba por el aire un
par de segundos, para luego aterrizar tras el alambrado de púas.
-Patrón, yo me devuelvo aquí- dijo susurrando un guardia de prisiones,
sacando a Escobar de sus recuerdos sobre la huida y muerte de su compadre y
socio. Ahora era él quien estaba a punto de escapar de La Catedral y era casi
imposible no traer a su mente lo que vivió su mano derecha y jefe del brazo
armado del cartel. La fuga de Pablo se produjo un día antes de la llegada del
ejercito a la cárcel, gracias a la información dada al criminal, en la que se le
dejaba saber que le quedaba un día para ser trasladado a otra prisión, por
ordenes del presidente. El hombre más temido del país iba a rondar libre por
las calles, y el pueblo, sin saberlo, dormía tranquilo. Entre la espesa bruma y la
ayuda del “apagón Gaviria”, los cuatro hombres que estaban a punto de
romper la tranquilidad de la selva, apenas lograban verse la cara.
-Popeye, esta vez sí nos van a matar- dijo Pablo a su esbirro de mayor
confianza.
-No diga eso patrón. No lo sabe. Confíe en mí –dijo su más cercano amigo
esa noche.
Las palabras de su subalterno le recordaron los momentos previos a la
muerte de su socio, José Rodríguez Gacha, alías El Mejicano.
-Compadre, no me voy a entregar. No me joda más con eso. Yo soy más
poderoso que ellos, tanto que me he fregado matándolos para terminar en una
celda de esos hijupuetas- diría El Mejicano.
-Confía en mí- le respondería Escobar.
El intercambio se dio dos días antes de que “El Navegante”, el escolta de
confianza de El Mejicano, recibiera cincuenta millones de pesos por parte del
gobierno Barco, como contraprestación por delatar la ubicación de su jefe.
Mientras se aprestaba a caminar por el monte allende a La Catedral,
Escobar no pudo evitar comparar esa respuesta con la recién escuchada por su
hombre de seguridad. Y ahora, mientras se fugaba, temía que su antiguo amigo
hubiera tenido la razón. Impulsado por el fantasma de sus recuerdos, Pablo
dijo vehementemente:
–Listo mijo, tumben la pared de yeso para despistarlos, retrasen la entrada
de los del gobierno mañana, hasta lo más que puedan, ya verán que soy bien
agradecido con quienes cooperen- se escuchó decir a una voz cuya fuente no
se veía al estar perdida en medio de los árboles.
Los cuatro hombres seguían su trayecto sin mirar atrás y tratando de llegar
con rapidez a los 3 Jeeps ubicados para, según los planes, partir desde algunos
cientos de metros de donde ellos estaban. Detrás de ellos, en la gigantesca
edificación en donde había estado recluido por 405 días, estaban empezando a
organizarse los planes para establecer una fingida y emocionante posterior
fuga del recluso más importante de la nación.
Algunos convictos acompañados de guardias de seguridad de la
penitenciaria cargaban armas hasta las habitaciones y organizaban cómo iban a
desenvolverse los acontecimientos del siguiente día, cuando haría presencia la
fuerza pública para reubicar al capo. La radio satelital permanecía siempre
encendida esperando noticias y órdenes.
–Ya saben, el patrón sigue aquí con nosotros- gritaba uno de los hombres
de Pablo al mando de la operación –se ponen las máscaras antigás cuando
toque ocultarnos de quien sea- vociferaba él.
Eran las seis de la mañana del día martes y la información era confusa.
Pablo, quien ya había huido, le pagaba los millones prometidos al alto mando
militar quien le informó de su traslado a una prisión donde perdería el control
total de sus actividades y su probable posterior extradición. Pablo no correría
ningún riesgo. Aunque habían cambiado la ley para no extraditarlo sabía que
esta podía volver a cambiarse a su antojo: “la ley la escribe el que mejor pague
y los gringos tienen mucha más plata que yo”, era una frase recurrente de él,
durante su larga estadía en la prisión de su propiedad.
El criminal no confiaba en los representantes de gobierno ni en quienes
estaban por encima. Había trabajado para ellos y sabía su accionar. Previó con
certeza la llegada de este día y conocía la facilidad para hacer desaparecer
personas con información importante. La poseída por él era única y no tenía
pruebas para sustentarla. Por todo eso, el día de su muerte parecía haber
llegado hoy. Pablo había sido traicionado por Gaviria y por los gringos. Tenía
razones para creer eso.
José Orlando Chávez caminaba con parsimonia alrededor de su celda, en el
pabellón de máxima seguridad de la cárcel modelo de Bogotá. Detuvo su
andar al momento de escuchar los fuertes y pesados pasos de unos hombres en
botas de cuero dirigiéndose hacia su espacio de reclusión. Sin decirle nada, los
tres oficiales del ejército abrieron su celda, tomaron por los brazos al recluso,
lo forzaron a caminar por el pasillo, lo subieron a un auto y luego a una
avioneta, cuyo aterrizaje se dio en el departamento del Magdalena. Allí, junto
a la aeronave, estaba un naciente líder paramilitar en Colombia, más tarde
reconocido a nivel mundial como el jefe de las AUC: Carlos Castaño. Los
hombres de la fuerza pública le entregaron el magnicida al futuro genocida,
enterrando con ese acto el penúltimo eslabón de pistas capaces de dar a
conocer la verdad sobre el intrincado asesinato del líder político. Como
rehenes de Castaño estaban también Sandro Gonzáles y su amigo José, cuyo
apellido era María.
Pablo recordaba la historia. “Solo quedo yo”, reflexionaba el capo, quien
veía su traslado de la cárcel como una jugada de Gaviria para eliminar al
último hombre que sabía la verdad sobre la muerte de Galán. A través de la
radio satelital, por boca de sus lugartenientes en este precinto, se había
enterado del ingreso del Director Nacional de Prisiones a su celda, puesto ya
hacía presencia en la prisión los hombres del gobierno encargado de
trasladarlo.
Dentro de La Catedral el ambiente era de tensión extrema: afuera se
encontraba el Viceministro de Justicia y el comandante de la IV Brigada, una
elevada cantidad de soldados se habían desplegado por todo el lugar y la
vigilancia era máxima. Las visitas se habían cancelado, los vehículos militares
bloqueaban la vía de ingreso, el puente de madera estaba vigilado, la malla
había sido reforzada, los guardianes penitenciarios ya no eran los únicos con el
control del terreno y el nervioso descontrol por tomar el control era evidente.
El Director de Prisiones era custodiado por reos armados y tomó posición de
la silla arrimada por uno de sus captores. De una pequeña nevera uno de los
prisioneros sacó una botella de agua y se la acercó.
–Atendiendo la seriedad de la situación mejor sírvame un whisky- propuso
el director de la prisión, el coronel Homero Rodríguez, quien se había
posesionado en ese cargo por orden directa de Escobar.
–Seco, doble- acertó el recluso, ya al tanto de los gustos de su invitado.
–Sí- fue la única respuesta recibida.
Ya iba por el segundo whisky cuando escuchó la orden de hacer entrar al
viceministro de justicia.
-¿Es necesario? Yo puedo manejar la situación- espetó el director.
-El patrón dice que necesitamos un rehén más valioso y ya llegó nuestro
amigo- respondió riendo con un aire socarrón el hombre tras él, acomodándose
la metralleta en un hombro.
Mientras adentro la orden de mantener el ejército afuera regía, afuera se
desplegaba la orden de tomar como fuera la prisión. Mendoza entró a la cárcel,
y fue recibido con el acostumbrado fajo de billetes.
Ya ubicado entre los criminales, se estableció comunicación con los
amotinados y el teléfono fue atendido por el viceministro Mendoza, quien
después de una charla larga, en donde no pudo explicar a sus superiores por
qué se fue para la cárcel, cortó la comunicación exclamando:
-Quítenme esa metralla de la cara-.
En medio de risas, los hombres de Pablo aplaudieron por el exceso de
drama ofrecido por el viceministro, quien en ese instante se encontraba
bebiendo un whisky y contando dinero.
Durante cinco horas y a raíz de lo peligroso de enfrentarse a los reclusos a
cargo de la cárcel sin correr riesgo de lastimar a los rehenes, las fuerzas
militares no tuvieron más opción que esperar. Estas cinco horas fueron
suficientes para que se realizaran todos los planes y se ocultara la fuga del día
anterior en la que Pablo Escobar había recobrado su libertad.
Gaviria ese día viajaba a la Cumbre de Madrid, pero su itinerario fue
cancelado al enterarse de los hechos. Pendiente de la noticia, sacó a todo su
equipo de asistentes de su oficina y alzó el teléfono desde el que marco un
número en el exterior.
-Se escapó Pablo…es hora de eliminarlo. No podemos arriesgarnos a que
hable… ya no confía en nosotros. Espero órdenes- Gaviria colgó el aparato de
comunicación.
Al otro lado del teléfono y del mundo Matrix también cortaba la llamada.
Casi año y medio después de su fuga, Pablo Escobar, el capo más grande
de todos los tiempos, el hombre que controló el 80% de la cocaína del mundo
y que tuvo en jaque a las agencias más poderosas del planeta, el criminal que
hizo cambiar la Constitución de su país como condición para su entrega, fue
acorralado en el techo de una casa humilde en un barrio popular de la ciudad
de Medellín, forzándolo a pegarse un tiro con su propia pistola, en la oreja, el
que le cercenaría su vida.
Con su cadáver se enterraron toneladas de secretos.

LA LLAMADA

Gaviria, en su despacho presidencial, estaba junto al teléfono esperando


por su sonar. Hace un tiempo, Galán también estuvo en su oficina casera,
sentado y esperando atento una llamada. El destino de cada uno no podría
haber sido más distante. Gaviria estaba a punto de recibir la llamada en cuyo
mensaje vendría su pase a la gloria en vida; Galán no recibió la llamada
sellando su destino y forzándolo alcanzar su espacio en la eternidad con su
muerte.
No había pasado mucho tiempo desde aquel día en Cartagena cuando
Gaviria vería, de nuevo y después de muchos años, a Max Matrix. Sentados en
la habitación de un lujoso hotel, el agente visitó al presidente de manera
sorpresiva, llegando a su suite, sin la más mínima necesidad de dar aviso sobre
su presencia.
-¿Ya sientes la nostalgia del poder? –preguntó el escurridizo personaje
apenas entró por la puerta de la habitación, la que atravesó sin ninguna
precaución.
-No he acabado mi periodo.
Erguido junto al gran ventanal del cuarto desde el que se permitía divisar la
inmensidad del mar caribe colombiano y por el que atravesaban con fuerza los
rayos de sol anaranjados producidos cuando se está a unos minutos de llegar el
atardecer, Matrix habría de demostrarle a Gaviria, con sus siguientes palabras,
que lo conocía mejor que nadie en este mundo.
-Un presidente que sutilmente deja saber que la Constitución debería
cambiarse para poder reelegirse, después de haberla cambiado, es alguien que
ya se volvió adicto al poder.
Durante el gobierno de Gaviria, impulsado por varios de sus éxitos, se
comenzó a barajar la posibilidad de cambiar la Carta Magna que regía en su
país, movilizando un monumental esfuerzo con tal de poder eliminar el
artículo que impedía la reelección presidencial inmediata.
-No fui yo quién lo propuso.
-No le des más vueltas a la respuesta –respondió Matrix con un primer
indicio de impaciencia.
-No quiero abandonar la presidencia… te doy la razón en eso.
-César, has sido bueno para nosotros. Has sabido adecuarte a los tiempos,
te has movido con inteligencia. Queremos seguir ayudándote, y hay algo que
queremos ofrecerte.
-¿Qué puede superar ser presidente de Colombia?
-¿Qué tal ser presidente de América?
Gaviria abrió sus ojos como si de dos platos se trataran, creando una
apertura sin precedentes en su rostro. Matrix se volteó intrigado por el silencio
dominante, quedando impresionado por el gesto.
-Cálmate. Está la posibilidad de convertirte en Secretario General de la
OEA. ¿Te interesaría?
-Mucho.
-Contesta la llamada que te harán en un par de minutos.
Matrix se acercó a Gaviria, estrechó su mano desprevenidamente y se
dirigió hacia la puerta principal de la habitación. Mientras el colombiano lo lo
veía irse, el teléfono de su cuarto comenzó a repicar. Matrix ni se inmutó por
su capacidad de prever el futuro. Gaviria esperó hasta confirmar que el
estadounidense había cerrado la puerta y salió corriendo hacia el aparato
avisando que alguien solicitaba hablar con él, y el que estaba produciendo un
ruido en ese momento que, mezclado con la impaciencia sentida, era
espantoso.
-Aló -dijo el funcionario público con una voz casi imperceptible.
-César, es Carlos –dijo el hombre al otro lado de la línea, hablando con un
marcado acento argentino. Me han informado de tu intención de aspirar a la
Secretaria General de la OEA. Te confirmó desde ya que tendrás el voto de mi
país. Esperamos atentos por tu confirmación. Mucha suerte.
No se dijo más. Gaviria mantenía el auricular en la mano mucho tiempo
después de que su interlocutor hubiera abruptamente finalizado la
conversación. Ese día recibiría más llamadas de ese tipo. Una fue de México,
otra de Canadá y una última de los Estados Unidos.
Alrededor de un mes después estaba Gaviria, sentado en su despacho
presidencial en Bogotá, esperando la llamada de Noemí Sanín, su Ministra de
Relaciones Exteriores, quien habría de anunciarle el positivo resultado de la
votación e informándole, a su vez, la escritura de su nombre por la eternidad
en la historia del país, pues acababa de convertirse en el primer colombiano en
llegar a ser secretario general de la OEA, elegido por votación. Sus
contrincantes en la lucha por el puesto acusaron a los electores de ser unos
vasallos del imperio y regalar su voto al mejor postor, los Estados Unidos.

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