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Curso: Las Distintas Formas de Violencia contra

las Mujeres

Módulo 1- Las violencias no visibles contra las mujeres

Índice de contenido

La base del iceberg: violencia simbólica contra las mujeres. ............................................. 2


El caso de Analía Eva “Higui” de Jesús................................................................................ 5
La violencia simbólica y su despliegue en el ámbito mediático ......................................... 7
Micromachismos .............................................................................................................. 10
La violencia psicológica..................................................................................................... 12

Metadatos: Curso: Las Distintas Formas de Violencia contra las Mujeres / Clase N° 1 /
Páginas: 13 / Palabras 4699 / Caracteres 25836 /
Nombre del archivo: Violencia_Mujeres_Modulo_1 / Última revisión: 13/04/2018
Palabras clave: derechos humanos, derechos de las mujeres, violencia de género, principio de igualdad y
no discriminacion
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La base del iceberg: violencia simbólica contra las mujeres.

En el curso “Mujeres y Derechos Humanos” hemos analizado la conformación socio-


histórica de roles, funciones y tareas asignadas a las personas en razón de su sexo, en cada
uno de los espacios de la vida social. Hemos visto cómo estas asignaciones de roles
condicionan las expectativas y realidades cotidianas de las personas. Asimismo, hemos
profundizado en los avances y retrocesos que a lo largo de la historia se fueron dando en
pos de la igualdad de derechos y equidad de género. Avancemos, entonces, en nuestro
análisis respecto de los aspectos estructurales que habilitan y hacen posibles las diversas
formas de violencia, subordinación, invisibilización y discriminación hacia las mujeres.

Es importante comenzar considerando que la puesta en práctica del poder


involucra el desenvolvimiento de diversas formas de dominación, en la medida en que la
dominación apunta a dar estabilidad a las relaciones de poder. Toda relación de
dominación involucra diversas prácticas de sometimiento: el uso de la violencia física
aparece como un recurso más entre otras técnicas disponibles.

En primer término los y las invitamos a ver atentamente la siguiente


conferencia a cargo de Dora Barrancos: “No se nace feminista”
https://www.youtube.com/watch?v=9dooWL0k9ms

Como hemos visto, el sistema jerárquico entre géneros propone un ideal masculino
caracterizado por un conjunto de atributos que la sociedad espera de los varones. En este
esquema, se considera propio del varón ser activo, autónomo, fuerte, heterosexual y
proveedor, entre otros caracteres. Desde esta perspectiva tiende a relegarse la
experiencia de las mujeres, cosificándola y, por ende, desconsiderando su subjetividad.
Dentro de este paradigma, la masculinidad se presenta como valoración jerarquizada,
referencia clave para la concepción y ponderación de lo humano. El paradigma
“masculinista” –que suele denominarse patriarcado– asigna a los varones el desempeño
de roles jerarquizados, status sociales elevados y define el modo de percibir y de construir
la realidad social. Del mismo modo, construye un vínculo directo con la capacidad de
control (física, económica, psicológica, etc.), situándola en el polo designado para el
ejercicio de la dominación.

Entonces, al decir de Rita Segato:

“cada vez que hablamos de violencia de género es necesario comprender que la


conducta violenta con motivaciones de género es el epifenómeno de una compleja
estructura que llamamos “patriarcado”. No es posible avanzar en la comprensión
de lo que ocurre, por qué ocurre, qué detona el comportamiento violento y cómo

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desactivar ese artefacto violentogénico que es el género sin un modelo que nos
permita entender su etiología (…), si no partimos de un examen en profundidad de
la estructura patriarcal que organiza las relaciones de género y produce y
reproduce, y amplía esa violencia.” 1

Siguiendo con el análisis de Segato, la ecuación implicaría entender que hablar de género
es equivalente a hablar de Patriarcado, es decir, una estructura que organiza la relación
entre dos posiciones que se constituyen como desiguales: la femenina y la masculina,
representando a la mujer y al hombre respectivamente. Sin embargo, la representación
que se esconde detrás de eso no es más que un “orden subterráneo de poder, la primera y
más elemental forma de una relación de poder, que luego irá a reproducirse en una escala
progresiva de relaciones de poder racial, colonial, imperial, etc.”2

En este sentido, la “célula fundacional” de género (como la denomina Segato) es la


familiar, cristalizada en la representación de una estructura familiar normativa con
características propias:

“una posición que tiene mayor prestigio y valor que la otra, cuya voz tiene más
autoridad y de la cual es lanzada la mirada que juzga y atribuye el valor relativo de
todos los personajes en esa escena: la función paterna, paradigma de la posición
masculina. La otra es la que la acata, le adjudica honra y prestigio, y reenvía su
mandato a todos los demás personajes de esa escena, cumpliendo un papel
reproductor y multiplicador de la escena, con su estructura de relaciones: la función
materna, modelar para la posición femenina”.3

Resulta importante tomar en cuenta que el paradigma masculinista determina las


reglas relativas a las formas de violencia concebibles, permisibles y legitimadas. De esta
forma, se asigna al modelo hegemónico de masculinidad –que actúa tanto a nivel personal
como social– el ejercicio de diversas formas de violencia4. La dominación sexual se ejerce
sobre la base de las subordinaciones construidas y enquistadas en las prácticas sociales
que, como hemos visto, se fundan en los procesos de socialización de varones y
mujeres.

Las distintas formas de violencia contra las mujeres atraviesan todos los sectores
sociales, sin diferencias por niveles de educación, de instrucción, componentes étnicos,
1
HIPERTEXTO PRIGEPP, Violencias, 2017.
2
HIPERTEXTO PRIGEPP, Violencias, 2017.
3
HIPERTEXTO PRIGEPP, Violencias, 2017.
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Aunque no analizaremos este tema, resulta importante mencionar que esta “prerrogativa” respecto del uso de la
violencia impacta no sólo sobre las mujeres sino también en las formas de relacionarse con otros varones.

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religiosos o geográficos. Estas prácticas se asientan en modelos de organización social –


creencias, estereotipos respecto a roles relacionales, etc.– que desarrollan formas
particulares de significar el maltrato. Los modos que adopta de violencia son
innumerables y muestran cómo el patriarcado sintetiza machismo, masculinismo,
androcentrismo y misoginia. El paradigma masculinista establece un código tácito que
sostiene la violencia contra las mujeres y se manifiesta en diversos campos: determinación
de espacios y tiempos apropiados en la vida cotidiana, conductas esperables, expectativas
vitales, deseos y pensamientos admisibles o inadmisibles; en suma, horizontes de
inscripción de lo permitido y lo prohibido cuya transgresión implica castigo. La figura del
castigo se adecuará a las pautas contextuales (culturales, religiosas, etc.) que establecen y
legitiman formas de disciplinamiento.

Estas mismas pautas contextuales sientan las bases para la naturalización del
esquema norma-transgresión-medida disciplinar. Este paradigma funda y encuentra
fundamento en diversas normas jurídicas, discursos educativos, literarios o institucionales.
Sin embargo, debemos destacar que lentamente hemos avanzado en el reconocimiento
de que el sistema sexista, al establecer relaciones de subalternidad, cristaliza valores que
favorecen y legitiman la producción de malos tratos de diversos tipos que tienen como
consecuencia graves daños para el desarrollo pleno de la vida de las mujeres.

En ese sentido, la interrelación entre las diversas formas de violencia, que como
sabemos difícilmente se presentan de manera aislada, complejiza aún más su
identificación. Intentaremos entonces, a través de ejemplos, anclar en una realidad más
concreta las distintas formas de violencia.

En primer lugar podemos hacer referencia a la violencia simbólica, que es


probablemente el tipo de violencia que nutre y retroalimenta otras formas en que puede
manifestarse la violencia contra las mujeres, porque es la que está en un ámbito más
subterráneo, menos visible, en los intersticios de la trama cultural que nos contiene y, en
consecuencia, es mucho más compleja de ser desarmada dado su alto nivel de
naturalización. Se desarrolla en los ámbitos domésticos, pero también en los mediáticos,
laborales, de esparcimiento, etc.. Esta forma de violencia es la que se expresa a través de
estereotipos, valores, mensajes e imágenes que se transmiten y reproducen a nivel social
y en diversas prácticas concretas. Ya hemos dado cuenta de cómo la violencia simbólica
reproduce formas de dominación, desigualdad y discriminación hacia las mujeres.
Asimismo, hemos visto que la violencia simbólica es la estructura a partir de la cual se
naturaliza la subordinación de las mujeres en cada sociedad.

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En referencia a este tema, los y las invitamos a ver atentamente el


siguiente video de Canal Encuentro “Ley 26485: Violencia simbólica
(Art. 5, inc. 5)”

https://www.youtube.com/watch?v=DcijYnN4dMA

El caso de Analía Eva “Higui” de Jesús

Un caso emblemático en este sentido es el de Eva Analía “Higui” De Jesús, una mujer
lesbiana, que en octubre de 2016 fue atacada en el Partido de San Martín (Provincia de
Buenos Aires) por una patota de diez hombres que hacía años la perseguía por prejuicios
por su orientación sexual. Para defenderse de una violación “correctiva” que pretendía
“hacerla mujer”, ella mató a uno de sus atacantes con un cuchillo. Higui estuvo presa
injustamente en el penal de Magdalena, en Provincia de Buenos Aires, durante más de
200 días. Actualmente sigue procesada con la calificación de homicidio simple, mientras
que su defensa insiste en que sea absuelta y que su caso sea tratado como un homicidio
en defensa propia.

Cuando la liberaron, Higui escribió una carta que difundió a través de la revista “La
Garganta Poderosa”, y entre otras cosas dijo:

“Antes de pasar este calvario que me llevó a la cárcel, la vida tampoco me había
resultado sencilla. Me discriminaban por la forma de caminar y no me aceptaban
en ningún trabajo, sin tener en cuenta nada de mi interior, ni cómo soy en realidad,
ni cuánto soy capaz de dar. Debí arreglármelas como pude (…). Y sí, por ser
lesbiana debí soportar muchas agresiones; tantas que, llegado un punto, no me
quedó otra que mudarme. Pero no fue suficiente, ni eso alcanzó para evitar que me
atacaran con total impunidad: la Justicia portándose mal conmigo y mis atacantes
en libertad. ¿Por qué todo esto? ¿Por qué tantos meses en cana? Sí, por supuesto,
¡por pobre y por lesbiana!”5

Ese intento de violación correctiva pareciera ser una maniobra por restablecer lo
que Rita Segato denomina “tributo”, y que se vuelve indispensable para la construcción de
la masculinidad. Según esta autora, el género es Patriarcado, es decir, una estructura
desigual que organiza las relaciones de poder entre las posiciones femenina y masculina
(Segato, 2017. Hipertexto Género y Violencias p 3.2). En dicha organización, la posición
representada por el varón es la hegemónica, y necesariamente se apoya en el “tributo”

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Garganta Poderosa

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que hemos mencionado, que es otorgado por la posición femenina en un “fluir de


obediencia y acatamiento” que comienza en la célula más primaria y fundacional, que es
la familia. Ese tributo garantiza la reproducción de la hegemonía y el poder masculino en
sus diferentes versiones, constituyendo así la masculinidad. Ese tributo no puede circular
sin la forma más elemental de una violencia estructural y simbólica. Es decir que en este
esquema binario desigual, la violencia constituye el cimiento fundamental para la
construcción de masculinidad. Por lo tanto, una mujer lesbiana destruye el esquema de
esta estructura patriarcal. Higui tiene una expresión de género no conforme, una
expresión de género de varón trans, que se escapa de los márgenes pautados
socialmente.

Por otra parte, algo que en este ejemplo se da de manera muy clara y
contundente, podemos marcar lo que Segato denomina “la cofradía masculina”. En las
situaciones de violencia de género, la autora identifica un “eje horizontal”. Se trata de una
conversación presente en el paisaje mental del violento, que se da con sus pares. El varón
necesita someterse a una prueba constante de masculinidad, frente a la cofradía de sus
pares, para poder ser parte de esa corporación que lo inviste de una identidad y un
sentido de pertenencia. Lo que se da entonces, es una obediencia al mandato de
masculinidad, en donde la violencia no tiene solamente un sentido instrumental, una
finalidad inmediata, sino que lleva un mensaje dirigido a esta corporación masculina, en
función de mantener su membresía. El varón tiene un miedo muy arraigado y es el de
perder su masculinidad ante otros varones y quedar fuera de esa hermandad. Aquí es
importante señalar que la víctima de violencia no necesariamente debe ser una mujer en
el sentido estrictamente biológico.

El mecanismo del violento consiste entonces en feminizar a la víctima, otorgándole


características de fragilidad y sumisión. Un muestra de ello son casos de acoso entre pares
(o bullying), en los que la burla puede ser a través de expresiones tales como “sos una
nena”, o “marica”. También comenta esta autora el ejemplo de la salvaje golpiza que
terminó con la vida de Emanuel Balbo, el hincha de Belgrano arrojado al vacío en el
estadio cordobés Mario Alberto Kempes durante el clásico contra Talleres. Desde esta
óptica, ese sería un crimen de género, en donde lo que está operando fuertemente es la
prueba del mandato de masculinidad, en función de mantenerse miembro de la cofradía.
Retomando entonces el caso de Higui, la amenaza de violación y el ataque cometido en
grupo, refleja a las claras la imposición de obediencia y el castigo moralizador por un lado
(en un eje vertical de la relación victimario-víctima), pero también, la exaltación del eje
horizontal: un grupo de varones, pares entre si, miembros de una misma corporación,
dándose muestras de su virilidad.

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Asimismo, queda claro que la legislación formal no puede desarticular la estructura


patriarcal, de matriz binaria y desigual, porque ese mismo sistema es el que formatea la
mentalidad y sentimentalidad de todos los sujetos, incluidos tanto los administradores de
justicia cómo los agresores que deberán juzgar (Hipertexto PRIGEPP Violencias, 2017,
3.2). En este sentido, Higui carga con todos los estigmas que es capaz de crear la mirada
judicial: es mujer, morocha, pobre y lesbiana. Por lo tanto, su testimonio de haber sufrido
un intento de violación y empalamiento no es tomado en cuenta. Siguiendo entonces con
el análisis de Rita Segato, el Estado al intervenir, lo hace desde su matriz moderna
occidental, que implica entre muchas cosas una lectura binaria de los sexos y las
posiciones a ocupar, masculina-femenina. Claramente, Higui no encaja en ese binarismo,
se queda en un no lugar y es castigada por no ocupar justamente el lugar de lo femenino.

Por supuesto que el caso de Higui excede por completo lo que queda encuadrado
bajo el rótulo de “violencia simbólica”. Como ya se aclaró, la violencia difícilmente se
expresa y se configura de manera encapsulada, sino que habilita y se retroalimenta con
nuevas formas de violencia que poseen distintas características. Una misma violencia, que
nace en esa célula fundacional que es la familia, según el análisis que realiza Segato, y que
va cobrando nuevas formas, reproduciéndose “en un conjunto de seis potencias
intercambiables y no bien discernidas entre sí (sexual, bélica, política, económica,
intelectual, y moral)” (Hipertexto PRIGEPP Violencias, 2017, 3.2).

¿Cómo salir entonces de este laberinto? Si tomamos lo dicho anteriormente y


fundamentalmente lo que plantea Rita Segato en su tesis “Las estructuras elementales de
la violencias” queda claro cómo solamente a través de una profunda transformación social
y cultural en las maneras de sentir y actuar de los sujetos, podrán contenerse los índices
de violencia que hoy producen nuestras sociedades. Quizás, una posible respuesta a ese
interrogante sea desarmar el mandato masculino, mostrándole al varón que para entrar
en los parámetros de la “normalidad”, no está siendo soberano de si mismo, sino
obediente a otros varones a los que les adjudica la representatividad de lo masculino. Hay
varones que en función de gozar del prestigio masculino frente a sus pares, son obligados
a hacer determinadas cosas, a pesar de no querer. Debemos hacerles recordar que ellos
también son víctimas del mandato de masculinidad, colocándose en un lugar de sumisión
y subordinación a esta jerarquía que es la masculinidad.

La violencia simbólica y su despliegue en el ámbito mediático

Otra manera en la que puede desplegarse la violencia simbólica es en el ámbito mediático.


En distintos niveles, la mayoría de las publicidades plantean modelos estereotipantes y
asignaciones convencionales de roles de género. Lejos de poner en cuestión tales roles,

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colaboran con la continuidad de las desigualdades sociales, ejerciendo violencia mediática


y simbólica. Ciertamente, la utilización de estereotipos es efectiva en cuanto impacto y
comunicación, dada su imbricación con las formas de ver y percibir nuestro alrededor. Los
discursos y las prácticas cotidianas, entre los que está el discurso publicitario,
definitivamente aportan a la construcción de sentido y a la situación de desigualdad en la
que viven las mujeres. Del mismo modo, también pueden aportar a la transformación
cultural necesaria para que se modifique su situación.

El género como una construcción social y cultural puede vislumbrarse en las


imágenes que solemos ver en las publicidades, en las que se presentan ideas y creencias
sobre qué es ser varón y ser mujer en esta sociedad. Se crean roles complementarios de
los géneros que presentan la masculinidad asociada al engaño, el éxito, la ventaja,
mientras que a las mujeres se las presenta como débiles, indefensas e ingenuas. Sin
embargo, como ya vimos, ese tipo de actitudes no están determinadas por la genitalidad,
sino que son construcciones sociales determinadas desde la cultura, que jerarquizan roles,
características, funciones, identidades, y comportamientos. Por supuesto que la
discriminación también puede tomar diferentes formas: invisibilización, ridiculización,
denigración, cosificación.

Evidentemente, esto incide en las percepciones y valoraciones que tenemos sobre


varones y mujeres. Todos estos atributos se asientan, además, en una cultura occidental y
se ubican en un determinado contexto histórico. Es decir, poseen una dimensión histórico
y cultural, y en consecuencia modificable.

En este sentido, los medios de comunicación ocupan un lugar fundamental ya que


pueden producir y reproducir miradas discriminatorias y contribuir a la construcción de los
prejuicios. Quienes desempeñan un papel en la comunicación social poseen la enorme
responsabilidad de contribuir diariamente a la construcción de discursos y sentidos. Esto
vuelve necesaria la posibilidad de dimensionar las consecuencias que trae la difusión de
estereotipos, así como también de la incidencia que ejercen sobre las relaciones sociales.
La decisión de qué comunicar y cómo hacerlo no es neutral, ya que puede contribuir a la
formación de prejuicios en la sociedad receptora de esos mensajes, o bien colaborar con
construcción de sentidos más igualitarios entre varones y mujeres.

Por otra parte, el tratamiento de casos de violencia contra las mujeres en


noticieros y medios de comunicación gráficos es un factor de igual importancia para lograr
una vida libre de violencia. Para ello es necesario señalar sistemáticamente el contexto de
discriminación histórica hacia las mujeres. ¿Qué mensajes se transmiten cuando se cuenta
una noticia? Como pautas básicas, podríamos mencionar por un lado la necesidad
imperiosa de no caer en justificaciones que minimicen o relativicen la violencia hacia las

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mujeres. Por otra parte, al abordar casos de femicidios, es fundamental resaltar que no se
trata de un “crimen pasional”, sino que las mujeres son asesinadas por el solo hecho de
ser mujeres, contextualizando histórica, social y culturalmente esas acciones, sin caer en
el paradigma del “amor romántico”, del amor incondicional, sin exigencias ni
responsabilidades. Es fundamental desarmar la idea de en nombre del amor hay que
soportar cualquier cosa.

Asimismo, en los últimos años se experimentó un proceso singular en el ámbito de


los medios de comunicación, en donde los casos de violencia de género eran
frecuentemente invisibilizados, a ubicarlos en las primeras planas a través de un abordaje
morboso, descuidado, y marketinero. Con la explosión del feminismo en Argentina y
América Latina y el impacto social que provocan los casos de femicidios y abusos, los
medios se vieron en la obligación de comunicar estas noticias sin tener herramientas para
ello.

Cuando el cuerpo de la adolescente Melina Romero fue hallado, un importante diario


argentino tituló la noticia así: “Una fanática de los boliches, que abandonó la secundaria” 6. De
alguna manera, este paradigma de estigmatización de la víctima, intenta comunicar el peligro que
conlleva no adaptarse a los cánones y roles socialmente asignados para las mujeres, a la vez que
reproduce y recrea toda clase de prejuicios y estereotipos, además de reactualizar una expresión
tristemente célebre en nuestro país, como es “algo habrá hecho”. De Adán y Eva en adelante, esa
operatoria deslinda de cualquier responsabilidad al victimario, para culpabilizar a la víctima. El rol
de los medios de comunicación debería ser el de consolidarse como una herramienta de
prevención y difusión sobre los canales de denuncia, y los derechos de las mujeres en situación de
violencia. Al respecto dice la periodista Mariana Carbajal: “Hay que informar sobre el tema. No
hay dudas. El punto clave es cómo y con qué enfoque, a qué fuentes se recurre, qué imágenes se
difunden. Las pautas de comportamiento que proyectan los medios pueden contribuir a mantener
y perpetuar las relaciones de desigualdad entre los hombres y las mujeres. O favorecer la
construcción de otros significados en beneficio de lograr la igualdad de oportunidades entre
mujeres y varones. Con medios que revictimizan a las mujeres, las culpabilizan de las violencias
que sufren, convierten (…) cada femicidio en una escena que desborda morbo (…)”7
Respecto de lo planteado anteriormente, sugerimos el siguiente video:

"Historias de Género - 07 - Violencia en el ámbito


mediático" https://www.youtube.com/watch?v=k-0OEmQYwy0

6
Diario Clarín, versión digital. 13/09/2014 https://www.clarin.com/policiales/fanatica-boliches-abandono-
secundaria_0_S1ek3YcD7g.html
7
Carbajal, Mariana. Diario Página/12, versión digital. 04/06/2017 https://www.pagina12.com.ar/42048-lo-invisible-lo-
morboso

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Micromachismos

Otra forma en la que puede manifestarse la violencia simbólica es a través de lo que


conocemos como “micromachismos”, es decir un machismo que por tener una intensidad
menor, pasa desapercibido, es cotidiano y naturalizado. Esa naturalización ayuda a
reproducir y a mantener otros tipos de violencia más visibles.

En general hablamos de pequeñas acciones, omisiones, discursos, aseveraciones o


actitudes, que la sociedad tiene incorporadas y que en consecuencia considera
“normales”. Un ejemplo interesante es la observación acerca de que en los espacios
públicos (tendencia que comienza a modificarse lentamente), los cambiadores de bebés
suelen estar ubicados en los baños de mujeres. Si intentamos deconstruir esta situación,
llegamos a la matriz que ha servido históricamente para jerarquizar los roles según
género: la división entre la esfera pública y la privada. Cuando nos referimos al espacio
público hablamos de aquello que se realiza “a la vista de todos”, donde la sociabilidad y
los intercambios se realizan por fuera de las relaciones familiares y de parentesco. Es en el
ámbito público donde se realizan las actividades productivas, asignadas a los varones. Nos
referimos con ello a actividades que generan ingresos económicos, que producen bienes y
servicios para la venta y el autoconsumo, actividades agrícolas, industriales, comerciales,
políticas, etc.

Así es cómo, históricamente, la división de tareas según sexo va constituyendo la


idea del varón proveedor. Por el contrario, creemos que corresponde al espacio privado
todo aquello ligado a la familia y lo doméstico, al cuidado, la alimentación y crianza. Es
decir, roles reproductivos, histórica y culturalmente asignados a las mujeres. Así es
entonces cómo las mujeres van quedando ligadas y limitadas a un ámbito doméstico, con
una repercusión muy profunda sobre su desarrollo personal, profesional, y laboral. Esta
división entre público-privado configura la forma que tenemos de relacionarnos y
valorarnos socialmente. Se entiende entonces por qué los cambiadores suelen estar
ubicados en los baños de mujeres: la crianza y el cuidado de los niños y niñas es una tarea
que le correspondería a ellas. Pero volveremos sobre este tema para profundizarlo más
adelante.

El primero que acuñó el término de micromachismo fue el psiquiatra argentino Luis


Bonino en 1990. Según Bonino, se trata de comportamientos masculinos que buscan
reforzar la superioridad sobre las mujeres:

“Son pequeñas tiranías, terrorismo íntimo, violencia blanda”, “suave” o de baja


intensidad, tretas de dominación, machismo invisible o partícula “micro” entendida
como lo capilar, lo casi imperceptible, lo que está en los límites de la evidencia.

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Precisamente lo complejo de esta forma de violencia se vincula con su


imperceptibilidad. “Producen un daño sordo y sostenido a la autonomía femenina
que se agrava con el tiempo”8

Bonino distingue entre cuatro formas distintas de micromachismo:

* Utilitarios. Se desarrollan principalmente en el ámbito doméstico, vinculándose también


con las tareas de cuidado. En general parten del supuesto de que las mujeres poseen una
aptitud natural para la realización de tareas domésticas y de cuidado. Un ejemplo claro de
ello podría ser un varón diciéndole a la mujer “¿te ayudo a hacer la cama?”.
* Encubiertos. Se caracterizan por ser sutiles y recurrir a la manipulación. Su objetivo
tiene que ver con ejercer el dominio e imponer determinadas “verdades” masculinas en
función de mantener un orden de cosas que el varón defina. Precisamente por ser
“encubiertos”, algunas de estas maniobras son tan sutiles que pasan desapercibidas, y por
ello pueden llegar a ser altamente efectivas. En general se presenta un aprovechamiento
de la dependencia afectiva y la confianza de la mujer, provocando en ella confusión, culpa
y dudas. Entre los micromachismos encubiertos, Bonino señala los siguientes:
 Maternalización de la mujer
 Maniobras de explotación emocional: generar en la otra persona dudas
sobre si misma y dependencia apelando a mensajes confusos,
insinuaciones, acusaciones veladas, manipulación emocional
 Comentarios de descalificación repentinos que desconciertan a la otra
persona
 Paternalismo9.
 Engaños
 Autoindulgencia sobre la propia conducta: eludir la responsabilidad sobre
las propias acciones, negarlas o no darles importancia

* De crisis. Suelen utilizarse para restablecer las condiciones originales y mantener una
situación de asimetría de poder cuando la mujer comienza a identificar ciertas pautas de
desigualdad, o en que el varón queda relegado en su rol dominante, ya sea por razones
físicas o laborales.

8
Bonino
9
Dentro de esta categoría puede mencionarse el neologismo “mansplaining”. El mismo hace referencia a la atribución
que suelen adjudicarse algunos varones sobre ciertos saberes, y que implica la subestimación de la capacidad intelectual
de las mujeres, al mismo tiempo que se despliega de una manera condescendiente y paternalista, acaparando e
interrumpiendo las conversaciones para imponer su voz y criterio.

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* Coercitivos o directos. Es cuando el varón usa la fuerza moral, psíquica o económica


para ejercer su poder, limitar la libertad de la mujer y restringir su capacidad de decisión.

 Intimidación
 Toma repentina del mando: anular o no tener en cuenta las decisiones de la
otra persona, o monopolizar la conversación.
 Uso expansivo del espacio físico: ocupar los espacios comunes impidiendo
que la otra persona los emplee10.

La violencia psicológica

Por otra parte, cuando hablamos de violencia psicológica, estamos hablando de las
formas de violencia que perjudican, perturban o atentan contra el pleno desarrollo
personal de las mujeres sobre la base de causar daño emocional y disminución de la
autoestima. Estas formas de violencia resultan más complejas en su análisis ya que, dadas
sus características, tienden a presentarse en situaciones de lo más diversas. Asimismo, la
extensión de este tipo de prácticas ha llevado a que muchas de sus manifestaciones
resulten naturalizadas a nivel social y, aun también, por las propias víctimas.

De acuerdo a la ley N° 26.485, cuando hablamos de violencia psicológica nos


referimos al tipo de prácticas que se orientan a controlar las acciones, comportamientos,
creencias y decisiones de las mujeres –sea por medio de amenazas, acoso,
hostigamiento, restricciones, humillaciones, deshonra, descrédito, manipulación y/o
aislamiento. Esta categoría incluye también la culpabilización, vigilancia constante,
exigencia de obediencia o sumisión, coerción verbal, persecución, insulto, indiferencia,
abandono, celos excesivos, chantaje, ridiculización, explotación y limitación del derecho
de circulación o cualquier otro medio que cause perjuicio a su salud psicológica y a la
autodeterminación.11

10
En los últimos tiempos, comenzó a utilizarse la expresión “manspreading” o “despatarro” para hacer referencia a este
tipo de machismo, que implica la invasión del espacio vital de las mujeres. Una situación clásica que sirve como
ejemplo, se da en los medios públicos de transporte.
11
Al analizar las formas de “violencia moral” Segato menciona, entre otras, las siguientes: control de la sociabilidad
(incluyendo el cercenamiento de las relaciones personales por medio de chantaje afectivo como, por ejemplo,
obstaculizar relaciones con amigos y familiares), menosprecio moral (práctica que conlleva la utilización de términos de
acusación o sospecha, velados o explícitos, que implican la atribución de intención inmoral por medio de insultos o de
bromas, así como exigencias inhiben la libertad de elegir vestuario o maquillaje), menosprecio estético (humillación por
la apariencia física), menosprecio sexual (rechazo o actitud irrespetuosa hacia el deseo femenino o, alternativamente,
acusación de frigidez o ineptitud sexual), descalificación intelectual (depreciación de la capacidad intelectual de la mujer
mediante la imposición de restricciones a su discurso), descalificación profesional (atribución explícita de capacidad
inferior y falta de confiabilidad).

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La violencia psicológica no se despliega únicamente en el ámbito doméstico, sino que se


practica y extiende también a lo social, mediático e institucional. Al igual que cómo sucede con la
violencia simbólica, su alto nivel de naturalización vuelva compleja su identificación.

La violencia psicológica tiende a destruir la autoestima y a arrasar la autonomía de las


mujeres, apuntando contra su dignidad para lograr su desvalorización y su disciplinamiento. Ese
ejercicio de la autoridad se constituye como una forma de dominación sobre la vida de las
mujeres. Por lo general, adopta la característica de ser sostenida a lo largo del tiempo. Para ello, se
utilizan diversas estrategias que apelan a la sutileza: descalificaciones, ridiculización, desprecios,
insultos, amenazas. Asimismo, se agrega el aislamiento social y la desarticulación de redes de
apoyo y afectos que esto suele provocar.

De todas formas, cómo ya se planteó acá, es difícil individualizar las distintas formas de
violencia que se presentan en distintos escenarios, porque suelen concatenarse, y por lo general la
violencia psicológica no sólo antecede sino que acompaña y se manifiesta siempre junto a otros
tipos de violencia.

Por otra parte, resulta difícil que la violencia psicológica tenga sanción, como plantea
Mariana Carbajal en su libro “Maltratadas”, en el Poder Judicial “se pueden hacer denuncias por
hostigamiento y también por amenazas simples. La figura de “hostigamiento” es una
contravención en el ámbito de la Ciudad de Buenos Aires. La de “amenazas simples” es delito pero
se tramita en el fuero contravencional. Igualmente, por la propia mirada machista de la Justicia, no
son causas que prosperen.”12 Es por esto, que la Convención Interamericana para Prevenir,
Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer plantea que, dada las características de este tipo
de violencia y su reiteración en ámbitos intrafamiliares y por ende con un solo testigo, es
necesario ampliar la materia probatoria para estos casos.

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Carbajal, Mariana. Maltratadas: violencia de género en las relaciones de pareja. -2da ed.- Ciudad Autónoma de Buenos
Aires: Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, 2015.

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