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Un día de aquellos, ¡sálveme Dios!, la tal Meche se
cruzó en mi camino. Al verla, me sentí de pronto
confundido. Mis orejas las supe calientes y enrojadas,
como todo yo. Pero en ella, advertí el gozo
encandilado por mi aturdimiento. Me miró fijamente.
Amagó una sonrisa, y me aventó la frase más increíble:
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Hoy desperté seriamente desganado. Pasé en verdad
una mala noche Así que me cayó mal la noche.
Permanecí más de lo acostumbrado en cama. Cuando
me levanté, mi hermana Bica ya estaba en el chiquero
con los cerdos que por hambre parecían querer
devorarla. Al oír tal desesperación de los marranos y
comprender que les faltaba la comida, agarré el cesto,
le puse pretina y, cruzándola diagonalmente sobre mi
pecho, fui rumbo a la chacra. En el camino traté de
animarme lanzando pepas a los pajaritos y dando
sablazos al aire. De pronto, como una aparecida,
Meche estaba delante mío. Todo se me congeló. Me
detuve. Mis pasos los sabía en el aire. En ella
resaltaban los ojos claros y grandes, los cabellos
castaños y un cuerpo increíblemente fino y saludable.
Recordé este mismo instante a Miguel, pero con una
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En uno de esos días, y como lo hacían casi siempre, las
mujeres del pueblo conversaban amenamente de la
Machorra. Pero fue la vieja Ishuca, de ojos esquivos y
escandalosa minucio¬sidad, la que empezó a contarnos
otra novedad relacionada con Meche. Deseoso por
enterarme de cuanto diría, y simulando cierto
desinterés, opté sin embargo por acercarme un poco
más hacia ella.
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Me sumí en agradables sueños. Al levantarme después
de un buen rato, lo hice con cautela. Luego me alisté
para salir. Al llegar al lugar a donde iba, empujé
suavemente la puerta. Estaba en el frontis de la casa de
Meche. Atisbé y logré verla. Por lo bien arreglada que
se veía, supuse que me esperaba. Y así fue.
Cariñosamente me tomó las manos. Apenas pude
pronunciar brevísimas palabras. Pero caminé confiado
en que recibiría la mejor recompensa por el suplicio
resistido tanto tiempo. El cie¬lo me parecía de una
grandiosidad fluorescente. La luna vestía de seda
celeste. Mientras, y alentado por mi amor y mis ansias,
me sentí acorralado en mí mismo. Y como era más la
ansiedad por mi iniciática y primera expe¬riencia de
saborear aquella entraña inimaginable, la voz de Meche
hizo latir con mayor profundidad mi corazón, además
del mayor aire que exigía mi respiración. Entre la
desesperación y la angustia, ella agotó sus palabras en
dos frases: "Anteco, no me dejes, por favor. Tengo
miedo." Como si recién también yo despertara,
asustado miré la noche y me acerqué a esa voz que
alegraba y encendía más la os¬curidad. Suspiré
entonces hondamente y volví a cerrar los ojos para
verla plena dentro de mí.
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Era el mes del humarí. Con gran ánimo salí hacía la
casa de Nicho. Ahí le propuse:
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El domingo inmediato del incidente nos reunimos la
muchachada con el propósito de organizar un
campeonato de fútbol. La fecha debida era propicia,
pues cumplía nuestro pueblo un aniversario más. Al
aura de aquel día, y desde muy temprano, sonaban ya
los tambores y quenas con inusitado entusiasmo. Más
pronto de lo imaginado, la cancha se veía repleta de
público. En el últi¬mo encuentro, mi equipo enfrentaría
al de Miguel. Sentí placer al enterarme de tener a éste
frente a mí. Así podría darle más patadas que a la
pelota. Ya estaba decidido. Era mi oportunidad de
humillarlo delante de todo el pueblo. Levanté la cabeza
y no pude creer lo que veía. Sí, era cierto. Meche
también estaba allí. Sus cabellos al viento se dejaban
apreciar re-lucientes y subyugantes. Fastidiado y
molesto, me hice la absurda pregunta: ¿Cómo podría,
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¡Lo maté! ¡Lo maté! ¡Por fin, lo maté, amor mío! ¡Por
fin lo maté!
Meche trataba de apaciguarme. Tomaba mis brazos y
manos tratando de calmarlos. Los sacudía afectuosa y
tiernamente besaba mi rostro y hombros, mi pecho y el
alma feliz que acaso veía en mis ojos.
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