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Eleazar Huansi Pino

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Eleazar Huansi Pino

Cuando la vimos por primera vez, no


imaginábamos de dónde podría haber llegado hasta
nuestro pueblo. Las hipótesis eran numerosas: tal vez
de la frontera con Brasil, acaso de Leticia o del lejano
Purús, y por sus modales y actitudes soberbias, de
Arequipa. Otras especulaban que de Tarapoto, ciudad
de la alta Amazonía y reconocida por tener ésta las más
bellas mujeres de toda nuestra región; los más
obsesivos pugnaban por convencernos de que era
yacuruna, el más común de los personajes míticos de
las leyendas amazónicas, como llaman al bufeo
colorado, que en su definición más castiza se trata y es
nuestro animoso pez delfín, pero convertido ahora en
ser humano. Tan extraño caso generalizó una total
desconfianza entre nosotros y más cuando la imprevista
doña decidió establecerse en nuestro pueblo. Semanas
después nos enteramos de que estaba enferma, y ni esto
provocó el más mínimo y buen sentimiento en ninguna
persona para que la viera un médico o el curandero.
Hasta entonces, todos ya la conocíamos de Machorra,
el apelativo de la mujer que aparenta no tener
enamorado ni marido. A ésta, cuando no la veían por
días, mordazmente aseguraban que “así son las
machorras.” Y si no salen de su casa, agregaban, es
para evitar comentarios y, sobre todo, insultos y
adjetivos de toda índole. Ante ello, fuimos los
muchachos quienes acordamos averiguar los motivos
por la tan extraña actitud de nuestra inesperada vecina.
Sin embargo, todo era lo contrario. El apelativo
aplicado resaltaba más la ávida costumbre de éstas de
hacerse del mayor número de convivientes. Y era así.
En ese breve decurso, se hizo de cinco maridos, a

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quienes despidió por inútiles y por no haberla


embarazado ni dado un crío. La gente convalidó en esto
su razón al llamarla Machorra. Y como tampoco, según
decir de todas, no sabía tener hijos, el apelativo pues
era apropiado, aún cuando el nombre suyo y real era
Mercedes Megariño. Alguien por ahí manifestó
también su agrado por no ser ésta felizmente de Nueva
Zapatilla. Y alegando con orgullo y contundencia,
decía: “Las nuestras sí saben parir.” Lo que sí todos
admirábamos era la juventud suya. La suponíamos de
“veintitantos años”, distribuidos debidamente en su
plena y destacada figura y en la belleza del rostro
limpiamente fresco y por demás atractivo.

La casa que habitaba la mantenía siempre cerrada. Esto


constituyó otro motivo de preocupación para la
mayoría nuestra. Ahora todos estábamos curcunchos;
es decir, queríamos saber de ella aún lo mínimo y sin
importancia, del lugar en donde nació y si tenía o no
familia; de la religión que practicaba y de los estudios
realizados. Sólo cambiábamos de conversa cuando
aparecía con ese su rostro de flor saludable sobre y tan
esbelta figura. La admirábamos y sabíamos apreciarla.
Pero al conocerla con tal apelativo, las madres
solteronas y más nuestras queridas ancianas, mordaces
y pícaras, no hicieron sino hilvanar los tantos hilos de
misterios en torno a ella y de cuanto propugnaba tal
sobrenombre. Entonces la misteriosa y admirada
Meche, sin saberlo ni advertirlo, fue convirtiéndose en
el personaje más despreciable de nuestro apacible
terruño de Nueva Zapatilla. A mí, por ejemplo, me
provocó por curiosear, aún cuando de paso nomás, el
interior de su casa. Y lo hice un día de esos.

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Debidamente cuidadoso fisgué por una rendija del


frontis de tablas. No vi a nadie. Mas sí advertí, y lo
sentí hasta en el alma, un helado y misterioso silencio,
tenebrosamente acorralándome. Esto hizo ponerme a
un lado con inesperado temor. Caminé unos pasos, y
como si me vigilaran, opté por retirarme lo más
rápidamente posible. Imaginé que ese alguien ahora me
perseguía sin yo advertirlo. Esto me hizo pensar en
todo lo maligno y cruel que de ésta se decía. De allí mi
interrogación y también el preguntarme del por qué no
salía de su casa ni para conversar y así ir conociéndola
y conociéndonos. ¿Cómo entonces se las arreglaba para
comunicarse con los pocos o tantos moradores de
Nueva Zapatilla? A mí, por ejemplo, me agrada estar en
permanente actividad y más si se trata de disfrutar
conversas intensas y de toda índole, incluyendo las más
picantes. Es lo que hacíamos con Nicho, Miguel, Atilio
y otros tantos del grupo de amigos. En conjunto,
solíamos especular asuntos incluso imberbes, que los
concluíamos en bromas y risotadas. ¿Qué más pedir
viviendo en un pueblo con nombre y gente alegre y
juguetona? Todos los de Nueva Zapatilla teníamos por
principio departir y fortalecer nuestra amistad
cotidianamente. No dábamos razón a la vida sino
disfrutábamos de momentos tan vitales para sustentar y
vigorizar trabajo, deporte y cualquier acción diaria que
nos propusiéramos emprender. Por eso, nos era
imposible entender la conducta inverosímil de
Mercedes, de apta y apreciada juventud. Nos parecía a
veces alguien fatal y difícil a todo trato de amistad y
afecto; en otras palabras, la veíamos como entre oscura,
misteriosa y hasta diabólica. De allí, nuestra facilidad

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para victimarla y abrumarla de epítetos y adjetivos


crueles.

*****

Durante una toma de ayahuasca, la anciana vidente


pronunció en su mareamiento:

¡Debes volver al agua, Machorra! ¡Debes volver a tu


lugar¡ Sólo así nuestro pueblo se liberará del mal que
nos has traído. ¡Vuelve a tu sitio, Machorra! ¡Vuelve al
infierno! ¡Ese lugar te pertenece, hija del diablo!

Cuando se daban las ocasiones de cruzarnos en los


caminos del pueblo, lo hacíamos con indiferencia. No
decíamos ni pío. Ni uno ni el otro nos mirábamos. Era
como si no existiéramos. Y sí acaso se daba la
oportunidad de una conversa, nos sabíamos distantes.
En cambio, los dicharacheros como nosotros, y
disfrutando plenamente de nuestros encuentros,
dábamos así señal de que sabíamos vivir y que nos
estimábamos como debía ser. Por eso, muchas veces
nos preguntábamos ¿por qué, justamente, tan extraño
ser y tan oscuro personaje, había determinado
precisamente establecerse aquí en nuestro pueblo? Sí.
Al principio, tratamos de ganarla y de compartir algo
de su amistad. Pero no logramos nada. Tuvimos que
aceptar lo inútil de tan buen propósito. Su soberbia era
implacable. Por esta actitud, optamos por no saludarla,
ignorándola hasta de que existía. Más ella, en vez de
superar su actitud mezquina tan reprochable por todos
nosotros, solía salir vestida con un polo en la que hizo
grabar el infeliz detente: "¡Qué miras, sapo!". Esto nos

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arrinconó de ella. Es más. Nos quitó el ánimo de ni


siquiera brindarla un gesto de saludo o de regalarla un
piropo. En ese su molestoso silencio advertimos la
presencia nutrida de perversos espíritus. ¿Qué pito
entonces habían cumplido los amantes y maridos que
llegó a tener antes de optar por venir acá? Ahora en
verdad, e innegablemente, la Machorra sólo era un
fantasma, y si existía, la veíamos como una persona
precaria y prisionera de su propio silencio y en el
infierno de un aislamiento total. ¡Pobrecita!

*****
Un día de aquellos, ¡sálveme Dios!, la tal Meche se
cruzó en mi camino. Al verla, me sentí de pronto
confundido. Mis orejas las supe calientes y enrojadas,
como todo yo. Pero en ella, advertí el gozo
encandilado por mi aturdimiento. Me miró fijamente.
Amagó una sonrisa, y me aventó la frase más increíble:

Hola, Anteco. ¿Por qué no me visitas? Estoy solita. ¡Ya


estás rico, muchachito!
Nunca, desde su llegada a Nueva Zapatilla, imaginé
que alguna vez me dirigiría una frase y menos del
calibre como la de ahora. Al mirarla sorprendido por
tamaña galantería conmigo, me pareció, con su bocaza
pintada, su sonrisa fuerte y burlona, un sapo que
hablaba. Aturdido, y acaso acomplejado, no la miré. A
trancos me alejé, mientras ella carcajeaba.

"Ya estás rico, muchachito"– la última frase que me


aventara, lo entendí, en principio, como el referente de
que yo tenía mucho dinero. Caí, de hecho, en un mareo
de desentendidos. La prisa que tomé parecía

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ahuyentarme de mí mismo. En verdad, no caminaba:


¡volaba! Al llegar a casa, apresuré de llegar a la tinaja.
Mis padres no estaban. Tomé agua con desesperación.
Por el tragazón que me di, comencé a sentir una
inusitada angustia. Me retiré apurado al dormitorio.
Antes de cambiarme el pantalón corto, me puse una
trusa. Con cierto malestar, salí a buscar a mis amigos.
Sentía la necesidad de estar en la buena onda de ellos.
No los encontré ni en el campo ni bajo los mameyes.
Esperándolos un buen rato, apareció Atico. Tenía la
camisa sin mangas y puesta una trusa rayada.

Cualquier día me las vas a pagar, Machorra– murmuré


ese momento.

Oye, Anteco, qué te pasa me preguntó éste con


preocupación.

Me senté sobre un tocón bajo el árbol de mamey. Como


hago siempre en tales ocasiones, con una corta ramita
seca, me puse a dibujar cualquier cosa en el suelo
mientras cavilaba. Atico dio unos pasos y se acuclilló
frente a mí.

¿Con quién o de quien estás hablando, amigo? Te veo


raro. ¿Te ha sucedido qué?

No, Atico. Hoy me encontré con la Machorra. Fue allá


abajo. Volvía yo a casa.

Esa mujer a mí también me da miedo interrumpió


éste, y sin dejarme hablar, prosiguió El otro día fui al
puerto. Desde la loma vi a la Machorra. Se bañaba en

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el río. No sé qué me dio por mirarla. Me sentí


verdaderamente atraído por ella. Estaba como
hipnotizado. Luego de un buen rato, ella me gritó:

“¡Qué te pasa, muchacho malcriado! ¿Nunca has visto


bañarse a la gente? ¿Acaso quieres besar mi cuerpo?
¡Ven, pues! ¡Baja, baja!", concluyó desafiante y, al
parecer, carcajeándose con mucha concha de mí. Como
podrás suponer, me sentí humillado y flotando de
vergüenza. Más todavía cuando vi sus así chuchazos
moviéndose como olas. Tenía media cintura en el río.
Hizo girar sus manos con fuerza evidente, provocando
así un remolinazo intempestivo. El agua alzada la tapó
por completo. Aproveché entonces para hacer lo que
hice. Me di media vuelta y ¡vamos, patitas! ¡Corrí
como si quisieran quitarme el alma!

A mi amigo le advertí intrigado por enterarse del


imprevisto mío. Bien sabía Atico que yo no era ningún
tonto. De ahí el terrible terror que evidenció al
escucharme. Felizmente, y ya hablando entre los dos,
superé el fastidio. Luego nos pusimos a jugar con una
pelota de trapo. Poco después llegaron nuestros demás
amigos.

Al regresar a casa, mi padre estaba pichín y


cascarrabias. Por poco me da una cuera de esas. Si no
hubiera sido por mi madre, ¡alau mi espaldita! ¡Porque
el cincho sí duele de verdad! Pero sí me incriminó
amenazante:

Mira, Anteco, no busques tres pies al gato sabiendo que


tiene cuatro. Qué buena raza. Por usar ahora pantalón

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largo, no quieres ya ir con nosotros a la chacra. Dime,


¿a quién ayudas entonces si no vamos todos juntos al
trabajo? Para cuidar la casa, ahí está tu hermana. Los
hombres tenemos la responsabilidad y el deber de
realizar el trabajo mayor. Así no faltará nunca nada
aquí en casa. ¿Entiendes, muchacho del carajo?

Mi hermana Bica salió de la cocina y nos llamó para la


cena. Felizmente, la invitación calmó las aguas que
podrían haberse agitado más.

*****

Nueva Zapatilla era un pueblito a orillas del Amazonas,


cerca de Tamshiyacu. Mi padre había hecho
compadrazgo años antes con su buen amigo Julio
Alegría. Él vivía en Iquitos. Orgulloso me sentí cuando
lo vi en medio campo conversando con mi padre.

¡Qué gusto, compadre José!

¡A los años, compadrito Juliazo!

Vinieron a casa. Se escogieron dos gallinas gordas de la


huerta y así saboreamos un buen caldo al medio día.
Por la tarde, mi padrino se despidió de todos. A mí me
dejó un inti como regalo y una cajita vacía de fósforos.
Antes de retirarse me preguntó con cuántos años ya
andaba. “Catorce y algunos meses”, le respondí
alcanzándole mi mano en señal de afecto y despedida.
Desde entonces, no volví a verlo.

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Tendría yo catorce años y algunos meses. No éramos


ricos ni tampoco pobres, como me dio a entender en
otro momento Meche. Nos sentíamos eso sí ya más
hombrecitos, Miguel, que estaba con nosotros, reveló
con cierta ingenuidad que a él ya le salía el gallito de
rato en rato cuando conversaba. En tono chiflado,
también nos hizo saber lo observado en él por Meche:
“Tú eres el único aquí en Nueva Zapatilla que no
vituperea llamándome Machorra.” Y prosiguiendo,
agregó para preguntarme: “¿Estás molesto conmigo,
Miguel?”

De pronto, se me ocurrió hacer de gracioso. Ella, sin


dejar la caricia de su mano en mi rostro, preguntó de
qué sonreía. “De nada”, le dije. Y poco a poco fui
superando mi imprevista timidez. Luego fijé mis ojos
entusiasmados en su plena figura regocijada.

No crean ustedes que Meche es fea, replicó. Y


mostrándose más interesado en hacernos creer que
mantenía cierta relación con ella, prosiguió:

Meche realmente es muy linda. Claro, será algo


chúcara. Y lo es, porque nosotros aquí, en nuestro
pueblo, no hemos sabido valorarla. Más aún cuando
todo está generada por la chismositis aguda que padece
nuestra gente aquí.
Cerré los ojos un instante pensando en ella. Vi su
imagen rebosante y desbordada en mi conciencia y
resaltada por la visión más real que sobre Meche yo
sostenía, y cuyos atributos, Miguel también los
distinguía y apreciaba apropiadamente.

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Miren su cinturita, exaltó animado nuestro amigo,


mientras dibujaba una imaginaria guitarra en el aire
¿Qué mujer con ese cuerpazo se queda en este
insignificante pueblo? Todas van a la ciudad. Y si
alguna vez vuelven para visitar a sus padres, lo hacen
sólo de paso. ¡Y nada más! No se fijan en ninguno de
nosotros ni prestan oídos al mayor piropo que la
ensalce. Nos saben únicamente como chacareros.
Claro. Somos sólo eso. Es lo que somos. De allí que,
levantando la nariz, van a otro lugar mejor. Así de
simple. En cambio Meche vive aquí, entre nosotros y
en nuestro pueblo. Y punto. De ninguno de aquí
manifiesta interés alguno, es cierto. Pero sí de ella
todos los que nos creemos muy machos y sabiondos.
A Miguel le salió un gallito, flaqueándole la voz. Todos
reímos. El roncosho de Nicho se adelantó. Sabíamos
cuan pícaro era. Y aprovechando la circunstancia de
estar reunidos un buen grupo, nos contó lo oído durante
la minga realizada día antes: “Esto se refiere al
trapichero Elodio, el padre de Asteria. Ella creció aquí
en Nueva Zapatilla. Toda la familia se dedicaba al
negocio de la venta de leva y cachaza. El viejo, de ese
modo, pudo ahorrar algún dinero. Así solidó su estancia
por un buen tiempo entre nosotros. Luego fue
establecerse en Iquitos. Allí, al desarrollar mejor la
empresa, decidió por enviar a su hija Asteria para
estudiar en Lima. Lamentablemente, la pobre no
resistió el frío de la capital peruana. Antes del mes,
regresó al terruño. Si bien es cierto que esto afectó
emocionalmente a la familia, ésta se mostraba sin
embargo indiferente y sobrada con todos. Uno de esos
días, la madre le hizo ir con ella al mercado de Belén,
aún cuando ésta se opuso con malcriada terquedad. La

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madre la miró con firmeza y la alimeñada presumida


no hizo sino caminar calladita junto a su progenitora.
En Belén, la gente revoloteaba en las mesas, sobre todo
en aquellas donde vendían pescados. Ambas se
detuvieron a mirar las variedades habidas y expuestas
sobre amplías mesas. La hija, en tono alimeñada,
preguntó: "¿Qué peces son estos, señora?" La
vendedora, por estar atendiendo a otra compradora, no
tuvo tiempo de contestarle. Pero fue el mismo pez que
se hizo reconocer de ésta cuando acercó una de sus
manos hasta los filudos dientes. Le dio un fuerte
mordisco, sangrándole un par de los dedos. Ésta, al
sentir el dolor, gritó a mercado lleno: “¡Ayayau..! ¡Ya
me ha mordido esta maldita paña!" Todos rieron
gustosos.

*****
Hoy desperté seriamente desganado. Pasé en verdad
una mala noche Así que me cayó mal la noche.
Permanecí más de lo acostumbrado en cama. Cuando
me levanté, mi hermana Bica ya estaba en el chiquero
con los cerdos que por hambre parecían querer
devorarla. Al oír tal desesperación de los marranos y
comprender que les faltaba la comida, agarré el cesto,
le puse pretina y, cruzándola diagonalmente sobre mi
pecho, fui rumbo a la chacra. En el camino traté de
animarme lanzando pepas a los pajaritos y dando
sablazos al aire. De pronto, como una aparecida,
Meche estaba delante mío. Todo se me congeló. Me
detuve. Mis pasos los sabía en el aire. En ella
resaltaban los ojos claros y grandes, los cabellos
castaños y un cuerpo increíblemente fino y saludable.
Recordé este mismo instante a Miguel, pero con una

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guitarra en el aire. La Meche me ofreció una sonrisa a


modo de saludo. Como no supe qué hacer, sonrojado
bajé la cabeza.

¿Cómo estás, Anteco? dijo ella. Sin hacer ningún


movimiento, le contesté mecánicamente:

Bien, Y quedé en absoluto silencio.


Para alentarme, presumo, ella repitió:

-¿Cómo te va, Anteco?

No supe entonces si llamarla Machorra o Meche.


Preferí callar.

Te apuesto a que vas por yucas a tu chacra me dijo


con graciosa voz.
Me sorprendió. Le dije sí sonriente. Debió ser el
tiempo necesario para que este diálogo casual
concluyera, porque sin imaginarlo, Meche, cruzando el
índice de seda sobre mis labios, se despidió con la frase
más feliz que nunca imaginé escuchar: “Ahora estoy
apurada. Nos vemos otro día, Anteco" Y aceleró los
pasos, dejándome desinflado.

Este encuentro hizo preguntarme por el tanto misterio


que originaba esta mujer en todos los de Nueva
Zapatilla y a quien yo veía tan normal y cordial como a
cualquier otra persona. En el caso mío, que caí también
en tal estupidez, a veces me sabía lleno de ideas
malévolas y negativas sobre ella: ¿Sería cierto, por
ejemplo, aquello de que tal mujerota podía tener un
gusanillo en lo más íntimo suyo, como decían, y el cual

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le impedía concebir? Esto hizo crecer más mi


curiosidad y el afán de preguntarle en algún momento
casual y oportuno si ello era verdad.

Regresé de la chacra con la yuca para los cerdos. Mi


her¬mana Bica me recibió la cesta, manifestando cierta
bravuconería. Pude contener el cansancio y, haciéndole
una mueca, me senté sobre una banqueta. Luego de un
breve descanso, fui en búsqueda de mis amigos.
Encontré a Nicho y al buen Atilio. Los tres optamos
por ir a nadar. Ya en el lugar adecuado, procedimos a
lanzarnos desde la alta orilla del barranco. Nadábamos
de espaldas o al estilo patito. Al bucear, nos
sumergíamos lo más posible hasta el fondo. Es que sólo
así lográbamos recoger las piedrecillas de colores que
se encontraban en el mismo lecho de la quebrada. Con
éstos, después, jugábamos a descubrir nuestra suerte y
futuro.
A ver, mírenme. Tiraré esta piedrita. Luego bucearé y
recogeré cuantas piedrecillas alcancen en mis manos.
Con ustedes los contaremos. Así sabré cuántas mujeres
tendré en mi vida.

Y sin más ni más, me lancé al río, desapareciendo por


un buen rato. Luego, otra vez y otra vez y otra vez.
Hice cuatro emerjamientos. Subí la alta orilla algo
agotado. Nicho, con pícara sonrisita, premonitó:

Creo que no vas a tener en toda tu vida ni marido. Los


tres reímos por tan pícara frase.

Atilio logró cinco rebotes. Le felicitamos con


entusiasmo.

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¡Bravo. ¡Caray! Vas a tener cinco mujeres, Atilio


coreamos. Y todos reímos. Yo, envidioso, volví a lanzar
la piedra. Pero sólo dio un rebote. Todos me pifiaron
con jodenciosa alegría, mas yo me sentí realmente
agraviado.

*****
En uno de esos días, y como lo hacían casi siempre, las
mujeres del pueblo conversaban amenamente de la
Machorra. Pero fue la vieja Ishuca, de ojos esquivos y
escandalosa minucio¬sidad, la que empezó a contarnos
otra novedad relacionada con Meche. Deseoso por
enterarme de cuanto diría, y simulando cierto
desinterés, opté sin embargo por acercarme un poco
más hacia ella.

Las mujeres que no saben tener hijos dijo con cierta


palanganería, cuando ya tienen edad, empiezan a criar
de todo: pihuichos, monos, gatos, perros o cualquier
otro animal.

O sea, ¿así es la Machorra?, preguntó alguien de las


presentes.

Sí, pues. Así es la pobrecita. Es por tener ese gusanillo


dentro de su cosa.

Al oír esto, paré más las orejas y guardé silencio. Con


mirada escrutadora y una expresión como de susto,
doña Ishuca continuó:

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Y esto en verdad es cierto. A la que tiene gusanillo no


le duran los maridos.

Asustados, se van de ella. Le hacen creer que están


enfermos y con tal peste. Otros, dizqué por padecer de
incapacidad sexual. Volviendo a las fulanas con este
mal, reveló que toda machorra sabe aprovechar el
momento cuando el gusanillo maldito saca su cabeza
peluda y comienza a moverse dentro del calzón. De un
tirón, le arrancha. Y ya cogido, le lleva hasta la tullpa
que suele estar siempre con bastante ceniza y carbones
encendidos. Cubriéndolo con todo esto, le dejan ahí
para que ya no joda.

¿Así, será, doña?, preguntó Romicha.

Con la cabeza gacha, yo me sabía perdi¬do en una


infinita confusión. Para entonces, felizmente, había ya
desaparecido la fastidiosa y minúscula mantablanca,
mientras el zancudo nutría su presencia con más fuerza.
Doña Ishuca, interrumpiéndose, chispoteó el fósforo
para prender su cachimba. Aspiró una larga boca¬nada
de humo y prosiguió con el interesante informe. Todos
estábamos embebidos y decididos de seguir oyéndola
cuanto durara la tanta novedad del gusano de las
machorras. Prosiguió la viejuca:

También dicen que el gusanillo sale desde el interior


del vientre de la mujer. Y ya desde el calzón, empieza a
desplazarse sobre el cuerpo de ésta, buscando ahora las
tetas y la boca, dizqué para acariciarlas.
El relato me angustiaba. Tenía ganas de salir corriendo.
En eso, una de las oyentes intervino:

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Para hacerla dormir profundamente y ésta no sienta


nada de todo cuanto hace el gusanillo, tendrían que ser
las machorras cría del diablo. ¿No es así, doña?
Doña Ishuca carraspeó. Y en tono chillón, prosiguió.

El gusanillo no solamente conoce el cuerpo y todas las


partes de la machorra. También la casa, la cocina y
donde está la pusangueada. Y por igual, a donde vaya
la machorra. Luego opta, si ésta se halla dormida, por
sobarse en el cuerpo como para adormecerla y no la
sienta sobre ella. Luego se retira para ir a la cocina y
co¬mer las sobras que encuentre en cada olla. De ahí
regresa a su hueco, introduciéndose nuevamente en la
mujer. De la vagina se dirige al vientre. Es ahí en
donde vive. –Calló un instante y luego prosiguió: Oí
decir también que tiene una cuarta y media de tamaño.
Su pelambre es negro y muy liso en la cabeza. Tiene
labios como los de un recién nacido. Muy rojitos.
Dicen las abuelas que, en reemplazo de hijos, las
machorras tienen ese gusanillo adentro. Pero ni estas lo
saben. Hay muchas personas, y así también me
contaron, que en tiempos de luna llena, mientras la
mujer duer¬me profundamente, oyen la voz
quejumbrosa de un niñito llorando. ¿No será que con su
llanto, aquel gusanillo endiablado, hace así más triste y
penosa la vida de esta clase de mujeres? Calló. Luego
alentó un profundo suspiro. Su silencio nos hizo
entender que la charla finalmente acabó. Los que
fuimos oyentes, nos sentimos en la más intensa
oscuridad de la duda y del misterio. Pero sintiendo
además un leve mordisco en el vientre.

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Eleazar Huansi Pino

*****
Me sumí en agradables sueños. Al levantarme después
de un buen rato, lo hice con cautela. Luego me alisté
para salir. Al llegar al lugar a donde iba, empujé
suavemente la puerta. Estaba en el frontis de la casa de
Meche. Atisbé y logré verla. Por lo bien arreglada que
se veía, supuse que me esperaba. Y así fue.
Cariñosamente me tomó las manos. Apenas pude
pronunciar brevísimas palabras. Pero caminé confiado
en que recibiría la mejor recompensa por el suplicio
resistido tanto tiempo. El cie¬lo me parecía de una
grandiosidad fluorescente. La luna vestía de seda
celeste. Mientras, y alentado por mi amor y mis ansias,
me sentí acorralado en mí mismo. Y como era más la
ansiedad por mi iniciática y primera expe¬riencia de
saborear aquella entraña inimaginable, la voz de Meche
hizo latir con mayor profundidad mi corazón, además
del mayor aire que exigía mi respiración. Entre la
desesperación y la angustia, ella agotó sus palabras en
dos frases: "Anteco, no me dejes, por favor. Tengo
miedo." Como si recién también yo despertara,
asustado miré la noche y me acerqué a esa voz que
alegraba y encendía más la os¬curidad. Suspiré
entonces hondamente y volví a cerrar los ojos para
verla plena dentro de mí.

*****
Era el mes del humarí. Con gran ánimo salí hacía la
casa de Nicho. Ahí le propuse:

Vayamos a dar una vuelta por el humaral.

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Eleazar Huansi Pino

El monte estaba tupido de estos árboles con frutos y


sabor únicos y distintos a todos los demás del bosque
amazónico. Su olor intenso provocaba comerlos. Como
estaban regados por todas partes, fácilmente los
recogimos. En el camino, aproveché la ocasión tan
íntima de este universo verde para preguntar a Nicho:

Dime, hermanón, que piensas tú de Meche. La gente


cree de verdad que ella tiene ese gusanillo maldito.

Eso dicen. Pero son de las malas lenguas y de personas


que han vivido en la frustración del sexo y de saberse
inatractivas. Y yo no creo en tonterías. El gu¬sanillo de
la Meche será éste, me respondió pícaramente,
apretándose y mostrándome la bragueta.

La respuesta, en verdad, la interpreté como una frase


infeliz. No me permitió proseguir con el tema. Dejé de
insistir. Opté por ir lanzando piedras a las torcacitas
que saltaban de un árbol a otro. Total, yo era el único
interesado en aquel asunto, pues pretendía enamorarla
y ser alguna vez amado por Meche. En días pasados
también quise hablar con Atilio sobre lo mismo, pero
recibí una contundente respuesta: "¿Vas a empezar otra
vez con tus huevadas? Esas son creencias de viejas y de
gente ignorante. Olvídate mejor de estas cojudeces,
Será para bien tuyo."
A la luz de la tarde, y solamente en el camino por
donde íbamos, logramos juntar cada cual una buena
cantidad de tales frutos. Llenadas nuestras mochilas,
optamos por regresar, pero escabulléndonos por entre
los uñegatos y otras cortaderas del monte. Cerca de la

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Eleazar Huansi Pino

casa de Meche, vimos a Miguel con cara de haber


cometido alguna picardía.

Oye, Anteco, me dijo Nicho traviesamente insinuador


mira al pendejo éste de Miguel. ¿Qué hace acá? ¿Qué
pues quiere por aquí?

Esperemos para ver le contesté. Y nos escondimos.


Miguel acercándose con cautela a la ventana de la casa
de Meche, se puso a espiar el interior. Acechó unos
instantes más, y dando un empujón a la puerta, se alejó
del lugar.
Comimos unos cuantos humarís camino ya cada uno a
nuestras casas. De repente, impulsé un manotazo al
aire, imaginando tener frente a mí la cara de Miguel.
Chispotié saliva y luego exclamé:

¡Miguelacho majadero y mal amigo! ¡Y tú, Machorra,


con ese gusano escondido en tus partes, no vales nada!,
Y reí a carcajadas. Desde algún otro lugar, una voz
emergió, diciéndome:

Anteco, ¿qué te pasa? ¿Estás loco? ¿Tienes algo contra


Miguel? ¿Por qué dices que la Machorra no vale nada?
Quien me recriminaba era Bica, mi hermana.

Ahora sí me fregué, dije entrecortando la voz. Ella se


dejó ver por mí. Estaba detrás del gallinero y pudo por
eso oír cuanto dije con fastidio y cólera.

Este, no imagines nada malo, por favor. Estoy


practicando una broma, le expliqué entre un tartamudeo
y titubante fraseo.

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Eleazar Huansi Pino

¡Cómo! ¿Qué es esto? ¿Una broma? Y contra quién tal


estupidez?
Con el alma tembleque, ridiculicé otra respuesta:

Nicho y yo vimos a Miguel dando vueltas por casa de


la Machorra.

¿No me digas? ¿Y ustedes qué hacían por ahí?


¿Tam¬bién husmeaban el lugar y muy especialmente la
casa? ¿Querían acaso, entre los tres, traer más acá la
habitación de la Machorra? Porque podrían hacerlo,
¿no?, agregó burlonamente y mostrándonos así su
disgusto. Nicho optó por retirarse en total silencio.

*****
El domingo inmediato del incidente nos reunimos la
muchachada con el propósito de organizar un
campeonato de fútbol. La fecha debida era propicia,
pues cumplía nuestro pueblo un aniversario más. Al
aura de aquel día, y desde muy temprano, sonaban ya
los tambores y quenas con inusitado entusiasmo. Más
pronto de lo imaginado, la cancha se veía repleta de
público. En el últi¬mo encuentro, mi equipo enfrentaría
al de Miguel. Sentí placer al enterarme de tener a éste
frente a mí. Así podría darle más patadas que a la
pelota. Ya estaba decidido. Era mi oportunidad de
humillarlo delante de todo el pueblo. Levanté la cabeza
y no pude creer lo que veía. Sí, era cierto. Meche
también estaba allí. Sus cabellos al viento se dejaban
apreciar re-lucientes y subyugantes. Fastidiado y
molesto, me hice la absurda pregunta: ¿Cómo podría,

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Eleazar Huansi Pino

precisamente ella, estar en la barra del miserable y mal


amigo Miguel? No lo podía entender. Esto me indignó
mucho más. Su amplia sonrisa, de hecho indicaba
haber sido ya aceptada de moradora por éste y por
todos los de Nueva Zapatilla. Miraba a los jugadores
como si estuvieran comunicándose con cada uno de
ellos. Se movilizaba de aquí para allá y de allá para
acá, arreando encanto y entusiasmando a todos
ardorosamente. Y lo hacía como si los estuviera
buscando a cada uno de ellos. Yo la miraba de reojo y
oblicuamente. No quería encontrarme ni con su sonrisa
ni con ningún gesto suyo. Ahora sí me irritaba toda
ella.

Con los jugadores ya debidamente ordenados en media


cancha, el silbato del réferi dio inicio al partido. La
pelota salió del fondo contrario y vino a caer en el
centro del campo. Al vuelo la detuve. Hice una
morisqueta muy elegante precisa. Di el pase a mi
compañero Agucho. Él lo recibió poniendo el pecho.
Movió la cintura, avanzó y disparó directo a los pies de
Atilio. A él, debidamente dribleado, le quitó la pelota el
buen jugador delantero que era el Miguel. Éste vino
descontando a uno y a otro. Su juego me ofuscó. Sentí
tal rabia, que corrí tras él con el único propósito de
romperle el alma, aventándole el terrible puntapié que
le propinaría en la canilla. Sospechándolo,
probablemente, el muy condenado me esquivó y,
mirándome amenazante, me increpó:

Juega bien, Anteco. ¡Y no trates de joder! ¡Será peor


para ti!

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Eleazar Huansi Pino

¡Qué chucha, pues! Le contesté.

Terminado el primer tiempo con una continuadilla de


jugadas peligrosas y de chanque, ambos equipos, sin
embargo, nos sabíamos tromes. Luego del intervalo
debido se reanudó el partido. Nuestras barristas nos
alentaban. Meche vestía una falda canela bailándola en
la cintura. Nos miraba burlona y riéndose de nosotros.
Moví la bola. Hice un quite de reloj al contrincante mío
como para que ésta se fijara en mí y valorara mi juego.
Aún no había goles. Pero era notable advertir el
pundonor en los jugadores de ambos equipos y el
ánimo de candela que derrochaban los equipos rivales.
Logré hacerle un drible especial y con sobradera a
Miguel. Nos ovacionaron. Éste se encorajinó, y por
poco me alcanza un patadón en la pierna derecha. Me
quitó la pelota. Hizo zig¬zag a dos de mis compañeros.
Y por esta jugada, merecidamente recibió una intensa
ovación desde su barra.

Odorico, en un juego de cuerpo y cabeza, le agitó el


sombrerito a Joshelín como para humillarlo. Su barra
aplaudió vivándolo. Sin embargo, con un toque de pies
bastante bien realizado, Joshelín logró adueñarse
nuevamente de la redonda. De este modo, avanzamos
nosotros. Pero Juaneco, para disfrute de la hinchada
suya, nos la quitó y llevó peligrosamente la pelota al
área nuestra. Sin pensar dos veces, dio un solo patadón
haciendo llegar la pelota hasta nuestro arco.
Felizmente, para tranquilidad nuestra, Educo logró
taparla, al lanzarse divinamente de palomita. Otra
ovación para nuestro equipo. Pelota al centro. En el
saque, me ganó Miguel. Más de inmediato, logré

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Eleazar Huansi Pino

alcanzarle. Le di un codazo. Cayó de do¬lor. Pero yo


me gané una buena reñida del árbitro. La barra de
Miguel nos hizo pifias. Éste se levantó. Aceleró el paso
hasta llegar delante mío. De esto se valió para
aventarme todas las lisuras del mundo. Me hice el
desorejado y el angelito simplón que no oyó nada.

El partido siguió parejo. Al intentar un pase elevado el


delantero izquierdo del equipo contrario, un jugador de
los nuestros logró tomar la pelota, pasándomela un
tanto elevada, logré felizmente detenerlo con el pecho.
Aplausos de la barra. El árbitro miró su reloj. Iba a
terminar el partido y seguíamos empates. Una repentina
patada me tumbó al suelo. Esto hizo que nuestra
hinchada gritara con entusiasmo sonoro:“ ¡Penal!
¡Penal! ¡Penal!” “¡Fuera Miguel!” “¡Fuera de aquí!” La
numerosa barra invadió la cancha. Me levanté. Con
cierta emoción tomé la pelota en mis manos. Ya frente
al arco, y mirando en la pelota la cara de Miguel,
enfurecido y con la dinamita de mi cólera, di el salvaje
patadón. Y “¡gol!” “¡gol!” “¡gol!”, grité hasta no poder.
Y gritó de igual la hinchada y toda nuestra alegría.

Ese día me sentí el hombre más afortunado, el mejor, el


más trome. Por la noche, hubo bombobaile en Nueva
Zapatilla. Teníamos que celebrar el triunfo como debía
ser. Y la hicimos. ¡Salucita por aquí!, ¡Salucita por allá!
¡Vivan los ganadores! ¡Viva nuestro Anteco!

Yo quería marearme ya alguna vez de licor y de amor.


Con este pretexto, antes de medianoche, levanté varias
veces mi vaso y me di una buena tragada de chavelo. Y
sin que nadie notara, me hice humo del grupo de

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Eleazar Huansi Pino

amigos y del bombobaile. No lo pensé dos veces. Corrí


hacia donde ya sabía y obedecien¬do a mi destino. En
tal silencio de árboles y de la íntima noche, oí el grito
desesperado de mi sed no apagada, de mi corazón
chispeante, ansioso, rompiendo tenaz estas fuerzas que
estimaba inesperadas pero firmes para desatar al fin
mis frustraciones. Llegué. Me detuve un segundo en el
umbral de la casa que requerían mis ansias. Di varios
golpes en la puerta aquella que siempre vi cerrada.
Sentí sus pasos. Un susto adormecido rebosaba en mi
cerebro. El chavelo ingerido me cegaba. Apenas pude
advertirla cuando llegó a contraluz del lamparín. Su
voz cercana susurró en mis oídos:

¡Anteco, amor, me hace feliz tu presencia! ¡Entra, por


favor! ¡Entra, querido!
Me porté como su hombre, intenso, firme y
desesperado. Después del gozo más feliz de mi vida
hasta entonces, me senté al borde de la cama. La
Meche me abrazaba y repetía mi nombre a cada
instante.

¡Anteco! ¡Anteco! ¡Anteco, mío! ¡Te esperé toda mi


vida! ¡Aquí estoy para ti! ¡Para ti! ¡Solamente para ti
mi amor! ¡Tú eres cuanto yo quería! ¡Tú eres mi
pre¬ferido! ¡Por ti decidí vivir en Nueva Zapatilla! ¡Al
fin tú ahora aquí conmigo! ¡Aquí yo para ti por siempre
¡Gracias, Dios mío!

Acaricié la suavidad de su piel. Sabía a frescura de río.


Y olía a jardín en primavera. En¬treabrió los labios
emocionados.

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Eleazar Huansi Pino

¡Anteco mío! ¡Te quiero, te quiero, te quiero, te quiero!


Y me acurrucó entre sus senos.

Me acerqué un poco más a ella y abracé a la palmera de


su cuerpo afiebrado. En la frondosidad de su pelo
acaricié mi rostro rebosante. Me tomó de los hombros.
Su aliento embebió mis sentidos. En el centro de la
cama, su voz sabía al aire que serena la sombra y
enerva el silencio. Doblamos nuestros cuerpos. ¡Me
sumí en sus axilas sudorosas, en sus muslos
chasqueando gozo, en su anhelo que nos salvaba! Sin
dejar de aliviar felices suspiros, se durmió cálidamente.
La piel blanca y cubierta por una enagua de seda,
dejaba entrever abundantes vellos. Luego de saberla
mía, me dispuse a dormir. De pronto me sentí apresado
por una vibración cundiendo mis oídos.

¡No!. ¡No es cierto! Dije dudoso. Quise gritar. Pero a


mi voz la sabía sumergida en las aguas intensas de un
río infinito, como cuando revienta el interior del
Amazonas para tragarse el paisaje circundante. Y
vibraba esta explosión en mis tímpanos como un
reclamo. Miré a Meche. Dormía profundamente. Me
esforcé en gritar. Fue inútil. Entonces vi lo que vi. El
gusanillo. El mismo y aquel de cuanto se habló y contó
y se escandalizó en Nueva Zapatilla. Salía de Meche
husmeando el aire. Hice esfuerzos inútiles para
moverme. Y como si obrase sobre mí una fuerza
superior, me reincorporé y lancé un fuerte manotazo
hacia el bicho. Viéndolo en el suelo, comencé a
pisotearlo triturando su tamaño. Así pude reventar todo
ese vientre de pus que olía a tumbas de un cementerio
infernal.

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Eleazar Huansi Pino

¡Toma, mierda! ¡Toma!, dije, dándole todavía pisotones


malditos.
Sentí que Meche apenas podía detenerme. Iracundo y
vence¬dor, yo gritaba:

¡Lo maté! ¡Lo maté! ¡Por fin, lo maté, amor mío! ¡Por
fin lo maté!
Meche trataba de apaciguarme. Tomaba mis brazos y
manos tratando de calmarlos. Los sacudía afectuosa y
tiernamente besaba mi rostro y hombros, mi pecho y el
alma feliz que acaso veía en mis ojos.

¿A quién mataste, Anteco? ¡Dime! ¡Dime, por favor!


Miré alrededor de la casa y vi objetos rotos y
banque¬tas destrozadas. Bajé los ojos y con humildad
y desmedido cariño, le dije:

¡A nadie, Meche mía! ¡A nadie!

*****

Estoy sentado bajo las sombras del viejo árbol de


mamey. Los recuerdos más impactantes de mi vida,
suelen acosarme siempre cuando estoy aquí, bajo la
luminosidad del vasto universo. Felizmente, he sabido,
en este decurso, entretenerme en realizar filigranas. Por
eso, logro ahora dibujarlas con alegría en paredes,
caminos, playas y papeles limpios. Casi siempre, y
cuando voy a faenar al monte o a la chacra, ella aparece
y me toma de la mano. Yo me dejo llevar por su voz

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Eleazar Huansi Pino

im¬perceptible, tal vez ya cansada por el paso de los


años y por la suavidad tan tierna de su cariño.
Un día y otro, mi última hija, la que nació después de
nueve varo¬nes, suele preguntarme de dónde esa mi
actitud silenciosa y de sa¬tisfacción que suelo mostrar,
según ella, desde mi corazón. Yo, acariciando
suavemente su cabellera tan exacta a la de su madre,
respondo con suavidad y besando la alegría de su
rostro:

¡Uno nunca sabe, Mechita! ¡Uno nunca sabe!

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