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SOBRE SAN BERNARDO Y SU TIEMPO por DANIEL ROPS

En aquella época, Dios no estaba «muerto», según las palabras blasfemas de


Nietzsche: era admirablemente vivo.
De allí partía todo. En el terreno de la moral, un hombre como san Bernardo
podía invocar los principios del Evangelio en contra de los errores o crímenes, porque
todos creían en aquellos principios y sabían que éstos dominaban sus vidas. Nadie
ignoraba que, incluso si los transgredía, los mandamientos de Dios eran el alfa y la
omega de todas las cosas, y que, según ellos, se pesaría un día en las balanzas de la
Eternidad. Una cosa es dejarse llevar por la violencia, codicia o libertinaje porque se
es un pobre hombre y se cede a su inclinación, y otra es negarse a aceptar que existe
una ley superior y una autoridad sobrenatural para hacerla cumplir. Porque sus
contemporáneos creían, el monje blanco podía atreverse a reprenderlos y llevarlos de
nuevo por el buen camino. No carece de significado.
En el terreno político, ocurría lo mismo. Hemos visto a san Bernardo actuar en
una Europa sacudida por violentas disputas, dividida por intereses y pasiones.
Pero entre la de su tiempo y la nuestra existe una diferencia considerable. No había
por entonces estas rivalidades inexplicables entre naciones, estos odios encasillados y
supercomprometidos dentro de las fronteras, que amenazan hacer estallar el mundo y
hundir todas las naciones en el abismo. No existía lo que el mundo moderno llama
«nacionalismo», que no debía empezar hasta principios del siglo XIV. Podían
producirse guerras entre tal y cual soberano, pero no se traducían en dramáticos
desafíos en los cuales cada una de las naciones en guerra sabe que se juega su destino.
Incluso en plena guerra, un gobierno hubiera juzgado absurdo e ilegítimo arrestar en
su territorio a los fugitivos enemigos y más aún prohibir a los comerciantes que
continuasen sus negocios, con el fin de impedir el comercio con los enemigos. Tampoco
existía ese lujo ridículo y vano de los pasaportes, visados, autorizaciones de moneda
que constituyen el atractivo de los viajes en el siglo xx; un peregrino iba de París a
Roma, de Chartres a Santiago de Compostela sin otro documento que su voto de
peregrino...

Sí, en los siglos XII y XIII existía verdaderamente Europa, y en aquella Europa actuó
San Bernardo. Existía un sentido de fraternidad humana, de solidaridad de espíritus y
almas, del que casi hemos perdido el recuerdo. Este internacionalismo era visible en
todos los campos. Abundan los testimonios. Por ejemplo, en los nombramientos
eclesiásticos, en que se había visto a un bienaventurado Lanfranc, piamontés, luego a
un san Anselmo, valdotano, llegar a ser, uno después del otro, abad de Bec Hellouin
en Normandía, luego arzobispo de Canterbury en Inglaterra, en sentido contrario se
vería a Juan de Salisbury, inglés, llegar a ser obispo de Chantres. En el terreno
intelectual, sucedía lo mismo. En las grandes escuelas, más tarde en las
Universidades, maestros de todas nacionalidades eran requeridos para enseñar a
alumnos llegados de todos los países: en París, por ejemplo, se veía en las cátedras a
un san Alberto Magno, alemán, a un santo Tomás de Aquino y a un san
Buenaventura, italianos, a un Sigiero de Brabante, belga, y muchos otros. Todos los
espíritus superiores de Europa no necesitaban para entenderse este sistema de
cascos de escucha ni de traducciones simultáneas que, en nuestras O.N.U.,
U.N.E.S.C.O, y otros organismos internacionales, evidencian el babelismo de
nuestra época, ya que todos hablaban una lengua internacional: el latín.
Existía una Europa que poseía un espíritu común, un alma común, que
emprendía comúnmente, bajo el impulso de su jefe espiritual, el Papa, aquellas
grandes operaciones que se llamaban Cruzada a Tierra Santa o Reconquista de
España. Una Europa lo mejor de la cual se expresaba en una forma de arte múltiple
y variada como sus miembros, pero única en su principio: la catedral. Aquella
Europa tenía un nombre: Cristiandad.
Es la última palabra que se ha de decir. San Bernardo, porque era un santo,
pudo actuar en su época en la forma vista. Si pudo hacer oír su voz por encima del
clamor de los odios y de los intereses opuestos, es sencillamente porque aparecía,
a los ojos de sus contemporáneos, como el vivo heraldo de la cristiandad, la
encarnación de su conciencia colectiva.

Extracto tomado de Daniel Rops, Saint Bernard, quand un saint arbitrait l´Europe.
Traducción española: San Bernardo, Aymá, Barcelona, 1957 (trad. de Montserrat
Roca).

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