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OPINIÓN

El estado de las ciudades latinoamericanas


De las buenas prácticas a la transformación política

América Latina es la región más urbanizada del planeta. Sin embargo, sus ciudades se
encuentran fracturadas y son profundamente desiguales. Muchas viviendas son precarias y
sus ocupantes carecen de seguridad en la tenencia. En una sociedad desigual en la que los
pobres sostienen la ciudad de los ricos, ¿por qué no pensar una transformación posible en la
que la ciudad de los ricos financie la nueva ciudad abierta e igualitaria de la movilidad
social?
Por Marcelo Corti
Mayo 2018

Más del 80% de la población de América Latina vive en ciudades. Se trata, hoy, de la región
más urbanizada del planeta. Sin embargo, este dato no es un indicador de desarrollo sino más
bien de las contradicciones propias de la región. Gran parte de lo que llamamos «ciudad» es
en realidad un aglomerado sin calidad, carente de los servicios y atributos que definen lo
urbano. En muchos casos la vivienda es precaria y sus ocupantes carecen de seguridad en la
tenencia.
Estas tristes aglomeraciones se localizan, en general, en las periferias urbanas, pero también
se encuentran en áreas centrales cuyo nivel socioeconómico, su calidad urbana y su
patrimonio cultural es comparable a la de los países desarrollados. Es el caso de la favela
Rocinha en Río, el barrio La Perla en San Juan de Puerto Rico, o la Villa 31 en Buenos
Aires. Esto ha dado pie a niveles elevados de impostación intelectual sobre los «valores
populares» y el supuesto «encanto» de la pobreza. En otros casos, son los centros históricos
los que se degradan y reproducen los problemas de la periferia, como ocurre por ejemplo en
San Pablo.
La masiva urbanización latinoamericana no responde, entonces, a una genuina oferta de
mejores condiciones de vida o a aquella antigua consigna según la cual «el aire de las
ciudades es libre y hace libre». Tampoco es, como supone el sentido común conservador, el
influjo perverso de las tentaciones de la ciudad, que encandila inocentes y los saca de sus
«paraísos» agrarios. El problema es que las actividades económicas primarias en que se basa
la riqueza de las naciones sudamericanas no generan empleo y no pueden, por lo tanto,
retener poblaciones campesinas o de regiones postergadas, afectadas además por malos
manejos ambientales y deficiencias en el modo de producción (monocultivo, extractivismo) y
el reparto de la tierra.
Frente a esto, muchas ciudades han encarado soluciones que, más allá de su limitación
sectorial, proponen caminos interesantes para la recuperación urbana y social. Estas
intervenciones revirtieron el rol histórico de nuestras ciudades como reproductoras de
modelos externos y propusieron alternativas más adecuadas a nuestras reales necesidades. Es
por ejemplo el caso de los Proyectos Urbanos Inclusivos del urbanismo social de Medellín,
las operaciones de integración urbana Favela-Bairro en Río de Janeiro, recuperaciones de
centros históricos como los de Quito, La Habana o Ciudad de México, la recuperación
demográfica del centro de Santiago o el sistema de autobús con carriles exclusivos (Bus de
Tránsito Rápido), cuya primera experiencia fue el «ligerinho» de Curitiba. Otras
innovaciones son institucionales, como el presupuesto participativo de Porto Alegre, la ley
colombiana 388/97 que establece la participación del Estado en las plusvalías sobre el valor
del suelo, el rol de la empresa municipal de servicios públicos en Medellín o el amplio
repertorio de instrumentos de gestión que propuso el Estatuto de las Ciudades brasileño de
2001. Y también el sector social autoorganizado aporta soluciones: el mejoramiento
comunitario del barrio El Salvador en Lima, las cooperativas de vivienda uruguayas o los
barrios producidos por movimientos como el Movimiento Territorial de Liberación (MTL) y
el Movimiento de Ocupantes e Inquilinos (MOI) en Buenos Aires.
Meritorias y muchas veces replicables, estas operaciones también se ven limitadas o
deformadas por esas mismas contradicciones latinoamericanas. Constituyen buenas prácticas
pero no alcanzan a fundar políticas integrales para generar ciudad y ciudadanía. En
ocasiones, logros parciales o temporarios se ven afectados por la deformación de los
objetivos, su carácter limitado o la dura realidad del contexto social y político en que se
inscriben.
Y hay que decirlo, también por las contradicciones políticas de gobiernos progresistas que
mantuvieron concepciones de hábitat y ciudad basadas en la intervención focalizada del
Estado y el «dejar hacer» a los mercados privados en temas como la gestión del suelo. El
abogado y urbanista Edesio Fernandes ha señalado para el caso brasileño (que podría
extenderse a muchos gobiernos de la región) la limitada comprensión de la naturaleza
política de las ciudades: «Más familiarizados con las tradicionales disputas entre capital y
trabajo dentro de las fábricas, no entendieron que la ciudad ya no es sólo el lugar donde tiene
lugar el desarrollo económico industrial capitalista sino que también se ha convertido en el
objeto mismo del capitalismo post-industrial, financiero y de servicios»[1].
Las políticas de subsidio a la demanda de vivienda, instrumentadas desde otra posición
ideológica, tampoco han brindado soluciones sustentables. Ideadas para contrarrestar los
problemas generados por los conjuntos habitacionales de las «patrias contratistas»,
terminaron generando un negocio alternativo que también financia el estado y aprovechan las
empresas: el de la construcción en la periferia como mecanismo de captación rentable de los
subsidios. En Chile, esta política generó lo que los arquitectos Alfredo Rodríguez y Ana
Sugranyes llaman el problema de «los con techo»[2]. Se trata de poblaciones enteras
confinadas al ostracismo en viviendas ínfimas y mal construidas. Peor aún, en México el
sistema ha dejado decenas de miles de viviendas inutilizables, abandonadas por sus
«beneficiarios».
La ciudad latinoamericana es también blanco fácil de decenas de propuestas parciales,
muchas veces con el aura «mágica» que les da su origen tecnológico o su aplicación
supuestamente exitosa en países desarrollados. Este diversificado repertorio de«soluciones»
tiene como denominador común su ignorancia o desdén por la política y abarca las promesas
de la smart city (impulsada por las multinacionales tecnológicas), el sueño de una ciudad
ecológica basada en techos verdes y bicicletas, la ilusión de distritos unifuncionales
o clusters de la informática, el diseño o las artes, o la salvación por el turismo. La variante
más cruda y descarnada, pero también más extendida, es la «anticiudad» de las privatopías
cerradas, enclaves de protección frente a una ciudad violenta e insegura.
Sin ánimo de reivindicar particularismos, la ciudad latinoamericana presenta especificidades
que la hacen poco apta para aplicarle modelos de importación. El economista brasileño Pedro
Abramo sostiene que, frente a la polaridad entre ciudad compacta europea y ciudad difusa
norteamericana, nuestra urbanización podría catalogarse de «com-fusa»: conviven en ella la
sobre-densificación de áreas centrales -por la doble presión de los negocios inmobiliarios y
las expectativas de localización de sectores populares- con la dispersión infinita en la
periferia, donde la competencia entre pobres y ricos se da por el suelo barato.
Las categorías del análisis urbano en las ciudades desarrolladas también resultan de difícil
aplicación en nuestro contexto. Pese a que mucha producción académica se dedica, por
ejemplo, a analizar la «gentrificación» (desplazamiento de sectores populares en áreas
centrales por su atractivo para las clases medias y el turismo), ese fenómeno no trasciende en
la región a unos pocos barrios bien ubicados en algunas ciudades. No es de extrañar, cuando
la masa crítica de pobreza torna difícil que sectores tan extensos de población puedan ser
erradicados por métodos de mercado.
En cambio, la desigualdad entre los extremos sociales, un fenómeno mundial pero
exacerbado en América Latina, es la contradicción que más explica los problemas de
nuestras ciudades. También debe considerarse el peso de la especulación sobre el suelo,
históricamente la base de la fortuna de las elites nacionales, agravada además por la
corrupción.
El reto de las ciudades latinoamericanas tiene, por tanto, dos instancias. Una de ellas escapa
al urbanismo: no es posible una transformación virtuosa de ciudades cruzadas por violentas
contradicciones sociales y económicas si estas no se resuelven en el ámbito más amplio de la
política. Pero el urbanismo, la política urbana y la gestión de las ciudades pueden en cambio
acompañar desde su especificidad la realización de transformaciones más profundas.
Contribuir a ciudades y sociedades más justas, con más oportunidades para toda su gente. Si
en el siglo XX esta posibilidad se imaginó en muchas ocasiones solo a través de una
transformación revolucionaria, quizás en nuestros tiempos dependa de una mecánica de
cambio más sutil y compleja. Por ejemplo, en una sociedad desigual en la que los pobres
construyen, sostienen y hasta financian la ciudad de los ricos, ¿por qué no pensar una
transformación posible en la que la ciudad de los ricos financie la nueva ciudad abierta e
igualitaria de la movilidad social?

[1] Edesio Fernandes: «La cuestión urbana en Brasil entre 1996 y 2016. Una evaluación
político-institucional », en Hábitat en deuda: veinte años de políticas urbanas en América
Latina. Michael Cohen; María Carrizosa; Margarita Gutman (editores). Café de las
Ciudades,Buenos Aires, 2016.
[2] Alfredo Rodríguez y Ana Sugranyes: Los con techo. Un desafío para la política de
vivienda social, Ediciones SUR, Santiago de Chile, 2005.

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