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ACTITUDES DEL HOMBRE ANTE LA REALIDAD

ACTITUDES DEL HOMBRE ANTE LA REALIDAD


Lilian Arellano Rodríguez

A diferencia de otras realidades, aprehendemos la realidad como tal, tomamos


conciencia de la realidad-Universo, de su acontecer y de nuestro acontecer en él. El Universo, y
nosotros en él, nos aparecen complejos: plenos en misterios, interrogantes y posibilidades. Nuestra
existencia nos exige tomar decisiones y para ello valorar… ¿Qué puedo hacer; qué debo hacer;
cómo y para qué; cuáles serán las consecuencias; qué es lo mejor o me guío por las conveniencias,
mis gustos; poder y deber coinciden? Ante todas estas interrogantes, tenemos dos alternativas:
Valoro de cara a la realidad o doy la espalda a ella: esta decisión,
que puede ser realizada en forma más o menos consciente,
decidirá en gran parte nuestros estilos de existencia:
ascenderemos o nos degradaremos. Éxtasis o vértigo, diría
Alfonso López Quintás. Aciertos, errores, apariencias, mentiras,
ocultamiento, ignorancias, misterios, debilidad, dolor, placer,
fortaleza, orden, caos, transparencia, corrupción, enseñanza,
manipulación, fe, desesperación, esperanza, amor… nos
ofrecerán sus potencialidades, sus límites y alcances, que irán
esculpiendo una figura personal más o menos educada.

Dentro de ese juego de decisiones, aparece una profesión educativa: ser profesor.
Profesor, profesional, derivan del verbo profesar que significa confesar, hacer público. Profesional
es la forma que elegimos, de acuerdo con nuestra vocación de servicio, de hacernos presente ante
los demás. Así, profesor es el profesional de profesionales, quien se profesa enseñando a
profesarse; para ello debe poner sus talentos (potencialidades) y saber al servicio de la educación
del ser humano, esto es, debe constituirse en creador de situaciones que ayuden al
autodescubrimiento y realización –recordemos que la educación es autoeducación- como personas
(personeidades), personas únicas (personalidades) y profesionales. Nuestra misión, entonces, se
dirigirá a personas únicas que, a su vez, elegirán sus propias vías (saberes) para servir a los demás:
artistas, artesanos, técnicos, ingenieros, científicos, religiosos, militares, empresarios, políticos,
economistas, comunicadores, presentarán sus más propias y preciadas potencialidades; las que
deben aprender a potenciar y realizar, en orden a los valores trascendentes bien, verdad y belleza…
Ninguna vía es mala ni innecesaria; todas ellas potencializan al ser humano; pero educado es quien
pone el poder al servicio del deber. Nuestro reto educativo, por lo tanto, será descubrir la forma de
co-crear situaciones que enseñen a descubrir y cultivar la creación y a sí mismo, con infinito respeto
y equidad.

En el marco de los slogan, desde hace unos cinco años, en las aulas universitarias y en
algunos discursos y páginas web, resalta una frase: “Debemos formar la sociedad del
conocimiento” Mi pregunta es ¿un hombre con muchos conocimientos es un hombre educado; esto
es, a más conocimientos, mejor educación? Sólo deseo recordarles que un experto en química fue
el creador de la bomba atómica, un hombre con estudios en Francia y en la entonces Unión Soviética,
ordenó la matanza de Tiananmen, expertos en medicina son empresarios y directores de clínicas de
abortos, expertos en teología abusan de niños y expertos en pedagogía manipulan a jóvenes… No
se trata de que el conocimiento sea malo; pero sólo son un medio y los medios son neutros; pues es
quien los usa quien decide el destino que les dará. De ahí la importancia de educar y no sólo informar
o instruir. Así, es claro que no es la sociedad del conocimiento sin más, la que conforma un ideal
educativo: esa sería sólo una sociedad de la información. La sociedad educativa es formativa; está
conformada por quienes conviven en respeto, colaboración, equidad; esto es, una sociedad de
personas que, por sobre toda erudición, estrategia o habilidad, poseen sabiduría.
Sabio, entonces, no es quien todo lo conoce sino quien, tal como Sócrates decía, sabe qué
no sabe. Sabio es quien ama la verdad, el bien y la belleza aunque no los posea; pero sabe que
existen y respeta y admira todo aquello que escapa al poder de su razón y capacidades pero que
intuye a través del amor… El sabio es humilde y agradecido porque vislumbra la grandeza del
Universo y sus misterios y porque agradece su propia creación en ese Universo: Somos y el hecho
de ser ya es un misterio y grandeza que debemos agradecer y cultivar… Es tan poco lo que
conocemos… No sé componer una melodía, no tengo una bella voz, no podré jamás ascender una
montaña o salvar la vida de un enfermo; no cultivaré campos ni cuidaré bosques; tampoco descubriré
un sistemas extrasolares o miraré el fondo marino; no pintaré una acuarela ni acariciaré a tantos
millones de niños que necesitan consuelo pero que no están a nuestro alcance… Pero, estimados
alumnos, seremos educadores y deberemos entregar nuestros mínimos talentos, conocimientos y
habilidades o competencias, a quienes serán nuestros alumnos para que ellos vayan conformando
un alma sabia, esto es, humilde y noble. Nuestro ideal es la formación del ser humano y la
conformación de una sociedad del saber; una sociedad donde los hombres convivan en paz, justicia,
colaboración, misericordia y caridad.

La actitud filosófica

La Filosofía no es un conocimiento hecho; sino un hacer, un constante filosofar. Enseñar


filosofía es enseñar a filosofar, a reflexionar con la mirada puesta en la verdad real; sin otro
compromiso que con la verdadera realidad. Descubrir la realidad de cara a ella, en el encuentro con
ella… ¿Por qué es tan difícil hacer que el niño descubra la mariposa en la mariposa y luego dialogue
con quienes también la han admirado; antes de hacerlo memorizar páginas de un libro que repite
incansablemente las características de un insecto, más bien dicho, de un concepto que no es real
sino un “ente lógico”, sin movimiento, sin colores, sin vida ni
muerte? Pensar la realidad, amar la realidad, descubrir la
realidad, cultivar la realidad… ¿Si descubriéramos al hombre
real, ustedes creen que sería tan fácil lastimarlo, abandonarlo,
humillarlo, asesinarlo? Por ello deduzco que la violencia actual,
la indiferencia de otros, la demagogia o charlatanería pura, sin
verdadero compromiso, surgen con tanta facilidad de un hombre
que nunca se ha encontrado con nada ni con nadie, ni siquiera
consigo mismo.

Instalados en la realidad, amándola, intentemos su descubrimiento, intentemos entenderla


y enseñarla que enseñar es tan sólo eso: señalizar hacia ella y enseñar a mirar y admirar. Luego,
podremos entrar en diálogo con los otros caminantes quienes, desde su perspectiva, desde su
historia de vida, también buscan - con la misma honradez intelectual y moral- esa misma verdad
real. Entonces, sellado ese compromiso de búsqueda, indagación o investigación, los dialogantes
podrán entramar sus ideas, discutirlas, fortalecerlas, rectificarlas y, siempre, enriquecerse en el
encuentro con un tú; pues, aunque diversos, el horizonte real será el mismo.

Por ello, en el filosofar, no hay enemigos ni cómplices; no hay intento de posesión o de


poder sobre el otro; sino sólo maestros y discípulos; adversarios siempre dialogantes…ni
perdedores, ni ganadores. Sócrates, Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Descartes, Heidegger,
Ortega y Gasset, Zubiri y tantos más, nos presentan una diversidad de perspectivas que emergen
de tiempos, historias y mundos distintos pero todos unidos por una misma vocación, misión e ideal:
la búsqueda fervorosa de la verdad y su enaltecedora enseñanza. Por ello, entre los adversarios hay
respeto y gratitud: hay una mística de la enseñanza y aprendizaje que vinculan al ser humano con
los trascendentes valores de la belleza, bien y verdad reales. Por ello, el saber develado también
instaura el templo; quien así lo entienda, respetará por sobre todo su profesión de educador y hará
escuela o universidad.
(Develar: quitar los velos para descubrir la verdadera realidad, oculta tras las apariencias. Saber
develado es aquel que procura el hombre por sí mismo, haciendo uso de su entendimiento e
instrumentos indagativos.)
La filosofía es un filosofar: Siendo estudiante de Filosofía, tuve la oportunidad de tener que estudiar
algunos textos de Xavier Zubiri…Lo interesante, es que después de reflexionar sobre la forma como
Zubiri planteaba, en sus “Lecciones de Filosofía”, el pensamiento de Aristóteles, Kant, Comte,
Bergson, Dilthey, Husserl y Heidegger, dejando claras las diferencias entre uno y otro con respecto
a la visión que cada uno tenía de la filosofía, concluí que, por sobre toda diferencia, primaba algo
mucho más primordial y común a todo auténtico filósofo: No se trataba de que estos filósofos
discreparan en todo o sostuvieran planteamientos subjetivos o superficiales sobre su propio
quehacer; por el contrario, lo que entonces pude entender, y hoy reafirmo, es que la filosofía más
que un contenido o conocimiento estático, hecho o cerrado, el cual hubiera que entender y memorizar
para luego repetir y, a lo más, preguntarse si estás o no de acuerdo con él, es, por sobre todo, un
filosofar. Un filosofar, esto es, un quehacer que emana de una actitud de búsqueda, de
descubrimiento; una actitud intelectual de honesta búsqueda de la verdad por amor a ella; un saber
al estilo socrático: una dedicación, un compromiso, una vocación, un amor. Un saber humilde que
indaga con respeto; que sólo puede asegurar qué es lo que no sabe y, simultáneamente, una actitud
educativa porque insta a un constante afán de superación, de interrogantes y de diálogo. Sí, pienso
que es en este sentido en el que están de acuerdo todos los filósofos y educadores; aunque luego
difieran en el contenido o camino que realicen para filosofar o educar: Sea el ser, la vida, los hechos,
la realidad, el contenido de la conciencia o la intuición aquello que motiva al filósofo a pensar, lo que
importa, es que la filosofía es filosofar y el reto es hacerlo y hacerlo bien; saber filosofar…
Desde "El Mundo de Sofía" y "Sócrates" de Rosellini
Saber pensar... esa el la clave de la educación; la base de las ciencias, técnicas, artes, justicia.

Saber amar... El verdadero amor es sabio; pues no puede ser indiferente al amado-a; por el
contrario, sólo anhela su bien. Todos los problemas ecológicos y sociales; sólo expresan la falta de
amor por la vida. Enseñar a amar y a pensar son los grandes vacíos de la educación. ¿Se puede
ser universitario, sin amar el universo? ¿Se puede ser educador sin amar al ser humano? ¿Se puede
ser biólogo sin amar la vida; físico sin amar el movimientos, las fuerzas y la constante búsqueda del
equilibrio; químico, sin amar las formas, estructuras, cambios de la materia; matemático, sin amar la
proporción, la disciplina, el orden, la música...?

Así, el método filosófico es el camino que realiza cada cual para encontrarse con la verdad;
esto es, con la realidad que "verdadea" o verdad real. En este sentido, cada camino es único, porque
cada uno debe no sólo recorrerlo sino construir, dirigiendo y haciendo uso de las herramientas y
estrategias necesarias para ello; lo que no es lo mismo que decir que cada cual tiene su verdad;
pues la verdad no depende del camino ni de quien la indaga; sino que pertenece a la realidad
indagada o cuestionada por el investigador o filósofo. Insistamos una vez más: la verdad no depende
de lo que creamos, pensemos o deseemos; por el contrario; nosotros debemos buscar la forma
adecuada de acceder a la realidad verdadera, haciendo uso o forjando los caminos y herramientas,
instrumentos o estrategias (técnicas) que respetan la naturaleza de ésta de tal modo descubrirla sin
adulterarla. En la actitud filosófica, el indagador encuentra su fuerza en la realidad o verdad real: en
ella está su fundamento; pues verdad es lo que la realidad realmente es.

Ahora bien, el objeto de indagación será siempre “el Universo” sólo que, por límites
humanos, mirado desde una perspectiva. Así, el Universo en cuanto viviente, dará lugar a la
biología; en cuanto compuesto material, a la química; en cuanto movimiento de la materia, a la física;
en cuanto acontecimiento de lo humano, a la historia; en cuanto realidad a la filosofía…. Estas
perspectivas en la realidad conforman una unidad real. Por ejemplo, la realidad es realidad de un ser
viviente que, si es de índole personal, trasciende lo material y que, a pesar de ser afectado –aquí y
ahora- por la gravedad, la vida y la muerte, tiene un origen, misterio y forma de existencia que
trascienden estas perspectivas. Por lo mismo, en cuanto la filosofía trata de la realidad en cuanto
tal, todo científico tiene una filosofía y, en cuanto todo filosofar implica una actitud ante la realidad,
es algo que acontece en el ser humano, no en la superficie del tener (tener conocimientos) sino en
lo más íntimo de su ser, dando lugar a una actitud desde la que se vive, una visión y forma de existir,
de vivir. En este último sentido, toda persona tiene una filosofía de vida; sólo que algunas más o
menos fundamentadas, vividas. No puedo dejar de transcribirles unas palabras de Eugenio D’ Ors:

“La solución correcta de la tensión filosofía-vida no consiste en rebajar el filosofar al nivel


del vivir, sino en elevar la vida a la filosofía, inscribir ésta en aquella. Si la meditación filosófica sorda
al vivir debe llamarse un desvarío, la hora de vivir ciega a la filosofía, una vileza.” (Cit. Por H. Zomosa
en “Realidad metaobjetiva y método configurativo de Eugenio D’Ors”, Rev Cruz del Sur, Nº 2 Ed.
Univ. Católica de Valpso, 1976. Pág. 131). También lo decía Bernardo Palissy, en palabras muy
queridas y repetidas por D’Ors: “Y si la agricultura es conducida sin filosofía, ello equivale a
cotidianamente violar la tierra con todas las sustancias que contiene” (Cit. D’Ors
http://revistakatharsis.org/aprendizaje.pdf, pág. 18)

La actitud doctrinaria

Pintura "La Crucifixión" de Dalí"

Más allá, en el origen y destino de nuestras existencias y mundos, encontramos, ya no la


ignorancia de los límites del conocimiento develado, investigado, demostrado; sino el misterio que
sobrepasa la razón y busca una respuesta en la verdad revelada. La verdad revelada es aquella
que se ofrece a quien tiene fe, escucha y asume como verdad lo que le dice aquella Realidad de
Realidades, Creador no creado, sabio y amante perfecto, creador del universo. La fe tiene que ver
con los misterios, con aquella dimensión del Universo que nos sobrepasa: ¿Por qué vinimos a la
existencia; por qué de esta forma, en un aquí y ahora precisos? ¿Antes de la vida y después de la
muerte, qué y para qué? La verdad revelada no es una verdad a la que se tenga acceso desde la
razón y desde el laboratorio, pues las realidades a las que alude son superiores a las que se pueden
apreciar en un tubo de ensayo, captar un microscopio o un telescopio.

Todo ser humano es creyente; pues creen tanto los que aceptan
como los que rechazan la existencia de un Ser Superior; ya que estos últimos
tampoco pueden demostrar su no existencia. El camino de la fe no es un
camino contrario al de la razón, sino distinto; pues ambos –si son honestos-
buscan la verdad real. Así, son muchas las ideas (producto del razonar y la
investigación) y las creencias (producto de la fe) que coinciden… Es más, el
hombre de ciencia, si es honesto, sabe que su filosofía o ciencia tiene límites
y que la realidad es más compleja de lo que puede hoy captar su
razón. Tanto quien se inicia en la existencia y el saber, como quien ya ha
recorrido gran parte del camino, se da cuenta que las preguntas que nos
hacemos sobre nuestra esencia, origen y destino o sobre el sentido último
del Universo y de la educación, nos llevan más allá de los límites de la
filosofía y de la ciencia; pues no todo puede ser observado ni razonado…

Para muchos, la respuesta está en un Ser Creador, Omnipotente, Amor Supremo, Padre,
Salvador… Tal vez le llame Alá, Buda o, simplemente, “algo superior” o energía espiritual…. ¿Qué
importa más: el nombre o la realidad? En ese Ser, más allá de cómo lo ideemos, enfrentemos o
expresemos, aparece la Verdad Simple y Absoluta para quien, desde el misterio de la fe, cree en
esa verdad revelada. Otros, creerán que el Ser Superior es el azar y la energía. Por supuesto, estas
creencias marcarán nuestra vida; pues somos realidades re-ligadas (de ahí la palabra re-ligión), es
decir, doblemente ligadas a algo que trasciende la vida, por cuanto el origen de ésta no está en
nosotros mismos, como tampoco nuestra vida termina en ella… La fe, entonces, tiene que ver con
las interrogantes del antes y después de la vida; sus respuestas serán las que den lugar a los
diversos credos o religiones y al sentido mismo de esta vida que variará según la pensemos como
una línea que va del útero al sepulcro o desde y hacia lo sobrenatural.
Nadie escapa de la fe… ¿Cuál es nuestro origen? ¿Cuál es nuestro destino? ¿Por qué me
fue dado el don de ser creado? ¿Azar o sentido? ¿Del sepulcro a la tumba o desde Dios a Dios?
¿Determinados por la naturaleza, somos parte de una cadena evolutiva que en algún momento nos
superará o somos un ser que trasciende la naturaleza, habiendo sido creados a imagen y semejanza
del Creador de existencias; tanto en acto como en potencia?
Fe y razón. Verdad revelada; verdad develada: Dos caminos para acceder a la verdad real.
Creencias e ideas; confesión y demostración. La fuerza de la fe está en el acto de creer, lo contrario
a ella será la duda que emana de la razón o de los sentidos, debilitando la creencia. Esto no implica
que no se pueda pensar lo creído; pues esa es precisamente la misión de disciplinas filosóficas como
la teología o estudio sobre Dios; pero en este caso, no se trata de credos ni de fe, sino de ideas y
razones.
Ciencia, arte y fe se cruzan en los caminos de búsqueda.
"Contacto", una muy excelente película de ciencia ficción (no de fantasía) que expresa las ideas que
el licenciado en arte, astrónomo y doctor en astrofísica Carl Sagan se hiciera del universo y expusiera
en forma novelada. Junto al director cinematográfico Robert Zemeckis, Carl Sagan supervisó la
correcta exposición de su pensamiento.
Ante la diversidad de credos, el respeto es la actitud propia del educador. Respeto y
tolerancia se ponen a prueba ante quienes tienen un credo distinto, con un solo límite: Es respetable
toda idea y credo que no atenta contra la dignidad de ser. Por mi parte, tengo un pensamiento que
siempre lo transmito: Toda fe que saca a luz lo mejor de ti, es válida.

Credo, ideario e ideología se presentarán como alternativas, en


un juego que variará según el sentido que demos a nuestra existencia y,
en ella, a nuestra profesión. ¿Cuál es la actitud correcta que debe
conservar quien se dice educador de niños, adolescentes, jóvenes o
adultos; teniendo presente que el profesor, como todo ser humano, tendrá
sus propias creencias, tal vez simpatías o militancias ideológicas e
idearios? Lo importante es tener clara la diferencia entre una y otra actitud,
sus alcances y límites y nuestro deber educativo ante ellas.

La actitud ideológica

Mientras la doctrina es una cuestión de fe que, por lo mismo, trata


de los misterios de la vida que por su sobrenaturaleza escapan a la
aprehensión científica; la ideología trata de ignorancias superables, con el avance de la ciencia y de
la tecnología o con la indagación propia y adecuada. Sin embargo, atendiendo a nuestros límites, no
podemos tener una actitud científico-filosófica ante todo; de ahí que nos hacemos cargo y
encargamos profesionalmente de una dimensión de la realidad, dejando el resto a cargo de otros
profesionales o expertos. Así, vamos al médico para que nos diga qué nos pasa y luego, confiando
en él, aceptar sus recomendaciones como verdaderas y/o convenientes. Lo mismo, cuando
recurrimos al electricista para que nos diga cómo hacer o arreglar aquel artefacto, al constructor civil
para que nos informe sobre la calidad de tal suelo, al economista para que nos diga cómo se superará
la pobreza, al juez para que nos diga cuál es el justo veredicto respecto tal o cual caso o al político
para que nos anuncie cuál será la mejor forma de gobernar un país,... etc. En todos estos casos, no
estamos indagando la verdad a partir de un estudio directo de ella, ni tampoco pronunciándonos
sobre misterios sobrenaturales; sino que interrogamos a otros sobre cuáles son sus formas de
interpretar o entender la realidad. Estamos moviéndonos en un ámbito ideológico, dependiendo de
la honestidad del ideólogo, donde el riesgo del engaño es claro: dependemos de la moral,
conocimientos y actitudes de otros... que podrían sólo intentar convencernos y hacer aparecer como
verosímil algo que no es verdad pero que al ideólogo le conviene que “creamos”: El médico podría
operarnos sin ser necesario, el electricista podría decirnos que el computador tiene la tarjeta madre
dañada, el político ser sólo un simpático demagogo…

La fuerza de una ideología está no en la verdad real sino en la idea propagada, en la fuerza de la
mayoría que la milite: Que hoy alguien proponga que la tierra es el centro del sistema solar, no
tendría ninguna fuerza… Por lo mismo, en el ámbito ideológico, hay seguidores y opositores,
conveniencias e inconveniencias, propaganda y anti propaganda, estrategias de manipulación para
lograr adherentes y derrotar al “enemigo” que es visto como obstáculo opositor: están los “nosotros”
y “los otros”. No es suficiente la exposición de la verdad, sino el ser convincente, creíble. Al ideólogo
le interesa la popularidad, pues sin ella no tiene el apoyo de la masa para obtener poder; por lo cual
la idea es simplificada y entregada de forma intencionada al propósito ideológico.
Mientras en la actitud científico-filosófica vamos directamente a la realidad para desde ella hacernos
una idea sobre la misma, en la actitud ideológica no indagamos sobre la realidad sino que
preguntamos a otro qué piensa sobre ella: hay un desarraigo de la realidad. Insisto en que no
podemos ser indagadores de todo; pero es importante saber cuándo estamos moviéndonos de una
u otra forma, para prevenir el error, el engaño.

Educativamente, es importante tener presente:

1º La ideología puede ser objeto de estudio o puede ser objeto de militancia: Ahora bien, las
ideologías respecto ciertas área de la existencia pueden ser filosófica, histórica o científicamente
estudiadas y enseñadas; algo muy distinto es que la forma de estudiarlas y enseñarlas sea
ideológica. En este último caso, nos encontraríamos en una actitud militante que, como tal,
pretendería hacer del educando un adherente ideológico; lo que es contrario a la educación cuyo
carácter formativo requiere de un educando interrogante, crítico, cuestionador e indagador y de un
educador que crea las condiciones propicias para ello. Situación contraria al ideólogo que parte con
ideas preconcebidas, con la finalidad de propagarlas y no ser cuestionado. Demás está decir que
para que se dé un debate de ideologías, que también puede ser interesante educativamente, éste
se debe dar ante un público idóneo que posea autonomía cognoscitiva y moral sobre el tema a
discutir, de tal modo pueda superar las propias simpatías o conveniencias personales.

2º La manipulación del hombre a través de medios psicológicos y del lenguaje es el instrumento del
manipulador quien conoce las técnicas y estrategias de la oratoria y convencimiento. Lo propio de
tales técnicas es su carácter subrepticio (sub-reptar), esto es, oculto, “bajo cuerda”, de tal modo el
manipulado no se da cuenta de ello. Se trata de hacer creer a la persona que piensa y toma
decisiones con fundamento, cuando en verdad, ha sido objeto de las diversas estrategias
manipuladoras.

3º Desafortunadamente, ámbitos que debieran ser eminentemente filosóficos, creativos, son


ideologizantes en la misma medida que se desvincula al alumno de la realidad a estudiar (que
debiera ser sinónimo de indagar). A ello nos referíamos en líneas anteriores, cuando decíamos
que al alumno se le pide que memorice relieves, fórmulas, datos –esto es ideas preconcebidas- sin
haber ido al encuentro de la realidad, situación o problemática real desde la cual
surgieron. Insectarios (cadáveres) son recolectados y se supone que es para estudiar formas de
vida; páginas llenas de datos deben ser memorizadas sin mayor sentido que la imposición de un
programa y la obtención de una nota; sin embargo, el científico que llegó al descubrimiento de esas
mismas ideas dio su vida entera a ello. Así, el alumno debe aprender a desarrollar binomios o
trinomios sin saber cuál es su sentido.
CÓDIGO DEONTOLÓGICO DEL EDUCADOR
http://www.cdlsevilla.org/pv_obj_cache/pv_obj_id_ABF398C4A0AF6199DF9B7DFAB5232B938CC
50000/filename/Codigodeontologico.pdf

INTRODUCCIÓN
La función educativa, en cuanto se centra en facilitar el
crecimiento de los educandos en todos los aspectos
formativos, como individuos y como seres sociales, conforma
una de las profesiones más significativas y valiosas en la
sociedad.
Los profesionales de la educación, docentes y pedagogos en
general, precisan de una formación específica. de un ámbito
sociológico de actuación, en el que los problemas de
aprendizaje son su núcleo, de una autonomía y libertad de
acción y, como consecuencia de los anteriores distintivos
profesionales, en especial de la libertad de acción, necesitan
de un compromiso con el bien, es decir, de un CÓDIGO
DEONTOLÓGICO asumido, explícito y publicado.
La profesión educativa es compleja, difícilmente delimitable y plantea tantos interrogantes que sería
imposible su regulación racional por meros principios jurídicos, dado que lo ético y lo jurídico, “sensu
estricto”, no son plenamente coincidentes. Por otra parte, los principios éticos necesariamente
presentes en el ejercicio profesional tienen una indudable orientación teleológica, conformando
actitudes y valores e incidiendo, por tanto, en la necesidad de una autorregulación ética por medio
de un CÓDIGO DEONTOLÓGICO libremente aceptado.
Supuesto que los profesionales de la educación son ciudadanos en plenitud de sus derechos y que
las funciones que se les confía son de extraordinario valor para la colectividad y, como consecuencia,
su tratamiento social y económico debe ser coherente con lo que se les confía y exige, se espera de
ellos que, en el desempeño de sus funciones, como rasgo distintivo, no prime el ánimo de lucro, sino
una orientación básica encaminada al bien común.

El educador, docente y pedagogo en general, tiene que ser consciente del valor y la dignidad
que tiene todo ser humano, persiguiendo como objetivos en su ejercicio profesional:
a. La permanente búsqueda de lo verdadero y válido para el hombre.
b. La permanente preocupación por su perfeccionamiento profesional.
c. La continua promoción de los principios democráticos a partir de una buena convivencia y como
base para ella.
d. Para conseguir estos objetivos es fundamental garantizar:
• La libertad de aprender.
• La libertad de enseñar.
• La igualdad de oportunidades educativas para todos.

El incentivo más importante que tiene el educador para realizar su trabajo y para que el proceso
educativo sea eficaz reside en su compromiso deontológico que
habrá que dar forma a su acción educativa en todos aquellos
ámbitos donde actúe:
a. Ámbito de relación con el alumnado y educados en general.
b. Ámbito de relación con los padres y tutores.
c. Ámbito de la profesión.
d. Ámbito de relación con otros educadores.
e. Ámbito de la institución.
f. Ámbito social.
El punto principal de referencia, base de la deontología de
educadores y pedagogos es el alumno, o educando en general, en
sus aspectos de aprendizaje y formación integral como persona.
Se entiende que los principios deontológicos que se proclaman en este documento afectan a todos
los profesionales de la educación, entendiendo como tales los Doctores, Licenciados, Diplomados
Universitarios y otros titulados facultados por las leyes para ejercer la profesión, que desarrollan sus
actividades en ámbitos relacionados con la educación formal o no formal, tanto en los aspectos
reglados como en los no reglados, que abarcan desde las tareas docentes hasta aquellas relativas
a la inspección, investigación, dirección, planificación, seguimiento, evaluación, tutoría, orientación,
apoyo psicopedagógico, asesoramiento técnico, es decir, todas aquellas que contribuyan a asegurar
la calidad de los procesos educativos.

DEBERES DEL EDUCADOR HACIA LOS EDUCANDOS.


• Procurar la autoformación y puesta al día en el dominio de las técnicas educativas, en la
actualización científica y en general en el conocimiento de las técnicas profesionales.
• Establecer con los alumnos una relación de confianza comprensiva y exigente que fomente la
autoestima y el desarrollo integral de la persona, así como el respeto a los demás.
• Promover la educación y formación integral de los educandos sin dejarse nunca inducir por
intereses ajenos a la propia educación y formación, sean del tipo que sean.
• Trabajar para que todos lleguen a tener una formación que les permita integrarse positivamente en
la sociedad que en la que han de vivir.
• Tratar a todos con total ecuanimidad, sin aceptar ni permitir prácticas discriminatorias por motivos
de sexo, raza, religión, opiniones políticas, origen social, condiciones económicas, nivel intelectual,
etc.
• Aportar los elementos necesarios para que los educandos conozcan críticamente su propia
identidad cultural y respeten la de los demás.
• No adoctrinar ideológicamente y respetar en todo momento la dignidad del educando.
• Guardar el secreto profesional, no haciendo uso indebido de los datos que se disponga sobre el
alumno o su familia.
• Poner a disposición de los alumnos todos sus conocimientos con ilusión y fomentar el máximo
interés hacia el conocimiento y conservación de todo aquello que constituye el Patrimonio de la
Humanidad.
• Favorecer la convivencia en los centros educativos, fomentando los cauces apropiados para
resolver los conflictos que puedan surgir y evitando todo tipo de manifestación de violencia física o
psíquica.

DEBERES DEL EDUCADOR HACIA LOS PADRES Y TUTORES.


• Respetar los derechos de las familias en la educación de sus hijos en lo que afecta a las cuestiones
relativas a los valores y a las finalidades de la educación para poder incorporarlas a los proyectos
educativos.
• Asumir la propia responsabilidad en aquellas materias que son de la estricta competencia
profesional de los educadores.
• Evitar confrontaciones y actitudes negativas, siendo respetuoso con el pluralismo presente en los
centros y en la sociedad.
• Favorecer la cooperación entre las familias y el profesorado, compartiendo la responsabilidad de la
educación y estableciendo una relación de confianza que garantice el buen funcionamiento del centro
y propicie la participación de los padres y las madres.
• Tener informados a los padres del proceso educativo de sus hijos, responder profesionalmente a
sus demandas y, habiendo escuchado sus puntos de vista, darles las orientaciones que les permitan
contribuir adecuadamente a la educación de sus hijos.
• Analizar con los padres el progreso de los alumnos respecto al desarrollo de su personalidad y
consecución de finalidades y objetivos que se persiguen en cada una de las etapas, al mismo tiempo
que colaborar en hacer más efectiva la educación para aquellos alumnos con necesidades
educativas especiales.
• Respetar la confianza que los padres depositan en los docentes cuando hacen confidencias sobre
circunstancias familiares o personales que afectan a los alumnos y mantener siempre una discreción
total sobre estas informaciones.

DEBERES DEL EDUCADOR CON RESPECTO A LA PROFESIÓN


• Dedicarse al trabajo docente con plena conciencia del servicio que se presta a la sociedad.
• Promover su desarrollo profesional con actividades de formación permanente y de innovación e
investigación educativa, teniendo en cuenta que esta cuestión constituye un deber y un derecho del
educador. No sólo en su actividad individual sino también en su proyección hacia los demás
formando claustro o equipo.
• Contribuir a la dignificación social de la profesión docente y asumir de forma correcta las
responsabilidades y competencias propias de la profesión.

• Defender y hacer respetar los derechos inherentes a la profesión educativa (consideración social,
económica, etc.).
• Contribuir, en la medida de las propias posibilidades a una práctica solidaria de la profesión.
• Esforzarse por adquirir y potenciar las cualidades que configuran el carácter propio y que son
necesarias para el mejor cumplimiento de los deberes profesionales: autocontrol, paciencia, interés,
curiosidad intelectual, etc.
• Mantener un dominio permanente de los principios básicos de su materia o área esforzándose por
incorporar a su didáctica los avances científicos, pedagógicos y didácticos oportunos.
• Mantener una actitud crítica y reflexiva permanente hacia la propia actuación profesional, para
garantizar un constante perfeccionamiento en todas sus actividades profesionales.

DEBERES DEL EDUCADOR HACIA LOS OTROS EDUCADORES.


• Crear un clima de confianza que potencie un buen trabajo en equipo y contribuir al buen
funcionamiento de los órganos de participación, de coordinación y de
dirección
• con objeto de garantizar una elevada calidad de enseñanza.
• Respetar el ejercicio profesional de los demás educadores sin
interferir en su trabajo ni en su relación con los alumnos, padres y
tutores.
• No hacer comentarios peyorativos sobre otros profesionales. En el
caso de observarse ineptitudes, carencias o abusos en el ejercicio de
la profesión, se usarán responsablemente vías adecuadas para su
información y, en su caso corrección.
• Evitar obtener indebidamente ventajas sobre los compañeros de
profesión.
• Considerar que tiene la condición de secreto profesional toda
aquella información sobre los compañeros de trabajo que se haya
adquirido en el ejercicio de cargos de responsabilidad directa, administrativa o profesional.
• Respetar y asumir el proyecto educativo del centro, como un deber inherente al
desempeño de la función docente dentro de los límites del precepto constitucional de la libertad de
cátedra.
• Participar en la elaboración y realización de mejoras en la calidad de la enseñanza, en la
investigación pedagógica y en el desarrollo y divulgación de métodos y técnicas para el ejercicio más
adecuado de nuestra actividad educativa, con objeto de conseguir los mas elevados niveles de
eficiencia.
• Respetar la autoridad de los órganos de gobierno del centro y colaborar al buen funcionamiento de
los equipos pedagógicos, de la acción tutorial y de la acción orientadora.
• Participar en los órganos de gobierno del centro cuando así sea requerido.
• Promover actividades extraescolares, preparándolas y realizándolas con plena responsabilidad, y
siempre con las debidas garantías jurídico-administrativas.
• Cooperar con las instituciones y asociaciones educativas dentro del amplio marco social de la
educación.
• Participar activamente en las consultas que sobre temas de política educativa, organización
escolar, o cualquier aspecto educativo promuevan las administraciones correspondientes.

DEBERES DEL EDUCADOR HACIA LA SOCIEDAD.


• Educar para una convivencia fundamentada en la igualdad de derechos y en la práctica de la
justicia, de la tolerancia, del ejercicio de la libertad, de la paz y del respeto a la naturaleza. Para ello
el educador colaborará para que estos valores se incluyan en
los Proyectos Educativos de los Centros.
• Tener en la forma de actuar un estilo de vida democrático,
asumiendo y promocionando los valores que afectan a la
convivencia en sociedad: libertad, justicia, igualdad, pluralismo,
tolerancia, comprensión, cooperación, respeto, sentido crítico,
etc.
• Fomentar la creatividad, la iniciativa, la reflexión., la
coherencia, la sensibilidad, la autonomía y la exigencia personal
en los alumnos y en el propio trabajo profesional.
• Fomentar el correcto conocimiento y uso social de las lenguas
y realizar un trabajo educativo que resalte los valores
socioculturales de toda España y de cada una de las
Autonomías que la constituyen.
• Procurar que el alumnado aprecie el valor del trabajo de todas las personas y contribuir mediante
la orientación adecuada a lograr que cada alumno, conociendo y valorando las realidades del estudio
y del trabajo, así como sus propias posibilidades, tome decisiones responsables ante sus opciones
escolares
y profesionales.
• Colaborar de una manera efectiva en la dinamización de la vida sociocultural de su entorno,
fomentando el conocimiento y la valoración de todos los aspectos sociales y culturales que puedan
contribuir a la formación integral del alumno o educando en general.
Justicia como virtud « Etharitmós etharitmos.filosofar.cat/?cat=32
Justicia como virtud « Etharitmós etharitmos.filosofar.cat/?cat=32

En la República, Platón, un filósofo del siglo IV aC, habla


de cuatro virtudes
cardinales: prudencia, templanza, coraje y justicia. Se
llaman “cardinales” porque se consideran el fundamento
de las virtudes morales. Pero hoy, más que la distinción
entre virtudes cardinales o morales, nos interesa
reflexionar sobre la importancia de la justicia. Y podemos empezar con una pregunta que
vale la pena que nos hagamos: ¿Si hiciera falta, para salvar la humanidad, condenar a un
inocente (torturar a un niño por ejemplo), habría que resignarse? La respuesta es clara y
contundente: ¡No!
La justicia no equivale a un contrato de utilidad, no depende de la maximización del
bienestar colectivo. La justicia es algo diferente al bienestar y a la eficacia y no puede ser
sacrificada ni siquiera por la felicidad de la mayoría. ¿Cómo se podría sacrificar
legítimamente la justicia, si sin ella no habría ni legitimidad ni ilegitimidad? ¿Y en nombre
de qué, si valores como la humanidad, la felicidad o el amor, no podrían, sin la justicia, ser
valores? Ser injusto por amor es ser injusto y un amor de este tipo no es más que favoritismo
o parcialidad. Ser injusto en nombre de la felicidad propia o de la humanidad es ser injusto
y una felicidad así no es más que egoísmo o confort. Sin la justicia los valores dejarían de
ser valores, se convierten en intereses o deseos que pierden el horizonte de su valor.
De las cuatro virtudes cardinales, la justicia es sin duda la única con un valor que no
depende de ninguna otra. La prudencia, la templanza o el coraje sólo son virtudes en tanto
que se ponen al servicio del bien, o con relación a valores -como por ejemplo, la justicia-
que los rebasan o los motivan. Al servicio del mal o de la injusticia, prudencia, templanza y
coraje no serían virtudes, sino simples talentos o cualidades del espíritu o del
temperamento. La justicia es buena en sí misma. La justicia no es una virtud como otra.
Es el horizonte de todas y la ley de su coexistencia. “Virtud fundante” y preservadora de
las otras según Plató, “Virtud completa”, según Aristóteles. Todo valor la implica; toda
humanidad la requiere. No quiere decir que haga el papel de la felicidad, sino que ninguna
felicidad dispensa.
Y así lo entendió también el artista del Renaixement Rafael Sanzio, en el siglo XVI,
cuándo intenta representar las virtudes cardinales en una de las Estancias del Vaticano.
La Fortaleza, vestida con arnés, se sienta a la sombra de un roble. La Prudencia es pone
en el peldaño más alto de la base. Tiene dos caras: de una mujer joven que mira su
reflejo en un espejo sostenido por un ángel alado; y de un hombre viejo, símbolo de la
vejez, del cual la prudencia es la cualidad principal. Finalmente, la Templanza se
representa sosteniendo un par de bridas. ¿No hemos dicho que eran cuatro virtudes? ¿Y
dónde está la Justicia? La alegoría estaba pensada para incluir la figura de la Justicia
también. Pero la Justicia, que se considera superior a las otras virtudes desde un punto
de vista jerárquico, se representa separadamente en uno de los medallones de la bóveda.
Justamente, la imagen que podéis ver al inicio de esta entrada.
LA ÈTICA COMO DISCIPLINA
http://www.duoc.cl/etica/pdf/fet00/material-
apoy/Apuntes03.pdf

LA ÉTICA COMO DISCIPLINA

(Bibliografía: Ética, de Ángel Rodríguez Luño; Manual de


ética, de Alejandro Vigo)
DuocUC - Vicerrectoría Académica
Dirección de Formación General
PROGRAMA DE FORMACIÓN GENERAL
APUNTES ÉTICA (FET003)

1. Naturaleza y objeto de la ética


El problema de la ética no se instaura con la filosofía. El primer acercamiento al fenómeno de la
moralidad ocurre en la vida práctica, que es una esfera pre-filosófica y refiere a la vida moral misma.
Nuestra propia experiencia nos muestra que solemos expresar valoraciones morales ante
determinadas circunstancias. Así hablamos de actos nobles, buenos y desinteresados, o de actos
malos y egoístas; y todo ello mucho antes de estudiar alguna teoría moral específica. A este ámbito
pre-teórico o pre-filosófico se le denomina conocimiento moral como opuesto a la ciencia moral que,
situada en un plano de reflexión distinto, intenta estudiar los fenómenos más importantes dentro del
ámbito correspondiente a la evaluación moral y a la moralidad de las acciones.
La ciencia moral tiene por objeto el ámbito de la moralidad, incluido el del conocimiento moral.
Se define la ética como la ciencia que se refiere al estudio filosófico de la acción y la conducta
humana, considerada en su conformidad o disconformidad con la recta razón (razón que se dirige a
la verdad). O, dicho de otro modo, la ciencia que ordena los actos libres del hombre en cuanto se
encaminan a su fin último, que es la felicidad.
Por recta razón entendemos el medio a través del cual se descubre la moralidad.
Pero, ¿a través de qué medio conocemos si una acción es o no conforme al verdadero bien de la
naturaleza humana? La respuesta es la inteligencia, en cuanto es quién advierte lo adecuado o
inadecuado de una acción en orden al verdadero bien de la naturaleza humana.
Si la inteligencia alcanza esa comprensión sin error, se le denomina recta razón.
Así, la ética estudia la moralidad en cuanto cualidad del acto humano que le pertenece de manera
exclusiva por proceder de la libertad en orden a un fin último; determinando, por tanto, que se le
considere bueno o malo.
La ética, entonces, refiere al acto perfecto en cuanto conviene al hombre como hombre y en cuanto
lo conduce o no a realizar su último fin.
Lo éticamente bueno depende de la relación con el fin último del hombre.
El fin último del hombre es el deseo natural de ser feliz, es el bien perfecto.
Por felicidad entendemos la obtención estable y perpetua del bien totalmente perfecto, amable por
sí mismo, que sacia todas las exigencias de la naturaleza humana y calma todos sus deseos.
Explicado de un modo más sencillo, es la inteligencia quien advierte de modo natural la bondad o
maldad de los actos libres. Todos tenemos experiencias de satisfacción o remordimiento frente a
determinadas acciones realizadas. A partir de ellas es que surge la pregunta acerca de la calificación
de la conducta. ¿Qué es el bien y qué es el mal? ¿Por qué esto es bueno y aquello malo?
Precisamente, la respuesta a estas interrogantes es lo que nos lleva al estudio científico de los actos
humanos en cuanto buenos o malos, estudio que denominamos ética.
Así, resulta aquella parte de la filosofía que estudia la moralidad del obrar humano; es decir,
considera los actos humanos en cuanto son buenos o malos.

Objeto formal y material de la ética


Toda ciencia tiene un objeto material y un objeto formal. Objeto material es aquello que estudia la
ciencia de que se trate; objeto formal es el punto de vista desde el cual se estudia el objeto material.
Así, el objeto material de la ética son las acciones humanas en cuanto obrar y/o actuar.
Ahora bien, dado que no todo lo que el hombre hace ni lo que en él ocurre modifica su ser, es
necesario determinar qué tipo de acciones son correctamente objeto de la ética.
La distinción básica es entre actos humanos y actos del hombre.
Los actos humanos son aquellos que el hombre es dueño de hacer o de omitir, de hacerlos de un
modo o de otro. Son actos libres y voluntarios en los que interviene la razón y la voluntad. Ejemplos:
hablar, trabajar, golpear. Si un acto no es libre (por ignorancia, por mandato, etc.) no es susceptible
de calificación ética, es decir, de ser bueno o malo.
Los actos del hombre son aquellas acciones que no son libres ya sea porque falta el necesario
conocimiento o voluntariedad (como los actos de un demente) o porque son procesos sobre los que
no se posee un dominio directo (el desarrollo físico, la circulación de la sangre, la digestión, etc.).
En el acto humano el hombre tiene conciencia de ser él mismo el autor: la causa de tal o cual
acontecimiento soy yo; yo soy el agente activo y responsable. En el acto del hombre, el sujeto tiene
conciencia de que algo ocurre en él pero es simplemente un sujeto del cambio.
De lo anterior se concluye que sólo las acciones libres de la persona humana, sólo aquellas que
presuponen la actuación de la razón y voluntad –es, decir los actos humanos—son objeto material
de la ética.
Por su parte, el objeto formal de la ética tiene que ver con el punto de vista
desde el cual se estudian los actos humanos, que en su caso refiere a la
rectitud o moralidad (a su bondad o maldad). Es decir, la ética estudia los
actos humanos en cuanto a si éstos están o no conformes al verdadero
bien de la naturaleza del hombre y, por tanto, de su fin último que es la
felicidad.
El objeto formal de la ética es aquello según lo cual los actos humanos,
considerados formalmente en cuanto tales (y no desde un punto de vista
particular o con relación a una finalidad restringida, como los actos de un
artista o un pianista), son calificados como buenos o malos.
A su vez, la moralidad no se identifica formalmente con las cualidades
naturales que pone en juego la persona al momento de obrar, como serían
la mera astucia mental, la habilidad o la fuerza física, puesto que éstas son
neutras y se pueden utilizar tanto para bien como para mal. Así, por
ejemplo, la astucia mental la podemos utilizar para planear un robo como para proponer la verdad
de un modo convincente.
Por tanto, los calificativos morales se reservan para enjuiciar los actos de la voluntad deliberada por
los que la persona se autodetermina hacia el bien o el mal; y no se confunden con las cualidades
que pueden tener ciertas acciones humanas con relación a una finalidad restringida, como sería la
perfección técnica en la consecución de objetivos particulares o en la realización de determinadas
obras.
El sentido común distingue el uso técnico del uso ético, aplicando para el primero el calificativo de
perfecto y para el segundo el de bueno. Así, por ejemplo, la habilidad de un artesano se dice que es
una perfección relativa, es decir, que el artesano es perfecto como artesano pero no necesariamente
es bueno como persona, pues aquella perfección no lo implica.
El bien y el mal moral afectan a la persona en cuanto tal y en su totalidad; es decir, hacen al hombre
bueno o malo en su totalidad, sin restricciones.
Esta referencia al bien integral de la persona, considerada en su unidad y totalidad, distingue la
dimensión propiamente moral de la artística o mecánica, y explica que ésta sea juzgada por aquélla.
Por ejemplo: Todos nos hemos arrepentido alguna vez de ejecutar un proyecto operativo que, con
todo, resultó eficaz. Nos remuerde la conciencia y nos arrepentimos no por deficiencias técnicas sino
porque, aunque se alcanzó con éxito el objetivo prefijado, su consecución nos significó más una
pérdida que una ganancia, reconociendo que nos habíamos puesto como fin algo que sólo
aparentemente era un bien.
A un nivel más profundo, lo anterior se explica porque la atracción que ciertos bienes nos producen
aquí y ahora no coinciden con un “algo” que necesaria, irrenunciable y permanentemente deseamos,
advirtiendo que una acción realizada en pos de ellos no es congruente, en definitiva, con ese algo
mucho más precioso y querido.
A partir de Aristóteles, la filosofía ha llamado a este algo el fin último, vida feliz o felicidad, y que
alude al ser perfecto de la persona: a la plenitud de sentido de la condición humana.

Niveles de reflexión ética


Puesto que la filosofía no es la única ciencia que reflexiona sobre la ética –otras también lo hacen—
e, incluso y como señalábamos antes, como en un nivel pre-científico también se reflexiona sobre la
ética, intentaremos determinar aquí en qué nivel teórico nos situamos cuando buscamos una
fundamentación filosófica de la ética.
Desde un punto de vista científico, se distinguen tres niveles de reflexión: la ética descriptiva, la ética
normativa y la metaética.
La ética descriptiva es la investigación empírica de los sistemas de normas y creencias morales
existentes. Este tipo de investigación apunta a inventariar los sistemas de normas éticas, sin
preguntarse por la validez de los mismos. Así, da cuenta de los tipos de sistemas morales que hay,
de las normas que contienen y cómo están estructurados internamente, esto es, qué cosas funcionan
en ellos como principios y qué cosas se derivan de dichos principios. Las preguntas que cabe hacer
aquí son todas de alcance puramente descriptivo, y el objetivo no es evaluar los sistemas sino, como
se dijo, describirlos.
Ejemplo de ética descriptiva es la labor que realizan los etnólogos al estudiar una determinada
cultura; donde el dato relevante será el sistema de creencias morales de dicha cultura, que el
etnólogo se encargará de describir.
La ética normativa, a diferencia de la ética descriptiva, no trata de identificar qué sistemas de normas
hay sino establecer ciertos sistemas de normas y principios como válidos. Junto con ello, intenta
proveer un fundamento a dicha validez. Un ejemplo sería la validez de la norma occidental que dice
“no matar”, respecto de la cual se trataría de justificar por qué es válida y, atendiendo a ello, concluir
si se puede o no justificar esa validez.
La metaética no se ocupa de fundamentar la validez de un determinado sistema de creencias si no
que se concentra en el análisis lógico y semántico de los enunciados mediante los cuales
expresamos evaluaciones, creencias o imperativos morales. Por ejemplo, cuando decimos que algo
es bueno, ¿qué significa el predicado bueno? ¿Indica una cualidad de las cosas, cómo el color “rojo”,
o tiene otro correlato semántico, otra estructura? Pregunta compleja, cuya respuesta no es fácil.
Los tres niveles de reflexión anteriormente mencionados son importantes en filosofía, pero de
diferente manera. Aunque la discusión propiamente filosófica en torno a la ética se sitúa
principalmente en el nivel normativo, ello no significa que lo que pase en los otros niveles no tenga
consecuencias. Incluso para lo que se plantea en la propia ética normativa.

Tipos fundamentales de teorías en la ética normativa. Éticas teleológicas y


deontológicas.
Los sistemas de ética normativa pueden clasificarse a su vez en los tipos de fundamentación que
tienen, donde se distinguen básicamente dos: el teleológico y el deontológico. El tipo de
fundamentación teleológico, como indica la palabra, apunta a la noción de fin (en griego, télos);
mientras que el deontológico apunta a la noción de deber.
Casi todas las posiciones morales más conocidas se encuentran dentro de la ética teleológica. Ellas
fundamentan el valor de las normas éticas y el valor de los actos morales por referencia a un valor
que constituye el fin último de la vida práctica. La discrepancia viene a la hora de determinar en qué
consiste ese fin. Así el utilitarismo, que identifica el fin último de la vida práctica con el máximo
bienestar para el mayor número de personas; el hedonismo, que coloca como fin último al placer; y
el eudaimonismo o ética de la felicidad, que sostienen que el fin último es el incremento de la propia
vida. Con todo, si se entiende que el fin último es aquello donde en definitiva radica la felicidad, de
alguna manera todas las posiciones anteriores pueden tomarse como formas de eudaimonismo.
Así, la ética teleológica puede considerarse un sinónimo de ética eudaimonística.
La ética deontológica presenta una estrategia de fundamentación distinta. Lo propio de ella es evitar,
a la hora de fundamentar la validez de las normas morales, todo recurso al argumento teleológico y
a la noción de felicidad. Kant, el defensor paradigmático de la ética deontológica, sostuvo que la
noción de felicidad concebida como un fin no provee una fundamentación del tipo requerido para el
caso de las normas morales.
Para las éticas deontológicas, una acción es moralmente buena no porque
contribuya directa o indirectamente a la consecución de la felicidad, sino
porque responde a máximas, esto es, a principios subjetivos de
determinación de la voluntad que resultan universalizables. Ejemplo: ¿Por
qué no es moralmente buena la acción de robar?
Porque la máxima que determina la voluntad cuando el agente se decide
a robar no es universalizable: el que roba se trata a sí mismo como una
excepción, pues roba queriendo al mismo tiempo que no le roben, y tal acto
no resiste el test de universalización. A esto apunta la formulación del
imperativo categórico kantiano: “obra de manera tal que la máxima de tu
voluntad pueda valer siempre a la vez como un principio de una legislación
universal”. Los principios subjetivos que determinan la voluntad son
moralmente permisibles si pasan el test de ser universalizados; sino
resisten ese test, no son moralmente legítimos.

2.- El ACTO HUMANO Y SU DIMENSIÓN MORAL


(Bibliografía: Ética, de Ángel Rodríguez Luño)

1. Estructura finalística de la actividad humana


El hombre tiene una naturaleza racional y libre, y es un ser que está siempre en movimiento: posee
potencias operativas que requieren ser actualizadas.
Se define potencia como lo que puede llegar a ser (la capacidad para ser algo que todavía no se es).
Acto, por su parte, es lo que es.
El hombre tiene potencias que necesita actualizar. En el movimiento de las mismas, en su
actualización, busca un fin que puede identificarse como un bien. Ejemplo:

FIN =============== SER PUBLICISTA================ BIEN

Esta actuación o perfeccionamiento es consciente y libre. Lo específico de la persona humana es


obrar consciente y libremente por un fin: predeterminar consciente y libremente los bienes que ha de
conseguir con su propio obrar. Lo que quiere decir, en otras palabras, que el hombre no actúa
ciegamente.
En cada una de las acciones humanas, lo primero que se concibe en el pensamiento es el fin, lo que
se quiere conseguir. Pero como dicho fin es lo que mueve a actuar, desde el punto de vista operativo
es lo último que se consigue.
El fin también debe entenderse como oposición a medio, es decir, la voluntad siempre ordena lo que
actualmente quiere a un bien posterior y más apreciado. Así, por ejemplo, tomamos una medicina
para recuperar la salud o adquirimos una preparación profesional para ser útiles a los demás. En
ambos casos, la medicina y la preparación profesional son medios respecto de los cuales la salud y
la ayuda a los demás son fines.

2. El fin último y la felicidad


Por fin último entendemos aquel que se quiere de modo absoluto, y en razón del cual se quieren las
demás cosas. El hombre tiene múltiples fines que, entre sí, guardan un orden; Fin Ser Publicista Bien
hay fines más inmediatos que otros, fines más o menos importantes, fines que se buscan sólo para
luego acceder a un fin posterior, etc. Resulta fácil entender, sin embargo, que esa subordinación y
orden no puede prolongarse hasta el infinito porque, de lo contrario, nada haríamos “finalmente”: no
se puede correr una carrera infinita y nadie obra por un imposible. ¿Alguien se pondría a correr si
supiera de antemano y con certeza que su punto de destino se pierde en el espacio sin límites? Así,
debe haber, necesariamente, un fin último, llamado también bien supremo, que sea único y, valga la
redundancia, final.
Tenemos, entonces, una cadena de fines donde a su vez cada fin es un medio en relación a otro,
menos en el fin último. Ejemplo: si bien ir a Santiago es un fin para asistir a un Seminario, en verdad
ir a Santiago resulta un medio para asistir al Seminario.
Pero, y como dijimos, hay un fin último que se quiere por sí mismo y jamás como medio para acceder
a otro. En términos gráficos:

FIN ======FIN ======FIN =======FIN ======== FIN ÚLTIMO (= FELICIDAD)

Muchos de los fines que son medios para llegar al fin último –que llamaremos particulares—no son
agradables; como por ejemplo, ponerse una inyección para tener salud. Sin embargo, como el fin
último es el deseo natural de ser feliz, estamos “dispuestos” a pasar la prueba.
Aristóteles sostenía que “la felicidad es la obtención estable y perpetua del bien totalmente perfecto,
amable por sí mismo, que sacia todas las exigencias de la naturaleza humana y colma todos sus
deseos”. Es decir, felicidad equivale a conseguir el fin último y perfecto, después del cual no queda
nada por desear ni alcanzar (se distingue, así, del placer, que es una satisfacción pasajera, originada
por la posesión de un bien particular).

Características del fin último


Dios creó la naturaleza humana de una determinada manera porque pensó en un fin para el hombre.
Puesto que el fin de algo es como su razón de ser, las características de la naturaleza humana están
determinadas por aquel fin que Dios asignó al hombre. Si poseemos una naturaleza racional y libre
es porque Dios nos creó destinándonos a un fin concreto.
Todo ser ha sido creado para algo, por algo, por un fin; y en orden a ese fin es que está dotado de
ciertas características concretas. Así, las plantas y los animales se distinguen del hombre
básicamente porque fueron creados con y para un fin distinto.
El hombre, por su naturaleza, está dotado de dos capacidades concretas: conocer y amar. Por ello,
su fin último debe tener tales características que le permitan saciar ambas capacidades de manera
infinita y sin límites, es decir, deben colmar esa capacidad suya de amar y de conocer.
Así, la inteligencia aspira a la verdad absoluta, que sacia la facultad de conocer. Y la voluntad aspira
al amor absoluto que sacia las facultades de amar.
Un ser que sea Amor Absoluto y Verdad Absoluta debería entonces, por lógica, ser nuestro fin último
o felicidad. Pues bien: a ese ser muchas personas llaman Dios.
Santo Tomás de Aquino lo explica de la siguiente manera: “La felicidad humana consiste en la
contemplación de Dios, que es la verdad suma y altísima, a la que sigue un amor y gozo perfectísimo
de Dios como sumo y supremo bien”.
Ningún bien finito –riqueza, placer, honor, salud y fortaleza corporal—puede ser objeto de la felicidad
humana porque es incapaz de saciar las tendencias principales y más propias del hombre.
Para que la felicidad humana sea definitiva y colme todos sus anhelos, es preciso un conocimiento
y un amor de Dios perfectos e interminables, de modo que no quede nada por desear ni alcanzar y
que el temor de perderlos no ensombrezca la dicha de su posesión.
Esta situación no se da en la vida presente. En ella tenemos un conocimiento de Dios imperfecto,
que además no nos libra de los males y penalidades que nos aquejan. Sin embargo, cabe en esta
vida una felicidad imperfecta, porque aquí ya podemos conocer y amar a Dios de alguna manera.
Esta felicidad será tanto mayor cuanto más pleno y continuado sea nuestro conocimiento y amor de
Dios. La contemplación de Dios nos acerca a la eternidad ya en esta vida, dándonos una serenidad
y gozo interior que los sucesos de la fortuna no pueden dar ni quitar. Por el contrario, cuando el
hombre se aleja de Dios y se encierra en los bienes terrenos, nunca está satisfecho y de todo se
hastía.
3. El acto humano como acto libre. Su calificación moral
La moralidad es propia y exclusiva del obrar humano: es el único ser que puede cumplir libremente
con sus actos, con el fin último u orden moral que le corresponde.

3.1. Lo más característico del acto humano es que es libre


El acto humano se caracteriza por ser libre. La libertad es la capacidad de la voluntad de moverse
por sí misma al bien que la razón le presenta. O, dicho de otra manera, es la indeterminación
intrínseca de la voluntad para querer o no querer algo, o querer esto o aquello.
El hombre puede o no cumplir su fin pues es el único dueño de sus actos: actúa libremente mientras
el resto de los seres son llevados a hacerlo. Así el animal, que es movido por lo que se llama instinto.
El acto humano procede de la inteligencia y de la voluntad. Desde el
punto de vista operativo, primero es la inteligencia, pues es la que conoce
el fin y lo muestra a la voluntad quien, en segundo lugar, elige alcanzarlo
o no. El papel de la voluntad es moverse a lo que la inteligencia le muestra.
En este sentido, podemos hacer una clasificación de los actos humanos.
Si proceden directamente de la voluntad se llaman elícitos. Por ejemplo:
un afecto, sentir cariño por alguien, etc.
Si provienen de la voluntad indirectamente o de otra facultad que no sea
la voluntad, se llaman imperados. Por ejemplo, recordar; voluntariamente
se quiere recordar.
Tanto elícitos como imperados son actos humanos; pero los imperados
actúan sobre otras facultades.
a) El influjo del conocimiento del acto humano se llama advertencia.
b) El influjo de la voluntad del acto humano se llama el consentimiento.
c) Por medio de la advertencia nos damos cuenta qué es “matar” y cuál es su moralidad, esto es, si
es bueno o malo.
La moralidad de un acto supone primero conocer ese mismo acto para poder saber si es bueno o
malo.

La advertencia
La advertencia puede ser:
1. Actual: En el mismo momento que se realiza la acción la inteligencia capta se es bueno o malo.
2. Virtual: Cuando la inteligencia capta la moralidad de un acto en un momento anterior a ser
realizado. Esta advertencia es suficiente para que el acto sea humano y sea moral.
Ejemplo de lo anterior es lo siguiente: Dar una limosna es actual, porque sé que en el momento de
realizar la acción estoy pensando en un acto bueno. Si se sigue ayudando a los demás sin tener esa
atención actual, se dice que la advertencia es virtual, porque se está bajo el influjo de la advertencia
actual que se tuvo en actos anteriores.
Por su parte, y atendiendo al grado de intensidad, la advertencia puede clasificarse en:
1. Advertencia Plena: Cuando se conoce perfectamente lo que se está haciendo y la moralidad de
lo que se está haciendo. El acto es perfectamente humano.
2. Advertencia Semiplena: Cuando el conocimiento que se posee del acto encuentra un obstáculo,
disminuyéndose el grado de voluntariedad. Ejemplo: Realizar algo en estado de ebriedad o de
somnolencia.

El consentimiento
La voluntad es advertida por la inteligencia, mas es ella quien consiente o rechaza. Este
consentimiento puede estar sobre la acción misma o sobre la causa que desencadena la acción.
Si la voluntad quiere esa acción misma se llama acto voluntario directo, pues se está buscando el
efecto que produce ese acto. Por ejemplo, en el acto de robar, mi voluntad quiere directamente
apoderarse de algo que no me pertenece.
Por su parte, si la voluntad simplemente permite un acto, como efecto secundario previsto y ligado a
lo que directamente se quiere, se habla de acto voluntario indirecto.
Por ejemplo, quien lee un libro para preparar un examen previendo que de esa lectura se derivarán
tentaciones contra la honestidad de las costumbres. Esa persona quiere, indirectamente, esas
tentaciones; y es responsable de ellas. De ahí la obligación de evitar esa lectura, o al menos tener
cautela.
La voluntariedad del acto puede ser destruida por la violencia. Acto violento es el que procede de un
principio exterior y es contrario a la voluntad del sujeto que padece la coacción.
Los actos internos de la voluntad no pueden estar sujetos a la violencia, porque se trata de una
facultad espiritual y libre. De ahí que jamás resulten inimputables y las personas siempre sean
responsables de ellos, aunque padezcan violencia exterior. En cambio, los actos externos pueden
ser causados por la violencia porque la coacción puede ejercerse sobre el organismo físico del que
proceden inmediatamente esos actos. Para ilustrar la diferencia, digamos que, por ejemplo, puede
ponerse a alguien de rodillas ante un ídolo (acto externo), pero jamás podrá hacérsele adorarlo o
venerarlo (acto interno).
3.2. Bondad o maldad de los actos humanos
Para saber si un acto es bueno o malo debemos atender al objeto, fin y circunstancias en que
ocurrió. Se trata de los tres elementos básicos para emitir un juicio moral.
a) El objeto. Lo que persigue la acción es “objetivo”, es decir, se trata de aquello a lo que la acción
tiende de suyo y en lo que termina. Considerándolo en su relación con la norma moral, es lo que la
misma acción persigue. Por ejemplo, al robar, el objeto es apoderarse de lo ajeno; al matar, quitar la
vida; al regalar, que otra persona tenga lo regalado.
b) El fin. Lo que persigue el sujeto es “subjetivo”, es decir, es lo que el sujeto quiere lograr por medio
de la acción que realiza. Por ejemplo, alguien roba un auto para hacer un viaje, alguien hace un
regalo a un juez para obtener una sentencia favorable.
El fin del sujeto puede hacer mala una acción buena, pero no puede hacer buena una acción mala.
c) La circunstancia. En el orden moral, las acciones humanas no agotan su bondad en el objeto
moral. Habrá que tener en cuenta las circunstancias (aquello que rodea la acción), pues son
“accidentes” que modifican el objeto moral.
Los principales tipos de circunstancias morales que afectan a los actos humanos son:
a) Quien obra (quis), esto es, la persona que realiza la acción. No tiene la misma moralidad el juicio
falso de un notario que el de una persona privada.
b) La cualidad y cantidad del objeto producido (quid). No es lo mismo robarse un lápiz que robarse
un auto.
c) Lugar de la acción (ubi). No califica del mismo modo una acción cometida en un lugar público que
en un lugar secreto.
d) Los medios empleados (quibus auxiliis). No es lo mismo un robo con o sin violencia.
e) Modo moral en que se realiza la acción (quomodo). Es distinta la moralidad de las acciones según
se cometen con deliberación plena o no (no es lo mismo insultar estando borracho que sobrio…
aunque se sea responsable de la borrachera).
e) Cualidad y cantidad del tiempo (quando). Por ejemplo, la duración de un secuestro o la diferencia
entre un acto cometido en estado de guerra o de paz.
g) Motivo por el que se realiza un acto (cur). Una persona puede ayudar al prójimo con el fin de
practicar la caridad, pero también por un cierto deseo de que le agradezcan su servicio. O por
vanidad.

Los tres elementos que califican la moralidad de un acto humano (fin, objeto y circunstancia)
actúan en unidad según tres principios:
1. El objeto moral da a la acción su moralidad intrínseca y esencial; es decir, lo malo es malo siempre
y en todo lugar. No se puede hacer un mal para lograr un bien.
2. La acción buena por su objeto necesita además una recta intención; es decir, si el acto es de suyo
bueno pero se realiza con un fin malo, el acto resultará malo. Ejemplo: ayudar para después pervertir
más fácilmente.
3. Las circunstancias pueden aumentar o disminuir la bondad o malicia: pueden hacer malo un acto
que era bueno, pero nunca harán bueno un acto que era de suyo malo.
En síntesis: para que la acción sea buena han de serlo todos los elementos que la integran (objeto,
fin y circunstancias). Se dice, por lo mismo, que bonum ex integra causa; malum ex quocumque
defectu: es decir, si alguno de los elementos se opone a la ley moral, la acción es mala; si todos son
buenos, y sólo en este caso, la acción es buena.

4. El acto humano y las pasiones


Las pasiones son actos o movimientos de las tendencias sensibles que tienen por objeto un bien
captado por los sentidos.
Son sentimientos de atracción o repulsa frente a un bien o un mal captado por los sentidos, que se
diferencian de los actos de la voluntad por su carácter sensible y su relación al cuerpo. La cólera o
el miedo ante un peligro inminente son pasiones: se sienten y tienen efectos corporales, como
acelerar el ritmo cardíaco, generar temblores en las piernas o cambiar el color de la cara.
Las pasiones proceden siempre de un conocimiento previo. Este puede ser la sensibilidad externa
(vista, oído, etc.) o de la sensibilidad interna (imaginación, memoria, etc.).
La sensibilidad tiene dos potencias apetitivas, la concupiscible y la irascible, que son el origen de
todas las pasiones.
La potencia concupiscible reacciona ante los bienes y males sensibles. Sus actos son el amor, el
deseo de un bien no poseído y el gozo por el bien ya alcanzado. Y, en relación al mal, sus actos son
el odio, la fuga del mal no poseído y la tristeza ante el mal ya presente.
La potencia irascible, por su parte, actúa ante bienes difíciles de conseguir o ante males difíciles de
evitar. Sus actos son la esperanza y la audacia ante el bien arduo; y el desánimo, el miedo y la ira
ante el mal difícil de evitar.
Las pasiones del hombre están sometidas al gobierno de la razón y de la voluntad, las que influyen
en ellas de manera directa o indirecta, llegando incluso a dominar los sentidos de los que a su vez
dependen. Así, la voluntad puede elegir directamente una pasión, como quien quiere encolerizarse
para agredir a otro con mayor fuerza; puede redundar en la sensibilidad, como cuando el rechazo
voluntario del mal provoca vergüenza; o puede desencadenar una pasión a través del entendimiento
y la imaginación, como la consideración intelectual e imaginativa de un mal posible puede suscitar
un temor sensible. Ahora bien, hay procesos que se realizan sólo a través de la sensibilidad y que
no cambian el juicio del intelecto. Así el llanto ante la muerte de un familiar, aunque racionalmente
se considere “adecuado” una vez hecho.
Por su parte, las pasiones pueden influir sobre el entendimiento y la voluntad. Si bien no afectan
directamente a la voluntad, es decir, no pueden determinar desde dentro y de modo inmediato el
querer racional, sí pueden influir en el modo de valorar las cosas a través de la imaginación y del
entendimiento. Así, al sujeto que se deja dominar por la cólera, la venganza le parece un bien
conveniente a su situación: la pasión fuerza la inteligencia a través de la imaginación, condicionando
de alguna manera el acto de la voluntad, que se equivoca por influjo de la pasión no rechazada a
tiempo.
La pasiones pueden influir también en la voluntad por
redundancia.
La relación mutua entre las pasiones y la voluntad libre explica
que aquéllas tengan en el hombre el carácter de moral. Aunque
en sí mismas no tienen valoración (son neutras), son un mero
hecho físico o natural, como en el hombre se relacionan con la
voluntad libre pasan a tener moralidad.
Así, serán buenas o malas dependiendo de si su objeto y el uso
que se haga de ellas conforman o no a la recta razón. En
efecto: el placer y el dolor no son en sí mismos ni buenos ni
malos. Gozarse en el bien y dolerse del mal es bueno; pero
dolerse en el bien y gozarse en el mal es malo. Así, la tarea
para el hombre no es extinguir las pasiones sino moderarlas;
dirigirlas hacia el bien y hacer que actúen en la forma debida.

LA VIRTUD
(Bibliografía: Ética, de Ángel Rodríguez Luño; Manual de Ética en www.duoc.cl/etica; Las
virtudes fundamentales, e Josef Pieper).

1. Naturaleza y necesidad de la virtud


El hombre posee potencias o facultades que le permiten realizar ciertas cosas u operar de
determinadas maneras, llamadas potencias activas. Entre la potencia operativa y el acto mismo
existen cualidades intermedias que disponen a la potencia hacia un determinado tipo de acto. Dichas
cualidades, llamadas hábitos operativos, pueden ser buenos (virtudes) o malos (vicios).
Las facultades o potencias adquieren, de este modo, cierta estabilidad cuando se han puesto los
medios para desarrollarlas. Mediante su ejercicio, una potencia o facultad va adquiriendo cierta
estabilidad en el sujeto, permitiéndole realizarla cada vez con menos dificultad o de manera más
fácil.
Una vez que la potencia se ha estabilizado y al sujeto no le resulta trabajosa o requiere de un
esfuerzo muy reducido para llevarla a cabo –en comparación al que necesitaba en un principio—, se
habla de hábito. La virtud puede definirse, entonces, como un hábito operativo bueno.
Las virtudes perfeccionan las potencias operativas disponiéndolas a las obras que están de acuerdo
con la naturaleza del sujeto. Las acercan más a su obrar propio y le confieren una mayor perfección.
Los vicios, por el contrario, dan a la potencia una disposición hacia las malas obras.
Si la perfección última del hombre consiste en realizar las obras por las que se ordena a su fin último,
las virtudes hacen al hombre bueno precisamente porque, al ser disposiciones firmes para el buen
obrar y provenir de un hábito operativo estable, le permiten obrar de modo más acorde a ese fin. Una
persona generosa, por ejemplo, realiza un sacrificio con más facilidad y más perfección que otra que
carece de esa virtud.
Las potencias racionales, y las potencias sensibles en cuanto son dominadas por las racionales,
tienen un margen amplio de indeterminación en su obrar. Esto es, pueden tender a diversos objetos,
algunos buenos y otros malos, por lo que necesitan una disposición accidental que las determine
hacia los actos buenos. Por su parte, los apetitos sensibles, como tienen un movimiento instintivo
propio que les permite rebelarse frente a las potencias superiores, necesitan ser perfeccionados por
las virtudes morales.
La necesidad de la virtud se advierte también cuando se repara en el libre arbitrio.
Las virtudes son necesarias para perfeccionar la libertad porque “quiebran” en buena medida la
posible “indiferencia” de la voluntad, que puede moverse sin objeto claro y/o coherente, y/o verse
atraída por los bienes aparentes que le presentan las pasiones desordenadas. De ahí se explica que
donde escasea el empeño por adquirir virtudes, la libertad viene irremediablemente a menos, y
puede terminar por degradarse en licencia o
desenfreno, que es una esclavitud de la voluntad a las cosas sensibles.

2. Adquisición de la virtud
Un hábito se adquiere, básicamente, por la repetición de actos. Más que por un mero saber
intelectual, y aún cuando siempre conlleve una actividad consciente y deliberada del agente, son
operaciones semejantes y en un mismo sentido u orientación lo que constituye un hábito. Dicho de
otra manera, es el ejercicio tenaz el que lo hace surgir, no obstante que a la vez se lo exprese y
explique mentalmente de manera teórica. Por eso, el mero saber o convicción no bastan para
configurar un hábito; antes bien, puede tenerse perfecta conciencia de algo y, pese a ello, no llevarlo
a cabo. Por lo mismo, un hábito, al ser una disposición estable adquirida fruto del esfuerzo, resulta,
a la larga, muy difícil de remover.
En efecto, para terminar con él no basta con sólo quererlo, pese a que sería el primer paso a ello. A
decir verdad, la manera de remover un hábito es mediante la oposición de otro hábito que lo
contrarreste o lo reemplace.
Las virtudes “disminuyen” o se “pierden” mediante la realización de actos contrarios a ellas, de modo
que, en la potencia, se origina un nuevo hábito, llamado ahora vicio, que anula la virtud opuesta.
Desde luego, dos formas contrarias (intemperancia y templanza; injusticia y justicia; etc.) no pueden
coexistir en el mismo sujeto al mismo tiempo y en el mismos sentido.
Pero también la prolongada cesación de actos virtuosos puede ocasionar el debilitamiento o incluso
la pérdida de la virtud. La ausencia de un esfuerzo continuo por reordenar las potencias según el
orden moral, necesariamente genera actos que lo contradicen.

3. Virtudes intelectuales y morales. Propiedad de las virtudes morales


Como se dijo, la virtud consiste en un hábito operativo bueno.
Si se refieren al entendimiento, las virtudes se llaman intelectuales; dentro de
las que se distinguen las que se relacionan con el entendimiento especulativo y
las que refieren al entendimiento práctico.
Si refieren al buen obrar, las virtudes se llaman morales. Son aquellas
encaminadas a llevar una vida moral o buena, aquellas que nos permiten tratar
a las personas y a las cosas correctamente. Por lo mismo, son aquellas que
están directamente más vinculadas con la voluntad. Ello es así porque, si bien
presuponen a la razón –en caso contrario, no estaríamos ante un acto
humano—, ponen en movimiento a la libertad.
La virtud moral puede ser definida como la inclinación habitual al acto humano
moralmente bueno, o disposición habitual a hacer el bien. Nótese la referencia a la habitualidad, que
es lo que permite una actitud firme y estable en el sujeto. En efecto, cuando hablamos de virtudes
morales y su estrecho vínculo con la voluntad, más que el elemento intelectual –aun cuando es
imprescindible—lo que prima son los actos concretos, repetidos y constantes, que desarrollan una
facultad operativa transformándola en un hábito; el que, por ser bueno, se llamará virtud.
Por ello, la virtud implica cierta perfección del sujeto en aquello que realiza. En efecto, si bien la
persona posee varias operaciones que puede ir desarrollando a lo largo de su vida, no basta con el
mero “hacer” una cierta actividad; antes bien, a medida que el sujeto va realizando más actos de la
misma especie, además de ir resultándole más fácil llevarlos a cabo, irá adquiriendo una mayor
perfección en su realización. Por eso, el hábito se define como una cierta cualidad estable de las
potencias o facultades que las dispone para actuar fácil, pronta y deleitablemente. Así, por ejemplo,
se puede aprender a jugar ajedrez, se puede aprender cómo mover las piezas y los objetivos del
juego, pero es obvio que entre un principiante y un profesional mediará una distancia considerable.
La virtud constituye un término medio entre dos extremos: el exceso y el defecto.
Esto quiere decir que un sujeto puede tener diferentes formas de comportarse ante un mismo hecho,
pero que en ciertos casos le faltará algo para hacerlo adecuadamente y, por el contrario, en otros
habrá sobrepasado la medida. Así, por ejemplo, la valentía, que es una virtud, está en medio de dos
defectos que se relacionan con ella: la cobardía y la temeridad. El cobarde no se enfrenta a los
peligros porque le causan miedo de manera exagerada; el temerario le hace frente a todo porque no
pondera los verdaderos peligros de cada caso, por lo que actúa aun desaconsejadamente. El
valiente, en cambio –el virtuoso – sabe cuándo actuar y cuándo no, porque no peca ni por defecto ni
por exceso. Esto se puede representar con la figura de un triángulo isósceles, en cuyo vértice más
alto se encuentra la virtud, el defecto en uno de sus lados y el exceso en el otro.
Pero, si bien la virtud es un término medio, resulta también un extremo. ¿Por qué?
Porque si bien se encuentra equidistante del exceso y del defecto, es la mejor actitud que puede
adoptar el sujeto. Dado que supera a las demás, al exceso y al defecto, por lo mismo es extrema por
su valía: es lo mejor que podía hacerse. “Extremo”, aquí, refiere al grado de perfección.
Por ello, la virtud no sólo apunta al hecho de realizar algo. Tampoco al hecho más específico de
hacerlo bien, sino que muy bien. En este sentido, Aristóteles señalaba que la virtud es una cierta
perfección pues cada cosa alcanza su virtud propia. Cuando se dice que es perfecta, se dice porque
existe en mayor conformidad con su propia naturaleza.

LAS VIRTUDES FUNDAMENTALES O CARDINALES.


(Bibliografía: Las virtudes fundamentales, de Josef Pieper).

1. Concepto y origen
Hemos señalado que el ser humano posee una serie de potencialidades que puede ir perfeccionando
a lo largo de su vida. Por lo mismo, tiene la capacidad de desplegar una cantidad considerable de
virtudes posibles, como la valentía, la honradez, la mesura, la 0paciencia, la generosidad, la
perseverancia, la responsabilidad, el orden, en fin, la lista podría ser enorme. Sin embargo, ¿existirá
alguna o algunas virtudes más fundamentales que otras?
La respuesta es afirmativa. Hay virtudes fundamentales, llamadas por lo mismo cardinales (del griego
cardo, que significa gozne o quicio), que “sostienen” a las restantes a modo de cimientos. Son cuatro:
prudencia, justicia, fortaleza y templanza.
El hecho de que sean la base de las demás implica que, en un hombre virtuoso, se encontrarán
desarrolladas en proporciones más o menos iguales; y, a la vez, que para conseguir alguna en
particular será necesario desarrollar también las otras en mayor o menor grado. Es decir, son
interdependientes, se relacionan entre sí y se “alimentan” unas a otras. En efecto, resulta improbable
que alguien que sea extremadamente justo sea, al mismo tiempo, débil, destemplado e imprudente;
y lo mismo puede decirse de las demás virtudes. Pero, y con todo, ¿por qué esto es así? Porque el
hombre es una unidad; y en cuanto tal –y a pesar de estar constituido de partes distinguibles, no
separables—, lo que realiza en un ámbito repercute en los restantes. No puede “parcelar” su
actividad como si se tratara de compartimentos estancos.
Veremos a continuación cada una de las virtudes cardinales por separado, a efectos de
ilustrar mejor su naturaleza y características.

2. La templanza
La templanza es la virtud moral que modera
la atracción de los placeres sensibles o
deseos, y procura un equilibrio en el uso de
los bienes. De esta manera, asegura el
dominio de la voluntad sobre los instintos y
mantiene los deseos en los límites de la
honestidad. No anula, sino que orienta y
regula los apetitos sensibles, y la manera
de satisfacerlos. Así, por ejemplo, no
suprime el deseo de comer pero regula
cómo y en qué cantidades hacerlo, de modo
que no se sobrepase los límites razonables
(que son, a su vez y por lo mismo, los
templados).
La templanza, también llamada
moderación, está referida al tipo de respuesta que la persona debe producir frente a los placeres
sensibles y a los deseos vinculados con ellos, llamados también apetitivos. Estos deseos, que dicen
relación con las funciones fisiológicas, son los de alimento, bebida y la satisfacción del impulso
sexual.
La moderación, en cuanto virtud, constituye el término medio entre dos extremos igualmente viciosos
Así, por el lado del exceso el vicio se llama intemperancia o desenfreno, y por el lado del defecto
insensibilidad. Dicho de otro modo, frente al apetito del gozo sensible en sus tres formas, existe la
posibilidad del más, del menos y del justo medio. La moderación es el justo medio, y constituye lo
mejor.
Para Aristóteles, el moderado es aquel que no sólo se abstiene sino que siente repugnancia frente
al tipo de placer que busca lo inmoderado o desenfrenado, y a la forma en que lo busca. Teniendo
en cuenta que todos comemos y bebemos, y que muchos satisfacen deseos sexuales, la diferencia
entre el moderado y el desenfrenado radica en el cómo, cuándo, dónde y qué medida satisface
dichos impulsos o deseos.
Digamos que el moderado es como un gentleman, que cuando ve a alguien comer en exceso le
parece una barbaridad.
Para Aristóteles, el moderado encuentra gozo en aquellas cosas que son sanas y adecuadas, y que
corresponden a los estándares de la moderación. Dichos estándares no son una lista abstracta a la
que todos debemos ajustarnos por igual, sino que dependen de cada uno y de otros múltiples
factores. Así, por ejemplo, la alimentación adecuada para un atleta no es la misma que para una
persona de vida sedentaria; aunque para ambos hay una medida adecuada y el deber de
moderación.

3. La fortaleza o valentía
La fortaleza es la virtud moral que asegura, en las dificultades,
la firmeza y constancia en la búsqueda y práctica del bien. Es la
actitud de superar los obstáculos, de obrar pese a las
dificultades.
La fortaleza es un término medio entre dos extremos igualmente
perniciosos: la temeridad y la cobardía.
Ante el bien difícil de conseguir o el mal difícil de evitar, pueden
darse dos actitudes fundamentales: temor (resistir, soportar, sostener; sustienere mala) y audacia
(atacar, agredir; aggredi pericula).
Sustienere mala refiere al miedo o al cansancio que provoca un daño, un mal, una dificultad o un
enemigo. Sin embargo, la esencia de la fortaleza no es no tener miedo, sino actuar a pesar de él.
Ser fuerte no es ser impávido o presumido, pues eso significaría o no conocer la realidad o poseer
un desorden en el amor. Amor y temor se condicionan mutuamente: cuando nada se ama, nada se
teme. Trastocar el amor es trastocar el temor: no amar al hijo es no temer perderlo. De lo que trata
la fortaleza es de la justa medida.
El hombre fuerte es consciente del mal, no es un ingenuo ni iluso. Lo ve, lo capta, lo siente
pasionalmente. Pero ni ama la muerte ni desprecia la vida. Como decíamos, la esencia de la fortaleza
no es no sentir miedo, sino impedir que el miedo fuerce a hacer el mal o a dejar de hacer el bien. Su
esencia no es desconocer el miedo, sino hacer el bien. Se debe temer lo temido, pero hay que
conseguir el bien con miedo, con esfuerzo, con dolor y con resistencia. Valiente es quien tiene la
conciencia de sentir miedo razonable cuando las cosas no ofrecen otra opción.
Se puede hacer frente al posible daño de dos modos: resistiendo o atacando. El acto principal de la
fortaleza no es atacar sino resistir. Prima el soportar, aunque no se trata de una pura resignación
pasiva.
Ocurre que no se trata de que en sí mismo sea más valeroso resistir que atacar –a veces, incluso,
sucede al revés—, sino de que, en casos extremos, la resistencia es la única opción que queda: por
decirlo así, resulta el último recurso de la fortaleza. Como ya no existe otra forma de oponerse a un
mal que resistir, no es pasividad sino un acto de la voluntad, una actividad del alma de fortísima
adhesión al bien: la perseverancia en el amor
al bien ante los daños que puedan sobrevenir. Así, resistir es pasivo sólo externamente: internamente
existe una fuerte perseverancia del amor que nutre al cuerpo y al alma ante los ultrajes, las heridas
y la muerte (en esto, la fortaleza se asemeja a la paciencia).

4. La prudencia
La prudencia es la primera y más importante virtud cardinal, puesto que las otras dependen de ella.
La prudencia –que no significa “cautela”—es la capacidad de ver las cosas correctamente, de
apreciar la realidad en su adecuada dimensión. Implica el recto juicio de las circunstancias del caso,
para saber qué hacer, aplicando la norma general que regula la materia a ese caso en particular. O,
dicho de otra manera, dispone a la razón práctica para discernir en toda circunstancia nuestro
verdadero bien y elegir los medios más rectos para hacerlo. Por eso, Josef Pieper la ha llamado
también objetividad.
El contacto objetivo y desprejuiciado con la realidad resulta vital, particularmente si recordamos que
la prudencia es una virtud moral –aunque, por sus características, es también intelectual—y que, por
lo mismo, se encuentra dentro de la actividad práctica.
Como la razón práctica tiene interés por saber “qué debe hacerse” y/o “cómo debe actuarse”, una
correcta apreciación de las circunstancias resulta imprescindible.
De la prudencia dependerá la forma en que actuemos en cada caso. Ahora bien, ¿qué pauta
ocuparemos? ¿Qué nos señalará la dirección correcta? Dado que no cualquier obrar del sujeto es
indiferente, o lo que es lo mismo, que no todo uso de la libertad es igualmente aceptable, la ética
será la encargada de dárnosla.
No obstante, la mera enunciación de la ética no basta. En efecto, la ética, que para su mejor
comprensión se expresa en normas –aunque puede descubrirse observando atentamente al ser
humano—, es, por lo mismo, un precepto general. Siendo así, resulta evidente que, por su misma
generalidad, sólo nos proporcionará una guía básica; que distará mucho de la solución específica
para un caso determinado. ¿Qué hacer? La solución viene dada por la virtud de la prudencia: gracias
a ella se podrá aplicar al caso concreto la norma general que resume un precepto ético, teniendo en
cuenta los fines que se pretenden conseguir y los medios con los que se cuenta.
Un buen ejemplo al respecto es el del juez. Ante un caso puntual, por ejemplo un robo, sabe
perfectamente qué norma o normas legales aplicar una vez que se han comprobado los hechos.
Pero resulta claro que no podrá emplear la norma general de manera directa; antes bien, entrará a
ponderar todas las circunstancias particulares de la especie para así adaptar esa norma general al
caso concreto, y obtener una sentencia lo más
justa posible.
Debido a lo anterior, la prudencia no es deductiva. Dicho de manera muy simple, la deducción
consiste en sacar conclusiones lógicas de un principio, pasando de lo general a lo particular. Por lo
mismo, dichas conclusiones ya se encuentran implícitas en el principio. Esto puede expresarse
diciendo que ante “tal” evento, con “tales” circunstancias, la consecuencia “lógica” será previsible
precisamente por ser “lógica” y evidente; y de su resultado, por el mismo motivo, puede anticiparse
un nuevo desenlace. Es decir, nos encontramos ante una cadena de causas y efectos que va desde
lo más general a lo más particular. Debido a que las deducciones evidentes que se siguen de los
principios –aun cuando signifique un gran esfuerzo intelectual llegar a ellas—ya se encontraban
implícitas en aquéllos, no se adquiere un nuevo conocimiento en su aplicación sino que sólo se
explicita uno que ya se tenía.
Aunque el razonamiento anterior es aplicable en los campos de la necesariedad, es decir, donde
ante “tal” causa se dará “tal” efecto y no otro (la ciencia, por ejemplo), cuando nos referimos al actuar
del hombre el terreno es completamente distinto. ¿La razón? A diferencia de la materia inerte o de
los seres inferiores, el hombre posee libertad.
La libertad, que es original y originaria, supone una cierta indeterminación a efectos de prever los
actos humanos. Las cosas pueden ser de una u otra manera y el terreno es el de lo contingente, es
decir, de aquello que puede tener una multitud de variantes.
A lo sumo podrá pronosticarse de forma aproximada un posible comportamiento; pero jamás lo
conoceremos con exactitud, hasta que haya ocurrido.
Por lo anterior, un sistema deductivo que pretenda anticipar con precisión matemática el futuro, no
es aplicable al hombre precisamente porque es libre y no está determinado. Así, la prudencia no es
deductiva.
Por el contrario, y precisamente por existir la libertad, es que se requiere de la prudencia: porque
nos encontramos en el terreno de lo contingente y ante los mismos hechos existen varias
alternativas. A decir verdad, lo cierto es que nunca nos encontramos con dos hechos exactamente
iguales: siempre existen circunstancias especiales que les dan cierta originalidad. Por eso, no puede
aplicarse un principio general “en serie” como si fuera una especie de “comodín”; antes bien, pese a
existir una guía o pauta fundamental –la norma moral—, será imperioso buscar la solución particular
que sirva al caso particular.
Ello se logrará mediante la prudencia, que aplicará el precepto general al caso concreto.
Lo que en cierta manera “incomoda” respecto a la prudencia es esta cierta indeterminación en la
solución por la que se optará; es decir, en que no haya manera de prever exactamente qué hacer.
Sin embargo, dicha indeterminación es el “precio” que debemos pagar a causa de nuestra libertad y
el motivo por el cual requerimos, precisamente, de la prudencia.

5. La justicia
La justicia es el hábito que inclina a la voluntad a dar a cada uno lo suyo. Inspirado en esto, Santo
Tomás de Aquino dice que es “la virtud permanente y constante de la voluntad que ordena al hombre
en las cosas relacionadas al otro a darle lo que le corresponde.” De ahí viene “ajustar”, lo que denota
cierta igualdad en relación a otro.
Todas las virtudes morales aspiran a un doble perfeccionamiento: subjetivo y objetivo. Esto es,
tienden a perfeccionar al hombre –sujeto– y a sus acciones –objeto–. En este sentido la justicia es
igual a las demás virtudes. Pero posee un rasgo que le es exclusivo y propio: con ella puede
obtenerse la perfección objetiva de un acto sin necesidad de perfección subjetiva.
Las demás virtudes se refieren directa y esencialmente a la intención del agente, ya que su deseo
es perfeccionar al hombre en relación a su fin (lo que no obsta, por
cierto, a que se manifiesten en actos externos). En ellas importa sobre
todo lo interior, pues el fin reside en el agente mismo. En la justicia, en
cambio, la naturaleza de su objeto hace que la perfección y el valor
estén dados y medidos no sólo por su relación con el sujeto actuante
sino con un otro para quien la disposición moral de aquél es (o puede
ser) indiferente. Es decir, refiere a otro antes que al agente.
En efecto, se da el nombre de justo a aquello que, realizando la rectitud
de la justicia, es su expresión en un acto, sin tener en cuenta cómo lo
ejecuta el agente (“cómo” en el sentido subjetivo). A diferencia de las
demás virtudes, donde no se califica algo de recto sino en atención a
ese cómo del agente, en la justicia su objeto se determina por sí
mismo: aquello que llamamos lo justo. Tal es el caso del derecho, cuyo
objeto evidente es la justicia.
Por ello, como el fin de la justicia es adecuar los actos externos con
algo extrínseco al sujeto (el otro), “lo suyo” cabe que se cumpla sin la
virtud interior. Dado que su contenido se ve en sentido objetivo, basta
con ello.
Sin embargo, lo interior puede hacer más perfecto el acto, haciendo
mejor al que actúa. Por lo mismo, la justicia es divisible en interior y
exterior. Así, hay dos formas de cumplirla y con distintos efectos:
1) con ánimo justo, en el que existe una total perfección, ya que hay concordancia entre lo interno y
lo externo, y existe realmente virtud; y 2) sin ánimo justo, o lo que es lo mismo, con ánimo hostil, en
el que la acción externa, aunque justa, es solamente eso; pues no ha llevado aparejado el ánimo
recto ni la virtud. El acto no deja de ser justo per es menos perfecto.
En este segundo caso, sólo el acto es bueno; en el primero, además se hace bueno el agente. Por
ello, y desde otro ángulo, al segundo caso se le entiende un orden; y al primero, orden y virtud.
Por lo mismo, en el segundo cabe la coacción. Por ser un acto meramente externo, lo mínimo que
se exige por la justicia en aras al bien común, será lícito conseguirlo aún a través de la coacción.
Dicho en otros términos: como sus propiedades son la alteridad y la exigencia de un deber, pueden
conseguirse incluso con el eventual uso de la fuerza.
¿Y la ley? La ley no es el derecho, ya que derecho es la cosa justa. La ley, a su servicio, viene a
aclarar, concretar, concluir, determinar o adaptar al derecho en una fórmula racional, por ser la ley
un acto de la razón. Por ello, para Santo Tomás la ley humana ocupa un lugar secundario: debe
tener un contenido justo y propender a que a cada uno se le dé lo suyo en vistas al bien común.
El derecho, por su parte (el ius), y siguiendo a Aristóteles, es la cosa justa, aquello que se da o hace
para otro. Es algo adecuado a otro según cierto modo de igualdad, sea por la naturaleza de las cosas
o por la convención humana. Al ser el ius una “cosa”, se desprende que el derecho es el objeto de
la justicia. La justicia, la virtud de dar a cada uno lo suyo, implica que hay que entregar –o hacer –
“algo”; y ese “algo”, lo debido, es la cosa que se debe a otro; de lo que se concluye que esa “cosa”
es el ius: el derecho, el objeto, aquello sobre lo que versa o recae la justicia. Por eso es que el
derecho es el objeto de la justicia; y la ley viene a determinar, en el caso concreto, qué es lo debido,
la cosa debida.
Por cierto, y vista así, la justicia sólo refiere a su parte externa, como orden, donde no se toma en
cuenta el ánimo o disposición moral del obligado. Así se entiende que uno de sus requisitos sea que
su contenido propenda a dar a cada uno su derecho, y no que la ley se quiera convertir en el derecho.
Santo Tomás distingue tres tipos de justicia:
1) Justicia legal o general. “General” por abrazar a todas las demás virtudes y orientarlas al bien
común valiéndose de ellas; y “legal” porque sus exigencias son conocidas e impuestas por la ley.
Exige el cumplimiento de las leyes y versa sobre lo que el individuo debe a la comunidad. Los
particulares deben adaptar su comportamiento a dicho requerimiento, siempre que se derive de la
ley natural, puesto que son partes del todo social y, por lo mismo, se ordenan a él.
Esta justicia es determinada por los gobernantes, guardadores del bien común, y por lo mismo,
servidores de la comunidad. Siendo ellos los sujetos activos, indirectamente benefician a todos ya
que su fin es el bien común.
2) Justicia distributiva. A la inversa de la justicia legal, aquí son los individuos los sujetos activos,
puesto que al todo no le son indiferentes las partes. Es la sociedad la que distribuye
entre sus miembros lo que les debe en razón de un principio igualador. Pero igualdad no implica dar
a todos lo mismo, pues el mérito de cada uno en relación a los demás es diferente. De ahí que exista
una distribución proporcional, en que se ven las necesidades de cada uno, siendo su objeto los
bienes y cargas que se asignan a cada individuo. Si bien las cargas podrían corresponder a la justicia
legal, refieren a la distributiva porque en ellas entra en juego la proporción y no la mera reproducción
“en serie”, como en la legal. Por último, pese a estar orientada al bien de cada uno, indirectamente
contribuye al bien común.
3) Justicia conmutativa o entre particulares, su fundamento es
también la dignidad de la persona y el respeto mutuo derivado
de ella. Rige en este campo la reciprocidad, es decir, que los
derechos son equivalentes a los deberes; y la igualdad, que no
refiere al mérito sino que toma en cuenta exclusivamente el
objeto, lo dado: la igualdad de cosa a cosa sin importar las
partes, procurándose su equivalencia objetiva.
La justicia conmutativa se divide a su vez en:
a) justicia voluntaria, es decir, aquella que está referida al campo
de los acuerdos, convenciones y contratos entre particulares,
primando la voluntad de ellos para realizarlos o no; y b) justicia
involuntaria, aquella en que se desea restablecer la igualdad
debida en virtud de una reparación, pudiendo obligarse al sujeto pasivo en caso necesario, incluso
por la fuerza.
Digamos, por último, que la justicia distributiva y la conmutativa están dentro de la justicia particular,
en contraposición a la justicia general o legal.

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