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Dentro de ese juego de decisiones, aparece una profesión educativa: ser profesor.
Profesor, profesional, derivan del verbo profesar que significa confesar, hacer público. Profesional
es la forma que elegimos, de acuerdo con nuestra vocación de servicio, de hacernos presente ante
los demás. Así, profesor es el profesional de profesionales, quien se profesa enseñando a
profesarse; para ello debe poner sus talentos (potencialidades) y saber al servicio de la educación
del ser humano, esto es, debe constituirse en creador de situaciones que ayuden al
autodescubrimiento y realización –recordemos que la educación es autoeducación- como personas
(personeidades), personas únicas (personalidades) y profesionales. Nuestra misión, entonces, se
dirigirá a personas únicas que, a su vez, elegirán sus propias vías (saberes) para servir a los demás:
artistas, artesanos, técnicos, ingenieros, científicos, religiosos, militares, empresarios, políticos,
economistas, comunicadores, presentarán sus más propias y preciadas potencialidades; las que
deben aprender a potenciar y realizar, en orden a los valores trascendentes bien, verdad y belleza…
Ninguna vía es mala ni innecesaria; todas ellas potencializan al ser humano; pero educado es quien
pone el poder al servicio del deber. Nuestro reto educativo, por lo tanto, será descubrir la forma de
co-crear situaciones que enseñen a descubrir y cultivar la creación y a sí mismo, con infinito respeto
y equidad.
En el marco de los slogan, desde hace unos cinco años, en las aulas universitarias y en
algunos discursos y páginas web, resalta una frase: “Debemos formar la sociedad del
conocimiento” Mi pregunta es ¿un hombre con muchos conocimientos es un hombre educado; esto
es, a más conocimientos, mejor educación? Sólo deseo recordarles que un experto en química fue
el creador de la bomba atómica, un hombre con estudios en Francia y en la entonces Unión Soviética,
ordenó la matanza de Tiananmen, expertos en medicina son empresarios y directores de clínicas de
abortos, expertos en teología abusan de niños y expertos en pedagogía manipulan a jóvenes… No
se trata de que el conocimiento sea malo; pero sólo son un medio y los medios son neutros; pues es
quien los usa quien decide el destino que les dará. De ahí la importancia de educar y no sólo informar
o instruir. Así, es claro que no es la sociedad del conocimiento sin más, la que conforma un ideal
educativo: esa sería sólo una sociedad de la información. La sociedad educativa es formativa; está
conformada por quienes conviven en respeto, colaboración, equidad; esto es, una sociedad de
personas que, por sobre toda erudición, estrategia o habilidad, poseen sabiduría.
Sabio, entonces, no es quien todo lo conoce sino quien, tal como Sócrates decía, sabe qué
no sabe. Sabio es quien ama la verdad, el bien y la belleza aunque no los posea; pero sabe que
existen y respeta y admira todo aquello que escapa al poder de su razón y capacidades pero que
intuye a través del amor… El sabio es humilde y agradecido porque vislumbra la grandeza del
Universo y sus misterios y porque agradece su propia creación en ese Universo: Somos y el hecho
de ser ya es un misterio y grandeza que debemos agradecer y cultivar… Es tan poco lo que
conocemos… No sé componer una melodía, no tengo una bella voz, no podré jamás ascender una
montaña o salvar la vida de un enfermo; no cultivaré campos ni cuidaré bosques; tampoco descubriré
un sistemas extrasolares o miraré el fondo marino; no pintaré una acuarela ni acariciaré a tantos
millones de niños que necesitan consuelo pero que no están a nuestro alcance… Pero, estimados
alumnos, seremos educadores y deberemos entregar nuestros mínimos talentos, conocimientos y
habilidades o competencias, a quienes serán nuestros alumnos para que ellos vayan conformando
un alma sabia, esto es, humilde y noble. Nuestro ideal es la formación del ser humano y la
conformación de una sociedad del saber; una sociedad donde los hombres convivan en paz, justicia,
colaboración, misericordia y caridad.
La actitud filosófica
Saber amar... El verdadero amor es sabio; pues no puede ser indiferente al amado-a; por el
contrario, sólo anhela su bien. Todos los problemas ecológicos y sociales; sólo expresan la falta de
amor por la vida. Enseñar a amar y a pensar son los grandes vacíos de la educación. ¿Se puede
ser universitario, sin amar el universo? ¿Se puede ser educador sin amar al ser humano? ¿Se puede
ser biólogo sin amar la vida; físico sin amar el movimientos, las fuerzas y la constante búsqueda del
equilibrio; químico, sin amar las formas, estructuras, cambios de la materia; matemático, sin amar la
proporción, la disciplina, el orden, la música...?
Así, el método filosófico es el camino que realiza cada cual para encontrarse con la verdad;
esto es, con la realidad que "verdadea" o verdad real. En este sentido, cada camino es único, porque
cada uno debe no sólo recorrerlo sino construir, dirigiendo y haciendo uso de las herramientas y
estrategias necesarias para ello; lo que no es lo mismo que decir que cada cual tiene su verdad;
pues la verdad no depende del camino ni de quien la indaga; sino que pertenece a la realidad
indagada o cuestionada por el investigador o filósofo. Insistamos una vez más: la verdad no depende
de lo que creamos, pensemos o deseemos; por el contrario; nosotros debemos buscar la forma
adecuada de acceder a la realidad verdadera, haciendo uso o forjando los caminos y herramientas,
instrumentos o estrategias (técnicas) que respetan la naturaleza de ésta de tal modo descubrirla sin
adulterarla. En la actitud filosófica, el indagador encuentra su fuerza en la realidad o verdad real: en
ella está su fundamento; pues verdad es lo que la realidad realmente es.
Ahora bien, el objeto de indagación será siempre “el Universo” sólo que, por límites
humanos, mirado desde una perspectiva. Así, el Universo en cuanto viviente, dará lugar a la
biología; en cuanto compuesto material, a la química; en cuanto movimiento de la materia, a la física;
en cuanto acontecimiento de lo humano, a la historia; en cuanto realidad a la filosofía…. Estas
perspectivas en la realidad conforman una unidad real. Por ejemplo, la realidad es realidad de un ser
viviente que, si es de índole personal, trasciende lo material y que, a pesar de ser afectado –aquí y
ahora- por la gravedad, la vida y la muerte, tiene un origen, misterio y forma de existencia que
trascienden estas perspectivas. Por lo mismo, en cuanto la filosofía trata de la realidad en cuanto
tal, todo científico tiene una filosofía y, en cuanto todo filosofar implica una actitud ante la realidad,
es algo que acontece en el ser humano, no en la superficie del tener (tener conocimientos) sino en
lo más íntimo de su ser, dando lugar a una actitud desde la que se vive, una visión y forma de existir,
de vivir. En este último sentido, toda persona tiene una filosofía de vida; sólo que algunas más o
menos fundamentadas, vividas. No puedo dejar de transcribirles unas palabras de Eugenio D’ Ors:
La actitud doctrinaria
Todo ser humano es creyente; pues creen tanto los que aceptan
como los que rechazan la existencia de un Ser Superior; ya que estos últimos
tampoco pueden demostrar su no existencia. El camino de la fe no es un
camino contrario al de la razón, sino distinto; pues ambos –si son honestos-
buscan la verdad real. Así, son muchas las ideas (producto del razonar y la
investigación) y las creencias (producto de la fe) que coinciden… Es más, el
hombre de ciencia, si es honesto, sabe que su filosofía o ciencia tiene límites
y que la realidad es más compleja de lo que puede hoy captar su
razón. Tanto quien se inicia en la existencia y el saber, como quien ya ha
recorrido gran parte del camino, se da cuenta que las preguntas que nos
hacemos sobre nuestra esencia, origen y destino o sobre el sentido último
del Universo y de la educación, nos llevan más allá de los límites de la
filosofía y de la ciencia; pues no todo puede ser observado ni razonado…
Para muchos, la respuesta está en un Ser Creador, Omnipotente, Amor Supremo, Padre,
Salvador… Tal vez le llame Alá, Buda o, simplemente, “algo superior” o energía espiritual…. ¿Qué
importa más: el nombre o la realidad? En ese Ser, más allá de cómo lo ideemos, enfrentemos o
expresemos, aparece la Verdad Simple y Absoluta para quien, desde el misterio de la fe, cree en
esa verdad revelada. Otros, creerán que el Ser Superior es el azar y la energía. Por supuesto, estas
creencias marcarán nuestra vida; pues somos realidades re-ligadas (de ahí la palabra re-ligión), es
decir, doblemente ligadas a algo que trasciende la vida, por cuanto el origen de ésta no está en
nosotros mismos, como tampoco nuestra vida termina en ella… La fe, entonces, tiene que ver con
las interrogantes del antes y después de la vida; sus respuestas serán las que den lugar a los
diversos credos o religiones y al sentido mismo de esta vida que variará según la pensemos como
una línea que va del útero al sepulcro o desde y hacia lo sobrenatural.
Nadie escapa de la fe… ¿Cuál es nuestro origen? ¿Cuál es nuestro destino? ¿Por qué me
fue dado el don de ser creado? ¿Azar o sentido? ¿Del sepulcro a la tumba o desde Dios a Dios?
¿Determinados por la naturaleza, somos parte de una cadena evolutiva que en algún momento nos
superará o somos un ser que trasciende la naturaleza, habiendo sido creados a imagen y semejanza
del Creador de existencias; tanto en acto como en potencia?
Fe y razón. Verdad revelada; verdad develada: Dos caminos para acceder a la verdad real.
Creencias e ideas; confesión y demostración. La fuerza de la fe está en el acto de creer, lo contrario
a ella será la duda que emana de la razón o de los sentidos, debilitando la creencia. Esto no implica
que no se pueda pensar lo creído; pues esa es precisamente la misión de disciplinas filosóficas como
la teología o estudio sobre Dios; pero en este caso, no se trata de credos ni de fe, sino de ideas y
razones.
Ciencia, arte y fe se cruzan en los caminos de búsqueda.
"Contacto", una muy excelente película de ciencia ficción (no de fantasía) que expresa las ideas que
el licenciado en arte, astrónomo y doctor en astrofísica Carl Sagan se hiciera del universo y expusiera
en forma novelada. Junto al director cinematográfico Robert Zemeckis, Carl Sagan supervisó la
correcta exposición de su pensamiento.
Ante la diversidad de credos, el respeto es la actitud propia del educador. Respeto y
tolerancia se ponen a prueba ante quienes tienen un credo distinto, con un solo límite: Es respetable
toda idea y credo que no atenta contra la dignidad de ser. Por mi parte, tengo un pensamiento que
siempre lo transmito: Toda fe que saca a luz lo mejor de ti, es válida.
La actitud ideológica
La fuerza de una ideología está no en la verdad real sino en la idea propagada, en la fuerza de la
mayoría que la milite: Que hoy alguien proponga que la tierra es el centro del sistema solar, no
tendría ninguna fuerza… Por lo mismo, en el ámbito ideológico, hay seguidores y opositores,
conveniencias e inconveniencias, propaganda y anti propaganda, estrategias de manipulación para
lograr adherentes y derrotar al “enemigo” que es visto como obstáculo opositor: están los “nosotros”
y “los otros”. No es suficiente la exposición de la verdad, sino el ser convincente, creíble. Al ideólogo
le interesa la popularidad, pues sin ella no tiene el apoyo de la masa para obtener poder; por lo cual
la idea es simplificada y entregada de forma intencionada al propósito ideológico.
Mientras en la actitud científico-filosófica vamos directamente a la realidad para desde ella hacernos
una idea sobre la misma, en la actitud ideológica no indagamos sobre la realidad sino que
preguntamos a otro qué piensa sobre ella: hay un desarraigo de la realidad. Insisto en que no
podemos ser indagadores de todo; pero es importante saber cuándo estamos moviéndonos de una
u otra forma, para prevenir el error, el engaño.
1º La ideología puede ser objeto de estudio o puede ser objeto de militancia: Ahora bien, las
ideologías respecto ciertas área de la existencia pueden ser filosófica, histórica o científicamente
estudiadas y enseñadas; algo muy distinto es que la forma de estudiarlas y enseñarlas sea
ideológica. En este último caso, nos encontraríamos en una actitud militante que, como tal,
pretendería hacer del educando un adherente ideológico; lo que es contrario a la educación cuyo
carácter formativo requiere de un educando interrogante, crítico, cuestionador e indagador y de un
educador que crea las condiciones propicias para ello. Situación contraria al ideólogo que parte con
ideas preconcebidas, con la finalidad de propagarlas y no ser cuestionado. Demás está decir que
para que se dé un debate de ideologías, que también puede ser interesante educativamente, éste
se debe dar ante un público idóneo que posea autonomía cognoscitiva y moral sobre el tema a
discutir, de tal modo pueda superar las propias simpatías o conveniencias personales.
2º La manipulación del hombre a través de medios psicológicos y del lenguaje es el instrumento del
manipulador quien conoce las técnicas y estrategias de la oratoria y convencimiento. Lo propio de
tales técnicas es su carácter subrepticio (sub-reptar), esto es, oculto, “bajo cuerda”, de tal modo el
manipulado no se da cuenta de ello. Se trata de hacer creer a la persona que piensa y toma
decisiones con fundamento, cuando en verdad, ha sido objeto de las diversas estrategias
manipuladoras.
INTRODUCCIÓN
La función educativa, en cuanto se centra en facilitar el
crecimiento de los educandos en todos los aspectos
formativos, como individuos y como seres sociales, conforma
una de las profesiones más significativas y valiosas en la
sociedad.
Los profesionales de la educación, docentes y pedagogos en
general, precisan de una formación específica. de un ámbito
sociológico de actuación, en el que los problemas de
aprendizaje son su núcleo, de una autonomía y libertad de
acción y, como consecuencia de los anteriores distintivos
profesionales, en especial de la libertad de acción, necesitan
de un compromiso con el bien, es decir, de un CÓDIGO
DEONTOLÓGICO asumido, explícito y publicado.
La profesión educativa es compleja, difícilmente delimitable y plantea tantos interrogantes que sería
imposible su regulación racional por meros principios jurídicos, dado que lo ético y lo jurídico, “sensu
estricto”, no son plenamente coincidentes. Por otra parte, los principios éticos necesariamente
presentes en el ejercicio profesional tienen una indudable orientación teleológica, conformando
actitudes y valores e incidiendo, por tanto, en la necesidad de una autorregulación ética por medio
de un CÓDIGO DEONTOLÓGICO libremente aceptado.
Supuesto que los profesionales de la educación son ciudadanos en plenitud de sus derechos y que
las funciones que se les confía son de extraordinario valor para la colectividad y, como consecuencia,
su tratamiento social y económico debe ser coherente con lo que se les confía y exige, se espera de
ellos que, en el desempeño de sus funciones, como rasgo distintivo, no prime el ánimo de lucro, sino
una orientación básica encaminada al bien común.
El educador, docente y pedagogo en general, tiene que ser consciente del valor y la dignidad
que tiene todo ser humano, persiguiendo como objetivos en su ejercicio profesional:
a. La permanente búsqueda de lo verdadero y válido para el hombre.
b. La permanente preocupación por su perfeccionamiento profesional.
c. La continua promoción de los principios democráticos a partir de una buena convivencia y como
base para ella.
d. Para conseguir estos objetivos es fundamental garantizar:
• La libertad de aprender.
• La libertad de enseñar.
• La igualdad de oportunidades educativas para todos.
El incentivo más importante que tiene el educador para realizar su trabajo y para que el proceso
educativo sea eficaz reside en su compromiso deontológico que
habrá que dar forma a su acción educativa en todos aquellos
ámbitos donde actúe:
a. Ámbito de relación con el alumnado y educados en general.
b. Ámbito de relación con los padres y tutores.
c. Ámbito de la profesión.
d. Ámbito de relación con otros educadores.
e. Ámbito de la institución.
f. Ámbito social.
El punto principal de referencia, base de la deontología de
educadores y pedagogos es el alumno, o educando en general, en
sus aspectos de aprendizaje y formación integral como persona.
Se entiende que los principios deontológicos que se proclaman en este documento afectan a todos
los profesionales de la educación, entendiendo como tales los Doctores, Licenciados, Diplomados
Universitarios y otros titulados facultados por las leyes para ejercer la profesión, que desarrollan sus
actividades en ámbitos relacionados con la educación formal o no formal, tanto en los aspectos
reglados como en los no reglados, que abarcan desde las tareas docentes hasta aquellas relativas
a la inspección, investigación, dirección, planificación, seguimiento, evaluación, tutoría, orientación,
apoyo psicopedagógico, asesoramiento técnico, es decir, todas aquellas que contribuyan a asegurar
la calidad de los procesos educativos.
• Defender y hacer respetar los derechos inherentes a la profesión educativa (consideración social,
económica, etc.).
• Contribuir, en la medida de las propias posibilidades a una práctica solidaria de la profesión.
• Esforzarse por adquirir y potenciar las cualidades que configuran el carácter propio y que son
necesarias para el mejor cumplimiento de los deberes profesionales: autocontrol, paciencia, interés,
curiosidad intelectual, etc.
• Mantener un dominio permanente de los principios básicos de su materia o área esforzándose por
incorporar a su didáctica los avances científicos, pedagógicos y didácticos oportunos.
• Mantener una actitud crítica y reflexiva permanente hacia la propia actuación profesional, para
garantizar un constante perfeccionamiento en todas sus actividades profesionales.
Muchos de los fines que son medios para llegar al fin último –que llamaremos particulares—no son
agradables; como por ejemplo, ponerse una inyección para tener salud. Sin embargo, como el fin
último es el deseo natural de ser feliz, estamos “dispuestos” a pasar la prueba.
Aristóteles sostenía que “la felicidad es la obtención estable y perpetua del bien totalmente perfecto,
amable por sí mismo, que sacia todas las exigencias de la naturaleza humana y colma todos sus
deseos”. Es decir, felicidad equivale a conseguir el fin último y perfecto, después del cual no queda
nada por desear ni alcanzar (se distingue, así, del placer, que es una satisfacción pasajera, originada
por la posesión de un bien particular).
La advertencia
La advertencia puede ser:
1. Actual: En el mismo momento que se realiza la acción la inteligencia capta se es bueno o malo.
2. Virtual: Cuando la inteligencia capta la moralidad de un acto en un momento anterior a ser
realizado. Esta advertencia es suficiente para que el acto sea humano y sea moral.
Ejemplo de lo anterior es lo siguiente: Dar una limosna es actual, porque sé que en el momento de
realizar la acción estoy pensando en un acto bueno. Si se sigue ayudando a los demás sin tener esa
atención actual, se dice que la advertencia es virtual, porque se está bajo el influjo de la advertencia
actual que se tuvo en actos anteriores.
Por su parte, y atendiendo al grado de intensidad, la advertencia puede clasificarse en:
1. Advertencia Plena: Cuando se conoce perfectamente lo que se está haciendo y la moralidad de
lo que se está haciendo. El acto es perfectamente humano.
2. Advertencia Semiplena: Cuando el conocimiento que se posee del acto encuentra un obstáculo,
disminuyéndose el grado de voluntariedad. Ejemplo: Realizar algo en estado de ebriedad o de
somnolencia.
El consentimiento
La voluntad es advertida por la inteligencia, mas es ella quien consiente o rechaza. Este
consentimiento puede estar sobre la acción misma o sobre la causa que desencadena la acción.
Si la voluntad quiere esa acción misma se llama acto voluntario directo, pues se está buscando el
efecto que produce ese acto. Por ejemplo, en el acto de robar, mi voluntad quiere directamente
apoderarse de algo que no me pertenece.
Por su parte, si la voluntad simplemente permite un acto, como efecto secundario previsto y ligado a
lo que directamente se quiere, se habla de acto voluntario indirecto.
Por ejemplo, quien lee un libro para preparar un examen previendo que de esa lectura se derivarán
tentaciones contra la honestidad de las costumbres. Esa persona quiere, indirectamente, esas
tentaciones; y es responsable de ellas. De ahí la obligación de evitar esa lectura, o al menos tener
cautela.
La voluntariedad del acto puede ser destruida por la violencia. Acto violento es el que procede de un
principio exterior y es contrario a la voluntad del sujeto que padece la coacción.
Los actos internos de la voluntad no pueden estar sujetos a la violencia, porque se trata de una
facultad espiritual y libre. De ahí que jamás resulten inimputables y las personas siempre sean
responsables de ellos, aunque padezcan violencia exterior. En cambio, los actos externos pueden
ser causados por la violencia porque la coacción puede ejercerse sobre el organismo físico del que
proceden inmediatamente esos actos. Para ilustrar la diferencia, digamos que, por ejemplo, puede
ponerse a alguien de rodillas ante un ídolo (acto externo), pero jamás podrá hacérsele adorarlo o
venerarlo (acto interno).
3.2. Bondad o maldad de los actos humanos
Para saber si un acto es bueno o malo debemos atender al objeto, fin y circunstancias en que
ocurrió. Se trata de los tres elementos básicos para emitir un juicio moral.
a) El objeto. Lo que persigue la acción es “objetivo”, es decir, se trata de aquello a lo que la acción
tiende de suyo y en lo que termina. Considerándolo en su relación con la norma moral, es lo que la
misma acción persigue. Por ejemplo, al robar, el objeto es apoderarse de lo ajeno; al matar, quitar la
vida; al regalar, que otra persona tenga lo regalado.
b) El fin. Lo que persigue el sujeto es “subjetivo”, es decir, es lo que el sujeto quiere lograr por medio
de la acción que realiza. Por ejemplo, alguien roba un auto para hacer un viaje, alguien hace un
regalo a un juez para obtener una sentencia favorable.
El fin del sujeto puede hacer mala una acción buena, pero no puede hacer buena una acción mala.
c) La circunstancia. En el orden moral, las acciones humanas no agotan su bondad en el objeto
moral. Habrá que tener en cuenta las circunstancias (aquello que rodea la acción), pues son
“accidentes” que modifican el objeto moral.
Los principales tipos de circunstancias morales que afectan a los actos humanos son:
a) Quien obra (quis), esto es, la persona que realiza la acción. No tiene la misma moralidad el juicio
falso de un notario que el de una persona privada.
b) La cualidad y cantidad del objeto producido (quid). No es lo mismo robarse un lápiz que robarse
un auto.
c) Lugar de la acción (ubi). No califica del mismo modo una acción cometida en un lugar público que
en un lugar secreto.
d) Los medios empleados (quibus auxiliis). No es lo mismo un robo con o sin violencia.
e) Modo moral en que se realiza la acción (quomodo). Es distinta la moralidad de las acciones según
se cometen con deliberación plena o no (no es lo mismo insultar estando borracho que sobrio…
aunque se sea responsable de la borrachera).
e) Cualidad y cantidad del tiempo (quando). Por ejemplo, la duración de un secuestro o la diferencia
entre un acto cometido en estado de guerra o de paz.
g) Motivo por el que se realiza un acto (cur). Una persona puede ayudar al prójimo con el fin de
practicar la caridad, pero también por un cierto deseo de que le agradezcan su servicio. O por
vanidad.
Los tres elementos que califican la moralidad de un acto humano (fin, objeto y circunstancia)
actúan en unidad según tres principios:
1. El objeto moral da a la acción su moralidad intrínseca y esencial; es decir, lo malo es malo siempre
y en todo lugar. No se puede hacer un mal para lograr un bien.
2. La acción buena por su objeto necesita además una recta intención; es decir, si el acto es de suyo
bueno pero se realiza con un fin malo, el acto resultará malo. Ejemplo: ayudar para después pervertir
más fácilmente.
3. Las circunstancias pueden aumentar o disminuir la bondad o malicia: pueden hacer malo un acto
que era bueno, pero nunca harán bueno un acto que era de suyo malo.
En síntesis: para que la acción sea buena han de serlo todos los elementos que la integran (objeto,
fin y circunstancias). Se dice, por lo mismo, que bonum ex integra causa; malum ex quocumque
defectu: es decir, si alguno de los elementos se opone a la ley moral, la acción es mala; si todos son
buenos, y sólo en este caso, la acción es buena.
LA VIRTUD
(Bibliografía: Ética, de Ángel Rodríguez Luño; Manual de Ética en www.duoc.cl/etica; Las
virtudes fundamentales, e Josef Pieper).
2. Adquisición de la virtud
Un hábito se adquiere, básicamente, por la repetición de actos. Más que por un mero saber
intelectual, y aún cuando siempre conlleve una actividad consciente y deliberada del agente, son
operaciones semejantes y en un mismo sentido u orientación lo que constituye un hábito. Dicho de
otra manera, es el ejercicio tenaz el que lo hace surgir, no obstante que a la vez se lo exprese y
explique mentalmente de manera teórica. Por eso, el mero saber o convicción no bastan para
configurar un hábito; antes bien, puede tenerse perfecta conciencia de algo y, pese a ello, no llevarlo
a cabo. Por lo mismo, un hábito, al ser una disposición estable adquirida fruto del esfuerzo, resulta,
a la larga, muy difícil de remover.
En efecto, para terminar con él no basta con sólo quererlo, pese a que sería el primer paso a ello. A
decir verdad, la manera de remover un hábito es mediante la oposición de otro hábito que lo
contrarreste o lo reemplace.
Las virtudes “disminuyen” o se “pierden” mediante la realización de actos contrarios a ellas, de modo
que, en la potencia, se origina un nuevo hábito, llamado ahora vicio, que anula la virtud opuesta.
Desde luego, dos formas contrarias (intemperancia y templanza; injusticia y justicia; etc.) no pueden
coexistir en el mismo sujeto al mismo tiempo y en el mismos sentido.
Pero también la prolongada cesación de actos virtuosos puede ocasionar el debilitamiento o incluso
la pérdida de la virtud. La ausencia de un esfuerzo continuo por reordenar las potencias según el
orden moral, necesariamente genera actos que lo contradicen.
1. Concepto y origen
Hemos señalado que el ser humano posee una serie de potencialidades que puede ir perfeccionando
a lo largo de su vida. Por lo mismo, tiene la capacidad de desplegar una cantidad considerable de
virtudes posibles, como la valentía, la honradez, la mesura, la 0paciencia, la generosidad, la
perseverancia, la responsabilidad, el orden, en fin, la lista podría ser enorme. Sin embargo, ¿existirá
alguna o algunas virtudes más fundamentales que otras?
La respuesta es afirmativa. Hay virtudes fundamentales, llamadas por lo mismo cardinales (del griego
cardo, que significa gozne o quicio), que “sostienen” a las restantes a modo de cimientos. Son cuatro:
prudencia, justicia, fortaleza y templanza.
El hecho de que sean la base de las demás implica que, en un hombre virtuoso, se encontrarán
desarrolladas en proporciones más o menos iguales; y, a la vez, que para conseguir alguna en
particular será necesario desarrollar también las otras en mayor o menor grado. Es decir, son
interdependientes, se relacionan entre sí y se “alimentan” unas a otras. En efecto, resulta improbable
que alguien que sea extremadamente justo sea, al mismo tiempo, débil, destemplado e imprudente;
y lo mismo puede decirse de las demás virtudes. Pero, y con todo, ¿por qué esto es así? Porque el
hombre es una unidad; y en cuanto tal –y a pesar de estar constituido de partes distinguibles, no
separables—, lo que realiza en un ámbito repercute en los restantes. No puede “parcelar” su
actividad como si se tratara de compartimentos estancos.
Veremos a continuación cada una de las virtudes cardinales por separado, a efectos de
ilustrar mejor su naturaleza y características.
2. La templanza
La templanza es la virtud moral que modera
la atracción de los placeres sensibles o
deseos, y procura un equilibrio en el uso de
los bienes. De esta manera, asegura el
dominio de la voluntad sobre los instintos y
mantiene los deseos en los límites de la
honestidad. No anula, sino que orienta y
regula los apetitos sensibles, y la manera
de satisfacerlos. Así, por ejemplo, no
suprime el deseo de comer pero regula
cómo y en qué cantidades hacerlo, de modo
que no se sobrepase los límites razonables
(que son, a su vez y por lo mismo, los
templados).
La templanza, también llamada
moderación, está referida al tipo de respuesta que la persona debe producir frente a los placeres
sensibles y a los deseos vinculados con ellos, llamados también apetitivos. Estos deseos, que dicen
relación con las funciones fisiológicas, son los de alimento, bebida y la satisfacción del impulso
sexual.
La moderación, en cuanto virtud, constituye el término medio entre dos extremos igualmente viciosos
Así, por el lado del exceso el vicio se llama intemperancia o desenfreno, y por el lado del defecto
insensibilidad. Dicho de otro modo, frente al apetito del gozo sensible en sus tres formas, existe la
posibilidad del más, del menos y del justo medio. La moderación es el justo medio, y constituye lo
mejor.
Para Aristóteles, el moderado es aquel que no sólo se abstiene sino que siente repugnancia frente
al tipo de placer que busca lo inmoderado o desenfrenado, y a la forma en que lo busca. Teniendo
en cuenta que todos comemos y bebemos, y que muchos satisfacen deseos sexuales, la diferencia
entre el moderado y el desenfrenado radica en el cómo, cuándo, dónde y qué medida satisface
dichos impulsos o deseos.
Digamos que el moderado es como un gentleman, que cuando ve a alguien comer en exceso le
parece una barbaridad.
Para Aristóteles, el moderado encuentra gozo en aquellas cosas que son sanas y adecuadas, y que
corresponden a los estándares de la moderación. Dichos estándares no son una lista abstracta a la
que todos debemos ajustarnos por igual, sino que dependen de cada uno y de otros múltiples
factores. Así, por ejemplo, la alimentación adecuada para un atleta no es la misma que para una
persona de vida sedentaria; aunque para ambos hay una medida adecuada y el deber de
moderación.
3. La fortaleza o valentía
La fortaleza es la virtud moral que asegura, en las dificultades,
la firmeza y constancia en la búsqueda y práctica del bien. Es la
actitud de superar los obstáculos, de obrar pese a las
dificultades.
La fortaleza es un término medio entre dos extremos igualmente
perniciosos: la temeridad y la cobardía.
Ante el bien difícil de conseguir o el mal difícil de evitar, pueden
darse dos actitudes fundamentales: temor (resistir, soportar, sostener; sustienere mala) y audacia
(atacar, agredir; aggredi pericula).
Sustienere mala refiere al miedo o al cansancio que provoca un daño, un mal, una dificultad o un
enemigo. Sin embargo, la esencia de la fortaleza no es no tener miedo, sino actuar a pesar de él.
Ser fuerte no es ser impávido o presumido, pues eso significaría o no conocer la realidad o poseer
un desorden en el amor. Amor y temor se condicionan mutuamente: cuando nada se ama, nada se
teme. Trastocar el amor es trastocar el temor: no amar al hijo es no temer perderlo. De lo que trata
la fortaleza es de la justa medida.
El hombre fuerte es consciente del mal, no es un ingenuo ni iluso. Lo ve, lo capta, lo siente
pasionalmente. Pero ni ama la muerte ni desprecia la vida. Como decíamos, la esencia de la fortaleza
no es no sentir miedo, sino impedir que el miedo fuerce a hacer el mal o a dejar de hacer el bien. Su
esencia no es desconocer el miedo, sino hacer el bien. Se debe temer lo temido, pero hay que
conseguir el bien con miedo, con esfuerzo, con dolor y con resistencia. Valiente es quien tiene la
conciencia de sentir miedo razonable cuando las cosas no ofrecen otra opción.
Se puede hacer frente al posible daño de dos modos: resistiendo o atacando. El acto principal de la
fortaleza no es atacar sino resistir. Prima el soportar, aunque no se trata de una pura resignación
pasiva.
Ocurre que no se trata de que en sí mismo sea más valeroso resistir que atacar –a veces, incluso,
sucede al revés—, sino de que, en casos extremos, la resistencia es la única opción que queda: por
decirlo así, resulta el último recurso de la fortaleza. Como ya no existe otra forma de oponerse a un
mal que resistir, no es pasividad sino un acto de la voluntad, una actividad del alma de fortísima
adhesión al bien: la perseverancia en el amor
al bien ante los daños que puedan sobrevenir. Así, resistir es pasivo sólo externamente: internamente
existe una fuerte perseverancia del amor que nutre al cuerpo y al alma ante los ultrajes, las heridas
y la muerte (en esto, la fortaleza se asemeja a la paciencia).
4. La prudencia
La prudencia es la primera y más importante virtud cardinal, puesto que las otras dependen de ella.
La prudencia –que no significa “cautela”—es la capacidad de ver las cosas correctamente, de
apreciar la realidad en su adecuada dimensión. Implica el recto juicio de las circunstancias del caso,
para saber qué hacer, aplicando la norma general que regula la materia a ese caso en particular. O,
dicho de otra manera, dispone a la razón práctica para discernir en toda circunstancia nuestro
verdadero bien y elegir los medios más rectos para hacerlo. Por eso, Josef Pieper la ha llamado
también objetividad.
El contacto objetivo y desprejuiciado con la realidad resulta vital, particularmente si recordamos que
la prudencia es una virtud moral –aunque, por sus características, es también intelectual—y que, por
lo mismo, se encuentra dentro de la actividad práctica.
Como la razón práctica tiene interés por saber “qué debe hacerse” y/o “cómo debe actuarse”, una
correcta apreciación de las circunstancias resulta imprescindible.
De la prudencia dependerá la forma en que actuemos en cada caso. Ahora bien, ¿qué pauta
ocuparemos? ¿Qué nos señalará la dirección correcta? Dado que no cualquier obrar del sujeto es
indiferente, o lo que es lo mismo, que no todo uso de la libertad es igualmente aceptable, la ética
será la encargada de dárnosla.
No obstante, la mera enunciación de la ética no basta. En efecto, la ética, que para su mejor
comprensión se expresa en normas –aunque puede descubrirse observando atentamente al ser
humano—, es, por lo mismo, un precepto general. Siendo así, resulta evidente que, por su misma
generalidad, sólo nos proporcionará una guía básica; que distará mucho de la solución específica
para un caso determinado. ¿Qué hacer? La solución viene dada por la virtud de la prudencia: gracias
a ella se podrá aplicar al caso concreto la norma general que resume un precepto ético, teniendo en
cuenta los fines que se pretenden conseguir y los medios con los que se cuenta.
Un buen ejemplo al respecto es el del juez. Ante un caso puntual, por ejemplo un robo, sabe
perfectamente qué norma o normas legales aplicar una vez que se han comprobado los hechos.
Pero resulta claro que no podrá emplear la norma general de manera directa; antes bien, entrará a
ponderar todas las circunstancias particulares de la especie para así adaptar esa norma general al
caso concreto, y obtener una sentencia lo más
justa posible.
Debido a lo anterior, la prudencia no es deductiva. Dicho de manera muy simple, la deducción
consiste en sacar conclusiones lógicas de un principio, pasando de lo general a lo particular. Por lo
mismo, dichas conclusiones ya se encuentran implícitas en el principio. Esto puede expresarse
diciendo que ante “tal” evento, con “tales” circunstancias, la consecuencia “lógica” será previsible
precisamente por ser “lógica” y evidente; y de su resultado, por el mismo motivo, puede anticiparse
un nuevo desenlace. Es decir, nos encontramos ante una cadena de causas y efectos que va desde
lo más general a lo más particular. Debido a que las deducciones evidentes que se siguen de los
principios –aun cuando signifique un gran esfuerzo intelectual llegar a ellas—ya se encontraban
implícitas en aquéllos, no se adquiere un nuevo conocimiento en su aplicación sino que sólo se
explicita uno que ya se tenía.
Aunque el razonamiento anterior es aplicable en los campos de la necesariedad, es decir, donde
ante “tal” causa se dará “tal” efecto y no otro (la ciencia, por ejemplo), cuando nos referimos al actuar
del hombre el terreno es completamente distinto. ¿La razón? A diferencia de la materia inerte o de
los seres inferiores, el hombre posee libertad.
La libertad, que es original y originaria, supone una cierta indeterminación a efectos de prever los
actos humanos. Las cosas pueden ser de una u otra manera y el terreno es el de lo contingente, es
decir, de aquello que puede tener una multitud de variantes.
A lo sumo podrá pronosticarse de forma aproximada un posible comportamiento; pero jamás lo
conoceremos con exactitud, hasta que haya ocurrido.
Por lo anterior, un sistema deductivo que pretenda anticipar con precisión matemática el futuro, no
es aplicable al hombre precisamente porque es libre y no está determinado. Así, la prudencia no es
deductiva.
Por el contrario, y precisamente por existir la libertad, es que se requiere de la prudencia: porque
nos encontramos en el terreno de lo contingente y ante los mismos hechos existen varias
alternativas. A decir verdad, lo cierto es que nunca nos encontramos con dos hechos exactamente
iguales: siempre existen circunstancias especiales que les dan cierta originalidad. Por eso, no puede
aplicarse un principio general “en serie” como si fuera una especie de “comodín”; antes bien, pese a
existir una guía o pauta fundamental –la norma moral—, será imperioso buscar la solución particular
que sirva al caso particular.
Ello se logrará mediante la prudencia, que aplicará el precepto general al caso concreto.
Lo que en cierta manera “incomoda” respecto a la prudencia es esta cierta indeterminación en la
solución por la que se optará; es decir, en que no haya manera de prever exactamente qué hacer.
Sin embargo, dicha indeterminación es el “precio” que debemos pagar a causa de nuestra libertad y
el motivo por el cual requerimos, precisamente, de la prudencia.
5. La justicia
La justicia es el hábito que inclina a la voluntad a dar a cada uno lo suyo. Inspirado en esto, Santo
Tomás de Aquino dice que es “la virtud permanente y constante de la voluntad que ordena al hombre
en las cosas relacionadas al otro a darle lo que le corresponde.” De ahí viene “ajustar”, lo que denota
cierta igualdad en relación a otro.
Todas las virtudes morales aspiran a un doble perfeccionamiento: subjetivo y objetivo. Esto es,
tienden a perfeccionar al hombre –sujeto– y a sus acciones –objeto–. En este sentido la justicia es
igual a las demás virtudes. Pero posee un rasgo que le es exclusivo y propio: con ella puede
obtenerse la perfección objetiva de un acto sin necesidad de perfección subjetiva.
Las demás virtudes se refieren directa y esencialmente a la intención del agente, ya que su deseo
es perfeccionar al hombre en relación a su fin (lo que no obsta, por
cierto, a que se manifiesten en actos externos). En ellas importa sobre
todo lo interior, pues el fin reside en el agente mismo. En la justicia, en
cambio, la naturaleza de su objeto hace que la perfección y el valor
estén dados y medidos no sólo por su relación con el sujeto actuante
sino con un otro para quien la disposición moral de aquél es (o puede
ser) indiferente. Es decir, refiere a otro antes que al agente.
En efecto, se da el nombre de justo a aquello que, realizando la rectitud
de la justicia, es su expresión en un acto, sin tener en cuenta cómo lo
ejecuta el agente (“cómo” en el sentido subjetivo). A diferencia de las
demás virtudes, donde no se califica algo de recto sino en atención a
ese cómo del agente, en la justicia su objeto se determina por sí
mismo: aquello que llamamos lo justo. Tal es el caso del derecho, cuyo
objeto evidente es la justicia.
Por ello, como el fin de la justicia es adecuar los actos externos con
algo extrínseco al sujeto (el otro), “lo suyo” cabe que se cumpla sin la
virtud interior. Dado que su contenido se ve en sentido objetivo, basta
con ello.
Sin embargo, lo interior puede hacer más perfecto el acto, haciendo
mejor al que actúa. Por lo mismo, la justicia es divisible en interior y
exterior. Así, hay dos formas de cumplirla y con distintos efectos:
1) con ánimo justo, en el que existe una total perfección, ya que hay concordancia entre lo interno y
lo externo, y existe realmente virtud; y 2) sin ánimo justo, o lo que es lo mismo, con ánimo hostil, en
el que la acción externa, aunque justa, es solamente eso; pues no ha llevado aparejado el ánimo
recto ni la virtud. El acto no deja de ser justo per es menos perfecto.
En este segundo caso, sólo el acto es bueno; en el primero, además se hace bueno el agente. Por
ello, y desde otro ángulo, al segundo caso se le entiende un orden; y al primero, orden y virtud.
Por lo mismo, en el segundo cabe la coacción. Por ser un acto meramente externo, lo mínimo que
se exige por la justicia en aras al bien común, será lícito conseguirlo aún a través de la coacción.
Dicho en otros términos: como sus propiedades son la alteridad y la exigencia de un deber, pueden
conseguirse incluso con el eventual uso de la fuerza.
¿Y la ley? La ley no es el derecho, ya que derecho es la cosa justa. La ley, a su servicio, viene a
aclarar, concretar, concluir, determinar o adaptar al derecho en una fórmula racional, por ser la ley
un acto de la razón. Por ello, para Santo Tomás la ley humana ocupa un lugar secundario: debe
tener un contenido justo y propender a que a cada uno se le dé lo suyo en vistas al bien común.
El derecho, por su parte (el ius), y siguiendo a Aristóteles, es la cosa justa, aquello que se da o hace
para otro. Es algo adecuado a otro según cierto modo de igualdad, sea por la naturaleza de las cosas
o por la convención humana. Al ser el ius una “cosa”, se desprende que el derecho es el objeto de
la justicia. La justicia, la virtud de dar a cada uno lo suyo, implica que hay que entregar –o hacer –
“algo”; y ese “algo”, lo debido, es la cosa que se debe a otro; de lo que se concluye que esa “cosa”
es el ius: el derecho, el objeto, aquello sobre lo que versa o recae la justicia. Por eso es que el
derecho es el objeto de la justicia; y la ley viene a determinar, en el caso concreto, qué es lo debido,
la cosa debida.
Por cierto, y vista así, la justicia sólo refiere a su parte externa, como orden, donde no se toma en
cuenta el ánimo o disposición moral del obligado. Así se entiende que uno de sus requisitos sea que
su contenido propenda a dar a cada uno su derecho, y no que la ley se quiera convertir en el derecho.
Santo Tomás distingue tres tipos de justicia:
1) Justicia legal o general. “General” por abrazar a todas las demás virtudes y orientarlas al bien
común valiéndose de ellas; y “legal” porque sus exigencias son conocidas e impuestas por la ley.
Exige el cumplimiento de las leyes y versa sobre lo que el individuo debe a la comunidad. Los
particulares deben adaptar su comportamiento a dicho requerimiento, siempre que se derive de la
ley natural, puesto que son partes del todo social y, por lo mismo, se ordenan a él.
Esta justicia es determinada por los gobernantes, guardadores del bien común, y por lo mismo,
servidores de la comunidad. Siendo ellos los sujetos activos, indirectamente benefician a todos ya
que su fin es el bien común.
2) Justicia distributiva. A la inversa de la justicia legal, aquí son los individuos los sujetos activos,
puesto que al todo no le son indiferentes las partes. Es la sociedad la que distribuye
entre sus miembros lo que les debe en razón de un principio igualador. Pero igualdad no implica dar
a todos lo mismo, pues el mérito de cada uno en relación a los demás es diferente. De ahí que exista
una distribución proporcional, en que se ven las necesidades de cada uno, siendo su objeto los
bienes y cargas que se asignan a cada individuo. Si bien las cargas podrían corresponder a la justicia
legal, refieren a la distributiva porque en ellas entra en juego la proporción y no la mera reproducción
“en serie”, como en la legal. Por último, pese a estar orientada al bien de cada uno, indirectamente
contribuye al bien común.
3) Justicia conmutativa o entre particulares, su fundamento es
también la dignidad de la persona y el respeto mutuo derivado
de ella. Rige en este campo la reciprocidad, es decir, que los
derechos son equivalentes a los deberes; y la igualdad, que no
refiere al mérito sino que toma en cuenta exclusivamente el
objeto, lo dado: la igualdad de cosa a cosa sin importar las
partes, procurándose su equivalencia objetiva.
La justicia conmutativa se divide a su vez en:
a) justicia voluntaria, es decir, aquella que está referida al campo
de los acuerdos, convenciones y contratos entre particulares,
primando la voluntad de ellos para realizarlos o no; y b) justicia
involuntaria, aquella en que se desea restablecer la igualdad
debida en virtud de una reparación, pudiendo obligarse al sujeto pasivo en caso necesario, incluso
por la fuerza.
Digamos, por último, que la justicia distributiva y la conmutativa están dentro de la justicia particular,
en contraposición a la justicia general o legal.