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El hada de los deseos

Adaptación del cuento popular de Suiza

Érase una vez una niña muy linda llamada María que vivía en una coqueta
casa de campo. Durante las vacaciones de verano, cuando los días eran más
largos y soleados, a María le encantaba corretear descalza entre las flores y
sentir las cosquillitas de la hierba fresca bajo los pies. Después solía sentarse a la sombra de un
almendro a merendar mientras observaba el frágil vuelo de las mariposas, y cuando terminaba, se
enfrascaba en la lectura de algún libro sobre princesas y sapos encantados que tanto le gustaban.
Su madre, entretanto, se encargaba de hacer todas las faenas del hogar: limpiaba, cocinaba, daba de
comer a las gallinas, tendía la ropa en las cuerdas… ¡La pobre no descansaba en toda la jornada!
Una de esas tardes de disfrute bajo de su árbol favorito, María vio cómo su mamá salía del establo
empujando una carretilla cargada de leña para el invierno. La buena mujer iba encorvada y haciendo
grandes esfuerzos para mantener el equilibrio, pues al mínimo traspiés se le podían caer los troncos al
suelo.
La niña sintió verdadera lástima al verla y sin darse cuenta, exclamó en voz alta:
– Mi mamá se pasa el día trabajando y eso no es justo… ¡Me gustaría ser un hada como las de los
cuentos, un hada de los deseos que pudiera concederle todo lo que ella quisiera!
Nada más pronunciar estas palabras, una extraña voz sonó a sus espaldas.
– ¡Si así lo quieres, así será!
María se sobresaltó y al girarse vio a una anciana de cabello color ceniza y sonrisa bondadosa.
– ¿Quién es usted, señora?
– Querida niña, eso no tiene importancia; yo sólo pasaba por aquí, escuché tus pensamientos, y creo
que debo decirte algo que posiblemente cambie tu vida y la de tu querida madre.
– Dígame… ¿Qué es lo que tengo que saber?
– Pues que tienes un don especial del que todavía no eres consciente; aunque te parezca increíble ¡tú
eres un hada de los deseos! Si quieres complacer a tu madre, solo tienes que probar.
Los ojos de María, grandes como lunas, se abrieron de par en par.
– ¡¿De verdad cree que yo soy un hada de los deseos?!
La viejecita insistió:
– ¡Por supuesto! Estate muy atenta a los deseos de tu madre y verás cómo tú puedes hacer que se
cumplan.
¡La pequeña se emocionó muchísimo! Cerró el libro que tenía entre las manos y salió corriendo hacia la
casa en busca de su mamá. La encontró colocando uno a uno los troncos en el leñero.
– ¡Mami, mami!
– ¿Qué quieres, hija?
– Voy a hacerte una pregunta pero quiero que seas sincera conmigo… ¿Tienes algún deseo especial que
quieres que se cumpla?
Su madre se quedó pensativa durante unos segundos y contestó lo primero que se le ocurrió.
– ¡Ay, pues la verdad es que sí! Mi deseo es que vayas a la tienda a comprar una barra de pan para la
cena.
– ¡Muy bien, deseo concedido!
María, muy contenta, se fue a la panadería y regresó en un santiamén.
– Aquí la tienes, mami… ¡Y mira qué calentita te la traigo! ¡Está recién salida del horno!
– ¡Oh, hija mía, qué maravilla!… ¡Has hecho que mi deseo se cumpla!
La niña estaba tan entusiasmada que empezó a dar saltitos de felicidad y rogó a su madre que le
confesara otro deseo.
– ¡Pídeme otro, el que tú quieras!
– ¿Otro? Déjame que piense… ¡Ya está! Es casi la hora de la cena. Deseo que antes de las ocho la mesa
esté puesta ¡Una cosa menos que tendría que hacer!…
– ¡Genial, deseo concedido!
María salió zumbando a buscar el mantelito de cuadros rojos que su mamá guardaba en una alacena de
la cocina y en un par de minutos colocó los platos, los vasos y las cucharas para la sopa. Seguidamente,
dobló las servilletas y puso un jarroncito de margaritas en el centro ¡Su madre no podía creer lo que
estaba viendo!
– ¡María, cariño, qué bien dispuesto está todo! ¿Cómo es posible que hoy se cumpla todo lo que pido?
María sonrió de oreja a oreja ¡Se sentía tan, tan feliz!… Se acercó a su madre y en voz muy bajita le dijo
al oído:
– ¡Voy a contarte un secreto! Una anciana buena me ha dicho hoy que, en realidad, soy un hada como
las de los cuentos ¡Un hada de los deseos! Tú tranquila que a partir de ahora aquí estoy yo para hacer
que todos tus sueños se cumplan.
La mujer se sintió muy conmovida ante la ternura de su hija y le dio un abrazo lleno de amor.
El tigre y la vaca
Adaptación del cuento popular del Caribe

Una vaca que paseaba feliz y tranquila por el campo escuchó unos llantos lastimeros entre los
verdes matorrales que daban paso al bosque. Muerta de curiosidad se acercó a ver quién se
quejaba tan amargamente. Para su sorpresa comprobó que era un tigre que había tenido la mala
suerte de que el tronco de un árbol cayera sobre él, dejándole atrapado y malherido.

El felino, al ver a la vaca, gritó pidiendo auxilio:


– ¡Por favor, sácame de aquí! ¡Yo solo no puedo liberarme!
La vaca sintió pena pero sabía de sobra que si le ayudaba podría atacarla sin piedad.
– ¡Uy, no, no, no! Lo siento mucho pero si te quito ese tronco de encima estoy segurísima de que me
comerás.

El tigre lo estaba pasando realmente mal. Lloriqueando como un bebé, insistió:


– ¡Por favor, te lo suplico! Prometo que no te haré ningún daño. Tan sólo quiero salir de esta trampa o
moriré antes del amanecer.
La vaca estaba deseando irse de allí porque no se fiaba ni un pelo, pero empezó a sentir que debía
hacer algo pues era una vaca buena que no soportaba ver sufrir a los demás. Dudó unos instantes y al
final, con el corazón encogido, accedió. Se aproximó a él con cuidado y con la fuerza de su cabeza
apartó el tronco.
El tigre, muy dolorido, se incorporó sin ni siquiera dar las gracias. Estaba agotado y necesitaba beber
agua, pero sobre todo quería comer. Llevaba una semana apresado sin probar bocado y tenía las
paredes del estómago tiesas de tanta hambre. Se quedó pasmado mirando a la vaca de arriba abajo y
empezó a salivar, pues más que vaca veía un riquísimo filete.

Relamiéndose, la amenazó:
– ¿Sabes una cosa, vaca?…¡Ahora mismo voy a comerte!
La vaca se estremeció pero no se dejó intimidar. Indignada, se encaró con el tigre.
– ¡No puedes hacerlo! ¡Has prometido no hacerme daño a cambio de liberarte!
– Sí, ya lo sé, pero si no te como me muero de hambre ¡No tengo elección!
– ¡Eres un mentiroso! ¡Jamás debí confiar en ti!
La cosa se estaba poniendo muy fea cuando pasó por allí un conejo, famoso por ser un tipo inteligente,
instruido y justo, que siempre solucionaba los conflictos que surgían en el bosque.
– ¡¿Qué está pasando aquí?! ¿Se puede saber por qué discuten ustedes tan acaloradamente?
La vaca sintió alivio ante su presencia y le explicó detalladamente que el tigre la había engañado y
estaba a punto de devorarla. El felino, por su parte, expuso sus razones y trató de justificar su vil
mentira.
El conejo, después de escuchar las dos versiones, se puso a reflexionar al tiempo que se atusaba las
barbas como si fuera un gran filósofo de la Antigüedad.
Un minuto después, habló haciendo gala de cierta pedantería.
– Antes de decidir quién tiene la razón quiero que me muestren el lugar del suceso para comprobar con
mis propios ojos cómo se desarrollaron los acontecimientos. Después, emitiré mi veredicto.

Ambos señalaron a la vez el tronco caído y el conejo lo contempló detenidamente. Después, le indicó
al tigre:
– A ver, tigre, colócate exactamente en el lugar donde te encontró la vaca.

El tigre se tumbó de mala gana en ese lugar que le traía tan malos recuerdos.
– Y ahora tú, vaca, ponle el tronco encima para ver cómo fue el accidente.

La vaca arrastró el tronco y lo colocó sobre el tigre, que de nuevo quedó inmovilizado.
– ¡Así es como estaba cuando pasé por aquí y le oí gemir!

Entonces, el conejo dio unas palmadas y le gritó:


– ¡Pues ahora corre, aprovecha para escapar! ¡Es tu única oportunidad!

La vaca, viendo la jugada maestra del conejo, puso pies en polvorosa y desapareció en menos que canta
un gallo. Cuando el conejo se aseguró de que estaba bien lejos, retiró el tronco y liberó al tigre.
– ¡Espero que hayas aprendido la lección! Jamás utilices la mentira para conseguir tus propósitos y
menos con alguien que haya arriesgado su vida para salvar la tuya.

El felino se sintió burlado y muy, muy avergonzado. A partir de ese día, fue honesto y cumplió siempre
su palabra.
La princesa y el jazmín
Adaptación del cuento popular de España

Había una vez una hermosa princesa que vivía en un enorme y lujoso palacio. Podemos pensar que lo
tenía todo, pero no… La princesa vivía encerrada porque sus padres, los reyes, ni siquiera le permitían
salir a jugar al jardín. La niña se sentía triste y sólo tenía como compañía un hermoso jazmín. A esta
delicada flor le contaba sus penas y sus anhelos más íntimos.
¡Ay, amigo jazmín…! Siempre estoy aburrida entre estas cuatro paredes. En cambio, la hija del
carbonero corretea por el jardín persiguiendo mariposas y sintiendo la hierba fresca bajo sus pies
descalzos ¡Cuánto me gustaría salir a correr y jugar al aire libre!
La flor, que era mágica, sintió pena por la niña y quiso que cumpliera su deseo.
– Sal si quieres, querida princesa. Para que no lo descubran, yo guardaré tu voz mientras no estás.
La niña se puso muy contenta y salió de palacio esquivando a los centinelas de la puerta. Nadie se dio
cuenta de que había salido.
La reina pasó un rato después por su habitación y llamó a la puerta.
¡Toc toc toc!
– ¿Hija mía, estás ahí?
El jazmín respondió imitando la voz de la princesa.
– ¡Sí, mamá, estoy leyendo!
La madre se fue tranquila, pero pasaron dos horas y la niña no bajaba a comer, así que subió de nuevo a
su cuarto.
¡Toc toc toc!
– ¿Sigues leyendo, hija? ¿Estás bien?
– Sí, mamá, sigo leyendo, no te preocupes.
Pero la reina, extrañada de que su hija estuviera tan enfrascada en la lectura, decidió entrar sin pedir
permiso. Allí no había nadie.
– Pero hija… ¿Dónde estás? ¡No te veo!
– Estoy aquí, mamá – dijo el jazmín desde su maceta.
La reina oía la voz pero no veía a su hija. Asustada, llamó al rey, quien a su vez llamó a los guardias.
– Querido, tú mismo comprobarás cómo en esta habitación se oye la voz de nuestra hija pero no hay ni
rastro de ella – dijo la reina, consternada.
El rey hizo la prueba.
– Hija… ¿Estás aquí? ¿Dónde te escondes? Sal para que podamos verte.
– Estoy aquí, papá – contestó el jazmín con la voz de la niña.
La reina estaba mirando a la flor y se dio cuenta de que era ella quien hablaba.
– ¡Oh, no puede ser! – musitó espantada, llevándose las manos a la boca – ¡Esta flor está embrujada!
¡Ese jazmín habla como si fuera nuestra hija!
El rey, atónito, arrancó la flor de la tierra y se la entregó a un soldado.
– ¡Echen al fuego ahora mismo este jazmín! ¡Quiero que arda en la chimenea hasta que sólo queden
cenizas!
Justo en ese momento la princesita apareció por la puerta suplicando.
– ¡Por favor, no lo hagas! Ese jazmín es la única compañía que tengo en mis días de soledad. Tan sólo
quería ayudarme para que yo pudiera salir un rato a jugar.
El rey no dio su brazo a torcer. No iba a permitir que su querida niña tuviera una flor encantada ¡A saber
qué hechizos o maldiciones podía hacer!
– ¡Ni hablar! ¡Eso ni lo sueñes! ¡Esa maldita flor va a desaparecer de mi vista ahora mismo!
La princesa hizo un rápido movimiento y le quitó el jazmín a un soldado larguirucho que lo sostenía
pasmado mientras esperaba nueva orden. Abrió la boca y se la tragó.
A partir de ese momento, la flor vivió dentro de ella para siempre y cuenta la leyenda que todo el que se
acercaba a la princesa, notaba un delicado aroma a jazmín perfumando su boca.

¿Por qué los gallos cantan de día?


Adaptación de la antigua leyenda de Filipinas
Una antigua leyenda filipina cuenta que, al principio de los tiempos, vivían
en el cielo tres hermanos que se querían mucho: el brillante y cálido sol, la
pálida pero hermosísima luna, y un gallo charlatán que se pasaba el día canturreando.
Los tres hermanos se llevaban muy bien y solían repartirse las tareas de la casa. Cada
mañana, era el sol quien tenía la misión más importante que realizar: abandonar el hogar familiar
para iluminar y calentar la tierra. Era muy consciente de que sin su trabajo, no existiría la vida en
el planeta. Mientras tanto, la luna y el gallo hacían las labores domésticas, como recoger la cocina,
regar las plantas y cuidar sus tierras.
Una tarde, la luna le dijo al gallo:

– Hermanito, ya casi es de noche. El sol está a punto de regresar del trabajo y quiero que la cena esté
preparada a tiempo. Mientras termino de hacerla, ocúpate de llevar las vacas al establo ¡Está
refrescando y quiero que duerman calentitas!
El gallo, que acababa de tumbarse en el sofá, respondió de mala gana:
– ¡Uy, no, qué dices! He hecho toda la colada y he planchado una montaña de ropa más alta que el
monte Everest ¡Estoy agotado y quiero descansar!
¡La luna se enfadó muchísimo! Se acercó a él, le agarró por la cresta y muy seria, le advirtió:
– ¡El sol y yo trabajamos sin parar y jamás dejamos de lado nuestras obligaciones! ¡Ahora mismo vas a
salir a llevar las vacas al establo como te he ordenado!
Ni el doloroso tirón de cresta consiguió amedrentarle; al contrario, el gallo se reafirmó en su decisión:

– ¡No, no y no! ¡No me apetece y no lo voy a hacer!


La luna, perdiendo los nervios, le gritó:
– ¿Ah, sí? ¡Pues tú te lo has ganado! ¡Aquí no hay sitio para los vagos! ¡Fuera del cielo para siempre!
Indignada, lo sujetó con fuerza, echó el brazo hacia atrás y con un movimiento firme lo lanzó al espacio
dando volteretas, rumbo a la tierra.
Al cabo de un rato, el sol regresó a casa y se encontró con su hermana la luna, que venía de recoger el
ganado.
– ¡Hola, hermanita!
– ¡Hola! ¿Qué tal te ha ido el día?
– Muy bien, sin novedades. Por cierto… No veo por aquí a nuestro hermanito el gallo.
La luna enrojeció de rabia y levantando la voz, le dijo:
– ¡No está porque acabo de echarle de casa! ¡Es un egoísta! Le tocaba hacer las tareas del establo y se
negó en rotundo ¡Menudo caradura!
– ¿Qué me estás contando? ¿Estás loca? ¿Cómo has podido hacer algo así?… ¡Es tu hermano!
– ¡Ni hermano ni nada! ¡Me puso de muy mal humor! ¡Sólo piensa en sí mismo y se merecía un buen
castigo!
El sol no daba crédito a lo que estaba escuchando y se enfureció con la luna.
– ¡Lo que acabas de hacer es imperdonable! A partir de ahora, no quiero saber nada más de ti. Yo
trabajaré durante el día como siempre y tú saldrás a trabajar por la noche. Cada uno irá por su lado y así
no volveremos a vernos.
– ¡Pero eso no es justo!…
– ¡No hay nada más que hablar! En cuanto a nuestro hermano gallo, hablaré con él. Le rogaré que me
despierte cada mañana desde la tierra con su canto para poder seguir estando en contacto con él, pero
también le pediré que se oculte en un gallinero por las noches para que no tenga que verte a ti.
Tal y como cuenta esta leyenda, desde ese momento, el sol y la luna empezaron a trabajar por turnos.
El sol salía muy temprano y cuando regresaba al hogar, la luna ya no estaba porque se había ido con las
estrellas a dar brillo a la oscura noche. Al terminar su tarea, antes del amanecer, volvía a casa, pero el
madrugador sol ya se había ido. Jamás volvieron a encontrarse ni a cruzar una sola palabra.

El gallo, cómo no, recibió el mensaje del sol y se comprometió a despertarle cada mañana con su
potente kikirikí. A partir de entonces se convirtió en el animal encargado de dar la bienvenida al nuevo
día. Se acostumbró muy bien a vivir en una granja y a esconderse en el gallinero nada más ver la blanca
luz de la luna surgir entre la oscuridad.

Este ritual se ha mantenido durante miles de años hasta nuestros días. Tú mismo podrás comprobarlo
disfrutando de un bello amanecer en el campo o de una hermosa puesta de sol frente al mar.
La vainilla
Adaptación de la antigua leyenda de México

Cuenta una antigua leyenda que hace muchos años vivió en México una bella
muchacha que pertenecía a una familia muy importante y rica de su ciudad.
Tanto era así, que su casa era un palacio en el que gozaba de todas las comodidades y lujos que uno
pueda imaginar.

Un día, Xanath, que así se llamaba, salió a pasear y conoció a un guapo joven llamado Tzarahuín. Se
trataba de un muchacho pobre que vivía en una cabaña de madera cerca del bosque. Por descontado,
su vida sencilla y sin pretensiones no tenía nada que ver con la de ella, que era casi como la de una
princesa.

Sin embargo, ya sabéis que el amor nace de la forma más inesperada: en el momento en que sus
miradas se cruzaron por primera vez, se enamoraron perdidamente.

Cada tarde, Xanath se ausentaba de su casa con cualquier excusa y buscaba la manera de encontrarse
en un lugar apartado con Tzarahuín. A medida que pasaban los días más se amaban y más deseaban
estar juntos a todas horas. Xanath sabía que sus padres jamás aceptarían que se casara con alguien tan
humilde que no tenía nada que ofrecerle. La única opción para disfrutar de su amor, era verse a
escondidas y en secreto.

Sucedió que una tarde, después de ver a su querido Tzarahuín, Xanath pasó junto al templo más
importante de la montaña. Caminaba despacio, tarareando una linda canción y luciendo una hermosa
sonrisa que reflejaba su felicidad. Para su desgracia, uno de los dioses que vivían en el templo la vio y se
quedó tan fascinado por su hermosura, que también se enamoró de ella a primera vista.

Era dios de la felicidad, un ser poderoso que, de inmediato, decidió que sería su esposa a toda costa. Sin
perder tiempo, salió a su encuentro y empezó a seguirla. Xanath le vio por el rabillo del ojo e intentó
esquivar su presencia, pero el dios consiguió cortarle el paso y le propuso matrimonio.

La joven, asustada, le rechazó ¡Jamás se casaría con otra persona que no fuera su querido Tzarahuín!
Pero él insistió e insistió hasta la saciedad ¡No aceptaba un no por respuesta! Xanath se negó una y mil
veces y al final, el dios no pudo contener su enfado y la amenazó gritando que algún día, se arrepentiría
de haberle tratado tan mal.

La chica regresó a su casa muy sofocada e intentó olvidar lo sucedido. Para nada imaginaba que el dios
no iba a rendirse fácilmente. De hecho, en cuanto la perdió de vista, mandó un mensajero a casa de la
muchacha e invitó a su padre a visitarle al templo. El viejo se sintió muy feliz y halagado de que una
divinidad tan importante quisiera conocerle y acudió a la cita vestido con sus mejores galas.

El dios de la felicidad pretendía hacer amistad con él para ganarse su confianza, así que le trató como a
un rey y le colmó de regalos. Antes de despedirse, cuando ya lo tenía engatusado, le pidió la mano de
Xanath. El hombre, muy emocionado, no lo dudó y prometió que su preciosa hija se casaría con él.

Al día siguiente, fue el dios quien se presentó en casa de la muchacha. El padre le recibió con alegría y la
mandó llamar. Xanath bajó la escalinata y estuvo a punto de desmayarse cuando vio que el dios estaba
allí porque seguía empeñado en casarse con ella. Desesperada, se echó a llorar y no quiso ni dirigirle la
palabra.

El dios, enfurecido, empezó a maldecir y juró que si no se casaba con él no se casaría con nadie ¡Estaba
que se subía por las paredes! Levantó la mano y le lanzó un conjuro que la transformó para siempre en
una preciosa flor de suaves y delicados pétalos amarillos ¿Sabéis cómo se llama esa flor? Su nombre es
vainilla.

Desde entonces, esta planta de la familia de las orquídeas, se encuentra en muchos lugares del mundo.
De sus vainas se extrae la esencia que utilizamos para hacer los postres y helados que tanto nos gustan a
niños y mayores.

¿Crees que te acordarás de la conmovedora historia de Xanath cada vez que pruebes su dulce y
delicioso sabor?…

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