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¿La emergencia de un nuevo ciclo político?

Notas para la caracterización de la situación política

Adrián Piva y Martín Mosquera[1]


El macrismo es un experimento derechista cuyo principal propósito es la restauración
de la autoridad del capital a nivel social y en el lugar de trabajo. Un aspecto esencial de
su acción y programa ha sido el intento de identificar esa tarea con la de una restauración
del orden y de la autoridad de la ley sin más adjetivos. De ese modo, al tiempo que expresó
la demanda de orden de amplios sectores de la población buscó dar bases sólidas a la
construcción de consenso en torno a un proyecto de disciplinamiento de la clase
trabajadora. Esa fusión particular define el contenido reaccionario de su programa. Su
objetivo inmediato es recrear las condiciones de la acumulación capitalista por la vía de
un aumento extensivo e intensivo de la explotación de la fuerza de trabajo.[2] Pero ello se
enlaza con un objetivo estratégico de la clase dominante local: la subordinación
duradera de la clase trabajadora, es decir, la reducción del poder de los sindicatos, de
los límites legales a la explotación laboral, de las expectativas de consumo de las clases
populares, de la vitalidad de los movimientos sociales, etc.; todos aspectos que hacen a
cierta excepcionalidad argentina en el panorama latinoamericano.
Sin embargo, el macrismo emprendió su programa de ofensiva capitalista en un
contexto parcialmente desfavorable: su ajustada victoria electoral y su ascenso al
gobierno no fueron producto de una gran derrota social de las clases populares o de la
explosión del modelo kirchnerista en una gran crisis que facilitara la legitimación del
ajuste. Esto abrió un pulso social de final abierto: un gobierno que avanzaba, pero con
dificultades que daban cuenta de la persistencia de las relaciones de fuerza post 2001 y
en el contexto de un ciclo de grandes movilizaciones sociales desde el inicio del mandato.
El llamado gradualismo de 2016 y 2017 fue el resultado de esa puja, los avances en el
proceso de ajuste (sobre todo en el aumento de tarifas) se desarrollaron a un ritmo
adecuado a aquellas relaciones de fuerza pero incompatible con las necesidades de
reducción del déficit y con los objetivos de reducción de la presión tributaria sobre la gran
burguesía. De este modo, la evolución del déficit fiscal y el ritmo de endeudamiento
externo durante esos dos años dejan de ser variables de modelos macroeconómicos para
transformarse en una medida de las relaciones de fuerza sociales: de la brecha entre el
ajuste que buscaba el gobierno y el que pudo conseguir.
Pero el gradualismo se reflejó, sobre todo, en la postergación del programa de fondo
del gobierno: las reformas laboral, previsional y tributaria. La triple reforma es el capítulo
local de un programa capitalista a nivel global (ha sido el eje de la conflictividad social y
política en Europa desde la crisis de 2008, cuyo episodio más dramático se desarrolló en
Grecia) y evidencia la presión por una reestructuración capitalista en un marco de
profundas transformaciones tecnológicas, del proceso de trabajo y de la competencia de
la producción china. En la Argentina resulta más acuciante porque la dinámica de
acumulación de capital durante la post convertibilidad fue predominantemente capital
extensiva- es decir, con una baja tasa de reemplazo de trabajo por capital - lo que explica
la rápida reducción del desempleo hasta 2007 pero indica una baja tasa de cambio
tecnológico. La devaluación y ajuste de 2002 permitieron la salida de la crisis de 2001,
fundamentalmente, porque era relativamente reciente la reestructuración productiva del

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capital en Argentina, desarrollada en la primera mitad de los años ’90. Hoy, no parece
que una recuperación económica consolidada sea posible sin un proceso de inversión que
transforme, al menos parcialmente, la base productiva. La triple reforma busca ser la
punta de lanza de un nuevo período de reformas contra la clase obrera.
El intento de salir del gradualismo después de las elecciones de medio término de
octubre de 2017 – en las que el gobierno obtuvo cerca de un 40% a nivel nacional
imponiéndose sobre un peronismo fragmentado – se desarrolló a través del lanzamiento
del reformismo permanente, una ofensiva legislativa contra los trabajadores. El mejor
momento de Cambiemos mostró al oficialismo enhebrando la triple reforma con el
programa de restauración del orden. Las elecciones de octubre se desarrollaron sobre el
trasfondo de la aparición del cuerpo de Santiago Maldonado en el río Chubut y de las
denuncias de la familia y las organizaciones de DDHH después de casi ochenta días de
desaparición. La victoria electoral en ese contexto fue un espaldarazo de la política del
gobierno de relegitimación del accionar de las fuerzas represivas frente a la protesta social
y en el disciplinamiento cotidiano de las clases populares. El presidente presentó su
política de reformas insertándola en su programa de reordenamiento de la sociedad,
apelando a la “épica de un país ordenado”.[3] Sin embargo, los límites de las relaciones de
fuerza sociales a la ofensiva capitalista se pusieron de manifiesto, en primer lugar, en la
fractura de la CGT frente a la reforma laboral, que postergó su tratamiento en el Congreso,
y en segundo lugar, en la rebelión de Plaza Congreso del 14 y 18 de diciembre de 2017
contra la modificación del cálculo de la movilidad jubilatoria. Ambos días, las
movilizaciones populares, de carácter fundamentalmente obrero, desbordaron la Plaza de
los dos congresos y culminaron en enfrentamientos con las fuerzas de seguridad. El 18 a
la noche cacerolazos masivos en toda la Ciudad de Buenos Aires derivaron en una nueva
movilización a la plaza, a pesar de la dura represión de la tarde. Si bien el gobierno logró
aprobar la ley, el resultado político de la movilización y de los enfrentamientos callejeros
fue el entierro del resto de las reformas.
El cambio de escenario político provocó un nuevo giro en la política económica. A
fin de diciembre se anunciaba un cambio (una suba) en las metas de inflación y el inicio
de un sendero de reducción de las tasas de interés. Se intentaba canjear inflación por
crecimiento y paz social. Pero la tendencia al alza del dólar evidenciada ya en enero y
febrero y la persistencia de la debilidad de la inversión anunciaban que ya no quedaba
más tiempo para soluciones de compromiso. En ese sentido, la corrida cambiaria de abril
y mayo de 2018, aunque tuviera como detonante coyuntural el aumento de las tasas de
interés en Estados Unidos, fue la respuesta descoordinada de los capitales individuales a
la movilización de diciembre de 2017. Frente a la evidencia del bloqueo popular al
programa del gobierno, la salida de capitales produjo el pasaje de la fase de estancamiento
a la de crisis abierta.
Es en este contexto que se inserta la pregunta más relevante desde el punto de vista
de una política de izquierda: ¿logró el gobierno – y en ese caso en qué medida - modificar
la relación de fuerzas entre las clases que bloqueaba el ajuste y la reestructuración? Si
observamos el proceso desde diciembre de 2017 la respuesta debiera ser negativa. El
gobierno debió renunciar a la triple reforma al costo del estallido de la crisis. Al ritmo de
esa crisis, además, se profundizó la pérdida de apoyo social del gobierno, iniciada en
diciembre de 2017. En octubre de ese año pocos dudaban de la vitalidad del proyecto

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reeleccionista de Mauricio Macri, hoy la probabilidad de una derrota electoral, aunque el
escenario sea todavía incierto, es relativamente alta. Sin embargo, si respondemos la
pregunta a la luz del contragolpe capitalista de mayo de 2018 y del acuerdo del gobierno
con el FMI las cosas resultan más complejas.
Analizar la actual relación de fuerzas sociales y las dinámicas en curso exige prestar
atención a la relativa desmovilización que sobrevino al duro deterioro salarial de 2018, al
aumento de las suspensiones y despidos en el sector privado y a la aceleración del ajuste
en el gasto público. Si el gobierno había evitado descargar una terapia de choque sobre
las clases populares, la corrida cambiaria lo obligó a cambiar de estrategia y abandonar
forzosamente el veranito gradualista. Y, sin embargo, logró pilotear este salto sin
enfrentarse a un estallido social ni un derrumbe electoral (“En la Argentina nunca se hizo
un ajuste así sin que caiga el gobierno”, presumió el ministro de Economía Dujovne).
Durante el primer trimestre del año hubo un aumento de la conflictividad social que
prolongó el impulso de diciembre de 2017, pero rápidamente se desmovilizó. Los datos
disponibles del ex Ministerio de trabajo para el segundo trimestre de 2018 muestran una
caída de los conflictos con paro respecto del mismo período en 2017
(Fuente:http://www.trabajo.gob.ar/estadisticas/conflictoslaborales/). Ese dato adquiere
mayor significación si lo comparamos con lo sucedido en 2014 y 2016: años de
devaluación, recesión y ajuste frente a los cuales se dieron picos de conflictividad obrera.
Si bien en las explicaciones convencionales de la izquierda suele haber una atribución
de responsabilidad rutinaria y excesiva a las direcciones políticas y sindicales (“las masas
quieren luchar pero las direcciones traicionan”), subestimando que las burocracias
sindicales o políticas expresan relaciones de fuerza y estados de conciencia reales en la
clase trabajadora, en este caso la responsabilidad de las direcciones fue decisivo, explícito
y difícil de exagerar. Juan Grabois se convirtió en el portavoz de este rechazo del conflicto
social, llegando retrospectivamente a rechazar el carácter progresivo del estallido de
2001[4]. Lo que el discurso de Grabois hacía explícito era también un “secreto a voces”
entre la militancia kirchnerista: desde el Instituto Patria se bajó la línea de que era
contraproducente que “caiga Macri” y se resolvió entonces contener el impulso de la
movilización con el objetivo de esperar a un ajuste de cuentas electoral con el gobierno.
A su vez, la orientación institucional de la acción de sindicatos y movimientos sociales y
la capacidad disciplinante de la movilización de las direcciones sindicales y sociales están
estrechamente vinculados a la institucionalización del conflicto, legado duradero de los
gobiernos kirchneristas.
No se trató de la única razón de la relativa desmovilización: la propia dinámica de la
crisis tuvo un papel disciplinador: contra otro relato convencional en la izquierda, que
indica que la crisis conduce a la movilización, a menudo la crisis económica produce un
pánico disciplinante y un achatamiento de expectativas sociales funcional al ajuste.
Mucha gente se preguntó en esos días “por qué no explota todo”[5]. En cualquier caso, la
corresponsabilidad del peronismo, y del kirchnerismo en particular, en la desmovilización
social del último periodo de Macri será un elemento clave para analizar la actual
transición hacia un nuevo ciclo social y político.
A falta de victorias sociales, las esperanzas de detener el ajuste se trasladaron al
terreno electoral y a las presidenciales de 2019. Esta expectativa electoral reforzó la

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dinámica desmovilizadora en curso. Aunque no tenemos datos para el primer semestre de
2019, todo indica que el conflicto laboral no se ha recuperado respecto de 2018, las
paritarias vuelvan a cerrar a la baja prácticamente sin conflictos de envergadura, y las
elecciones se desarrollan en un clima de normalización institucional y paz social. Toda
una “gestión controlada de la crisis” con la que probablemente no se atrevían a soñar los
estrategas del macrismo en sus momentos más líricos.
Pero, además, en la confrontación del gobierno con el movimiento de masas fue
quedando en evidencia un tercer actor que participaba, aunque de forma silenciosa, en la
dinámica política en curso: una cohesionada franja de masas de apoyo al nuevo gobierno
o, para decirlo en términos al uso, la minoría intensa macrista. Es decir, una derecha
social que ha mostrado, por el momento, disposición a ciertos sacrificios económicos en
beneficio de un ajuste de cuentas político con la experiencia populista, dando cuenta de
una notable autonomía política en beneficio del programa de disciplinamiento de las
clases dominantes. Un verdadero politicismo de derecha. Se trata de un sector que se fue
politizando en el ciclo de movilizaciones anti-kirchneristas (2008, 2012, 2014), con
anclaje en sectores medios y un sector de la clase trabajadora formal (es decir, no se
reduce a las clases altas). Cambiemos fue el instrumento político del que se dotó
tardíamente esa base social, que estuvo vacante de representación política durante casi
todo el ciclo kirchnerista. Esta base social parece mantenerse todavía bastante
inconmovible ante el deterioro económico, lo que explica la notable resiliencia electoral
del gobierno. Aquí radica una diferencia clave con 2001: en aquel momento los sectores
medios tuvieron una intervención social decisiva y giraron a la izquierda, quebrando en
parte sus fidelidades políticas precedentes (lo que significó el desfondamiento de la
UCR). En este caso, el eventual fracaso electoral de Cambiemos dejaría una base de masas
en disponibilidad para futuras alternativas o realineamientos políticos. Es decir, aun si el
macrismo es desalojado del gobierno, no se habrá derrotado adecuadamente a este
macrismo de base, donde se combina el rechazo a la politización de las necesidades
sociales, la apología del mercado como asignador de recursos (“de la crisis se sale
trabajando”) y el reclamo de orden y de intervención represiva contra la delincuencia y la
protesta social. Reacción en espejo, de desarrollo paulatino y todavía minoritaria, al “ciclo
2001”: es decir, a la centralidad de la “política” (y el Estado) como solución a las
demandas sociales, a la presencia casi permanente de la movilización callejera, a la
limitación del factor coercitivo como respuesta a la protesta social y a un gobierno
(moderadamente) progresista como representación estatal de este ciclo. La supervivencia
ideológico-cultural de esta derecha social es también una consecuencia de la “gestión
controlada de la crisis” que perpetró el gobierno con el concurso invalorable del
peronismo.
Sin embargo, la excepción significativa a la desmovilización ha sido el movimiento
feminista. Transformado en un actor central desde 2015 con el inicio de las
multitudinarias marchas de “Ni Una Menos”, protagonizó una de las concentraciones
populares más masivas de la historia en ocasión del tratamiento legislativo de la Ley por
el Aborto Legal, Seguro y Gratuito. Las movilizaciones feministas de 2019 señalan la
vitalidad del movimiento. La significación de la excepción está dada no sólo por su
masividad y relevancia política sino también por una característica de esa movilización
que refuerza los argumentos precedentes: a pesar de su masividad y capacidad de incidir
en la agenda política y en el plano institucional es, al mismo tiempo, un movimiento
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escasamente institucionalizado. Organizativamente sigue siendo un entramado plural,
horizontal, participativo y democrático que ha logrado aunar descentralización con
movilización unitaria; en sus vínculos con el estado no predomina la articulación
institucional sino su capacidad de fracturar al sistema de partidos a través de una fuerte
movilización en todas las esferas del espacio público. Ambos elementos dificultan la
traducibilidad política del feminismo al mismo tiempo que impiden ignorarlo, lo que le
otorga una enorme potencia en la disputa ideológico – cultural con la derecha social.

Las elecciones como condensación política de las relaciones sociales de fuerza


La combinación paradójica de una relativa desmovilización social junto al probable
fracaso electoral del gobierno macrista habla de una relación de fuerzas inestable y
fluctuante. La relativa debilidad (o relativa fortaleza) de las fuerzas sociales en pugna
muestra un impasse que no puede extenderse indefinidamente. En este contexto, las
próximas elecciones se transforman en un momento crucial de la definición de las
relaciones de fuerza a nivel social. La derrota electoral de Macri es de enorme relevancia
para la clase obrera y el movimiento popular. Un triunfo de Macri significa la
relegitimación de la ofensiva capitalista en todos los planos y una nueva oportunidad
para construir una mayoría social alrededor de un programa reaccionario de
restauración del orden. Implicaría la galvanización de la alianza entre el programa de
reformas del gran capital y la demanda de orden de la derecha social a través de la
consolidación del macrismo como su articulador político.
El carácter de momento crucial en la definición de las relaciones de fuerza entre las
clases de las próximas elecciones resulta sobredeterminado, además, por la situación
regional y global. La ofensiva de las clases dominantes se desenvuelve a nivel regional y
está inserta en - y atravesada por – la política de Estados Unidos hacia la región en su
disputa global con China. En términos precisos, todo el análisis precedente presupone esa
dimensión regional de la lucha de clases. De la misma manera en que la victoria de
Bolsonaro en Brasil suponía un paso adelante en el rumbo derechista y antipopular
iniciado con el impeachment a Dilma Roussef y la victoria electoral de Macri
(imaginemos este mismo proceso electoral si hubiera triunfado el PT), la victoria de Macri
implica la consolidación de ese proceso y condiciones más adversas y de mayor
aislamiento para las resistencias obreras y populares en Sudamérica.
Todo ello otorga a una decisión táctica – la decisión de llamar a votar contra Macri –
un contenido estratégico, en la medida que es capaz de incidir en las relaciones de fuerzas
y abrir un espacio a la resistencia obrera y popular a la ofensiva del capital. El voto contra
Macri se transforma en un arma – no en un fin en si mismo – en cuanto se inscribe en ese
proceso más general de la lucha de clases. Pero la derrota de Macri no basta, solo abre un
escenario de mejores condiciones para una intervención de masas. La institucionalización
del conflicto, la subordinación de la movilización obrera y popular a la gobernabilidad
del próximo gobierno, puede conducir por otros caminos, más sinuosos, a una derrota
popular.
A pesar de ello, no resulta extraño en este marco que la posibilidad de un retorno al
poder del peronismo alimente expectativas en sectores del movimiento popular. Pero,
¿cuáles son los anclajes objetivos de esa expectativa? ¿Qué condiciones existen para una

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reedición de la estrategia kirchnerista post 2003? ¿Cuál es el carácter de esa fuerza
política?

El agotamiento de la estrategia kirchnerista (2003-2012)


El kirchnerismo desenvolvió desde su llegada al gobierno el 25 de mayo de 2003 una
estrategia de recomposición del poder de estado post crisis de 2001 sobre la base de la
satisfacción gradual de demandas populares. Ello supuso desde el inicio una tensión entre
su función de partido del orden y el modo en que desenvolvió la restauración de ese
orden: por medio de la incorporación política de demandas y sujetos que emergieron en
las calles y rutas de la Argentina desde mediados de los años ’90 y, en particular, en 2001.
Una estrategia política no puede ser reducida a un reflejo de condiciones objetivas, hubo
sin duda un elemento irreductible de organización de una voluntad colectiva, de decisión
política. Pero tampoco puede comprenderse sin referencia a las condiciones que la hacen
posible y a los límites que presenta.
La estrategia kirchnerista – simplificando - tuvo dos grandes condiciones de
posibilidad. La primera, fue el quiebre en las relaciones de fuerza que significó la
insurrección de diciembre de 2001. Ese cambio en las relaciones de fuerza sociales fue
suficiente para bloquear el ajuste sin fin de los años ’90 y hacer estallar la convertibilidad,
pero insuficiente para producir procesos de radicalización que pusieran en cuestión los
efectos más profundos de la ofensiva capitalista de los años ’90. La segunda, fue el
aumento del precio mundial de los commodities que permitió al gobierno disponer de
superávit de cuenta corriente (el ingreso de dólares por exportaciones superaba la salida
por importaciones, pago de deuda externa, fuga de capitales y remisión de utilidades).
Esto significó un mayor margen de maniobra para un gobierno que, sobre esta base, gozó
también de superávit fiscal.
Estas condiciones permiten también comprender los límites de la estrategia
kirchnerista. En primer lugar, las condiciones profundas de funcionamiento de la
economía en lo esencial no se habían transformado. Por lo tanto, el aumento del empleo,
del salario real y de la demanda interna ya en 2005, y sobre todo desde 2007, entraron en
contradicción con una acumulación de capital basada en la exportación de commodities.
Ello se tradujo, mientras duraron los superávit gemelos, en desequilibrios cuyos efectos
recesivos se pudo postergar, el principal de ellos la inflación, y en la reducción de los
superávit. Pero, en 2010 y 2011 los superávit gemelos eran historia, y desde 2013 empezó
el sendero descendente del precio de los commodities a nivel global – un efecto rezagado
de la crisis mundial de 2008 y del crecimiento mundial débil posterior -. Y con ello se
estrecharon los márgenes de maniobra del estado. La internacionalización del capital, que
pareció poder ignorarse mientras los dólares sobraban, reapareció como un límite de
hierro a los ensayos de desconexión del mercado nacional del mercado mundial (cepo
cambiario, restricción de importaciones). Se inició entonces un sendero de estancamiento
y tendencia a la crisis agravado desde la devaluación de 2014.
En segundo lugar, la relación de fuerzas sociales sobre la que la estrategia kirchnerista
se desarrolló se transformó en un límite en cuanto aparecieron los desequilibrios
económicos y más aún cuando se angostaron los márgenes de autonomía del estado. Se
le presentó como un límite por izquierda cuando enfrentó la rebelión de la burguesía

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agraria. El kirchnerismo, en la medida que se reducía el superávit fiscal y se evidenciaban
desequilibrios de las distintas variables económicas, intentó aumentar la captura del
excedente de la burguesía agroindustrial. Pero, entonces, enfrentó una rebelión del
conjunto de la gran burguesía contra un nuevo aumento de la presión tributaria. Para
asombro del propio oficialismo la rebelión patronal lo derrotó en las calles y tradujo esa
victoria en el parlamento. Se le presentó como un límite por derecha cuando buscó
avanzar por el camino del ajuste gradual, la llamada sintonía fina. Los intentos de reducir
subsidios a las tarifas producían procesos de deslegitimación letales para un gobierno
cuya estrategia de construcción de consenso se basaba en la satisfacción de demandas. De
esta manera, el bloqueo al ajuste que había sido su condición de posibilidad era ahora un
límite.
El kirchnerismo pudo recrearse después de la derrota de 2008/2009, fugó hacia
adelante con la estatización de las AFJP – que le permitió instrumentar la AUH – y
retomando una agenda democrática (ley de medios, matrimonio igualitario, ley de
identidad de género, etc.). De esa manera volvió a ser una fuerza atractiva para sectores
de la izquierda y el progresismo. Pero lo hizo a costa de agudizar las contradicciones y
hasta los límites que le impuso una economía estancada. Desde 2012, el veto de la gran
burguesía al aumento de la presión tributaria y la posterior caída de los precios de los
commodities, derivó en un aumento de la presión tributaria sobre los obreros formales a
través del impuesto a las ganancias. El descontento obrero se expresó en el fuerte
acatamiento a las huelgas generales convocadas por el sindicalismo opositor (nucleado
en torno al moyanismo). Pero también se manifestó en la rebelión de las clases medias
urbanas, atizadas además por el control de cambios y el aumento de la presión tributaria
sobre los pequeños propietarios. La gran burguesía desde 2008 había incrementado sus
niveles de enfrentamiento, pero desde 2013 articuló en el Foro de Convergencia
Empresaria un espacio de oposición política que impulsaba un proyecto de ajuste y
reestructuración. Si en la primera etapa las concesiones permitieron recomponer el estado
y la acumulación, desde 2007 ponían en cuestión las condiciones mismas de la
acumulación y no permitían siquiera estabilidad política.
Sin embargo, esta desagregación del espacio de fuerzas sociales que hizo posible al
kirchnerismo resulta incomprensible sin referir al último de los límites de la estrategia
kirchnerista: su propia coalición política, el elemento irreductible a las condiciones
objetivas. El kirchnerismo no fue ni más ni menos que una estrategia de reorganización
del peronismo, como lo fue en el pasado el menemismo. Y eso es lo que le permitió ser
el partido del orden, ya que el peronismo contiene en su coalición política el poder
territorial de intendentes y gobernadores y a la CGT. Pero eso mismo hace del peronismo
una coalición política conservadora. En cada momento en que el desarrollo de la
estrategia de reconstrucción/reproducción del consenso sobre la base de la satisfacción
gradual de demandas populares empujó al kirchnerismo a un choque con las clases
dominantes, perdió una parte de su coalición, debilitándose. En 2005 la fractura del
duhaldismo reflejó disputas de aparato pero también disidencias con las políticas de
DDHH y con los primeros conflictos con fracciones de la burguesía: ganaderos,
petroleros, peleas con la conducción de la UIA. En 2008, frente al conflicto con la
burguesía agraria se retiraron el PJ de Córdoba y parte de los PJ de Santa Fe y de la
Provincia de Buenos Aires. En 2013 se fracturó el PJ de la Provincia de Buenos Aires con
la salida de Massa junto a un grupo de intendentes.
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En los últimos años en torno al kirchnerismo se reeditó el viejo dilema que articulara
los debates sobre el fin de la ISI (“Industrialización por Sustitución de Importaciones”):
interrupción o agotamiento. ¿La ISI fue interrumpida por la dictadura militar o se agotó?
Del mismo modo que en aquel debate, en la discusión sobre la interrupción o el
agotamiento de la estrategia kirchnerista se esconden posiciones políticas opuestas.
Queda claro que aquí sostenemos que la estrategia kirchnerista post convertibilidad está
agotada: porque el mundo que la hizo viable ya no existe; porque se desintegró en las
propias relaciones de fuerza que la hicieron posible, ya que nunca intentó modificarlas y
se limitó a surfear sobre ellas mientras pudo; y solo hizo eso porque su propia coalición
política le impedía hacer otra cosa, porque el kirchnerismo es el PJ, y lo que no es el PJ
es electoralmente marginal. Todo ello hace muy improbable que la estrategia kirchnerista
pueda ser reeditada.

El regreso del “partido del orden”


Como es evidente, el anuncio de la fórmula Fernandez-Fernandez conmovió el
panorama político. La grandeza interna de la maniobra táctica ha sido ampliamente
reconocida. CFK se enfrentaba a un dilema de difícil resolución: si era candidata, como
pretendía el gobierno, se arriesgaba a beneficiar al macrismo, que sobrevive en buena
medida gracias a la polarización con la corrupción kirchnerista, y eventualmente a perder
la elección. Si bien habían crecido significativamente en las encuestas (muchas ya
empezaban a darla ganadora en una probable segunda vuelta[6]), una eventual victoria la
obligaba a hacerse cargo de un futuro gobierno en condiciones extremadamente adversas
y con la animadversión de las clases dominantes, lo que ponía en riesgo la futura
gobernabilidad. Si decidía no ser candidata, en cambio, corría el riesgo de quedar
expuesta a la persecución judicial y a la desaparición política, incluso en beneficio del
candidato que ella encumbrara, que podía convertirse en su eventual principal adversario
(como fue el caso de la relación Correa-Lenin Moreno). El hecho insólito de que
resolviera ubicarse como candidata a vicepresidenta, ungiendo como candidato
presidencial a un operador político sin volumen electoral propio, pero con imagen de
moderación, honestidad y amplitud, es un intento audaz de resolver este dilema.
Los resultados no se hicieron esperar: inmediatamente dieron apoyo a la nueva
fórmula seis gobernadores peronistas que seguían resistiendo a CFK como candidata
(Juan Manzur de Tucumán, Rosana Bertone de Tierra del Fuego, Gerardo Zamora de
Santiago del Estero, Sergio Uñac de San Juan, Domingo Peppo de Chaco y Lucía
Corpacci de Catamarca); se sumaron a ellos los apoyos de la cúpula de la CGT, la mayor
parte los movimientos sociales-territoriales e incluso las organizaciones de izquierda que
se habían integrado tardíamente al kirchnerismo con expectativa en la candidatura de
CFK (las nucleadas en el Frente Patria Grande, etc.). La reunificación del PJ se cierra con
el acuerdo con Sergio Massa, el único candidato del peronismo alternativo que tenía un
volumen electoral propio. En lo fundamental, la maniobra apunta a recomponer lo que
se rompió desde el 2008, es decir, la escisión de sectores importantes del PJ y la
desconfianza de las clases dominantes. Precisamente, la dinámica política que le granjeó
apoyos en las franjas progresistas de la base electoral del kirchnerismo.

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Si la audaz maniobra táctica tiene un objetivo electoral orientado a captar votantes
peronistas anti-kirchneristas o sectores desencantados de Cambiemos, a los que la
centralidad de la figura de CFK seguía haciendo difícil acceder, sin embargo, apunta sobre
todo a una estrategia de gobernabilidad futura. Empieza a delinearse una amplia base de
sustentación política y social: el grueso del PJ (gobernadores e intendentes), la Iglesia
(dirigida por el “Papa argentino”), la burocracia sindical y la mayor parte de los
movimientos sociales-territoriales son parte de este bloque político en ascenso, que
probablemente cuente con mayoría en ambas cámaras, volumen electoral y “control de la
calle”.
El PJ vuelve a aparecer como árbitro y figura de relevo en un contexto de crisis, como
en 1989 y 2001. Si el “último kirchnerismo”, con sus tensiones con las clases dominantes
y su sectarismo político, había lesionado el papel del PJ como “partido del orden” (sin el
cual hubiese sido impensable la emergencia de una nueva derecha política), la auto-
licuación del kirchnerismo en una nueva reorganización conservadora del peronismo
intenta retrotraer el camino recorrido.

El kirchnerismo, la clase dominante y las ilusiones de la izquierda


El cambio de relación entre las clases dominantes y el kirchnerismo desde 2008 tuvo
como correlato un cambio de la caracterización del kirchnerismo en sectores de la
militancia de la izquierda y de los movimientos sociales. Este cambió se profundizó una
vez convertido en oposición a la derecha macrista: empezó a ser visto como la
representación política de una aspiración social defensiva contra el ajuste, que se
condensaba en una candidatura resistida por las clases dominantes. Este rechazo cerrado
de la burguesía a la candidatura de CFK (que permite hacer una comparación con la
experiencia del peronismo histórico post-55) produjo mucha confusión estratégica en
torno al papel que la dirección kirchnerista iba a cumplir en la nueva etapa (del mismo
modo que la vuelta de Perón en los años setenta, para seguir con la analogía). Tal vez
valga la pena recordar la advertencia de Trotsky, cuando escribía: “La política del
proletariado no se deriva, de ninguna manera, automáticamente de la política de la
burguesía, poniendo sólo el signo opuesto (esto haría de cada sectario un estratega
magistral).”[7] Basta recordar la desconfianza que generó en “los mercados” la
candidatura de Menem en 1989 o de la Alianza diez años después para tomar nota de que,
en su forma “pura”, meramente económica o corporativa, antes de la mediación partidaria
o estatal, las clases dominantes suelen hacer gala de un maximalismo craso que no es
necesariamente un criterio fiable de orientación para la izquierda.
En este contexto, la cesión de la candidatura a Alberto Fernández está cargada de un
fuerte simbolismo que tiene como destinatario a las clases dominantes. Alberto Fernández
es la figura que rompe con el kirchnerismo cuando éste comienza a tener roces con las
clases dominantes: quien ante el “conflicto con el campo” y con Clarín, se quedó con la
oligarquía rural y el monopolio mediático. El anuncio de su candidatura vino a coronar
una serie de señales que daban forma a la estrategia del kirchnerismo ante la actual etapa:
recomposición con el peronismo (que se prefiguró, en las elecciones provinciales, en la
subordinación del kirchnerismo a los jerarcas peronistas locales), garantías al FMI y al
capital financiero internacional y señales generales de gobernabilidad y concordia a las

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clases dominantes locales. Si en algún lugar radica la “jugada magistral” de CFK es en el
reconocimiento de que ella misma y su candidatura se habían convertido en el mayor
obstáculo para su propia estrategia conservadora de gobernabilidad. No se trata de que
el ala “progresista” del peronismo fue derrotada por el ala conservadora. CFK consigue
elegir el papel que quiere ocupar en el nuevo gobierno, en cierta forma y hasta cierto
punto, como producto de su fortaleza política, no de su debilidad. Ningún “operativo
clamor”, ningún “Ella le gana”, hubiese modificado esto. Si el gobierno creía que la
debilidad de CFK (atosigada judicialmente, expuesta a la desaparición política) la
obligaba a ser candidata a presidenta, su empoderamiento reciente le permitió no serlo.
Es evidente que en el bloque socio-político en ascenso hay intereses contradictorios.
Se trata, al menos en esta etapa de bloque de oposición emergente, de un nuevo
“compromiso de clase”, pero en un contexto que achica dramáticamente los márgenes
para los “compromisos de clase”. La evolución del futuro gobierno no puede predecirse:
estará condicionado por las relaciones de fuerza entre las clases, las condiciones
económicas internacionales, la estrategia del FMI y el imperialismo, las propias tensiones
internas de la coalición política. La “alianza social” debajo de este bloque político no
necesariamente va a perpetuarse: muchas veces el ejercicio del gobierno es el terreno en
el que estos acuerdos iniciales se quiebran, donde las decisiones no logran o no pueden
conformar a todos. Puede romperlo la clase trabajadora desafiando el “pacto social”,
como también el mismo gobierno, si percibe condiciones y necesidad para acelerar un
giro conservador.
Sin embargo, afirmar sin más que este gobierno va a ser el resultado de las relaciones
de fuerza sociales a menudo sirve para obviar el propio papel que el mismo gobierno
pretende representar y su rol asimétrico respecto a las fuerzas sociales en pugna. Ningún
gobierno es mera presa de relaciones de fuerza “exteriores”, es también un agente
actuante con cierto margen de autonomía. No se limita a traducir e inscribir políticamente
las contradicciones sociales y las relaciones de fuerza, incide sobre ellas, las organiza,
estructura e incluso puede doblegarlas. Todo gobierno es una estrategia. Y el bloque
político en ascenso apunta a estabilizar (atenuando) el ajuste en curso, para lo que necesita
blindarse políticamente y consolidar la pasivización social. No se trata de aplicar una
excesiva y pesimista “hermenéutica de la sospecha” sobre promesas progresistas de
campaña para llegar a esta conclusión: basta con ver las declaraciones explícitas y los
actos de los más encumbrados dirigentes kirchneristas (CFK, Alberto Fernández, Axel
Kicillof, Álvaro Ágis). Si bien no se puede adivinar la evolución del eventual futuro
gobierno, sí puede reconstruirse con cierta facilidad hacia dónde se propone ir: lo pone
en evidencia sus señales de garantías a los fondos de inversión y al FMI, las
personalidades anunciadas como posibles ministros (donde destaca el economista
neoliberal Guillermo Nielsen), su recomposición con el conjunto del PJ, su estrategia de
“pacto social” para contener los reclamos salariales.

El significado político de la designación de Pichetto


A la jugada del kirchnerismo le siguió la jugada del macrismo. La designación de un
peronista de derecha como Miguel Pichetto como acompañante en la fórmula presidencial
de Macri tiene un doble sentido. En primer lugar, en términos electorales, intenta

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consolidar el apoyo de la “derecha social”, evitando desgranamientos hacia otras
candidaturas, fortaleciendo la señal estatal-autoritaria y tratando de acceder a votantes
peronistas anti-kirchneristas. Por otro, y más importante, apunta a construir una estrategia
de gobernabilidad futura. Un eventual segundo mandato de Macri abría un signo de
interrogante sobre su sustentabilidad política: sin “luna de miel” con el electorado, con
minoría en ambas cámaras y amputado ya de su recurso a la polarización con la “pesada
herencia kirchnerista”. Con esta designación, el macrismo se abre a un cogobierno con el
peronismo (incluso con los gobernadores y legisladores que actualmente acompañan la
fórmula oficial). En este caso, el “último Macri” podría tener algún parecido con el ciclo
Temer en Brasil, quien hizo de su debilidad, fortaleza: débil consensualmente, Temer fue
intransigentemente sostenido por los factores de poder mediáticos, económicos y
políticos, convirtiendo a su gobierno en un “grupo de tareas” de corto plazo, insensible a
la movilización social y recostado sobre el factor estatal-coercitivo. En el caso de Macri,
su posición resultaría fortalecida porque sí tendría un respaldo electoral de origen. El resto
del sistema político podría estar dispuesto a garantizarle gobernabilidad a fin de que
termine el “trabajo sucio” (“reformas estructurales”, deterioro del salario) y a sabiendas
de que no es un rival amenazante a futuro.
Es interesante observar el significado ambivalente de la designación de Pichetto:
enfatiza el discurso afín a la “derecha social” pero se abre un juego futuro de
negociaciones que viabilice la triple reforma, la posible más que la deseable. La reacción
eufórica, aunque probablemente efímera, de los mercados apuntó a este significado.
Paradójicamente, continuó y profundizó las señales de alivio posteriores a la
proclamación de la fórmula Fernández – Fernández. La clase dominante sigue prefiriendo
a Macri, y las señales de racionalidad del peronismo irracional no permiten despejar
todas las dudas, pero empieza a dibujarse un nuevo escenario político.
Este escenario político, sin embargo, es por ahora solo un escenario electoral. Su
transformación en una estabilización del régimen político sobre la base de una
normalización del conflicto social requiere de la consolidación de la desmovilización
obrera y popular que viabilice la ofensiva del capital.

Escenarios
Una victoria electoral del macrismo significaría un aval a su programa de
disciplinamiento social, un gran respaldo a la estrategia imperialista en la región y
probablemente una desmoralización del movimiento de masas. Por eso es importante su
derrota.
¿Qué hipótesis abre, por su lado, una eventual victoria electoral del peronismo? En
primer lugar, la posibilidad de que un gobierno peronista tenga éxito en estabilizar el
ajuste por medio de una política de pasivización social e integración política. Es decir,
por el recurso a lo que Gramsci denomina prácticas transformistas. La propensión a la
institucionalización del conflicto social, la tendencia a la caída de la conflictividad
callejera del último año, el antecedente de la subordinación de la mayoría de los
movimientos sociales a las estrategias electorales del kirchnerismo, la propia experiencia
del peronismo en general y el kirchnerismo en particular como fenómenos muy eficaces
de contención social, muestran que es un escenario perfectamente factible. Un cierto

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componente de la conciencia popular se alinea con esta eventual “gestión moderada del
ajuste”: el achatamiento de expectativas que produjo la ofensiva macrista, primero, la
crisis económica luego y ahora el moderado discurso kirchnerista en la oposición. En la
población tal vez no se está desarrollando una expectativa desmesurada en torno al retorno
de los “mejores años kirchneristas” sino la mera expectativa de atenuar el ajuste en curso.
El propio peronismo necesita a la vez ganar las elecciones y moderar las expectativas
sociales que su eventual victoria puede estimular: no hay “pacto social” que estabilice el
retroceso salarial sin control de la conflictividad social y, por lo tanto, de las expectativas
populares.
Si se concretara esta hipótesis, teniendo en cuenta la fuerte presión del FMI y la losa
de la deuda, no hay que descartar que el nuevo gobierno efectivice alguna versión de las
reformas estructurales que el macrismo no pudo conseguir en su gobierno (tal vez de
forma más moderada y negociada). Sobran ejemplos históricos que muestran que el
método para la aplicación de ciertas políticas de ajuste no es necesariamente la ofensiva
directa, sino la negociación y la pasivización social, sobre todo a través de la integración
y cooperación de la burocracia sindical.
Si sirve la analogía, este escenario podría parecerse al que vivió la convulsionada
Francia hace unos pocos años. En Francia se había iniciado un ciclo de ascenso de la
lucha de clases luego de las huelgas de 1995 contra las “reformas Juppe”, que dio lugar a
un largo ciclo de inestabilidad política y conflictividad social, que ralentizó la
contraofensiva neoliberal. Llegado cierto momento, sin embargo, el gobierno de derecha
radical de Sarkozy logró unificar a las clases dominantes e infringir una derrota
significativa a las clases populares con la aprobación de la reforma de las pensiones en
2010, contra la movilización de tres millones de personas. Al igual que en nuestra actual
situación, ante la ausencia de victorias sociales, la expectativa de cambio todavía vigorosa
se transfirió entonces al campo electoral y produjo la derrota de Sarkozy y el triunfo del
Partido Socialista con un discurso de oposición “a la austeridad y a las finanzas”. Cuando
el nuevo gobierno socialista de Hollande se mostró decidido a continuar en lo
fundamental la orientación trazada por la derecha, generó una desmoralización política
que cerró el círculo que había abierto la desmovilización social. Es decir, solo la actuación
sucesiva de los dos términos del régimen político pudo cerrar el llamado “ciclo
antiliberal” francés: una derecha agresiva primero, y una socialdemocracia continuista,
luego, que instala el thatcherista “no hay alternativa” y desmoraliza a su propio campo
social.
La probabilidad de un escenario de este tipo podría incluso resultar fortalecida por
una agudización de la crisis, con sus efectos disciplinantes, a lo largo del proceso electoral
o durante la transición entre ambos gobiernos. Es necesario igualmente precisar que si se
produjera en nuestro país una inflexión negativa en las relaciones de fuerza de este tipo,
sin embargo no parece probable una derrota histórica como la que se desarrolló con la
crisis hiperinflacionaria de 1989 y que dio lugar a la hegemonía menemista. Aun en la
peor de las hipótesis, lo más probable es un reflujo social de otra magnitud. La habitual
analogía con 1989 como medida de posibles derrotas sociales de las clases populares es
un poco excesiva. En ese caso, se trató de una derrota histórica a nivel internacional, que
cerró toda una época de la lucha de clases, donde coincidió el impacto duradero de la
dictadura militar, el derrumbe del “campo socialista” y la emergencia de una hegemonía

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robusta del capitalismo neoliberal globalizado. Para retomar nuestro ejemplo francés,
unos años después de la decepción de Hollande asistimos a la irrupción juvenil de Nuit
Debout, a la larga huelga de los ferroviarios y ahora a la irrupción explosiva de los
“chalecos amarillos”.
Una segunda hipótesis es, naturalmente, que un nuevo gobierno peronista fracase en
su intento de contención social, ya sea porque las demandas de las clases dominantes y el
FMI resultan excesivas e imposibles de adecuar a las necesidades de legitimación política,
ya sea porque la derrota del macrismo genera un cambio del clima político que estimula
la percepción popular de que hay condiciones favorables para “recuperar lo perdido”. En
este segundo escenario, las tendencias a la integración y a la pasivización son
sobrepasadas por la reanimación de las expectativas que inevitablemente el mismo
gobierno suscita. En este caso, el componente de la conciencia popular que prima no es
el “realismo minimalista”, sino la reactivación de expectativas que podrían renovar las
luchas salariales y los movimientos sociales. Para dar un paralelo histórico clásico, el
retorno de Perón en los setenta tuvo el objetivo de contener el ascenso de la lucha de
clases, pero su acceso al gobierno reactivó las expectativas populares de recuperación de
conquistas sociales que habían sido lesionadas por los gobiernos militares, lo que generó
una intensificación de la lucha de clases que el mismo peronismo no pudo estabilizar. El
resultado más probable de un curso de este tipo es una profundización y agudización de
la crisis, con consecuencias políticas difíciles de predecir.
En este segundo escenario, además, resulta relevante la ausencia de desmovilización
del movimiento feminista. Los vasos comunicantes entre la diversidad de luchas del
movimiento popular es un hecho reconocido. En Estados Unidos durante la década del
’60, el movimiento por los derechos civiles dio inicio a un ciclo de movilización que se
extendió hasta los primeros años de la década del ’70 a través de la activación del
movimiento pacifista, del movimiento feminista y finalmente del movimiento LGBT. Si
uno de los elementos de la desmovilización social relativa que estamos atravesando es la
ausencia de victorias significativas, no hay que descartar que una victoria en la lucha por
la legalización del aborto pueda desbordar al movimiento feminista y producir procesos
de activación más generales.

Perspectivas para un nuevo ciclo político


Un eventual peronismo de “extremo centro” en el gobierno dispuesto a gestionar el
ajuste que reclaman las clases dominantes, con algunos compromisos atenuantes,
inauguraría un nuevo ciclo político y daría lugar a una nueva experiencia de las masas
con el peronismo, diferente a los periodos anteriores (tanto del menemismo como del
“primer kirchnerismo”). En un contexto de ese tipo, posiblemente afloren las tensiones
internas del nuevo bloque político-social, dentro de cual no pueden descartarse rupturas
o radicalizaciones en la medida en que el gobierno emprenda un camino de moderación
y ajuste. El actual kirchnerismo es portador de una característica contradictoria: nunca la
integración de fracciones de izquierda y de los movimientos sociales fue tan vasta y
exitosa y nunca fue tan conservadora su orientación política. De hecho, es probable que
un nuevo gobierno del PJ signifique el cierre del ciclo progresista del peronismo que se
condensó en la experiencia kirchnerista. Este hecho puede tener importantes

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consecuencias en el futuro. Como sucede siempre que fenómenos populares heterogéneos
y subordinados a direcciones burguesas entran en su fase crítica y empiezan a descargar
la crisis sobre las clases populares, es fundamental estar atentos a la posible dislocación
de un sector de su base militante y sus franjas izquierdas y estar dispuestos a empalmar
con ellas.
Prepararnos para una etapa de este tipo requiere colocar en el centro el combate contra
las tendencias a la pasivización social y a la integración institucional que van a presionar
a los movimientos sociales y sindicales que se vincularon al peronismo, desarrollar las
movilizaciones contra el tentativo “pacto social” y retomar la demorada tarea de construir
una alternativa política que pueda recoger las expectativas y el activismo que puso sus
esperanzas de cambios sociales progresivos en el kirchnerismo, en beneficio de otro
proyecto político, con otros métodos, liderazgos y ambiciones político-estratégicas.

[1]
Adrián Piva es Doctor en Ciencias Sociales, docente de la UBA y la UNQ,
investigador de CONICET y militante de Democracia Socialista. Martín Mosquera es
Licenciado en Filosofía (UBA), docente de la UBA y militante de Democracia Socialista.
[2]
Ello incluye la reducción de la presión tributaria sobre la gran burguesía que
requería, en los primeros años de la administración Cambiemos, una reducción del gasto
público superior a la exigida por el déficit fiscal primario heredado de los gobiernos
kirchneristas, un aumento de la presión tributaria sobre las clases populares o una
combinación de ambos.
[3]
"Muchos dicen que a esta propuesta de un país ordenado le falta épica. No estoy
de acuerdo: qué más aventura épica que una sociedad que se quiere desarrollar" (Ámbito
Financiero, 29/12/2017).
[4]
Dice Grabois en una entrevista con el Diario Perfil: “Yo fui parte de la generación,
voy a decirlo con una expresión muy dura, que volteó a De la Rúa (..) y con los años fui
aprendiendo que eso estuvo orquestado (...)) Me usaron, o instrumentalizaron una lucha
legítima, donde siempre la sangre la ponen los jóvenes y los pobres. Ahora que soy más
grande, y que milito con los jóvenes y los pobres, voy a hacer todo lo que esté a mi alcance
para que los jóvenes y los pobres no pongan la sangre para que otros hagan negocios.
Además, porque creo que es importante que Macri termine su mandato”. Ver
https://www.perfil.com/noticias/politica/cristina-no-tiene-derecho-a-renunciar.phtml
[5]
Es especialmente gráfica al respecto la entrevista del periodista Daniel Tognetti,
afín al kirchnerismo, con Axel Kicillof sobre la “pasividad del pueblo” ante las políticas
del gobierno en Radio del Plata, el 28/12/18. Ver
enhttps://www.youtube.com/watch?v=lRwK2C72z8Q
[6]
La encuesta de Isonomía, que trabaja para el gobierno, publicada el 17 de abril
indicaba una diferencia de nueve puntos en favor de CFK en un posible balotaje con
Macri. Otras encuestas de esta misma época, poco antes del anuncio de la nueva fórmula,

14
daban resultados similares. Ver https://www.perfil.com/noticias/politica/segun-encuesta-
cristina-kirchner-podria-sacarle-9-puntos-mauricio-macri-balotaje.phtml
[7]
Citado en Sabado, Francois (2014). Notas para el debate sobre la situación en
medio oriente. Disponible enhttps://vientosur.info/spip.php?article9433

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