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GKUPO ZFTA “U
Barcelona. Bogotd • Buenos Aires • Caracas • Madrid . Mexico D.F. • Montevideo. Quito. Santiago de Chile
Titulo original: I.c genio ct la folie, i.n peinture,
nutsique er littcrat&rc
Traducción: Teresa Clavel
1.* edición: mar/o 1998
O Librairic Pión, 1997
O Ediciones B, S.A., 1998
Bailón, 84 - 080C9 Barcelona (España)
Printed in Spain
ISBN: 84-406-8126-7
Depósito lega): B, 13.510-1998
Impreso por U BERD Ú PLEX , S.L.
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P hilippe B renot
E l genio y la locura
«El papel en blanco, la tinta y la pluma me
aterrorizan —decía Cocteau—. Sé que se alian
contra mi voluntad de escribir.» La hoja en
blanco de El genio y la locura debe de haber
actuado conmigo con la misma malicia, ya que
he tenido que recurrir a un poderoso subterfu
gio para escribir estas líneas, que tan sólo de
ben su existencia a la audición incesante de los
veinticuatro preludios y fugas de Dmitri Shos
takovich.
P. B.
INTRODUCCIÓN
9 —
tista que reaparecerá en el Renacimiento o en la época
del romanticismo, sino también esa noción antigua de
la mezcla de los humores que marca la naturaleza cié la
personalidad. Más tarde Diderot, recuperando la idea de
Aristóteles, formulará ese lugar común —el genio cer
cano a la locura— que los primeros psiquiatras somete
rán a discusión en el siglo XIX. Esta «diferencia» de los
seres fuera de lo común es una idea ampliamente exten
dida, según la cual el creador, el genio, es un inadapta
do, un excéntrico, una persona inestable, obsesionada
por su obra y, en caso extremo, rayana en la locura.
Al mismo tiempo se plantean otros interrogantes
—¿qué es el genio?, ¿qué es la locura?— que hacen que
esta reflexión resulte particularmente delicada. ¿Qué
imagen tenemos del genio? ¿La del héroe puro al que se
rinde culto? ¿La del don divino de las aptitudes inna
tas? ¿Y de la locura? ¿Qué tipo de locura? ¿El delirio,
la depresión? ¿Cómo nos representamos nuestra pro
pia locura?
Ahora bien, cuando la visión de la cultura se acerca a
la de la medicina, desconfiemos de esa manía de los mé
dicos de ver enfermos por doquier. Recientemente he
podido conocer estudios médicos muy serios sobre la
patología de los grandes hombres, que harían sonreír si
redujéramos la imagen que tenemos de ellos a esos albu
res de la salud muy naturales en cada uno de nosotros.
Me refiero a la nefritis de Mozart, al reuma de Cristóbal
Colón, al «accidente» de Ravel, a la ceguera de John
Milton, a los vértigos de Lutero, a la dermatosis de O s
car Wilde, al párkinson de Hitler, al asma de Séneca, a
la anorexia de Kafka, al alzheimer de Swift, a la dislexia
de Dickens... Todas estas supuestas afecciones —en al
gunos casos probadas— tienen un fundamento, pero en
definitiva no explican ni la vida ni la obra. Las mismas
críticas deben aplicarse a los afectos y al ámbito mental;
en ningún caso la obra puede reducirse a una patología.
— 10 —
El arte o el genio proceden de múltiples componentes
que siempre conservarán una parte de misterio.
Sin embargo, esta vieja idea del parentesco entre
genio y locura encuentra en la actualidad argumentos
de respuesta en una nueva concepción psiquiátrica de
los trastornos del humor, que ilumina el misterio de la
creatividad y enriquece la lectura psicoanalítica del mo
vimiento creativo. La obra parece nacer de una sabia
mezcla de la dificultad de ser y un factor energético
constitucional, el mismo que ha animado a todos los
creadores de universos, a todos los aventureros de lo
imposible, poetas, magos, profetas, pintores, inventores,
músicos, políticos... Rimbaud, Schumann, Goethe, Van
Gogh, Mozart, Hemingway, Balzac, Flaubert, Nietzs-
che, Miguel Ángel, Rousseau, Simenon, Picasso...
Así, biografías, autobiografías y patobiografías nos
proporcionan testimonios directos, análisis y opiniones
psiquiátricas que corroboran la intuición de Aristóteles.
La exaltación creadora es íntima de la melancolía, her
mana de la depresión e hija de la manía, pero también
pariente cercana de la locura cuando la obra ya no con
sigue contener todos los afectos. Entonces esa lectura
sin concesiones de los destinos fuera de lo común nos
lleva a conclusiones sorprendentes: el humor genial pa
rece distribuirse de un modo muy desigual entre las ar
tes del lenguaje (poesía, literatura) y las artes no verba
les (plásticas y musicales).
Las primeras se encuentran a escasa distancia de los
trastornos mentales, la depresión es uno de sus mecanis
mos. El escritor nace a partir de sí mismo y adopta un
seudónimo. La escritura es un crimen para aspirar a la
existencia.
Las segundas tienen pocos vínculos con la locura, la
depresión no es muy frecuente en ellas, y resulta sor
prendente constatar que prácticamente ningún pintor ni
músico utilizan seudónimo. ¿Acaso la literatura es co-
11 —
mo una fruta prohibida? ¿Acaso la vista y el oído prote
gen de la locura?
Al margen de las críticas que puede provocar —y
que provocará— semejante análisis de los seres excep
cionales, la coherencia de los hechos es suficientemente
explícita para suscitar la reflexión y aceptar la evidencia
de un factor propio del genio, que yo he llamado «fac
tor humano», y de una función social que calificaré de
«función chamánica», pues la originalidad del proceder
creador presenta innumerables puntos en común con
ese papel provocador y catalizador de la sociedad que
el chamán desempeña en aquellas tribus nómadas del
mundo antiguo que todavía hoy subsisten como un tes
timonio del origen, como un resto fósil de los cazado
res-recolectores de los que nosotros somos los últimos
herederos.
— 12 —
I
1. L a n o c ió n d e g e n io
— 13 —
según la época a la que se hace referencia: el genius de
los romanos ya no era el daimon interior de los filóso
fos griegos, al igual que la «inspiración» romántica difie
re mucho del «genio» de los enciclopedistas.
El prototipo griego del genio ya presenta una simili
tud con la demencia: es el «demonio» de Sócrates, que
servirá de modelo a la psiquiatría del siglo XIX para ar
gumentar su discurso sobre la proximidad entre el genio
y la locura. Para la sociedad griega, que cree en la exis
tencia de dioses y demonios, esa voz interior que Só
crates llama su daimon, su espíritu, es un genio fami
liar; para el filósofo y el poeta es una musa inspiradora, y
para la psiquiatría clasificadora es una alucinación audi
tiva: «El fervor celestial me ha concedido un don ma
ravilloso que no me ha abandonado desde la infancia
—precisa Sócrates—; es una voz que cuando se deja oír
me aparta de lo que voy a hacer, y nunca vuelve a im
pulsarme a ello...» (Platón, Alcibíades). Sócrates tuvo tal
influencia en sus alumnos que su pensamiento, erigido
en dogma, se convirtió en un modelo de sabiduría a tra
vés de los escritos de Platón, Diógenes, Plutarco y Jeno
fonte. El dios interior se transformó así en un genio fa
miliar, generador de inspiración, que contribuyó muy
especialmente a formar la noción moderna de «genio»,
en contraposición con el genius latino, que sólo desig
na el alma humana en el sentido animista de la fuerza
vital. En Fedro, Platón precisa que el poeta es un ser sa
grado porque está poseído por los dioses: «N o se en
cuentra en disposición de crear antes de recibir la ins
piración de un dios, de estar fuera de sí y haber perdido
la razón.» Esta veneración del delirio extático que apa
rece en todas las sociedades de la tradición se encuentra
aquí asociada a la poesía, que parece mantener relacio
nes muy peculiares con el mundo de los dioses. «Toda
la Antigüedad —dice Zilsel— concibe la poesía como
una inspiración divina, y al poeta como un profeta.»
— 14 —
Esta posición sumamente privilegiada del poeta
griego decaerá tras el gran período del siglo v, para per
der su dimensión divina y volver a ser en cierto modo
profana. Bajo la influencia de Grecia, el poeta latino re
cuperará su prestigio perdido y, en parte, el entusiasmo
divino del demonio platónico. Sin embargo, tan sólo
la poesía parece digna de inspiración, pues la pintura
y la escultura no son sino muestra de una técnica.
Todavía en el siglo V antes de nuestra era, dos ideas
complementarias acompañarán al daimon para funda
mentar la noción de genio: la idea de que el talento es
innato y el inicio del culto a los grandes hombres. A los
héroes mitológicos se asocian ahora figuras históricas en
cierto modo divinizadas, que pasarán a la posteridad de
la cultura europea con el término de «genios»; así, Sófo
cles, Homero y Epicuro, entre otros, son convertidos
en héroes por sus contemporáneos. La noción de genio
emerge poco a poco de su envoltorio histórico y llega
casi intacta al Renacimiento, que le otorga una nueva
gloria.
Los letrados y los humanistas adoptan entonces una
concepción elitista de la vida que la cultura occidental
erige en valor universal. Gerolamo Cardano, en 1663, es
el primero que aboga, en Mi vida, por la inmortalidad
del nombre propio, «maravilloso invento», dice hablan
do de César, Alejandro o Aníbal. El renombre y la in
mortalidad comienzan a imponerse como las virtudes de
un mundo ávido de honores y gloria, opuesto al ideal
medieval de humildad. La vanidad de Dante, por ejem
plo, será denunciada por Boccaccio, que suaviza sus pa
labras en estos términos: «¿Qué vida (se refiere a Dante),
efectivamente, es tan vulgar como para no sei sensible al
deleite de la gloria?» (citado por Zilsel).
En el transcurso del largo Renacimiento del mundo
occidental, marcado por el florecimiento de las ai tes y la
riqueza de los inventos, dominado por la fama y la glo-
— 15 —
ria, se halla ausente el genius de los antiguos. El ideal de
la gloria parece responder entonces a la necesidad de ve
neración de los artistas y los grandes navegantes ávidos
de horizontes. Magallanes, Colón, Leonardo y Miguel
Ángel son los nuevos profetas de un mundo conquista
dor. Ramusio dirá de Colón que «fue el hombre que dio
al mundo otro mundo, una hazaña infinitamente mayor
que las de antaño». El mundo está cambiando, los hé
roes de hoy superan en magnificencia las glorias eternas.
Un nuevo género causa furor en el orden del mérito
literario, el de la recopilación biográfica de los hombres
ilustres, con el clásico De viris illustribus de Plutarco,
que se redescubre, o La suerte de los hombres y las mu
jeres nobles, de Boccaccio. Despiertan rivalidades que
desearían establecer una escala de valores entre las artes,
entre las escuelas, entre los hombres. La jerarquía de los
grandes nombres reafirma los tópicos y perpetúa un or
den profundamente subjetivo de las artes, las letras y las
ciencias. En 1390, en El libro del arte, Cennini discute la
preponderancia que algunos quieren atribuir a las letras:
«La pintura merece sentarse en la segunda fila, detrás de
la ciencia, y recibir la corona de manos de la poesía» (ci
tado por Zilsel). Algún tiempo después, Leonardo da
Vinci reafirmará, en Tratado de la pintura, la preemi
nencia de la pintura sobre la poesía, pues la vista, dirá, es
superior al oído. En su notable estudio sobre el genio en
el Renacimiento, Edgar Zilsel realiza un fino análisis del
pensamiento de Leonardo da Vinci, al que considera
«muy alejado de la noción moderna del genio», mien
tras que «ese ser excepcional, por encima de su oficio,
era capaz de expresarse por igual en todos los dominios
de la vida y del arte». Nos muestra a un Leonardo aten
to a la gloria y preocupado por la rivalidad social, que
todavía se dedica a demostrar la supremacía de la pintu
ra sobre la escultura, la cual no sería sino un arte mecá
nico di minore ingenio, es decir, un arte que exigiría me-
— 16 —
nos esfuerzo del espíritu. El gemus deja paso al inge-
yiium, la reflexión sutil que se aplica tanto a las ciencias
como a las artes. Nos encontramos ya en los comienzos
de la era de la técnica.
El culto a los grandes hombres llegará a su apogeo
con la imagen de Miguel Ángel glorificada por Anto
nio Francesco Doni en II Disegno, de 1549, y a conti
nuación, en 1550, en la formidable suma de las Vidas de
los mejores pintores, escultores y arquitectos, de Giorgio
Vasari, que pinta un extenso fresco de los artistas del
Renacimiento y que sigue siendo una obra de gran inte
rés. A partir de ese momento se sucederán durante va
rios siglos las recopilaciones biográficas para ensalzar la
supremacía de uno, el valor de otro, la grandeza de un
arte o incluso los méritos de una ciudad cuyas virtudes
son tales que la convierten en cuna de genios. En 1375,
Filippo Villani escribe en honor de Florencia, y unos
años más tarde Savonarola, en homenaje a Padua. Estas
recopilaciones no sólo exploran ampliamente las artes,
sino también las ciencias. Savonarola, por ejemplo, se
ocupa de seis teólogos, dos filósofos, cuatro poetas e
historiadores, algunos guerreros, diecinueve juristas,
veinte médicos, varios personajes notables de la ciudad
y, por último, siete pintores y arquitectos, y se excusa
por no mencionar a los músicos, si bien no deja de en
salzar sus méritos. También en el siglo XV, aunque unos
años más tarde, Ugolino Verini mencionará en el trata
do De los ilustres florentinos a cinco teólogos, a poetas y
eruditos, catorce de ellos contemporáneos, a cinco juris
tas, ocho médicos, un matemático y un astrónomo. El
carácter tremendamente subjetivo de estas selecciones
biográficas refleja sin embargo un espíritu de casta y el
gusto de una época. Unos dan preferencia a las artes,
otros a las ciencias, otros más glorifican a un dux ve
neciano, a comerciantes, a algunos reyes, a papas, a un
general, a una princesa... En 1557, la Elogia doctorum
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virorum de Paul Jove enumera nada menos que ciento
cuarenta y seis eruditos entre las glorias del pasado, si
tuando en cabeza a Alberto Magno y santo Tomás de
Aquino, seguidos de Maquiavelo, Dante, Petrarca, To
más Moro... Unicamente cita entre ellos a dieciocho eru
ditos contemporáneos, cuyos nombres no han pasado a
la posteridad, y completa este areópago con tan sólo al
gunos artistas —Rafael, Miguel Ángel, Leonardo da
Vinci—, pero sobre todo añade una larga lista de ciento
treinta y siete héroes militares.
De un total de novecientos sesenta y siete personajes
ilustres mencionados por los diferentes autores del Re
nacimiento, Zilsel contabiliza un 49 % de eruditos, un
30 % de personalidades políticas o militares, un 10 % de
eclesiásticos, un 6,5 % de médicos y tan sólo un 4,5 %
de artistas, pintores y escultores. A los «genios» y perso
nalidades excepcionales se suman los notables de la ciu
dad y los sabios de toda índole, lo que provocará las
protestas de Petrarca en el siglo XIV y de Alberti en el si
glo XV, quienes se alzarán violentamente contra esa tri-
vialización de la noción de excepcionalidad.
Este «don de Dios», este ingenium que sólo poseen
algunos pintores y poetas, no se debe confundir con
la habilidad artesanal de sus contemporáneos. En sus
Cuatro diálogos sobre la pintura, Francisco de Olan-
da precisará esta rareza del don divino hablando de los
«maestros ilustres que no nacen sino con un intervalo
de largos años». La naturaleza produce sus genios con
parsimonia y una especie de regularidad que jalona los
siglos con personalidades excepcionales.
El siglo xvill hereda esta noción con el entusiasmo
del conocimiento y la ilustración de la Enciclopedia. «La
amplitud del espíritu, la fuerza de la imaginación y la
actividad del alma, eso es el genio» (Enciclopedia, 7,
582). Mediante esta larga reflexión —el artículo «genio»
ocupa seis páginas de la Enciclopedia y sus suplemen-
— 18 —
tos , Diderot modela e impone la idea moderna del ge
nio. El genio se opone al buen gusto y al simple talen
to, que no son más que obras humanas, producto del
aprendizaje y el trabajo. «El genio es un don puro de la
naturaleza... no se limita a ver, se emociona... en las Ar
tes, en las Ciencias y en los negocios, el genio parece
cambiar la naturaleza de las cosas, su carácter se extien
de sobre todo lo que toca y sus luces, proyectándose
más allá del pasado y del presente, iluminan el futuro: se
adelanta a su siglo, que no puede seguirlo» (op. cit.). El
genio es un ser fuera de lo común, fuera del momento,
fuera de su época. La gran lucidez de su mirada única lo
convierte en un visionario.
En la misma época, Immanuel Kant insistirá en la
«originalidad ejemplar del genio en el libre uso de sus
facultades de conocimiento». Su clarividencia es un don
de la naturaleza que lo eleva por encima de sus contem
poráneos, gracias a la agudeza de su percepción y la ori
ginalidad de su discernimiento: «Parece sustraer a la na
turaleza secretos que ésta sólo le ha revelado a él [...]. El
común de los mortales mira sin ver, el hombre genial ve
con tanta rapidez que casi lo hace sin mirar» (Diderot,
op. cit.). Diderot nombra a Shakespeare, Racine, Virgi
lio y Homero, así como a Platón, Descartes, Bacon y
Leibniz; la cultura clásica se ve más reforzada en el valor
inmutable de las Vidas de los hombres ilustres, y de al
gún modo revalonzada por los defensores de cierto aca
demicismo y del reinado de la razón.
— 19 —
la tradición e intenta imponer la estética espontánea del
genio. El retorno a las fuentes, a la inspiración natural y
a la poesía, considerada la matriz de la creación, impone
la única regla, según dice Grappin: «Escuchar al cora
zón, ser sincero y también ser fuerte. La originalidad
cuenta más que nada, y el que no siente en su interior
emociones nuevas, el que no elabora pensamientos iné
ditos, ése no tiene nada que hacer en la poesía.»
Esa «época de los genios», como la llama Grappin,
prepara el terreno de un romanticismo que cultivará la
espontaneidad de la imaginación creadora. Retomando
la eterna oposición entre genio y talento, Jürgen Mayer
precisa que «el talento se conoce a sí mismo; sabe qué
ha conducido a tal o cual idea concreta, mientras que el
genio, que obedece a un terrible impulso, no lo sabe
nunca con claridad» (Panizza). La manifestación del ge
nio es un momento de gracia, un don del cielo, una ins
piración de la naturaleza, un descubrimiento espontá
neo e imprevisible. Estamos en el siglo XIX: la poesía, la
literatura y, a continuación, la pintura y la música se li
beran de las cadenas del academicismo cultivando la es
pontaneidad del simbolismo, del impresionismo y, más
tarde, de cierto realismo. La noción de genio se extien
de entonces a la de creación espontánea y liberación de
las fuerzas generadoras de la personalidad. N o obstante,
continúa apareciendo en primer plano esa noción de una
particularidad dada al nacer. Paul-Emile Littré define
así el genio en 1886: «Talento innato, disposición natu
ral para ciertas cosas [...]. El término “ genio” se diría que
debe designar, no a los grandes talentos indistintamente
sino a aquellos en los que interviene la inventiva.»
Seguimos estando en la clásica dicotomía entre ge
nio y talento, inspiración e imaginación, inventiva e imi
tación. El genio rompe con su época, rompe con la his
toria. Su inspiración renueva las artes, las ciencias y las
letras, a la manera de una mutación que orienta profun-
— 20 —
da y duraderamente los modos de pensar. En 1891, en
su famosa conferencia «Genio y locura», Oskar Panizza
insistirá en el carácter fulgurante y extraordinario de la
obra genial: «A un genio le pedimos que precisamente
lo que constituye su genio no guarde ninguna relación
ni con sus contemporáneos ni con sus predecesores. Un
genio puramente literario debe reunir sus propias pala
bras y construir sus propias frases, utilizar en general
unas virtudes del lenguaje como ningún otro escritor
antes que él...» El genio debe producir el efecto de una
revelación, y Panizza nos ofrece ejemplos de ello en el
mundo de la música: «Wagner en lo que se refiere a la ar
monización, Meyerber en lo que se refiere a la potencia
de los medios orquestales, Weber en lo que se refiere a
la invención melódica y Berlioz en el arte de hacer esta
llar brutalmente la forma musical tradicional» (op. cit.).
El genio es fulgor, es revolución, adquiere de pronto
una dimensión sobrehumana.
— 21 —
penetrado para siempre... Un pálido sudor de luz les cu
bre el rostro. El alma les sale por los poros. ¿Qué alma?
Dios.»
El fulgor divino de la inspiración del poeta parece
una característica del siglo XIX, que —pensemos en By-
ron recorriendo Europa con sus interrogantes llenos de
angustia— renueva la noción de genio, enriquecida con
las languideces monótonas del tormento interior. Si la
Ilustración teorizó este concepto, el siglo XIX sin duda
lo tiñó de romanticismo.
Finalmente, en la misma época y dentro del mo
vimiento de la psiquiatría naciente, aparece la imagen
científica moderna del genio. Primero Lélut y a conti
nuación Moreau de Tours en su análisis psicopatológi-
co, después Francis Galton con su noción hereditaria
del genio, Hereditary Genius (1869), y sobre todo Ce
sare Lombroso con El hombre genial (1877), son los an
tecesores de todos los estudios modernos sobre esta no
ción, aunque el punto de vista de este último sea muy
criticable y en la actualidad esté superado. Curiosamen
te, Lombroso no da ninguna definición, sino que des
de las primeras páginas de este voluminoso trabajo se
dedica exclusivamente a describir el carácter degenerati
vo y enfermizo de los personajes excepcionales. Con
forme avanza el texto, se comprende que, para él, esta
noción del genio es tan evidente que acepta, por comple
to y sin criticarlos, los inventarios clásicos de las vidas
de los hombres ilustres: Pascal, Lutero, Horacio, Aristó
teles, Platón, Diógenes, Arquímedes, Epicteto; Mon
taigne, Spinoza, Balzac, Lulli; Adolphe Thiers, Jonathan
Swift, Atila, Napoleón; Tito, Carlos Martel, Cromwell,
Nelson; Voltaire y Miguel Ángel; Calvino, Erasmo,
Volta, Bismarck; Dumas, Petrarca, Flaubert, Esopo;
Scarron, Byron, Talleyrand, Cicerón; Descartes, New-
ton, Ibsen, Dostoievski; Darwin, Bichat, Kant y Peri-
cles; Schiller, Humboldt, Dante y Turguéniev... entre los
— 22 —
más conocidos. Se podría proseguir hasta el infinito este
inventario «a lo Prévert», que él adaptaba a voluntad se
gún las necesidades de su demostración.
Sin embargo, Charles Richet ofrece en 1896, en el
prólogo a la edición francesa del libro de Lombroso,
una clara definición: «Resulta bastante difícil definir al
hombre genial. Nadie puede establecer un límite abso
luto, una demarcación formal entre el hombre genial, el
hombre de talento y el hombre mediocre... Yo diría que
lo que caracteriza a esos grandes hombres es que difie
ren del medio que los rodea. Emiten ideas que a los
hombres que viven junto a ellos no se les han ocurrido
ni se les podían ocurrir. Son iniciadores, originales. A mi
entender, la verdadera y única marca de los hombres ge
niales es la originalidad. Ven más, mejor y, sobre todo,
de un modo distinto al del común de los mortales.»
El hombre genial es distinto de sus contemporáneos,
se sale de la norma, es una excepción, lo que a menudo
incitará a vincularlo con la alienación —literalmente, el
hecho de convertirse en otro— y la locura. Debemos
insistir, sin embargo, en ese carácter de originalidad del
hombre genial que lleva al acto creativo: el genio es crea
dor de pensamiento, de técnica, de acontecimiento. Es
ta noción será retomada desde principios del siglo XX y
hasta nuestros días en todos los estudios sobre la crea
tividad.
Con cinco textos sucesivos (El chiste y su relación
con lo inconsciente en 1905, El delirio y los sueños en
Gradiva de W. Jensen en 1907, La creación literaria y el
sueño despierto en 1908, Un recuerdo de infancia de
Leonardo da Vina en 1910 y El Moisés de Miguel Ángel
en 1914), Freud abre el camino del psicoanálisis de las
obras, proyecto de una sistemática en la que participa
rán numerosos analistas —Karl Abraham, Ernest Jones,
Otto Rank...— desde una perspectiva psicopatológica no
sólo de estudio de la obra y análisis de las biografías,
— 23 —
sino también de definición del artista, el creador y la
creación. Freud contempla la obra sobre todo en térmi
nos de organización libidinal y, en realidad, busca las
pulsiones primitivas y universales que concurren en esa
genialidad del creador.
— 24 —
mente de la cohorte de los heroes y los grandes hom
bres, con frecuencia vinculada al contexto social y a un
ideal moral o estético. El genio implica invención y re
conocimiento, lo que una vez más encaja mal con la idea
generosa pero poco realista del genio desconocido.
Por último, aunque en su definición del genio inclu
ya esencialmente la novedad de un «logro original» y la
«creación de valores peculiares», Kretschmer precisa lo
que a su entender es una última condición: «Debido a
sus aptitudes hereditarias, está en posesión de un apara
to psíquico muy particular que le permite producir, en
un grado más elevado que a otros, valores positivos que
llevan el sello de una personalidad rara y original.»
Esta opinión personalísima, versión moderna de la
creencia ancestral en el don innato del artista creador,
estará en el centro de esta discusión sobre el genio y la
locura, así como sobre sus múltiples determinantes. La
posición de Kretschmer es la única que sigue siendo tan
abiertamente determinista: «La tarea exclusiva de nues
tro estudio consistirá en describir las leyes del propio
genio en sus aptitudes hereditarias y en los aconteci
mientos que actúan sobre ellas.»
— 25 —
rá la noción de creativity para designar la capacidad in
nata de los humanos de generar lenguaje hasta el infi
nito. El estudio de las potencialidades creadoras, ini
ciado por Guiford y Osborn en Estados Unidos, y por
Beaudot y Astruc en Francia, desemboca en la evalua
ción del potencial creador en el niño y el adolescente,
por un lado, y por otro, en psicopatología, en los en
fermos mentales, y será la causa de la renovación del ar
te-terapia.
En el cruce de esta corriente de la creatividad y del
análisis de la obra es donde se sitúa el enfoque teórico
de Didier Anzieu a través de Psychanalyse du génie créa-
teur, de 1974, y Le corps de Voeuvre, de 1981. La creati
vidad pone en marcha un proceso pulsional particular
que moviliza las representaciones mentales para permi
tir asociaciones desacostumbradas generadoras de ideas
nuevas. En otras palabras, es un refuerzo y una valida
ción del carácter creador e innovador del genio, noción
que ya hemos encontrado en varias ocasiones.
— 26 —
un reconocimiento público, amplio y duradero
la hipótesis de un aparato psíquico peculiar
la existencia o no de predisposiciones.
Estos criterios bastante restrictivos concederían muy
poco valor a las clásicas listas mundanas en las que ha-
bitualmente se basan los estudios sobre el «genio». Por
comodidad, algunos autores anglosajones han utilizado
el Who’s who como fuente de la que extraer las perso
nalidades excepcionales —lo que no difiere mucho del
carácter mundano de las Vidas ilustres—, otros han ela
borado listas enciclopédicas de artistas reconocidos, otros
más el anuario de los premios Nobel... Así pues, nos vere
mos abocados a aceptar en el análisis de los estudios sobre
el genio, aunque criticándolas, algunas incorporaciones a
veces subjetivas o un tanto tendenciosas, y en definitiva
a hablar tanto de los creadores como de los seres excep
cionales. Por último, para gozar de mayor libertad de ex
presión y a fin de evitar las redundancias, utilizaremos
varios términos como sinónimos de esta noción: perso
najes fuera de lo común, genios creadores, seres excep
cionales... Pues, como afirma Philippe Sollers en Théorie
des exceptions, «excepción, ésa es la regla en el arte y en la
literatura...».
En 1977, en su tesis «Orfandad y creatividad», Jean-
Michel Porret selecciona como población creadora a
treinta y cinco escritores franceses del siglo XIX: Balzac,
Nerval, Hugo, Renán, Rimbaud, Loti... Un año más
tarde, y desarrollando la misma idea, un psicólogo nor
teamericano, Marvin Eisenstadt, constituirá un grupo
de seiscientos noventa y nueve personajes excepciona
les basándose en el único criterio de la extensión sufi
cientemente respetable de su reseña biográfica en la En
ciclopedia Británica y en la Americana. Su clasificación
eminentemente subjetiva y profundamente anglosajona
presenta a los «genios» en el siguiente orden: 1. William
Shakespeare; 2. Platón; 3. Abraham Lincoln; 4. Jesuciis-
— 27 —
to; 5. Napoleón; 6. John Milton; 7. Samuel Johhson;
8. san Pablo; 9. Leonardo da Vinci... El carácter arbitra
rio y profundamente personal de semejante palmarás
salta a la vista incluso de los menos avisados.
En el mismo género literario, el inventario realizado
por diplomáticos europeos de cincuenta personajes ilus
tres que han marcado la civilización occidental quizá
se adapta más a esta noción de genio, pero suscita la
misma crítica en cuanto a su elección arbitraria: 1. Wi-
lliam Shakespeare; 2. Leonardo da Vinci; 3. Carlomag-
no; 4. Beethoven; 5. Rembrandt; 6. Goethe; 7. Erasmo;
8. Cristóbal Colón; 9. René Descartes; 10. Jean-Jacques
Rousseau; 11. Miguel Ángel; 12. Johann Sebastian Bach;
13. Galileo; 14. Gutenberg; 15. Isaac Newton; 16. santo
Tomás de Aquino; 17. Karl Marx; 18. Voltaire; 19. Dan
te; 20. Charles Darwin; 21. Soren Kierkegaard; 22. Al-
bert Einstein... (Le point, n.° 349).
Aunque podríamos multiplicar los ejemplos hasta el
infinito, la noción de genio sigue siendo personal, posee
una fuerte carga cultural y subjetiva. Así, en su diverti
do Diario de un genio, Salvador Dalí ridiculiza la clasi
ficación de los grandes artistas de la historia del arte
(cuadro I) puntuando el genio: ¡un 20 para Leonardo y
un 0 para Mondrian!
2. L a n o c ió n d e l o c u r a
— 28 —
Cuadro 1
Palmarés de los genios según Salvador Dalí
(tomado de Diario de un genio)
LEONARDO DA VINCI 17 18 15 19 20 18 19 20 20
MEISSONIER 5 o 1 3 o 1 2 17 18
lNGR ES 15 12 11 15 o 6 6 10 20
VELÁZQU.E.Z 20 19 20 19 20 20 20 15 20
BOU GUEREAV 11 1 1 1 o o o o 15
DALf 12 17 10 17 19 18 17 19 19
PlCASSO 9 19 9 J8 20 16 7 2 7
RAFAEL 19 19 18 20 20 20 20 20 20
MANET 3 1 6 4 o 4 5 o 14
VERMf.ERDE DELFT' 20 20 20 20 20 20 19 20 20
M ONDR.IAN o o o o o l 0,5 o 3,5
de hombre soufflé, es decir, tonto o idiota. Pero a partir
del siglo XII el fol es, en la acepción común, un enfermo
mental. En 1694, el Diccionario de la Academia France
sa todavía dice que fol o fon es aquel «que ha perdido el
sentido, el espíritu, que es víctima de la demencia». Es la
gran época del internamiento de la locura, que Michel
Foucault convertirá en una nueva lepra: «De hecho, la
verdadera herencia de la lepra no es ahí (en la enferme
dad venérea) donde hay que buscarla, sino en un fe
nómeno muy complejo y del que la medicina tardará
mucho tiempo en apropiarse. Ese fenómeno es la locu
ra» (Historia de la locura en la época clásica).
El edicto real de 27 de abril de 1656, edicto de crea
ción del hospital general, marca el inicio del gran «en
cierro», aísla e interna a todos aquellos — mendigos,
ociosos, holgazanes, borrachos, mentirosos, impúdi
cos...— que pervierten a la sociedad. La paradoja de la
locura y de su carácter incomprensible suscitará has
ta hoy actitudes contradictorias. Entre la buena y la ma
la pobreza, nos dice Michel Foucault, «la primera acepta
el internamiento y encuentra en él reposo; la segunda lo
rechaza y, por consiguiente, lo merece» (op. cit.). Este
razonamiento paradójico no difiere mucho del comenta
rio irónico y ampliamente extendido en las casas de lo
cos del siglo XIX: «Ese está loco de atar, porque asegura
que no lo está.»
De la «nave de los locos» al sanatorio psiquiátrico,
el razonamiento de la exclusión siempre es el mismo:
está loco aquel que ofende las reglas de la moral, del
bien pensar y de la sociedad. Contrariamente a lo habi
tual en el hospital general, donde la admisión requería
siempre un diagnóstico médico, el ingreso en el hospital
psiquiátrico parecía depender, hasta hace unos años, de
un criterio más social que clínico, ya que se admitían en
él, además de a los enfermos mentales, a todos aquellos
—delincuentes, alcohólicos, toxicómanos o vagabun-
— 30 —
dos— cuyo comportamiento perturbaba el orden social.
Este criterio de rareza es la alienación, un término muy
acertado, ya que procede del latín alienas (otro) y signi
fica en realidad «convertirse en otro». Ese cajón de sas
tre de la locura acogerá en el transcurso de los siglos a
frenéticos y lunáticos, tontos, idiotas e imbéciles, insen
satos, necios, violentos o incurables, y más tarde a ilu
minados y visionarios, realidades mentales todas ellas
que suponen diferencias clínicas —las unas de grado, las
otras de naturaleza— y nos conducen imperceptible
mente al margen de la normalidad social. Basta recordar
que, en todo el mundo, los opositores políticos o los
marginales han sido internados, y en ocasiones incluso
«psiquiatrizados». ¿En qué medida, entonces, los ilumi
nados y los visionarios son locos o profetas? ¿No será el
profeta un loco que ha triunfado? Oskar Panizza nos
recuerda que para numerosas culturas tradicionales, y
en la Antigüedad, la locura es una inspiración divina.
Así, la palabra hebrea navi designaba a la vez al profeta
y al loco. «Los turcos llamaban a los enfermos mentales
“ hijos de D ios” [...] las sacerdotisas del oráculo de Del-
fos o bien estaban locas o bien eran conducidas al éxta
sis utilizando medios artificiales» (op. cit).
En el límite de la enfermedad y de la sociedad hay
otras categorías: el disoluto y el temerario, el libertino y
el homosexual, el mago y el blasfemo. La psiquiatría mo
derna, que ya no juzga estos comportamientos ni esta
blece un cuadro clínico de ellos, en ocasiones realiza
diagnósticos de personalidad para comprender las evo
luciones marginales, que no competen fundamental
mente a la psiquiatría sino que afectan al orden social. Si
bien las sociedades tradicionales convierten la locura en
la otra cara de la razón, el Occidente racional y «positi
vo» sólo acepta categorías sin ambigüedad. Se ha con
sumado la ruptura con el pensamiento tradicional: a un
lado se encuentra la rectitud, la ley y la razón; al otro,
— 31 —
el mal, el crimen y la sinrazón, porque «el loco no pue
de pensar y el pensamiento no puede ser loco» (A. de
Waelhens).
La rápida evolución de la psiquiatría en los siglos XIX
y XX ha transformado profundamente el significado del
término «locura», que hoy en día sólo se utiliza en el ha
bla popular. La clínica médica lo ha sustituido por los
términos «neurosis», «psicosis», «melancolía» o «depre
sión». Jean-Pierre Brouat, que ha estudiado las repre
sentaciones populares de la locura, nos muestra que en
la actualidad el término «locura» se aplica más bien a la
realidad clínica de la psicosis, enfermedad mental habi
tualmente grave que procede de la estructura psíquica y
que popularmente es muy distinta de la depresión. «La
locura —dice Jean-Pierre Brouat— es una cuestión de
naturaleza, mientras que la depresión es un suceso pasa
jero. El depresivo es un sujeto tratable, el loco no lo es
jamás.»
Esta imagen moderna de la locura contrapuesta a la
depresión es tan cierta como el hecho de que los dos
términos se han utilizado con frecuencia uno por otro,
bien para exagerar la locura o bien para excusarla. A los
depresivos se les ha tratado de locos para rechazarlos de
una forma más efectiva, y a los locos delirantes se les ha
llamado depresivos para difuminar su enfermedad.
La clínica psiquiátrica es una realidad muy distinta:
la del dolor moral y el sufrimiento mental que contem
plan todos los médicos, en especial los psiquiatras.
Contrariamente al tópico, no se trata de trastornos ima
ginarios ni de una posición filosófica de la mente. Cua
lesquiera que sean sus concepciones, las enfermedades
psicológicas y mentales son enfermedades, es decir, que
reflejan una alteración del estado de salud mental, una
perturbación de las funciones psicológicas y unas modi
ficaciones más o menos específicas del funcionamiento
neurobiológico. Como tales, requieren un diagnóstico y
— 32 —
la utilización de estrategias terapéuticas apropiadas, que
a menudo llevan asociada una aproximación psicoló
gica y relaciona!, llamada psicoterapia, y en caso oecesa-
110 una medicación especifica llamada quimioterapia. Es
importante desterrar un tópico que en la actualidad se
considera falso, según el cual los débiles se curan con me
dicamentos y los fuertes mediante la palabra de la psi
coterapia. Hay indicaciones para unos e indicaciones pa
ra otros, como también las hay para la asociación de
ambos, en función de la naturaleza y la evolución de la
enfermedad, para llevar cuando ello es posible a la cura
ción, que Michael Balint definía como el «retorno a la
autonomía».
Un siglo de psiquiatría ha visto aparecer corrientes de
pensamiento y concepciones distintas de la enfermedad,
ha visto descubrir medicaciones y métodos psicotera-
péuticos, así como las modificaciones experimentadas
por la clínica con la evolución de los tratamientos. El si
glo XIX médico todavía conoce las dos representaciones
de la locura y la melancolía, a menudo reducidas respec
tivamente al furor y la tristeza. La melancolía existe des
de la noche de los tiempos; es hija de la antigua teoría de
los humores que otorgaba a la bilis negra —literalmen
te, bilis (eolia) negra (melan)— el poder de engendrar
la tristeza. El sistema de los cuatro humores naturales
(sangre, pituita, bilis amarilla y bilis negra) permitía,
mediante su sutil mezcla, describir cuatro tipos de carác
ter (sanguíneo, colérico, flemático y melancólico) y ex
plicar así numerosas enfermedades, desde la epilepsia
hasta la hipocondría, pasando por el furor agresivo o la
inmensa tristeza. Y durante más de dos mil años la me
lancolía se irá adaptando al gusto de la época. La Grecia
clásica del siglo V a. de C. modela durante mucho tiem
po la nosografía médica a través de los aforismos hipo-
cráticos: «Cuando el temor y la tristeza persisten mucho
tiempo, es un estado melancólico», afirma Hipócra-
— 33 —
tes. Con Homero, el melancólico será condenado a la
soledad y la pesadumbre devoradora. Jean Starobinski
hace una lectura muy moderna del canto VI de La litada
y de la depresión de Belerofonte, cuya desdicha es el re
sultado de haber caído en desgracia a ojos de los dioses.
Unos siglos más tarde, Galeno impone su visión de la
enfermedad humoral, que se llama melancolía cuando
afecta al espíritu e hipocondría cuando se origina en las
entrañas. Finalmente, las grandes épocas pasionales del
Renacimiento y el romanticismo son las que convertirán
la antigua melancolía en un estado anímico, e incluso en
una manera de ser. Los diferentes estados de la Melan
colía de Alberto Durero no tienen nada que envidiar a
la Graziella de Lamartine, a la Aurelia de Nerval o al
Spleen de Baudelaire. El melancólico-romántico incor
pora la tristeza a lo cotidiano y contempla su dolor en la
profunda soledad del replegarse en sí mismo. «La me
lancolía es la dicha de estar triste», añade Victor Hugo
en Los trabajadores del mar. Se mezclan muy íntima
mente una actitud filosófica, la búsqueda poética y la en
fermedad depresiva que experimentarán dolorosamente
esos insaciables soñadores de absoluto. De este modo
llegan al alba de la época moderna una locura liberada de
sus cadenas y una melancolía impregnada de filosofía
que desaparece de la observación clínica, pues los delirios
y la excitación maníaca ocupan prácticamente toda la
atención de los médicos. A mediados del siglo XIX, con
cretamente en 1854, dos grandes médicos franceses des
criben una articulación de estos dos conceptos, la locura
y la melancolía: Baillarger presenta Note sur un genre de
folie dont les accès sont caractérisés par deux périodes
régulières, Lune de dépression, Vautre d'excitation, y Ju
les Falret publica Folie circulaire, que tiene en cuenta una
ciclotimia regular entre depresión y excitación. Este cua
dro clínico fundamental de la alternancia entre melanco
lía y locura maníaca se convertirá en «locura maníaco-
depresiva», luego en «psicosis maníaco-depresiva» con
Kiaepchn, en 1915, en «enfermedad maníaco-depresiva»
a fines de los años setenta y en «trastorno bipolar del
humor» según los criterios diagnósticos de la American
Psychiatric Association (DSM III en 1980). La alternan
cia maníaco-depresiva ya no es locura, ya no es psicosis,
es un trastorno particular de las variaciones del humor
entre depresión y excitación, un trastorno que parece es
pecialmente frecuente entre los creadores y los persona
jes excepcionales, como constataremos a lo largo de esta
reflexión.
Al mismo tiempo, la revolución freudiana imponía
su concepción psicodinámica de los trastornos menta
les oponiendo neurosis y psicosis. Así, el psicoanáli
sis elabora desde hace casi un siglo un conocimiento
irreemplazable de los mecanismos del funcionamien
to del aparato psíquico, que las aportaciones recientes
de la biología no desmienten. Estos dos enfoques son
totalmente complementarios pese a la negativa de cier
tos fundamentalistas de la biología o del psicoanálisis,
que reducen el conocimiento exclusivamente al campo
de su práctica.
La segunda revolución de este siglo es sin duda al
guna la de la invención de los medicamentos psicotro-
pos: en 1952, Henri Laborit utilizó por primera vez un
neuroléptico, la cloropromazina, y más tarde lo hicie
ron Jean Delay y Pierre Deniker. En unas decenas de
años, la investigación psicofarmacológica realizó tales
progresos que se descubrieron uno tras otro los neuro-
lépticos, los tranquilizantes, los ansiolíticos y los hipnó
ticos, los antidepresivos y los normotímicos, medicamen
tos reguladores del humor. El hecho de comprender
mejor sus mecanismos de acción permite al mismo tiem
po proponer modelos biológicos de la psicosis y de la
depresión.
Por último, la evolución más reciente es la expen-
— 35 —
mentada por la medicina clínica, que se transforma a
medida que esos estados patológicos se conocen más a
fondo y se curan mejor. La progresiva estabilización de
los delirios psicóticos, que ya no se manifiestan abierta
mente desde que son tratados con neurolépticos, ha de
jado espacio al campo inmenso de la depresión, que se
hallaba parcialmente enmascarado por la «locura». El
propio hecho de que los cuidados terapéuticos de los
pacientes psicóticos hayan mejorado ha puesto en evi
dencia que probablemente la enfermedad maníaco-de
presiva es muy frecuente. Su reciente tratamiento con
sales de litio y normotímicos, medicamentos estabiliza
dores del estado de ánimo, ha permitido tomar concien
cia de que en numerosos casos no se trataba de una psi
cosis, sino de variaciones del humor que daban lugar a
una expresión delirante en los momentos de exaltación,
como lo hacían antaño las fiebres o los episodios infec
ciosos cuando no se trataban. Así, un gran número de
estados que en otros tiempos se consideraban psicóti
cos, entre ellos determinadas formas de esquizofrenia y
de enfermedad maníaco-depresiva, serían en realidad la
expresión de trastornos del humor del que se conoce su
carácter de predisposición a menudo familiar. Actual
mente la depresión —y por este término entenderé los
estados depresivos mayores— se considera la fase bioló
gica automantenida de una descompensación del sis
tema nervioso, de una desestabilización del sistema
neuromodulador con independencia de su origen, ya sea
por propensión o adquirida como consecuencia de un
conflicto psicológico en la infancia. La permanencia de
la angustia y sus consecuencias en el transcurso de las
tensiones creadas por el conflicto psicológico son las
que desencadenan la enfermedad depresiva. En lo que
a esto se refiere, las psicoterapias están indicadas antes
de la fase de depresión para evitar que ésta sobrevenga,
mientras que los medicamentos antidepresivos consti-
— 36 —
tuyen la terapéutica de la fase depresiva. Finalmente es
preciso saber que el riesgo de suicidio, nunca desdeña
ble, impone recurrir a tratamientos a base de medica
mentos.
Me ha parecido necesario exponer ampliamente el
desarrollo de estas ideas, con frecuencia controvertidas,
para que se comprenda la articulación del genio y la locu
ra, que en gran parte de los casos seguirá el camino de la
depresión y la enfermedad maníaco-depresiva. Los ejem
plos históricos y literarios que presentaré no tenían en su
época ni las mismas referencias ni las mismas repercusio
nes que hoy en día.
Una vez más, para agilizar el texto, el término «locu
ra» será utilizado en todos los sentidos que permite la
lengua, y especialmente en su sentido popular de extrava
gancia fuera de lo común. Es evidente que el contexto
eliminará cualquier ambigüedad.
3. E l g e n io y la l o c u r a
— 37 —
de manifiesto, en este texto pionero, la ausencia directa
de los dos términos, «genio» y «locura», que en realidad
son una formulación que data del siglo XVIII y en es
pecial de Diderot. Veremos hasta qué punto esta visión
de la Antigüedad se encuentra, en definitiva, más cerca
de nuestras concepciones actuales de lo que lo ha estado
la de los siglos pasados. En lugar de «genio», Aristóteles
utiliza los términos peritoi andres, que Pigeaud traduce
por «los hombres excepcionales», precisando que peri
toi significa «excesivo, extraordinario», «que se sale de
lo normal», uso probado en aquella época para calificar
a los seres excepcionales. Esto se acerca a nuestra con
cepción moderna del genio, aunque con esa noción par
ticular de la exuberancia y el exceso en los comporta
mientos que permite entrever una personalidad de humor
expansivo. En lugar de «locura», Aristóteles menciona
la «melancolía», que entonces designaba esa mezcla de
los humores que, cuando es excesiva, afecta al cuerpo o
al estado de ánimo. La concepción aristotélica de la me
lancolía es también muy moderna, en la medida en que
se considera una tendencia, una propensión («todos los
melancólicos son pues seres excepcionales, y no por en
fermedad sino por naturaleza»), propensión que de for
ma secundaria puede llegar a ser enfermiza y provocar
una afección corporal o incluso la locura.
Aristóteles nos propone aquí una interesante lectura
clínica al presentar un amplísimo abanico de la melan
colía, desde la tendencia no enfermiza a la meditación
hasta el acceso depresivo y el peligro de suicidio («por
eso los suicidios por ahorcamiento se dan sobre todo
entre los jóvenes, aunque también se producen entre los
viejos; muchos se suicidan después de haber bebido»),
melancolía que también puede confinar a la locura, de
signada aquí con dos términos: mania, la manía, exci
tación y exuberancia del humor, el polo positivo de la
depresión; y ekstasis, el éxtasis, que literalmente signifi-
— 38 —
ca salir de uno mismo (ek-stasis) y que refleja muy bien
el desdoblamiento de la locura o de la creación, el extra
vío del espíritu alucinado, iluminado o inspirado, según
el contexto en el que se exprese. Aristóteles precisa así la
gi adacion anímica de los personajes excepcionales entre
manía y depresión melancólica, según la mezcla de los
humores y su concentración en bilis negra: «Si el estado
de la mezcla está totalmente concentrado, son melan
cólicos en el más alto grado; pero si la concentración se
encuentra un poco atenuada, nos hallamos ante seres ex
cepcionales.»
Este breve texto fundador enuncia ya numerosos
puntos cuya pertinencia en nuestro desarrollo determi
naremos. Para Aristóteles, los seres excepcionales no
cruzan la frontera de la melancolía, pese a ser su natura
leza profunda. Esta idea motriz recorrerá los siglos ba
jo la pluma de todos los comentaristas del pensamiento
clásico. Cicerón la retoma en Las tusculanas (I, 33), Sé
neca en De tranquillitate animi (15), y también lo hacen
Plutarco y Galeno. Pero un proverbio latino ya inmor
taliza esta idea: Nullum est magnum ingenium sine mix
tura dementiae («No hay grandeza de espíritu sin una
pizca de locura»).
Esta imagen reaparece a continuación en el siglo XV,
en la obra de Marsilio Ficino De tríplice vita, de 1489,
con la noción de la influencia de Saturno en el compor
tamiento genial. La melancolía saturniana es un don del
cielo que por sí solo permite el entusiasmo creador del
que hablan los antiguos. Esta concepción médico-astro-
lógica fue adoptada por el mundo del Renacimiento,
que reconocerá la existencia de genio en los melancóli
cos nacidos bajo el signo de Saturno. En el siglo XV, la
valoración cultural y social del comportamiento melan
cólico —excéntrico, inestable, solitario intensificó
una tendencia natural de la expresión artística. La idea
se encuentra de nuevo en Montaigne (Ensayos, II, 2),
— 39 —
pero sobre todo en el Examen de ingenios de Huarte de
San Juan, de 1575, obra que tuvo mucha influencia en
toda Europa y que dio a conocer realmente el pensa
miento de Aristóteles.
En el siglo xvm, Diderot y la Enciclopedia elaboran
este tópico del genio y la locura, un tópico ahora fuerte
mente enraizado en las mentes. En 1750, por ejemplo,
Boerhave, el gran médico de la escuela de Viena, enun
cia este aforismo como una verdad: «Siempre hay cierto
delirio en los grandes espíritus.»
Sin embargo, el siglo XIX y los primeros psiquiatras
son esencialmente los que confirmarán esa relación ín
tima entre el genio y la locura, ilustrándola con casos
clínicos y razonamientos todavía empíricos. En 1820,
en su célebre artículo «De la lipemanía o melancolía»,
el gran psiquiatra Jean-Etienne Esquirol precisa que
él prefiere el término «lipemanía» a «melancolía», «de
masiado popular y ahora pervertido» para expresar la
influencia nostálgica del dolor espiritual. Esquirol
encuentra este rasgo patológico en Mahoma, Lutero,
Catón, Pascal, Rousseau... y sobre todo, precisa, en las
artes y las ciencias. Lélut, un psiquiatra menos cono
cido, retomará esta idea en sus dos famosas patobio-
grafías, Du démon de Socrate, de 1836, y L ’amulette de
Pascal, de 1846, obra que lleva por subtítulo Pour servir
a Vhistoire des hallucinations. Desafiando a la crítica
(será agriamente censurado por Sainte-Beuve), Lélut
ataca la imagen sagrada de la cultura clásica y propone
una lectura sin concesiones de las alucinaciones de Só
crates y las obsesiones de Pascal. En 1859, Moreau de
Tours hará un análisis idéntico de la excitación maníaca
cíclica de Gérard de Nerval, aproximando la excitación
creadora al estado maníaco.
Este concepto de la relación entre genio y locura no
se abandonará jamás. En 1869, Francis Galton, primo
de Darwin, desarrolla en su obra Hereditary Genius la
— 40 —
idea de la transmisión hereditaria de las capacidades in
telectuales, a través del estudio de numerosos perso
najes de familias ilustres. Sus argumentos, que en la ac
tualidad ya no son muy convincentes, ejercerán una
poderosa influencia en Francia sobre Théodule Ribot,
que publica L ’héréditépsychologique en 1878, y en Ita
lia, sobre Cesare Lombroso, cuya obra El hombre
genial, de 1877, será una de las reflexiones más contro
vertidas, y a la vez más innovadoras. Con todo, Lom
broso, que más tarde se convertirá en el nosógrafo de la
criminalidad y la locura, tuvo el mérito de aplicar un en
foque clínico a su razonamiento sobre el genio, y sobre
todo de poner de manifiesto el carácter estacional de la
obra de algunos creadores y su relación con el carácter
cíclico del humor.
Dado el carácter permanente de la controversia, nu
merosos psiquiatras tratarán de realizar una síntesis de
esta delicada cuestión, como Xavier Francotte con Le
génie et la folie en 1890, y Oskar Panizza en su célebre
conferencia «Genio y locura» en 1891. El siglo finaliza
con la convicción de que existe un profundo parentesco
entre el genio y la locura. Panizza habla de Martín Lu-
tero en los siguientes términos: «¡De no ser por la crisis
de melancolía en la celda del convento de Erfurt, no ha
bría habido Reforma!»
A principios del siglo XX y en torno a Freud, el psi
coanálisis de la obra abandonará el concepto de locura
para precisar con más sutileza la psicodinámica del mo
vimiento creador. La escuela psiquiátrica alemana, por
su parte, desarrollará la noción de «patobiografía», aná
lisis clínico de la biografía, con Móbius, Lange-Eich-
baum, y finalmente Ernest Kretschmer, cuya obra Hom
bres geniales, de 1929, sigue siendo en nuestros días el
trabajo más elaborado sobre esta cuestión.
La corriente de pensamiento anglosajón dio prefe
rencia desde principios de siglo a los estudios estadísti-
41 —
eos, entre los que destacan el de Catell, A Statistical
Study of Eminent Men, de 1903, y el de Havelock Ellis,
A Study of British Genius, de 1923, que pasa revista a
más de mil personajes ilustres sacados de diccionarios
biográficos. Los recientes trabajos de Andreasen, Simon-
ton, Akiskal, Iremonger, etc. continúan utilizando este
método de análisis biográfico, aunque con selecciones
más cuidadas y un enfoque clínico evidentemente muy
distinto, que pone de relieve la gran frecuencia de los
trastornos bipolares del humor —anteriormente deno
minados maníaco-depresivos— entre los personajes ex
cepcionales o sus familiares cercanos.
La idea ha evolucionado de este modo, aunque sin
alejarse de la observación inicial y muy pertinente de
Aristóteles. Es más, yo incluso diría que se ha acercado
a ella.
II
1. E l g e n i o e n e s t a d o s a l v a je
— 43 —
forma del genio» (I, p. 82), y también en Opio, de 1930:
«Rimbaud ha robado sus diamantes; pero ¿dónde? Ése
es el enigma.»
Acerca del genio, las opiniones son múltiples; unos
quieren rebajarlo, en tanto que otros tratan de elevarlo
más, borrando hechos inconfesables y forjando de él
una imagen ideal que a continuación resulta comprome
tido criticar. Ésta es la mayor dificultad que he encon
trado, al llevar a cabo este trabajo, para conseguir reali
zar una lectura exacta de la vida y la obra de diversos
personajes. Incluso a través de la opinión de varios bió
grafos, críticos o analistas, etapas enteras de la vida o la
obra de los seres excepcionales pueden permanecer en
la sombra tan sólo para salvaguardar, con un afán casi
religioso, una imagen oficial celosamente preservada por
la familia o el biógrafo exclusivo. Es el caso, por ejem
plo, del suicidio de Rudolf Diesel, hábilmente disimula
do por su hijo y único biógrafo, o del de Chaikovski,
oculto bajo la apariencia de muerte causada por el có
lera; es también el de la homosexualidad de François
Mauriac, evocada por Roger Peyrefitte y ausente de sus
biografías; el de la relación de Alain Fournier con Simo
ne, su «corazón puro», escamoteada por su hermana
Isabelle; el del intento de suicidio de Paul Gauguin, en
ocasiones olvidado en sus biografías; el del suicidio de
Nerval o el de Roussel, del que se habla como de un cri
men, etc.
En el caso de Rimbaud, la imagen perfecta del «poe
ta maldito» inspirado por la gracia divina que nos im
pone Claudel es la que permanece presente en nuestra
mente:
«Arthur Rimbaud aparece en 1870, en uno de los
momentos más tristes de nuestra historia [...]. ¡Se alza
de repente “como Juana de Arco”[...] ¿Acaso es tan te
merario como para pensar que lo mueve una voluntad
superior.-'» (op. cit.). Claudel erige a Rimbaud en místico
44 —
salvaje de «pureza edénica». Y sin embargo, todo con
tradice esa imagen: sus escapadas y sus borracheras, sus
vagabundeos y sus amores libertinos, el Arthur revolu
cionario anticlerical, el aventurero traficante de armas.
Cierto es que la primera biografía de Rimbaud fue la de
Paterne Berrichon, su cuñado, el marido de su hermana
Isabelle, quien presentaba una cronología quizá deli
beradamente errónea. «Considerar ejemplar la vida de
Rimbaud —dice Etiemble—, sería tanto como canoni
zar a todos aquellos que, atormentados por su puber
tad, hábiles para transformar en apocalipsis revolu
cionario sus dificultades carnales, se reconcilian a los
veinticinco años con los valores menos seguros de la so
ciedad que de adolescentes vilipendiaban justamente.»
«¡Cóm o mienten al hablar de Rimbaud! —exclama An-
dré Suarés— . ¡Qué necios! Cada cual tira de él hacia sí y
Rimbaud no está en ninguna parte, ni aquí ni allá» (cita
do por Etiemble). Suarés proferirá palabras todavía más
duras refiriéndose a Claudel, del que menciona su «ab
surdo prefacio».
Me parece fundamental insistir en el caso Rimbaud,
ya que puede proporcionarnos una de las claves para
comprender esa articulación entre genio y locura. Rim
baud representa a la vez el fulgor y la precocidad, pero
también, al mismo tiempo, la presencia de su locura y la
huida presentadora. Escribe toda su obra revolucionaria
en cuatro años, de 1870 a 1873, es decir, entre los dieci
séis y los diecinueve años, en el transcuiso de los cuales
accede a lo más profundo de sí mismo e «inventa» la
poesía moderna: «N o conocía freno alguno piecisa
Stefan Zweig en el prefacio a la primera edición alema
na—, nada le ataba las manos, nada era sagrado para él»
(citado por Colombat). Luego se produce la huida hacia
delante, la partida de su casa de Roche, la partida de
Charleville, el abandono de la obra y su lechazo, que
sin duda alguna tuvieron una virtud terapéutica. En
— 45 —
Una temporada en el infierno, que se presenta como un
testamento literario, Rimbaud describe con gran lucidez
esa toma de conciencia de sus innumerables alucina
ciones, de la locura que lo acecha, y tal vez del intento
de suicidio en el comienzo de «Noche infernal»: «He
ingerido un formidable trago de veneno... un hombre
que quiere mutilarse está irremisiblemente condena
do, ¿no es cierto? Me siento en el infierno, luego estoy
en él.»
Cual un meteoro, Rimbaud atraviesa su vida al igual
que marca su siglo. En lo que a esto se refiere, sigue sien
do ese «genio en estado salvaje» cuyo modelo encarna
—precocidad, creación fulgurante, fin prematuro— y cu
ya chispa cegadora tantas veces hemos visto brillar en la
inmensidad oceánica del silencio interior. Porque el ge
nio reclama silencio. «Le he rogado que me indicara ocu
paciones poco absorbentes —le recuerda Rimbaud a Paul
Demeny el 28 de agosto de 1871— porque el pensamien
to requiere amplios espacios de tiempo.»
Sobre ese silencio surge la creación, singular, impre
vista, fascinante, inusitada. Para Proust, el genio era algo
«inesperado» que sobreviene como una súbita ilumina
ción, eso que Saint-John Perse llamará «el relámpago
virgen del genio» y Cocteau «ese minuto resplandecien
te de lirismo», y del que Victor Hugo dirá: «El centelleo
de la inmensidad, algo que resplandece y que es repenti
namente sobrehumano, eso es el genio» (Post-scriptum
de ma vie). Todos los grandes creadores hablan así de
esa súbita irrupción de las ideas en el momento en que
menos la esperan.
Se diría que esta manifestación «salvaje» de la idea
creadora es particularmente acertada en lo referente a
los músicos, que dicen recibir en sus dedos o en su espí
ritu una obra de hecho ya escrita. El gran oratorio de
Joseph Haydn, La creación, compuesto en Viena a su
regreso del viaje a Londres, al parecer le sería inspira-
— 46 —
do por la gracia divinal «Cuando mi obra no avanzaba
—cuenta—, me retiraba a mi oratorio con el rosario, re
citaba un Ave, y las ideas me acudían de nuevo en el
acto.» Para Frédéric Chopin, la inspiración acudía súbi
tamente mientras estaba sentado al piano y se plasmaba
de un tirón a través de su pluma. El gran Hoffmann,
que inspirará sus Cuentos a Offenbach, decía algo simi
lar: «Para componer, me siento al piano, cierro los ojos
y copio lo que oigo que se me dicta desde fuera» (Schi-
Uing, citado por Lombroso).
¿Cuántos grandes pintores han declarado no tener
sino que reproducir una obra que se impone a su mente
o parece salir directamente de la memoria? Pese a ello,
las grandes escuelas no se adaptaban demasiado bien al
trazo fulgurante y concedían más importancia a la lenta
y larga elaboración en el taller. Ese «genio puro» en la
pintura se revela en seres solitarios como Miguel Angel
o Goya, pero sobre todo en el arte moderno, que es una
disciplina más individualista.
Numerosos escritores proclaman también el carác
ter espontáneo de la tarea de escribir. Mauriac dice en
Vues sur mes romans: «Yo no observo, no describo, en
cuentro»; y Lamartine: «No soy yo quien piensa, son
mis ideas las que piensan por mí.»
Otros han cultivado la espontaneidad del trazo, co
mo Henri Matisse, que dibujaba con gran rapidez y no
controlaba el resultado hasta la noche, al final de la jor
nada. Jean-Michel Folon habla de una larga serie de re
tratos que Matisse hace de Aragón y Montherlant: «Es
taba sentado con un gran cuaderno y miraba tanto a sus
modelos que no observaba el dibujo. Dejaba libre la
mano, mientras la otra pasaba las páginas del cuaderno.
Matisse iba tan deprisa como la vida y como su mirada
sobre la vida. Él era la vida, y no le encuentro equiva
lente.»
En muchos casos, la idea genial surge durante una
— 47 —
crisis, al salir del sueño o la ensoñación, en estados de
sonambulismo, alucinatorios o de lo que se ha llamado
soñar despierto. Numerosos creadores —De Quincey,
Nietzsche, Baudelaire, Sartre, Michaux, etc.— inten
tarán facilitar el acceso a esta consciencia genial median
te drogas o sustancias tóxicas que en definitiva no hacen
sino activar el pensamiento y acelerar los procesos aso
ciativos, a semejanza de determinados mecanismos pa
tológicos de activación de las ideas que se dan en los
estados de excitación y exaltación del humor (estados
maníacos) o incluso de pensamiento disociado (esta
dos psicóticos). En ocasiones, de una simple asociación
de ideas, una incoherencia o una coincidencia inaudi
ta han surgido ideas geniales que a continuación han
transformado nuestro mundo y convulsionado la vida
de su autor.
La fulguración de algunos destellos geniales ha sido
tan breve que permanecen grabados para siempre por
una fecha en la historia literaria, científica o musical: la
noche del 10 de noviembre de 1619 en el caso de D es
cartes, el 13 de mayo de 1797 en el de Novalis, el vera
no de 1831 en el de Goethe o el 21 de abril de 1915 en
el de Camille Saint-Saëns. Sin embargo, la intuición
genial no irrumpe nunca en la conciencia del creador
sin provocar algún perjuicio. A semejanza de un volcán
que despierta, su personalidad se verá intensa y durade
ramente perturbada, y algunos de ellos jamás podrán
recobrar la paz.
En abril de 1619, Descartes se marcha de Holanda
para alistarse en el ejército de Maximiliano de Baviera.
Allí, en el campamento de Neuburg, el 10 de noviembre
de 1619, es donde pasa una noche de intensa exaltación
en la que mezcla el contenido de sus sueños con el
entusiasmo del despertar; allí, a orillas del Danubio, es
donde tiene la intuición fundamental de un nuevo mé
todo. En medio de sueños extraños le aparecen, dirá más
— 48 —
tarde, «los fundamentos de una ciencia admirable». En
ese momento es cuando decide renunciar a la vida mili
tar para consagrarse a su obra como pensador.
La iluminación de un momento fecundo, a través
del cual se expresa el genio en el tumulto del diálogo in
terior, se encuentra en todos los místicos, no sólo en las
inspiraciones alucinatorias, sino también en el decurso
del sueño nocturno portador de un mensaje condensa-
do, fruto de la maduración de las ideas del creador. Así
es como Einstein afirma haber descubierto la teoría de
la relatividad, durante un sueño, y el químico Friedrich
Kekulé, la estructura cíclica del benceno. Kekulé cuen
ta que tuvo dos veces esa revelación en un momento de
descanso. La primera vez delante de la chimenea, mien
tras estaba dormitando; la segunda, en la plataforma de
un ómnibus, donde vio surgir de su imaginación la re
presentación en el espacio de la molécula de benceno
que desde hacía tanto tiempo buscaba. Al parecer, ese
sueño de Kekulé —la imagen de una serpiente que se
muerde la cola—, sueño que ha hecho correr ríos de tin
ta y ha sido interpretado, en especial por el psicoanalista
Alexander Mitscherlich, como la expresión de unos de
seos sexuales frustrados y reprimidos, estuvo desprovis
to de toda ambigüedad para el soñador, quien vio en
aquel bucle la evidencia que buscaba desde hacía mucho
tiempo. Un autor alemán, Cari Ffappich, considera que
dentro de nosotros vive una conciencia llena de imáge
nes que se revela en los estados cercanos al sueño y la
ensoñación, y en estados de meditación. Cabe recordar
el método personalísimo de Aldous Huxley, que recu
rría a la autohipnosis para acceder a una inspiración li
bre y fácil.
La exaltación experimentada durante el despertar
nocturno, todavía impregnado del trabajo inconsciente
habitual en el escritor, es un signo más de la inestabili
dad del humor cuando a ella se suman la embriaguez de
— 49 —
las palabras y la fiebre de las ideas. Lamartine describi
rá en Méditations la inspiración súbita del poema Le dé-
sespoir: «Una noche me levanté, encendí la lámpara y
escribí ese gemido o, más bien, ese rugido de mi alma.
Aquel grito me alivió y volví a dormirme» (Segond).
Goethe encontró una mañana sobre su mesa un poema
acabado en un momento de inconsciencia y que no re
cordaba haber escrito. Camille Saint-Saëns, por su par
te, cuenta que a menudo soñaba con una obra perfecta y
monumental que siempre se desvanecía al despertar. El
21 de abril de 1915, cuando se encontraba en Praga tra
bajando en su Sinfonía en do menor, Saint-Saëns se des
pertó de repente y transcribió en el acto el final de la
sinfonía, que se escribió sola. En otras dos ocasiones
experimentó la misma iluminación: cuando estaba com
poniendo el Tollite hostias de su Réquiem y una de sus
improvisaciones para órgano. El sueño es un profundo
catalizador de las ideas: las transforma, las condensa, las
traslada a imágenes y las presenta a la conciencia instan
tánea del despertar antes de borrarlas. El sueño es el prin
cipal aliado del creador, que encuentra en él los materia
les para inspirarse. Roger Caillois hablaba del «terreno
fecundo de los sueños». Basta recordar el profundo ca
rácter onírico de Aurelia, de Nerval, cuyo origen sin du
da fue el sueño.
En el Diario de Novalis, con fecha 13 de mayo de 1797
se puede leer que el poeta nació en él en un instante de
«alegría indescriptible y de destellos de entusiasmo».
Abatido por la muerte de su prometida, Sophie, seguida
de la de su hermano, Erasmus, Novalis experimenta la
alternancia turbulenta de la melancolía y la exaltación
mística. Aquel 13 de mayo, después de un sueño erótico
y ante la sepultura de su prometida, es presa de un entu
siasmo extático que determinará su compromiso poéti
co: «Mi respiración dispersó la tumba como si fuera
polvo; los siglos se convirtieron en instantes, sentía su
— 50 —
presencia, creía que ella iba a aparecer.» Toda su obra se
inscribió en los tres años siguientes, desde 1797 hasta su
muerte, en 1801.
Junto a los momentos fulgurantes del genio salvaje,
la simple «idea genial» de las asociaciones fortuitas y las
coincidencias luminosas hace aflorar a la conciencia una
evidencia que ya se encontraba ahí. Es el caso del grito
de Aiquímedes, cuando recorrió las calles de Siracusa
dando rienda suelta a su júbilo: «¡Eureka, lo encontré!»
Se trata de una imagen legendaria, ya que él cuenta mu
cho más prosaicamente, en el Tratado de los cuerpos flo
tantes, que toma conciencia de la teoría al recordar la
experiencia del submarinista descendiendo a las profun
didades lastrado con una piedra. La «idea genial» se da
también en Galileo cuando, observando las ligeras osci
laciones de las lámparas de las iglesias, descubre las le
yes del movimiento pendular. Se dice que Newton for
mula la ley de la gravedad y la atracción de los cuerpos
celestes al ver caer una manzana en su jardín de Wools-
thorpe; el hecho es que formuló realmente esa ley. Mo-
zart, en palabras de Lombroso, compone de un tirón la
célebre serenata de Don Juan porque la visión de una
naranja le recuerda un aire popular napolitano que ha
escuchado cinco años antes. Y a John \X;att, cuenta Pa-
nizza, se le ocurre utilizar el vapor como fuerza motriz
al ver alzarse la tapa de una tetera.
Estas asociaciones de ideas, estas ocurrencias espon
táneas constituyen uno de los métodos inventivos del
genio salvaje, el del juego de las ideas entre sí, que de
esta forma pueden permutarse, intercambiarse, mtei-
penetrarse y transformarse por asociación de unas con
otras. Se observa que en muchos casos los creadores
sienten una mayor inclinación hacia este juego de las
asociaciones de ideas que el resto de los adultos, de una
forma natural, igual que los niños, y también como su
cede en ciertos estados patológicos de la psicosis, en la
— 51 —
efervescencia de ideas de la manía, o incluso bajo el efec
to de las drogas alucinógenas.
Finalmente, el último carácter que se atribuye al ge
nio, y en particular al genio salvaje, es su naturaleza in
nata, otorgada, divina... «El genio es un don puro de la
naturaleza; lo que produce es la obra de un momento»,
precisa Diderot (Enciclopedia). Esta idea fuertemente
enraizada en la creencia popular no se basa en ninguna
prueba sólida; los poseedores del genio innato y los del
talento adquirido seguirán enfrentándose durante mu
cho tiempo. Porque para algunos el carácter «natural»
de este determinismo forma parte plenamente, como un
postulado, de la definición de «genio», lo que presenta
para ellos la ventaja de evitar su demostración. «El ar
te es un don de la perfección de la naturaleza que recibi
mos en la cuna», afirma por ejemplo Pietro Aretino
en 1547. La idea es tan antigua como la noción de genio.
En el siglo V a. de C., Demócrito, uno de los primeros
defensores del talento innato, ensalza los dones «natu
rales y divinos» del gran Homero. Zilsel precisa que en
aquella época «la creación poética es muestra de entu
siasmo» y que el entusiasmo «no se adquiere». Esta ob
servación me parece hoy muy moderna, si se considera
la hipótesis actual de una predisposición familiar a los
cambios de humor.
Los filósofos que siguen —aristotélicos, epicúreos y
materialistas— moderarán la influencia de la naturaleza
innata y el don natural, la phusis, mediante la de las vir
tudes de la razón y el aprendizaje, el logos. En el largo
poema Sobre la naturaleza de las cosas, Lucrecio evoca
el equilibrio de las aptitudes naturales mediante la edu
cación, pero precisa que estas predisposiciones son tan
tenues que la fuerza del trabajo y de la razón también
permite alcanzar la sabiduría y el talento. Desde enton
ces, y a lo largo de la cultura clásica, que repite incansa
blemente dognlas a menudo con poco fundamento, se
— 52 —
opondrán la intuición y la imitación, lo que se seeuirá
11 J
llamando el1 don
J
y el1 talento.
1 T
2. L a a p t it u d p a r a p e r s e v e r a r
— 54 —
decía que era incansable, mantenía la leyenda dejando
encendida una vela en la antecámara de "su tienda para
hacer creer que trabajaba durante la noche. Otra leyen
da es la de aquella frase de Buffon reproducida por Hé-
íault de Séchelles y que tuvo el acierto de ser una fór
mula rebosante de verdad: «El genio no es nada más que
una gran aptitud para ser paciente.» «No hay verdadero
genio sin paciencia», dice Musset en una de sus novelas
coi tas. Y Paul Valéry formulará la misma idea: «¡Genio!
¡Oh larga impaciencia!» (Charmes).
Existen numerosos ejemplos de lo que se podría lla
mar el entrenamiento voluntario y que Segond ha deno
minado «la autodisciplina razonada». Baudelaire, uno
de los primeros en insistir en el papel del entrenamiento
regular, escribe en su ensayo El arte romántico, a pro
pósito de Delacroix y Edgard A. Poe: «Ese genio (si es
que se puede llamar así al germen indefinible del gran
hombre) se debe arriesgar, como el aprendiz de saltim
banqui, a romperse mil veces los huesos en secreto antes
de danzar ante el público: la inspiración, en una palabra,
no es sino la recompensa del ejercicio diario» (xxm). En
lo que a esto respecta, los paraísos tóxicos serán un in
termediario para facilitar, activar o revelar ese ejercicio
diario que requiere la creación, pues es sabido hasta
qué punto provoca angustia la página en blanco, has
ta qué punto «el papel en blanco, la tinta y la pluma me
aterrorizan —decía Cocteau—, sé que se alian contra mi
voluntad de escribir», y cuántos son los creadores —De
Quincey, Baudelaire, Cocteau— que han utilizado ese
artificio para proseguir su trabajo diario. Una frase que
se ha hecho célebre es la réplica de Thomas Edison apa
recida en la revista Life en 1932: «Genius is one per cent
inspiration and ninety-nine per cent perspiration» («El
genio es el uno por ciento de inspiración y el noventa y
nueve por ciento de transpiración»). Reaparece el viejo
debate de lo innato y lo adquirido, y los propios crea
— 53 —
dores insisten en el valor del trabajo, lo único suscepti
ble de revelar la naturaleza de su genio. Cualesquiera
que sean los estímulos, la tenacidad parece ser la cuali
dad principal del genio, que no se concibe sino en la
continuidad de la obra. Con o sin café, Balzac no habría
podido concebir La comedia humana si no hubiese po
seído una formidable aptitud para la perseverancia: «Mi
vida son quince horas de trabajo, pruebas, preocupacio
nes de autor, frases que hay que pulir...» (carta a mada-
me Hanska, agosto de 1834). Podría decirse lo mismo
de la mayoría de los creadores —escritores, pintores,
músicos...—, sentados día tras día y noche tras noche a
su mesa, con la pluma o el pincel en la mano.
Sin embargo, ese entrenamiento regular tampoco ex
plica por sí solo una obra. Para elaborarla parecen
necesarios la autodisciplina y a veces incluso un des
potismo masoquista. El poeta, el músico o el pintor se
imponen una regla intangible, un régimen draconiano
como único método para dejar que salte la chispa del
genio. «En el genio interviene un inevitable despotis
mo», observa Mallarmé en su trabajo sobre Poe, a pro
pósito de su disciplina permanente. Un bellísimo ejem
plo de ello también lo constituye Cézanne, que aunque
no tenía «dotes innatas» para la pintura, logró realizarse
gracias a una increíble tenacidad. Gauguin dirá de él que
no pintaba porque fuera genial, sino que era genial por
que pintaba. Esta presión personal no puede expresar
se sin una considerable voluntad interior, prueba de la
energía del creador. Miguel Angel, Cocteau, Da Vinci,
Beethoven, Flaubert o Valéry fueron los artesanos in
fatigables de sus obras geniales, consagrados a la tarea
como a una misión divina que exige del autor hasta lo
más recóndito de su ser.
Vasari, el autor de Vidas de los mejores pintores, de
clara «no querer evitar ninguna fatiga, ninguna enfer
medad, ningún desvelo, ningún esfuerzo» para alcanzar,
— 56 —
nos dice Wittkower, «invirtiendo todas sus fuerzas y
todo su trabajo, un poco de esas grandezas y esos hono
res que se habían ganado tantos otros». Con frecuencia,
los grandes proveedores de energía son el ideal de uno
mismo y un poderoso narcisismo. En Nacido bajo el
signo de Saturno, Wittkower da numerosos ejemplos de
esa «obsesión por el trabajo» que anima a los artistas del
Renacimiento. El gran Masaccio trabajaba tanto que
descuidaba la vida material, hasta el extremo de no que
rer «ni vestirse siquiera, de olvidarse de reclamar el
dinero a sus deudores», lo que le valió el nombre de
Masaccio (el idiota). Nicoletto tenía fama de estar tan
absorbido por la pintura que no oía las preguntas que se
le hacían. Y Antón Raphael Mengs, cuya única pasión
era la pintura y el estudio, «empezaba a trabajar al ama
necer y, sin interrupciones salvo para comer, continua
ba hasta la noche; entonces, tras tomar apenas algún ali
mento, se encerraba en su casa y se enfrascaba en otro
trabajo, bien dibujando o bien preparando los materia
les para el día siguiente» (Wittkower).
En el ámbito de la literatura, Flaubert es sin duda
alguna un ejemplo perfecto de aptitud para la perseve
rancia: se pasa de diez a doce horas diarias sentado a la
mesa, puliendo al máximo mediante un largo trabajo
preparatorio de casi un año en el caso de La educación
sentimental y de tres en el de Bouvard y Pécuchet, y
cada cuatro o cinco años publica con una gran regulari
dad una obra maestra. «Domingo por la mañana, 16 de
mayo de 1869, 5 horas menos 4 minutos: ¡HE ACABADO!
¡Sí, amigo mío, he acabado el libro!... Estoy sentado a la
mesa desde ayer a las 8 de la mañana. Me va a estallar
la cabeza, pero no importa, me he quitado un gran peso
de encima» (carta a Jules Duplan). Tras cinco años de
trabajo, acaba de poner punto final a las dos mil tiescien-
tas páginas de La educación sentimental. El ti abajo es
considerable: para reducir y condensar el texto, pasa va-
— 57 —
ríos días con una misma frase, noches enteras para ac
ceder a lo esencial. «La cabeza me da vueltas —confiesa
en una carta a Louise Colet—, la garganta me arde de ha
ber buscado, construido, analizado, reescrito, retocado y
proferido, de cien mil maneras diferentes, una frase que
por fin ha quedado acabada. Es buena, me digo; pero me
ha costado no pocos esfuerzos» (Correspondance).
Se podría decir prácticamente lo mismo de Guy de
Maupassant, su hijo espiritual, que como mínimo here
dó la sistematización. Aun sin dejar de lado ninguno de
los placeres de la vida y el amor, del éter y de la locura,
Maupassant se impondrá un trabajo regular cuyo fruto
fue una obra considerable: más de seiscientos relatos y
crónicas, veintisiete volúmenes de novelas cortas y lar
gas y de cuentos en apenas diez años, de 1880, con Bola
de sebo, a 1890, fecha en la que aparece su última nove
la, Notre coeur.
Frédéric Chopin, dotado también de una perseve
rancia sin límites, que se imponía el dolor del trabajo
continuado, llegó a pasarse seis semanas con una sola
página, llevando ai extremo el celo en la precisión de la
escritura pianística. Sin embargo, en el terreno de la crea
ción musical, la fogosidad, la energía y la tenacidad de
Beethoven son las más notables. En la calma nocturna
de sus residencias sucesivas, escribía con pasión hasta
las tres de la madrugada, dormía un rato y se ponía de
nuevo a trabajar desde el amanecer hasta el mediodía.
«Dedicaba toda la mañana a trabajar —dice Seyfried—,
desde la salida del sol hasta la hora de sentarse a la me
sa, e incluso los paseos por la naturaleza mantenían y
favorecían el rugido de la fragua cerebral» (citado por
Amoroso).
Más cerca de nosotros, la energía de un Simenon
puede sorprender debido a su amplitud, su ritmo, su des
mesura. Georges Simenon fue el más prolífico de los
autores en lengua francesa de todos los tiempos. De 1919
— 58 —
a 1980, en que deja de escribir, publicó 190 novelas con
diferentes seudónimos, 193 con su nombre, 25 obras au
tobiográficas y más de un millar de cuentos, además de
artículos periodísticos y múltiples volúmenes de dicta
dos y escritos inéditos. ¡En el año 1929 escribió nada me
nos que 41 novelas! Al margen de una evidente dedica
ción regular al trabajo, esta impresionante producción
denota una energía fuera de lo común que a los psiquia
tras nos recuerda la hiperactividad de los episodios ma
níacos o, al menos, de las personalidades hipomaníacas, y
que presenta en un grado menor esa exaltación del esta
do de ánimo y esa efervescencia de las ideas. «Empezaba
por la mañana muy temprano —precisa Simenon—, ge
neralmente hacia las seis, y acababa al finalizar la tarde;
eso representaba dos botellas y ochenta páginas [...]. Tra
bajaba muy deprisa, en ocasiones llegaba a escribir ocho
cuentos en un día» (citado por Amoroso).
Alfred Kraus destaca esa relación positiva que existe
entre hipomanía y creatividad: «Los períodos creativos
con frecuencia van acompañados de un aumento de la
cantidad de trabajo realizado, que expresa un incremen
to de las fuerzas vitales e intelectuales, en la mayoría de
los casos asociado a una disminución de la necesidad
de dormir.» El creador se siente entonces «como some
tido a una fuerza externa..., como poseído». Kraus des
cribe una expansión de los sentimientos y las percepcio
nes que puede llegar hasta el éxtasis y que presenta
similitudes con la constitución hipomaníaca.
A la imposición de trabajar y la excitación genial se
suma el aprendizaje de un método. Cualquiera que sea
el ámbito de la creación, enseguida se impone un siste
ma coherente de procedimientos técnicos que permitirá
al creador expresarse plenamente. «La habilidad del ge
nio —afirma Segond— consiste en poseer con solidez y
manejar con flexibilidad esa técnica necesaria.» Porque
además de la chispa que lo diferencia de sus contempo
— 59 —
ráneos, el genio tiene una maestría que desarrolla con
mayor rapidez que los demás, pero que adquiere me
diante la experiencia. Evidentemente, la madurez creati
va de Flaubert, Rousseau, Da Vinci, Mozart o Picasso
ilustra el papel de primerísimo orden que puede desem
peñar la plena posesión de un método o una técnica en
la ejecución de la obra. Simenon nos ofrece también una
prueba de ello: «Cuando empecé tardaba doce días en
escribir una novela, fuera o no un Maigret; como me
esforzaba en condensar más, en eliminar de mi estilo to
da clase de fiorituras o detalles accesorios, poco a poco
pasé de once días a diez y luego a nueve. Y ahora he al
canzado por primera vez la meta de siete» (citado por
Amoroso).
La rapidez de ejecución de los seres excepcionales
permite en ocasiones comprender la extensión de una
obra que supera constantemente la de sus contemporá
neos. Miguel Ángel, que trabajaba casi siempre día y no
che, poseía una energía y una velocidad de trabajo fuera
de lo común. Blaise de Vigenere lo atestigua: «Puedo
asegurar que he visto a Miguel Ángel, pese a tener más
de sesenta años y no ser ya demasiado fuerte, hacer saltar
en un cuarto de hora más fragmentos de un mármol du
rísimo de lo que tres jóvenes talladores de piedra lo ha
brían hecho en tres o cuatro...»
La magnitud de la obra también traduce, en cierto
modo, la permanencia de la energía creadora. Es eviden
te que no se puede comparar la obra de Isidore Ducasse,
que se reduce a los seis Cantos de Maldoror y dos libros
de poesía, con la de Paul Valéry o Víctor Plugo, cuyo
mero catálogo de los títulos en la Biblioteca Nacional
de Francia sobrepasa las cien páginas. Entre estas obras
desmesuradas, las veintinueve mil páginas de los Ca-
hiers de Valéry constituyen el testimonio vivo más con
siderable del siglo XIX. Comparables a ellas son las vein
tiuna mil doscientas veintiuna cartas registradas en la
— 60 —
Voltaire Foundation de Oxford. Y en otros terrenos, co
mo la pintura o la música, las obras considerables de
Rubens, Rodin o Dclacroix, el repertorio extensísimo
de Bach o Mozart. Tampoco hay que olvidar las noven
ta y cinco obras que nos dejó Vivaldi, quien decía que
escribía una en tan sólo cinco días, las nueve sinfonías
y treinta y dos sonatas de Beethoven, las más de noven
ta novelas de Balzac, muy por detrás de Simenon, pero
sobre todo por detrás de los dos autores más fecundos
de toda la literatura: en el siglo XIX, el polaco Józef Ig-
nacy Kraszewski escribió, al tiempo que una conside
rable crónica periodística, más de seiscientos volúme
nes, entre novelas populistas y estudios históricos; y Lope
de Vega, tan exuberante en su vida como en su obra,
añadió a sus dos esposas, su sacerdocio y sus numerosas
amantes más de mil ochocientas comedias y más de cua
trocientas epopeyas religiosas. Semejante fecundidad úni
camente puede encontrar un contrapeso en el eclecticis
mo de los genios de talentos múltiples, como lo fueron
Hugo, Rousseau, Durero y, por supuesto, Da Vinci,
cuya riqueza expresiva constituyó sin duda alguna un
factor de equilibrio.
3. L a in s u m is ió n
— 61 —
acto creativo, así como la marginalidad y la insumisión,
que reflejan la ruptura con sus contemporáneos. El crea
dor es un ser profundamente asocial, al margen de las
convenciones, lo que hará que a menudo se le considere
un loco, pues en este ámbito la locura se acerca mucho a
la insumisión. Finalmente, en esta derivación del orden
social, el creador se impone con frecuencia una ascesis
casi monacal o unos éxtasis artificiales que lo aíslan to
davía más de la vida.
La soledad es una necesidad del mundo interior, que
no puede despertar entre el alboroto y el ajetreo. «Los
grandes creadores —dice Michel Tournier— se alzan en
medio de un aislamiento severo, como columnas en el
desierto. Algunos que quisieron hacer caso omiso de es
te destino fueron cruelmente castigados por ello. Pién
sese en Johann Sebastian Bach, con sus dos esposas y
sus veinte hijos, y en la terrible cosecha que la muerte
hizo en vida suya en el seno de esa familia demasiado
hermosa» (El viento Paráclito). En efecto, son muchos
los que vivieron inmersos en el silencio de la génesis y
no tuvieron descendencia alguna salvo la que constituye
la obra. En nuestra época, el aislamiento y el retiro en
fermizo del mundo fueron la regla de un Glenn Gould,
y también la de un escritor salvaje como J. D. Salinger.
El pianista canadiense se convirtió en un prodigio a una
edad muy temprana: a los tres años ya tocaba el piano,
a los cinco componía y a los trece dio su primer recital.
A los treinta y dos años interrumpió bruscamente su
carrera de concertista para dedicarse a la grabación y al
silencio de los estudios. Este alejamiento casi autista del
mundo fue acompañado de profundas angustias que ex
presaba de una manera fóbica: el miedo al contagio y a
la muerte estaba tan presente en él que era incapaz de
tocar nada con las manos. Este refugio aséptico lo con
finaba a la ascesis, pues se sabe que tan sólo dormía unas
horas, de madrugada, tras una única comida diaria com
62 —
puesta de un poco de leche, dos huevos y unas piezas de
huta. Glenn Gould había decidido poner punto final a
su carrera a los cincuenta años. Murió en 1982 como con
secuencia de una hemorragia cerebral, dos días después
de su cincuenta aniversario.
¿Es el retno del mundo una necesidad, un meca
nismo de pioteccion, una defensa contra la locura? La
madriguera salvaje de J. D. Salinger constituye otro
ejemplo actual. Este escritor fetiche de una genera
ción obtuvo un éxito considerable en 1951 con su pri
mera novela, El guardián entre el centeno, y rompió por
completo el contacto con la sociedad tras la aparición
de «Seymour: una introducción» en el New Yorker,
en 1959. A los treinta y cinco años, Salmger dejó de es
cribir y vivió atrincherado en su residencia de New
Hampshire, apartado del mundo literario y del perio
dismo de investigación. Un silencio insoportable. Hoy
no hace falta llegar a tales extremos para que los medios
de comunicación pidan explicaciones al creador enfren
tado a las necesidades imperiosas de su personalidad. La
investigación indiscreta que llevó a cabo durante cerca
de cinco años el ensayista Ian Hamilton alcanzó real
mente las proporciones de una batida, pero reveló la
aplicación minuciosa que Salinger puso en protegerse,
en borrar las huellas de su vida y en no vivir sino a tra
vés de su obra. En realidad, Hamilton sólo descubrirá
los rasgos frágiles de la personalidad de Salinger, esos
que él desea mantener en secreto. Cuando un escritor se
retira del mundo y concluye su obra, hay que conside
rar que tiene sus razones para hacerlo y respetarlas. El
escritor se encuentra en esa soledad absoluta del creador
enfrentado a la exigencia siempre insatisfecha de la pági
na inacabada. Tan sólo él puede decidir ponetle punto
final. Durante una temporada o durante toda una vida,
se aísla en sí mismo.
Maupassant, que se excedía en su estilo de vida, se
— 63 —
aisló durante meses en 1881 para, según él, «trabajar fre
néticamente en una soledad absoluta». Más cerca de no
sotros, Arthur Miller vivió más de cuarenta años rodea
do de bosques y coyotes en Connecticut: «Allí, entre las
tinieblas, ven mi luz y se preguntan, inmóviles, con el
hocico levantado, quién soy y qué hago en esta cabaña
rodeado de luz. Soy un misterio para ellos hasta que se
cansan, pero la verdad, la verdad primordial, probable
mente es que todos estamos unidos, que todos nos mi
ramos unos a otros. Incluso los árboles...» (citado por
Anthony Burgess). Miller convierte el aislamiento en un
misterio que acerca y preserva la verdad de la escritura.
¿Se diferencia mucho del retiro de Marcel Proust, confi
nado durante meses en el silencio de su habitación, o in
cluso del exilio irracional de Flaubert, al que apodaron
«el ermitaño de Croisset»?
Para Camille Claudel, en el extremo opuesto de esta
función presentadora, el aislamiento será uno de los sig
nos precursores de su locura. En 1907, atrapada en un
potente delirio persecutorio, se enclaustrará en su taller,
negándose a recibir una sola visita. Saldrá de allí seis
años más tarde para ser internada en Ville-Evrard. El ta
ller de Camille es comparable a la torre Hölderlin de
Tubinga, donde el poeta vivió durante más de treinta
años, desde 1807 hasta su muerte en 1843, prisionero de
su delirio y de una obra que se extingue. «Se le veía ir y
venir detrás de la ventana —precisa Kretschmer—, tam
baleante y fantasmagórico, con un gorro blanco puntia
gudo en la cabeza.»
En muchos casos la excentricidad artística y los tras
tornos psíquicos se encuentran a escasa distancia, ya que
para el psiquiatra el aislamiento es un síntoma clínico
manifiesto de la desorganización social que presentan
numerosos cuadros patológicos —principalmente las
psicosis y la esquizofrenia—, hasta el punto de que du
rante mucho tiempo existió la duda de si el aislamiento
— 64 —
influiría en la aparición de la enfermedad. La intoleran
cia al contacto humano, el desinterés y el deseo de apar
tarse del mundo concuiren asimismo en la mayoría de
las formas de depresión y melancolía. A diferencia de los
pacientes, el creador esta directamente conectado con su
obra, es un ser en mutación, y ese alejamiento del mun
do se impone como una necesidad de la creación. Es
inevitable señalar la frecuencia de esa propensión no
sólo al aislamiento, sino también a la marginalidad, al
exilio, al vagabundeo, que en muchos casos produce de
presión. Petrarca, que afirmaba renunciar al tumulto de
las ciudades para vivir al margen tanto de la alegría co
mo de la tristeza, confesaba ser víctima de una melanco
lía que, según sus propias palabras, le hacía vivir «un os
curo infierno».
El exilio y el vagabundeo de los creadores intervie
nen en la génesis de la obra. Es otra forma de no apego
o, en definitiva, de aislamiento. En determinadas épo
cas en que la vida era muy sedentaria, viajar fue también
un método de descubrimiento interior. El exilio de Des
cartes en Holanda y más tarde en Suecia, los viajes de
Montaigne y Stendhal por Italia, los relatos de Loti,
de Kessel, de Conrad, la Venecia y la Grecia de Byron
marcan profundamente su vida y su obra, pero al mis
mo tiempo constituyen una prueba de la necesidad de
partir. La vida errante que llevó Nietzsche durante nue
ve años, desde 1879 hasta 1888, de Venecia a Turín, del
verano en Sils-Mana, en los Alpes suizos, a los invier
nos en las montañas de Eze, cerca de Niza, esa vida nó
mada inspiró la parte más importante de su obia: Asi
habló Zaratustra, de 1883, Más allá del bien y del mal,
de 1886, y Genealogía de la moral, de 1887. Se podría
evocar también la vida errante de \ erlaine y Rimbaud,
su marcha en julio de 1872 a Bélgica y luego a Londres,
el regreso de Verlaine a Bruselas y más tai de el de Rim-
baud, y las múltiples partidas de éste rumbo a Suiza,
— 65 —
Italia, Austria, Alemania, Dinamarca, intercalando siem
pre regresos a Roche y a Charleville. Finalmente, su lar
go periplo oriental: Chipre, Egipto y Adén. Los viajes
comienzan cuando termina la obra, sugiriéndonos que
siempre existe un profundo vínculo entre la creación
y el viaje interior. La inestabilidad social de Simenon
también procede de la misma dificultad para «asentar
se». Debió de cambiar treinta veces de domicilio: «Llega
un momento en que, al mirar a mi alrededor, me siento
un extraño; entonces sé que es preciso partir, que es casi
una cuestión de equilibrio...» La huida hacia delante
siempre se produce en dirección a mundos nuevos. El
creador es un nómada.
La alteración de los ritmos del sueño, otra forma de
evasión, es uno de los mejores métodos de aislamien
to social. Lo que hoy llamamos «adelanto» o «retraso
de fase» puede interpretarse así: nuestro reloj interno es
de una gran regularidad que sólo acepta pequeñas varia
ciones en las horas de dormirse y despertar. Si se produ
ce un adelanto o un retraso de fase, el adormilamiento
diario se adelanta o se atrasa varias horas. El adelanto de
fase, que corresponde a un adormilamiento anticipado,
a las 20.00 o las 21.00 horas, indica más bien una hiper-
conformidad al orden social, una sumisión a las dificul
tades de la vida o, por ejemplo, una huida a través del
sueño. En el extremo opuesto, el retraso de fase, que se
traduce en un despertar nocturno, la prosecución de
una actividad en el transcurso de la noche, un adormila
miento muy tardío o matinal y un sueño diurno, resulta
difícilmente compatible con el ritmo de vida de la socie
dad. En consecuencia, el ciclo de vigilia y sueño se in
vierte, indica más bien un comportamiento asocial y
una insumisión al orden de la sociedad, que quiere que
se viva de día y se duerma de noche.
Por voluntad propia o por necesidad, numerosos
creadores presentan un retraso de fase y aprovechan
— 66 —
el silencio de la noche o momentos de insomnio para
recobrar la inspiración. «Durante noches enteras el
insomnio / ha posado sus dedos de plomo / sobre las
cuencas de mis ojos», declara Victor Hugo en Los Bur-
graves. La excitación de un momento de entusiasmo es
entonces suficientemente intensa para alejar el sueño
durante largas noches. En ese extraño mundo de los so
nadores de la noche encontramos a una fauna salvaje,
noctámbula, psicastémca, que despierta al caer la noche
y se duerme al amanecer. Allí están todos los grandes
creadores y los hombres excepcionales. Allí están los que
construyen el mundo del mañana, los que sueñan el fu
turo mientras los demás duermen.
Maupassant amaba la noche, el territorio que había
elegido, y Rétif de la Bretonne se llamaba a sí mismo el
«nictálope», el que ve mejor de noche que de día, en
alusión al sueño nocturno de la inspiración literaria.
Flaubert, Hugo, Goya, Baudelaire... oían las luces de la
noche. Este comportamiento que se da en los creadores
no es reciente; en 1621, Sandrart, el biógrafo del pintor
Jan Lys, ya nos habla en estos términos: «Volvía a nues
tra casa por la noche, ponía colores en la paleta, los
mezclaba según sus necesidades y trabajaba durante
toda la noche. Al amanecer descansaba un poco y
comenzaba de nuevo a pintar durante dos o tres días,
deteniéndose apenas para dormir o comer. Por más re
proches que le hacía, era inútil. [...] Siguiendo su cos
tumbre, transformaba la noche en día y el día en noche»
(citado por Wittkower). Miguel Ángel, por su parte, co
locaba una vela encendida sobre un casco de cartón que
se había hecho y trabajaba durante la noche, pues la ex
citación le impedía dormir.
Balzac pasaba casi diecisiete horas al día ante la mesa
de trabajo, en una total inversión de la vigilia y el sueño.
Tras levantarse a medianoche, se obligaba a escnbir has
ta las 4 de la tarde; después salía, se bañaba, cenaba y se
— 67 —
acostaba a las seis. La regla era implacable, draconiana,
era el motor de la obra. En cuanto a Beethoven, se con
formaba con un breve sueño al amanecer, mientras que
Marcel Proust también había adquirido el hábito litera
rio de vivir por la noche y dormir de día. Protegido por
las planchas de corcho que recubrían las paredes de su
habitación de eterno enfermo, Marcel se levantaba al
anochecer e intentaba dormirse hacia las seis de la ma
ñana, tras haberse tomado el habitual gramo y medio de
Trional. «Llegaría a declarar que el insomnio es una
ventaja», escribe Edmond Jaloux. «Proust —dice C oc
teau por su parte— tenía el aspecto de una lámpara en
cendida a plena luz del sol» (Opio).
Pero ¿quién mejor que Rimbaud para describir ese
necesario insomnio poético? En una carta dirigida a Er
nest Delahaye en junio de 1872, dice: «Ahora trabajo
por la noche. Desde medianoche hasta las cinco de la
madrugada [...]. A las tres, la vela se extingue; todos los
pájaros gritan a la vez en los árboles: se acabó. Ya no
trabajo [...]. A las cinco bajaba a comprar un poco de
pan; es la hora [...]. Volvía a casa para comer y me acos
taba a las siete de la mañana, cuando el sol hacía salir a
las cochinillas de debajo de las tejas.»
Algunos creadores se han impuesto una verdadera
ascesis para sustraerse en cierto modo a los valores ma
teriales y alcanzar esa noción kantiana de la «contem
plación desinteresada». Kretschmer dice que entre los
sabios más bien teóricos observa una ausencia general
de necesidades, incluso alimentarias. Recordamos que
Proust sólo se alimentaba con un café con leche, «a ve
ces acompañado de una ligera mermelada de ciruela»,
precisa Maurice Martin du Gard. Innumerables creado
res exaltados e inventores apasionados olvidarán beber
y comer en un momento de inspiración y vivirán toda la
vida retirados del mundo y de la vida material. Proust se
extinguirá en unas condiciones miserables en noviembre
— 68 —
de 1922, en una habitación sin caldear y amueblada so
lamente con una cama, un pequeño mueble chino y tres
mesas. Las reglas corporales adoptadas por Franz Kafka
eran mucho más violentas. Desde la adolescencia, obse-
sionado por la idea de contraer alguna enfermedad, se
impuso una norma de vida severísima que incluía la
prohibición de ingerir determinados alimentos y la obli
gación de tomar baños de agua helada o de someterse a
pruebas corporales coercitivas. Este ascetismo enfermi
zo denota la tiranía de la neurosis obsesiva, que al mis
mo tiempo interviene en la obra y contribuye, en ese
combate de todos los instantes, a la realización literaria.
En este punto nos encontramos ante una de las dificul
tades de nuestro estudio, la de contemplar a posteriori a
un ser que no pide ayuda, y que además es un creador.
Si en los cuadros que acabo de describir se tratara de
uno de nuestros pacientes quejándose de un malestar y
solicitando apoyo, no vacilaría en ver una grave patolo
gía de personalidad, como en el caso de muchos otros
personajes ya citados. Sin embargo, en este análisis fic
ticio no se produce petición alguna por parte de ese
creador hoy desaparecido; además, la obra se presenta
como un escudo, como una cicatriz, como un síntoma,
en unas ocasiones factor de equilibrio y en otras signo
ya de desasosiego interior.
— 69 —
dades psicotrópicas, es decir, susceptibles de modificar
el comportamiento psíquico. La relación entre el efecto
de las drogas y los síntomas de la enfermedad mental ha
sido determinada desde la Antigüedad, y siempre por
autores que se han dedicado a comprender los mecanis
mos de los creadores y los seres excepcionales. Aristóte
les, de nuevo en el Problema X X X , es el primero en se
ñalar lo mucho que se parecen los efectos del alcohol a
los trastornos del humor. El vino, dice, modela el carác
ter y puede volver a uno melancólico, a otro colérico, y
a un tercero, audaz. El vino imita a la naturaleza y con
fiere genio a quien lo bebe: «El vino, pues, crea la ex
cepción en el individuo no durante mucho tiempo, sino
por un breve instante...»
Moreau de Tours hará el mismo razonamiento
en 1845, en su tratado Du haschisch et de Valiénation
mentale, donde compara la fantasía del hachís con la ex
travagancia del sueño y el sueño de la alienación. M o
reau busca en el hachís un modelo de la locura, y en sus
antídotos un tratamiento para el delirio. Con las drogas
psicoactivas nos encontramos una vez más en la linde
del sueño, del delirio, de la locura, y al mismo tiempo
de lo imaginario y de la creatividad. Cada época tiene
sus excitantes y sus sedantes, cada época tiene su propia
medida de la subversión.
En la actualidad estamos tan acostumbrados a los
medicamentos susceptibles de curar toda clase de enfer
medades o de calmar el dolor, que no imaginamos lo
que supuso en el siglo XVIII la revolución del café. En
una obra muy curiosa que se acerca tremendamente a
nuestro propósito, Samuel Tissot, aquel médico higie
nista y amigo de Rousseau que se hizo célebre como de
tractor del onanismo, se interroga sobre las virtudes del
café y el uso inmoderado que a su entender hacían de él
los escritores: «No se puede poner el café en la misma
categoría que el té [...]. Cuando se toma tan sólo en con
tadas ocasiones, alegra, destruye las materias flemosas
del estómago, activa su acción, disipa la pesadez y el do
lor de cabeza provocados por los trastornos digestivos,
incluso depura las ideas y aguza el ingenio, a juzgar por
lo que dicen los hombres de letras, que debido a ello lo
consumen en grandes cantidades; pero ¿acaso bebían
café Homero, Tucídides, Platón, Jenofonte, Lucrecio,
Virgilio, Ovidio, Horacio, Petronio, incluso podría te
ner la audacia de decir Comedle y Molière, cuyas obras
maestras harán las delicias de la posteridad más lejana?»
{D e la san té des gens de lettres , 1770). Tissot aludía en
tre otros a Voltaire, que se tomaba casi cincuenta tazas
al día. ¿Qué habría dicho de Flaubert, que alternaba de
cenas de cafés con grandes vasos de agua helada? Y so
bre todo, ¿qué habría dicho del frenesí cafetero de Bal
zac, que había erigido ese néctar en musa virtuosa? De
su cafetera de porcelana salían sin descanso entre veinte
y cuarenta tazas de un café ardiente, triturado al estilo
turco, que le causó los terribles dolores de una gastritis
cafeínica y un gran nerviosismo fruto de la dependencia
a los excitantes. Expresó su dolor en una carta a Eve
Hanska el 20 de marzo de 1845: «Tengo los nervios en
un estado lamentable. El abuso del café me hace poner
en movimiento todos los nervios de los ojos; me siento
exhausto.» Olvidamos con demasiada frecuencia que el
café es la sustancia más ansiógena de nuestra alimenta
ción; por eso desvela tanto.
La atracción de los excitantes sigue en cierto modo
el fenómeno de la moda, ya que cada época cultiva una
droga euforizante, antálgica o en ocasiones psicodélica.
François Ferrero ha mostrado sobradamente esa suce
sión de estupefacientes fetiche en el transcurso de los
dos últimos siglos. Hacia 1800 era la época del opio y el
éter. Sydenham acababa de inventar el lau d an u m , que
tan importante papel desempeñó en la opiofilia de los
románticos. Pero ¿se diferencia mucho del uso actual de
71 —
los psicotropos? Hacia 1840 se impone la moda del ha
chís. El orientalismo y los inicios de la colonización
popularizarán la cannabis, especialmente en los círculos
intelectuales. En 1845, Moreau de Tours publica su
célebre tratado Du haschisch. En 1880 está de moda el
éter, que entonces es el gran anestésico, y la cocaína,
uno de cuyos primeros consumidores fue Freud, des
pués de haber teorizado sobre ella. El año 1920, con la
gran época colonial, asiste al reinado del opio y la mor
fina. El año 1940 aporta las anfetaminas, además de las
experiencias de las drogas tradicionales precolombinas:
mescalina y silocibina. Finalmente, hacia 1960 y dentro
del gran movimiento sociológico del 68, vuelven a po
nerse de moda el hachís y la marihuana, a los que se
suma el LSD, que acababa de ser sintetizado. Los crea
dores —escritores, pintores o músicos— participarán en
todas estas etapas de la exploración y de la dependencia
tóxica, aunque en grados distintos, y en la actualidad se
puede formular la hipótesis de varias formas de intro
ducirse en esa dependencia.
Algunos utilizarán primero el opio y los opiáceos
como antálgicos. No hay que olvidar que a principios
del siglo XIX no existía nada en el terreno del control del
dolor. Thomas de Quincey, precursor inglés de la opio
manía literaria, tomó láudano por primera vez a los die
cinueve años para calmar su neuralgia facial y en 1822
declaró su dependencia en la obra que lo hizo famoso,
Confesiones de un inglés comedor de opio: «Una hora
después, ¡la gloria! ¡Qué cambio! ¡Qué revolución! [...].
Los sufrimientos habían desaparecido [...] se podrían
meter éxtasis portátiles en una botella de una pinta y en
viar la paz espiritual con la diligencia» (citado por Fe-
rrero). Baudelaire, que será uno de los grandes detracto
res de las toxicomanías («Quiero demostrar que los que
buscan paraísos construyen su infierno, lo preparan, lo
excavan con un éxito cuya previsión quizá los asusta
— 72 —
ría»), utilizó el opio para aliviar sus dolores y mitigar
sus angustias. Nietzsche abusó tanto del cloral para cal
mar sus dolores físicos y migrañas, así como sus obse
siones e insomnios, que en 1882 intentó suicidarse tres
veces. Maupassant, que padecía terribles migrañas pro
vocadas por la sífilis, se drogaba con éter hasta aneste
siarse. Aspiraba lentamente, a fin de aliviar el dolor sin
perder el conocimiento. Sus experiencias con el opio y
el hachís se mezclaban con las alucinaciones provocadas
por su demencia y no fueron ajenas a la escritura de un
texto como El borla, donde aparece el espectro de su lo
cura incipiente. En junio de 1882, en Reves, ya ofrece
un testimonio de ese doble efecto de la antalgia y el des
pertar sensorial: «Cogí un gran frasco de éter y me puse
a aspirarlo lentamente. Entonces me di cuenta de que ya
no sentía dolor. N o dormía, estaba despierto; no era un
sueño, como con el hachís, no eran las visiones un tanto
enfermizas del opio, era una agudeza de razonamiento
prodigiosa, una nueva forma de ver, de juzgar, de apre
ciar las cosas de la vida, y con la certeza, la conciencia
absoluta de que esa forma era la verdadera...»
Cabe pensar que muchos empezaron a tomar éter,
opio, morfina o cocaína para aletargar el dolor y que des
pués se volvieron dependientes del bienestar y prisione
ros de la adicción, esa propiedad de los estupefacientes
que obliga a consumir cada vez más para obtener el mis
mo efecto.
Las sustancias opiáceas y morfínicas, derivadas del
opio, son ante todo poderosísimos antálgicos, ya que
son análogos químicos de las endorfinas, las hormonas
cerebrales que intervienen en el control del dolor y la
vivencia del placer. Artaud abusaba del opio y del cloral
para aliviar sus dolores cancerosos, y Jean Cocteau, que
empezó a tomar opio como analgésico y nunca más
pudo prescindir de él, daba fe no sólo de las virtudes
sino también de los perjuicios de la droga: «El opio es
— 73 —
una estación. Al fumador dejan de afectarle los cambios
de tiempo. No se resfría jamás. Únicamente le afectan
los cambios de droga, de dosis, de hora, de todo lo que
influye en el barómetro del opio» (Opio, 1930). En una
época más actual, una escritora como Françoise Sagan
se volvió toxicómana por combatir los terribles dolores
que le producía la polineuritis, consecuencia a su vez del
alcoholismo. Unos meses más tarde, el alivio proporcio
nado por el palfium había desencadenado una depen
dencia que marcó el inicio de la escalada tóxica: opio, co
caína... «Lo único que me parece apropiado, si se quiere
escapar de la vida de una forma mínimamente inteligen
te, es el opio» (Le Magazine Littéraire, 1969). En lo que
a esto respecta, los opiáceos son auténticos antálgicos
del dolor físico, pero también del dolor espiritual.
Para otros, estas sustancias tóxicas tienen un efec
to antidepresivo. Esta segunda forma de adentrarse en
la dependencia utiliza el alivio del dolor espiritual y el
apaciguamiento de la angustia. El descubrimiento de
esta virtud sedativa de las sustancias tóxicas en ocasio
nes es fortuito; sin embargo, una vez más la dependen
cia es ante todo una dependencia del bienestar que, en
lo fundamental, no difiere de la utilización actual de los
ansiolíticos y los antidepresivos. Tan sólo quienes los ne
cesitan perciben sus beneficios. Freud, iniciador de de
terminados usos médicos de la cocaína y ferviente con
sumidor de esta sustancia durante años, la utilizaba para
superar una fobia social que le hacía sentirse incómodo
en las reuniones mundanas. Ferrero destaca el testimo
nio que deja de ello en su correspondencia: «He tomado
un poco de cocaína para soltarme la lengua» (18 de ene
ro de 1886). «Estaba [...} muy tranquilo gracias a una
pequeña dosis de cocaína [...]. Éstos han sido mis logros
(o más bien los de la cocaína) y me siento satisfecho de
ellos» (20 de enero de 1886).
El primer poeta que ensalzó los méritos del opio fue
— 74 —
probablemente Samuel Coleridge, al que apelaron todos
los románticos y en especial Byron, que lo incitó a pu
blicar el poema K u b la K h a n , onirismo polisémico inspi
rado en la experiencia opiómana. Sin lugar a dudas el
opio tuvo para Coleridge virtudes antidepresivas que le
permitieron superar las terribles fases melancólicas de
su alternancia maníaco-depresiva, de la que da testimo
nio la exaltación de su producción literaria y el poste
rior declive de su poder creador.
Esta automedicación antidepresiva fue ampliamente
practicada, aunque no se reconociera como tal en razón
de nuestros prejuicios hacia la toxicomanía. Baudelaire,
Edgar Poe, Sartre o Cocteau superaron momentos de
depresión, al igual que muchos otros cuya desespera
ción desconocemos. «La droga —declara uno de ellos—
me ha permitido escapar de la ociosidad, del esplín y de
la desesperación, aun siendo algo totalmente artificial.»
El primer encuentro de Antonin Artaud con el opio se
produce en 1919 en Chanet, cerca de Neuchâtel, donde
sigue los consejos del doctor Dardel para remontar una
fase depresiva. A partir de entonces el opio lo acompa
ñará durante toda su vida, permitiéndole superar ciertos
períodos difíciles pero acelerando también sus descom
pensaciones delirantes. El efecto no siempre es terapéu
tico.
Los sedantes también tienen propiedades ansiolí-
ticas. Ésa es la principal virtud del alcohol, que en tan
tos casos acompaña a la creación literaria. La dependen
cia etílica de Ernest Hemingway o de Henri Bataille es
del dominio público, al igual que la de Malcolm Lowry,
Fitzgerald, Roussel, Modigliani, Utrillo y Suzanne Va
ladon, la de Pessoa, Van Gogh o Verlaine con la absen
ta... Nerval, Musset, Hoffmann o Edgar A. Poe, así como
Gluck y Haendel en el ámbito de la música, serán fieles
adeptos del alcohol. Pese a estar minado por el alcoho
lismo, Jack London fue uno de los promotores de la
— 75 —
prohibición en Estados Unidos. En Pizcas de pacaíso,
de 1931, Scott Fitzgerald describe así el efecto desinhi
bidor tan buscado por los amantes del alcohol: «Me
percaté de que después de tomar unas copas me volvía
expansivo y era popular entre la gente, y la idea me tras
tornó.» El alcohol, sedante para unos, excitante para
otros o ambas cosas según el momento, es un potente
regulador del humor para las personas de carácter ines
table.
Otros, por último, buscan abiertamente la embria
guez de las sustancias tóxicas por la experiencia senso
rial que proporciona, la cual alimenta el trabajo creati
vo. Tal es el sentido del éxtasis romántico y del club de
los adictos al hachís de Théophile Gautier: «¡Al cabo
de unos minutos me invadió un entumecimiento gene
ral! Me pareció que mi cuerpo se disolvía y se hacía
transparente. Veía con toda claridad dentro de mi pecho
el hachís que había ingerido, en forma de una esmeralda
que irradiaba millones de destellos...» (Bosc de Véze). A
las veladas de adictos al hachís del hotel de Pimodan
acudían entre otros Gautier y el pintor Boissard, Bau-
delaire y Moreau de Tours, Daumier, Nerval, Delacroix
e incluso, por curiosidad, Balzac, quien afirma haberlo
probado sin notar efecto alguno debido «al poder de mi
cerebro». El opio romántico reunirá a Dickens y Walter
Scott, Baudelaire, Edgar A. Poe y, más tarde, Willy, Car
eo, Apollinaire, Jarry, Modigliani, Mirbeau, Lautrec,
Picasso... Los fumaderos parisinos serán en cierto modo
unos laboratorios del sueño.
Las experiencias sensoriales de Michaux y Huxley,
o de Sartre con la mescalina, o de Junger con el LSD,
fueron intentos deliberados de tomar tóxicos, bajo vigi
lancia médica, para describir sus efectos. Desde hace
más de un siglo hay numerosos testimonios de esos mo
mentos de locura artificial que matizan la obra y mues
tran los límites de la razón. En cierto modo, una defen-
— 76 —
sa contra uno mismo. Encontramos la huella de ellos
en 1804, en las C onfesiones de De Quincey, en R êv es ,
una novela corta de Maupassant escrita a modo de de
fensa de la eteromania, en 1907 en L a lutte, de Alphonse
Daudet, L a noire idole , de Laurent Tailhade y L 'éth er
consolateur , de Willy, en O p io , de Cocteau, en 1930, en
L a im agin ació n , de Sartre, en 1936, en L a s p u ertas de la
percepción , de Aldous Huxley, en 1954, y más reciente
mente, en 1964, en T oxiq u e , el diario de la desintoxi
cación de Françoise Sagan, en Y onqui , de Burroughs,
en 1979, en H . y en P a ra d is , de Philippe Sollers, y en los
dos alegatos de Yves Salgues contra la droga: L'h éroïn e
y O p iu m C ity.
Todos afirman que los éxtasis artificiales no otorgan
el genio, no añaden nada al talento, todos describen la
decadencia del descenso, pero todos explican también
la necesidad, la curiosidad y, posteriormente, la atrac
ción del viaje y de la experiencia inaudita. Si hubiera que
añadir una virtud, precisar la necesidad del consumo de
sustancias tóxicas, tan frecuente entre los creadores, in
sistiría en el efecto «estárter» que pueden ejercer las dro
gas psicotropas en el proceso creativo y que ha influido
en la gran frecuencia de su uso. Philippe Sollers mani
fiesta con gran lucidez la aceleración de los procesos
perceptivo y creativo bajo el efecto de las anfetaminas:
«Permiten redactar más deprisa. El calentamiento pasa
de una hora a diez minutos. El rendimiento es mejor. Y
ello no altera en absoluto la concentración y la lucidez.
[...] Producen un efecto de aceleración, permiten asocia-
ciar ideas y palabras con mayor rapidez, quitan inhibi
ciones...» (Assouline).
N os encontramos de nuevo en la frontera entre la
creación y la patología, entre el genio y la locura, ya que
esta descripción del funcionamiento mental bajo el efec
to de las anfetaminas se parece mucho a lo que llama
mos excitación maníaca, estado inverso a la depresión y
— 77
que se caracteriza por una aceleración mental, taquipsi-
quia, juegos de palabras rápidos, incoherencias, asocia
ciones de ideas espontáneas e hiperactividad. El efecto
antidepresivo de las drogas estimulantes es indiscutible:
acompaña los esfuerzos del creador, que lucha contra la
depresión o contra un momento de abatimiento. Jean-
Paul Sartre tomó anfetaminas por primera vez para re
dactar un texto destinado a la Unesco, porque no se
sentía con la energía suficiente para hacerlo, y más tarde
recurrió a ellas cada vez que perdía la confianza en sí
mismo. En otra época y en cantidades distintas, los
efectos del café en Balzac quizá no tengan nada que envi
diar a las anfetaminas: «El café te cae en el estómago [...].
A partir de ese momento todo empieza a agitarse, las
ideas se ponen en movimiento como los batallones del
Gran Ejército en el campo de batalla, y la batalla se pro
duce. Los recuerdos llegan a paso de carga... Las figuras
se alzan, el papel se cubre de tinta, porque la vigilia em
pieza y acaba con torrentes de tinta negra...»
4. L a LO C U R A
— 78 —
sobre el hielo como sobre la tierra recalentada por el sol
de Grecia, danzaba y saltaba con frecuencia solo, sin
motivo y como por capricho; tenía un porte “singular”;
llevaba, al menos a los ojos del vulgo, un tipo de vida de
lo más extraño [...] en fin, debido a su conducta y a sus
maneras se había ganado tal reputación de estrafalario
que Zenón el Epicúreo lo apodó más tarde el bufón de
Atenas, lo que hoy llamaríamos un excéntrico» {Le dé-
mon de Socrate, 95).
El distanciamiento de los convencionalismos y las
contingencias materiales caracteriza a numerosos artis
tas —no sólo pintores, escritores y poetas, sino también
sabios, ingenieros, inventores—, que parecen descentra
dos respecto al mundo en el que se encuentran. Se po
dría decir de Marcel Proust lo mismo que de Sócrates,
ya que presentaba una imagen curiosa y enfermiza, «con
el cuello hundido tras una pechera abombada, más bien
pequeña», en palabras de Mauriac, «la cabeza hacia
atrás, más disfrazado que vestido —dice Diesbach—, cu
bierto con una pelliza en mayo, o tres abrigos uno enci
ma de otro en la boda de su hermano». Un último para
lelismo: Glenn Gould, pianista excepcional y dominado
por sus fobias como Proust, tampoco se desplazaba sin
abrigo, guantes, pañuelo en el cuello y gorro, hiciera
frío o calor, y para no coger frío tocaba con unos mito
nes que no se quitaba ni para ir al baño.
En estos tres ejemplos, a los que se podrían añadir
muchos más, la excentricidad aparece como un rasgo
destacado de la personalidad y al mismo tiempo como
una patología del comportamiento, aquí de expresión
fóbica, es decir, que expresa el temor irracional a un ob
jeto o una situación, e impone conductas de evitación
o incluso rituales conjuratorios. Se podrían mencionar
otras personalidades obsesivas, como Erik Satie y su ex
traordinaria caligrafía seudogótica, a imagen y semejan
za del personaje extraño, obsesivo, perfeccionista y me
— 79
ticuloso, al tiempo que muy inestable e imprevisible,
embutido en su harapiento traje oscuro. La excentrici
dad de las grandes figuras que fueron Miguel Ángel,
Voltaire o Jean-Jacques Rousseau nos recuerda de nuevo
que el creador necesita otra esfera que es un mundo in
terior, el del sueño y lo imaginario, y al mismo tiempo
cierto distanciamiento de la vida material.
En 1590, en Idea del templo della pittura, Giovan
Paolo Lomazzo, artista también, declara: «Se observa
que la mayoría de los pintores son extravagantes y que,
al hablar, muchas veces se dejan llevar por su estado de
ánimo. No pretendo establecer aquí si ello es una conse
cuencia de su naturaleza o de la complejidad del arte en
el que se pierden constantemente cuando persiguen la
investigación de sus secretos y de las enormes dificulta
des que entraña» (citado por Wittkower). Jacopo Pon-
tormo, niño prodigio y huérfano, se convirtió en uno de
los pintores más brillantes de la gran Florencia. Era
solitario y excéntrico, sufría grandes fobias y angustias,
hasta tal extremo que Vasari se cree obligado a puntua
lizar que «su soledad supera lo imaginable» (op. cit.).
Hay numerosos ejemplos de esos «nuevos» artistas del
Renacimiento que parecen cultivar el individualismo,
reivindicar la libertad de expresión y manifestar una
excentricidad que antes no se consideraba correcta.
Wittkower formula la idea de que dicha excentricidad
—rareza, locura— es el rasgo social de una época en la
que, por primera vez desde la Antigüedad, los pintores
se veían enfrentados a las mismas dificultades que los
demás creadores. Parece razonable pensar que esa crea
tividad es la expresión de una estructura estrafalaria de
personalidad de la que proceden, además de la obra, las
dificultades de la vida.
Si hay un personaje que haya jugado la carta de la
excentricidad pretextando locura, sin duda es Salvador
Dalí, cuya autenticidad, pese a todo, no se puede poner
— 80 —
en duda. Su exhibicionismo grandilocuente, el gusto por
la pompa y lo estrafalario, su manierismo verbal erigido
en sistema nos dejan de él una imagen bufa e histriónica.
Su alegato en favor de un método paranoico crítico es a
la vez una burla del psicoanálisis y un testimonio vivo
de esa asociación popular del genio y la locura. Dalí ela
bora su sistema defensivo tras un encuentro en 1935 con
Jacques Lacan, que acababa de publicar su tesis sobre
la psicosis paranoica. Su personalísimo método, que tal
vez constituyó para él un sistema de equilibrio, consis
tía en dar libre curso a sus fantasmas y obsesiones, con
trolando al mismo tiempo, según afirmaba, su delirio.
El excéntrico pintor se declaraba ajeno a la locura recu
rriendo, como siempre hacía, a la paradoja: «La única
diferencia entre yo y un loco es que yo no estoy loco.»
Porque el arquetipo popular del genio es el de al
guien más o menos loco. Recordemos la reflexión de
Freud en R e trato psicológico del presidente T hom as
W oodrow W ilson , según la cual en todas las épocas de
terminados enfermos, locos o afectos de una grave neu
rosis, han orientado la marcha de la humanidad llevan
do a cabo proyectos muy ambiciosos que pocos habrían
sido capaces de afrontar, o bien dejando tras de sí con
fusión y desdicha. La historia militar, política y religio
sa ofrece innumerables ejemplos de ello: Napoleón,
Luis II de Baviera, Nerón, Stalin, Hitler, Ceaucescu,
Wilson, Mac Arthur, Martín Lutero...
La creación y la originalidad del descubrimiento ha
cen que se tache al poeta o al inventor de loco. Paul
Delvaux lo manifiesta así en 1939: «Cuando uno quiere
hacer cosas que no se ven por todas partes, recae sobre
él la sospecha de que está loco.» El sentimiento de rare
za revolucionaria que posee por naturaleza la obra ge
nial, suscita una fuerte reacción de rechazo que preserva
el orden establecido y margina al creador bajo la cómo
da etiqueta de la locura. N o hay más que ver cuántos re
— 81 —
gímenes totalitarios han utilizado la coartada psiquiá
trica para eliminar a los opositores «progresistas» y a
todos los innovadores en el terreno de la ciencia o las
artes.
Así pues, la locura se vincula a la imagen del poe
ta, del innovador y del excéntrico. Gautier llamaba a
Nerval «el loco delicioso», pero la locura de Nerval era
auténtica, y estaba tan unida a la escritura que no es po
sible disociar una de otra. «La última locura que pro
bablemente me quede será creerme poeta», decía. Y lo
repetirá sin cesar: «Estoy loco, estoy loco» (carta a
A. H., 20 de octubre de 1854), reconociendo así la en
fermedad, pero sin aceptar ni su condena ni su imagen
social, tan alejada de la realidad del creador y de su ge
nio. «Admito oficialmente que he estado enfermo. N o
puedo aceptar que haya estado loco, ni siquiera que
haya sufrido alucinaciones. Si ofendo a la medicina, me
arrojaré a sus pies cuando adopte los rasgos de una dio
sa» (carta a Antony Deschamps, 24 de octubre de 1854).
Lo mismo se puede decir de Antonin Artaud, cuya lo
cura se halla tan unida a sus escritos que sin duda ha
empobrecido una parte de su obra. «Padezco una es
pantosa enfermedad del espíritu», escribió a Jacques Ri
vière. Y el 6 de mayo de 1935, tras su paso en la actividad
teatral del Folies a la sala Wagram: «A este torturado,
todo el mundo lo ha tomado por un loco [...]. Y la imagen
de la locura del mundo se ha encarnado en un tortura
do» (Danièle André-Carraz). Así se pasa, casi imper
ceptiblemente, del innovador excéntrico al poeta tortu
rado, al sabio loco o incluso al creador alienado y al
loco literario. Se pasa imperceptiblemente de la eviden
cia de la salud a la evidencia de la enfermedad.
Nos encontramos en esa frontera tan sutil entre el
genio y la locura que todos los biógrafos, y también los
propios creadores, han frecuentado constantemente. Es
el caso de Goethe cuando habla de sí mismo y evoca la
— 82 —
revuelta interior del infortunado que «no sabe contra
qué se revuelve», o el de Nietzsche, que dirige a toda la
humanidad ese grito de rebeldía: «¿Dónde está, pues,
la locura, cuya vacuna deberían inocularnos?» (Kretsch
mer), o el de Odilon Redon, que ve en su proceder el
genio de la desmesura: «Mi intuición es [...] la locura.»
Es también el caso de Stendhal, que hace la misma refle
xión en su Vida de Mozart: «Quizá sin esa exaltación de
la sensibilidad nerviosa que llega hasta la locura no hay
genio superior en las artes que requieren ternura...»
Ante esta imagen ampliamente extendida del genio
excéntrico, continúa sobre el tapete la cuestión de la re
lación entre genio y locura, una cuestión para la que
vamos a proponer argumentos. ¿Están los creadores
afectados, en mayor o menor medida, por la locura?
¿Interviene la locura en la creación? ¿Confunden los
médicos el delirio con la metáfora poética? Con todo, si
la locura forma parte del genio, parece evidente que no
es una condición suficiente y que no se es genial por el
hecho de estar loco. Es necesario precisar, además, que
no se puede reducir el genio a la locura, tal como la fácil
crítica de nuestro razonamiento podría dar a entender.
— 83 —
III
— 85 —
1. L a infancia del arte
— 86 —
Todo el mundo conoce la infancia de Mozart, guia
do desde muy temprano por su padre, un gran músico y
pedagogo. A los tres años, "VColfgang ya daba muestras
de la precisión absoluta de su oído, de una prodigiosa
memoria musical y de una sorprendente capacidad de
concentración. A los cuatro años compuso sus primeras
piezas para clavicémbalo y a los seis dio, junto con su
hermana Mananne, su primer concierto en la corte de
Viena. La espontaneidad de su intuición musical asom
bró a los adultos cuando, a los siete años, tocó sin lectu
ra previa su parte de violín en el cuarteto de su padre.
La gira «europea» que realizaron Leopold, Wolfgang y
Marianne de 1763 a 1766, es decir, desde los nueve has
ta los once años en el caso de Mozart, impresionó a las
cortes reales y a todos los espíritus elevados, entre ellos
a Goethe, que lo vio en Francfort.
El privilegio de esta extraordinaria precocidad de las
dotes musicales también le correspondió a Meverbeer,
que a los cinco años ya era un maravilloso intérprete, y
a Haendel, que aprendió muy pronto a tocar el clavi
cémbalo y a los siete años dominaba el órgano con tal
maestría que un príncipe de Sajonia lo animó a hacer ca
rrera. Fue director del teatro de Hamburgo con apenas
diecinueve años y compuso El Mesías a los veinticinco.
Rameau era un virtuoso a los siete, al igual que Chopin,
que en 1817, a la misma edad, publicó una polonesa en
sol menor y al año siguiente interpretó en público un
concierto de Gyrowetz. A los nueve años, Robert Schu-
mann compuso Alegrías de la jornada de un colegial, y
Franz Liszt, un extraordinario virtuoso ya a esa edad,
a los doce años transportó de tono todas las fugas de
Bach y las ejecutaba de memoria. Con apenas ocho
años, Roberto Benzi dirigió por primera vez una or
questa, sorprendente hazaña que exigía, además del
dominio del atril, un extraordinario oído y una increí
ble memoria musical, disponer de una gran orquesta.
— 87 —
Cuenta la leyenda, parte de ella novelada, que recibió
ese «don» cantando en las calles de Nápoles, aunque,
como en muchos otros casos de niños prodigio de la
música, al parecer la influencia familiar fue determinan
te, pues pese a que no ingresó en el conservatorio, Ro
berto Benzi tuvo muy buenos profesores.
En estos prodigios de la infancia vemos, especial
mente en el ámbito de la música, a aquellos que serán las
grandes figuras del mañana. A los once años, Paganini
da su primer recital; Beethoven publica a los doce su
primera obra, Variaciones p a ra pian o sobre una m archa
de Dressler, y un año más tarde ya ha compuesto tres
sonatas. Rossini, convertido ya en un pianista virtuoso,
escribe también las primeras sonatas para cuerda a los
trece años. Cabe citar también a Cari Maria von Weber,
que sólo tenía catorce años cuando se representó su
ópera L a doncella de los bosques , y a Schubert, que a la
misma edad era primer violín.
Estas hazañas precoces muestran con claridad, en la
esfera musical más aún que en las otras formas de expre
sión, que es posible realizar un aprendizaje musical a
partir de los primeros meses y los primeros años de la
vida, en la medida en que el niño se encuentra sumergi
do en un baño cultural apropiado, y también en la me
dida en que la audición se organiza muy pronto y en
que la técnica instrumental pone en funcionamiento com
portamientos motores que no precisan la madurez total
del lenguaje, todavía insuficientemente organizado. Ese
baño musical indispensable, siempre presente en la his
toria de la infancia del genio, nos permite refutar la hi
pótesis del don musical y de la capacidad innata. Leo-
pold Mozart era uno de los grandes pedagogos de su
época; todos los violinistas se habían ejercitado con
su método. En la familia Bach, la música era un oficio
que había pasado de padre a hijo desde hacía cuatro ge
neraciones, al igual que en la familia Beethoven. El joven
— 88 —
Weber frecuentaba los bastidores de los teatros, entre
los músicos, desde los cuatro años, y Liszt recibió de su
padre las primeras lecciones de piano a la misma edad.
En otros casos serán las madres quienes, músicas a su
vez, acompañen los primeros pasos de su hijo en el
mundo de la música: la madre de Chopin, va desde su
infancia en Varsovia, la madre de Bartók, la madre de
Prokofiev..., en una época en que la música formaba par
te de la educación de todas las mujeres de la buena socie
dad. El carácter familiar de este aprendizaje precoz, ca
paz de construir un monumento musical sobre varias
generaciones, culmina con el gran Bach, que no es sino
uno de los sesenta y cinco músicos del mismo nombre.
Karl Geiringer, que llevó a cabo un análisis sumamente
minucioso de la dinámica artística de la familia Bach, re
sume así su idea de filiación musical: «La herencia mu
sical, mantenida en reserva durante dos generaciones,
estalló triunfalmente en Johann Sebastian, que por lo de
más había heredado de los Lámmerhirt (su madre) la
profundidad del sentimiento y una tendencia al misticis
mo.» Bernard Gavoty describe con talento la dura ley
que preside la educación musical en la familia Beetho-
ven: «Saber si al pequeño Ludwig le gustaría o no la mú
sica era lo de menos; se decidió que sería músico.» A los
cuatro años «lo obligan a sentarse ante un clavicémbalo,
lo encierran con un violín, lo matan a trabajar. Interpre
ta pequeños papeles en el teatro; ejecuta su parte de vio-
loncello en la orquesta de la corte; a los trece años es
organista».
El aprendizaje precoz de la música sugiere la hipó
tesis de que se utiliza un modo sensorial privilegiado,
la audición, que permite una concentración prolongada
gracias al mecanismo fisiológico del «canal sensorial úni
co», lo cual puede explicar una atención cercana a la hip
nosis. En lo que a esto respecta, el aprendizaje musical
parece muy distinto de las otras formas creativas.
— 89 —
Por más que nos parezcan pertinentes, estas reflexio
nes son, sin embargo, más descriptivas que explicativas.
Lo cierto es que, si bien hay motivos para pensar que el
genio musical necesita un aprendizaje familiar precoz,
jamás sabremos por qué Wolfgang se convirtió en Mo-
zart ni cómo llega su obra a dominar la historia de la
música. El fenómeno encierra una alquimia impenetra
ble que conserva para siempre la belleza de su misterio.
Aunque más tardía, la precocidad de los pintores,
los científicos o los literatos no es menos real; también
entre ellos abundan los ejemplos. Se cita a menudo al
joven Blaise Pascal haciendo demostraciones de teore
mas a los nueve o diez años, apasionándose a los doce
por los Elementos de Euchdes, cuyas treinta y dos pro
posiciones resolvió, enunciando a los quince el famoso
teorema llamado «teorema de Pascal», redactando a los
dieciséis el Ensayo sobre las cónicas, e inventando entre
los dieciséis y los dieciocho la máquina aritmética, un
aparato que efectuaba las cuatro operaciones elementa
les, que fue el punto de partida real del cálculo mecáni
co y que mediante perfeccionamientos técnicos desem
bocó en las calculadoras modernas.
En el campo de las ciencias llamadas exactas, nume
rosos científicos han manifestado también una gran pre
cocidad en su interés por las matemáticas, pese a que no
siempre se ha conservado su huella. El cálculo mate
mático, que utiliza zonas cerebrales muy especializadas,
tampoco requiere el dominio del lenguaje verbal y puede
desarrollarse mucho antes de que el lenguaje esté total
mente establecido. El filósofo alemán Ludwig Witt-
genstein, que tanta influencia ha ejercido en la literatu
ra del siglo XX, sobre todo en los escritores vieneses, se
apasionó muy pronto por las matemáticas y la lógica
pura y construyó una máquina de coser a los ocho años.
Su intensa curiosidad y sus múltiples pasiones no tarda
rían en convertirlo en un ser inadaptado que no podría
— 90 —
integrarse en una escolaridad normal, lo que no le impi
dió cursar más adelante estudios de ingeniería y después
de filosofía.
Kretschmer relata también la historia de Robert Ma-
yer, un médico alemán que a los veintiséis años formuló
la ley de la conservación de la energía desarrollando una
idea poderosa, una idea fuerza, una idea fija que tenía en
mente desde la infancia. A los diez años, al observar el
mecanismo de un molino, plantea la cuestión del mo
vimiento perpetuo, cuestión que ya lleva implícita la de
la conservación o la transformación de la energía.
Este carácter profundamente obsesivo de perseguir
unas ideas y relacionarlas de manera fortuita, que se da
con gran frecuencia en los científicos y los inventores
—es precisamente eso lo que permite la chispa del des
cubrimiento—, constituye un rasgo acusado de la perso
nalidad, que habitualmente se expresa de forma patoló
gica en la neurosis obsesiva, por ejemplo, o en el delirio
relacional de los sujetos paranoicos. La tensión psíquica
que se moviliza hacia el objeto único de la búsqueda se
tiñe del entusiasmo del descubrimiento y permite al ser
creativo conservar un equilibrio pese a la apariencia pa
tológica de su comportamiento. No obstante, es preciso
señalar que ese equilibrio es temporal y que los aconteci
mientos de la vida amenazan con revelar más tarde su
enorme fragilidad.
Siguiendo con los casos que acabo de mencionar, re
cordemos por ejemplo la duda escéptica de Pascal, a
quien la adhesión a un sistema religioso monolítico sal
vó sin duda del desequilibrio; también tenemos noti
cia de la gravísima depresión que acompañó la vida de
Wittgenstein; y conocemos por último la locura melan
cólica de Robert Mayer. El genio necesita una precoci
dad que organiza su vida relacional y modela el aparato
psíquico en el sentido apropiado, al servicio de sus esta
dos de ánimo y sus ideas fijas. Ese cerebro volcado por
— 91 —
completo en una causa única y consagrado permanente
mente a esa pasión será capaz de realizar las mayores
proezas, y al mismo tiempo sucumbir a las mayores de
bilidades.
— 92 —
^ Se observa por tanto que la precocidad en la expre
sión científica o artística se ordena gradualmente en
función del modo sensorial y del sistema motor reque
rido para esas habilidades, y presenta el orden siguien
te. musical, matemático, pictórico, literario. Las presta
ciones mas precoces son, en consecuencia, musicales, ya
que el oído y las zonas sensoriales auditivas maduran
muy pronto. Antes de los veintiún meses se organiza la
prosodia, la melodía del lenguaje, lo que permite mani
festar esa aptitud para la musicalidad antes del estableci
miento de la lengua. En los primeros años ya está todo
en su sitio, si el baño musical y educativo es suficiente.
En general, los grandes músicos han estado en contacto
con la música antes de haber aprendido a hablar.
A continuación viene la aptitud para el cálculo men
tal, que parece organizarse antes de que se domine por
completo el lenguaje verbal y de que determinadas dispo
siciones mentales que centran exclusivamente la atención
en el carácter abstracto de las matemáticas den prioridad
a ese modo de razonamiento. Por tal motivo, algunos
calculadores geniales se han hecho famosos antes de los
diez años.
En cuanto al dominio de las artes plásticas, requiere
el asentamiento definitivo de todas las coordinaciones
motrices bajo la dependencia del control visual, es decir,
la mano bajo la mirada del ojo; requiere también la ad
quisición de la imagen tridimensional y de la perspecti
va, nociones complejas que exigen un aprendizaje téc
nico largo y constante. Raramente se es pintor antes de
los diez años, una edad, por otra parte, muy temprana.
Finalmente, la poesía, la literatura y las disciplinas
del pensamiento razonado no se podrán expresar hasta
que, unos años más tarde, el lenguaje esté totalmente
establecido y se posea una cultura suficiente. El apren
dizaje de la lengua es «una larga espera», afirmaba con
gran acierto Buffon. La madurez cerebral de las zonas
— 93 —
motrices del lenguaje no es del todo completa hasta des
pués de los diez años, y casi nadie se inicia en la litera
tura antes de los quince. Existen no obstante algunas
excepciones: de creer el testimonio de Agrippa d’Aubig-
né, este gran escritor francés del siglo XVI aprendió latín,
griego y hebreo a los cuatro años y los leía con fluidez
a los seis; también declara haber traducido el Gritón de
Platón a los siete años y medio. Semejantes afirmacio
nes pueden parecemos en la actualidad muy exageradas,
pero hay que considerar las condiciones privilegiadas
de la nobleza de la época en materia de educación.
Montaigne, que había aprendido de muy pequeño el la
tín como una lengua viva, lo dominaba bastante bien a
los seis años, y unos siglos más tarde el protestantismo
ilustrado de su familia permitirá al joven Goethe escri
bir en varias lenguas antes de cumplir los diez años. Sta-
nislaw Witkiewicz, el gran pintor y novelista polaco,
escribió su primer ensayo a los siete años. Hay que pre
cisar, sin embargo, que su padre era pintor, crítico y
escritor reconocido, y que su madre se dedicaba a la
música.
— 94 —
nial?» Por último, cuando en 1869 Nietzsche recibe el
título honorario de doctor en filosofía gracias a la cali
dad excepcional de sus trabajos, su profesor de filología
hace un comentario muy elocuente acerca de la admira
ción que le profesa: «Entre los numerosos jóvenes talen
tos que, desde hace ahora treinta y nueve años he visto
desarrollarse ante mis ojos, jamás he conocido a ninguno
tan precoz, tan completo, como Nietzsche [...]. Actual
mente tiene veinticuatro años...» (citado por Cressy).
Estas trayectorias excepcionales —embellecidas en
algunos puntos— tienen básicamente el mérito de mos
trar que el aprendizaje precoz es posible. Tal vez requie
re una capacidad especial de atención, cuyas relaciones
con el humor y el espíritu veremos más adelante, pero
sobre todo necesita un medio favorable y un baño cultu
ral apropiado.
Este afianzamiento del genio en los primeros años
de la vida pone de relieve la importancia del funciona
miento mental infantil —gusto por el juego, curiosidad,
inventiva, imaginación— en el proceso creativo. El ge
nio creador sigue siendo con frecuencia un niño toda
la vida. Bourguignon cuenta que Einstein explicaba su
descubrimiento de la teoría de la relatividad por el he
cho de que continuaba haciéndose preguntas propias
de la infancia a una edad en que ya poseía los conoci
mientos de un adulto. «El genio no es más que la infan
cia recuperada a voluntad», dice Baudelaire al hablar de
Constantin Guys, el pintor de la vida moderna y de la
belleza pasajera, como él lo llamaba. «¿N o sería fácil
demostrar —prosigue Baudelaire en Los paraísos artifi
ciales—, mediante una comparación filosófica entre las
obras de un artista maduro y el estado de su espíritu
cuando era un niño, que el genio no es sino la infancia
claramente formulada, dotada ahora, para expresarse,
de órganos viriles y poderosos?» Esta opinión apare
ce con frecuencia en la literatura; por ejemplo en Jean
— 95 —
Sartenil, de Marcel Proust: «Este libro jamás fue he
cho, fue cosechado.»
El genio literario nos devuelve a la infancia gracias
a esa capacidad del escritor para maravillarse siempre
de sus invenciones. El propio Goethe sabía lo que decía
cuando afirmaba que «las naturalezas geniales viven una
pubertad renovada, mientras que las demás sólo son jó
venes una vez» (citado por Kretschmer). En pago de esa
eterna juventud, el creador genial experimentará duran
te más tiempo que otros todas las incertidumbres dolo-
rosas de la adolescencia: crisis de identidad, toxicoma
nías, dependencias, inclinación al idealismo patético y
tendencia a las psicosis propias de la pubertad o a la di
sociación esquizofrénica. Así habla Kretschmer de la
longevidad del «ardor juvenil», que alimenta el idealis
mo patético de los románticos.
— 96 —
multiplicar los ejemplos que demuestran, bien la he
terogeneidad de la noción de genio, bien la fragilidad
de esta idea, o bien la gran arbitrariedad en la elección de
las personalidades.
La segunda hipótesis, que ya encontramos formu
lada por Séneca, se expresa con la forma de un adagio
popular que afirma que los genios precoces mueren jó
venes. Un autor americano, al estudiar recientemente la
crisis que se produce hacia la mitad de la vida, señala
que numerosos seres excepcionales han muerto alrede
dor de los treinta y siete años: Mozart, Chopin, Rim-
baud, Van Gogh... N o obstante, se puede objetar que
las causas de mortalidad de cada uno de ellos son muy
distintas, y que evidentemente no se pueden comparar
las condiciones de vida y la longevidad en las diferentes
épocas en que vivieron. Esta hipótesis se viene abajo por
sí sola cuando se la compara con el argumento inverso,
sostenido por Lombroso el siglo pasado: el de la lon
gevidad excepcional del genio. Goethe y Victor Hugo
vivieron ochenta y tres años; Voltaire, Franklin y san
Vicente de Paúl, ochenta y cuatro; Sófocles, Humboldt,
Miguel Ángel y Petrarca, noventa, ¡y Tiziano nada me
nos que noventa y nueve!
Estos cálculos extravagantes siempre presentan lis
tas heteróclitas de personajes ilustres, cuyo interés es
muy relativo. Para proseguir esta discusión conviene ce
ñirse exclusivamente a aquellas concordancias descripti
vas lo bastante coherentes para convertirse en hechos
observables.
2. E l g e n io h u é r f a n o
— 97 —
de los padres»), que pone de manifiesto la abundancia de
huérfanos de padre o madre entre los escritores. Kanzer
elabora una larga lista en la que figuran Byron, Colerid-
ge, Swift, Bronté, Rousseau, Tolstói, Edgar Alian Poe,
George Sand... La hipótesis será retomada en 1975 por el
psicoanalista norteamericano Georges Pollock, que ana
liza las consecuencias de la pérdida de los padres en la
creatividad o la inventiva de más de mil escritores, cien
tíficos, artistas o personalidades políticas. Pollock inter
preta el acto creativo como un intento siempre vano e
infructuoso de reparar dicha pérdida. Esta reflexión será
ampliamente desarrollada por André Haynal y la escue
la ginebrina de psiquiatría, y más tarde por un psicólogo
norteamericano, Marvin Eisenstadt.
André Haynal, en colaboración con un historiador,
Pierre de Senarclens, muestra claramente la importan
cia que revisten las separaciones tempranas en los seres
creativos: de treinta y cinco escritores franceses del si
glo XIX seleccionados por Haynal en función de la im
portancia de su obra, diecisiete perdieron durante la
infancia al menos a uno de los padres o fueron sepa
rados de él. Basándose en una población más amplia,
compuesta por seiscientos noventa y nueve persona
jes excepcionales, Marvin Eisenstadt confirma esta ten
dencia: una cuarta parte de ellos perdió a uno de los
padres antes de los diez años, dos tercios antes de los quin
ce, y la mitad antes de los veintiuno. Se puede objetar
que Eisenstadt aplica esta hipótesis a unas épocas en
las que la esperanza de vida difería mucho de la nues
tra. Sin embargo, su trabajo tiene el gran mérito de pro
poner una población testimonio, contemporánea de
los «genios que constituyen la población experimen
tal», y que deja patente que la proporción de huérfanos
es a todas luces más elevada entre los seres excepcio
nales.
Dos referencias apoyan esta tesis. En primer lugar,
— 98 —
el texto clasico de Suetomo Las vidas de los doce césavcs,
que nos revela que diez de ellos eran huérfanos; y
en 1970, el estudio de Lucille Iremonger sobre veinti
cuatro presidentes de gobierno británicos, en el que se
dice que quince de ellos, es decir, el 62,5 %, también
eran huérfanos. Muchos políticos perdieron a su padre
cuando eran niños o adolescentes —César, Napoleón,
Lenin—, lo que probablemente constituye un factor de
realización del que hablaremos más adelante.
Por último, para ampliar un poco esta idea que en
mi opinión ya reposa sobre sólidas bases, diré que en la
vida de los grandes creadores y los personajes excepcio
nales se da con gran frecuencia la pérdida temprana de
un ser cercano: del padre, de la madre, de un hermano o
hermana, de un hijo o una hija. Debido al trabajo psi
cológico interior que exige, la pérdida temprana es qui
zás uno de los motores de la excepcionalidad. Precise
mos finalmente que este razonamiento se adapta mejor
a los siglos pasados, en que las pérdidas tempranas eran
más numerosas y frecuentes que en la actualidad.
El padre de Newton murió a consecuencia de una
enfermedad antes incluso de que naciera su hijo, al igual
que el de Sartre, Mauriac o Camus, cuando éstos tenían
un año. Hölderlin sólo tenía dos años cuando se pro
dujo la muerte de su padre y nueve cuando murió su
padrastro. Byron, tres. George Sand, cuatro. Nietzsche
tenía cinco años cuando su padre fue víctima de la de
mencia y le sobrevino la muerte, y siete cuando murió
su hermano pequeño. A los seis años, Baudelaire perdió
a su padre, y un año más tarde, en 1828, «perdió» a su
madre al casarse ésta con Aupick. Villon también perdió
a su padre de muy pequeño. Cocteau solamente tenía
nueve años cuando el suyo se suicidó. Hay innumera
bles ejemplos: en las mismas circunstancias, De Quin-
cey y Tolstói tenían ocho y nueve años respectivamente,
Maupassant, diez, Conrad, doce. La muerte del padre
— 99 —
ha influido sin ningún género de duda en el genio litera
rio, con frecuencia de forma positiva, borrando su ima
gen y dejando paso a la madre, para permitir la obra.
En cuanto a la desaparición de la madre, es inevita
ble constatar que se trata de una herida mucho más ar
caica. Tolstói sólo tenía un año cuando perdió a su ma
dre, que aparecerá de forma obsesiva en su obra como el
arquetipo de la mujer ideal. Nerval sufrió el trauma de
su pérdida a la edad de dos años, y su obra puede leerse
como una poderosa tarea de resurrección. Pascal apenas
tenía tres años, Miguel Ángel seis, y Stendhal siete, en
tre muchos otros que, como ellos, perderán el alimento
materno pero conservarán muy presente el recuerdo de
la inspiradora de su obra.
La pérdida precoz de un hermano o una hermana,
aunque también influye en el genio, en muchos casos
sume más profundamente su personalidad en la psicosis
y la locura. Todo el mundo conoce la historia de Ca-
mille Claudel y la de Salvador Dalí. Ambos son hijos
que sustituyen a otro desaparecido y viven «por pode
res» la existencia de éste. Charles-Henri Claudel, el hijo
mayor, muere quince días después de su nacimiento,
en 1863. Camille llega un año más tarde para sustituirlo,
cuando su madre, deprimida y enlutada, quería un niño.
«Tu padre [...] deambulaba para olvidar [...] tu madre
estaba resentida con él [...] tu madre quería un niño. N o
quería reconocerte.» (Anne Delbée, citada por Denise
Morel.) Camille acarreará toda la vida el peso de ese ser
desaparecido y el sentimiento de no-ser que le transmi
tía su madre.
Salvador Dalí nace nueve meses después de la muer
te de su hermano. Sus padres, desconsolados, le ponen
el mismo nombre, lo visten con su ropa, le dan sus ju
guetes. También él experimentará el sentimiento de no-
ser y se obsesionará con la imagen del hermano desapa
recido. La culpabilidad del superviviente organizará su
— 100 —
vida en torno a un mecanismo de defensa psicótico, que
Dalí llamará «método paranoico crítico» y que en reali
dad es una escenificación del desasosiego interior, pero
que probablemente lo protegerá de una descompensa
ción grave en la enfermedad mental.
Se puede evocar también el papel manifiestamente
patógeno de la muerte temprana de un hermano y una
hermana de Antonin Artaud, o incluso de la deí her
mano de Novalis un mes después del fallecimiento de
Sophie. Ambos, Artaud y Novalis, sufrirán las angus
tias del duelo imposible y tratarán de reparar esa falta en
la obra.
Sea como fuere, el trauma afectivo provocado por
las pérdidas sucesivas que con tanta frecuencia apare
cen en la biografía de los seres creativos y los persona
jes fuera de lo común, activa las defensas de esa perso
nalidad que debe decir adiós a un ser tan cercano. Cabe
imaginar que de esta manera transforma el intenso cho
que afectivo en un movimiento creativo, dentro del mar
co de una especie de principio de conservación de la
energía. En lo que a esto respecta, los duelos vividos a
una edad temprana constituyen en ocasiones profundos
estimulantes de la creación, en la medida en que no son
superados y que su energía sólo se sublima en la obra
reparadora. Ese duelo libera la energía afectiva y libidi-
nal, es decir, conectada con las pulsiones ligadas hasta
entonces a la persona desaparecida. En algunos casos,
esa energía puede ser el motor de la obra.
Evidentemente, se puede objetar que no todos los
huérfanos son creadores y que en la mayoría de los ca
sos el duelo tiene unos efectos más negativos que creati
vos. Ello no impide, sin embargo, que muchas veces ese
factor desempeñe un papel determinante en las orienta
ciones excepcionales de la vida.
— 101
3. E l deseo de la madre
— 102 —
de esa complacencia infantil y el hecho de que prosiga la
maternización cuando se hacen adultos.
La madre sobreprotectora de Salvador Dalí lo man
tendrá durante toda su infancia en un estado de depen
dencia que no se resolverá hasta mucho más tarde, gra
cias a la presencia lenitiva de Gala. La estricta y austera
madre de Hölderlin acogerá siempre a su hijo en los
momentos de depresión, pero, a la vez protectora y dis
tante, lo considerará un niño toda su vida. La madre in
transigente y tirana de Arthur Rimbaud condenará im
placablemente todos y cada uno de los pasos en falso de
su hijo, incitándolo así a la transgresión. La de Camille
Claudel, una mujer fría, triste y depresiva, sólo aceptará
reconocer a su hija a regañadientes. Esas madres, tan di
ferentes unas de otras, desempeñarán todas ellas un papel
considerable en la vida y la obra de sus hijos respectivos.
En 1974, en un trabajo basado en el estudio de nu
merosas biografías, el psicoanalista Matthew Besdine
señala el vínculo privilegiado que con tanta frecuencia
une al creador con su madre y que él denomina, en refe
rencia a la madre de Edipo, «maternización yocastiana»:
relación maternal de una intensidad desacostumbrada,
que caracterizará numerosos destinos excepcionales. El
niño-rey ocupa entonces una posición privilegiada en el
grupo familiar, en detrimento del padre, los hermanos y
las hermanas. Al ser el preferido de la madre, acapara
toda su atención y solicitud. Para ilustrar su tesis, Bes
dine utiliza la bella metáfora del jardinero que sacrifi
ca los demás brotes para conseguir que se abra una flor
creada por él: «Este hijo favorito sobre el que la madre,
ávida de protección, vuelca todo su amor y al que se
consagra en exclusiva [...] se desarrolla de un modo su
mamente espectacular.» Resulta imposible no pensar en
Proust, en Gary, en Barthes, en Camus o en Baudelaire,
que nos han dejado infinidad de testimonios indiscuti
bles de esa relación privilegiada.
En 1905, al producirse la muerte de su madre,
Proust pone de manifiesto ese vínculo de la infancia
prolongada: «Al morir, mamá se ha llevado al pequeño
Marcel.» «Ahora mi vida ha perdido su único objeto, su
único sosiego, su único amor, su único consuelo.» H as
ta después de esta desaparición, acaecida dos años más
tarde que la de su padre, Marcel no será capaz de alcan
zar la posición de narrador y comenzar su gran obra.
La relación de Baudelaire con su madre puede ser ca
lificada de edípica si se considera el amor inquebrantable
que inspira las numerosísimas cartas dirigidas a «mi que
rida mamá». Pero esa madre a la que quiere con ternura
escapa de él al casarse en segundas nupcias con Aupick y
después manifiesta cierto distanciamiento, en ocasiones
incluso una irritación que desafía la pasión indefectible
de su hijo. Y esa madre querida será también quien lo
pondrá bajo tutela, al considerarlo incapaz de adminis
trar solo su vida. La decepción, la humillación y la cóle
ra se aliarán con la ternura en esa búsqueda imposible
del único amor de su vida.
Jean Cocteau mantiene con su madre la correspon
dencia de un amante: «Querida, cada vez leo más a Bal-
zac y estoy formándome una opinión [...]. He aquí la
obra de un gran hombre que no se aparta de su escrito
rio. Pero basta de hablar de él; escribiría cuatro días se
guidos y me quedaría sin sitio para abrazarte, decirte
que el sol resplandece, nos abrasa, alivia mi resfriado.
¿Y tú? ¿Duermes bien? ¿Y el régimen Capmas? Me gus
taría mucho que hicieses la cura. Te quiero. Jean» (15 de
agosto de 1920).
Eugénie Cocteau, una madre a la vez amada y pro
tectora, aceptará mantener una relación intensa, simbió
tica, íntima y exclusiva, durante toda su vida, y jamás
permitirá una presencia femenina junto ajean.
La extraordinaria madre eslava de Romain Gary tam
bién presenta un perfil yocastiano. En su bellísima auto
— 104 —
biografía, Ld py oinesd del ulbu, Gary plasma la enorme
energía del deseo de la madre, que adquiere tintes de
predestinación: « “ ¿ Qué ocurre, mamá?” “Nada. Ven a
darme un beso. Yo iba a darle un beso. Sus mejillas es
taban frías. Ella me abrazaba al tiempo que, por encima
de mi hombro, miraba algo a lo lejos como extasiada.
Luego decía: “Serás embajador de Francia.”»
El niño predestinado forma una pareja con su ma
dre, llena de sueños y de esperanzas respecto a él. El
padre ha partido, ha muerto, se encuentra ausente o in
cluso ha sido suplantado. A los hermanos y hermanas,
cuando los hay, se les olvida. Esta relación casi inces
tuosa, que habitualmente sólo se da en los primeros
años de la infancia, prosigue durante toda la vida. En
ocasiones, la inquietante intensidad de los sentimientos
asusta al padre, que en tales casos se muestra distante o
incluso despreciativo, alternando períodos de gran inti
midad con fases de rechazo o de distanciamiento que
siempre serán causa de depresión para ese niño con fre
cuencia tan creativo como depresivo. Así, esa «materni-
zación traumática», como la llama Roger Mises, consti
tuiría un poderoso estimulante de la creatividad.
Cuando la madre es artista, creadora, o posee unas
aptitudes específicas que transmite de forma precoz a su
hijo, el efecto de la capacidad materna a menudo se ve
reforzado por una función de iniciación. La doble do
nación, técnica y afectiva, de la madre al hijo en los pri
meros años de la vida es uno de los secretos de la preco
cidad del genio creador. La madre de Chopin, una gran
amante de la música, le enseñará de muy pequeño a su
hijo todo sobre el piano; ella decidirá y orientará su in
cipiente carrera confiándolo desde una edad muy tem
prana al maestro Adalbert Ziwny. Modigliani recibió
de su madre una cultura enciclopédica tal vez excesiva,
pero también el aliento que le permitió desarrollar su
aptitud precoz para el dibujo. La madre de Sartie tuvo
— 105 —
muy pronto la certeza de que su hijo era un genio, o
más bien podría hablarse de una íntima y tierna convic
ción que más tarde le transmitiría.
Y qué decir de la madre de Camus o de la de Albert
Cohén, que Goitein califica de «real, protectora, sus
tentadora», y a quien en 1954 él dedicó El libro de mi
madre.
Winnicott, el psicoanalista inglés de la relación pre
coz madre-hijo, pensaba que la creatividad se origina en
un elemento femenino, transmitido al niño a una edad
muy temprana, del orden de la mirada metaforizante, es
decir, que permite proyecciones imaginarias. Cuando el
bebé mira a su madre mientras ésta lo está mirando, to
ma conciencia de ese juego de espejos y del poder afec
tivo que contiene. También toma conciencia de lo que
el amor materno significa en términos de confianza, de
concesión, de esperanza y de certezas, en esos primeros
momentos en que pone a prueba su omnipotencia. En
palabras de Jean-Marc Alby, «si eres un Dios para tu
madre, eres un Dios para el mundo». N o cabe la menor
duda de que la alternativa entre ser o no un genio se
plantea muy pronto, en esos momentos de la infancia
que deciden toda una vida.
— 106 —
padre ausente o lo han perdido muy pronto, como si la
presencia exclusiva de la madre inclinara a la efusión lí
rica, mientras que la situación inversa orientara hacia
el pensamiento abstracto —matemáticas y filosofía—,
como sucedió en el caso de Descartes, Spinoza, Pascal y
tantos otros que perdieron a su madre en la infancia.»
Esta interesante tendencia se verifica en multitud de
ocasiones, sobre todo en la literatura, un terreno en el
que ahora es habitual situar el inicio de la obra en el mo
mento de la muerte del padre. Joyce, Pascal, Proust o
Freud no fueron realmente creativos hasta después de
que muriera su padre, como si necesitaran esa autoriza
ción del destino para existir. En Le corps de l’oeuvre,
donde analiza claramente los procesos creativos, Didier
Anzieu presenta la creación como el lugar y la apuesta
de las fuerzas pulsionales: «Crear es siempre matar a al
guien, imaginaria o simbólicamente, si ese alguien acaba
de morir, ya que se le puede matar con menos senti
miento de culpabilidad.»
Al morir su padre, en 1896, es cuando Freud descu
bre el complejo de Edipo e inicia el conjunto de su obra,
dominada por La interpretación de los sueños (Die
Traumdeutung), de 1900. También unos años después
de la muerte de su padre, en 1903, es cuando el pequeño
Marcel encuentra por fin su identidad de narrador.
Cuántas veces menciona en su obra la sombra de ese
padre que se interponía entre su madre y él... También
recordamos la frecuencia con que en la obra de Dos
toïevski aparece la imagen del padre dramáticamente
desaparecido: Fiodor tenía dieciocho años y su obra ape
nas estaba en ciernes.
André Haynal hace hincapié en la importancia que
puede revestir la pérdida del padre cuando sobreviene
en la adolescencia. «El padre de Lenin precisa- ^mu
rió siendo él un adolescente, Napoleón se convirtió en
cabeza de familia al fallecer su padre, cuando él tenía
— 107 —
quince años, Julio César perdió a su padre más o menos
a la misma edad...» Sin que pueda elevarse a la categoría
de regla, la edad en la que acaece la pérdida del padre o
la madre desempeña un gran papel en la evolución de las
imágenes psíquicas y, en el caso que nos ocupa, en el ac
ceso a la posición del sujeto. Si la creación es siempre
un asesinato, como propone Anzieu, se trata de un ase
sinato facilitado por su dimensión imaginaria. En el ám
bito de la literatura, parece que el asesinato del padre
es el único que permite a un hijo existir y «hacerse un
nombre», lo que constituye el primer reconocimiento
del «genio».
El artificio del seudónimo, muy frecuente en el mun
do de las letras, es otro medio de cometer ese asesinato
sin sentirse tan culpable, de ser el origen de uno mismo,
de no proceder de nadie. En la literatura hay tantos que
acabamos por olvidarlos. Charles Dogson escribirá du
rante toda su vida, con su nombre, textos matemáticos
reconocidos por su época, mientras que publicará Alicia
con el de Lewis Carroll. Lord Byron se llamaba en rea
lidad George Gordon; Molière, Jean-Baptiste Poquelin;
Voltaire, François-Marie Arouet; Jules Romains, Louis
Farigoule; George Sand, Aurore Dupin. Louis Ferdi
nand Destouches adoptó el apellido de su abuela, Cé
line. Boris Vian publicó Escupiré sobre vuestra tumba
con el nombre de Vernon Sullivan. Y Romain Gary, su
premo mistificador que se inventará a Émile Ajar para
una segunda vida literaria, publicó Les tètes de Stépha
nie con el nombre de Chatan Bogat, olvidando que Ga
ry ya era un seudónimo y que su verdadero apellido era
Kacew.
Stendhal practicó desmesuradamente este juego de
la identidad en su obra y sobre todo en su correspon
dencia. Victor del Litto relaciona doscientos cincuenta
seudónimos en el autor de Rojo y negro: Brulard, My-
self, Banti, Dominique, Mocenigo, Darlincourt, Fair-
— 108 —
Montfort, Louis-Alexandre-César Bombet... Nombres
ficticios, nombres supuestos, nombres prestados que hi
cieron decir a André Suarés en 1924: «Stendhal no cam
bia cientos de veces de nombre y de título por descon
fianza, sino como un juego. Quiere ser más que un
nombre. Es, en el nombre, todos los hombres que quie
re» (citado por Del Litto).
Con toda certeza, el apogeo de semejante sistema de
identidad se alcanzó sin ningún género de duda con los
setenta y dos heterónimos que Fernando Pessoa inven
tó en el transcurso de su vida y con los que firmó sus
textos. A propósito de Pessoa se podría evocar la hipó
tesis de una personalidad múltiple, dado el empeño que
puso en dotar de realidad a todos y cada uno de los he
terónimos, en hacerlos vivir al mismo tiempo que él, en
crearles una trayectoria de vida. Esto resulta particular
mente evidente en el caso de Alberto Caeiro, Ricardo
Reis, Alvaro de Campos y Bernardo Soares, sus seu
dónimos más frecuentes, que poseen una obra propia y
una biografía.
El mundo de la escritura parece favorecer, o tal vez
necesitar, el uso del seudónimo, y con frecuencia lo ha
llamos presente en la literatura. En cambio casi no apa
rece en la historia de la música ni en la del arte, donde
sólo se encuentran algunas supresiones —Tiziano en el
caso de Tiziano Vecellio, o Miguel Ángel en el de Mi-
chelangelo Buonarroti—, junto a epítetos, sobrenom
bres o calificativos, como por ejemplo Jacopo Robusti,
llamado el Tintoretto, Michelangelo Mensi, llamado el
Caravaggio, o Domémkos Theotokópoulos, llamado
el Greco. Quizás este uso se impone en la literatura de
bido a que se trabaja con lo imaginario o a que intervie
ne el relato familiar, que sólo es algo cotidiano para el
escritor. Tal vez desempeña un papel más evidente en la
negación del padre, que al parecer ni la pintura ni la mú
sica necesitan. Me ha parecido observar, además, que los
109
huérfanos de padre no utilizan mucho los seudónimos.
¿Tendrá una función parricida?
El verdadero nacimiento del creador se produce en
realidad el día en que adopta un nombre. A menudo es
ta lenta y dolorosa gestación se prolonga varios años,
en el transcurso de los cuales éste busca una identidad en
la escritura, adopta estilos como quien cambia de traje,
prueba numerosos seudónimos. Las obras de juventud
conservan con frecuencia la huella de esa búsqueda de
identidad. Basta recordar los numerosos seudónimos que
utilizó Balzac durante cerca de diez años, antes de añadir
simplemente una partícula a su apellido y demostrar así
el aprecio que sentía por la nobleza de cuna.
William Cuthbert Falkner se ejercitó en el mundo
de lo imaginario y la literatura durante muchos años an
tes de transformarse en Faulkner, «el halconero», y de
adoptar en cierto modo a esa ave de presa como una
imagen del yo ideal. Este punto importantísimo de la
búsqueda de identidad permite comprender uno de los
posibles mecanismos del proceso de la creación literaria.
El «asesinato del padre», uno de los grandes fantasmas
originarios descritos por Freud, constituye ante todo
una etapa natural del advenimiento del muchacho a la
posición de sujeto. En los destinos fuera de lo común se
refuerza con una pregunta sobre el propio origen que
en uno u otro momento todos se han hecho: «¿Soy real
mente hijo de este hombre y esta mujer, soy realmente
hijo de mis padres?», pregunta que encuentra enseguida
una respuesta negativa: con mis proyectos, con mis ap
titudes, es evidente que no soy su hijo. Este razona
miento patológico que conocemos a fondo en las evolu
ciones esquizofrénicas y el delirio de filiación, me da la
impresión de que aparece con gran frecuencia desde una
edad muy temprana en los seres excepcionales, especial
mente en el ámbito de la literatura.
Conocemos la crisis extática que sufrió Raymond
— 110
Roussel en 1896, a los diecinueve años, dominada por
un delirio de gloria universal, delirio de filiación y de
notoriedad al que se referirá Pierre Janet con el nombre
de «el caso Martial» en su tratado De Vangoisse a l’extase.
Jean-Mane Rouart comenta la permanencia de ese
deseo de filiación ilustre en el mundo de las letras: «To
do escritor es, en cierto modo, un poco bastardo [...]. Se
trata del problema del padre imaginario. El escritor es
siempre alguien que imagina que ha tenido un naci
miento más glorioso del que ha tenido en realidad. Es
alguien que se busca una familia, unos orígenes que
trascienden su posición, y sorprende ver cuántos escri
tores, no sólo en su obra novelesca sino también en su
vida real, se han inventado nombres más prestigiosos.
Me refiero, por ejemplo, a Gérard de Nerval, que se lla
maba Gérard Labrunie, a Balzac, que añadió una partí
cula a su apellido.»
Algunos se han buscado otro padre más ilustre y que
pudiera explicar su genio. Hölderlin, huérfano desde pe
queño y de origen modesto, veneró a Schiller como a un
padre. Maupassant, pese a su patronímico noble, siem
pre creyó ser bastardo y hubo un momento en que pen
só que Flaubert era su padre; por lo demás, llegó a serlo
en el terreno literario. Nietzsche llamaba a Wagner el
Pater seraphicus, en una relación filial imaginaria que no
tardaría en decepcionarlo.
Este tremendo deseo —o necesidad— de filiación o
de advenimiento a partir de uno mismo, indisociable de
un poderoso narcisismo que es una de las constantes
de la personalidad de los «genios», no me parece que di
fiera mucho de lo que nosotros llamamos las ideas de
grandeza o el delirio de filiación que se manifiesta al fi
nal de la adolescencia, en esa etapa de la vocación en que
puede nacer la esquizofrenia. Se trata a todas luces de las
ideas dominantes en los magos y los profetas. Rentsch-
nick nos recuerda con gran acierto que Moisés, Jesús,
— 111 —
Mahoma, Buda, Lutero y Confucio o bien fueron huér
fanos, o bien fueron abandonados o rechazados por su
padre.
Estas ideas delirantes contra las que cualquier razo
namiento resulta vano, a menudo van acompañadas de
convicciones de grandeza, origen ilustre y éxito, de fir
mes proyectos de sociedad, de transformar el mundo,
de especulaciones científicas o metafísicas... N o duda
mos de que el proceder inicial del ser excepcional sea
del mismo orden. Tan sólo hay una diferencia: el que al
canza su meta y es reconocido se convierte en un genio;
el que fracasa es un loco.
— 112 —
lectivas destinadas a explorar los elementos de su vida y
sus sistemas de valores. A pesar de que la población se
leccionada y el método de investigación puedan parecer
criticables desde muchos puntos de vista, este estudio
tiene el mérito de existir y de sacar a la luz unas tenden
cias de la personalidad. Aparecen los rasgos fuertes de la
peisonalidad de los escritores: audacia, espíritu de re
beldía, individualismo, ausencia de apnonsmos, con
centración, sencillez, aptitud para el juego, curiosidad
intensa, humildad y desinterés. Su visión del mundo es
mucho más original que la media y, sobre todo, poseen
un sentido muy fuerte de su identidad. Por último, se
observa en ellos una perseverancia particularmente acu
sada, y eso es lo que en general permite la continuidad
de la obra.
Hay tres características que me parece importante
destacar porque se mueven en la frontera entre el genio
y la locura. Aunque indispensables en el pensamiento
original, se transforman en rasgos patológicos cuando
se hacen más acusadas: obsesión, perfeccionismo y nivel
elevado de energía. Nancy Andreasen comparará a
quince de esos escritores con un grupo de sujetos ma
níacos, es decir, de pacientes que presentan una exal
tación del humor; en términos populares, personas ex
citadas, desasosegadas. La autora observa en el conjun
to de ellos, maníacos o escritores, una misma e intensa
energía, un humor en expansión. En lo que a esto res
pecta, no son muy diferentes.
Finalmente, unos tests de inteligencia (WAIS) mues
tran que esos escritores obtienen resultados similares
a los de un grupo de sujetos testimonio. Los escritores
y los sujetos creativos no son fundamentalmente más
inteligentes que la media; utilizan de un modo distinto
sus capacidades, sobre todo a través del juego y la peise-
verancia, aunque también de la tortísima conciencia de
su identidad.
— 113 —
El psicoanálisis propone varias nociones descripti
vas de la personalidad creadora, centradas en torno al
yo, el narcisismo, la represión y la sublimación.
El yo creador se puede comprender como la conse
cuencia de una problemática, esencialmente depresiva;
y, en contrapartida, la creación puede tener una profun
da repercusión en ese yo, repercusión reparadora que en
realidad es el modus operandi de la creatividad. El psi
coanálisis ha analizado a fondo el modo en que ese sen
timiento depresivo se transforma en energía, en lengua
je, en poesía.
Este afecto depresivo, que no es sino potencialidad,
parece susceptible de transformarse en obra en su ver
tiente positiva, y en depresión clínica en su vertiente
negativa.
Así se comprende que muchos creadores hayan os
cilado sin cesar entre esos dos polos —expresión depre
siva o creatividad—, y que otros, no creadores, no ten
gan acceso a la salida reparadora de la obra.
Con Melanie Klein, esta posición depresiva se sitúa
como un cruce posible de varias patologías, todas ellas
constitutivas de personalidades geniales: la neurosis, la
psicosis y los estados de dependencia, sobre todo en las
toxicomanías.
En términos psicoanalíticos, la creatividad supone
una comunicación fértil entre inconsciente y consciente,
es decir, entre el orden simbólico y el lenguaje, entre las
representaciones de objetos y las representaciones de pa
labras. Esta conmutatividad libre parece propia de todos
los procesos inventivos, ya que permite establecer fácil
mente vínculos desusados entre las ideas y sus represen
taciones.
La energía del movimiento creativo proviene del me
canismo de la sublimación, que consiste en transformar
las pulsiones sexuales y desplazarlas hacia un fin deter
minado, el objeto de la creatividad. Esta sublimación
— 114 —
también puede entenderse como el desplazamiento de
un goce imposible en el acto de la creación. En tal caso,
al genio creador lo mueve una obsesión monomaníaca
que lo condena a la ejecución de la obra.
Stendhal y Delacroix ponen de manifiesto a su ma
nera el demonio que posee al creador. «El hombre ge
nial, atormentado por sus ideas —dice Stendhal en Ra
cine et Shakespeare—, siente más necesidad de coger la
pluma que los seres corrientes de sentarse a la mesa.»
«Lo que caracteriza a los hombres geniales, o más bien a
lo que ellos hacen —declara Delacroix en su Diario, con
fecha 15 de mayo de 1824—, es esa idea obsesiva de que
lo que ha sido dicho aún no lo ha sido bastante.»
La idea obsesiva que concentra dinámicamente toda
la energía de la personalidad en el punto más preciso del
trabajo creativo, idea ridicula, descabellada o grandiosa,
es otra más de las constantes del retrato del creador y
el ser excepcional, y siempre funciona a riesgo de des
lizarse hacia la depresión, que es su exutorio natural.
Kretschmer nos ofrece un magnífico ejemplo de ello
en este testimonio lúcido del gran naturalista Linneo:
«Cuando los pensamientos se centran en una sola cosa y
se pierde el gusto por las otras ciencias, comienza la me
lancolía [...]. Por tanto la melancolía no es sino una pre
ferencia obstinada y tenaz por una cosa, que provoca
desprecio y descuido hacia todas las demás.»
Una vez más encontramos la depresión en el camino
la creatividad, lo que lleva a pensar que un núcleo de
rivo, en el sentido de una potencialidad interna de la
personalidad, es constitutivo del ser genial. La depre
sión se halla presente en el desequilibrio y las heridas
del narcisismo, que son otra condición de ese proceso
creador. Esa fuerte imagen de sí mismo, ese profundo
investimiento del yo en detrimento de los objetos ex
teriores que confina a la autosatisfacción, caracteriza el
narcisismo que habita al creador. Con frecuencia, la cer
— 115 —
teza de su genio hace que sea capaz de derribar monta
ñas. Hugo está convencido de ello: «Para descubrir más
allá de todos los horizontes las alturas absolutas, es pre
ciso que uno mismo esté sobre una altura. [...] Hay en la
admiración algo fortalecedor que dignifica y engrandece
la inteligencia» (Post-scriptum de ma vie).
Esta ambición megalómana es tan elevada que resul
ta inaccesible. Así, el creador, el inventor, el profeta, el
conquistador o el ser genial, paradójicamente y en mul
titud de casos, es desgraciado, y con frecuencia se siente
decepcionado de la imagen que se había formado de sí
mismo. Este golpe a la integridad, esta pérdida de la ilu
sión de omnipotencia, en cierto modo la problemática
de una infancia prolongada, constituye una herida del
narcisismo y en bastantes ocasiones el verdadero motor
de la obra. Se puede establecer una relación entre esto y
los daños o defectos físicos y los complejos de inferiori
dad: la minusvalía de Byron, Scott o Toulouse-Lautrec;
la salud frágil de Proust o de Chopin; la escasa altura de
Platón, Aristóteles, Epicuro, Montaigne, Mozart, Spi
noza, Balzac, Napoleón, Talleyrand; la delicada salud
de Newton, Descartes, Voltaire, Pascal..., todo heridas
permanentes del amor propio que hacen necesario rea
lizar grandes cosas para superar la imagen negativa de
uno mismo y la reacción depresiva que ello lleva apare
jado.
Por último, esta energía sublimada en el acto crea
dor habitualmente se lleva a cabo en detrimento de la
pulsión sexual. A menudo se ha descrito a los «genios»
como célibes y sin descendencia, «e incluso —precisa
Kretschmer— cuando desarrollan una gran actividad se
xual, su voluntad de reproducirse es escasa».
La alternativa entre la obra y la sexualidad aparece
claramente en el proyecto de vida de los grandes crea
dores. Nietzsche lo confirma al decir: «Un filósofo ca
sado es un personaje de comedia.» Lombroso elabora
— 116 —
una lista impresionante: Schopenhauer, Descartes, Leib-
niz, Malebranche, Kant, Spinoza, Miguel Ángel,'New-
ton, Foscolo, Alfieri, Meyerbeer, Leonardo da Vinci,
Voltaire, Chateaubriand, Mazzini, Beethoven, Haen-
del... fueron célibes. Y Cocteau, en Opio, ofrece una
lectura límpida del hecho: «El arte nace del coito entre
el elemento masculino y el elemento femenino que se
hallan presentes en la composición de todos, más equili
brados en el artista que en los demás hombres. De ello
se deriva una especie de incesto, de amor de uno hacia sí
mismo, de partenogénesis. Eso es lo que hace que el ma
trimonio resulte tan peligroso para los artistas, en los
que representa un pleonasmo, un esfuerzo monstruoso
por acercarse a la norma.»
En ocasiones se ha mencionado la impotencia o la
esterilidad para explicar la escasa descendencia de los
hombres ilustres y, sobre todo, de los creadores. «Todo
el mundo puede constatar —dice Bacon— que las obras
más nobles se deben a hombres que no tuvieron hijos.»
Es razonable preguntarse si la descendencia no está en
la obra. Esa es también la opinión de Cocteau: «El signo
del “triste sire” que aureola a tantos genios aparece por
que el instinto creativo, por lo demás satisfecho, deja al
placer sexual libertad para manifestarse en el dominio
puro de la estética y lo empuja hacia formas infecundas»
(op. cit.). «Si no tengo descendencia, mucho mejor», res
ponde Flaubert a Louise Colet tras su noche loca en
Mantés. Soy un solitario, habría podido añadir, cuando
el deseo me domina, «una palangana de agua fría me li
bera de él».
Además, la sexualidad del genio vacila o se desvía.
La repugnancia visceral que le inspiraba el cuerpo y la
sexualidad empujó a Kafka a un terrible dilema entre el
miedo, la vergüenza y la culpabilidad. Sin embargo tam
bién manifiesto, y de una forma muy lúcida, el carácter
antinómico de la literatura y la sexualidad: «Si en algún
— 117 —
momento he sido feliz por un medio distinto de la. lite
ratura y lo que estaba relacionado con ella... precisamen
te entonces era incapaz de escribir.»
Marguerite Duras será mucho más mordaz en este
pasaje de La vida material. «Muchos intelectuales son
amantes torpes, tímidos y temerosos, distraídos... He
observado que los escritores que hacen espléndidamen
te el amor no son tan grandes escritores como los que lo
hacen peor y con miedo.»
La frecuente homosexualidad masculina entre los
creadores literarios puede explicarse por la relación edí-
pica con esa madre yocastiana que centra toda la ener
gía pulsional exclusivamente en el lazo que los une. Las
mujeres son pálidas figuras al lado de la madre y ningu
na se le puede igualar. Únicamente la homosexualidad y
la función de sublimación preservarán de la tentación
prohibida. Proust, Genet, Jouhandeau, Verlaine, Rous
sel, Wilde, Byron y Montaigne ensalzaron las virtudes
homónimas. Pero no sólo ellos, también Sócrates, Aris
tóteles, César, Botticelli, Leonardo, Francis Bacon, Lu-
lli, Géricault, Humboldt, Chaikovski, Andersen, Pierre
Loti, Rimbaud, Gide, Max Jacob, Jean Cocteau, Mon
therlant, Nijinski, Pasolini... Y lo mismo les sucede a las
mujeres, a quienes la homosexualidad protege de la ten
tación incestuosa: Ninon de Léñelos, George Sand, Sarah
Bernhardt, Colette, Virginia Woolf... Sin embargo, ni to-
dos los genios son homosexuales, ni todos los homose
xuales son genios.
No obstante, sería un error silenciar la rara sexuali
dad desatada de las fuerzas de la naturaleza, como Sime-
non y sus diez mil mujeres o Victor Hugo, infatigable
amante de Juliette Drouet, dos escritores que guiaron su
vida igual que guiaron su obra.
De esta personalidad contrastada del genio emergen
su profunda dimensión narcisista y una gran fragilidad
que se manifiesta mediante una tendencia depresiva. En
— 118 —
SUS C o TIVSTS cICIOTICS Goethe toma con
COTI EckcTTTlUTTTl^
ciencia de esa. debilidad enfermiza que experimentará
tan a menudo. «Los actos extraordinarios que tales hom
bres realizan presuponen una organización muy ende
ble que les permite experimentar unos sentimientos ra
ros y percibir las voces celestes. Ahora bien, semejante
organización se ve fácilmente perturbada, herida... y
fácilmente sometida a un estado enfermizo permanen
te.» Así pues, la crisis existencial será lo que revele la
personalidad del creador, a la vez que todas sus debili
dades.
En el ensayo Névrose et création, Jean Delay ilustra
el fuerte valor creativo de la crisis interior a través de los
casos de Nietzsche, Dostoievski y Flaubert. Nietzsche
preconizará «la voluntad de poder y la exaltación de los
instintos» sobrecompensando su fragilidad enfermiza e
hiperemotiva. En Dostoievski, la superación de la neu
rosis de culpabilidad provocada por la excesiva severi
dad de su padre fue lo que dio origen a tantas obras en
las que aparecen los temas de la sumisión, el odio, la
venganza y el perdón. Flaubert, con su neurosis caracte
rial y su aislamiento del mundo, encontrará una salida a
la crisis en la evasión imaginaria de la literatura.
Crisis y creación están íntimamente unidas, hasta
el extremo de que a veces se confunden en un mismo
movimiento. El extraordinario viaje de Richard Wagner
en 1839, en el que estuvo a punto de perecer varias veces
entre las brumas del mar del Norte, impuso El holandés
errante a su angustia apaciguada. Pero la crisis mutati-
va interior también puede adoptar tintes de «temblor de
tierra», como declaró Kierkegaard, cuya crisis moral mo
dificó el curso de su vida y fue decisiva para su obra. En
tales casos la crisis resuelve el movimiento depresivo.
La angustia desesperada y las violentas crisis de auto
acusación que atormentaron a Martín Lutero durante ca
si seis meses en su celda del convento de Erfurt se resol
— 119 —
vieron y sus dudas se desvanecieron cuando tuvo la cer
teza reveladora de su nuevo dogma. La crisis dio paso a
la invención de la Reforma.
En 1790, Mozart se vio dominado por una profunda
crisis moral que lo sumió, pese a su personalidad tan
viva y productiva, en un desinterés y una desgana hacia
la música que no le permitían componer sino con enor
mes dificultades. Aquel año fue un desierto; tan sólo es
cribió cinco obras menores, dos de las cuales eran unos
cuartetos comenzados en 1789. A fines de aquel perío
do de sufrimiento, en diciembre de 1790, resolvió la cri
sis componiendo con inmenso dolor el Quinteto para
cuerdas en re mayor (Koeschel 593) y reveló su pen
samiento musical más secreto, lo que permitiría el ple
no desarrollo de su último año de vida y el advenimien
to de La flauta mágica. Se ve con toda claridad hasta
qué punto la obra impide que la crisis se convierta en
locura.
En 1912, sumido en la gran ambivalencia de sus sen
timientos hacia Felice, Franz Kafka mantiene un terrible
combate contra sus fuerzas interiores, un combate que
suena como un trueno en un cielo de desesperación.
Ernst Pawel ofrece un testimonio de ello: «El 20 de sep
tiembre de 1912 Kafka escribió la primera carta a Fe
lice, y dos noches después su tensión acumulada estalló
en una tormenta cegadora de desesperación creadora.
Entre las diez de la noche y las seis de la mañana escri
bió de un tirón La condena. Un castigo digno de un
crimen.»
Kafka vivió aquel aluvión de escritura, provocado
por la energía de la desesperación, como un auténtico
parto del que por fin salía esa historia «impregnada de
inmundicias y mucosidades», según los términos que él
mismo utilizó el 11 de enero de 1913 en su Diario. La
crisis sólo tiene salida o bien en la angustia y la locura, o
bien en la obra.
— 120 —
El drama de Nietzsche y el episodio final, en 1888,
de la «eufona de Turín», esa crisis maníaca, crisis de
exaltación del humor y de exuberancia del comporta
miento, se resolverá el 3 de enero de 1889 al desplomar
se en plena calle y marcará el fin de la obra. Si no se su
pera la crisis mediante la obra, la angustia y la locura
amenazan con imponerse.
De nuevo en la articulación tan sensible entre el ge
nio y la locura, el creador y el ser excepcional enfrenta
do al conflicto interior sólo tiene una alternativa: o bien
la creación de la obra reparadora, o bien la angustia, la
locura, la depresión y el suicidio.
6. L a lo cu ra
— 121
muchas biografías retocan muy castamente las imperfec
dones de la vida de los grandes hombres. En el caso de
algunos autores, la duda planea de forma sorprenden
te. El 28 de enero de 1855 encuentran a Nerval ahorcado
en la calle de la Vieille-Lanterne, en París. Unos especu
lan sobre la posibilidad de un crimen; otros dicen sin
convicción: «Podría tratarse de un suicidio.» Roussel, el
poeta genial de Locus solus y de Impresiones de África,
muere como consecuencia de una sobredosis de barbitú-
ricos durante la noche del 13 al 14 de julio de 1933 en su
habitación del hotel donde se alojaba en Palermo, pero
durante mucho tiempo se afirmará que fue asesinado.
Siguen existiendo casos cuyos acontecimientos traumá
ticos se desconocen por completo. ¿Se oye hablar a me
nudo, por ejemplo, del suicidio de Gauguin y del de Bau-
delaire?
Hay quien prefiere desdibujar la realidad en contra
de toda evidencia. Es lo que sucede con el Rimbaud de
Claudel, limpio, puro y místico, cuya imagen será ali
mentada por su hermana Isabelle; sin embargo, se sabe
que a la muerte del poeta, en 1891, cuando ya intenta
ba proteger su imagen y limpiar su biografía, aún no ha
bía leído ninguna obra de su hermano. Los genios son
humanos como los demás, tan vulnerables como todo
el mundo y con frecuencia incluso más, con sus debili
dades, sus infortunios, sus enfermedades, su locura. La
locura abarca aquí realidades diferentes según las épo
cas, desde la extravagancia hasta la neurosis caracterial y
la psicosis delirante. Parece algo muy natural que unos
seres excepcionales tengan personalidades excepciona
les. Con frecuencia la locura también forma parte de la
obra.
La neurosis fóbica y los rituales obsesivos de Marcel
Proust jamás han sido objeto de duda para nadie, ni si
quiera para él. Marcel se retira progresivamente de la
vida parisina en favor del refugio imaginario de sus ha
— 122 —
bitaciones sucesivas. Pasara períodos de vanos meses
confinado en su madriguera tapizada de corcho, a salvo
de las molestias, llevando una vida de impedido y diri
giéndolo todo desde la cama. En un alarde de elegancia
se podrá hablar del carácter fóbico de su neurosis litera
ria, pero no cabe duda alguna de que la dimensión ex
cepcional de su genio y la complacencia de la fortuna fa
miliar preservaron su equilibrio precario y evitaron la
descompensación depresiva.
El miedo, la angustia y la culpabilidad acompañarán
la adolescencia de Kafka, que sentirá una verdadera fo-
bia hacia su cuerpo, una dismorfofobia: miedo de vol
verse deforme, de quedarse calvo, de presentar una des
viación de la columna vertebral. Esa aversión visceral
hacia la sexualidad y la intimidad corporal lo confinará
en un universo poblado de ritos obsesivos de ascetismo,
baños de agua helada o incomodidades corporales, im
poniéndole actitudes o actos forzados. Este profundo
sufrimiento provocado por la neurosis obsesiva se tras
luce en su obra, que pinta la atmósfera opresiva del mun
do moderno y expresa la inmensa angustia que le pro
duce la idea de la transformación corporal, sobre todo
en La metamorfosis.
Jean-Jacques Rousseau confesó tan abiertamente su
gusto por el azote que la perversión del escritor es un
hecho admitido. «Había encontrado en el dolor, incluso
en la vergüenza, una mezcla de sensualidad que me ha
bía dejado con más deseo que temor de volver a expe
rimentarlo de la misma mano.» El masoquismo y el ex
hibicionismo, que desempeñaron un papel tan esencial
en su juventud, encontraron una forma sublimada en
la escritura y la filosofía. «Buscaba alamedas oscuras
—cuenta—, cobertizos ocultos donde pudiera exponer
me de lejos ante las mujeres, en el estado en que habría
querido estar junto a ellas [...]. El estúpido placer que
me producía exhibirme ante sus ojos es indescriptible.»
— 123 —
Esta tendencia instintiva al exhibicionismo es compara-
ble a la forma impúdica en que se desnuda en las Confe
siones. La obra no es en este caso más que el reflejo de la
personalidad.
La pasión literaria y fotográfica de Lewis Carroll
por las niñas y en especial por la pequeña Alice Liddel,
le permitió pasar «al otro lado del espejo». Aun cuando
no se pueda hablar de pederastía, en la medida en que
todas las relaciones que mantuvo con ellas fueron plató
nicas, al parecer, esa obsesión pasional no es ni mucho
menos insignificante —dedicó todo su tiempo a seducir
niñas—, ya que procede de un conflicto interior que
sólo se resolverá, o se expresará, en la obra.
La psicopatía, que engloba los trastornos del carác
ter y del comportamiento de cariz antisocial, acompaña
con toda naturalidad a esos grandes revolucionarios que
son los creadores, los inventores de ideas, los pertur
badores del orden establecido, hasta el extremo de que
sus comportamientos no siempre parecen tener el mismo
valor que en un sujeto no creativo. ¿A cuántos intelec
tuales les ha conmocionado recientemente el encarcela
miento de Knobelspiess, porque su vocación literaria y
una posible culpabilidad parecían antinómicas? ¿Cuán
tos defendieron a Jean Genet cuando afirmaba: «Tiene
gracia que sólo pueda escribir aceptablemente en la cár
cel», o en su época a François Villon, cuya biografía di
fícilmente puede seguirse si no es a través de la crónica
judicial?
Tras cometer un homicidio, Villon se da a la fuga
con un nombre falso y en 1456 consigue una carta de
remisión antes de cometer otro delito: robo con frac
tura. Unos años de vagabundeo y hurtos con la banda
de los Coquillards lo conducen a prisión en 1461. El 2 de
octubre del mismo año será liberado por Luis XI, y al
año siguiente inculpado de nuevo y encarcelado en el
Châtelet. Tras ser detenido una vez más, torturado y
— 124 —
condenado a la horca, el Parlamento de París le conmu
ta la pena por diez anos de destierro, en el transcurso de
los cuales se pierde definitivamente su rastro. Le tais y
mas tarde Le test&TYieyit fueron escritos cada uno des
pués de un período de cautividad, como si quisiera ex
presar sus quejas y justificarse. En Villon, como en tan
tos otros, la obra es indisociable de la vida y la vida de
la obra. Kretschmer cree firmemente que ese elemento
psicopático, asocial o incluso antisocial que aparece con
tanta frecuencia en los seres excepcionales es sin duda
alguna «un componente interno indispensable, un fer
mento necesario para todo genio en el sentido estricto
de la palabra». Y añade que si al hombre genial se le qui
tara ese rasgo patológico, «fermento de la inquietud de
moniaca y de la tensión psíquica, no quedaría más que
un hombre normalmente constituido».
Byron y Miguel Angel, espíritus geniales donde los
haya, presentan enormes parecidos con los psicópatas
de los manuales de psiquiatría, tanto en su incapacidad
para adaptarse a la vida social como en los aspectos pa
tológicos de su carácter. Byron, entronizado en la Cá
mara de los Lores en 1809, fue durante toda su vida la
comidilla de los puritanos de la Inglaterra victoriana:
alimentó pasiones culpables e incluso llegó a mantener
relaciones incestuosas con su hermanastra Augusta
Leigh, con quien tuvo un hijo, y acumuló deudas, ebrie
dad y agresividad. Como para autoafirmarse, este lord
extravagante y escandaloso fue un defensor de los hu
mildes y los oprimidos y un cantor de la libertad, pues
el genio creador aprecia ante todo su propia libertad y la
ausencia de coacción respecto a sus ideas rebeldes. Por
lo demás, la frecuente psicopatía de los creadores nos
parece sinónima de libertad únicamente porque rendi
mos homenaje a su inconformismo. Una vez más, el ge
nio sólo encuentra una definición en su reconocimiento.
El espíritu independiente y la gran personalidad de
— 125 —
Miguel Ángel permitirán que se le acepten comporta
mientos que habrían sido condenados en cualquier otro
y qUe se califican de meramente caracteriales en el ca
so del maestro de Florencia. Se le llamó vanidoso, mi
sántropo, violento, celoso, pendenciero y atormentado,
pero también modesto y generoso. En una palabra, so
brehumano. No aceptó a ningún alumno de talento y
cuando trabajaba no soportaba la presencia de nadie, ni
siquiera la del papa. Estos rasgos acusados de la perso
nalidad contribuyen a desarrollar el genio del creador,
en la medida en que dejan libre curso a la inventiva y no
limitan en absoluto la exaltación del estado de ánimo
y la libertad de las ideas. En otros, el carácter excesi
vamente patológico de esa inestabilidad frena la reali
zación de la obra y conduce al fracaso. Kretschmer
menciona a los poetas Grabbe y Lenz, dos oscuros «ge-
nialosos», según sus propias palabras, en los que el ele
mento patológico fue más autodestructor que estimu
lante de la creación.
La lista de los crímenes de Benvenuto Cellini es lar
guísima, aun en el caso de que nos atengamos a sus Me
morias, donde enumera sus fechorías. En 1523 hiere a
dos hombres en el transcurso de una pelea y huye de
Florencia. En 1529 es acusado de homicidio. En 1534
asesina a su rival, se esconde y más tarde consigue el
perdón del papa Pablo III, quien lo toma de nuevo a
su servicio. En 1538 es encarcelado por robo, se escapa,
vuelven a prenderlo y posteriormente lo ponen en li
bertad. Sobre él recaerán varias acusaciones más por
robo, homicidio o sodomía, pero siempre conservará la
confianza y la estima del papado y de los duques de Flo
rencia, que en 1571 le organizaron unas exequias con
gran pompa. Es evidente que el crimen y la pintura no
guardan en él ninguna relación de causalidad directa, y
que las obras con fuerza no son obligatoriamente cosa
de los caracteres violentos, sino que en este caso proce
— 126 —
den de una misma estructura de personalidad que gene
ra a la vez la impulsión y la inspiración, en el caso de que
no sean hermanas gemelas.
La vida de Michelangelo Merisi, llamado el Cara
vaggio, fue tan movida como la de Cellini. Wittkower
asocia el estilo revolucionario de Caravaggio y su carác-
tei apasionado, y nos ofrece la imagen desmesurada de
«la combinación de un pincel agresivo con un puñal im
placable». En 1600 es citado dos veces por la policía de
bido a su participación en peleas, al año siguiente hiere
a un soldado, emprende acciones judiciales, agrede, in
sulta, ofende, ataca, huye... Será condenado al exilio por
homicidio en el transcurso de un duelo, pero siempre se
beneficiará de medidas de gracia y de la benevolencia de
poderosos mecenas. Con todo, cabe señalar en su bio
grafía la frecuente aparición de accesos impulsivos en
primavera o en otoño, es decir, lo que habitualmente
observamos en las alternancias cíclicas del humor, toda
vía llamadas popularmente ciclotimia.
Las experiencias alucinatorias y delirantes también
adoptan una dimensión muy diferente en el poeta. Po
dremos comprenderlas como aliadas de la inspiración
y atribuirles un valor fundamentalmente distinto de la
opinión que tal vez nos merezcan, por ejemplo, las alu
cinaciones de un joven esquizofrénico. Sin embargo son
comparables desde cualquier punto de vista, aunque a
menudo el contexto creativo y su valor simbólico per
mitirán mantener ese equilibrio precario tan buscado por
el creador y generador de invenciones.
Cabe interrogarse por el valor metafórico de deter
minadas expresiones utilizadas por los poetas, como el
término «vidente» o «visionario» con el que Rimbaud
califica a los verdaderos poetas: Gautier, Banville, Ver
laine... En su célebre carta a Paul Demeny del 15 de
mayo de 1871, en la que dice «“Yo’ es otro», Rimbaud
precisa claramente que el poeta se hace «vidente» gra-
— 127 —
cias a «una larga, inmensa y razonada alteración de to
dos los sentidos». Así es como se acerca al «descono
cido».
Mediante procedimientos que no son muy distintos
de los que utiliza el niño o el psicòtico en sus experien
cias alucinatorias, el poeta pone a prueba su percepción
sensible. Algunos de esos niños juegan con la luz y par
padean rápidamente para experimentar sensaciones
extraordinarias. Incluso nosotros, los psiquiatras, con
frecuencia nos sentimos fascinados por las experiencias
alucinatorias que nos relatan los pacientes. La riqueza
inventiva de tales experiencias tienta de forma natural al
creador, que se sitúa en la peligrosa e inestable frontera
entre la alucinación y la realidad.
«Me habitué a la alucinación simple —prosigue Rim-
baud—, veía con toda nitidez una mezquita donde ha
bía una fábrica, un grupo de tambores formado por án
geles, calesas en los caminos del cielo, un salón en el
fondo de un lago; los monstruos, los misterios; un título
de vodevil erigía terrores ante mí. ¡Luego expliqué mis
sofismas mágicos con la alucinación de las palabras!»
(Una temporada en el infierno, «Delirios»). N o hay nin
guna razón para dudar del carácter inspirado e imagina
rio de estas soberbias líneas del niño-poeta, pero la fron
tera con el automatismo mental y la disociación de una
parte de sí mismo no se encuentra muy lejos. Como tam
poco lo está «la locura, cuyos impulsos y desastres co
nozco uno por uno» (ibid).
La conducta provocadora y el permanente desafío
que lanzaba al mundo hacían de Baudelaire un ser me
galómano, de un narcisismo profundamente herido por
la ausencia de reconocimiento público y al mismo tiem
po por el estado de dependencia infantil en el que lo
mantenía su madre, sobre todo desde que fue puesto
bajo tutela judicial en 1844, a los veintitrés años. Este
régimen de protección de los bienes también se aplica a
— 128 —
aquellos, muy escasos en la actualidad, que llamamos
«incapacitados mayores» y que, en razón de su incapa
cidad para administrarse a sí mismos, necesitan ser re
presentados en los actos de la vida civil. En el caso que
nos ocupa, era lo que ocurría en lo referente a la gestión
de sus rentas, pues en unos años Charles había dilapidado
la herencia de su padre y acumulado múltiples deudas.
Su impulsividad, sus provocaciones desmesuradas y sus
excesos con la bebida acompañarán su búsqueda incan
sable de una estética personal, de un «arte puro» repre
sentado por Las flores del mal, condenadas por el orden
burgués en 1857, pero reconocidas por la generación si
guiente, como es habitual cuando se trata de obras ge
niales. Baudelaire, ese ser inspirado e hipersensible, pro
bablemente tuvo alucinaciones durante su infancia, y en
cualquier caso vivió una hiperestesia (una percepción
sensorial exacerbada) a lo largo de toda su obra. Segui
mos estando en esa sutilísima frontera entre lo real y lo
imaginario.
La iluminación interior del creador lo mantiene mu
chas veces alejado de su entorno y adquiere tal fuerza
que parece similar a lo que llamamos «alucinación». El
genio inspirado y totalmente interiorizado experimen
ta una especie de desdoblamiento, se agita extenormente
mientras que vive con intensidad la alucinación fulgu
rante de un momento de inspiración. En ese estado, se
parece en muchos puntos al personaje del chamán de las
sociedades tradicionales nómadas. Permanece al margen
del grupo, posee el conocimiento, es el intercesor ante
los dioses, está habitado por la divinidad cuyo nombre
adopta... Y como hipnotizado, escribe sueños e inventa
el futuro.
Las crisis de «ausencia mental» de Beethoven esta
ban marcadas por una actividad exterior maquinal: gri
taba, mascullaba, recorría de arriba abajo su habitación,
garabateaba febrilmente los mensajes que le venían del
— 129 —
interior. «La idea que está en el fondo de mí no me
abandona nunca —precisa—. Se eleva, crece, la veo y la
oigo en toda su extensión; permanece ante mi mente,
como si estuviera en fusión [...]. Yo la persigo, la abra
zo, vuelvo a agarrarla con una pasión renovada, ya no
puedo separarme de ella [...]. Tengo que multiplicarla en
un éxtasis espasmódico [...]. A continuación tan sólo me
resta el trabajo de transcribir, y eso es rápido.»
«Todo el que ha leído las descripciones de Schindler
en su Biografía de Ludwig van Beethoven —precisa Pa-
nizza— y ha tenido ocasión de ver a un alucinado en la
fase inicial de su enfermedad, no puede poner en duda
que se trata de dos estados similares.» No es difícil que
la fulguración de la inspiración musical se parezca a los
estados alucinatorios, en la medida en que numerosos
compositores dicen oír la melodía y limitarse a transcri
birla. No se trata ni de una percepción errónea, ni de
una ilusión, ni de una interpretación de la realidad, si
no probablemente de una verdadera intuición delirante
autoproducida que permite pensar que, a fuerza de bús
queda perceptiva, el creador logra desencadenar un
automatismo mental, es decir, un pensamiento automá
tico —en este caso una percepción automática—, signo
de cierta disociación de sí mismo.
El esquizofrénico presenta tal partición de la perso
nalidad, y las alucinaciones, esas percepciones sin objeto,
se imponen en su mente sin posibilidad de crítica. Las
alucinaciones auditivas son casi siempre voces, aunque
en ocasiones lo que se oye son sonidos más o menos
agudos o intensos, como campanas o silbidos, o incluso
melodías musicales más elaboradas. La profunda dife
rencia entre las alucinaciones del joven esquizofrénico y
la inspiración alucinatoria del compositor genial radica
en que esta última es habitualmente concreta y aislada,
es decir que permite la prosecución relativa de una vida
de relación. Si no, la alucinación es idéntica en su meca
— 130 —
nismo, es la expresión y la materialización del deseo, en
el sentido en Cjue el recien nacido «alucina» el biberón
cuando lo reclama.
Durante muchos años, Schumann oyo permanente
mente un sonido agudo que identificaba como exterior
a él: «Mientras compongo, oigo sonar en mi cabeza un
silbido que no se detiene ni de día ni de noche...» Lue
go la alucinación se hace más rica, más completa. Clara
anota en su cuaderno con fecha 12 de febrero de 1854:
«Dice que es una música espléndida, con instrumen
tos de una sonoridad maravillosa, algo que no se puede
comparar con nada de lo que se oye en la tierra.» Y aña
de: «El médico dice que no puede hacer nada para evi
tarlo.»
Aquí nos alejamos de la frontera trazada entre el ge
nio y la locura para desembocar en el desequilibrio
mental. Ya se han rebasado los medios de defensa de la
personalidad; las alucinaciones son múltiples, no sólo
auditivas sino también olfativas y gustativas, falsas im
presiones que se interpretan como una persecución. El
delirio está en marcha. En la noche del 17 de febrero,
Schumann se levanta y escribe un tema que le han dicta
do unos ángeles. Los ángeles se apiñan a su alrededor y
le hacen revelaciones inauditas. A la mañana siguiente
son demonios, que le tocan una música infernal. Schu
mann se ha hundido en la locura, una locura que alimen
ta las grandes exaltaciones de su genio compositor, pero
de la que ya no saldrá.
Podríamos evocar también las abundantes alucina
ciones de todos los grandes místicos, las voces y las ór
denes divinas de Juana de Arco, las conversaciones de
Lutero con el diablo, las visiones de Bernadette o de san
ta Teresa, la inspiración divina de Abraham, Jesús o Ma-
homa. Ésta mecánica mental que anima a un elevado nú
mero de los personajes excepcionales que han guiado el
mundo encuentra un factor de equilibrio en el reconoci
— 131 —
miento social por parte de sus discípulos y contempo
ráneos, creando en cierto modo un delirio colectivo
que evita la depresión mediante la negación de todos. Al
margen de la cuestión de la fe, no hay ninguna diferencia
clínica entre la gran convicción de Juana de Arco y las
alucinaciones estériles de un joven esquizofrénico hospi
talizado, cuyo testimonio delirante reproducimos: «Soy
el hijo de Dios y Él me habla todos los días de mi misión
en la Tierra.» La única definición del genio se encuentra
de nuevo en el reconocimiento social.
El bellísimo ensayo Le démon de Socrate, de Lélut,
un psiquiatra francés de principios del siglo XIX, tuvo el
gran mérito de poner de manifiesto el carácter profun
damente delirante y alucinado de una de las figuras más
importantes de la Antigüedad, carácter indisociable de
su genio que no es cuestionado por nadie. Otros tiem
pos, otras costumbres, y una concepción muy distinta
del genio inspirado, cuyo comportamiento todos acep
tan. Platón ofrece un testimonio de ello en El banquete:
«A mitad de camino, Sócrates, totalmente ensimismado,
se quedó atrás. Me detuve para esperarlo, pero él me
dijo que siguiera avanzando [...]. No, no —dije yo en
tonces—, dejadlo; le ocurre a menudo, de pronto se
para allí donde se encuentra.» «Percibí esa señal divina
que me es familiar —respondió Sócrates— y cuya apari
ción siempre me paraliza en el momento de actuar [...].
El dios que me gobierna no me ha permitido hablarte de
ello hasta ahora, y esperaba su permiso» (citado por Lé
lut). Estas palabras sorprendentes, interpretadas en el
plano de la metáfora, confirman plenamente que el ge
nio es un visionario, un iluminado, un profeta.
Numerosos psiquiatras han estudiado el «caso H öl
derlin», que fue objeto de la primera patobiografía rea
lizada por Lange-Eichbaum en 1909. Todos coinciden
en emitir un diagnóstico de psicosis esquizofrénica, ya
sean psiquiatras como Lange y Kretschmer, o psicoana
— 132 —
listas como Laplanche. La enfermedad parece declararse
en 1800, cuando se descubre su relación pasional con
Suzette Gontard, de cuyos hijos es preceptor, y en el
momento de su viaje a Burdeos en 1801. Hölderlin co
mienza una nueva existencia, se declara «otro» y dice
«tener un nombre distinto». «Me llamo Kilalusimeno.»
«La existencia de síntomas de patología mental es ahora
manifiesta precisan Geraud y Bourgeois en un recien
te estudio clínico : retraimiento autista, pensamientos
incoherentes, neologismos, manierismo, despersonaliza
ción [...]. Es posible, aunque no seguro, que sufriera alu
cinaciones; lo mismo sucede con las ideas delirantes.»
Es interesante destacar que, si bien los médicos no
albergan duda alguna sobre una patología mental, ésta
será rebatida por otras personalidades ajenas al mundo
de la medicina, como Heidegger, que escribirá comenta
rios irónicos sobre el diagnóstico de Lange-Eichbaum, o
más recientemente Pierre Bertaux, un germanista muy
parcial que en 1978 defenderá la tesis de la simulación
de la locura por razones políticas. Al igual que en el ca
so de Artaud, Claudel e incluso Roussel, los que no son
psiquiatras ven la psiquiatría carente de fundamentos.
En Gérard de Nerval, la enfermedad también acabó
por imponerse a la inspiración. Al igual que Schumann,
presenta una enfermedad maníaco-depresiva que enton
ces se denominaba locura circular, y que alterna fases de
excitación muy productivas y fases de abatimiento de
presivo. La locura estalla en 1841 al regresar de sus via
jes por Italia y Bélgica. Su delirio místico teñido de eso-
terismo lo convertía en un espiritista que oía el espíritu
de Adán, Moisés y Josué. Después apareció lo que po
dríamos llamar delirios de grandeza. Descendía de Fo-
lobelle de Nerva, cuyos descendientes masculinos lleva
ban todos, como él, el tetragrama de Salomón sobre el
pecho. Hablaba de sus castillos de Ermenonville y com
praba todas las monedas romanas del emperador Nerva
— 133 —
para recuperar sus orígenes. En plena locura, durante
los dos últimos años de su vida, Nerval nos lega el terri
ble y sublime canto inacabado de Aurelia. Crónica de
su locura y descenso a los infiernos a la que acompaña
con la perfección estética de un poeta visionario. Dado
que en aquella época no había ningún tratamiento para
la enfermedad, acabó su vida en un manicomio y sumi
do en la demencia, el desenlace natural de la locura y de
numerosas depresiones.
La grave enfermedad de Antonin Artaud —que mar
có el ritmo de su obra y luego la ahogó, desde el hos
pital Henri-Rousselle, donde se sometió a innumera
bles curas de desintoxicación, hasta el manicomio de
Rodez— interviene en todo momento en la obra y la
nutre. «Padezco una terrible enfermedad del espíritu. El
pensamiento me abandona por completo», escribe ya
en 1923 a Genica Athanasiou. La disociación de la esqui
zofrenia es manifiesta desde el principio de la enferme
dad: una fase depresiva inicial, a los dieciocho años, que
le impedirá proseguir los estudios. En su fértil delirio
místico reaparece constantemente el tema de la identi
dad: «Había en Marsella, en 1906 o 1907, un niño llama
do Nanaqui [...] en realidad se llamaba Antonin Artaud
y “murió” en el manicomio de Ville-Evrard en agosto
de 1939, a los 42 años. Morir a los 42 años no es ningún
milagro, y todo el mundo vio salir del manicomio de
Ville-Evrard el cadáver de Antonin Artaud, lo que es un
milagro es que después de ese crimen el mundo haya con
tinuado, y sobre todo que alguien haya podido ocupar
el lugar de Antonin Artaud y sucederle en su dolor. Ese
alguien se llama Antonin Nalpas, tal como el jueves por
la noche os fue comunicado por Dios...» (Rodez, 31 de
julio de 1943).
Pese a permanecer ocho años internado en un ma
nicomio, proseguirá una obra fecunda por su diversi
dad y originalidad. Pero lo que constituye el «caso Ar-
— 134 —
taud» es la polémica entablada entre la literatura y la
medicina, que todavía hoy sigue viva. Durante su larga
estancia en Rodez, un gran número de intelectuales lo
irán a visitar y se interesarán por su salida de allí: Ada-
mov, Marthe Robert, Bretón, Colette, Paule Thévenin...
Se ha esgrimido con frecuencia el argumento de una
hospitalización injustificada y unos tratamientos abusi
vos, argumento reforzado por el delirio de Antonin,
que mezclaba la fibra genial de su inspiración literaria
con la reivindicación intelectual: «[...] la policía, que ha
bía instalado ametralladoras alrededor del hospital ge
neral y que disparaba despiadadamente contra la multi
tud para impedir su liberación. La batalla se prolongó
varios días y hubo miles de muertos» (Rodez, 19 de ju
lio de 1943).
Resulta muy difícil captar la realidad de tales casos
clínicos, pues para los médicos y la psiquiatría Antonin
Artaud era un auténtico enfermo, en tanto que para la
literatura era un auténtico poeta. Como el delirio de
Camille Claudel, un delirio auténtico y al mismo tiem
po una gran artista. La enfermedad de Camille y su de
lirio persecutorio en relación con Rodin fueron una
sentencia de muerte para su obra y plantean a la medici
na la cuestión del genio creador. Estuvo internada trein
ta años y murió en el manicomio de Ville-Evrard. El in-
ternamiento abusivo y el atentado contra las libertades
que sufrió fueron violentamente denunciados por Paul
Vibert, periodista de Le Grand Matinal, que negaba la
noción de enfermedad en una artista como Camille y
denunciaba la indiferencia familiar y el poder absoluto
de los médicos. Hoy en día no sería concebible una hos
pitalización tan larga, pero no por ello Camille dejaría
de ser una enferma.
Podríamos continuar evocando biografías conocidí
simas o secretos celosamente guardados por la hagiogra
fía familiar. La locura se halla tan presente en los desti
— 133 —
nos excepcionales que interviene muy directamente en la
obra-vida. El delirio paranoico de Auguste Comte, que
se proclama sumo sacerdote de la religión de la Humani
dad, no es sino la prolongación directa de su filosofía
positiva, al igual que las ideas de grandeza de Wilhelm
Reich, que se identificaba con Cristo y se erigía en des
cubridor de la humanidad, no eran sino el resultado de
su concepción orgómca y su teoría de la bioenergía. El
sufrimiento psicòtico de Van Gogh o de Hölderlin y la
paranoia de August Strindberg nos recuerdan también
la presencia de la enfermedad, que marca el compás de la
vida y la obra. Guyotat hablará de «psicosis romántica»
—evocando a Nerval, Schumann, Van Gogh—, una or
ganización mental que asociaría un factor genético, una
gran capacidad de expresividad y una elevada función
estética.
En el caso de Maupassant, habitualmente se hace re
ferencia a la evolución mental de una sífilis que habría
ocasionado su demencia. Sin embargo, si se considera la
personalidad sumamente ambigua de su madre, Laure
de Maupassant, y el fin trágico en un manicomio de su
hermano Hervé, seis años menor que él, no resulta des
cabellado hablar de herencia y de psicosis familiar. Por
lo demás, él describió la locura y el desdoblamiento ca
racterístico de la psicosis esquizofrénica mucho antes de
ser hospitalizado, especialmente en La lettre d ’un fon,
publicada en 1885: «Y una noche oí crujir el suelo a mi
espalda [...]. Pero al día siguiente, a la misma hora, se
produjo el mismo ruido. Sentí tanto miedo que me le
vanté, absolutamente convencido de que no estaba solo
en mi habitación. Sin embargo, no se veía nada. El aire
era límpido y transparente por doquier. Las dos lámpa
ras iluminaban todos los rincones [...]. Pero no dejo de
esperarlo, y noto que mi mente se extravía en esa espera
[...] empiezo a ver imágenes descabelladas, monstruos,
cadáveres horrendos..., todas las visiones inverosímiles
— 136 —
que deben de atormentar el espíritu de los locos.» La
minuciosa descripción de esta crisis de angustia de des
personalización hace pensar que fue vivida.
En su finísimo análisis de la personalidad de Rilke,
Kretschmer escribe esta expresiva frase: «Rainer Ma
na Rilke pasa largos años como un sonámbulo junto
al abismo, siempre cerca de la catástrofe esquizofrénica
pero sin llegar a hundirse en ella como Hölderlin.» Una
profunda angustia y un sentimiento de singularidad acom
pañarán toda la obra de Rilke, sus experiencias alucina-
torias y mágicas a capricho de las variaciones de su esta
do de ánimo, en el silencio de antes de 1922 o incluso
durante sus tumultuosas inspiraciones místicas.
¿Serán acaso el delirio de grandeza y la manía perse
cutoria de Jean-Jacques Rousseau y de Schopenhauer el
destino de los filósofos, o es preciso tener la suficiente
vanidad para pensar en rehacer el mundo? El filósofo
alemán se creía víctima de una conspiración destinada a
silenciar su obra. En 1824, a los veintiséis años, se com
paraba con Jesús y estaba convencido de que era el pri
mero en guiar a los hombres de espíritu hacia la verdad:
«Me sucede con los hombres lo que le sucedió a Jesús de
Nazaret, cuando tuvo que despertar a sus discípulos per
manentemente dormidos» (citado por Lombroso). Esta
iluminación se transformará más tarde en persecución.
Habitado por la angustia, acercaba la mano a su espada al
más mínimo ruido, redactaba sus notas en griego, en la
tín, en sánscrito, y las diseminaba entre las páginas de sus
libros para evitar cualquier indiscreción. «Cuando no
tengo ninguna inquietud es cuando tengo los mayores
temores» (ibid.).
Jean-Jacques alimentó los mismos designios de ilu
minar y salvar a la humanidad, de ser grande entie los
grandes.
Al mismo tiempo, se trasluce un delirio persecuto
rio en cada una de las páginas de las Confesiones. Su ex
— 137 —
cesiva desconfianza le hace ver enemigos por doquier,
sobre todo entre sus amigos: Hume, Voltaire, Grimm y
Diderot. Jacques Borel, autor del minucioso análisis
Génie et folie de Jean-Jacques Rousseau, ve aparecer ya
en 1757 la faceta persecutoria de su depresión, luego pa
roxismos ansiosos y finalmente el delirio interpretati
vo. En agosto de 1767, Rousseau confirma esta convic
ción: «La liga que se ha formado contra mí es demasiado
poderosa, demasiado ardiente, demasiado hábil, dema
siado acreditada para que esté en condiciones de hacerle
frente en público. Cortar las cabezas de esa hidra sólo
serviría para multiplicarlas.»
El caso Rousseau hará decir al desmesurado Lom-
broso: «Quienes quieran hacerse una idea bastante com
pleta de las torturas internas de un lipemaníaco sin fre
cuentar un sanatorio mental, no tienen más que leer las
obras de Rousseau, sobre todo las últimas, es decir,
Confesiones, Diálogos y Las ensoñaciones del paseante
solitario.»
En una época en que había pocos tratamientos, el de
senlace de esa locura casi siempre era el manicomio.
Ante la angustia de la psicosis, algunos reclamaron por
propia iniciativa esa medida de protección, como Robert
Schumann en 1854: «Quiero ser hospitalizado, ya no res
pondo de mis actos.» O más recientemente William Sty-
ron en Tendidos en la oscuridad: «El hospital fue una eta
pa, un purgatorio.» En el lado opuesto encontramos
la declaración poética de Nerval, en una carta del 27 de
abril de 1841: «Temo estar en una casa de cuerdos y que
los locos estén fuera» (carta a madame de Girardin); o
incluso la indignación de Bretón en N adja: «En mi opi
nión, todos los internamientos son arbitrarios. Sigo sin
entender por qué hay que privar a un ser humano de li
bertad. Encerraron a Sade, encerraron a Nietzsche, en
cerraron a Baudelaire.»
La lista no acaba ahí: Conrad, Lowry, Schumann,
— 138 —
Roussel, Nijinski, Munch, Utrillo, Camille Claudel,
Artaud, Maupassant, Hölderlin, Hemingway, Althus-
ser, Van Gogh... y muchos más.
7. M a n ía y d e p r e s ió n
— 139 —
miento que hoy tenemos de la enfermedad depresiva.
La presentación dicotòmica de lo que en la actualidad
aparece como un verdadero fenómeno social alimenta
esta confusión, pues mientras la historia clínica de las
depresiones sugiere al médico que se trata de una en
fermedad, el análisis de la desesperación revela al fi
lósofo el sentido de la condición humana. Esta sepa
ración arbitraria del cuerpo y el espíritu, que ilustra a
la perfección el alejamiento de ambas disciplinas, me
dicina y filosofía, se ve confirmada por la posición de
una parte del psicoanálisis, que suele situarse del lado
de la filosofía y afirma que no existe depresión sino
una fluctuación permanente de las pulsiones de vida y
las pulsiones de muerte. Sin embargo, estos puntos de
vista no son irreconciliables sino más bien complemen
tarios. Es importante que sea un psicoanalista, Daniel
Widlócher, el que se pronuncie en los siguientes térmi
nos: «La depresión es un fenómeno único, cuya etio
logía sólo se puede concebir como la coincidencia de
factores biológicos, genéticos y socioculturales. Es una
respuesta patológica unívoca a causas múltiples —psi
cológicas, orgánicas, iatrogénicas, genéticas, ambienta
les— que perturban el funcionamiento del sistema ner
vioso central.»
Aquí hay que denunciar dos reduccionismos: el pri
mero, que sólo ve en la depresión su mecanismo bioló
gico y considera secundarios los factores psicológicos;
el segundo, que niega el factor biológico y convierte una
psicogénesis todopoderosa a la vez en el proceso expli
cativo y en el proceso terapéutico. La biología no explica
la depresión; la constata. El psicoanálisis la explica en
parte, pero a menudo parece desarmado ante su evolu
ción biológica. A estos dos extremos corresponden dos
riesgos: uno, el de medicar excesivamente ante toda evo
lución depresiva y reducirla a una fluctuación clínica, y
el otro, igualmente peligroso, el de negar el mecanismo
— 140 —
biológico de la depresión y dejarla evolucionar hacia el
agravamiento y el suicidio.
Hoy en día abundan más las opiniones que sinteti
zan ambos extremos y admiten la complementariedad
de estas dos lógicas explicativas. Freud, que fue el pri
mero en mostrar la relación entre depresión, melanco
lía y patología del duelo, era fundamentalmente un mé
dico biologista que intentó constantemente conectar el
aparato psíquico a las representaciones del sistema ner
vioso. Nuestro conocimiento de la biología de la depre
sión es muy reciente, ya que sólo data de una veintena
de años, y nos muestra que las alteraciones del estado de
ánimo están sustentadas por modificaciones de los sis
temas monoaminérgicos de las hormonas cerebrales
—adrenalina, noradrenalina, acetilcolina, serotonina—,
sea cual sea la forma de la depresión —neurótica, endó
gena, psicòtica—, es decir, esté relacionada con factores
constitucionales e incluso genéticos, o sea una reacción
psicológica a las adversidades de la existencia y los con
flictos de la personalidad. Actualmente se sabe con
certeza —y en ningún caso se trata de una simple hi
pótesis— que la depresión es un fenómeno biológico
autoalimentado y determinado por múltiples factores,
consecuencia de la evolución de una neurosis, de angus
tias, de obsesiones, de fobias..., o incluso favorecido por
factores genéticos y familiares.
El modelo de la psicosis maníaco-depresiva, llamada
ahora enfermedad bipolar del humor, ilustra el caso de
la predisposición familiar a la depresión. Por fin es po
sible concebir un modelo explicativo de las múltiples
formas de la depresión, modelo bipolar entre excitación,
que llamamos manía, y depresión: unos sólo padecen la
forma depresiva de la enfermedad, otros únicamente
la forma de excitación, y unos terceros viven la alter
nancia maníaco-depresiva.
Hay una firme resistencia a concebir la depresión co
— 141 —
mo una enfermedad, dado que los síntomas clínicos no
son sino la amplificación del humor habitual, de la tris
teza o del desinterés. A menudo se tiene la impresión
de que con un poco de esfuerzo y voluntad es posible
dominar el abatimiento anímico. Se olvida, o se ignora,
que ya se están utilizando drogas químicas para paliar
las dificultades de la vida: el alcohol, que es un sedativo
y un desinhibidor, el café, que es un excitante profun
damente ansiógeno, y el tabaco, que combina ambos
efectos.
Así pues, actualmente ya no podemos hablar de la
depresión como en los decenios precedentes. Nuestro
conocimiento es distinto y nuestras concepciones tam
bién, lo que nos permite describir tres tipos de modi
ficaciones del estado de ánimo en los creadores, que
ilustraremos con sucesivos ejemplos: evoluciones de
presivas en su relación con la creatividad, evoluciones
maníacas y trastornos maníaco-depresivos.
La depresión es frecuente en los creadores, pero ra
ramente ha sido probada. Se pueden encontrar los pri
meros síntomas de ella en Monet o Beethoven. Beetho-
ven, encerrado en el dolor de su sordera, pasó gran parte
de su vida dominado por un tono depresivo del que
emergían accesos de cólera y rasgos geniales. Romain
Rolland pinta de él un retrato sobrecogedor en Vie de
Beethoven, de 1903: «De complexión robusta. Una
musculatura sólida. Bajo, fornido, cara ancha, de color
rojo ladrillo [...] amplia sonrisa. Pero la risa resultaba
desagradable, violenta y chirriante, la risa de un hombre
que no está acostumbrado a la alegría. Su expresión ha
bitual era la melancolía, una tristeza incurable. Un sem
blante de Shakespeare. El rey Lear.» Romain Rolland
fue el primero en sugerir que su aislamiento voluntario
y su depresión («Cada vez más decepcionado conforme
pasaban los años, desde muy pronto tuve que aislarme,
vivir como un solitario alejado del mundo») tal vez ac
— 142 —
tuaron como un poderoso estimulante de la creación.
También en el límite de la depresión, Claude Monet
sintió el abatimiento que precede y sucede a las fases de
creación, alejándose durante días del gran estudio de Gi-
verny y la luz de los nenúfares. «Claude está cada vez
más intratable (todo está perdido, las cosas nunca irán
bien, hay que vender la casa, el coche...), es triste aban
donarse así, verlo tan alicaído, y nada...» En esta carta de
Alice Hoschedé-Monet a su hija, del 3 de febrero de 1910,
encontramos numerosos elementos de la clínica depresi
va: infravaloración, tristeza, desinterés, ideas de fracaso
y ruina. Esos largos períodos de abatimiento sucedían a
días de trabajo intenso en el estudio y junto al estanque
del jardín acuático.
En 1914, tras su ruptura con Alma Mahler, Oskar
Kokoschka, muy depresivo y con tendencias suicidas,
se encerró en un estudio oscuro para pintar su famoso
cuadro La novia del viento. En este caso, la crisis de
presiva parece ser un extraordinario momento de ins
piración, y al mismo tiempo la obra representa un for
midable medio para controlar la angustia y el afecto
depresivo. Así fue como en la primavera de 1893, du
rante un episodio depresivo mezclado con una exci
tación febril, Rachmaninov compuso su personalísimo
Preludio en do sostenido menor, que enseguida le hizo
merecedor de una fama internacional. Y también al salir
de una larga fase melancólica de casi tres años escribió el
Concierto n.° 2, que se considera la más importante de
sus obras orquestales.
En los lienzos del primer período de Edvard Munch
se percibe la angustia y el sufrimiento moial, unos lien
zos con títulos explícitos como La muerte y la doncella,
Amor y dolor, El grito, de 1893, o Ansiedad, de 1894.
«He vuelto a caer enfermo —dice y me refugio en
una clínica para los nervios antes de regresar a Noruega.
Miedo de la gente. Insomne.» (Citado por Olivier.) El
— 143 —
alcoholismo, las crisis de angustia, la depresión y un de
lirio persecutorio lo llevan en 1908 a la clínica del doc
tor Jacobson, en Copenhague. Ha pasado una página de
su vida. Su pintura ha cambiado, sus temas de inspira
ción son diferentes, su creatividad se ha difuminado. La
depresión, que era el motor del primer período, ha deja
do paso a un equilibrio poco creativo que debilitará su
obra, impidiéndole recuperar los temas tan personales
del principio.
En 1845, Baudelaire tiene veinticuatro años. Acaba
de ser puesto bajo tutela y comienza su carrera de escri
tor como crítico de arte. El 30 de junio anuncia a su tu
tor, Ancelle, su intención de quitarse la vida: «Voy a
matarme... sin pesadumbre. N o padezco ninguna de esas
perturbaciones que los hombres llaman “pesadumbre” .
N o hay nada más fácil de dominar que ese tipo de cosas.
Voy a matarme porque no puedo seguir viviendo, por
que el cansancio de dormirme y el cansancio de desper
tarme son insoportables. Voy a matarme porque soy
inútil para los demás... y peligroso para mí mismo. Voy
a matarme porque me creo inmortal y tengo esperanza.»
Aquí, el discurso de Baudelaire es el del sufrimiento de
presivo, no el de la lucidez existencial. Destacan los
temas de la inutilidad y la infravaloración, pero también
la tremenda angustia de las noches de insomnio, que
precisará unos años más tarde: «El sueño me inspira el
mismo miedo que inspira un gran agujero negro, lleno
de vago horror, que conduce no se sabe adonde» (Le
gouffre, 1862). Finalmente describe con claridad la des
conexión entre el dolor moral y los valores materiales.
Su desesperación no guarda relación alguna con sus
preocupaciones financieras sino con el insoportable
cansancio del despertar depresivo. Baudelaire vivirá en
varias ocasiones las duras fases de esa enfermedad, sobre
todo en 1856. El 25 de diciembre escribe a su madre:
«Me hallo sumido desde hace varios meses en uno de
— 144 —
esos espantosos estados de languidez que lo interrum
pen todo...» El gran período metafísico de Giorgio de
Chirico, de 1910 a 1918, transcurrió al tiempo que se
desai rollaba una patología depresiva marcada por va
rios episodios melancólicos. Su infancia, que él descri
bió como «unos años tenebrosos», coincidió con la de
presión de su padre, en 1900, y de su madre unos años
más tarde. La primera fase melancólica, que se declaró
en 1910 en Florencia, marca un giro en su vida y el ver
dadero inicio de su obra, una obra extraña, inquietante
y enigmática que proseguirá hasta 1918, fecha de su úl
timo acceso melancólico. En sus memorias, Giorgio de
Chirico confiesa todos los síntomas de la depresión:
lentitud, insomnios graves, anorexia, aislamiento e ins
piración estéril en los períodos agudos. Tras una fase de
transición, de 1919 a 1924, parece salir de la depresión
—François y Lozano hablan de «curación de la melan
colía»—, cambia de estilo y realiza hasta su muerte, en
1978, una pintura neoclásica que ya no presenta el ca
rácter enigmático de su gran período y que algunos han
calificado de «desprovista de genio». Una vez más, la
vida y la obra están íntimamente unidas, y en este caso
evolucionan al compás que marca la depresión.
El sufrimiento depresivo, tan a menudo presente en
el creador, está relacionado con el fracaso de los investi
mientos y la debilidad momentánea del narcisismo, que
se traduce en una lentitud que expresa el vacío interior y
en la incapacidad para elaborar. Lentitud, insuficiencia
de narcisismo e inhibición de la creatividad interrumpen
los períodos fecundos, en una alternancia entre el placer
de la creación y el dolor de la espera estéril, lo que nos
recuerda la alternancia manía-depresión.
Entre las fases agudas del opio, Jean Cocteau se que
jaba de lo enormemente difícil que le resultaba comen
zar un nuevo día y ponerse a trabajar. Cada una de las
páginas era arrancada del peso de la depresión, la misma
— 145 —
que lo abrumó tras la cura de desintoxicación. «Pasó un
año sin poder escribir —cuenta Jean Marais—. Jean era
depresivo. [...] Profundamente. Jean estaba intentando
vencer la depresión constantemente» (Le Magazine Lit-
téraire, 1983).
La obra de Joseph Conrad estará marcada por su fa
bulosa trayectoria del exilio en el mar y en la literatura,
pero también y sobre todo por la grave depresión que
se expresará a lo largo de páginas desesperadas y en los
accesos de la enfermedad. El joven Joseph Conrad Kor-
zeniowski, huérfano a los tres años de su tierra patria,
Polonia, a los siete de madre y a los once de padre, in
tenta quitarse la vida a los veinte, antes de hacerse a la
mar y de introducirse en el mundo de la literatura. A los
treinta y cuatro años, en 1891, mientras estaba escribien
do su primera novela, La locura de Almayer, se agrava
su depresión y es hospitalizado en las afueras de Gine
bra. «Continúo sumido en la más densa de las noches y
todos mis sueños son pesadillas», escribe a Marguerite
Paradowska. Sufre frecuentes recaídas hasta 1910, en
que un acceso depresivo más grave y cercano a la psico
sis reorienta su obra hacia una escritura quizá menos
traumática. «Tengo una sensación de vacío», escribe to
davía a una de las personas con quienes mantiene corres
pondencia.
La vivencia depresiva se expresa en términos de pér
dida, de falta, como un recuerdo de la carencia afecti
va temprana que sufrió este huérfano de padre, madre y
patria. La vida es percibida entonces como una falla pe
ligrosa, un vacío perpetuamente angustioso que hace
suicida el imprudente avance por el borde del abismo
insondable que lo circunda. Los intentos de reconstruir
la personalidad tratan de colmar esa falta mediante un
sobreinvestimiento narcisista en la llamada del mar, a
través de la imagen del escritor, y en la medida en que
esa búsqueda literaria no reabra la brecha tapada.
— 146 —
Porque la literatura es exigente. Porque la literatura
extrae de lo más profundo de uno los secretos mejor
guardados, las últimas gotas de la desesperación, y vam-
piriza las energías corporales. Porque el motor de toda
creación se asemeja al motor de la depresión hasta el pun
to de inducir a engaño, tan parecidos son sus mecanis
mos. «En mí se puede distinguir perfectamente una con
centración en beneficio de la literatura —cuenta Kafka
en su Diario—. Cuando resultó evidente en mi orga
nismo que la orientación de mi naturaleza hacia la crea
ción literaria era la más productiva, todo se agolpó en
ese sentido y dejó desocupadas aquellas aptitudes que se
dirigían hacia los goces del sexo, la bebida, la comida, la
reflexión filosófica [...]. He adelgazado por todos lados.»
El aislamiento, la soledad, la reducción de los intere
ses pulsionales y la búsqueda de una melancolía jubilosa
desafían diariamente el precario equilibrio del humor li
terario. Flaubert manifiesta así el mérito de su soledad:
«A fuerza de sentirme mal solo, llego a sentirme bien»; y
Marcel Proust, las virtudes del sufrimiento: «Las obras,
como los pozos artesianos, alcanzan más altura cuanto
más profundamente se ha hundido el sufrimiento en el
corazón. No hay melancolía sin memoria ni memoria
sin melancolía» (El tiempo recobrado). El masoquismo
parece el mecanismo más eficaz no sólo para contener el
sufrimiento y expresarlo, sino también para alimentar la
depresión.
En el extremo opuesto de la depresión y la melan
colía se manifiesta lo que llamamos la «manía», exube
rancia y exaltación del humor que a menudo va acom
pañada de desasosiego, excitación e incluso violencia. La
tristeza, la lentitud y el replegarse en uno mismo dejan
paso entonces a la seguridad, la extraversión, el optimis
mo y el espíritu emprendedor, mantenido por un senti
miento de omnipotencia: «Tengo la impresión de que
puedo derribar montañas.»
— 147 —
Gérard de Nerval describe con gran precisión la
euforia de esa fase maníaca en Aurelia: «Voy a tratar
de transcribir las impresiones de una larga enfermedad
que se ha desarrollado totalmente en los misterios de mi
mente [...], y no sé por qué utilizo el término enfermedad,
porque nunca, en lo tocante a mí mismo, me he sentido
mejor. En ocasiones notaba mi fuerza y mi actividad re
dobladas: me parecía saberlo todo, comprenderlo todo;
la imaginación me ofrecía deleites infinitos.»
El maníaco —y el hipomaníaco, que es su equiva
lente menor y mucho más frecuente— duerme poco, se
inviste mucho, piensa deprisa, actúa rápidamente. Está
habitado por una aceleración mental denominada ta-
quipsiquia que le hace «tener cien ideas por segundo»;
se trata de lo que Fernando Pessoa llamaba sus «accesos
de abundancia». Las asociaciones de ideas son fáciles,
rápidas, originales, visionarias. La inventiva del lengua
je, las incoherencias y los neologismos caracterizan el
discurso maníaco, a la manera de la escritura automática
de los surrealistas. Este pensamiento audaz e innovador
es característico del acceso maníaco y, en cierta medi
da, de la creatividad. Cuando nunca se ha visto a un su
jeto en estado maníaco, resulta difícil imaginar lo que
se puede vivir en un momento semejante. El mismo se
siente sorprendido por esa inventiva que se impone a su
mente y que asombra a su entorno. Pero cuanto más
alarma la depresión a quienes lo rodean, que no dudan
de su carácter enfermizo, menos se vivirán la manía y,
sobre todo, la hipomanía como patológicas; casi siem
pre se valorarán en razón de su carácter excepcional o
extraordinario. Un joven en estado maníaco me decía
recientemente: «En este momento todo va muy bien,
incluso demasiado bien. Duermo poco y hago muchí
simas cosas. Todo me sale a la perfección. He inventa
do un nuevo concepto comercial y muchísima gente me
dice que soy muy inteligente. Todo esto les sorprende.
— 148 —
Pero tengo miedo de que no dure y de volverme menos
creativo. Es duro tener un cerebro que funciona dema
siado deprisa. Resulta difícil calmarlo, porque él ya se
ha puesto en marcha cuando yo todavía no he empeza
do a moverme. Estoy escribiendo una novela, he inven
tado un nuevo concepto, un concepto de sociedad. Esto
tiene que continuar.»
Este incremento de actividad al salir de la depresión,
o en ocasiones de forma permanente porque el indivi
duo es propenso a ello, en muchísimos casos es el motor
de la creación, ya que la obra requiere una energía con
siderable. Y si es preciso pasar por la depresión para re
cobrar esa energía, el creador se eclipsará ante la obra,
que representa su ser profundo, su yo más íntimo.
En el artículo de la Enciclopedia sobre el genio, Di-
derot describe con gran acierto la hipomanía necesaria
para la creación: «El movimiento [de la mente], que es
su estado natural, en ocasiones es tan suave que apenas
lo percibe; pero la mayoría de las veces ese movimiento
provoca tempestades, y el genio es arrastrado por un
torrente de ideas que él sigue libremente con tranquilas
reflexiones.» Ese hombre «dominado por la imagina
ción», según los términos del enciclopedista, se parece
al «caballo desbocado que gana la carrera» del que ha
bla Cocteau cuando quiere hacernos compartir los po
tentes vuelos de su inspiración. El poeta entrega enton
ces su obra de una manera fulgurante. «La primera vez
que le vi escribir —dice Jean Marais— fue en Montar-
gis en 1937; se trataba de Les parents terribles. Durante
dos meses permaneció tendido en la cama leyendo. Yo
estaba preocupado [...]. Y un día, se levantó, se sentó a
la mesa y escribió casi sin descansar durante ocho días
y ocho noches. Al cabo de este lapso de tiempo, la obra
estaba terminada. En el manuscrito sólo había algunos
tachones» (Le Magazine Littéraire, 1983). El propio
Cocteau dijo haberse sentido sorprendido de escribir
— 149 —
en unos días, a principios de 1929, durante su segunda
cura de desintoxicación en la clínica de Saint-Cloud, su
obra maestra Los niños terribles: «Iba a salir. Es decir,
era un libro lo que iba a salir. Lo que sale, lo que “va a
salir”, como dicen los editores, es un libro [...]. Resulta
ba difícil prever un libro escrito en diecisiete días [...].
Es decir, las últimas páginas se inscribieron primero,
una noche, en mi cabeza. Ya no respiraba, no me mo
vía, no tomaba notas. Estaba dividido entre el miedo de
perderlas y el de tener que hacer un libro que fuera dig
no de ellas» (Opio).
Hay innumerables ejemplos de la creación de la
obra en un momento extático, eufórico, hipomaníaco
o incluso maníaco, en que el creador parece habitado
por un genio interior que guía todos y cada uno de sus
gestos. La impresionante vitalidad creadora de Robert
Schumann se lee entre las líneas de la obra inmensa que
compuso en el espacio de tan sólo veinticuatro años.
Bernard Gavoty la describe como «un verdadero flujo
de música en el que ahoga las pesadumbres y las ansie
dades de la espera». En 1840, año de su matrimonio con
Clara, no compone menos de ciento treinta y ocho He
der. En esta carta a la amada nos ofrece un bellísimo tes
timonio de la aceleración de las ideas y la exaltación:
«Desde ayer por la mañana he escrito veintisiete páginas
de música, de las que sólo puedo decirte que mientras
las componía he reído y llorado de alegría [...]. ¡Adiós,
mi querida Clara! Los sonidos, la música, me matan en
este momento, siento que podrían hacerme morir...»
La excitación maníaca mezcla sentimientos contra
dictorios; Schumann ríe, llora y habla de morir en el
momento en que una profunda inspiración le dicta tan
tas páginas geniales. Aquí se toma conciencia de la gran
inestabilidad del espíritu, que pasa de la risa al llanto, de
la manía a la depresión, pero también de la inspiración
genial al silencio de la mente. El ritmo fabuloso de su
— 150 —
producción musical culmina en 1849, año en que no es
cribirá menos de treinta obras mayores. Las Doce Pie
zas paya cuatro manos, opus 85, fueron escritas en seis
días, el Konzertstück para cuatro trompas, en tres, el Ada
gio y Allegro para trompa, tan sólo en uno.
Dejando a un lado las fases depresivas, Schumann pro
ducirá su música «al ritmo desenfrenado del caballo al ga
lope» de Cocteau, es decir, a la cadencia imperiosa de las
ideas creadoras. Un año más tarde, en 1850, sólo tardará
un mes en escribir su gran Sinfonía renana, opus 97.
«El genio de un hombre —dice Taine— se asemeja a
un reloj: tiene su estructura y, entre todas las piezas, un
gran resorte.» Ese potente resorte de la exaltación crea
dora se manifiesta en Haendel, que en 1741, tras superar
una depresión, compuso quince oratorios, uno de ellos,
El Mesías, escrito en una fulguración maníaca; y tam
bién en Hugo Wolf, que en 1888 compuso cincuenta y
tres lieder en tres meses. Vivaldi, que nos dejó noventa
y cinco obras, afirmaba que tardaba cinco días en com
poner cada una, añadiendo con ironía que «el sexto sería
superfluo». Rossini escribió El barbero de Sevilla en tan
sólo catorce días, y a los diecinueve años.
Esta rapidez a la hora de ejecutar la obra y de darle
forma no deja de sorprendernos debido a la energía fue
ra de lo común que requiere. El trazo lúcido de Pablo
Picasso era casi instantáneo y estaba como guiado por
una seguridad interior que le hacía simplemente repro
ducir en el lienzo un proyecto ya acabado. Su conside
rable obra, ejecutada con una amplia variedad de me
dios de expresión, se plasmaba automáticamente en el
lienzo, el papel, la arcilla... Hacia los años cincuenta era
capaz de realizar una decena de litografías al día, de las
que nos ha dejado varios centenares. Durante el verano
de 1957, y en menos de cinco meses, ejecutó su gran se
rie de Las Meninas: cincuenta y ocho telas, cuarenta y
cuatro de las cuales son variaciones sobre el cuadro de
— 151 —
Velázquez. Su inspiración parecía inagotable, sobre to
do cuando desarrollaba variaciones sobre un tema. Cabe
señalar, sin embargo, que la genial creatividad de Picasso,
lanzada al galope, experimentó interrupciones regula
res: en 1903, 1915, 1925, 1936, 1946 y 1953, aproximada
mente cada diez años, Picasso deja de pintar entre unos
meses y un año (Christian Loubet). Se ha podido pensar
que esas «interrupciones pictóricas» correspondían a pe
ríodos de su vida marcados por rupturas afectivas. Tam
bién es posible pensar que una alteración del estado de
ánimo influyera en dicha ruptura. ¿Sufrió Picasso depre
siones? Carecemos de elementos para afirmarlo. ¿Pa
deció variaciones o trastornos del ánimo? Sin duda algu
na; no hay más que considerar su inagotable inspiración,
su energía infatigable, mecanismo que habitualmente
procede de una lucha contra la depresión. La obra y las
conquistas femeninas tal vez contribuyeron a su resta
blecimiento.
El delirio caprichoso de Francisco de Goya se su
maba a una sorprendente vivacidad del trazo. Pintaba
un rostro en dos horas y realizaba un fresco mural en
dos o tres días. En el verano de 1890, durante su última
estancia en Auvers, Van Gogh realizó casi setenta lien
zos y una treintena de dibujos en tan sólo nueve sema
nas, de mayo a julio, fecha en que puso fin a su vida. En
una carta de mayo de 1890, dos meses antes de su muer
te, expresa con claridad el combate que mantiene contra
la depresión y la energía que se desprende de ello, en el
sentido de lo que Winnicott llamaba «las defensas ma
níacas contra la depresión»: «De vuelta aquí [en Auvers],
me he puesto de nuevo a trabajar, con el pincel casi
cayéndoseme de las manos..., y sabiendo bien lo que
quería, he pintado desde entonces tres grandes lienzos
más [...], inmensas extensiones de trigo bajo cielos tur
bulentos. No he tenido que esforzarme para tratar de
expresar tristeza, una inmensa soledad.»
— 152 —
La energía creadora de la hipomanía también es ful
gurante en la literatura: esa fuerza de la naturaleza que
es Victor Hugo escribe Los Burgraves en seis semanas,
del 10 de septiembre al 19 de octubre de 1842, y los seis
mil versos de Les châtiments en tan sólo unos meses, en
su exilio de Jersey. Los empieza en agosto de 1853 y
aparecen en Bruselas en el mes de noviembre. Esta ener
gía inagotable de la creación se manifiesta también en
Nietzsche, cuando a fines del año 1888, mientras sus
crisis de depresión y exaltación se suceden cada vez con
más rapidez, vive un espléndido período creativo. De ma
yo a diciembre de 1888 escribe cinco de sus obras mayo
res: El caso Wagner, El crepúsculo de los ídolos, El Anti
cristo, Ecce Homo y Nietzsche contra Wagner.
La literatura deja aparecer los resortes de su energía
creadora, por ejemplo en 1973, cuando Romain Gary,
con el seudónimo de Emile Ajar, escribe Gros câlin en
menos de quince días, el mismo año en que publica
Europe y Los encantadores. También aparecen cuando
Simenon afirma que escribe una novela en tan sólo ocho
días: «Nunca he tardado más de diez o quince minutos
en encontrar un tema para un cuento —precisa—, ni
más de media hora o tres cuartos en escribirlo, ni siquie
ra en el caso de mi famoso Sans-Gêne, donde incluí tan
tas historias como me pasaban por la cabeza» (citado
por Amoroso). En este orden de ideas, cabe añadir que
durante el verano de 1976, en un acceso de exaltación
del ánimo, Louis Althusser redactó Les faits, su primera
autobiografía.
El flujo fácil de las ideas y el acceso rapidísimo a la
inspiración son una baza considerable para el genio crea
dor. «En primavera se ven manías, melancolías...», había
observado ya Hipócrates hace más de dos mil años
(.Aforismos, III, 20). El carácter estacional de los accesos
del humor, manía y depresión, suele manifestarse en
primavera y en otoño, o incluso de forma cíclica a lo
— 153 —
largo de todo el año. La psicosis maníaco-depresiva, o
psicosis periódica, que como se recordará hoy denomi
namos trastorno bipolar del humor, se caracteriza por
la alternancia de accesos depresivos y estados maníacos
que se manifiestan con una intensidad y una frecuencia
variables según los sujetos. En razón de la impulsividad
y de los cambios bruscos del estado de ánimo, el riesgo
de suicidio es muy elevado: una quinta parte de los en
fermos maníaco-depresivos no tratados se suicida. Es
ta enfermedad al parecer está relacionada con factores
constitucionales, con causas hereditarias y a menudo fa
miliares.
En 1987, un psiquiatra norteamericano, Agop Akis-
kal, describió unas formas atenuadas y probablemen
te frecuentes de la enfermedad maníaco-depresiva, pero
que en gran parte de los casos no se detectan porque tan
sólo las fases depresivas parecen patológicas al sujeto y
a quienes lo rodean. Los períodos de euforia e hiperac-
tividad se viven más bien como un retorno a la normali
dad y se valoran positivamente.
Con su enorme vitalidad, su gran jovialidad y el am
biente de fiesta permanente que inspiraba, Ernest He-
mingway parece haber pasado toda su vida sumido en
una hipomanía crónica, o más bien en un «estado mix
to» en el que se combinaba la exaltación del ánimo y
una nostalgia en ocasiones melancólica. Hasta el final de
su vida, en 1960, no aceptará ser hospitalizado, pero en
tonces ni la medicación ni la sismoterapia consiguieron
curar su melancolía, que se había hecho crónica, y ocho
meses más tarde se suicidó, al igual que habían hecho su
padre y su tío años atrás.
Las evoluciones bipolares son tan frecuentes en los
creadores que Kay Redfield Jamison, psiquiatra y pro
fesor en la Universidad John Hopkins de Washington,
no vacila en afirmar: «No es imposible que la psicosis
maníaco-depresiva y la creatividad estén íntimamente
— 154 —
unidas.» Lo cierto es que muchos poetas, escritores y
creadores experimentan a la vez una periodicidad en su
producción artística y accesos maníaco-depresivos, ade
más de presentar una importante herencia familiar en la
que se dan depresiones, episodios maníacos y suicidios.
Es el caso de Van Gogh, Hemingway, Virginia Woolf,
Byron, Schumann, Wittgenstein, Nietzsche, Schopen-
hauer...
Leonard, el marido de Virginia Woolf, describe muy
claramente la intensidad de los accesos maníacos de Vir
ginia, que alternaban con graves fases depresivas: «Los
síntomas se repitieron cuatro veces en su vida, y ella
cruzó la frontera que separa la salud mental de lo que
llamamos locura. Tuvo una depresión menor en su in
fancia; una depresión mayor tras la muerte de su madre
en 1895, otra en 1914 y una cuarta en 1940.» Aunque
esté marcada por los acontecimientos de la vida y su va
lor simbólico, la enfermedad depresiva no puede ocultar
su carácter de autoalimentación, y en general los accesos
aumentan progresivamente de intensidad hasta el paro
xismo del suicidio en 1941. Leonard prosigue: «En cada
uno de estos casos, la enfermedad presentaba dos esta
dios distintos; desde un punto de vista técnico, se les da
el nombre de maníaco-depresivos. En el estadio manía
co, estaba enormemente excitada; su mente galopaba;
hablaba con volubilidad y, en el momento más fuerte de
la crisis, de forma incoherente; tenía alucinaciones y oía
voces; durante la segunda crisis, por ejemplo, me decía
que oía hablar en griego a los pájaros en el jardín. [...]
En el estadio depresivo, todos sus pensamientos y emo
ciones eran lo contrario de lo que habían sido en el esta
dio maníaco» (citado por Anne-Marie Pezous).
En un reciente estudio biográfico sobre treinta y seis
grandes poetas británicos e irlandeses del siglo XVIII,
Kay Jamison constató en ellos la enorme frecuencia de
los trastornos bipolares del humor: dos se suicidaron,
ocho tuvieron una evolución psicòtica, catorce tenían
un historial familiar plagado de psicosis, melancolía y
suicidios, y finalmente seis de ellos terminaron su vida
en un hospital psiquiátrico. La proporción es impresio
nante.
Otro elemento, éste indirecto, atrae la atención: el
carácter estacional de la obra, significativo de las fluc
tuaciones del humor. Ya el siglo pasado, Lombroso ob
servó cierta periodicidad en la creación de las obras que
él calificaba de geniales. Se interesó ante todo por la co
rrespondencia de Schiller, en la que a lo largo de los
años el poeta se declara incapaz de trabajar en otoño y
en invierno, y profundamente inspirado en cuanto lle
gan la primavera y el verano. «Durante estos días tristes,
bajo este cielo plomizo —escribe Schiller en noviembre
de 1817—, necesito toda mi elasticidad para sentirme
vivo y todavía no me siento capaz de realizar un traba
jo serio.» «Gracias al buen tiempo —prosigue en julio
de 1818— me encuentro mejor; la inspiración lírica, que
obedece menos aún que las otras a la voluntad, no tarda
en acudir.»
Así pues, la hiperactividad maníaca y la obra crea
dora parecen estacionales, como los suicidios, frecuen
tes en esta patología bipolar, que sobrevienen sobre to
do alrededor del solsticio de primavera, en marzo, abril
y mayo. La relación de esta alternancia genética del hu
mor con los ciclos estacionales se ve confirmada por la
observación de datos inversos en el hemisferio sur.
Prosiguiendo su idea, Lombroso lleva a cabo un lar
go trabajo de compilación mensual de la creación «ge
nial», que a primera vista aparece como un inventario
un tanto heteróclito: Dante compuso su primer sone
to el 15 de junio de 1282 y escribió la Vita nuova en la
primavera de 1300; Petrarca concibió Africa en marzo
de 1338; Leonardo da Vinci comenzó su libro De la luz
y las sombras y la estatua ecuestre de los Sforza el 23 de
— 156 —
abril de 1490; el gran fresco de Miguel Ángel fue conce
bido entre abril y julio de 1506... Por tomar dos ejem
plos mas i ccicntes, V^agncr compuso El h o l a n d é s eY Y an-
t e en la primavera de 1841 y Darwin tuvo las primeras
ideas sobre El O Y igen de l a s e s p e c i e s en marzo y en junio.
Pero Lombroso no tarda en verse obligado a incluir oc
tubre, enero, febrero...
Es evidente que la creación jamás se ha limitado a la
primavera y el verano; resulta sorprendente sin embar
go que en esas estaciones experimente una frecuencia
que el viejo autor italiano tuvo el acierto de señalar,
aunque su razonamiento fuera entonces profundamente
capcioso. Este carácter cíclico de la obra será detectado
también por Kretschmer en Goethe y por Jamison en
Van Gogh.
Para reforzar su idea de la proximidad loco/genio,
Lombroso establece un paralelismo entre la frecuencia
de las hospitalizaciones psiquiátricas, la temperatura at
mosférica media y la producción de obras geniales. Las
creaciones geniales presentarían un punto máximo en
la curva de frecuencia en abril-mayo y en septiembre,
mientras que las hospitalizaciones culminan en mayo-
junio. Tanto los criterios como la metodología podrían
resultar sospechosos si no fuera porque, incluso en la ac
tualidad, numerosos autores han reconocido esos datos.
En su reciente estudio sobre escritores y artistas con
temporáneos, que ya hemos mencionado, Jamison hace
la misma constatación: su producción se acentúa sensi
blemente al final de la primavera y a principios del otoño.
La evolución cíclica y la enfermedad maníaco-de
presiva de Goethe han sido objeto de notables estudios
por parte de dos grandes psiquiatras alemanes, Móbius
y Kretschmer. El propio Goethe era consciente de las
fluctuaciones de su estado de ánimo. El 26 de marzo
de 1780 escribe: «Debo observar más atentamente el
círculo de los días buenos y malos que se mueve dentro
— 157 —
de mí. Las pasiones, el afecto, el instinto, el descubri
miento, la ejecución, el orden, todo cambia y forma
un círculo regular, al igual que la alegría, la tristeza, la
fuerza, la elasticidad, la debilidad, la tranquilidad, el de
seo» (45, 115).
Goethe presentó toda su vida fluctuaciones rápidas
del estado anímico, variaciones anuales marcadas por
una depresión al final del año y grandes ciclos manía
co-depresivos cada dos años, espaciados cada siete años
por depresiones que él mismo calificará de «patológicas».
Desde la adolescencia, su alegría de vivir y su exaltación
se transformarán rápidamente en depresión cargada de
ideas suicidas. Fue entonces, a los dieciocho años, cuan
do comenzó su fase de creatividad genial, marcada por
un primer período maníaco seguido de una depresión.
En 1786, a los treinta y siete años, convertido en funcio
nario aplicado, deja sin motivo su empleo y desaparece
para realizar su famoso viaje por Italia, que inaugura una
fase de exaltación de unos dos años. Luego atravesará,
hasta 1794, un período socialmente más equilibrado,
pero en el que su fertilidad literaria será particularmente
escasa. Tras estos siete años de tonalidad depresiva y es
casez creativa, experimenta de nuevo la exaltación, se
vuelve otra vez productivo y sociable. La tercera edad lo
encuentra atormentado, ciclotímico, pero fértil. Goethe,
que también escribió mucho sobre la cuestión del genio,
precisa con gran agudeza en sus Conversaciones con Ec-
kermann la relación que une al genio con las debilidades
patológicas de la personalidad: «Los actos extraordina
rios que tales hombres realizan presuponen una organi
zación muy endeble que les permite experimentar unos
sentimientos raros y percibir las voces celestes. Ahora
bien, semejante organización se ve fácilmente perturba
da y herida en los conflictos con el mundo [...] y fácil
mente sometida a un estado enfermizo permanente.»
Consciente del carácter patológico de las fases mayores
— 158 —
dt su depiesion, Goethe llama «enfermedad» al impulso
suicida y el hastío de vivir, taedmm vitae, que con tanta
frecuencia ha sentido, y en una carta a Zelter, el 3 de di
ciembre de 1812, recuerda los esfuerzos que tuvo que
hacer «para escapar en otros tiempos de los embates de
la muerte». Este estudio ejemplar, cuya realización fue
posible gracias a la abundante correspondencia de Goet
he y a su autoanálisis, puede servir de modelo para com
prender a muchos otros genios maníaco-depresivos.
François-Pierre Gontier, llamado Maine de Biran, es
un filósofo francés de fines del siglo xvm y principios
del XIX, actualmente desconocido. Su diario nos ofrece
una bellísima ilustración de las fluctuaciones estaciona
les del humor del creador y la inspiración literaria:
Mayo de 1815: «Estoy en la neurosis de primavera,
y por afán de hacer demasiado no hago nada.» 23 de
mayo: «Me siento feliz del aire que respiro [...] me pare
ce que la inspiración se ha introducido por completo en
la sensibilidad.» 17 de junio: «Irresistible voluptuosidad
de pensar; inspiración.» 4, 6, 17 de octubre: «Vacío en
las ideas. Tristeza.»
25 de enero de 1816: «Triste y perezoso. Mi vida es
inútil.» 24 de abril: «Soy otro hombre; todos los días me
parecen fiesta. En esta época del año hay algo que me da
la impresión de que arrastra mi alma a otra región y le
da una fuerza capaz de superar toda resistencia.»
13 de abril de 1917: «Excitado.» 7 de mayo: «Trabajo
en Condillac.» 10, 18 de julio: «Actividad maravillosa.»
12 de octubre: «Me he transformado; el pensamiento
tiende a lo vulgar, a la necedad.» 22, 23, 25 de noviembre:
«Excitación estéril. Alteración de todas mis facultades
mentales.»
Maine de Biran, que jamás manifestó una patología
clara, nos deja el testimonio excepcional de la evolución
diaria de su estado anímico. Al igual que multitud de crea
dores, presenta una estructura bipolar maníaco-depresi
— 159 —
va en un grado mínimo, es decir, sin que las intermiten
cias depresivas o maníacas alcancen un nivel calificado
de patológico. Styron hablaba, refiriéndose a él, de una
«depresión recurrente infraclínica», de la que habría to
mado conciencia a posteriori y que acompañaría el con
junto de su obra. La observación de Maine de Biran nos
permite comprender hasta qué punto las variaciones cí
clicas del humor marcan la invención y la creatividad.
Resulta fácil imaginar que semejante sensibilidad pre
dispone a la exaltación necesaria para el genio, pero tam
bién a la depresión, que es su corolario.
La depresión estacional del gran dramaturgo norue
go Henrik Ibsen es otro modelo que permite compren
der cómo el estado de ánimo vira hacia la exaltación. Ib-
sen, joven autor en el teatro de Bergen, probará todos
los géneros. Se sumirá en la depresión a los treinta años,
en 1858, y pensará varias veces en el suicidio. Cuando en
1864 parte para Italia y se exilia allí más de veinte años,
la influencia meridional parece liberarlo. Descubre,
dice, «lo que tengo que decir» y escribe sucesivamente
todas sus obras maestras hasta 1873, en que comienza
un período estéril de cuatro años en el transcurso del
cual viaja por Europa y sobre todo a Múnich. En 1877
regresa a Roma y reanuda su obra abandonada. La al
ternancia entre los períodos creadores y los períodos es
tériles, entre el sol de Italia y los débiles rayos del norte
de Europa es manifiesta. Un psiquiatra noruego, el doc
tor Ytrehus, acaba de formular con referencia a Ibsen la
hipótesis de una forma de trastorno bipolar estacional
activado en un sentido por la noche, el frío y la lluvia
del cielo noruego, y en el sentido contrario por el sol y
el calor de Italia.
Samuel Coleridge, huérfano de padre a los diez
años, vivió una adolescencia turbulenta, sufrió la depen
dencia del opio y luego tuvo un fuerte período creativo
seguido de un agotamiento psíquico. Aunque se pueda
— 160 —
pensar que la toxicomanía incrementó, agravó o incluso
desencadenó sus trastornos del humor, Coleridge tam
bién parece haber vivido una alternancia maníaco-de
presiva, ya que el conjunto de su obra fue escrito en tan
sólo unos años, entre 1798 y 1803, en el transcurso de
fases maníacas y melancólicas.
La alternancia maníaco-depresiva ha sido evocada con
referencia a numerosos creadores o personajes fuera de
lo común, entre los que cabe citar a Balzac, Auguste
Comte, Gérard de Nerval, Lutero, Byron, Schumann,
Géricault, Gary, Hemingway, Althusser, Jean Rostand,
Dañinos, Frédéric Dard..., que eran más o menos cons
cientes de esta evolución. Schumann, entre otros, repre
senta la alternancia mediante una especie de conciencia
bipolar en torno a dos personajes, Eusebius y Florestan,
dobles o seudónimos tras los que se oculta, como haría
un titiritero. Eusebius es un poeta nostálgico y Flores-
tan, el genio impetuoso; el primero es melancolía, el se
gundo, exaltación. Las Kreisleriana están compuestas
de continuas yuxtaposiciones de motivos antinómicos,
al igual que la vida del músico está hecha de alternancia
cíclica.
El carácter familiar de la enfermedad maníaco-de
presiva va acompañado de una fuerte predeterminación.
Kay Jamison, que ha estudiado la genealogía de veinti
cinco familias de creadores, ha hecho observaciones
sorprendentes sobre determinados detalles biográficos
o genealógicos con frecuencia silenciados. Alfred Ten-
nyson, el poeta más importante de la Inglaterra victona-
na, estaba obsesionado por la grave herencia mental fa
miliar, que llamaron «la sangre negra de los Tennyson».
Su padre, epiléptico, murió en el manicomio, tenía un
hermano profundamente depresivo, otro psicòtico que
estaba internado, otros también con tendencias depre
sivas, mientras que Alfred se hallaba invadido por una
melancolía crónica que en ocasiones daba paso a una
— 161 —
breve remisión. Jamison formula la hipótesis, muy ve
rosímil, de un trastorno familiar del humor que en él se
manifestaba en forma de depresión.
Encontramos la misma enfermedad familiar en la
trágica historia de Virginia Woolf: un padre maníaco-
depresivo que será el redactor de los sesenta y tres volú
menes del Dictionary of National Biography, una madre
melancólica, un primo hermano fallecido durante un
episodio maníaco y trastornos del humor en todos sus
hermanos y hermanas.
El escritor Henry James, que sufrió una depresión
recurrente, tenía dos hermanos maníaco-depresivos y
varios familiares con depresiones. El padre de Robert
Schumann padecía una enfermedad maníaco-depresiva,
su hermana Emilie y su tío se suicidaron y uno de sus
hijos pasó treinta años internado. También se puede
evocar la grave herencia familiar de la madre de Byron,
las múltiples enfermedades maníaco-depresivas y de
presiones en su ascendencia; al parecer, el padre de By
ron se suicidó, y su hija, una notable matemática, tuvo
episodios delirantes. Cabe citar también al filósofo Lud-
wig Wittgenstein, que vivió sumido en la depresión y
la tentación del suicidio entre las fases creadoras de su
intensa obra. Su hermano mayor, músico prodigio, se
suicidó en 1902; el tercero, homosexual, se envenenó
en 1903, y el siguiente se suicidó tras la derrota de 1918.
Al más joven, Paul, célebre pianista, Maurice Ravel le de
dicó el concierto para mano izquierda que había escrito
para él.
Jamison nos relata también el caso de dos familias
sorprendentes: la de Hemingway y la de Van Gogh. El
2 de julio de 1961, al quitarse la vida disparándose con
una escopeta, Ernest Hemingway repite el gesto de su
padre en 1928, pero también el suicidio de su hermano
y el de su hermana, hechos menos conocidos. Uno de
sus hijos presentará esa misma enfermedad maníaco-de
— 162 —
presiva que provoca tantos suicidios en los momentos
agudos de sus impulsos de angustia. Similar es el caso
Vincent, que hoy puede considerarse una evolución ma
níaco-depresiva en razón del carácter impulsivo y es
tacional de su obra y, sobre todo, de la fuerte herencia
familiar. Van Gogh padecía todos los veranos fases ma
níacas que coincidían con una exaltación de su pintu
ra. Theo, su inseparable hermano, fue hospitalizado en
el centro psiquiátrico de Utrecht y murió psicòtico; su
hermano pequeño se suicidó, y Wilhelmina, su herma
na, pasó muchos años internada. Evidentemente, tales
precisiones no parecen muy edificantes en una biogra
fía, en especial cuando se es, como Vincent, hijo y nieto
de pastor.
Por último, el interesantísimo estudio de Nancy
Andreasen sobre la permanencia de la creatividad en
los parientes de primer grado de treinta escritores y de
treinta sujetos no creadores, ha demostrado claramente
que la creatividad y los trastornos del humor «se pre
sentan conjuntamente en las mismas familias», con una
frecuencia elevada de los trastornos emocionales en los
padres de creadores. Estas frecuentes variaciones pato
lógicas parecen estimulantes cuando son moderadas,
pero resultan nefastas para la creación y sobre todo
constitutivas de un riesgo vital, el del suicidio, cuando
son mayores.
8. El su ic id io
— 164 —
rece aquí como una prueba suprema de la voluntad que
acredita lo humano, el control de las condiciones de la
existencia y la libertad otorgada a cada cual para decidir
su propio destino.
El psicoanálisis propone un modelo intermedio en
tre medicina y filosofía. En el orden de lo simbólico, el
suicidio equivale a matar el objeto al que no se puede de
cir adiós. ¿Qué se quiere matar cuando alguien se qui
ta la vida? ¿Una parte de sí mismo? ¿Una imagen arcai
ca? ¿Un pasado sobreinvestido? ¿El dolor presente? ¿La
vida? «Las muertes voluntarias de escritores —responde
François Nourrisier— siempre expresan de una forma
radical una incapacidad para el “ oficio de vivir”, una di
ficultad de ser que comparten con todos los creadores»
{Le Magazine Littéraire, 1983). Esta opinión, válida en
lo que se refiere a la literatura, parece que debería ser
sopesada en otros dominios de la creación, como la pin
tura y la música.
En cuanto al médico, no explica sino que describe,
constata. Ante el suicidio, constata la muerte llamada
voluntaria. Constata la impresionante realidad del sui
cidio: doce mil muertos al año en Francia, repartidos
aproximadamente entre nueve mil hombres y tres mil
mujeres. Una sorprendente proporción que permanece
estable año tras año —alrededor del cuarenta por cien
mil en el caso de los hombres y del quince por cien mil
en el de las mujeres— y que mantiene la misma relación
—el doble o el triple de hombres que de mujeres— en
todos los países de Occidente. Esta estabilidad socioló
gica ya enunciada por Durkheim hace un siglo parece
difícil de explicar basándose tan sólo en la suma de los
destinos individuales o la voluntad concertada de los sui
cidas anuales y la exigencia únicamente de la pulsión de
muerte. Sobre todo teniendo en cuenta que dichos sui
cidas coinciden todos los años en el momento de suici
darse, ya que se observa invariablemente un gran au
— 165 —
mentó de la frecuencia del suicidio en el mes de mayo
y otro de menor intensidad en octubre. Para nosotros,
los psiquiatras, esos meses del año son los períodos de
descompensación de las depresiones graves, de las me
lancolías y de la enfermedad maníaco-depresiva. Esta
potente tendencia y su regularidad anual nos hacen per
cibir claramente el fundamento biológico que sustenta
el acto suicida, pero que choca, como lo haría un insul
to, con la idea literaria de la elección de la vida en la
muerte, con la imagen pura e inmaculada del suicidio de
los héroes.
Hoy en día conocemos mejor la biología del suici
dio, mejor aún que la de la depresión, en la medida en
que es posible realizar el análisis cerebral de un suicida
—y no de un sujeto depresivo—, lo que permite descri
bir a posteriori la tonalidad humoral de las depresiones
graves habitadas por las pulsiones suicidas.
Aunque resulte difícil imaginar lo que vive el hom
bre o la mujer en los días que preceden a un intento de
autólisis, todos nosotros hemos reaccionado ante la no
ticia del suicidio de un allegado. Pero hemos reacciona
do con nuestras propias defensas, nuestro sistema de ex
plicación del mundo, los elementos de nuestra propia
vida. Es preciso imaginar que las ideas suicidas están pre
sentes durante meses, agazapadas en los repliegues de la
vida durante años. Al releer algunas de sus novelas tras
haber superado la depresión, William Styron confiesa
que le sorprende haber recreado tantas veces el paisaje
de la depresión y removido el tema del suicidio que lle
van a cabo tres de sus personajes principales. Para aca
bar, en el colmo de la paradoja, muy poco noble con
respecto a una filosofía, es muy frecuente que el melan
cólico ponga fin a su vida para acallar esa voz interior
lancinante e imperiosa que reclama el suicidio.
El suicidio aparece como el mayor peligro de la evo
lución depresiva, posible desenlace a su vez de la angus
166 —
tia existencial de las neurosis. En lo que a esto respec
ta, la realidad biológica del suicidio no invalida en ab
soluto la historia individual, los conflictos intrapsíqui-
cos, la lucha permenente de las pulsiones de vida y las
pulsiones de muerte, ni tampoco las posiciones filosó
ficas personales, sino que afirma que se ha cruzado el
umbral de la evolución psicológica voluntaria. Todas
nuestras observaciones lo confirman: el 90 % de los sui
cidas presentan trastornos mentales, y entre el 60 % y el
80 % de ellos una enfermedad depresiva, tal como ya
presentía Voltaire cuando afirmaba en una carta a M.
Mariott: «En general, uno no se mata en un acceso de
razón.»
Me parece muy importante erradicar una idea falsa:
la de la decisión voluntaria del suicidio, equivalente a la
elección existencial de los filósofos de la Antigüedad.
Jamás le he oído decir a un individuo depresivo, per
manentemente habitado por la lancinante obsesión del
suicidio, que él mismo había concebido tales ideas.
«Además, las ideas vuelven una y otra vez, se imponen,
se agolpan en mi cabeza. ¿Qué puedo hacer para dete
nerlas?»
Con independencia de la historia personal, la pul
sión suicida demuestra una caída brutal de la estima y la
confianza en uno mismo, así como un derrumbamiento
de todos los niveles de deseo —«ya no tengo ganas de
nada»—, simultáneos a la disminución de determinadas
hormonas cerebrales, en especial la serotonina. Nume
rosos estudios han demostrado la débil concentración
de 5-HIAA, una sustancia derivada de la serotonina, en
el líquido cefalorraquídeo de los suicidas. Otros estu
dios han puesto claramente de relieve el aumento de los
receptores de antidepresivos en el cerebro de los sui
cidas, como si éstos manifestaran la escandalosa falta
de esas hormonas cerebrales necesarias para su equili
brio. Un último argumento para finalizar: resulta profun
— 167
damente sorprendente ver desaparecer en unos días las
ideas de suicidio por haber ingerido un antidepresivo
apropiado, es decir, por haber recuperado las hormonas
cerebrales su nivel normal. Si las ideas de suicidio fueran
voluntarias y elaboradas conscientemente, habría que
admitir que modifican las hormonas, pero además que
dichas hormonas pueden modificar a su vez las ideas y
hacerlas desaparecer, lo que parece de todo punto in
compatible con la tesis del libre albedrío. Si se observa
con este prisma el suicidio de los creadores y los perso
najes excepcionales, si se penetra sin apriorismos en su
biografía, los últimos días de su vida no parecen en ab
soluto diferentes de los de los pacientes que tratamos
en las mismas condiciones. Encontramos una reflexión
idéntica en Wittkower, a quien le asombra no encontrar
en el suicidio de los artistas el valor y la decisión lúcida
que preconizaba la Antigüedad. «Los casos de los que
tenemos conocimiento son menos heroicos; evocan las
dificultades, los sufrimientos y las frustraciones de hom
bres atormentados.»
— 168 —
Venecia, Turín, el invierno en Eze, el verano en Sils-Ma-
ria. Su estado de ánimo es inestable, y las ideas de suici
dio permanentes. Tras su ruptura con Lou Andreas Sa
lomé, parece ser que en 1882 intentó suicidarse tres veces
tomando una sobredosis de doral. En una evolución cí
clica como la de Nietzsche, es habitual que los temas del
suicidio sean recurrentes durante largos años y se im
pongan de forma obsesiva e imperiosa cuando la moral
se viene abajo, por ejemplo, en este caso, a raíz de la he
rida en el narcisismo provocada por la ruptura. Sin em
bargo, en el transcurso de este episodio agudo será cuan
do conciba la idea del superhombre, rival de la gran
naturaleza, y comience Zaratustra.
Leonard Woolf da fe del temperamento suicida de
su mujer, Virginia, en los graves momentos de melanco
lía que salpicaron su larga enfermedad maníaco-depresi
va. Resulta difícil admitir que esos impulsos tengan un
carácter voluntario: «En el estadio depresivo, todos sus
pensamientos y emociones eran lo contrario de lo que
habían sido en el estadio maníaco. Se hallaba sumida en
una melancolía y una desesperación profundas, apenas
hablaba, se negaba a comer, se negaba a creer que estaba
enferma y afirmaba que su estado se debía a su propia
culpabilidad; en el paroxismo de este estadio fue cuando
intentó suicidarse, durante la crisis de 1895, tirándose
por la ventana, y en 1913 tomando comprimidos de Ve-
ronal; en 1941 fue al Ouse para ahogarse» (citado por
Anne-Marie Pezous).
En la noche del 1 al 2 de enero de 1892, Maupassant
es asaltado por las angustias de su demencia sifilítica e in
tenta quitarse la vida. Será internado en la clínica del doc
tor Blanche, en Passy, donde murió un año más tarde.
Los intentos de poner fin a sus días, que pertenecen
a la historia de cada uno, tienen en común una profunda
atmósfera melancólica y cierto automatismo en los ges
tos y las ideas. ¿Qué significa «voluntad» en tales mo
— 169 —
mentos de abatimiento? Es evidente también que en el
marco de una ideología del libre albedrío, la postura de
la Iglesia, que condena al suicida negándole una sepul
tura cristiana, ha reforzado la tesis de la supuesta volun
tad de suicidio y, a fin de permitir la inhumación, ha
aconsejado declarar la muerte natural. Así, en los siglos
pasados los suicidios fueron sin duda alguna más fre
cuentes de lo que hoy en día parece.
Auguste Comte, el fundador del positivismo, profe
ta y sumo sacerdote de la Humanidad, como él se cali
ficó, trató de suicidarse ahogándose durante un acceso
melancólico de su psicosis cíclica. Por supuesto, sus ac
cesos maníacos o depresivos, que siempre se declaraban
en primavera, no tenían nada de voluntario ni de delibe
rado. No obstante le dieron la energía de su obra y la
originalidad de su filosofía predelirante.
Al releer algunas biografías o análisis de obras, me
sorprende constatar la unanimidad a la hora de hablar
de voluntad o de decisión consciente a propósito del
suicidio de los creadores o los grandes hombres, cuando
mi experiencia clínica me haría desterrar esos dos térmi
nos del vocabulario de un suicida. Desde hace semanas,
ese hombre —o esa mujer— lucha contra un sufrimien
to indescriptible del que en la mayoría de los casos ja
más le ha hablado a nadie. Es presa de las angustias y la
constante imprecación de la muerte. N o decide. Está
tan dominado que no puede decidir. Es el juguete de sus
angustias. Es manipulado. Está presionado y, al límite
de sus fuerzas, se rinde a la voz imperiosa que le recla
ma la vida.
Todavía hay quien se resiste a comprender este vín
culo casi constante entre el suicidio y el acceso melan
cólico, quizá para conservar la imagen del ser conscien
te y dueño de sus decisiones, sobre todo cuando se evoca
a un personaje excepcional. En un reciente análisis crí
tico de una biografía de Jack London se comenta: «Es
— 170
cierto que murió voluntariamente a los cuarenta años...»,
y más adelante se precisa: «Hijo bastardo [...] fogosidad y
dinamismo [...] minado por el alcoholismo [...] durante
toda su vida le atormentó la idea del suicidio», como si
pudiera no haber relación entre las ideas obsesivas de
muerte que se imponen infatigablemente y el acto im
pulsivo de la liberación. ¿Decisión? La voluntad es muy
poca cosa en ese momento inusitado del arrebato suici
da, del impulso incontrolable, de la oleada melancólica.
En su vivo testimonio Tendidos en la oscuridad, Wi-
lliam Styron describe ese estupor automático que acom
paña la preparación de la muerte, esa especie de lasitud
liberadora que invade el pensamiento y todo el campo
de la conciencia en las fases mayores de la depresión.
Styron se declara como alelado, en un estado hipnótico
que, en su caso, se desvanecerá al escuchar una rapsodia
de Brahms que despierta a la vida a su ser dormido:
«Esa melodía a la que [...] en mi embotamiento había
permanecido insensible durante meses...»
La biografía de Chaikovski publicada recientemente
por André Lischke levanta el velo sobre su probable
suicidio en 1893, cuando la leyenda familiar escrita por
sus hermanos y su sobrino, y piadosamente mantenida
por la ortodoxia musical y el mundo de los soviets, lo
había hecho morir del cólera en unos días. En la época,
Diáguilev y el círculo musical de San Petersburgo ha
bían mencionado la hipótesis del suicidio de Chaikovs
ki en un momento de desesperación, cuando estaba a
punto de ser acusado públicamente de homosexualidad
debido a su gran interés por el sobrino del zar. El temor
a un escándalo y las presiones ejercidas sobre él pudie
ron influir en la frágil personalidad del compositor, al
que se describe como abúlico, triste y masoquista, y pro
vocar el arrebato necesario para su acto suicida.
— 171 —
Uno no puede sino sentirse sorprendido por la gran
frecuencia del suicidio y de los intentos de suicidio en
el ámbito de la literatura, y por su escasez en el de la
pintura y la música. En una amplia revisión biográfica
del mundo de la pintura, Wittkower sólo encuentra ca
torce casos de suicidio en cuatrocientos cincuenta años,
de 1350 a 1800: cinco en Italia y nueve en el norte de
Europa, y ninguno que no sea de un artista importante.
Excepto el caso de Schumann y el probable suicidio
circunstancial de Chaikovski, únicamente es posible se
ñalar algunos intentos en el universo de la música, pero
nada comparable al azote de la muerte melancólica que
se ensaña con el mundo de las letras. ¿Acaso la literatu
ra toca un fruto prohibido? ¿Acaso el ojo y el oído pro
tegen de la locura suicida?
Por lo demás, se ha sostenido como tópico que los
creadores que expresan en su obra la idea del suicidio
no pasan a la acción, mientras que los que no hacen re
ferencia a ella lo llevan a cabo. De inmediato se piensa
en Goethe y Los sufrimientos del joven Werther, proto
tipo literario del suicidio melancólico que quizá cristali
zó los impulsos suicidas del joven Goethe, puesto que
éste jamás atentó contra su vida pese a la grave ciclo-
timia que padecía. Se puede evocar el doble suicidio
con el que concluye Los niños terribles, de Cocteau, la
muerte de Emma Bovary, o el que pone fin a El triunfo
de la muerte, de Gabriele D ’Annunzio. Por el contra
rio, esto no se verifica en escritores como René Crevel o
Cesare Pavese, que construyeron su vida y su obra en
torno a la idea del suicidio-obsesión y que lo ejecuta
ron. Es razonable pensar que la idea se impone en su
mente —y no que su mente la decide—, debido a una
larga evolución enfermiza. Pero la elaboración imagina
ria siempre convertirá el pensamiento de un creador en
una trayectoria fuera de lo común. «Todos esos suici
dios son reales —advierte Paul Morand—. Ha corrido
— 172 —
sangre de verdad. Y sin embargo, son literarios, debido
a la influencia que primero sufrieron y después ejercie
ron a su vez» (Uart de mourir).
Si no fuera porque en él interviene la insoportable
presión de la desesperación, podríamos describir un sui
cidio testamento. En 1897, Paul Gauguin, de regreso en
Tahití para una última estancia en las islas, concibe el
fin en un momento de gran angustia en el que se mez
clan excitación y depresión. Abandonado por su mujer
y abatido por la muerte de Aliñe, su amada hija, Gau
guin se sume en la depresión y se pasa meses hablando
de matarse. En diciembre, y según sus propias palabras,
pinta «durante todo el mes..., día y noche, con un fre
nesí inusitado», y nos deja ese monumental testamento
pictórico que titula: ¿De dónde venimos? ¿ Qué somos?
¿Adonde vamos? Luego se marcha a la montaña y se to
ma una dosis masiva de arsénico. La naturaleza se ven
ga: vomita y vivirá cinco años más en condiciones pre
carias y enfermo.
El arrebato suicida impresiona porque se produce
de un modo súbito, como un trueno en un cielo sereno.
Eso es lo que se ha dicho de Malcolm Lowrv o inclu
so de Vincent Van Gogh. Si bien Lowry vivió una exis
tencia atormentada entre el alcohol y la literatura, su
suicidio sobrevino en 1957, cuando tenía numerosos pro
yectos y trabajaba al mismo tiempo en seis libros que
quedaron inacabados. «Es decir —señala Evelyne Piei-
11er—, que en realidad la muerte no acudía a una cita sino
que surgió como una tentación irresistible» {Le Maga-
zine Littéraire, 1988).
Al igual que más tarde Dalí, Vincent es un hijo sus
tituto que toma el nombre y ocupa el lugar del herma
no mayor muerto un año antes. Después desarrollará la
grave enfermedad familiar, marcada por las «crisis». Pe
ro en 1890, de regreso en Auvers, nada parece presagiai
su acto. No se encuentra ninguna alusión al suicidio en
— 173 —
su abundante correspondencia. Y el 27 de julio se dispa
ra en el pecho con un revólver. El arrebato suicida es un
impulso brutal que puede sobrevenir en cualquier mo
mento y empujar al melancólico a la muerte. Desde ha
cía casi un mes, y pese a su desesperación, Vincent pin
taba intensamente. El impulso, imprevisible, se apoderó
de él. Esa posibilidad permanente del suicidio hace que
el melancólico corra peligro de muerte, sobre todo
cuando se desoye a sí mismo o se le desoye.
El suicidio repetición nos remite a la obsesión del
duelo imposible que aparece una y otra vez como un
mensaje lancinante en la vida o en la obra. Puede tratar
se de Hemingway repitiendo el gesto de su padre; de
Romain Gary, profundamente afectado por la muerte
de Jean, pese a que hubiera afirmado en su última decla
ración a la prensa: «Ninguna relación con Jean Seberg»;
de Klaus Mann, el hijo mayor de Thomas, cuyo suicidio
en 1949 se produce como un eco del de René Crevel, del
que no había llegado a recuperarse. Los vínculos que
unen a dos seres pueden ser de identidad, de admira
ción, de fusión, pero en ocasiones lo suficientemente ar
caicos para que no puedan imaginar que la muerte vaya
a separarlos. En 1941, a su regreso del exilio brasileño
en Petrópolis, Stefan Zweig se hunde en el pesimismo
que le inspiran el estado del mundo y el avance de la
guerra. Su estado depresivo no deja de empeorar. El 2 de
septiembre escribe a Jules Romains: «Ante todo es pre
ciso recuperar el equilibrio y combatir el cansancio mo
ral que me ha invadido durante los últimos meses.» El
23 de febrero de 1942, mientras asistía al carnaval de
Río, se derrumba al enterarse de la caída de Singapur y
se suicida con su mujer.
La enfermedad maníaco-depresiva de Max Linder se
manifiesta a través de una hiperactividad profesional
que le hace triunfar en Hollywood, participar en más de
trescientas películas y convertirse en presidente de la
— 174 —
Sociedad de Autores, y al mismo tiempo sumirse en la
melancolía cuando ha caído el telón. La euforia del éxi
to deja paso entonces a las fases depresivas y más tarde
melancólicas. «Noto que ya no soy cómico [...] sin em
bargo, me empeño en estar alegre, en estar contento,
canto a voz en cuello, silbo, bailo [...] y estoy triste, in
finitamente triste», le escribe a su madre en 1921 (citado
por Brigitte Degeilh). Tras dos intentos de suicidio de la
pareja en 1924, arrastra a su mujer a la muerte un año
después, como consecuencia de grandes fases melancó
licas que le hicieron dimitir del cargo de presidente y
abandonar todos los proyectos.
El acompañamiento en la muerte, como para com
partirla, como para no quedarse solo en el mundo, tam
bién aparece en la trayectoria melancólica del poeta y
dramaturgo alemán Heinrich von Kleist, quien el 21 de
noviembre de 1811, a los treinta y cuatro años, abruma
do por la vida y minado por la melancolía, se quita la
vida junto con una joven exaltada, Henriette Vogel, a
orillas del Wannsee. Un suicidio romántico, se podría
añadir, puesto que los románticos alemanes hablaron
mucho de la muerte y del taedium vitae, ese hastío de
una vida inactiva y sin objeto. Suicidio desesperación
de un poeta genial destinado a un singular futuro, «pero
—dice Alfed Bougeault en 1875— una enfermedad
mental interrumpida por intervalos de lucidez detuvo el
desarrollo de sus facultades poéticas». En todos los cre
adores enfrentados a la melancolía y el suicidio, encon
tramos la huella de una enfermedad depresiva cuyo de
senlace es el suicidio.
— 175 —
suicida», como se llamaba a sí mismo, que cultivaba el
suicidio como una idea fija, fundó una Agencia General
del Suicidio y se disparó un tiro en el corazón, antítesis
de la muerte romántica. Ghérasim Lúea se arrojó al Se
na en febrero de 1994 para dejar un mundo «donde ya
no hay lugar para los poetas». André Frédérique, poeta
y bufón grandioso, eligió a los cuarenta y dos años un
cóctel magistral: coñac, gardenal y emanaciones de gas,
al igual que diez años más tarde su amigo Chaval. Gé-
rald Neveu, el Lorca de La Canebiére, desapareció a los
treinta y nueve años sumido en el fracaso y la soledad.
También Jean-Pierre Duprey, poeta fulgurante, se ahor
ca en la puerta de su estudio tras haber enviado a André
Bretón su último manuscrito, La fin et la maniere; Jean-
Philippe Steinbach, llamado Salabreuil, «eterno niño
serio», se marcha a los treinta años; y Francis Giauque,
poeta sumido en un delirio desesperado, se corta las ve
nas a los treinta y uno.
— 176 —
«Esa creencia en la libertad, quisiera comprenderla in
cluso a costa de mi razón», había escrito.
En el firmamento de los creadores hay numerosos
poetas caídos en el campo del honor: Alphonse Rabbe y
Jacques Vaché, los meteoros surrealistas desaparecidos
entre las brumas del opio; Henry de Montherland, Wal-
ter Benjamin, Nicolás de Staél, Raymond Roussel, Pie-
rre Drieu la Rochelle, Jean-Louis Bory, Pierre Molinier,
Ernest Hemingway, Mishima Yukio, Kawabata Yasu-
nari...
— 177 —
IV
— 179 —
En esta imprecisa linde entre el genio y la locura
se alzan tres Gorgonas: la locura estéril, que paraliza la
obra, la ilusión engañosa del arte de los locos y la terri
ble maldición de los desechos del genio.
1. L a l o c u r a e s t é r il
— 180 —
publicación de Notre coeur en 1890. Al parecer era el
primer signo de su demencia. Su vida literaria había ter
minado.
En los momentos agudos de su enfermedad cícli
ca, Robert Schumann se quedaba paralizado y no com
ponía. «En cuanto comenzaba a realizar un trabajo inte
lectual —relata el médico que lo examinó en Dresde—,
aparecían temblores, lasitud y frío en los miembros
inferiores, un estado de angustia acompañado de un
miedo característico a la muerte, que se manifestaba
mediante el miedo a las montañas altas y las habitacio
nes elevadas...» (citado por Rémy Stricker). Luego, el
acceso depresivo cedía habitualmente ante la fecundidad
del episodio maníaco. Pero a partir de 1854, la locura y
la melancolía invadirán su mente hasta el extremo de no
volver a dejar sitio a la obra. Aun así, en la mañana del
23 de febrero, y pese al delirio que lo habita, todavía
compone unas Variaciones sobre un tema en mi bemol.
Sin embargo, la demencia es demasiado fuerte, la obra
ha terminado. Schumann murió dos años más tarde en
la casa de salud del doctor Richarz, cerca de Bonn, sin
haber podido recuperar la música.
Otro tanto podría decirse del final de la vida de
Nietzsche, quien, tras la extraordinaria creatividad del
año 1888 y la euforia de Turín en enero de 1889, no vol
verá a escribir hasta su muerte, diez años más tarde. Ha
llegado la hora de la demencia, que ya no deja lugar al
guno a la obra.
Es también el caso de la psicosis paranoica de Camille
Claudel, que invade poco a poco su mente y ahoga su crea
tividad a partir de 1905, antes de su largo internamiento
de treinta años, de 1913 a 1943. No hay más que consta
tar el desorden de las ideas que acompaña a los episodios
delirantes de nuestros pacientes, y la escasa coherencia de
su producción gráfica o pictórica durante las fases agu
das de la enfermedad, para tomar conciencia de la impo-
— 181 —
sibilidad de proseguir una obra en un acceso de locura.
Los sujetos que sufren grandes delirios científicos,
matemáticos o filosóficos nos muestran claramente lo
que se asemejan sus ideas a las de los profetas o genios
matemáticos, es decir, a «los que son como ellos» pero
han triunfado a los ojos del mundo. Los inventores guar
dan celosamente el secreto de su invento y el cálculo que
permite establecerlo. Están convencidos del carácter re
volucionario de su descubrimiento y de la importancia
universal de sus ideas. Si no se posee un amplio cono
cimiento de su dominio científico, en ocasiones resulta
difícil saber si se trata de un enfermo delirante o de un
inventor desconocido que vive su descrédito como una
persecución. Hay inventores geniales: si no se les recono
ce como tales, son unos paranoicos. Una vez más, la defi
nición del genio incluye el reconocimiento social.
Los mismos argumentos se pueden aplicar a los idea
listas apasionados que sueñan con cambiar el mundo,
que sueñan con la paz universal y el gran orden mun
dial. Éstos nos ofrecen su delirio exuberante con una fe
muy convincente en numerosos casos. En cierta me
dida, no son sino profetas que no han triunfado. ¿Qué
habría sido de Jesús, Moisés, Lutero, Confucio o Maho-
ma, si no hubieran tenido discípulos? O incluso de
Charles Russel, el fundador de los testigos de Jehová,
de Joseph Smith, el de los mormones, de Ron Hubbard,
el de la cienciología, o de Sun Myung Moon, el de la
Iglesia de la Unificación. Dado que en los filósofos y los
líderes el delirio y la realidad se rozan, la obra de algu
nos de ellos deriva imperceptiblemente según el crédito
que se tenga a bien concederles. ¿Cómo separar, por
ejemplo, lo que se puede considerar metafísico de lo que
es delirante en Auguste Comte cuando funda el positi
vismo, esa escuela filosófica que acompañará a la era
científica del siglo XX, y más adelante, en una segunda
etapa, cuando enuncia su catecismo de la nueva religión
— 182 —
universal en 1852? Entonces predica la fe en el Gran Ser,
la humanidad, rodeado del Gran Medio, el espacio, y del
Gran Fetiche, la tierra, religión de la que por descontado
él es el sumo sacerdote y cuyos ritos y dogmas establece,
ayudado en dicha tarea por tres «ángeles guardianes»:
Rosalía, su madre, Clothilde, su esposa e inspiradora, y
Sophie, su fiel sirvienta, que más tarde se convertirá en
su hija adoptiva.
Desde la perspectiva de la clínica psiquiátrica, es in
negable que nos hallamos en presencia de un delirio pa
ranoico, aun cuando se trate de un gran filósofo. En lo
que a esto respecta, los idealistas apasionados deliran en
la medida en que construyen un «ideal de sí» imagina
rio, impuesto por la regresión arcaica de un yo infantil
todopoderoso. Y quizás Auguste Comte necesitara la
extravagancia delirante de las prolongaciones teológicas
de su doctrina para que su filosofía tuviera coherencia.
De la misma forma, cerramos los ojos a las ideas tardías
de Arthur Schopenhauer, que experimentaba una exal
tación periódica de su humor cíclico y tenía fases deli
rantes en los momentos maniáticos. El delirio persecu
torio se mezclaba entonces con ideas de grandeza que lo
convertían en el igual de Cristo, como escribirá en una
carta de 1816, en un ser inspirado por ideas divinas y
adorador de su propio retrato, que un admirador adqui
rió para colocarlo «en una especie de capilla, como la
imagen de un santo», precisa Lombroso.
Esta locura estéril siempre trazará una de las fronte
ras de la creación, sin duda alguna la menos previsible.
2. El arte de lo s lo co s
— 183 —
creación artística quedan aquí liberados de toda traba
—precisa en La llave de los campos, también llamada
El arte de los locos— . Merced a un turbador efecto dia
léctico, el encierro, la renuncia tanto a todo beneficio
como a toda vanidad, a pesar de lo patéticos que indi
vidualmente puedan resultar, son aquí garantías de la
autenticidad total que se echa en falta por doquier y
de la que estamos cada día más sedientos.» Bretón ve en
la expresión libre de la locura una gran similitud con la
verdad absoluta y la pureza de los valores morales, y
en el mundo cerrado del manicomio, una defensa con
tra el capitalismo, que según él pervierte la expresión
artística.
El arte de los locos es un descubrimiento reciente, o
para ser más exactos despierta cierto interés en nosotros
desde fines del siglo pasado, en que al mismo tiempo se
desarrolla la psiquiatría y se transforma la expresión ar
tística, que ya no acepta el corsé del academicismo. N o
es casual que las dos obras precursoras en la materia,
Les écrits et les dessins dans les maladies nerveuses et
mentales, del doctor Jean Rogues de Fursac, y L ’art
chez les fous, de Marcel Réja, daten respectivamente de
1905 y 1907, la misma época en que nace el fauvismo en
torno a Matisse, Rouault y Van Dongen, en el Salón de
Otoño de 1905, y en que aparece el cubismo con Les
demoiselles d ’Avignon, en 1907. Conceder valor a la ex
presión de la locura equivalía entonces a consumar la
ruptura con la estética clásica. Por lo demás, ¿acaso no
se dirá más tarde al contemplar una obra esquemática y
poco valorada, como es el caso de los dibujos de de
mentes, «¡Parece un Picasso!»?
La cuestión que plantea Rogues de Fursac es de or
den clínico: ¿En qué medida el estudio de los escritos y
dibujos de dementes puede servir de ayuda para diag
nosticar las enfermedades mentales? Dos años más tar
de, Marcel Réja contesta a esta pregunta afirmando que
184 —
la producción artística de los dementes no es un simple
muestrario de documentos pintorescos, sino que refleja
su personalidad y, en cierta medida, el trastorno mental
que padecen. No obstante, se interroga sobre «ese im
pulso que obliga al sujeto a llevar a cabo una empresa
desprovista de toda finalidad practica y que, corriente
mente, se considera la característica más destacada de la
locura». Pero por lo general también se tacha de loco al
artista o el poeta que persigue un arte quimérico sin te
ner en cuenta su interés material.
En el centro de este debate se encuentra el interro
gante sobre la naturaleza del impulso creador que se
apodera del loco en un momento de fecundidad. Con
viene precisar que siempre se trata de una fase manía
ca o de un momento psicòtico, nunca de un acceso me
lancólico. Porque ese momento productivo presenta un
extraño parecido con los momentos lúcidos en los que
el artista —el «vidente», como decía Rimbaud— crea su
obra, habitado por la inspiración. Marcel Réja tiene
el mérito de establecer dos límites a esta reflexión cuan
do precisa: «Sin duda parece excesivo emplear la pala
bra “ obra de arte” al referirnos a tales producciones.» Y
en lo que respecta a las obras escritas, distingue a «los
locos que ya eran poetas» de «los locos que no habían
escrito nunca», en los que presume un papel ortopédico
de la prosodia. A mi entender, esta distinción permite
poner de manifiesto dos criterios importantes que pue
den calificar el arte y la creación: la intencionalidad y la
continuidad de la obra. Determinadas producciones
«geniales» de un momento de locura carecerán de futu
ro, mientras que, pese a los accesos provocados por la
psicosis y los trastornos del humor, Artaud, Nerval o
Van Gogh producen una obra. La proximidad natural
de los accesos de genio y los accesos de locura no le
pasa inadvertida a Marcel Réja, quien subraya esta evi
dencia: «El hombre con sentido común y con sentido
185 —
práctico, probo trabajador, buen ciudadano y buen es
poso, no fue jamás un gran poeta.»
El interés por el arte de los locos se manifestó real
mente a partir de 1920, apoyado por cuatro personajes
de envergadura. En primer lugar fue la publicación
en Berlín, en 1922, del trabajo de Prinzhorn, Expresio
nes de la locura, que representaba casi cinco mil obras,
llamadas «artísticas», efectuadas por cuatrocientos cin
cuenta dementes, en su mayoría esquizofrénicos. A con
tinuación fueron los trabajos del gran psiquiatra francés
Pierre Janet, con quien André Bretón se relacionó en el
hospital Sainte-Anne. Siguió, en 1924, la publicación del
primer Manifiesto del surrealismo, que denunciará la
psiquiatría practicada en los manicomios y el encierro
de los artistas, y que al mismo tiempo preconizará el
principio de la escritura automática. Finalmente, en el
año 1946, Jean Dubuffet propondrá su Prospectus aux
amateurs de tout genre y, en un trabajo de «descons
trucción», presentará su colección de art brut, com
puesta de obras de marginados, delincuentes, presos, ju
bilados, y sobre todo dementes.
Para oficializar este movimiento llamado «artístico»,
en 1950 se celebrará en París, durante el primer Congre
so Mundial de Psiquiatría, la primera Exposición Inter
nacional de Arte Psicopatológico —cerca de dos mil
obras realizadas por trescientos cincuenta enfermos—,
manifestación que fundamentalmente constituía un tes
timonio del gran interés que despierta en los psiquiatras
la expresión artística. Porque podemos legítimamente
interrogarnos acerca del sentido y el interés de semejan
te exposición, de semejante colección de obras, reunidas
no en torno al proyecto de sus autores, sino más bien al
deseo psiquiátrico de descubrir el origen del momento
creativo. Parte de ellas procedían de talleres de arte-te
rapia, donde a veces se mezclan la apatía del paciente y
el deseo del psiquiatra.
— 186 —
Esta fecunda corriente científica presenta en la ac
tualidad dos direcciones distintas. Una dirección analíti
ca: el estudio de la psicopatologia de la expresión, que
analiza los fundamentos del acto creador y sus vínculos
con los procesos patológicos; y una dirección terapéuti
ca, constituida por los talleres de arte-terapia.
Ante todo, resulta muy sorprendente observar que en
este terreno las obras en cuestión son fundamentalmen
te pictóricas y plásticas, como si la pintura fuera el úni
co medio de expresión de la «locura» o el más frecuente.
Ahora bien, los medios de expresión más naturales para
todos los humanos son la palabra y, a continuación, la es
critura; por lo demás, se ha dicho con frecuencia que la
escritura era para el psicòtico lo que la palabra era para el
neurótico. Sin embargo, la pintura sigue siendo la expre
sión que «ofrece más que ver», sobre todo desde que
puede compararse con las producciones recientes del arte
abstracto, el art brut, el arte concreto o incluso metafisi
co. Un demente del siglo XIX, apenas liberado de sus ca
denas por Pinel, no tenía ninguna posibilidad de rivalizar
con el academicismo, que rechazaba incluso el individua
lismo en pintura.
Lo mismo sucede con la poesía de la locura, más
emparentada con las escuelas modernas que con los
vuelos hugolianos, más relacionada con el delirio foné
tico de Isidore Izou que con el rigor métrico de Cornei-
lle o Racine. El hermoso libro de Charles Nodier Fous
littéraires, que ilustra la incoherencia psicòtica de al
gunos autores desconocidos, es un ejemplo de esos es
critos más cercanos a la locura que a la obra. Además,
¿quién va a leer los cientos de páginas escritas de un
tirón por ese paciente huraño, presa de la locura manía
ca? La pluma vuela entre sus dedos. Pero no se trata de
escritura automática. Es una herida abierta que deja
fluir esa savia inagotable de la angustia. Es una ventana
directa al inconsciente, que se esparce a lo largo de las
— 187 —
páginas. Su delirio lo libera. Se detiene exhausto, pero
sosegado. Esos escritos no tienen, en general, ninguna
pretensión ni ningún interés literario. Sin embargo, son
la expresión espontánea más frecuente de los momentos
de locura, que han cimentado la intuición del arte-tera
pia e iniciado la reflexión sobre la función de la obra en
el artista.
Por orden de frecuencia, la expresión de la locura
será, pues, escrita, pictórica y, muy excepcionalmente,
musical. En la literatura psiquiátrica sobre este tema tan
sólo he encontrado un caso de expresión delirante mu
sical espontánea. Mientras sufría un delirio persecutorio
y de grandeza, ese paciente, que creía ser un músico cé
lebre y reconocido, compuso piezas para piano, violín y
oboe, e incluso un cuarteto para cuerda. A diferencia de
la escritura, que todos aprendemos en la infancia, y de la
pintura, que practicamos de forma espontánea, la músi
ca requiere un largo aprendizaje técnico que limita su
posibilidad de expresión en la locura. Resulta realmente
sorprendente observar que en el mundo de la música los
trastornos psicopatológicos se dan con menor frecuen
cia, hecho reforzado por la ausencia casi total de ex
presión musical de la locura. Con excepción de Schu-
mann, Wolf y Beethoven, cuyos trastornos enfermizos
no fueron un impedimento para la obra, encontramos
relativamente poca patología psicológica y mental en
los músicos. ¿Acaso la música protege de la locura?
Las terapias que utilizan la expresión creadora, y a
las que en Estados Unidos se les da el nombre de arte-
terapia, se han desarrollado desde hace unas decenas de
años en el marco del hospital psiquiátrico y como mé
todo terapéutico complementario de la quimioterapia y
las psicoterapias. Este enfoque terapéutico actúa en el
nivel de un lenguaje simbólico, más tranquilizador para
algunos que la palabra, y que permite expresar afectos y
emoción de manera indirecta. Por eso los principales
— 188 —
métodos de estas terapias basadas en la expresión son
no verbales: el dibujo, las artes plásticas, la danza, la mí
mica..., que permiten una exteriorización emocional sin
provocar demasiada angustia. Existen, por el contrario,
muy pocos ejemplos de talleres de escritura.
Uno de ellos, el taller de lectura-escritura abierto en
Brest en 1989, en el servicio clínico universitario de psi
quiatría, propone una sesión bimensual de dos horas en
la que participa un grupo de seis pacientes psicóticos
crónicos, esquizofrénicos y paranoicos. Walter preci
sa que esta experiencia comenzó en un ambiente de en
tusiasmo y de cierta pasión literaria. El acto de escri
bir, efectivamente, sitúa más que ningún otro al sujeto
en posición de autor. La interpretación del contenido es
otra etapa terapéutica, aunque no siempre necesaria,
pues el momento fundamental del arte-terapia es el de la
expresión escrita, que excita al sujeto de la misma forma
que cuando la obra nace en el creador. En una reflexión
sobre este trabajo de taller, Guy Lafargue establece un
paralelismo interesante entre la elaboración artística,
creación de una obra, y la elaboración psicoterapéuti-
ca, creación de uno mismo, afirmando que ambas res
ponden a una tendencia dinámica de la personalidad a
resolver los conflictos, a reducir el sufrimiento espiri
tual y, en definitiva, a acceder a uno mismo. «Arte y te
rapia —dice— trabajan en un mismo sentido: encontrar
el camino de la palabra reprimida y cuya representación
se prohíbe.»
En este enfoque terapéutico encontramos la función
apaciguadora de la obra para el creador, quien, una vez
que la ha terminado, se siente profundamente aliviado y
no puede, o no desea, releerla. El proceso de gestación
y posteriormente de separación de la obra, que pue
de evocar un simbolismo de alumbramiento, ha sido
ampliamente desarrollado por el psicoanálisis, que ve en
él la posibilidad reparadora de separarse, en forma de
— 189 —
obra, de una parte de emoción o de angustia insoportable,
las cuales son a continuación desechadas. La entrega, la
venta o la publicación realizan este proceso de separación,
que es realmente un proceso psicoterapéutico.
Recordemos el bello comentario de Bernard Gras-
set, en Psychologie de Vimmortalité, sobre la aptitud del
hombre para renunciar a la obra material y despegarse
de ella, que es lo único que le permite crear. Grasset
ilustra su idea publicando prematuramente la primera
parte de un tríptico: «Confieso que si publico de forma
aislada una obra tan corta es porque me urge separarme
de ella.»
Aunque proceda de un mismo deseo de reparación,
el arte de los locos no se puede calificar de arte propia
mente dicho, tal vez debido a la discontinuidad o a la
ausencia de obra. El caso harto singular de algunos en
fermos que espontáneamente han realizado una obra
continua nos muestra cuán frágiles son esos criterios y
cuán difusos los límites entre el genio y la locura. Uno
de ellos es Adolf Wólfli, un esquizofrénico internado,
cuya obra producida en el psiquiátrico se conoció gra
cias a una monografía que Morgenthaler publicó en
Leipzig en 1921, y sobre todo porque formó parte de la
colección del art brut. Otro es James Henry Pullen, el
genio del manicomio de Earlswood y personaje de di
mensión nacional en la Inglaterra del siglo XIX, que pasó
sesenta y seis años en el manicomio, donde disponía de
su propio taller y donde llevó a cabo una obra conside
rable, una de cuyas piezas incluso fue premiada en la
Fisher’s Exhibition de 1883. Y finalmente tenemos a
Aloyse, una joven esquizofrénica internada, cuya obra
original y relativamente importante fue presentada,
en 1961, en Les petits maitres de la folie, un libro acom
pañado de textos de Jean Cocteau, que presentaba este
arte intermedio.
En 1951, en Les voix du silence, André Malraux se
— 190 —
manifestó, con su talento lúcido, acerca de la división
entre el arte y la locura: «El verdadero loco, porque no
finge, comparte realmente un dominio con el artista: el
de la ruptura.» Pero, puntualiza, «la ruptura del artista
es un sostén y un momento de su genio, la del loco es
una prisión». Desarrollando su pensamiento se puede
decir que si la locura permite al enfermo y al artista
romper con sus contemporáneos, es decir, estar en con
diciones de crear e innovar, es porque el arte y la locura
tienen en común ese automatismo mental que genera
hasta el infinito combinaciones de uno mismo, en el
sentido de nuestra capacidad ilimitada para crear len
guaje. La inconsciencia genial de la creación espontánea
es otra propiedad de ese automatismo mental.
3 . L O S D ESECH O S D EL G EN IO
— 191
■M
él. Sin duda alguna hay muy pocos creadores que no ha
yan tenido el fermento cultural indispensable de una fa
milia sustentadora o de un iniciador de talento. Mozart
fue alumno de su padre, y Rafael se formó junto a Pe-
rugino. Maupassant tuvo como «padre» a Flaubert, y
Victor Hugo gozó de una formidable dinámica familiar
pese a los traumas de su infancia. El genio expresa en un
elevado nivel la excelencia y la originalidad de un gru
po social del que forma parte, y cabe pensar que deter
minadas familias, en el sentido amplio del término, de
sarrollan a lo largo de varias generaciones aptitudes
particulares en el terreno de las artes, la filosofía, la po
lítica, las relaciones humanas, etc., que desembocarán en
la notoriedad de un solo individuo dotado de notables
cualidades dinámicas de la personalidad y poseedor del
patrimonio cultural de su familia de pensamiento.
En el libro titulado Porter un talent, porter un
symptóme, Denise Morel especifica las cualidades que
debe presentar una familia de ese tipo para que en su
seno pueda expresarse un genio. Una familia generado
ra de vida debe ser una familia abierta a lo que viene de
fuera, pero también a lo que germina en su interior, sin
temer por sí misma ni por el grupo. Ello implica aceptar
el dolor del creador, sus dudas, sus angustias, la muer
te que lleva dentro de sí. En ocasiones se ha hablado
de «neurosis familiar de carácter», en la que todos los
miembros de la familia se identifican con uno de sus in
tegrantes y se proyectan en él, el cual consolida el nú
cleo familiar a su alrededor y cuya presencia molesta y a
veces tiránica los demás aceptan. «¿Qué creador —di
ce Denise Morel— no es empujado a matar a su padre
y a su madre, a retorcer el cuello a los tópicos, a rasgar
el envoltorio familiar, a romper su cáscara para nacer
por fin?»
Si imaginamos una familia en la que coexistan varios
creadores geniales, las tensiones y el desgarramiento se-
— 192 —
rán tales que la estructura familiar, susceptible de frag
mentarse, se defenderá contra el aniquilamiento. Elegi
rá, dará prioridad a uno y pondrá obstáculos a otro, y si
no es la familia, será la locura la que se encargue de ha
cerlo. Pero en realidad es lo mismo. Tan sólo a este pre
cio los demás miembros escapan a la patología familiar.
El potencial creativo de la familia parece centrarse en el
elegido, quien recibe toda su energía, se alimenta de ella,
se atiborra y la transforma en obra o en síntoma. Dada
la facilidad con que se produce el deslizamiento de la
obra a la locura y de la locura a la obra, es razonable
pensar que el potencial creativo y el potencial patógeno
son en cierto modo equivalentes, y que esa equivalencia
se transmite entre los miembros de la familia, que pue
den repartirse el talento, ofrecerlo a uno de ellos, o sa
crificar a uno para que viva otro.
Hay numerosos ejemplos, pero una vez más no es
posible dejar de observar grandes diferencias entre los
hermanos y hermanas de genios en el ámbito de la lite
ratura por una parte, y en el de la pintura y la música
por otra. Si es frecuente que la gloria del gran creador
ahogue la de los hermanos, el eclipse es radical y mu
chas veces gravemente patológico en el mundo de la li
teratura; en el de la música y la pintura, en cambio, no
es más que un oscurecimiento discreto o una gloria su
balterna.
¿Habrá que admitir que el genio es de una naturale
za diferente cuando guarda relación con las palabras,
con el verbo, o con los sentidos?
Así pues, esas familias que cultivan un talento parti
cular y favorecen el surgimiento de un genio son muy
numerosas en el terreno de la música, moderadamente
en el de la pintura y poco en el de la literatura. Ensegui
da acude a la mente la extraordinaria familia de los Bach
(Geiringer contabiliza sesenta y cinco músicos en siete
generaciones, de 1650 a 1846), François Couperin (su
— 193 —
padre y sus dos tíos eran grandes músicos), Mozart (su
hermana y su padre también eran notables), Beethoven
(su padre y su hermano), Johann Strauss (sus dos her
manos y su hijo), además de Brahms, Lulli, Rameau, Vi
valdi, Cherubini, Schubert, Offenbach... Entre los pin
tores, algunos tienen en su familia cercana un artista de
igual sensibilidad: Durerò, Bruegel, Cranach, Rafael, los
Holbein, los Van de Velde, los Bellini, por no hablar de
Tiziano, en cuya dinastía no hubo menos de ocho pin
tores, entre su ascendencia y su descendencia. Pero
encontramos muy pocas dinastías literarias, y las que
hav son de escasa envergadura. Tan sólo alguna que otra
excepción: los dos Dumas —padre e hijo—, los tres Dau-
det —Alphonse, Ernest y Léon—, los hermanos Grimm,
las hermanas Bronté... La diferencia fundamental de la
filiación en esas grandes familias —pintura, música—
portadoras de un talento artístico y de secretos artesa-
nales, se explica quizá porque su arte requiere un largo
aprendizaje técnico, mientras que en la literatura parece
que haya otras filiaciones que no precisan de la familia.
En esas familias con potencial creativo, en esas fami
lias dispuestas a todo para alimentar al genio, es decir,
en esas familias «de riesgo», se perpetrará un crimen: el
asesinato del rival potencial. Es el caso de Camille, la
hermana de Paul Claudel, del hermano pequeño de Vic
tor Hugo, de Cornélie, la hermana de Goethe, o incluso
de Patrick Branwell, el hermano de Anne, Charlotte y
Emily Bronté.
Camille Claudel es una hija sustituía, nacida en 1864
quince meses después del fallecimiento de Charles-
Henri a los dieciséis días. A continuación vendrán
I.ouise, en 1866, y Paul, en 1868. La infancia está marca
da por la gran complicidad entre Camille y Paul. Desde
muy pronto, Camille empieza a modelar barro; decide
ser escultora y se confía a Paul. A los quince años co
noce al escultor Alfred Bouchet, y dos años más tarde
— 194 —
coge un estudio en la calle Notre-Dame-des-Champs.
Será una de las escasas mujeres escultoras, y expondrá
en 1882. Su relación con Rodin inaugura diez años tor
mentosos que conducirán a su aislamiento progresivo
en el delirio persecutorio, a partir de 1905, y a su largo
internamiento, que durará desde 1913 hasta su muerte
en 1943. Admirada y alentada por su padre, Camille es
objeto de un violento rechazo por parte de una madre
que no ha aceptado la desaparición de su hijo y que,
incapaz de concebir la fuerte personalidad de su hija,
llega al extremo de negarla. De 1892 a 1898, año de su
ruptura con Rodin, Camille esculpe una obra poderosa
que causa la admiración de todos. Al mismo tiempo,
Paul descubre a Rimbaud y luego a Mallarmé, y escribe
su obra de juventud: Tête d'or en 1889, La ville en 1890
y, en 1893, La jeune fille Violaine, novela en la que po
ne en escena la relación culpable de Rodin y Camille, y
que en 1910 se convertirá en el drama La anunciación a
María. Paul alcanza su dimension de poeta universal y
Camille desaparece, destruye su obra y cierra los ojos
a la vida. Ella era la representación de una familia con
un poderoso potencial patógeno, que había sabido dejar
surgir al hermano y que, para permitirle proseguir su
obra, debía ahogar a la hermana atrapada entre las crue
les mandíbulas de la negación de su madre y los celos de
su propia hermana.
En 1815, Eugène y Victor se estrechan uno contra
otro, sometidos a la severa ley de su tía, la viuda Mar
tin, y del internado Cordier, donde permanecerán has
ta 1818. Eugène y Victor escriben a su padre unas car
tas patéticas en las que le suplican que vaya a liberarlos
de aquella dura tutela. «Querido papá: Para nuestra gran
sorpresa hemos sido informados de tu partida. Quería
mos escribirte, pero hasta ahora la señora Martin se ha
negado a decirnos dónde estabas [...]. Adiós, querido
papá [...] cuídate y no dejes nunca de querer a tus obe
— 195 —
dientes y respetuosos hijos, Eugène y Victor» (31 de mar
zo de 1816). El general Hugo, mariscal de campo de
José Bonaparte en Madrid, ha sido encargado de defen
der Thionville tras la retirada de España. En 1816 se ins
talará en Blois con su amante, que era su compañe
ra desde 1803 y que se convertirá en su segunda esposa
en 1821, tras la muerte de la señora Hugo. Eugène y Vic
tor vivirán dolorosamente la separación de sus padres,
para quienes serán motivo permanente de enfrentamien
to. Nos encontramos ante una familia culta con preten
siones literarias. El padre se ejercitará durante mucho
tiempo en una poesía mediocre, pero publicará varias
memorias militares, diarios históricos y unas memorias
en tres volúmenes. Abel, el hermano mayor, que vivía de
la pluma, reunió una obra literaria considerable, com
puesta por un tratado del melodrama, varias obras de
teatro y cuentos, pero sobre todo geográfica e histórica,
con veintitrés libros muy importantes, entre ellos uno
dedicado a la Francia histórica, en cinco volúmenes,
otro a la Francia militar, también en cinco volúme
nes, otro a la Francia pintoresca, en tres... Los dos her
manos pequeños, Eugène y Victor, se adentran juntos
en la literatura. Juntos descubren la vida, juntos inven
tan el mundo y construyen su universo imaginario.
Eugène dirige el clan de los Terneros y Victor el clan de
los Perros. Llenan de versos sus cuadernos escolares.
Victor obtiene una mención en el concurso de la Acade
mia francesa en 1817, y Eugène gana el concurso de la
Academia de los juegos florales en 1818. Cuatro años
más tarde, el 12 de octubre, Victor se casa con Adèle, y
el 18 de diciembre se manifiesta brutalmente la esqui
zofrenia de Eugène. Refugiado en casa de su padre, en
Blois, intentará asesinar a su madrastra, será tratado du
rante algún tiempo por Esquirol y luego ingresará en
Charenton, donde pasará el resto de su existencia. El in
negable talento poético de Eugène se revela al mismo
— 196
tiempo que el de su hermano, pero enseguida se impone
la personalidad de Victor. Él es el primero en escribir y
publicar. Abandona simbólicamente a Eugène casándo
se con Adele. El delirio ha reemplazado a la poesía.
Cornéhe fue la única de los hermanos y hermanas
de Goethe que llegó a la edad adulta. Cuatro de ellos
murieron a una edad temprana. Todos los allegados co
incidían en decir que Cornélie se parecía asombrosa
mente a su genial hermano en multitud de detalles físi
cos. Fue un ser enfermizo, desagradable, «indefinible»,
en palabras de Goethe. Su humor triste e insatisfecho la
llevó a la melancolía y la enfermedad mental hasta su
muerte en 1777, a los veintisiete años. Kretschmer, que
relata su historia, la describe como una personalidad es
quizoide depresiva con accesos episódicos de melanco
lía, tendencia familiar que Goethe poseía en menor me
dida y que fue una de las fuerzas de su genio. Cornélie
no tenía ningún lugar al lado de su hermano. También
ella se eclipsó en la enfermedad.
Patrick Branwell y sus tres hermanas son los únicos
supervivientes de una serie de muertes que los golpea
cruelmente en la infancia: en 1821 el fallecimiento de su
madre; poco después, en 1825, el de sus dos hermanas
mayores. Serán criados en la rectoría de Haworth por
su padre, el pastor Brontë, y su tía, o más bien por ellos
mismos, agrupándose por parejas —Branwell y Char
lotte, Ann y Emily— y construyendo un mito colectivo
del que cada uno dará una versión literaria. Más tarde lo
dirá Shirley, la heroína feminista de Charlotte Brontë:
«Quiero vivir con la imaginación lo que la realidad no
me dará.» Conocemos las novelas de Anne, las de Char
lotte, en especial Jane Eyre, y sobre todo las de Emily,
que fue una gran poetisa y, como demuestra Cumbres
borrascosas, una prodigiosa novelista. Branwell, el úni
co hermano varón, enseguida despierta la admiración de
todos, especialmente debido a sus aptitudes para la pin
tura y la escritura. Al parecer fue el más precoz; en
1829, a los doce años, redacta el BranwelVs Blackwood’s
Magazine, en el que colabora Charlotte, y que es la pri
mera tentativa literaria familiar. Es el favorito del padre,
pero también el héroe de sus hermanas. De forma total
mente involuntaria se convertirá en el personaje central
de su vida novelesca, apareciendo entre líneas tanto en
jane Eyre como en Cumbres borrascosas. La ausencia de
la madre, la esperanza que tantos seres queridos ponían
en él y el peso de la puesta en escena familiar fueron de
masiado para sus fuerzas. Se hundió en el alcohol, la
violencia y la melancolía. «Pese a sus intentos de fun
dirse en el mito familiar —dice Denise Morel—, se le
aisla y se ve obligado a retirarse del juego.» Raymond
Bellour hablará incluso de la «destrucción progresiva de
la que Branwell es objeto». En él puede verse un sínto
ma de la novela familiar que se escribía diariamente en
esa familia imaginaria, de cuyos hilos tiraba sobre todo
Emily. Otros destinos trágicos son los de Carla y Julia,
las dos hermanas de Heinrich y Thomas Mann, que se
suicidan a los veintinueve y los cincuenta años respecti
vamente, y el de la hermana de Henry y William James,
que también experimentará una evolución patológica.
En la implacable carrera hacia el genio, con los esfuerzos
y el sufrimiento moral que implica para los seres excep
cionales y para su entorno, se diría que siempre ha habi
do postergados, seres diferentes, aislados, más frágiles,
olvidados, mientras que todas las miradas se dirigen ha
cia el niño prodigio, que representa la esperanza de toda
una familia.
Para equilibrar esta lógica inexorable podemos po
ner como contrapunto el mundo de la pintura y el de
la música, donde no aparece tanto el sufrimiento, la
violencia y la muerte. Conocemos algunas dinastías de
grandes pintores, artistas plásticos o arquitectos: los
Bruegel, los Van Eyck, los Gabriel y, más recientemen
— 198 —
te, los Bonheur, los Vernet, los Alaux... Sin embargo, no
parece que el sufrimiento moral afectara a uno de ellos
cuando otro alcanzaba la gloria. Lo mismo se puede de
cir de las dinastías o las familias musicales, empezando
por los Bach y siguiendo por los Mozart, los Couperin,
los Gaultier, los Beethoven, los Purcell, los Strauss, los
Rubinstein..., todos esos artesanos de la música en cu
yo seno se desarrolla con toda naturalidad el genio. Y ni
Marianne, la hermana de Mozart, ni Jean-Christophe, el
hermano de Bach, ni Michel, el hermano de Haydn, ni
la hermana de Mendelssohn, célebre pianista virtuosa,
serán «desechos del genio», como hemos visto que su
cede en la literatura. Se les reconocerá su talento. Y si
bien en el caso de Marianne, por ejemplo, la gloria de su
hermano eclipsó ciertamente su propio éxito y su pro
digioso virtuosismo, los tíos, el hermano o los hijos de
Johann Sebastian cosecharon la estima y el reconoci
miento de todos, pese a la enorme notoriedad de su pa
riente.
El interés y la admiración familiar dedicados al héroe
no parecen tan diferentes según el modo de expresión
del genio. Ello lleva a pensar que es la familia la que es
diferente y contiene el fermento del dolor moral, que
le hará curar sus heridas más con palabras que con soni
dos o colores. Porque la vida se articula en esos dos ni
veles: el simbólico y el emocional.
4. ¿ H a y q u e c u r a r a lo s g e n io s ?
— 199 —
ras líneas de La lettre d ’un fon, que Maupassant publi
ca en el Gil Blas el 17 de febrero de 1885, anticipan las
palabras que él mismo dirigirá al doctor Blanche unos
años más tarde, en el acmé de su locura. En cierto modo
es Tissot quien le responde con una curiosa reflexión en
La santé des gens de lettres, de 1770: «Cuando un hom
bre de letras está realmente enfermo, lo primero que
hay que recetarle es que abandone por completo sus es
tudios; por violento que le parezca el método, es indis
pensable, y sería hacerle un flaco servicio tener indul
gencia en un caso así.»
Numerosos creadores han intentado curarse y a me
nudo ellos mismos han encontrado las mejores condi
ciones para controlar el desasosiego, en una época en la
que no se podía recurrir a otra cosa. Baudelaire, C oc
teau, Sartre o Edgar Allan Poe sin duda utilizaron el opio
y otros tóxicos como antidepresivos, de la misma forma
que para Verlaine el alcohol fue terapéutico, pues ate
nuó su dolor espiritual y le permitió superar sus inhibi
ciones: «Durante los tres días que siguieron al entierro
de mi querida prima, no me derrumbé a fuerza de beber
cerveza y más cerveza [...] aunque al regresar a París,
donde la cerveza es espantosa, recurrí a la absenta, a la
absenta del atardecer y de la noche.»
En realidad no es muy distinto tomar alcohol, opio
o café —recordemos la cafetera de Balzac— que sedan
tes, antidepresivos, ansiolíticos y excitantes, todos psi-
cotropos y más o menos de la misma naturaleza. Es una
simple cuestión de moda y de droga lícita o no lícita.
Así como Verlaine tomaba la absenta del atardecer y de
la noche, otros toman hoy un calmante o un somnífero.
La cuestión se plantea de forma muy directa: ¿hay
que curar a los genios? «N o», responden indignados a
coro Jean Dubuffet, André Breton y Sainte-Beuve. «Sí»,
sostienen Schumann, Styron y Dañinos. Recordamos
los ataques y las invectivas de Breton contra los psiquia
— 200 —
tras, tanto en el Manifiesto como en Nadja: «Sé que si
estuviera loco y llevara internado varios días, aprove
charía una remisión de mi delirio para asesinar fríamen
te al primero que se pusiera a mi alcance, preferente
mente al medico.» Recordamos también la reacción a
esta frase de Pierre Janet y de Gaétan de Clérambault en
la Sociedad Médica Psicológica, en noviembre de 1929,
que hablarán de difamación y de incitación al asesinato.
Bretón, perfecto en su papel desmesurado de provoca
dor, participará en todos los combates contra la psiquia
tría, que tanto le había fascinado durante su recorrido
médico abortado. Intentará infatigablemente rehabili
tar la locura («Son gente de escrupulosa honradez, cuya
inocencia tan sólo se puede comparar con la mía», Ma
nifiesto de 1924) y denunciará el internamiento y a los
psiquiatras. Hay que reconocer que las condiciones de
los establecimientos psiquiátricos de principios del si
glo XX eran poco aceptables para un espíritu enamorado
de la libertad como Bretón, quien entonces formulaba
verdades sobre el significado de la locura que chocaban
contra un insoportable principio de realidad.
La posición de Jean Dubuffet será, unos decenios
más tarde, la misma que la de Bretón: responsabilizará a
los psiquiatras y los tratamientos de la pérdida de crea
tividad en los enfermos mentales. Para Dubuffet, esa re
serva de art brut que constituye la locura debe ser pre
servada como un santuario; lo último que hay que hacer
es curar la locura, ya que ello significaría matar el genio.
Si retrocedemos en el tiempo, vemos que Sainte-
Beuve tuvo la misma reacción un siglo antes, en 1848, al
denunciar el enfoque clínico de Lélut en L'amulette de
Pascal: «En una palabra, ¿no sufrió hacia el final de su
vida Pascal, como se dijo de Lucrecio, un auténtico ex
travío de la razón? [...]. Pero si a alguien que no fuese
poeta, si a uno de esos sabios que se las dan de riguro
sos, si a un fisiólogo, basándose en esa anécdota, se le
— 201 —
ocurriera reclamar a Pascal corno uno de sus enfermos y
fingiera tratarlo en consecuencia, entonces no sólo en
nombre del sentido común sino del buen gusto le diría
mos: ¡Alto ahí!» (Port Roya/, III).
La imagen de los grandes hombres y la visión hagio-
gráfica con la que se tiene tendencia a presentarlos mues
tran hasta qué punto afecta a todos la cuestión de cuidar
al «genio». No es casual que la opinión contraria sea
sostenida por los que sufren y han experimentado el in
soportable dolor moral en la vida cotidiana. Recorde
mos a Robert Schumann, que habitado por la angustia y
atormentado por el delirio guarda sus composiciones,
pide un coche y suplica que se ocupen de él y lo inter
nen. El sufrimiento es tal que no puede ser vivido sin
ayuda ni sin riesgos. Tan sólo lo niegan quienes no lo
han sentido.
«Estoy convencido de que deberían haberme hospi
talizado unas semanas antes [...]. El hospital fue una eta
pa, un purgatorio.» En su testimonio, Tendidos en la
oscuridad, William Styron reacciona contra los tópicos
y las ideas preconcebidas que rechazan la idea de tra
tamiento y, en definitiva, la de enfermedad, en una con
cepción metafísica muy alejada de la realidad de la
enfermedad depresiva. Arthur Koestler, que era un apa
sionado de la neurofisiología y estaba fascinado por el
progreso irreversible que representan los psicotropos,
presentaba a discusión, no obstante, el tema de la liber
tad de someterse a esos tratamientos y de la obligación
de obtener consentimiento. Eloy en día, los psicotropos
son tan corrientes que se puede plantear la cuestión del
límite a su libre acceso por automedicación y de la obli
gación de aplicar un tratamiento para ayudar a una per
sona en peligro.
Pierre Dañinos, último testigo en el tribunal de la
locura, se erige en abogado defensor del tratamiento y
apóstol del litio, que se le administra desde hace años
— 202 —
y que, según afirma, le ha cambiado la vida. Sin embar
go, cuántas dificultades ha tenido que superar para acce
der al tratamiento, pues es preciso pasar por encima de
todos aquellos que, por múltiples razones, lo desacon
sejan y lo desacreditan: «Me parece que nunca he recibi
do tantos consejos como en el momento en que, en ple
na depresión, una boa invisible me ahogaba y una lívida
sor Angustias me despertaba al alba» (.Synapse, 1987).
Hasta el extremo, precisa, de que «uno llega a pregun
tarse: primero, si han pasado todos por eso y segundo si
se pondrán de acuerdo alguna vez» (op. cit.).
La cuestión se plantea en los siguientes términos: ¿es
posible tener una representación del dolor espiritual
cuando no se ha padecido? Y, sobre todo, ¿es posible
hablar del dolor de un ser excepcional sin que resulte
afectada la imagen que se tiene de él? La experiencia de
muestra que el creador es consciente de su sufrimien
to y con frecuencia del umbral de la enfermedad, pero
que los allegados, o incluso los más alejados, raramente
aceptan la idea y achacan a una filosofía existencial lo
que es un verdadero sufrimiento vital. A nuestra mente
acuden algunos litigios. ¿Había que internar a Camille
Claudel para salvaguardarla o para proteger su entorno?
El debate ideológico se ha dirigido únicamente en torno
a la negación de su enfermedad mental. ¿Había que cu
rar a Roussel, primero con Janet, y luego en Valmont,
en Suiza, y en la clínica de Saint-Cloud? ¿Había que cu
rar a Artaud, internarlo de oficio en 1937, trasladarlo a
Rodez, hacerle electrochoques?
El tema se trata de un modo distinto en la actuali
dad, cuando tenemos un conocimiento más profundo de
las enfermedades depresivas y de los procesos biológicos
que intervienen en ellas, con independencia de la histo
ria personal y literaria. Hay obligación de administrar
cuidados si el paciente-creador los pide, pero también si
nosotros consideramos que su vida está en peligro. En el
— 203 —
caso particularísimo de los seres creativos no resultará
fácil saberlo, pues hay que preguntarse si existe una al
ternativa entre creatividad y curación, y en qué afecta
rá la curación, especialmente en la medida en que tene
mos la íntima convicción de que creación y enfermedad
proceden de los mismos mecanismos.
Finalmente se podrá plantear la cuestión de la ido
neidad de un tratamiento —psicoterapia, psicoanálisis,
medicación—, idoneidad que se impone por sí sola en
función del tipo de evolución, la estructura de la perso
nalidad y el avance de la enfermedad, y no de nuestras
buenas intenciones.
Debido a su relación con los círculos literarios o ar
tísticos, con frecuencia se ha propuesto el psicoanálisis
como método terapéutico a creadores, escritores, pin
tores, poetas..., y se ha comparado la cura analítica con
el proceso creativo. Wilgowicz identifica al escritor con
el analizado y al lector con el analista: «Si el pintor entra
en el cuadro al final de la obra, el analista y el analizado
se separan al final de la cura, pero cada uno conserva
en su interior su cuadro de la aventura.» Para el psicoa
nálisis, resolver un conflicto o desentrañar el significado
de los acontecimientos equivale a creer. Falta que poda
mos interrogarnos sobre el efecto de ese trabajo psico
lógico en un creador, que vive del conflicto interior y se
nutre de relaciones prohibidas. «Es posible, desde lue
go, “psicoanalizar a Van Gogh” —nos responde Eliane
Amado Levy-Valensi— desde Autorretrato con la oreja
cortada hasta Los girasoles, en el que algunos han pre
tendido ver vulvas abiertas, pero no sería más que una
mínima parte de la revelación que nos aporta.» La obra
es mucho más rica de lo que el análisis podría desvelar
nos, y más rica también de lo que habría podido revelar
el análisis de su autor. En una palabra, ¿habría sido tera
péutico ese análisis o habría esterilizado la creación?
La depresión melancólica de Serguéi Rachmaninov
— 204 —
duró tres años, en el transcurso de los cuales primero
estuvo mudo, inhibido, apático y con acusadas tenden
cias suicidas, y después inactivo y obsesionado por pen
samientos mórbidos durante casi dos años. Si escapó al
suicidio fue gracias a la gran solicitud y la vigilancia
constante de sus allegados, y acabó por acceder a con
sultar al doctor Dahl, un psiquiatra moscovita especia
lista en hipnosis. Rachmaninov siguió con él una psico
terapia intensiva a razón de una sesión diaria, de enero a
abril de 1900, terapia que hoy en día podríamos calificar
de descondicionamiento de la angustia y de reafirma
ción del narcisismo, lo que le permitió superar el episo
dio depresivo y, en el transcurso de la cura, componer el
Concierto n.° 2 en do menor, seguramente la pieza más
popular de su obra. Es evidente que dicha psicoterapia
desempeñó un papel positivo en la resolución de la fase
depresiva, quizás incluso en la gestación de la obra.
Georges Bataille también ofrece un testimonio de la
importancia de la terapia para continuar la obra escrita.
Bataille comienza a analizarse en 1925 con el doctor
Borel: «Creía que me estaba volviendo loco, hasta el ex
tremo de que fui a ver a un médico. Me propuso que lo
visitara regularmente. Acepté. Escribiría una parte del
relato y, cada vez que hiciéramos una sesión, llevaría las
páginas escritas; era lo esencial de un tratamiento psico-
terápico sin el cual me habría resultado difícil seguir
adelante» (citado por Lime). Aunque más corta de lo
previsto, esta terapia fue muy positiva para Bataille, que
pudo continuar escribiendo.
Psicoterapias y psicoanálisis constituyen una ayuda
importante para los creadores afectados, en la medida en
que permiten tomar conciencia del malestar y superarlo
para evitar la descompensación depresiva. La necesidad
en ciertos casos de medicación plantea un problema di
ferente. Ya no se trata de una cuestión de elección. La
enfermedad es constitucional o ha evolucionado lo sufi-
— 205 —
cíente para que sea necesario tratar el acceso depresi
vo, melancólico, o el estado psicòtico. «Considero a los
escritores y los artistas en general un grupo de riesgo
—dice Jamison—. Si bien los tratamientos suponen un
riesgo, su ausencia es mucho más peligrosa.» A este res
pecto es preciso recordar que una quinta parte de los pa
cientes afectados por una enfermedad maníaco-depresi
va no tratada se suicidan, y que la mayoría de los seres
creativos parecen poseer esa característica, al menos en
un grado mínimo.
La vida de Louis Althusser estuvo marcada por su
enfermedad maníaco-depresiva, sus múltiples hospitali
zaciones y sus vacilaciones sobre el tratamiento de la
enfermedad. A los catorce años ya protagoniza un pri
mer intento de suicidio, al tratar de dispararse una bala
en el vientre con la carabina que acababa de regalarle su
padre, y a los dieciséis o diecisiete años se observan en él
fases de decaimiento anímico. A los veinte años, en 1938,
sufre la primera depresión, que es ocultada porque to
davía se considera una enfermedad vergonzosa. Dos
años más tarde vuelve a surgir, acompañada de una cri
sis mística, y en 1949 comienza a analizarse. Durante
más de treinta años disimulará su enfermedad y silen
ciará sus accesos de locura, pero los confesará en su au
tobiografía, El porvenir es largo: «No soy estable, paso
de un estado de ánimo a otro distinto e incluso absolu
tamente opuesto.» Las crisis depresivas y melancólicas
se sucederán en 1956, 1964, 1968, 1970, 1973 y 1974,
asociadas a la grave depresión de su hermana en 1957
—lo que sugiere una sensibilidad familiar— y al suici
dio de amigos o allegados: Jacques Martin en 1962, En-
gelmann en 1948, Nikos Poulantzas en 1979 y Pecheux
en 1983. En 1964 cambia de analista, y siete años más
tarde es sometido a tratamiento de litio, cuyas propie
dades reguladoras del estado anímico se acaban de des
cubrir. Durante unos años vive una estabilidad relativa.
— 206 —
Luego parece ser que se le aconseja dejar la medicación,
y el 16 de noviembre de 1980, tras numerosos conflic
tos de pareja, una incitación constante al suicidio y al
doble suicidio, Louis «suicida» a Hélène estrangulán
dola y a continuación se confiesa culpable ante el médi
co. Será hospitalizado y puesto bajo tutela, y el caso
acabará por ser sobreseído. La filosofía y el psicoanáli
sis, tan prestos a defender la libre elección del suicidio,
no dudarán ni un instante en declararlo irresponsable
de su acto. El movimiento de opinión en su favor estará
en consonancia con su personalidad, con la importancia
de su obra y de su enseñanza y, en definitiva, también
con la gravedad de su enfermedad, que ahora es necesa
rio curar. Ante el peligro de una patología semejante
para uno mismo y para los demás, no hay alternativa,
ya que se trata de algo que no es competencia ni de las
psicoterapias ni del psicoanálisis. La obligación de la te
rapia llevará a valorar la incidencia de los tratamientos
en la creatividad y, en la medida de lo posible, a preser
var la parte de originalidad del creador.
En su reciente estudio llevado a cabo sobre cuarenta
y siete artistas y escritores ingleses de gran notoriedad,
Kay Jamison señala que el 38 % de ellos, esencialmente
poetas y escritores, se sometía a un tratamiento contra
la depresión. De este porcentaje, la mitad había sido tra
tada u hospitalizada como consecuencia de una fuerte
depresión. Por otro lado, partiendo de una amplia po
blación de pacientes depresivos, Akiskal constató que el
10 % de los ciclotímicos y los pacientes afectados por
trastornos bipolares del humor de tipo II es decir,
que presentan una depresión grave asociada a fases hi-
pomaníacas— eran artistas. En este grupo de los ma
níaco-depresivos y los ciclotímicos, por lo general
de carácter leve, es donde parecen encontrarse los crea-
dores. Sin embargo, cuando los cambios anímicos alcan
zan demasiada amplitud, dicho grupo se halla expuesto
— 207 —
a varios riesgos: riesgo de depresión, riesgo de melan
colía y, sobre todo, riesgo de suicidio. ¿Son nocivos o
perjudiciales para la creatividad de los artistas los trata
mientos con psicotropos, necesarios en tales casos? Es
razonable planteárselo, en la medida en que se oponen a
las fuerzas inconscientes que son el motor de la obra, así
como en la medida en que limitan el descenso a los in
fiernos que el poeta necesita para acercarse a su verdad.
Por otra parte, se puede objetar que Artaud siguió siendo
creativo en Rodez y al mismo tiempo gozó de protec
ción en el marco de la institución psiquiátrica.
En un reciente análisis del efecto de los medicamen
tos reguladores del humor en la creatividad, Eliane Ga-
bail-Guillibert reproduce las palabras de un paciente
bipolar, un pintor famoso, que describe así su estilo pic
tórico antes del tratamiento: «Durante todo el tiempo
que duraban las fases de excitación, de vigilancia, pinta
ba por arrebatos, en todas partes, en casa de amigos, en
habitaciones de hotel. Retratos, paisajes muy violentos
y muy expresionistas [...] muchas veces bailaba mientras
pintaba. No necesitaba reflexionar para elegir un color
ni esforzarme para realizar una composición [...]. Todo
era físico, instintivo e inmediato.» Se le estuvo adminis
trando litio durante tres años, en el transcurso de los
cuales se declaraba indiferente; luego interrumpió el tra
tamiento. Al referirse a su nuevo estilo, dice lo siguien
te: «Me resulta más difícil pintar. Mis colores ya no son
duros sino serenos. Utilizo muchas más curvas, cuando
antes casi siempre utilizaba la línea quebrada [...]. Mi
pintura era inquietante y se ha vuelto relajante. La vio
lencia, la agresividad del dibujo y del color, que eran mi
sello, prácticamente han desaparecido [...]. Mi pintura
era un grito y se ha convertido en un susurro, casi en un
silencio...»
Esta disminución de la espontaneidad y en conse
cuencia de la creatividad es percibida por muy pocos
— 208 —
pacientes, que pueden sentirse como embridados y fre
nados en comparación con los accesos de exaltación y
excitación que constituían su patología, aunque también
su genio. Por el contrario, otros tienen la sensación de
crear y producir como antes y en ocasiones incluso me
jor, al sentirse protegidos de los accesos incontrolables
y, sobre todo, de las fases de depresión melancólica.
N o existe ninguna regla en la materia; la vivencia del
paciente-creador es la única guía para establecer con él
una estrategia terapéutica que le permita cierta calidad
de vida, preservando al mismo tiempo, en la medida de
lo posible, su creatividad.
Recuerdo a uno de mis pacientes, famoso actor de
teatro y maníaco-depresivo, cuyos arrebatos líricos y
fuerza interpretativa todos admiraban, pero cuyos acce
sos imprevisibles hacían que su presencia en el escenario
resultara muy arriesgada. A pesar de su gran talento, ha
cía unos años que los productores no se atrevían a con
tratarlo y se estaba sumiendo en la melancolía. Aceptó
someterse a un tratamiento regulador y pudo subir de
nuevo al escenario, pero perdió brillantez interpretati
va. Ya no poseía aquella cólera natural que hacía que se
le reconociera entre mil. Entonces dejó el tratamiento y
los accesos reaparecieron. No volvieron a contratarlo
y se deprimió de nuevo. Se trata de un cruel dilema sin
solución verdadera o inmediata, pues, para el creador,
evidentemente, la vida sólo está en la creación.
Los personajes fuera de lo común, líderes, políticos,
dirigentes, sindicalistas, etc., también pueden notar que
la estabilización espiritual y la regulación del estado de
ánimo van acompañadas de una desaparición de su éxi
to social, su carisma, su aura, su motivación, de modo
que a veces abandonan sus convicciones anteriores.
Dado que la creatividad es con frecuencia un reflejo
de la condición mental, neurótica, psicòtica, ciclotími-
ca..., existe realmente un nesgo de que se vea atenuada
— 209 —
cuando desaparecen los síntomas de la enfermedad.
¿Hay que curar al genio aun a riesgo de ahogarlo o vol
verlo estéril? El psiquiatra no vacila en responder: «No,
preservemos la originalidad de cada ser y sus capacida
des creativas.» Pero el problema se plantea de un modo
distinto. Mediante la psicoterapia, con o sin medicación,
el terapeuta conduce al paciente hacia la vía de la cura
ción o de la estabilización de su estado. Si bien la obra
deja de ser la obra de la neurosis, siempre será la de su
autor. Un creador evoluciona, por supuesto, pero sin
duda alguna continuará creando, pues una vez más la
creación no se reduce en ningún caso a un proceso pato
lógico.
El psiquiatra no puede sino responder a la demanda
del paciente, y el único que la formuló claramente fue
Robert Schumann cuando pidió que lo curaran, que lo
hospitalizaran. ¿Cómo habría evolucionado si su enfer
medad, indiscutiblemente cíclica con dominante depre
siva, hubiera sido equilibrada? Sin lugar a dudas sus mo
mentos de exaltación se habrían atenuado, y componer
le habría exigido más esfuerzo; sin embargo, las grandes
fases depresivas y melancólicas que apagaban la inspira
ción también habrían desaparecido, y no habría vivido
los terribles años estériles del final de su vida, cuando la
enfermedad lo consumía en la noche de su demencia.
Pero Schumann habría seguido componiendo, porque
Schumann siempre habría sido Schumann. El psiquiatra
no debe olvidar que es médico, pero también debe ser
poeta.
— 210 —
V
211 —
duda alguna, esa mezcla de infinitas potencialidades y
milagros del azar. Ahora ya vemos más nítidos los per
files del genio. Sea pintor, músico, escritor, inventor, po
lítico, místico..., se define ante todo a través de una obra
innovadora, transgresora, que rompe con el contexto
social que la ha engendrado, y de una continuidad en la
obra. El genio es reconocido de forma duradera por to
dos en virtud de su alcance universal o, como mínimo,
de su contribución a la herencia de la humanidad.
El genio es, en general, un hombre. Aparte de algu
nos nombres que afloran a los labios de todos —Juana
de Arco, Marie Curie, George Sand, Camille Claudel—,
los seres fuera de lo común raramente son mujeres. En
el estudio que Marvin Eisenstadt llevó a cabo en 1978
sobre una población de seiscientos noventa y nueve
personajes ilustres, población seleccionada con el crite
rio engañoso de la extensión de su biografía en la Enci
clopedia Británica y la Americana, tan sólo recoge a
veinte mujeres. Eliane Amado Levy-Valensi no vacila
en hablar de guerra de los sexos, y del «colonialismo
masculino», que reivindica exclusivamente para él «la
flor preciosa de la creatividad, limitando a la mujer, en
el mejor de los casos, a ser su musa muda o maternal
mente atenta...».
Es cierto que el orden masculino de la sociedad no
ha permitido sino muy recientemente el acceso de las
mujeres a la realización personal y en especial a las acti
vidades creativas, y parece ser que, al igual que en el
caso de los hombres, en las mujeres también se observa
esa proximidad entre los tormentos del alma y la escri
tura. La reciente publicación de Ludwig sobre la psico-
patología de cincuenta y nueve mujeres escritoras con
temporáneas, comparadas con una muestra igual de no
escritoras, ha mostrado una proporción de trastornos
mentales dos veces superior en el grupo de las escrito
ras, esencialmente del tipo de la depresión (56 % contra
— 212 —
9 % en las no escritoras), los trastornos bipolares del
humor, el alcoholismo (20 % contra 5 %) y trastornos
ansiosos (14 % contra 5 %).
Este aspecto sexista de la selección del genio apa
rece claramente cuando los que hemos llamado «resi
duos del genio» se eclipsan ante un hermano en el caso
de una hermana, o una hermana en el de un hermano.
Esto nos remite a la selección paterna y al investimien
to edípico de la madre en un ser excepcional, su hijo,
y la rivalidad que mantiene con su hija. Recordemos
el poco peso que tienen la admiración y el aliento del
padre de Camille Claudel, en relación con el rechazo
frío y distante de una madre que confina a Camille en
la negación de su ser. Lo mismo podría decirse de la
estima que el pastor Bronté sentía por su hijo y que no
bastó para su realización. También a él le faltará una
madre. Esa mirada materna, sin duda alguna indispen
sable, siempre mostrará una inclinación natural a diri
girse hacia el hijo, en el que la madre pone todas sus
esperanzas.
Finalmente, en los siglos pasados, la fuerte presión
patriarcal de las sociedades occidentales limitó el acce
so de las mujeres a la dirección de la sociedad. Una
prueba de este ostracismo masculino, suponiendo que
hiciera falta alguna, nos la ofrece la evolución reciente
de la proporción de mujeres canonizadas por la Iglesia
católica. Hasta principios del siglo XX no eran más que
el 10 %, mientras que actualmente son el 43 %.
El genio, multiforme, intuitivo y precoz para unos,
más tardío y perseverante para otros, presenta sin em
bargo grandes rasgos constitutivos de su naturaleza.
Estos cuatro puntos permiten precisar lo que hace al
genio: su estructura, su historia, su obra y los intentos
permanentes para encontrar un punto de equilibrio.
1. SU ESTR U C TU R A
— 214 —
cuencia en el Who’s who islandés que el resto de la po
blación. Así pues, los personajes célebres o eminentes,
sea por la razón que sea, están dos veces más asociados
a trastornos mentales que la población general. Tanto
Nancy Andreasen como Kay Jamison y Agop Akiskal
constatan, en diferentes poblaciones de artistas, creado
res y escritores, y en sus familiares cercanos, un índice
mucho más elevado de trastornos bipolares del humor
que en la población general.
El estudio de Joseph Schildkraut sobre la escuela de
los expresionistas abstractos de Nueva York, que utili
zaban una técnica de automatismo mental derivada del
trabajo de los surrealistas, es decir, por asociación libre
sin dibujo ni estudio preparatorio, demostró que más
del 50 % de ellos padecía trastornos del humor, en mu
chos casos asociados a una dependencia alcohólica. De
quince artistas cuya biografía siguió, cuatro —entre
ellos Jackson Pollock y Mark Rothko— habían presen
tado una depresión recurrente, un giro maníaco, dos se
suicidaron y otros dos murieron en circunstancias que
también permitían suponerlo.
Por último, Richards constata en un trabajo de 1988
que la creatividad es elevadísima entre los parientes en
primer grado de enfermos maníaco-depresivos o ciclotí-
micos, y que la más elevada se da en los parientes sanos
de enfermos maníaco-depresivos. El conjunto de estos
elementos, todos concordantes, sugiere una asociación
familiar entre creatividad y trastornos del humor, y una
creatividad ligeramente mejor en los portadores sanos
de ese rasgo genético o los que presentan una forma me
nor que no interfiere en la obra mediante períodos pa
tológicos demasiado intensos. Se diría también que el
carisma y la creatividad se acercan con frecuencia a lo
que denominamos trastorno bipolar II, y que se carac
teriza por una posibilidad de depresión mayor que al
terna con una hipomanía, es decir, un incremento de ac
— 215 —
tividad casi permanente, una activación de los actos y las
ideas. Tal vez incluso existen formas mínimas de este per
fil sumamente particular, que tiene el mérito de propor
cionar una gran capacidad de concentración y una prodi
giosa energía a quien lo posee.
La descripción no explica por sí sola el genio y la
creatividad, ni todas las formas de genio, pero muestra
bastante bien el factor energético constitucional que pa
recen presentar todos los personajes fuera de lo común
cuando se considera la importancia y la extensión de
su obra. Hay que rendirse a la evidencia: el genio jamás
ha pertenecido a un ser conformista, lento, apático y sin
energía.
Para el psicoanálisis, los trastornos del humor que
acompañan al genio muestran su parentesco con la me
lancolía. En Duelo y melancolía, de 1915, Freud nos re
cuerda ese trabajo interior del paciente melancólico, tan
parecido al del creador, que le hace «captar la verdad
con más agudeza que otras personas que no son me
lancólicas». Sin embargo, ante tantos sufrimientos oca
sionados por ese tormento interior, Freud piensa que
«bien podría, en nuestra opinión, haberse aproximado
un poco al conocimiento de sí mismo, y la única cues
tión que planteamos es la de saber por qué hay que em
pezar por caer enfermo para acceder a tal verdad». Nos
hallamos de nuevo en la articulación íntima entre los
dos conceptos, genio y locura, pero también en la ar
ticulación de la lectura psicoanalítica y la de los tras
tornos del humor, lecturas complementarias que nos
muestran lo íntimamente relacionados que están los me
canismos biológicos y psicológicos. A la vista de lo que
actualmente sabemos, no sólo de los posibles factores
de predisposición sino también de la constitución psico
lógica de los creadores, esta observación de Kretschmer
aparece como una verdad patente: «Si suprimiéramos de
la constitución del hombre genial ese factor hereditario
— 216 —
psicopatológico, fermento de la inquietud demoníaca y
de la tensión psíquica, no quedaría más que un hombre
normalmente dotado.»
2. SU HISTORIA
— 217 —
alian contra él» (Los viajes de Gulliver). Por definición,
al genio no le puede ser reconocida la presciencia, ya
que él es el único que está convencido de poseerla. A
este respecto, para el sentido común es comparable a ese
loco delirante cuyas profecías nadie puede creer.
Pese a la incomprensión que le rodea, la convicción
del genio siempre es la más fuerte. El genio despliega
una energía considerable para luchar contra una parte
de sí mismo que quisiera rendirse ante la adversidad. La
historia de cada uno de ellos nos permite ver claramente
que el abatimiento depresivo los ronda con mucha fre
cuencia y que la fuerza del genio provoca un nuevo
arrebato creativo.
La historia del genio es también la historia de su fa
milia, la de la novela familiar que alimenta la obra lite
raria, y la de la educación temprana de las aptitudes ar
tesanales en el ámbito de la pintura, y sobre todo en el
de la música. Determinadas disposiciones son cultivadas
deliberadamente según el deseo de uno de los padres. El
modelado precoz de los músicos prodigio constituye el
mejor ejemplo de ello, aunque el modelo de una ten
dencia maternal a la introspección y al lirismo explota
de la misma forma, en el futuro poeta, el deseo mimèti
co. André Bourguignon dice lo mismo de la imitación
del padre para tener acceso a la abstracción. En el mode
lado precoz de un ser excepcional no se puede subesti
mar la atmósfera del entorno infantil y las tonalidades
culturales del grupo familiar, que teñirán con su origi
nalidad el potencial expresivo de ese genio en potencia.
Tampoco hay que pasar por alto la capacidad de los pa
dres para reforzar el narcisismo del joven creador y la
convicción de la originalidad de su obra. Todo esto no
debe reducirse a estereotipos; tan sólo refleja la diversi
dad de las trayectorias de la vida. El genio se parece a
todo el mundo, pero nadie se parece a él.
— 218 —
3. SU OBRA
— 219 —
haber estabilizado su delirio persecutorio en la escritura
y haberle salvado de la locura.
La obra es literalmente un «pretil» (garde-fou), un
equivalente del delirio en Maupassant, en Hölderlin y
también, por qué no, en Proust: el delirio de Marcel se
llama La búsqueda.
Para el psicoanálisis, el acto creador nacería de la
necesidad de reparar un «objeto» perdido, un objeto
amado, que se convierte, en consecuencia, en un sím
bolo interior permanente. El trabajo de simbolización
permitiría entonces superar la posición depresiva en
la que la pérdida del objeto amado confina al creador.
La obra trabaja, la obra repara, colmando esa caren
cia y movilizando la energía interior hacia la sublima
ción, alternativa de la depresión. La obra aparece como
la re-creación, en el exterior de uno, de ese objeto per
dido, y motivada únicamente por el deseo de repa
ración.
Por eso Lacan pudo decir que en Joyce la escritura
había permitido suplir el desmoronamiento de la fun
ción simbólica en su personalidad.
Existen numerosos testimonios, aunque todos en el
ámbito de la escritura, de la función apaciguadora de
la enfermedad creadora. El gran psicólogo Jean Piaget
confesaba que entre un libro y otro se sentía angustiado
y que tenía que empezar lo antes posible el siguiente pa
ra atenuar ese dolor.
«El único calmante es la escritura», añade Yves Na-
varre en Romans, un román. El acto creativo, particu
larmente el de escribir, serviría para tapar una brecha y,
en cierto modo, para restablecerse de una enfermedad
creadora de la que es imposible curarse porque forma
parte de uno mismo, cosa de la que era consciente Sar
tre, que confiesa en Las palabras: «Este viejo edificio en
ruinas, mi impostura, es también mi carácter: una neu
rosis la superas, de ti mismo no te curas.» Esa obra que
— 220 —
atoi menta al creador y repara su dolor parece imponer
su modo de expresión.
La naturaleza de la obra plantea la cuestión de su re
lación con el conflicto interior, con la postura depresiva,
con la enfermedad creadora. ¿De qué depende el hecho
de ser pintor, músico, poeta, novelista, inventor o mate
mático? ¿De qué depende ser un líder o un gran místi
co? ¿Decide un genio su vocación?
Si he desarrollado extensamente la idea de una psi-
copatología asociada con gran frecuencia al genio y a la
creación —era el objeto de este libro—, ha sido también
para tratar de poner de relieve unas tendencias de ese
carácter según el estilo sensorial y la forma de pensa
miento.
Podemos empezar evocando lo más fácil: el caso de
los grandes místicos y de ciertos líderes calificados de ge
nios —Jesús, Mahoma, Confucio, Hitler, MacArthur—,
en la medida en que la originalidad de su carácter y las
particularidades de su comportamiento nos remiten muy
directamente a unos cuadros patológicos que nos resul
tan familiares y de los cuales presentan la mayoría de los
síntomas clínicos. Se trata de los delirios místicos, pro-
féticos o megalómanos, que se desarrollan en las psico
sis crónicas. Raramente son observados al principio de
la esquizofrenia, pero sí más tarde, de forma progresiva,
cuando se sienten investidos de una inspiración divina,
una misión redentora de la humanidad o liberadora de
un pueblo, o un destino prodigioso.
N o es mi propósito colgar a los profetas una etique
ta de enfermos mentales que han tenido éxito, sino más
bien señalar que presentan todos los síntomas, aunque
no la enfermedad. Es muy probable que contribuya a
lograr este equilibrio el éxito social y el reconocimiento
de los discípulos más cercanos, así como la enseñanza
que a diario dispensan oralmente y los vínculos que te
jen en el plano de las relaciones humanas. A diferencia
— 221 —
del esquizofrénico incomprendido por su entorno, el
gran místico o el político ha construido un mundo nue
vo que lo acompaña y lo preserva del delirio. Ese mun
do nuevo es su obra reparadora.
A continuación vienen los genios creadores, dividi
dos en tres modalidades de expresión: la plástica visual
de los pintores, escultores y arquitectos, la arquitectura
sonora de los músicos, y el trazo gráfico del lenguaje en
los poetas, los pensadores y los escritores.
Ya hemos señalado desde la perspectiva de nuestro
estudio que la pintura y la música se diferenciaban muy
claramente del mundo de la literatura. Durante siglos, la
pintura y la música han sido artes tradicionales, desa
rrolladas en escuelas, en el seno de familias o de talleres
que poseían talentos y secretos. Se venía al mundo en
un linaje de músicos que transmitía su herencia cultural
desde la infancia, y hemos podido calibrar el papel del
factor familiar y el valor determinante de ese temprano
aprendizaje. Unos años más tarde se ingresaba en una
academia o en el taller de un gran pintor para apren
der la técnica y formar el estilo propio. También allí, en
lo que se refiere a las artes plásticas, los grandes genios
siempre han tenido un maestro.
Pero en la literatura el oficio de poeta es «el oficio
de vivir», según la fórmula de Pavese. Y la vida se con
funde rápidamente con la obra. El escritor, sin maestro
ni taller, se convierte en su propio guía y se retira del
mundo. Los maestros están en los libros. Ya en la época
clásica, Montaigne se retiraba a su torre, lugar aislado,
paraíso autónomo de la familia, con su biblioteca e in
cluso su capilla.
La pintura y la música continúan siendo, al menos
durante todo el período clásico, unas disciplinas muy
artesanales que requieren gestos y tiempo. En la música,
el aprendizaje gestual temprano y la terrible disciplina
diaria forjan una herramienta técnica que no es posible
— 222 —
adquirir de otro modo. Por lo demás, ese bagaje técnico
indispensable constituirá un freno para la expresión es
pontánea de la locura en forma musical.
En la pintura, el trabajo de los grandes maestros es
«una larga espera», como diría Buffon; es un arte que
tiene a su favor el tiempo y el fervor de una escuela. Si
bien la obra de Rodin o la de Rubens tienen una dimen
sión considerable, no se debe olvidar que es la obra de
una escuela, de unos alumnos, de los ayudantes, que di
bujan los esbozos y pulen el trabajo. Se necesitan días y
semanas para preparar los fondos y pulverizar los colo
res. El acceso a la emoción queda un poco pospuesto,
dado que el pintor nunca está solo; un maestro como el
prolijo David tuvo cerca de trescientos discípulos a lo
largo de su vida.
En el plano de la locura, la depresión y el dolor espi
ritual, la constatación es innegable: existe mucha menos
patología psicológica y mental en el mundo de la pintu
ra y el de la música que en el de la literatura. Los gran
des músicos, compositores o intérpretes, parecen haber
desarrollado, o recibido constitucionalmente, una apti
tud para la hipersensibilidad —la «hipersensorialidad»,
decía Chantriot— que sitúa este arte en el campo de la
emoción sensorial. La impresionabilidad de Chopin era
legendaria, al igual que la de Liszt o Berlioz. Los ínti
mos de Schubert sabían cuánto le conmovían sus crea
ciones, y Rossini era presa del llanto en los momentos
de emoción. Aparte de la clásica evolución bipolar de
Robert Schumann o la de Hugo Wolf, de las que hemos
hablado largamente, se observa poca patología mental
en el mundo de la música: el misticismo de Gounod y
de Henri Duparc, la neurosis depresiva de Beethoven,
las excentricidades de Erik Satie...
Otro tanto se puede decir de las artes plásticas, en
las que la locura es relativamente rara. La historia del
arte no está hecha de neurosis, sino todo lo contrario. Si
223 —
bien la creación es por naturaleza activa, y a veces im
pulsiva en la modernidad, la pintura y la escultura son
actividades lentas y que exigen reflexión. El pintor juega
con la duración. Pensemos que Monet pintó infatigable
mente sus Nenúfares durante más de veinte años en el
gran estudio de Giverny.
Una bellísima observación de Pierre Veilletet en Ma-
ri-Barbola me había evocado la misma idea: «He tenido
ocasión de conocer a algunos escritores; la mayoría me
ha decepcionado [...]. Tratar con el viejo escritor pagado
de sí mismo o enfrentado a sus semejantes es deprimen
te. La pintura, por el contrario, produce bastante a me
nudo ancianos magníficos, ligeros como nubes, que se
alejan sin aspavientos, absueltos por una senilidad ra
diante.» En efecto, aparte de Van Gogh o Nicolás de
Staél, aparte de la tendencia depresiva de Géricault a no
acabar sus cuadros y de las excentricidades caracteriales
de Miguel Angel, el pintor es un genio tranquilo.
Enfrente, en la otra orilla de la Estigia, se fragua otro
drama. La literatura parece un juego peligroso, un com
promiso total del ser y de su vida. «Un escritor es un ser
curioso —dice Marguerite Duras en Escribir—. Es una
contradicción y también un absurdo. Escribir es tam
bién no hablar. Es callarse. Es gritar sin hacer ruido.»
Un escritor está totalmente encerrado en su soledad. La
soledad de antes y de después de la vida. Más adelante,
Duras precisa: «Vivir así, como os digo que vivía, en esa
soledad, a la larga implica correr riesgos. [...] Cuando el
ser humano está solo, cae en la sinrazón [...] porque nada
lo detiene al surgir un delirio personal.» Duras nos ofre
ce un retrato ejemplar. Su obra-vida, hacia la que diri
ge una mirada constante, mana sin cesar de la profunda
herida que divide sus entrañas. Desde Le barrage e H i
roshima hasta El arrebato de Lol V. Stein y El vicecón
sul, quizás incluso hasta El amante, se identifica con esa
fuente de vida que es la escritura, aun a riesgo de perder
— 224
la vida, a imagen y semejanza de la madre que queda en
un segundo plano para que nazca el niño. El escritor
es un ser-escritura con constantes dolores de parto. Es
ese palimpsesto del que habla Baudelaire, que prescindi
ría de toda su tinta para dejar sitio a las palabras. Mu
chos son los héroes caídos en el campo del honor, inva
didos por la literatura y vencidos por la muerte.
Con todo, en su trabajo de 1989 sobre las celebrida
des británicas, Kay Jamison había demostrado que los
poetas eran los artistas más afectados por trastornos psi
cológicos y mentales, ya que el 33 % de ellos había pa
decido depresiones y el 17 %, episodios maníacos. Tam
bién eran los únicos que habían sido hospitalizados y
habían recibido tratamientos a base de litio o electro-
choques. El extenso estudio de Deirdre y Stuart Mont-
gomery, dos psiquiatras norteamericanos que siguieron
mediante entrevistas individuales la trayectoria de cin
cuenta poetas a lo largo de veinticinco años, señala en el
transcurso de ese período diecisiete fallecimientos, de
los cuales tres fueron suicidios, un intento de suicidio
y frecuentes depresiones (el 23 % de ellos), así como
auténticos episodios hipomaníacos. Les resultó muy
sorprendente, según sus propias palabras, el «considera
ble porcentaje de trastornos psiquiátricos», alcoholis
mo, toxicomanía (el 28 % de ellos), fobias sociales, tras
tornos obsesivos, depresión, suicidio...
El estudio más reciente (1994) de Félix Post sobre
doscientas noventa y una personalidades —divididas en
grupos de científicos, políticos, filósofos, pintores, músi
cos y escritores— de los siglos XIX y XX, si bien muestra
en cada uno de estos grupos la gran frecuencia de carac
terísticas desusadas de la personalidad, también pone de
manifiesto la disparidad de la expresión psicopatológica.
Alrededor del 50 % de ellos presentaba trastornos de
la personalidad potencialmente limitadores, mientras que
esta proporción se elevaba al 60 % en el caso de los filó-
— 225 —
sotos y al 70 % en el de los escritores. Alrededor del
20 % de cada uno de estos grupos había sufrido un epi
sodio psiquiátrico severo, mientras que entre los escrito
res era el 42 %. Finalmente, en lo que se refiere a la de
presión, que aparece por término medio en un 30 %
(28,9 % los científicos, 30,4 % los políticos, 30,8 % los
músicos, 26,2 % los filósofos y 31,2 % los pintores),
afecta al 72 % de los escritores. En conjunto se observa
una mayor proporción de trastornos de la personalidad
y de depresión en los personajes fuera de lo común que
en la población general. Las psicosis, por el contrario, pa
recen muy poco representadas e incluso menos frecuen
tes. Por último, los escritores presentan el doble de epi
sodios psiquiátricos mayores y de depresiones.
¿Cómo explicar —si es que puede explicarse— esa
enorme frecuencia de los trastornos mentales en el mun
do de la literatura, y sobre todo entre los poetas?
El carácter predeterminado de los trastornos bipo
lares del humor, que hemos encontrado con frecuencia
en la literatura, puede sugerir que la estructura cíclica del
humor es la que elige la literatura como modo de ex
presión, y no la literatura la que elige sus personalidades.
Pero también cabe pensar que el literato, y especialmente
el poeta, despierta mecanismos generadores de poesía,
susceptibles de desestabilizar una estructura de persona
lidad ya frágil de por sí.
Por una vez Bretón acude en nuestra ayuda, de nue
vo en N adja, al precisar lo que él entiende por el proce
der poético: «Y que quede claro que no se trata de un
simple reagrupamiento de las palabras o de una redistri
bución caprichosa de las imágenes visuales, sino de la
re-creación de un estado que no tiene nada que envidiar
a la alienación mental.» Quien ha conocido a jóvenes
enfermos delirantes sabe que los mecanismos son apa
rentemente los mismos o se parecen mucho. Y a todos
nos han apasionado —a Bretón el primero— los hallaz
— 226 —
gos inéditos y la facilidad genial de un esquizofrénico
alucinado. En su lenguaje del siglo xix, Charles Richet
no decía otra cosa en el prefacio a L ’homme de géniei
«Es sobre todo en los poetas en quienes la prontitud y
la extravagancia de esas asociaciones descabelladas de
ideas resultan sorprendentes. Los locos, como se sabe,
utilizan calambures, aliteraciones: sol..., soldado..., da
do..., corral..., morral. Este modus agendi intelectual se
asemeja muchísimo a la poesía.»
Los poetas no son locos, y jamás he visto a un «loco»
elaborar realmente una obra poética. Pero los poetas pe
netran hasta el fondo de sí mismos, buscan lo que vive ahí
y de este modo emplean los mismos procedimientos. El
más genial de ellos, Arthur Rimbaud, es de nuevo quien
ofrece un testimonio de su proceder auténtico cuando, a
través de esa «larga alteración de todos los sentidos»,
«llega a lo desconocido, y cuando, trastornado, acabaría
por perder la inteligencia y sus visiones, ¡las ha visto!»
(15 de mayo de 1871). El poeta es «vidente», a riesgo de
perder la razón. El «sistema» Rimbaud culmina con Ilu
minaciones, que nos propone un mundo de alucinación
rebosante de impresiones sensoriales. Es un desfile má
gico: las flores de sueño tintinean... bajo un cielo gris de
cristal... un verde y un azul muy oscuros invaden la ima
gen... hay un reloj que no suena... un agradable sabor de
tinta china.
Siguiendo los pasos de Claudel, Etiemble precisa
hasta qué extremo, en Rimbaud, «la supresión de la pa
labra Kcomme* favorece la alucinación», y recuerda ese
bellísimo verso de Assis, de 1870 (Rimbaud aún no tenía
dieciséis años): «Et leurs boutons d habit sont des pi une-
lles fauves» («Y los botones de su traje son pupilas roji
zas»). La estructura gramatical se simplifica, «dejando
que la palabra actúe en su estado bruto» (op. cit.). Los
términos se yuxtaponen hasta que dejan de tener sen
tido. Stefan Zweig, que será un lector apasionado de
— 227 —
Rimbaud y su traductor al alemán, ve en él un arte del
símbolo que nos permite acceder a ese antes del lengua
je, ese sueño de una lengua original, la música del alma.
Para acceder al corazón de todas las cosas, el poeta
no puede sino deshacer el ovillo de la vida, ese hilo que
la neurosis ha tejido pacientemente para continuar vi
viendo. Artaud demostrará a su manera que ha llegado
muy lejos en ese lenguaje primero hecho de imágenes y
de algunos símbolos, quizás el «mentalés», ese lenguaje
mental del niño que todavía no habla, según el término
del lingüista Fodor. En la locura de su delirio absoluta
mente real, Artaud «era lenguaje», formaba tal unidad
con su palabra que callarse significaba también morir.
Sin embargo, ninguna explicación ilustrará nunca la
prodigiosa singularidad del poeta. Estas líneas no dejan
de ser puntos de referencia en nuestra reflexión entre
genio y locura, puntos de referencia impuestos por
nuestro espíritu clasificatorio. Para comprender las par
ticularidades de cada modo perceptivo y del estilo emo
cional de la expresión artística del genio, opondré un
modo verbal a un modo no verbal, separaré la pintura y
la música de la literatura, la poesía, la filosofía... (véase
cuadro II). En cierta forma, esto remite a la distinción
que hace Levi-Strauss entre el mito y la música, entre el
sentido y el sonido. Hay unos mensajes en los que pre
domina el significado y otros en los que el vector emo
cional —en este caso la pintura o la música— constituye
todo el mensaje.
Podemos añadir que la adquisición infantil de esos
dos componentes del mensaje se lleva a cabo sucesiva
mente, antes de los veinte meses en lo que se refiere al
período perceptivo del lenguaje y su musicalidad, tam
bién llamado la entonación y la prosodia —es el período
precoz del aprendizaje de los «genios musicales»—, y
entre los veinte y los treinta meses en lo que se refiere a
la parte del mensaje relativa al lenguaje, es decir, el sen-
— 228 —
ti do y Ia disposición de las palabras. Se entiende que sea
posible un aprendizaje musical muy precoz durante la
primera fase, cuando el niño todavía no tiene acceso al
lenguaje, pero está en un período sensible respecto a la
música.
Cuadro II
Los modos perceptivos del genio
— 229 —
El joven compositor podrá encontrar rápidamente una
armonía, prescindiendo de la adquisición de otros cono
cimientos, mientras que el joven pintor tardará años en
dominar el espacio.
También hay que señalar que estos dos perfiles co
rresponden al modo de tratamiento de la información
que atribuimos al hemisferio derecho del cerebro, he
misferio con propiedades espaciotemporales, en oposi
ción al hemisferio izquierdo, que tiene más bien compe
tencias verbales.
Entre los que cultivan el verbo, coincido con Bour-
guignon en que se puede oponer un modo lírico de la
percepción —literatura y poesía— a un modo abstrac
to —filosofía y matemáticas—, que estarían en relación
con la influencia exclusiva de la madre o del padre. Esta
tendencia predispondría a la escritura y a la obra de fic
ción en el caso del primer modo, y a la filosofía y las
matemáticas en el del segundo.
Dos observaciones pueden completar esta reflexión:
la precocidad decreciente según el modo perceptivo, que
nos remite de nuevo al condicionamiento fisiológico de
la maduración del cerebro. La expresión genial requie
re la madurez progresivamente más larga de sistemas
más complejos. Y vemos que los genios más precoces se
expresan con toda naturalidad a los tres años en música,
a los diez en pintura, a los quince en poesía y a los vein
te en filosofía. Por último, la frecuencia de la expresión
psicopatológica puede calificarse de débil (d.) en el pri
mer grupo y de fuerte (f.) en el segundo, frecuencia que
se puede relacionar con la fuerte influencia familiar y la
importancia de la filiación en el primer caso —pintura,
música—, y, en el extremo opuesto —literatura—, con
los profundos interrogantes sobre la identidad que ins
tituyen el pseudónimo, prácticamente ausente entre los
primeros.
El profundo contraste que da vida a estos tres ám
— 230
bitos de la creación artística no deja de sorprendernos,
y debemos convenir en que el genio es de una natura
leza diferente cuando está en contacto con la naturaleza
de las palabras, con el sentido, o únicamente con la emo
ción.
Finalmente podemos preguntarnos por el vínculo
que existe entre psicopatología y estilo emocional, en la
medida en que sabemos que una parte de las patologías
bipolares— probablementes están predeterminadas.
Ello permite pensar que es más bien el modo patológico
—cuando existe— el que elige el estilo emocional en el
que se expresará: pintura, música o literatura.
4. E l e q u il ib r io d e l g e n io
— 231 —
poderosos estimulantes de la creación, sustentados por
el deseo yocastiano de una madre atenta.
Me ha parecido que el genio presenta a menudo la
asociación de tres condiciones necesarias para su de
sarrollo: un factor energético al que probablemente sea
propenso; las aptitudes particulares de un ambiente cul
tural fértil; y el azar de los acontecimientos de la vida,
de la presencia o la ausencia del medio paterno.
Creo que este difícil equilibrio del genio lo han al
canzado numerosos creadores, en un intento de «con
trolar» la pulsión creadora cuando la obra adquiere
autonomía, en ese momento inusitado de la realización
personal, al producirse esa ruptura del cordón umbilical
que marca una separación tan difícil. La obra que se con
vierte en alguien amenaza la vida de su autor. La gran
proximidad fusionadora de esa pareja incestuosa, el crea
dor y su «criatura», hace más peligrosa la empresa cuan
do la obra es rechazada, negada, olvidada. El Gary me
nospreciado de Au-delà de cette limite se ve obligado a
inventarse un nuevo yo para no morir... todavía. Esa
obra autónoma que escapa a su dueño y que se dirige
hacia la muerte a veces se vuelve perversa y amenaza a
su autor.
Se trata tan sólo de una justa compensación, parece
decirnos André Green; en esa alternativa entre síntoma
y creatividad hay límites que no se pueden sobrepasar:
«La muerte de los artistas es con frecuencia misterio
sa [...]. Sostendré la hipótesis —que podrá parecer au
daz— de que determinados creadores que han desafiado
los límites del conocimiento del Inconsciente —porque
no hay que olvidar, y Tiresias está ahí para recordárnos
lo, que existe una prohibición— pagan con su vida ese
saqueo de las sepulturas del Inconsciente para alimentar
la creación.» Semejante anatema, de tintes bíblicos, me
parece fundado en lo que concierne a la literatura y la
poesía, que están relacionadas con las articulaciones del
pensamiento, con las unidades mínimas de la vida sim
bólica y en cierto modo también con las unidades míni
mas del funcionamiento del aparato mental.
El ejemplo más bello de este frágil equilibrio del ge
nio nos lo ofrece Rimbaud, que intenta vivir todo tipo
de experiencias, se acerca a la locura y detiene su obra.
Incluso llegará a negarla para protegerse de ella cuando,
lejos de Roche y de la muerte, se hace traficante de ar
mas en Abisinia. El espectro de la «locura» se lee entre
líneas en Una temporada en el infierno. «Las alucinacio
nes son innumerables...» «No he olvidado ninguno de
los sofismas de la locura, la locura que uno encierra: po
dría repetirlos todos, domino el sistema. Mi salud se vio
amenazada. El terror se aproximaba. Me sumía en sue
ños de varios días y, ya levantado, proseguía las ensoña
ciones más tristes. Estaba maduro para el tránsito, y a
través de un camino de peligros mi debilidad me condu
cía a los confines del mundo y de la Cimeria, patria de la
oscuridad y de los torbellinos.» Y conforme se instala
la locura, los signos de la depresión aparecen de un mo
do natural, unidos a algunas formulaciones que sugieren
que probó la droga e intentó suicidarse: «Antaño, si no
recuerdo mal, mi vida era un festín [...]. Y al encontrar
me hace poco a punto de estirar la pata, he pensado en
buscar la llave del antiguo festín, donde quizá recupere
el apetito.» «[...] tan agradables adormideras [...]. ¡Ah, he
tomado demasiado! [...]. He ingerido un enorme trago
de veneno [...] me arden las entrañas. La violencia del
veneno me retuerce los miembros, me deforma, me ful
mina. Me muero de sed, me ahogo, no puedo gritar. ¡Es
el infierno, la pena eterna! [...] ¡ñ^ de nuevo la vida! [...]
Un hombre que quiere mutilarse está irremisiblemente
condenado, ¿no es cierto? Me siento en el infierno, lue
go estoy en él. [...] El reloj de la vida acaba de detenerse.
Ya no estoy en el mundo.»
Una temporada en el infierno, y especialmente
— 233 —
«Noche infernal», desenlace terrible de la obra-vida, pa
rece haber puesto punto final al genio de la experiencia
rimbaudiana. La obra se detiene en un momento de
gran lucidez. Etiemble sitúa el hecho en el momento de su
regreso a Bruselas, en julio de 1873, cuando Verlaine le
dispara y lo hiere en la muñeca, un «disparo que lo de
sengañará». A fines de julio, Rimbaud vuelve a la casa
familiar de Roche, en las Ardenas, y termina Una tem
porada en el infierno, comenzada en abril. Claudel re
produce estas palabras dirigidas a su hermana Isabelle:
«No podía seguir, me habría vuelto loco...»
¿Qué fuerza hay que poseer para separarse de seme
jante parte de uno mismo? Muchos han tomado con
ciencia de ese proceso y no han podido detenerlo. «As
queado de las letras, he querido ir más allá de las letras y
vivir mi obra —confiesa Cocteau—. La consecuencia es
que mi obra me come, que comienza a vivir y que yo
muero. Por lo demás, las obras se dividen en dos: las
que hacen vivir, y las que matan» (Opio). Antes de mo
rir, Vincent van Gogh escribió unas palabras apresura
das dirigidas a su hermano Théo: «Mi trabajo, arriesgo
la vida en él y casi he perdido la razón por su causa...
Pero ¿qué quieres?...»
Consecuencia de este trabajo implacable en el cora
zón del ser interior: la obra se despierta, se alza y se
venga dejando aparecer su cara más oscura. Recordare
mos el análisis que hace Michel Suffran del paso a la os
curidad, que en Mauriac bloqueará una obra que ya no
controlaba: «Entonces llegamos a lo más oscuro de ese
universo cerrado. La espesura del bosque humano ocul
ta, es cierto, terribles amenazas.» Y más adelante: «El
pensamiento de Mauriac está construido sobre frágiles
pilares que se sumergen en las profundidades prohibi
das del yo primitivo...»
Después de El cordero, de 1954, Mauriac abandona
de forma prolongada y casi definitiva su obra novelesca
— 234 —
pues sólo escribirá otra novela, Un adolescente de otros
tiempos, quince años más tarde, en 1969. Mauriac deja
una obra inmensa e inacabada «por razones de seguri
dad», podríamos decir. Los grandes creadores no con
trolan su obra, sea cual sea, y sólo tienen dos salidas: in-
teirumpirla, como Mauriac o Rimbaud, o entregarse a
ella a cuerpo descubierto.
Yo puedo hablar de la experiencia de un poeta po
co conocido pero que había publicado páginas curio
sas. Había inventado un sistema de escritura automáti
ca que generaba asociaciones de sonidos que permitían
múltiples lecturas. Se dejó atrapar por la fascinación
que ejercía sobre él aquel juego extraño entre las pala
bras y su música, y me contó un episodio fecundo que
lo llenó de angustia. Era un fin de semana y, por prime
ra vez, las palabras surgían por sí solas de un manantial
profundo que él ya no controlaba. Fluían con la perfec
ción de un lenguaje interior tal como él esperaba desde
hacía muchos años. El automatismo mental lo habitó
durante cuatro días, cuatro días de angustia y de locura,
al término de los cuales decidió detener su búsqueda y
poner punto final a la escritura poética. ¿Acaso no es ya
la angustia en sí una señal de alerta en el camino de la
locura?
El control de la pulsión creadora aparece como el
principal factor de equilibrio del genio; el control de esa
fuerza animada por la energía inagotable que habita al
poeta, y de los temas oscuros que permite aflorar. Wal-
ter Benjamín veía en Péguy «una inmensa melancolía
controlada», dos condiciones necesarias, una para la ins
piración y la otra para su mantenimiento. Diderot se
quejaba de los excesos naturales de los seres excepciona
les: «Los hombres geniales [...] me parecen más hechos
para derrocar o fundar los estados que para mantener
los, más para restablecer el orden que para respetarlo.»
El realismo y la ponderación raramente son virtudes
del genio. En cambio se observa que los más grandes,
aquellos que han dejado un nombre para la posteridad,
suelen asociar un poco de locura a la gran cualidad de
la perseverancia. «Una pizca de locura en la cordura»,
decía Séneca. Lo cual recuerda la propensión a la alter
nancia de los estados de ánimo que presenta Aristóteles
y de la que Montaigne ofrece un testimonio en sus En
sayen>: «Tengo un carácter entre lo jovial y lo melancóli
co, medianamente sanguíneo y caliente... O me domina
el humor melancólico o el colérico; ora la tristeza pre
domina en mí, ora la alegría.»
Sin duda alguna, el secreto del genio —si es que exis
te— consiste en esa alternancia fecunda entre hipomanía
y depresión, cuando su alcance es moderado y, sobre
todo, cuando la exaltación del humor es el período más
frecuente.
Entonces se puede hablar de ciclotimia genial, como
es el caso de Montaigne, o incluso de hipomanía creado
ra, como en muchos otros.
En el plano de la energía pulsional, la creatividad es
taría relacionada más bien con variaciones bipolares mí
nimas del humor, es decir, que no manifiestan signos
clínicos ni patológicos pero que presentan grandes fases
de entusiasmo y confianza en uno mismo, así como una
elevada energía casi permanente.
A modo de conclusión mencionaré un último factor
de equilibrio para aquellas personalidades fuera de lo
común dotadas de un fuerte potencial energético: la di
versidad de los modos de expresión y el polimorfismo
de la obra. Uno piensa enseguida en Leonardo da Vinci,
pintor, escultor, hombre de ciencia...; en Victor Hugo,
cuya obra gráfica está a la misma altura que la literaria;
en Rousseau y su interés por la música y la botánica; en
una época más reciente, en Jean Cocteau, pintor, poeta,
escritor, hombre de teatro... Cabe interpretar este inte
rés simultáneo por modos de expresión verbales y no
— 236 —
verbales como un intento de estabilizar el desequilibrio
permanente necesario para la creación.
N o creo que este ejercicio de salto mortal sin red
que reclama la boca abierta del genio pueda imaginarse
mejor que con esta frase de José-Marie Bataille en su es
tudio sobre Proust: «Estar loco sin que ello te vuelva
afásico, eso se llama genio...»
— 237 —
CONCLUSIÓN
EL POETA Y EL CHAMÁN
— 239 —
individuos más apropiados para esta investigación, a fin
de reducir la historia del arte, de la música y de la litera
tura a unos cuantos ejemplos que no pueden ser repre
sentativos de la realidad?
Los historiadores y los críticos especializados en
cada uno de estos dominios conocen de sobra la mayo
ría de las numerosas ilustraciones que han acompañado
mis palabras, y resulta difícil afirmar que no son repre
sentativas del arte, del genio, de la invención. N o obs
tante, junto a las personalidades turbulentas o incluso
patológicas de las que hemos hablado se observan tam
bién algunas vidas tranquilas: la perseverancia infati
gable de Buffon, la sencillez de Corot, a quien por esta
razón llamaban el «buen Corot», la vida principesca de
Rubens, la delicadeza de Rafael, el trabajo familiar de
Johann Sebastian Bach, buen padre de familia y maestro
de capilla aplicado. Pero en el mundo de la literatura,
realmente no se dan. Hay pocos escritores que sean pa
dres tranquilos, pues la búsqueda de identidad impo
ne obligaciones raramente compatibles con una vida so
cial ordenada. Resulta muy sorprendente, cuando uno se
adentra sin prejuicios en la vida y la biografía de nume
rosos creadores, detectar peculiaridades caracteriales o
de comportamiento, episodios patológicos poco cono
cidos y en ocasiones eliminados o silenciados, que per
miten pensar que ese cuadro es todavía más amplio de
lo que se dice. Sin embargo, la memoria familiar y el
culto al héroe se imponen con mucha frecuencia.
«¿Por qué razón todos aquellos que han sido hom
bres excepcionales [...] son manifiestamente melancóli
cos?», preguntaba Aristóteles al principio de esta refle
xión. Observemos la modernidad de su pregunta, que
no vinculaba el genio a la locura sino los destinos excep
cionales a los trastornos del humor. El hecho de que ac
tualmente conozcamos mejor esas variaciones anímicas
hace que nos inclinemos a pensar que tenía razón y que,
— 240 —
a menudo, un motor del alma genial parece estar predis
puesto por un factor genético cercano a la patología
o que se expresa exponiéndose a manifestar una pato
logía, especialmente en las artes verbales: la poesía y la
literatura.
El factor «psicopatológico» que hemos analizado a
lo largo de esta obra, el que ha justificado colocar el tér
mino «locura» junto al término «genio», ese factor que
a nosotros, los psiquiatras, nos parece que debe ser cali
ficado de patológico, necesariamente tiene que encon
trar otra denominación por el simple hecho de ser co
mún a tantos humanos y admirado, si no deseado, por
muchos otros. También parece evidente que, para aven
turarse por el camino de la creación, hay que poseer
cierta disposición para la aventura o presentar ciertas
desviaciones del sentido común que habitualmente es
tán relacionadas con la neurosis o incluso la psicosis.
Así pues, no es posible limitarse a calificar de patológica
esa tendencia enfermiza tan valorada por la sociedad
sino que es preciso reconsiderar su naturaleza, su rela
ción con la nosografía y, sobre todo, su denominación.
Tampoco carece de importancia constatar que el fac
tor energético nunca es percibido como patológico por el
que lo vive, ni siquiera cuando es de gran amplitud. Ese
factor indispensable para el genio es el «factor humano»
por excelencia, pues en definitiva es el que ha permitido
que se produzcan todos los grandes progresos de la hu
manidad, el que ha animado a los aventureros de lo im
posible y a todos los creadores de universos, poetas, ma
gos, profetas, inventores, músicos, políticos... Ese «factor
humano» es el que permite al genio ser distinto de sus
contemporáneos, ser un Rimbaud antes de tiempo.
Mucho antes de la horda primitiva de Darwin, e in
cluso de la de Freud, ese «factor humano» permitió al
primer hombre diferenciarse de los primates in\ entando
un mundo a su estilo. Ese agitador original ya había
— 241 —
roto con la sociedad primitiva, cuya estabilidad ritual es
una garantía de la perennidad, ya que desde el principio
de la humanidad encontramos en los homínidos todos
los elementos constitutivos del genio: el gusto por la
novedad, la inventiva, el cambio, la hazaña... La estabili
dad del grupo primate se vio cuestionada por un agua
fiestas deseoso de ir cada vez más lejos, de inventar, de
explorar, y que se hizo nómada.
Al parecer, ese comportamiento exploratorio que
marca el principio de la humanidad, el del niño que des
cubre el espacio y también el del genio que inventa el
mundo, es un fenómeno originario que pertenece exclu
sivamente al hombre, en la medida en que se produce en
todas las sociedades humanas con independencia de su
historia. Ese «factor humano», en el sentido de factor de
humanidad, primero tuvo un papel de agitador de las
ideas y más tarde, en una segunda etapa, parece que se
institucionalizó, en la medida en que la sociedad nacien
te tenía necesidad de creadores.
Si contemplamos sin ideas preconcebidas las so
ciedades tradicionales nómadas que hoy en día per
manecen como testimonio de los orígenes, esos gran
des grupos de cazadores-recolectores que surcaban los
continentes, desde Siberia hasta el norte de Europa y
desde Asia central hasta las dos Américas, aparece ante
nuestros ojos un personaje clave que se acerca tanto a
nuestra idea del genio que podemos preguntarnos le
gítimamente si ese ser fuera de lo común que hemos
perseguido, ese creador, ese inventor, ese poeta, no es
actualmente el chamán que le falta a nuestra sociedad.
El chamán es un sacerdote-brujo de las poblaciones
nómadas del Asia central y del Nuevo Mundo, un in
termediario entre los humanos y los mundos paralelos,
un terapeuta que domina el trance, el éxtasis y, en con
secuencia, los espíritus.
El chamanismo se define a través del viaje del cha-
— 242 —
mán en pos de los espíritus, a la otra realidad, la del
mundo de los dioses, viaje que aparece como «un proce
so de sacralizacion de la realidad», en palabras de JVtircea
Eliade. Cuando entra en trance, el chamán modifica vo
luntariamente su estado de conciencia, altera sus percep
ciones sensibles y rompe con la realidad para emprender
la aventura onírica, para adentrarse en el mundo del sue
ño y las alucinaciones. Sumergido en la danza o en la
plegaria, el aspirante a visionario parece ajeno al mundo,
se estremece y deambula. Al igual que el poeta visiona
rio, es un alucinado, es un «vidente», es Rimbaud. Al
igual que el músico inspirado, como Beethoven, recorre
su modesta morada, se estremece exteriormente y se ali
menta del éxtasis. La analogía entre el poeta y el chamán
es sorprendente si se consideran sus hábitos, su forma
de vida, sus relaciones con los demás. El chamán es un
ser extraño, difícil de comprender y muy distinto de los
demás. Un ser fuera de lo común que vive de privacio
nes, al margen de la vida cotidiana y del mundo de los
espíritus. Se aísla del grupo, dado su profundo indivi
dualismo, y se distingue de sus semejantes por su sub
versión e insumisión. El chamán transgrede el orden so
cial, como un signo de su poder. Es el maestro del
trance, ese estado hipnótico que induce mediante plan
tas u hongos alucinógenos.
El chamán se interioriza. Se aleja del mundo y a su
regreso trae el relato de sus viajes al más allá. Vive en ese
espacio intermedio entre el sueño y la realidad, perma
nentemente expuesto a la locura. Esa ruptura transitoria
del equilibrio mental evoluciona mediante crisis, que le
confieren un carácter periódico y una imagen de gran
inestabilidad.
El chamán suele ser escogido entre los que nuestra
sociedad consideraba neuróticos. Por último, el chamán
es casi siempre un hombre y tan sólo en contadas oca
siones una mujer mayor, menopáusica, porque el grupo
— 243 —
no acepta que una mujer joven esté tan poco disponible
para la sociedad.
El poeta es enteramente un chamán. Su conducta ex
céntrica no sorprende a nadie, puesto que es un chamán.
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— 262 —
GLOSARIO
— 263 —
arte-terapia: Utilización de la expresión artística (en
general plástica) para facilitar la expresión psicológi
ca y permitir una dimensión psicoterápica.
ascetismo: Austeridad vinculada a una autodisciplina
forzada, y a menudo relacionada con un mecanismo
de defensa contra la angustia,
asocial: Comportamiento inadaptado que se caracteriza
por la ausencia de respeto a las normas sociales, por la
marginación y la delincuencia,
astenia: Cansancio físico y mental,
autismo: Desapego de la realidad, replegamiento en uno
mismo y aislamiento centrado en la vida interior, ca
racterístico de la esquizofrenia. El autismo infantil es
el tipo de psicosis más precoz,
automatismo mental: Síndrome alucinatorio caracterís
tico de la esquizofrenia, en el que se desarrolla un
pensamiento automático que parece impuesto y que
produce la impresión de que se fuerza al sujeto a
hablar, a actuar, de que se adivina el pensamiento,
automutilación: Amputación de una parte del cuerpo
por parte del propio paciente. Puede tener el valor de
un equivalente suicida.
catatonía: Síndrome mayor de una forma de esquizofre
nia que asocia pasividad, mutismo, negativismo, este
reotipia y manierismo.
ciclotimia: Antigua denominación de una forma manía
co-depresiva que en la actualidad llamamos trastorno
bipolar del humor. Alternancia más o menos regu
lar de períodos de euforia y de tristeza, de hiperac-
tividad y de abatimiento, sin relación directa con los
acontecimientos exteriores.
cognitivismo: Corriente teórica relativa al comporta
miento, que se basa en la toma de conciencia por par
te del paciente de una percepción errónea de los
acontecimientos.
complejo de Edipo: Organización afectiva de la persona-
— 264 —
lidad que evoca la historia del Edipo de Sófocles, es
decir, un sentimiento de amor hacia el progenitor del
sexo opuesto y de hostilidad hacia el del mismo sexo,
delirio: Construcción mental alejada de la realidad, que
se caracteriza por una convicción errónea e inque
brantable relativa al contenido del delirio. Los temas
y las formas delirantes pueden ser muy variados,
delirio de grandeza: Idea delirante de sobrevaloración
de uno mismo, de su persona física, su situación so
cial, su origen, su familia, etc.
demencia: Disminución de las facultades intelectuales,
en la mayoría de los casos irreversible y por lo gene
ral unida a una alteración neurològica,
depresión: Estado patológico de la personalidad, que
asocia tristeza, dolor moral y disminución de la acti
vidad intelectual y motriz.
depresión recurrente: Evolución depresiva crónica, ca
racterizada por accesos depresivos que alternan con
períodos de remisión.
despersonalización: Convicción delirante de pérdida de
la identidad y de la conciencia de uno mismo, acom
pañada de ideas de transformación corporal,
dismorfofobia: Preocupación obsesiva y errónea relativa
al propio cuerpo. Temor de presentar un defecto físi
co (peso, altura, estética).
disociación: Pérdida de la cohesión de la personalidad
que se traduce en incoherencia de las ideas, extrava
gancia y ambivalencia de la afectividad. Es el síntoma
mayor de la esquizofrenia, que literalmente significa
pensamiento (phrene) disociado (schizein).
electrochoque: Método terapéutico para tratar la manía,
la melancolía o la catatonía, que provoca una crisis
convulsiva mediante electroterapia,
esquizofrenia: Psicosis crónica que asocia la disociación
de la personalidad, el replegamiento en uno mismo, la
incoherencia y la preponderancia de la vida interior,
— 265 —
con un delirio poco sistematizado y alucinaciones,
esquizoide: Tendencia caracterial al aislamiento, la enso
ñación y la inadaptación social,
estado límite: Personalidad frágil, agresiva e inestable, en
la frontera entre neurosis y psicosis,
fantasma: Elaboración mental de una situación imagina
ria que representa un deseo inconsciente,
fobia: Miedo paroxístico injustificado, aparentemente pro
vocado, sin motivo, por un objeto concreto o una si
tuación determinada. Cabe distinguir la agorafobia
(miedo a los lugares públicos), la claustrofobia (miedo
a los recintos cerrados) y las fobias parciales o especí
ficas (miedo a los desplazamientos, a la enfermedad, a
los animales...). La neurosis fóbica es una organiza
ción anormal del aparato psíquico en torno al sistema
de defensa que constituye la prevención fóbica.
hiperestesia: Percepción sensorial exacerbada; hipersen-
sibilidad.
hipocondría: Preocupación excesiva e injustificada acer
ca de la salud y el funcionamiento de los órganos.
Cabe distinguir la hipocondría ansiosa, forma menor,
de la hipocondría delirante, auténtico delirio inter
pretativo y reivindicativo.
hipomanía: Estado de hiperactividad y de exaltación del
estado de ánimo cercano a la manía, del que es una
forma menor, aunque conservando una parte de con
trol reflejo de la excitación. El sujeto hipomaníaco es
alegre, vivo, jovial, comunicativo...
histeria: Neurosis caracterizada por la aparición de sín
tomas físicos en una personalidad sugestionable,
inmadura, mitómana, teatral,
humor: Nivel emocional de la vida afectiva que sirve de
base a la evolución psicológica y oscila entre la triste
za, la alegría, la indiferencia...
libido: Energía de la pulsión sexual. Se habla de energía
libidinal.
— 266 —
lipemanía: 1 érmino antiguo para designar la melancolía,
litio (sales de): Medicación utilizada para prevenir los
ataques de la enfermedad maníaco-depresiva,
manía: Desajuste patológico del humor, caracterizado
por una expansión psíquica y del comportamiento:
excitación de las ideas (taquipsiquia), que el sujeto
es incapaz de seguir; excitación verbal (logorrea), es
decir, hablar deprisa y en voz muy alta; euforia y li
beración de las pulsiones; ideas delirantes; comporta
mientos exagerados, fugas, derroches, etc. La manía
es la antítesis de la depresión,
maníaco-depresiva (psicosis, enfermedad): Alternancia
más o menos rápida de ataques maníacos y fases
depresivas e incluso melancólicas, o de estados mix
tos en los que se mezcla la excitación y la depresión.
En las grandes formas clásicas se producen ataques
estacionales en primavera y otoño, y con frecuencia
presenta un carácter familiar que permite suponer un
determinismo genético. En las clasificaciones recien
tes (DSM IV) se le da el nombre de «trastorno bipo
lar del humor».
masoquismo: Perversión sexual en la que el acceso al
placer está condicionado por el sufrimiento físico o
moral que experimenta el sujeto. Por extensión, el
masoquismo moral se caracteriza por la búsqueda
permanente de la sumisión y de una posición de víc
tima.
mecanismo de defensa: Las zonas débiles de la persona
lidad ponen en funcionamiento unos mecanismos de
defensa para preservar la cohesión interior. Estos
mecanismos psicológicos tienden a reducir las ten
siones internas en la personalidad,
megalomanía: Tendencia a la percepción desmesurada
y a la sobrevaloración de uno mismo, que puede de
sembocar en un delirio de grandeza,
melancolía: Estado depresivo mayor, caracterizado poi
— 267 —
un profundo dolor espiritual, una inhibición de las
ideas y los comportamientos, una disminución gene
ral de la actividad y una convicción pesimista cercana
al delirio (culpabilidad, indignidad...). Siempre está
presente el riesgo de suicidio,
mixto (estado): Estado patológico que asocia elementos
depresivos y de excitación maníaca en el transcurso
de una evolución bipolar.
monoaminérgico (sistema): Conjunto de las hormonas
cerebrales (monoaminas) que garantizan el funciona
miento del sistema nervioso: adrenalina, noradrenali-
na, serotonina, acetilcolina, etc.
monomanía: Delirio parcial, es decir, que sólo afecta a
un aspecto determinado del pensamiento o el com
portamiento.
morfínico: Sustancia similar a la morfina o que ejerce el
mismo efecto.
narcisismo: En referencia al mito de Narciso (enamora
do de su imagen en el agua de una fuente), el narcisis
mo define el amor a la propia imagen, el sobreinves
tirse a sí mismo y la autosatisfacción.
negación: Rechazo a aceptar conscientemente una reali
dad cuyo recuerdo es traumático,
neologismo: Creación de una palabra nueva o utiliza
ción desacostumbrada de una palabra con un signifi
cado nuevo, característica de determinados estados
delirantes, en especial esquizofrénicos,
neurosis: Síntomas de intensidad variable que expresan
la angustia bajo una forma somática o psíquica, fó-
bica, obsesiva, con frecuencia acompañados de inhi
bición o agresividad. Para la teoría psicoanalítica se
trata de la vivencia consciente de un conflicto incons
ciente que se remonta a la infancia,
neurótico: Que presenta los caracteres de una neurosis o
padece neurosis.
normotímico: Medicamento regulador del humor.
268 —
nosografía: Clasificación metódica de las enfermedades
en función de sus caracteres clínicos distintivos.
obsesión: Idea penosa que se impone insistentemente al
espíritu, sin que el sujeto pueda rechazarla, y aunque
la considere absurda. El carácter doloroso de tal re
petición constante invade la conciencia e interfiere en
las actividades cotidianas.
opiáceos: Sustancias químicas de la familia del opio
(morfina, codeína, heroína...).
paranoia: Trastorno del carácter organizado en torno a
la desconfianza, el orgullo y cierta rigidez de la per
sonalidad. El delirio paranoico es un sistema inter
pretativo centrado en ideas persecutorias, celos y
reivindicación, que a menudo desarrolla una idea
dominante, una idea de grandeza, convicción inque
brantable que orienta el conjunto de las actividades
hacia un único objetivo.
patobiografía: Determinado tipo de estudio psiquiátri
co que analiza a posteriori la patología psicológica y
mental de personajes célebres a partir de su biografía.
Aludimos con frecuencia al interesantísimo trabajo
titulado Psycboscopie. Regarás de psychiatres sur des
personnages hors du commun, en el que participamos
y que utiliza este método.
patógeno: Que puede provocar un síntoma clínico o una
enfermedad.
personalidad: Organización dinámica de los componen
tes afectivos, psicológicos e intelectuales del indivi
duo, es decir, de los aspectos que presenta ante los
demás. Las patologías de la personalidad son alte
raciones de estos distintos componentes, aislados o
asociados.
personalidad múltiple: Trastorno disociativo de la per
sonalidad, caracterizado por la existencia en un mis
mo sujeto de varias personalidades diferentes que to
man alternativamente el control del pensamiento y el
— 269 —
comportamiento. Aparece en el cuadro de las neuro
sis histéricas y de las personalidades extremas.
perversión: Desviación de las pulsiones sexuales con
relación al acto sexual llamado «normal», es decir,
definido como un coito encaminado a obtener el or
gasmo mediante la penetración vaginal con una per
sona del sexo opuesto. Todas las conductas desviadas
(homosexualidad, zoofilia, pederastía, bestialismo...)
son calificadas de perversas. Por extensión, se llama
perversión a toda desviación de las pulsiones, los
comportamientos o las ideas.
psicastenia: Evolución patológica de la personalidad,
descrita por Janet en 1903, que asocia una gran vul
nerabilidad, una tendencia a la desvalorización, una
profunda inhibición e indecisión y elementos obsesi
vos. En la actualidad se habla más bien de neurosis
obsesiva o foboobsesiva.
psicoactiva (droga): Sustancia farmacológica que posee
propiedades psicológicas.
psicoanálisis: Método de conocimiento de la vida psí
quica, basado en la audición verbal espontánea y su
interpretación, y que utiliza la transferencia de los
deseos inconscientes al terapeuta, con una finalidad
terapéutica. La teoría psicoanalítica propone un mo
delo de funcionamiento del aparato psíquico organi
zado en torno a las tres instancias constituidas por el
ello, el yo y el superyó.
psicofarmacología: Estudio de las propiedades psicoló
gicas de los medicamentos.
psicopatía: Personalidad asocial o antisocial que se expre
sa mediante trastornos crónicos del comportamiento,
como la impulsividad, la agresividad, la delincuencia o
la violación de los derechos y las leyes. El psicópata se
enfrenta a las prohibiciones y las transgrede.
psicopatología: Estudio clínico de los trastornos psico
lógicos y mentales.
— 270 —
psicosis: Trastorno grave de la personalidad que modifi
ca la percepción de la realidad y su comprensión, ante
la ausencia de autocrítica. El conjunto de la vida psí
quica se ve alterado: afectividad, intelecto, comporta
miento, etc. Es el equivalente moderno del término
tradicional «locura». Los delirios, las alucinaciones y
las interpretaciones de la realidad caracterizan la clí
nica de las psicosis.
psicosis de la pubertad: Psicosis que se desencadena en
el período de la pubertad. Generalmente, sinónimo
de esquizofrenia.
psicosomática (medicina): Parte de la medicina que estu
dia las relaciones de los factores psicológicos y afecti
vos con las afecciones somáticas.
psicótico: Paciente afecto de psicosis.
psicotropos: Medicamentos o sustancias naturales cuya
acción principal se ejerce sobre el aparato psíquico.
pulsión: Tensión interna encaminada a obtener la satis
facción de una necesidad física que a continuación
permitirá reducir el nivel de excitación. En la teoría
psicoanalítica se oponen las pulsiones de vida (pul
sión sexual, pulsión de conservación) y las pulsiones
de muerte, cuya única finalidad es suprimir las ten
siones.
rapto: Impulso paroxístico dominado por una violenta
alteración emotiva o un profundo abatimiento, que
provoca el paso al acto explosivo y súbito: fuga, cri
men, intento de suicidio o de automutilación, alcoho
lismo, etc.
rechazo: Mecanismo inconsciente de defensa que man
tiene ajenos a la conciencia ideas, imágenes o recuer
dos cuya carga emocional es demasiado fuerte. Este
contenido insoportable que se rechaza reaparece en
los sueños, los actos frustrados o los síntomas neuió-
ticos y psicológicos.
sadismo: Perversión sexual en la que el acceso al placel
— 271 —
está condicionado por el sufrimiento físico o espiri
tual infligido a otros.
sadomasoquismo: El masoquismo sólo se puede organi
zar en contraposición al sadismo, y estas dos perver
siones estimulan habitualmente a las parejas de indi
viduos en el plano sexual o simplemente espiritual.
sedante: Medicamento que disminuye la ansiedad, al
tiempo que la capacidad de vigilancia, y que provoca
somnolencia.
síntoma: Signo clínico de la alteración patológica de un
órgano o una función.
sismoterapia: Otro nombre del electrochoque, método
terapéutico de la melancolía delirante y de determi
nadas psicosis, que provoca una crisis convulsiva
bajo los efectos de la anestesia.
somatización: Proceso de transformación de la energía
psíquica en síntoma corporal funcional. De este mo
do, la angustia se puede vivir como una enfermedad
orgánica.
sublimación: Derivación de la energía sexual hacia una
actividad social o intelectual.
suicidio: Asesinato de uno mismo (sui- cae dere), conduc
ta autoagresiva que se produce en forma de rapto, es
decir, súbitamente, o de forma crónica mediante la
invasión progresiva de la conciencia por la convic
ción delirante del suicidio.
taquipsiquia: Aceleración de las ideas que, en un episo
dio maníaco, se traduce en una auténtica «fuga de las
ideas», irregulares e inaprensibles.
toxicomanía: Abuso de una sustancia tóxica, o dro
ga, que provoca un estado de dependencia físico y
mental.
trastorno bipolar del humor: Denominación actual de
la psicosis maníaco-depresiva según el DSM IV, es
decir, de un trastorno del humor que alterna entre el
polo depresivo y el polo maníaco, en contraposición
— 272 —
a determinadas evoluciones que sólo se desarrollan
en uno de estos modos y a las que se da el nombre de
unipolares. Se distingue el trastorno bipolar 1 (que
alterna una manía abierta y una depresión mayor) del
trastorno bipolar 2 (que alterna una hipomanía y una
depresión mayor) y de las variantes unipolares,
trastornos del humor: Concepto clínico actual para des
cribir las variantes del estado de ánimo, desde la de
presión hasta la excitación maníaca. Se describen
trastornos unipolares (únicamente depresivos o ma
níacos) y bipolares (que alternan manía y depresión),
yo: El yo es una de las tres instancias freudianas del psi
coanálisis, junto con el ello y el superyó. El yo in
tenta cohesionar el aparato psíquico. El ello es un
depósito energético; es el lugar de las pulsiones. El
superyó es una conciencia moral represiva que co
rresponde a las prohibiciones paternas integradas en
la personalidad.
— 273 —
ÍNDICE ONOMÁSTICO
— 275
Bellour, Raymond, 198 Caillois, Roger, 50
Benjamin, Walter, 235 Calvino, Juan, 22
Benzi, Roberto, 87, 88 Camus, Albert, 99, 103, 106, 139
Berlioz, Hector, 21, 86, 223 Caravaggio (Michelangelo Meri-
Bernhardt, Sarah, 118 si), 109, 127
Berrichon, Paterne, 45 Carco, Francis, 76
Berryman, John, 164 Cardano, Gerolamo, 15
Bertaux, Pierre, 133 Carlomagno, 28
Besdine, Matthew, 103 Carroll, Lewis (Charles Dog-
Bichat, Xavier, 22 son), 94, 108, 124
Bismarck, Otto von, 22 Catón, 40
Boccaccio, Giovanni, 15, 16 Ceaucescu, Nicolae, 81
Bonaparte, José, 196 Celan, Paul, 164
Borei, Jacques, 138 Céline, Louis Ferdinand (L. F.
Borowski, Tadeusz, 164 Destouches), 108, 219
Bory, Jean-Louis, 177 Cellini, Benvenuto, 126, 127
Botticelli (Sancho Filipepi), 118 Cennini, Bernardo, 16
Bouchet, Alfred, 194 César, Julio, 15, 99, 108, 118
Bougeault, Alfred, 175 Cézanne, Paul, 56
Bourgeois, Marc, 133, 214 Chaikovski, Piotr, 44, 118, 171,
Bourguignon, André, 95, 106 172
Brahms, Johannes, 171, 194 Chateaubriand, François-René
Branwell, Patrick, 194, 197, 198 de, 117, 164
Breton, André, 135, 138, 176, Cherubini, Luigi, 194
179, 183, 184, 186, 200, 201, Chomsky, Noam, 25
226 Chopin, Frédéric, 47, 58, 87, 89,
Bromé, Anne, 98, 194, 197 97, 105, 116, 105, 223
Bromé, Charlotte, 98, 194, 197, Cicerón, Marco Tulio, 22, 39
198 Claudel, Camille, 64, 92, 100,
Bromé, Emily, 98, 194, 197, 198 103, 135, 139, 181, 194, 195,
Bromé, Patrick Branwell, 194, 203, 212, 213
197,213 Claudel, Charles-Henri, 100, 194
Brouat, Jean-Pierre, 32 Claudel, Isabelle, 122, 234
Bruegel, Jan y Pieter, 194, 198 Claudel, Louise, 194
Buda, 112 Claudel, Paul, 43, 44, 45, 94, 122,
Buffon, Georges-Louis Leerere, 133, 194, 227, 234
conde de, 55, 93, 223, 240 Clérambault, Gaétande, 201
Burgess, Anthony, 64 Cocteau, Eugénie, 104
Burroughs, William S., 77 Cocteau, Jean, 7, 43, 46, 55, 56,
Byron, lord (George Gordon), 9, 68, 73, 75, 77, 99, 104, 117,
22, 65, 75, 98, 99, 108, 116, 118, 145, 149, 151, 190, 200,
118, 125, 155, 161, 162 234, 236
Cohen, Albert, 106
— 276 —
Coleridge, Samuel Taylor, 75, De Chirico, Giorgio, 145
98, 160, 161 Degeilh, Brigitte, 175
Colet, Louise, 58, 117 Delacroix, Eugène, 55, 61, 76,
Colette, Sidonie-Gabrielle, 118, 115
135 Delahaye, Ernest, 68
Colon, Cristobal, 10, 16, 28 Delay, Jean, 35, 119
Combre, Sophie, 183 Delbée, Anne, 100
Comte, Auguste, 136, 161, 170, Delbourg, Patrice, 175
182, 183 Del Litto, Victor, 108, 109
Comte, Clothilde, 183 Delvaux, Paul, 81
Comte, Rosalia, 183 Demeny, Paul, 46, 127
Confucio, 112, 182, 221 Democrito, 52
Conrad, Joseph, 65, 99, 138, 146 Deniker, Pierre, 35
Corbière, Tristan, 176 De Quincey, Thomas, 48, 55, 72,
Corneille, Pierre, 71, 187 77, 99
Corot, Jean-Baptiste-Camille, Descartes, René, 19, 22, 28, 48,
199, 240 65,96, 107, 116, 117
Couperin, François, 193, 199 Deschamps, Antony, 82
Cranach, Lucas, 194, 214 Diâguilev, Serge, 171
Crane, Hart, 164 Dickens, Charles, 10, 76
Crevel, René, 172, 174 Diderot, Denis, 10, 13, 19, 38, 40,
Cromwell, Oliver, 22 52, 138,149,235
Curie, Marie, 212 Diesel, Rudolf, 44
Diógenes, 14, 22
Disraeli, Benjamin, 9
Dali, Salvador, 28, 80, 81, 100, Doni, Antonio Francesco, 17
101, 103, 173 Dostoievski, Fiodor, 22, 107, 119
Daninos, Pierre, 161, 200, 202 Drieu la Rochelle, Pierre, 177
D ’Annunzio, Gabriele, 172 Drouet, Juliette, 118
Dante Alighieri, 15, 18, 21, 22, Dubuffet, Jean, 186, 200, 201
28, 156 Ducasse, Isidore, 60
Dard, Frédéric, 161 Dumas, Alejandro, 22, 194
Darwin, Charles, 22, 28, 40, 53, Duparc, Henri, 223
157, 241 Duplan, Jules, 57
D ’Aubigné, Agrippa, 94 Duprey, Jean-Pierre, 176
Daudet, Alphonse, 77, 194 Duras, Marguerite, 118, 224
Daudet, Ernest, 194 Durerò, Alberto, 34, 61, 194
Daudet, Léon, 194
Daumier, Honoré, 76
David, Jacques-Louis, 223 Edison, Thomas, 55
Da Vinci, Leonardo, 16, 18, 23, Einstein, Albert, 28, 96, 244
28, 56, 60, 61, 96, 117, 118, Eisenstadt, Marvin, 27, 98, 212
156, 236 Eliade, Mircea, 243
— 277 —
Epicteto, 22 Gavoty, Bernard, 150, 168
Epicuro, 15, 116 Geiringer, Karl, 89, 193
Erasmo, 22, 28 Genet, Jean, 118, 124
Escousse, Victor, 176 Géricault, Théodore, 118, 161,
Esenin, Serguéi, 164 224
Esopo, 22 Giauque, Francis, 176
Esquilo, 21 Gide, André, 118
Esquirol, Jean-Étienne, 40 Gluck, Christoph von, 75
Euclides, 90 Goethe, Cornélie, 194, 197
Goethe, Johann Wolfgang von,
11, 19, 28, 48, 50, 82, 87, 94,
Falret, Jules, 34 96, 97, 119, 157, 158, 159, 172,
Faulkner, William, 110 194, 197,214, 239
Ficino, Marsilio, 39 Gontard, Suzette, 133
Fitzgerald, Francis Scott, 75, 76 Gorky, Arshile, 164
Flaubert, Gustave, 11, 22, 56, 57, Gould, Glenn, 62, 63,79
60, 64, 67, 71, 111, 117, 119, Gounod, Charles, 223
192 Goya, Francisco de, 47, 67, 152
Folon, Jean-Michel, 47 Grabbe, Christian Dietrich, 126
Foscolo, Ugo, 117 Grasset, Bernard, 190
Foucault, Michel, 30, 180 Greco, el (Doménikos Theoto-
Fournier, Alain, 44 köpoulos), 109
Francotte, Xavier, 41, 121 Green, André, 232
Franklin, Benjamin, 97 Grimm, Jacob y Wilhelm, 138,
Frédérique, André, 176 194
Freud, Sigmund, 24, 41, 72, 74, Gutenberg, Johannes, 28
81, 102, 107, 110, 141, 216, Guys, Constantin, 95
219,241
— 278 —
Hitler, Adolph, 10, 81,221 Job, 21
Hoffmann, Abbie, 47, 75, 164 Johnson, Samuel, 28
Holbein, Hans, 194 Jones, Ernest, 23
Hölderlin, Friedrich, 99, 103, Josué, 133
111, 132, 133, 136, 137, 139, Jouhandeau, Marcel, 118
214, 220 Jove, Paul, 18
Homero, 15, 21, 52, 71 Joyce, James, 107, 220
Horacio, 22, 71 Juana de Arco, 44, 131, 132, 212
Hoschedé-Monet, Alice, 143 Junger, Ernst, 76
Hugo, Abel, 196 Juvenal, 21
Hugo, Adèle, 196, 197
Hugo, Eugène, 195, 196, 197
Hugo, Victor, 9, 21, 27, 34, 46, Kafka, Franz, 10, 69, 117, 120,
60, 61, 67, 94, 96, 97, 116, 118, 123, 147
153, 192, 194, 195, 196, 197 Kant, Immanuel, 19, 22, 117
Humboldt, Wilhelm von, 22, 97, Kanzer, Marc, 97, 98
118 Kawabata, Yasunari, 177
Hume, David, 138 Kessel, Joseph, 65
Huxley, Aldous, 49, 76, 77 Kierkegaard, Sören, 28, 119, 219
Klein, Melanie, 114
Kleist, Heinrich von, 175
Ibsen, Henrik, 22, 160 Klinger, Friedrich von, 19
Inge, William, 164 Knobelspiess, Roger, 124
Ingres, Dominique, 108 Koestler, Arthur, 202
Iremonger, Lucille, 42, 99 Kokoschka, Oskar, 143
Isaías, 21 Kraszewski, Józef Ignacy, 61
Izou, Isidore, 187 Kraus, Alfred, 59
Kretschmer, Ernest, 24, 25, 41,
54, 64, 68, 83,91,96,116, 125,
Jacob, Max, 118 126, 132, 137, 157, 197, 214,
Jaloux, Edmond, 68 216
James, Henry, 162, 198
James, William, 198
Jamison, Kay Redfield, 154, 155, Laborit, Henri, 35
157, 162, 206, 207, 215, 225 Labrunie, Gérard, 111
Janet, Pierre, 111, 186, 201, 203 Lacan, Jacques, 81, 220
Jarrell, Randall, 164 Lafargue, Guy, 189
Jarry, Alfred, 76 Lamartine, Alphonse de, 34, 47,
Jenofonte, 14, 71, 78 50
Jensen, Johannes Vilhelm, 102 Lebras, Maurice, 176
Jeremías, 21 Lebrun, Charles, 92
Jesucristo, 27, 28, 111, 131, 136, Leibniz, Gottfreid Wilhelm, 19,
137, 182, 221 117
— 279 —
Leigh, Augusta, 125 Manet, Edouard, 29
Lélut, L. F., 22, 40, 78, 132, 201 Mann, Carla, 198
Lenclos, Ninon de, 118 Mann, Heinrich, 198
Lenin (Vladimir Uich Klianov), Mann, Julia, 198
99, 107 Mann, Klaus, 174
Lenz, Heinrich, 126 Mann, Thomas, 174, 198
Lequyer, Jules, 176 Maquiavelo, Nicolas, 18 53
Levi, Primo, 164 Marais, Jean, 146, 149
Levi-Strauss, Claude, 228 Martel, Carlos, 22
Levy-Valensi, Eliane Amado, Martin, Jacques, 206
204, 212 Martin du Gard, Maurice, 68
Lincoln, Abraham, 27 Marx, Karl, 28
Linder, Max, 174 Masaccio (Tommaso di Giovanni
Lindsay, Vachel, 164 di Mone Cassai), 57
Linneo, Cari von, 115 Matisse, Henri, 47, 184
Lischke, André, 171 Maupassant, Hervé de, 136
Liszt, Franz, 87, 89, 223 Maupassant, Guy de, 58, 63, 73,
Littré, Paul-Émile, 20 77, 99, 111, 136, 139, 169, 180,
Lomazzo, Giovan Paolo, 80 192, 200, 220
Lombroso, Cesare, 22,41, 47, 51, Maupassant, Laure de, 136
116, 137, 156, 157, 183 Mauriac, François, 44, 47, 79, 99,
London, Jack, 75, 164, 170 234, 235
Loti, Pierre, 27, 65, 118 Maurois, André, 9
Loubet, Christian, 152 Mayer, Jürgen, 20
Lowry, Malcolm, 75, 138, 173 Mayer, Robert, 91
Luca, Ghérasim, 176 Mazzini, Giuseppe, 117
Lucrecio, 21, 71 Médicis, Lorenzo de, 53
Luis II de Baviera, 81 Meissonier, Ernest, 29
Luis XI de Francia, 124 Mendelssohn-Bartholdy, Felix,
Lulli, Jean-Baptiste, 22, 118, 194 199
Lutero, Martin, 10, 22, 40, 41, 81, Mengs, Anton Raphael, 57
112, 119, 161, 182 Meyerbeer, Giacomo, 87, 117
Lys, Jan, 67 Michaux, Henri, 48, 76
Miguel Ángel (M. A. Buonarro
ti), 11, 16, 17, 18, 22, 23, 28,
MacArthur, Douglas, 81, 221 47, 56, 60, 67, 80, 92, 96, 97,
Magallanes, Fernando de, 16 100, 102, 109, 117, 125, 126,
Mahler, Alma, 143 157, 224
Mahoma, 40, 112, 131, 182, 221 Milton, John, 10, 21, 28
Maiakovski, Vladimir, 164 Mille, Christian, 102
Malebranche, Nicolas de, 117 Miller, Arthur, 64
Mallarmé, Stéphane, 56, 195 Maine de Biran (François-Pierre
Malraux, André, 190 Gontier), 159, 160
— 280 —
Mirbeau, Octave, 76 Nijinski, Vaslav, 118,139
Misés, Roger, 102, 105 Nodier, Charles, 187
Mishima, Yukio, 177 Nourrisier, François, 165
Mitscherlich, Alexander, 49 Nouveau, Germain, 86
Modigliani, Amedeo, 75, 76, 105 Novalis (Friedrich Leopold von
Molière (Jan Baptiste Poquelin), Hardenberg), 48, 50, 101
71, 108
Molinier, Pierre, 177
Mondrian, Piotr, 28 Offenbach, Jacques, 47, 194
Monet, Claude, 142, 143, 224 Ovidio, 71
Montaigne, Michel de, 22, 39, 65,
94, 116, 118, 22, 236, 239
Montherlant, Henry de, 47, 118, Pablo, san, 28
164 Pablo III, papa, 126
Moon, Sun Myung, 182 Paganini, Niccolo, 88
Morand, Paul, 163, 164, 172 Panizza, Oskar, 20, 21, 31, 41,
Morel, Denise, 100, 192, 198 51,53, 130, 191
Mörike, Edouard, 214 Paradowska, Marguerite, 146
Moro, Tomás, 18 Pascal, Blaise, 22, 40, 90, 91, 96,
Mozart, Leopold, 87, 88, 199 100, 107, 116, 201,202
Mozart, Marianne, 87, 199 Pasolini, Pier Paolo, 118
Mozart, Wolfgang Amadeus, 10, Pavese, Cesare, 164, 172, 222
11, 51, 53, 60, 61, 86, 87, 90, Pawel, Ernst, 120
96, 97, 116, 120, 192, 199, 214 Péguy, Charles, 235
Munch, Edvard, 139, 143 Pericles, 22
Musset, Alfred de, 55, 75 Perugino (Pietro Vannucci), 192
Pessoa, Fernando, 75, 109, 148
Petrarca, Francesco, 18, 22, 65,
Napoleón, 22, 28, 54, 81, 96, 99, 97, 156
107, 116 Petronio, 71
Navarre, Yves, 220 Peyrefitte, Roger, 44
Nelson, Horado, 22 Pezous, Anne-Marie, 155, 169
Nerón, 81 Piaget, Jean, 220
Nerval, Gérard de, 27, 34, 40, 44, Picasso, Pablo Ruiz, 11, 60, 76,
50, 75, 76, 82, 100, 111, 122, 92, 151, 152, 184
133, 134, 136, 148, 161, 185 Pieiller, Evelyne, 173
Neveu, Gérald, 176 Pigeaud, Jackie, 37
Newton, Isaac, 22, 28, 51, 99, Plath, Sylvia, 164
116, 117 Platón, 14, 19, 22, 27, 37, 71, 78,
Nietzsche, Friedrich, 11, 48, 65, 94, 116, 132
73, 83, 95, 96, 99, 111, 116, Plutarco, 14, 16, 39
119, 121, 138, 153, 155, 168, Poe, Edgard Allan, 55, 56, 75, 76,
169, 181 98, 200
— 281 —
Pollock, Jackson, 215 Rodin, Auguste, 61, 92, 135, 195,
Pontormo, Jacopo, 80 223
Pope, Alexander, 94 Rogues de Fursac, Jean, 184
Porret, Jean-Michel, 27 Romains, Jules (Louis Farigou-
Post, Félix, 225 le), 108, 174
Poulantzas, Nikos, 206 Ronsard, Pierre de, 96
Prévert, Jacques, 23 Rossini, Gioacchino, 88,151, 223
Prokofiev, Serguéi, 89 Rostand, Jean, 161
Proust, Marcel, 9, 46, 64, 68, 79, Rothko, Mark, 164, 215
96, 103, 104, 107, 112, 116, Rouart, Jean-Marie, 111,217
122, 147, 217, 220, 237 Rouault, Georges, 184
Pullen, James Henry, 190 Rousseau, Jean-Jacques, 11, 28,
Purcell, Henry, 199 40, 60, 61, 70, 80, 96, 98, 123,
137, 138, 236
Roussel, Raymond, 44, 75, 110,
Rabbe, Alphonse, 177 118, 122, 133, 139, 203
Rachmaninov, Serguéi, 143, 204, Rubens, Petrus Paulus, 61, 223,
205 240
Racine, Jean, 19, 187 Rubinstein, Arthur, 199
Rafael (Raffaello Sanzio), 18, 92, Ruiz Blasco, José, 92
192, 194, 240 Russel, Charles, 182
Rameau, Jean-Philippe, 87, 194
Rank, Otto, 23
Ravel, Maurice, 10, 162 Sade, Donatien de, 138
Redon, Odilon, 83 Sagan, Françoise, 74, 77
Reich, Wilhelm, 136 Saint-Saëns, Camille, 48, 50, 86
Réja, Marcel, 184, 185 Sainte-Beuve, Charles Augustin,
Rembrandt (R. Harmenszoon 40, 200, 201
Van Rijn), 28 Salabreuil (Jean-Philippe Stein-
Renan, Ernest, 27 bach), 176
Rétif de la Bretonne, Nicolas- Salgues, Yves, 77
Edme, 67 Salinger, Jerome David, 62, 63
Ribot, Théodule, 41 Salomé, Lou Andreas, 169
Richet, Charles, 23, 227 Sand, George (Aurore Dupin), 9,
Rigaut, Jacques, 175 98, 99, 108, 118,212
Rilke, Rainer Maria, 137, 219 Sartre, Jean-Paul, 48, 75, 76, 77,
Rimbaud, Arthur, 11, 27, 43, 44, 78, 99, 105, 200, 220
45, 46, 65, 68, 94, 96, 97, 103, Satie, Erik, 79, 223
118, 122, 127, 128, 185, 195, Savonarola, Gerolamo, 17
219, 227, 228, 233, 234, 235, Scarron, Paul, 22
241, 243, 244 Schelling, Friedrich Wilhelm Jo
Rivière, Jacques, 82 seph, 214
Robert, Marthe, 135 Schildkrant, Joseph, 215
— 282 —
Schiller, Friedrich von, 19, 22, Tailhade, Laurent, 77
111, 156 Talleyrand, Charles Maurice de,
Schopenhauer, Arthur, 117, 137, 22, 116
155, 164, 183 Tennyson, Alfred, 161
Schubert, Franz, 88, 194, 223 Teresa, santa, 131
Schumann, Clara, 131, 150 Thévenin, Paule, 135
Schumann, Emilie, 162 Thiers, Adolphe, 22
Schumann, Robert, 11, 87, 131, Tintoretto (Jacopo Robusti), 109
133, 136, 138, 150, 151, 155, Tissot, Samuel, 70, 71, 200
161, 162, 168, 172, 181, 188, Tito, 22
200, 202, 210, 223 Tiziano (T. Vecellio), 97, 109
Scott, Walter, 76, 116 Tolstoi, Liev, 98, 99, 100
Seberg, Jean, 139, 174 Tomas de Aquino, santo, 18, 24
Senarclens, Pierre de, 98 Toulouse-Lautrec, Henri de, 116
Séneca, 10, 39, 97, 236 Tournier, Michel, 62
Sexton, Ann, 164 Tucidides, 71
Shakespeare, William, 19, 21, 27, Turguéniev, Ivan Serguéievich,
96, 142 22
Shelley, Percy Bysshe, 9 Turner, William, 92
Shostakovich, Dmitri, 7
Simenon, Georges, 119, 58, 59,
60, 66, 153 Uhland, Ludwig, 214
Smith, Joseph, 182 Utrillo, Maurice, 75, 139
Socrates, 14, 78, 79, 118, 132, 244
Sófocles, 15, 97
Sollers, Philippe, 27, 77 Vaché, Jacques, 177
Soubirous, Bernadette, 131 Valadon, Suzanne, 75
Spinoza, Baruch, 22, 107, 116, Valéry, Paul, 55, 56, 60
117 Van de Velde, Willem, 194
Staël, Nicolas de, 224 Van Dongen, Kees, 184
Stalin, Iósiv, 81 Van Eyck, Jan, 198
Starobinski, Jean, 34 Van Gogh, Theo, 163, 234
Stendhal (Henry Beyle), 65, 83, Van Gogh, Vincent, 11, 75, 97,
100, 108, 109, 115 136, 139, 152, 155, 157, 162,
Strauss, Johann, 194 163, 164, 173, 174, 185, 204,
Strieker, Rémy, 181 224, 234, 239
Strindberg, August, 136 Vasari, Giorgio, 17, 56, 80
Styron, William, 139, 160, 164, Vega y Carpio, Félix Lope de, 61
166, 171,200, 202 Veilletet, Pierre, 224
Suarès, André, 45, 109 Velâzquez, Diego, 152
Suetonio, 99 Verini, Ugolino, 17
Suffran, Michel, 234 Verlaine, Paul, 65, 75, 118, 127,
Swift, Jonathan, 10, 22, 217 200,234
283 —
Vermeer de Delft, Jan, 29 Weber, Cari Maria von, 21, 88, 89
Vian, Boris, 108 Widlöcher, Daniel, 140
Vibert, Paul, 135 Wilde, Oscar, 10
Vicente de Paúl, san, 97 Willy (Henry Gauthier-Villlars),
Vigenere, Blaise de, 60 76, 77
Villani, Filippo, 17 Witkiewicz, Stanislaw, 94
Villon, François, 99, 124, 125 Wittgenstein, Ludwig, 90, 91,
Virgilio, 19, 71 155, 162
Vivaldi, Antonio, 151, 194 Wittgenstein, Paul, 162
Vogel, Fíenriette, 175 Wolf, Hugo, 151, 188, 223
Volta, Alessandro, 22 Wölfli, Adolf, 190
Voltaire (François Marie Arouet), Woolf, Leonard, 155, 168
22, 28, 80, 97, 108, 116, 117, Woolf, Virginia, 118, 155, 162,
138, 167 164, 169
— 284 —
ÍNDICE
Introducción.......................................................... 9
Apéndices:
Bibliografía ...................................................... 247
G losario............................................................ 263
índice onomástico............................................ 275