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NANCY PEARCEY
ÍNDICE
APÉNDICE 1
Cómo se secularizó la política estadounidense
APÉNDICE 2
El islam moderno y el movimiento de la nueva era
APÉNDICE 3
La dilatada conflagración entre el materialismo y el cristianismo
APÉNDICE 4
Ismos fugitivos: Apologética práctica en L’Abri
FRANCIS SCHAEFFER
Alocución en la Universidad de Notre Dame,
abril de 1981
PARTE 1
EN QUÉ CONSISTE UNA COSMOVISIÓN
CAPITULO 1
ROMPIMIENTO DE LA CUADRÍCULA
Los domingos eran domingos,
Mientras el resto de la semana era totalmente distinto,
Se operaba según un conjunto diferente de reglas.
¿Pueden estos dos mundos tan separados converger?
JOHN BECKETT
MENTES DIVIDIDAS
Como Sarah, muchos creyentes han absorbido la dicotomía hecho/valor,
público/privado, restringido su fe a la esfera religiosa y adoptado los puntos de vista de su
círculo profesional o social. Probablemente todos conocemos maestros cristianos que aceptan
sin crítica las últimas teorías seculares sobre educación; empresarios creyentes que operan
según teorías de gestión secularmente aceptadas; ministerios cristianos que reflejan las
técnicas de mercadeo del mundo comercial; familias cristianas cuyos adolescentes ven las
mismas películas y escuchan la misma música que sus amigos no creyentes. Aunque su fe
sea sincera, han absorbido sus puntos de vista sobre casi todas las cosas por ósmosis de la
cultura circundante.
El problema fue enunciado de forma sucinta por Harry Blamires en su clásico La mente
cristiana. Cuando yo era nueva en la fe, hace ya muchos años, el libro de Blamires casi se
convirtió en un artículo de moda: todos andaban por ahí entonando el dramatismo de su frase
inaugural: “Ya no hay mentalidad cristiana”.
¿Qué quiso decir Blamires? No que los cristianos sean incultos, campesinos paletos,
aunque ese sea el estereotipo común que impera en el mundo secular. Hace algunos años, un
artículo infame aparecido en el Washington Post calificó a los cristianos conservadores de
“pobres, Ignorantes y fácilmente manipulables”. De inmediato, el Post se saturó de llamadas
y faxes de cristianos de todo el país especificando sus titulaciones superiores y sus saldos
Bancarios. Pero si esto no fue lo que Blamires quiso decir, ¿qué quiso decir entonces? Que
no hay mentalidad cristiana significa que los creyentes pueden estar muy preparados en
términos de competencia técnica, y sin embargo, carecen de una cosmovisión bíblica para
interpretar el material objeto de su campo. “Nos referimos a la "mentalidad moderna" y a la
"mentalidad científica" designamos con la palabra mentalidad una serie de nociones y
actitudes colectivamente aceptadas”, explica Blamires. Pero no hay “mentalidad cristiana”
—ningún conjunto de asunciones con base bíblica sobre temas como el derecho, la educación,
la economía, la política, la ciencia o el arte. Como ser moral, el cristiano observa la ética
bíblica. Como ser espiritual, él o ella, ora y asiste a cultos de adoración. “Pero como ser
pensante, el cristiano moderno ha sucumbido al secularismo” y aceptado un marco de
referencia erigido por la mentalidad secular y un conjunto de criterios que reflejan las
posturas seculares». Por eso, cuando nos sumergimos en la corriente discursiva dentro de
nuestro campo o profesión, participamos mentalmente como no cristianos, usamos conceptos
y categorías actuales, no importa cuales sean nuestras creencias personales.
Por vivir en la zona de Washington, D.C., he sido testigo de primera mano del número
creciente de creyentes que trabajan hoy en la política, lo cual supone una tendencia halagüeña.
Pero también puedo asegurar por experiencia que pocos sostienen una filosofía política
explícitamente cristiana. Como admitió en cierta ocasión un presidente del Congreso: «Soy
consciente de que mantengo ciertos puntos de vista porque soy políticamente conservador,
no porque los vea establecidos en la Biblia». Él sabía que debía formular una filosofía de
gobierno de base bíblica, sólo que no sabía cómo proceder.
Análogamente, a lo largo de varias décadas he escrito sobre ciencia y cosmovisión e
interactuado con científicos creyentes profundamente comprometidos; con todo, pocos han
forjado una filosofía de la ciencia bíblicamente informada. En ministerios cristianos, he
conocido a muchos que hacen grandes esfuerzos para cerciorarse de que su mensaje es bíblico,
pero que nunca piensan ni se preguntan si sus métodos lo son. Un profesor de periodismo me
dijo recientemente que incluso los mejores periodistas cristianos —creyentes sinceros con
destacadas habilidades profesionales— normalmente carecen de una teoría cristiana del
periodismo. En la cultura popular, los creyentes han elaborado toda una cultura paralela de
artistas y profesionales del espectáculo; sin embargo, como se lamenta Charlie Peacock,
pocos «piensan cristianamente» sobre el arte y la estética. La frase pertenece a Blamires;
cuando me dirigí a un grupo de artistas y músicos en casa de Charlie, él me mostró una
estantería con media docena de copias del libro de aquel autor —suficientes para prestarlas
a varios amigos a la vez.
«Pensar cristianamente» significa entender que el cristianismo proporciona la verdad
acerca de la realidad total, una perspectiva para interpretar todo su objeto. Génesis anuncia
que Dios dio existencia al universo con su Palabra —Juan 1:1 la denomina Logos—. El
vocablo griego no sólo significa Palabra, sino también razón o racionalidad, y los antiguos
estoicos lo usaban para dar a entender la estructura racional del universo. Por tanto, la
estructura subyacente del universo entero refleja la mente del Creador. No hay dicotomía
hecho/valor en el relato bíblico. Nada tiene identidad autónoma o independiente, aparte de la
voluntad del Creador. A resultas de ello, toda la creación debe ser interpretada a la luz de su
relación con Dios. En cualquier materia objeto de estudio, se descubren las leyes u
ordenanzas de la creación por medio de las que Dios estructuró el mundo.
Como dice la Escritura, el universo habla de Dios —«los cielos cuentan la gloría de
Dios» (Sal 19:1)— porque su carácter se refleja en las cosas que Él ha creado. Esto a veces
se conoce como revelación «general» porque es para todos en todo tiempo y lugar, en
contraste con la revelación «especial» que hace la Biblia. Como explicó Jonathan Edwards,
Dios no sólo se comunica por la voz que habla en las Escrituras, sino también por la creación
y los acontecimientos históricos. A decir verdad, «toda la creación de Dios predica». No
obstante, es posible que los cristianos sean sordos y ciegos al mensaje de la revelación general,
y parte del aprendizaje en pos de la mente de Cristo implica orar por sensibilidad espiritual
para «oír» la predicación de la creación.
El gran historiador de la religión Martin Marty dijo una vez que toda religión realiza
dos funciones: En primer lugar, es un mensaje de salvación personal, informa como estar
bien con Dios; y, en segundo lugar, es una lente para interpretar el mundo. Históricamente,
los evangélicos han realizado bien la primera función: «salvar almas». Pero no lo han hecho
tan bien por lo que concierne a ayudar a la gente a interpretar el mundo que les rodea: en
proveer un conjunto de conceptos interrelacionados que funcionen como una lente para
ofrecer una concepción bíblica en ámbitos como la ciencia, la política, la economía o la
bioética. Como señala Marty, los evangélicos han enfatizado normalmente la piedad personal
y la salvación individual, y dejado a los hombres a su propia suerte para “interpretar el mundo
que les envuelve”.
En efecto, muchos ya no creen que corresponda al cristianismo proporcionar una
interpretación del mundo. Marty denomina esto Cisma Moderno (en un libro que lleva el
mismo título), y afirma que por primera vez en la historia el cristianismo ha sido metido en
la caja de la esfera privada y ha dejado mayormente de hablar en la esfera pública.
«Esta internalización o privatización de la religión es uno de los cambios más
trascendentales que han tenido lugar en la cristiandad», escribe el historiador Sidney Mead.
En consecuencia, nuestras vidas suelen estar fracturadas y fragmentadas, con una fe
firmemente encerrada en el ámbito privado de la iglesia y la familia, en el que rara vez tiene
oportunidad de animar la vida y el trabajo en el ámbito público. El aura de la adoración se
disipa pasado el domingo e inconscientemente absorbemos la actitud secular el resto de la
semana. Habitamos dos «mundos» separados, navegamos por un profundo valle entre la vida
religiosa y la vida ordinaria.
TENTACIÓN SUTIL
El mismo patrón se manifiesta subiendo hasta los más altos grados académicos. «Los
cristianos dedicados a la educación superior son en gran manera, aunque sutilmente, tentados
a compartimentar su fe», declara un profesor de sociología después de enseñar muchos años
en una universidad cristiana. La religión es considerada relevante en áreas especiales como
las actividades religiosas eclesiales y universitarias, asegura. «Pero cuando enseñamos y
hacemos investigación, normalmente centramos nuestra atención en teorías, conceptos y
otras materias de estudio convencionales en nuestras disciplinas respectivas».
En esto radica el peligro de la división entre lo sagrado y lo secular: concede las «teorías,
los conceptos y otras materias objeto de estudio» de nuestro campo a los no creyentes. Los
cristianos hemos aceptado, en esencia, una compensación; en tanto en cuanto se nos permita
mantener nuestros estudios bíblicos y reuniones de oración, hemos entregado el contenido de
los campos académicos a los secularistas.
Me topé con un ejemplo particularmente notable hace muchos años cuando entrevisté
a un profesor de física para escribir un artículo. Él era patrocinador de un ministerio
estudiantil bien conocido en una populosa universidad secular, por lo que le pedí que me
explicara la perspectiva cristiana de su campo, especialmente de la teoría de la relatividad y
la mecánica cuántica de la «nueva física». Ahora bien, se han arrojado argumentos en pro y
en contra acerca del supuesto impacto revolucionario de la nueva física —que demolió la
cosmovisión newtoniana dominante por trescientos años, que destruyó el determinismo e
hizo sitio al libre albedrío, que recortó el materialismo y mucho más—. En efecto, muchos
libros populares sobre el tema afirman que la mecánica cuántica confirma la metafísica
oriental (el ejemplo clásico es El tao de la física). Como joven escritora, me intrigaba saber
cómo un profesor cristiano evaluaría las implicaciones filosóficas de vasto alcance que se
desprenden de la nueva física.
Para mi desconsuelo, el profesor no tenía nada que ofrecer. La física y la fe son
dominios completamente separados, me dijo. Las palabras exactas que empleó se me
quedaron grabadas en la memoria: «La mecánica cuántica es como la mecánica del auto. No
tiene nada que ver con mi fe».
Este hombre estaba profundamente comprometido en el ministerio universitario, pero
obviamente, guardaba su fe y su ciencia en vías paralelas que discurren juntas, como rieles
de tren que nunca se tocan ni se cruzan. Era cristiano y también físico, pero no tenía una
cosmovisión cristiana que armonizara ambos.
Claramente, el desarrollo de una mentalidad cristiana requiere mucho más que obtener
meramente un grado superior. Muchos cristianos doctorados se limitan simplemente a
absorber un planteamiento dual de su disciplina, tratando la ciencia, o la sociología, o la
historia, como si fuera conocimiento religiosamente neutro, en el que la verdad bíblica no
tiene nada importante que decir. En estas áreas parece predominar la actitud de que la Palabra
de Dios no es, después de todo, una lámpara para iluminar la senda, y que uno debe
simplemente acomodarse a todo aquello que decreten los expertos. La Palabra de Dios es
despojada de su poder para transformar la mente, y uno queda internamente dividido, privado
del gozo de exhibir una vida unificada e integrada.
EL IDOLO DE LA ILUSTRACIÓN
Los secularistas refuerzan esta mentalidad dividida asegurando que su teoría no refleja
ninguna filosofía particular —que es sólo “la manera en que piensa toda la gente
razonable”—. De este modo fomentan su propia postura como imparcial y racional, adecuada
para el espacio público, mientras que denuncian los puntos de vista religiosos como parciales
o cargados de prejuicios. Esta táctica ha solido intimidar a los cristianos y les ha empujado a
la defensiva en cuanto a su fe, que a su vez se ha cobrado un alto precio tocante a la eficacia
en el contexto más amplio de la cultura.
El error radica en creer que hay tal cosa como teorías imparciales o neutras, indiferentes
a cualquier asunción religiosa y filosófica. Sabemos, por supuesto, que, en el ámbito sagrado,
cada grupo cuenta con su propia concepción religiosa, cristiana, judía, musulmana, nueva era,
y así sucesivamente. Pero en el ámbito secular se suele creer que todos tenemos acceso a un
conocimiento neutro en el que los valores religiosos o filosóficos no deben interferir.
Lo que resulta irónico es que este ideal en sí mismo es producto de una particular
tradición filosófica. La noción de que es posible despojar a la mente de todas sus
presuposiciones previas y compromisos religiosos para descender a las verdades directas y
desnudas de la «razón» procede de la Ilustración. Fue expresada enérgicamente por René
Descartes, que suele ser considerado el primer filósofo moderno. La manera de hallar la
verdad, dijo Descartes, es despojar a la mente de todo aquello de lo que pueda dudar hasta
alcanzar finalmente un fondo de verdades de las que no se puede dudar. Él creía que había
excavado lo suficiente hasta dar con esa base firme en su famoso cogito. «Pienso, luego
existo». Al fin y al cabo, aun cuando dudemos de todo, seguimos pensando, y, por tanto, la
cosa más segura que sabemos es que existe un sujeto pensante.
Surgió la idea de que, siguiendo un método de duda sistemática, la mente humana —o
Razón (a menudo con mayúscula)— podía alcanzar certidumbre y objetividad divinas. Asistí
a un curso de filosofía en el que al profesor le gustaba definir la objetividad como «la manera
en que ve Dios las cosas». Aunque no era creyente, su postura era que la verdadera
objetividad sólo podía ser alcanzada por un Ser que trascendiera este mundo y conociera
todas las cosas como verdaderamente son. El orgullo de la Ilustración consistió en creer que
la Razón era tal poder trascendente que proporcionaba conocimiento infalible. La Razón
acabó convirtiéndose en un ídolo y ocupó el lugar de Dios como fuente absoluta de la Verdad.
Irónicamente, el propio Descartes era un católico devoto; Él estaba tan seguro de que
Dios le había revelado la lógica irrefutable del cogito que hizo votos para ir en peregrinación
al santuario de Nuestra Señora de Loreto, en Italia —lo cual hizo unos años más tarde—. Así
pues, él mismo es un ejemplo trágico de cómo uno puede ser católico sincero y sin embargo
promover una filosofía ciertamente no cristiana. Descartes ayudó a establecer una forma de
racionalismo que estimaba la Razón no sólo como capacidad humana de pensar
racionalmente, sino como fuente de verdad infalible y autónoma. La Razón empezó a ser
tenida por un almacén de verdades independientes de cualquier religión o filosofía.
DOS CIUDADES
El proyecto de la ilustración se opuso drásticamente a la tradición cristiana clásica, que
sugería una concepción mucho más humilde y realista del conocimiento (o epistemología).
Reconocía que lo que tenemos por conocimiento es profundamente moldeado por la
condición espiritual. Este discernimiento fue admirablemente expresado por san Agustín en
su imagen de las dos ciudades: la Ciudad de Dios y la ciudad del Hombre. Agustín no se
refería a la división entre la iglesia y el estado, como algunos han creído; él hablaba de dos
sistemas de pensamiento y de lealtad. Ayudamos a construir la Ciudad de Dios cuando
nuestros actos son animados y dirigidos por el amor de Dios, ofrecidos en su servicio.
Edificamos la ciudad del Hombre siempre que nuestros actos son motivados por el egoísmo,
al servicio de fines pecaminosos.
Aplicada a la vida de la mente, la imagen de las dos ciudades significa que todos nos
sentamos a la mesa con una motivación espiritual ya existente, que influye a lo que
aceptaremos como verdad. Lejos de ser pizarras en blanco, la mente está teñida por su postura
o actitud espiritual —ya a favor de Dios, ya contra Él—. Como aclara Romanos 1, o
adoramos y servimos al Dios verdadero o adoramos y servimos a las cosas creadas (ídolos).
Los seres humanos son inherentemente seres religiosos, creados para estar en relación con
Dios —y si rechazan a Dios no dejan de ser religiosos; tan sólo buscan otro principio supremo
sobre el que asentar sus vidas.
A menudo ese ídolo es algo concreto, como la seguridad económica o el éxito
profesional; en otros casos, puede ser una ideología o sistema de creencias que sustituye a la
religión. Cualquiera que sea la forma que adopta la idolatría, según Romanos 1:18, los que
adoran ídolos, suprimen activamente su conocimiento de Dios y buscan dioses sustitutos.
Están lejos de la neutralidad religiosa.
Por supuesto, el cristianismo no es determinista; enseña que, por la gracia de Dios, la
gente puede ser iluminada por su verdad, o postrarse delante de Él, para pasar de un lado a
otro —ser transferidos del reino de las tinieblas al reino de Cristo (véase Col 1:13)—. Esto
se llama conversión. No obstante, en determinado momento, estamos en un bando o en el
otro. Interpretamos nuestra experiencia a la luz de la revelación divina o de algún sistema
rival de pensamiento. Nuestra vocación como cristianos supone limpiar progresivamente
todos los «ídolos» que quedan en nuestra vida de pensamiento, para poder perseguir cada
aspecto vital como ciudadanos de la Ciudad de Dios.
En décadas recientes, esta concepción cristiana clásica ha recibido apoyo de una fuente,
al parecer, sorprendente. La filosofía contemporánea de la ciencia ha rechazado la antigua
definición positivista del conocimiento, que trataba a los científicos de bata blanca como si
se hubieran mágicamente liberado de prejuicios e ideas preconcebidas en el instante mismo
de entrar en el laboratorio. En lugar de ello, los filósofos son hoy mucho más sensibles en
reconocer el factor humano para decidir lo que cuenta como conocimiento: admiten que es
imposible abordar los hechos desde una postura filosófica puramente neutra. Todos nos
acercamos a la empresa científica como personas totales e introducimos en el laboratorio una
panoplia —armadura de guerra completa— de experiencias previas, asunciones teóricas,
creencias personales, ambiciones e intereses socioeconómicos. Estas ideas preconcebidas
tiñen virtualmente todos los aspectos del empeño científico: lo que consideramos digno de
estudio, lo que esperamos descubrir, dónde indagar y cómo interpretar los resultados.
«Todos los hechos están cargados de teorías», reza una consigna popular actual en
filosofía de la ciencia. Un poco de exageración, quizás, pero deja claro que incluso lo que
escogemos como «hechos» están influidos por las teorías que llevamos a la mesa. Siempre
procesamos los datos a la luz de algún marco teórico previamente adoptado para interpretar
el mundo.
ABSOLUTAMENTE DIVINO
La conclusión es que ningún sistema de pensamiento es puramente producto de la
«razón» porque la razón no es un depósito de verdades infalibles, religiosamente autónomas,
como Descartes y otros racionalistas pensaron. Es sencillamente una facultad humana, la
capacidad de razonar a partir de premisas. La cuestión importante, pues, es lo que una persona
acepta como premisas de partida, ya que éstas conforman todo lo que sigue.
Si se retrocede lo suficiente en un sistema de ideas, finalmente se llegará a un punto de
arranque. Algo ha de tomarse como auto-existente, realidad última y origen de todo lo demás.
No hay razón que explique su existencia; simplemente «es». Para el materialista, la realidad
última es la materia, y todo lo demás se reduce a componentes materiales. Para el panteísta,
la realidad última es una fuerza espiritual o sustrato, y el objeto de la meditación es reconectar
con ese todo espiritual. Para el darwinista doctrinario, la biología es la razón final, y todo,
incluso la religión y la moralidad, queda reducido a un producto de procesos evolutivos. Para
el empírico, todo conocimiento es rastreable en última instancia mediante datos sensoriales,
y todo lo que no se conozca a través de los sentidos no es real.
Y así sucesivamente. Todo sistema de pensamiento comienza con un principio rector.
Si no comienza con Dios, comenzará con otra dimensión de la creación —material, espiritual,
biológica, empírica, o lo que sea—. Algún aspecto de la realidad creada se «absolutizará» o
se pondrá como fundamento y fuente de todo lo demás —causa no causada, lo auto-
existente—. Por usar lenguaje religioso, este principio último funciona como lo divino,
significando con este término aquella realidad de la que depende toda existencia. Esta
asunción básica ha de ser aceptada por fe, no por razonamiento previo. (De otro modo no
será realmente un punto de arranque para todo razonamiento —sería otra cosa, por lo que
habría que excavar más hondo y empezar a partir de ahí).
En este sentido, podríamos afirmar que toda alternativa al cristianismo es una religión.
Puede que no requiera servicios rituales o religiosos, y, sin embargo, identifica algún
principio o fuerza en la creación como causa auto-existente de todo lo demás. Aun los no
creyentes se aferran a alguna apoyatura última para la existencia, que funciona como un ídolo
o dios falso. Por eso «los autores bíblicos siempre se dirigen a sus lectores como si ellos ya
creyeran en Dios, o un dios vicario», explica el filósofo Roy Clouser. La fe es una función
humana universal y si no se dirige hacia Dios se dirigirá hacia otra cosa.
«La necesidad de religión parece estar muy arraigada en el animal humano», escribe el
filósofo John Cray (aunque como ateo lamenta el hecho). «Ciertamente la conducta de los
humanistas seculares respalda esta hipótesis. Los ateos están, por lo general, tan
emocionalmente comprometidos como los creyentes. Y por lo común, son intelectualmente
más rígidos». En suma, no es que los cristianos tengan fe y que los secularistas basen sus
convicciones puramente en hechos y razón. El secularismo se basa en creencias
fundamentales, como el cristianismo. Parte de la creación —normalmente la materia o la
naturaleza— cumple el rol de lo divino. De modo que la cuestión no es cuál concepción sea
religiosa y cuál concepción puramente racional; la cuestión es cuál es verdadera y cuál es
falsa.
Esto es lo que Agustín quiso decir con su imagen de las dos ciudades. Desde la Caída,
la raza humana ha estado dividida en dos grupos distintos: los que siguen a Dios y someten
su mente a su verdad y los que entronizan un ídolo de alguna clase y después organizan su
pensamiento para racionalizar su culto a ese ídolo. Con el paso del tiempo, a medida que los
compromisos últimos de la gente plasman sus decisiones, su perspectiva es inevitablemente
modelada para justificar tales decisiones. Un dios falso conduce a la formación de una
cosmovisión falsa.
Por eso los cristianos no pueden abandonar con complacencia las esferas temáticas del
llamado mundo secular a los no creyentes con tal que se les conceda un área sagrada
restringida en la que sean libres para cantar himnos y leer la Biblia, sino que deben identificar
y criticar los ídolos intelectuales dominantes y luego edificar bíblicamente opciones fundadas.
EL DESTORNILLADOR DE ARISTÓTELES
Con esto no pretendemos negar que los cristianos y los paganos suelan estar de acuerdo
en una amplia gama de asuntos. Los no creyentes pueden incluso ser más capaces de construir
edificios, dirigir bancos, practicar operaciones quirúrgicas o elaborar programas informáticos.
La explicación radica en la doctrina de la creación: hemos sido creados a imagen de Dios
para vivir en su mundo y nuestras facultades fueron diseñadas para proporcionarnos
conocimiento real del mismo. Por lo cual, en muchos campos puede haber una gama
significativa de concordancia entre los creyentes y los paganos.
Además, la Biblia enseña la doctrina de la gracia común. Aunque la gracia especial
trata de la salvación, la gracia común significa cuidado providencial de Dios —la manera en
que Él sostiene activamente toda su creación—. Dios «hace salir su sol sobre malos y
buenos», asegura la Escritura (Mt 5:45). Por eso, sus dones son también otorgados a los no
creyentes, incluidos los dones intelectuales del conocimiento y el discernimiento. Por eso
Jesús pudo decir que también los pecadores «saben dar buenas dádivas a sus hijos» (Mt 7:11)
y pueden ser buenos padres. También pudo reprender a sus adversarios por no acertar a
interpretar las señales de los tiempos, ya que siendo capaces de reconocer las señales que
anunciaban el tiempo que iba a hacer, Él esperaba que discernieran también los signos de la
historia (Mt 16:1-4). Así pues, la misma Biblia enseña que los no creyentes son capaces de
conducirse eficazmente en el mundo y desplegar su función cognitiva.
No obstante, tan pronto como intentamos explicar lo que sabemos, entran en juego
supuestos espirituales y filosóficos. Tómese, por ejemplo, las matemáticas. Cabría pensar
que no hay una concepción cristiana de las matemáticas, pero la hay. Ciertamente todos,
creyentes o no, aceptarán que 5+7=12. Pero cuando se pide justificación del conocimiento
matemático la gente se divide en campos adversarios.
Los antiguos griegos, en el albor de la historia occidental, tienen fama de haber
descubierto la geometría euclidiana. Pero ellos no creían que el mundo material exhibiera un
orden matemático preciso, porque consideraban que la materia existía independientemente,
que era un material reacio que nunca «obedecería» completamente las leyes matemáticas. De
manera que las mantuvieron encerradas en un «cielo» platónico abstracto.
Por el contrario, muchos científicos modernos fueron cristianos; creían que la materia
no era preexistente, sino que procedía de la mano de Dios. Por tanto, ésta no podía resistir su
voluntad, sino que «obedecía» las leyes que Él había establecido —con precisión
matemática—. El historiador R. G. Collingwood escribe: «La posibilidad de la matemática
aplicada es expresión, en términos de ciencia natural, de la creencia cristiana de que la
naturaleza es creación de un Dios omnipotente».
Puesto que mi padre es profesor de matemáticas, me gusta recordarle las palabras de
Collingwood. «La misma existencia de tu campo» —le digo— es producto de la cosmovisión
cristiana».
Hoy, sin embargo, muchos filósofos ni siquiera conciben las matemáticas como un
cuerpo de verdades. La filosofía dominante de las matemáticas las contempla como una
construcción social, como un juego de béisbol. “Tres golpes y estas fuera”, es una regla
arbitraria. No es verdadera ni falsa; es simplemente la manera en que decide practicar el juego.
Del mismo modo, se conceptúan las matemáticas como la forma en que se decide jugar,
Incluso a los niños en edad escolar se les enseña hoy esta concepción posmoderna de
las matemáticas. Un popular programa de enseñanza escolar afirma que los alumnos deben
aprender que “las matemáticas son una invención humana arbitraria y que se llega a buenas
soluciones por consenso entre los considerados expertos”, ¿Invención humana? ¿Arbitraria?
Sin duda, nuestras escuelas públicas han vadeado profundamente en las aguas turbias del
posmodernismo.
Además, si las matemáticas son arbitrarias, entonces no has respuestas erradas, solo
distintas perspectivas. En Minnesota, se aconseja a los maestros tolerar «múltiples
cosmovisiones matemáticas. En Nuevo México, conocí a un joven recientemente graduado
en un colegio en el que un profesor de matemáticas le había tildado de “fanático” por pensar
que era importante obtener respuestas correctas. En tanto en cuanto los alumnos trabajaran
en grupo y alcanzaran consenso, insistió el docente, el resultado era aceptable.
Esto significa que incluso la forma más simple y universal de conocimiento —las
matemáticas— está sujeta a veces a interpretaciones del mundo radicalmente distintas.
Obviamente, el impacto de la cosmovisión aumentara a medida que se asciende por la escala
de campos más complejos, como la biología, la economía, el derecho o la ética.
El peligro estriba en que, si los cristianos no desarrollan conscientemente un
planteamiento bíblico de la materia, entonces absorberán inconscientemente algún otro
planteamiento filosófico. Un conjunto de ideas para interpretar el mundo es como una caja
de herramientas filosófica, llena de términos y de conceptos. Si los cristianos no desarrollan
sus propios instrumentos de análisis entonces, cuando surja algún asunto que ellos quieran
entender, echaran mano de alguna herramienta ajena —de cualquier concepto generalmente
aceptado en su campo profesional o de la cultura en general—. Pero Os Guinness asegura
que cuando los cristianos hacen eso no se dan cuenta de que “no están tomando prestada una
herramienta aislada, sino toda una caja filosófica cargada de herramientas con la que afrontan
todo problema desde un sesgo particular”. Pueden incluso acabar absorbiendo todo un
conjunto de principios extraños sin ni siquiera darse cuenta —como hizo Sarah en el caso
citado al comienzo—. Usar instrumentos de análisis con supuestos intrínsecos no cristianos
es “como llevar puestas gafas ajenas o andar con los zapatos de otro. Los instrumentos
conforman al usuario”
Es decir, no sólo dejamos de ser sal y luz en una cultura perdida, sino que nosotros
mismos podemos acabar siendo moldeados por dicha cultura.
Creación
El mensaje cristiano no comienza con «acepte a Cristo como su Salvador»; comienza
con «En el principio creó Dios los cielos y la tierra». La Biblia enseña que Dios es la única
fuente de todo el orden creado. Ningún otro dios compite con Él; no existe fuerza natural por
si misma; nada recibe su naturaleza o su existencia de otra fuente. De modo que su palabra,
o leyes, u ordenanzas de la creación, proporcionan al mundo su orden y su estructura. La
palabra creativa de Dios es la fuente de las leyes de la naturaleza física que se estudian en
las ciencias naturales. Es también la fuente de las leyes de la naturaleza humana —los
principios de moralidad (ética), justicia (política), empresa innovadora (economía), estética
(artes), e incluso del pensamiento claro (lógica). Por eso el Salmo 119:91 asegura: «todas las
cosas te sirven». No hay materia filosófica o espiritualmente neutra.
Caída
La universalidad de la Creación se corresponde con la universalidad de la Caída. La
Biblia enseña que toda parte de la creación —también la mente humana— está cautiva en
una gran rebelión contra el Creador, Los teólogos lo denominan efecto “noético” de la Caída
(efecto en la mente) que subvierte la capacidad de entender el mundo aparte de la gracia
regeneradora de Dios. La Escritura está repleta de advertencias que anuncian que la idolatría,
o desobediencia deliberada o premeditada a Dios, vuelve a los humanos “ciegos” o «sordos».
Pablo dijo que «el dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos para que no les
resplandezca la luz del evangelio" (2 Co 4:4). El pecado «entenebrece» literalmente el
entendimiento (Ef. 4:18).
Por supuesto, los no creyentes siguen operando en el mundo de Dios, portan su imagen
y son sostenidos por su gracia común, lo que significa que son capaces de descubrir
segmentos aislados de conocimiento genuino. Y los cristianos deben dar la bienvenida a sus
perspectivas. Toda verdad es divina, como los padres de la iglesia solían decir; e instaban a
los cristianos a «despojar a los egipcios» apropiándose de lo mejor de la erudición secular,
mostrando que realmente encaja mejor en el marco de una cosmovisión bíblica. Puede haber
ocasiones incluso en que los cristianos estén equivocados en algunos puntos, mientras que
los paganos dan en el clavo. Sin embargo, los sistemas generales de pensamiento construidos
por los no creyentes serán falsos —ya que, si el sistema no se cimenta sobre la verdad bíblica,
se apoyará en algún otro principio último. Aun las verdades individuales serán contempladas
a través del prisma distorsionador de una cosmovisión falsa. En consecuencia, un
planteamiento cristiano en cualquier campo precisa ser a la vez crítico y constructivo. No
podemos, sin más, tomar prestado los frutos obtenidos por la erudición secular como si fueran
territorio neutro descubierto por personas cuyas mentes fueran completamente abiertas y
objetivas, es decir, como si la Caída nunca hubiera tenido lugar.
Redención
Por último, la Redención es tan comprehensiva como la Creación y la Caída. Dios no
salva sólo nuestras almas, dejando que la mente funcione de manera autónoma. Redime la
persona total. La conversión debe dar nueva dirección a nuestros pensamientos, emociones,
voluntad y hábitos. Pablo nos insta a ofrecer todo nuestro ser a Dios como «sacrificio vivo»
para que no nos «conformemos a este mundo» sino que «seamos transformados por medio
de la renovación del entendimiento» (Ro 12:1-2). En la redención, todas las cosas son hechas
nuevas (2 Co 5:17). Dios promete damos «un corazón y un espíritu nuevos» (Ez. 36:26), y
animar toda nuestra persona con vida nueva.
Esto explica por qué la Biblia trata básicamente el pecado como un apartamiento de
Dios para servir a otros dioses, y sólo de manera secundaria como una lista específica de
comportamientos inmorales. El primer mandamiento es, al fin y al cabo, el primer
mandamiento —el resto sólo sigue después que queda claro a quién o qué está uno
adorando—. Por la misma razón, la redención consiste básicamente en echar fuera los ídolos
mentales y en volverse al Dios verdadero. Y cuando se hace esto, se experimenta un poder
transformador que renueva cada aspecto de la vida. Hablar de una cosmovisión cristiana no
es más que otra forma de decir que cuando uno es redimido, toda su perspectiva de la vida se
centra en Dios y se reconstruye sobre su verdad revelada.
Manifiesto de incredulidad
Al no hallar respuestas, di finalmente un paso significativo: decidí que la opción
intelectual más honesta sería rechazar mi fe, y luego analizarla objetivamente junto con las
principales religiones y filosofías, a fin de decidir cuál de ellas era realmente verdadera.
¡Proyecto bastante ambicioso para una chica de dieciséis años! No obstante, comencé a
visitar la biblioteca del instituto y a sacar libros de la estantería de filosofía y a bregar con
ellos. No contaba con la preparación para entender todo el material, pero pensé que éste debía
ser el foro donde la gente discutía acerca de las grandes cuestiones sobre la verdad y el sentido
de la vida.
Quisiera resaltar que éste no fue un estudio meramente académico, sino un periodo
muy oscuro y difícil de mi vida. La gente que se cría fuera de la iglesia tal vez no sepa lo que
se pierde. Pero yo tenía una fe genuina, aun cuando sólo fuera la fe de un niño: yo sabía que
Dios me había creado, me amaba, tenía un propósito maravilloso para mi vida. Estos
principios parecen muy sencillos —hasta que uno los rechaza—. De pronto, fui sutilmente
consciente que carecía de respuestas para las preguntas más básicas: ¿De dónde venía? ¿Era
la vida sólo un accidente casual de fuerzas ciegas? ¿Tenía algún sentido? ¿Había algún
principio verdadero y real sobre el que edificar mi vida?
Entonces abracé el relativismo, el subjetivismo y varios “ismos” populares de la cultura
moderna, porque estaba resuelta a ser implacablemente honesta respecto a las consecuencias
lógicas de la incredulidad. Si no existe Dios, entonces, ¿qué puede servir de base para la
verdad objetiva y universal? Caí en la cuenta de que es imposible salirse de la experiencia
limitada —nuestra pequeña e insignificante ranura en la enormidad de la historia del
universo— para poder tener acceso al conocimiento universal, válido para todo tiempo y
lugar.
Y si no existe Dios, ¿qué base puede haber para una norma moral válida, universal?
Una vez, una compañera de clase manifestó que cierto acto ajeno era «malo». Yo sacudí la
cabeza y argüí que en última instancia no es posible discernir entre el bien y el mal.
Finalmente, llegué incluso a preguntarme si podía estar realmente segura de alguna
realidad fuera de mi cabeza. Empecé a garabatear todas las cosas como si sólo fueran burbujas
de pensamiento. Para mi graduación en el colegio, escribí un trabajo sobre el tópico «Por qué
no soy cristiana». Más adelante descubrí que Bertrand Russell había escrito un famoso
ensayo bajo el mismo título (que yo aún no había leído) —pero este fue mi propio manifiesto
de incredulidad.
Dios gana
Mientras aún estaba en L’Abri abordé a otro estudiante para preguntarle que me
explicara por qué se había convertido al cristianismo. Un joven pálido y delgado con fuerte
acento sudafricano me respondió sencillamente: «Derribaron todos mis argumentos».
Seguí mirándole, algo perpleja, esperando algo más dramático. «No siempre se pasa
por una gran experiencia emocional, ¿sabe?», me dijo con una mirada apologética. «Me di
cuenta que se podía defender mejor el cristianismo que las otras ideas con las que vine aquí».
Fue la primera vez que me encontraba con alguien cuya conversión había sido estrictamente
intelectual, y no me podía imaginar en ese momento que mi conversión sería similar.
De vuelta en Estados Unidos, mientras examinaba las ideas de Schaeffer en clase, leí
también las obras de C. S. Lewis, G. K. Chesterton, Os Guinness, James Sire y otros
apologetas. Pero interiormente, también tenía hambre juvenil de realidad, y un día escogí La
cruz y el puñal, de David Wilkerson. Esta historia era lo bastante emocionante como para
satisfacer la afición por lo dramático —historias de personajes que se aventuraban a ir por
los barrios bajos y daban testimonio de sanidades sobrenaturales de la drogadicción—.
Enardecida con la esperanza de que quizá Dios hiciera algo igual de espectacular en mi vida,
esa noche le pedí, que, si era real, me mostrara algún signo sobrenatural, y le prometí que, si
lo hacía, creería en Él. Pensando que este tipo de cosa daría mejor resultado que un
planteamiento agresivo, hice votos de no acostarme en toda la noche hasta que Él me enviara
una señal.
Pasó la medianoche, luego la una de la madrugada, las dos, las cuatro... los ojos se me
cerraban muy a mi pesar, sin aparecer aún ningún signo espectacular. Finalmente, desazonada
por haberme embarcado en tal teatralidad, abandoné la vigilia. Y al hacerlo, repentinamente
me sorprendí hablando a Dios de manera sencilla y directa, desde lo más profundo de mi
alma, percibiendo un hondo sentido de su presencia. Reconocí que no necesitaba realmente
señales y maravillas externas, porque, en el fondo de mi corazón, tenía que admitir (bastante
apenada) que ya estaba convencida de que el cristianismo era verdadero. En los debates de
L'Abri y mis lecturas de apologética, llegué a darme cuenta que había buenos y suficientes
argumentos contra el relativismo moral, el determinismo físico, el subjetivismo
epistemológico y muchos otros ismos que había arrastrado en mi cabeza. Como mi amigo
sudafricano lo expresara, todas mis ideas habían sido derribadas. El único paso que cabía dar
era reconocer que había sido persuadida y entonces entregar mi vida al Señor de la verdad.
Así pues, como a las cuatro y media de aquella madrugada, admití calladamente que
Dios había ganado la discusión.
Espero que usted aproveche de mi caso personal que la cosmovisión no es un concepto
académico abstracto. El término define más bien la búsqueda de respuestas a las cuestiones
intensamente personales que todos debemos plantearnos —el clamor del corazón humano
por propósito, sentido y una verdad lo suficientemente grande para vivir—. Nadie puede vivir
sin propósito ni dirección, sin sentir que su vida tiene importancia como parte de una historia
cósmica. Podremos cojear por un tiempo, extraer pequeños plazos de sentido de objetivos a
corto plazo, como obtener un título, conseguir un empleo, contraer matrimonio, fundar una
familia. Pero en algún momento, las cosas temporales no aciertan a satisfacer el hambre
profunda de eternidad en el espíritu humana. Porque fuimos creados para Dios, y cada parte
de la personalidad se proyecta hacia una relación con Él. Nuestros corazones están inquietos,
dijo san Agustín, hasta que hallemos descanso en Él.
Una vez que uno descubre que la cosmovisión cristiana es realmente verdadera, vivirla
concretamente significa ofrecer a Dios todas las facultades —prácticas, intelectuales,
emocionales, artísticas— para dedicarle a Él cada área de la vida. La única expresión que tal
fe puede adoptar es captar el ser total y redirigir todo pensamiento. La idea de una división
entre lo sagrado y lo secular se torna impensable. La verdad bíblica se adueña del ser interior
y uno reconoce que no sólo se trata de un mensaje de salvación, sino de la verdad acerca de
la realidad entera. La Palabra de Dios pasa a ser una luz para todas nuestras veredas y
proporciona principios fundamentales para someter cada parte de la vida al Señorío de Cristo,
para glorificarle y cultivar su creación.
RECRIMINACIONES Y REGAÑINAS
Mirando retrospectivamente después de tres décadas, he llegado a apreciar más que
nunca L’Abri, porque me ofreció una cosmovisión del cristianismo desde el principio de mi
vida espiritual. Además de enseñar el Mandato Cultural, Schaeffer lo demostró. Desde el
momento que llegué a L’Abri, haciendo autostop monte arriba y llamando a la puerta de un
pintoresco chalet suizo, me asombró el respeto por el arte y la cultura que se hacía evidente
aun en los más pequeños detalles —la sencilla belleza de un florero con flores silvestres en
la mesa del comedor, la elegancia natural de la decoración montañesa suiza, la profundidad
y amplitud de la conversación, las lecturas de literatura clásica en la sobremesa. La escucha
de las enseñanzas de Schaeffer era enormemente educativa, versaban sobre política, filosofía,
educación, arte y cultura popular —mostrando con el ejemplo que se pueden abordar todas
esas esferas desde una perspectiva cristiana.
Después de convertirme al cristianismo regresé a L’Abri por un periodo de estudio más
prolongado y descubrí cuán liberadora puede ser una visión del mundo. No hay necesidad de
evitar el mundo secular ni de ocultarse detrás de los muros de una subcultura evangélica; en
vez de ello los cristianos pueden apreciar las obras de arte y la cultura como productos de la
creatividad humana que expresan la imagen de Dios. Por otra parte, no se corre peligro en
ser ingenuo o complaciente respecto a mensajes falsos y nocivos empotrados en la Cultura
secular, porque una cosmovisión proporciona las herramientas conceptuales necesarias jura
analizarlos y criticarlos. Los creyentes pueden aplicar una clara perspectiva bíblica cada vez
que hojean un periódico, ven una película o leen un libro.
Schaeffer ejemplificó este planteamiento equilibrado en sus lecciones y sus escritos. El
llamaba la atención sobre la calidad artística de, digamos, una pintura del Renacimiento,
aunque al mismo tiempo criticara la cosmovisión renacentista del humanismo autónomo que
aquella expresara. Apreciaba el color y la composición de una pintura expresionista, la
calidad técnica de un film de Bergman o la maestría musical de una pieza de rock —si bien
identificaba la cosmovisión relativista o nihilista que expresaban.
Los artistas suelen ser los barómetros de la sociedad. Analizando las cosmovisiones
incrustadas en sus obras se puede aprender muchas cosas para abordar la mente moderna con
más eficacia. No obstante, muchos cristianos critican la cultura unidimensionalmente, desde
una perspectiva moral y, en consecuencia, adoptan actitudes negativas y condenatorias. En
cierta universidad cristiana asistí a un curso de inglés impartido por un profesor cuya idea
critica de las obras de literatura clásica consistía en contabilizar cuantas veces los personajes
usaban palabrotas o incurrían en relaciones sexuales ilícitas. Parecía ciego a la calidad
literaria del libro —ya se tratara de buena o mala literatura—. Tampoco nos enseñaba a
detectar la visión del mundo que expresaban. Asimismo, hace poco un personaje de la radio
cristiana acusó duramente a Elvis Presley por el contenido inmoral de sus canciones, sin
preguntarse si éstas eran musicalmente buenas (que ciertamente lo eran) ni suscitar otras
cuestiones de cosmovisión, como por qué la cultura popular ejerce tanta influencia. Cuando
la única forma de comentario cultural que ofrecen los cristianos es condenación moral, no es
extraño encontrarse con no creyentes enfadados que recriminan y regañan.
La primera reacción ante las grandes obras de la cultura humana —sean arte o
tecnología o productividad económica— debería ser celebradas como reflejo de la
creatividad de Dios. Y cuando se analiza dónde se torcieron, habría que proceder con un
espíritu de amor. Actualmente, en los programas religiosos de radio o en las cartas que
recaban apoyo ministerial, es común que los activistas cristianos ataquen a Hollywood, o la
televisión, o la música rap en tonos airados, censurando su contenido inmoral o burlándose
de las pretensiones de la corrección política posmoderna. Pero Schaeffer no hacia eso. Aun
cuando suscitara critica seria, expresaba una compasión ardiente por las personas atrapadas
en la jaula de cosmovisiones falsas y perniciosas. Cuando describía el pesimismo y el
nihilismo expresado en tantas películas, pinturas y canciones populares, él demostraba
profunda empatía por los que realmente vivían en tal desesperanza. Esas obras de arte “son
expresión de hombres que luchan contra su espantosa perplejidad y desvarío”, escribió.
«¿Habremos de reírnos de tales cosas? ¿Osaremos sentirnos superiores observando la
expresión atormentada de su arte?». Los hombres y mujeres que producen estas cosas «son
muertos vivientes; con todo, ¿qué compasión les tenemos?»
Hoy día, los activistas cristianos se apresuran a organizar boicots o presionar a políticos
para que dejen de subsidiar a algún grupo artístico y estas estrategias tienen su lugar. Pero
¿cuántos se acercan a los artistas con compasión? ¿Cuántos hacen el duro trabajo de formular
respuestas reales a las cuestiones que ellos suscitan? ¿Cuántos claman a Dios a favor de las
personas que pugnan en los serpentines de cosmovisiones falsas?
ENAMORADOS DE LA CREATIVIDAD
La mejor manera de ahuyentar una mala cosmovisión es ofrecer una buena. Los
cristianos necesitan dejar de hacer exclusivamente crítica de la cultura y ser creadores de
cultura. Ésa es la tarea que Dios encomendó originalmente a los humanos que hicieran, y es
preciso que el proceso de santificación la recupere. Ora trabajemos con el cerebro, ora con
las manos, seamos analíticos o artísticos, trabajemos con personas o con cosas, en toda
vocación que desempeñemos somos creadores de cultura y hemos de ofrecer nuestro trabajo
como servicio a Dios.
Una iglesia de Los Ángeles que ministra a artistas de Hollywood incluye entre sus
principios básicos esta hermosa declaración: «La creatividad es la consecuencia natural de la
espiritualidad». Exactamente. Los que se mantienen en relación con el Creador deberían ser
los más creativos. Mediante el desarrollo creativo de un planteamiento bíblico en su campo
temático, los creyentes pueden incluso transformar toda una disciplina. Considere algunos
ejemplos inspiradores.
Imperio benévolo
Un último ejemplo es el de Marvin Olasky, quien inesperada y decisivamente
transformó el debate del bienestar. Un ex marxista delgado, con lentes, de origen ruso judío,
Olasky es profesor de periodismo y editor de la revista World. Pero a principios de los
noventa recibió una beca para escribir un libro, y se instaló en una pequeña oficina de la
Heritage Foundation, en Washington D.C., justo a dos manzanas de donde yo residía por
aquel entonces. Cuando le hice una visita, me hablo del proyecto que le catapultaría a la fama
unos años después.
La política del bienestar estadounidense se había estancado: Aunque el estado
asistencial hiciera algún bien a los que sólo necesitaban un empujón temporal para
recuperarse, también creó una subclase permanente —la crónicamente pobre, cuya pobreza
estaba relacionada con patologías sociales como la adicción al alcohol, el consumo de drogas,
hogares sin padre y el crimen. Todos los que nutrían las filas a ambos lados del pasillo
estuvieron de acuerdo en que la sociedad del bienestar precisaba ser reformada, pero nadie
sabía cómo hacerlo.
Fue Olasky quien descubrió la respuesta, y lo consiguió analizando el planteamiento
cristiano tradicional de la beneficencia. Al investigar la vasta proliferación de organizaciones
benéficas cristianas en el siglo XIX, con frecuencia denominado el Imperio Benévolo, Olasky
descubrió que las iglesias se especializaron en la asistencia personal y ejecutaron el
significado literal de compasión —«sufrir con» otros—. No sólo daban dinero; ayudaban a
la gente a cambiar de vida, centrándose en la formación profesional y la educación. Requerían
que los pobres realizaran algún trabajo útil y les daban oportunidad de recuperar su dignidad
prestando una contribución útil a la sociedad. Ayudaban a los marginados a crear una red
social: a reconectar con la familia y la iglesia para obtener apoyo y rendir cuentas de continuo.
Sobre todo, respondían a las necesidades morales y espirituales que constituyen el meollo de
los trastornos de conducta.
Claramente, esto sobrepasa lo que puede hacer cualquier gobierno. A decir verdad, la
ayuda gubernamental puede realmente empeorar las cosas. Repartiendo impersonalmente
subsidios a todos los que reúnen las condiciones, sin tratar los problemas de comportamiento
subyacentes, lo que hace en esencia el gobierno es «premiar» patrones disfuncionales y
antisociales. Y cualquier conducta que recompense el gobierno tiende por lo general a
aumentar. Como notó un agudo observador del siglo XIX, la ayuda gubernamental es un
«potente disolvente para romper lazos de parentesco, apagar el afecto familiar y suprimir en
los propios pobres el instinto de autoconfianza y autoestima que les convierte en indigentes».
Olasky expone el exitoso planteamiento de la iglesia en su libro The Tragedy of
American Compassion, en el que acuña la expresión conservadurismo compasivo. El libro
fue escogido por el ex presidente de la Cámara de Representantes Newt Gingrich; le gustó
tanto que lo distribuyó entre todos los nuevos miembros del Congreso. De golpe y porrazo,
Olasky empezó a ser homenajeado como el gurú que había descubierto una salida al atasco
de la suciedad del bienestar. Pasó a ser consejero de George W. Bush, quien hizo campaña a
la presidencia con el eslogan de “conservadurismo compasivo”, prometiendo crear una
oficina especial para apoyar iniciativas basadas en la fe. Aunque los analistas políticos siguen
debatiendo los detalles. Olasky ha propiciado un cambio de paradigma decisivo en el enfoque
estadounidense de la sociedad del bienestar.
El éxito de gente como Plantinga, Larson y Olasky nos puede inspirar a todos a sacar
las creencias teístas del escondite y llevarlas a la esfera pública. Si el cristianismo es
realmente verdadero, ofrecerá mejores enfoques en todas las disciplinas.
¿Por qué muchos cristianos aún compartimentan su fe en la esfera privada? ¿Por qué
aceptan la separación entre lo sagrado y lo secular que limita la influencia revolucionaria de
la Palabra de Dios? La única manera de romper con esta malla paralizante es rastrearla hasta
sus orígenes, diagnosticar de dónde procede, cómo se fortaleció con el tiempo y cómo llegó
a conformar el pensamiento actual de muchos cristianos. En el próximo capítulo,
investigaremos nuestra propia historia para buscar las claves que nos revelen por qué
pensamos como lo hacemos. ¿Cómo podemos recuperar la convicción de que el cristianismo
no sólo es verdad religiosa sino toda la verdad?
CAPITULO 2
REDESCUBRIMIENTO DEL GOZO
El problema no sólo consiste en ganar almas sino en salvar mentes.
Si uno gana todo el mundo, pero pierde la mente del mismo,
pronto descubrirá que en realidad no lo ha ganado.
CHARLES MALIK
Cuando Sealy Yates tenía veinticinco años, ya había cumplido el sueño de su vida.
Había asistido a la facultad de derecho, superado la prueba del colegio de abogados y
conseguido un buen empleo. Se había casado con una mujer maravillosa y ambos criaban su
primer hijo. La vida era buena.
Entonces Sealy cayó en una profunda depresión. Era demasiado joven para padecer la
crisis de los cuarenta, pero acabó haciéndose las mismas preguntas: ¿Es esto todo? ¿Quiero
hacer esto el resto de mi vida? ¿Qué sentido tiene todo?
Sealy no era naturalmente depresivo, de manera que sondeó una posible causa que
explicara su estado de ánimo. Y la respuesta que halló no la podría haber adivinado un
psicólogo: La clave para redescubrir el gozo y el propósito resultó ser una nueva concepción
del cristianismo como verdad total —intuición que abrió la presa y derramó las aguas
vivificadoras del evangelio en el terreno reseco de su vida.
Tiempo atrás, a los quince años, Sealy había respondido a una llamada al altar en una
iglesia bautista. A partir de ese momento, supo con toda claridad que lo que más quería era
servir a Dios. Al principio, se figuró que eso significaba hacer alguna especie de labor eclesial
—ser pastor, misionero o líder de música-—. «Yo quería vivir para Dios», me dijo Sealy, «y
el único marco de referencia que disponía me aseguraba que tendría que dedicarse a obra
cristiana a tiempo completo».
Había sólo un problema: carecía de habilidades para ejercer una profesión eclesial. No
obstante, repasando sus pruebas de aptitud, un consejero del colegio le sugirió que
considerara la posibilidad de ser abogado. La idea fue electrizante. Ningún miembro de la
familia de Sealy había asistido a la universidad ni a la facultad de derecho. Tan sólo pensarlo
fue como planear por encima de los límites de la posibilidad. Sin embargo, oró al respecto,
se esforzó y lo consiguió.
Entonces, ¿por qué no era feliz? El sueño imposible de Sealy se había hecho realidad
y, con todo, se sentía desdichado. Se sometió a un férreo programa de actividades de iglesia,
pero el hambre espiritual seguía royendo su corazón. ¿Tal vez había cometido un error?
¿Quizás había sido realmente llamado a realizar una labor eclesial a tiempo completo, pero
ignorado la llamada de Dios? ¿Debía, tal vez, abandonar su empleo y salir al campo de
misión?
Los cristianos que están firmemente comprometidos con su fe suelen experimentar esta
tensión interna. Como Sealy, muchos absorbemos la idea de que servir a Dios significa en
primer lugar hacer trabajo eclesial. Si acabamos en otros campos de trabajo, entonces
pensamos que servir al Señor significa apilar actividades religiosas encima de las
responsabilidades que ya cargamos —cosas como servicios religiosos, estudios bíblicos y
evangelización—. Pero ¿dónde queda el trabajo? ¿Es sólo una necesidad material, algo que
pone comida en la mesa, pero carece de importancia espiritual intrínseca? ¿Es algo
meramente utilitario, una manera de ganarse la vida?
Sealy descubrió que eran esas preguntas la causa de su depresión. No tenía ni idea de
cómo conjugar su fe cristiana con su vida profesional. En sus clases de derecho en UCLA
nunca se mencionaba el cristianismo; ninguno de sus profesores o compañeros de estudios
compartía su compromiso de fe; ni tampoco sus colegas en el despacho de abogados donde
ahora trabajaba. Y puesto que su labor profesional le ocupaba muchas horas de vigilia, ello
significaba que un gran segmento de su vida quedaba cerrado a lo que más le importaba.
«¿Dónde está Dios en mi vida?», se preguntaba Sealy. Lo que él creía depresión resultó
ser un angustioso anhelo de sentido espiritual en su trabajo. El añadir actividades eclesiales
a un empleo completamente secularizado era como poner un marco religioso a una pintura
secular. La tensión entre su hambre espiritual y la demanda de tiempo que exigía un empleo
puramente «secular» le desgarraba por dentro.
La búsqueda de Sealy fue finalmente recompensada cuando descubrió un programa de
estudios que le enseñó a responder a la vida espiritual de los clientes. Instantáneamente, se
abrió todo un mundo delante de él al caer en la cuenta de que la abogada se ocupa de asuntos
relacionados con la persona entera. Después de todo, «la gente acude a los abogados cuando
se encuentra en problemas», explicó. «Es una gran oportunidad de ayudarles a hacer lo
correcto».
Los abogados pueden ministrar a cónyuges atribulados que procuran divorciarse,
aconsejar a adolescentes descarriados en problemas con la ley, aconsejar a empresarios a
superar problemas éticos haciendo lo que es justo o confrontar ministerios cristianos que
rebajan la cuota de sus principios bíblicos. La ley no es meramente un conjunto de
procedimientos o una técnica argumentativa. Es un instrumento divino para confrontar el mal,
establecer la justicia, defender al débil y promover el bien común.
En toda profesión, la postura predominante brota de alguna filosofía subyacente, de los
supuestos básicos en torno a lo que es, en última instancia, verdadero y justo. Esto significa
que los cristianos no tienen por qué sentirse fuera de lugar llevando sus propios postulados a
su campo profesional. Sealy empezó a reclamar libertad para trasladar la concepción bíblica
de la justicia, los derechos y la reconciliación a la arena legal.
EL SECRETO DE SEALY
El dilema que afrontó Sealy no es raro para los cristianos de cualquier profesión. Como
vimos en el capítulo anterior, la sociedad moderna se caracteriza por una brusca división de
la esfera sagrada y la secular —el trabajo y la empresa se definen como estrictamente
seculares—. En consecuencia, los cristianos viven a menudo en dos mundos separados,
permutando entre el mundo privado de la familia y la iglesia (en el que se puede expresar la
fe con libertad) y la vida pública (en la que se suprime tenazmente la expresión religiosa)
Muchos ni siquiera sabemos lo que significa tener una perspectiva cristiana en el trabajo.
Desde luego, sabemos que ser cristiano significa ser ético en el trabajo —como dice Sealy,
«ni se miente ni se engaña»—. Pero el trabajo mismo equivale normalmente a llevar a casa
una paga, ascender peldaños en la propia carrera, labrarse una reputación profesional.
Para abogados como Sealy, el éxito se define sobre todo en ganar casos. La actitud que
predomina actualmente en el ejercicio del derecho es que la ley no tiene nada que ver con la
moralidad. Los abogados son poco más que «pistolas alquiladas» de quienes se espera que
defiendan a sus clientes, lleven o no razón, sin tener en cuenta los principios morales de la
verdad o la justicia. Se les aconseja mantener su propia perspectiva moral bien escondida en
la esfera privada; en la esfera pública, su tarea se limita estrictamente a proporcionar consejo
legal.
Pero ningún cristiano, en ninguna profesión, puede ser feliz cuando se desgarra en una
doble dirección. Todos deseamos que nuestro trabajo sirva realmente apara algo más que
para pagar las facturas o impresionar a los colegas. ¿Cómo se puede experimentar el pleno
poder de la fe cristiana cuando se aísla del resto de la vida? ¿Cómo es posible vivir
íntegramente cuando a uno se le pide que se despoje de sus creencias más profundas mientras
se dirige a su puesto de trabajo y funciona en él con una mentalidad puramente “secular”?
Las dicotomías de que hemos venido hablado —sagrado/secular y público/privado—
no son meras abstracciones. Causan un profundo impacto personal Cuando la esfera de lo
público es acordonada como zona exenta de religión, nuestras vidas se escinden y se
fragmentan. El trabajo y la vida pública son despojados de su importancia espiritual, mientras
que las verdades espirituales que dan a la vida sentido profundo se degradan hasta convertirse
en actividades de ocio, sólo apropiadas para el tiempo libre. El evangelio es cercenado, se le
hurta su poder de “leudar” la totalidad de la vida.
¿Cómo nos libraremos de las dicotomías que estorban el poder de Dios en nuestras
vidas? ¿Cómo pueden el amor y el servicio a Dios ser chispas que iluminen nuestra
existencia? Descubriendo una perspectiva de cosmovisión capaz de unificar lo secular y lo
sagrado, lo público y lo privado, dentro de un mismo marco. Entendiendo que todo trabajo
honesto y empresa creativa puede ser un llamamiento válido del Señor. Y dándonos cuenta
de que hay principios bíblicos aplicables a todos los campos de trabajo. Estas perspectivas
nos llenarán de nuevo propósito, y comenzaremos a experimentar el gozo que brota de una
relación con Dios en, y a través de, cada dimensión de la vida.
Para Sealy, esto significó descubrir que el ejercicio del derecho es mucho más que una
manera de hacer dinero y ganar casos. Es fundamentalmente una manera de llevar a cabo el
propósito de Dios en el mundo, extender la justicia y contribuir al bien de la sociedad. “Dios
me mostró cómo vivir para Él en mi vida profesional”, me contó Sealy, “No se trata sólo de
gestionar una empresa o de ganarse la vida. En el trabajo, realizamos la obra de Dios. Así fue
como redescubrí el gozo”
CULPABILIDAD EN EL CAPITOLIO
Probablemente muchos de nosotros no hemos relacionado la idea de una cosmovisión
cristiana con el hallazgo de gozo en la vida. Pero Sealy tiene razón. Sólo cuando ofrecemos
todo lo que hacemos en adoración a Dios experimentamos que circula su poder por cada fibra
de nuestro ser. El Dios de la Biblia no es sólo el Dios del espíritu humano, sino además el
Dios de la naturaleza y la historia. No sólo le servimos en adoración, sino también en
obediencia al Mandato Cultural. Si las iglesias cristianas se toman en serio el discipulado,
deben enseñar a los creyentes a seguir viviendo para Dios después de salir de la iglesia los
domingos.
No hace mucho, después de dar una charla en el Capitolio, se me acercó un secretario
del Congreso y me confió con cierta frustración que muchos de los jóvenes cristianos que
llegan a Washington se sienten «culpables» por interesarse en la política.
—¿Culpables? —la idea me resultaba incomprensible—. Pero ¿por qué?
—Bueno —se explicó—, perciben que, si realmente estuvieran comprometidos con
Dios, no estarían aquí. Se dedicarían al ministerio.
Aunque muchos de esos jóvenes procedían de universidades cristianas, no se les había
enseñado una cosmovisión bíblica. Seguían situando su trabajo profesional en el plano
secular de la división sagrado/secular, considerando que era menos valioso que la actividad
religiosa.
Un oficial de alto rango residente en Washington se lamentaba una vez de lo difícil que
era encontrar cristianos comprometidos que ocuparan cargos de gobierno y al mismo tiempo
fueran profesionales destacados. El problema, me comentó, es que la mayoría de los
creyentes carecen del sentido bíblico de la vocación en sus empleos, por lo que no aciertan a
reconocerlos como trabajo de vanguardia para el Reino. Como ejemplo, me contó el caso de
un médico que había dejado de practicar la medicina para sumarse al plantel de una
organización cristiana.
—Abandoné el ejercicio de la medicina para dedicarme al ministerio —le dijo el doctor.
—Disculpe —le interrumpió el oficial—. Ése es exactamente el problema: su práctica
de la medicina era un ministerio, tanto como lo que hace ahora.
El médico confesó, desconcertado, que nunca lo había visto desde esa óptica.
Los cristianos normales que trabajan en negocios, industria, política, factorías, etcétera,
son «las tropas de vanguardia de la Iglesia en su compromiso con el mundo», escribió Lesslie
Newbigin. Imagine cómo serían transformadas las iglesias si realmente contemplásemos a
los laicos como tropas de vanguardia en el combate espiritual. «¿Nos estamos tomando en
serio el deber de apoyarles en el combate?», se pregunta Newbigin. «¿Hemos hecho algo
serio alguna vez para fortalecer su testimonio cristiano, para ayudarles plantar cara a los
dificilísimos problemas éticos que tienen que afrontar cada día, para asegurarles que toda la
congregación les apoya en su guerra espiritual cotidiana?». La iglesia no es otra cosa que
un campo de instrucción para enviar laicos preparados para predicar el evangelio al
mundo.
EL BILINGÜISMO
En un sentido, los cristianos tienen que aprender a ser bilingües, esto es, a traducir la
perspectiva del evangelio en un lenguaje que entienda la cultura circundante. Por una parte,
todos aprendemos a usar el lenguaje mundano: Si hemos pasado por el sistema educativo
público, “hemos aprendido a usar un lenguaje que pretende que el mundo tenga sentido sin
la hipótesis de Dios”, como dice Newbigin. Y luego, “por una o dos horas a la semana,
hablamos otro idioma, el idioma de la Biblia”. Somos como inmigrantes —como mis propios
abuelos, que llegaron a Estados Unidos procedentes de Suecia —. En el servicio luterano
dominical hablaban su lengua materna, pero el resto del tiempo, la extraña lengua inglesa de
la tierra en que se habían establecido.
Pero los ensílanos no sólo son llamados a ser inmigrantes, a preservar unos pocos
dichos y costumbres del país de procedencia. En vez de ello, deben ser como misioneros que
traducen activamente el lenguaje de la fe al de la cultura que les envuelve.
La incómoda verdad es que no parecemos ser muy buenos lingüistas. El columnista
Andy Crouch relata el caso de un profesor de la Universidad de Cornell que se preocupaba
de los alumnos cristianos que asistían a sus clases. Casi «no dicen nada», se quejó el profesor.
Sólo sé que son compañeros en la fe cuando «se acercan furtivamente, después de clase, a
darme las gracias». He ahí un profesor que procuraba activamente crear un ambiente
agradable para que sus alumnos cristianos tuvieran libertad de participar —«¡pero no decían
nada!».
¿Por qué no? La respuesta que cabe dar es que muchos estudiantes cristianos
desconocen cómo expresar la perspectiva de su fe en un lenguaje adecuado en la arena
pública. Como inmigrantes que aún no dominan la gramática de su país de adopción, se
sienten cohibidos. En privado, hablan unos con otros en el idioma materno de su religión,
pero en clase sienten inseguridad para expresar su perspectiva religiosa con el acento del
mundo académico.
LA GRIETA DE LA FE
Las encuestas concuerdan en que un gran porcentaje de estadounidenses confiesan
creer en Dios o haber nacido de nuevo, sin embargo, la influencia de los principios cristianos
está decayendo en la vida pública. ¿Por qué? Porque muchos evangélicos tienen escasa
preparación para enmarcar los principios de la cosmovisión cristiana en un lenguaje aplicable
a la arena pública. Aunque el cristianismo está prosperando en la cultura moderna, ello es a
costa de ser relegado cada vez más estrechamente a la esfera privada.
Otra manera de decirlo es que la esfera privada es cada vez más religiosa, mientras la
esfera pública es cada vez más secular. En una encuesta realizada en 1994, el 65 por ciento
de los estadounidenses afirmaban que la religión estaba perdiendo influencia en la vida
pública, y, sin embargo, casi el mismo número, el 62 por ciento, decía que la influencia de la
religión estaba realmente aumentando en sus vidas personales. Esto significa que la
separación entre los ámbitos público y privado se ha agudizado hasta abrirse una profunda
brecha, dificultando aún más que los cristianos crucen al otro lado para acercar los principios
bíblicos a la arena pública.
La privatización también ha cambiado la naturaleza de la religión. En el ámbito privado
la religión puede gozar de considerable libertad, pero sólo porque la esfera privada ha sido
cautelosamente acordonada del mundo «real», donde tienen lugar las actividades sociales
«importantes». La religión ya no se considera fuente de verdades de peso que podrían
potencialmente entrar en conflicto con las agendas públicas. El ámbito de lo privado ha
quedado reducido a una «“zona de juego” inocua», asegura Peter Berger, en la que la religión
es aceptable para el uso de las personas que necesitan esa especie de muleta —pero donde
no moleste a ningún engranaje más amplio de la política y la economía.
No obstante, al consentir que la religión quede restringida a un área proscrita, se socava
uno de sus propósitos principales, cual es precisamente proporcionar un sentido integrador
de la vida. Como dice Berger, la privatización «representa una severa ruptura de la tarca
tradicional de la religión, que era precisamente establecer un conjunto integrado de
definiciones de la realidad que pudiera servir de universo común, pleno de sentido para los
miembros de la sociedad». En efecto, muchos evangélicos ya no piensan que corresponda a
la religión proporcionar un «universo común de sentido». La religión atrae hoy casi
exclusivamente a las necesidades de la esfera privada —sentido personal, vínculo social,
apoyo familiar, desarrollo emocional, vida práctica y así sucesivamente—. En este clima, las
iglesias aprenden, casi inevitablemente, a hablar el lenguaje de las necesidades psicológicas,
centrándose principalmente en las funciones terapéuticas de la religión. Mientras que la
religión solía estar conectada con la identidad grupal como sentido de pertenencia, hoy es
casi exclusivamente una búsqueda de auténtica vida interior.
La gente se suele apegar bastante a una religión que responda de este modo a sus
necesidades prácticas y emocionales. En un mundo cada vez más impersonal, la gente tiene
hambre de recursos que sustenten su vida personal y privada. Sin embargo, esto representa
una visión truncada de la aseveración del cristianismo, es decir, ser la verdad acerca de la
realidad total. “La secularización no causó la muerte de la religión”, asegura el teólogo
Walter Kasper, pero sí logro que “esta sólo fuera un segmento de la vida moderna junto a
muchos otros. La religión perdió su derecho a la universalidad y su poder de interpretación”.
Es decir, el cristianismo ya no funciona como anteojo para interpretar la realidad entera; ya
no es considerada verdad total.
En esencia, los cristianos han aceptado una compensación. “Al asentir al proceso de
privatización”, afirma Newbigin, el cristianismo “se ha asegurado para sí continuidad al
precio de claudicar el campo crucial”. Es decir, el cristianismo ha sobrevivido en la esfera
privada, pero al precio de perder capacidad de promulgar una reivindicación creíble en la
arena pública o de retar a las ideologías reinantes.
La razón por la que Newbigin fue tan sensible al problema es que vivió cuarenta años
como misionero en la India, país que no está infestado de la misma división sagrado/secular,
público/privado. La mentalidad de los cristianos indios es que, por supuesto, la religión
impregna toda la vida. Lo mismo cabe decir de los cristianos africanos. «En la mayoría de
las culturas humanas, la religión no es una actividad aparte, aislada del resto de la vida»,
explica Newbigin. En estas culturas, “lo que llamamos religión es toda una cosmovisión, una
manera de entender la experiencia humana completa”.
A escala global, pues, la dicotomía sagrado/secular es una anomalía, una peculiaridad
exclusiva de la cultura occidental. La clara línea divisoria que la moderna cultura occidental
ha trazado entre los asuntos religiosos y los seculares, es una de las peculiaridades más
significativas de nuestra cultura, incomprensible para la mayoría de las personas».
Afrontamos un reto singular para poder comunicar el evangelio en Occidente: tenemos que
aprender a sacarlo de la esfera privada y presentarlo en su gloriosa plenitud como la verdad
acerca de la realidad completa.
DEVOCIÓN DESCONECTADA
El primer paso en este proceso es simplemente identificar la mentalidad dividida en
nuestro propio pensamiento y diagnosticar cómo funciona. La dicotomía es tan común que
suele ser difícil para los cristianos reconocerla en su propio pensamiento. Esto me sorprendió
mucho cuando leí los resultados de una encuesta realizada hace algunos años por Christian
Smith, sociólogo de la Universidad de Carolina del Norte (y creyente evangélico). Los
resultados de la encuesta subrayan tanto la buena como la mala noticia del mundo evangélico
estadounidense.
La buena noticia es que, por lo que toca a varios criterios de vitalidad religiosa, los
evangélicos quedaron regularmente en los primeros puestos. Es evidente que los evangélicos
están altamente comprometidos con su fe; hablan el lenguaje del evangelio con fluidez. Por
otra parte, cuando se les pidió que articulasen la perspectiva de su concepción cristiana de
otros asuntos —como el trabajo, la empresa y la política— tenían poco qué decir. Parecían
incapaces de traducir la perspectiva de su fe a un lenguaje adecuado para la arena pública.
La encuesta comparó a los evangélicos con otros cuatro grupos: fundamentalistas,
protestantes tradicionales, protestantes liberales, y católicos romanos [Estos datos se
refieren a los Estados Unidos]. Echemos una ojeada a algunos ejemplos de sus hallazgos.
En primer lugar, la buena noticia. Cuando se les preguntó qué opinión les merecía la Biblia,
un 97 por ciento de los evangélicos respondieron que había sido inspirada por Dios y que no
contenía errores. Compare este dato con el de los otros grupos encuestados:
97% de evangélicos
92% de fundamentalistas
89% de protestantes tradicionales
78% de protestantes liberales
74% de católicos
Los evangélicos eran también los que aseguraban con mayor probabilidad que ellos
habían entregado su vida a Jesucristo como su Señor y Salvador personal:
97% de evangélicos
91% de fundamentalistas
82% de protestantes tradicionales
72% de protestantes liberales
67% de católicos
He aquí el porcentaje de los que Aseveraron que su fe era muy importante para ellos:
78% de evangélicos
72% de fundamentalistas
61% de protestantes tradicionales
58% de protestantes liberales
44% de católicos
75% de evangélicos
65% de fundamentalistas
55% de protestantes tradicionales
34% de protestantes liberales
38% de católicos
71% de evangélicos
63% de fundamentalistas
62% de protestantes tradicionales
44% de protestantes liberales
38% de católicos
Una pregunta particularmente relevante para este libro: ¿Cuán importante es defender
una cosmovisión cristiana en círculos intelectuales? “Muy importante”:
63% de evangélicos
65% de fundamentalistas
46% de protestantes tradicionales
49% de protestantes liberales
(católicos no encuestados)
Estos datos dejan claro que, respecto a muchas medidas de vitalidad religiosa, la
situación del mundo evangélico es favorable. Los historiadores y los sociólogos tienen fama
de predecir la defunción del cristianismo en el mundo moderno:
Muchos aceptan la «tesis de la secularización», que manifiesta que a medida que las
sociedades se modernizan, inevitablemente se secularizan. Pero la secularización de Estados
Unidos se ha exagerado excesivamente. La evidencia indica que el mundo evangélico está
prosperando incluso en la sociedad actual altamente modernizada.
Si esa es la buena noticia, ¿cuál es, entonces, la mala? La mala noticia es que cuando
se les pidió que articulasen una perspectiva bíblica sobre asuntos de la arena pública, nadie
pudo hacerlo. Ni siquiera una sola persona en toda la encuesta. Los encuestados se
expresaron estrictamente en un lenguaje de moralidad individual y devoción religiosa;
parecieron incapaces de enunciar una filosofía cristiana de la empresa, la política o la cultura.
Esto llanta la atención si leemos algunos ejemplos en sus propias palabras. Cuando se
les preguntó cómo generar un efecto transformador sobre la cultura en general, una mujer
bautista respondió: «Yo creo que, si cada persona vive la vida cristiana, ...influye en la
sociedad. Tenemos que vivir cómo Cristo quiere que vivamos, lo mejor que podamos, para
influir en la sociedad en general». Un cristiano carismático contestó a los encuestadores:
«Para mí, la solución a los problemas del mundo es hacerse cristiano, ¿no es cierto?». Un
miembro de la Iglesia de Cristo dijo: «Cree sólo en Cristo y vive lo mejor que puedas de la
manera que Él quiere, y eso cambiará todo el mundo».
Estas respuestas contienen una buena dosis de verdad, por supuesto; pero esa verdad
se limita a la conversión individual y la influencia personal. Ninguno de los encuestados
criticó las cosmovisiones que conforman la vida pública moderna, ni hablaron de desarrollar
una teoría cristiana de orden social.
Cuando se les preguntó cómo debía el cristianismo influir al mundo del trabajo y la
empresa, la mayoría sólo pensó en inyectar actividades religiosas en el puesto de trabajo. Una
mujer de una iglesia de buscadores (movimiento...) declaró: «Hay oportunidades... de hacer
estudios bíblicos en la empresa, desayunos de oración, algún tipo de cruzada». Un hombre
pentecostal (que al parecer realizaba un trabajo duro), dijo: «No permito que maldigan
excesivamente... ni beber nada de alcohol, ni que lleguen borrachos al trabajo. También,
oramos casi siempre por la mañana, antes de empezar a trabajar».
Otros encuestados recalcaron su testimonio moral en el trabajo. Los cristianos
«deberían ser los empleados más honestos», dijo un hombre presbiteriano. «Si uno trabaja
por cuenta ajena, no debe robar ni tomarse diez minutos de más para la pausa del almuerzo».
De hecho, la honestidad fue el factor más recurrente —mencionado por uno de cada tres
evangélicos—. Cuando los encuestadores presionaron y preguntaron a la gente si los
cristianos podían hacer algo más por la economía, un miembro de la Iglesia de Cristo
respondió: «No, porque si lodo el mundo fuera honesto, no haría falta nada más». Una mujer
bautista comentó: «Si una es honesta, irá bien todo lo demás».
Por supuesto, hay que encomiar a los que hacen estudios bíblicos en el puesto de trabajo
o intentan ejercer una influencia moral. Pero ¿qué decir acerca de una perspectiva bíblica en
el trabajo? Falta algo cuando no se oye ninguna respuesta que hable del propio trabajo como
servicio a Dios o como cumplimiento del Mandato Cultural —el mandato bíblico de sojuzgar
la tierra (véase el capítulo 1). E incluso bajo presión, ninguno de los encuestados ofreció
ningún principio bíblico sobre la economía o pareció ser consciente de la influencia de las
fuerzas o instituciones económicas sistémicas.
Finalmente, ¿qué acerca de la política? Una mujer que asistía a una iglesia evangélica
morava contestó: «¿Qué puede hacer un cristiano en la política? Ser una presencia moral».
Un miembro de la Iglesia de Cristo dijo: «Por qué habrían los cristianos de entrometerse en
la política? Pienso que hay que ganar almas... Si pudiera ayudar a alguien [a ir al cielo]
formando parte del gobierno, ...entonces me sentiría bien».
Nadie niega que los cristianos sean evangelistas dondequiera que estén — incluso en
la política—. Pero un cargo político no es sólo una plataforma para compartir el evangelio.
También somos llamados a desarrollar una perspectiva bíblica del estado y la política. Dios
creó el estado para un propósito y hemos de preguntarnos ¿cuál es ese propósito? ¿Cómo
trabajan los cristianos para extender la justicia y el bien común?
Las veces que los encuestados respondieron a cuestiones políticas específicas,
mencionaron generalmente el aborto y la homosexualidad. ¿Por qué estos asuntos concretos?
Porque son fáciles de conceptualizar en términos de moralidad individual. Por la misma razón,
la solución a problemas sociales se definió casi exclusivamente en términos de actividades
individuales voluntarias —misiones de compasión a los pobres, los sin techo, los adictos—.
«Por muy dignos que parezcan estos proyectos», comenta Smith, «ninguno de ellos intenta
transformar los sistemas social o cultural, sino solamente aliviar parte del daño causado por
el sistema existente».
El estudio proporciona una instantánea fascinante de los cristianos evangélicos
contemporáneos, señalando con precisión certera sus cualidades y sus defectos. Por una parte,
sus corazones están en el lugar correcto; son sinceros, serios, comprometidos. Por otra, su fe
es casi completamente privada: queda normalmente limitada al ámbito del comportamiento
personal, valores y relaciones. Aun cuando los evangélicos intentan influir en la esfera
pública, su principal estrategia consiste en importar actividades de su esfera privada, como
reuniones de oración y evangelización. Los amigos que trabajan en el Capitolio me aseguran
que hay varios grupos cristianos que ministran a políticos y al personal. A pesar de ello, todos
reducen, en la práctica, su ministerio a la devoción personal —«¿cómo va su andar con
Jesús?»—. Pocos retan a los que se mueven en el terreno de la política a abordar los asuntos
desde una perspectiva bíblica —«¿qué es una filosofía política cristiana? ¿Cómo influye la
perspectiva de su fe en la votación de los proyectos de ley ante el Congreso?».
Antes incluso de poder empezar a desarrollar una cosmovisión cristiana, es necesario
identificar las barreras que nos impiden aplicar nuestra fe a áreas como el trabajo, la empresa
y la política. Es necesario intentar entender por qué los cristianos occidentales perdieron de
vista el llamamiento global que Dios hace a nuestra vida. ¿Cómo sucumbimos a la reja
sagrado/secular que mutila la eficacia en la esfera pública? Para liberamos de este patrón de
pensamiento destructivo, es preciso entender de dónde procede, identificar las formas que ha
adoptado y rastrear el camino por el que se entretejió para formar patrones penetrantes de
pensamiento. Descubriremos que, desde el principio, el cristianismo ha estado infestado de
dualismos y dicotomías de diversas clases. Y la única manera de librarnos del pensamiento
dualista es hacer un claro diagnóstico del problema.
LA ESQUIZOFRENIA CRISTIANA
Para hacer este diagnóstico, debemos retroceder a la iglesia primitiva y su encuentro
con el pensamiento griego. Imagínese a los primeros creyentes: grupos pequeños, aguerridos,
rodeados de una cultura extraña con su propia lengua, literatura, cultura, instituciones cívicas
establecidas y —lo más importante— la rica tradición intelectual de la filosofía griega.
¿Cómo defendió la iglesia primitiva su fe en la resurrección de Jesús frente a las altamente
desarrolladas filosofías de su tiempo?
Los pensadores clásicos enseñaron muchas cosas buenas. Ya conocen los nombres:
Homero, Sócrates, Platón, Aristóteles. Ellos enfatizaron el orden racional del universo, que
más adelante serviría de importante inspiración para el desarrollo de la ciencia moderna. Se
opusieron a los materialistas y los hedonistas de su tiempo, afirmando los ideales eternos de
«la verdad, la bondad y la belleza». Arguyeron que el conocimiento era objetivo, no mera
convención social. Ya Platón ofreció un argumento del designio basado en el orden
teledirigido de la naturaleza. Los pensadores cristianos hallaron que todo esto, y más, era
muy compatible y acabaron adoptando muchos elementos de la filosofía clásica como
instrumento intelectual para dar expresión filosófica a su fe bíblica.
No obstante, los filósofos griegos eran paganos, y muchas de sus doctrinas eran
incompatibles con la verdad bíblica. En vez de facilitar una descripción completa, nos
ceñiremos a algunos elementos problemáticos. Para ser justos, los padres de la iglesia casi
no pudieron evitar absorber una buena porción del pensamiento griego. Al fin y al cabo, era
el único lenguaje conceptual de que disponían para tratar de responder al mundo culto de su
tiempo. Pero se coló un bagaje bastante negativo, en especial, lo que Schaeffer denomina
visión de «dos pisos» de la realidad. El pensamiento clásico trazó una rigurosa dicotomía
entre la materia y el espíritu, tratando el ámbito material como si fuera menos valioso que el
espiritual —y a veces como mal absoluto—. De este modo, la salvación fue definida en
términos de ejercicios ascéticos destinados a liberar el espíritu del mundo material para que
pudiera ascender a Dios.
Esto puede parecer abstracto, así pues, concretemos y examinemos las dos figuras
principales que provocaron el mayor impacto en el pensamiento cristiano.
En esencia, Platón estaba ofreciendo un origen doble del mundo. Tanto la forma como
la materia son eternas; la forma representa la razón y la racionalidad, mientras que el flujo
eterno de materia informe es intrínsecamente maligna y caótica. Esta concepción dualista de
los orígenes condujo a una visión de la realidad en dos pisos o plantas, en las que la forma
ocupaba la planta alta y la materia la planta baja.
FORMA
Razón eterna
--------------------------
MATERIA
Flujo eterno sin forma
Así que, a diferencia de los griegos, la Biblia presenta el mundo material como
originalmente bueno. Dado que fue creado por Dios, refleja la bondad de su carácter. La
Biblia no identifica el mal con la Materia, o con ninguna otra parte de la creación. Por ejemplo,
la Escritura no dice que el cuerpo sea intrínsecamente malo o menos valioso. Cuando Pablo
nos urge, en Gálatas 5, que evitemos «los deseos de la carne», no se refiere al cuerpo, sino
que usa «carne» como término técnico para designar la naturaleza pecaminosa. En efecto, si
el cuerpo fuera intrínsecamente pecaminoso, la Encarnación no habría sido posible, ya que
Jesús asumió cuerpo de hombre, pero sin pecado. El hecho transparente, monumental, de que
Dios adoptase forma humana confirma de manera decisiva la dignidad del cuerpo. Para los
filósofos griegos, la declaración más chocante que hicieron los cristianos fue que Dios
adoptara la forma de una persona histórica que pudo ser vista, oída y tocada. La investigación
racional ya no pudo, sin más, rechazar el mundo sensorial, sino tuvo que tener en cuenta la
historia —hechos en el tiempo y en el espacio como la encarnación, la muerte y la
resurrección de Cristo.
El pícaro Agustín
O, por decirlo de otra manera, la Escritura define el dilema humano como moral —el
problema estriba en que hemos violado los mandatos de Dios—. Pero los griegos lo
definieron como dilema metafísico —el problema radica en que somos seres físicos,
materiales—. Y si el mundo material es malo, la meta de la vida religiosa es evitar, suprimir
los aspectos materiales de la vida y, finalmente, huir de ellos. El trabajo manual se consideró
menos valioso que la oración y la meditación. El matrimonio y la sexualidad se rechazaron
en favor del celibato. La vida social ordinaria se situó en un plano inferior a la religiosa en
ermitas y monasterios. El objetivo de la vida espiritual fue liberar la mente del mundo
maligno del cuerpo y los sentidos, para poder elevarla a Dios.
¿Suena esto familiar? Describe buena parte de la espiritualidad de los padres de la
iglesia y de la Edad Media. El cristiano realmente comprometido era el que rechazaba el
trabajo común y la vida familiar y se retiraba al monasterio a llevar una vida de oración y
contemplación. Se concibió la vocación cristiana como separada de la vida humana común y
de la comunidad.
Estas ideas no provenían de la Biblia, sino de la filosofía griega. Muchos padres de la
iglesia fueron profundamente influidos por el platonismo, entre ellos Clemente de Alejandría,
Orígenes, Jerónimo y Agustín. Por una parte, en sus escritos adoptaron una firme postura a
favor de la bondad de la creación y rechazaron el origen dual del mundo. Todo aspecto de la
creación procede de la mano de Dios y lleva la impronta de su obra. Pero, por otra parte, en
la práctica, la mayoría de ellos absorbieron al menos parte de la actitud negativa de los
griegos ante el mundo material.
El más influyente fue Agustín, joven despierto, aunque pícaro (como él mismo se
confiesa) que se rebeló contra la fe cristiana de su madre y se embarcó en una aventura
intelectual en busca de la verdad. Fue atraído primeramente por el maniqueísmo (hay dos
dioses, uno bueno y otro malo). Después se hizo platónico, y finalmente se convirtió al
cristianismo —pero sin abandonar del todo los elementos platónicos—. Y lo más importante,
retuvo y adaptó la noción de la creación dual, enseñando que Dios creó primero las Formas
platónicas ininteligibles, y después el mundo material en imitación de las Formas.
El efecto de este dualismo modificado resultó ser devastador. Aun cuando Agustín
afirmara explícitamente la bondad de la creación, su idea de la creación dual produjo un
efecto: socavó lo que había dicho, dando paso a la jerarquía de dos niveles: el mundo
inmaterial (las Formas) operaban en el nivel de arriba, que él consideraba superior a la
creación material, situada en el nivel de abajo. «A pesar de declarar la bondad y la realidad
del orden creado», dice el teólogo Colín Gunton, “el mundo sensible es para él
manifiestamente inferior al intelectual —ese dualismo platónico apenas se ausenta de sus
escritos”.
Esta concepción dualista de la creación condujo naturalmente a una visión dualista de
la vida cristiana. De modo que Agustín abrazó la ética del ascetismo, basada en la asunción
de que el mundo físico y las funciones corporales eran intrínsecamente inferiores a causa del
pecado. La manera de alcanzar los niveles más altos de vida espiritual era la renuncia y la
privación física. Consideró el trabajo común en el mundo —que él llamaba vida “activa”—
inferior a la vida “contemplativa” de oración y meditación en clausura monacal. Trató
también el matrimonio como inferior al celibato, e incluso recomendó que el clero casado no
conviviera con su mujer.
En parte porque Agustín fue una figura destacada en la historia de la iglesia, una especie
de platonismo cristianizado siguió siendo lingua franca entre los teólogos durante toda la
Edad Media: una hebra descollante tejida en los escritos de Boecio, Juan Escoto Eriúgena,
Anselmo y Buenaventura, que no fue cuestionada hasta el siglo X1II, cuando las obras de
Aristóteles fueron reintroducidas en Europa.
GRACIA
Aditamento sobrenatural
------------------------------------------
NATURALEZA
Ideal o meta, incorporados
Pero este esquema de dos niveles, naturaleza y gracia, resultó ser inestable, y después
de Aquino los dos órdenes de la existencia tendieron a separarse y ser cada vez más
independientes. ¿Por qué? Porque no había verdadera interacción o interdependencia entre
ellos. La “naturaleza aristotélica” siguió siendo completa y suficiente en sí misma, siendo la
gracia un mero añadido externo. No importa con cuánto glaseado se cubra una tarta, sigue
siendo una sustancia separada. Las cosas de Dios y las cosas del mundo coexistieron por vías
paralelas, sin relación intrínseca. Los que sucedieron a Aquino (escolásticos posteriores)
tendieron a declarar incluso que la vida humana tenía dos metas o fines distintos: uno terrenal
y otro celestial —concepción aún sostenida actualmente por teólogos católicos—. He aquí
una expresión reciente: “Dado que hay dos fines, hay en nosotros, pues, un fin natural y otro
sobrenatural, dos conjuntos de virtudes, dos series de hábitos, dos conjuntos de dones, uno
natural y otro sobrenatural”.
El problema que surgió con esta dicotomía radical fue que dividió la naturaleza humana
en dos. “El hombre, tal como lo concibió el cristianismo medieval, quedó escindido en dos”,
escribe el filósofo católico Jacques Maritain.
Por una parte, está el hombre de naturaleza pura, que sólo necesita
de razón para ser perfecto, sabio y bueno, y ganar la tierra; por otra, está
la envoltura celestial, el creyente doble, asiduo a la oración y adoración al
Dios de los cristianos, quien conforta y mulle con almohadas de gracia al
hombre de naturaleza pura y le hace capaz de ganarse el cielo.
Así pues, Maritain comenta con aguda ironía, «mediante una sagaz división del trabajo
que el Evangelio no había previsto, el cristiano será capaz de servir a dos amos al mismo
tiempo, Dios en el cielo y Mammón en la tierra, y será capaz de dividir su alma entre dos
lealtades absolutas y definitivas —la de la Iglesia, para el cielo, y la del Estado, para la
tierra».'
E1 influjo práctico de este dualismo entre naturaleza y gracia fue el reforzar la
espiritualidad medieval de los dos niveles: consideraba que los laicos sólo eran capaces de
alcanzar fines naturales, terrenales, que eran claramente inferiores, mientras que las élites
religiosas, en exclusiva, eran capaces de lograr la perfección espiritual, definida
principalmente en la observancia de rituales y ceremonias. De este modo, los profesionales
de la religión tomaron a su cargo las obligaciones espirituales de los que se estimaba que eran
incapaces de cumplirlas por sí mismos —rezando oraciones, asistiendo a misa, haciendo
penitencia, yendo en peregrinación y practicando actos de caridad a favor del pueblo común.
Este sistema de rango dual originó genuina inquietud entre los creyentes laicos
comprometidos espiritualmente: “Este error atormento enormemente a las conciencias
devotas, que se lamentaban de pertenecer a un estado de vida imperfecto, como el matrimonio
o el cargo de magistrado... Ellos admiraban a los mojes y religiosos, y se imaginaron
falsamente que las observancias de tales hombres eran más aceptables a Dios”. El corazón
de los reformadores se volcó en aquellas gentes devotas, laicos devaluados, y se esforzó por
devolver importancia espiritual a las actividades de la vida cotidiana, realizadas en
obediencia al Mandato Cultural.
De este modo, los reformadores se opusieron a la vocación monástica, fuera del mundo,
la vocación bíblica, en el mundo. Como implora Jesús al Padre, en Juan 17:15: «No ruego
que los quites del mundo, sino que los guardes del mal» mientras aún están en el mundo.
Calvino articuló una concepción del trabajo ordinario tan diferente que más adelante se dio
en llamar ética laboral protestante. “Enseñó que el creyente individual tiene vocación de
servir a Dios en el mundo —en todas las esferas de la existencia humana— otorgando así
dignidad y sentido al trabajo común”, explica el teólogo Alister McGrath. Calvino enseñó
que Cristo es Redentor de toda esfera de la creación, también de la cultura, y que le servimos
con nuestro trabajo cotidiano.
A pesar de ello, el enfático rechazo de los reformadores del dualismo entre la naturaleza
y la gracia no bastó para superar un patrón de pensamiento secular. El problema es que no
acertaron a acuñar un vocabulario filosófico para expresar sus intuiciones teológicas. Por
tanto, no ofrecieron a sus seguidores instrumentos para defender sus ideas de los ataques
filosóficos, ni crearon una alternativa a la filosofía dualista de la escolástica. En consecuencia,
los sucesores de Lutero y Calvino volvieron a enseñar escolástica en las universidades
protestantes, recurriendo a la lógica y la metafísica de Aristóteles como base para su sistema
—y así fue como el pensamiento dualista siguió afectando a toda la tradición cristiana.
HUIDA DEL DUALISMO
Por supuesto, con el paso de los siglos se ha ido redefiniendo lo que es sagrado y lo
que es secular, o mundano. Entre los puritanos, algunos definieron la mundanalidad como
vestir ropa de colores y cuellos erizados; ser santo significaba vestir sotanas y hábitos oscuros.
Muchos cristianos entrados en años aún recuerdan haber asistido a iglesias que prohibían
bailar, fumar, jugar a las cartas, masticar tabaco, llevar maquillaje o ir al cine. Cuando una
amiga mía asistía a una facultad cristiana, hace algunos años, aún estaba prohibido el «baño
mixto» en la piscina del centro. Incluso hoy, en el interior de algunas iglesias
fundamentalistas, uno siente que ha retrocedido a los años cincuenta: los hombres visten
trajes negros y las mujeres llevan faldas por debajo de las rodillas con medias y tacones.
Puede que la congregación no diga exactamente que es pecado llevar pantalones, pero sí
ciertamente un «mal testimonio».
El problema con este dualismo entre lo sagrado y lo secular es que hace exactamente
lo que hizo Platón hace muchos años: identifica el pecado con una parte de la creación (danza,
cine, tabaco, maquillaje). La espiritualidad equivale a evitar esa parte de la creación y dedicar
tanto tiempo como sea posible a la otra parte (iglesia, centro cristiano, grupos de estudio
bíblico). Esto explica por qué se considera más importante, o valioso, trabajar en el ámbito
espiritual como pastor o misionero que ser banquero o empresario. No es de extrañar que
alguien como Sealy Yates absorbiera que la única manera de servir a Dios era dedicarse al
ministerio cristiano a tiempo completo.
En ¡Por fin lunes! el empresario John Beckett cuenta su lucha contra el mismo
pensamiento dualista. Al convertirse a Dios en su edad adulta, Beckett descubrió en seguida
«un gran abismo» entre su fe recién estrenada y su vida laboral. Por supuesto, se dio cuenta
de que siguen operando principios morales claros en ambos casos. «Pero, por lo general»,
afirma, «vi que vivía en dos mundos separados».
Anhelando una «mucha más plena integración de sus dos mundos», empezó a leer las
obras de Francis Schaeffer y descubrió, tal como venimos diciendo en este capítulo, que
desde la antigüedad griega el mundo del trabajo y las ocupaciones han sido rebajados al nivel
inferior. La implicación obvia de esta percepción dualista es que era “imposible servir a Dios
y dedicarse a los negocios”, escribe Beckett. “Durante años pensé que mi dedicación a la
empresa era una ocupación de segunda clase —necesaria para poner pan en la mesa—, pero,
en cierto sentido, menos noble que la de pastor o misionero”.
El caso de Beckett nos recuerda que la perspectiva griega aún está vigente, goza de
salud, y sigue despojando a los creyentes de la vida integrada que Dios les ha prometido.
¿Cómo se liberó él de este dualismo omnipresente? Mediante un entendimiento cabal del
alcance cósmico de la Creación, la Caída y la Redención. Del mismo modo, usted y yo
podemos superar el pensamiento dualista para devolver salud y abundancia a nuestra vida.
CRISTIANISMO DESEQUILIBRADO
La tarca de identificar el pensamiento dualista puede resultar complicada, ya que
existen varias formas del mismo. No obstante, el sistema tripartito Creación-Caída-
Redención proporciona una potente herramienta de análisis. A lo largo de la historia de la
iglesia, grupos diversos han tendido a centrarse en uno de estos tres elementos y a enfatizarlo
demasiado en detrimento de los otros dos, produciendo una teología desequilibrada,
asimétrica. Por ejemplo, hacer demasiado hincapié en la Caída conduce al pesimismo y el
negativismo, mientras que resaltar demasiado la Redención puede llevar al triunfalismo y la
complacencia.
Practiquemos usando el esquema tripartito para aplicarlo a algunas tendencias comunes
que se observan en los grupos cristianos. Tal vez el desequilibrio más común de los
evangélicos estadounidenses sea enfatizar en exceso la Caída. Considere el típico mensaje
evangélico: «Usted es pecador; necesita ser salvo». ¿Es acaso equivocado? Por supuesto, es
verdad que todos somos pecadores, pero fíjese que el mensaje comienza con la Caída en vez
de la Creación. Comenzar con el tema del pecado implica que nuestra identidad esencial
estriba en ser pecadores, culpables, merecedores del castigo divino. Cierta literatura cristiana
llega a decir que no somos nada, que somos completamente indignos ante un Dios santo.
No obstante, esta idea excesivamente negativa no es bíblica y expone el cristianismo a
la acusación de que tiene un bajo concepto de la dignidad humana. La Biblia no comienza
con la Caída, comienza con la Creación: nuestro valor y dignidad estriban en el hecho de que
hemos sido creados a imagen de Dios y en el supremo llamamiento a ser representantes suyos
en la tierra. En realidad, el pecado es tan trágico precisamente porque los humanos somos
muy valiosos. Si realmente fuéramos despreciables, entonces la Caída hubiera sido un suceso
trivial. Cuando se rompe un objeto barato, uno lo recoge y se deshace de él sin darle mayor
importancia. Pero cuando se mutila una obra maestra muy valiosa uno se horroriza. La
destructividad del pecado produce tal horror y tanta tristeza precisamente porque los seres
humanos son la obra maestra de la creación de Dios. Lejos de expresar un bajo concepto de
la naturaleza humana, la Biblia ofrece realmente un concepto mucho más elevado que el que
propugna la actual postura secular dominante, que considera a los seres humanos complejas
computadoras de carne —producto de ciegas fuerzas naturales, sin propósito ni sentido
trascendente.
Si empezamos por el mensaje del pecado, sin presentar el contexto de la Creación,
entonces pareceremos críticos y pesimistas a los incrédulos. Después de un largo viaje por
África (relatado en el libro Dark Star Safari), Paul Theroux confiesa que uno de los
momentos más tristes de su viaje fue cuando una joven misionera le confesó que se dirigía a
Mozambique porque «todos son pecadores, ¿sabe usted?». Theroux llegó a la conclusión de
que los misioneros intentan que «la gente se desprecie a sí misma». Tenemos que principiar
nuestro mensaje donde comienza la Biblia —exaltando la dignidad y el supremo llamamiento
de todos los seres humanos creados a imagen de Dios.
Linaje de Dios
Podemos aprender de la manera en que los apóstoles se dirigían a distintas audiencias
en tiempos del Nuevo Testamento. Sus primeras audiencias eran los judíos contemporáneos
—gente impregnada del Antiguo Testamento, con una clara comprensión de conceptos claves
como pacto, ley, pecado y sacrificio—. Cuando se dirigían a tales audiencias, los apóstoles
podían empezar, sin más, con Jesús como supremo sacrificio, el Cordero de Dios. A la gente
que ya esperaba la venida del Mesías, los apóstoles podían anunciar llanamente que Jesús era
Aquel a quien estaban esperando.
Por el contrario, cuando Pablo se dirigió a los filósofos griegos —Hechos 17—,
estoicos y epicúreos del Areópago (Colina de Ares, o de Marte), ¿dónde comenzó? Con la
Creación. Note cuán esmeradamente construye su argumento, paso a paso. Primero identifica
que Dios es el origen último del mundo: «El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que
en él hay» es el «Señor del cielo y de la tierra» (v. 24). Luego identifica a este Dios como
fuente de nuestra propia humanidad: «De una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres»
(v. 26). Finalmente, llega a la conclusión lógica: «Siendo, pues, linaje de Dios, no debemos
pensar que la divinidad sea semejante a oro, o plata, o piedra» (v. 29). Es decir, Dios no puede
asemejarse a cosas materiales como los ídolos. Puesto que Él nos hizo, debe tener al menos
las cualidades que tenemos nosotros como seres personales, morales, racionales y creativos.
Tal como el agua no puede levantarse por encima de su fuente, así también un objeto o fuerza
impersonal no puede producir seres personales como nosotros. Es lógico concluir que Dios
es también un Ser personal.
Ahora bien, en ese caso, reconocemos que es posible entablar una relación personal
con Dios: le debemos lealtad, tal como los hijos deben honor y lealtad a sus progenitores. A
decir verdad, el no reconocer a Dios es una falta moral que reclama arrepentimiento: «Ahora
manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan» (v. 30). Fíjese que sólo después
de haber desarrollado su exposición, basada en la Creación, Pablo presenta los conceptos de
pecado y arrepentimiento. Al dirigirse a la cultura griega pagana, pone en primer lugar los
cimientos en la doctrina de la creación. Como comenta Robert Bellah: «Para poder predicar
a Jesucristo, y a Él crucificado, a los atenienses bíblicamente analfabetos, Pablo debe
convencerles de la idea básica judía de un creador... Sólo en ese contexto tiene sentido la
encarnación, la crucifixión y la resurrección de Jesucristo».
Para dirigirnos hoy a los estadounidenses bíblicamente analfabetos del siglo XXI es
preciso seguir el modelo de Pablo, y elaborar un argumento desde la Creación antes de
pretender que la gente entienda el mensaje del pecado y la salvación. Es necesario practicar
la «pre-evangelización», y hacer uso de la apologética para defender conceptos básicos
acerca de quién es Dios, quiénes somos nosotros, y qué le debemos, antes de presentar el
mensaje del evangelio.
Jarras de barro
Si empezar con el pecado y el juicio ha sido el desequilibrio más notorio en que han
incurrido históricamente los protestantes, también es posible incidir en sentido contrario.
Algunos grupos dan más importancia a la Redención que a la Caída, lo que conduce a la
doctrina de la Perfección o Santidad cristiana —la idea de que podemos llegar a ser
completamente santos ya en esta vida—. Por ejemplo, una idea central de las tradiciones
wesleyana y nazarena es la «santificación total», la enseñanza de que podemos ser
completamente santos o libres del pecado en la vida presente sin tener que esperar a la vida
eterna. Estas iglesias sostienen que los creyentes son «liberados del pecado original —o
depravación— y trasladados a un estado de completa devoción a Dios, y a la santa obediencia
del amor hecho perfecto» (según reza textualmente en los artículos de fe de la Iglesia del
Nazareno).
El error consiste en sostener que la Redención supera completamente a la Caída en esta
vida. La Biblia enseña que el pecado no será completamente vencido hasta que Cristo retorne.
En la cruz, Cristo derrotó al pecado y a Satanás y obtuvo la victoria decisiva; no obstante,
gran parte del mundo permanece bajo el poder del maligno hasta que Cristo regrese como
Rey vencedor. Es menester sostener estas dos verdades en su justo equilibrio. Cuando los
fariseos preguntaron a Jesús cuándo vendría el reino, Él respondió: «El reino de Dios está
entre vosotros» (Lucas 17:21). Pero también instó a sus discípulos a orar: “Venga tu reino”
y enseñó que su venida aún no se había cumplido plenamente. Entre la primera y la segunda
venida de Cristo, es preciso equilibrar los aspectos del «ya» y el «no todavía» de esta frase
provisional.
Represéntese el mundo como territorio divino por derecho de Creación. Debido a la
Caída, ha sido invadido y ocupado por Satanás y sus predilectos, quienes luchan
constantemente contra el pueblo de Dios. En el momento decisivo de la historia, Dios mismo,
la segunda persona de la Trinidad, entró en el mundo en la persona de Jesucristo y asestó un
golpe mortal a Satanás por medio de su resurrección. El Enemigo ha sido herido de muerte;
el desenlace de la guerra es seguro; pero el territorio ocupado aún no ha sido liberado.
Transcurre ahora un periodo en el que el pueblo de Dios es llamado a participar en la batalla
de seguimiento, para hacer retroceder al Enemigo y reclamar el territorio para Dios. Este es
el periodo en el que ahora vivimos, entre la resurrección de Cristo y la victoria final sobre el
pecado y Satanás. Nuestro llamado consiste en aplicar la obra acabada de Cristo en la cruz a
nuestras vidas y al mundo que nos rodea, sin esperar resultados perfectos hasta que Cristo
regrese.
Esto no supone una excusa para la complacencia. Debemos esforzarnos por desarrollar
tal calidad de carácter que la gente pueda apreciar la diferencia entre los redimidos y los no
regenerados. Nuestras vidas deben exhibir una dimensión sobrenatural que los incrédulos no
puedan explicar en términos de talento o energía meramente natural.
El gran drama
La tragedia es que, al aplicar esta medida correctiva al pensamiento medieval, Aquino
compensó en exceso y acabó añadiendo un nuevo desequilibrio. Ya hemos comentado lo que
sucede cuando algunos grupos enfatizan demasiado la Caída o la Redención. Pero ¿qué
sucede cuando alguien enfatiza en extremo la Creación? Esto es lo que hizo Aquino, lo que
condujo a un concepto mutilado o incompleto de la Caída.
Recapacite en la cuestión ya comentada del dualismo naturaleza/gracia, que
consideraba la gracia como un anexo de la naturaleza —una facultad supra-humana
concedida a Adán en la Creación para complementar sus facultades naturales—. ¿Qué
repercusión tuvo esto en la idea de Aquino sobre la Caída? A esto cabe responder que cuando
el ser humano incurrió en pecado, sólo perdió el don añadido de la gracia sobrenatural (nivel
superior). Cayó del estado de gracia al estado de naturaleza pura, perdiendo las facultades
supra-humanas extras, pero conservando sus facultades humanas (nivel inferior) básicamente
intactas e inalteradas.
Pero note las consecuencias que esto acarrea: si sólo cayó el nivel de arriba, entonces
solo este plano necesita redención. No el nivel de abajo. Necesitamos, espiritualmente, una
re-infusión de gracia sobrenatural, pero la naturaleza humana común no participa ni en la
Caída ni en la Redención.
Por lo tanto, el evangelio quedó restringido al ámbito superior de la religión y la
teología. En esas áreas los seres humanos necesitan revelación divina e iluminación del
Espíritu de Dios. Pero en el ámbito inferior de la ciencia, la filosofía, el derecho y la política,
se creyó que la razón humana podía funcionar adecuadamente por sí misma. La razón se
consideró espiritualmente neutra, o autónoma, no afectada por la Caída ni necesitada de la
dirección de la Palabra de Dios. Es decir, en estas materias, no había perspectiva bíblica
distintiva. Todos podían aceptar simplemente lo que la «razón» decretara.
Esto difiere enormemente de la enseñanza clásica protestante, que define el pecado
como alejamiento de Dios en el corazón del ser, alterando así todo lo que pensamos o
hacemos. Todo nuestro ser queda afectado por el gran drama del pecado y la redención. No
hay aspecto de la naturaleza humana que no sea afectado por la Caída, ningún ámbito
independiente conocido por una razón espiritualmente neutra. Efectivamente, es un error
pensar que la razón es neutral, en el sentido de ser independiente de todo compromiso
filosófico o religioso. Como vimos en el capítulo 1, todo sistema de pensamiento comienza
con una premisa básica —algún principio último que se considera auto existente o divino—.
La razón es sólo la capacidad humana de razonar a partir de tales premisas.
En suma, siempre se aplica la razón al servicio de una idea religiosa última. La gente
interpreta los hechos, bien a la luz de la revelación bíblica, bien a la de algún sistema de
pensamiento contradictorio. Cuando los calvinistas usan la frase depravación total, lo que
quieren decir es que no todos los seres humanos son irremediablemente malos, sino que todo
aspecto de la naturaleza humana se ha visto afectado por la Caída, incluso la vida intelectual,
por lo cual, todo aspecto precisa ser redimido. No quedó nada impoluto e inocente. Incluso
la mente es tentada a adorar ídolos en vez del Dios verdadero.
Muchos eruditos católicos están hoy de acuerdo con esta crítica del dualismo
naturaleza/gracia. Por ejemplo, Louis Dupré afirma que el esquema dualista permitió que la
naturaleza (abajo) fuera concebida como «independiente de las fases históricas de la caída y
la redención». Y alaba la teología de la Reforma por expresar «la plena participación del
hombre en el drama del pecado y la redención de manera mucho más profunda que las últimas
teologías medievales con su concepción dual de un orden sobrenatural "añadido" a la
naturaleza».
No obstante, el efecto de tal postura de los cristianos es el abandono del mundo de las
Ideas a los secularistas. No acertarán a ver que el secularismo es en sí mismo un compromiso
filosófico —y que, si no se admiten principios bíblicos en relación a diversos asuntos,
entonces acabarán promocionando principios no bíblicos. Es imposible pensar sin un
conjunto de premisas acerca del mundo. Esto ilustra por qué es crucial para los cristianos el
entender las trampas continuas del dualismo naturaleza/gracia, a fin de librarnos de falsos
modelos de pensamiento y abrir nuestra vida al poder transformador de la Palabra de Dios.
Estos tres principios proporcionan también una manera de superar la dicotomía entre
lo sagrado y lo secular en nuestra vida. El mensaje bíblico no sólo tiene que ver con una parte
aislada de la vida que exhibe la etiqueta de «religión» o «vida de iglesia». La Creación, la
Caída y la Redención tienen una amplitud cósmica, abarcan los grandes eventos que
conforman la naturaleza de la realidad creada. No hay por qué aceptar la fragmentación
interior entre la fe y el resto de la vida. Antes bien, podemos relacionarnos íntegramente con
Dios en todos los niveles del ser y ofrecerle todo lo que hacemos en amor y servicio. «Si,
pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios», proclama
Pablo (1 Co. 10:31). El cristianismo promete gozo y poder en una vida íntegra, transformada
en todos los niveles por el Espíritu Santo, para que todo nuestro ser participe en el gran drama
del plan de redención de Dios.
RAZÓN DESATADA
Si comenzamos con un vistazo general del proceso de secularización —el panorama
global— entonces será más fácil fragmentarlo y examinar etapas fundamentales a lo largo de
la ruta. Reanudamos la historia con el dualismo naturaleza/gracia tal como se desarrolló
después de Tomás de Aquino. Recuerde que gracia significaba teología y misterios de la fe
(nivel superior), mientras que naturaleza significaba conocimiento de las cosas mundanas,
supuestamente conocidas por la razón sin la ayuda de la revelación divina (nivel inferior).
Pero surgieron graves problemas con la noción misma de razón sin ayuda, o autónoma, ya
que, si los asuntos comunes y corrientes de la vida podían ser entendidos y administrados por
la sola razón, entonces, el ámbito de la gracia se volvía cada vez más irrelevante. Bueno, la
gente sabía que lo más conveniente era observar rituales religiosos pertinentes para
cerciorarse de entrar en la vida futura en buenas condiciones. Pero en esta vida, la verdad
cristiana comenzó a parecer superflua. La razón humana fue considerada perfectamente
competente por sí misma para entender el estado, la sociedad, la ciencia, la economía, la
filosofía —de hecho, todo, excepto la teología—. De este modo, la propia mente cristiana
empezó a estar dividida. La Palabra de Dios fue relegada al nivel superior, pero se estimó
irrelevante e innecesaria para regir el nivel inferior.
Aquino se las arregló para lograr un equilibrio armónico entre ambos planos; pero su
síntesis no iba a durar. De manera creciente, se consideró que la religión no era más que un
control negativo de lo que se permitía a la razón afirmar. La revelación proveía un conjunto
de verdades que a la razón no le era permitido contradecir, lo que servía como criterio útil
para detectar el error. Pero no proveyó ninguna guía positiva en el nivel inferior. En el tiempo
de la escolástica tardía, la fe y la razón comenzaron a escindirse en categorías separadas, sin
relación entre sí. La religión quedó reducida a una cuestión de fe arbitraria, mientras que la
razón fue cada vez más autónoma de la revelación, como si fuera fuente independiente de la
verdad. Podríamos decir que los pensadores de la baja Edad Media espesaron la línea de
demarcación entre los niveles superior e inferior hasta convertirla en un muro denso e
impenetrable.
Justo antes de la Reforma, la separación entre la fe y la razón se estiró hasta un punto
limite. El personaje clave, Guillermo de Ockham, negó rotundamente que Dios pudiera ser
entendido en categorías racionales. Antes de esto, muchos pensadores cristianos se habían
esforzado en probar que el plan divino de salvación era conveniente, adecuado y
perfectamente razonable. Por ejemplo, en el siglo XII, Anselmo había explicado la salvación
de una manera concisa y lógica: Debido a que los seres humanos pecaron, de ahí que un ser
humano tuviera que pagar. No obstante, la deuda contraída con Dios es tan grande que
únicamente Él la puede satisfacer. Por tanto, Dios se hizo hombre para satisfacer el pago
exigido por la justicia divina. El punto de Anselmo es que el plan divino de salvación tiene
mucho sentido. Por el contrario, Ockham arguyó que, si se aplica algún tipo de principio
racional a Dios, se niega su libertad absoluta. Desde la perspectiva de la razón, el plan de
Dios es completamente arbitrario; Dios podría haber escogido una manera completamente
distinta para salvarnos. En vez de hacerse hombre, dijo Ockham, Él podía haberse convertido
en una piedra o en un asno. En cuestiones de religión, no podemos considerar lo que parece
racional; la religión deriva exclusivamente de la revelación, es aceptada por fe.
En suma, la fe y la razón se escindieron en dos categorías independientes. Y desde esta
dicotomía radical, no había más que un estrecho tramo para arribar al secularismo. Ya que,
si prácticamente todo lo necesario para la vida común se podía conocer por medio de la razón,
la gente se preguntaría, a la larga, para qué hacía falta la revelación. Surgió un tipo de
racionalismo que estimaba la «Razón» como un almacén de verdades conocidas
autónomamente, aparte de la revelación divina. De hecho, parecía que estas verdades
autónomas podían incluso ser usadas para juzgar las proclamas de la religión. De este modo,
el equilibrio de poder se desplazó: En vez de funcionar la religión como criterio para detectar
el error, la razón fue elevada al rango de vara de medir la verdad. Y al aplicar esa vara,
muchos concluyeron que la religión no era un criterio de medición válido.
A medida que el periodo medieval confluyó en el Renacimiento (aproximadamente a
principios del siglo XIV), comenzó a sonar un redoble de tambor para anunciar la completa
emancipación de la razón de la revelación —tendencia que irrumpió con toda su fuerza en la
Ilustración (comenzando a principios del siglo XVIII)—. El credo de la Ilustración fue la
autonomía. ¡Derríbese toda autoridad externa, y descúbrase la verdad por la sola razón!
Impresionada por el éxito rotundo de la revolución científica, la Ilustración entronizó la
ciencia como única fuente de conocimiento genuino, Pretendiendo “desligar” el nivel inferior
del superior, Insistió en que la naturaleza era la única realidad, y la razón científica la única
senda a la verdad. Todo lo que no fuera susceptible de estudio científico, se declaró Ilusorio.
Aunque la razón fuera catalogada como filosóficamente neutra, en realidad fue identificada
con el materialismo científico.
DAÑO COLATERAL
Pero el materialismo científico, con su concepción de un universo mecanicista, carecía
de atractivo para mucha gente y galvanizó una reacción conocida como movimiento
Romántico. Porque no fue la religión la única víctima del materialismo científico disfrazado
de razón neutral. La moralidad y las artes también fueron objeto de ataque —al fin y al cabo,
cosas como los ideales morales, la belleza y la creatividad tampoco están sujetas a la
investigación científica—. Los románticos respondieron intentando preservar algún territorio
cognitivo para cosas no reducibles al materialismo científico, entre ellas la religión y la
moralidad, las artes y las humanidades. El romanticismo rechazó la filosofía del materialismo
en favor de la filosofía del idealismo, que afirma que la realidad última no es material, sino
mental o espiritual —normalmente en mayúscula, como Mente, o Espíritu, o el Absoluto.
No obstante, el romanticismo hizo una concesión fatal: concedió mayormente el
estudio de la naturaleza a la ciencia mecanicista y sólo procuró esculpir un escenario paralelo
para las artes y las humanidades. De este modo, el materialismo científico siguió reinando
sin rival en el nivel inferior, mientras que el idealismo romántico se limitó al nivel superior,
dejando el esquema dualista intacto.
Resumiendo, la Ilustración y sus herederos intelectuales recibieron jurisdicción sobre
el nivel inferior, donde se negocia con el conocimiento racional, objetivo y científico —la
esfera pública—. El romanticismo y sus herederos recibieron jurisdicción sobre el nivel
superior, donde se gestiona la religión, la moralidad y las humanidades —la esfera privada—.
Podemos esquematizar la división de la siguiente manera:
ROMANTICISMO
Religión y humanidades
-----------------------------------------
ILUSTRACIÓN
Ciencia y razón
Este es el esquema general del proceso de secularización; pero para entenderlo más
electivamente, hemos de rastrear etapas claves a lo largo del recorrido.
DIVISIÓN CARTESIANA
El comienzo del dualismo secular se remonta generalmente a René Descartes, filósofo
francés del siglo XVII que propuso una abrupta dicotomía entre la materia y la mente.
Describió el mundo material como una inmensa máquina que se movía según patrones fijos
establecidos por las leyes naturales, sujetas a necesidad matemática. Para Descartes, incluso
los animales eran máquinas, como también el cuerpo humano. Por el contrario, la mente o el
espíritu humano era el ámbito del pensamiento, la percepción, las emociones y la voluntad.
Pocas personas se dan cuenta de que, al trazar tan marcada oposición entre la materia
y la mente, la intención de Descartes era realmente defender la esfera de la mente. Como
indicamos en el capítulo I, Descartes era católico piadoso, y al establecer una clara distinción
entre el universo mecánico y el espíritu humano, él esperaba defender la creencia en éste. Su
famosa frase: «Pienso, luego existo» pretendió ser una afirmación religiosa: Comoquiera que
el pensamiento es una actividad espiritual, había demostrado la existencia del espíritu
humano.
Pero en una de las ironías de la historia, el influjo duradero de la filosofía de Descartes
fue precisamente el opuesto del que pretendía. Lo que sobrevivió no fue su defensa del
espíritu humano sino su concepción mecanicista del universo. La mente fue arrojada al plano
de arriba, donde quedó reducida a una sustancia umbrosa totalmente irrelevante para el
mundo material conocido por la ciencia —una especie de fantasma sutilmente conectado con
el cuerpo físico—. El novelista Walter Percy habla del «temible abismo que ha desgarrado
el alma del hombre occidental desde que el famoso filósofo arrancara el cuerpo de la mente
y trocara el alma misma en un fantasma que deambula por su propia casa».
El legado del dualismo secular de Desearles se puede esquematizar de la siguiente
manera:
MENTE
Espíritu, pensamiento, emoción, voluntad
------------------------------------------------------------
MATERIA
Una máquina mecánica, determinista
Este «temible abismo» entre los niveles superior e inferior se hizo incluso más
profundo después del contundente éxito de la física newtoniana. La ley de la gravedad de
Newton insertó un vasto número de procesos naturales bajo una sola fórmula matemática —
desde la caída de una manzana a la órbita de los planetas—. La naturaleza comenzó a
describirse como una enorme máquina, gobernada por las leyes naturales tan estrictamente
como los engranajes de un reloj. ¿Cómo podía dar cabida ese mecanismo al alma o espíritu
humano? Aunque estas ideas eran cruciales para la religión y la moralidad, en el mundo
conceptual de la ciencia no hubo espacio para ellos en la posada.
Si uno tuviera que escoger entre los dos, la ciencia parecía prometer ciertamente mucho
más que la religión o la metafísica. Durante las guerras de religión del siglo XVI, los
cristianos realmente lucharon y se mataron unos a otros por diferencias religiosas, y la feroz
conflagración indujo a muchos a concluir que las verdades universales no eran cognoscibles
a la religión. La ruta hacia la unidad no partía de la religión, sino de la ciencia. Esta
convicción dio origen a filosofías como el positivismo y el materialismo científico, que
conceden a la ciencia el monopolio del conocimiento (nivel inferior), mientras relegan todo
lo demás a la mera creencia privada y tradición cultural (nivel superior).
CONTRADICCIÓN KANTIANA
Una figura señera en el descenso de rango del nivel superior fue el gran filósofo alemán
Emmanuel Kant. Hombre delgado, enjuto, Kant reguló su vida personal como un reloj (se
decía de él que sus vecinos podían poner en hora sus relojes aprovechando la puntualidad de
sus paseos diarios). Él también abrazó con entusiasmo la figura del reloj universal de la
Ilustración. Profundamente absorto en los hallazgos científicos de su tiempo, Kant dedicó
realmente la mayor parte de su vida a la ciencia más que a la filosofía, desarrollando la
primera explicación completamente naturalista del origen del sistema solar (hipótesis
nebular). Su interés por la filosofía se despertó después de conocer los escritos de David
Hume, escoces escéptico que pareció minar la credibilidad de la misma ciencia de Newton.
Esto era un ultraje, por lo que Kant se volvió a la filosofía como arma para defender la física
newtoniana de tan escandaloso escepticismo. En el proceso, reformó los niveles superior e
inferior en términos de naturaleza frente a libertad.
VALOR
Sentido socialmente construido
---------------------------------------------
HECHO
Verdad públicamente verificable
La partición hecho y valor se consumó a fines del siglo XIX con el surgimiento del
darwinismo. Aunque Kant y otros habían especulado con un origen naturalista del universo,
la imagen no se completó hasta que Darwin ofreció un mecanismo naturalista plausible para
el origen de la vida. Él proporcionó la pieza que faltaba del rompecabezas que suministrara
al naturalismo una filosofía completa y comprehensiva. Por eso, el biólogo contemporáneo
Richard Dawkins afirma que «Darwin logró que fuera posible ser ateo intelectualmente
realizado». Explica que «antes de Darwin era, ciertamente, posible ser ateo, pero no
intelectualmente satisfecho, porque uno no podía disponer de una cosmovisión completa,
comprehensiva». Darwin rellenó la última grieta de la imagen naturalista del universo. El
nivel inferior ya estaba herméticamente sellado y era autosuficiente.
En consecuencia, el nivel superior quedaba completamente desconectado del ámbito
de la historia, la ciencia y la razón. A fin de cuentas, si fuerzas evolutivas habían producido
la mente humana, entonces cosas como la religión y la moralidad ya no eran verdades
trascendentes. No son más que ideas que brotan en la mente humana cuando ésta ha
evolucionado hasta cierto nivel de complejidad —productos de la subjetividad humana—.
Nosotros creamos nuestra moralidad, nuestro sentido, con nuestras propias decisiones.
Por supuesto, esto significa que también podemos rediseñarlas siempre que deseemos.
Nada justifica la definición normativa de, digamos, el matrimonio como una unión de por
vida entre marido y mujer. Este modelo social no es intrínseco y original en la naturaleza
humana —porque nada es intrínseco y original en la naturaleza humana—. Las pautas
culturales surgen gradualmente a lo largo de la evolución humana, debiéndose a causas
naturalistas y durando sólo el tiempo que sean convenientes para la supervivencia.
SALTO DE FE SECULAR
La dicotomía hecho/valor ha venido hoy a ser parte del paisaje familiar de la mentalidad
contemporánea. Los niños la absorben cada día en la escuela típica. Campos como las
humanidades y los estudios sociales han sido absorbidos por el posmodernismo. En las clases
de inglés, los profesores han desechado sus bolígrafos rojos, y actuado como si una ortografía
correcta fuera una forma de opresión impuesta por los que están en el poder.
Pero, paradójicamente, al entrar en el aula de ciencias, uno descubre que el ideal de la
verdad objetiva sigue estando vigente. Teorías como la evolución darwinista pretenden ser
intocables, incuestionables, y no se anima a los alumnos a juzgar por sí mismos si son o no
verdaderas. Se presentan como conocimiento público, notorio, que todos deben aceptar, sin
tener en cuenta sus creencias privadas.
Para el tiempo en que esos estudiantes asisten a la universidad, ya han aprendido bien
la lección. El filósofo Peter Kreeft describe a los alumnos que irrumpen en su clase año tras
año, diciendo: «Están perfectamente dispuestos a creer en la verdad objetiva por lo que
respecta a la ciencia, y a veces la historia, pero no, ciertamente, la ética y la moralidad».
¿Reconoce la dicotomía? La inmensa mayoría de los estudiantes llegan a las aulas ya
convencidos de que la ciencia constituye hechos mientras que la moralidad se ocupa de
valores.
Y lo que aprenden en las aulas universitarias normalmente refuerza esta escisión.
Analicemos detenidamente lo que dicen algunos filósofos contemporáneos para mostrar la
amplia difusión actual de la teoría de la verdad de los dos ámbitos. Tómese, por ejemplo, a
Steven Pinker del MIT (Massachusetts Institute of Technology), líder en el campo de la
ciencia cognitiva, y su libro, récord en ventas, How the Mind Works. El mensaje de la ciencia,
escribe Pinker, es que la mente humana no es más que un procesador de datos, un complejo
dispositivo computacional. Al mismo tiempo, continúa diciendo, la posibilidad misma de la
moralidad descansa en la idea de que somos más que máquinas —que somos capaces de
elegir de manera libre, no coercitiva, indeterminada—. He aquí como expone él el dilema:
“La teoría ética requiere idealizaciones como agentes libres, conscientes, racionales,
equivalentes, cuya conducta no es causada”, y, sin embargo, «el mundo, tal como lo ve la
ciencia, carece realmente de sucesos incausados».
¿Qué quiere decir con esto Pinker? Permítaseme reformularlo para que quede aún más
claro: El dilema posmoderno se puede resumir diciendo que la ética depende de la realidad
de algo que la ciencia materialista ha declarado ser irreal.
Cabe pensar que Pinker razona que la ciencia ha refutado la premisa fundacional de la
ética. Al menos, uno podría pensar tal cosa si no acabara de leer a Kant. Porque como Kant,
Pinker quiere mantener ambos planos de la contradicción poniendo conceptos como la
libertad moral en el nivel superior. Como científico, Pinker acepta un modelo de naturaleza
humana materialista, mecanicista: «La postura mecanicista no nos permite entender qué nos
hace funcionar y cómo encajamos en el universo físico». (Su nivel inferior). Pero cuando se
quita la bata de laboratorio y se va a casa, retoma al lenguaje tradicional de la responsabilidad
moral: «Cuando esos debates menguan al cabo del día, volvemos a hablar unos de otros como
seres humanos libres y dignos». (El nivel de arriba).
Esto no es sólo división del campo de la verdad, es una contradicción descarada, sin
paliativos, que Pinker no sabe resolver. Sostiene al mismo tiempo ambas caras de la
contradicción: «Un ser humano es simultáneamente una máquina y un agente libre consciente,
en función de la conveniencia del debate». O, como él mismo dice, dependiendo de si
jugamos el «juego de la ciencia» o «el de la ética».
EL JUEGO DE LA ÉTICA
Los seres humanos tienen libertad moral y dignidad
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EL JUEGO DE LA CIENCIA
Los seres humanos son máquinas procesadoras de datos
No debemos nunca olvidar que se trata de una persona real, no meramente una Muestra
A en una taxonomía de ideas; una persona que vive en fuerte tensión existencial entre dos
formas de pensamiento contradictorias. Es imposible que Pinker organizara su vida sobre la
base de la filosofía que guía su vida profesional. Las personas reales se resisten
obstinadamente a obrar con arreglo al paradigma mecanicista. De manera que se ve forzado
en la práctica a afirmar la realidad de cosas como la libertad y la dignidad —aunque su propia
filosofía carezca de base para sostenerlas.
Schaeffer emplea una vivida imagen para describir este dilema: Él afirma que los
pensadores modernos suelen dar un “salto de fe” del nivel inferior al superior.
Intelectualmente, abrazan el naturalismo científico; ésta es su ideología profesional. Pero esta
filosofía no encaja con la experiencia de su vida real, de modo que dan un salto de fe al nivel
superior en el que afirman una serie de ideas contradictorias como la libertad moral y la
dignidad humana —aunque estas cosas no tengan fundamento en su propio sistema filosófico.
Pinker se acerca a llamarlo salto —lo etiqueta de misticismo—. “La conciencia y el
libre albedrío parecen cubrir los fenómenos neurobiológicos a todos los niveles”, escribe.
«Parece que los pensadores están condenados, bien a negar su existencia, bien a revolcarse
en el misticismo». Es decir, uno puede intentar ser coherente con el naturalismo evolucionista
en el nivel inferior —en cuyo caso tiene que negar la existencia de la conciencia y del libre
albedrio—, o bien puede afirmar su existencia, aunque carezca de base en su sistema
intelectual —lo cual es puro misticismo. Un salto irracional.
El «salto de fe secular»:
«MISTICISMO» POSMODERNO
Los ideales morales y humanos no se sustentan en la verdad, según el naturalismo
científico.
PERO EN CUALQUIER CASO LOS AFIRMAMOS
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NATURALISMO CIENTÍFICO
Los seres humanos son máquinas
Por eso Schaeffer tituló uno de sus libros Huyendo de la razón. Esta es la gran perdición
intelectual de nuestro tiempo: que muchos se ven obligados a colgar todas sus esperanzas de
dignidad y sentido en el ámbito superior que ellos mismos consideran no cognitivo e
inverificable.
GUERRA DE COSMOVISIONES
Para mostrar cuán común es este patrón, consideremos unos cuantos ejemplos. Marvin
Minsky, colega de Pinker en el MIT, es famoso por la pegadiza frase: “la mente humana no
es más que una computadora de tres libras de carne”. Pero en su libro The Society of Mind da
también un salto de fe. “El mundo físico no da cabida al libre albedrío”, escribe. No obstante,
“ese concepto es esencial para nuestros modelos del ámbito mental, Gran parte de nuestra
psicología depende de él como para permitirnos abandonarlo. [Así pues] en la práctica nos
vemos forzados a mantener esa creencia, aun cuando sepamos que es falsa”.
Esta declaración es sorprendente. Comoquiera que las personas son creadas a Imagen
de Dios, Inevitable e Ineludiblemente creen en cosas como la libertad humana, aunque “sepan”
que estas ideas son falsas, según la filosofía materialista. El nivel superior ha quedado
reducido a un ámbito de ilusiones falsas, aunque necesarias,
El filósofo Julio Searle afirma que hay dos imágenes del universo que “realmente están
en guerra” una con la otra. La ciencia ofrece una imagen del universo como una inmensa
máquina, de comportamiento regular, ajustado a la ley.
Pero la experiencia cotidiana nos ofrece una Imagen de los seres humanos como
agentes capaces de tomar decisiones conscientes, racionales, Esta experiencia universal es
tan abrumadora, asegura Searle, que “no podemos abandonar la convicción de nuestra propia
libertad, aunque no haya base en que apoyarla”. Es decir, no haya base en el materialismo
científico.
Lo que quiere decir es que tiene que dar un salto al nivel superior para creer cosas sin
base racional.
Esta es la tragedia de la era posmoderna: las cosas que más importan en la vida —la
libertad, la dignidad, el sentido y el significado— han quedado reducidas a meras ficciones
útiles. Vanas ilusiones. Misticismo irracional.
SU COSMOVISIÓN ES DEMASIADO PEOUEÑA
La clave para entender la dinámica de los dos niveles es reconocer la relación
simbiótica entre ellos. Debido a que el nivel inferior ha sido definido en términos de
naturalismo científico “no hay razón” que justifique las creencias del nivel superior. El
naturalismo conduce a un modelo mecanicista, de naturaleza humana determinista, que
reduce Ideas como la libertad y la dignidad a ficciones útiles. Podemos afirmar que debido a
que el modernismo ocupa el nivel inferior, el escepticismo posmoderno se ha adueñado del
nivel superior.
Siempre que se oye hablar de “ámbitos separados”, podemos estar seguros de que a
uno de ellos le será concedida la categoría de verdad objetiva, mientras que el otro será
rebajado a la categoría de ilusión privada. Desde la Ilustración, el ámbito del hecho se ha
extendido progresivamente al ámbito del valor hasta quedar poco o ningún contenido en éste.
Ha quedado reducido a palabras huecas que sólo expresan deseos y fantasías Irracionales, sin
base en la realidad tal como la define el materialismo científico. Usando términos gráficos,
Schaeffer nos advierte que el nivel inferior “devora” al superior, disolviendo los conceptos
tradicionales de moralidad y sentido.
Repetimos que esto no es mero análisis intelectual. Estamos hablando de una escisión
que divide la vida interior de la persona, creando una enorme tensión. Cuando se evangeliza
a personas que han aceptado un campo de conocimiento dividido, debemos empujarles a
abordar de frente la terrible realidad de esta división desigual que recorre su pensamiento. El
mismo hecho de que tengan que dar un salto de fe muestra que el naturalismo científico que
han aceptado en el nivel inferior no es una cosmovisión adecuada. No explica la naturaleza
humana tal como todos —e incluso ellos mismos— la experimentan.
Cuando la cosmovisión de una persona es demasiado “pequeña” siempre habrá algún
elemento de la naturaleza humana que no consiga encajar en el paradigma. Es como intentar
meter una persona en un cubo de basura, por tomar prestada una analogía de Schaeffer —un
brazo o una pierna siempre sobresaldrán—. Los partidarios del naturalismo científico
reconocen de buen grado que en la vida real se ven obligados a cambiar de paradigma. Esto
debería indicarles algo. Al fin y al cabo, el propósito de una cosmovisión es explicar el mundo,
y si no acierta a explicar parte del mismo, entonces, algo anda mal en esa cosmovisión.
“Aunque el hombre diga que no es más que una máquina”, escribe Schaeffer, “con su vida
niega tal afirmación”.
En la evangelización, nuestra tarca consiste en enfrentar a la gente de cara con la
contradicción entre lo que una persona dice que cree y lo que su vida entera manifiesta.
Entonces el evangelio es, ciertamente, buenas nuevas: La doctrina que afirma que hemos sido
creados a imagen de Dios proporciona una base sólida a la libertad humana y al sentido moral.
No tenemos que recurrir a un salto irracional al nivel superior. Dado el punto de partida de
un Dios personal, nuestra personalidad es completamente explicable. Ya «no sobresale del
cubo de la basura». La cosmovisión cristiana proporciona una base firme para los más altos
ideales humanos.
Ahora vemos por qué es tan importante no colocar el cristianismo en el plano superior
—porque entonces no tendremos nada que ofrecer a la gente que está atrapada en la
dicotomía de los dos niveles, No haremos más que ofrecer una experiencia más en el plano
superior —«verdad para mí», pero no verdad universal, objetiva—. Tenemos que insistir en
presentar un cristianismo como cosmovisión integradora, unificada, que abarca toda la vida
y todos los aspectos de la realidad. No es sólo verdad religiosa sino toda la verdad.
«HECHOS» IMPERIALISTAS
La dicotomía hecho/valor no proporciona instrumentos para explicar muchas
tendencias culturales e intelectuales. Tómese, por ejemplo, el proceso reduccionista, o lo que
Schaeffer solía describir como el piso de abajo “devorando” el piso de arriba. En nuestro
tiempo, este proceso ha llegado ciertamente muy lejos. Si el nivel superior ha sido
tradicionalmente el ámbito del espíritu, o el alma —o, como dicen los modernos, el yo—
estos conceptos están sometidos hoy a intensos bombardeos de la ciencia cognitiva (filosofía
de la mente). En el mejor de los casos, la percepción del yo es considerada como un derivado
accidental de la interacción de partículas. «El mundo físico es un lugar natural perfecto»,
escribe Searle. «Está compuesto de partículas organizadas en sistemas, algunos de los cuales
han evolucionado hacía la consciencia y la intencionalidad». Es decir, usted y yo somos
meras partículas que de alguna manera han llegado a ser conscientes y alcanzado un sentido
de identidad personal.
Muchos científicos materialistas han comenzado incluso a afirmar que no hay «yo» en
absoluto: no hay un «yo» central que resida en el cuerpo y tome decisiones, sostenga
opiniones, ame o aborrezca. La popular teoría computacional de la mente la disgrega en un
conjunto de módulos independientemente evolucionados —una colección de computadoras,
cada una de las cuales ejecuta una función altamente especializada—. En un foro público
reciente, Pinker arguyó que el concepto de un yo unificado es pura ficción: «No es más que
una ilusión que haya un presidente en el Despacho Oval de la Casa Blanca del cerebro que
supervisa todas las actividades». El foro se tituló acertadamente «¿Está la ciencia matando el
alma?».
Una escuela de pensamiento, denominada materialismo eliminativo, llega incluso a
desechar la propia conciencia como una ilusión. Sus partidarios insisten en que no existen
los estados mentales; y nos instan a reemplazar el lenguaje relativo a creencias y deseos con
sentencias acerca de los mecanismos físicos del sistema nervioso, activación de las neuronas,
y así sucesivamente. Searle sugiere designar la actividad del cerebro «mentación», lo mismo
que los procesos estomacales se llaman digestión. Podemos pensar que actuamos deliberada
y conscientemente, pero de hecho el cerebro actúa con independencia, y después nos engaña
y nos hace creer que actuamos intencionadamente. Daniel Wegner, psicólogo de Harvard, ha
llegado a escribir un libro titulado The Illusion of Conscious Will, arguyendo que todos
nuestros actos son controlados por fuerzas inconscientes.
No obstante, según la gentil forma kantiana, hasta los materialistas eliminativos
conceden que el concepto del yo sigue siendo una ficción conveniente, sin la cual no nos
podemos valer en la práctica. Aun cuando nuestros actos sean producidos por fuerzas
inconscientes, escribe Wegner, el sentimiento de una voluntad consciente es una ilusión útil
porque ayuda a aclarar quién es responsable de las cosas, para poder asumir responsabilidad
moral por nuestros actos (aunque en realidad no decidimos ejecutarlos).
¿Reconoce de nuevo el salto de fe? El naturalismo científico descarta la existencia
objetiva de la voluntad consciente; pero en la experiencia ordinaria no puede prescindir de
ella, De modo que se lanza al nivel superior con otras ficciones útiles.
De igual manera, el filósofo Daniel Dennett arguye que el lenguaje acerca de los
propósitos, las intenciones, los sentimientos y otros, no pertenece a la ciencia sino a lo que
él denomina «psicología popular» —el idioma del discurso ordinario—. Sin embargo, es
poco menos que indispensable. El predecir el comportamiento de la gente es mucho más
previsible si se piensa que tiene creencias, deseos y propósitos que si se asume que son
simplemente mecanismos físicos. (Es más fácil predecir que, Sally irá al frigorífico si uno
sabe que quiere leche y cree que la leche está en el frigorífico). Pero la frase kantiana como
si es un indicio cierto que Dennett define como concepto del nivel superior —indicio útil
pero técnicamente falso—. La psicología popular es útil, dice un filósofo, si se tiene en cuenta
que es «una manera de mirar cosas que son, estrictamente hablando, o en cierto sentido,
falsas».
Obviamente, el ámbito de los hechos ha crecido de manera agresiva e imperialista y
está colonizando rápidamente el ámbito de los valores, reduciendo los conceptos
tradicionales del yo y de la responsabilidad moral a ficciones convenientes.
CONFLICTOS EN EL CAMPUS
La dinámica entre los niveles superior e inferior suele provocar abierta hostilidad entre
personas que militan en ambos bandos. El antagonismo entre ellas es casi palpable en los
campus universitarios actuales. En el bando de los hechos, el de las ciencias duras, sigue
imperando el ideal del conocimiento objetivo. Muchos cristianos que asisten a universidades
seculares pudrían contar historias de horror acerca de profesores darwinistas que ridiculizan
a los estudiantes por causa de su fe religiosa. Por el contrario, en el bando de los valores, las
humanidades y las ciencias sociales, hace tiempo que quedó anticuada la idea de verdad
objetiva, y el subjetivismo prevalece en forma de posmodernismo, multiculturalismo,
deconstruccionismo y corrección política.
Aquí se nos dice que la verdad es relativa para las comunidades interpretativas
particulares, y que las pretensiones de conocimiento son, en el mejor de los casos,
construcciones sociales, y en el peor, nada sino juegos de poder. Como estudiante
universitaria, yo descubrí que el reto más difícil a mi fe recién hallada fue, con diferencia,
una clase de sociología: la asunción del relativismo era tan generalizada que costaba mucho
mantener la esperanza en la clara posibilidad de la verdad objetiva, y más aún, la convicción
de que el cristianismo es verdadero. En una encuesta reciente de Zogby, el 75 por ciento de
los estudiantes universitarios declararon que sus profesores enseñaban que no hay tal cosa
como el bien y el mal en sentido objetivo o universal —que «lo bueno y lo malo depende de
los valores personales y de la diversidad cultural».
Podríamos explicar el conflicto en los campus afirmando que a medida que el ámbito
de los hechos se torna cada vez más imperialista, el de los valores está contraatacando. Los
posmodernistas apuntan a los conceptos ilustrados de racionalidad y ciencia,
desprestigiándolos como expresiones propias del poder occidental, blanco, masculino. En
álgebra feminista, la jerga común de «atacar» problemas matemáticos es tildada de opresiva
y violenta. En biología feminista, el concepto de ADN como la «molécula maestra» que
dirige las actividades de la célula, es denunciado como producto del sesgo masculino. El
propio método científico es criticado por incorporar insinuaciones sexistas de dominio y
control masculinos que justifican la «violación de la tierra». La feminista Sandra Harding se
ha hecho célebre por sugerir que los principios de la mecánica de Newton deberían ser
calificados de «manual de violación». Con frecuencia las mujeres han introducido nuevas
perspectivas útiles en el mundo de la erudición, pero aquí me refiero a un feminismo radical,
ideológico, que colabora estrechamente con el posmodernismo y el multiculturalismo para
desacreditar la idea misma de racionalidad y objetividad.
¿Por qué manifiestan estos movimientos tal hostilidad contra el racionalismo
occidental? Es importante recordar que el surgimiento del cientifismo en la Ilustración no
sólo puso a la religión a la defensiva, sino también a las artes y las humanidades.
Tradicionalmente, las artes habían sido consideradas como expresión de la Verdad. Aunque
se valieran del mito y de la metáfora, las artes comunicaban profundas verdades acerca de la
condición humana. Sin embargo, en la Ilustración, los críticos racionalistas comenzaron a
censurar las arles. Arguyeron que la poesía y los cuentos de hadas, con sus unicornios,
dragones, monstruos y duendes, no eran sino ilusiones perniciosas. El «mundo verdadero»
revelado por la ciencia se oponía al “mundo falso” inventado por los poetas y los pintores.
«La ciencia persuadió al inteligente diciendo que el universo sólo era una interacción
mecánica de partículas materiales sin sentido ni propósito», escribe el historiador Jacques
Barzun. A resultas de ello, «personas reflexivas de la década de los noventa [1890] se dijeron
a sí mismas (con toda seriedad) que ya no debían admirar una puesta de sol. Pues no era más
que refracción de luz blanca sobre partículas de polvo de diversa densidad en las capas de
aire de la atmósfera». Por la misma razón, ¿por qué pintar una puesta de sol? No era sino
pintar una ilusión. En el mejor de los casos, el arte no era más que una falsedad agradable,
una «noble mentira».
Como las artes perdieron prestigio e importancia, los artistas y los escritores perdieron
el rumbo, quedaron a la deriva, dejaron de cumplir su función histórica en la sociedad.
Muchos respondieron lanzándose a la ofensiva, atacando a la ciencia mecanicista y la
sociedad industrial que ellos consideraban deshumanizante —y les había sumido en estado
tan precario—, Actualmente siguen buscando desagravio demostrando la superioridad de sus
instrumentos de análisis y deconstrucción literaria. ¿Y por qué no aplicar esos instrumentos
al campo sacrosanto de la ciencia? Si todos los textos se pueden analizar, ¿por qué habrían
de ser inmunes los textos científicos a ese proceso?
Hace varios años fui testigo de un fascinante altercado en una conferencia en la
Universidad de Boston sobre ciencia y posmodernismo. Los filósofos posmodernistas
empezaron diciendo que «no hay meta-narrativas», dando a entender que no hay Verdades
generales, universales. En nombre del cientifismo respondió el premio Nobel de física Steven
Weinberg diciendo: «Claro que hay meta-narrativas. Al fin y al cabo, hay evolución —vasta
meta-narrativa desde el Big Bang a los orígenes del sistema solar y de la vida humana—. Y
como la evolución es verdad, ello prueba que hay al menos una meta-narrativa».
A lo que los filósofos posmodernistas respondieron, eso sí, muy cortésmente: «Esa es
su meta-narrativa. La evolución es sólo un constructo social», dijeron, «como cualquier otro
esquema intelectual, una creación de la mente humana».
De este modo, el posmodernismo reduce incluso las más estimadas teorías científicas
a constructos sociales relativistas, culturalmente limitados. Además, lo hace en nombre de la
«emancipación» de la mano seca del racionalismo —y desde la sociedad impersonal,
industrializada, que éste ha producido—. Incluso la más absoluta irracionalidad se presenta
a veces como escape de la “máquina” naturalista del nivel inferior. Esto explica la celebración
de la irracionalidad a la que asistimos en la cultura de la droga de los años “60”, después, en
el movimiento de la nueva era de los “70”, y, una vez más, en el posmodernismo actual. En
1978, un artículo del New York Times comentaba que California era el primer estado que
había cambiado «del acero al plástico, de los antiguos armatostes a las últimas computadoras,
del materialismo al misticismo, de la realidad a la fantasía». ¿Misticismo? ¿Fantasía?
Asombroso ejemplo de posmodernismo romántico ofrecido como alternativa redentora al
mortífero efecto del materialismo.
Da la sensación de que, a medida que el nivel inferior se vuelve más naturalista y
mecanicista, el nivel superior lo contrapesa volviéndose más irracional y fantasioso. Se ha
abrazado la huida de la lógica y de la racionalidad como escape hacia una experiencia más
amplia de sentido.
LA EVANGELIZACIÓN HOY
La unidad holística, integradora, de la verdad cristiana ha de ser el núcleo del mensaje
de evangelización en la era posmoderna. Para muchas personas, las formas tradicionales de
apologética son inefectivas. Por ejemplo, los argumentos basados en la habilidad histórica de
la Biblia son válidos si los no creyentes aún funcionan en un marco tradicional en el que las
proclamas religiosas siguen considerándose verdaderas o falsas. Pero si uno afirma hoy que
el cristianismo es verdadero o históricamente verificable, muchas personas se sentirán
perplejas. Se asume que la religión es producto de la subjetividad humana, de manera que la
prueba de una «buena» creencia religiosa no es que sea objetivamente verdadera, sino
únicamente si acarrea efectos beneficiosos en la vida del creyente.
Durante mi propia fase de agnosticismo, absorbí esta actitud general. Mi hermano
mayor Karl interrogó a una amiga (y a mí) acerca de nuestras creencias religiosas. Vacilando
al tener que admitir sus dudas abiertamente, mi amiga se mostró evasiva hasta que finalmente
mi hermano insistió: «Vamos a ver, ¿crees en la Resurrección: que Jesús se levantó
históricamente de los muertos?».
Mi amiga hizo una pausa.
—Supongo que ése es el quid de la cuestión, ¿no? —respondió pensativamente.
—No, no lo es —salté yo—. La Resurrección podría ser una especie de parábola, no
históricamente verdadera, sino que expresara alguna verdad espiritual para los que creen en
ella». En este diálogo, mi amiga representó al viejo racionalista escéptico que aún pensaba
en categorías de verdadero y falso y verificabilidad empírica. Yo ya me había dejado arrastrar
por el subjetivismo posmoderno, en el que la religión ya no es sensible a tales categorías. El
presidente Eisenhower presagió la misma actitud cuando dijo: «Nuestro gobierno no tiene
sentido a menos que esté fundado en una fe religiosa profundamente sentida —no me importa
cuál sea—En un mundo posmoderno, no importa si una religión es objetivamente verdadera,
sino únicamente si lleva a cabo una función beneficiosa.
A decir verdad, es menos probable que la gente hable hoy de religión, pues prefiere el
término espiritualidad. La revista American Demographics destacó ocho palabras que están
convirtiéndose rápidamente en mantra del nuevo milenio: «Creo en la espiritualidad, no en
la religión».
¿Qué diferencia hay entre las dos? La religión ha llegado a significar la esfera pública
de las instituciones, denominaciones, doctrinas oficiales y rituales formales, mientras que la
espiritualidad se asocia con el ámbito privado de la experiencia personal. «Espíritu es el
aspecto interior, experiencial de la religión», explica Wade Clark Roof. «Institución es la
forma de religión externa, establecida». ¿No es interesante que incluso el mismo ámbito de
la fe se divida ahora en público y privado? Y puesto que la espiritualidad se sitúa firmemente
en el ámbito privado de la experiencia personal, muchas personas sospechan de la idea
misma de instituciones religiosas públicas y doctrinas religiosas oficiales. Este sentido
generalizado de que la fe es, por definición, individual y subjetiva puede ser la razón principal
de la pérdida de credibilidad de las instituciones religiosas en nuestros días.
Esta brecha se hizo patente en las encuestas que reflejaron la respuesta espiritual de
Estados Unidos a los ataques terroristas. Cuando se preguntó a la gente si el 11 de septiembre
había afectado a sus sentimientos religiosos, las cifras fueron astronómicas. Pero cuando se
les preguntó acerca de sus actuales creencias y prácticas religiosas (p, ej., con cuánta
frecuencia asistían a la iglesia o leían la Biblia), los resultados cayeron al mismo nivel previo
a los ataques. «El consenso emergente parece ser que la espiritualidad vaga, consoladora, es
sana», concluye el columnista Terry Mattingly, «pero que la religión doctrinal u oficial puede
ser peligrosa». El concepto de espiritualidad ha llegado a significar una experiencia
desprovista de contenido doctrinal y separada de cualquier afirmación histórica contrastable
—o sea, algo que pertenece estrictamente al nivel superior.
ESPIRITU DE LA ÉPOCA
En esta atmósfera, el principal reto es presentar el cristianismo como verdad unificada,
global, no restringida al nivel superior. Debemos confiar que es verdadero a todos los niveles,
que puede resistir cualquier prueba rigurosa racional e histórica, a la vez que cumple con
nuestros más altos ideales.
Los cristianos son llamados a resistir el espíritu del mundo, no obstante, ese espíritu
cambia constantemente. Los retos que afronta nuestra generación no son los mismos que tuvo
que afrontar la generación anterior. Para poder resistir al espíritu del mundo, debemos
reconocer la forma que adopta en nuestro tiempo. De lo contrario, no podremos, e incluso
puede que inconscientemente lo absorbamos.
¿Y no hemos hecho justamente eso muchos de nosotros? ¿No han trasladado muchos
evangélicos sus creencias al nivel superior, estimando que son verdades subjetivas,
personalizadas —-“verdad para mí”, pero no verdad objetiva, universal? —. «Un porcentaje
significativo de estadounidenses heredaron un mundo teísta de generaciones anteriores que
han “sincretizado” con el relativismo cultural de la élite», escribe Bill Wichterman. Por este
motivo, acaban «sosteniendo ideas fundamentalmente incompatibles y afirmando
simultáneamente ambas».
Por ejemplo, una investigación realizada por los tres sínodos luteranos principales
averiguó que el 75 por ciento de los luteranos aceptan que es absolutamente necesario creer
en Jesucristo para obtener la salvación. Pero el 75 por ciento también admite que todos los
caminos conducen a Dios, y no importa cuál de ellos se tome. En base a estos resultados, al
menos la mitad de los luteranos interrogados sostenían al mismo tiempo dos posturas
teológicas mutuamente excluyentes. ¿Cómo es posible? Los cristianos suelen tener “mentes
divididas”, explica el historiador Sidney Mead. «Cuando un estadounidense afirma que es
esencial creer en Jesús para obtener la salvación, quiere decir que ha sido programado por
exposición al cristianismo ortodoxo tradicional... Pero cuando afirma que todos los caminos
conducen a Dios y son igualmente válidos, habla como criatura con una perspectiva
“ilustrada” del siglo XVII».
¿Hemos usted y yo hecho de la fe un asunto del corazón y, al mismo tiempo, permitido
que nuestras mentes sean moldeadas por la perspectiva de la Ilustración? Me temo que con
demasiada frecuencia la respuesta es afirmativa, escribe Philip Johnson: «Aún los cristianos
conservadores han privatizado tanto su fe que no la consideran fuente de conocimiento, sino
mera “reflexión” teológica sobre temas propuestos por el mundo académico». Y explica: «La
estrategia típica es ceder a la ciencia la autoridad para determinar los “hechos”, y después
intentar salvar algún aspecto de la fe cristiana en la esfera del “valor”».
Pero tal estrategia es, en última instancia, contraproducente. Dado que no se concede a
los valores la condición de conocimiento genuino, acaban siendo desechados como
subjetivos y arbitrarios. El encanto del término valores, escribe el historiador Douglas Sloan,
es que parece hacer referencia a «las dimensiones más importantes de la experiencia humana»,
como lo bueno y lo malo, el bien y el mal, lo bello y lo feo. «Pero esto es una ilusión»,
advierte Sloan; “en realidad, significa capitular al moderno dualismo entre... valor y hecho,
que las esferas más importantes de la experiencia humana solo se pueden abordar de manera
arbitraria, irracional y, en definitiva, dogmática”. Los cristianos deben encontrar maneras de
dejar bien sentado que nuestro problema reivindica la realidad no sólo experiencia subjetiva.
Después de hacer una presentación en la que expliqué la dicotomía hecho/valor en una
conferencia sobre educación, un maestro se levantó y profirió alegremente: “En la educación
cristiana contamos con dos factores: el cristianismo trata de los valores, mientras que la
educación trata de los hechos. Por eso me parece que lo estamos haciendo bastante bien”. Sin
darse cuenta, el maestro había absorbido completamente la moderna mentalidad dividida. Si
realmente entendiéramos lo que esos términos significan hoy, rechazaríamos completamente
ambos. Los cristianaos no promueven valores, porque sostienen que el cristianismo es
objetivamente verdadero, no preferencia privada. Ni tampoco enseñan hechos, en el sentido
moderno, porque este término significa “ciencia sin valores” exenta de todo marco religioso.
Lo que el cristianismo ofrece es una verdad unificada, integrada, que contrasta totalmente
con el concepto de doble nivel de la verdad en el mundo secular.
ROMANTICISMO
Hermoso pero imaginario
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RAZÓN
Repulsiva pero real
¡Qué gran gozo le invadió a Lewis cuando finalmente descubrió que el cristianismo
resolvía la gran pugna de su vida! Vio que la encarnación de Cristo representaba el
cumplimiento de los antiguos mitos que tanto había amado, y era, al mismo tiempo, un hecho
histórico verificable. El cristianismo era «el mito verdadero al que todos los demás
apuntaban», explica uno de sus biógrafos. «Una fe asentada en la historia que satisfizo
además su intelecto formidable».
Usando su ingeniosa frase, la resurrección de Cristo es un mito que se hizo realidad.
Contenía todo el encanto y la maravilla del mito y respondía a la necesidad humana más
profunda de contactar con la esfera trascendente. Y he aquí que, sin embargo —¡oh maravilla
de maravillas! —, había realmente acontecido en el tiempo, en el espacio y en la historia:
Esas palabras forzaron a Lewis a ceñir con rigor su pensamiento: se dio cuenta de que
el cristianismo descansa en acontecimientos históricos que son comprobables por su
evidencia empírica, y al mismo tiempo expresa los más sublimes sentidos espirituales. No
hay división de la verdad en niveles opuestos, contradictorios —y, por tanto, tampoco hay
división en la vida personal—. El cristianismo satisface anhelos racionales y espirituales. Es
ciertamente buenas nuevas. Podemos ofrecer al mundo una verdad unificada,
intelectualmente satisfactoria, y al mismo tiempo saciar el hambre más profunda de belleza
y sentido.
TODA LA VERDAD
¿Estamos preparados para defender estos argumentos ante nuestros vecinos
posmodernos? Cuando leemos el precepto de Santiago, «...guardarse sin mancha del mundo»
(Santiago 1:27), tendemos a interpretarlo estrictamente en términos morales —como un
requerimiento a no pecar—. Pero también significa guardarse «sin mácula» del pensamiento
errado de los caminos del mundo, de sus cosmovisiones falsas. Tenemos que aprender a
identificar y resistir las falsas cosmovisiones que predominan en nuestro momento histórico.
Y el patrón de pensamiento más extendido en nuestro tiempo es la concepción del doble nivel
de la verdad. Si aspiramos a entrar en la batalla donde realmente se dirime, debemos
encontrar maneras de superar la dicotomía entre lo sagrado y lo secular, lo público y lo
privado, el hecho y el valor; demostrar al mundo que sólo la cosmovisión cristiana ofrece la
verdad total e integral. No sólo es verdadera por lo que respecta a un único aspecto de la
realidad, sino a la realidad entera. Es verdad total.
¿Cómo proceder para elaborar tal cosmovisión cristiana integral? ¿Dónde comenzar?
En el próximo capítulo, tendrá oportunidad de poner en práctica un análisis sobre
cosmovisión, aprender a manipular los instrumentos básicos para elaborar una cosmovisión
cristiana. Al mismo tiempo, se capacitará con una estrategia sencilla, pero eficaz, para criticar
cosmovisiones no bíblicas, y prepararse, y ser útil a Dios, para librar a otros del poder de las
ideas falsas.
CAPITULO 4
SUPERVIVENCIA EN EL YERMO
ESPIRITUAL
Una cosmovisión cristiana abarca tres dimensiones fundamentales: la
buena creación original, la perversión de la creación a causa del pecado, y la
restauración de la creación en Cristo.
ALBERT WOLTERS
Cuando era adolescente, me puse una vez a buscar libros sobre cristianismo en la
biblioteca de la universidad. Confieso que vagué por los pasillos como un bebé perdido en
un bosque. Acababa de finalizar mi último año de colegio, donde asistí a una clase
experimental de historia del pensamiento impartida por un profesor ateo militante y muy
agresivo. A mí no me importaba, ya que había rechazado la fe cristiana en la que me había
criado y me disponía a buscar mi propia verdad. E incluso había escrito un ensayo, como
asignación de clase, que analizaba por qué el cristianismo ya no me parecía fiable.
Pero, para mi gran sorpresa, cuando leyó mi trabajo el mismo profesor, me instó a ir
más despacio. «Asegúrese de saber qué rechaza antes de intentar otra cosa», me dijo. «¿Por
qué no investiga en algunos libros de filosofía cristiana antes de tomar una decisión? Me
aseguró que era perfectamente posible ser «cristiano con ideas liberales» (o a la inversa, ateo
«con ideas rígidas»), de manera que no tenía por qué dar un portazo a la tradición familiar
para ir en pos de una búsqueda amplificada y honesta de la verdad.
Como nunca en mi vida había oído que existiera filosofía cristiana (en contraposición
a la teología), acudí en seguida a la biblioteca de la universidad local y busqué en el catálogo
la sección «Filosofía Cristiana». Me acerqué a la estantería y saqué un libro titulado Behold
the Spirit, por Alan Watts. Los que conocen la contracultura de los «sesenta» reconocerán de
inmediato que caí en una trampa: Watts era una figura clave que introdujo religiones
orientales en Occidente. A pesar de sugerir el título un tópico cristiano, el libro comentaba
que, si se hurga debajo de los detalles superficiales, el cristianísimo enseña realmente las
mismas cosas que el misticismo oriental. De hecho, Watts enseñaba que todas las religiones
son pura fachada cultural de un núcleo común de creencias —una «filosofía perenne»— que
considera todo como una emanación del Ser divino.
Ahora bien, yo había asistido toda mi vida a la iglesia (mis padres se habían encargado
de ello) y también a la escuela elemental luterana. Con el tiempo, había memorizado himnos,
versículos bíblicos, los credos, el catecismo luterano, y estoy inmensamente agradecida por
esa herencia. Sin embargo, nunca había recibido instrucción apologética, ni instrumentos
para analizar las ideas, ni se me había enseñado a defender el cristianismo de otros «ismos»
adversarios, y cuando leí el libro de Watts, quedé atrapada. Tras varios viajes a la librería
local, me llevé a casa más libros suyos, junto con obras de Aldous Huxley (que divulgaba la
misma «filosofía perenne» en un libro que lleva el mismo título) y de Teilhard de Chardin
(que ofrecía un evolucionismo místico espiritual).
La única persona que me vigiló de cerca y me ofreció una perspectiva crítica fue mi
fastidioso hermano mayor Karl, que era lo bastante impertinente como para advertirme que
el contenido de esos libros se alejaba mucho del cristianismo ortodoxo. Pero, por supuesto,
en eso consistía su atractivo. Si podía explorar ideas religiosas exóticas y al mismo tiempo
aferrarme al corazón genuino, místico, del cristianismo, como prometían esos libros, mucho
mejor.
Esta historia ilustra una de las razones más importantes que justifican el desarrollo de
una cosmovisión cristiana: protegerse de extrañas filosofías absorbentes sin ser consciente
de ellas. Como muchos jóvenes, conocía la Biblia, pero no tenía la más remota idea sobre
cómo relacionar la doctrina bíblica con el ámbito de las ideas y las ideologías. Cuando me
topé con el vasto mundo intelectual más allá del círculo familiar y de la iglesia, fui presa fácil.
No contaba con instrumentos conceptuales para contrarrestar los ataques contra la fe.
«Estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante
todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros», dice Pedro (1 P. 3:15).
La palabra griega apología equivale a «defensa» (raíz de apologética) y originalmente se usó
como término legal que significaba la respuesta del acusado al demandante en un tribunal de
justicia. Más adelante se empleó el mismo término para designar a los apologetas cristianos
—teólogos filosóficamente instruidos para defender la nueva fe del paganismo desenfrenado
del imperio romano.
Pero la defensa de la fe no incumbe sólo a los apologetas profesionalmente instruidos.
Del mismo modo que todos los cristianos son llamados a practicar la evangelización, así
también todos tienen la responsabilidad de aprender a dar razones que sustenten la
credibilidad del mensaje evangélico. “Traduciendo” la teología cristiana al lenguaje
contemporáneo, podemos compararla con otros sistemas de pensamiento y demostrar que
ofrece una explicación de la realidad más coherente y completa.
Hace algunos meses me llamó la atención un ingenioso anuncio en el que aparecía un
profesor universitario trajeado, desgreñado, que miraba con descaro al lector, mientras el
texto rezaba: “Conozca al primer profesor universitario de su hijo. Es marxista, ateo, enseña
literatura inglesa y se zampa novatos cristianos en el almuerzo». Esta es exactamente la
imagen que debería aparecer en la mente de los padres cristianos cuando preparan a sus hijos
adolescentes para estudiar en universidades seculares. La apologética básica es hoy
imprescindible para la pura supervivencia. Sin herramientas de apologética, los jóvenes
podrán ser sólidamente formados en estudios bíblicos y doctrina, y, no obstante, se
tambalearán de impotencia cuando abandonen el hogar y se enfrenten al mundo secular por
sí mismos. La tragedia se repite una y otra vez, cuando los adolescentes cristianos hacen la
maleta, se despiden de sus padres, se dirigen a universidades seculares, pierden su fe antes
de graduarse y son presa de la última moda intelectual.
MISTICA DE LO PROHIBIDO
Como muchos otros atrapados en la contracultura de los años «sesenta» y los «setenta»,
yo también me zambullí en el pensamiento oriental, exploré el existencialismo, leí a las
primeras feministas, experimenté la droga y «descubrí» que la verdad era relativa y subjetiva.
Para algunos adolescentes, por supuesto, la contracultura no fue más que diversión y jugueteo,
pero pata mí fue una búsqueda honesta en pos de la verdad y de sentido. Probé drogas
alucinógenas después de leer libros sobre el tema por autores como Aldous Huxley, quienes
recomendaban la droga para entrar en contacto con la conciencia cósmica. En Las puertas de
la percepción, promete que el uso de alucinógenos abre la «válvula reductora» de la
racionalidad ordinaria que limita nuestra percepción al mundo insulso, banal, prosaico.
Inspirada por Huxley, me sumergí en las drogas psicodélicas como parte de la búsqueda
filosófica de horizontes más anchos de la verdad.
Por extraño que parezca, mirando retrospectivamente, comencé leyendo Huyendo de
la razón, de Francis Schaeffer, porque el título del libro me evocó el lema de la droga. Antes
siquiera de oír hablar de L’Abri, me hice con un ejemplar de la primera edición británica del
libro, cuya cubierta exhibía una ilustración un tanto espeluznante. Y el título parecía prometer
exactamente lo que estaba buscando: liberación del aburrido enrejado de la racionalidad
ordinaria. Sí, deseo «escapar de la razón», pensé cuando tomé el libro en mis manos. Por
supuesto, pronto me di cuenta que el libro de Schaeffer trataba justamente el tema contrario
—que la irracionalidad posmoderna es un callejón sin salida, y que sólo el cristianismo ofrece
una respuesta lógica y coherente a las cuestiones filosóficas básicas que la vida plantea.
Tenemos que cerciorarnos de que nuestros hijos salen de casa con esa misma
convicción bullendo en lo más hondo de su mente —que el cristianismo es capaz de
sostenerse por sí mismo cuando alguien se atreve a cuestionarlo en el mercado de las ideas—.
No basta con enseñar a los jóvenes creyentes a tener un tiempo quieto personal, seguir un
plan de memorización de las Escrituras y contactar con grupos cristianos universitarios.
También tenemos que capacitarles para responder a los retos intelectuales que se les
presentarán en las aulas. Antes de abandonar el hogar, deberían estar bien informados de
todos los «ismos» que les saldrán al paso, desde el marxismo y el darwinismo al
posmodernismo. Es conveniente que los jóvenes creyentes oigan por primera vez estas ideas
de padres, pastores y líderes juveniles de confianza que puedan facilitarles estrategias para
analizar ideologías contrarias.
Como mínimo, estas ideologías deberían estar despojadas de la mística de las ideas
prohibidas. Cuando yo era adolescente, mi hermana mayor me inició en algunos de los
misterios del entorno cultural más amplio, como la evolución y el relativismo ético, y
recuerdo cuánta fascinación añadida me despertaban estas ideas, simplemente porque «mi
madre nunca hablaba de ellas». La metodología dominante en muchas escuelas e iglesias
cristianas era la de proteger a los niños de ideologías no bíblicas, y en parte, esto es
educacionalmente sano. Tiene sentido proteger a los niños hasta que están desarrollados y
preparados para abordar ideas complejas. Pero en muchos casos, los estudiantes nunca son
expuestos a ideas contrapuestas en el seno de sus familias, iglesias, o escuelas cristianas, y,
en consecuencia, salen al mundo sin estar preparados para dirimir las batallas intelectuales
que están a punto de afrontar, especialmente en las universidades seculares.
COSMOVISIÓN PRÁCTICA
Avancemos ahora al núcleo de esta sección del libro, para darle oportunidad de
practicar la elaboración de una cosmovisión. El esquema Creación, Caída y Redención no es
sólo útil para diagnosticar tradiciones teológicas, como vimos en capítulos anteriores.
Proporciona también un andamiaje para construir una perspectiva cristiana sobre cualquier
tema, junto con un esquema para analizar cosmovisiones rivales.
Para elaborar una cosmovisión desde una perspectiva cristiana, en cualquier campo, es
preciso hacerse tres series de preguntas:
1. CREACIÓN: ¿Cómo fue creado originalmente este aspecto del mundo? ¿Cuáles
fueron su propósito y naturaleza originales?
2. CAÍDA: ¿Cómo se torció y se distorsionó por la Caída? ¿Cómo fue corrompido
por el pecado y las cosmovisiones falsas? Separada de Dios, la creación tiende a
divinizarse o demonizarse —convertirse en un Ídolo o en un mal.
3. REDENCIÓN: ¿Cómo se puede poner este aspecto del mundo bajo el Señorío de
Cristo, y restaurarse al propósito original para el que fue creado?
Apliquemos estas tres categorías a algunas áreas clave como la educación, la familia y
una amplia teoría social cristiana.
Reparación de ruinas
En la Escritura se insta repetidamente a los padres a transmitir las verdades bíblicas a
su prole. Al igual que los israelitas se prepararon para entrar en la Tierra Prometida, Moisés
enfatizó la necesidad de transmitir su herencia religiosa a sus hijos: «Y las enseñaréis a
vuestros hijos, hablando de ellas cuando te sientes en tu casa, cuando andes por el camino,
cuando te acuestes, y cuando te levantes» (Dt. 11:19). Este lenguaje refleja que la familia no
sólo transmite su fe mediante instrucción formal, sino también a través de su conversación
cotidiana.
En cada periodo de la historia, los cristianos se han ocupado seriamente de la educación
—fundado escuelas, impulsado la alfabetización y preservado la herencia literaria de la
cultura circundante—. Después de la caída de Roma, fueron los monjes quienes preservaron
las grandes obras literarias y filosóficas del mundo clásico, copiando penosamente
manuscritos antiguos, con comentarios y glosarios para explicar el sentido de los textos. Los
reformadores predicaron el sacerdocio de todos los creyentes —la responsabilidad de cada
persona de conocer y comprender las Escrituras— y fundaron escuelas de catequesis para
enseñar a los niños los principios de la fe desde temprana edad. Cuando los puritanos
desembarcaron en las costas de América y comenzaron a desbrozar tierras silvestres, solo
seis años después fundaron la primera universidad (Harvard) para formar a los jóvenes para
el ministerio y el liderazgo político.
¿Cómo aplicar entonces las categorías de la Creación, la Caída y la Redención a la
educación? La Creación nos informa que los niños son creados a imagen de Dios, lo que
significa que son criaturas que portan gran dignidad, capacidad de amar, moral, racional,
creación artística, y todas las demás capacidades únicas del hombre. La educación debe dar
respuesta a todos los aspectos de la persona. No podemos sentirnos satisfechos con una
metodología conductista que trate a los alumnos como complejas máquinas estimulo-
respuesta. Ni podemos adoptar una metodología constructivista que trate a los alumnos como
organismos que se adaptan a su medio ambiente, usando conceptos como herramientas para
organizar la experiencia subjetiva. El cristianismo proporciona la base para una concepción
más elevada de la naturaleza humana que cualquier cosmovisión alternativa que comience
con fuerzas impersonales que operan al azar.
Sin embargo, la noción bíblica de la naturaleza humana es también sólidamente realista.
La doctrina de la Caída enseña que los niños son, como todos nosotros, propensos a pecar y
necesitados de dirección moral e intelectual. Después de la Caída, Dios nos dio revelación
verbal para permitimos ordenar nuestras vidas con arreglo a verdades universales y eternas
que de otro modo no habrían estado a disposición de criaturas caídas y finitas. Así pues, los
educadores cristianos no aceptan el optimismo de la Ilustración que pretende que la razón
por sí sola, sin ayuda de la revelación divina, es capaz de conseguir una visión «general,
divina», del mundo. Ni aceptaremos la idea romántica de que los niños nacen siendo
naturalmente inocentes, colgando de “nubes de gloria”.
Ambas filosofías niegan la realidad de la Caída y dan a luz métodos progresivos de
educación que se abstienen de enseñar a los alumnos a distinguir lo que es verdadero de lo
que es falso, o lo que está bien de lo que está mal, y esperan que ellos descubran sus propias
«verdades».
Finalmente, la Redención significa que la educación debe proponerse equipar a los
alumnos a asumir su vocación en obediencia al Mandato Cultural. Cada niño debe entender
que Dios le ha concedido dones especiales para prestar una contribución singular a la tarea
humana de invertir los efectos de la Caída y extender el Señorío de Cristo en el mundo. Como
escribió el poeta John Milton, la meta del aprendizaje «es reparar las ruinas de nuestros
primeros padres». Para lograrlo, toda materia debe ser enseñada desde una perspectiva
sólidamente bíblica, para que los alumnos capten la conexión interdisciplinar y descubran
por sí mismos que toda verdad es verdad de Dios.
Al mismo tiempo, debemos guardarnos de las falsas ideas redentoras que prometen
diversas teorías educativas actuales. Los defensores de, prácticamente, cualquier ideología
procuran introducirse en las aulas, porque saben que la clave para perfilar el futuro es moldear
las mentes de los niños. Podemos tener que rechazar nuevos métodos de meditación y fantasía
guiada de la Nueva Era aplicados a las aulas (redención mediante el cultivo de una conciencia
superior); o el mal uso de técnicas terapéuticas para cambiar actitudes de los estudiantes para
que incorporen alguna agenda progresiva (redención a través de ajustes psicológicos); o
programas de corrección política y multiculturalismo (redención a través de políticas
izquierdistas). Muchos educadores ni siquiera definen ya la educación como ayuda ofrecida
a los alumnos para que aprendan destrezas y adquieran conocimientos, sino como
capacitación para que se alisten en causas sociales aprobadas. A medida que la cultura
occidental se aleja de la herencia cristiana, el aula pública se está convirtiendo en un campo
de batalla de ideologías encontradas, de manera que una de las tareas más importantes que
tenemos por delante es identificar y criticar cosmovisiones.
Reorganización de la familia
¿De qué manera el esquema de la Creación, la Caída y la Redención nos proporciona
instrumentos para elaborar un concepto bíblico de la familia? Como institución social
fundamental, la familia ha servido como laboratorio de infinidad de experimentos sociales.
Todo visionario político sueña con algún plan para reorganizar la familia —normalmente
aboliéndola por completo para instaurar el estatismo radical, o bien el individualismo radical.
El estatismo ha sido un tema recurrente desde los albores de la cultura occidental. De
forma asombrosa, el pensamiento político y social occidental ha sido hostil al rol de la familia
y propuesto su propia visión de la sociedad ideal. Los intelectuales seculares, desde Platón a
Rousseau, B. F. Skinner o Hilary Clinton, se han apegado a la idea de poner al niño
directamente bajo el cuidado del estado a costa de la familia.
Para contrarrestar tales planteamientos utópicos, debemos comenzar con la Creación.
La doctrina bíblica de la creación anuncia que la familia es un patrón social original e
intrínseco a la naturaleza humana. Es, por tanto, normativa para todos los tiempos y
situaciones históricas. Aunque puede haber variedad de detalles, en esencia, la naturaleza no
puede ser remodelada caprichosamente. Todo plan utópico que procure desechar la familia
en el cubo de desperdicios de la historia luchará en contra de la propia naturaleza humana.
Los utópicos que niegan la Creación niegan también la Caída y rechazan por completo
la idea de que la naturaleza humana está corrompida o inclinada al mal. En vez de ello,
redefinen todos los problemas sociales a cuestión de desórdenes temporales que pueden ser
resueltos por medio de la educación y la ingeniería social. «Los utópicos están motivados por
un deseo de superar los efectos de la Caída sin apoyarse en la redención divina», escribe
Bryce Christensen en Utopia Against the Family. «Muchos utópicos desean “ser como
dioses”» (Gn. 3:5) mediante la obstinación y la ingeniería humana, no gracias a las
bendiciones del cielo».
Así nace una imagen seductora de la Redención mediante la creación de un nuevo edén
—un retorno al estado original de inocencia—. En la famosa novela de B. F. Skinner Walden
dos, el fundador describe su comunidad utópica como «una mejora de Génesis».
No obstante, irónica y prácticamente, todo intento histórico de mejora del Génesis ha
acabado en un estado coercitivo, totalitario. ¿Por qué? Porque, a diferencia de la visión
utópica, el pecado es real y no puede, sin más, ser excluido de la existencia. Por ello el estado
acaba siempre teniendo que obligar a la gente a cumplir sus esquemas utópicos. La
destrucción de la familia suele ser sencillamente un instrumento para aumentar el poder del
estado sobre los individuos eliminando lealtades rivales, en el intento de crear total lealtad al
estado. Para defender la familia de las agendas estatistas, tenemos que defender que
únicamente el drama bíblico de la Creación, Caída y Redención ofrece un relato realista y
compasivo de la naturaleza humana y de la estructura y propósito de la familia en la sociedad.
Movilización de la Trinidad
El tira y afloja entre el estatismo y el individualismo respecto a la familia, es más fácil
de entender si saltamos al nivel superior y consideramos la teoría social en general. La piedra
Rosetta del pensamiento social cristiano es la Trinidad: La raza humana fue creada a imagen
de Dios, que es tres Personas tan íntimamente relacionadas que constituyen una sola Deidad
—según la formulación teológica clásica, un solo ser en tres personas—. Dios no es
«realmente» una deidad, que aparece en tres modalidades, ni tampoco tres deidades, lo que
sería politeísmo. En lugar de ello, tanto la unidad como la trinidad son igualmente reales,
últimas, básicas e intrínsecas a la naturaleza de Dios.
El equilibrio entre la unidad y la diversidad en la Trinidad ofrece un modelo para la
vida social humana, porque implica que tanto la individualidad como la relación existen en
la propia Trinidad. Dios es ser en comunión. Los seres humanos son imagen de un Dios trino,
cuya naturaleza consiste en amor recíproco y comunicación entre las Personas de la Trinidad.
Este modelo proporciona una solución a la vieja oposición entre el colectivismo y el
individualismo. Frente al individualismo radical, la Trinidad implica que las relaciones no se
deben a la mera elección, sino que son inherentes a la naturaleza humana. No somos
individuos atomizados, sino creados para cultivar relaciones.
En consecuencia, hay armonía entre el ser individual y el participar en las relaciones
sociales que Dios quiso para nuestra vida en comunidad. Esto puede parecer abstracto, pero
piense en la analogía del matrimonio: toda pareja casada sabe que un matrimonio es más que
la suma de sus partes —que la relación misma es una realidad que supera a los dos individuos
comprometidos—. La institución social del matrimonio es una entidad moral en sí misma,
con su propia definición normativa. Esto se solía declarar tradicionalmente en términos del
bien común: Había un «bien» para cada uno de los individuos que formaban la relación
(propósito moral de Dios para cada persona), y después un «bien común» para sus vidas
unidas (propósito moral de Dios para el propio matrimonio).
En un matrimonio perfecto, no afectado por el pecado, no habría conflicto entre estos
dos propósitos: el bien común expresaría y realizaría las naturalezas individuales de la esposa
y el marido. De hecho, ciertas virtudes necesarias para obtener la madurez espiritual —como
la fidelidad y el amor abnegado— sólo se pueden practicar en las relaciones. Esto significa
que los individuos no pueden desarrollar plenamente su verdadera naturaleza a menos que
participen en relaciones sociales como el matrimonio, la familia y la iglesia.
No obstante, desde la Caída, las sociedades han tendido a inclinarse, ya hacia el
individuo, ya hacia el grupo. En las culturas modernas, los vínculos familiares se están
disolviendo rápidamente en los ácidos de la autonomía personal. Por el contrario, en algunas
culturas tradicionalistas, el clan o la tribu siguen teniendo prioridad sobre el individuo.
Cuando yo asistí al instituto bíblico luterano a mediados de los «setenta», una joven
compañera japonesa, sufría enorme presión de su familia budista, desde su hogar, para que
renunciara a su fe cristiana. La principal barrera al cristianismo en su país de origen, me contó,
es que la mayoría de los jóvenes se negaban a adherirse a una religión distinta a la de sus
padres y su parentesco. Ésta era para mí una idea nueva, ya que, como joven estadounidense,
el diferenciarse de los padres parecía una buena razón para adoptar una religión o cualquier
otra cosa.
La doctrina de la Trinidad no sólo repercute en el concepto de familia, sino también
prácticamente en cualquier otra disciplina, En filosofía, la naturaleza trina de Dios ofrece una
solución a la cuestión de Uno y Varios (a veces, denominado problema de la unidad y la
diversidad): Desde la antigüedad griega, los filósofos se han preguntado ¿consiste la realidad
última de un solo ser o sustancia (como en el panteísmo) o de partículas desconectadas (como
en el atomismo)? En política, los polos opuestos se manifiestan en los extremos del
totalitarismo y la anarquía. En economía, los extremos son el socialismo o el comunismo
frente al laissez-faire del individualismo.
En la práctica, por supuesto, la mayoría de las sociedades se arrastran hacia un terreno
medio entre los polos opuestos —como la actual economía combinada de Estados Unidos—.
Sin embargo, rondar entre dos extremos no es una posición teórica coherente. Una
cosmovisión consecuente debe ofrecer una manera de reconciliarlos en un sistema coherente.
Al ofrecer la Trinidad como fundamento de la sociedad humana, el cristianismo proporciona
la única base coherente para la teoría social.
La respuesta tampoco es sólo teórica. En la Redención, se invita a los creyentes a
constituir una sociedad real —la iglesia— que muestre al mundo la interacción equilibrada
entre Uno y Varios, unidad y diversidad. En Juan 17:11, Jesús ora por sus discípulos, cuando
está a punto de dejarlos, pidiendo al Padre: «Que sean uno, así como nosotros». Jesús
manifiesta que la comunión de Personas de la Trinidad es el modelo para la comunión de los
creyentes en la iglesia. Nos enseña a promover ricamente la abundancia diversa de la
individualidad en relaciones ontológicas reales. «La Iglesia en su totalidad es un icono de la
Trinidad de Dios, reproduce en la tierra el misterio de la unidad en la diversidad», escribe el
obispo ortodoxo Timothy Ware. «Los seres humanos son llamados a reproducir en la
tierra el misterio del amor mutuo que la Trinidad vive en el cielo». Y a medida que
aprendemos a practicar unidad-en-diversidad en la iglesia, podemos acercar el mismo
equilibrio a todas nuestras relaciones sociales: familias, escuelas, talleres y vecindarios.
La herejía marxista
El marxismo acopla las tres categorías de Creación, Caída y Redención tan
mañosamente, que muchos lo han calificado de herejía religiosa, lo que ofrece un buen
ejemplo para comenzar. También sigue siendo una importante filosofía que los cristianos
deben entender: Aunque el Telón de Acero haya caído, el marxismo conserva una poderosa
influencia en muchos lugares del mundo —especialmente en las universidades
estadounidenses—. Un filósofo político francés dijo hace poco que cuando quiere debatir
contra un marxista tiene que importar uno de una universidad estadounidense.
Más importante aún, todos nosotros nos topamos con diversos movimientos
izquierdistas como el multiculturalismo, el feminismo, y la corrección política (políticamente
correcto). Estos movimientos de liberación son a veces llamados neo-marxistas porque
aplican análisis marxistas a grupos identificados por la raza o el género, instándoles a
despertar su conciencia y a expulsar a sus opresores. Los personajes han cambiado, pero es
la misma obra.
¿Cómo, entonces, usaremos las categorías de Creación, Caída y Redención para
analizar las varias formas de marxismo? Para Karl Marx, el poder creador primario es la
materia. Esta era una nueva forma de materialismo filosófico, ya que las anteriores versiones
habían sido estáticas, explicaban el mundo como una inmensa máquina. El problema que
encerraba esa concepción, para Marx, era que parecía abrir la puerta a la idea de Dios: puesto
que la máquina es diseñada para cumplir una función particular, exige virtualmente un
diseñador, lo mismo que un reloj implica la existencia de un relojero. Para evitar tal
conclusión, Marx propuso que el universo material no fuera estático, sino dinámico, y
contuviera en sí mismo poder de movimiento, cambio y desarrollo. Eso es lo que quiso decir
con materialismo dialéctico. Empotró el Primer Motor en la materia como ley dialéctica.
Fragmentemos esto aplicando el esquema tripartito. Sin consultar las respuestas, ¿cómo
analizaría usted el pensamiento de Marx acerca de la Creación, la Caída y la Redención?
CREACIÓN
CAÍDA
hombre es moralmente culpable —lo que significa que la solución debe estar en el perdón y
la salvación—. En vez de ello, coloca el mal en las relaciones sociales y económicas; de
manera que la solución estriba en cambiar esas relaciones a través de la revolución. El
marxismo asume que la naturaleza humana puede ser transformada simplemente cambiando
las estructuras sociales externas.
REDENCIÓN
Este análisis explica por qué el marxismo sigue ejerciendo tan vasta influencia a pesar
de su dramático fracaso en producir una sociedad sin clases en cualquier lugar de la tierra y
por qué sigue engendrando movimientos neo-marxistas. Incorporando todos los elementos
de una cosmovisión global, aprovecha un hambre agudamente religiosa de redención. La idea
de Marx del fin de la historia, cuando triunfa el comunismo y se desvanece el conflicto del
mundo, «es a todas luces una mutación secular de las creencias apocalípticas cristianas», dice
el filósofo John Gray. «Es mito disfrazado de ciencia».
Por supuesto, por eso tiene más fuerza que la ciencia. Toma la esperanza religiosa en
otro mundo y la seculariza en celo revolucionario mundano. «Como el cristianismo, el
pensamiento de Marx es más que una teoría», escribe el profesor Leslie Stevenson. «Ha sido
para muchos una fe secular, una concepción de salvación social».
Rousseau y la revolución
Retrocedamos más allá de Marx a una de las fuentes de sus ideas: Jean Jacques
Rousseau. La mayor parte de las ideologías que ensangrentaron el siglo XX se inspiraron en
Rousseau. Sus escritos influyeron en Robespierre, en la revolución francesa, así como en
Marx, Lenin, Mussolini, Hitler y Mao. Incluso Pol Pot, quien masacró una cuarta parte de la
población de Camboya, se educó en París y leyó a Rousseau. De manera que, si captamos el
pensamiento de Rousseau, obtendremos la clave para entender buena parte del pensamiento
moderno.
¿Por qué, exactamente, fue su cosmovisión tan revolucionaria? Rousseau dijo que la
manera de captar la esencia de la naturaleza humana es plantear la hipótesis de lo que
seriamos si nos despojáramos de toda relación social, moral, ley, costumbre, tradición, y de
la propia civilización. A esta condición original, pre-social, la denominó -estado de
naturaleza-. En él, lo único que existe son individuos aislados, desconectados, autónomos,
cuya única fuerza motivadora es el deseo de auto-preservación —lo que Rousseau llamó
amor de sí mismo o amor propio (amour de sói)—. Las relaciones sociales no son, en última
instancia. reales, sino secundarias o derivativas, creadas por elección individual.
¿Qué significó esto para la concepción social de Rousseau? Si nuestra verdadera
naturaleza consiste en ser individuos autónomos, entonces la sociedad es contraria a nuestra
naturaleza: es artificial, restrictiva y opresora. Por eso, la obra más influyente de Rousseau,
El contrato social, comienza con la famosa frase: “El hombre nace libre, pero por todas partes
está encadenado”. Él no quiso decir cadenas de opresión política, como podrían pensar los
estadounidenses. Para Rousseau, las únicas relaciones opresivas eran personales, como el
matrimonio, la familia, la iglesia y el puesto de trabajo.
Esta línea de pensamiento representó un crudo contraste con la teoría social cristiana
tradicional, que adopta la Trinidad como modelo para la vida social (como vimos
anteriormente). La Biblia no dibuja precisamente unos primeros orígenes de solitarios
desconectados vagando bajo los árboles en un estado de naturaleza. Al contrario, pinta una
pareja —varón y hembra— relacionados desde el principio en la institución social del
matrimonio, que constituye el fundamento de la vida social.
La doctrina de la Trinidad implica que las relaciones son tan esenciales, o reales, como
los individuos; no son creación de individuos autónomos que pueden establecerlas o
romperlas a su antojo. Las relaciones forman parte del orden creado y son, por tanto,
ontológicamente reales y buenas. Los requisitos morales que exigen no son imposiciones a
la libertad, sino más bien expresiones de nuestra verdadera naturaleza. Participando en las
instituciones civilizadoras de la familia, la iglesia, el estado y la sociedad, cada una con su
propio «bien común», cumplimos con nuestra naturaleza humana y desarrollamos las
virtudes morales que nos preparan para nuestro objetivo final: ser ciudadanos de la Ciudad
Celestial.
Esto explica por qué fue tan revolucionario el que Rousseau propusiera que los
individuos son la única realidad última. Él tachó la civilización, con sus convenciones
sociales, de artificial y opresora. ¿Y qué nos podía liberar de tal opresión?
El estado. El estado destruiría todos los vínculos sociales y emanciparía al individuo
de toda lealtad excepto a sí mismo. Rousseau enunció su visión con extraordinaria claridad:
«Cada ciudadano será entonces completamente independiente de todos sus semejantes, y
absolutamente dependiente del estado». No es de extrañar que su filosofía inspirara tantos
sistemas totalitarios.
Llevemos estas ideas al esquema tripartito.
CREACIÓN
R: El estado de naturaleza
CAÍDA
R: La sociedad o la civilización
REDENCIÓN
R: El estado
La idea de que el estado podía libertar era completamente nueva. En la experiencia real,
por supuesto, el estado es un foco de poder, autoridad y coacción. Nadie había sugerido antes
que podía ser un libertador. De modo que un teórico político cristiano afirma que Rousseau
dio a luz “la política de la redención”.
Los historiadores nos recuerdan que el siglo XX ha sido el más sangriento de la historia,
sin embargo, el problema no estribó en que una gran cantidad de población sufriera
repentinamente una misteriosa degeneración moral. El problema es que se adoptaron
cosmovisiones basadas en definiciones defectuosas de la Creación, la Caída y la Redención.
Puede resultar paradójico que una filosofía de individualismo radical condujese al
estatismo radical. Pero como Hanna Arendt señala en The Origins of Totalitarianism, los
individuos aislados, desconectados, son realmente los más vulnerables al control totalitario
porque no tienen identidad ni lealtades con qué competir. Por eso una de las mejores maneras
de proteger los derechos individuales es proteger los derechos de grupos como las familias,
las iglesias, las empresas y las asociaciones voluntarias. Las agrupaciones sociales sólidas,
independientes, realmente ayudan a limitar el estado porque cada una reclama su propia
esfera de responsabilidad y jurisdicción, impidiendo así que el estado controle todos los
aspectos de la vida. La filosofía política neo-calvinista define la independencia de las esferas
sociales usando la expresión esfera de soberanía, dando a entender el derecho de cada cual
a su propia jurisdicción limitada por encima de las otras esferas. El pensamiento social
católico emplea el término subsidiariedad para definir básicamente la misma idea. Contra
Rousseau, proteger los vínculos morales, sociales y de parentesco es proteger realmente la
libertad individual.
Desgraciadamente, gran parte del pensamiento político estadounidense, tanto
progresista como conservador, aún se apoya en la concepción atomista de que la sociedad se
compone de individuos autónomos. Es la asunción inconsciente con que los estudiantes
entran hoy en las aulas, dice un profesor cristiano: “Sin haber leído nunca una palabra de
Locke, pueden reproducir su idea del contrato social sin una sola duda en el mundo”.
De hecho, propongo que la asunción del individualismo autónomo es el factor central
del resquebrajamiento de la sociedad estadounidense actual. Por ejemplo, en la política
pública: en Democracy’s Discontent, Michael Sandel asegura que la creencia subyacente del
progresismo moderno es la noción del yo «exento de cargas» —con lo que quiere decir «sin
cargas de vínculos cívicos o morales que no ha escogido»—Para el progresismo, el individuo
existe antes de asociarse en comunidades morales como el matrimonio, la familia, la iglesia
y la política. El yo es incluso anterior a toda definición de su propia naturaleza. Por tanto,
para el progresismo, el núcleo de la personalidad es la capacidad de escoger la propia
identidad —el crearse a sí mismo—. Por eso las relaciones y las responsabilidades suelen ser
consideradas separadas de, e incluso contradictorios a, nuestra identidad esencial; por eso los
individuos a menudo sienten que necesitan romper con sus roles sociales (marido, esposa o
padres) a fin de poder hallar su «propio yo». Un Rousseau recurrente.
O tómese la filosofía del derecho: en Rights Talk, Mary Ann Glendon afirma que la ley
moderna estadounidense normalmente refleja a la persona «natural» como una criatura
solitaria. Nuestro derecho «se basa en la imagen del portador de derechos como individuo
auto-determinado, libre de cargas, un ser conectado a otros exclusivamente por elección». Es
decir, las relaciones no son componentes de nuestra identidad, sino creaciones de elección
individual —eco directo de la teoría del «estado de naturaleza» de Rousseau.
Finalmente, la filosofía política: en Modern Liberty and its Discontents, Pierre Manent
afirma que el dogma básico del progresismo es que el individuo no puede asumir una
obligación a la que no haya consentido. Todas las ataduras humanas han de ser disueltas y
reconstituidas sobre la base de la elección, es decir, de contratos. «Por medio de los contratos
que establece con sus semejantes, cada individuo es autor de su propia obligación». Ahora
comprendemos por qué Ted Peters quería disolver la base biológica de la familia para
reconstituirla sobre la base de la elección.
Ideas como éstas no son puramente abstractas y académicas. Se transmiten de los
profesores a los alumnos, quienes luego pueden ponerlas en práctica. Por ejemplo, con el
matrimonio reducido a pura elección, muchos estudiantes resuelven que decir «SI» es
demasiado arriesgado, que no merece la pena la contraprestación que obtienen a costa de su
autonomía. Un estudio del Proyecto Matrimonio Nacional de la Universidad Rutgers
descubrió que los jóvenes de hoy contemplan el matrimonio como «una forma de
compromiso y riesgo económico debido mayormente a la aceptación general del divorcio».
Éste es el fruto letal de la concepción atomista de la sociedad. En vez de ser estimado como
un bien social, el matrimonio es actualmente temido como un riesgo económico. «La cultura
actual de cohabitación de los solteros no se inclina al matrimonio», asegura el estudio.
«Cabria describirla como una cultura de escaso compromiso, “sexo sin lazos, relación sin
anillos”». Claramente, el individualismo ontológico de Hobbes, Locke y Rousseau sigue
siendo el epicentro de la crisis social y política de Estados Unidos. (Para más acerca de este
asunto, consúltese el apéndice 1, «Cómo se secularizó la política estadounidense»).
CREACIÓN
¿Qué significó esto para la idea de Sanger de la naturaleza humana? Si somos productos
de la evolución, nuestra identidad humana esencial se ubica en lo biológico, lo natural, el
instinto —especialmente los instintos sexuales—. Hace algunos años, el New Yorker publicó
un artículo sobre «estudios de pornografía», y también entrevistó a algunos profesores que
enseñan estos cursos. Uno de ellos explicó: «El sexo es hoy considerado como la fuerza
motriz del ser» —nuestra identidad «última».
En los días de Sanger los científicos acababan de descubrir las glándulas, y ella
concluyó que un sano desarrollo humano dependía del libre funcionamiento de las glándulas
reproductivas. Esto le sugirió que las restricciones sexuales eran fisiológicamente
perjudiciales. Hoy esas ideas anticuadas han sido desacreditadas —ningún experto en este
campo cree que la restricción sexual sea físicamente perniciosa—. Sin embargo, los
sexólogos siguen creyendo que la liberación sexual es la base para el desarrollo de una
personalidad sana.
CAÍDA
REDENCIÓN
R: La liberación sexual
En el artículo del New Yorker sobre los estudios porno, un profesor explicaba que «la
izquierda cultural» ha efectuado un giro: de cambiar la sociedad ha virado hacia un «cambio
interior», definido fundamentalmente como descubrimiento de la verdadera naturaleza de la
sexualidad personal. En suma, la liberación sexual se ha convertido en una cruzada moral,
cuyo enemigo es la moralidad cristiana y oponerse a ésta es adoptar una postura moral heroica.
Este es un concepto difícil de sortear para los cristianos, porque para nosotros la palabra
moralidad evoca moralidad bíblica. Pero para muchos secularistas, la moralidad bíblica es
nada menos que la fuente del mal y de la disfunción —en tanto que su propia postura cuenta
con el fervor y el farisaísmo de una llamada moral a las armas.
Michael Medved, crítico de cine, judío conservador, aprendió esto penosamente. Una
vez él había alabado públicamente la obra de una pareja de productores de cine de Hollywood.
Llevaban juntos quince años, tenían dos hijos, y dijo que ellos estaban casados.
Inmediatamente oyó comentar a amigos de la pareja que ciertamente no estaban casados y
que se sentirían «ofendidos» si se enteraran que se decía tal cosa de ellos.
¿Ofendidos? ¿Cómo es que alguien puede considerar un insulto que se diga de ellos
que están casados? Al rechazar el matrimonio, esta pareja adoptaba una postura altisonante
de libertad contra una convención moral opresiva. El filósofo John Stuart Mill escribió una
vez: «El mero ejemplo de inconformismo, el mero rechazo a inclinar la rodilla ante la
costumbre es en sí mismo un servicio». Dando un ejemplo de liberación, gente como esta
pareja de Hollywood creen que están prestando un servicio a la humanidad. Cuando a
Madonna se le preguntó en una entrevista reciente por qué había publicado su libro Sex, en
1992, respondió: «Pensé que estaba haciendo un servicio a la humanidad siendo
revolucionaria, liberando mujeres».
Esta actitud explica por qué es tan difícil detener la exaltación sexual de nuestra cultura.
La liberación sexual no es sólo cuestión de gratificación o excitación sensual; es una
completa ideología, con todos los elementos que componen una cosmovisión. Para
combatirla, no podemos limitarnos a expresar desaprobación moral o decir eso está mal.
Tenernos que recordar que la moralidad es siempre derivativa —se desprende de la propia
cosmovisión —. Para ser eficaces, liemos de lidiar con la cosmovisión subyacente.
Me chocó que el budismo fuera una religión tan triste. Todo lo malo que a uno le sucede
es por su propia culpa —está causado por lo que uno hizo en esta vida o en una vida anterior.
No hay gracia, ni verdadera esperanza de redención en esta vida. Y la meditación no es
contactar con un Dios que responde amando y prestando atención; no es más que un conjunto
de ejercicios mentales para ayudar a la mente a apartarse del mundo material.
En realidad, no hay Dios personal en religiones orientales como el budismo y el
hinduismo. Lo divino es un campo de fuerza espiritual no personal, no cognitivo. El objetivo
último de estas religiones no es tanto la felicidad, sino el alivio de la carga del yo: el nirvana
es la confluencia del espíritu individual con el espíritu universal, sustrato de todas las cosas,
pérdida de la individualidad en el Uno panteísta.
CREACIÓN
En el panteísmo, la realidad última es una mente unificada o esencia espiritual que llena
todas las cosas. Es una Unidad indiferenciada más allá de las categorías humanas de
pensamiento, más allá de las divisiones de bien y mal, sujeto y objeto. No se trata de un Ser
personal con conciencia y deseos, sino una esencia espiritual impersonal de la cual todos
formamos parte. De hecho, un Dios personal como la deidad cristiana es considerada inferior
porque la personalidad implica diferenciación, lo que sugiere limitación para la mente
oriental. La idea bíblica de un Dios personal e infinito se considera incomprensible.
CAÍDA
R: El sentido de individualidad
REDENCIÓN
El objeto de los ejercicios religiosos orientales es reunirse con el dios interior: recuperar
la percepción de que todos somos dios. Este análisis ayuda a entender la desconcertante
proliferación de técnicas en el movimiento de la nueva era: yoga, meditación trascendental,
cristales, centering (contemplación), cartas de tarot, dietas, imágenes guiadas y todo lo demás.
A pesar de su amplia gama, el propósito de todas estas técnicas es disolver los límites del yo
y recuperar la intuición de la unidad universal.
Una razón por la que es importante hacer análisis de cosmovisión es proteger a nuestros
hijos y a nosotros mismos del engaño de las cosmovisiones falsas. Hace algunos años una
amiga mía, cristiana muy comprometida, me recomendó un libro. Me dijo que «era un clásico,
que tenía que leerlo». Pero cuando lo adquirí, me quedé estupefacta al comprobar que era un
claro alegato de panteísmo oriental en forma de relato. Es probable que muchos de ustedes
lo conozcan: El jardín secreto, de Frances Hodgson Burnett.
El personaje principal es Colin, niño de diez años que Burnett usa de principal portavoz
para verter su filosofía panteísta. Colín informa a los demás personajes del relato que todo lo
que existe en el mundo procede de una sola sustancia espiritual, que ella llama “Magia”. La
palabra aparece en el libro siempre con mayúscula —claro indicio, palabra clave, que
representa lo divino-—. Colín declara: “Todo procede de la Magia, hojas y árboles, flores y
pájaros… La Magia está en mi..., en cada uno de nosotros”. Esta Magia tiene poderes
maravillosos, e incluso milagrosos —hace crecer las cosas, sana a los enfermos y hace que
la gente sea buena. Es poder fundamental en el universo, ya que como uno de los personajes
del libro asegura, no puede haber “mayor Magia”. Es significativo que Colín incorpore
explícitamente lenguaje cristiano: “La Magia hace siempre... cosas a partir de la nada”.
Resulta que éste no es un Dios personal que nos ama, sino una fuerza impersonal que
es preciso aprovechar, como la electricidad. Como dice Colín. “Tenemos que acceder a la
Magia y conseguir que haga cosas para nosotros, como la electricidad y los caballos y el
vapor”. (Burnett publicó su libro en 1911). Y la manera de «acceder» a este poder es a través
de conjuros y encantamientos. Los niños del relato cruzan sus piernas, «como si estuviesen
sentados en una especie de templo», y Colín empieza a recitar mantras “con entonación de
Sumo Sacerdote”: «la Magia está en mí, la Magia está en mí... Magia, Magia, ven a
ayudarme».
Si esto no es religión, entonces ¿qué es? Sin embargo, he conocido innumerables padres
y maestros cristianos que han leído el libro con sus hijos —sin detectar la cosmovisión
panteísta oriental—. Después de leer el libro, escribí un artículo para analizar su contenido
religioso, no tan oculto, y no mucho después, a mi propio hijo le fue asignada su lectura... en
un colegio cristiano.
Una estudiante de relaciones internacionales me contó una vez que los estudios que
ella cursaba, concebidos para profesionales que trabajan en otras culturas, se centraban casi
exclusivamente en las cosmovisiones. El aprendizaje de otro idioma se consideraba sólo un
primer paso —me explicó—. Para comunicarse efectivamente, la premisa más importante es
conocer los hábitos de pensamiento de una cultura. No es por accidente que Pablo dijera que
los cristianos son «embajadores» del Rey celestial en una cultura extraña (2 Co. 5:20). Para
ser buenos embajadores tenemos que prepararnos tan exhaustivamente como cualquier
profesional en relaciones internacionales.
CAPÍTULO 5
“El primero que sembró dudas en mi fe fue Darwin”, recuerda Patrick Glynn, autor de
Dios: La Evidencia. Criado en un hogar católico, Glynn confiesa que él era un niño formal y
«muy devoto». Se hizo monaguillo antes de la edad permitida, y recuerda que al menos la
mitad de los libros de la biblioteca de la escuela católica a la que asistía eran biografías de
santos.
Pero en el séptimo grado la maestra presentó la teoría de la evolución, como el niño
perspicaz del cuento: El traje nuevo del emperador, el joven Patríck reconoció
inmediatamente que contravenía toda la enseñanza religiosa que había recibido. «Me levanté
frente a la clase y pregunté a la monja: «Si la teoría de Darwin es verdadera, ¿cómo puede
ser cierta la historia bíblica de la creación?» La pobre monja se desorientó... y de este modo
fueron plantadas las semillas de la duda.
La madre de Patrick le aconsejó que hablara con un sacerdote, quien llevó al niño a ver
un partido de béisbol, le compró un perrito caliente y aprovechó la oportunidad para
conversar. Entre los turnos del juego, el sacerdote le explicó cómo reconciliar el Génesis con
un origen evolutivo de la raza humana: «No es necesario creer que Adán y Eva fueran los
únicos seres que vivieron entonces», le dijo. «Sólo tienes que creer que Dios les concedió
alma». Esto parecía una estrategia ad hoc tan obvia que no hizo más que acrecentar las dudas
del niño.
«Cuando ingresé en Harvard, ya estaba maduro para su atmósfera de naturalismo y
laicismo», dice Glynn. En sus clases se asumía lisa y llanamente que era imposible que un
ser humano racional profesara creencias religiosas. Al fin y al cabo, «Darwin había
demostrado que no era necesario recurrir a Dios para explicar el origen de la vida. Si causas
naturales autónomas eran capaces de producir todo lo que existe, era obvio que no había nada
que un Creador pudiera hacer. Éste no tenía trabajo. Y si la existencia de Dios ya no servía
como función explicativa o cognitiva, la única función que restaba era emocional, creer en
Dios no es más que una escotilla de escape para la gente que teme afrontar la modernidad.
Glynn afirma que en Harvard la religión era considerada un constructo humano inventado
por las culturas primitivas como mecanismo de defensa para ayudarlas a afrontan los rigores
de la supervivencia. Al finalizar sus estudios, llegó a la conclusión de que no había Dios, ni
alma, ni vida después de la muerte, ni justicia intrínseca en el universo. “Me jactaba de ser
realista, incluso maquiavélico, en mi concepción del mundo”.
Unos veinte años más tarde, después de una crisis personal, Glynn comenzó a
cuestionarse sus cimentadas certidumbres racionalistas y naturalistas. En Dios: La Evidencia
desenreda los varios hilos arguméntales que finalmente le persuadieron de que, después de
todo, Dios existía, así como la asombrosa evidencia de designio esparcida en el universo
físico (que cubriremos en el capítulo 6).
El caso personal de Glynn ilustra el papel fundamental que desempeña una teoría de
los orígenes en la formación de una cosmovisión. Como hemos visto, toda cosmovisión
comienza con un relato de la Creación que perfila su idea de la Caída y de la Redención. En
consecuencia, quienquiera que tenga autoridad para moldear el mito de la Creación en una
cultura actúa de facto como «sacerdote» y tiene poder para decidir cuál será la cosmovisión
dominante. Para quebrantar el poder del actual «sacerdocio» secular, los cristianos tienen que
captar básicamente los orígenes de la controversia, que provoca enorme repercusión en el
pensamiento moderno.
Como descubriremos en los próximos cuatro capítulos, el principal influjo de la
evolución darwinista no estriba en los detalles de mutación y selección natural, sino en algo
mucho más significativo: un nuevo criterio de lo que puede calificarse como verdad objetiva.
Como explica un historiador, el darwinismo condujo a una concepción naturalista del
conocimiento según la cual «los dogmas teológicos y absolutos filosóficos eran, en el peor
de los casos, totalmente fraudulentos, y en el mejor, meros símbolos de profundas
aspiraciones humanas». Desentrañemos esta frase: Si el darwinismo es verdadero, la religión
y los absolutos filosóficos (como Bondad, Verdad y Belleza) son rigurosamente hablando
falsos o «fraudulentos». Aún podemos seguir aferrándonos a ellos, si lo deseamos, pero sólo
si estamos dispuestos a colocarlos en una categoría —separada— de conceptos que no son
genuinamente verdaderos, sino «meramente simbólicos»: esperanzas e ideales humanos.
¿Reconoce usted la división de la verdad en dos compartimentos? Una concepción
naturalista del conocimiento sitúa a Darwin en el nivel inferior de los hechos públicos,
mientras relega la religión y la moralidad al nivel superior en el que no son más que símbolos
de valores privados. Como dice un manual de filosofía, antes de Darwin, la mayoría de los
pensadores estadounidenses asumían «la unidad fundamental del conocimiento» basada en
un solo orden universal establecido por Dios —que abarcaba el orden natural y el moral—.
El influjo de la evolución darwinista «hizo añicos tal unidad de conocimiento», reduciendo
la religión y la moralidad a «materias no cognitivas». En definitiva, el darwinismo completó
la ruptura entre los niveles superior e inferior. Actualmente ambos niveles discurren por vías
paralelas, que nunca convergen ni se encuentran. Al leer la Parte 2, verá como esta
bifurcación solidificó y se cimentó, hasta convertirse en nuestros días en un potente
instrumento para desprestigiar la objetividad de la verdad que proclama la religión.
Para empezar, examinaremos las principales reclamaciones y contrarreclamaciones de
la ciencia. Este capítulo le pondrá al día respecto a los argumentos científicos contra el
darwinismo, mientras que el próximo capítulo le pertrechará para defender el Designio
Inteligente. Después, rastrearemos las vastas implicaciones de la controversia sobre los
orígenes en toda la cultura occidental —de la ética a la educación, del cine a la música—.
Prácticamente, cada segmento de la sociedad se ha visto afectado por la cosmovisión
darwinista, y para ser misioneros eficaces, usted y yo necesitamos estar preparados para
mostrar en qué consiste su error, a fin de ofrecer una alternativa creíble.
UN ÁCIDO UNIVERSAL
Por unos trescientos años después de la revolución científica se creyó que el
cristianismo y la ciencia eran del todo compatibles y complementarios. Muchos científicos
profesaban la fe cristiana y no era raro encontrarse en el campo con un clérigo recogiendo
muestras biológicas. La asombrosa complejidad de la naturaleza que descubría la ciencia no
era temida como reto a la creencia en Dios, sino saludada como confirmación de su sabiduría
y su designio. Eruditos tan distintos como Copérnico, Kepler, Newton, Boyle, Galileo,
Harvey y Ray sintieron vocación por la ciencia y dedicaron su talento a la gloria de Dios y el
servicio a la humanidad. La aplicación de la ciencia a la medicina y la tecnología fue
justificada como medio para revertir los efectos de la Caída aliviando el sufrimiento y el tedio.
Hubo tendencias laicistas que comenzaron a amenazar la armonía entre la ciencia y la
religión, pero su colapso definitivo llegó abruptamente en las postrimerías del siglo XIX,
cuando Charles Darwin publicó su teoría de la evolución. El darwinismo era inexorablemente
naturalista, explicaba el origen y el desarrollo de la vida esgrimiendo estrictas causas
naturales. Fue (como vimos en el capítulo 3) la pieza del rompecabezas que faltaba para
completar una descripción naturalista de la realidad. Entonces los historiadores comenzaron
a urdir imágenes de «guerra» entre la ciencia y la religión —especialmente los que deseaban
que la ciencia resultara victoriosa en el conflicto.
Muchas personas se sorprenden de cuán recientemente se organizó el estereotipo de
guerra, porque hoy forma parte de la cultura popular. Una vez estuve preparando una
conferencia mientras esperaba la salida de mi hijo de una clase de kárate (así es como las
madres con niños sacan adelante buena parte de su trabajo —en el parque o el campo de
deportes—). Otra madre se acercó a charlar y al conocer el tema que me ocupaba, el
cristianismo y la ciencia, levantó las cejas extrañada: «¿Cómo? ¿No están la religión y la
ciencia siempre en conflicto? ¿No discrepan prácticamente en todo?». Más recientemente,
una postgraduada en ingeniería aeroespacial me contó que cuando su compañera de
habitación, no creyente, se enteró de que ella sí lo era, su primera reacción fue: «¿Cómo
puedes ser cristiana y estudiar ciencia?». Casos como éste nos recuerdan que muchas
personas aún asumen irreflexivamente que la ciencia y la religión se oponen ferozmente la
una a la otra.
Para ser justa, es un estereotipo deliberadamente cultivado en algunos círculos. Hace
algunos años, un amigo mío decidió estudiar el tema de los orígenes y buscando en una
librería se topó con un libro titulado Darwin's Dangerous Idea. «Justo lo que buscaba», pensó,
«una buena crítica del darwinismo».
Para su disgusto, mi amigo averiguó que lejos de ofrecer una crítica, el libro respalda
el darwinismo de manera entusiasta. La teoría es «peligrosa» sólo para supersticiones
irracionales, como la religión tradicional y la ética, afirma su autor Daniel Dennett, quien
califica el darwinismo de «ácido universal», en alusión al acertijo infantil acerca de un ácido
tan corrosivo que lo devora todo —incluso el frasco en el que se intenta contener—. Se
extiende a todo campo de estudio y corroe todo vestigio de propósito o moralidad
trascendente. Como dice Dennett, el darwinismo «corroe prácticamente toda idea tradicional
y deja una estela de cosmovisión revolucionada».
Se exhorta a las escuelas públicas a revolucionar la cosmovisión de sus alumnos
aplicando el «ácido universal» de Darwin a las creencias que traen de casa. ¿Y qué ocurre si
hubiere padres entrometidos que persisten en enseñar a sus hijos que el darwinismo no es la
historia completa sobre el origen de la humanidad? En ese caso, refunfuña Dennett: «Diremos
que sus enseñanzas son propagación de ideas falsas e intentaremos demostrar esto a sus hijos
en la primera ocasión que se nos presente». Como insulto final, sugiere encerrar las iglesias
tradicionales y sus ritos en «zoos culturales», junto con otros artefactos de culturas extintas.
Obviamente, lo que Dennett promueve aquí no es ciencia objetiva sino su propia
filosofía materialista o naturalista evolutiva. En una aparición en la octava parte de la serie
«Evolución», de la PBS (cadena estadounidense de televisión pública: Servicio Público de
Divulgación; en inglés Public Broadcasting Service), Dennett informó a la audiencia que el
gran logro de Darwin fue reducir el designio del universo a un producto de «materia en
movimiento sin propósito ni sentido». Pero, piénselo bien, ¿hay alguna posibilidad de que tal
declaración sea probada científicamente? ¿Alguna prueba de laboratorio que pueda confirmar
que el universo surgió de «la materia en movimiento sin sentido»? Ciertamente no. No se
trata en absoluto de una teoría científica, sino de la filosofía personal de Dennett.
Sin embargo, tal es la filosofía que se ha erigido ortodoxia oficial en la arena pública.
Hace medio siglo, G. K. Chesterton ya advirtió que el materialismo científico se había
convertido en «credo» dominante en la cultura occidental —«comenzando con la evolución
y acabando en la eugenesia»—. Lejos de ser una teoría científica, notó él, el materialismo
«es realmente nuestra iglesia establecida».
Para defender una cosmovisión cristiana en nuestra generación, debemos aprender a
desafiar a esa «iglesia establecida». Y un primer paso crucial es demostrar precisamente que
es una iglesia —un sistema de creencias o filosofía personal—. Buena parte de lo que se
empaqueta y se vende bajo la etiqueta de ciencia no es realmente ciencia, sino materialismo
filosófico. Lo cual equivale a decir que no es verdad objetiva, sino mera expresión de
«valores» personales de algunos. Podemos utilizar la dicotomía hecho/valor para volverlas
tornas y argüir que la evolución pertenece a la esfera de los «valores» privados, subjetivos,
lo que significa que el resto de nosotros no tenemos por qué considerarla válida. Los
científicos pueden enseñarnos a conseguir granos híbridos o fabricar medicamentos, pero
carecen de pericia para decirnos qué cosmovisión debemos creer. No tienen ningún derecho
sobre nosotros cuando traspasan los límites de la ciencia y dictan proclamas metafísicas que
aseguran que “la materia en movimiento no tiene propósito ni sentido”. Tenemos que
desarrollar resistencia a la venta de un proselitismo filosófico tan agresivo.
NATURALISMO DE GUARDERÍA
En estos tiempos, hasta los niños pequeños tienen que estar preparados para pensar con
sentido crítico. Hace varios años escogí un libro de ciencias para mi hijo Michael, y me
impresionó descubrir que además de ciencia proporcionara una enorme dosis de naturalismo
filosófico. Titulado The Berenstain Bear’s Nature Guide (Guía de la naturaleza de los osos),
el libro trata de los Osos Berenstain, emulando la extremadamente popular serie de libros
infantiles. Una vez abierto el mismo, la familia de osos invita al lector a dar un paseo por la
naturaleza; después de voltear algunas hojas llegue a una página doble con una deslumbrante
puesta de sol y palabras impresas en letras mayúsculas: «¡La naturaleza... es lo único que
EXISTIE o HA EXISTIDO, o EXISTIRA!».
¿Dónde se profirieron esas palabras? Quizás las recuerde del programa de Carl Sagan
en la PBS: «Cosmos». Su eslogan comercial era: «El cosmos es lo único que existe, o ha
existido, o existirá». Los que asisten a una iglesia litúrgica reconocerán que Sagan ofrecía un
sustituto para el Gloria Patri («Lo que era desde el principio, es ahora y siempre será»).
Obviamente, si la naturaleza es todo lo que ha existido o existirá, entonces no existe lo
sobrenatural, y la propia naturaleza funciona como si fuera divina, eterna, causa sin causa.
Y para que el niño no se pierda el mensaje naturalista, en el pie de página los autores
dibujaron un oso que apunta al lector diciendo: «¡La Naturaleza eres tú! ¡La Naturaleza soy
yo!».
La cuestión es que, si el naturalismo filosófico aparece incluso en libros para niños
pequeños, es obvio que ha impregnado toda la cultura. So pretexto de enseñar ciencia, se
dirime una batalla filosófica. Y si los cristianos no formulan cuestiones filosóficas, otros lo
harán —y no rehusarán predicar su mensaje incluso a los niños pequeños.
CUENTISTAS EN CIENCIA
Para entender el papel determinante que desempeña la filosofía naturalista, no tenemos
más que considerar cuán limitada es realmente la evidencia de la evolución darwinista.
Cuando se les presiona para que defiendan su teoría de manera observable, empírica, los
darwinistas invariablemente echan mano a la misma bolsa de sorpresas y sacan los ejemplos
favoritos de su inventario, fáciles de dominar. Fijémonos en algunos de ellos, siguiendo de
cerca la iniciativa de Jonathan Wells en Icons of Evolution, que analiza las ilustraciones más
frecuentes usadas en los libros de texto de colegios y universidades. Estas son imágenes por
todos conocidas —probablemente también por nuestros hijos—, lo que significa que es
crucial aprender a evaluarlas.
Fig. 5.1 LOS PINZONES DE DARW1N: El cambio de tamaño del pico era una
variación cíclica que permitía a las aves seguir siendo pinzones bajo condiciones adversas.
(Copyright Jody Sjogren. Usada con permiso).
Cuando la National Academy of the Sciences (NAS) publicó un folleto sobre evolución
para maestros, decidió que esta historia necesitaba un espaldarazo. El folleto no mencionaba
que el tamaño medio del pico había retornado a la normalidad. En vez de ello, especulaba
acerca de lo que podría haber sucedido si el cambio hubiese continuado ocurriendo
indefinidamente durante unos doscientos años —el proceso llegaría a producir «nuevas
especies de pinzones».
Esto era claramente un tratamiento engañoso de los hechos, al sugerir que el cambio
era direccional e irreversible. El Wall Street Journal respondió con una oportuna réplica de
Phillip Johnson: “Cuando nuestros científicos más eminentes tienen que recurrir a un tipo de
distorsión que podría llevar a un promotor comercial a la cárcel”, dijo, “uno sabe que están
en apuros”.
Tampoco se limita el problema a picos de pinzones. Ejemplos de diversificación menor,
reversible, figuran en el repertorio corriente de los libros de texto sobre evolución biológica.
Otro ejemplo frecuente es el desarrollo de resistencia a los antibióticos. En uno de los
programas de la serie “Evolución”, de la PBS, se destacaba que el virus VIH se vuelve
resistente a la droga administrada en el tratamiento, debido, al parecer, a una mutación. Una
vez más, esto se recibió como dato evolutivo. Pero tan pronto como se retiraba el
medicamento, se revertía el cambio y el virus volvía a su normalidad. (Volvía a ser sensible
a la droga). Tal cambio limitado, reversible, difícilmente aporta evidencia para una teoría que
exige un cambio ilimitado, direccional.
Polillas doctoradas
El ideario de la evolución naturalista se ha visto muy perjudicado en los últimos años
por retrocesos en pruebas clave. Por ejemplo, el de las polillas salpicadas, en Inglaterra, que
muchos recordarán por haberlas visto en fotos de libros de texto en sus días escolares. I.as
polillas aparecen en dos variantes —gris claro y gris oscuro— y los comentarios habituales
de los textos rezan más o menos así: “En la época de la revolución industrial las fábricas
arrojaban humos y hollín que oscurecían los troncos de los árboles donde se posaban las
polillas, lo que facilitó que los pájaros divisaran la variedad más clara y se la comieran. Con
el tiempo, este proceso condujo a una mayor proporción de polillas más oscuras. Esto se ha
vendido desde hace mucho como ejemplo perfecto de la selección natural.
No obstante, en arios recientes, ha surgido un pequeño problema: las polillas salpicadas
no se posan en los troncos de los árboles del campo. (Se cree que se posan en las copas de
los mismos). ¿Cómo explicar, pues, las fotografías que se exhiben en los libros de texto?
Resulta que fueron un montaje: para crear las fotografías los científicos pegaron polillas
muertas a los troncos de los árboles. Un científico que ayudó a preparar un documental para
la televisión reconoció haber pegado polillas muertas en los árboles para producir el film
(véase la fig. 5.3).
No obstante, por extraño que parezca, Haeckel amañó sus bocetos, haciéndolos parecer
más similares de lo que realmente eran. Compare sus ilustraciones con las más exactas de la
fig. 5.5.
Fig. 5.5 BOCETOS DE HAECKEL COMPARADOS CON EMBRIONES REALES.
Ya en su tiempo Haeckel fue acusado de fraude. (Copyright Jody Sjogren. Usada con
permiso).
Y lo que es aún más extraño, en tiempos de Haeckel, hace más de un siglo, los
científicos ya sabían que él había falseado sus bocetos —y sus colegas le acusaron de
fraude—. Pero sólo recientemente la comunidad científica ha hecho pública la falsedad. Un
embriólogo que escribe en la revista Science ha manifestado que los dibujos de Haeckel «son
una de las falsificaciones más famosas de la biología». Sin embargo, los mismos dibujos, u
otros similares, siguen usándose en los libros de texto de biología.
El principio de la recapitulación de Haeckel (según el cual el embrión humano
reproduce las fases de la evolución) ha sido igualmente desenmascarado, pero sigue viviendo
una especie de existencia zombi posmoderna —a menudo en los argumentos empleados para
justificar el aborto—. («Al fin y al cabo, en esa fase sólo se trata de un pez o de un reptil»).
El columnista Michael Kinsley lo usó incluso para intentar respaldar la investigación con
células madre embrionarias. Técnicamente hablando, Kinsley reconoció que el principio de
la ontogenia recapitula que la filogenia ha caído en descrédito. Sin embargo, arguye que
condene un grano de verdad: Reelaborado en lenguaje común, en el desarrollo del ser humano
sucede realmente “algo similar” a la evolución a saber, «que todos comenzamos siendo algo
menos que humanos, que la transformación tiene lugar gradualmente».
Pero si un principio es falso, el expresarlo en lengua vernácula no lo convierte en
verdadero. Biológicamente hablando, es sencillamente incorrecto afirmar que todos
comenzamos siendo algo menos que humanos. El embrión es humano desde el primer día —
un organismo auto-integrador cuya unidad, distinción e identidad permanece intacta durante
su desarrollo.
No es coincidencia que Haeckel, con su bajo concepto de la vida en el útero, apoyara
la eugenesia basada en la raza, y suela ser considerado progenitor del nacionalsocialismo.
Pero resulta extraño que un liberal contemporáneo como Kinsley resucite el argumento hace
tiempo caduco de un científico alemán racista.
DETECTORES DE PATRAÑAS
¿Cómo respondieron los darwinistas al hundimiento de sus Iconos? Asombrosamente,
muchos de ellos cerraron filas para defender el uso de sus falsas historias. Por ejemplo, Basset
Maguire, profesor de biología en la Universidad de Texas, admite que las polillas se
simularon y los embriones se exageraron. Pero, manifestó a un reportero que los ejemplos
tienen realmente menos importancia que los conceptos que enseñan. Los íconos representan
momentos defectuosos, pero históricos de la ciencia, declaró, y los conceptos que ilustran
siguen siendo válidos.
Esto ciertamente hace añicos la imagen de los científicos como nobles buscadores de
la verdad. En lugar de ello, se revelan como propagandistas dispuestos a recurrir a mentiras
útiles.
Mis hijos tienen la ventaja (si es que una puede llamarlo así) de tener una madre que
fue por muchos años escritora científica, y desde muy jóvenes fueron bastante sensibles a los
mensajes evolucionistas. Cuando mi hijo mayor Dieter sólo tenía seis años, cultivaba el
entrañable hábito de anunciar a voz. en cuello cada vez que encontraba conceptos evolutivos
en libros de biblioteca o programas de televisión sobre la naturaleza: «¡Eh, Mamá, E-vo-lu-
ción!». Luego examinábamos juntos las argumentaciones que se planteaban y las
contrastábamos con lo que la evidencia realmente mostraba. Me propuse ayudar a mis hijos
a desarrollar «detectores de patrañas» bien afinados (tomando prestada la frase de Phillip
Johnson) para enseñarles a evaluar las pretensiones que se hacen en nombre de la evolución.
Saquemos nuestros “detectores de patrañas” e identifiquemos las falsedades del
argumento darwinista habitual. La esencia de la teoría de Darwin es que se pueden extrapolar
pequeñas adaptaciones (a veces denominadas micro-evolución) habidas durante largos
periodos de tiempo para explicar las principales diferencias que dividen a los grupos
taxonómicos (macro-evolución). Pero como hemos visto, los pequeños cambios no agregan
el sentido que exige la teoría. Más aun, esto ha sido públicamente notorio al menos desde
1980.
Recuerdo la impresión que me produjo abrir un ejemplar de Newsweek ese mismo año
y leer acerca de una conferencia decisiva bajo el título “Macro-evolución”, celebrada en el
Field Museum de Historia Natural de Chicago. Lo que hizo de la conferencia un hito fue que
los paleontólogos anunciaran audazmente a los biólogos lo que menos querían éstos oír: que
el registro fósil no respalda, ni nunca lo hará, el escenario darwinista de un progreso suave,
continuo, de formas de vida bien ordenadas, de lo simple a lo complejo. Al contrario, las
rocas muestran un patrón generalizado de lagunas: nuevas formas de vida aparecen
súbitamente, sin formas de transición que guíen a ellas, seguidas de largos periodos de
estabilidad durante los que experimentan cambios mínimos o nulos. El finado Stephen Jay
Gould, de Harvard, lo denominó «secreto comercial de la paleontología» —revelando, quizás
sin querer, cuán grande puede ser la presión de grupo entre los científicos. {¿Por qué sintieron
la necesidad de mantener el secreto?)
El propio Darwin reconoció que la evidencia que más podría perjudicar a su teoría seria
la naturaleza discontinua de los registros fósiles —la falta de formas intermedias—. No
obstante, albergó la esperanza que los eslabones que faltaban serían descubiertos algún día.
Y cuando eso sucediera, el registro fósil revelaría finalmente el flujo continuo de formas de
transición que su teoría predijo.
Lo que hizo que la conferencia sobre macro-evolución fuera tan significativa fue que
muchos paleontólogos parecieron por fin tirar la toalla. Desde Darwin, la caza de fósiles se
ha practicado intensivamente por más de un siglo, pero en vez de llenar los huecos o lagunas,
los nuevos hallazgos han abierto espacios más profundos que nunca. ¿Por qué? Porque las
formas fósiles tienden a recaer dentro de grupos existentes –al igual que se dan claros
espacios entre animales modernos como caballos y vacas, perros y gatos-. Dicho de otro
modo, las variaciones tienden a limitarse a cambios en los mismos grupos, en vez de conducir
gradualmente de un grupo a otro.
Dado ese patrón constante en las rocas, los paleontólogos que asistieron a la
conferencia sobre macro-evolución anunciaron que es irracional continuar esperando que las
brechas se llenen algún día. Es hora de reconocer que van a seguir abiertas. El retrato típico
de la evolución tendrá que ser revisado: en vez de proyectar una cadena suave, continua, de
formas de vida, la evolución deberá ser reconfigurada como un proceso errático, salteado. El
nuevo punto de vista fue denominado equilibrio puntuado (abreviado irreverentemente
«punk eek») para denotar un patrón general de estabilidad interrumpido por erupciones
ocasionales en las que aparecen repentinamente nuevas formas a partir de la nada. «La
mayoría de las especies no exhiben cambio direccional alguno durante su estancia en la
tierra», explicó Gould. «Aparecen en el registro fósil con el mismo aspecto que tenían cuando
desaparecieron».
Esto dista mucho de la gradualidad darwinista clásica, por lo que los biólogos se
lanzaron a identificar algún nuevo mecanismo capaz de generar cambios repentinos,
sistémicos, a gran escala, búsqueda que prosigue hasta el día de hoy. Para ilustrarlo con un
ejemplo de las fábulas de Esopo, el cambio evolutivo se inspiró una vez en el modelo de la
tortuga (lenta y constante), pero actualmente se inspira en la liebre (esfuerzos extraordinarios
seguidos de largos descansos). Pero no parece haber mecanismo genético capaz de producir
tal modelo brusco y espasmódico. Las mutaciones a larga escala son normalmente nefastas
y a menudo fatales. (Piense en los defectos de nacimiento). Así pues, la evolución es, como
indica el título de un influyente libro, Una teoría en crisis. La gradualidad darwinista ha
caído en descrédito y todavía no se ha hallado mecanismo alternativo de amplia aceptación
que lo sustituya.
CIENTÍFICOS PUNK
Con este fermento en ebullición, sorprende la actitud que adoptan prominentes
científicos cuando son desafiados en público —como las controversias en las escuelas
públicas de Kansas y Ohio, hace algunos años—. Inmediatamente sacan a relucir ejemplos
antiguos de variación limitada, como los picos de los pinzones, las moscas de la fruta y la
resistencia a los antibióticos, como si nunca hubieran oído hablar de la controversia sobre la
macro-evolución. El punto crucial de la polémica fue, en resumidas cuentas, que pequeñas
variaciones como éstas no constituyen el motor que mueve la macro-evolución. «La cuestión
principal debatida en la conferencia de Chicago es si los mecanismos subyacentes a la micro-
evolución podían ser extrapolados para explicar el fenómeno de la macro-evolución»,
escribió Roger Lewin en Science. Con algunas matizaciones, «se puede responder No de
forma rotunda».
Sin embargo, en vez de admitir que toda la evidencia clásica es actualmente irrelevante,
el establishment científico disimula la controversia usando la palabra evolución para cubrir
dos procesos muy distintos. Por una parte, se aplica el término a la variación limitada dentro
de grupos existentes, como pinzones y moscas de la fruta, realmente observados y que nadie
pone en tela de juicio. Por otra parte. el termino también se aplica al cambio ilimitado que
conduce a la creación de nuevos grupos, lo que no se sustenta en apoyo observacional y es
completamente especulativo. Da la impresión que esta es una equivocación deliberada de
términos, un truco verbal concebido para realzar la credibilidad de los escenarios
especulativos evolucionistas vinculándolos a variaciones mínimas de todo el mundo
conocidas. Nuestros detectores de patrañas deberían saltar ruidosamente cada vez que nos
topamos con esta estratagema.
Tampoco resuelve el problema el nuevo paradigma del -punk eek-. Si uno señala los
problemas del darvinismo clásico en un aula típica de ciencias, en seguida se le tranquilizará
asegurándole que el equilibrio puntuado los ha resuelto todas. Pero dado que no hay
mecanismo conocido capaz de producir cambio evolutivo súbito, a gran escala, muchos
biólogos introducen furtivamente el darwinismo clásico por la puerta trasera. La táctica típica
es afirmar que la evolución darwinista ocurre muy rápidamente, y en poblaciones muy
pequeñas, de manera que no deja huella en los fósiles. En suma, el mecanismo sigue siendo
variación darwinista más selección natural, con un aceleramiento del proceso hasta que
resulta invisible. En ese caso, no obstante, el punk eek no es más que una variación del mismo
viejo tema y está sujeto a los mismos problemas que el darwinismo clásico.
El caso es que existen los pájaros, los murciélagos y las abejas. De alguna
forma llegaron a existir. El materialista consecuente no tiene más remedio que
admitirlo: sí. las moléculas en movimiento tuvieron éxito, a lo largo de millones
de años, arremolinándose en conglomeraciones cada vez más complejas,
llamadas algunas: murciélagos, otros pájaros y otras abejas. Él sabe que esto es
verdad, no por lo constate en los genes, o en el laboratorio, o en los fósiles, sino
porque está incrustado en su filosofía.
Justamente. La evolución gana el debate por defecto. La obtención de una teoría exacta
de cómo tuvo lugar el proceso es secundaria.
Sorprendentemente, el propio Darwin estuvo dispuesto a admitir teorías alternativas a
la evolución —en tanto en cuanto fueran naturalistas—. No se apegó a su propia teoría de la
selección natural como único mecanismo evolutivo, más consideró que cualquier mecanismo
era aceptable en tanto se librara de la noción de la creación divina. “Si me he equivocado”
exagerando el poder de la selección natural, escribió, «espero, al menos, haber prestado un
buen servicio para ayudar a subvertir el dogma de las creaciones separadas». Después de
mencionar algunas otras teorías propuestas en su tiempo, añadió: «El que el naturalista crea
en los puntos de vista expuestos por [esos otros autores] o por mí mismo, significa muy poco
en comparación con la admisión de que las especies descienden unas de otras y no han sido
creadas inmutables». Queda claro que, para Darwin, la evolución no era tanto una teoría
específica como una postura filosófica —postura que se puede definir como cualquier
mecanismo es aceptable en tanto sea naturalista—. La evolución darwinista no es tanto un
hallazgo empírico como una deducción de la cosmovisión naturalista.
BERKELEY AL RESCATE
Si la controversia en torno a la evolución es realmente una «guerra entre dos filosofías»,
se plantea la cuestión de si los cristianos están preparados para dirimirla. Como vimos en la
Parte 1, los evangélicos no han gozado históricamente de una tradición intelectual robusta.
Cuando empecé a escribir sobre ciencia y cosmovisión en 1977, el mundo cristiano se había
dividido respecto a la cuestión. Mucha gente involucrada se había preparado como científicos,
y mientras desarrollaban (y siguen desarrollando) un trabajo excelente para criticar la teoría
de la evolución, seguían perdiendo la batalla. ¿Por qué? Porque no pensaban en términos de
cosmovisiones subyacentes.
De modo que, en vez de unirse para hacer frente a la hegemonía de la cosmovisión
naturalista, los cristianos a menudo quedaron atrapados en enfrentamientos fratricidas. Los
debates más amargos no solían entablarse contra los evolucionistas ateos, sino entre los
creyentes con puntos de vista científicos en conflicto: creacionistas en pro de una tierra joven,
creacionistas en pro de una tierra vieja, geólogos del diluvio, creacionistas progresivos,
analistas de “discrepancias”, y evolucionistas teístas. Hubo debates interminables acerca de
cuestiones teológicas como la duración de los «días» de la creación y la extensión del diluvio
universal.
Mientras tanto, los laicistas se alegraban atizando las llamas. Como lo expresó en cierta
ocasión Phillip Johnson: «Dijeron tácitamente: “les cuidaremos la ropa mientras ellos
pelean”». Ya que, si los cristianos iban a permanecer divididos, era obvio que los laicistas
vencerían.
Fue el propio Johnson, más que ningún otro, quien reenfocó el debate y favoreció un
acercamiento de los bandos en discordia bajo el paraguas del movimiento del Designio
Inteligente. Johnson se convirtió al cristianismo a sus treinta y tantos años, en la cima de una
carrera muy exitosa como profesor de derecho en la Universidad de California en Berkeley.
Tal vez sufriera el mal de los que triunfan con gran facilidad demasiado pronto, pues ya se
estaba planteando las típicas cuestiones de la edad mediana: ¿Es esto todo lo que ofrece la
vida? Entonces su esposa quedó atrapada en la moda feminista de los años setenta y se
marchó, dejándole la casa y los niños. Desilusionado con su vida profesional y personal,
Johnson comenzó a buscar algo más que la ética pragmática del éxito que hasta entonces
había gobernado su pensamiento y empezó a considerar la opción del cristianismo.
Esto significó asumir el darwinismo. Si uno desea saber si la cosmovisión cristiana es
«realidad o ficción», dijo Johnson hace poco en una entrevista, entonces, «el darwinismo es
un lugar lógico donde empezar, porque, si es verdadero, la metafísica cristiana es fantasía».
Más que ningún otro factor, el darwinismo es la causa de que el cristianismo sea marginado
y desestimado en la mayor parte de los círculos académicos.
Las críticas de Johnson a la evolución (en libros como Juicio a Darwin y Reason in the
Balance causaron enorme impacto. Después de dedicar buena parte de su vida al cinismo
laicista, Johnson estaba bien versado en las últimas novedades intelectuales y conocía el
lenguaje del mundo académico secular. Igualmente importante, Johnson elaboró una nueva
estrategia de combate que ha demostrado ser notablemente eficaz para ganarse el respeto de
la audiencia tocante al concepto del Designio Inteligente. La eficacia de su estrategia estriba
en que él no se lanzó a la refriega para defender otra postura. Introdujo más bien un cambio
de paradigma: instó a los cristianos a dejar de luchar unos con otros y a unirse en torno al
punto crucial de la confrontación con el mundo secular, a saber, su adhesión a la filosofía
naturalista.
Lutero dijo una vez que, si luchamos en todos los frentes, con excepción del que está
realmente bajo ataque, no estaremos peleando la batalla. ¿Y cuál es el punto objeto de
ataque hoy? Las principales corrientes evolucionistas podrán discrepar entre sí sobre el
mecanismo exacto y las eras evolutivas (si la selección natural precisa el complemento de
otros mecanismos); pero todos concuerdan en que sucedió debido a causas naturales ciegas,
no dirigidas. Al otro lado de la divisoria, los cristianos pueden argüir unos con otros acerca
de cuestiones secundarias como cuando creó Dios el universo (si éste es joven o viejo); pero
todos están de acuerdo en que el universo es obra de un Dios personal. De modo que el foco
de la batalla es si el universo es resultado de un Agente Inteligente o de fuerzas ciegas, no
cognitivas —y hacia ahí es donde debemos dirigir nuestra energía—. Los cristianos han de
poner entre paréntesis cuestiones periféricas y centrarse en el punto crucial de la evidencia
en favor del Designio Inteligente en el universo.
En el curso de mis estudios en L'Abri, oí una cinta con una de las lecciones más
conocidas de Schaeffer, «Posibles respuestas a las cuestiones filosóficas básicas» —oí la
cinta varias veces porque simplificaba admirablemente la búsqueda de la verdad—. Toda
cosmovisión tiene que comenzar en algún lugar, decía Schaeffer, y, una de dos, o empezamos
con: el tiempo, más el azar, más lo impersonal; o con un Ser Personal que piensa, desea y
actúa. Una vez comprendidas las dos categorías básicas y sus implicaciones, el análisis de la
cosmovisión se simplifica enormemente. Mostrando que un punto de partida no personal no
acierta a explicar el mundo, es posible eliminar una amplia variedad de sistemas filosóficos
que caen dentro de esa categoría: materialismo, determinismo, conductismo, marxismo,
utilitarismo, sin necesidad de investigar las miríadas de detalles que los distinguen.
El sitio web lnfidels de Internet saluda a sus visitantes con una declaración
inusitadamente cándida de sus creencias: «Nuestra meta es promover una cosmovisión no
teísta, que sostiene que lo único que existe es el mundo natural, un sistema cerrado que no
precisa de explicación sobrenatural y se basta a sí mismo». Esto, ciertamente, deja las cosas
claras. La cuestión fundamental es si el universo es un sistema cerrado o abierto, y el
centrarnos en esta antítesis básica nos ayudará a seguir la máxima de Lutero de dirigir
nuestras fuerzas al punto de ataque real.
En una biblioteca pública de Toronto mantuve una vez una conversación con Bogdan,
inmigrante recién llegado de Ucrania, acerca de un artículo que yo estaba escribiendo sobre
la evolución. De repente, lanzó en derredor una mirada furtiva, como si temiera ser oído, bajó
el tono de su voz y me preguntó: «¿Cree usted en el darwinismo?».
Asombrada, dando por sentado que él era materialista marxista, me lancé a divagar
sobre la falta de un mecanismo plausible... de pronto, me interrumpió, se inclinó y me
preguntó en un tono más íntimo: «¿Pero cree usted en el darwinismo?».
Hice una pausa, negué con la cabeza y respondí que no.
Bogdan sonrió ligeramente, volvió a mirar en derredor, y confesó conspirativamente
que él tampoco.
Esto fue en 1986, antes de la caída del Muro de Berlín; antes de emigrar a Canadá este
hombre había sido oficial de la KGB, policía secreta soviética. Seleccionado a temprana edad,
Bogdan se había educado en Moscú, en una universidad marxista-leninista, de donde salió
como verdadero creyente en el comunismo ateo. Es decir, hasta que viajó a Canadá,
aparentemente a visitar a su familia, pero, de hecho, en misión para la KGB. Tras haber
vivido sumergido en la propaganda marxista toda su vida, su experiencia de primera mano
en Occidente destruyó todas sus categorías mentales y poco después de regresar a Moscú
presentó una solicitud para emigrar. Su esposa se divorció en seguida y él fue relegado a un
empleo sin futuro. Pero esto fue después de la era estalinista (en ella hubiera sido
sumariamente ejecutado), y después de muchos años, por fin fue aprobada su solicitud.
Al ir conociendo a Bogdan, descubrí que se encontraba en proceso de
desmantelamiento de su ideología atea que había constituido los huesos y tendones de su
pensamiento vital. Y la base fundacional de todo ello era la evolución. Durante décadas las
autoridades comunistas habían mantenido la evolución darwinista como base que sustentaba
la cosmovisión atea y materialista.
«No», repitió Bogdan pensativamente. «No creo en ella». Y se puso a hablar del
designio obvio y de la complejidad del mundo. Su percepción del designio era intuitiva,
aunque aún no se había figurado todo lo que implicaba. Pues apenas comenzaba a abrir su
mente a la posibilidad de que hubiera más cosas en el cielo y en la tierra de lo que Marx
jamás se hubiera imaginado. Pero de una cosa estaba seguro: el darwinismo, y todo el edificio
del materialismo ateo que sustentaba, era, sencillamente, falso.
La percepción de que el universo ha sido diseñado es una conciencia intuitiva presente
prácticamente en todas las culturas desde el principio de los tiempos. Ni siquiera la política
oficial atea del estado soviético consiguió erradicarla por completo. En los Estados Unidos,
un estudio realizado por la Sociedad de Escépticos averiguó que entre los estadounidenses
con alto nivel educativo la principal razón para creer en Dios era la constatación del «buen
designio» y la «complejidad del mundo». Casi una tercera parte de los encuestados —el 29
por ciento— mencionó el designio y sólo el 10 por ciento manifestó que creía en Dios porque
la religión aportaba alivio y consuelo. Los resultados fueron bastante sorprendentes,
especialmente para los escépticos que habían realizado el estudio, porque acababa con el
estereotipo de que la religión no es otra cosa que un apoyo emocional o psicológico. Por el
contrario, para la mayoría de los creyentes la base de la fe es esencialmente una intuición
racional: están convencidos de que hay Dios porque el universo está tan maravillosamente
ordenado que sugiere la mano de una Mente Creadora consciente.
A buen seguro, esta convicción habría encontrado eco en los fundadores de la
revolución científica —figuras como Copérnico, Kepler, Newton y Galileo— cuyos
descubrimientos científicos se inspiraron en el convencimiento de estar revelando el
intrincado plan de un Divino Artesano. Si la intuición del designio es tan común y tan
irresistible, ¿podemos reafirmarla en rigurosos términos científicos? ¿Podemos formalizarla
como programa de investigación científica? Éste es, en pocas palabras, el objetivo del
movimiento del Designio Inteligente.
HOMBRECILLOS VERDES
El núcleo de la teoría del designio es la aseveración de que éste puede ser
empíricamente detectado. Si bien se piensa, es algo que hacemos de continuo en nuestra vida
cotidiana. Distinguimos de buena gana los productos de la naturaleza de los de la inteligencia.
Caminando por la playa, podemos admirar los hermosos pliegues del agua que corre por la
arena, pero sabemos que sólo son el producto del viento y las olas. No obstante, si nos
encontramos un castillo de arena con muros, torreones y foso, ¿asumimos que fue creado por
el viento y las olas? Por supuesto que no. El material que compone el castillo es más que
arena, barro y agua, como los rizos de agua que lo rodean. Pero intuitivamente reconocemos
que esos materiales básicos han sido ordenados de un modo distinto. La teoría del designio
sólo formaliza esta intuición ordinaria, lo mismo que la ciencia se formaliza mayormente por
el sentido común.
Una ilustración a la que suelen apelar los teóricos del designio es el monte Rushmore.
Si alguien viaja a través de las montañas de Dakota del Sur y divisa pronto los rostros de los
cuatro famosos presidentes esculpidos en la roca, no se le ocurre pensar ni por un momento
que son producto del viento y la erosión de la lluvia. Reconoce de inmediato la obra de un
artista.
Un amigo mío navegó una vez por la costa oeste hacia Canadá, donde fue recibido por
una colorida exhibición de flores que decían “bienvenido a Victoria”. Aquello garantizaba
que las semillas no habían caído al azar arrastradas por el viento.
Los críticos aseguran que la idea del designio pertenece a la ciencia. Arguyen que es
un tapón que «frena la investigación científica». El presidente de un grupo que aboga por la
evolución declaró a la CNN que la teoría del designio «no es muy buena ciencia, porque
básicamente se rinde y admite: no podemos explicar esto; por tanto, Dios lo creó».
Pero esta acusación se basa en un malentendido. El proceso de detección del designio
es completamente empírico. En efecto, ya es un elemento importante en varios campos de la
ciencia. En 1967, me alarmé cuando leí un titular de periódico anunciando que los
astrónomos podrían haber descubierto mensajes de radio procedentes del espacio exterior.
Apodaron las señales «LGM», siglas que corresponden en inglés a «hombrecillos verdes».
Pero más adelante se dieron cuenta de que los pulsos de frecuencia radioeléctrica obedecían
a una pauta regular, recurrente, como la llamarada de un faro, no irregular como la secuencia
de las letras de un mensaje. No habían descubierto alienígenas, sino púlsares —estrellas de
rotación rápida.
Los astrónomos que investigan la inteligencia extraterrestre (SETI) han elaborado
amplios criterios para reconocer cuando una señal de radio es un mensaje codificado y
cuando es sólo un fenómeno natural, como un pulsar. Es decir, han desarrollado criterios para
distinguir entre productos de designio y productos de causas naturales.
La misma distinción se aplica a varios otros campos:
En todas las disciplinas científicas los investigadores necesitan saber identificar las
señales que indican que un experimento ha sido amañado, que alguien ha alterado los
resultados. Existe incluso la Oficina Estadounidense de Integridad en la Investigación,
apodada el Escuadrón del Fraude, que se ocupa de escrutar la investigación científica para
descubrir posibles indicios de datos falsificados —gráficos demasiado perfectos, números
aleatorios que no lo son del todo, manchas proteínicas demasiado similares, y así
sucesivamente.
Un extraño caso de detección de designio se dio en una prueba normalizada usada en
el sistema escolar del estado de Washington en 2001. Se preguntó a los alumnos que
identificaran una ruta de autobús basada en la distancia entre cuatro ciudades, cuya respuesta
correcta era la secuencia de nombres de las poblaciones Mayri, Clay, Lee y Turno. A un
avispado alumno de décimo grado se le ocurrió que la secuencia se asemejaba
sospechosamente al nombre de Mary Kay Letourneau, una maestra que había sido convicta
de abuso sexual infantil. Cuando las autoridades investigaron a la empresa que había
producido el test, confirmaron, efectivamente, que aquél era un acto intencional por lo que
rastrearon a la persona o personas culpables. El alumno que detectó la pauta hizo una
inferencia de designio —que resultó ser correcta.
Debería ser posible formalizar el proceso de pensamiento de todos estos ejemplos, que
es exactamente lo que hace la teoría del designio. Su principio fundamental es que las marcas
características del designio son empíricamente detectables. Como aclara el título de un libro,
en la naturaleza se pueden descubrir Indicios de Inteligencia (Signs of Intelligence).
¿RELOJERO CIEGO?
En un sentido, la idea de designio en la naturaleza es del todo indiscutible. En todo
momento surge en el laboratorio evidencia favorable al designio. Los biólogos han
descubierto que la mejor manera de sacar a luz las funciones de las diversas moléculas de la
célula es practicar la «ingeniería inversa» —el mismo razonamiento a la inversa que haríamos
si quisiéramos averiguar de qué manera ha sido fabricado un artilugio—. Trabajando en el
laboratorio, los biólogos desmontan las complicadas «máquinas moleculares» que hay en la
célula y después intentan reconstruir «los prototipos» según los cuales fueron diseñadas.
Si escucha atentamente programas sobre naturaleza, en la televisión, oirá normalmente
un lenguaje salpicado de referencias al designio o la ingeniería biológica. «Cada dos minutos
el narrador aludía a "designios de la naturaleza" y “proyectos de vida”», comentó un amigo
mío después de un programa de la PBS dedicado a la naturaleza. «Parece que los científicos
no pueden desprenderse del lenguaje del designio».
Sorprendentemente, el propio Darwin nunca negó la evidencia del designio. No
obstante, su objetivo era demostrar que la evidencia misma podía ser explicada por fuerzas
puramente naturales. Es decir, esperaba demostrar que los seres vivos sólo parecían
diseñados, aunque en realidad sólo eran producto de fuerzas no cognitivas. La selección
natural fue propuesta como un proceso automático, mecanicista, que podía imitar los efectos
de la inteligencia. Como dice cierto historiador, Darwin esperaba mostrar «que la adaptación
ciega y gradual podía simular el aparente designio intencionado» que tan obviamente parecía
«una función de la mente».
En efecto, el designio es un rasgo tan definitorio de los seres vivos que el biólogo
Richard Dawkins comienza uno de sus libros con la sobrecogedora frase: «La biología es el
estudio de cosas complicadas que ofrecen la apariencia de haber sido diseñadas con un
propósito». Siendo evolucionista, dedica luego el resto del libro a tratar de demostrar que la
presunta «apariencia» de designio es falsa y engañosa.
Titulado El relojero ciego, el libro de Dawkins critica una famosa metáfora formulada
hace doscientos años por un clérigo llamado William Paley. Si uno se encuentra un artilugio
como un reloj tirado en el suelo, dijo Paley, no le cabe la menor duda que es producto de
manufactura humana —hecho por un relojero—. Porque un reloj reúne todos los criterios
que diagnostican designio: es un conjunto de piezas interconectadas, coordinadas, dirigidas
a un fin determinado (señalar la hora). En los seres humanos hallamos el mismo tipo de
estructuras integradas, con sentido: el propósito del ojo es ver, el del oído, oír, el de la aleta,
nadar. Por eso, arguyó Paley, deben ser también productos creados por un agente inteligente.
Dawkins alega que el agente inteligente de Paley puede ser sustituido por un proceso ciego,
inconsciente, que produce estructuras con sentido sin tener él mismo ningún propósito o
intención. La selección natural es un «relojero ciego».
El mismo alegato fue expresado en un lenguaje notablemente claro por Gcorge Gaylord
Simpson, con sonido bastante similar al de Paley, excepto su tendencia a hablar de propósito
«aparente», no auténtico. Parece obvio, sostiene Simpson, que los organismos son diseñados
para un propósito —«los peces tienen branquias para respirar agua, los pájaros tienen alas
para volar y los hombres tienen cerebro para pensar»—. Haciéndose eco de Paley, Simpson
admite que los seres vivos nos recuerdan forzosamente a las máquinas:
MARCAS DE DESIGNIO
Hay tres áreas principales en las que se estén descubriendo evidencias fascinantes del
designio: (I) el mundo de la célula (bioquímica), (2) el origen del universo (cosmología) y
(3) la estructura del ADN (Información biológica). Pongámonos al corriente de los
principales hilos arguméntales que se estén desarrollando en cada una de estas áreas.
“Más que otros motores, el flagelo se asemeja a una máquina diseñada por un ser
humano”, escribe el biólogo David DeRosier. Esa similitud sugiere que las diminutas
máquinas celulares del interior de la célula fueron diseñadas por un agente inteligente.
Coincidencias cósmicas
Los críticos admiten que la sinfonía perfecta del universo indica designio, pero andan
a tientas buscando una explicación. El astrónomo Fred Hoyle suele ser citado por su dicho:
«Una interpretación de sentido común de los hechos indica que un súper intelecto ha hecho
travesuras con la física». Pero ¿quién es ese «súper intelecto»? Inflexiblemente opuesto a la
enseñanza cristiana de la creación, Hoyle propuso que era una mente alienígena de otro
universo.
Otros han propuesto la noción cuasi-panteísta de que el propio universo es inteligente,
que tiene mente propia. Por ejemplo, Greenstein muestra una conformidad aparente con el
cristianismo: “Al examinar toda la evidencia, surge insistentemente la idea de que debe haber
intervenido algún agente —o más bien Agente— sobrenatural. ¿Es posible que de repente,
sin pretenderlo, nos hayamos topado con pruebas científicas de la existencia de un Ser
Supremo? ¿Fue Dios quien intervino y ordenó providencialmente el cosmos para nuestro
beneficio?”.
Pero no Importa con cuánta “insistencia” surja este pensamiento, Greenstein lo reprime
firmemente. No quiere tener nada que ver con un Dios personal. En vez de ello, haciendo una
extravagante extrapolación de la mecánica cuántica, Greenstein asegura que el universo no
pudo existir plenamente hasta que los seres humanos surgieron para observarlo, de modo que,
para poder llegar a ser plenamente real, el universo decidió evolucionar y adquirir conciencia
humana. El «cosmos no existe a menos que sea observado», escribe, de modo que «el
universo provocó la vida para poder existir».
Esta idea inverosímil ha conseguido, sorprendentemente, popularizarse. Con un eco de
misticismo oriental, George Wald, biólogo ganador del premio Nobel, se atrevió a decir que
la razón por la que la vida inteligente evolucionó es que «el universo desea ser conocido». Y
el físico Freeman Dyson, notando «los innumerables accidentes de la física y la astronomía
que han redundado en nuestro beneficio», escribió estas palabras espeluznantes: «Da la
impresión de que el universo debía de saber, de alguna manera, que íbamos a venir». ¡Cuán
irónico es que científicos que descartan la idea de designio como no científico abracen la idea
extraña, casi mística, de un universo consciente que «sabía» que íbamos a venir!
Astrónomos menos místicos toman rumbos distintos para explicar las «coincidencias
cósmicas», proponiendo combatir las escasas posibilidades inflando el número de ellas.
Llenan la cubierta sugiriendo que hay múltiples universos aparte del nuestro (la hipótesis de
los «muchos mundos»). La mayor parte de ellos serán lugares oscuros, sin vida, pero unos
pocos habrán posiblemente reunido las condiciones exactas para la vida —y sucede que el
nuestro es uno de ellos—. Esto es, por supuesto, especulación pura y desbocada, ya que es
imposible saber si realmente existen otros universos. «La teoría de los mundos diversos exige
tanta interrupción de incredulidad como cualquier religión», comenta Gregg Easterbrook.
«¡Hágase miembro de la iglesia que cree en la existencia de objetos invisibles cuya extensión
es de cincuenta mil millones de galaxias!». La única razón para proponer una idea tan
descabellada es que nuestro universo parezca una improbabilidad un poco menos monstruosa.
Analizando todas estas especulaciones estrafalarias, el físico Heinz Pagels comenta que
los científicos parecen reacios a extraer la inferencia más honesta a partir de la evidencia:
que “la razón por la que el universo parece hecho a la medida es que fue hecho a la medida”.
La inferencia del designio es la lectura más sencilla, más directa, de la evidencia. Asombra
el exotismo de las teorías que algunos científicos propugnan para evitar tal inferencia. David
Gross, director del Instituto Kavli de Física Teórica, admitió recientemente que su objeción
al concepto de afinamiento es «totalmente emocional»: Es una idea peligrosa porque “huele
a religión y a designio inteligente”. Teorías retorcidas como la de un cosmos consciente, o la
de incontables universos desconocidos, no son más que intentos desesperados por evitar la
obviedad de la evidencia del designio.
Filtro explicativo
Comenzaremos distinguiendo tres tipos de eventos: los que ocurren por azar, por ley y
por designio. En 1970, el genetista francés Jacques Monod escribió un libro titulado El azar
y la necesidad, que consiguió ser idolatrado por los estudiantes universitarios de aquel tiempo.
(Todavía guardo mi copia con páginas dobladas). Monod presentó la teoría darwinista
estándar, pero lo hizo de una manera chocante, simplificada, concibiéndola como una acción
recíproca entre azar (accidente) y necesidad (ley). La teoría del Designio Inteligente adopta
el mismo esquema simplificado, pero añade una tercera categoría: el designio.
De este modo, (1) algunas cosas son resultado de procesos aleatorios, ocurren
fortuitamente; (2) otras son resultado de procesos regulares, predecibles, se pueden formular
como leyes de la naturaleza; (3) y otras son resultado del designio —como las casas, los autos,
las computadoras y los libros.
¿Qué categoría explica mejor el origen de la vida? William Dembski ha formulado un
análisis matemático riguroso del razonamiento que usamos para asignar las cosas a cada
categoría, que él denomina Filtro explicativo, y que describe en su libro La inferencia del
designio. Dembski hace una exposición bastante completa, como corresponde a un libro
publicado por la Cambridge University Press. Pero voy a ofrecer una explicación mucho más
simple, usando la analogía de las letras del Cruzaletras (Scrabble). Después de todo, si el
ADN está compuesto de letras «químicas», si constituye un lenguaje, entonces la secuencia
de dichas «letras» es la que hace posible la función biológica, lo mismo que la secuencia de
letras de esta página hace que su mensaje sea inteligible. ¿De qué modo podremos mejor
explicar el origen de secuencias especificas complejas en el ADN —por azar, ley o designio?
POR AZAR
Si suponemos un número infinito de monos sentados frente a máquinas de escribir
durante un tiempo ilimitado, finalmente mecanografiarán las obras de Shakespeare. Por lo
menos, así lo enuncia la teoría. Pero hace poco que los investigadores han puesto la teoría a
prueba. Colocaron una computadora en una jaula con seis monos para ver qué sucedería. La
principal respuesta de los monos fue golpear la computadora con piedras; por alguna razón,
casi todos descubrieron que era tan atractiva como un excusado. Cuando algunos por fin se
decidieron a presionar las tedas, teclearon bastantes «eses», y otras cuatro letras. Al cabo de
un mes los monos no habían escrito nada que se pareciese a una sola palabra de lenguaje
humana ¿Shakespeare? Ni por asomo. Ni una posibilidad.
El experimento fue hecho en parte como broma, pero sugiere que conviene un poco de
escepticismo respecto a la presunción habitual de que la vida surgió por pura casualidad. El
propio Darwin no escribió mucho acerca del origen de la vida (su interés principal fue el
origen de las especies), pero en una carta privada dejó caer un comentario casual: que la vida
surgió por interacciones químicas al azar en una «laguna tibia». Otros lo explicaron con más
detalle científico, y ésta pasó a ser la concepción dominante hasta décadas recientes. No hay
más que preguntar a la gente común y comente qué es la teoría de la evolución, y se obtendrá
la respuesta típica: la que afirma que la vida surgió por puro azar. Pero entre los científicos
profesionales han sido completamente rechazadas las teorías basadas en el azar.
Las teorías del azar alcanzaron su apogeo a principios de la década «1950-60», cuando
los científicos descubrieron que podían producir unos pocos compuestos orgánicos (como
aminoácidos, componentes básicos de las proteínas) en experimentos de laboratorio. Pero
esos días turbulentos pasaron a la historia. Los primeros éxitos se agotaron; el entusiasmo se
apagó. Después de crear unos pocos elementos sencillos, los investigadores vieron que era
mucho más difícil crear grandes moléculas (macromoléculas como proteínas y ADN) que
son cruciales para la vida. Ha quedado claro que la simple mezcla de químicos en una probeta
sometida a una descarga eléctrica no produce ningún resultado biológico significativo.
Pero si el núcleo de la vida radica en la información biológica, esto es exactamente lo
que podemos esperar. ¿Por qué? Porque los procesos por azar no producen información
compleja. Tomemos la analogía del Scrabble: imagínese que se tapa los ojos con una venda
y después saca una hilera de letras al azar. ¡Formarán acaso una frase inteligible? Por
supuesto que no. Podría obtener alguna palabra como «lo» o «lea», pero un proceso al azar
no producirá el Hamlet de Shakespeare. El azar no da lugar, desde luego, a información
compleja, específica, El teólogo Norman Geisler ofreció una vez una graciosa ilustración:
«Si usted entrara en la cocina y viera el cereal de letras derramado sobre la mesa, y leyera su
nombre y su dirección, ¿pensaría usted que el gato ha derribado la caja de cereales?».
De hecho, en vez de ordenar información, los sucesos aleatorios tienden a desordenarla.
Piénsese en errores tipográficos esparcidos al azar en un texto: lo más probable es que sirvan
para confundir, no para mejorar su sentido. Aplicado a las teorías del origen de la vida, esto
significa que, si alguna cadena corta de moléculas surgiera mediante procesos aleatorios en
esa tibia laguna, volvería rápidamente a fragmentarse, porque los mismos procesos aleatorios
seguirían insertando «errores» en el texto «químico». Es como si cada vez que en su hilera
de letras del Scrabble apareciera «lo» o «lea», un niño travieso tomara una letra y la
sustituyera por otras al azar. El producto final es que la interacción aleatoria de sustancias
químicas nunca acumularía concentración alguna significativa de componentes biológicos
importantes. La prístina laguna estaría tan diluida como lo está hoy el océano Atlántico.
Este no es un argumento basado en la probabilidad, ya que la cuestión no es que las
probabilidades estén en contra de la posibilidad de formación de vida. La cuestión es que,
por principio, los sucesos aleatorios no crean información compleja. En consecuencia,
prácticamente todos los que hoy investigan el origen de la vida han abandonado las teorías
basadas en el azar.
CONTRA LA LEY
La segunda posibilidad es que el origen de la vida pueda ser explicado por alguna ley
de la naturaleza. Esta es la postura más popular entre los científicos actuales: que la vida
surgió gracias a las tuerzas naturales dentro de los componentes de la propia materia. La idea
es que cada vez que se dan las debidas condiciones previas, la vida surge automática e
inevitablemente. No es coincidencia que uno de los libros de textos universitarios de más
amplio uso que exponen este punto de vista se titule Biochemical Predestination. Pero en vez
de Dios, fue alguna fuerza dentro de la materia la que “predestinó” los compuestos químicos
capaces de alinearse en secuencias correctas para crear los elementos básicos de la vida.
La teoría se basa en el hecho de que los compuestos químicos reaccionan más
fácilmente con ciertas sustancias que con otras, y propone que estas preferencias químicas
son responsables de las secuencias altamente específicas de la proteína y el ADN. Cuando
los autores del texto, Dean Kenyon y Gary Steinman, llevaron a cabo experimentos para
confirmar su teoría de la predestinación bioquímica, los elementos químicos parecieron
arminianos, con voluntades propias: rehusaron tozudamente alinearse en secuencias
adecuadas para formar resultados biológicamente significativos. Cuando entrevisté a Kenyon
en 1989, me respondió: «Si se analizan los experimentos diseñados hasta la fecha para
simular las condiciones de la tierra primitiva, una de las cosas que más destacan es que no se
obtienen secuencias ordenadas de aminoácidos. Sencillamente no aparecen entre los
productos de ningún experimento». Y añadió irónicamente: «Si pensamos que íbamos a ver
muchos ordenamientos espontáneos, nuestra teoría no debía ser muy válida».
Cuando los experimentos fracasaron, Kenyon asumió las implicaciones con
honestidad: Finalmente, repudió su propia teoría y pasó a defender el Designio Inteligente.
Pero, una vez más, si la vida consiste en información, lo que cabe esperar exactamente
son los experimentos fallidos de Kenyon, porque, por principio, las leyes de la naturaleza no
hacen surgir la información. ¿Por qué no? Porque las leyes describen sucesos que son
regulares, repetibles y predecibles. Si se suelta un lápiz, éste caerá. Si se pone un papel en un
fuego, arderá. Si se echa sal en el agua, se disolverá. Por eso el método científico insiste en
que los experimentos deben ser repetibles: cuando se reproducen las mismas condiciones,
deben obtenerse los mismos resultados, o algo falla en el experimento. El objetivo de la
ciencia es reducir las pautas regulares a fórmulas matemáticas. Por el contrario, la secuencia
de letras de un mensaje es irregular y no repetible, lo que significa que no puede ser resultado
de ningún proceso que se asemeje a una ley.
EL MEDIO NO ES EL MENSAJE
Si el azar y la ley no dan cuenta de la información biológica compleja, la última opción
posible es el designio. El rasgo distintivo del designio es una secuencia irregular que encaja
en un modelo prescrito —el tipo de orden que aparece en el juego del Scrabble, libros,
revistas y guiones de radio—. La secuencia de letras y palabras que usted está leyendo ahora
transmiten información porque se ajustan al modelo prescrito por la lengua española.
No obstante, la analogía más popular es el programa informático. El ADN es el
«software» que hace operar la célula, y la secuencia de sus bases porta información del
mismo modo que las secuencias de 0 y 1 acarrean información en un código computacional.
«El código de la máquina genética es asombrosamente similar al de las computadoras»,
escribe Dawkins. «Aparte de diferencias de jerga, las páginas de una revista de biología
molecular podrían intercambiarse con las de una revista de ingeniería computacional».
En conclusión, actualmente podemos aplicar la teoría de la información a la biología,
lo que abre todo un panorama sobre el origen de la vida. Por ejemplo, la teoría de la
información nos anuncia que un mensaje es independiente del medio material utilizado para
transmitirlo. Las palabras que usted está leyendo ahora mismo fueron impresas con tinta
sobre el papel, pero también podrían haberse escrito con lápiz de color, o pintura, o tiza, o
incluso haberse garabateado en la arena con un palo. El mensaje sigue siendo el mismo, no
importa qué clase de material se utilice para almacenarlo y transmitirlo.
Pero si la información es independiente del medio material, entonces no fue creado por
fuerzas intrínsecas a ese medio. Las palabras de esta página no fueron creadas por fuerzas
químicas que actúan dentro de la tinta y el papel. Si usted ve rotulado «Test de matemáticas
hoy» en una pizarra, no se le ocurre pensar que el mensaje sea producto de las propiedades
químicas del carbonato cálcico. Aplicado al origen de la vida, este principio significa que el
mensaje codificado en el ADN no fue creado por fuerzas químicas dentro de la molécula.
Ahora podemos explicar por qué han fracasado todos los experimentos para crear vida
en tubos de ensayo —porque han intentado crearla de forma ascendente, ensamblando los
materiales correctos para formar una molécula de ADN—. Pero la vida no es cuestión de
materia, es cuestión de información. «Los biólogos evolucionistas no se han dado cuenta de
que trabajan en dos ámbitos más o menos inconmensurables: el de la información y el de la
materia», escribe George Williams (él mismo biólogo evolucionista). La molécula de ADN
es el medio, no el mensaje». Y la teoría de la información nos aclara que el medio no escribe
el mensaje.
Esto resulta aún más claro si se apura la analogía un paso más adelante. El ADN es un
«banco genético de datos» que transmite información utilizando el código genético, escribe
Paul Davies. En consecuencia, concluye:
Esta es una crítica devastadora de los escenarios dominantes del origen de la vida.
Propugnar que la materia hizo surgir la vida no sólo es un error; es tratar de responder la
cuestión «desde el plano conceptual equivocado».
El argumento de la teoría de la información fue desarrollado por el finado A. E. Wilder-
Smith, brillante científico suizo-británico doctorado en diversos campos. Tuve la gran
fortuna de conocer a Wilder-Smith cuando enseñaba en Ankara, Turquía, y yo me acababa
de graduar en el colegio. (Mí padre enseñaba en la Escuela Técnica Superior de Oriente
Medio en Ankara). Yo todavía me hallaba en una fase de rebelión y no quería tener nada que
ver con los cristianos, lo que, para gran sorpresa mía, provocó que Wilder-Smith se interesara
mucho en charlar conmigo. Él tenía una cara ancha, cordial, con ojos atentos y parpadeantes
a través de sus gafas con montura de alambre. Y a diferencia de la mayoría de cristianos que
yo conocía, no me condenaba por mi falta de fe, sino que mostraba genuino interés por mis
objeciones y preguntas. Me chocó que dedicara tiempo a hablar con una adolescente
impertinente sobre cosas como el ADN y la teoría de la información.
A consecuencia de ello, cuando decidí ser cristiana, de inmediato me puse a buscar sus
libros y a estudiarlos ávidamente. Entonces me di cuenta de que él era pionero de lo que
llegaría a ser corazón del argumento del designio: que la información no surge de fuerzas
naturales en el interior de la materia, sino que es impuesta sobre ella desde fuera por un
agente inteligente.
Pruebas positivas
No obstante, la evidencia negativa respecto a que la materia no escribe mensajes no
remata el caso. También es necesario identificar evidencias positivas de un agente inteligente.
Y una vez más, la teoría de la información proporciona la clave: el indicio revelador del
designio es lo que los teóricos de la información denominan complejidad especificada.
Para traducir esa expresión a un lenguaje sencillo, podemos volver a usar el Filtro
explicativo tripartito para comparar el azar, la ley y el designio, (l) El azar por sí solo puede
explicar el orden sencillo (en el ejemplo del Scrabble, palabras breves como «lo» y «lea»),
pero los productos del designio son complejos. (2) Las leyes describen modelos regulares
(«DESIGNIO, DESIGNIO, DESIGNIO»), pero los productos del designio exhiben modelos
irregulares. (3) Este modelo es preseleccionado, o especificado con antelación. De aquí que
la marca distintiva del designio sea la complejidad especificada.
Tomemos el ejemplo del lenguaje. No hay ley en la naturaleza que determine el
significado de una serie de sonidos como G-l-F-T. En inglés, la secuencia significa regalo;
en alemán, veneno; en noruego, casado. Una lengua toma lo que de otro modo sería una
secuencia arbitraria de sonidos como G-l-F-T y le confiere significado mediante una
convención lingüística —formalizada en diccionarios, reglas gramaticales, etcétera—. De
todas las combinaciones posibles de sonidos, un idioma escoge sólo unos pocos y les confiere
significado.
El código ADN es exactamente paralelo. Las secuencias de las «letras» químicas son
químicamente arbitrarias. No hay fuerza natural que determine el significado de ciertas
combinaciones. De todas las combinaciones posibles de «letras» químicas, sólo algunas
portan significado. Pero ¿de dónde dimana la convención lingüística de la célula?
Obviamente, las convenciones lingüísticas y las reglas gramaticales no surgen de las
reacciones químicas. Proceden de la esfera mental de la información y la inteligencia.
El concepto de complejidad especificada fue aplicado al debate sobre los orígenes por
Charles Thaxton y sus coautores, Walter Bradley y Roger Olsen, en su libro pionero The
Mystery of Life's Origin. Muchos años antes de publicarse el libro yo había oído a Charlie
plantear el argumento cuando él formaba parte del personal de L'Abri y yo aún era agnóstica.
Enseñando en la capilla decorada con paneles de madera, con las cimas de los Alpes cubiertas
de nieve reluciendo a través de las ventanas, Charlie llenaba la pizarra con símbolos de
aminoácidos, proteínas y moléculas de ADN, mientras yo me sumergía en un frenesí de
apuntes. Me marché de allí sabiendo que ya no podría esgrimir desdeñosamente ninguna
objeción que yo aún albergara contra el cristianismo, buscando como excusa la
desaprobación de la ciencia.
Thaxton era un innovador del movimiento del designio porque no estaba dispuesto a
detenerse en la mera elaboración de una argumentación en contra de la evolución. Desde los
días de Darwin, una gran variedad de personas (no solo creacionistas) han rechazado la
evolución, pero ninguno había elaborado una causa positiva en pro del Designio Inteligente.
Thaxton arguyó que no bastaba con mostrar las insuficiencias de las causas naturales; es
menester perseverar hasta demostrar la plausibilidad de las causas inteligentes. Y el sello de
la inteligencia es esa cualidad escurridiza que acabamos de comentar: la complejidad
especificada. La estructura del ADN es exactamente paralela a la estructura de las lenguas y
los programas informáticos. ¿Podemos inferir que la complejidad especificada del ADN es
también producto de un agente inteligente? A no ser que definamos desde el principio la
ciencia usando términos de la filosofía naturalista, la respuesta debe ser afirmativa.
RELATIVISTAS CRISTIANOS
Si el objetivo de Darwin era deshacerse del designio, es obvio que su motivación no
era estrictamente científica, sino también religiosa. Deberíamos evitar la engañosa dicotomía
que afirma que la evolución es científica, y el designio religioso. El darwinismo y la teoría
del designio no tratan de materias distintas — Ciencia frente a religión—, sino que son
respuestas contrapuestas a la misma cuestión: ¿Cómo surgió la vida en el universo? Ambas
teorías apelan a datos científicos, y, al mismo tiempo, ambas acarrean implicaciones
filosóficas y religiosas más amplias.
No obstante, los cristianos solo podrán defender esta causa eficazmente cuando
desarmen la dicotomía ciencia/religión en su pensamiento. Deberán estar convencidos de que
la doctrina bíblica de la creación es objetivamente verdadera, no sólo cuestión de religión —
en el sentido moderno de valores personales y subjetivos—. Considere la declaración inicial
de la Biblia: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”. ¿Es verdadera o falsa? Para
muchas personas, el solo hacerse esta pregunta equivale a cometer un error de categoría.
Génesis es religión, podrían afirmar, lo cual no es cuestión de verdad o falsedad. La religión
es un compromiso personal, un estilo de vida, una fuente de sentido último. Y, por supuesto,
el cristianismo es todas estas cosas. Pero ¿estamos también preparados para afirmar que es
verdadero?
Muchos cristianos han llegado a pensar que la religión es más cuestión de experiencia
que de veracidad. Yo lo descubrí poco después de mi conversión, después de regresar a
Estados Unidos procedente de L’Abri. Viviendo en Nuevo México, oí hablar de un “albergue”
cristiano en Albuquerque. (Ministerio de una posada que alojaba gente para pasar la noche).
Me desplacé de inmediato a Albuquerque y acabé viviendo en aquella casa todo el verano.
Los que vivían o se reunían regularmente en His House, como se llamaba, eran todos ex-
hippies, “Jesús freaks” (chiflados por Jesús). Pero después de haber estudiado en L’Abri, yo
hablaba de mi conversión reciente absolutamente convencida de que el cristianismo es
verdadero —responde a las cuestiones filosóficas fundamentales mejor que ningún otro
sistema de pensamiento.
Mis nuevos amigos, con su pelo y sus vestidos largos, se mostraban perplejos. Solían
salir al parque a evangelizar a adolescentes que experimentaban con drogas, y les decían:
«Jesús funciona para mí. ¿Por qué no lo prueban? ¿No es esto suficiente?».
No basta, por supuesto. Al sumarme a mis amigos en sus expediciones testimoniales,
comprendí la debilidad de reducir el cristianismo a “algo que funciona”. Una tarde sostuve
un largo debate con un adolescente que mostró interés en convertirse. Pero cuando le
pregunté si estaba convencido de que el cristianismo era verdadero, frunció el ceño y
exclamó: «Por supuesto que es verdadero. Si usted lo cree, ¡es verdadero para usted!».
POLVO DE HADAS
No obstante, si privatizamos la fe, caeremos en la trampa de los filósofos naturalistas,
quienes, del mismo modo, relegan la religión al nivel superior. En vez de atacar la religión
directamente como falsa, y correr el riesgo de despertar las protestas del público, los filósofos
naturalistas la relegan hábilmente al ámbito de los «valores», y así consiguen zafarse de la
cuestión de su verdad o falsedad. Como escribe Johnson: «La religión es considerada esfera
privada, donde las creencias ilusorias son aceptables “si funcionan para usted”».
A menos que los cristianos aborden esta actitud audaz, frontalmente, nuestro mensaje
seguirá pasando a través de una rejilla que lo reduce a la expresión de mera necesidad
psicológica. Fui testigo hace algunos años de un buen ejemplo en una conferencia científica
en la Universidad de Baylor. Uno de los ponentes fue el físico ganador del premio Nobel
Steven Weinberg, quien arrancó su presentación anunciando que se proponía agrupar a todos
los seres espirituales —Buda, Jesús, o quienquiera que fuera— bajo una misma rúbrica, que
designó «duendes». Y después explicó por qué como científico no creía en los «cuentos de
hadas». Un murmullo de risitas nerviosas recorrió el auditorio (muchos de los presentes eran
cristianos). Y no es de extrañar: es bastante difícil defender las propias creencias con dignidad
cuando acaban de ser etiquetadas como puros cuentos de hadas.
Pero Weinberg sólo declaró con franqueza las consecuencias lógicas que acarrea la
redefinición de la religión en términos de experiencia no cognitiva —exactamente lo que
hacen muchos cristianos, al menos implícitamente, cuando aceptan la dicotomía hecho/valor.
DARWINISMO UNIVERSAL
Me gustaría comenzar con una frase prestada de los libros de Francis Schaeffer, La
razón principal por la que los cristianos no hemos sido más eficaces en la arena pública,
afirmaba, es que tendemos a ver la realidad «fragmentada». Nos preocupamos de cosas como
el hundimiento de la familia, la violencia en las aulas, el entretenimiento inmoral, el aborto
y la bioética —un amplio repertorio de asuntos individuales—. Pero no vemos el gran cuadro
compuesto de todas las pinceladas.
Y ¿qué es ese gran cuadro? Todas estas formas de disolución cultural, escribe Schaeffer,
«son debidas a un cambio de cosmovisión... a una visión del mundo basada en la idea de que
la realidad última es materia impersonal o energía adaptada a su forma actual por el azar
impersonal». Es decir, mucho antes que existiera un movimiento de Designio Inteligente,
Schaeffer vislumbró que todas las cosas dependen de la concepción del origen. Si se
comienza con fuerzas impersonales que operan al azar —o sea, con la evolución naturalista—
entonces, con el tiempo (aunque hagan falta varias generaciones) la filosofía moral, social y
política acabará siendo naturalista.
Muchos evolucionistas actuales estarán de acuerdo con esto. En efecto, una de las
disciplinas de más rápido crecimiento hoy es la aplicación del darwinismo a cuestiones
sociales y culturales. Se denomina psicología evolucionista (una versión actualizada de
socio-biología), y parte de la premisa de que, si la selección natural produjo el cuerpo humano,
debe también explicar los demás aspectos de las creencias y los comportamientos humanos.
La psicología evolucionista se está extendiendo rápida, virtualmente, a todas las materias, de
modo que aparecen nuevos libros en las estanterías a mayor ritmo del que uno puede leérselos.
Revisemos por encima una porción de títulos, para probar lo que sale del horno acerca del
tema.
Uno de los temas con más frecuencia abordados es el de la moralidad. Después de todo,
si el comportamiento humano es, en definitiva, programado por «genes egoístas» (como
arguye Dawkins en El gen egoísta), se torna enormemente difícil explicar la conducta
desinteresada o altruista. De modo que nuevos libros siguen publicándose profusamente bajo
títulos como The Moral Animal y Evolutionary Origins of Morality, para tratar de explicar la
moralidad como producto de la selección natural. La cuestión es que aprendemos a ser
amables y serviciales sólo porque nos ayuda a sobrevivir y a tener más descendientes.
“El fundamento de la ética no estriba en la voluntad de Dios”, escriben E. O. Wilson y
Michael Ruse. «La ética es una ilusión con que nos engañan nuestros genes para hacernos
cooperar». Por alguna razón inexplicable, los humanos «funcionan mejor sí son engañados
por sus genes para creer que hay una moral objetiva, desinteresada y vinculante que todos
deben cumplir». Es decir, la evolución fomenta una especie de engaño benévolo para hacer
que seamos amables unos con otros.
Si la selección natural es la causa de nuestra bondad, lo es también de nuestra maldad.
Eso dice un libro titulado Demonic Males: Apes and the Origins of Human Violence. Los
autores apuntan a la enseñanza bíblica del «pecado original», e insisten en que los ataques
terroristas del 11 de septiembre no tuvieron nada que ver con el «mal» moral; sólo
demuestran que «en la química molecular del ADN hay escrita una predisposición a la
violencia». Fueron los genes los que obligaron a cometer aquellos actos.
La religión es otro blanco favorito en algunos libros recientes: In Gods We Trust y
Religión Explained: The Evolutionary Origins of Religious Thought. El tema básico es que
la religión es un funcionamiento defectuoso que afecta a los cerebros cuando el sistema
nervioso ha evolucionado hasta alcanzar cierto nivel de complejidad.
DARWINIZACION DE LA CULTURA
Hace tiempo, muchos científicos sociales intentaron minimizar las implicaciones de la
evolución erigiendo un muro entre la biología y la cultura. La evolución creó el cuerpo
humano —decían—, pero luego los humanos crearon la cultura, que es independiente de la
biología. Esta convicción era la plataforma clave de defensa contra el determinismo biológico.
Actualmente, con el surgimiento de la psicología evolucionista, esa pared se está
derrumbando. Los científicos se dan cuenta de que ya no pueden poner límites arbitrarios a
la lógica de la evolución. La coherencia exige aplicarla en general a la religión, la moral, la
política y a todo.
Para ver un ejemplo fascinante del cambio de panorama no hay más que considerar el
drástico cambio de rumbo que propició Singer en el bando de la sociobiología. Cuando
apareció la teoría, Singer adoptó una postura de feroz oposición. Como explicaría después,
la sociobiología suscitó iras porque fue considerada como un avivamiento del darwinismo
social con su “desagradable determinismo biológico de extrema derecha”. Hacía mucho que
el darwinismo social había aplicado la idea de la supervivencia del más apto a la búsqueda
despiadada de interés personal; y, al parecer, la sociobiología, sólo reemplazó el individuo
egoísta por el gen egoísta.
Sin embargo, en su libro reciente A Darwinian Left, Singer opta por un asombroso
cambio de rumbo, presionando a liberales e izquierdistas a aceptar el vástago de la
sociobiología: la psicología evolucionista. Entona la salmodia de que la izquierda debe
«aceptar el hecho de que somos animales evolucionados que acarrean la evidencia de su
herencia no sólo en la anatomía y el ADN, sino también en la conducta».
Singer parece haberse dado cuenta de que es imposible disimular las implicaciones de
la evolución darwinista. No hay manera de acordonar la política, o la moral, o aquello que a
uno más le preocupe, diciendo: Esto es inmune a las implicaciones de la evolución. Una vez
que se acepta la premisa evolucionista, la presión obliga a ser consecuente y aplicarla a todos
los aspectos de la cultura. Los psicólogos evolucionistas están hoy publicando libros con
títulos de gran espectro, como The Evolution of Culture y Darwinizing Culture, que sostienen
que la cultura ya no puede ir separada de la biología, ya que sólo es un producto de fuerzas
evolutivas.
Es decir, los darwinistas están atando todos los cabos, rastreando todo hasta sus
orígenes. Por eso los cristianos harían bien en sacar conclusiones. Si ellos ofrecen
«darvinismo universal», será mejor que nosotros ofrezcamos «Designio universal», y
mostremos que la teoría del designio proporciona respaldo científico a una cosmovisión
cristiana global.
MAPAS MENTALES
Dado que el salto de fe es endémico en la forma de pensar actual de la gente, analicemos
un último ejemplo con más detalle. El tema del libro de Singer, A Darwinian Left, gira en
torno a que la gente distribuida por todo el espectro político debe ahora aceptar una
explicación darwinista de la naturaleza humana. Sin embargo, al final del libro Singer
contradice todo lo que acaba de decir enunciando que la moral debe estar basada en un poder
que trasciende a las fuerzas darwinistas. ¿Qué poder es ése? La razón humana. De forma no
explícita, la selección natural nos ha hecho “seres pensantes”, lo que, paradójicamente, nos
permite trascender los impulsos que infunde la selección natural. Por medio de la razón —
nos promete— desarrollaremos un altruismo genuino, no el pseudo-altruismo de la psicología
evolucionista (el egoísmo iluminado de la selección de parentesco, o de una cosa por otra).
«No sabemos», escribe melancólicamente, «hasta qué punto nuestra capacidad de
razonamiento puede... llevarnos más allá de las restricciones darwinistas convencionales
respecto al grado de altruismo que una sociedad puede ser capaz de fomentar».
Singer no explica esta nueva capacidad que nos libera de las «restricciones darwinistas»,
tan sólo se la saca de la chistera. La razón puede finalmente «superar las trabas de otros
elementos de nuestra naturaleza evolucionada», hasta abrazar «la idea de un interés imparcial
por todos nuestros semejantes». Con tal fin, se nos insta a considerar, «cultivar y educar
deliberadamente un altruismo puro y desinteresado —algo que no tiene lugar en la naturaleza,
que jamás ha existido en la historia del mundo».
Si esto no es un salto de fe, no sé qué será. Se presenta la razón como una facultad
misteriosa capaz de crear algo nuevo que nunca ha existido, podríamos incluso decir que ex
nihilo. Este poder cuasi divino nos ayudará a levantarnos sobre nuestros orígenes
evolucionistas. La razón es tratada como un instrumento mucho más que utilitario: es nada
menos que el medio de alcanzar la libertad —metafísica y moral—. «En un futuro más lejano
que todavía apenas podemos vislumbrar», escribe Singer, el conocimiento científico «puede
ser el requisito previo para una nueva clase de libertad».
Traducción: Singer no halla base para la moralidad y el altruismo en la cosmovisión
darwinista del nivel inferior, por lo cual, da un salto hacia un hipotético ámbito en el nivel
superior, mucho más allá de los límites de «nuestra naturaleza evolucionada». De alguna
manera, el proceso evolutivo ha generado un poder que nos libera del proceso evolutivo.
Singer ha liberado por completo a la humanidad de su ancla biológica darwinista; la ha
liberado para planear por alturas de vértigo. Pero su filosofía queda sumida en una
irremediable arruga de contradicciones.
Dar un salto de fe es un claro signo de que la filosofía de una persona no acierta a
explicar la naturaleza humana tal como ella mismo lo experimenta. Cuando su cosmovisión
apunta en una dirección mientras su experiencia vivida señala otra, no puede vivir
coherentemente sobre la base de la cosmovisión que profesa.
Esto a su vez es un indicador fiable de que la propia cosmovisión es defectuosa.
Después de todo, una cosmovisión es un mapa mental del mundo, y si es exacto, nos permitirá
navegar por la realidad eficazmente. Muchos tenemos, por ejemplo, un mapa mental de
nuestro dormitorio, de modo que cuando nos levantamos por la noche, podemos movernos
por la oscuridad sin chocar contra las cosas. Pero si pernoctamos en un lugar
desacostumbrado, estamos expuestos a golpearnos contra algún mueble o darnos de bruces
contra el marco de una puerta. Nuestro mapa mental del nuevo lugar no es tan preciso todavía,
no se ajusta a la realidad. De manera que nos golpeamos dolorosamente contra ella.
Por la misma razón, si nuestra cosmovisión no se ajusta a la realidad más general que
tratamos de explicar, descubriremos en un momento dado que no podemos seguirla —no es
una guía útil para navegar por el mundo—. C. S. Lewis escribió: “El cristiano y el materialista
sostienen distintas creencias acerca del universo. No pueden ambos estar en lo cierto. El que
esté equivocado actuará de una manera que no encaja con el universo real”. Por eso, señalar
que sus proponentes no pueden vivir consecuentemente conforme a los supuestos de su
propia teoría es una excelente crítica de la psicología evolucionista. Puesto que ellos actúan
en maneras que «no encajan con el universo real», en algún momento se darán de bruces
contra la realidad. Y cuando descubran que las consecuencias son demasiado dolorosas, dirán
a sus genes que se vayan a paseo, y darán un salto al nivel superior, donde, de alguna manera
subjetiva, los valores humanos puedan ser afirmados.
—José me oyó y después de una breve pausa dijo: «Sabes, nos están tomando el pelo,
no existe Dios...».
Yo me quedé pasmado al oír esas palabras. Nunca había oído nada igual.
—¿Cómo puedes decir esas cosas, Soso? —exclamé.
—Te prestaré un libro para que lo leas; te mostrará que el mundo y los seres vivos son
muy distintos de lo que te imaginas. Todo lo que dicen de Dios no es más que palabrería —
dijo José.
—¿Qué libro es ése? —inquirí.
—Darwin. Tienes que leerlo —insistió José.
Todos sabemos lo que sucedió después: siendo ya ateo, Stalin se lanzó literalmente a
asesinar millones de ciudadanos de su propio pueblo en el intento de construir un estado
oficial ateo.
En Occidente, el influjo del darwinismo ha sido más sutil, no obstante, penetra mucho
más hondo de lo que uno se puede imaginar. En los años cincuenta un grupo de eruditos
escribió un grueso volumen titulado Evoíutionary Though in America para sondear su
impacto en los programas educativos del país. El libro incluye capítulos sobre la influencia
de la evolución en la sociología, la psicología, la economía, el pensamiento político, la teoría
moral, la teología e incluso la literatura. La sola lectura del índice da una idea del amplio
influjo que ha ejercido el darwinismo en prácticamente todos los campos. Es imposible
entender los Estados Unidos del siglo XX sin conocer las implicaciones del pensamiento
evolucionista.
En realidad, a fines del siglo XIX, cuando el darwinismo cruzó el Atlántico, fue
recibido en las costas americanas por un grupo de eruditos que fundaron toda una escuela de
filosofía a partir del mismo. La escuela se denominó pragmatismo filosófico; su premisa
central fue que, si la vida había evolucionado, también lo había hecho la mente humana, por
lo que todas las ciencias humanas debían ser reorganizadas sobre esa base: psicología,
educación, derecho y teología. El pragmatismo es la única filosofía “autóctona” de Estados
Unidos (la inmensa mayoría fueron importadas de Europa); por esa misma razón, ha influido
enormemente en el país. Echando un vistazo más de cerca al pragmatismo filosófico,
obtendremos una buena idea de la manera en que el darwinismo ha alterado la forma de
pensar de los estadounidenses y, también, las estructuras de las instituciones sociales del país.
HOLMES PIERDE LA FE
Las figuras centrales que contribuyeron al desarrollo del pragmatismo filosófico fueron
John Dewey, William James, Charles Sanders Peirce y Oliver Wendell Holmes hijo. Se
propusieron extender el naturalismo darwinista para conformar toda una cosmovisión que
rivalizara con la religión tradicional. Como explica cierto historiador, los pragmatistas
«buscaron maneras de preservar algunos de los valores centrales de la antigua religión», no
reteniendo ningún contenido real de la misma, sino buscando “ricas e inspiradoras versiones
naturalistas para sustituirla”. O lo que es lo mismo: transformando el naturalismo darwinista
en una filosofía integradora que satisficiera la necesidad de dar sentido a la vida.
Las creencias básicas del pragmatista pueden ser ilustradas de manera dramática en la
odisea personal de Oliver Wendell Holmes. Como estudiante de Harvard, antes de la guerra
civil, Holmes sostenía una postura religiosa convencional. Se incorporó a un grupo
estudiantil denominado Christian Union y escribió ensayos escolares sobre temas como “la
relación del hombre con Dios” y la necesidad de basar la moral en ideas “en la mente del
Creador”, no tanto en ideas humanas arbitrarias. Posteriormente se involucró a fondo en la
causa abolicionista, y cuando estalló la guerra arriesgó su título universitario abandonando
sus estudios justo antes de su graduación para alistarse en la milicia de Massachusetts.
Pero los horrores de la guerra fueron más de lo que podía sobrellevar Holmes: la sangre,
el caos, cadáveres y heridos por todas partes. Vio morir a muchos amigos suyos, y él mismo
resultó herido tres veces. La tercera, recibió un disparo en el pie y deseó desesperadamente
que le fuera amputado para poder ser dado de baja. Por eso llegó a odiar la guerra con toda
su alma.
Por el camino comenzó a perder su fe cristiana, proceso que alcanzó una crisis la
primera vez que resultó herido. Sangrando profusamente, el personal médico le notificó que
podría morir. De modo que, yaciendo en un hospital de campaña provisional, con soldados
moribundos en derredor de él, Holmes comenzó a reexaminar sus creencias personales —o
más bien, por aquel entonces, su falta de ellas—. «Me conmovió en extremo», como después
escribiría, «que el voto mayoritario del mundo civilizado declarara que con mis opiniones yo
iba camino al Infierno», y estaba aterrorizada ¿Debía sufrir una conversión en el lecho de
muerte? Después de revisar las opciones posibles, resolvió en contra, concluyendo que la
conversión no sería más que «una rendición cobarde al temor». Determinó más bien adoptar
un credo simplista, «lo que suceda es lo mejor». Y susurrando una oración: «Dios perdóname
si estoy equivocado», se quedó dormido.
Holmes salió a combatir por causa de sus creencias morales (abolicionismo), pero
volvió a casa siendo un escéptico. «La guerra consiguió más que hacerle perder sus
creencias», escribe un historiador. «Le hizo perder su creencia en las creencias». Es decir,
emergió de su experiencia bélica con la firme convicción de que las convicciones firmes sólo
conducen al conflicto y la violencia. Mientras se recuperaba de su tercera herida de guerra
empezó a leer libros de Herbert Spencer, el, en extremo influyente, popularizador del
darwinismo social, y se hizo darwinista convencido. A partir de entonces comenzó a argüir
que la evolución no sólo es aplicable a los organismos físicos, sino también a la esfera de las
creencias y las convicciones. Los principios grandes y sobresalientes que han conformado
las civilizaciones no son verdades trascendentes, escribió, sino simplemente las ideas que
vencieron en la «lucha por la vida entre ideas contrapuestas». Éstas serían las enseñanzas
principales del pragmatismo filosófico.
Para fines del siglo XIX, estas dos corrientes contradictorias se opusieron intensamente
entre sí. Tampoco se trataba de un mero problema académico. Las dos concepciones
contradictorias de la realidad fueron experimentadas por personas reflexivas como una
angustiosa división interna, una dolorosa tensión que reclamaba ser resuelta. Este fue el
dilema existencial que impulsó a los pragmatistas, especialmente a Dewey y James.
«La característica principal de la filosofía de Dewey fue la condena del dualismo»,
asegura cierto filósofo; «lo atacó vigorosamente en todo lo que escribió». Dewey rastreó la
dicotomía del dualismo Forma/Materia desde los antiguos griegos (como hicimos nosotros
en el capítulo 2). Luego ofreció el pragmatismo como una «vía media», un camino medio
que superara la dicotomía que confrontó al naturalismo en el nivel inferior con el idealismo
en el nivel superior.
William James experimentó el conflicto interno aún con más intensidad. Fue
particularmente sensible al imperialismo de la ciencia en el nivel inferior. Aunque respetaba
la ciencia legítima, James despreciaba lo que percibía como agresiva filosofía naturalista
disfrazada de ciencia, lo que condujo al «determinismo, el ateísmo y el cinismo». Minó el
rango objetivo de los valores, empujando a los estudiantes a la desesperanza agnóstica (James
se basaba en una difícil experiencia personal). Atrapado en el conflicto, cayó en una profunda
depresión, que finalmente precipitó lo que él calificaría de «colapso».
James describiría más adelante su crisis espiritual como una tensión entre los de
Mentalidad Inflexible (que sólo se preocupan de la ciencia y los hechos) y los de Mentalidad
Sensible (que van en pos del sentido y los valores). Los pragmatistas esperaban que su
filosofía salvara el abismo: «Es preciso un sistema que combine ambas cosas», escribió
James, “la lealtad científica a los hechos... pero también la antigua confianza en los valores
humanos”. Los dos se han «separado irremediablemente», sigue diciendo, pero “yo ofrezco
el extraño nombre de pragmatismo como filosofía que puede satisfacer ambos tipos de
demanda”.
DISCÍPULOS DE DARWIN
¿Cómo esperaban los pragmatistas llevar a cabo dicha reunificación del conocimiento?
Tomando un poco de cada una de las corrientes de pensamiento antagónicas y fundiéndolas.
Del idealismo romántico (nivel superior), los pragmatistas tomaron su historicismo —
definiendo las ideas como productos de la costumbre evolutiva—, ya que, si la realidad era
el despliegue de una Mente Absoluta, todo se hallaba en proceso constante de cambio y
evolución, no sólo los seres vivos, sino también las culturas, las costumbres y las ideas.
Del empirismo británico (nivel inferior), los pragmatistas tomaron su instrumentalismo
—definiendo las ideas como instrumentos para lograr metas sociales—. Combinando estos
dos enfoques, los pragmatistas transformaron el historicismo de Hegel: de proceso espiritual
a proceso completamente naturalista.
Pero en realidad nunca tuvieron éxito en combinar hecho y valor, más sólo ofrecieron
una nueva sazón al naturalismo. El modelo de su estrategia fue Darwin, quien había efectuado
prácticamente la misma fusión de las dos tradiciones filosóficas en la biología. La teoría de
la evolución de Darwin fue en parte un producto del romanticismo histórico aplicado a la
biología (no hay esencias estables; todo está en flujo constante). Pero siendo un buen
empírico británico, concedió al proceso evolucionista un mecanismo completamente
materialista. Es decir, fundió el historicismo con el naturalismo. Como dice un historiador,
«Darwin otorgó a Hegel la respetabilidad de la ciencia». Eso es exactamente lo que los
pragmatistas aspiraban a hacer en campos ajenos a la biología: apoderarse del evolucionismo
cultural de Hegel, pero concediéndole la respetabilidad de la ciencia, volviéndolo
enteramente naturalista.
Los pragmatistas no fueron los únicos que quisieron naturalizar el historicismo
hegeliano. Muchos de los primeros antropólogos y otros científicos sociales del siglo XIX
habían intentado hacer lo mismo, entre los cuales, el más notorio fue Karl Marx. (Por eso se
suele decir que Marx puso a Hegel de cabeza). La diferencia es que los anteriores pensadores
tendieron a ser deterministas: decretaron que todas las sociedades en todo lugar debían pasar
por las mismas fases inevitables de evolución cultural, gobernadas por «leyes» inmutables
de evolución social. (Para Marx, las fases se basaban en relaciones económicas) La
singularidad de los pragmatistas estribó en rechazar el determinismo de manera rotunda,
concibiendo la historia totalmente contingente —espontánea, impredecible, abierta a la
novedad genuina.
¿Por qué rompieron los pragmatistas el molde del pensamiento determinista? La
respuesta, una vez más, fue la influencia de Darwin. Como vimos en el capítulo 6, la teoría
de Darwin consta de dos elementos: azar y necesidad. Los pragmatistas se aferraron al rol
del azar y lo trocaron en base de una filosofía de indeterminación, libertad e innovación.
Según su interpretación, la «apertura» del mundo adopta la forma de azar en los niveles más
bajos de complejidad, y la de elección a nivel humano. Un mundo incompleto e
indeterminado dio cabida a los seres humanos para desempeñar el rol de crear realidad
mediante sus elecciones libres.
MAESTROS MANIATADOS
Por lo que respecta a «liberar» a los alumnos de las normas morales que han aprendido
en casa y en la iglesia, el enfoque de investigación no les deja nada más que sus propios
gustos y aversiones, o lo que es peor, la presión del grupo. Thomas Lickona, profesor de
educación, relata la historia de una maestra que usaba la estrategia de clarificar valores en
una clase de octavo grado de bajo rendimiento. Después de observar los pasos estipulados,
los alumnos concluyeron que sus actividades más valoradas eran: «sexo, droga, bebida y
faltar al colegio». La maestra estaba atada de pies y manos: sus alumnos habían clarificado
esos valores, y el método no reforzaba su autoridad para persuadirles de que esos valores
eran moralmente equivocados. La educación moral ya no significa enseñar a los alumnos los
grandes ideales morales que han inspirado prácticamente a todas las civilizaciones, sino
ayudarles a sondear sus sentimientos y valores subjetivos.
A pesar de tales críticas, el enfoque de investigación sigue siendo inmensamente
popular entre los educadores. Otro profesor de educación, William Kilpatrick, ofrece
frecuentes charlas a grupos de padres y maestros por todo el país, y suele plantearles la
siguiente pregunta: ¿Qué enfoque prefieren en su colegio, el modelo A, que estimula a los
alumnos a desarrollar sus propios valores, sin respuestas que correspondan al bien o el mal;
o el modelo B, que estimula a los alumnos a desarrollar virtudes específicas como coraje,
justicia y honestidad, con inspiradores ejemplos tomados de la literatura y la historia? La
inmensa mayoría de los padres escogen el modelo B, informa Kilpatrick. Por el contrario, los
maestros casi invariablemente prefieren el modelo A, y muchos aseguran que «¡no están
dispuestos a recurrir al segundo enfoque bajo ninguna circunstancia!». Obviamente, una gran
sima separa a la institución educativa del público por lo que respecta al tema sensible de la
educación moral.
Kilpatrick cuenta el caso en un libro acertadamente titulado Why Johnny Can't Tell
Right from Wrong. Los educadores estadounidenses han bebido mucho del pozo de Dewey,
y muchos se conforman a la corriente profesional aun cuando su propia experiencia indica
que el método no funciona.
Este es un orden bastante elevado: Antes que los niños hayan crecido bastante para
cruzar la calle, deben aprender a «construir su propia realidad». Los maestros tampoco han
de advertir a los alumnos que sus ideas están bien o mal. Sino solamente animarlos a
«clarificar y articular sus entendimientos». Lo mismo que en la clarificación de valores, el
maestro se queda sin mecanismos para juzgar las respuestas que den los alumnos. Treinta
alumnos distintos pueden ofrecer treinta respuestas distintas, pero todas ellas deben ser
consideradas válidas (viables). Al fin y al cabo, hay muchas formas posibles de construir el
mundo, y el constructivismo no puede descartar ninguna teoría viable que encierre
experiencia personal.
Esto explica por qué las escuelas tienen ahora clases en las que los niños construyen
sus sistemas de deletreo («deletreo inventado»), su propia puntuación y reglas de gramática,
sus propios procedimientos matemáticos, y así sucesivamente. En uno de los estados, el
criterio de enseñanza que se sigue es que al llegar a la secundaria los alumnos «deberían
haber desarrollado un profundo sentido para reconstruir la historia». ¿No es ésta una frase
orwelliana?
Cuando yo empecé a escribir sobre temas educativos, allá por 1982, para un grupo de
ciudadanos afines de un estado de la Unión, enviaba mis artículos a mi madre, doctorada en
educación. «Pero Nancy», me decía, «estas cosas las aprenden los maestros como técnicas
de enseñanza de rabiosa actualidad», como metodologías educativas basadas en experiencias
concretas en el aula. Pero en realidad muchas teorías educativas no están inspiradas por
experiencias en la enseñanza. Son más bien aplicaciones de una filosofía, y el
constructivismo no es una excepción: es una aplicación directa de la epistemología
evolucionista de Dewey. Como escribe un prominente constructivista: «Para el biólogo, un
organismo vivo es viable en tanto se las arregle para sobrevivir en su medio. Para el
constructivista, los conceptos, los modelos, las teorías y demás son viables si demuestran ser
adecuados en el contexto en que fueron creados». Fíjese que el texto había de ideas viables,
no verdaderas. El constructivismo se basa en la suposición de que no somos más que
organismos que se adaptan al medio, de modo que la única comprobación de una idea es que
funcione.
Aunque resulte increíble, algunos maestros cristianos han aceptado el constructivismo,
al parecer sin discernir sus raíces filosóficas. Después de hablar del tema en una conferencia
sobre educación, se me acercó el director de un colegio cristiano y me dijo:
—Todos mis maestros son constructivistas —absolutamente todos.
—¿Pero no se dan cuenta de lo que eso significa para su fe? —le pregunté por
sorpresa—. Si el conocimiento es una construcción social, es también aplicable al
cristianismo; éste es sólo un producto de fuerzas sociales.
—Ya lo sé, ya lo sé —repuso el director—. Pero el constructivismo es lo que
aprendieron en la universidad bajo el auspicio de los «expertos», y no lo cuestionan. Sólo
mantienen sus creencias religiosas en una categoría mental separada de sus estudios
profesionales.
Como resultado de esta compartimentación, los maestros habían abrazado sin saberlo
un posmodernismo radical que reduce toda proclamación de la verdad a mera construcción
social.
NEO-PRAGMATISMO
Verdad es lo que funciona
---------------------------------------
NATURALISMO
La mente evolucionó por selección natural
Por eso, un método apologético eficaz puede ser empujar a la gente a asumir las
conclusiones lógicas de sus propias premisas. Francis Schaeffer denominó esta estrategia
«desmontar el tejado», esto es, remover el escudo de negación que la gente erige para
protegerse de las peligrosas y perturbadoras implicaciones de sus puntos de vista, que de otro
modo podrían precipitarse sobre ellos. Cuando hablamos con no creyentes, tenemos que
empujarles a reconocer las conclusiones lógicas del naturalismo. Si fueran coherentes, los
que sostienen premisas naturalistas acabarían abrazando el escepticismo moderno en ciencia,
moralidad y en todo campo de conocimiento. El hecho de que la mayoría de la gente no son
escépticos posmodernos significa que no están de acuerdo con las consecuencias de sus
propias premisas, lo cual es una buena razón para reconsiderarlas. (Para leer más acerca del
darwinismo y el pragmatismo, consulte el apéndice 3).
LA GUERRA COGNITIVA
Hoy es habitual afirmar que los estadounidenses están enredados en un conflicto
cultural en torno a las normas morales. Pero debemos recordar que la moral es siempre
derivativa, brota de una cosmovisión subyacente. Si los cristianos esperan combatir
eficazmente en la guerra cultural, deben estar dispuestos a librar la guerra cognitiva
subyacente sobre los orígenes. El darwinismo fue el punto de inflexión que selló la
cosmovisión naturalista en el nivel inferior, reduciendo la religión y la moral a categorías no
cognitivas del nivel superior.
Así pues, la clave para restaurar un concepto unificado de la verdad es recuperar un
concepto firme de la creación. El cristianismo ha enseñado siempre que hay «una sola
realidad» porque fue creada por un solo Dios omnipotente y omnisciente, explica una fuente
histórica. «Dada esta historia de la creación, se seguía que el conocimiento también abarcaba
una sola totalidad». Era la doctrina de la creación la que reforzaba la confianza en la unidad
de la verdad.
Para ser leales a las grandes proclamas de nuestra fe, ya no podemos consentir que el
cristianismo sea arrinconado a la esfera del valor. Debemos despojarnos de la timidez
metafísica, convencernos de que nuestra causa es ganadora, y tomar la ofensiva. Armados
con oración y poder espiritual, tenemos que pedir a Dios que nos muestre dónde se está
librando hoy la batalla, y alistarnos bajo el Señorío y el liderazgo de Cristo.
¿Por qué son los evangélicos tan propensos a la timidez metafísica? ¿Por qué no
tenemos una fuerte y robusta tradición intelectual? Para avanzar, a veces es necesario
retroceder, desandar lo andado para averiguar dónde se erró, para identificar pautas negativas
y sustituirlas por otras positivas. En la próxima sección, excavaremos en la historia de los
evangélicos estadounidenses para descubrir qué fue mal en el frente intelectual. Nos
preguntaremos por qué los cristianos no han contado con una sólida cosmovisión tradicional
y qué podemos hacer al respecto. Una mejor comprensión de dónde venimos nos puede
ayudar a ajustar la brújula, retomar una mejor dirección, y avanzar confiadamente para
marcar una diferencia en el mundo actual.
PARTE 3
CAPITULO 9
¿QUE TUVO DE BUENO EL MOVIMIENTO
EVANGÉLICO?
¿Es el cristianismo un sentimiento?
¿Lo sentiría y reconocería si me convirtiese?
JAMES MCGREADY
Cuando Denzel era adolescente, oró con fervor para perder su virginidad. Por ser una
estrella de baloncesto en un colegio ubicado en el centro de la ciudad, él estaba cansado de
contar mentiras acerca de su vida sexual inexistente para impresionar a sus compañeros.
«Todos mis amigos tenían mucha más experiencia sexual que yo, y no quería que supiesen
que no era popular entre las chicas», me dijo. «Yo tenía la idea de que Dios quería que fuese
feliz. De manera que seguí orando para perder mi virginidad».
De pequeño, Denzel había asistido a la iglesia esporádicamente, con su madre y su
hermano. (Su padre, traficante de drogas, había sido encarcelado a causa de un atraco en una
sucursal bancaria cuando Denzel era muy pequeño). «Yo creía que la iglesia era un lugar
maravilloso, santo —la ropa dominical, el coro, los ritos, los bautismos—. Pero realmente
no conocía nada de Dios». Obviamente no, por cuanto pensaba que Dios respondería una
oración que fomentara la fornicación.
Finalmente, Denzel llegó a conocer mejor a Dios, pero no sin pasar por una experiencia
personal de conversión. Él no albergaba ninguna objeción intelectual contra el cristianismo.
Respetaba la iglesia y aceptaba los principios fundamentales que en ella se enseñaban: que
la Biblia es la Palabra de Dios, que Cristo resucitó de los muertos, que necesitamos ser salvos.
Lo que precipitó su conversión fue un mensaje sencillo de pecado y arrepentimiento que
conquistó su corazón. En muchos aspectos, el caso de Denzel ilustra los puntos débiles y
fuertes del mensaje evangélico chapado a la antigua, y proporciona una vía útil para entender
su historia y su herencia.
Podemos situar la historia del pecado y la salvación de Denzel en su ultimo año de
secundaria, cuando por fin encontró la novia por la que había estado orando. Por ese tiempo
ya bebía excesivamente. (“Mis amigos me consideraban alcohólico”). Después de graduarse
en el colegio, probó la universidad, para después del primer semestre abandonó los estudios.
Intentó trabajar, pero a los seis meses le despidieron. Entonces su novia le confesó que estaba
embarazada.
La noticia le afectó gravemente. Tanto, que por primera vez en su vida se vio obligado
a asumir la responsabilidad de sus actos. “Tenía diecisiete años y pensaba que no podía criar
a un hijo. Y lo más importante era que sabía que ofendería a mi madre y no quería hacerlo”.
Su madre había tenido varias relaciones fallidas con hombres que siempre acababan
siendo drogadictos o alcohólicos. Denzel quería de algún modo protegerla. Y ella a su vez
era furiosamente protectora de sus dos hijos. Hacía años que quebrantaba la ética con tal de
poner comida en la mesa y dormir bajo techo: firmar cheques sin fondos, falsificar su estatus
económico, abrir cuentas bancarias a nombre de algún familiar. Pasados algunos años, las
cosas empeoraban y volvían a ser desalojados. Finalmente intentó abrir su propio negocio,
pero no le fue bien, Justo cuando Denzel afrontaba la mayor crisis personal de su
adolescencia, fue acusada de malversación de fondos. Lo más probable es que también ella
acabara condenada y encarcelada,
La posible ausencia de mi madre y el verse completamente solo, causaba pánico a
Denzel. Y a medida que una crisis tras otra le fue agobiando, empezó a orar con fervor
angustioso, “Muchas noches me metía en el baño y lloraba durante horas, No sabía cómo
orar, de manera que leía los Salmos en oración”.
Al acertarse la fecha del Juicio mi madre resolvió que tenían que tornar medidas
drásticas; anunció que irían a la Iglesia, Denzel asintió rápidamente. “Al vestirme, se hizo
muy real para mí que allí tendría un encuentro con Dios —el mismo al que haga intentado
orar cada noche- Mí corazón casi temblaba de emoción y temor”, Cuando él y su madre te
sentaron en un banco, no pudo contener las lágrimas, “Lloré durante todo el servicio religioso.
No recuerdo nada que allí se dijera”.
Su madre fue condenada a seis meses de cárcel, y como su hermano mayor estaba
trabajando, Denzel tenía que pasar solo en casa todo el día rumiando su dolor y tu
desesperación, Pero clamaba a Dios y pasaba horas enteras leyendo la Biblia. «Un día leí el
libro de Apocalipsis, y me conmovió hondamente la belleza de los nuevos cielos y la nueva
tierra, Pero también el hecho de saber que no me dirigía hacia ese lugar. Aunque nadie me lo
había dicho, yo sabia que la fornicación estaba mal, que bebía demasiado, que no vivía para
Dios. Sentí gran culpabilidad. Me arrodillé y exclamé: “¡Señor, perdóname! ¡Señor,
perdóname!”».
De repente, Denzel se acordó de una vieja caja de libros que había dejado su padre
hacia mucho en un rincón de un oscuro armario. Sacó la caja y anduvo buscando hasta
encontrar algunos libros y folletos cristianos cubiertos de polvo. Uno de los folletos le llamó
la atención: presentaba un mensaje sencillo, a la antigua usanza, de culpa y perdón, y una
oración: «Lo leí, hice la oración e inmediatamente sentí el perdón de Dios. Me sentí inundado
de gozo; supe que podía ir al cielo». A partir de ese momento, Denzel se entregó de corazón
a su fe recién descubierta.
La conversión de Denzel es un típico ejemplo evangélico de pecado y arrepentimiento.
Él no contendía con cuestiones como el positivismo o el posmodernismo; sólo sabía que era
pecador. No necesitó una apologética complicada para persuadirle de que Dios existía; sólo
necesitó la seguridad del perdón. No era capaz de desenmarañar las sutilidades teológicas
que dividen a las denominaciones; sólo anhelaba saber que iba al cielo. Su conversión fue
espiritual y emocional: experimentó profundamente que la expiación de Cristo se aplicaba a
él de forma personal. En este sentido, no fue distinta de la conversión del gran evangelista
John Wesley, quien escribiera: «Sentí un calor extraño en mi corazón... Y tuve la seguridad
de que Cristo había borrado mis pecados —todos ellos— y me había librado de la ley del
pecado y de la muerte». Del mismo modo, la conversión de Denzel supuso la apropiación
personal del perdón de Dios para cubrir sus pecados. (Ese mismo día manifestó a su novia
con más entusiasmo que precisión teológica: «Dios ha hecho algo por mi»).
Comencé a indagar en libros que versaban sobre los evangélicos, y al identificar vanos
paradigmas del pasado, las piezas fueron encajando. Muchas de las tendencias que
confrontamos hoy caracterizaron al movimiento evangélico desde sus principios, y si se
rastrean desde los tiempos coloniales son más patentes que nunca. A menudo no se reconocen
modelos, ni siquiera en el propio pensamiento, a menos que se consiga una visión panorámica
desde fuera, igual que un pez no puede decir cómo es el agua porque es lo único que conoce.
Obtener una perspectiva; histórica es como elevarse para sacar una fotografía aérea, y al
mirar en retrospectiva detectar varias tendencias que se despliegan gradualmente, lo que
facilita mucho su reconocimiento y ofrece también una perspectiva de nuestro tiempo. A fin
de cuentas, EEUU ha acumulado más de doscientos años de historia y estos hábitos heredados
de pensamiento moldean nuestras ideas y costumbres hasta el día de hoy.
No ofreceré nada parecido a un relato histórico global, sino sólo buscaremos claves
para diagnosticar la debilidad intelectual de la iglesia actual. Nos proponemos reconocer
patrones que arrojen luz sobre la situación contemporánea de la iglesia. Un libro de Alister
McGrath incluye un capítulo titulado «The Dark Side of Evangelicalism» (La cara oscura de
los evangélicos), y, en un sentido, este es también el tema que nos ocupa. Aunque hay mucho
bueno y digno de alabanza en el mundo evangélico, nos centraremos en elementos de nuestra
historia y herencia que siguen creando obstáculos a la cosmovisión cristiana.
PRUEBA DE IDENTIDAD
¿Qué significa ser evangélico? La mayoría aplica probablemente el término a los
cristianos que creen en la Biblia y están personalmente comprometidos. Por cierto, yo usé la
palabra en este sentido amplio muchos años. De modo que, cuando empecé a investigar el
asunto, me sorprendí al encontrar literatura de clérigos luteranos conservadores (la iglesia en
la que crecí) Insistiendo en que ellos no eran evangélicos, y advirtiendo lúgubremente que
los evangélicos se estaban infiltrando en las iglesias luteranas.
«Los evangélicos constituyen hoy el componente más grande y más activo de la vida
religiosa estadounidense», afirma el historiador Mark Noll. Y no sólo en este país, sino en
todo el mundo. En The Next Chistendom, Philip Jenkins muestra que los grupos cristianos
que más crecen en África, Asia y América Latina también tienden a exhibir las características
de los evangélicos populistas (experienciales, teológicamente conservadores, acentúan la
conversión personal y las señales y maravillas sobrenaturales). Por eso, todos tenemos que
lidiar con la rama populista evangélica, no importa cuál sea el trasfondo de nuestra propia
denominación, si es que esperamos comunicar un mensaje de cosmovisión integral a los que
nos rodean.
Y EL GANADOR ES...
Al evaluar el impacto del movimiento evangélico, cabría afirmar que hay una noticia
buena y otra mala. La buena es que el movimiento evangélico ha sido notablemente eficaz
para «cristianizar» la sociedad estadounidense. Observe en la fig. 9.1 la membresía de la
iglesia en EEUU desde la era colonial. El gráfico pertenece a The Churching in America, por
Roger Finke y Rodney Stark, y muestra que la adhesión religiosa en EEUU ha aumentado
sensible y sorprendentemente, desde la era colonial. El estereotipo generalizado de que en
los tiempos coloniales prácticamente todo el mundo pertenecía a una iglesia resulta ser falso.
Y el estereotipo correlativo de que en el mundo moderno la religión está decayendo es,
asimismo, falso. En términos de adeptos, las iglesias van muy bien actualmente.
Fig. 9.1 Los números contradicen la idea comúnmente aceptada por los sociólogos de
que a medida que las sociedades se modernizan, inevitablemente se secularizan. (Finke and
Stark. 16, adaptado con permiso).
El crecimiento más notable tuvo lugar en las filas bautistas y metodistas. Durante la
Guerra Revolucionaria, muchos predicadores metodistas regresaron a Inglaterra siguiendo la
recomendación de John Wesley, con lo que tuvieron que volver a empezar, pero a pesar de
ello obtuvieron un éxito fenomenal. Para 1850 se habían convertido en la denominación
protestante más extendida, contabilizando el 34 por ciento de los miembros de iglesia del
país. Algunos historiadores califican el siglo XIX de “Era Metodista”. En 1906 fueron
superados por los bautistas, lo que indica que su tasa de crecimiento también ha sido
constante.
Diríase que con el estado de su parte las iglesias establecidas habrían ganado bastante
fuerza, y hasta cierto punto así fue. Pero en última instancia, se debilitaron. Los monopolios
tienden a ser perezosos, ya se trate de empresas, escuelas o iglesias. El clero establecido solía
vivir como los miembros de la aristocracia (la clase que no trabajaba y vivía de las inversiones
y las rentas), que disfrutaban de tiempo en abundancia para dedicarlo a actividades de ocio.
Por ejemplo, en la Iglesia estatal de Escocia, presbiteriana, Thomas Chalmers observó que
después de la celebración del servicio religioso «un ministro puede disfrutar cinco días
semanales de tiempo libre ininterrumpido».
Por el contrario, los ministros evangélicos eran activistas entusiastas, se lanzaban
incesantemente a la predicación del evangelio. Establecieron servicios religiosos adicionales,
organizaron escuelas dominicales, impartían clases bíblicas, hacían visitas personales,
fundaron organizaciones benéficas y sociedades misioneras. El propio Chalmers se hizo
posteriormente evangélico, y se ganó la reputación de haber visitado 11.000 hogares en su
parroquia de Glasgow en un solo año. El hacerse evangélico marcaba una gran diferencia
en el estilo de ministerio.
JINETES EN LA TORMENTA
Otra clave para el éxito en la frontera es que uno tenía que estar allí. Había que estar
dispuesto a sacrificar la comodidad de las ciudades asentadas para poder ministrar a gente
ruda que vivía vidas ásperas. Por lo general, el clero establecido no estaba dispuesto a hacer
eso. En las iglesias subsidiadas por el estado (y en general en las iglesias más ricas), la
preparación de los pastores suponía un proceso largo y costoso que conducía a la escasez
crónica de clérigos, lo que les concedía un poder de negociación considerable sobre el salario
y la ubicación. Muchos rehusaron trasladarse a las áreas fronterizas no colonizadas.
Fig. 9.4 REUNIÓN CAMPESTRE METODISTA, marzo, 1819: La gente acudía desde
muchos kilómetros a la redonda para oír el mensaje de los avivadores sobre el pecado y la
gracia (Grabado Librería del Congreso, Prints and Photographs División [LC-USZC4-772]).
Por el contrario, los predicadores ambulantes metodistas se convirtieron en una leyenda
en la frontera. Siempre estaban viajando, prácticamente vivían sobre la silla de montar.
Estaban dispuestos a predicar a pequeños destacamentos fronterizos, e incluso en hogares.
Muchos estaban solteros (viajaban demasiado como para mantener a una familia), trabajaban
por muy poco dinero y literalmente morían jóvenes a causa de las penurias que soportaban.
Un ministro les apodó la «artillería ligera» de Dios, perfectamente adaptados a la frontera.
Tenían fama de soportar condiciones terribles y meteorología adversa, de suerte que en las
tormentas particularmente fuertes se solía exclamar: «Esta noche no se ven más que cuervos
y predicadores metodistas».
Análogamente, muchos predicadores bautistas eran granjeros sencillos que ministraban
a sus vecinos. Muchos tenían escasa educación teológica y hablaban la misma lengua que las
personas a las que trataban de evangelizar. No era raro que la gente se convirtiera en
reuniones de avivamiento e inmediatamente comenzara a celebrar otras, adquiriendo de paso
alguna formación teológica, si se disponía de tiempo y dinero.
Esto era toda una novedad. Se suele olvidar que desde que el cristianismo pasó a ser la
religión oficial del imperio romano en el siglo IV, la iglesia ha estado asociada con la clase
dominante. Mientras EEUU se hacía como nación, muchos países europeos aún tenían
iglesias estatales, en las que las autoridades eclesiásticas ejercían poder político considerable
y, a menudo, cargos gubernamentales. Por ejemplo, en Inglaterra, los obispos anglicanos se
sentaban en la Cámara de los Comunes (hasta hoy). E incluso en los EEUU de la época
colonial, las autoridades eclesiásticas y gubernamentales estaban entretejidas, ya que cosas
como el diezmo y la asistencia dominical al templo eran asuntos de coacción jurídica.
Normalmente los ministros eran también los más educados de su comunidad, por lo que eran
considerados líderes.
Este elitismo era completamente aborrecible para los avivadores, por lo que se lanzaron
a «popularizar» la religión. Encendidos por un profundo interés por la gente común, se
pronunciaban por el derecho de los indoctos de investigar la religión por ellos mismos.
Hicieron el evangelio accesible usando un lenguaje sencillo y una predicación espontánea.
Predicaban sermones emotivos e improvisados —una novedad original y refrescante en
un tiempo en el que el clero acostumbraba a leer sermones escritos con anterioridad—. En
palabras de John Wesley, los avivadores no deseaban sino predicar «la pura verdad para la
gente sencilla». Los creyentes comunes ya no eran considerados receptores pasivos, como
cuando estaban bajo el antiguo modelo jerárquico, sino como participantes activos.
El interés de los avivadores por los pobres y los marginados alcanzó incluso a los
esclavos. Por el tiempo de la Guerra Revolucionaria pocos negros, esclavos o libres, eran
cristianos. «Hasta bien entrado el siglo XIX los episcopales y los presbiterianos se retorcían
las manos por no haber cristianizado a sus propios esclavos», asegura el historiador Nathan
Hatch. No obstante, en las tres décadas siguientes, miles de afro-estadounidenses abrazaron
el evangelio. ¿Qué les atrajo? El estilo simple, coloquial, de predicación de los avivadores.
«Otras denominaciones predicaban sermones tan solemnes y altisonantes que no podíamos
entender su doctrina», dijo Richard Allen, fundador de la Iglesia Africana Metodista
Episcopal. Pero el estilo de predicación de los metodistas y bautistas era sencillo, directo y
dramático. En vez de imponer un estilo de culto solemne y restrictivo, estimulaban el canto
espontáneo, los cánticos y las exclamaciones a viva voz, afirmando la rica herencia de la
expresión popular afro-estadounidense.
Si consideramos el crecimiento de la afiliación religiosa en EEUU, lo más reseñable es
que no tuvo lugar en las iglesias respetables o establecidas, sino en los grupos evangélicos
—“advenedizos”-, como se llamaban por aquel entonces—. Esta es la buena nueva del
movimiento evangélico. Más adelante, las técnicas de avivamiento, afiladas en la frontera,
fueron adaptadas en las ciudades por hombres como Charles Finney. El adoptó el estilo de
reunión campestre, lo vistió con traje, lo adaptó a un lenguaje más urbano y lanzó su
llamado a las clases profesionales (abogados y empresarios).
Mientras tanto, ¿qué ocurrió con las iglesias establecidas? Iniciaron un lento pero
imparable proceso de decadencia que ha continuado hasta nuestros días. Por bastante tiempo
pudieron disimular su declive: La población global de EEUU crecía tan deprisa que sus
números siguieron aumentando en términos absolutos, aunque en realidad no mantuvieron el
ritmo del incremento de población. Dando un sallo momentáneo, en la década de 1960 las
iglesias tradicionales ya no podían ocultar el hecho de que, incluso en números absolutos,
estaban decayendo. En 1972 Dean Kelley, ejecutivo del Concilio Nacional de Iglesias de
teología liberal, escribió un libro titulado Why Conservative Churches Are Growing, en el
que declaró abiertamente, por primera vez, que las iglesias tradicionales y liberales estaban
feneciendo. Los colegas de Kelley le fustigaron por airear verdades desagradables en público,
pero hoy, los mismos liberales admiten que las denominaciones evangélicas han frustrado
todos los vaticinios rehusando morir en el mundo moderno, pues siguen creciendo y
prosperando.
En general, los Grandes Avivamientos son los principales responsables de que EEUU
siga siendo el más religioso de los países industrializados. Al popularizar el cristianismo, los
evangélicos penetraron en todas las clases sociales. “En 1790 sólo en torno al 10 por ciento
de estadounidenses profesaban ser miembros de alguna iglesia cristiana”, escribe Noll, «pero
en tiempos de la Guerra Civil [1861], la proporción se había multiplicado». Y la causa
principal de este fenomenal aumento fue «la diligente labor de los avivadores».
SECUELAS FRONTERIZAS
Si esa es la buena noticia del ala populista evangélica, ¿cuál es la mala? ¿Qué aconteció
al intelecto evangélico por el camino? ¿Por qué el movimiento evangélico se volvió en su
mayor parte anti-intelectual, con escaso criterio para relacionarse con la cultura dominante?
Irónicamente, la respuesta radica en algunos de los factores que la hicieron tan exitosa.
Tracemos un perfil de algunos de los principales factures, y veamos después como se
despliegan más drásticamente en una serie de narrativas breves, en lo que resta de este
capitulo y el siguíente.
Tercero, dirigirse a los individuos separados de su familia o Iglesia era muy efectivo
para forzar una crisis de fe. Pero también podía conducir a una visión radicalmente
individualista de la iglesia que rechazaba la riqueza intelectual acumulada en el transcurso
de los siglos por las grandes mentes que han desfilado por su historia —y en los extractos
doctrinales de las declaraciones de fe corporativas, como credos y confesiones—. Muchos
evangélicos absorbieron acríticamente el individualismo que se estaba poniendo de moda en
la vida política estadounidense, y simplemente la transfirieron a la iglesia. Así nació una
eclesiología atomista, voluntarista, que no reflejaba tanto la enseñanza bíblica cuanto la
filosofía política de aquel tiempo.
Por supuesto, estas tendencias no fueron encarnadas por todos los grupos evangélicos,
ni se manifestaron de forma generalizada desde el principio. Hallaremos semillas de las
nuevas actitudes plantadas en el primer Avivamiento (el resto de este capítulo) que
fructificaron plenamente en el segundo Avivamiento (tema del próximo capítulo). Le ruego
que intente localizar los temas característicos según son expuestos con algunos bosquejos
históricos.
¿Reconoce algunos de los puntos que aquí emergieron? El énfasis en una respuesta
emocional; el estilo de líder famoso; la publicidad orquestada; el individuo separado de su
congregación local. Repito que no me propongo ofrecer un relato histórico completo, sino
sólo resaltar pautas clave que nos ayuden a aplicar la pérdida de la mente cristiana en nuestro
tiempo. No cabe duda de que en ambos avivamientos Dios hizo una obra poderosa en el país.
Grandes números de personas fueron conscientes de su pecado y descubrieron el gozo del
perdón y de la gracia. No se pueden leer relatos de Whitefield y otros avivadores sin sentir
estremecimiento por su ferviente amor a Dios y su hambre de llevar personas al Reino. Pero
si tratamos de hacer un diagnóstico firme del anti-intelectualismo en nuestro medio, debemos
reconocer que fueron plantadas semillas decisivas.
Para entender por qué este mensaje era tan inquietante, es preciso darse cuenta de que
la idea de orden social en el siglo XVII era extraordinariamente comunitaria y orgánica. Una
persona no se concebía a sí misma aparte de la familia, la iglesia, la comunidad local y así
sucesivamente. Cuando un pastor era llamado a una parroquia local, era casi como una
propuesta de matrimonio: se esperaba de él que se vinculara a perpetuidad con la
congregación y permaneciera allí de por vida. Asimismo, los miembros estaban unidos por
un pacto con la parroquia local.
Así pues, el mensaje que ofrecían los avivadores a los individuos representaba una
ruptura radical, al exhortarles a tomar decisiones independientes en relación con la religión
y actuar basándose en tales decisiones, sin importar el efecto que ello pudiera causar a la
sociedad en general. «La piedad ya no era algo inextricablemente relacionado con la
comunidad local y la espiritualidad corporativa», explica Stout. «El acento se desplazó sobre
un sentimiento de piedad más individualista y subjetivo que tuvo la quintaesencia de su
expresión en la experiencia interna, íntimamente personal del “Nuevo Nacimiento”».
Para liberar a los individuos de sus rígidos lazos tradicionales, los avivadores solían
adoptar un tono contencioso, e incluso desafiante. Por ejemplo, Samuel Finley, quién después
fue presidente del College de Nueva Jersey (Princeton), instaba a sus oyentes a tomar
inmediatamente partido a favor o en contra de los ministros parroquiales: “¡Líbrese de su
prudencia carnal! Siga a Dios o a Baal. El que no está con nosotros, está contra nosotros”.
Luego instaba a sus parroquianos a actuar de acuerdo a sus decisiones, aunque ello implicara
“desgarrar a la iglesia: dividir congregaciones y familias; [y] sembrar disensión entre la gente”
-aunque “sus vecinos gruñan contra usted y se lo reprochen”-. Sus palabras ilustran lo que
un historiador denomina “el nuevo espíritu del individualismo desafiante que fue una de las
manifestaciones más radicales del Avivamiento”.
Los partidarios del avivamiento también ventilaron duras denuncias contra el clero
local, declarándoles espiritualmente muertos y carnales. Uno de los sermones más famosos
del primer Avivamiento fue una ardiente alocución a cargo de Gilbert Tennent, líder de los
presbiterianos de nuevo cuño, titulada “El peligro de un ministerio sin conversión”, en el que
exhortó a la gente a ejercer su libertad cristiana abandonando a su ministro parroquial por
otro que se hubiera genuinamente convertido y sometido a un “Nuevo nacimiento”. No
sorprende que tales declaraciones de independencia religiosa fueran especialmente populares
entre la gente joven. El insulto a las autoridades religiosas se extendió, tanto en las
universidades que en 1741 el patronato de la Universidad de Yale tuvo que aprobar una ley
que prohibiera a los estudiantes calificar a los cargos de la universidad de “carnales” o
“inconversos”.
La conmoción e indignación que esta actitud causó en aquel tiempo se puede traslucir
en estas palabras de angustia de un antagonista del Despertamiento: “Nadie tiene libertad ni
derecho a abandonar la comunión de estas iglesias... no se puede hacer sin quebrantar el
pacto... e incurrir en la espantosa culpa del cisma”. Estaba surgiendo una nueva teología de
la conversión: La antigua idea de que los creyentes son sustentados dentro de la iglesia
corporativa como personas integras, incluida la mente (a través del estudio y la catequesis),
daba paso a la nueva concepción de que los individuos se someten a una decisión emocional
puntual que tiene lugar fuera de la iglesia.
En muchos sentidos, el segundo Avivamiento arrastró los temas del primero, por lo que
al contar algunas de sus historias han de tenerse en cuenta las principales características
mencionadas en el capítulo anterior: énfasis en una intensa experiencia emocional de
conversión; modelo de celebridad en el liderazgo; profunda sospecha suscitada por la
formación teológica, especialmente encarnada en credos y confesiones; y una concepción
cada vez más individualista de la iglesia, inspirada en gran medida en la filosofía política
reinante. En realidad, si hay un factor especialmente distintivo del segundo Avivamiento, es
la sorprendente falta de distancia crítica de la ideología política de la Revolución
Estadounidense. Esto proporciona una manera práctica de recordar lo que distingue a los dos
Avivamientos: el primero sobrevino antes de la Revolución Estadounidense; el segundo,
después —la Revolución llegó a ser modelo en la forma de pensar de la gente prácticamente
en cualquier esfera de la vida. Los líderes del segundo Avivamiento adoptaron por regla
general transferir la retórica independentista, sin sentido crítico, de la esfera política a la
religiosa.
Por ejemplo, en el primer Avivamiento, los avivadores no habían atacado la estructura
eclesiástica del aprendizaje per se, sino sólo los abusos que habían conducido al clero a
formar parte de una clase privilegiada. Al contrario, en el segundo Avivamiento, la misma
autoridad de la iglesia fue denunciada como «tiranía». Los credos y las liturgias no eran más
que «papado» y «superchería sacerdotal». (Charles Finney denunció la Confesión de
Westminster como «documento papal»). Muchos comenzaron a argüir que la Revolución
Estadounidense no se había consumado: Hemos desterrado la tiranía civil, decían, pero
tenemos que desterrar la tiranía eclesiástica. El sacerdocio de todos los creyentes se
interpretaba en el sentido de una religión del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.
Este ataque a la autoridad y el aprendizaje formó parte de una «democratización general
de la verdad», afirma el historiador Gordon Wood. La noción de «derechos inalienables» fue
transferida del ámbito de la política al ámbito de las ideas, en el que significaba el derecho
de la gente común a pensar como quisiera sin esperar el dictamen de los bien criados y bien
instruidos. Como resultado de ello, los «estadounidenses de la temprana República
experimentaron una de las crisis epistemológicas más graves de su historia», dice Wood. La
verdad misma pareció ser sacudida y quedó a merced del individuo —el votante, el
comprador, el creyente religioso— el tomar decisiones estrictamente por sí mismo.
Desgraciadamente, muchos evangélicos quedaron atrapados en la misma «crisis
epistemológica». Absorbieron el ethos estadounidense, y en algunos aspectos mostraron
incluso el camino hacia una perspectiva anti-autoritaria, anti-histórica e individualista, que,
como veremos, acarreó consecuencias devastadoras para la razón cristiana.
Medió estadounidense
Los Discípulos de Cristo, Las Iglesias de Cristo y las Iglesias «Cristianas» se fundieron
para formar la primera denominación indígena estadounidense, una de cuyas figuras más
fascinantes fue Elías Smith. Comenzando como ministro bautista, Smith sucumbió al encanto
de un autor político radical jeffersoniano y se puso a traducir la idea de la soberanía popular
de la esfera política a la religiosa. Renunció a su iglesia como manifiesto de su libertad y
empezó a denunciar toda clase de religión formal.
Smith escribió en un panfleto: «Muchos son republicanos en cuanto al gobierno, pero
nada más que medio republicanos, ya que en asuntos de religión siguen atados a catecismos,
credos, pactos o sacerdotes supersticiosos». Es decir, la Revolución Estadounidense fue sólo
una medida intermedia: Hemos derrocado la tiranía política, ahora debemos derrocar la
tiranía eclesiástica». (Smith usa la palabra republicano para referirse esencialmente a lo que
podríamos llamar democrático). Y acabó con este reto impetuoso; «Aventúrese a ser tan
independiente en asuntos de religión como por lo que respecta al gobierno bajo el que vive».
Note una vez más el préstamo de un paradigma político. Análogamente, Barton Stone
(fundador de los Discípulos de Cristo); Cuando rompió con la Iglesia Presbiteriana en la que
había sido pastor, no pudo resistir calificar su ruptura de «nuestra declaración de
Independencia», Así pues, la Revolución Estadounidense se tomó como precedente para
derrocar toda clase de autoridad y elitismo. Una carta publicada en un periódico «cristiano»
trazó un paralelo explícito: El conflicto para liberar la Biblia de «credos y confesiones», decía,
«es perfectamente similar a la guerra revolucionaria entre Gran Bretaña y Estados Unidos».
Tan profundamente entretejidos estaban los temas democráticos con los bíblicos que
cualquier análisis político real se pasaba por alto.
Salvación instantánea
Para ser justos, el préstamo no fue en un solo sentido. Frases clave como “derechos
inalienables” fueron realmente acuñadas por disidentes religiosos. La diferencia de uso fue
ésta: antes de la Revolución, eran principalmente grupos disidentes los que usaban consignas
sobre derechos y autonomía contra las coercitivas iglesias estatales. Después de la
Revolución, las mismas consignas fueron usadas por individuos disidentes contra sus propias
iglesias. Muchos empezaron a declarar el derecho de la persona a rechazar iglesias históricas,
antiguos credos y erudición teológica para decidir estrictamente por si misma lo que
realmente enseña la Biblia. Por ejemplo, Elías Smith argüía que cada cristiano tiene el
«derecho inalienable» de seguir «la Escritura dondequiera que le conduzca», aunque acabe
abrazando posturas contrarías a las que el reverendo D.D. (doctor en teología) llame
ortodoxas».
Lo que estaba emergiendo en la rama populista evangélica era una nueva concepción
individualista, o incluso atomista, de la iglesia. El cambio puede ser ilustrado por una nueva
teología de la conversión. En la antigua Nueva Inglaterra, para ser miembro de una iglesia
un candidato tenía que pasar por un largo proceso de aprendizaje de la Biblia, los credos, el
Padrenuestro, los Diez Mandamientos y el catecismo. Luego, él o ella tenían que someterse
a un primer examen ante el ministro y los ancianos de la iglesia. Después de eso, debía
exponer un relato creíble de su experiencia de conversión delante de toda la congregación.
Después se procedía a una investigación de la vida y conducta moral del candidato: Se
preguntaba a vecinos de la misma población acerca de su carácter y su reputación. Y así
sucesivamente. Sólo si el candidato pasaba todas esas pruebas de control, él o ella eran
recibidos en el pacto. Todo el proceso era «una especie de rito comunitario».
Se esperaba que la experiencia de salvación conllevara varios años de lucha antes que
la persona sintiera que el testimonio interno del Espíritu Santo le manifestaba la segundad de
ser perdonada y contada entre los elegidos. Las memorias de aquellos tiempos revelan que
algunas personas sufrían años de dudas obsesivas y ansiedad antes de asentarse en la plena
seguridad de la salvación.
Por contraste, los avivadores ofrecían seguridad de salvación en el acto. En vez de pasar
por un largo proceso, el individuo adoptaba una decisión y era salvo instantáneamente. En
vez de ser enseñado y probado por la iglesia, el converso anunciaba a los demás lo que había
experimentado.
Al final, por supuesto, había que recrear algún procedimiento para ingresar en la
membresía, pero la mentalidad estadounidense había sido alterada. ¿Qué necesidad había de
cosas como el catecismo, la liturgia o los sacramentos si lo que contaba para la salvación era
la crisis de la conversión? La iglesia ya no era la comunidad orgánica en la que uno era
recibido y, ciertamente, tampoco la autoridad espiritual a la que uno se sometía. Era más bien,
un conjunto de individuos iguales, autónomos, que se congregaban por elección.
En este contexto, se entiende mejor por qué el cristianismo pasó a ser cuestión de
“tomar una decisión por Cristo”. El acento se ponía en la elección individual, no en la
adaptación a una tradición heredada. No es coincidencia que la rama populista evangélica
floreciera en el tiempo de Thomas Jefferson, por lo que respecta a la política, y de Adam
Smith, por lo que respecta a la economía. La experiencia en estos otros ámbitos les hizo
abrirse a un mensaje religioso que rechazaba el elitismo y la autoridad, pero preconizaba el
derecho de la gente corriente a afirmarse y adoptar sus propias decisiones. En vez de desafiar
críticamente la cultura emergente de la modernidad, los evangélicos populistas remodelaron
el cristianismo para adaptarlo a la categoría de la experiencia moderna.
GENTE INDEPENDIENTE
Podemos concretar esto mejor con una imagen oral sugerida por el sociólogo Gary
Thomas. En los EEUU posrevolucionarios, dice Thomas, un ministro calvinista podía subir
al pulpito un domingo por la mañana y predicar a su congregación que era moralmente
corrupta por naturaleza y esclava del pecado, que no tenía capacidad de escoger la salvación,
que Dios había escogido a algunos y rechazado a otros, y que no había nada que ellos
pudieran hacer al respecto. El problema es que este mensaje calvinista no se correspondía
con la experiencia real de la congregación. Ya no se nacía en una sociedad estática, sin opción
a escoger el estatus personal, y en la que la virtud se definía en términos de obligaciones
inherentes a la posición inmutable que uno ocupaba en la vida, sino que la gente participaba
activamente en una sociedad móvil, que ellos conformaban con sus propias elecciones. Eran
hombres y mujeres autodidactas en una economía expansiva, en la que el éxito dependía
mayormente de sus propias decisiones, motivos y ambiciones. Un mensaje calvinista, asegura
Thomas, «era contrario a la autodeterminación del individuo en la vida cotidiana del mercado
y el sistema de gobierno», y, a causa de ello, el sermón no resultaba plausible. No tenía
sentido.
Por otra parte, un avivador metodista itinerante podía llegar a la ciudad y predicar a la
misma gente, el mismo día, en una reunión de avivamiento al aire libre. Podía predicar que
ellos tenían la posibilidad de escoger a Dios, que su salvación dependía de su propia decisión,
y que estaba al alcance de cualquiera que clamara al Señor. Dada su experiencia cotidiana,
este mensaje tendría sentido. El mensaje arminiano y la eclesiología de iglesia libre encajaba
con su experiencia como actores independientes, autónomos, en un sistema de gobierno
democrático y una economía capitalista expansiva.
Esto explica por qué los historiadores suelen caracterizar al movimiento evangélico
como quintaesencia de la religión moderna. A primera vista, esta afirmación podría parecer
improbable, contraria al estereotipo de que el cristianismo es una fuerza conservadora, o
incluso reaccionaría, en la sociedad occidental. Pero considere: Aunque un evangélico
populista predicara el antiguo mensaje de pecado y salvación, al mismo tiempo, su
espiritualidad y su eclesiología eran enteramente modernas, anti-históricas, anti-autorítarias,
individualistas y voluntaristas (pendían de la decisión del individuo). Por eso Wood escribe
que «retando a la unidad clerical, sacudiendo a las iglesias comunitarias y arrancando a la
gente de los antiguos vínculos religiosos, los avivamientos vinieron a ser “un desafío masivo
a la autoridad tradicional”». En una nota similar, Michael Gauvreau dice que los evangélicos
realmente ayudaron a afirmar «la independencia del individuo de las restricciones sociales
del antiguo orden» promoviendo «una concepción opuesta de comunidad basada en la libre
asociación de individuos iguales, autónomos». En definitiva, los evangélicos no proveyeron
una postura crítica desde la cual evaluar las nuevas tendencias políticas y económicas, pero
fueron en muchos sentidos una fuerza poderosa que impulsó la modernización.
PREDICADOR, ACTOR. CUENTISTA
El nuevo modelo de comunidad humana también favoreció un nuevo modelo de
liderazgo. Cuando Richard Hofstadter escribió su libro galardonado con el premio Pulitzer
Anti-intellectualism in American Lije, ¿quién cree Ud. que le prestó atención? Pues sí: los
evangélicos. Rastreando la historia de los avivamientos, como hemos hecho nosotros,
concluyó que uno de sus efectos más importantes fue un nuevo estilo de liderazgo. La rama
populista evangélica prescindió del antiguo modelo de líderes como hombres justos y dio
paso a lideres emprendedores, vendedores pragmáticos, que estaban dispuestos a usar lo que
hiciera falta para obtener conversiones. Hofstadter citó al evangelista Dwight L. Moody,
quien dijera en una ocasión: “No importa cómo se lleva a un hombre a Dios, con tal que se
consiga”. Y el teólogo congregacional Washington Gladden dijo «que su teología se forjaba
en el yunque para su uso diario en el pulpito. La prueba pragmática era la única que cabía
aplicar: ¿"Funcionaría”?». Mucho antes que el pragmatismo se hubiese desarrollado como
filosofía plenamente estadounidense (véase el capítulo 8), ya había sido formulada y
practicada por líderes evangélicos.
Los avivamientos alteraron también los seminarios: «El ideal puritano del ministro
como líder intelectual y educacional se fue diluyendo paulatinamente ante el ideal evangélico
del ministro como cruzado y consejero popular», escribe Hofstadter. La educación teológica
empezó a centrarse más en técnicas prácticas que en instrucción intelectual.
MANEJO DE HILOS
Uno de los peligros del culto a la personalidad es que conduce fácilmente a la
demagogia. Los avivadores solían ser líderes de fuerte voluntad que, irónicamente, acabaron
ejerciendo mayor grado de dogmatismo y control que los pastores de las denominaciones
tradicionales, a quienes denunciaban. Un crítico del Avivamiento de ese tiempo, el teólogo
reformado John Nevin, arguyó que «las frases altisonantes de los avivadores» invocando
libertad y libre investigación no eran más que máscaras que encubrían una nueva forma de
dominio. Aunque reclamaban la «libertad» con contundencia, decía él, la mayoría de los
grupos evangélicos presionaban a sus miembros para que «aceptaran sus ideas particulares,
gritaran sus consignas y contraseñas, danzaran al son de su folclore religioso y leyeran la
Biblia sólo a través de sus gafas teológicas». Nevin comparó estas restricciones a muchos
«hilos que acaban volviendo a las manos de unos pocos espíritus que lideran, permitiéndoles
ejercer un despotismo verdaderamente jerárquico sobre los que se someten a su esfera de
poder». Así pues, irónicamente, los líderes magnéticos que animaron a la gente a romper con
las estructuras teológicas tradicionales, a menudo acabaron siendo líderes autoritarios dentro
de sus propios grupos, rayando a veces en la demagogia.
Con todo, esto fue casi un resultado inevitable de la renovación del rol de líder cristiano.
El ministro tradicional se apoyaba en la autoridad institucional de su cargo para influir en su
grey. Pero como los avivadores rechazaron la noción de autoridad institucional, sólo tenían
que depender del carisma personal y del poder. Por eso Henry Ward Beecher insistió una vez
en que los sermones no debían tener por objeto impartir conocimiento, sino adquirir «poder
directo sobre la mente y el corazón de los hombres». Como escribe un historiador, el ministro
dejó de ser maestro espiritual y se convirtió en «personaje que ejercía poder».
NO UN FICHERO DE DELINCUENTES
¿Cómo arrojan luz las pautas que hemos señalado sobre el movimiento evangélico
actual? No hace mucho, conocí a un joven que se había trasladado a Washington, D. C., como
parte de un equipo pionero para organizar un evento a cargo de un evangelista famoso que
debía celebrarse dos años después. ¿Dos años? Pensé que había entendido mal. Si, me
aseguró, la organización del orador ha enviado personal remunerado, a tiempo completo, con
dos años de antelación, para preparar el evento. No pude evitar recordar que los primeros
avivadores comenzaron a organizar eventos con uno o dos años de antelación. El patrón
quedó establecido desde el principio. Las costumbres contemporáneas resultan más fáciles
de entender cuando se rastrea su origen histórico.
¿Cómo hemos de evaluar el efecto duradero causado por la rama evangélica populista?
Por una parte, con su lenguaje sencillo y sus emotivos llamamientos, los avivadores tuvieron
gran éxito en la cristianización de amplios segmentos de la población. Impartían un sentido
de dignidad e independencia al laicado. «Un tema apremiante en la predicación popular de
esa época fue la noción jeffersoniana de que la gente debía despojarse de prejuicios serviles
y aprender a saborear las cosas por sí misma», escribe Hatch. El profundo interés de los
avivadores por los pobres y los oprimidos, aún infunde respeto en los que conocen su obra.
Incluso sus críticos han cambiado de opinión. El autor católico Ronald Knox fue
especialmente crítico al investigar para preparar su obra Enthusiasm (antiguo término
peyorativo aplicado al avivamiento). Desde el principio, se propuso que el libro fuera «una
retahíla, un toque de atención», una «lista negra» de predicadores desgreñados, excéntricos,
de ojos desorbitados, sembrando confusión. Pero para gran sorpresa suya, una vez que
conoció a tales sujetos —grandes hombres como Wesley y Whitefield— no tuvo más
remedio que respetar su sinceridad, determinación y entrega a la verdad, su preocupación por
las gentes sencillas. Cuando Knox terminó de escribir Enthusiasm, había descrito de forma
muy positiva a los primeros evangélicos. Después, tradujo la Biblia católica a un inglés más
accesible, con la esperanza de ¡inspirar un poco más de «entusiasmo» en los católicos!
Por otra parte, a medida que EEUU dejaba de ser una nación de colonizadores y
granjeros y ciudades pequeñas, una «religión del corazón» no era suficiente para responder
a los retos intelectuales que surgían en el siglo XIX, especialmente el darwinismo y la alta
critica. Más adelante, evangelistas como Dwight L. Moody y Billy Sunday intentaron
contrarrestar las nuevas ideas con gran fervor avivador. Pero su fervor adquirió un ribete
frágil, defensivo. Y cuanto más procuraban los cristianos fortalecer su fe con pura
intensidad emocional, tanto más se fue asemejando a una creencia irracional
perteneciente al nivel superior de la experiencia privada.
Incapaces de responder a las grandes cuestiones intelectuales de su tiempo, muchos
cristianos conservadores dieron la espalda a la cultura dominante y se refugiaron en una
mentalidad encastillada. Esto condujo a la era fundamentalista de principios del siglo XX,
cuando se adoptó el separatismo como estrategia positiva y el cristianismo quedó reducido a
la jerga de una subcultura diferente. «De ello resultó la cuasi abdicación de toda voz en el
mundo académico en un tiempo en que los fundamentos intelectuales del teísmo
judeocristiano eran cuestionados como nunca antes», escribe el historiador Joel Carpenter.
«Los líderes fundamentalistas fueron sorprendidos sin estar preparados para responder
a las críticas del naturalismo científico, ya se aplicara a la historia natural [darwinismo] o al
estudio de la Biblia [alta crítica]».
Esto no es pretender pasar por alto la enorme vitalidad del movimiento fundamentalista
y sus meritorios logros. En su celo por proteger las enseñanzas básicas de la ortodoxia
cristiana histórica, fundó gran número de escuelas, seminarios, programas de radio,
organizaciones juveniles, grupos de estudio bíblico, misiones, etcétera. Pero el
fundamentalismo tendió a distinguirse por una actitud defensiva desafiante contra la cultura
imperante.
El movimiento evangélico actual sigue derivando de la era fundamentalista, sigue
esforzándose por recuperar una comprensión más holística del Señorío de Cristo sobre toda
la vida y la cultura. En las últimas décadas, los evangélicos han ascendido en la escala social
y económica. Es más probable que nos hayamos educado y obtengamos sustanciosos
ingresos. Pero yo diría que en nuestras iglesias y ministerios para-eclesiales aún subsisten
muchos moldes básicos de tiempos pasados —la tendencia a definir la religión
principalmente en términos emocionales; la actitud anti-credo, anti-histórica, que ignora el
patrimonio teológico del pasado; la afirmación de la elección individual como determinante
último de la creencia; la concepción atomista de la iglesia como mera suma de individuos
que creen las mismas cosas; la preferencia del activismo social a la reflexión. Y sobre todo,
quizás, el mundo evangélico aún promueve un modelo de liderazgo de prestigio, de hombres
emprendedores y pragmáticos, que manipulan deliberadamente las emociones de sus oyentes,
que realzan sutilmente su propia imagen con anécdotas personales que redundan en su propio
beneficio, cuyo estilo de liderazgo en su propia congregación o ministerio para-eclesial tiende
a ser autoritario y dominante, que calculan el éxito en forma de resultados y están dispuestos
a emplear las últimas técnicas seculares para inflar los números.
A través de las lentes de la historia es posible ver estas pautas más claramente, lo que
ayuda a identificar su persistencia en nuestras iglesias y grupos para-eclesiales. «Hoy nos
quejamos del sistema de celebridad instaurado en el cristianismo, creyendo que fue
importado de la cultura de Hollywood», me dijo hace poco un estudiante universitario. «Pero
cuando miramos retrospectiva, históricamente, hallamos que el sistema estelar arrancó en
círculos cristianos». Exactamente. Sólo reconociendo la fuente de varias tendencias es
posible elaborar instrumentos para corregirlas. Es necesario diagnosticar la forma en que las
pautas históricas siguen conformando el modo de operar de nuestras iglesias y ministerios.
La historia ofrece un espejo para contemplar la forma actual de pensar y actuar.
EL AUGE DEL YO SOBERANO
La rama populista representa la forma evangélica dominante en los Estados Unidos de
la actualidad. «Hoy estamos iniciando un nuevo capítulo de la historia evangélica», escribió
Carpenter en 1997. «El movimiento pentecostal-carismático está reemplazando rápidamente
al fundamentalista-conservador como impulso evangélico más influyente». Por pentecostal-
carismático él quería decir populista, experiencial, anti-credo. Especialmente en algunas
mega-iglesias e iglesias abiertas a buscadores, el estilo de culto evangélico está siendo menos
doctrinal, más experiencial, más orientado a los gustos contemporáneos.
El estilo de culto está traspasando incluso los límites de la religión. “Ahora todos somos
evangélicos”, afirma en un libro reciente, provocador, el sociólogo Alan Wolfe, queriendo
decir que el modelo evangélico está predominando en todas las religiones de EEUU —patrón
que él define como “más personalizado e individualista, menos doctrinal y devocional”—.
El mundo evangélico está creciendo en “extensión teológica hasta el punto de la
incoherencia”, añade: podríamos incluso estar asistiendo a la “desaparición gradual de la
doctrina”.
Puede que este estilo no sea tan distintivamente cristiano como estadounidense, dice
Wolfe, en el sentido de que su individualismo y experiencialismo se alinean estrechamente
con el moderno ethos estadounidense. En muchas iglesias, el individuo de por sí, con su
Biblia, es considerado el núcleo de la vida cristiana. Una encuesta realizada mediada la
década de 1990, por el sociólogo Wade Clark Roof, descubrió que el 54 por ciento de los
cristianos evangélicos estaban convencidos de que “estar a solas meditando” es más
importante que «celebrar cultos conjuntos». Y más de la mitad asintieron que “las iglesias y
las sinagogas habían perdido la parte de la religión verdaderamente espiritual”. Roof
concluyó que la “auténtica historia de la vida religiosa estadounidense en este último medio
siglo es el unge de un nuevo yo soberano que define y establece límites al significado mismo
de lo divino”. Es decir, en vez de desafiar la noción de la autonomía del yo del liberalismo
moderno, los evangélicos tienden a reflejar el mismo tema en su lenguaje religioso.
Como Wolfe expone: “En todo aspecto de la vida religiosa estadounidense, la fe se ha
topado con la cultura, y la cultura ha prevalecido”. El mundo evangélico ha cedido en gran
medida a la división en dos niveles que troca la religión en un asunto de experiencia
individual, con escaso o ningún contenido cognitivo.
Si esperamos retener lo mejor de la herencia evangélica, debemos también evaluar
seriamente sus debilidades, y pedir sabiduría y fortaleza para llevar a cabo una reforma. Y
uno de los mejores lugares donde buscar ayuda es acudir a otros recursos dentro del propio
mundo evangélico —su rama más erudita—. En el siguiente capítulo conoceremos algunos
de los líderes intelectuales de la historia evangélica: maestros y profesores que trataron de
conformar el pensamiento de toda la nación desde sus cátedras en universidades y seminarios.
Para diagnosticar lo que sucedió a la mente evangélica, acerquémonos con más detalle a los
que hicieron todo lo posible por cultivarla. ¿Lograron desmantelar la división en dos niveles
de la verdad? ¿Qué recursos desarrollaron que nos puedan resultar hoy útiles para elaborar
una cosmovisión cristiana?
CAPÍTULO 11
LA VERDAD COMPARTIMENTADA DE
LOS EVANGÉLICOS
Las fuerzas religiosas aceptaron una división del trabajo; fueron obligadas a ello.
MARTIN MARTY
Hace varios años, se entabló una enconada controversia en las páginas de la revista
Christian Scholar’s Review en torno a la manera correcta de definir el movimiento evangélico.
¿Qué grupos están incluidos? ¿A quién se debería permitir exhibir la etiqueta?
Dos historiadores se enfrentaron, mientras otros vitoreaban al margen. En un bando
estaba Donald Dayton, quien rastreó la estirpe «metodista» de los evangélicos. Comenzando
con la Reforma, esta línea se extiende por el pietismo europeo, John Wesley en Inglaterra,
los Grandes Avivamientos en EEUU, Dwight L. Moody y Billy Graham —con un acento en
la conversión individual y en la experiencia subjetiva de la fe—. A estas alturas, usted
reconocerá este modelo: Dayton identificó el movimiento con la rama populista descrita en
los dos capítulos anteriores.
En el otro bando del debate periodístico se hallaba George Marsden, quien trazó el
linaje «presbiteriano» de los evangélicos. Comenzando con la Reforma, esta línea se
prolonga por la ortodoxia protestante, la antigua escuela presbiteriana, especialmente Charles
Hodge y B. B. Warfield en Princeton y J. Gresham Machen en el seminario de Westminster.
Esta línea se centró en la ortodoxia teológica y la autoridad bíblica.
CONSEJO ESCOCÉS
Para dar expresión filosófica a su fe, muchos evangélicos de los siglos XVIII y XIX
recurrieron a los servicios de una filosofía importada de Escocia denominada realismo del
Sentido Común, que fue inmensamente popular en todo el panorama intelectual de EEUU
por esa época. Fue abrazada tanto por los partidarios como por los detractores de los
Avivamientos. Fue incluso adoptada por deístas (que negaban los elementos sobrenaturales
en la biblia) como Thomas Jefferson. “La Ilustración escocesa fue probablemente la tradición
más influyente en la Ilustración estadounidense”, concluye un relato. El realismo del Sentido
Común ha sido incluso llamado “filosofía oficial de los EEUU del siglo XIX”.
Si ésta fue nada menos que la “cosmovisión evangélica” por un dilatado periodo.
ciertamente deberíamos conocerla mejor. ¿En qué consistió esta filosofía y por qué fue tan
popular?
El realismo del Sentido Común fue elaborado por el filósofo escocés Thomas Reíd para
responder al escepticismo radical de un conciudadano escocés, David Hume (comentado
brevemente en el capítulo 3). De hecho, el escepticismo de Hume fue tan radical que
Emmanuel Kant exclamó en una frase célebre que le despertó de su «sueño dogmático».
Dorio visto, también despertó a Reíd, porque dedicó su tarea filosófica a refutar a Hume y a
formular una nueva base para el conocimiento. La manera de evitar el escepticismo, propuso
Reid, es darse cuenta de que algún conocimiento es «manifiesto» —es decir, nos es impuesto
simplemente por la manera en que la naturaleza humana ha sido constituida—. En
consecuencia, nadie lo duda ni lo niega. Forma parte de la experiencia inmediata, innegable.
Por ejemplo, nadie duda realmente de su propia existencia (al menos, en la práctica).
Nadie duda de que el mundo material es real (todos miramos a ambos lados de la calle antes
de cruzarla). Ni dudamos de experiencias internas como los recuerdos o el dolor (Si digo que
tengo dolor de cabeza, nadie me pregunta ¿cómo lo sabes?) Si alguien niega estos hechos
básicos, le llamamos demente —o filósofo—. Pero aun los filósofos sólo los niegan
teóricamente: El propio Hume dijo que, después de arribar, siguiendo el curso de su
razonamiento, al escepticismo radical en la soledad de su estudio, se aclaraba la mente
jugando una buena partida de backgammon con sus amigos.
En la vida práctica, todo el mundo se ve obligado a tomar por sentado muchas
proposiciones útiles. Como dice Reid: “El estadista sigue laborando fatigosamente, el
soldado luchando, y el comerciante exportando e importando, sin dejarse influir en absoluto
por las demostraciones que se les ofrece en contra de la existencia de esas cosas en las que
tan seriamente se emplean».
La alegación medular del realismo del Sentido Común fue que estas verdades
innegables o manifiestas de la experiencia proporcionan un fundamento firme sobre el que
construir todo el edificio del conocimiento —como el cimiento de una casa—. (Por «sentido
común», Reid no quiso decir practicidad o gramática parda, como se suele expresar, sino esas
verdades conocidas por la experiencia humana universal —común a toda la humanidad—).
Muchos pensadores del siglo XIX incluyeron entre las verdades evidentes las enseñanzas
básicas del cristianismo, como la existencia de Dios, su bondad y su creación del mundo. La
gente razonable asumía la evidencia de todas estas cosas.
Habiendo establecido un fundamento de verdades incontrovertibles, ¿cómo edificó el
realismo del Sentido Común el tejado de la casa? Para esta tarea, Reid recomendó la obra de
Francis Bacon, pensador del siglo XVII a quien se suele atribuir el establecimiento del
método científico inductivo. Otras épocas erraron en los caminos de la ciencia, había dicho
Bacon, por deducir sus ideas de la naturaleza a partir de especulaciones metafísicas. La
ciencia genuina no debe arrancar de la filosofía, sino de los hechos, y después razonar
estrictamente por inducción. «Enseñada por Lord Bacon», escribió Reid, la gente por fin fue
liberada de la rutina del método “deductivo” medieval y encauzada por el camino del
conocimiento de las obras de la naturaleza».
A una amplia variedad de estadounidenses, la vinculación del realismo del Sentido
Común con la inducción baconiana les pareció una combinación imbatible para oponerse al
escepticismo de Hume y otros filósofos radicales de la Ilustración. Bien pronto fue aplicado
prácticamente a todo campo de pensamiento: ciencia, filosofía política, teoría moral, e
incluso interpretación bíblica (hermenéutica). Su idea central fue, asimismo, entronizada en
la Declaración de Independencia: «Sostenemos que estas verdades son evidentes en sí
mismas». ¿De donde procede la idea de que las verdades son evidentes en sí mismas? Del
realismo del Sentido Común.
Para evaluar estas ideas, centrémonos en cómo se aplicó el método baconiano a los
estudios bíblicos y a varias otras disciplinas. Luego retrocederemos para obtener una
perspectiva más amplia del realismo del Sentido Común como un todo, centrándonos en
cómo lo han continuado desarrollando los cristianos hasta el día de hoy. No intentaré en
modo alguno ofrecer una descripción exhaustiva de estas ideas o de las figuras que las
plantearon. Nos proponemos esbozar las pautas clave que contribuyeron al declive de la
mente evangélica, para gestionar mejor cómo provocar un avivamiento intelectual en
nuestros días.
LA CIENCIA DE LA ESCRITURA
¿Qué significaron las ideas de Bacon aplicadas a la interpretación bíblica? Para Bacon,
en el albor de la revolución científica, el principal enemigo había sido la filosofía aristotélica.
Por eso empezó despejando el camino, liberando a la mente de toda especulación metafísica
y toda noción de verdad heredada y toda superstición acumulada a lo largo de los tiempos.
«Con mentes limpias de opiniones» (en sus propias palabras), hemos de sentarnos delante de
los hechos «como niños pequeños», dejar que éstos hablen por sí mismos, y después,
compilarlos inductivamente para formar un sistema.
La misma noción de que los hechos pueden «hablar por sí mismos» provocaría que los
filósofos contemporáneos parlotearan acerca de cambios de paradigma y marcos
conceptuales. Sin embargo, este enfoque positivista del conocimiento llegó a ser un ideal
poderoso prácticamente para todos los pensadores ilustrados. Aplicado a la interpretación
bíblica, el método baconiano estipulaba que el primer paso debía desembarazar la mente de
toda formulación teológica histórica (calvinista, luterana, anglicana, o cualquiera que fuese).
Con mentes lavadas y aclaradas de meras especulaciones humanas, había que abordar el texto
bíblico como una colección de «hechos» que hablan por sí mismos, y a partir de ahí, compilar
versículos individuales inductivamente hasta formar un sistema teológico. Las afirmaciones
de las Escrituras se abordarían exactamente como los hechos naturales, pues eran del mismo
modo cognoscibles.
Entre los más influyentes en abrazar el método baconiano estuvo la Antigua Escuela
Presbiteriana de Princeton. Por ejemplo, James Alexander dijo que «el teólogo debía
proceder en su investigación precisamente como el químico o el botánico: observando el
método de Bacon». Charles Hodge llegó a comparar las proposiciones bíblicas con los
«océanos, continentes, islas, montañas y ríos» estudiados por la geografía. Por eso pudo
decir: «La Biblia es para el teólogo lo que la naturaleza es para el hombre de ciencia: su
almacén de hechos».
Es importante tener en cuenta que el término ciencia no había aún adquirido el sentido
estrecho, especializado, que tiene hoy. Significaba más bien cualquier forma de conocimiento
sistematizado (sciencia: en latín, conocimiento), de modo que el término se aplicaba también
a asuntos como la política, la moral y la teología («la reina de las ciencias»). Esto explica por
qué tantos clérigos de la época asumieran que un método científico como el de Bacon podía
ser aplicado a la teología. No significaba necesariamente que se vendieran al cientifismo,
como algunos críticos han sugerido.
Significaba más bien que intentaban responder al desafío de la ciencia moderna en parte
arguyendo que la teología seguía el mismo método inductivo. Es decir, intentaban cooperar
con la Ilustración. Después de la Revolución Estadounidense, todas las autoridades
tradicionales y heredadas habían caído en el desprestigio y eran tildadas de «tiranas» y
«opresoras». La única autoridad pública creíble a la que uno podía apelar era la ciencia,
porque, al menos idealmente, ésta era democrática. Observando el método científico, uno no
se inclinaba ante ninguna autoridad establecida; cada individuo podía examinar la evidencia
y decidir por sí mismo. Aplicado a la teología, el método baconiano sostenía que la Biblia
era accesible a todo aquel que se preocupara de examinar sus «hechos» —idea atractiva para
una cultura democrática recién estrenada.
Pero quizás, lo más grave fue la aversión baconiana contra la historia: su rechazo de
los credos y confesiones que habían sido forjados por la iglesia a lo largo de los siglos.
Cuando Campbell exhortó a los creyentes a quitarse las «gafas de color» y leer las Escrituras
«como si nadie las hubiera leído», en realidad estaba sugiriendo que cada individuo tenía que
empezar desde cero para averiguar lo que enseña la Biblia. Pero recapacite en esto: significa
que la iglesia pierde la sabiduría de los preclaros intelectos que han desfilado a través de su
historia: Agustín, Aquino, Lutero, Calvino. Al adoptar el método baconiano, muchos
evangélicos estadounidenses perdieron el patrimonio intelectual de dos milenios de reflexión
teológica. Como notamos en el capítulo anterior, la idea de que una sola generación puede
rechazar frontalmente toda la historia cristiana y comenzar de nuevo está condenada a la
superficialidad teológica. El mismo lenguaje y conceptos que hoy están en vigor —como la
Trinidad o la justificación— fueron definidos y desarrollados a lo largo de siglos de
controversia y lucha contra la herejía, y a menos que conozcamos algo de esa historia no
conoceremos realmente el sentido de los términos que estamos usando.
Además, en nuestro propio tiempo, con una percepción más aguda del contexto
histórico del conocimiento, reconocemos que no es realista pensar que la gente sea capaz de
acercarse a la Escritura con mentes limpias, como pizarras en blanco. Es probable que los
que pretenden echar el pasado por la borda avalen simplemente sus prejuicios y preconceptos
actuales como verdad incuestionable. Pierden la distancia crítica que ofrece el contraste de
sus ideas con las de los eruditos cristianos en una amplia variedad de culturas y periodos
históricos. En vez de lograr ver más lejos, encaramados a hombros de gigantes, se limitan a
lo que son capaces de vislumbrar desde su estrecha perspectiva limitada a una pequeña franja
de historia.
Por eso C. S. Lewis instó a los cristianos a leer «libros antiguos», no sólo
contemporáneos. Resulta difícil no dejarse engañar por los prejuicios de nuestro tiempo,
escribió, a menos que tengamos acceso a otra perspectiva —la que proporcionan los libros
antiguos—Las grandes figuras de la historia de la iglesia son nuestros hermanos y hermanas
en el Señor, miembros del Cuerpo de Cristo extendido a través de los tiempos, y podemos
aprender mucho afilando la mente en los problemas contra los que ellos forcejearon y las
soluciones que ofrecieron.
¿SOLA SCRIPTURA?
A primera vista, podrá parecer que los evangélicos del siglo XIX sólo seguían el
principio de la Reforma de sola Scriptura. Pero no fue así: su individualismo anti-históríco
distó mucho del sentido que la Reforma dio a la frase. A pesar de su insistencia en que la
Biblia era clara para todos, los reformadores mantuvieron su lealtad a los credos ecuménicos
y concilios de la iglesia de los primeros cinco siglos (incluidos el Credo de los apóstoles, el
Credo de Nicea, el Credo de Atanasio, y los concilios de Calcedonia, Orange y
Constantinopla), donde doctrinas fundamentales como la Trinidad y la deidad de Cristo
fueron debatidas y definidas. Además, después de su ruptura con Roma, los reformadores y
sus seguidores se pusieron diligentemente a trabajar escribiendo sus propias confesiones y
catecismos (incluidos la Confesión de Augsburgo, la Confesión de Westminster, la
Confesión de Bélgica, el Catecismo Luterano y el Catecismo de Heidelberg). Para los
reformadores, sola Scriptura significaba que la Escritura era la autoridad definitiva, pero
obviamente, no supuso un rechazo radical de la historia ni de las declaraciones corporativas
de la fe.
Tampoco negaron los reformadores la importancia del estudio teológico o la autoridad
natural de la erudición y el aprendizaje. A los igualitarios radicales de su tiempo, Lutero
respondió sarcásticamente que a partir de la sola Escritura podría probarse cualquier cosa:
«Ahora sé que basta mezclar muchos pasajes sin orden ni concierto, encajen o no», dijo: «Si
esta es la manera de proceder, ciertamente podría probar basándome en la Escritura que la
cerveza Rastrum es mejor que el vino Malmsey». Del mismo modo, Juan Calvino se opuso
a la idea de que la lectura bíblica privada de un lector fuera tan válida como la de otro:
“Reconozco que la Escritura es una rica e inagotable fuente de sabiduría; pero niego que su
fertilidad consista en los diversos significados que un hombre a su capricho le pueda asignar.
DOBLEZ DE ÁNIMO
Aplicado a otros campos, el método baconiano condujo a resultados aún más
perniciosos. Su primer efecto fue reforzar la división de la verdad en dos niveles,
promoviendo una especie de naturalismo metodológico en el nivel inferior. Al prometer que
el conocimiento se podía basar en hechos empíricos, no filtrados a través de una rejilla
religiosa o filosófica, el método baconiano persuadió a los cristianos a dar de lado su propia
armazón religiosa. Al mismo tiempo, permitió que marcos filosóficos extraños, como el
naturalismo o el empirismo, fueran introducidos bajo la pancarta de «objetividad» y “libre
investigación”. Insistiendo en que la ciencia operaba sin ningún marco filosófico, el
baconismo desarmó a los evangélicos tapándoles los ojos a estos nuevos esquemas anti-
cristianos... hasta que fue demasiado tarde.
He aquí otra manera de describir el proceso: el baconismo expulsó la perspectiva
cristiana del nivel inferior, en donde se tratan materias como la ciencia y la historia y la
empujó al nivel superior. El ideal baconiano del conocimiento neutro, por lo que respecta a
la religión, hizo a los creyentes sentir que era ilegal llevar su fe a la clase o al laboratorio,
porque eso significaba que tenían prejuicios. Para ser objetivos e imparciales, había que
afrontar el mundo como si fuera un sistema naturalista conocido por estrictos métodos
empíricos. El balance final fue que la religión quedó relegada al nivel superior, mientras se
daba rienda suelta al naturalismo metodológico en el nivel inferior.
Matemático celestial
El mismo proceso de secularización se iba fraguando aceleradamente en las ciencias
naturales. Desde que Isaac Newton estableciera la física clásica, la ciencia parecía ir creando
una imagen del universo cual gigantesco reloj al que se había dado cuerda al principio, pero
a partir de entonces, funcionaba movido por fuerzas mecanicistas. Inevitablemente, surgió la
tensión entre este modelo mecanicista del universo que representaba a Dios como una especie
de matemático celestial, y la creencia en un Dios personal que supervisa amorosamente todo
acontecer por su providencia directa. Si todos los fenómenos físicos podían ser explicados
por la ley natural, ¿qué espacio quedaba para la causalidad divina? Era como si el mundo
natural operara autónomamente obedeciendo a leyes naturales inherentes conocidas por la
ciencia (nivel inferior), mientras el mundo sobrenatural se reducía al ámbito invisible del
espíritu, sólo conocido por la religión (nivel superior).
Fruto de ello fue lo que un historiador llama «concepción esquizofrénica de Dios». Por
una parte, «la seguridad intelectual procedía del Ingeniero Divino», pero, por otra, «La
experiencia religiosa personal presuponía el Padre Celestial». Con todo, la relación entre ellas
distaba de ser equilibrada, ya que la ciencia había sido definida como única fuente de
conocimiento genuino, lo que significa que la religión era relegada a sentimientos subjetivos.
Y así, a medida que la ciencia fue progresando poco a poco, «el Dios personal se retiró a un
mundo espiritual impalpable».
En resumidas cuentas, se abrió un abismo en la mente de los creyentes. Muchos se
esforzaron por mantener los niveles superior e inferior conectados, insistiendo en que, al final,
seria patente que los dos ámbitos eran complementarios —que el conocimiento científico
armonizaría con las enseñanzas bíblicas—. El argumento del designio fue inmensamente
popular durante este periodo, especialmente la analogía de William Paley de que el universo
es como un reloj muy preciso, que, por lo tanto, exige un relojero. Sin embargo, esto no
impidió que el cristianismo quedara reducido finalmente a poco más que una bendición
ceremonial pronunciada sobre el fruto de la ciencia. Al final de su investigación, el científico
típico concluía con un broche, alabando a Dios por su sabio y benevolente designio; pero
negaba que los principios bíblicos fueran fundamentales para hacer posible la ciencia, o que
jugaran ningún rol como creencias de control para guiar su labor científica.
«Para fines del siglo XVIII casi todos los protestantes estadounidenses habían adoptado
esta cosmovisión de dos categorías, fundada en una epistemología empirista, con las leyes de
la naturaleza abajo, sustentando la creencia sobrenatural arriba», escribe George Marsden.
Los cristianos abordaban campos fuera de la teología como disciplinas esencialmente
autónomas, que operaban sujetas a la metodología de ciencia «sin valores». Esto se reflejó
en la creciente especialización del currículo universitario, de manera que cuando el Duque
de Argyll pronunció su alocución inaugural como canciller de la Universidad de St. Andrews
en 1852, advirtió que la teología ya no proporcionaba una unidad integrada de conocimiento:
«Se ha declarado una separación absoluta entre la ciencia y la religión; y el teólogo y el
científico han entablado una especie de acuerdo tácito: que cada uno quede libre y sin
impedimento del otro dentro de su propia esfera y provincia». Esto constituyó un hecho muy
peligroso, advirtió él, ya que, si no se reconoce el significado verdadero de la naturaleza y de
la historia, «se inventará uno falso».
Precisamente. Si una filosofía cristiana no proporciona creencias de control a la ciencia,
filosofías falsas ocuparan el vacío —el naturalismo y el materialismo—. La pretensión de la
Ilustración de que la ciencia puede operar sin premisas filosóficas demostró, en última
instancia, ser una excusa para descartar las premisas cristianas y al mismo tiempo introducir
clandestinamente otras naturalistas. Como escribe Marsden, el ideal de la “libre investigación”
pasó a ser mera táctica para demoler la religión tradicional, mientras que la ciencia fue
elevada a “nueva ortodoxia”.
Religión a un Lado
A medida que fue avanzado el siglo XIX, el esquema baconiano de doble nivel se filtró
del ámbito de las ideas abstractas y se manifestó en la estructura institucional de la
universidad. Universidades que habían sido fundadas como escuelas cristianas: Harvard,
Princeton y Yale, empezaron a alojar, o más bien desalojar, la teología en un departamento
separado, no permitiéndola calar en ninguna parte del currículo. La religión pasó a ser una
actividad extracurricular que los estudiantes profesaban aparte, en su tiempo privado —como
visitar la capilla o participar en reuniones de grupos estudiantiles cristianos—. La división
de lo público y lo privado empezó a formar parte de la estructura institucional: la religión se
extirpó de un programa que enseñaba conocimiento público y fue relegada a la esfera privada
de la experiencia subjetiva.
En el currículo, la religión fue sustituida por las humanidades, que debían llenar el
vacío ocupándose de importantes cuestiones de sentido, moral y vida espiritual. Pero las
humanidades se mantuvieron rigurosamente en el nivel superior, dejando el nivel inferior a
la ciencia. En 1906 Daniel Coit Gilman, primer presidente de la Universidad Johns Hopkins,
escribió: «Aunque la vieja línea divisoria entre las ciencias y las humanidades pueda ser
invisible, como el ecuador, su existencia es igualmente real». La diferencia entre ellas, dijo,
es que la ciencia «es verdadera en todo lugar y en todo momento», mientras que las
humanidades dependen de «las preferencias estéticas, tradiciones intelectuales y fe religiosa».
Tenga en cuenta que por ese tiempo Gilman asumía sin más la separación hecho/valor: La
ciencia es universalmente verdadera, pero las humanidades son cuestión de preferencias,
tradiciones y fe.
La división de la verdad en dos niveles empezó a ser internalizada también por los
individuos. Como el mundo del intelecto se había secularizado y divorciado de la experiencia
espiritual, los cristianos empezaron a hablar de cisma entre la cabeza y el corazón. Un hombre
se pronunció en nombre de mucha gente instruida en 1817 cuando dijo: «Soy pagano en mi
mente y cristiano con todo mi corazón».
Fue absolutamente trágico que los propios cristianos fueran en parte responsables de la
privatización de la religión, al aceptar la definición baconiana de ciencia como neutra
respecto a la religión. El movimiento evangélico propició una división, dice el historiador
Douglas Sloan, entre «una experiencia emocional de conversión como corazón de la religión»
(nivel superior) y «una razón estrecha, técnica y utilitaria para tratar con este mundo» (nivel
inferior).
Es decir, para las cosas de este mundo, adoptaron una forma de naturalismo
metodológico que acabaría abriendo la puerta al naturalismo metafísico. Al fin y al cabo, si
uno puede interpretar el mundo perfectamente sin remitirse a Dios, su existencia es una
hipótesis superflua, y gente intelectualmente honesta y audaz la tirará por la borda.
Históricamente, eso es exactamente lo que ha sucedido: «La definición naturalista de la
ciencia», escribe Marsden, «fue transformada de una metodología a una cosmovisión
académica dominante».
Para llevar a cabo una restauración de la mente cristiana, haríamos bien en seguir las
huellas del movimiento del Designio Inteligente y desafiar el modelo de conocimiento
baconiano neutro, o autónomo, en todos los campos. Hemos de rechazar la suposición de que
abrazar creencias cristianas nos descalifica como -tendenciosos-, mientras que los
naturalistas filosóficos obtienen pase gratuito presentando su postura como «imparcial» y
«racional». Y, sobre todo, es menester rescatar al cristianismo de la división en dos planos
que lo ha reducido a experiencia privada en el nivel superior, y restaurarlo al estatus de verdad
objetiva.
REID Y ROMANOS I
¿Cuál es el legado del realismo escocés para nuestro tiempo? Los críticos afirman que
fomentó una especie de pereza intelectual entre los evangélicos del siglo XIX,
interrumpiendo una minuciosa reflexión teórica. Pareció implicar que no necesitaban invertir
en la dura tarea de defender sus creencias básicas, porque, en definitiva, eran innegables y
evidentes en sí mismas. «Durante buena parte de la historia de EEUU», escribe Noll, «los
evangélicos negaron que sostenían una filosofía. Sólo iban en pos del sentido común». Y lo
que es peor, incluyeron en esa categoría un buen número de proposiciones teológicas que,
para una generación posterior, no serían tan evidentes —creencias que precisaban ser muy
defendidas en un nuevo clima intelectual mucho más hostil.
Con todo, la filosofía del Sentido Común ha seguido teniendo notable vitalidad y ha
disfrutado un resurgir en nuestros propios días, especialmente entre los pensadores
reformados. Desde fines del siglo XIX, han fluido esencialmente dos corrientes principales
en el pensamiento reformado. El realismo del Sentido Común pertenece a la tradición
reformada escocesa. Promovió una forma palmaria de apologética, enfatizando verdades
cognoscibles tanto por el creyente como por el no creyente, que funciona como terreno de
prueba para evaluar cosmovisiones rivales. Otra corriente posterior es la tradición reformada
finlandesa, que abanderó el neo-calvinismo de Abraham Kuyper y Herman Dooyeweerd.
Fomentó una forma apologética de presuposiciones que enfatizaba el impacto formativo de
las cosmovisiones y la necesidad de evaluarlas como todos unificados, comenzando por los
postulados y siguiendo hasta sus conclusiones lógicas. «En casi todos los campos hoy»,
señala Marsden, «los eruditos evangélicos están básicamente divididos en [estos] dos bandos,
con algunos híbridos intermedios».
Francis Schaeffer propuso un híbrido mostrando que los elementos de la evidencia y la
presuposición pueden actuar realmente en tándem en la práctica evangélica. Su método
demostró ser notablemente eficaz para toda una generación de jóvenes. Yo personalmente lo
hallé persuasivo hace muchos años cuando llamé a la puerta de L’Abri como no creyente. Y
aun hoy, cuando doy mi testimonio en público, invariablemente, media docena de personas
se acercan, acto seguido, con sus propios relatos de cómo el ministerio y los escritos de
Schaeffer les guiaron a la conversión, o les ayudaron a salir de una crisis de fe. Analicemos
más detenidamente su método híbrido para ver cómo elaboró una apologética que sigue
siendo relevante y viable en el presente.
Por una parte, Schaeffer reconoció el postulado básico del realismo del Sentido Común
del que todo el mundo tiene conocimiento pre-teórico por experiencia directa. Todos somos
creados a imagen de Dios, vivimos en su universo y somos sostenidos por su gracia común,
y, por tanto, compartimos ciertas experiencias universales, perspectivas y formas de pensar.
Las verdades más básicas son las del sentido común —la percepción fundamental de
identidad personal, el bien y el mal, las reglas de la lógica y demás.
No obstante, estas verdades no se interpretan a sí mismas. Sólo son datos que deben
ser explicados y justificados por un sistema meta físico general. Por otra parte, Schaeffer
concordó con el neo-calvinismo en que incluso nuestras creencias básicas deben ser
interpretadas dentro de un marco cristiano. Cuando se habla con no creyentes, conviene tener
como objetivo mostrarles que el cristianismo es el único sistema teórico que explica las
verdades que conocemos por experiencia pre-teórica. Toda verdad es verdad de Dios,
dondequiera que se encuentre, como hace tanto tiempo declararon los padres de la iglesia;
pero esas verdades sólo tienen sentido dentro de una cosmovisión cristiana.
Este enfoque se basa en Romanos 1:19-20. El pasaje comienza afirmando que todos
tenemos un conocimiento genuino de Dios a través del mundo que Él ha creado: “Porque lo
que de Dios se conoce les es manifiesto, pues Dios se lo manifestó. Porque todas las cosas
invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del
mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa”. Es
decir, las experiencias más generales e ineludibles de la naturaleza humana y de un universo
ordenado y hermoso proporcionan abundantes argumentos para creer en Dios. ¿Por qué?
Porque sólo su revelación explica esas experiencias.
Los no creyentes intentan «suprimir» el conocimiento de Dios, sigue diciendo la
epístola a los Romanos, inventando toda clase de explicaciones alternativas del mundo. Pero
ninguna de esas explicaciones es adecuada, y, en consecuencia, en algún punto, la explicación
que da el no creyente del mundo será contradicha por su experiencia vivida. Esto debería
decirle algo. El «no tener excusa» (v. 20) significa literalmente «no tener apologética». La
tarea de la evangelización comienza ayudando al no creyente a afrontar directamente las
incoherencias entre las creencias que profesa y su experiencia real. Como explica el filósofo
Roy Clouser, una cosmovisión ha de someterse a una prueba que demuestre «que es capaz
de explicar ciertos datos de forma absolutamente coherente desde su propia perspectiva».
Después de mostrar que la cosmovisión del no creyente no puede dar «ninguna explicación
plausible» de los datos de la experiencia, podremos presentar el cristianismo como la única
cosmovisión que responde de manera lógica y coherente.
O, invirtiendo el argumento, deseamos ayudar a la gente a ver que, si su cosmovisión
contraviene la experiencia del sentido común, no puede ser verdadera. Como expone
Dooyeweerd, la experiencia es «un dato pre-teórico» y «toda teoría filosófica de la
experiencia humana que no pueda dar cuenta de este dato de manera satisfactoria debe ser
errónea». Usando la colorida frase de Reid, es locura metafísica.
Colores y formas
¿Qué ejemplos prácticos se pueden usar para desarrollar este hilo argumental en
apologética? El realismo del Sentido Común señala que nadie puede realmente negar el
testimonio de los sentidos. Para poder funcionar en el mundo, hemos de tener una confianza
básica en las cosas que vemos y oímos. La empresa científica en su conjunto se basa en la
fiabilidad de los datos sensoriales y se hundiría sin la seguridad de que nuestras sensaciones
nos proporcionan una imagen fiable de la realidad. No obstante, ¿cómo sabemos que las
imágenes o impresiones que captan nuestros sentidos se corresponden con el mundo real? La
falla fatal de cualquier filosofía empirista es que no es posible abandonar nuestras
sensaciones y obtener una posición ventajosa independiente, desde la que contrastar los datos
sensoriales con el mundo exterior. ¿Cómo entonces podremos aplicar la credibilidad de
nuestros sentidos?
La única base adecuada para confiar es la enseñanza bíblica de que hay un Creador que
diseñó nuestras capacidades mentales para funcionar de manera fiable en el mundo que Él
creó. La doctrina de la creación es La garantía epistemológica de que la constitución de
nuestras facultades humanas concuerda con la estructura del mundo físico. Como escribe
Alvin Plantinga, forma parte del «designio humano» confiar en las percepciones de nuestros
sentidos. Cuando nuestras facultades perceptivas funcionan correctamente, y en el medio
para el que fueron creadas, confiamos naturalmente en que los colores y formas que
percibimos representan objetos concretos del mundo real.
Udo Middelmann (yerno de Schaeffer) usa una frase elocuente para explicar por qué
los cristianos pueden tener confianza epistemológica: “Porque Dios nos creó a su imagen,
para funcionar en su mundo, por eso hay «concatenación de categorías» entre la mente de
Dios, las nuestras y la estructura del mundo”.
El concepto de creación o designio es la premisa crucial que los creyentes del siglo
XIX pasaron por alto cuando pensaron que las ciencias podían proceder sin supuestos
distintivamente cristianos. Aparte de la doctrina de la creación o el designio, no hay base
para confiar que las ideas de mi mente tienen correlación alguna con el mundo exterior. Si la
mente humana resulta de una serie de sucesos ocurridos por azar, preservados por la selección
natural, no hay base para confiar en nuestras ideas. Recuerde la «horrenda duda» de Darwin
sobre si se puede confiar en la mente humana, si fuera producto de la evolución (capitulo 8).
El no creyente que va en pos de su investigación no tiene más alternativa que confiar en sus
sentidos, como todo el mundo; pero carece de base filosófica para hacerlo. Es inconsecuente
con su propia cosmovisión.
¿Solo un hábito?
Veamos otro ejemplo. Nadie puede funcionar en la vida diaria sin dar por sentadas
pautas regulares de causa y efecto. Todas nuestras acciones se basan en la convicción de que,
si realizamos la acción A, obtendremos el efecto B. Ponemos alimento en el horno y
esperamos que se ase. Echamos combustible en el automóvil y esperamos que éste corra.
Asimismo, la ciencia depende de la realidad de un orden constante en la naturaleza. «La
creencia en el carácter absoluto de las leyes de la naturaleza es un aspecto profundamente
arraigado en la cultura científica», escribe un astrofísico. «Para hacer ciencia, uno tiene que
tener fe en algo sacrosanto y completamente digno de confianza».
Con todo, los escépticos arguyen que la creencia en la causalidad es solamente un
hábito resultante del flujo de impresiones sensoriales en la cabeza. Cuando percibimos el
evento A seguido del evento B, con el paso del tiempo, esperamos que ese patrón se mantenga.
Sin embargo, no hay base real para tal esperanza porque no podemos saber si la naturaleza
tiene algún plan u orden que justifique nuestro pensamiento. Si el universo es un producto
del azar no hay garantía de que el sol salga mañana, o de que ninguna de las regularidades
que hoy constatamos permanezca estable en el futuro.
Hume enuncia el problema en un pasaje famoso: «El pan que antes comí, me alimentó...
pero de ahí no se sigue que el pan que vaya a comer en el futuro me vaya también a alimentar».
Es decir, el simple hecho de que en el pasado uno siempre haya experimentado que el pan le
alimenta, o que el sol nace, o que el fuego arde, no le da pie para proyectar el mismo patrón
en el futuro. La tendencia a pensar inductivamente, afirma Hume, no tiene más fundamento
que la «costumbre» y el «hábito». Carece de justificación racional.
La ciencia ofrece fórmulas matemáticas para expresar las relaciones causa y efecto en
la naturaleza, pero esto sólo agudiza el dilema. Porque si el universo evolucionó impulsado
por fuerzas ciegas, materiales, que actuaron al azar, ¿por qué habría de encajar de manera tan
perfecta en las fórmulas matemáticas que inventa la mente? En suma, ¿Por qué funcionan las
matemáticas? En un famoso ensayo titulado «La irrazonable eficacia de las matemáticas en
las ciencias naturales», Eugene Wigner dice que el hecho de que las matemáticas describan
tan bien el mundo «es algo que raya en lo misterioso». A decir verdad, «no hay explicación
racional que lo aclare».
Es decir, no hay explicación dentro del materialismo científico. Pero dentro de la
cosmovisión cristiana hay una explicación perfectamente racional: a saber, que un Dios
razonable creó el mundo para operar según una progresión ordenada de eventos. Esta fue la
convicción que inspiró a los primeros científicos modernos, dice el historiador Morris Kline:
«Los primeros matemáticos estaban seguros de la existencia de leyes matemáticas
subyacentes a los fenómenos naturales e insistieron en buscarlas porque estaban
convencidos a priori de que Dios las había incorporado en la estructura del universo».
Del mismo modo, fue Dios quien dio a los seres humanos la capacidad de descubrir ese
orden en la naturaleza. Nuestra tendencia instintiva a predecir el futuro basándonos en el
pasado forma parte del «designio humano». Para poder funcionar en el mundo, el no creyente
no tiene más opción que razonar inductivamente, pero su cosmovisión no le da pie para creer
en la regularidad de causas y efectos. Para vivir en el mundo real, él tiene que ser
inconsecuente con su cosmovisión
¿Mera química?
Ciertamente una de las características principales de la naturaleza humana es la
capacidad de cultivar relaciones de amor y abnegación. Los niños pequeños privados de amor
no son felices. Sin embargo, los reduccionistas anuncian que los sentimientos de “amor” son
sólo efecto de reacciones químicas en el cerebro —o, como explica la ciencia cognitiva, una
ilusión causada por configuraciones de actividad neuronal.
Los psicólogos evolutivos (como vimos en el capítulo 7) afirman que la conducta
altruista es sólo una estrategia calculada de ayuda a otros para que ellos a su vez nos ayuden
a nosotros. Lo uno por lo otro. Es una estrategia de “altruismo reciproco”, programada en
nuestros genes por la selección natural a fin de llevarnos bien y sobrevivir mejor. No obstante,
sería más honesto llamar a esto «pseudo-altruismo» (como hace Daniel Dennett), porque
supone asumir que los individuos practican la cooperación y el autocontrol sólo cuando
conviene a sus intereses más amplios. Toda buena acción es en última instancia egoísta.
¿Qué hacen esos mismos científicos cuando se despojan de sus batas de laboratorio y
se encierran en casa con su familia? ¿Hacen gala del mismo escepticismo para expresar su
amor a su esposa y sus hijos? Si participan de las emociones comunes del género humano se
ven forzados a vivir incongruentemente con la filosofía que han abrazado profesionalmente.
La única cosmovisión que alienta las más altas aspiraciones del corazón humano es el
cristianismo. Proporciona una base para creer que el amor es real y genuino porque fuimos
creados por un Dios cuyo carácter es amor. La Biblia enseña que ha habido amor y
comunicación entre los miembros de la Trinidad desde toda la eternidad. El amor no es una
ilusión creada por los genes para asegurar nuestra supervivencia evolutiva, sino un aspecto
de la naturaleza humana que refleja el tejido fundamental de la realidad última. Además, si
uno se somete al plan divino de salvación y viene a ser su hijo, tiene ante sí la asombrosa
posibilidad de participar en ese amor eterno.
MINISTRO DE DESINFORMACIÓN
El principio que rige en todos estos ejemplos es que, por una parte, el realismo del
Sentido Común defendió acertadamente las experiencias humanas universales e innegables.
La naturaleza humana está constituida de tal manera que no podemos dejar de funcionar
como si los sentidos no fuesen fidedignos, que las relaciones causa y efecto son reales, que
tenemos una personalidad consciente, etcétera. Tanto el creyente como el no creyente fueron
creados a imagen de Dios, para vivir en su universo, sustentados por la común gracia divina,
de manera que todos compartimos ciertas experiencias fundamentales. Llueve igualmente
sobre los justos y los injustos.
Pero las verdades de la experiencia no son auto-explicativas. Sólo constituyen los datos
que reclaman ser interpretados dentro de una cosmovisión global. ¿Cómo es que los pedazos
de materia que forman nuestros cuerpos tienen conciencia y son capaces de navegar por el
mundo tan efectivamente? ¿Por qué somos capaces de construir sociedades con cierta medida
de justicia y compasión? Mientras escribo estas líneas, la NASA acaba de enviar fotografías
maravillosas de la superficie de Marte. ¿Cómo es posible que los seres humanos calculen la
trayectoria y envíen una nave espacial a otro planeta? ¿Qué clase de mundo permite estos
fascinantes logros? Como cristianos afirmamos que sólo una cosmovisión cimentada en la
Biblia ofrece una explicación completa y coherente de por qué somos capaces de conocer
verdades científicas, morales y matemáticas. El cristianismo es la clave que encaja en la
cerradura del universo.
Además, dado que todas las demás cosmovisiones son llaves falsas, podemos estar
plenamente seguros, cuando hablamos con no creyentes, de que ellos mismos saben cosas
que su propia cosmovisión no explica —cualesquiera que ellas sean—. O por decirlo de otra
manera, no podrán vivir de manera consecuente sobre la base de su propia cosmovisión.
Comoquiera que sus creencias metafísicas no encajan en el mundo que Dios creó, sus vidas
serán más o menos incongruentes con esas creencias. La vida en el mundo real les exige
actuar en maneras que no apoya su cosmovisión.
Esto origina un estado de disonancia cognitiva, y en ese punto de tensión, el evangelio
puede encontrar una abertura. Al evangelizar, conviene llamar la atención de la gente al
conflicto entre lo que conocen sobre la base de su experiencia y lo que profesan en las
creencias que manifiestan —porque esto es una señal segura de que algo falla en sus
creencias.
El nivel de tensión dependerá de la coherencia lógica que acate cierta persona. Durante
la invasión de Irak, el ministro de información del país compareció diariamente ante un
enjambre de micrófonos para repetir vez tras vez que no había infieles estadounidenses en
Bagdad. ¡Nunca! Y esto mientras los soldados estadounidenses ocupaban edificios
gubernamentales a pocas manzanas. Presumiendo que el ministro no mentía, estaba siendo
plena, inquebrantablemente coherente frente a la evidencia en sentido contrario.
No obstante, la mayoría de las personas son menos coherentes. Pueden abrazar una
filosofía materialista o naturalista darwinista y en la práctica vivir de forma contradictoria
con tales cosmovisiones. Después de todo, ¿quién considera que sus convicciones, como
productos de la selección natural, no con verdaderas sino sólo útiles para la supervivencia?
¿Quién puede sobrevivir emocionalmente si realmente creyese que el amor abnegado no es
más que “pseudo altruismo”? Puesto que los no creyentes han sido creados a mugen de Dios,
la fuerza motriz de su naturaleza humana les impulsa a vivir de forma incoherente con la
cosmovisión que profesan. Nuestra meta en la evangelización debería subrayar esa
disonancia cognitiva, identificar los puntos en los que la realidad contraviene la
cosmovisión del no creyente. Entonces podremos mostrar que solamente el cristianismo es
plenamente congruente con las cosas que todos sabemos que son verdad por experiencia.
(Para más detalle sobre cómo funciona esto, consúltese el apéndice 4).
“TRAMPAS” FILOSOFICAS
A menudo la gente no es plenamente consciente de las conclusiones lógicas de sus
propias creencias —en cuyo caso tendríamos que impelerles a descubrirlas—. No
podemos permitir que hagan “trampa” colando conclusiones irracionalmente respaldadas por
sus premisas de partida. Recuerdo los debates regulares que se entablaban los sábados por la
noche en la capilla de L’Abri, donde, sentado ante una gran chimenea, Schaeffer conversaba
con estudiantes y visitantes, muchos de los cuales eran buscadores o no creyentes. Con
frecuencia ellos intentaban sostener algún rudimento puramente secular para defender la
moral o la libertad, o cualquier otra cosa —e implacablemente él les empujaba a reconocer
sus premisas iniciales. «Si uno desea sostener que algo es real, tiene que mostrar qué es y de
dónde procede», como dijo en uno de los debates. Un sistema cerrado, naturalista, de causa
y efecto no aporta ninguna base para cosas como la libertad moral o la dignidad humana —
como declaró B. F. Skinner tan enérgicamente en el título de su libro Más allá de la libertad
y la dignidad. En realidad, si los no creyentes fueran honestos, totalmente coherentes,
tendrían que ser escépticos amorales.
Esto está mucho más extendido de lo que cabe imaginar. Gray arguye que el
humanismo occidental es realmente parásito del cristianismo, El alto concepto que el
humanismo tiene de la persona, asegura, deriva directamente del cristianismo: “El
humanismo ha heredado varias creencias cristianas clave, sobre todo, que los seres humanos
son categóricamente diferentes de los demás animales”. Ninguna otra religión ha originado
ni sustentado la convicción de que los seres humanos tienen una dignidad especial.
Los creyentes comunes y corrientes también muestran deseos de recuperar una herencia
más rica y de familiarizarse con los clásicos espirituales. Cuando visité una pequeña librería
cristiana cercana a mi casa, el propietario me confesó que la estantería que apenas le daba
tiempo a reponer era la dedicada a los clásicos antiguos, desde Agustín a Juan de la Cruz —
lo cual es un signo alentador del nuevo interés en dar culto a Dios con la mente, así como
con el corazón.
CREYENTES ENCAJONADOS
Resumamos lo que hemos expuesto de la historia del movimiento evangélico
estadounidense en los tres últimos capítulos. Para empezar, no podemos dejar de reconocer
su impacto positivo general. Por haber inspirado un compromiso intensamente personal,
EEUU sigue siendo hoy la nación más religiosa del mundo industrializado. Pero también
debemos darnos cuenta de que el movimiento evangélico no superó la antigua división
histórica del doble plano del conocimiento, sino que, al contrario, agudizó su separación. La
rama evangélica populista contribuyó a la idea de que la religión es una experiencia
emocional privada (nivel superior), en tanto que la rama académica reforzó la idea de que el
conocimiento público debe ser neutro y autónomo en lo religioso (nivel inferior). En
consecuencia, la religión fue expulsada del ámbito público y arrinconada al ámbito privado.
En éste puede florecer como, en efecto, ha sucedido, pero retenida cautelosamente en su jaula.
Mientras tanto, las ideologías seculares se aprovecharon del vacío y ocuparon rápidamente
la arena pública.
Lo que ocurrió en el siglo XIX, explica el historiador Martin Marty, fue que la religión
en EEUU «aceptó una división del trabajo». Por una parte, «aceptó la tarea de responder a
las áreas personal, familiar y de esparcimiento» (la dimensión privada). Por otra, «la
dimensión pública —política, social, económica, cultural— se hizo autónoma», y acabó
siendo absorbida por las ideologías no cristianas.
La división del trabajo fue una «concesión momentánea», afirma Marty, pero los
estadounidenses de hoy se han acostumbrado tanto a ella que no se dan cuenta de la evolución
que representó. Él lo denomina Cisma Moderno y asegura que representó una completa
«innovación en la cultura occidental». Por supuesto, el pensamiento cristiano había quedado
marcado durante siglos por la dicotomía de los dos niveles, como hemos visto. Pero en el
siglo XIX esa dicotomía empezó a expresarse externamente en las instituciones sociales. La
sociedad quedó dividida en «una cultura externa, inclusiva», por una parte, y por otra, «una
cultura religiosa interior, eclesiástica, generalmente aislada». Los creyentes individuales
comenzaron a habitar en dos mundos, conmutando del uno al otro a través del Cisma
Moderno.
Pero eso no fue todo. Las ideas no permanecen restringidas en el ámbito de lo abstracto;
también influyen sobre las formas concretas en que los pueblos construyen su sociedad y sus
instituciones. El Cisma Moderno no sólo fue un conjunto de ideas acerca de la religión, fue
además un cambio profundo en la manera que la gente de a pie vivía y organizaba sus vidas.
Formó parte de una reorganización general de la sociedad que afectó a la estructura del lugar
de trabajo, la familia, e incluso las relaciones entre ambos sexos. Pase al capitulo siguiente
para hacer una excursión fascinante por las consecuencias personales y sociales de la división
pública y privada de la vida estadounidense —consecuencias que afectaron a la religión, pero
repercutieron mucho más allá.
CAPÍTULO 12
CÓMO INICIARON LAS MUJERES LA
GUERRA CULTURAL
La modernización acarreó
Una nueva dicotomía en la vida social.
Tuvo lagar una división entre
las enormes e inmensamente poderosas instituciones
de la esfera pública... y la esfera privada
PETER BERGER
LA MUJER Y EL AVIVAMIENTO
Volvamos a la mitad del Segundo Gran Avivamiento. En 1838 apareció un polémico
articulo instando a los laicos a “pensar por sí mismos” en asuntos de religión. Normalmente,
un mensaje de esta índole apenas habría tenido repercusión. Como hemos visto, la invitación
a la gente común a leer e interpretar la Biblia por sí misma fue un tema central en el
movimiento evangélico de la época. Pero la controversia que suscitó el artículo se debió a
que fue escrito por una mujer que convocó a las mujeres a leer la Biblia por sí mismas: “Creo
que es deber solemne de todos los individuos escrutar las Escrituras por ellos mismos, con la
ayuda del Espíritu Santo, y no dejarse gobernar por las ideas de un hombre o grupo de
hombres”.
Una vez que el movimiento evangélico abrazó el populismo espiritual, resulto difícil
reducir la lógica de la igualdad a los varones blancos, Desde el punto de vista numérico, los
Avivamientos lograron movilizar más mujeres que hombres, especialmente mujeres jóvenes.
Los avivadores permitían a las mujeres orar y hablar en público, e incluso -exhortar-
(maestras auxiliares), lo que escandalizó a los críticos. Por si fuera poco, los avivadores
enfatizaban la cara emocional de la religión; su mensaje pareció especialmente destinado a
las mujeres. Comenzaron a decir que las mujeres eran de naturaleza más religiosa que los
hombres, e instaron a las esposas a actuar como canal de conversión de sus maridos más
mundanos.
Como las otras tendencias que hemos trazado, ésta ha persistido hasta nuestros días.
Las iglesias occidentales siguen atrayendo normalmente a más mujeres que hombres, lo que
ha dado lugar al estereotipo de que la religión es para las mujeres y los niños. Este patrón
está tan extendido que algunos hablan de la «feminización» de la iglesia. «Los hombres
siguen presidiendo mayoritariamente las iglesias», concluye un estudio, pero «en los bancos
las mujeres sobrepasan a los hombres en todos los países que integran la civilización
occidental».
Curiosamente, no ocurre lo mismo con otras religiones: En la ortodoxia oriental, la
membresía está prácticamente equilibrada, y en el judaísmo y el islam predominan los
hombres. De manera que no se puede justificar esta tendencia alegando que los hombres son
por naturaleza menos religiosos que las mujeres. El cristianismo occidental es excepcional
en este sentido. ¿Por qué?
La respuesta hay que buscarla en la separación entre lo público y lo privado, hecho y
valor, que arroja el cristianismo al nivel superior. Esto no fue solamente un cambio de ideas
en torno a la religión; también implicó cambios en el mundo material -en las estructuras
institucionales de la sociedad— Un entendimiento de este proceso arrojará luz sobre el estado
actual del mundo evangélico y también sobre asuntos como la función de la iglesia en la
sociedad y los roles que desempeñan hombres y mujeres en el hogar.
HOGARES EN ACCIÓN
Históricamente hablando, el punto de inflexión fue la resolución industrial, que
acabaría dividiendo el ámbito privado de la familia y la fe del ámbito público de la empresa
y la industria. Para entender estos cambios más claramente, tracemos unas pinceladas de
cómo era la vida antes de la revolución industrial.
En el periodo colonial, las familias conservaban costumbres milenarias de las
sociedades tradicionales. La inmensa mayoría de las personas vivían en granjas o aldeas
campesinas. El trabajo productivo se realizaba en el hogar o en edificios del entorno. El
trabajo no sólo corría a cargo de individuos aislados, sino de familias u hogares. El hogar era
una unidad económica relativamente autónoma, y a menudo incluía a miembros de la
parentela, aprendices, sirvientes y manos alquiladas. Las tiendas, oficinas y talleres solían
ubicarse en una habitación que daba a la calle; se residía en el piso de arriba o en la parte
trasera de la casa. Esto suponía que el límite entre el hogar y el mundo era bastante permeable:
“El mundo entraba constantemente en forma de clientes, colegas del gremio y aprendices”.
Esta integración de la vida y el trabajo realmente sobrevive en pequeñas bolsas de la
sociedad moderna. Cuando yo tenía doce años, mi familia vivió por un año en Heidelberg,
Alemania. Para ir de compras, tomábamos una cesta y pasábamos por la casa del panadero,
el carnicero, el tendero de ultramarinos, etcétera. Las tiendas se ubicaban en habitaciones
exteriores y las familias vivían en el piso de arriba o en la parte posterior de las casas. El
marido y la mujer trabajaban juntos todo el día, y los niños salían de la escuela, volvían a
casa al mediodía (hasta completar los años de escolarización), y ayudaban a los padres
rellenando estanterías, o servían en la caja. Cada negocio era una empresa familiar genuina.
Entrada la noche visité una pequeña tienda de regalos que había en la misma calle. Me
atendió una mujer que salió de la trastienda con un bebé en brazos, y una vez que me hubo
despachado volvió a su cocina a preparar la comida. Hasta los años sesenta, aún era común
en los pueblos de Alemania la forma preindustrial de la empresa familiar.
El hecho de que todo esto tuviera lugar en el hogar significa que las madres tenían que
combinar el trabajo económicamente productivo con la crianza de los hijos. También, que
los padres se involucraban mucho más en la crianza de sus hijos que en la actualidad. En
realidad, no es posible entender los cambios producidos en los roles de la mujer a menos que
se tengan en cuenta los cambios acaecidos en los roles del hombre.
MASCULINIDAD COMUNITARIA
En el periodo colonial, el marido y padre era considerado cabeza del hogar —el cabeza
de familia se definía de manera muy específica: cargo divinamente aprobado que confería el
deber de representar más que los intereses individuales, los de toda su casa—. Esto es, una
extensión de la teoría política republicana clásica comentada en el capítulo 10, según la cual
las instituciones sociales (familia, iglesia o estado) eran consideradas unidades orgánicas en
las que todos compartían bienes comunes. Había un “bien” para el individuo, pero también
un “bien” conjunto, mayor que la suma de sus partes, cuya responsabilidad recaía sobre el
que está en autoridad. Él había sido llamado a sacrificar sus propios intereses —a mostrarse
desinteresado— para poder representar los intereses de la totalidad. Los maridos y padres no
eran guiados por la ambición o el interés personal, sino que se responsabilizaban del bien
común de su hogar.
Podríamos afirmar que la definición culturalmente domíname de masculinidad era la
“masculinidad comunal”, término acuñado por Anthony Rotundo en American Manhood
(Masculinidad en Estados Unidos). Significaba que cada hombre debía anteponer el deber a
la ambición personal. Usando una frase popular en aquel tiempo: tenía que realizarse a sí
mismo a través de la “utilidad pública” más que alcanzando el éxito económico.
En términos de la presencia constante de los padres en el hogar, los EEUU del siglo
XIX estaban más cerca del mundo de Martin Lutero que del nuestro. «Cuando un padre lava
pañales y realiza otras tareas manuales para su hijo, y alguien le ridiculiza y le tacha de
afeminado», escribió Lutero, debiera recordar que «Dios con todos sus ángeles y criaturas
sonríe».
Con esto no se pretende idealizar la vida colonial, a menudo áspera y cargada de trabajo
agotador. Pero por lo que respecta a las relaciones familiares, no cabe duda que las familias
se beneficiaron de la integración de vida y trabajo, lo cual es extremadamente raro en nuestra
era fragmentada.
Para proteger estos valores en peligro, se promulgaron leyes que restringieron el trabajo
de mujeres y niños en las fábricas. Esto fue seguido, a partir de 1820, de un diluvio de libros,
panfletos, manuales de asesoramiento y sermones que delinearon lo que los historiadores
denominan doctrina de las esferas separadas: La esfera pública de la empresa y la economía
debía ser acotada de la esfera privada del hogar y la familia —de modo que el hogar se
convirtiera en puerto de refugio donde resguardarse del duro y competitivo mundo exterior,
un lugar de solaz y renovación espiritual.
EL VARÓN APASIONADO
Aun las representaciones del carácter masculino y femenino fueron objeto de
redefinición social. Según el antiguo ideal de «masculinidad comunitaria», la palabra
obligación había sido clave: obligación para con los superiores y para con Dios. La virtud
masculina significaba mantener las propias «pasiones» sometidas a la razón (la pasión se
definía principalmente como egoísmo y ambición personal). Hombre bueno era el que
ejercía autodominio y abnegación en aras del bien común.
Pero el mundo emergente del capitalismo industrial fomentó una nueva definición de
virtud. El mundo capitalista pareció exigir al hombre afirmarse como individuo que compite
contra otros. En este nuevo contexto, fue conveniente, e incluso necesario, actuar compelido
por el egoísmo y la ambición personal. Surgieron teorías económicas —como la que vertió
Adam Smith en La riqueza de las naciones— que concibieron el egoísmo como fuerza
natural universal, análoga a la fuerza física de la gravedad,
Al mismo tiempo, la teoría política fue desplazándose del hogar al individuo como
unidad social básica. La filosofía política republicana clásica —con su concepción orgánica
de un bien común general, unificador— dio paso a una concepción atomista de la sociedad
como suma total de individuos interesados y beligerantes. Surgió una nueva concepción del
individuo como libre de vínculos sociales arraigados, libre de pasadas ataduras
generacionales, libre para encontrar su propio nicho en la sociedad mediante abierta
competición.
De hecho, la voz competitive fue asimilada por la lengua inglesa. Hasta entonces, el
inglés no tenía una palabra para designar a una persona fascinada por el reto de la competición.
Pero en las postrimerías del siglo XIX, la competición obsesionaba a los varones
estadounidenses. Se creyó firmemente que la libre competición era el motor de la prosperidad
y la vida política. «Por una notable inversión», escribe Leslie Newbigin, la gente empezó a
hallar «en la codicia, no sólo una ley de la naturaleza, sino el motor del progreso que debía
llevar a cabo el propósito de la naturaleza y de su Dios». Y como los hombres salían a batallar
en el duro y competitivo mundo del comercio y la política, el carácter masculino se volvió
moralmente duro, competitivo, agresivo y egoísta.
Ésta fue una inversión alarmante. En los días de la colonia, se exhortaba a maridos y
padres a actuar como líderes espirituales y morales en el hogar. Pero ahora se les echaba en
cara que eran por naturaleza rudos y bastos y tenían que aprender virtud de sus esposas. Y
muchos hombres aceptaron el nuevo ethos. Por ejemplo, durante la guerra civil, el general
William Pender escribió a su esposa: «Cuando me sorprendo divagando en pensamientos
malos y pecaminosos, intento pensar en mi esposa pura y buena y aquéllos me dejan al
instante...Tú eres realmente mi ángel bueno». Se pidió ayuda a las mujeres para que fueran
guardianas de la moralidad, ejemplo de virtud para los hombres.
Este es el origen del doble rasero, si bien, superficialmente, puede parecer que capacita
y faculta a la mujer. A fin de cuentas, se les asignaba el estatus de cumplidoras de la virtud.
Pero la dinámica subyacente era realmente muy inquietante: como explica Rotundo, en
esencia EEUU estaba eximiendo a los hombres de su obligación de ser virtuosos. Por primera
vez, el liderazgo moral y espiritual ya no se consideró atributo masculino. Era tarea que recaía
en la mujer. «La mujer ocupó el lugar del hombre como custodia de la virtud comunal»,
escribe Rotundo, pero al hacerlo, «excusó al hombre para ir en busca de sus intereses
personales». Es decir, los hombres se zafaron de sus responsabilidades.
FEMINIZACIÓN DE LA IGLESIA
¿Dónde estaba la iglesia cristiana en todo esto? ¿Permaneció firme contra la “des-
moralización” del carácter masculino? Tristemente, no. La iglesia estadounidense se
acomodó ampliamente a la redefinición de la masculinidad. Después de enseñar durante
siglos que los maridos y padres habían sido llamados por el Creador a desempeñar la función
de cabeza del hogar, la iglesia comenzó a inclinar su llamamiento de forma prioritaria a las
mujeres. Los clérigos empezaron a decir que las mujeres tenían un don especial para la
religión y la moral. Si uno examina atentamente las ilustraciones de reuniones campestres se
aprecia que las mujeres dominan las primeras filas y caen desmayadas, presas de emoción
(véase la fig. 12.1). En muchas iglesias evangélicas, las mujeres sobrepasaron a los hombres,
a veces en una proporción de dos a uno. Cuando la novelista británica Francis Trollope visitó
EEUU en 1832, comentó que nunca había visto un país “donde la religión arraigara tanto en
las mujeres o donde menos arraigara en los hombres”.
Fig. 12.1 LA “FEMINIZACION” DEL CRISTIANISMO: Los avivamientos tendieron
a atraer más mujeres que hombres. (Library of Congress, Prints and Photographs Division
[LC-USZC4-4554]).
MORAL Y COMPASIÓN
Una transformación similar tuvo lugar en la arena de la reforma social. Si las mujeres
eran las guardianas morales del hogar, parecía lógico que también fueran guardianes de la
sociedad. Después de todo, muchas mujeres comenzaron a argüir que era imposible sellar
herméticamente la vida privada de la vida pública. Vicios públicos como la embriaguez y la
prostitución acarrean consecuencias privadas. Como expresó la dirigente de la Unión
Femenina para la Templanza Cristiana, las mujeres deben procurar “hacer que el mundo sea
un lugar acogedor”.
Así pues, fueron sobre todo las mujeres quienes nutrieron los movimientos
generalizados de reforma en la era progresiva del siglo XIX. Actuando primeramente a través
de las iglesias, las mujeres se lanzaron a reformar la esfera pública dispensando benevolencia
cristiana. Se unieron o fundaron organizaciones para alimentar y vestir a los pobres.
Apoyaron el movimiento de escuelas dominicales y sociedades misioneras. Se unieron o
fundaron organizaciones para abolir la esclavitud, ilegalizar la prostitución y el aborto,
prohibir el juego y la embriaguez en la vía pública. Apoyaron asilos de huérfanos y
sociedades como la YWCA para ayudar a las mujeres solteras en las ciudades. Impulsaron
movimientos para abolir el trabajo infantil, establecer tribunales de menores y fortalecer leyes
alimentarias y contra las drogas.
Este entramado de sociedades reformistas fue denominado Imperio Benévolo, y uno de
los más destacados reformadores de la época atribuyó su instauración mayormente a las
mujeres: «Casi sin excepción», declaró, «fueron los miembros de clubes femeninos... los que
promovieron el progreso de la legislación... para la protección del hogar y de los niños».
La era progresiva también enmarcó el nacimiento del movimiento feminista secular,
que comentaremos más adelante. Pero muchas de estas primeras cruzadas no fueron, desde
luego, feministas: No basaron su pretensión de trabajar fuera del hogar en el argumento
generalizado de que no hay diferencias importantes entre el hombre y la mujer. Justo lo
contrario: aceptaron la doctrina de que las mujeres son más amorosas, más sensibles, más
piadosas, aunque luego razonaron que eran precisamente esas cualidades las que las
equipaban para llevar a cabo una labor benévola más allí de los límites del hogar. Como lo
expuso una mujer por aquella época, los asuntos del gobierno y la industria «han estado
demasiado tiempo dominados por las rudas, bélicas, adquisitivas, obstinadas y amorales
cualidades masculinas», y no «debían seguir desprovistas de la influencia moderadora de
la compasión, la espiritualidad y la sensibilidad moral femeninas».
La iglesia fue foco de muchas de estas actividades reformistas vivamente respaldadas
por el clero, que declaraba que la influencia piadosa natural de la mujer era crucial para la
sociedad. De nuevo Joseph Buckminster nos ofrece un ejemplo elocuente:
Pero note la misma dinámica peligrosa que observamos antes: Cuando se otorga a las
«mujeres» la responsabilidad de «ennoblecer el carácter» de los hombres, éstos se evaden y
son menos responsables. Quedan a su aire. «El cuidado de la población dependiente fue una
vez deber cívico de los padres y amos pobres de la localidad», dice un historiador. Pero en el
siglo XIX «se dio en llamar beneficencia... y pasó a ser competencia de las mujeres».
HOMBRES VIRILES
En última instancia, sin embargo, el intento de hacer de las mujeres reformadoras
morales de los hombres, fue contraproducente. ¿Por qué? Porque al definir la virtud como
cualidad femenina en vez de humana, el exigir que los hombres fueran virtuosos se consideró
imposición de la norma femenina —una norma ajena a la naturaleza masculina—. El ser
virtuoso adquirió tintes de afeminación, no de virilidad. El ministro unitario William Ellery
Channing fue una vez alabado por un amigo que le caracterizó como «casi femenino» y
admirado por su «temperamento femenino».
A fines del siglo XIX y principios del XX, se produjo una reacción y los hombres
comenzaron a rebelarse contra los esfuerzos de las mujeres por reformarles. Una palabra
nueva se incorporó al vocabulario estadounidense: super-civilizado. Los hombres empezaron
a preocuparse de que sus hijos se criaran casi exclusivamente tutelados por madres y maestras
y adquirieran modales suaves y afeminados.
Como reacción, se volvió a enfatizar la naturaleza masculina tosca e indómita.
Entonces se popularizaron las leyendas de la frontera perdida —las vidas de Davy Crocket y
Daniel Boone—. Theodore Roosevelt partió hacia el oeste y empezó a celebrar la “vida
fatigosa” del amante de la naturaleza. Ernest Thomas Seton se vistió con indumentaria india
y fundó los Boy Scouts de EEUU. Un manual Scout de 1914 expresaba la nueva filosofía de
forma gráfica:
Las obras literarias empezaron a adquirir un tono de rebelión masculina contra las
normas femeninas de virtud. En torno al cambio de siglo, afirma un relato histórico, surgieron
«nuevos géneros de ficción de vaqueros y aventureros, escritos por autores como Owen
Wister [autor del primer western] y Jack London», —libros que «celebraban al hombre que
había traspasado los confines de la domesticidad»—. El género de libros llamados «chicos
malos» fue bastante popular, siendo los más conocidos Tom Sawyer y Huckleberry Finn, de
Mark Twain. Este último acaba cuando Huck parte hacia tierras ignotas «porque la tía Sally
me quiere adoptar y civilizar, y no lo puedo soportar». Note que «civilizar» es una tarea de
la que se hacen cargo las tías solteronas. Las obras de Twain expresan una ambivalencia
incisiva de «reverencia y resentimiento hacia el hogar y las normas femeninas».
Algunos autores comenzaron a celebrar el varón como primitivo y bárbaro, a alabar sus
«instintos animales» y su «energía animal». Los libros de Tarzán, que caracterizan a un
hombre salvaje criado por monos, fueron inmensamente populares. Esta nueva definición de
virtud masculina reflejó en parte el influjo de la teoría de la evolución de Darwin, ya que, si
los seres humanos evolucionaban del mundo animal, la implicación lógica es que la
naturaleza animal era el núcleo del ser. Esta era una idea nueva y sorprendente: Desde la
antigüedad, la virtud había sido definida como ejercicio de contención de las “bajas” pasiones
por las facultades “superiores” del espíritu racional y la voluntad moral. Pero ahora, según
asombrosa inversión, las pasiones animales se exaltaban como verdadero yo. «Es una nueva
sensación contemplar al hombre como un animal: el animal amo del mundo- —escribió John
Burroughs (hijo del autor de Tarzán)—. El auge del darwinismo social exaltó “el triunfo del
hombre sobre el hombre en primitiva pugna”.
Incluso las iglesias se percataron del problema y empezaron a reformular la religión en
un tono más masculino. Por mucho tiempo la religión había estado dominada por las mujeres,
matizada de piedad sentimental. En 1858, un artículo del Atlantic Monthly ridiculizó a los
padres diciendo que, si un hijo era “paliducho, débil, sedentario, taciturno y apagado”, se le
encaminaba al ministerio —mientras que por otra parte el “vivaracho, el valiente, y el fuerte”
eran dedicados a carreras seculares. ¿La respuesta? “El cristianismo muscular”, concepto que
combinaba la robustez y la virilidad con los ideales del servicio cristiano.
El abogado más famoso del cristianismo muscular fue el evangelista Billy Sunday.
quien proclamó que Jesús no ofreció “una alternativa pastosa y dulzona” sino que fue “el
mayor perturbador de la historia”. Sunday ofreció a sus seguidores una religión “musculosa,
de piqueta”, no “delicada, timorata, pusilánime”. Aparecieron libros titulados: La
masculinidad de Cristo, El Cristo viril, y El poder masculino de Cristo. Surgió un
movimiento con base eclesiástica denominado Men and Religión Foward (Hombres y
Religión Adelante), que duró hasta la década de 1950, acentuando una imagen de Jesús que
evocaba al empresario o vendedor exitosos. Los organizadores compraban espacio para
anunciarse en la» páginas deportivas, junto a spots publicitarios de automóviles o whisky, y
proclamaban que las mujeres “se habían ocupado de la obra de la iglesia por largo tiempo”.
Promovieron una religión viril que enfatizó la fuerza y la responsabilidad social.
PAPÁS DE GUARDERÍA
Este bienvenido énfasis a la fortaleza masculina se vio, no obstante, empañado por la
persistencia del tema de que la masculinidad genuina sólo se consigue resistiendo las normas
“femeninas”. En 1926 un influyente libro titulado The Mauve Decade iniciaba sus páginas
con un ataque salvaje a lo que el autor llamó “La Titana” —la mujer estadounidense como
árbitro del gusto y la moral pública—. El autor se preocupaba de la masculinidad defectuosa
de los niños criados en hogares y escuelas dominados por mujeres.
En la década de 1940, Philip Wylie escribió un libro, éxito en ventas, titulado A
Generation of Vipers, en el que acusa a las mujeres de «abusar de su rol maternal»: de asfixiar,
controlar y manipular a sus hijos. Todavía recuerdo de mi adolescencia haber leído artículos
en revistas femeninas acerca del peligro de tales abusos. En la década de 1950 entró en escena
Playboy, advirtiendo que las mujeres eran “parásitos económicos y que el matrimonio era
una trampa que aplastaba el espíritu aventurero y amante de la libertad”. Uno de sus primeros
números muestra a plena página unos novios sonrientes, pero en la siguiente, la nariz y el
mentón de la novia han crecido, sobresalen picos del velo y el pobre hombre descubre que se
ha casado con una arpía. El tema giraba en torno a que la vida familiar y los valores eran
impuestos por las mujeres, pero oprimían a los hombres.
Por primera vez fue socialmente aceptable el que los padres varones no se involucraran
en sus familias. Por los años 20 y 30, en las áreas urbanas, el padre se había convertido en el
progenitor secundario que cubría aspectos «extra»: aficiones, deportes, visitas al zoo. Como
dice un historiador, los padres se limitaron al esparcimiento —papás de guardería.
Surgió la imagen ahora familiar de padres torpes e incompetentes en el hogar —
popularizada hoy en figuras de la historieta cómica; Dagwood Bumstead, Al Bundy en
«Casados con niños», y el sufrido padre oso de la popular serie de dibujos Osos Berenstain.
Cuando la madre osa resuelve que la familia debe dejar de comer comida basura, papá oso
introduce a escondidas sus aperitivos favoritos. Cuando la madre osa piensa que la familia
debe dejar de ver televisión, Papa Oso baja al sótano a hurtadillas para ver la tele por la
noche—. Los libros presentan el estereotipo de que las madres imponen las normas y los
infantiles padres las quebrantan. Incluso los niños se burlan del papá oso por sus infracciones.
Por supuesto, todo es presentado bajo una capa de humor. ¡Ja, ja!, enseñemos a los niños a
sentirse superiores a sus padres incompetentes.
Cuando yo asistía al seminario, un profesor inició un día su lección contando que un
sábado por la mañana se quedó solo —¡solo! — con sus dos hijos pequeños mientras su mujer
se fue de compras. Incapaz de reprimir su bullicioso comportamiento, acabó por imponer
orden sentando a cada niño en un extremo del sofá, mientras él guardaba una postura rígida
en medio, prohibiéndoles moverse o hablar hasta que su mujer volviera a casa a rescatarle.
Los alumnos (varones) de la clase se echaron a reír. Y yo me pregunté: ¿Cuándo empezó a
ser socialmente aceptable para un varón cristiano admitir que es incompetente como padre?
No sorprende que a medida que la paternidad fue perdiendo relevancia los hombres
mostraran menor dedicación a ejercer su rol paterno. De 1960 a 1980 ir produjo una llamativa
reducción del 43 por ciento del espacio de tiempo que pasaban los padres en el medio familiar
donde están presentes los niños pequeños. Para muchas mujeres actuales, a nivel personal, el
problema no es tanto el dominio masculino cuanto la deserción del varón.
LA FURIA FEMINISTA
Como vimos anteriormente, el movimiento feminista secular comenzó
aproximadamente en la época que las mujeres engrosaban las filas del Imperio Benévolo.
Retrocedamos pues, para ver cómo encajó en el modelo cultural. Esta clase de feminismo se
caracterizó desde el principio por una ira y una envidia considerables no tanto contra los
Individuos cuanto por el hecho de las oportunidades que disfrutaban los hombres en la esfera
pública. En 1912 una feminista escribió:
Cuando empecé a pensar por mí misma no me cupo duda de la esfera que
más me atraía. Las obligaciones y placeres de la mujer promedio aburren e irritan.
Las obligaciones y placeres del hombre promedio interesan y seducen.
Desde que el problema surgiera cuando el trabajo se alejó del hogar, la solución, como
aseguran las feministas, fue obvia: Las mujeres debían conseguir trabajo en la arena pública.
Eso es lo que hicieron los hombres, ¿por qué no las mujeres? incluso la ciencia fomentó la
idea de salir de casa. Los darwinistas sociales de ese tiempo explicaban que la razón por la
que los hombres son superiores a las mujeres (premisa que no cuestionaban) estribaba en que,
desde sus toscos orígenes, los varones habían luchado por sobrevivir en el mundo, donde
estaban sometidos a la competencia y la selección natural —proceso que escardaba al débil
y al inferior—. Por el contrario, las mujeres se quedaban en casa alimentando a los pequeños,
fuera del ámbito de la selección natural, lo que hizo que evolucionaran más lentamente.
Irónicamente, aun los que defendían a las mujeres frente a las teorías de la inferioridad
biológica del darwinismo social lo hacían denigrando el hogar. El sociólogo Lester Frank
Ward arguyó que las mujeres no eran intrínsecamente inferiores; sólo que sus facultades
estaban menos desarrolladas debido a su confinamiento en el hogar. Puesto que nada
importante ocurre en el hogar, los que pasan tiempo en él sólo cuentan con asuntos triviales
en los que ocupar su mente, de manera que no es de extrañar que su desarrollo se atrofie.
Las feministas radicales, como Charlotte Perkins Gilman (alumna de Ward),
concluyeron que las mujeres nunca experimentarían progreso evolutivo en tanto en cuanto
permanecieran aisladas en el ambiente hogareño anterior al desarrollo científico. Gilman
instó a que todas las funciones que quedaban en el hogar fueran erradicadas y puestas al
cuidado de profesionales instruidos para desempeñar estas labores. Sólo cuando se arrebaten
de las manos aficionadas del ama de casa, dijo ella, se hará algún progreso en la cocina,
limpieza y cuidado de niños. Esto pudo parecer radical en su tiempo, pero en nuestros días
muchas mujeres siguen básicamente los consejos de Gilman: muchas dependen de alimentos
precocinados o de restaurantes de comida rápida para suplir buena parte del sustento de sus
familias, alquilan servicio para limpiar sus casas; y llevan a sus hijos a criarse en guarderías.
NO DOBLE RASERO
Finalmente, el fracaso de la estrategia de las dos esferas explica por qué el movimiento
feminista creció rápidamente en la década de los sesenta. Significó que muchas mujeres ya
no estaban dispuestas a ser “guardianas morales” de los hombres o «regular su conducta
sexual». En suma, se negaron a mantener el doble rasero. Tampoco estuvieron dispuestas a
seguir aisladas en una esfera privada que había devaluado y vaciado buena parte de su trabajo
productivo y su realización personal. Las feministas laicas aconsejaron a las mujeres a
abandonar la vaina vacía del hogar y reivindicar la arena pública, donde se realizaba el trabajo
«real» y donde podían recuperar algún respeto.
Por supuesto, había un pequeño problema —o, en realidad, varios problemas
menores—; los niños pequeños. ¿Quién cuidaría de ellos? Por eso fue tan importante para las
feministas radicales conservar el control de sus vidas reproductivas mediante la
contracepción y el aborto; y cuando tenían hijos, exigir al estado que subsidiara su atención
diurna. Estas medidas parecieron cruciales para conseguir un acceso al ámbito público
relativamente similar al del hombre.
Es obvio que estas «soluciones» son moralmente inaceptables para la mayoría de los
cristianos evangélicos. No obstante, pocos han sugerido alternativas realistas a las tendencias
históricas y económicas que las motivaron. En círculos conservadores, escribe Dorothy
Sayers, se “exhorta a las mujeres que sean femeninas y vuelvan al hogar del cual toda
ocupación inteligente ha sido paulatinamente excluida”.
Los cristianos también necesitan desafiar el estándar del “trabajador ideal” en la cultura
corporativa estadounidense, que decreta que un empleado debe estar disponible todo el
tiempo (y hacer incluso horas extraordinarias) y trabajar sin permitir que su vida personal y
familiar interfieran, porque él ha delegado todo ello en manos de una esposa que gobierna el
hogar. El estándar del trabajador ideal no funcionó bien ni siquiera cuando esposas y madres
seguían ocupando la casa, sustituyendo a padres ausentes. Entre las muchas causas de la
joven cultura rebelde de los años sesenta hubo una gran dosis de “hambre paternal”. El
trabajador ideal también ayudo a crear una sociedad estadounidense móvil, desarraigada,
porque exigía a los trabajadores estar dispuestos a trasladarse a cualquier lugar en cualquier
momento -desgarrando parentelas y comunidades vecinales estables—. La vida familiar se
empobreció y fue más difícil de sostener sin la red tradicional de sistemas de apoyo.
Las organizaciones cristianas deberían ser las primeras en desacreditar el estándar del
trabajador ideal por ser pernicioso para la familia. Deberían mantenerse a la vanguardia
ofreciendo alternativas prácticas para reintegrar las responsabilidades familiares y el trabajo
remunerado a través de soluciones como: trabajo en casa, empleo a tiempo parcial, con
beneficios prorrateados, flexibilidad horaria y telecomunicación.
Heidi Brennan, de Mothers at Home, grupo nacional con sede en Virginia, afirma que
la pregunta más frecuente que plantean a la organización madres de todo el país es cómo
pueden obtener ingresos y seguir en casa con la familia. Muchas mujeres descubren que una
manera efectiva de combinar trabajo y familia es montar un negocio basado en el hogar,
de modo que los negocios regidos por mujeres están hoy aumentando a buen ritmo. El trabajo
con base en el hogar ofrece el beneficio añadido de aportar medios a la participación de los
niños, de suerte que los padres cumplan una vez más la función de instruir a sus hijos en
destrezas laborales y valores básicos, tal como en el hogar pre-industrial.
Tampoco son estas sugerencias sólo para las mujeres. Una encuesta descubrió que los
hombres (de 20 a 39 años) con niños pequeños declararon que lo más importante en relación
con sus empleos era que éstos les permitieran pasar tiempo con la familia. Un 82 por ciento
manifestó que un horario compatible con la familia era “muy importante”, mientras que solo
el 56 por ciento deseaba una mayor seguridad laboral, el 46 por ciento buenos salarios, y el
27 por ciento un estatus social más elevado.
¿Qué decir de las madres solteras, de las familias pobres y de otros que no tienen más
remedio que trabajar? Ellos también se beneficiarían de medidas que les permitieran integrar
el trabajo con la crianza de los hijos, en vez de enviarlos a lo guardería. Algunos grupos han
descubierto que las estrategias desarrolladas entre los más pobres de los pobres, en lugares
como Bangladesh, funcionan igualmente bien en los centros urbanos de las ciudades
estadounidenses. Por ejemplo, el Womens Self-Employment in Project in Chicago ayuda a
las mujeres pobres —mayormente madres solteras— a incorporarse a un sistema crediticio
rotatorio desarrollado en países en vías de desarrollo para fomentar la creación de
«microempresas» basadas en el hogar. Muchos programas de capacitación laboral ofrecidos
a mujeres con escasos ingresos las encauzan a tareas como la limpieza de hoteles, registro de
datos y otros puestos que ofrecen relativamente poco margen para la creatividad o la
responsabilidad. Por el contrario, el autoempleo proporciona a la mujer la oportunidad de
tomar la iniciativa y hacerse cargo de su vida. También le da mucha más flexibilidad para
compaginar el trabajo con sus responsabilidades familiares.
Al mismo tiempo, los cristianos no deben caer en la trampa de asumir que el empleo
remunerado sea la única cosa que otorga a la mujer un sentido de dignidad. Este es un error
en el que las feministas laicas suelen incurrir. En vez de ello, los cristianos tienen que hacer
frente a la ideología dominante del éxito, insistiendo en que los individuos se realizan mejor
cuando disfrutan de su llamado o vocación —sea trabajo remunerado o no—. Todos
anhelamos sentir que contribuimos a algo más grande que nosotros mismos, a un bien
mayor, a los propósitos de Dios en el mundo.
PRIVADO Y PERSONAL
Para resumir los cambios históricos acaecidos en el siglo XIX, la teoría de los dos
ámbitos de la verdad se reflejó en una profunda fractura social. Mientras que en los tiempos
coloniales el orden social se conminaba como un todo orgánico, a mediados del siglo XIX se
había fragmentado en un conjunto de dominios separados. La sociedad se segmentó, afirma
Donald Scott, en “sagrada y secular, doméstica y económica, masculina y femenina, privada
y pública”.
Sin embargo, todos estos fueron aspectos de una resquebrajadura fundamental. “La
fisura que se produjo en la sociedad dividió a los sexos”, explica Newbigin: “El hombre se
ocupó de los hechos públicos, la mujer de los valores personales”. Vuelva a leer esta frase y
aprecie cuán sucintamente cubre la división entre lo público y lo privado, los hechos y los
valores, los hombres y las mujeres. Se puede entender mejor el feminismo laico cayendo en
la cuenta de que fue un intento de la mujer de cruzar esta sima preocupante para poder
juntarse con el hombre en la esfera pública. Una mejor ruta, no obstante, sería buscar maneras
de cubrir la brecha, recuperando alguna medida de integración de trabajo y devoción tanto
para hombres como para mujeres.
Mi interés en este tema aumentó a partir de los conflictos que experimenté al quedarme
embarazada de mi primer hijo. Como estudiante de seminario, me preocupaba bastante la
ambivalencia con que afronté aquel embarazo. ¿Qué consecuencias acarrearía tener un hijo
para mi futuro? ¿Cómo podía tener hijos y progresar profesionalmente? La única forma que
conocía de perseguir mis anhelos más profundos, de llevar a cabo mi vocación delante del
Señor, era en el mundo de las ideas, a través del estudio académico. Pero tener un hijo
representaba una profunda amenaza a la continuidad de mis estudios. Me sentí como si
hubiera caído en un agujero negro de incertidumbre.
Para dar un salto hacia adelante, quiero decir que disfruté sobremanera el hecho de ser
madre, e incluso de que mi hijo hiciera escuela en el hogar, porque yo deseaba involucrarme
intensamente en su vida. Además, a lo largo de casi toda mi carrera he trabajado a tiempo
parcial y desde mi oficina en casa, lo que me ha permitido combinar el trabajo con las
responsabilidades maternas. Pero en mis días estudiantiles, incapaz de prever todo esto, sufrí
un dilema angustioso, y fue esta experiencia la que me obligó a pensar en la presión que
agobia a las madres.
Permítaseme resaltar el asunto invirtiéndolo: mi marido iba a ser padre por primera vez,
pero no tuvo que afrontar el temor de abdicar un aspecto fundamental de su realización
personal, y el ejercicio de sus dones, durante una parte importante de su vida. Cuando los
hombres tienen familias, muchos pueden seguir trabajando en sus campos elegidos (aunque,
desde luego se suelen ver obligados a tomar decisiones difíciles entre la familia y el progreso
profesional). Confieso que por ese tiempo me pareció bastante injusto que las mujeres
tuvieran que experimentar presión tan intensa para escoger entre las dos tareas principales de
la vida adulta: ir en pos de una vocación o educar a la próxima generación.
Rachel Cusk, en su libro A Life’s Work afirma que muchas mujeres admiten que ser
madres supuso para ellas una gran “sorpresa”. Sus vidas sufren un vuelco a causa de las
constantes exigencias del bebé. Al mismo tiempo, se asombran de la intensidad del vínculo
amoroso que desarrollan con su recién nacido. Se sienten como extranjeras en el mundo
extraño del hogar y la crianza.
¿Por qué causa esto tanta conmoción? Porque durante la juventud adulta, muchas se
han preparado a conciencia para participar en el mundo público, mientras perdían contacto
con el mundo privado de los bebés y las familias. Probablemente no hayamos cuidado los
niños de los vecinos desde nuestra adolescencia. Nuestra identidad y autoestima se ha forjado
principalmente en los logros públicos de la persona, especialmente en el trabajo. Por el
contrario, la maternidad sigue siendo individual, personal y privada. Como dice Cusk: «En
la maternidad la mujer troca su relevancia pública por un abanico de sentidos privados» para
los que no ha sido preparada. Los manuales modernos de cuidado de niños, comenta ella,
«comienzan con una especie de escenario apocalíptico en el que se desvanece el mundo que
conocemos: es sustituido por otro en cuyos principios hemos de ser educados».
Aquí es donde el enorme abismo entre las esferas pública y privada se convierte en una
cuestión personal, a medida que las mujeres se lanzan a un nuevo mundo desconocido e
infravalorado. Si son feministas, como lo era yo cuando tuve mi primer hijo, puede que
incluso se sientan culpables por tener que arrostrar las funciones femeninas «tradicionales»
y las responsabilidades del hogar. Las mujeres suelen padecer intensa presión del mundo
exterior, e incluso de antiguos colegas que las animan a regresar al mundo “real” del trabajo
profesional. Debido al inusitado alto porcentaje de féminas profesionales en la zona de
Washington, D.C., donde yo residía, hay al menos tres organizaciones de apoyo que ayudan
a las mujeres que desean dejar el puesto de trabajo, o al menos recortar su horario, mientras
tienen niños pequeños en casa. Tan implacable es la presión que sufren las profesionales de
seguir trabajando largas horas, ausentes de sus familias, que aquellas que quieren pasar más
tiempo con sus hijos necesitan el apoyo de otras que comprenden su tensión.
PROYECTO DE VIDA
No sólo este tema, sino todos los que hemos comentado hasta aquí encierran profundas
implicaciones personales. No son cuestiones intelectuales abstractas aptas para el debate de
filósofos e historiadores en la enrarecida atmósfera del mundo académico. Las ideas y las
tendencias culturales influyen a la gente real, configuran su forma de pensar y de vivir. Por
eso es crucial desarrollar una cosmovisión cristiana: —no sólo un conjunto de ideas
coherentes, sino también como proyecto de vida. Los creyentes necesitan una hoja de ruta
para una vida cristiana plena y coherente. También tenemos que entender el pensamiento
moderno lo suficiente para identificar las maneras en que nos impide vivir el evangelio como
Dios desea— por lo que se refiere a escollos en el camino y, como hemos visto en este
capítulo, a cambios económicos y estructurales que complican la vivencia de los principios
bíblicos. Resulta enormemente difícil para los padres, en una sociedad moderna
industrializada, desempeñar el firme rol paterno que les señala la Escritura, como hicieron en
anteriores periodos históricos. Del mismo modo, resulta difícil para las madres criar bien a
sus hijos y perfeccionar los otros dones de su vocación cristiana. La distancia entre el hogar
y el puesto de trabajo, entre las esferas de lo público y lo privado, significa que a muchos se
nos exige especializarnos en uno o el otro, al menos por un periodo sustancial de nuestra vida.
¿Y AHORA QUÉ?
PUESTA EN PRÁCTICA
CAPÍTULO 13
LA VERDADERA ESPIRITUALIDAD Y LA
COSMOVISIÓN CRISTIANA
El carácter moral no se mide por lo que un hombre conoce,
sino por lo que ama.
S. AGUSTIN
Cuando Tony relató la historia de su vida, me admiré de que después de haber sufrido
tanto pudiera tener fe en Dios. ¿Dónde encontró un testigo auténtico y poderoso para superar
el dolor que había padecido?
Los padres de Tony pretendían ser cristianos, pero se conformaban con poco más que
cumplir estrictamente el rito de asistencia al culto dominical. En realidad, el tono de su vida
familiar no podía estar mejor calculado para lograr que sus hijos se hicieran ateos. Lo cual
estuvo a punto de ocurrir.
El padre de Tony era un adicto al trabajo, tan motivado a escalar en su vida profesional
que apenas se le veía en casa. Y cuando estaba, rara vez dejaba de trabajar. Organizaba a sus
hijos para ocuparlos en una tanda constante de tareas y proyectos de renovación del hogar.
Niño callado y contemplativo, Tony rara vez agradaba a su padre, quien, presa de un
temperamento explosivo, reaccionaba golpeándole. «Yo era torpe y desmañado y, cuando no
era capaz de responder a sus expectativas, era recompensado con el puño».
Tony relata su experiencia con ceñuda recurrencia, lo que refleja el abuso que tuvo que
sufrir:
Solía ser castigado. Castigado por no entender lo que mi padre quería que
hiciese. Era castigado cuando hacía una pregunta pidiendo clarificación. Era
castigado cuando no trabajaba con suficiente rapidez. Era castigado cuando a
causa de mi torpeza derribaba o dejaba caer las cosas. Era castigado cuando decía
la verdad, y cuando mentía para evitar ser castigado, también. ¡Era castigado!
LA CRISIS DE SCHAEFFER
Investigando para escribir este libro, releí varios clásicos cristianos que perfilaron mi
pensamiento en los años siguientes a mi conversión, acaecida hace unos treinta años. Entre
ellos, Verdadera espiritualidad, de Francis Schaeffer, obra que él consideraba fundamental
entre todos sus escritos. ¿Por qué? Porque explica cómo aplicar principios bíblicos a la
experiencia cotidiana. Él sabía que, sin integridad a nivel personal, la cosmovisión del
cristiano degenera fácilmente en un conjunto de ideas exánimes o sistema cognitivo
descarnado. Y aunque es cierto que el cristianismo ofrece el mejor sistema cognitivo para
explicar el mundo, no es sólo un sistema. Conocer la verdad sólo tiene sentido como primer
paso para vivirla cada día.
¿Y cómo aplicarlas creencias a la realidad de la experiencia diaria? Muriendo a
nosotros mismos, a fin de vivir para Dios. De mis primeras lecturas de Verdadera
espiritualidad, no recordaba que comienza con el tema del sufrimiento. Gigantes espirituales
como Richard Wurmbrand no son los únicos que se desarrollan espiritualmente a través del
sufrimiento. Todos descubrimos más tarde o más temprano que el crecimiento espiritual más
profundo ocurre normalmente en medio de las crisis. Puesto que somos criaturas caídas que
vivimos en un mundo caído, la perfección de nuestro carácter suele ser un proceso doloroso.
El propio Schaeffer atravesó una crisis de fe después de haber sido pastor y obrero
misionero por más de diez años. En ese momento, se sintió muy frustrado por la falta de
realidad espiritual en la vida de muchos cristianos conocidos —incluido él mismo— y se
planteó cómo podía vivir experimentalmente la vida cristiana que describe el Nuevo
Testamento. ¿Cómo apropiarse del amor, el poder y la vida abundante que Dios promete?
«Paseaba por las montañas cuando el cielo se despejaba», recordó Schaeffer más tarde,
«y cuando llovía caminaba de un extremo a otro del henil anexo al viejo chalet donde
vivíamos». Paseando y orando, repasó su pensamiento hasta el agnosticismo de sus días
juveniles, reconsiderando cuestiones básicas como la veracidad de la Biblia. Después de
convencerse de que es verdadera, pidió a Dios que le mostrara cómo su mensaje redentor
podía ser real y palpable en su propia vida.
Con el tiempo descubrió que la clave de la transformación interior es la aplicación de
la obra de Cristo en la cruz en esta vida, no sólo en la venidera. Teológicamente hablando,
descubrió que la muerte y resurrección de Cristo son la base de la justificación y también de
la santificación —el crecimiento en santidad que debe tener lugar en el creyente aquí y ahora.
TEOLOGIA DE LA CRUZ
Pedro anuncia que la cruz de Cristo es un modelo para la estructura profunda del
progreso espiritual. Jesús mismo establece esta conexión en los Evangelios: «Es necesario
que el Hijo del Hombre padezca muchas cosas, y sea desechado por los ancianos, por los
principales sacerdotes y por los escribas, y que sea muerto, y resucite al tercer día». E
inmediatamente añade: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su
cruz cada día, y sígame» (Lucas 9:22,23).
Note la secuencia: primero somos desechados y muertos, después, resucitados. En el
caso de Jesús, el rechazo provino de los corruptos líderes religiosos de su tiempo, cuyos
corazones, ocultos bajo ropaje religioso y verborrea beata, se movían por el celo y la
ambición mundanos. Ellos representaron, pues, el mundo y su rebelión contra Dios y el
rechazo de su Hijo. En nuestra propia vida, el rechazo puede provenir ora del mundo, ora de
los creyentes religiosos con motivaciones mundanas en el corazón —padres negligentes o
abusivos, como el de Tony; cónyuges que no aman o son infieles; hijos que se rebelan contra
la educación cristiana recibida; iglesias no acogedoras; jefes despreciativos e irrespetuosos;
amigos íntimos que traicionan. Por vivir en un mundo que sigue estando bajo el dominio del
pecado, todos seremos rechazados y ofendidos de algún modo.
Como expuso Martin Lutero, los cristianos abrazan la teología de la cruz, no una
teología de gloria. El misterio de nuestra salvación fue llevado a cabo por el advenimiento
de Jesús a la tierra no como héroe conquistador, sino en calidad de siervo sufriente —
escarnecido, azotado, colgado en una cruz—. El verdadero conocimiento de Cristo sólo se
obtiene si uno está dispuesto a rendir sus sueños de gloria, a orar para identificarse con Él en
la cruz. Dando clase en casa a mi hijo Dieter, le enseñé a usar la grabadora, y solíamos cantar
a dúo este himno conmovedor:
Intente aplicar este punto de vista en la zona de Washington, D. C., donde yo vivía, o
en cualquier otro lugar donde se sufre una presión implacable que obliga a progresar, causar
buena impresión, conseguir contactos idóneos, adelantar la propia causa. ¿Despojado?
¿Despreciado? ¿Estamos realmente dispuestos a permitir que Dios nos haga pasar por
tiempos de derrota y desesperanza para experimentar comunión con su crucifixión?
La maravilla de la bondad de Dios es que Él puede aprovechar estas «cruces» para
nuestra santificación, lo mismo que usó la muerte de Jesús para adelantar su plan redentor.
«Vosotros pensasteis mal contra mí, más Dios lo encaminó a bien», dijo José a sus hermanos
(Gn. 50:20). Los cristianos piensan a veces que es piadoso negar el mal que se les ha infligido
—cubrirlo, decir que no fue tan malo, sonreír en público—. Pero José no se arredró en llamar
malignos los hechos de sus hermanos, ni tampoco deberíamos hacerlo nosotros. En este
mundo, también seremos rechazados por personas con motivos pecaminosos, y por amor a
la verdad deberemos llamar las cosas por su nombre. Pero podemos cambiarlo para bien
dándonos cuenta de que el sufrimiento nos da la oportunidad de participar espiritualmente en
la jornada que Jesús trazó para nosotros: rechazo, muerte (espiritual), y por fin, resurrección.
SU OBRA. A SU MANERA
Cuando los cristianos hablan de la importancia de desarrollar un mensaje inserto en
una cosmovisión, normalmente se refieren a aprender a argüir persuasivamente contra los
«ismos» actuales. Pero el tener una cosmovisión cristiana no sólo es cosa de dar respuesta a
cuestiones intelectuales. También significa observar principios bíblicos en las esferas
personal y práctica de la vida. Los cristianos pueden ser infectados por cosmovisiones laicas
en sus creencias, pero también en sus costumbres.
Por ejemplo, una iglesia o ministerio cristiano puede ser bíblico en su mensaje y, sin
embargo, no serlo en sus métodos. Hudson Taylor, el gran misionero a China, dijo que la
obra del Señor se debe realizar a su manera, si es que ha de contar con su bendición.
Debemos expresar la verdad en lo que predicamos y en la manera de predicarlo. Una
organización cristiana puede llevar a cabo la obra del Señor, pero si actúa movida por celo y
voluntad humanos, usando métodos seculares de promoción y publicidad, sin amor visible
entre el personal y sus obreros, no será más que otra forma de realización humana que logra
poco para el Reino de Dios.
Recuerde la imagen de los dos sillones (comentados en el capítulo 6). Para el no
creyente sentado en el sillón del naturalista, no existe más que un sistema cerrado de causas
naturales. La definición misma de lo que cuenta como conocimiento está limitada por el
naturalismo y el utilitarismo. Pero para el creyente sentado en el sillón del sobre-naturalista,
el mundo natural es sólo una parte de la realidad. Una perspectiva completa abarca tanto los
aspectos visibles como los invisibles de la realidad. Los cristianos no sólo son llamados a
admitir intelectualmente la existencia de ambos aspectos de la realidad, sino también a
funcionar prácticamente sobre esa base. Dia tras día, han de tomar decisiones que no tendrían
sentido a menos que el mundo invisible sea tan real como el visible.
La Escritura ofrece una ilustración espectacular de los dos sillones en el relato de Elíseo
cuando fue rodeado por las tropas sirias (2 R. 6:15-17). «No tengas miedo, porque más son
los que están con nosotros que los que están con ellos», dijo Elíseo a su afligido siervo. Pero
el siervo no los podía ver. Entonces Dios abrió los ojos del siervo y éste vio que «el monte
estaba lleno de gente de a caballo, y carros de fuego alrededor de Elíseo». La misma idea se
repite en el Nuevo Testamento: «Mayor es el que está en vosotros, que el que está en el
mundo» (1 Juan 4:4). Somos llamados a tomar decisiones sabiendo que el mundo invisible
ejerce un poderoso efecto sobre el mundo visible y juega un papel activo en la historia
humana.
¿Qué significa esto en la práctica? Que algunas veces actuamos en maneras que parecen
irracionales a los que están sentados en el sillón del naturalista, que sólo ven el mundo físico.
Significa que hacemos lo correcto incluso pagando un gran precio, porque estamos
convencidos de que lo que ganamos en el ámbito invisible vale mucho más que lo que
perdemos desde una perspectiva mundana.
Tristemente, muchos cristianos viven gran parte de sus vidas como si el naturalista
tuviera razón. Asienten cognitivamente a las grandes verdades bíblicas, pero adoptan sus
decisiones prácticas, cotidianas, basados únicamente en lo que pueden ver, oír, medir y
calcular. Cuando confiesan sus creencias religiosas, se sientan en el sillón del sobre-
naturalista. Pero en la vida ordinaria lo dejan de lado y se sientan en el sillón del naturalista;
viven como si lo sobrenatural no fuera real en ningún sentido práctico y se apoyan en su
propia energía, talento y cálculo estratégico. Puede que deseen sinceramente realizar la obra
del Señor, pero la hacen siguiendo las pautas del mundo, usando métodos mundanos y
motivados por deseos mundanos de éxito y aplauso.
La biblia califica esto de vivir en la “carne”, no en el Espíritu, y Pablo hace referencia
al problema en su epístola a los Gálatas: “¿Habiendo comenzado por el Espíritu; ahora vais
a acabar por la carne?” (Ga. 3:3). Muchos creyentes actúan como si hacerse cristianos fuera
una cuestión de fe, pero el mantenerse después dependiera de su propia iniciativa y fuerza de
voluntad. Se esfuerzan por ser «perfeccionados por la carne».
Actuando en la carne pueden producir resultados impresionantes en el mundo visible.
Iglesias y organizaciones para-eclesiásticas pueden generar considerable publicidad, celebrar
conferencias encantadoras, atraer a grandes multitudes, recolectar sustanciosos donativos,
producir libros y revistas, y ejercer influencia política en Washington. Pero si esa labor se
hace en la carne, no importa cuánto éxito aparente logre, poco hace por edificar el reino de
Dios. Cuando se hace la obra del Señor buscando apoyo en la sabiduría humana, usando
métodos humanos, ya no es la obra del Señor.
La única manera en que la iglesia puede adquirir credibilidad genuina ante los
incrédulos es mostrarles algo que ellos no pueden explicar ni replicar con sus métodos
naturales, pragmáticos —algo que sólo pueden explicar invocando a lo sobrenatural.
Pero si eso es así, señala Blue, «entonces la iglesia se miente regularmente a sí misma
y disculpa el uso de la gente para sus relaciones públicas».
Éste es el peligro último de hacerla obra del Señor en la carne: puede conducir
abiertamente al pecado. Podemos sentirnos tan motivados por los objetivos del ministerio
que seamos ciegos al uso de métodos no éticos. Sin pensarlo, empezamos a estirar la verdad
para realzar nuestra imagen y atraer donantes. Un ex ejecutivo de alto rango de una
organización para-eclesiástica me dijo que había dimitido después de descubrir una «cultura
interna de falsedad», o patrón regular de ocultación de la verdad y recorte de esquinas éticas
para ofrecer mejor aspecto y ganar influencia —todo por el bien del ministerio, por
supuesto—. Es una forma moderna de creer que podemos «decir mentiras en nombre del
Señor» (Zac. 13:3).
Imagine que se levanta mañana por la mañana, dice Schaeffer, y por una especie de
magia, todo lo que la Biblia enseña acerca de la oración y de la habilitación del Espíritu Santo
hubiera desaparecido —que hubiera sido borrado de la historia y no se dijera nada—. ¿Haría
eso alguna diferencia práctica en la manera de gestionar nuestras iglesias y organizaciones?
El hecho trágico, dice Schaeffer, es que para muchas organizaciones cristianas «ello no
supondría ninguna diferencia en absoluto». Funcionamos día tras día sentados en el sillón del
naturalista, como si lo sobrenatural no fuera real.
INSTRUCCIONES DE FUNCIONAMIENTO
El mismo modelo contradictorio suele darse en la manera de operar de iglesias y
organizaciones cristianas —gestión del puesto de trabajo, trato a los empleados y estilo de
liderazgo—. Muchos grupos son cristianos en lo que profesan, pero no en su forma de actuar.
Considere, por ejemplo, los ministerios que reclaman excesivas horas de trabajo. Esta
costumbre común genera un efecto dominó de huellas destructivas: rompe matrimonios,
erosiona la vida familiar, elimina fuentes externas de renovación, como el compromiso con
una iglesia local. Separa de recursos emocionales externos, la persona suele volverse
excesivamente dependiente de sus relaciones en el trabajo y, por ende, vulnerable al control
y la manipulación.
Después de trabajar ocho años en el Congreso de EEUU, una talentosa gestora de
oficina aceptó un cargo ejecutivo en un ministerio cristiano para-eclesiástico. “Quería
apartarme de la típica oficina del Congreso, donde todos giran alrededor del político de Gran
Nombre” me confió. “Se esperaba del personal que sacrificara sus vidas personales,
familiares, sus identidades profesionales”. Y añadió: “Aborrezco tener que usar el lenguaje
del movimiento de la recuperación, pero buena parte del personal mantenía una relación de
codependencia con su miembro del Congreso. Vivian existencias vicarias, alimentaban la
fama e identidad pública de éste”.
No obstante, cuando se trasladó a su nuevo puesto de trabajo, se llevó una decepción
al descubrir exactamente la misma dinámica en el ministerio para-eclesiástico. “Se esperaba
de los miembros del personal que vivieran para el ministerio, que trabajaran largas horas, que
no tuvieran vida privada, que cultivaran todas sus relaciones sociales dentro de la
organización. Era la misma relación de codependencia que con el Gran Nombre”. El modelo
emocionalmente contaminado era demasiado obvio, por lo que ella abandonó —
sabiamente— su nuevo puesto sólo dos meses después.
Estos modelos pueden ser físicamente insalubres, pues generan enfermedades
relacionadas con el estrés que causan absentismo y reducen la productividad. Un ejecutivo
de un grupo de reflexión en Washington trabajó una vez para cierto ministerio cristiano en el
que la atmósfera era tan negativa que le ocasionó síntomas físicos relacionados con el estrés.
Cuando procuró consejo médico, el doctor exclamó: “¿Cómo es que todas las personas que
padecen este tipo de enfermedad trabajan en el mismo ministerio?”
Las experiencias negativas son tan comunes en las iglesias y grupos para-eclesiásticos
que ha aparecido en el mercado un nuevo género de libros de autoayuda con títulos como El
sutil poder del abuso espiritual y Restauración de los Heridos. Estos libros describen los
síntomas de un sistema organizativo malsano, caracterizado por el control, por líderes
dominantes que empujan a la gente a actuar para labrarse una imagen de celebridad. Los
creyentes sumidos en tal sistema, ya sea servicio voluntario no remunerado o servicio
asalariado, suelen estar sometidos a muchas formas clásicas de abuso en el puesto de trabajo.
VERDADERA ESPIRITUALIDAD
En una encuesta reciente, Zogby/Forbes ASAP preguntó a sus encuestados: ¿Por qué
cosa le gustaría ser conocido? ¿Su inteligencia? ¿Buen aspecto? ¿Buen sentido del humor?
La mitad de los consultados marcó una respuesta sorprendente: dijeron que les gustaría tener
fama de «ser auténticos». En un mundo revolucionado y sensacionalista, la generación
posmoderna busca desesperadamente algo real y autentico. Pero no se tomarán en serio el
cristianismo a no ser que nuestras iglesias y organizaciones demuestren un estilo de vida
auténtico —a menos que haya comunidades que exhiben el carácter de Dios en sus relaciones
y modo de vida.
Técnicas publicitarias que proyectan imagen podrán recaudar dinero, pero no son el
medio de llevar a cabo una obra espiritual genuina. El modo que «use la iglesia para declarar
la verdad no debe ajustarse a las técnicas de la propaganda moderna», escribe Newbigin,
«debe exhibir la modestia, la sobriedad y el realismo que corresponden al discípulo de Jesús».
La iglesia es llamada a dar testimonio del evangelio mediante una demostración auténtica de
amor y unidad.
En los días de la iglesia primitiva, lo que más impresionaba a los súbditos del imperio
romano era la comunión de amor que exhibían los creyentes. «Miren cómo se aman»,
llegaron a decir. En cada época, la evidencia más persuasiva del evangelio no son palabras o
argumentos, sino una viva demostración del carácter de Dios a través del amor cristiano de
los unos por los otros expresado en palabras y obras. El evangelio no ha de ser «un mensaje
etéreo», dice Newbigin. Debe encarnarse en una congregación de hombres y mujeres que lo
creen y lo viven —que exhiben en sus relaciones la belleza del carácter de Dios.
En cierto sentido, este capítulo debería haber sido el primero, porque su mensaje indica
la senda que conduce a todo lo demás. La realidad espiritual de rechazado, muerto y
resucitado subyace en el núcleo mismo de la vida cristiana y en el desarrollo de una mente
renovada. Sólo cooperando con Dios por medio de la muerte al pecado y al yo estaremos
listos para recibir «la mente de Cristo» (1 Co. 2:16). Que Dios nos conceda la gracia de ser
testigos auténticos de su existencia ante un mundo que observa.
APÉNDICE 1
La teoría del contrato social sigue constituyendo hoy el núcleo del liberalismo político
en EEUU. En el capítulo 4 comentamos la versión rousseauniana del contrato social, y en los
capítulos 10 y 11 mencionamos el enorme influjo que causó la teoría en EEUU después del
nacimiento de esta nación. Vimos que muchos evangélicos abrazaron una concepción liberal
de la sociedad, con su individualismo atomista, y en el capítulo 12, cómo alteró el modelo de
la familia estadounidense. Por tanto, es fundamental entender mejor esta tradición filosófica.
Hasta ese tiempo, se había considerado el estado una entidad moral y espiritual, aunque
institucionalmente independiente de la iglesia. Ordenado por Dios, su deber era proteger el
“bien común” del cuerpo político, concebido en preceptos morales como justicia, Compasión
y Virtud (la definición de estos términos derivaba, en definitiva, de la revelación divina). Los
gobernantes se tenían a sí mismos por mediadores, o participantes, en el gobierno justo de
Dios sobre las naciones —lo cual incluía el deber de proteger “la verdadera religión” y
defender a la iglesia.
No obstante, después de la Reforma, la gente empezó a preguntarse ¿qué iglesia? Y
después de cien años de refriega entre las iglesias en conflicto, muchos empezaron a afirmar
que el estado no debía desempeñar la labor de defender a ninguna iglesia. Comenzaron
incluso a cuestionarse la función moral del estado: Puesto que la moral deriva de la religión,
cualquier concepción religiosa del “bien común” que se propusiese podría ser retada por una
religión rival. No. Habría que buscar una base puramente secular.
El primero en responder al reto fue Thomas Hobbes. Él propuso que la base última del
orden político fuera el temor a la muerte violenta. El “estado de naturaleza”, como Hobbes
lo describió, era hostil y violento —una guerra de todos contra todos—. La amenaza de
muerte pende sobre todas las cosas y (según su frase famosa) la vida es “solitaria, sucia,
brutal y corta”. Cada individuo tiene el “derecho” natural de preservar su propia vida, y tomar
lo que necesite, aunque ello signifique robar o matar. El estado surge cuando los individuos
resuelven que la vida sería más agradable si ellos sacrifican ciertos derechos, como el derecho
de defenderse, y los transfieren a una autoridad civil. Esta transferencia de derechos se
denomina contrato, que significa para Hobbes la base de toda obligación moral.
No obstante, a pesar de su premisa inicial irrealizable, la teoría del contrato social llegó
a ser la teoría política dominante en EEUU —y al mismo tiempo, una poderosa fuerza de
secularización—. Como hemos visto, lo que unificó las varias versiones de la teoría del
contrato social fue el rechazo de los ideales morales trascendentes, para sustituirlos por un
instinto biológico de mínimo denominador común como fundamento del orden político. Las
perspectivas religiosas fueron marginadas, mientras el estado asumió el rol de institución
central en la sociedad moderna.
Quizás la mayor tragedia es que muchos evangélicos del siglo XVIII y XIX no
acertaron a reconocer lo que estaba sucediendo. Por haber abrazado una idea de la verdad en
dos niveles, supusieron que la filosofía política era una «ciencia» perteneciente al nivel
inferior que se podía cultivar aparte de cualquier perspectiva distintivamente cristiana. En
consecuencia, muchos evangélicos de la época adoptaron simplemente filosofías políticas
laicas —especialmente la de John—. Cualesquiera que fuera la fe religiosa personal de Locke
(objeto de interminable debate), no cabe ninguna duda de que su teoría política tuvo una raíz
secular, ya que asentó la sociedad civil no en bienes morales como la Justicia y la Virtud,
sino en el interés propio.
¿Cómo pudieron pasar esto por alto los evangélicos? Como explica George Marsden:
«La teoría contractual del gobierno de Locke fue, en la práctica, tan similar al concepto
puritano de pacto que nadie en la etapa revolucionaría parece haber pensado que era lo
suficientemente importante como para criticar su base teórica esencialmente secular». Al
estimar el nivel inferior como filosóficamente neutral, los cristianos fallaron en reconocer
filosofías extrañas —y a veces las adoptaron sin ser conscientes de ello.
En nuestro propio tiempo, este mismo proceso de secularización explica por qué la
política deja a tanta gente decepcionada y espiritualmente insatisfecha. «El liberalismo de
Hobbes y Locke se basa en los relativamente “bajos” objetivos humanos de auto-
preservación y deseo de riqueza», escribe Stanley Kurtz, lo cual justifica «el desencanto
crónico en el corazón de la modernidad». En el fondo, los hombres somos seres morales y
anhelamos ver que nuestros ideales morales más altos se expresan en nuestra vida corporativa.
En definitiva, la versión secular de la vida civil no satisface el anhelo del hombre de convivir
en comunidades morales, comprometidas con el Derecho y la Justicia.
APENDICE 2
A veces les resulta fácil a los cristianos desechar el movimiento de la nueva era como
adornos descabellados de la contracultura de los sesenta. Pero esta sería una infravaloración
peligrosa. El núcleo del movimiento es una religión panteísta (véase el capítulo 4) que
proviene de una tendencia religiosa extraordinariamente amplia que se ha manifestado
prácticamente en toda época y cultura —Occidente, Oriente, y Medio Oriente (islam)—.
Después del atentado del 11 de septiembre, cuando el mundo presta atención a las culturas
islámicas, los cristianos precisan estar equipados para identificar esta amplia tendencia
religiosa a fin de dar sentido a los actuales acontecimientos culturales y políticos.
Empezando por Occidente, las ideas cuasi panteístas de que estamos hablando echaron
ralees en el siglo III de la antigua Grecia. Éste fue un periodo en el que las religiones asiáticas
se pusieron de moda en la antigua cultura griega, lo mismo que en los EEUU de la década de
1960. Resultó una escuela de pensamiento conocida con el nombre de neoplatonismo, que
combinó la filosofía de Platón con el panteísmo indio. «Neo» (nuevo) da pie a pensar en la
antigua forma pagana del movimiento de la nueva era.
El principal portavoz de esta fusión de Oriente y Occidente fue Plotino, quien enseñó
que el mundo era una “emanación” o radiación del ser de un Espíritu impersonal o Absoluto
—al igual que la luz es una radiación del sol—. El nivel inferior de esta radiación era la
materia; y como estaba más lejos de la Bondad Infinita, por eso era mala. Es decir, el tener
un cuerpo físico, material, era considerado en sí mismo una especie de pecado, algo negativo
de lo que uno debe ser salvo. ¿Cómo? Practicando el ascetismo para suprimir los deseos del
cuerpo. La meta era liberar el espíritu de la «prisión» del cuerpo para ser reabsorbido por el
Infinito del que procede.
Desde el principio, el neoplatonismo fue, además de una filosofía, una religión mística.
En efecto, fue elaborada en parte para confrontar al cristianismo —como arma a esgrimir por
el paganismo antiguo en su polémica pugna contra el cristianismo—. En el siglo IV, el
emperador Juliano el Apóstata intentó desalojar el cristianismo como religión oficial del
imperio romano sustituyéndolo por el neoplatonismo.
El objeto de este rapidísimo repaso histórico es indicar que mucho antes que los Beatles
se hicieran discípulos del Maharishi, varias formas de pensamiento cuasi panteísta ya
figuraban como tendencias destacadas en la tradición cultural occidental. El movimiento de
la nueva era sólo fue una modalidad más reciente de una tendencia prolongada a importar el
panteísmo oriental en la cultura occidental, que había comenzado con Plotino y el
neoplatonismo.
¿Qué diremos del Medio Oriente? Muchos no se dan cuenta de que, históricamente, los
pensadores islámicos bebieron en fuentes griegas tanto como los pensadores occidentales, de
modo que el neoplatonismo se extendió también a las culturas árabes. Durante la edad de oro
del islam, en los siglos VII y VII, los ejércitos de Mahoma barrieron desde la península
Arábiga y se anexionaron un territorio que abarcaba desde España a Persia. Cabe afirmar que
durante ese proceso también se apropiaron de las obras de Platón, Aristóteles, Plotino y otros
filósofos griegos. En consecuencia, el mundo árabe tuvo una rica tradición de comentarios
sobre los filósofos griegos mucho antes que Europa. En cursos superiores de historia se suele
enseñar que la chispa del Renacimiento saltó con la recuperación de los antiguos textos
clásicos. Pero rara vez se recuerda que fueron los filósofos musulmanes quienes los
preservaron y los reintrodujeron en Occidente.
Como resultado de ello, el neoplatonismo ejerció notable influencia en el pensamiento
islámico. Varios destacados filósofos musulmanes actuales han abrazado la Filosofía Perenne,
con su fusión de panteísmo oriental y occidental. En realidad, los antiguos europeos
defensores de esta filosofía acabaron convirtiéndose al islam. Para completar el circulo, el
pensador que lanzó la Filosofía Perenne (un francés llamado René Guenon) creía que había
realmente un núcleo común que unía a las tres: neoplatonismo en Occidente, hinduismo en
Oriente e islam en Oriente Medio.
Desde el 11 de septiembre hemos oído una y otra vez que el islam es otra fe abrahámica
—como si no fuera muy distinta del cristianismo—. Tal vez por eso sorprende que el Dios
del islam sea realmente más afín al Absoluto impersonal del neoplatonismo y el hinduismo
que al Dios de la Biblia.
Pero es verdad, y la razón principal es que el islam rechaza la Trinidad. Sin esa premisa,
no puede defender una concepción plenamente personal de Dios. ¿Por qué no? Porque
muchos atributos de la personalidad sólo se pueden expresar en un marco de relación —como
el amor, la comunicación, la empatía y la abnegación.
Pero el islam niega la Trinidad, lo que significa que no hay manera de que el Dios que
ellos conciben posea atributos de relación. (Al menos, no hasta su creación del mundo, pero
en este caso, Él dependería de la creación). Por eso es correcto afirmar, como afirman algunos
filósofos islámicos, que el islam es realmente afín al neoplatonismo y el hinduismo.
Esta concepción impersonal de Dios explica también por qué los musulmanes expresan
su fe mediante ritos casi mecánicos: los creyentes islámicos recitan el Corán mecánicamente,
palabra por palabra, en árabe clásico. No oran a un Dios personal, derramando su corazón
ante Él, como hizo David, o discutiendo con Él, como Job. Como dice una página web
islámica: «La comprensión del Corán es secundaria»; la recitación y el ritual son prioritarios,
lo que sólo tiene sentido si Dios no es un ser personal. Como explica el sociólogo Rodney
Stark, las religiones que no conocen a un Dios personal tienden a enfatizar la pulcritud en la
ejecución de rituales y fórmulas sagradas; por el contrario, las religiones que conocen a un
Dios íntimamente personal se preocupan menos de tales cosas, porque un Ser personal
responderá a un acercamiento personal a través de la súplica improvisada y la oración
espontánea.
A decir verdad, estaba tan extendido hace medio siglo que C. S. Lewis dijo que
normalmente hallamos resistencia “no por la irreligión de nuestros oyentes, sino por la
religión real que profesan”. —aludiendo a alguna forma diluida de panteísmo—. A la gente
parece gustarle la idea de que Dios no sea un ser personal, sino “una gran fuerza espiritual
que impregna todas las cosas, una mente común de la que todos formamos parte, un pozo de
espiritualidad generalizada al que todos podemos acudir”. Tan extendido está este concepto
que Lewis lo consideró “la inclinación natural de la mente humana” — “la actitud en la que
cae automáticamente la mente humana cuando se abandona a sí misma” separada de la
revelación divina. Si Lewis está en lo cierto, el panteísmo siempre reaparecerá como
adversario natural del cristianismo.
Así pues, a largo plazo, es improbable que el secularismo perdure. Dado que la
humanidad es, por naturaleza, religiosa, lo más probable es que la cultura occidental vuelva
a espiritualizarse. Después de llevar a cabo su propósito de socavar el cristianismo, el
secularismo se extinguirá y dará paso a una espiritualidad panteísta que ya ocupa el centro
del pensamiento general en Occidente, Oriente y Medio Oriente. Es esencial para los
cristianos aprender a analizar estas cosmovisiones impersonales y panteístas —tanto para
protegernos como para evangelizar a los espiritualmente perdidos.
APÉNDICE 3
Algunas de las figuras más importantes que los cristianos debieran conocer de la
historia estadounidense son los pragmáticos, porque ellos se esforzaron por calcular las
implicaciones filosóficas del darwinismo (véase el capítulo 8). Y una manera de medir el
impacto de su pensamiento es situarlo en un contexto histórico más amplio. Charles Sanders
Peirce a veces atribuyó sus ideas acerca del azar al filósofo Epicuro —comentario que nos
obliga a retroceder a los antiguos pensadores griegos—. Visto con lentes históricas más
gruesas, el pragmatismo supuso una fase en la guerra prolongada entre el materialismo y el
cristianismo, que comenzó con los antiguos griegos.
En efecto, ya en los tiempos antiguos, Epicuro había esbozado toda una cosmovisión
basada en el materialismo. En primer lugar, si la materia es lo único que existe, debemos ser
empiristas: el conocimiento se limita a lo que conocemos a través de los sentidos (efluvios:
átomos que inciden contra los órganos de los sentidos). En segundo lugar, la moral debe
basarse también en los sentidos: el bien y el mal se definen por las sensaciones de placer y
dolor. El único principio moral es que hay que maximizar el placer y minimizar el dolor, en
suma, puro hedonismo. Los estudiantes que acudían al jardín de Epicuro, donde él impartía
sus clases, eran recibidos con una inscripción en la verja que rezaba: «Forastero, aquí estarás
bien; aquí el placer es el bien primero». Sin embargo, Epicuro no equiparó el término
hedonismo con complacencia desenfrenada, como hoy se hace. Instó a la moderación, e
incluso al ascetismo, aduciendo que muchos placeres acarrean dolor (como el abuso de la
bebida). Pero el rasgo principal de su moral es éste: no se basaba en ninguna norma
trascendente del bien, sino en la preferencia natural de ciertas sensaciones.
Estas ideas fueron tan controvertidas en la antigüedad como lo son hoy. Después del
periodo helenístico (en el que vivió Epicuro), la filosofía volvió a ser arrastrada por el
pensamiento clásico (Platón y Aristóteles), cuyos discípulos se opusieron vigorosamente al
materialismo de Epicuro. Éstos arguyeron que, si el mundo realmente consistiera de
configuraciones de átomos al azar, el conocimiento sería imposible. El flujo constante de
impresiones que alcanzara la mente a través de los sentidos, no estaría ordenado por ningún
modelo racional, sino por una dispersión caótica de visiones, sonidos, sabores y texturas. La
razón por la que podemos conocer las cosas, decían, es precisamente porque la realidad no
es un flujo aleatorio de átomos (efluvios), ya que está ordenada en pautas inteligibles, a las
que llamaron Formas o Ideas. Es este orden racional lo que aprehende nuestra mente. Los
seres vivos no resultan de una compilación de átomos al azar; consisten de materia
organizada por formas inteligibles, en latín species. (Recuerde el dualismo Forma/Materia
comentado en el capítulo 2).
Más aún, los filósofos clásicos arguyeron que este orden racional es teleológico —
dirigido hacia una meta o propósito (telos en griego)—. Cuando una bellota se convierte en
una encina, o un huevo en una gallina, su desarrollo es un proceso dirigido que se despliega
conforme a un plan o propósito incorporado. El objetivo final o forma es el árbol o la gallina
totalmente desarrollados. (Aristóteles, guiado por el sentido común, tenía una intuición
bastante clara de lo que hoy llamamos genética).
Luego, más de un milenio después, al amanecer la revolución científica, tuvo lugar una
sacudida sísmica. Tratando de enmarcar la nueva filosofía de la naturaleza, algunos de los
científicos modernos empezaron cautelosamente a reconsiderar el atomismo de Epicuro.
Muchos eran cristianos que rompieron con el dictamen negativo que los primeros apologetas
habían pronunciado contra el epicureísmo. Estos pensadores científicos esperaban, con
optimismo, que el atomismo pudiera extraerse de su contexto filosófico materialista y
bautizarse en una cosmovisión cristiana. El primero en revivir el atomismo de Epicuro fue el
sacerdote Pierre Gassendi, seguido por el devoto químico Robert Boyle y el incomparable
Isaac Newton.
Del mismo modo, a medida que actúa la evolución y cambian las condiciones, deben
cambiar también las costumbres morales. Lo importante no es identificar principios
normativos que permanezcan, sino aprender estrategias para gestionar el cambio. Ya que, si
las especies no son reales, los límites que definen la naturaleza humana se tornan plásticos y
maleables, ¿y quién puede asignar a los seres humanos un régimen moral especial? ¿Por qué
no ejercer control sobre el curso de la evolución humana a través de la ingeniería social? «El
hombre, tal como es, se va quedando anticuado», anunció Mary Calderone, ex directora
ejecutiva del Consejo Educativo y de Información Sexual de EEUU (SIECUS), en 1968. La
cuestión principal que afrontan los educadores, dijo ella, es “¿qué clase de hombre queremos
producir en su lugar y cómo diseñaremos la cadena de producción?” Calderone hizo un
llamamiento a las escuelas para empezar a producir “seres humanos de calidad mediante
procesos conscientemente ingeniados en la medida en que las mentes más preclaras de la
sociedad puedan esbozarlos”.
Tales apelaciones directas a una ingeniería social son escalofriantes. Peor aún. puede
que pronto tengamos capacidad científica de practicar ingeniería genética —que depositará
mucho más poder en manos de tecnócratas deseosos de hacerse cargo de la evolución—. «La
naturaleza humana desaparece como concepto del neodarwinismo», explica el embriólogo
Brian Goodwin, «de modo que la vida pasa a ser una serie de partes, mercancías que se
pueden desplazar de un lado a otro». Si no hay naturaleza humana normativa, ¿por qué no
experimentar? ¿Por qué no trastocar genes y manipular formas de vida de cualquier manera
que parezca oportuno?
¿Cómo se materializó este método en una apologética concreta con una escéptica como
yo, por ejemplo? En pocas palabras, Schaeffer argüía que una manera de probar lo que
pretende erigirse por verdad es medirlo con la norma de lo que se conoce por experiencia
directa —o como él decía, la experiencia humana universal (realismo del Sentido Común)—.
Después se esforzaba por mostrar que sólo el cristianismo proporciona una explicación
teórica adecuada de lo que conocemos por experiencia pre-teórica (neo-calvinismo
holandés). Tomando prestada una frase típica de un filósofo de la ciencia contemporáneo, las
verdades conocidas por experiencia son «conclusiones en busca de premisas». Es preciso
encontrar una «premisa» o cosmovisión sistemática que las explique para que tengan sentido.
¿MÁQUINAS DE SUPERVIVENCIA?
Para entender mejor esta argumentación, le invito a examinar algunos ejemplos. ¿Con
qué vigor respondemos al reduccionismo y determinismo tan extendidos hoy, especialmente
en el campo de la ciencia cognitiva? Hace poco, un artículo aparecido en Nature recitaba la
ortodoxia actual, insistiendo en que la mente es «una máquina de supervivencia con
elecciones predeterminadas» y que el libre albedrío es una ilusión subjetiva.
Éstas eran algunas de las ideas que había aceptado antes de llegar a L’Abri. ¿Qué
cambió mi forma de pensar? El contraargumento de que el determinismo contradice los datos
de la experiencia. Todos tenemos conciencia inmediata de vivir situaciones en las que
debemos sopesar cursos alternativos de acción y luego optar por uno de ellos. A veces es
divertido, y otras muchas angustioso, pero en la práctica nadie puede realmente negar la
conciencia directa de que tomamos decisiones.
Otra forma de articular el argumento es afirmar que nadie puede vivir coherentemente
sobre la base de una cosmovisión determinista. En la vida cotidiana nos vemos obligados a
actuar dando por sentado que la libertad y la elección son reales, no importa lo que creamos
teóricamente. Esto origina tensión para el no creyente. “La creencia en la libertad forma parte
de nuestra experiencia; no podemos prescindir de ella”, dijo el filósofo John Searle en una
entrevista. «Si lo intentáramos, la vida serla imposible. Puedo decir que creo en el
determinismo; pero cuando voy a un restaurante tengo que tomar una decisión en cuanto a
qué voy a pedir, y eso es una elección libre». En sus textos académicos, Searle reduce toda
realidad a partículas que se mueven obedeciendo fuerzas físicas ciegas, pero cuando sale del
laboratorio e intenta funcionar en el mundo real no puede vivir sobre esa base. Su experiencia
contradice en la práctica su filosofía.
Por el contrario, el cristianismo asume la verdad como objetiva y explica por qué —
porque el mundo es creación de Dios, no de mi propia imaginación—. La doctrina de la
creación proporciona fundamento lógico para creer que existe un mundo objetivo, externo,
con designio y estructura intrínsecos.
NO ES JUSTO
Si hay una característica imperante en la cultura moderna es el relativismo moral. Sin
embargo, es uno de los «ismos» más fáciles de desbaratar. ¿Por qué? Porque, a pesar de lo
que una persona dice que cree, frente a una crueldad genuina, nadie sigue siendo relativista
moral.
“Parece, pues, que estamos obligados a creer en un bien y un mal reales”, concluye
Lewis. «La gente puede estar equivocada al respecto, lo mismo que a veces se equivoca al
sumar; pero no es cuestión de gusto y opinión, como tampoco lo es la tabla de multiplicar».
Por tanto, ¿cuál es el ámbito lógico para la creencia ineludible en el bien y el mal? La única
base para una moral objetiva es la existencia de un Dios santo, cuyo carácter constituye el
fundamento último de las normas morales. Él cristianismo explica por qué somos criaturas
morales y establece la validez de nuestro sentido moral.
Estos fueron algunos de los asuntos con los que tuve que bregar personalmente en los
estudios que hice en L’Abri antes de hacerme cristiana. La forma de apologética que descubrí
allí recurría a la experiencia humana común como piedra de toque. El propósito de una
cosmovisión es explicar nuestra experiencia del mundo —y cualquier filosofía puede ser
juzgada por el éxito o el fracaso que obtenga al hacerlo—. Cuando el cristianismo se pone a
prueba, se descubre que sólo él explica y da sentido a las experiencias humanas más básicas
y universales. Ésta es la confianza que debe sostenernos cuando presentamos la perspectiva
de nuestra fe en la arena pública, ya sea a través de la evangelización personal, ya en nuestra
labor profesional.