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NOTAS SOBRE EL CONCEPTO DE

GOBERNABILIDAD

El concepto de gobernabilidad tiene y ha tenido significados diversos tanto en las


ciencias sociales como en el discurso político.
No obstante, hay una particular acepción, hoy al uso, cuyo origen puede dar luces
acerca de cómo, a partir de qué elementos, basada en qué concepción, las élites
estructuran su visión de los fenómenos sociales, particularmente de aquellos que le
resultan conflictivos.
Un poco de historia.
En la década de los 60 se hace observable un drástico crecimiento de una cultura de
protesta orientada a buscar una participación política efectiva, así como una tendencia
al uso intensivo y extensivo de las instituciones democrático-liberales.
La politología conservadora, de fines de los 60 e inicio de los 70, puso acento en la
importancia de semejantes fenómenos a la hora de hacer un diagnóstico del estado de
la democracia liberal, subsumiéndolos bajo la idea de ingobernabilidad.
Con precisión, es hacia 1974 que la fórmula de la ingobernabilidad adquiere el
contenido definitivo, es decir, se establece tal como fue luego popularizada. Esta versión
del concepto, que es particularmente significativa dada la influencia política que logró y
su pervivencia hasta hoy, surgió desde la intelectualidad reunida en la llamada Comisión
Trilateral. (ver The Crisis of Democracy, Croizier, Huntington y Watanuki, 1975)
La Comisión Trilateral, fundada en 1973, reunió a los cientistas sociales más relevantes
de los círculos cercanos a los gobiernos de EEUU, de los países de Europa Occidental y
de Japón, con el objeto de analizar los “problemas comunes de desarrollo” de sus
respectivas sociedades. En 1974 esta comisión emitió un informe que se centró en
descripción de algunos fenómenos del momento y que le sirvieron de fundamento para
introducir la tesis según la cual un “exceso de democracia” hace peligrar la existencia de
las sociedades liberales:
exigencias de control participativo en las entidades públicas e iniciativas
concretas para su institucionalización;
pérdida de confianza en aquellas instituciones políticas y económicas que
sostienen la estática de las sociedades capitalistas;
elevada sensibilidad pública frente a los abusos de poder de los órganos
del Estado
mayor disposición de la población hacia la aceptación de
comportamientos políticos “no convencionales” y un rápido crecimiento

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de actividades políticas referidas a iniciativas ciudadanas y nuevos
movimientos sociales;
creciente proclamación de exigencias y disposiciones conflictivas en
ámbitos “prepolíticos” (esto es, morales, culturales, económicos;
ejemplos particulares: aborto, cogestión empresarial, etc.);
altos grados de fluctuación electoral, vínculo de identidad decreciente con
partidos políticos y, al mismo tiempo, crecimiento de formas de
organización política representativa de intereses de grupos específicos
(medio ambiente, mujeres, etc.);
mentalidad de protesta cada vez más consistente en su motivos, cuyas
distintas expresiones se mantienen unidas a través de valores de igualdad
social y participación política
Si ponemos atención a lo anterior, no nos puede pasar inadvertido el hecho de que se
está interpretando aquel momento histórico como de radicalización intensiva y
extensiva del “principio democrático”.
Intensiva, porque crecen las exigencias normativas a la par que aumenta la sensibilidad
contra abusos y manipulaciones político-administrativos. Extensiva, porque el “principio
democrático” se extiende más allá de la esfera estrechamente definida por los
“derechos de participación política” vigentes (por ejemplo, a las esferas de la vida
cultural y económica: a lo prepolíticos desde perspectiva ideológica del estado liberal).
Así la ingobernabilidad aparece aquí necesariamente asociada a la falta de eficacia de
los Estados para responder a las crecientes reivindicaciones de la sociedad en el marco
de las condiciones económicas existentes y, también, a la pérdida de confianza de la
ciudadanía hacia los políticos y las instituciones democráticas al no ser cumplidas sus
demandas.
No obstante, no hay que perder de vista que el fondo de todo este asunto es la
preocupación por la existencia de una relación de tensión entre la norma democrático
liberal vigente de autodeterminación política y los imperativos funcionales de una
economía y de una administración políticas que requieren una transformación de la
sociedad en función de los intereses y seguridad del capital.
Desde luego subyace aquí la afirmación de la existencia de una crisis de las “sociedades
liberales”, así como la aparición de signos de preocupante inestabilidad de los “sistemas
políticos democráticos”. De este modo, el concepto de ingobernabilidad aparece como
eje estructurador del neoconservadurismo. En otro aspecto, ha de tenerse presente que
el discurso que sitúa al neoliberalismo como una suerte de necesidad histórica, combina
argumentos del capitalismo monetarista y de mercado con la tesis de la
ingobernabilidad.
Puestas así las cosas, el concepto de gobernabilidad hoy en uso, surge, entonces,
asociado indisolublemente a una supuesta sobrecarga de demandas sociales frente al
Estado. Luego, y esto devela la matriz conservadora de esta postura, sería entonces la

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“ampliación de la democracia” la que, al permitir el surgimiento y articulación de
mayores demandas de la sociedad frente al Estado, se deslegitima a sí misma como
sistema. Esto es, al profundizarse la democracia se alimentarían ofertas y demandas que
volverían ingobernable a la sociedad. La pérdida de confianza entre los electores y sus
partidos, entre la ciudadanía y las políticas estatales, produciría estados de
ingobernabilidad. Y como este tipo de sistemas no limitaría la participación popular, el
resultado sería una desconfianza hacia la democracia misma.
Desde la perspectiva de la Trilateral, gobernabilidad y democracia resultarían ser,
entonces, dos términos en muchos puntos contradictorios. O dicho de otra manera,
mucha democracia implicaría déficit de gobernabilidad. Luego, una gobernabilidad sin
sobresaltos requeriría de una democracia precaria, mínima o del todo inexistente.
Por otra parte, en esta concepción conservadora, el único sujeto capaz de dar lugar a
condiciones de gobernabilidad sería la élite gobernante a partir de la aplicación de una
eficaz ingeniería social, de modificaciones ad hoc de los procedimientos de los sistemas
políticos y de la utilización de los medios de comunicación de masas a fin de sostener o
aumentar los niveles de legitimidad.
A partir de tal interpretación, se propone, consecuentemente, una estrategia
consistente, en lo fundamental, en el disciplinamiento social por medio del
adoctrinamiento o la coerción, con el objeto de limitar las capacidades de demanda y la
articulación de intereses.
Bajo estas consignas, recordemos, actuaron los regímenes militares latinoamericanos.
Los procesos de transición en la región relegaron, aunque sólo temporal y parcialmente,
estas visiones. De hecho, en los 90 reaparece con fuerza en nuestros países, tanto en la
política como en las ciencias sociales, el concepto de gobernabilidad promovido esta vez
por el BM y el BID (ver, Governance and Development, BM, 1992; Gobernabilidad y
Desarrollo. El estado de la cuestión, BID, 1992).
Si bien, en esta ocasión el concepto se reintroduce conteniendo elaborados eufemismos
(y adobado con exquisiteces tales como accountability), a pesar de hacerse en un
momento de proceso cuando la visión conservadora no tiene contrapeso, resulta ser el
mismo que en su momento surgió desde la Comisión Trilateral. Más tarde, se lo
adjetivará convenientemente como en la presentación de la ENADE 2003 donde se dice
que “es un factor que incide en el desarrollo humano y que es una de las herramientas
más importantes para crear un entorno favorable para mejorar las condiciones de vida
de las personas”. Pero no se dejará pasar la oportunidad para estipular, en esta
declaración, que la gobernabilidad es “la base de la democracia”, que “contribuye a la
cohesión social”, etc.
Ahora bien, a estas alturas la noción de gobernabilidad no sólo es herramienta
ideológica de las élites de cara a la sociedad, sino también está llegando a ser, implícita

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o explícitamente, elemento significativo, tanto al interior de la empresa como de las
instituciones del Estado y, aún, de partidos políticos y organizaciones sociales.
Con lo anteriormente escrito, parece que puedo ahorrarme una definición formal de
gobernabilidad que, por lo demás, nada agregaría.
Sólo decir, finalmente, que la noción de gobernabilidad resulta del todo antagónica con
la noción de conflicto como forma de expresión de lo social. Más aún supone que una
cierta “normalidad democrática” (es decir, una menor coacción) es posible, sí y sólo sí, la
sociedad se encuentra desmovilizada, sus organizaciones omitidas o extintas o
adhiriendo incondicionalmente al orden y a los intereses establecidos. De no ser así, el
imperativo de la gobernabilidad prescribirá la necesidad de poner en práctica medidas
de excepción, de echar a andar la máquina pesada del adoctrinamiento y la represión,
de la asimilación o cooptación de sectores “progresistas”, criminalizando la protesta, la
disidencia, la oposición.

patricio reyes
2003

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