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Vivir en Progrelandia(I)

En el quincuagésimo aniversario del Mayo francés del 68, vamos a lanzar una serie de
artículos al respecto, con aportaciones de Adriano Erriguel, Javier R. Portella, José Javier
Esparza, Jesús Sebastián y otros. Abre el fuego Adriano Erriguel.

A pesar de todas las apariencias, vivimos en una civilización reciente. Por mucho que
habitemos en países centenarios y seamos los herederos de una cultura milenaria, las
costumbres, ideas y creencias que vertebran nuestra visión del mundo no remontan más
allá de unas décadas. Entre un hombre de 2017 y otro de 1950 puede haber más
distancia – en sus concepciones antropológicas básicas – que la que pudiera darse entre
un hombre de 1950 y otro nacido en 1800. A lo largo del último medio siglo nuestra
civilización ha sido remodelada a fondo, con una velocidad y con una intensidad sin
precedentes a lo largo de toda la aventura humana.
En ese sentido, un historiador francés, Alain Besancon, ha podido afirmar que “mayo
1968” es, sin ninguna duda, el evento más importante acaecido tras la Revolución
americana y la Revolución francesa.
Pasado medio siglo desde entonces, ¿qué significado atribuir a aquellos acontecimientos?
Ante todo, el de ruptura de una larga cadena de transmisión cultural. “Matar al padre”
es una metáfora freudiana que evoca un mandato generacional. Como el río de la vida,
cada generación debe asumir sus propias tareas. El problema consiste en saber si,
después de aquél célebre mes de mayo, queda todavía algún “padre” al que matar.
Mayo 1968 inauguró una época inédita: la transgresión como dogma y la rebeldía como
nueva ortodoxia. Una “rebelocracia” – en palabras de Philippe Muray – que exalta sus
propias contradicciones, las comercializa y las fagocita. Mercado global, domesticación
festivista y educación para el consumo: los signos definitorios de nuestra época. En ese
sentido mayo 1968 fue una revolución para acabar con todas las revoluciones.
¿Verdaderamente? Pasado ya medio siglo, la utopía sesentayochista adquiere para
muchos los contornos de una burla insultante. La generación que quiso reinventar el
mundo, reinventar la vida, exigir la felicidad y merecerlo todo, ha dejado como legado
varias generaciones de juguetes rotos. Algo se torció en el experimento, y sin embargo
aquella generación que cuestionó todas las certezas, que derribó todos los valores,
proclama como incuestionables sus propios valores y sus propias certezas, exige
pleitesía para ellas y las declara intocables y las sitúa como coronación suprema de la
aventura humana.
Pero la aventura humana continúa; y una vez puesto en marcha, el acelerador de
mutaciones sociológicas es imparable. Como ocurría en 1968 los tiempos están
cambiando. Un nuevo malestar en la civilización – volvemos a Freud – se extiende con
una virulencia nunca vista. A medida que avanza el siglo XXI, desde el caos de
identidades deconstruídas, desde el reguero de juguetes rotos, aumenta el número de
aquellos que, solitarios, atomizados, desarraigados, no habiendo conocido otro mundo
que el conformado a partir de mayo 1968, tienen una serie de cuentas que ajustar con
la gloriosa efeméride.

Mayo de 1968 como evento publicitario


Partamos de un hecho: mayo 1968 como acontecimiento histórico ya no interesa a casi
nadie. Su memoria se desvanece en el tiempo, entre la indiferencia de los más jóvenes.
Pero la industria de las conmemoraciones, fiel a la cita, se encarga cada diez años de
reactivar el recuerdo. Mayo 1968 se nos aparece hoy, de entrada, como una vorágine
de ideas en movimiento, como una sucesión de performances y desbordamientos
retóricos, como una cascada de photo–opportunities en un año que resultó muy
fotogénico.
Mayo 1968 pervive, en primer lugar, como imagen y como icono. No en vano fue la
primera revolución de la historia en la que lo virtual – la representación de los
acontecimientos, la mediación publicitaria de los mismos – prima sobre la realidad de lo
acontecido. A decir verdad – escribe el filósofo francés Vincent Coussedière – “es casi
imposible distinguir el acontecimiento de su autocelebración, de forma que esta
autocelebración termina por ser lo esencial del acontecimiento. Mayo 1968 es la creencia
en las virtudes de lo performativo: cuando decir es hacer, cuando el hacer se agota en
el decir. No es extraño que ciertos sesentayochistas se hayan reconvertido a la
publicidad, porque mayo 1968 es íntegramente un evento publicitario cuyo sentido se
agota en su autopromoción”.[1] Mayo 1968 como primer “asesinato de la realidad”
masivo y en toda regla, varios años antes de que Baudrillard formulase su célebre teoría.
Pero si mayo 1968 es importante, lo es por su significado en sentido amplio. No en vano
fue en ese mes de mayo cuando cristalizaron los imaginarios y los utopismos que hoy,
medio siglo después, se siguen presentando como los horizontes insuperables de nuestro
tiempo. Por eso, aunque su memoria se pierda en el tiempo, su legado sigue más vivo
que nunca. Mayo 1968 tiene el valor de un símbolo, el del comienzo de una nueva era.

Ha nacido una estrella: el gauchismo


En mayo 1968, París era una fiesta. Un instante suspendido en el tiempo en el que las
generaciones del baby boom se sacudían el aburrimiento de los (todavía inconclusos)
“treinta gloriosos”. Unas semanas de deseo loco y perspectivas radicales que, con toda
su mística revolucionaria, se quedaron en caos y saturnalia.
La historia es bien conocida: a pesar de encadenar con una serie de importantes
movilizaciones sociales – entre ellas, la mayor huelga general de la historia de Europa–
el sarpullido estudiantil no consiguió prender donde debía. Los sindicatos y el partido
comunista francés optaron por negociar sustanciosas mejoras sociales con las
autoridades gaullistas (los acuerdos de Grenelle), al tiempo que sus dirigentes se
posicionaban contra el aventurerismo de los agitadores de barricada. En conclusión:
llegó el verano y los estudiantes se fueron de vacaciones, pero con las maletas cargadas
de inquina generacional contra los anquilosados aparatchik comunistas y contra los
obreros que, en vez de revolución, preferían un plato de lentejas capitalistas.
Estaba claro que, tras la defección de los obreros, habría que buscar otro sujeto
revolucionario para el futuro. Y de eso se encargaría – frente al marxismo “conservador”
del partido comunista–, uno de los grandes descubrimientos de mayo 1968: el
“gauchisme”. Su traducción literal es “izquierdismo”. Pero a nuestros efectos – y no sin
cierta licencia retrospectiva– podemos considerarlo como el embrión de lo que hoy
llamamos “progresismo”.
¿Cómo definir el gauchismo? Aunque éste fue el protagonista que acaparó los focos de
mayo, como concepto había nacido mucho antes. En realidad se trataba de un término
peyorativo surgido en el ámbito del marxismo clásico. Con este apelativo, los dirigentes
socialdemócratas y comunistas descalificaban a los radicales de izquierda que rehusaban
toda disciplina de partido. En ese sentido, el gauchismo/izquierdismo era sinónimo de
activismo anarquizante y pueril: un síndrome individualista ajeno al carácter “científico”
del marxismo, algo muy propio de grupúsculos que, en el fondo, no aspiraban
seriamente a conquistar del poder. Lenin popularizó el término en su obra “el
izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo” (1920).
Pero 1968 le dio la vuelta a tesis de Lenin. Poco después de los sucesos de mayo, Daniel
Cohn–Bendit – el agitador sesentayochista par excellence– publicó un libro llamado “el
gauchismo, remedio a la enfermedad senil del comunismo”. En él, Cohn–Bendit
reivindicaba el espontaneísmo de los sucesos de mayo como receta para superar
el impasse de la idea comunista, sumida en la esclerosis autoritaria de corte soviético.
En el contexto de 1968, el gauchismo coincidía con toda la galaxia extraparlamentaria
de extrema izquierda – trotskistas, maoístas, anarquistas, autogestionarios y
antisistemas varios – que reivindicaban el impulso revolucionario que el comunismo
burocrático había perdido por el camino. Como señala el politólogo canadiense Mathieu
Bock–Côté: “los radical sixties marcan el retorno a los sentimientos fundamentales en el
origen del proyecto político de la izquierda, un retorno a la parte de utopismo que el
marxismo había tapado sin llegar a liquidarlo del todo”. De lo que se trataba, por tanto,
era de “hacer brotar de nuevo la fuente utópica del marxismo” (es la época del
descubrimiento de los escritos del “joven Marx”) y de suministrar al comunismo una
terapia desde la izquierda.[2]
Esto era, al menos, lo que decía el guión. Pero como suele ocurrir, la historia escribe
derecho con guiones torcidos. Lo que los radicales sesentayochistas estaban haciendo,
seguramente sin saberlo, era una cosa muy diferente.

Mayo de 1968 como producto americano


Cualquiera que repase la historia los sucesos de mayo 1968 puede sacar, a primera
vista, una idea equivocada. A un nivel puramente retórico el lenguaje predominante era
el marxismo en sus múltiples variantes (leninismo, trotskismo, maoísmo). Pero de todos
los lenguajes posibles – señala Alain Besancon – el marxismo era el menos apto para
traducir la realidad de lo que estaba sucediendo. Si bien la letra de 1968 correspondía a
la tradición revolucionaria europea, el espíritu – el “marco” o estructura conceptual
hegemónica– era de impronta americana.
Conviene recordar que mayo 1968 vino precedido de años de agitación radical en los
campus estadounidenses, donde “el lenguaje era el de la moralidad y la justicia, antes
de virar al radicalismo gauchista”.[3] Es en ese desplazamiento desde la política hacia
la moral donde reside la esencia de mayo 1968. A partir de ese período la influencia
ideológica americana marca el tránsito de una fase revolucionaria a otra muy diferente:
del racionalismo marxista se pasa al sentimentalismo progresista; de los enfoques “de
clase” se pasa a la lucha por la “autenticidad” individual; de la revolución se pasa a la
“emancipación”. La razón de fondo era que “el marxismo clásico parecía terriblemente
árido para una joven generación que rechazaba el reduccionismo económico y no
toleraba limitar la revolución a una simple empresa de transformación de las relaciones
de producción”.[4] Cuestión de Zeitgeist, pues. El materialismo dialéctico y los enfoques
groseramente cuantitativos ya no resultaban satisfactorios para las generaciones de la
abundancia y del baby–boom, que apuntaban más bien a una revolución concebida en
términos culturales (lo que por otra parte explica la floración maoísta de la época).
1968 es el año del gran divorcio sociológico: a partir de entonces la sensibilidad
revolucionaria y el movimiento obrero empezaron a recorrer caminos diferentes. O como
sintetiza a la perfección Vincent Coussedière: “el gauchismo es justamente la adaptación
del marxismo a la ausencia de clase y de conciencia de clase. Los individuos
desocializados: ésos son los que el gauchismo pretende promover y reunir (…) Con lo
cuál el gauchismo es la ideología perfectamente adaptada a la descomposición del pueblo
francés, es la comunidad de la ausencia de comunidad”.[5]El gauchismo sesentayochista
– y su sucesor directo, el progresismo – representa la adaptación y convergencia de la
izquierda utópica con las condiciones materiales, culturales y sociales del neoliberalismo.
Mayo 1968 como contrarrevolución liberal

Ahora los periodistas de todo el mundo


Os lamen el culo. Yo no, queridos
Tenéis caras de hijos de papá
Os odio como odio a vuestros padres (…)
Cuando ayer en Valle Giulia os pegasteis
Con los policías
¡Yo simpatizaba con los policías!
Porque los policías son hijos de pobres
PIER PAOLO PASOLINI
Os odio, queridos estudiantes

Para deconstruir mayo de 1968 es aconsejable comenzar por la crítica marxista. Ante
todo, por una razón cronológica: las primeras críticas de calado que se hicieron de
este happening estudiantil procedieron de intelectuales más o menos vinculados al
movimiento obrero. Unas críticas formuladas desde la frialdad conceptual del viejo
marxismo, en un enfoque que contrasta con la indignación tremendista y con el
moralismo lastimero que hoy se enseñorea del pensamiento de izquierdas. Entre ellas
destaca, por su claridad premonitoria, el análisis del filósofo Michel Clouscard.[6]
Desde posiciones muy cercanas al Partido Comunista francés, Clouscard se enfrentó a
los argumentos gauchistas que denunciaban el supuesto “aburguesamiento” de los
obreros y su abandono de la revolución a cambio de unas migajas sociales. Para este
filósofo atípico –el primero en analizar mayo de 1968 como una contrarrevolución
liberal– todo ese discurso de impronta marcusiana no era más un recurso de los
consumidores libertarios de clase media para acceder a un estatus narcisista
“revolucionario”.[7] La originalidad de Clouscard – señala su comentarista Aymeric
Monville – consistió en desarrollar un marxismo aplicado que articula las clases sociales
no sólo sobre las relaciones de producción, sino también sobre las de consumo. ¿Qué
nos dice este enfoque sobre la intrahistoria de mayo 1968?
Según Clouscard, el capitalismo del Plan Marshall y de los “treinta gloriosos” se
organizaba en torno a un modelo consumista sostenido sobre la educación de la
población en dos vertientes: a unos para hacerles amar el consumo, a otros para
hacerles soñar con consumir.[8] Un objetivo para el cuál era imprescindible acelerar la
ruina de los antiguos valores burgueses – ahorro, sobriedad, esfuerzo, religión – e
instaurar un modelo hedonista y permisivo. Sólo desde este prisma cabe entender la
función auxiliar desempeñada por los filósofos de cabecera del sesentayochismo:
Marcuse y su “nuevo orden libidinal”, Deleuze y sus “máquinas deseantes”, Focault y su
teoría de la sexualidad. Todos ellos serían los animadores de un proceso cultural
destinado a presentar como revolucionario un modelo de consumismo transgresivo que,
en el fondo, sólo respondía al arribismo de las nuevas clases medias.[9] Mayo 1968 será
el momento de cristalización simbólica de todo ello.
Pasado medio siglo, el legado de las jornadas de mayo puede resumirse en un sólo
concepto: “liberalismo libertario”. Una definición que con el tiempo sería jubilosamente
asumida por Daniel Cohn–Bendit – vedette máxima de los acontecimientos–, si bien
antes había sido acuñada por Michel Clouscard. A Clouscard se debe también la expresión
“capitalismo de la seducción”, el título de una obra en la que aplicaba un análisis de clase
a la mitología de la civilización recién inaugurada: la cultura de masas, la relajación de
vínculos familiares, la liberación sexual, la “subversión” institucionalizada, el arte
contemporáneo, el progresismo mundano, etcétera. Una auténtica antropología de la
modernidad en la que el filósofo de Poitiers describía el papel del gauchismo como
comadrona de la nueva sociedad de consumo. Porque ahí reside el gran hallazgo de
mayo 1968: en la incorporación de la mitología romántica de la rebelión y de la
subversión a las estrategias de despliegue capitalista.
Nunca se entenderá el “gauchismo” si nos limitamos a considerarlo como un mero
sistema de ideas o de convicciones. El gauchismo – es decir, el izquierdismo radical– es
sobre todo un estado de espíritu, un conjunto de predisposiciones psicológicas y anímicas
(aunque no falta quien lo trata como una patología).[10] No en vano la obra de Clouscard
pone el dedo en la llaga de lo que podríamos calificar como “paranoia gauchista”
(Aymeric Monville): la confusión entre poder y dominación, la tendencia a no ver en el
poder más que represión, ya sea de la líbido, de las minorías (en la actual versión
políticamente correcta) o de los propios gauchistas. De una manera sutil, Clouscard
muestra que a partir de los años 1960 es “el poder el que ahora se hace seducción e
inventa–produce la líbido”.[11] La líbido, claro está, necesaria para estimular un
“mercado del deseo” sostenido sobre la capacidad de consumo de aquellos que se lo
puedan permitir, así como sobre el reclamo publicitario de los “estilos de vida”. Pero
para pasar a esta fase – a la del mercado del deseo– era necesario un punto de ruptura,
un “psicodrama” que escenificase el adiós radical al viejo mundo.[12] Ése fue el
cometido histórico de todas las variedades de “rebeldes” que proliferaron a partir de los
1960 y que siguen renovándose hasta la hora actual: el “hippie eterno” y sus mutaciones
más o menos radicales (antisistemas, okupas etc) como castas parasitarias sobre los
hombros de las clases productoras.
¡Prohibido prohibir! es el slogan más célebre de mayo 1968. Pero conviene tener
presente – y ése es el núcleo del mensaje de Clouscard – que el sistema entonces
inaugurado, si bien es permisivo sobre el consumidor, es represivo sobre el productor.
En otras palabras: es un sistema en el que “todo está permitido, pero nada es
posible”.[13] Su estrategia consiste en descartar la lucha de clases como algo
anacrónico, al tiempo que se exaltan las nuevas “luchas societales” (ideología de género,
minorías sexuales, migrantes, etcétera) para las que se diseñan los oportunos kits de
mercado. Todo ello, claro está, permitiéndose el lujo de decirse “de izquierdas” y
disfrutar de lo mejor de ambos mundos.[14] Con lo cuál nos acercamos al reino de
progrelandia.
Mayo 1968 como astucia de la historia
Década tras década las conmemoraciones de mayo 1968 dan lugar a nutridos coros de
autosatisfacción lírica, empañados por las notas discordantes de algún que otro
disidente. El opúsculo publicado por Régis Debray en 1978 – “Mayo 68: una
contrarrevolución consumada”– es sin duda uno de los textos fundacionales de toda esa
corriente que podemos calificar como “pensamiento anti–1968”, y ello tanto por su
carácter pionero como por la clarividencia de un análisis que, con el tiempo, no ha dejado
de ganar en pertinencia.
Tras sus andanzas guerrilleras con el Che Guevara, cabe pensar que Debray tenía una
visión más ajustada que sus contemporáneos sobre lo que una auténtica revolución
significa. En su texto de 1978 – publicado a modo de “una modesta contribución a los
discursos y ceremonias oficiales del décimo aniversario” – el escritor parisino desplegaba
una serie de intuiciones prematuras sobre el significado de aquella primavera de
barricadas, que él vivió desde una cárcel boliviana. Lo que Debray venía a decir – en un
enfoque concomitante al de Clouscard – es que mayo de 1968, lejos de ser una
revolución, fue un ajuste interno del sistema, el momento de eclosión de la nueva
sociedad burguesa. Hasta ese momento dos mundos se miraban frente a frente. Por un
lado, la “ideología americana”, hecha de individualismo y de espíritu mercantil. Por otro
lado, la “ideología francesa” hecha de valores colectivos: la idea denación y
de independencia, la idea de clase obrera y de revolución. Ideas, estas últimas,
totalmente anacrónicas frente a la nueva era de expansión capitalista. ¿Cómo
desembarazarse de ellas? [15]
¡El caos! (la “chienlit”), así calificaba Charles de Gaulle a los acontecimientos de mayo.
¡Una revolución! dice la versión más extendida. Para Debray el mayo parisino no fue ni
una cosa ni la otra, sino “el más razonable de los movimientos sociales”; la “triste victoria
de la razón productivista sobre las locuras románticas”; la más “aburrida demostración
de la tesis marxista sobre la determinación en última instancia por la economía
(tecnología + relaciones de producción)”. De lo que se trataba, en el fondo, era de dar
adaptar los hábitos y las formas de vida a las nuevas exigencias de la industrialización,
y ello “no porque los poetas lo reclamasen sino porque la industrialización así lo exigía”.
El análisis marxista de Debray se muestra implacable: los valores burgueses de la vieja
Francia eran antieconómicos, lo que hacía necesaria una alineación de la burguesía sobre
nuevos valores consumistas, individualistas y hedonistas. Feminización de la mano de
obra, paso del capitalismo patrimonial al capitalismo de accionariado, derribo de las
barreras aduaneras, expansión de las multinacionales, promoción de la “flexibilidad”.
¿Qué es la mercancía sino “una fiesta móvil, inasible e imparable”? No en vano mayo
1968 fue la fiesta de la movilidad. “La burguesía se encontraba política e ideológicamente
en retraso sobre la lógica de su propio desarrollo económico” – dice Debray – y mayo
fue, por lo tanto, una hegeliana “astucia de la Historia” para ajustar las cosas. Mayo
1968 fue el “termostato” que permitió que la máquina se corrigiese a tiempo; un “factor
de autorregulación que de todas formas hubiera funcionado por sí solo –
independientemente de la voluntad de sus agentes– para corregir las perturbaciones
internas en la máquina neocapitalista”.[16]
El gran equívoco de mayo 1968 consistió en tomar una crisis en el sistema por una crisis
del sistema. ¿Se trataba una soft–revolución tal vez? ¿O tal vez de la primera revolución
posmoderna? Mayo de 1968, como hemos visto, inaugura los tiempos en los que la
representación de lo real predomina sobre la realidad misma. La brutalidad y la violencia
ya no fuerzan el curso de la historia. Lo que importa es controlar las percepciones,
imponer un “marco” narrativo, “construir un relato” (storytelling). Por eso mayo 1968
puede considerarse como el umbral de nuestra época. Su meollo revolucionario consiste
en el triunfo de la publicidad sobre la política, en el paso a los tiempos postpolíticos, en
el fín de la política. Porque a partir de entonces todo se regulará de forma autónoma, o
como dice Debray “a nivel social, pre o postpolítico, es decir: sin dirección, sin proyecto
ni voluntad consciente”.[17] Mayo de 1968 fue, en ese sentido, la revolución que acaba
con todas las revoluciones; el momento en el que el mercado mundial suplanta al
mercado nacional. En nuestra época de gobernanza y tecnocracia global, no cabe sino
admirar la lucidez premonitoria del análisis de Régis Debray.

Mayo 1968 como campo de batalla


“En estas elecciones, de lo que se trata es de saber si la herencia de mayo 1968 debe
ser perpetuada, o si es preciso liquidarla de una vez por todas”. Así se expresaba Nicolas
Sarkozy en abril 2007, durante la campaña para las elecciones presidenciales francesas.
En un célebre discurso en el distrito parisino de Bercy, Sarkozy acusaba a los herederos
de mayo de haber impuesto el relativismo intelectual y moral, de haber destruido la
jerarquía de valores, de haber minado los fundamentos de la autoridad y del orden, de
haber arruinado la escuela, de haber introducido el cinismo en la sociedad y en la política.
Un arsenal de acusaciones típicamente derechistas que se combinaban con otras más
afines a los oídos de izquierdas: la relajación ética del sesentayochismo habría facilitado
el culto al dinero, el beneficio a corto plazo, la especulación, las derivas del capitalismo
financiero. Conclusión: había llegado la hora de pasar la página de mayo 1968. Un
mensaje al que en las elecciones de 2007 gran número de franceses parecían receptivos,
y que impulsaría el camino de Sarkozy hasta la Presidencia de la República.
Pero si alguien se había tomado en serio el discurso en Bercy, quedaría muy
decepcionado por lo que vino después. Los cinco años de la Presidencia de Sarkozy
pueden leerse como una ofensiva neoliberal sobre fondo de capitalismo bling bling. La
espiral multiculturalista y la desagregación del vínculo social continuaron su asalto sobre
cualquier idea de identidad nacional, mientras la función de Jefe del Estado se
desacralizaba y la política francesa se alineaba sobre el modelo americano. Con Sarkozy
la sociedad francesa prosiguió su proceso de atomización y de infantilización acelerada,
al compás de los valores hedonistas, individualistas y consumistas derivados de mayo
1968. ¿Traición al electorado?
En realidad, no podía ser de otro modo. El rumbo de una civilización no puede corregirse
mediante programas electorales. La retórica de Sarkozy obedecía a simple oportunismo
demoscópico: explotar el creciente miedo de la sociedad francesa ante una espiral
nihilista de incierto desenlace. ¿Liquidar mayo 1968? Un envite inalcanzable para un
chisgarabís televisivo que además – como señalaba con ironía Cohn–Bendit– “no era
sino otro hijo ilegítimo y rebelde comme il faut de mayo 1968”.
Pero es preciso reconocerlo: en realidad todos somos hijos de aquellas semanas de
mayo. No en vano André Malraux supo percibir en aquél momento todo un mundo que
se desvanecía y que daba sus últimas boqueadas. Una crisis de civilización.[18] En ese
sentido mayo 1968 fue mucho más que un acontecimiento, un programa o una ideología.
El legado sesentayochista está en todas partes; parafraseando a Matrix“está en nuestra
habitación, al mirar por la ventana, al encender la televisión...” Por eso – como
en Matrix– no se le puede combatir desde dentro sino sólo desde fuera, rechazándolo en
bloque o desconectando de él. Lejos de ser una simple efeméride, mayo de 1968 sigue
siendo – cincuenta años después– un campo de batalla: el de las guerras culturales por
venir.

Mayo de 1968 como uno y trino


Cuando Sarkozy recurría al anti–sesentayochismo como bandera electoral estaba, sin
duda, conectando con un sentir profundo de amplias capas de la población francesa. Lo
cual confluía con toda una labor de zapa intelectual, acometida en este caso tanto desde
la derecha como desde la izquierda. Para comprender el sentido de todo
ese corpus bautizado como “pensamiento anti–1968” es necesario, ante todo, delimitar
el objeto de sus críticas, lo que no es una tarea simple. En primer lugar, porque, como
hemos visto, para entender mayo 1968 es necesario leerlo del revés (la astucia de la
historia, que decía Régis Debray). Pero sobre todo, porque no hay uno sino “varios”
mayos de 1968. Destacamos tres:
- Una postura revolucionaria y “heroíca”, expresada en el hipermilitantismo
de una extrema izquierda que, en sus metamorfosis más radicales, tendría como colofón
el terrorismo de los años 1970.
- Una postura festiva, anti–autoritaria, hedonista y libertaria, muy bien
resumida en los eslóganes: “gozar sin barreras”, “prohibido prohibir” o “debajo de los
adoquines está la playa”.
- Una postura “antisistema” de crítica frente a la sociedad de consumo y los
valores mercantiles, inspirada por el situacionismo. Esta tendencia – sin duda la más
interesante de todas– pasaría a enlazar con corrientes como el ecologismo y el
tercermundismo.[19]
¿Qué ha quedado de todo ello? Las fotos de las barricadas y de las cargas policiales no
llaman a engaño: en su libro “El Gran Bazar” (publicado en 1975) Cohn–Bendit confesaba
que en 1968 la violencia no era más que un juego. Fue la dimensión individualista y
libertaria la que eclipsó por completo los otros contenidos de mayo; no sólo eso, sino
que es esa misma dimensión – en su vulgata anti–tradicional y progresista– la que sigue
ocupando, cinco décadas después, el centro de gravedad ideológica de todo el espacio
público. Mayo de 1968 como revolución contra los padres, no contra los
patrones (Marcello Veneziani). La temática de la “emancipación” individual se declinará,
a partir de entonces, en una inflación de derechos subjetivos que suministran la
legitimación de la nueva ideología dominante: una mezcla de liberalismo económico y
de liberalismo societal. En formulación de Alain de Benoist: “el tipo antropológico que
promueve esta ideología es el de un individuo centrado en sí mismo, que busca
permanentemente maximizar su interés y obtener una traducción institucional a sus
deseos”.[20] ¿Qué mejor garantía para “gozar sin barreras” que el neocapitalismo y la
sociedad de consumo?
En buena lógica, la comunión en los valores de mayo 1968 – o en los múltiples 68s que
tuvieron lugar en occidente– ha venido funcionado como distinguido pedigrí para el
acceso de sus protagonistas a los grandes centros de decisión política, económica y
social de las últimas décadas. Mientras que el “68 leninista” acabó en un callejón sin
salida y el “68 antisistema” en un militantismo más o menos marginal, el 68 libertario
acaparó la gloria, el poder y los recursos, inoculando toda su carga ideológica en un
capitalismo que estaba entonces en trance de mudar de piel.

[1] Vincent Coussedière, Éloge du populisme, Élya Éditions 2012, p. 91.


[2] Mathieu Bock–Côté, Le multiculturalisme comme religión politique. Les Éditions du
Cerf 2016, pp. 91–92.
[3] Alain Besancon, “Souvenirs et réflexions sur mai 1968”, Commentaire nº 122, été
2008, p. 515.
[4] Mathieu Bock–Côté, Obra citada, p. 89.
[5] Vincent Coussedière, Obra citada, pp. 89–90.
[6] Michel Clouscard (1929–2006) fue profesor de sociología en la universidad de
Poitiers. Sus obras más destacadas: Néo–fascisme et idéologie du désir (1973), Le
frivole et le sérieux (1978), Le capitalisme de la séduction (1982), Les métamorphoses
de la lutte de clases (1996), Critique du liberalisme libertaire. Génealogie de la contre–
revolution (2005).
[7] Aymeric Monville, Le néocapitalisme selon Michel Clouscard. Éditions Delga 2011, p.
19.
[8] Aymeric Monville, Obra citada, p. 24.
[9] Aymeric Monville, Obra citada, p. 20.
[10] Lyle H. Rossiter, JR, The Liberal Mind. The Psychological Causes of Political
Madness. Free World Books 2008.
[11] Aymeric Monville, Obra citada, p. 25.
[12] Aymeric Monville, Obra citada, p. 27. Clouscard propone establecer una clara
diferencia entre “estilos de vida” y “niveles de vida”: “si para el mundo obrero el estilo
de vida está directamente vinculado al nivel de vida – sin márgenes posibles de
maniobra– la burguesía sí puede promover varios estilos de vida, lo que le permite
embarullar mejor las pistas. Puede ser a la vez hippy y tecnocrática, austera y
dispendiosa, de derechas y de izquierdas, con “padre severo” e “hijo rebelde”, etc etc”.
Aymeric Monville, Obra citada, pp. 31 y 32. Sobre los “estilos de vida”: Mark Hunyadi, La
tiranía de los modos de vida. Sobre la paradoja moral de nuestro tiempo.Ediciones
Cátedra 2015.
[13] Michel Clouscard, Le Métamorphoses de la lutte des clases, Éditions Le Temps des
Cerises, 1996, Thèse 4, p. 19. Aymeric Monville, Les Jolis grands hommes de gauche.
Badiou, Guilluy, Lordon, Michéa, Onfray, Rancière, Sapir, Todd et les autres…, Éditions
Delga 2017, p. 34.
[14] Aymeric Monville, Le Néocapitalisme selon Michel Clouscard. Éditions Delga 2011,
p. 29.
La reivindicación del enfoque “lucha de clases” – frente al de “luchas de minorías– como
punto central de análisis social es hoy común entre las corrientes neopopulistas en
Europa y América. En esa línea, Owen Peter Jones: Chavs: la demonización de la clase
obrera. Capitán Swing Libros S.L. 2012. Jim Goad, The Redneck Manifesto, Simon and
Schuster 1997.
[15] Régis Debray, Mai 68 une contre–révolution réussie. Mille et une Nuits 2008, p. 57.
[16] Régis Debray, Obra citada, pp. 21–37.
[17] Régis Debray, Obra citada, p. 39.
[18] Antonio Sáenz de Miera (Universidad Antonio de Nebrija) “40 años del 68 francés.
Estudio de las interpretaciones realizadas sobre los sucesos de 1968 a
2008”. Norba. Revista de Historia ISSN 0213–375X, Vol 22 2009, 205–244 (disponible
en Internet)
[19] Alain de Benoist, “La France aurait mieux fait de garder Daniel Cohn–Bendit…” en Le
Mai 68 de la nouvelle droite. Le Labyrinthe 1998, pp. 9–20.
[20] Alain de Benoist, “la fable des soixante–huitards”, en: Survivre à la pensé unique,
ou l'actualité en questions. Krisis 2015, p. 185.

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