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UNA ANTROPOLOGÍA BÍBLICA:

EL ROSTRO PRESENTE EN LOS ROSTROS1


Bach. Hanzel Zúñiga Valerio

Rm 8,29

Para el filósofo personalista Emmanuel Mounier2, la postmodernidad no


ha dejado de ser esa civilización individualista nacida en la modernidad, en
una revolución renacentista que, aunque contraria al modelo cristiano, lle-
vaba en sí un sentido humanista, aunque un sentido estrecho de la persona,
una concepción seccionada que aísla a los hombres de los otros hombres.

Según Mounier, en el sistema económico de los siglos XIX y XX, se


dio un tránsito del héroe renacentista, libre y altivo, al burgués, que vive
sin esfuerzo pues una máquina hace todo por él, un burgués que carece de
necesidades en cuanto a la mano de obra, ya que sus pocos operarios hacen
crecer su ya cuantiosa fortuna. Se habla aquí de un ser que ha perdido el
sentido del ser, que no vive sino es por sus bienes materiales: “No existiendo
más que en el haber, el burgués se define, ante todo, como propietario. Está
poseído por sus bienes: la propiedad ha sustituido a la posesión”3. El supremo
valor del ser humano de la postmodernidad es, entonces, la economía, pero
una economía avara, llena de precauciones. La sociedad moderna tiene su
brújula perdida cuando trata de definir la realidad del hombre, tal vez porque
es una realidad que hoy día tiene un marcado tinte materialista.

El concepto de ‘ser humano’ ha sufrido serias modificaciones desde siem-


pre, no sólo en los últimos siglos. Como hemos dicho, en la historia del pensa-
miento occidental, la concepción antropológica unitaria-monista ha dado pie

1 El presente ensayo está basado en mi artículo “Una aproximación a la antropología ve-


terotestamentaria: imagen que manifiesta el Rostro de Dios” en: λόγος, Año III, Vol. 3,
2011. Lo que trato de hacer es retomar las líneas generales ahí presentadas, revisarlas y
dirigirlas al Nuevo Testamento para lograr un esbozo de antropología bíblica más pasto-
ral.
2 Cf. E. Mounier, Manifiesto al servicio del personalismo.
3 E. Mounier, Manifiesto… p. 23.

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al concepto dualista y a la inversa. No hay claridad al respecto, ya que hay


tantas definiciones de la naturaleza humana como filósofos hay4.

De este modo, una de las confusiones más grandes se ha dado a lo interno


de las grandes religiones monoteístas. Es harto evidente que la antropología
semita es punto de convergencia en el espectro ideológico general del judaís-
mo, el cristianismo y el islam. El olvido de esta visión de ser humano, ‘imagen’
que contempla y a la vez refleja el ‘rostro’ de Dios, se ha convertido en la raíz
del problema de la pérdida de identidad humana en la praxis de las religiones
monoteístas, las cuales no pueden nunca verse aisladas ante la influencia de
la filosofía occidental, una filosofía sistematizada siguiendo el modelo plató-
nico o aristotélico. Así pues, la crisis-transformación del fenómeno religioso
propiciado por la influencia filosófica cala profundo en la escala de valores
que una sociedad se impone como moral heterónoma.

El hecho de no fundamentarse en la persona, ser unitario, como un en-


granaje que vive en relación, hace que olvidemos la dimensión social del
hombre. El valor que las Escrituras judeo-cristiana presentan, reside en lo
que ha sido llamado por el filósofo lituano Emmanuel Levinas la ‘filosofía del
rostro’, pues es en el encuentro interpersonal donde el ser humano se realiza
como tal, encuentra su grandeza en el respeto del otro como un tú, no como
una cosa ajena que se convierte en amenaza:

«El rostro se niega a la posesión, a mis poderes […] La expresión que el rostro
introduce en el mundo, no desafía la debilidad de mis poderes, sino mi poder
en mi poder […] El rostro me habla y por ello me invita a una relación sin
paralelo con un poder que se ejerce, ya sea gozo o conocimiento»5.

En el concepto bíblico, la expresión más humana patente es la mirada ha-


cia el rostro del otro pues en el otro, es donde nos miramos a nosotros mismos
y miramos al Absoluto desde nuestra condición de creaturidad, una condición
que llega a su punto más alto, para el cristianismo, cuando el hombre se ve
reflejado en la del Dios invisible, en Cristo (Col 1,15), siendo así el
hombre ‘imagen’ de Dios también.

4 Ver el artículo de L. D. Cascante, Visión del ser humano desde la filosofía, sobre este propósito
en esta misma obra.
5 E. Levinas, Totalidad e infinito, p. 211.

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El presente artículo pretende esbozar, sin agotar, el hilo conductor de
las antropologías presentes en la Sagrada Escritura. Sí, hablamos de ‘antro-
pologías’, porque no podríamos pretender una exclusiva visión de hombre
en un lapso de tiempo tan distante como el que comprende la redacción de
las escrituras judeocristianas y un lapso de tiempo en el cual la influencia
de los pueblos vecinos es tan notoria que se ha convertido en necesario el
estudio de las culturas circundantes. Empero, estas ‘antropologías’ presentan
un trasfondo común, un punto medular que las unifica y nos hace extraer un
concepto de lo humano permanente en el texto sagrado.

Partiremos, pues, de un análisis de varios conceptos, es decir, de un


análisis semántico para descubrir la evolución de los semas en los lexemas
correspondientes tanto en el Antiguo Testamento (AT) como en el Nuevo
Testamento (NT). En esa misma elucubración conceptual, comentaremos
algunos textos seleccionados que nos ayudarán marcar las perspectivas an-
tropológicas comunes en el conjunto bíblico y que, finalmente, serán la base
para la reflexión neotestamentaria del ser humano como ‘ser-en-Cristo’.

1. Análisis semántico de conceptos antropológicos

El presente apartado no puede ser tomado como un glosario antropo-


lógico de la Biblia. No pretende ser un diccionario donde encontramos las
equivalencias exactas de los términos hebreos y griegos al español porque,
aunque pretendiera serlo, sería una ambición falaz. El abismo epistemológico
que encontramos entre las lenguas bíblicas (hebreo, arameo y griego koiné) y
las lenguas modernas es más grande de lo que parece. No es sólo la dificultad
al momento de escribir y leer una grafía disímil a la nuestra, sino que la carga
semántica va más allá de lo que el lexema expresa.

Los idiomas en los que se escribió la Biblia, al ser lenguas sintéticas, i.


e., de pobre léxico o, mejor dicho, con un vocabulario un tanto escaso, tiene
la riqueza y, a la vez, la dificultad de que con una misma palabra, pueden
expresarse varios significados. En términos más técnicos, diríamos que un
mismo lexema puede contener varios semas. Dicho de otro modo, el signi-
ficado de una palabra depende, en buena medida, del contexto en que se
encuentra. La mayoría de las lenguas modernas son bastante más analíticas
que las antiguas, pues en ellas encontramos muchísimos sinónimos y térmi-
nos análogos para cada caso. Tal vez el español es un ejemplo clarísimo de
lo que decimos, porque la dificultad de aprendizaje para quien no lo haya
tenido como lengua madre es enorme. La gran riqueza de vocabulario pero,

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sobre todo, la diversidad de conjugaciones verbales, se convierte en un gran


dolor de cabeza para el que desee comprender la lengua de Cervantes y no
es hispano-hablante.

Vamos a presentar los principales conceptos que, en la Sagrada Escritura,


se emplean para describir la compleja realidad humana. Trataremos de expli-
car cada uno de estos lexemas con sus diversos semas, ejemplificados tanto
en el AT como en el NT. Así, en el fondo, lo que buscamos es ir analizando el
texto bíblico y los principales relatos antropológicos con sus consecuencias
para la tradición judeocristiana.

a) rf'’B'

BäSär se refiere objetualmente a ‘carne’, ‘cuerpo’, ‘órganos genitales’,


‘piel’6; i. e., algún tejido efímero, mortal y caduco que no tiene comparación
con el Espíritu de Dios (cf. Is 31,3), aquello que es heno (40,6) y se con-
sume como la ropa (Sir 14,17)7. No obstante, además de estos significados
concretos, el lexema fue evolucionando hacia una realidad más abstracta8.
El texto sagrado entiende bäSär como la realidad efímera de la vida humana,
una realidad que comparte con el resto de los animales y de la creación en
general, pues la debilidad, el sufrimiento y la muerte son realidades innega-
bles en la vida humana.

A pesar de esto, el cuerpo y la materialidad son elementos constitutivos de


lo humano. Sin el cuerpo el ser humano no es. Nosotros no tenemos cuerpo,
sino que somos cuerpo. Gracias a la materialidad podemos comunicarnos
con los demás, pues entramos en comunión: somos vinculación, apertura y
comunicabilidad ya que el cuerpo no es una frontera, más bien es “conditio
sine qua non” se podría dar el encuentro.

La Septuaginta tradujo bäSär por (sarx) y, en algunos casos, por


(soma). El primer concepto se refiere más específicamente a la ‘carne’
como elemento efímero. El segundo alude más directamente al ‘cuerpo’ como
unidad completa. Los Sinópticos pocas veces emplean en contra-
posición de ‘vida’/‘alma’ o ‘espíritu’. Normalmente, su uso es para referirse al

6 J. Vázquez, Diccionario bíblico. Hebreo-Español Español-Hebreo, p. 47.


7 Cf. L. A. Schökel, Diccionario bíblico hebreo-español, p. 139-140.
8 Cf. H. Zúñiga, “Una aproximación a la antropología veterotestamentaria: imagen que
manifiesta el Rostro de Dios”: λόγος Año III, Vol. 3, 2010.

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aspecto material de lo humano, pero no creando una división con lo espiritual,
sino designando al hombre en cuanto totalidad.9 En el caso de Pablo,
designa ‘cuerpo’, “todo el cuerpo”10, i. e., el significado más común del término
(Ga 6,17; 1 Co 13,3) y es empleado también en estricto sentido como la
carne de hombres y animales, para designar lo externo y visible en el hombre,
así como, metafóricamente, la caducidad y el “hombre viejo” contrapuesto al
“hombre nuevo en Cristo” (Ef 2,15; Col 3,10).

Para Pablo, el esquema Pecado-Ley-Gracia-Fe resume su antropología.


El hombre es considerado hombre gracias a su relación con Dios. Desde el
Adam bíblico, como prototipo disminuido de lo humano que, por pretender
ser lo que no es, cae en el abismo de lo no personal, hasta Cristo Jesús, figu-
ra perfecta de lo humano, se muestra una relación de amistad con Dios. El
pecado de la humanidad trata de ser aplacado por la Ley, por el seguimiento
a la tradición de la Torah, que no transmite un conocimiento falso, pero no
transmite la fuerza necesaria para recorrer el camino: de una parte, lo que
Adam (i. e., el hombre sin la gracia) da de sí, Pablo le llama ‘la letra’; de la
otra, lo que Cristo (i. e., la gracia) da de sí, es llamada ‘el Espíritu’: “La Ley
genera información, pero no transformación. La Ley informa la conciencia
exteriormente, pero la fe la potencia interiormente”11. Es por la gracia de
Dios, ofrecimiento gratuito de sí y por la aceptación en la fe (entendida, no
sólo como asentimiento intelectual sino, sobre todo, en las acciones que ex-
teriorizan ese asentimiento) donde se da una realización plena de lo humano.

b) vp,n<

Neºpeš nos refiere, en los primeros estratos de la literatura semita, al ám-


bito de la respiración: ‘aliento’, ‘soplo’ (2 S 1,9; Sal 44,26; Jb 41,13) y, por
ende, a sus órganos: ‘garganta’, ‘cuello’ (Jon 2,6; Sal 69,2; 105,18). Ya para
la época del exilio, en Babilonia se forja el sustrato permanente, el sema con-
creto que se refiere al principio vital o a la vida misma presente en hombres
y animales (Dt 12, 23; Ex 4,19)12.

9 Un lector minucioso podría cuestionar, con toda razón, lo que afirmamos aquí si se basara
en Mt 6,25 y en Mt 10,28. Ambas perícopas parecen contraponer (soma) y
(psiqué), aunque en el fondo simplemente se emplean los términos como dimensiones de
lo humano, de una única realidad. Si se quiere una reflexión más detenida de esto ver: J.
L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental, p. 66-70.
10 Cf. J. L. Lorda, Antropología bíblica. De Adán a Cristo, p. 313.
11 M. Borg y J. D. Crossan, El primer Pablo. La recuperación de un visionario radical, p. 182-183.
12 Cf. H. Zúñiga, “Una aproximación…”,

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Podemos entender neºpeš como el elemento vital que distingue a los seres
animados de los inanimados. Hablamos de aquello que conforma la interiori-
dad del ser humano y que, a diferencia de las concepciones platónicas, tiene
una cuota de corporeidad, sin agotarse en la materialidad. La neºpeš, como
principio inmanente, “[…] es considerada como el centro de la conciencia y
de la unidad del poder vital; es por tanto la persona viva y concreta […]”13.

El lexema neºpeš ha sido traducido por los LXX y luego por nuestras
lenguas modernas, como la platónica14. La confusión, originada por esta
traducción, ha sido muy evidente en la comprensión de los textos, gracias
la formación filosófica de occidente. Cuando nosotros, desde la tradición
esencialista, hablamos de ‘alma’ estamos aludiendo a un elemento constitu-
tivo del ser humano eminentemente espiritual, incluso superior al cuerpo
y a cualquier otro elemento material. El judeo-cristianismo nunca asumió
oficialmente esta interpretación atomista de lo humano. No obstante, por el
influjo de Platón en algunos Padres de la Iglesia, sobre todo en San Agustín15,
el dualismo llega hasta nosotros hoy. Si hiciéramos la prueba de consultar a
un grupo de personas creyentes qué es más importante, si el alma o el cuerpo,
además de que ya estaríamos planteando una pregunta sesgada, la respuesta
sería inclinada directamente a lo espiritual porque ‘lo importante es salvar el
alma’. Hasta en las mismas exequias rezamos ‘por el alma de nuestro herma-
no’. Consecuentemente, no se pide por el difunto en integridad, aunque esto
último es lo que queremos decir. El lenguaje dualista que empleamos crea
un imaginario social incorrecto si lo comparamos desde la tradición bíblica.

En el pensamiento semita, el ‘alma’ es corporal. Parece una contradicción,


pero algo muy claro es que el israelita no separa las funciones psíquicas de las
corporales16 porque justamente concibe que son distintivos o características
de un único ser: cuando el ser humano tiene hambre su neºpeš está vacía (Is
29,8); el pueblo hambriento en el desierto se lamenta de tener la neºpeš seca
(Nm 11,6), claras alusiones a la garganta como órgano que exhala el aliento
de vida. Neºpeš no es algo espiritual solamente, sino que se exterioriza en el

13 P. Mourlon, El hombre en el lenguaje bíblico, p. 7.


14 La versión de los LXX, de las 755 veces que utiliza la palabra la usa como tra-
ducción de neºpeš unas 680 veces. Esto ha dado pie a confusiones y ambigüedades en el
momento de leer el texto griego, originalmente escrito en hebreo. Cf. C. Westermann,
en: Diccionario Teológico Manual del Antiguo Testamento I, p. 132.
15 Cf. San Agustín, De quantitate animae 13,22: PL 32, 1048c.
16 Cf. G. Pidoux, El hombre en el Antiguo Testamento, p. 11.

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cuerpo, el cual es expresión de una profundidad y densidad que no se agota
en la superficialidad de lo visible.

El NT emplea el concepto como equivalente a neºpeš porque su uso


viene desde los LXX. Tal vez, Mc 8,35s., junto con sus paralelos, es el texto
que más nos puede presentar conflicto al contrastarlo con lo dicho sobre
neºpeš en el AT:

«Porque el que quiera salvar su vida/alma la perderá; y el que pierda


su vida/alma por mí y por la Buena Noticia, la salvará. ¿De qué le
servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde su vida/alma ? ¿Y
qué podrá dar el hombre a cambio de su vida/alma ?»

Con base en lo dicho, debemos aclarar que el aforismo del v. 35 no alude a


dos tipos de vida distintos, uno terreno inferior y otro espiritual-post mortem
superior. No se trata de perder el alma como si fuese un agregado dentro del
cuerpo, sino de la pérdida de la vida integral, unidad indivisible, que viene
como consecuencia del rechazo del seguimiento de Jesús: “No es cuestión
aquí del valor del alma inmortal, como se entendió a menudo, sino del valor
de la obra salvífica de Cristo, único medio de que dispone el hombre para
asegurarse la vida”17.

En el caso de Pablo, se repite esta idea: es la fuerza vital de cada ser


que no deja de lado la faceta corpórea (cf. Rm 11,3 y 1 Co 12,15, aludiendo a
textos del AT). Por supuesto que el Apóstol distingue lo material de lo corpo-
ral en determinados textos (por ejemplo 2 Co 5,6-9) pero esto se desprende
de la variedad de características resumidas en neºpeš: “La equivalencia
- neºpeš se impone, por lo demás, en el uso paulino sin excepciones […]”18.

Hasta aquí, decimos que todos los seres humanos son ‘cuerpo’ y ‘alma’,
son materialidad y principio vital, de la misma forma que el resto de los ani-
males. No obstante, por su relación con Dios, debe haber otro principio que
diferencie al hombre del resto de la creación y, así, hablamos de su ‘señorío’
en ella, i. e., su condición de ‘imagen’ de YHWH: el ‘espíritu’.

17 J. L. Ruiz de la Peña, Imagen de… p. 65.


18 J. L. Ruiz de la Peña, Imagen de… p. 70-71. El difícil texto de 1 Ts 5, 23 será analizado
más adelante.

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c) x;Wr

RûªH hace referencia al ‘viento’, un ‘vendaval’, una ‘brisa’, un ‘aura’ o


simplemente al ‘aire’ (cf. Gn 8,1; Is 32,2). El viento, en el AT, es una realidad
enigmática, ya que se muestra como un vendaval incontrolable (Ez 13,13;
27,26) y a la vez como un leve murmullo (1 R 19, 12); también se expone
secando la tierra con su soplo tórrido (Ex 14,21; Is 30,27-33) mientras que
derrama agua viva sobre la ´ádämâ para hacer germinar frutos nuevos (1 R
18,45). Hablamos de una fuerza externa al hombre que siempre se identifi-
có, desde las etapas más antiguas en la historia de Israel, con la irrupción de
YHWH en la historia humana.

Cuando la Biblia habla de rûªH, lo emplea para señalar, en la mayoría de


los casos, el “espíritu de YHWH”19. No hablamos ya del aliento propio de
cualquier ser vivo, sino de una fuerza divina (cf. Jb 33,4; Sal 33,6; Is 31,3)
que sólo el hombre posee, pero por gracia, no por sus propias fuerzas. Se
trata de un ‘agregado’: Dios pone su aliento en la nariz del hombre (Jb 27,3)
para fortalecerlo en su limitación20. H. W. Wolff21 denota que estamos ante un
concepto teológico y antropológico, pues refiere al ser humano como un ser
capaz de recibir la interpelación divina, un ser que pone su mirada en lo alto.

La traducción griega de los LXX para rûªH, en la mayoría de las oca-


siones, es Los Sinópticos y Juan hablan de ‘espíritu’ aludiendo al
Espíritu de Dios, aquél que desciende sobre Jesús y le unge como ‘Cristo’
en el momento de su bautismo (Mc 1,9-11; Mt 3,13-17; Lc 3,21-22), aquél
‘Espíritu de YHWH’ que suscita fuerza sobre quien se posa para llevar a
cabo una transformación creadora; hablamos entonces del Espíritu como
presencia de Dios.

En lo que venimos diciendo, Pablo no se sale de esta línea de reflexión:


el Espíritu es la fuerza divina que guía todo el plan de salvación y acompaña
a la comunidad haciendo presente a Jesús resucitado (Rm 1,4; 8,11; 1 Co
2,10; Ga 3,14 entre otros muchos textos).

19 De las 214 veces que aparece el término en el AT, 136 veces hace referencia al “espíritu
de YHWH”. Cf. H. W. Wolff, Antropología del Antiguo Testamento, p. 57.
20 Cf. H. Zúñiga, “Una aproximación…”.
21 Cf. H. W. Wolff, Antropología…, p. 57.

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Un punto particular nos interesa en San Pablo: la contradicción -
En el vocabulario paulino, ‘carne’ alude a las tendencias de muerte,
a la opción por el pecado que conscientemente no queremos pero que, por
nuestros impulsos, devenimos débiles (Rm 7). Con la recepción de Cristo,
como elemento principal de la escala personal de valores, se abre una lucha
más fuerte entre lo que ‘deseo hacer y no me libera (carne)’ y lo que ‘deseo
hacer pero, por debilidad, no siempre logro (espíritu)’. No se trata de un
dualismo antropológico, sino de una distinción moral:

«El hombre psíquico, como el hombre carnal, es aquél que, privado de su rela-
ción vivificante con Dios y su Espíritu, conduce una existencia ‘animal’, esto
es sólo dinamizada por sus fuerzas y recursos naturales, meramente terrenos
y, en cuanto tales, limitados»22.

Ahora bien, Pablo llega, en una bella perícopa, a conjuntar los tres con-
ceptos analizados más arriba. La primera carta a los Tesalonicenses nos dice:
“Que el Dios de la paz los santifique plenamente, para que ustedes se conserven irrepro-
chables en todo su ser, espíritu, alma y cuerpo hasta la Venida de nuestro Señor Jesu-
cristo” (1 Ts 5,23). A primera entrada, parece que nos encontramos con una
tricotomía antropológica que separa las ‘partes’ de lo humano. No obstante,
cuando el Apóstol hace la enumeración de espíritu, alma y cuerpo, lo que está
elucubrando es la concepción veterotestamentaria del hombre (rûªH, neºpeš
y bäSär) sin pretender presentar una triple división, sino más bien, hablar
de la totalidad de las dimensiones humanas. Se trata de un recurso literario
típicamente semita que, con exhaustiva enumeración, pretende sintetizar di-
versas dimensiones humanas. Casos parecidos son Dt 6,5 (“amarás a YHWH
tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”) y el Sal 16,9
(“Por eso mi corazón se alegra, se regocijan mis entrañas y todo mi ser descansa seguro”)
donde se expresa la visión totalizadora mediante el señalamiento de diversos
aspectos del hombre.

22 J. L. Ruiz de la Peña, Imagen de…, p. 74.

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d) ble

La raíz del término lëb aparece 858 veces en el AT, 814 de las cuales se
encuentra referida al ser humano23. La particularidad de este lexema radica
en la diferencia de comprensión que el mismo término tiene en Occidente y
Oriente. Para los hebreos, el ‘corazón’ es la sede de los pensamientos, el lugar
del raciocinio, mientras que para los occidentales de nuestro siglo, el ‘cora-
zón’ es la representación más clara de las emociones. Para unos, la sede de
la razón, para otros, la sede de los sentimientos. Aunque debemos reconocer
que, en el imaginario hebreo, ésta distinción no es tan clara.

En la Biblia, el corazón se concibe como ‘lo interior’ del hombre en un


sentido mucho más amplio. Aparte de los sentimientos –asiento de la vida
afectiva (2 S 15,13; Sal 21,3)– el corazón resguarda los recuerdos y los pen-
samientos24, es racional y no sólo emotivo: el corazón humano dado por Dios
es un corazón para pensar (Si 17,6b), un “corazón inteligente” (Dt 29,3), que
dispone de las ideas pues tiene ‘pensamientos’ (Dn 2,30). Además, el corazón
es el fuero interno que conoce la bondad o maldad de los actos humanos; por
eso se dice que “YHWH ve el corazón” (1 S 16,7) y que de ese mismo corazón
parte el verdadero culto a Dios (1 S 12,20)25.

Así pues, en el lenguaje bíblico, el corazón tiene un sentido bastante pro-


fundo; puede decirse que designa a toda la personalidad consciente, inteligen-
te y libre del ser humano. Los semas de este lexema han evolucionado desde
la época monárquica (lëb como interior y centro del hombre que ‘escucha’ y,
así, ‘obedece’ a YHWH, fuente de la prudencia y del conocimiento), pasando
por el Exilio (lëb como ‘voluntariedad’ para obedecer y como ‘entrega’ en
señal de conversión) hasta el post-Exilio (un lëb sometido a la Ley, condición
del hombre piadoso y justo)26. Hablamos, como sema permanente, de la sede

23 Como hemos anotado, la raíz de rûªH aparece 214 veces, la de neºpeš 755 y la de bäSär
273. Según H. W. Wolff, “lëb” aparece unas 598 veces y “lübab” unas 258 veces, además
agrega los mismos conceptos en arameo presentes en el libro de Daniel (“lēb” una vez y
“lebab” siete veces), para un total de 858 usos, aunque no es el concepto antropológico
más empleado. Cf. BibleWorks 5.0. Base de datos: Hermeneutika Computer Bible Research
Software (2005).
24 Cf. J. De Fraine y A. Vanhoye, “Corazón”: X. LÉON-DUFOUR, Vocabulario de teología
bíblica, p. 189.
25 Cf. H. Haag; A. Van Den Born y S. De Ausejo, Diccionario de la Biblia, p. 375.
26 Cf. S. Fernández-Ardanaz, “Evolución en el pensamiento hebreo sobre el hombre. Es-
tudio diacrónico de los principales conceptos antropológicos”: Revista Catalana de Teología
XII/2, p. 300.

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y el principio de la vida psíquica profunda; designa el interior del hombre, su
intimidad, profundidad, libertad27 y, desde ahí, su responsable comunicación
con los demás hombres y con YHWH.

En el NT, la palabra traduce el lëb semita y, como en todos los


conceptos analizados, su sentido no se aleja del sema hebreo: el corazón es
el asiento de la vida psíquica que Dios penetra, escruta y sondea (1 P 3,4;
Hch 1,24; 15,8), es asiento de la inteligencia donde se afirma y se duda (Mc
2,8; Lc 24,25), es asiento de la voluntad pues en él se forjan los proyectos
humanos y se decide su ejecución (2 Co 9,7), es asiento de la vida emotiva
donde se sufre y se ama (Jn 14,1; 16,6; 16,22) y, finalmente, es asiento de
la vida moral y religiosa donde el ‘corazón de Dios’ es figura del corazón
humano (Hch 13,22-23) porque el hombre está llamado a vivir de acuerdo
al corazón de Dios, a sus entrañas misericordiosas y, así, asumir un “corazón
nuevo” (Ez 36,26)28. Esto no difiere, en manera alguna, por lo planteado en
el concepto hebreo.

e) ~yniP'

Este último concepto es el más recurrente para aludir a la realidad hu-


mana y no en vano, pues, desde nuestro punto de vista, es el más importante
por la labor de síntesis que realiza respecto a los anteriores términos.

La raíz de ‘rostro’, en la Escritura, en hebreo “pānîm”, aparece unas 2100


veces29 Este lexema siempre se encuentra como plural por su funcionalidad
múltiple y porque el ‘rostro’ asume su condición de puente dialógico cuando
se encuentra con otro rostro, sólo en el encuentro cara a cara el ser humano
puede ser considerado ser humano. De esta forma, gracias a su semblante
conformado por una diversidad de órganos comunicativos –los ojos, los oídos,
la nariz y la boca– el hombre se acerca a su característica más propia, pues
él, en sí mismo, es relación, participación y comunión.

La naturaleza comunicativa del hombre se puede perder si los órganos


ubicados en los Pänîm fallan; si se pierden éstos, el temor por la propia exis-
tencia sofoca al ser del hombre (Sal 38,14), llega hasta su corazón (Jb 4,12-

27 Cf. P. Mourlon, El hombre… p. 8.


28 Cf. P. Mourlon, El hombre…, p. 9-10.
29 Cf. A. Even-Shoshan, A new concordance of the Bible (Jerusalem 1989); BibleWorks 5.0. Base
de datos: Hermeneutika Computer Bible Research Software (2005).

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15). Si el hombre deja de oír se vuelve hambriento y muere por inanición


ya que su alimento es la ‘palabra’, el dābār, de YHWH (Dt 8,3); así pues,
no querer escuchar es negarse a la vida, negarse a formar parte del Pueblo
de Dios (Ex 19,7s.), renunciar a la relación, i. e., a lo que somos profunda-
mente30. Si se deja de hablar se renuncia al máximo privilegio humano (Gn
2,18-23), a la dominación responsable de la tierra como ‘imagen de Dios’,
don divino que merece ser correspondido: la boca es vehículo que contesta a
lo que el oído captó y aquello que también nos distingue de los animales, ya
que el lenguaje es signo de humanidad.

Además, los ojos captan la diversidad de los colores y formas, la variedad


de las figuras y la plasticidad magnífica de cada ser. A través del ojo, podemos
asumir y acercar la realidad a nuestro corazón, el lēb hebreo; si nos negamos
a la posibilidad de observar, no lograremos alcanzar la comunicación más
excelsa que está en el rostro del otro. En la mentalidad bíblica, el rostro
constituye el sector más prodigioso de lo humano, puesto que refleja lo que el
hombre es, denota su naturaleza: la comunicabilidad como ente comunitario.
El rostro es la posibilidad del diálogo, del encuentro Yo-Tú, no del Yo-Ello,
ni menos aún del Yo-Eso. El hombre, en la Biblia, es rostro, pues es relación
y sólo como ser relacional puede vislumbrar a YHWH, el Rostro de los ros-
tros. Verle cara a cara es ver la vida absoluta, por eso ningún mortal puede
sobrevivir a su mirada, tan sólo podrá “verle la espalda” (Ex 33,20-23); ver su
Rostro es ver su Ser, el Ser; ver su Rostro es estar con él y verse participado
en su vida divina. Se ubica en este contexto el grito del salmista desde su
interior, desde su lēb: “Mi corazón ha dicho: ‘Buscad mi Rostro.’ Tu Rostro buscaré,
YHWH. No escondas de mi tu Rostro.” (Sal 27,8-9a).

Cuando los LXX traducen Pänîm, lo hacen por (‘mirada vuelta


hacia’)31, que avanza al 32
, i. e., el rostro como condición de apertura,
como capacidad para dirigirse al otro. El NT, además del uso del concepto
‘rostro’ en su significado convencional (Mt 6,17; Mc 14,65) y de la intensión
de adoración y gratitud que ‘caer rostro en tierra’ o ‘postrarse’ tiene (Mt
26,39; Lc 17,16; Ap 7,11), emplea la raíz del lexema en su sentido metafórico

30 Cf. H. Zúñiga, “Una aproximación…”,


31 Cf. S. Fernández-Ardanaz, “Evolución…”, P. 301.
32 La traducción latina de es “personare”, en español “persona”. Interesantísimo
es el caso en el NT donde ya pasa a ser el sustantivo que designa “persona”:
Mc 12,14; 2 Co 1,11; Ga 1,22; 2,6; 1 Ts 2,17 –con una combinación semántica de
“persona” y “rostro” con el mismo lexema–; Judas 16.

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de expresión de interioridad y comunicación: los hipócritas desfiguran sus
rostros para hacer creer a los demás que están ayunando (Mt 6,16); el ‘rostro’
del cielo expresa lo que sobrevendrá –tormenta o un día soleado– (Mt 16,3;
Lc 12,56); en la transfiguración “su rostro resplandeció como el sol”, su apariencia
“se hizo otra”, ya que Jesús manifestó su gloria (Mt 17,2; Lc 9,22; cf. Hch
6,15 y 2 Co 3,7s.); por el rostro se puede mirar la condición de las personas
(Mt 22,16; Mc 12,14), se puede mostrar la situación de algo, queda a la vista
una realidad (Lc 2,31) e incluso, la voluntad firme o enclenque que podamos
tener para tomar una decisión (Lc 9,51).

San Pablo explicita el sentido veterotestamentario que hemos explicado


al hablarnos de un conocimiento profundo y transparente que se manifiesta
en el amor de Dios “cara a cara” (1 Co 13,12) y que expresa su presencia (2
Co 2,10). Así, los restantes escritos del NT manifiestan que en el rostro se
encuentran rasgos de profundidad (St 1,23; Ap 22,4).

El rostro es el espejo de la persona, refleja su interior con profundidad, su


‘corazón razonante’, pero además, es espejo en cuanto que podemos reflejar
nuestra dignidad en el otro, una dimensión de alteridad. Ningún ser huma-
no puede considerarse tal si no es porque se ha visto proyectado en otros.
Mirar directamente a la cara en nuestra cultura cuesta un poco, tal vez por
lo que en ella se encierra: el Yo profundo; no siempre nos gusta fijar la mira-
da en los ojos de los demás, tal vez porque evadimos esa introspección que
conlleva; algunos se ocultan evadiendo su rostro, desviándose del contacto
interpersonal que entraña la hondura en un breve vistazo. Ver el rostro del
otro como encuentro del ser no es metáfora, es realidad viva: al vernos cara
a cara se encuentra el Yo en el Tú, el Tú en el Yo y Dios en el puente trazado
que conforma el Nosotros.

2. Una breve reflexión: el rostro, imagen de Cristo, imagen de Dios

El relato sacerdotal de la Creación –Gn 1,1-2,4a– despliega la teología


de la imagen en el rostro, lo que consideramos la tesis antropológica de toda
la Escritura. A partir del v. 26, se nos dice que ser humano es “ceºlem” (~l,c,),
es ‘imagen’, una representación plástica, un algo palpable así como una esta-
tua o un dibujo bidimensional33, por el cual, los pueblos del Medio Oriente
manifestaban cómo lo externo del hombre era la copia de Dios por su porte
vertical y su paso erguido. Empero, con el agregado del sustantivo “Dümût”

33 Cf. W. Eichrodt, Teología del Antiguo Testamento II, p. 129.

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(tWmD>), ‘semejanza’ o ‘similitud’, se expresa una delimitación mayor querida


por el autor sagrado.

Según W. Eichrodt34, el término viene a descartar la idea de una verda-


dera copia de Dios, reduciendo el concepto a una semejanza, a ‘algo parecido
a…’ Tomando en cuenta el imaginario teológico israelita, nos inclinamos por
esta acepción frente a la del ser humano como “alter Deus”. La redacción
sacerdotal no concibe “ceºlem” en el plano exclusivamente físico, sino este
concepto deviene en similitud analógica35 a razón de lo que ya hemos comen-
tado: para un hebreo el cuerpo es la expresión de la vida psíquica y espiritual,
la totalidad de lo humano lleva la impronta divina. Decir que el hombre es
‘imagen y semejanza de Dios’ no es sino el modo de expresar que todo lo hu-
mano proviene de lo divino y, en cuanto proviene de Dios, es capaz de entrar
en comunicación con él, de ser el tú personal que habla por la Creación y le
habla a la Creación en nombre de Dios como su imagen.

Cuando decimos que somos “ceºlem” y “Dümût” de ´Ĕlöhîm, lo hacemos


pensando en nuestra capacidad de ser ‘palabra’, i. e., de poder hablar y comu-
nicarnos36: se es ‘imagen y semejanza de Dios’ por el dominio de la creación
mediante el Däbär, la palabra que anuncia la vida y rige el universo con el fin
de propiciar a este Dios que es el Dios de la vida y el amor. El ser humano
ha sido colocado en la creación como signo de la bondad divina, así como
los reyes colocaban signos suyos en los pueblos conquistados para hacerles
recordar que se deben a Dios37. No obstante, el hombre es colocado, no como
el déspota dominador, ni Dios es considerado el patrón enajenante, sino que
el hombre, como imagen de Dios que manifiesta su Rostro, es emblema de
gracia y liberación para los otros hombres y para toda la Creación. Trazan-
do líneas de diálogo, la humanidad logra ser lo que debe ser: una ,
fundamentalmente una hermandad38. Así, el hombre es imagen de Dios en
cuanto habla y realiza la gracia en función, no sólo de sí mismo, sino pensando
sobre todo en los otros.

34 Cf. W. Eichrodt, Teología…, p. 129.


35 Cf. H. W. Wolff, Antropología…, p. 215.
36 Cf. X. Pikaza, Antropología bíblica. Tiempos de gracia, p. 35.
37 Cf. G. Von Rad, Teología del Antiguo Testamento I, p. 196.
38 Cf. J. I. González Faus, Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre, p. 679s.

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De esta manera, el ser humano aparece en el día sexto como punto culmi-
nante de la creación –una cosmogonía que culmina en una antropogonía39– y
que participa del descanso bendecido por Dios en el día séptimo. Pero esta
participación no es sólo en cuanto al descanso sabático, sino que implica todas
las áreas de la complejidad humana:

«No se es “imagen” sólo en cuanto al descanso, se es “semejanza” en cuanto


al esfuerzo del trabajo; no se es “imagen” sólo en cuanto a lo externo o lo que
se logra ver, se es “semejanza” en cuanto que el esfuerzo humano nace de la
interioridad. El hombre nace de una concepción dinámica intra-divina, nace
del “hagamos” (hf,î[]n):) implicativo, que responsabiliza al hombre como “Dios-
en-el-mundo” en cuanto imagen suya»40.

El segundo relato de la Creación (Gn 2,4b-25), más que un segundo


relato es un primer relato antropogónico que destaca la misma teología de
la imagen señalada anteriormente. La humanidad (´ädäm, ~d'a"), que provie-
ne del barro rojizo y arcilloso (´ádämâ, hm'da}), signo de su inmanencia, es
creada por el encuentro de dos rostros: YHWH Dios sopla su aliento –su
neºpeš– sobre la nariz del hombre y esa insuflación divina lo convierte en un
ser viviente. Dios se ‘inclina’ para encontrarse cara a cara con su máxima
obra, así se suscita la vida. Ahora podemos decir que, aunque el texto diga
neºpeš, lo que YHWH le ha comunicado al hombre es su rûªH, su espíritu
divino, pues su efecto inmediato es que el hombre logra levantarse erguido y
se dirige a Dios, aquél Señor Dios que le dio la vida en su rostro.

No es extraño que el Salmo 8 presente explícitamente la antropología


que se encuentra subyacente en el resto de la Biblia. Desde el primer verso
se tiene claro que la manera del ser del hombre debe entenderse a partir de
su especial relación con Dios. Proviene el ser humano de una ‘palabra’ de
Dios y es dotado del don de la palabra para ‘dominar’ la tierra. Por eso se
le corona glorioso en medio de toda la creación (Sal 8,6),41 se le confían las
obras de YHWH y éstas le son sometidas “bajo sus pies” (8,7). No obstante,
esta condición de ‘imagen’ por el señorío sobre la creación no es absoluta,
pues el hombre es también ‘semejanza’, ya que es “inferior a un dios” (8,6) y
YHWH no tiene por qué acordarse de él: lo hace por pura gracia (8,5). La

39 Cf. J. Severino Croatto, “El hombre en el mundo según el Génesis”: Revista Bíblica: Año
34, 1972, p. 46.
40 H. Zúñiga, Una aproximación...",
41 Cf. H. W. Wolff, Antropología…, p. 217.

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función del hombre como ‘imagen’ es hacer presente esa gracia, i. e., a Dios
mismo, en medio de la creación.

Pues bien, para el cristianismo, Jesús es la imagen que revela el Rostro


de Dios: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14,1). La antropología de
Jesús es una antropología de la gracia que conduce al Padre por un camino
concreto, no sólo de palabras, sino de acciones que reflejan el amor del Padre.
El dinamismo del árbol del bien y del mal –egoísmo que lleva a la violencia y
la muerte en el relato de Gn 2-4– que es el propio de un mundo individualis-
ta, no se puede superar con teorías, sino sólo con un movimiento personal y
social42 de amor, el amor de Dios que se ve en la faz de Jesús. El Evangelio
de Jesús conlleva a una antropología comprometida, una lucha por el hombre
para que éste pueda realizar su imagen de Dios fundamentando la justicia en
el amor. Hablamos de una teología que va al lado de una antropología. Así
pues, el mensaje de Jesús

«[…] siendo totalmente teológico (es decir, centrado en Dios), es totalmen-


te antropológico (centrado totalmente en el hombre). Teología y antropología
no son dos cosas distintas […] Jesús dedica todo a Dios (el 100%), dedicándolo
todo a los hombres y viceversa, de tal manera que su vida entera es teología,
siendo antropología»43.

La antropología que propone Jesús, es una antropología liberadora de


la esclavitud del pecado y de la muerte. Al ser imagen de Dios, debemos ser
experiencia de amor para los demás, nunca experiencia de violencia como lo
fue y lo es el poder egoísta de los asesinos de Jesús que fracasaron al tratar
de callar la voz del amor, voz de vida martirial: Jesús es testigo –imagen
de Dios– en la pseudo-desgracia de su muerte, en el aparente reverso de la
historia, pues sólo desde ese ‘revés’ se llega a la vida: “Dios ha resucitado a
Jesús, venciendo así el pecado, humanamente insuperable, de sus asesinos, a
quienes abre y ofrece su propia Vida divina, hecha una vez y para siempre vida
humana”44. Somos, pues, imagen de Dios, si vencemos con Cristo la muerte
y el pecado, i. e., si somos imagen de Cristo.

Pablo lo deja muy claro en su carta a los Romanos (5,12-19) cuando


explica que Adam era del que había de venir, i. e., un simple boceto

42 Cf. X. Pikaza, Antropología…, p. 214.


43 Pikaza, Antropología…, p. 218.
44 X. Pikaza, Antropología…, p. 333.

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de quien revelaría la auténtica condición humana: Jesucristo, la perfecta
‘imagen’ que refleja la gloria de Dios en su rostro (2 Co 4,4.6), la verdadera
‘imagen del Dios invisible’, tal y como lo cantaban los primeros cristianos en
el himno recogido por la carta a los Colosenses (1,15)45: “Si el hombre (Adam)
era, en cuanto imagen de Dios, gestor y presidente de la creación, Cristo, la imagen
arquetípica, lo es de forma acabada: ‘primogénito de toda la creación’, la recapitula y le
confiere consistencia (Col 1,15.17.18)”46.

3. Consideraciones finales

Dos conclusiones fundamentales podemos sacar de nuestro breve repaso


de la antropología en la Sagrada Escritura. Primera, a modo de silogismo: si
Cristo es la plena imagen de Dios, el hombre, imagen de Dios desde su crea-
ción, sólo encuentra la plenitud de vida en él. Dicho de otro modo, la única
forma en que el ser humano puede realizar su condición, es reproduciendo en
su vida la imagen de Cristo, siendo Cristo para los demás, sin temor a volver
a ver el rostro de Dios en Jesús y sin miedo de mostrar ese rostro a los otros:
“Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria
del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos…”
(2 Co 3,18). No es, pues, con el rostro cubierto como nos acercamos a nues-
tra esencia, sino mostrando, sin temor, lo que somos, mostrando a Cristo en
nosotros.

Lo que el cristianismo ha hecho es descubrir en Cristo el cumplimiento


de la promesa veterotestamentaria: el hombre ha sido creado para ser ima-
gen de Dios y sólo puede llegar a serlo en Cristo, perfecta imagen de Dios47.

45 Sobre la discusión en torno al himno cristológico de Colosenses: J. Sánchez Bosch,


Escritos paulinos, p. 422-425.
46 J. L. Ruiz de la Peña, Imagen de…, p. 79.
47 El Concilio Vaticano II explicitó esto perfectamente en GS 22: “En realidad, el
misterio el hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque
Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nues-
tro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre
y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre
la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta
aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona. El que es imagen
de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a
la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado.
En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en
nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido,

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Pero, para que esto fuera posible, uno de los dos entes relacionados –Dios o
el hombre– debía ‘expropiarse de su ser’ para permitir que el otro coincidiera
con él. La novedad que nos presenta el NT es que ha sido Dios quien lo ha
hecho: el ser humano no necesita dejar de realizar su propia esencia, sino
realizarla acabadamente: “ser imagen de Dios y ser, pura y simplemente,
‘hombre’ es lo uno y lo mismo ‘en Cristo’. La empresa de ser como Dios, ha
dejado de implicar un endiosamiento o una misión imposible, pero porque el
que era como Dios ha querido ser-como-hombre”48.

Una segunda conclusión, tal vez la más importante de nuestro estudio, es


que la existencia del ser humano alcanza plenitud cuando se realiza conforme
a su , a su destino final, el ‘ser-en-Cristo’. Si el AT dejaba claro que el
hombre sin Dios no es nada, no alcanza la realización de su ser, el NT deja
claro que esa realización del ser personal del hombre se logra sólo en Cristo.
La imagen depende de lo que refleja, el ser humano depende de Cristo, ver-
dadero arquetipo de Dios.

Así, terminamos nuestra reflexión volviendo al título de nuestro artículo:


somos imagen de Dios cuando, en nuestro rostro se refleja el rostro de Dios
y cuando vemos en todos los demás rostros, el Rostro por antonomasia, el
: Jesús de Nazaret. La antropología bíblica puede
resumirse en una idea que hemos rumiado en cada línea de nuestra elucubra-
ción: somos imagen de Dios cuando somos imagen de Cristo y vemos a Dios
en el rostro de los hermanos. Se trata de una relación theandrika que San Pa-
blo resume de forma magistral y, con ella, podemos cerrar nuestra inclusión:
“Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de
su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos…” (Rm 8,29).

en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con
inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de
hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros,
semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado […]”.
48 Cf. J. L. Ruiz de la Peña, Imagen de… 80.

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