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Anselmo Amarilla, por mal nombre El Cambá, estaba al acecho. Por cierto: más
como una araña de esas grandes y peludas que como un gato. Sus pupilas negras,
diminutas y agudas, nunca se habían desclavado de los dos paneles de recio guatambú
que separaban la tibieza del frío, la luz de la noche, el cazador de la presa. Su mano
derecha, hundida en el bolsillo derecho, no hacía más que acariciar lerda, amorosamente,
el cabo de su inapelable facón.
Nada tenía contra su inminente víctima. Pero no era el caso del dotor que le había
tirado cinco fuertes por la faena: aquel hombre grueso y siempre transpirado, de cuello
duro y moñito, de cabello escaso y engominado, bigotito nervioso y engominado, que olía
a pachulí y comino, odiaba sinceramente al futuro muerto. Cosas de la política.
Entonces la puerta se abrió con estirada quejumbre, dejando entrar una racha de
viento helado, dos o tres hojas secas y un visitante. La luz del farol, que oscilaba con
pachorra colgado de un clavo sobre el dintel, bañó su rostro pálido y excavado, su poncho
astroso, manchado, su alta delgadez. Anselmo Amarilla lo reconoció, algo decepcionado
porque no se trataba de un pituco, y consideró la ingenuidad del blanco cuello, calculando
para su facón el preciso ángulo de tajo. Un recuerdo de infancia excitó apenas su corazón
encallecido: aquella vez en Epecuén cuando su padre le enseñó a hacer morcillas, el
chancho degollado, su estridente chillar… la brusca ofensa del rojo sobre el pastizal
encanecido de escarcha.
– ¡Güenas y santas! – exclamó el recién llegado, avanzando con paso decidido hacia
el mostrador. Viendo alejarse su espalda corcovada, Anselmo pudo comprobar que venía
enfierrado. Frunció el ceño: no lo esperaba. Tampoco el modo en que cargaba el arma,
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cruzada de derecha a izquierda bajo una escasa faja de arpillera: lista para ser
desenvainada con un solo y simple gesto de la diestra, sin necesidad siquiera de volver el
tronco. No se había figurado que se las vería con alguien del palo: aguardaba algún
guachito de la misma yunta que el dotor. Tal vez no sería pan comido, sino un bocado de
charque. Encogió levemente los hombros: volvería a la tapera en que acomodaba su
osamenta más bien para la primera mateada de la madrugada, antes que para la cena. Se
incorporó con deliberada lentitud, procurando no hacer ruido. Calzó el funyi, lo requintó
sobre la ceja izquierda, y arrojó a un lado el escarbadientes.
– ¡Eusebio Gaitán! – iba a gritar cuando un improviso hielo le buscó los riñones, y
algo muy distinto gritó en cambio cuando por fin los encontró y se hizo fuego, se hizo
dolor, bronca, vergüenza. Trastabilló, doblando una rodilla. Lejos del otro lado entrevió
al larguirucho pálido que lo miraba sin sorpresa y medio como sobrándolo. Puñalada
trapera, desgarró con los dientes dejándose ir al suelo. Gaitán se le acercó, envuelto en
un borrón que semejaba un poco vapor y un poco humo. Derribó el sombrero de un
manotón, el que estaba detrás tiró de sus cabellos. El Cambá adivinó el facón en un puño
enemigo: no importaba si de frente o desde la sombra a sus espaldas: y oyó los bombos
que tocaban a degüello. Cuando cayó ensayando un nado en el creciente charco de su
propia sangre, cualquiera de los dos maulas, Gaitán o el que lo ensartó, pegó un silbo
corto y vigoroso. Lo último que alcanzó a oír el frustrado asesino fue la puerta del boliche
abriéndose una vez más. Lo último que pudo ver fue un par de elegantes y relucientes
zapatos de ante negro que se detenían a la vera de su agonía.
Gaitán – cuchillero preferido del Juez de Paz, que hasta ayer mismo había sido el
más encarnizado opositor del dotor – rebuscó en los bolsillos del difunto, extrajo los cinco
fuertes, y los guardó para sí.