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ARIA SOBRE LA CUERDA DE SOMBRA

Aquella mujercita expectoró su avergonzada confidencia una candente mañana de


febrero. Lo recuerdo vivamente, pues fue poco después de la muerte de Beatriz Viterbo,
y cumplida cierta edad uno tiende a asociar los asombros personales, aunque sean
mediocres o episódicos – aún incluso las naderías más intrascendentes – con grandes
catástrofes naturales, revoluciones o la desaparición de seres queridos. Haciendo un
esfuerzo, hasta puedo recuperar la voz breve, el ligero trémolo con que la mujercita me
refirió todo lo concerniente al espectro del Museo Americanista. No necesito, en cambio,
esfuerzo alguno para evocar cómo el calor de la lumbrarada estival, que penetraba a
raudales por el lejano ventanal, dejó paso de pronto a un frío glacial y extraño. De tumba,
me dije en aquel momento y me repito ahora.

– No sé por qué me animo a contarle esto… – empezó, y mientras lo escribo caigo


en la cuenta: ella, una oscura empleada administrativa del área Archivo, no me contó en
verdad todo acerca del fantasma: me reveló en cambio, con atroz precisión, los detalles
de su terrible topada con el mensajero del Más Allá. – Pero usted me infunde confianza.
De algún modo, sé que me escuchará. Que no se burlará de mí… – me dedicó una pálida
sonrisa, que vaya uno a saber por qué me trajo de nuevo a Beatriz, y nada agregó. Sonreí
a mi vez, aunque tratando de no parecer condescendiente, y desvié la mirada, ensayando
columbrar a distancia las carteleras de fierro de Plaza Grigera, esquivando las piezas
arqueológicas que, cubiertas con sábanas que alguna vez habían sido blancas, simulaban
otros tantos fantasmas, para zambullirme por fin a través del ventanal. La vocecita trémula
de la mujer (¿se llamaba Ema?) me buscó y me encontró, me arrancó del aviso de nosequé
cigarrillos rubios, de la renovada evocación de la difunta y de mi dolor egoísta y soberbio.
Me obligó a adentrarme en el horror, como quien se aventura en una ciénaga que intuye
traicionera, y gratuitamente nomás, de puro temerario o chambón o suicida.

La del espectro fue la noche del 30 de abril. Nada de tormenta: cielo tachonado de
estrellas. Ema (vamos a llamarla así) refirió que parecían más grandes que de costumbre,
más azules y como heladas: cuando me lo dijo pensé en Van Gogh. Ella no, y prefirió
embrollarse en confusas reflexiones acerca de la sucesión de las estaciones y el
calentamiento global. El hecho es que eran ya las 20:30 o tal vez las 21, y ella permanecía
allí, en el Museo sumido en oscuridad, a excepción de la escueta isla de claror amarillento
que se expandía en torno a su escritorio. Se había demorado punteando un inventario. De
improviso Ema escuchó algo así como un quejido sordo, que erizó el cabello en su nuca.
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Enseguida comprobó que aquel sonido no había sido emitido por garganta alguna: era el
rechinar de los goznes de una puerta en una vitrina, que se había abierto casi por completo.
Descartó la ayuda del inexistente viento, y recordó con vaga inquietud que aquella puerta
estaba bajo llave, o al menos que debía estarlo. Se incorporó de su silla, y vadeó las
sombras hacia la vitrina. Dentro estaba un ajado traje de novia, con sus muertas galas
reducidas a patéticos colgajos, y sus dorados mortecinos lanzando de tanto en tanto
melancólicos destellos, cada vez que resultaban heridos por los pasajeros rayos de los
autos, apurándose fuera en la invisible calle. Databa de la época de la Santa Federación,
y nadie podía asegurar cuál era su procedencia. Ema adelantó la diestra para cerrar la
inoportuna puerta… pero de inmediato declinó. Le había parecido que el traje hacía lo
mismo, con su brazo de brocado vacío de carne y de hueso. ¿Una ilusión óptica, conjurada
por el connubio del cansancio y la tiniebla? Fijó un instante la vista en el vestido nupcial,
que adoptaba en la cómplice negrura sospechosa silueta humanoide. Y en un arranque de
pávida decisión, empujó la puerta con brusquedad, casi violentamente. ¡Una inconcebible
extremidad, una espectral excrecencia… brazo, pata, tentáculo o pseudópodo… prestando
inusitada vida a la vieja tela, había impedido a último momento el cierre! Retrocedió
aterrada, tropezó con un escabel de palosanto, cayó al piso y quedó sentada, con la espalda
apoyada en la vecina pared. Vio salir flotando a la infernal vestimenta, que se
contorsionaba como si estuviera habitada.

– ¡No! – gritó, amagó o quiso gritar, pero algo aferró su cuello: la imposible mano
o tal vez garra al extremo de imposibles brazos o patas de hielo, oscuridad y espanto.
Dedos incorpóreos pero no obstante tangibles se cerraron como tenazas, clavando uñas,
apretando más y más, obturando al mismo tiempo el paso del aire, del sonido y de la
esperanza. Mientras pataleaba débilmente, Ema adquirió la convicción de su agonía y la
certeza de su próxima muerte, del inapelable modo en que se saben las cosas en los
sueños. Cerró los ojos y, simplemente, dejó de existir.

Cuando calló, volvió a dedicarme una lívida sonrisa. Sus labios delgados se
desdibujaron hasta hacerse sólo una línea de sangre seca. Luego desapareció.

Desde entonces despierto por las noches, sudado y jadeante, con la sensación de
haber zafado por poco, por muy poco, de ser estrangulado por manos de aire frío y negro.

Desde entonces, aguardo con secreto espanto el retorno de Ema, la minúscula


mujercita del Museo Americanista de Lomas de Zamora.

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