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La del espectro fue la noche del 30 de abril. Nada de tormenta: cielo tachonado de
estrellas. Ema (vamos a llamarla así) refirió que parecían más grandes que de costumbre,
más azules y como heladas: cuando me lo dijo pensé en Van Gogh. Ella no, y prefirió
embrollarse en confusas reflexiones acerca de la sucesión de las estaciones y el
calentamiento global. El hecho es que eran ya las 20:30 o tal vez las 21, y ella permanecía
allí, en el Museo sumido en oscuridad, a excepción de la escueta isla de claror amarillento
que se expandía en torno a su escritorio. Se había demorado punteando un inventario. De
improviso Ema escuchó algo así como un quejido sordo, que erizó el cabello en su nuca.
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Enseguida comprobó que aquel sonido no había sido emitido por garganta alguna: era el
rechinar de los goznes de una puerta en una vitrina, que se había abierto casi por completo.
Descartó la ayuda del inexistente viento, y recordó con vaga inquietud que aquella puerta
estaba bajo llave, o al menos que debía estarlo. Se incorporó de su silla, y vadeó las
sombras hacia la vitrina. Dentro estaba un ajado traje de novia, con sus muertas galas
reducidas a patéticos colgajos, y sus dorados mortecinos lanzando de tanto en tanto
melancólicos destellos, cada vez que resultaban heridos por los pasajeros rayos de los
autos, apurándose fuera en la invisible calle. Databa de la época de la Santa Federación,
y nadie podía asegurar cuál era su procedencia. Ema adelantó la diestra para cerrar la
inoportuna puerta… pero de inmediato declinó. Le había parecido que el traje hacía lo
mismo, con su brazo de brocado vacío de carne y de hueso. ¿Una ilusión óptica, conjurada
por el connubio del cansancio y la tiniebla? Fijó un instante la vista en el vestido nupcial,
que adoptaba en la cómplice negrura sospechosa silueta humanoide. Y en un arranque de
pávida decisión, empujó la puerta con brusquedad, casi violentamente. ¡Una inconcebible
extremidad, una espectral excrecencia… brazo, pata, tentáculo o pseudópodo… prestando
inusitada vida a la vieja tela, había impedido a último momento el cierre! Retrocedió
aterrada, tropezó con un escabel de palosanto, cayó al piso y quedó sentada, con la espalda
apoyada en la vecina pared. Vio salir flotando a la infernal vestimenta, que se
contorsionaba como si estuviera habitada.
– ¡No! – gritó, amagó o quiso gritar, pero algo aferró su cuello: la imposible mano
o tal vez garra al extremo de imposibles brazos o patas de hielo, oscuridad y espanto.
Dedos incorpóreos pero no obstante tangibles se cerraron como tenazas, clavando uñas,
apretando más y más, obturando al mismo tiempo el paso del aire, del sonido y de la
esperanza. Mientras pataleaba débilmente, Ema adquirió la convicción de su agonía y la
certeza de su próxima muerte, del inapelable modo en que se saben las cosas en los
sueños. Cerró los ojos y, simplemente, dejó de existir.
Cuando calló, volvió a dedicarme una lívida sonrisa. Sus labios delgados se
desdibujaron hasta hacerse sólo una línea de sangre seca. Luego desapareció.
Desde entonces despierto por las noches, sudado y jadeante, con la sensación de
haber zafado por poco, por muy poco, de ser estrangulado por manos de aire frío y negro.