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Una cultura consumista se opone por esencia, es decir, necesita, por su propia
naturaleza, oponerse a ese sistema gratuito de creación e intercambio de
bienes que es el lenguaje: esa maravillosa feria libre en donde todos los días
se acuñan nuevas expresiones y canciones, esa indetenible fiesta inconsciente
que es el idioma colectivo. En esa fiesta no son los ejecutivos de las
multinacionales ni las grandes figuras mediáticas ni los escritores
consagrados, sino los niños y los adolescentes quienes ocupan anónimamente,
irresistiblemente, la vanguardia, y lanzan, junto con las nuevas blasfemias y
las nuevas vulgaridades, como el trigo que no puede separarse de la cizaña,
las metáforas que luego ganan la calle y los medios y empapan toda nuestra
vida de vigor, frescura y novedad.
Quiero decir que hay una ecología del lenguaje que tenemos que reencontrar,
y ésta no es una empresa inaccesible. No se trata de velar por el casticismo o
resucitar vetustas academias o arcaicas ortodoxias. Cada vez que abrimos
paso a la reflexión sobre el sentido escondido de las palabras o a la
ponderación de la sabia arquitectura de la sintaxis, cada vez que celebramos la
gracia de un chiste verbal o de una adivinanza, una copla, una frase escuchada
al pasar, cada vez que incurrimos en el lujo de ese paseo arqueológico entre
ruinas maravillosas que es la etimología, estamos reviviendo la felicidad del
lenguaje, su corona de estrellas.
Pero si esta cultura ataca la conciencia del lenguaje es, en gran medida porque
de algún modo se adivina que en ella, además de la fuerza refrescante de la
poesía, reside la raíz de toda crítica. Para un sistema consumista como el que
nos tiraniza, es indispensable la reducción del vocabulario, el aplanamiento y
aplastamiento colectivo del lenguaje, la exclusión de los matices —que
muchas veces significa el olvido de los propios deseos— y sobre todo, la
pérdida del sentido del goce y la lucidez que la lengua puede llegar a
proporcionarnos. Por eso, la empresa consumista es enemiga de la auténtica
expresión lingüística, que exige libertad, don de aventura y originalidad y
desasimiento total de pautas exteriores para desplegarse en todo su esplendor.
Notas
1. Un reciente artículo de Chomsky en Science procura determinar la distinción
específica entre lenguaje humano y lenguaje animal, que él asigna a la capacidad de
recursividad, propia solamente de los humanos, y no referida exclusivamente al
lenguaje. Pero en cuanto al modo en que nace y evoluciona el lenguaje nada se
adelanta en este artículo.
2. Inversamente dice Nietzsche, consciente como era del poder de la palabra:
«Mientras no destruyamos la gramática, seguiremos creyendo en Dios» —acaso un
inconsciente y paradójico deseo, por parte de Nietzsche, de que Dios exista
indestructiblemente, ya que, como dice Valéry, la sintaxis es un elemento
constituyente del espíritu humano; mientras haya (sic) humanos inevitablemente
habrá gramática.
3. Cuando hablo en este texto de una cultura enemiga del lenguaje me refiero en
realidad a las tendencias dominantes del capitalismo global, y en particular a sus
poderes propagandísticos, mediáticos e informáticos. Es evidente que los lenguajes
naturales se desenvuelven en una cultura ambiental con la cual necesariamente
interactúan. Ocurre que en general no se sopesa suficientemente el fundamento
biológico del lenguaje cuando se lo define como un factor más entre los
constituyentes de una cultura. El lenguaje es la articulación más importante,
misteriosa e impenetrable entre cuerpo y sociedad. Resulta una estimulante
humillación para la inteligencia científica que aquello que nos diferencia de todas
las otras especies animales se encuentre tan remotamente alejado de nuestra
comprensión, en particular en lo que se refiere a su nacimiento y evolución.