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Material de Teología I

Unidad I

Introducción a la Teología. Nociones de Teología Fundamental. Fe,


Revelación y Religión. Historia de la Salvación.

Definición de Teología:

I. Definición
El fundamento y el centro de la teología es la revelación de Dios en Jesucristo.
Su objetivo particular es la inteligencia crítica del contenido de la fe para que la vida
creyente pueda ser plenamente significativa.
Las coordenadas que se han asentado para la comprensión del concepto de
teología no han sido siempre las mismas a lo largo de la historia. En cuanto reflexión
histórica sobre la fe y sobre sus contenidos, la teología ha ido sufriendo una constante
evolución en su intento de autodefinirse; evolución que puede identificarse con la
misma historia del pensamiento cristiano.
El término theologhía/theologhéin es de origen no cristiano; los primeros datos
que se pueden recuperar son los que ven a la theologhía ligada al mito. Hornero y
Hesíodo son llamados thevlógoi por su actividad peculiar de componer y de contar los
mitos. Aristóteles, al dividir la filosofía teorética en matemática, física y teología, la
identificará con la metafísica en cuanto "philosophia perennis"(Met. VI, 1,1025). Los
estoicos, como recuerda Agustín, son los primeros que utilizaron este término con una
connotación religiosa, ya que lo identifican como "ratio quae de düs explicatur" (PL
XLI, 180).
Tan sólo progresivamente, tanto en Oriente como en Occidente, se fue
imponiendo el uso cristiano de este término. Para Clemente de Alejandría, theologhía
será el "conocimiento de las cosas divinas"; para Orígenes indica la verdadera doctrina
sobre Dios y sobre Jesucristo como salvador; sin embargo, le corresponde a Eusebio
de Cesarea el privilegio de haber sido el primero que atribuyó al evangelista Juan el
título de theologos por haber escrito en su evangelio una doctrina eminente sobre
Dios.
Así pues, a partir de Eusebio, theologhía indicará la verdadera doctrina, la
cristiana, que se opondrá a la falsa doctrina enseñada por los paganos. A
continuación, Dionisio establecerá una distinción, que sigue siendo válida hasta
nuestros días, entre una teología mística, simbólica, escondida, que une con Dios, y
otra teología más manifiesta, más filosófica, que tiende a la demostración racional.
Una última connotación digna de interés que proviene de los padres griegos es
la que identifica la theologhía con la doctrina sobre la Trinidad, para distinguirla de la
doctrina sobre la encarnación, que será llamada oeconomía. El período monástico -
pensemos en los nombres de Evagrio Póntico y de Máximo el Confesor- hablará
finalmente de "theologhía" como el culmen del conocimiento y la plenitud de la gnosis,
por haber sido realizada bajo la guía del Espíritu.
Para el Occidente, es especialmente Agustín el que introduce el uso religioso
del término en la cultura y en el lenguaje común. El entendimiento que interviene en la
comprensión de la fe es contemplación de un espíritu creyente qué, puesto que ama,
desea alcanzar la plenitud de la realidad: amada.
En una palabra, theóloghía para el pensamiento patrístíco señala el esfuerzo
por penetrar cada vez más en la inteligencia de la Escritura y de la palabra de Dios;
por eso mismo resultará normal el intercambio entre "theologia" y "sacra pagina" o
"sacra doctrina", terminología que permanecerá felizmente intacta durante todo el siglo
xii.
Se verifica una primera señal de cambio con Boecio, que da a conocer la
distinción de las "ciencias" de Aristóteles; Alcuino comienza la reforma carolingia con
la distinción de las artes del trivio y del cuadrivio; la dialéctica, como método de
investigación, comienza a abrirse cada vez más camino...; se llega así ala formulación
de las primeras Sententiae, sacadas de la colección de los escritos de los santos
padres, y a la- utilización de la grammatica:
Se da realmente un salto cualitativo con la precomprensión anselmiana
de theologia. En su intento de establecer un equilibrio entre el planteamiento
"monástico", que alimentaba preferentemente la comprensión de una autosuficiencia
de la fe, y el planteamiento "dialéctico", que tendía a absolutizar la exigencia de la
razón, Anselmo crea el principio del quaero fntelligere ut credam, sed credo ut
intelligam. La fe que ama quiere conocer más; por consiguiente, la ratio se fundamenta
en la fides, sin que por ello sea menos autónoma en su búsqueda. '
Sin embargo, será Abelardo el que se recordará como el primero-en haber
dado el paso de una "sacra pagina" a una theologia entendida como scientia, por
haberse convertido en yuaestio. De poco servirán las resistencias de Bernardo para
mantener relegada la theologia a la perspectiva del "non quasi scrutans, sed
admirans". Tomás no podrá menos de ratificar el planteamiento del Magister
sententiarum, concibiendo la, theólogia como la forma de conocimiento racional de la
enseñanza. cristiana; lo que la fe acoge como don, la theologia lo explicita y lo explica
a la luz de la comprensión humana con sus propias leyes.
Buenaventura, permaneciendo fiel a la corriente monástica, mantendrá la
acentuación sobre el papel y la presencia de la gracia; Duns Escoto, después de él,
será el mayor representante de está forma de pensar.
Por, aquel mismo tiempo; Guillermo de Occam favorecerá la. entrada de la
crítica y del nominalismo. El humanista Erasmo de Rotterdam acentuará hasta tal
punto la crítica, que llegará a sustituir con ella en adelante a la quaestio medieval.
Melchor Cano marcará la época de la reinvención de las auctoritales a través de los 1
lugares teológicos, y el Tridentino culminará con las especulaciones del saber
teológico. El siglo xvni verá cómo se acentúan las formas de los "sistemas" y la
organización del saber teológico en las enciclopedias. La Aeterni Patria, finalmente,
registra un cambio ulterior con el intento de un retorno al pensamiento de santo
Tomás, interpretado, sin embargo, a la luz de los nuevos principios filosóficos.
Desde el punto de vista histórico, el artículo de Y. Congar en DthCnos ofrece
un estudio completo, que se ha convertido en una verdadera obra clásica de la
literatura teológica. Pero todavía es preciso observar que la comprensión de la
teología se relaciona y se "adapta" en diversas ocasiones a las diferentes épocas
históricas con que llega a encontrarse. Esto es señal de una característica
determinante del saber teológico: la historicidad de la reflexión de la fe, que permite al
mismo tiempo mantener siempre viva la pregunta sobre la inteligibilidad del misterio y
encontrar una respuesta que sea conforme a las diversas conquistas del saber
humano.
El cambio de horizonte que ha llegado a crearse con el Vaticano 11 ha alejado
a la teología de aquel contexto controversista-apologético que había caracterizado a
los cuatro siglos anteriores, para colocarla en un sereno diálogo con las culturas y las
ciencias, a fin de hacer evidente la complementariedad de cada una de ellas con vistas
a la globalidad del saber, para una existencia humana cada vez más digna (cf GS 53-
62).
Al faltar entonces una única referencia filosófica, sustituida por una pluralidad
de referencias con diversos sistemas filosóficos, y al haber adquirido una comprensión
hermenéutica más global y profunda del dato bíblico, la teología sé caracteriza mejor
hoy a la luz de una pluralidad de teologías que dejan vislumbrar las diversas
metodologías adquiridas.
Sin embargo, hay nuevos problemas que requieren una mayor reflexión y que
pueden caracterizar a la actualidad teológica en el momento en que, una vez más,
intenta autocomprenderse; pueden señalarse tres por lo menos: 1) la determinación
del estatuto epistemológico que, en cada ocasión, se refiere al nuevo saber científico;
2) la eclesialidad de la teología, que comporta la responsabilidad pública de la
inteligencia de fe y la superación de una contraposición entre el saber teológico en
cuanto tal y el' saber teológico regional o contextual; 3) la relación teologíamagisterio,
que comporta la indicación de las mediaciones propias de una teología como
inteligencia eciesial de una fe comunitaria y la libertad del sujeto epistémico en su
búsqueda científica.

Cristo, como objeto de la Teología.

Las formulaciones examinadas hasta ahora, Dios en cuanto Dios, Dios en


cuanto salvador, Dios en cuanto fuente de vida, están de acuerdo en reconocer que el
objeto formal de la Teología es Dios; pero otros teólogos como E. Mersch y los
partidarios de la Teología kerigmática, se expresan de diferente manera, al afirmar que
el objeto de la Teología es Cristo.

a).- Opinión de E. Mersch. Según este autor, el objeto de la Teología y su


centro por excelencia es el Cristo místico. El objeto material de la Teología, observa,
es doble: por una parte el objeto principal, Dios, y por la otra el objeto secundario, las
obras de Dios; y entre ellas, como obra principal, está el hombre. El objeto central de
la Teología tiene que abarcar este doble objeto, y por tanto no puede ser otro que el
Cristo total o Cristo místico, pues por un lado Cristo es Dios y por otro es el Hombre-
Dios, con toda la humanidad que se le ha incorporado.

Esta doctrina del Cristo total es eminentemente apta para conferir a la Teología
su unidad orgánica, basada en la revelación de ambos Testamentos. Por ella estamos
situados en el centro de la inteligibilidad de todo el misterio de la salvación. Mientras
que la sistematización tomista es teocéntrica, la que propone Mersch es
evidentemente cristocéntrica.

La postura de Mersch contiene, junto a excelentes elementos, algunos puntos


ambiguos: Es verdad que el lugar de Cristo es central en la historia de la salvación;
también es verdad que el Cristo total es el objeto material integral de la Teología;
igualmente es verdad que el misterio de la salvación sólo se nos hace inteligible en
Cristo; finalmente es verdad, en el aspecto de nuestra unión efectiva con Dios, que la
vida divina sólo se nos comunica en Cristo y por Cristo. Pero una vez aceptado todo
esto, ¿se podrá decir sin más que Cristo es el objeto formal de la Teología?
Responderemos a esta cuestión con las siguientes observaciones:

a.1.- La Teología, como ciencia del objeto de fe, tiene que participar en el
movimiento y en la orientación de la fe. Pues bien, la fe, en el último análisis, está
totalmente dirigida hacia el Dios Salvador: “En esto se manifestó el amor que Dios nos
tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él”
(1 Jn 4,9), por eso “nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos
creído en él” (1 Jn 4,16). Nuestra fe tiende, por lo tanto, hacia Dios que nos ha enviado
a su Hijo para demostrarnos su amor. Cristo es aquel en quien se manifiesta y nos
conduce el amor de Dios salvador. En la economía de la salvación y de la epifanía del
amor de Dios, Cristo es primero; pero el objeto último de nuestra fe, y por ende de
nuestra Teología, es Dios-que-nos-salva-por-Cristo, es el Dios Salvador.

a.2.- La Teología procura construir el dato revelado según el orden mismo de la


sabiduría divina. Pues bien, el plan de esta sabiduría divina es precisamente el de
recapitularlo todo en Cristo para llevar a los hombres a Dios. El mismo Cristo y su
cuerpo místico están ordenados a Dios: “Todo es vuestro; y vosotros, de Cristo; y
Cristo, de Dios” (1 Cor 3,22.23). Y en la Carta a los Efesios dice San Pablo: “Bendito
sea el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido...
eligiéndonos de antemano para ser hijos adoptivos por medio de Jesucristo... para
alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el amado” (1,3-7). En la
perspectiva de Mersch, por el contrario, el misterio de la Trinidad y de las misiones
divinas pasa a segundo plano en beneficio de un primer objeto, el misterio del Cristo
místico.

a.3.- Recogiendo lo que anteriormente se dijo sobre el objeto de la Teología,


podemos ahora proponer, para definir ese objeto, una formulación más elaborada y
más precisa: Dios nuestra salvación, tal como se ha manifestado en Cristo y por
Cristo. El enunciado de Mersch, a su vez (el Cristo místico es el primer inteligible),
puede distinguirse de la siguiente manera: El Cristo místico es el primer inteligible para
nosotros, en el orden de la invención y de la inquisición: ¡concedido!; es el primer
inteligible en el orden de la sabiduría divina: ¡lo negamos!, porque en este orden el
misterio del Cristo no alcanza su inteligibilidad más que por su relación con el misterio
del Dios vivo, uno y trino, al que tiene la misión de introducirnos. Si bien es cierto que
alcanzamos el misterio de Dios que se revela a través de Cristo, será solamente a
través del misterio de Dios como podremos comprender y apreciar el misterio de
Cristo.

a.4.- Dicho esto, todavía podemos preguntarnos si es preferible una


sistematización cristocéntrica o una sistematización teocéntrica. La sistematización
cristocéntrica propuesta por Mersch no sólo es legítima, sino que quizá sea preferible
bajo el punto de vista pedagógico, por ser más fiel a la economía de la salvación y a
su manifestación. También es verdad que sirve de feliz complemento a la visión
teocéntrica de la Edad Media; pero insistimos, la cuestión de la sistematización no
puede confundirse con el objeto de la Teología, porque se trata de dos cuestiones
distintas.

Una vez admitido que el objeto de la teología es Dios en cuanto Dios, nada
impide que adoptemos una sistematización cristocéntrica, o teocéntrica, o
eclesiocéntrica, o incluso antropocéntrica. Hay varias sistematizaciones posibles, lo
mismo que hay diversos tipos de Teología, y cada sistematización tiene sus ventajas y
sus inconvenientes. El principal inconveniente de la síntesis teocéntrica puede ser
quizá el de una atención insuficiente al carácter de economía, de historia y de
pedagogía de la revelación.

b).- Postura de la Teología kerigmática. Los teólogos llamados kerigmáticos


(de kerigma = proclamar) han propuesto también una sistematización cristocéntrica, e
incluso una doble Teología con un doble objeto. El contexto histórico en que apareció
esta Teología kerigmática es el siguiente: Conmovidos por las quejas de los pastores
de almas sobre la ignorancia y la mediocridad de vida de sus feligreses, cierto número
de teólogos creyeron que la razón de ello estaba en una presentación deficiente del
cristianismo y en una enseñanza poco adecuada de la Teología.

Para corregir este problema, los kerigmáticos propusieron que se diese


prioridad a la proclamación del mensaje cristiano sobre la Teología científica, y que se
procurase que la predicación se inspirara en Cristo y en la historia de la salvación.
Algunos de sus teólogos exageraron aún más las necesidades del apostolado, al
proponer construir al lado de la Teología tradicional otra llamada Teología kerigmática.
La primera, de las dos sería científica, sistemática, estaría preocupada por la
investigación y se impartiría en las universidades; la segunda tendría por objeto a
Cristo y se encaminaría a la predicación, se preocuparía de la Psicología y de la
Pedagogía en la presentación del mensaje cristiano, y sería la Teología de seminarios.
La primera de estas dos Teologías se ocuparía de comprobar la veracidad del dato
revelado, mientras que la segunda lo estudiaría bajo los aspectos del bien y del valor;
la primera se expresaría en lenguaje técnico, pero la segunda lo haría en términos
sencillos; la primera sería una Teología del intelecto mientras que la segunda estaría
destinada a ser acogida en el corazón.

La proposición kerigmática de una doble Teología fue atacada desde su


presentación, y finalmente rechazada por la Iglesia al considerar que no podría ser fiel
a su objeto una ciencia teológica que en lugar de ocuparse de la comprensión del
mensaje revelado se dedicara a promover la piedad de sus partidarios; y no porque
esto último fuera indeseable, sino porque no es la materia que corresponde a la
Teología.

¿Teología o historia de la salvación?

Esta alternativa constituye otra manera de abordar la cuestión del objeto de la


Teología. La Teología, dice Santo Tomás, tiene por objeto formal a Dios en cuanto
Dios, tal como él se conoce a sí mismo y tal como se nos comunica por medio de la
revelación; pero, por otra parte, la revelación llega hasta nosotros bajo la forma de
unos acontecimientos que se insertan en la trama de la historia humana y componen
la historia de la salvación.
El Antiguo Testamento nos narra las maravillas que hizo Dios para salvar a su
pueblo, y el Nuevo Testamento nos habla de la buena nueva del mensaje salvífico de
Jesucristo; se presenta entonces ante nosotros un problema: ¿El objeto de la Teología
será la comprensión de historia de la salvación, o el estudio de Dios en cuanto Dios?
Así planteada, la pregunta parece no tener respuesta; pero lo cierto es que no
hay separación entre la Teología y la Economía de la Salvación, porque el mismo Dios
que se ha revelado en la Sagrada Escritura es el que en la misma Escritura revela su
plan y su compromiso para la salvación del hombre. Por consiguiente, podemos decir
que a Dios lo conocemos a partir de su programa de salvación, y que el camino que
conduce hasta el misterio íntimo de Dios es la historia de la salvación que fue
inaugurada por el Antiguo Testamento, pero que concluye y se realiza con Cristo y en
su Iglesia.

Hay dos excesos que amenazan a la Teología de hoy: Reducirla a la historia


de la salvación, renunciando así a penetrar en el misterio de Dios; o bien, construir una
Teología pura, olvidándose de que Dios se revela dentro de su programa salvífico.

Si la teología sigue fiel al movimiento de la revelación y procura alcanzar a


Dios allí donde Dios se manifiesta, o sea en la historia de la salvación que culmina en
Jesucristo, no puede haber divorcio entre Teología y Economía de la Salvación. Una
Teología atenta a la historia de la salvación no se opone a una Teología centrada en
Dios; y al revés, una Teología del Dios vivo no puede elaborarse independientemente
de la historia de la salvación. La Teología reconoce que Dios es trascendente a la
historia de la salvación, y que la vida Trinitaria se basta a sí misma; pero reconoce al
mismo tiempo que no sabemos nada de esa vida íntima de Dios si no es a través de la
economía de la salvación.

No hay división alguna entre la Teología y la Historia de la Salvación. La


Teología es reflexión sobre Dios que se ha manifestado en Jesucristo, y su objeto es
el Dios conocido por la Historia de la Salvación.

La Fe
Las virtudes teologales son tres: Fe, Esperanza y Caridad, y su fin es conducirnos a
Dios. Son virtudes infusas, recibidas directamente de Dios en el Bautismo y nos
acercan a Él. Su objetivo es unirnos íntimamente a Dios, llevarnos hacia Él, de ahí su
excelencia. La fe es “una virtud teologal infundida por Dios en el entendimiento, por la
cual asentimos firmemente a las verdades divinas reveladas por la autoridad o
testimonio del mismo Dios que revela. (1)

Dicho de otra manera, es la “adhesión de la inteligencia a la verdad revelada por


Dios”.Es una luz y conocimiento sobrenatural por medio del cual, sin ver, podemos
creer, lo que Dios nos dice y la Iglesia nos enseña. “Dios nos hace ver las cosas, por
decirlo así, desde su punto de vista divino, tal como las ve Él. (2)

Humanamente, sin ayuda sobrenatural, no podremos adquirirlas, de ahí la importancia


del Bautismo donde se nos infunden. Es por eso que una persona no bautizada tendrá
más dificultad en acceder a las verdades sobrenaturales que una que lo está.

La fe es un don gratuito. Creemos en una verdad que nos llega de afuera y que no
nace de nuestra alma. La fe nos viene desde el exterior y Dios nos invita a someternos
libremente a ella para salvarnos. Algunos la tendremos desarrollada desde niños
(debido a una sólida formación cristiana) otros la perderemos y la recuperaremos a
través de nuestra vida y otros la invocaremos en el último instante de la muerte. Hoy
se sabe que el oído es el último sentido que se pierde, de ahí la importancia de rezarle
a los moribundos el acto de contrición al oído, ya que no sabemos con exactitud en el
instante preciso en que el alma abandona el cuerpo. Dios puede, si quiere, detener el
juicio de un alma hasta que ella acepte sus pecados y haga un acto de fe y de
contrición, pero este es un secreto que quedará siempre en la intimidad de Dios y el
alma. Lo que sí sabemos, porque la Iglesia nos lo enseña, es que es necesario este
acto de fe interior para salvarse. “Quien creyere y fuere bautizado será salvo, más
quien no creyere, será condenado” (Mc XVI, 16) afirmó Nuestro Señor en el Evangelio.
El acto de fe interior a veces (para la tranquilidad de los que creemos y nos
preocupamos del alma ajena) será público, otras veces no. Dios no hará responsables
de no haberlo aceptado a quienes no lo hayan conocido (por ej: las tribus salvajes del
África que tanto decimos que nos preocupan) precisamente porque para rechazar a
alguien, primero, hay que reconocer que existe, y ellos no lo conocen. Tampoco lo
conocen todos los pueblos a quienes la Verdad no les ha sido presentada. A ellos Dios
no les pedirá cuentas, pero a nosotros sí, porque conociéndola, no hemos trabajado
para difundirla y enseñarla.

A cada uno nos juzgará con infinita justicia, en la exacta proporción de la formación
que hayamos tenido, de las gracias que habremos recibido y de las que habremos
rechazado. De ahí la importancia de enseñarles a los niños desde la más tierna
infancia, a conocer a Dios para luego poder creer en Él, ya que, de las tres virtudes
teologales infusas en el Bautismo, la fe es la fundamental.

“Mejor tarde que nunca”, dice el refrán, pero es mejor temprano que tarde para
conocer a Dios. Es por eso que la niñez es la etapa ideal, donde el aprendizaje es
fácil, sencillo, y la inocencia acepta con docilidad lo que es simple, como que Dios es
el Creador del Universo, que premia a los buenos y que castiga a los malos. Millones
de religiosos y de laicos piadosos lo entendieron así durante veinte siglos, y muchos
de ellos aceptaron hasta el martirio físico y espiritual para difundirla, lo que pertenece
al capital de gloria de la Iglesia. Creer significa admitir algo como verdadero Creemos
cuando damos fe a la autoridad del otro. En cambio, cuando decimos “creo que va a
llover” o “creo que ha sido el día más agradable del verano” o “creo que merece la
pena conocer el norte” expresamos simplemente una opinión. Suponemos que
lloverá; tenemos la impresiónde que hoy ha sido el día más agradable del
verano, pensamos que vale la pena conocer el norte. Este punto es importante: una
opinión no es una creencia. La fe implica certeza.

Pero no toda certeza es fe. Cuando veo y comprendo claramente algo no es un acto
de fe. No creo que dos más dos son cuatro porque es evidente, puedo comprenderlo y
comprobarlo. Esto es comprensión y no creencia.

Creencia o fe es la aceptación de algo como verdadero basándose en la autoridad de


otro. Ej: nunca he visto un virus, pero como creo en lo que la ciencia dice y confío en
ella es que creo en que el virus existe. Sé muy poco de física y nada de fusión nuclear
pero, a pesar de que nunca he visto un átomo, creo en sus físicos que aseguran que
se produce. No he visto el paso recíproco de los líquidos de distinta densidad a través
de la membrana que los separa, pero la ciencia dice que el proceso de ósmosis se
produce y creo en ella. Estos son todos actos de fe: conocimientos que aceptamos por
la autoridad de otros en quienes confiamos. Hay tantas cosas que no comprendemos,
y tan poco tiempo para comprobarlas personalmente, que la mayor parte de nuestros
conocimientos se basan en la fe. A este tipo de fe se le denomina fe humana.

Cuando nuestra mente acepta una verdad porque dios nos la ha manifestado nuestra
fe se llama divina. Las autoridades humanas pueden equivocarse, como ocurrió en la
enseñanza universal de que la Tierra era plana. Otras veces las autoridades humanas
engañan y mienten como los dictadores comunistas a los pueblos por ellos sometidos
o toda estructura de poder corrupta que manipula para sus bajos intereses a sus
ciudadanos. Pero Dios es la Verdad y no debemos dudar en las verdades que Dios
nos ha revelado. Por ello, la auténtica fe es siempre firme.

Línea de tiempo con la Historia de la Salvación. Podemos encontrar los acontecimientos


salvíficos recogidos en el texto bíblico desde Abraham hasta el nacimiento de Jesús.

ETAPA DE LOS PATRIARCAS


Dios llama a Abraham, el primero de los patriarcas, para pedirle que deje su país y se dirija
a la tierra que Él le mostrará. Abraham fue padre de Isaac, Isaac fue padre de Esaú y
Jacob. Jacob tuvo 12 hijos que dieron origen a las 12 tribus de Israel.

Algunos clanes o tribus descendientes de los patriarcas tuvieron que emigrar a Egipto para
sobrevivir.

ESCLAVITUD EN EGIPTO. ÉXODO. ETAPA DE LA CONQUISTA


Los israelitas permanecieron en Egipto 400 años. Al principio, los israelitas vivían
pacíficamente, pero más tarde fueron hechos esclavos por el faraón de Egipto y utilizados
como mano de obra para la construcción de las grandes obras públicas.

De todos los israelitas Dios escogió a Moisés, y desde una zarza ardiente le comunicó que
debería liberar al pueblo de la esclavitud de Egipto. Así, guiado por Moisés el pueblo fue
liberado, celebraron la primera Pascua y caminaron por el desierto durante 40 años hasta
llegar a la tierra prometida.

En el monte Sinaí, Dios le entregó a Moisés los 10 Mandamientos, con los que se sellaba
la Alianza de Dios con su Pueblo.
Al llegar a la tierra prometida, los israelitas la encontraron ocupada. Dios eligió a Josué
como sucesor de Moisés, y lo puso al frente del pueblo. Después de muchos años de
luchas se logró la conquista.
El pueblo se dividió en 12 tribus y Dios eligió a los Jueces para conducirlas.

ETAPA DE LA MONARQUÍA. ETAPA DE LA DIVISIÓN


Con el tiempo el pueblo de Israel se organizó políticamente bajo la autoridad de reyes.
Saúl fue el primer rey de Israel, que fue sucedido por David, el gran rey de Israel que logró
unificar toda la nación.
David fue sucedido por su hijo, Salomón, que fue el rey que construyó el gran templo de
Jerusalén.
A la muerte de Salomón, Israel se dividió en dos: el reino del norte (Israel), y el reino del
sur (Judá). Como consecuencia de esta división, los reinos quedaron empobrecidos y a
merced de los grandes imperios vecinos.
Entonces aparecieron los grandes profetas que invitaban a la conversión.
El reino de Israel terminó siendo destruido y arrasado por los asirios.

ETAPA DEL DESTIERRO. ETAPA PERSA


El reino de Israel fue arrasado por los asirios y todos los israelitas fueron deportados a
Nínive.
Luego, el reino de Judá fue invadido y destruido por el imperio de Babilonia, y allí
deportados todos los judíos.
Después de muchos años de destierro los judíos pudieron volver a su tierra, pero ya no
como una nación independiente, sino como una provincia del imperio persa. Con mucha
dedicación y esfuerzo, conducidos por Nehemías y Esdras, todos trabajaron en la
reconstrucción de la ciudad y del Templo.

ETAPA GRIEGA. ETAPA ROMANA


Nehemías y Esdras, junto a todo el pueblo judío, trabajaron con mucha dedicación en la
reconstrucción de la ciudad, y todos volvieron a leer el libro de la Ley.
Luego, Alejandro Magno derrotó al imperio persa y todos los territorios pasaron a estar en
poder de los griegos. Los judíos soportaron la nueva dominación, pero se opusieron con
fuerza a las costumbres religiosas que los griegos querían imponerles, y aparecieron
figuras fuertes como Judas Macabeo.
Tiempo después los romanos arrebataron a los griegos sus dominios y construyeron un
imperio que se extendió prácticamente a lo largo de todo el mundo conocido hasta
entonces. El general Pompeyo fue quien conquistó Jerusalén y destruyó el Templo como
signo de sometimiento y dominio (el Templo luego fue reconstruido).
Bajo el imperio romano se produjo el gran acontecimiento de la historia de la salvación: el
NACIMIENTO DE JESÚS, el Hijo de Dios, el Salvador. Dios envió a su Hijo, y con Jesús
ingresó la salvación en el mundo.

Unidad II

Introducción a las Sagradas Escrituras. Contexto histórico-socio-


cultural. Los géneros literarios. La inspiración y canonicidad de los
libros de la Sagrada Escritura. Dios se revela a los hombres en el
Antiguo Testamento. El Nuevo Testamento. El ser de Cristo y su
misterio. La Encarnación del Hijo.
LOS GÉNEROS LITERARIOS
La Biblia se puede considerar como libro religioso, pero también se
puede considerar como mera obra literaria; pero también es necesario
considerar que dentro de la literatura hay multitud de «géneros literarios»... Es
como cuando vamos al cine y nos preguntan por el tipo de película que hemos
visto: de guerra, de misterio, de te rror, etc. (¿quién se imagina estar viendo
una película de terror y que alguien pregunte cuándo demonios se van a besar
el chico y la chica?). Por lo tanto, también necesitaremos saber qué géneros
literarios hay en la Biblia (del mismo modo que necesitamos saber qué tipo de
película vamosa ver) para luego poder hacerle al texto las preguntas
adecuadas y no otras. En la Biblia podemos encontrar diversidad de géneros
literarios, ya que en realidad se trata de una biblioteca (colección de libros), y
como tal contiene variedad de ellos; incluso, dentro de algunos nos
encontramos con múltiples géneros literarios distintos. De modo superficial
podemos hablar de varios tipos de relatos: ** En la Biblia aparecen «sagas», es
decir, aquéllos relatos que nos narran las peripecias de una familia (fuera de la
Biblia hay relatos de este tipo en Escandinavia, que precisamente sirvieron
como modelos de estudio para las sasgas bíblicas). Las podemos encontrar en
los ciclos patriarcales, es decir, en aquéllos relatos donde se nos narran las
aventuras y el desarrollo de la familia de Abrahán, Isaac o Jacob. ** También
nos podemos encontrar con una «etiología» (ver Gn 28,11-22). (Por etiología
se entiende aquel relato que pretende dar razón del origen de un nombre, una
costumbre, etc). Cuando el médico pregunta por la etiología de la fiebre, por lo
que está preguntando es por el origen o la causa de esa fiebre. Pues en la
Biblia nos encontramos con relatos de este tipo que pretenden ofrecer el origen
de una cosa. En el texto de Gn 28, por ejemplo, se pretende poner en claro el
origen del nombre del santuario que había en Betel; en el v. 17 cuando Jacob
despierta del sueño afirma: «Qué terrible es este lugar: es nada menos que la
Casa de Dios y la puerta del cielo». Pues bien, en hebreo «Casa de Dios, se
dice Bet-El, o sea, Betel. ** En el texto bíblico podemos hallar «fábulas». (Por
fábula podemos entender aquél relato donde los personajes que intervienen
suelen ser animales o vegetales que pretende transmitirnos una enseñanza
moral, la «moraleja»). Ejemplos extrabíblicos los tenemos desde anti guo con
las fábulas de Esopo, hasta tiempos más recientes con las fábulas de
Samaniego o Iriarte. ¿Quién no se acuerda de la fábula de la zorra y las uvas
verdes?, ¿o aquélla que empezaba diciendo: «A un panal de rica miel...»?
Pues bien, fábulas las encontramos en Ju 9,6-15, donde una serie de árboles
quieren elegirse un rey; se trata de una fábula antimonárquica. ** Otro de los
géneros literarios con el que nos podemos encontrar es con el «refrán».
Refranes o sentencias las hay en todas las culturas. También en la cultura
semita y, por lo tanto, algunos de estos han pasado a la Biblia. Encontramos
uno en Jr 31,29: «Los padres comieron las uvas verdes, y los hijos tuvieron la
dentera». Sería equivalente a nuestro «pagaron justos por pecadores», es
decir, las culpas por los delitos son pagadas no por los que los cometieron, sino
por otros. Otro refrán que se puede citar es el que está en 1 Sam 19,24: «Hasta
Saúl está con los profetas» (también aparece en 1 Sam 10,12). A éste, como
resulta evidente, es más difícil encontrarle la equivalencia o entenderlo.
Habitualmente se interpreta de dos maneras: como que se mete con la vida de
los primeros grupos proféti cos o como que la profecía no es hereditaria y, por
tanto, hasta Saúl puede andar entre los profetas. ** Podemos encontrar
«himnos», (los podríamos definir como cantos que celebran la gloria de Dios).
Suelen tener una estructura común que consiste en la exhortación al comienzo
para alabar a Dios, los motivos para la alabanza y una nueva exhortación final
a la alabanza. Sería interesante leer Ex 15,1-18, donde está el himno o canto
de Moisés por el paso del Mar Rojo a la salida de Egipto. El lugar propio del
himno es la liturgia, es decir, se trata de piezas que tienen su origen y su lugar
propio en el culto. ** El himno vendría a ser un subgénero dentro del gran
género poético, porque en la Biblia también hay «poesías», y muchas.
Numerosos escritos proféticos y sapienciales tienen forma poética. En la Biblia
existe el género literario poético, cuyo exponente principal es esa colección de
150 poesías que llamamos Salterio. También podemos encontrar poesías
sueltas en otros libros de la Biblia: ver por ejemplo 1 Sam 2,1-10, que es el
canto de Ana, la madre de Samuel, donde posteriormente se inspirará el
Magníficat de Lc 1,46-55 (comparar los dos textos). ** El «credo» es otro de los
géneros literarios que podemos encontrar. A alguien le puede parecer extraño
que califiquemos de género literario al credo o a los credos, y sin embargo hay
que mantenerlo así. La diferencia con los otros géneros que hemos visto es
que esos otros géneros podríamos encontrarlos también en la literatura
«profana», (entendiendo por profano lo opuesto a lo sagrado, y a la Biblia como
literatura «sagrada»). A pesar de haber dicho que no encontramos paralelos
«profanos» de credos, sí es verdad que ha aparecido algo que podríamos
calificar como la versión laica de los credos religiosos: las «declaraciones».
Nos referimos a esas declaraciones que realizan los Organismos y que
pretenden exponer, en forma de breves enunciados, las creencias o las
convicciones: declaración universal de los derechos humanos, declaración de
los derechos del niño, etc. ** Aparecen las colecciones de leyes al estilo del
Decálogo (diez mandamientos), o sea «diez palabras». Esto es ejemplo de un
género literario que aún no hemos visto: «la ley». (Se trata de esas normas que
ordenan nuestra vida). Nosotros, modernamente, estamos acostumbrados a
toparnos con la ley o las leyes en libros separados, que tratan exclusivamente
de ello. Si tomamos la Constitución Española o el Código de Derecho Civil, allí
no vamos a encontrar leyendas, historias de familia, refanes, y menos aún
poesías; allí encontrarmos solamente leyes. En la Biblia no es así, no hay libros
dedicados a las leyes y otros a otros géneros (tenemos que afirmar que es
común una mezcla de géneros), aunque haya algunos libros que
mayoritariamente sean leyes como, por ejemplo, el Levítico. Esto es así
porque, dado que la Biblia es un cuerpo de literatura, que ha tenido ese
proceso tan largo y probablemente complicado de composición, no podemos
pensar que los géneros los vamos a tener todos a la vista y completamente
deslindados unos de otros, sino que nos los vamos a encontrar mezclados Es
posible que, por todo lo que llevamos dicho, alguien pueda preguntarse si en la
Biblia hay «algo de historia» en el sentido que entendemos todos: como
narración que nos cuenta los hechos tal como sucedieron. Dicho de otra forma,
si hay algo que no sea «inventado», porque ciertamente, gran parte de los
géneros literarios que hemos comentado poco tienen que ver con la historia.
No hay por qué preocuparse. En la Biblia también tenemos reflejados datos
históricos; es decir, se nos transmiten una serie de datos que pueden ser
encontrados según los métodos de la historiografía moderna. Para esto pueden
ser muy útiles una serie de ciencias auxiliares como la arqueología, la
paleografía, la numismática, etc. Algunos ejemplos: En 2 Re 18,13ss podemos
leer: «El año catorce del reinado de Ezequías, Senaquerib, rey de Asirio, atacó
todas las plazas fuertes de Judá y las conquistó. Entonces Ezequías mandó a
Laquis este mensaje para el rey de Asiria...». Según este texto, en el año 701
(catorce del reinado de Ezequías) Senaquerib ataca las principales ciudades de
Judá, entre ellas Laquis, y la conquista. Pues bien, la arqueología ha
encontrado señales de destrucción en los estratos del terreno que
corresponden a esa época. Además, en el palacio real de Nínive, residencia de
Senaquerib, se encontraron una serie de murales grabados en piedra con
escenas de esa batalla. Por lo tanto, podemos concluir que la Biblia
ciertamente nos transmite un acontecimiento que ocurrió así en la historia.
Intentando resumir de modo sistemático y siguiendo al profesor Ángel
González Núñez, podríamos decir que los principales géneros literarios que se
dan en la Biblia se pueden agrupar bajo los siguientes tipos: A.
HISTORIOGRAFÍA. Todo aquel relato que está contado en forma de historia,
narrado. Es importante señalar cómo esta historia no necesariamente tiene por
qué haber ocurrido en realidad, es decir, en el nivel histórico, sino que
simplemente nos fijamos en «la forma», dejando el nivel de los hechos
históricos como uno de los posibles niveles del texto y, sin duda, no como el
más importante. Á este género corresponderían la saga, el relato etiológico, la
leyenda, el cuento, la fábula, el mito, etc. Podemos considerer “históricos” los
libros de Josué, Jueces, Samuel y Reyes; y también otro grupo de libros como
Crónicas, Esdras y Nehemías. Pero hay que entender que cuando se habla del
género "histórico" de estas obras literarias de la Biblia, no se debe entender
dicha expresión en el sentido que se le da actualmente. Lo que pretenden esos
textos no es simplemente relatar las cosas que sucedieron en otra época. Las
exposiciones históricas más importantes de la Biblia tienen otra finalidad. Son
escritos aleccionadores y programáticos, que muestran más bien lo que hay
que hacer "ahora". El pasado se narra para que pueda pensarse en los errores
que hay que evitar y en las medidas que se deben adoptar: es una "historia
profética". Desde luego a través de esta gran obra histórica del Antiguo
Testamento nos han llegado muchas noticias del pasado, pero el propósito del
autor no era tanto narrar lo ocurrido sino más bien ofrecer un "programa" de
gobierno y de reformas. De todas maneras, la Biblia contiene y es una "historia
sagrada" en el sentido más profundo de la palabra: es la "Historia de la
Salvación", la historia de la fidelidad de Dios más allá de las infidelidades de los
hombres. B. LEY. En este género caben todos aquellos textos de corte legal
cuya misión es regular el comportamiento humano, la vida del hombre. Las
leyes suelen estar formuladas de dos maneras: «apodíctica», es decir, la ley
como mandato, bien sea en forma positiva («santificarás las fiestas») o
negativa («no matarás»), y casuística o sea, en forma de caso («si en una de
tus ciudades...»; «cuando un profeta hable en nombre del Señor...»). C.
PROFECIA. Nos basta ahora saber que es uno de los géneros literarios más
característicos de la Biblia. En él se recoge gran parte de los oráculos
proclamados por los profetas de viva voz. Los profetas que conocemos y a los
que se les atribuyen sus libros (Isaías, Jeremías, Ámós...) no escribieron casi
nada. Esa es una labor de sus discípulos. D. LIRICA. Abarcaría todo lo poético,
que como se ha dicho tiene una particular manera de ordenar el lenguaje y los
recursos lingüísticos y artísticos. En la Biblia, tenemos tres libros claramente
poéticos: Salmos, lamentaciones y Cantar de los Cantares, además de otras
poesías desperdigadas. E. SABIDURIA. Género literario cuya preocupación es
la vida cotidiana (no la revelación del profeta o la manera de ver la historia del
historiador). La reflexión y la experiencia serán sus instrumentos. Se
encuadrarían aquí el refrán, la sentencia y el proverbio. Á algunos libros de la
Biblia se les llama sapienciales, porque son aquéllos donde reside
especialmente el género literario «sabiduría»: libro de los Proverbios, libro de la
Sabiduría, Eclesiastés, etc. Algunos autores incluyen aquí los relatos
considerados ‘didácticos’ o ‘doctrinales’, entre los que se destacan los libros de
Tobías, Judit y Ester. Estos tres libros pueden considerarse una especie de
"novelas históricas", cuya finalidad era levantar el ánimo de Israel en los
momentos de desaliento y cuando el pueblo estaba más expuesto a dejarse
arrastrar por el paganismo circundante. En el Nuevo Testamento lo que más se
asemeja a estos relatos doctrinales son las célebres "parábolas" que, junto con
las fábulas, también se encuentran en el Antiguo Testamento, diseminadas en
varios de sus Libros... F. APOCALIPTICA. literatura que surge de una situación
de opresión y persecución. En realidad se llega a solapar con la profecía, pero
no pueden equipararse. Este género se caracteriza por sus "revelaciones",
sobre todo acerca del porvenir, y en él abundan las visiones simbólicas, las
alegorías enigmáticas, las imágenes sorprendentes y las especulaciones
numéricas. Es de destacar su fabulosa puesta en escena (hay que imaginar los
«bichos» que aparecen en el libro de Daniel, capítulo 7). Su aparición se
explica por las duras condiciones de vida del Judaísmo tardío, que despertaron
un gran anhelo de tiempos mejores y de liberación nacional. El prototipo de
este género literario en el Antiguo Testamento es el libro de Daniel, así como
en el Nuevo Testamento lo es el célebre Apocalipsis. G. CARTAS. Gran género
literario que tiene más importancia en el N.T. (casi la mitad de él son cartas).
En el Á.T. hay algunas cartas insertas en los libros historiográficos o proféti cos
(ver 2 Sam 11,14-15; 1 Re 21,8-10; Jr 29). En este género cabe distinguir entre
lo que es una carta (misiva privada, familiar) y una epístola (un tratado de
teología en forma de carta y dirigido fundamentalmente a una comunidad).
Otros géneros literarios de la Biblia son: el "proverbial" (Proverbios), el de los
"poemas didácticos" (Sabiduría), el de los "diálogos sapienciales" (Job), el de
las "súplicas individuales o colectivas" (Salmos), el de los "Himnos" Salmos. ...
Repitamos que en un mismo Libro se mezclan a veces diversos géneros
literarios, y tengamos en cuenta que un mismo hecho puede ser narrado con
diversos géneros literarios. Un ejemplo de esto es lo que sucede con el
"Oráculo profético" de 2 Sam. 7. 4-17, que está en el origen de la esperanza
mesiánica de Israel y tiene un hermoso paralelo poético en Sal. 89. 20-38.
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1 Canon De Los Libros Sagrados.

Suele llamarse canon a un patrón o norma por el que se juzga correcto


un pensamiento o doctrina. El canon cristiano de la Sagrada Escritura (SE), es
el conjunto de libros que la Iglesia considera oficialmente como base de su
doctrina y sus costumbres, por el hecho de estar inspirados por Dios. La
canonicidad implica inspiración. La inclusión de un libro en el canon no supone
necesariamente su autenticidad literaria por parte del que aparece como autor
de la obra. La carta a los Hebreos, por ejemplo, se atribuyó durante mucho
tiempo a San Pablo. El hecho de que la ciencia bíblica considere hoy que el
Apóstol no fue su redactor, no priva al libro de su canocidad y carácter
inspirado.

El canon cristiano del AT contiene libros (Tobías, Judit, Sabiduría,


Eclesiástico, Baruc y algunas secciones de Daniel) que no aparecen en el
canon judío. Estos libros son llamados deuterocanónicos y fueron aceptados
oficialmente como inspirados y normativos por el C. de Trento (1546) (D 1502).
El canon de los escritos del NT se formó gradualmente mediante un
proceso de separación de libros procedentes de un cuerpo más numeroso y
amplio de obras cristianas muy antiguas. La Iglesia hubo de desempeñar en
este proceso un papel decisivo e insustituible. Hacia el año 300 el canon
neotestamentario adquiere la configuración que conocemos hoy. El canon se
ordena a identificar y delimitar para los creyentes una serie de libros recibidos y
leídos en la Iglesia como Palabra de Dios. El criterio que influyó en mayor
medida para la formación del canon bíblico cristiano fue el reconocimiento en
los libros de una recta regla de fe, una clara apostolicidad y un uso habitual en
el culto.

4.2 Naturaleza De La Inspiración Bíblica.

Noción.

"La revelación que la SE contiene y ofrece ha sido puesta por escrito


bajo la inspiración del Espíritu Santo" (DV.11). El término inspiración expresa la
cualidad más propia de los libros catalogados en el canon del AT y del NT.

La inspiración bíblica es un carisma sobrenatural, dado por Dios a


ciertos hombres en el seno del pueblo de Dios, del antiguo y del nuevo
testamento, para consignar por escrito con validez general y pública aquellos
misterios de Dios y de su intervención en la historia de la Salvación humana
que Dios ha querido que fuesen de este modo entregados a la Iglesia por
causa de nuestra salud y santificación.

De esta definición se desprenden algunas características de la


inspiración (I):

- La I. divina, es el constitutivo previo necesario para que un libro forme


parte de la Biblia.

- La I. divina de un escrito, es previa y necesaria para que ese escrito


sea canónico.

- La I. divina, es un carisma sobrenatural dado por Dios al hagiógrafo,


para que ponga por escrito y sin error lo que Dios ha revelado y quiere
comunicar a los hombres.

- El carisma de la I., es transitorio, sobrenatural y gratuito.

- El carisma de la I., proporciona una luz en el entendimiento del


hagiógrafo para juzgar con "certeza" divina.

- La I. es un don otorgado por Dios, no para la santificación del que lo


recibe (gracia santificante), sino para el bien de la Iglesia (gratia gratis da da).

ANTIGUO TESTAMENTO:
Antiguo Testamento

l. Estudio general. II. Historia del texto hebreo.

l. ESTUDIO GENERAL. 1. Noción. Se designa A. T. al conjunto de 46 libros


inspirados y canónicos , que contienen la revelación divina escrita anterior a
Jesucristo. Estos libros constituyen la S. E. de los judíos y la primera parte de la S. E.
de los cristianos.

«Dios amantísimo, buscando y preparando solícitamente la salvación de todo


el género humano, con singular favor se eligió un pueblo, a quien confió sus
promesas. Hecho, pues, el pacto con Abraham (cfr. Gen 15, 18) y con el pueblo de
Israel por medio de Moisés (cfr. Ex 24, 8), de tal forma se reveló con palabras y con
obras a su pueblo elegido como el único Dios verdadero v vivo, que Israel experimentó
cuáles fueran los caminos de Dios con los hombres y, hablando el mismo Dios por los
profetas, los entendió más hondamente y con más claridad de dia en día, y los difundió
ampliamente entre las gentes (cfr. Ps 21, 28-29; 95, 1-3; Js 2, 1-4; ler 3, 17). La
economía, pues, de la salvación pronunciada, narrada y explicada por los autores
sagrados, se conserva como verdadera palabra de Dios en los libros del A.T.; por lo
cual estos libros inspirados por Dios conservan un valor perenne» (conc. Vaticano II,
Const. De¡ Verbum, no 14)

2. Importancia y significación del A. T. «La economía del A. T. estaba


ordenada, sobre todo, para preparar, anunciar proféticamente (cfr. Le 24, 44; lo 5, 39;
1 Pet 1, 10) y significar con diversas figuras (cfr. 1 Cor 10, 11) la venida de Cristo
redentor universal y la del reino mesiánico. Mas los libros del A.T, manifiestan a todos
el conocimiento de Dios y del hombre, y las formas de obrar de Dios justo y
misericordioso con los hombres, según la condición del género humano en los tiempos
que precedieron a la salvación establecida por uristo. Estos libros, aunque contengan
también algunas cosas imperfectas y adaptadas a su tiempo, demuestran, sin
embargo, la verdadera pedagogía divina. Por tanto, los cristianos han de recibir
devotamente estos libros, que expresan el sentimiento vivo de Dios y en los que se
encierran sublimes doctrinas acerca de Dios y una sabiduría salvadera sobre la vida
del hombre, y tesoros admirables de oración, y en que, por fin, está latente el misterio
de nuestra salvación» (Dei Verbum, 15).

3. Circunstancias de redacción de los escritos del Antiguo Testamento. Los


libros del A. T. se escribieron en diversas circunstancias históricas y fechas, que van
probablemente desde el s. XIII a. C. (fijación de las primeras leyes, muy reducidas,
dadas por Moisés), hasta fines del s.II o principios del I a. C. (últimos libros
sapienciales, como el de la Sabiduría). La historia literaria del A. T. ha sido objeto de
estudios críticos desde fines del s. XVII.
Los libros del A. T. se escribieron, entre otras, por las siguientes
circunstancias: l) fijación por escrito de tradiciones orales ancestrales del pueblo de
Israel, como p.ej. las historias de los patriarcas (V. PATRIARCAS l); tales tradiciones,
al pasar a escritas, fueron ensamblándose y constituyendo libros, según diversas
necesidades del momento, antes de ser finalmente integrados en algún conjunto de
libros sagrados y canónicos. 2) Otros libros tuvieron un origen más directamente
literario, al emplear prevalentemente fuentes escritas precedentes; tal es el caso, p.
ej., de los libros de los Reyes (v.), de las Crónicas (v.) o Paralipómenos, de los
Macabeos (v.) y de buena parte del Pentateuco; en el caso de los libros de los Reyes,
p. ej., se combinaron una especie de crónicas reales con otros escritos de origen
sacerdotal y cúltico y algunas tradiciones de los hechos y predicación de algunos
profetas, como Elías (v.), Eliseo (v.), Natán, etc.; el resultado del acoplamiento de las
diversas fuentes escritas con otras orales y con los pasajes redaccionales, debidos a
los últimos redactores y compiladores, llegó a constituir los definitivos libros inspirados
o sagrados, que como tales fueron recibidos por el Pueblo de Dios del A.T. y por la
Iglesia (V. BIl3LIA iii). 3) Algunos libros del A.T. deben, finalmente, su origen a la
actividad más directamente teológico de los «sabios» israelitas, almas religiosas,
forjadas en la meditación espiritual, la observación de la naturaleza y de la vida
humana y ejercitadas en la reflexión.

Pero existe un denominador común en todos los libros del A. T., cualesquiera
que fuesen las circunstancias y motivaciones concretas de su escritura: todos tienen
una relación estrecha con la fe de Israel. Así, p. ej., las tradiciones sobre los antiguos
patriarcas Abraham (v.), Isaac (v.) y lacob (v.), conservadas oralmente entre los clanes
israelitas a lo largo de los siglos, fueron finalmente escritas porque aquellos
antepasados eran los detentadores de las promesas divinas de salvación (v.
SALVACIÓN Il), tuvieron unas especiales experiencias religiosas, a ellos se les
manifestó Dios (V. TEOFANÍA ii) y les habló (v. PALABRA ii). En otros muchos casos,
la relación con lo sagrado es aún más evidente: se trataba de oráculos profé-ticos (V.
PROFECIA Y PROFETAS) o bien de la ley Sagrada (V. LEY DE MOISÉS; LEY ix) que
Dios mandaba a su pueblo (v. PUEBLO DE DIOS; IGLESIA l).

NUEVO TESTAMENTO:

NUEVO TESTAMENTO

NDC

SUMARIO: I. Historia de los escritos del Nuevo Testamento: 1. La formación


del Nuevo Testamento; 2. La fijación del canon. II. El contenido del Nuevo Testamento:
1. Sinópticos y Hechos; 2. Escritos de Pablo; 3. Cartas católicas; 4. Escritos joánicos.
En la tarea de creación literaria del Nuevo Testamento la Iglesia no pretendió
elaborar una síntesis perfecta de pensamiento religioso, sino recoger el mensaje de
los primeros testigos y consolidar la fe (Le 1,1-14; Jn 20,31). Esto confiere a algunos
de los escritos un carácter ocasional y de respuesta a problemas concretos. El estudio
de cada escrito nos permite conocer la comunidad de origen o de destino.

Desde una perspectiva catequética, el estudio del Nuevo Testamento nos


ofrece la oportunidad de conocer el modo de actuar de la Iglesia en este período. De
ello podemos derivar criterios metodológicos inspirados no sólo en el contenido, sino
también en la experiencia y la vida de aquellas comunidades. Se nos plantea el mismo
problema que en el Antiguo Testamento con la pedagogía que Dios siguió con su
pueblo. Acostumbrados a considerar la palabra de Dios sólo como palabra-dicha,
olvidamos su carácter de palabra-acontecimiento, y con ello corremos el peligro de
convertir la catequesis en la transmisión de un saber religioso y la fe en la simple
aceptación de un sistema doctrinal.

I. Historia de los escritos del Nuevo Testamento

El Nuevo Testamento tuvo una historia redaccional similar a la del Antiguo


Testamento, si bien el período transcurrido desde la tradición oral hasta la obra escrita
fue mucho más breve –un siglo aproximadamente– y su contenido más unitario, por
centrarse en un solo personaje: Jesús de Nazaret. Más lenta fue, por el contrario, la
clarificación de los libros que habrían de formar parte de esta colección. La Iglesia
necesitó varios siglos para fijar el canon. De hecho, la última palabra en este punto no
se dijo hasta el concilio de Trento.

1. LA FORMACIÓN DEL NUEVO TESTAMENTO. La dinámica que generó el


Nuevo Testamento fue la misma que la del Antiguo Testamento. El proceso hecho-
palabra-acontecimiento vuelve a repetirse. A través del kerigma (palabra), Jesús de
Nazaret (hecho) es presentado como el Cristo (acontecimiento). La Iglesia necesitó un
tiempo de clarificación conceptual para pasar del judaísmo al cristianismo, del Jesús
de la historia al Cristo de la fe, del hijo de María al Hijo de Dios. Los escritos
neotestamentarios reflejan esta indefinición inicial cuando nos presentan a los
apóstoles subiendo al templo a orar (He 3,1), discutiendo sobre la obligatoriedad de la
circuncisión (Gál 2) o reticentes al contacto con los paganos (He 10).

No fueron ajenos a esta labor de clarificación la historia y los problemas con los
que hubieron de enfrentarse. El evangelio de Marcos y el Apocalipsis sugieren una
comunidad que sufre la amenaza exterior de la persecución. Mateo hace pensar en
una comunidad que necesita comprender su relación con el judaísmo y el Antiguo
Testamento. Pablo describe en sus cartas grupos cristianos problematizados y a veces
divididos. Estudiar la historia del Nuevo Testamento es, de alguna manera, estudiar la
vida de una Iglesia en busca de su propia identidad. Las fases por las que fue pasando
quedan reflejadas en los diversos escritos y, dentro de un mismo libro, en la variedad
de fuentes utilizadas.

El punto de partida es Jesús de Nazaret. Siguiendo la tradición de los grandes


maestros, él no escribió nada. Más aún, a sus discípulos no les mandó escribir, sino
predicar (Mc 16,15). Durante muchos años, su vida y sus enseñanzas fueron pura
tradición oral, en la cual se mezclaban los datos informativos con la confesión de fe. Si
queremos llegar al dato original, al hecho histórico, hemos de investigar en los escritos
que lo han transmitido. La dificultad radica en que estos no son crónicas, sino
evangelio, es decir, el relato de los hechos tal como los interpreta una comunidad que
cree en Jesús de Nazaret como mesías, Hijo de Dios y salvador. Debido a que es muy
escasa la información no cristiana sobre Jesucristo, cualquier intento de llegar a él
parece inútil. Lo cual no significa que la comunidad primitiva inventara los hechos o
que estos carezcan de importancia. Es cierto que los evangelios no son una biografía
de Jesús hecha siguiendo un orden lógico y cronológico: faltan datos sobre la mayor
parte de su vida, no coinciden las indicaciones geográficas o las referencias
temporales; incluso las palabras que se le atribuyen tienen distinto sentido según el
evangelista que las recoge... Pero esto no significa que los evangelios no estén
reproduciendo la esencia de su vida y de su predicación. El proceso seguido por los
pioneros no difiere del que se da en cualquier hombre que vuelve sobre su pasado
para encontrarle sentido. De cualquier hecho, lo primero que se tiene es un
conocimiento descriptivo y, por consiguiente, superficial. Con el tiempo y gracias a
hechos posteriores van destacándose como fundamentales aspectos que en un
principio pasaron desapercibidos. Finalmente el hecho es reformulado e incluso
descrito de un modo diverso desde la nueva visión que se tiene de él.

La convivencia durante varios años con Jesús convirtió a los apóstoles en


testigos predilectos y confidentes (Mc 4,34) del Rabí de Galilea. Es lógico que el
sentido último de numerosos hechos y discursos les pasara desapercibido (Mc 6,52;
8,14-21; 9,10; etc.) hasta que la experiencia del contacto con el resucitado les hizo
volver sobre ellos y comprenderlo en su verdadero sentido. Cuando se lanzan a
predicar, es esto lo que anuncian y no la experiencia primera.

Los escritores sagrados reflejan el último estadio del proceso, y por ello no
tienen reparos en adaptar los elementos que consideran oportunos, si ello sirve a su
propósito. No estamos ante una tergiversación de los hechos ni ante una creación
literaria perteneciente al género de la novela histórica, sino ante una descripción de los
hechos que pone de relieve el sentido profundo de los mismos, lo cual no quita valor
histórico a lo narrado ni desautoriza al narrador, sino que hace de él un creyente y un
testigo.

La valoración del núcleo histórico de los evangelios es de gran importancia


para la catequesis y un elemento clave para diferenciarla de la formación religiosa
escolar. Sin él, el cristianismo no pasaría de ser un sistema de pensamiento, ordenado
al establecimiento de un orden moral concreto, como ocurrió con el estoicismo. Un
planteamiento semejante conduce a una sobrevaloración de los conocimientos al
identificar fe y saber, lo cual a su vez lleva a entender la catequesis como un
aprendizaje (memorismo) y a considerar como el objetivo de la catequesis la adopción
de determinados comportamientos (moralismo), cayendo así en la religiosidad del
mérito y olvidando el carácter gratuito de la salvación.

En un planteamiento de este tipo, el orden moral no es entendido como un


modo de vivir consecuente con la fe, sino al revés: la fe es sólo la justificación racional
de un modo de vida gracias al cual el hombre consigue, por los méritos acumulados, el
bien de la salvación. El hombre se salva y el hombre se condena. Dios se limita a
dictar sentencia. No hay lugar para la gracia y para la misericordia en un
planteamiento semejante. En otros casos la catequesis se confunde con la formación
religiosa escolar. A esta le interesa el hecho religioso en sí mismo, al margen de las
implicaciones existenciales que este conlleva; se interesa por él como un sistema de
verdades que aporta una visión del mundo, del hombre y de la existencia, que se
expresa en unos ritos, que configura un período de la historia o condiciona el universo
cultural de un pueblo. El estudio debe ser objetivo, es decir, no implica
existencialmente al que lo afronta. Cuando la catequesis asume los objetivos y
métodos de la enseñanza religiosa, el compromiso de vida queda reducido a un
elemento de segundo orden.

Cuando Jesús es arrebatado al cielo (He 1,9), sus seguidores se refugian en


Jerusalén, donde permanecen unidos en oración con María. La venida del Espíritu los
marcó profundamente y provocó un cambio de actitud. A partir de ese momento, se
lanzan a anunciar la experiencia de la que habían sido testigos, iniciándose así la fase
del anuncio oral del evangelio. Las circunstancias en las que se debatían hacen difícil
pensar que hubiera una preocupación literaria. El convencimiento de que el fin de los
tiempos era algo inminente estaba en la conciencia de la primera comunidad cristiana.
El mismo Pablo se considera uno de los que verán al Señor antes de morir (1Tes 4,15-
17). ¿Qué sentido podía tener escribir cuando el final estaba tan cerca? Por otra parte,
no hay que olvidar que los primeros testigos eran y se sentían judíos. Entendían su
misión como el anuncio a los hijos de Israel de la salvación realizada en Jesucristo, y
para ello contaban con las Sagradas Escrituras del judaísmo. Sólo ellas gozaban de
autoridad ante sus hermanos y, por tanto, sólo a partir de ellas podían demostrar que
en Jesús se habían cumplido las profecías.

Estamos, además, ante un grupo preocupado por encontrar su propia


identidad, algo que no empezará a aclararse hasta que la incorporación de paganos y
la persecución judía les hagan comprender que forman un grupo aparte. Cuando la
persecución se recrudeció y fue asumida por el Imperio romano, surgió una profunda
crisis similar a la vivida por Israel en el exilio: o acababa la Iglesia por la desaparición
de los creyentes o acababa por la apostasía de sus miembros. Esto condujo a una
revisión de la idea de la parusía como algo inmediato y a una vuelta a los orígenes
para encontrar una explicación de lo que estaba ocurriendo. Sólo entonces surgió la
necesidad de escribir.
No conservamos ningún testimonio escrito del contenido de esta predicación,
pero las líneas esenciales de la misma podemos deducirlas a partir de los discursos
recogidos en He 2,14-39; 3,12-26; 4,9-12; 5,30-32; 10,34-43; 13,16-41. Todos ellos
están construidos según el mismo esquema, en el cual aparecen la muerte y
resurrección de Jesús como el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento.
C. H. Dodd resume así el contenido del kerigma: El día del Mesías, anunciado por los
profetas, ha llegado; todo ha sido actualizado en la vida, muerte y resurrección de
Jesús, que, según la Escritura, se han desarrollado conforme a un plan trazado por
Dios; por la resurrección ha sido exaltado a la derecha de Dios como jefe mesiánico
del nuevo Israel; el Espíritu Santo es en la Iglesia el signo del poder y de la gloria de
Jesús; la era mesiánica llegará pronto al fin con la vuelta del Señor. El kerigma
concluye siempre con una invitación a la penitencia, el ofrecimiento del perdón y del
Espíritu y la promesa de la salvación. A esto se añade, cuando el auditorio es de
origen pagano, la exhortación a apartarse de la idolatría y a volverse al Dios único y
verdadero. La respuesta a este anuncio es el acto de fe, por el cual se proclama que
Jesús es el Señor (lCor 8,6). Esta confesión de fe da origen a una serie de fórmulas
que más tarde serán recogidas en los escritos del Nuevo Testamento (Rom 1,3-4;
10,9; ITes 4,14; lCor 15,3-5).

Este período es importante porque muestra que la fe es engendrada por el


anuncio vivo del evangelio y no por la palabra escrita, lo cual da al ministerio de la
palabra un valor trascendental para la vida de la Iglesia. Esto hace, además, que todo
el que acepte en su corazón y en su vida que Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios, el
mesías anunciado y el Señor, quedará vinculado no a un movimiento doctrinal, sino a
una comunidad (Mt 12,50), la cual se estructura y vive de acuerdo con el mensaje y la
vida de Jesucristo (He 2,42-47; 5,12-16). La relación personal entre el apóstol y el
evangelizando es un elemento constitutivo de la acción evangelizadora, y nunca podrá
ser sustituido por otros medios aparentemente más eficaces.

Coincidiendo con la etapa anterior, comienzan a aparecer pequeñas unidades


literarias y colecciones de carácter funcional, como himnos litúrgicos (Flp 2,6-11; Col
1,15-20; 1Tim 3,16; Ef 1,3-14), relatos de milagros, o resúmenes de discursos de
Jesús y, sobre todo, la historia de la pasión. No cabe pensar todavía en una intención
literaria. Se trata únicamente de que las primeras comunidades cristianas, al organizar
su vida, producen los textos que necesitan para expresar y estructurar su existencia,
permaneciendo fieles a sus orígenes. Algo muy importante, sin embargo, está
ocurriendo: la memoria del pasado, la vida interna de las comunidades y los
acontecimientos en que se ven envueltas, sobre todo el rechazo del judaísmo oficial y
la persecución, provocan un proceso de clarificación sobre la persona, vida y doctrina
del Señor. Las Iglesias viven un período de iluminación que se refleja en la producción
literaria de esta etapa. De hecho, los evangelistas, cuando redacten sus evangelios, se
limitarán con bastante frecuencia a insertar en la obra estos fragmentos, sin apenas
correcciones, como el constructor que levantara un gran edificio a base de columnas,
sillares y otros elementos arquitectónicos anteriores.
Al mismo tiempo, tiene lugar un proceso de clarificación doctrinal y moral. Así
surge la parénesis, o exhortación a llevar una vida de acuerdo con las exigencias del
evangelio. En los ambientes judeocristianos el problema se centra en la vigencia de la
Ley mosaica, mientras que en los helenísticos se trata más bien del necesario
abandono de las costumbres paganas. Las cartas de Pablo son un buen testimonio del
tipo de instrucción moral que se daba a las diversas comunidades. En las secciones
exhortativas recoge catálogos de virtudes (Gál 5,22-24; Flp 4,8-9; Ef 4,1-2; etc.) y
vicios (Rom 1,29-31; lCor 6,9-10; Gál 5,19-21; etc.), recomendaciones de carácter
familiar (Col 3,18–4,1; Ef 5,22–6,9; 1Tim 2,8-15; Tit 2,1-10) o análisis de casos
concretos (lCor 5-6).

Las Iglesias aparecen en este período como comunidades vivas, en


crecimiento constante, no sólo por la difusión del evangelio, sino, ante todo, por la
profundización en el mismo y por la capacidad de crear fórmulas de fe, instituciones
comunitarias y ritos en consonancia con la nueva visión religiosa que el Señor les
había proporcionado. Lo mismo que los profetas en el Antiguo Testamento, supieron
mirar hacia el futuro desde la fecunda experiencia del pasado, pero sin dejarse
bloquear por él. La vida eclesial de ese momento muestra una exigencia que debe ser
considerada eje de toda la acción catequética: es necesario construir el presente en
comunión con el pasado y con la mirada puesta en el futuro. El difícil equilibrio que
esto supone es la clave de toda catequesis.

Cuando la tradición comienza a verse amenazada por la desaparición de los


primeros testigos y la multiplicación de las Iglesias da origen a diversas
interpretaciones, se plantea la necesidad de crear una literatura canónica que
garantice la transmisión íntegra y la recta interpretación de lo recibido (Lc 1,4).

El primer evangelio que aparece es el de Marcos. Su autor, muy vinculado a


Pedro (He 13,5; lPe 5,13), parece recoger la predicación del príncipe de los apóstoles.
Dado que suele explicar las costumbres judías (Mc 7,3-4) y que contiene algunos
latinismos, hemos de suponer que sus destinatarios son de origen romano, tal como
afirma la tradición (prólogo antimarcionita). En cuanto a la fecha de composición,
podemos situarlo antes de la destrucción de Jerusalén —ocurrida el año 70—, puesto
que no hace referencia a ella. La iniciativa de Marcos fue bien acogida en las iglesias
cristianas, pero la debieron considerar insuficiente. En los medios judeo-cristianos
existían materiales no recogidos en su evangelio, sobre todo palabras de Jesús, y
además no destacaba suficientemente el cumplimiento de las profecías en él. El
evangelio de Mateo aparece como una respuesta más completa al problema de la
transmisión y fijación de la predicación apostólica. Al mismo tiempo, en los ambientes
helenistas, Lucas lleva a cabo una gran obra de interpretación de la historia, poniendo
a Cristo como eje de la misma, que cristaliza en una obra dividida en dos partes (Lc-
He). La tesis —según se desprende de dos hechos programáticos (Lc 4,16-30; He
28,23-28)—es que el evangelio ha sido anunciado a los paganos porque sus primeros
destinatarios, los judíos, lo han rechazado. Más tarde aparece el evangelio de Juan,
elaborado desde la altura de una larga reflexión que ha calado en el sentido de
muchas cosas.
Esta actividad literaria coincide con un período de persecución. La dificultad de
permanecer fieles a la fe y la desaparición de los apóstoles les lleva a buscar luz y
fuerza en el Señor. Junto a los evangelios aparecen escritos destinados a animar y
alentar la perseverancia, encontrándole un sentido al sufrimiento (Ap, Heb, lPe). Con
la muerte de Domiciano —año 96— esta situación se ve aliviada y los escritos que
aparecen no insisten tanto en la paciencia como en la disciplina interna de la Iglesia.
Las cartas a Timoteo y Tito, las de Juan y Judas y 2 Pedro —último escrito del Nuevo
Testamento— aparecen en este período.

Es ahora cuando puede hablarse de que la primera comunidad cristiana tiene


conciencia de poseer unas Escrituras Sagradas que han de añadirse a las del
judaísmo. El significado de este hecho es trascendental para comprender la historia de
la Iglesia. Gracias a él, lo que fue entendido como un final se convirtió en un principio y
la historia de la salvación quedó redimensionada. Cristo pasa de ser la esperanza de
Israel a ser la clave de la historia humana universal. La superación del nacionalismo
religioso judío garantizó la supervivencia de la Iglesia. Si esta hubiera cedido a la
tentación de imponer la Ley mosaica a los conversos del paganismo, no habría pasado
de ser una secta judía, y habría seguido el destino que la historia tenía reservado al
Judaísmo.

2. LA FIJACIÓN DEL CANON. Junto a los escritos apostólicos aparecieron


otros que, de modo anónimo o pseudoepigráfico, reclamaban la misma autoridad.
Varios siglos duró la labor de discernimiento que condujo a fijar los libros que integran
el Nuevo Testamento. Tres fueron los hechos que provocaron el debate interno de la
Iglesia en esta línea.

a) En primer lugar, la aparición de sectas o corrientes de pensamiento


disidentes: los judeocristianos que, expulsados de la sinagoga y vistos con recelo por
los helenistas, se fueron replegando sobre sí mismos hasta desaparecer; los
gnósticos, que reconocían, junto a las Escrituras, el carácter revelado de los escritos
de los grandes maestros como transmisores de la verdadera tradición oral; los
montanistas, que se consideraban portadores de una revelación superior a la de los
evangelios. Frente a estos grupos, la Iglesia necesitaba destacar la importancia de los
evangelios y de los demás escritos apostólicos como única norma y como revelación
definitiva.

b) El segundo hecho fue el rechazo del Antiguo Testamento y la propuesta de


un canon breve del Nuevo Testamento hecha por Marción a mediados del siglo II.
Para él el Dios Padre de Jesucristo no tenía nada que ver con el Dios creador del
Antiguo Testamento, y las únicas escrituras válidas eran un evangelio similar al de
Lucas, sin las referencias judías, y diez cartas de Pablo. Esta iniciativa forzó a la
Iglesia a establecer el canon de libros revelados, eliminando los apócrifos y
sospechosos.
c) Finalmente, el tercer hecho fue la publicación del Diatessaron de Taciano,
que, al hacer una síntesis de los cuatro evangelios eliminando duplicados, combinando
textos e incluso introduciendo algunas tradiciones, atentaba contra la tradición
cuatriforme del evangelio. La obra fue aceptada al principio, puesto que era ortodoxa,
pero jamás llegó a suplantar a los cuatro evangelios.

En esta situación de pluralismo y búsqueda, los responsables de las Iglesias


luchaban por conservar el depósito recibido y defenderlo de la agresión a que se veía
sometido. El criterio seguido era el de la tradición apostólica, garantizada por la
sucesión episcopal, por el contenido de los libros y por su uso en las asambleas. La
tarea era doble: establecer el catálogo de libros y fijar el texto recibido. El Canon de
Muratori muestra que, a finales del siglo II, la mayor parte de los escritos
neotestamentarios son reconocidos y leídos en la Iglesia de Roma. Los únicos escritos
que faltan son Heb, 1-2Pe y 3Jn. Orígenes, sin embargo, reflejando el uso de la Iglesia
griega, distingue entre libros aceptados universalmente (los cuatro evangelios, He, 13
cartas de Pablo, 1Pe, 1Jn y Ap), los discutidos (2Pe, 2-3Jn, Heb, Sant y Jds) y los
rechazados (los evangelios de los egipcios, Tomás, Basílides y Matías). Eusebio
reelabora a principios del siglo IV esta clasificación, y coloca entre los aceptados la
Carta a los hebreos. A finales del siglo IV se llega a un pleno acuerdo sobre el
reconocimiento de los 27 libros que integran el Nuevo Testamento en el concilio de
Cartago (397). En el siglo XVI los protestantes vuelven a plantear el problema de la
canonicidad de ciertos escritos, al sustituir los criterios externos vinculados a la
autoridad del Magisterio y de la tradición por criterios internos. El concilio de Trento
reaccionó frente a esto, y en el decreto Sacrosancta (8 abril 1546) definió
solemnemente semel pro semper el canon de las Sagradas Escrituras. En el mundo
católico la cuestión quedaba definitivamente resuelta.

En el contexto de la catequesis el problema del canon no pasaría de ser un


problema estrictamente teológico, si no fuera porque nos pone en contacto con un
modo de actuar de la Iglesia directamente relacionado con la catequesis. Una verdad
sólo es asumida expresamente cuando es puesta en crisis. De este modo la crisis se
convierte en un factor de crecimiento. En consonancia con la psicología evolutiva, se
puede afirmar que lo que es plenitud en una etapa de la vida, ha de ser puesto en
crisis y superado para acceder a niveles superiores. La catequesis ha de ser fiel al
principio de la superación si quiere ser coherente con la historia de la revelación y con
la psicología humana, y evitar fijaciones que bloquearían el proceso de la fe.

II. El contenido del Nuevo Testamento

En el Nuevo Testamento podemos distinguir un primer bloque de libros de


carácter histórico formado por los evangelios, a los que se une el libro de los Hechos
como segunda parte del evangelio de Lucas. Viene a continuación el conjunto formado
por las cartas de Pablo, el gran sistematizador del pensamiento cristiano, a las que
unimos la Carta a los hebreos por las afinidades que presenta. En un tercer grupo se
recogen las cartas dirigidas a la Iglesia universal, de ahí el nombre de católicas. La
colección se cierra con el libro del Apocalipsis.

1. SINÓPTICOS Y HECHOS. La palabra evangelio significó originariamente la


paga que se daba al portador de una buena noticia y, más tarde, la buena noticia en sí
misma. Se utilizó sobre todo en el contexto del culto al emperador, considerado desde
los tiempos de Alejandro Magno una manifestación de la divinidad. Sin embargo, no es
aquí donde hay que buscar el origen del término tal como se utiliza en el Nuevo
Testamento. Su origen es claramente veterotestamentario. Utilizado para referirse a
noticias relativas a la vida profana (2Sam 18,19-20), adquiere en el Deuteroisaías un
sentido profundamente teológico. En Is 40,9 aparece el mensajero de la paz con la
misión de anunciar que Dios viene a traer la salvación. El contenido de su anuncio se
amplia en 52,7 y, en 61,1-3 aparecen sus destinatarios: los pobres, los cautivos, los
que lloran, los abatidos...

En el Nuevo Testamento su sentido va a sufrir una gran transformación.


Comienza significando el contenido del mensaje que Jesús anuncia: «El reino de Dios
está cerca» (Mc 1,14). El aparece como mensajero o sujeto que anuncia la buena
noticia, como aquel en el que se cumple la profecía de Isaías (Lc 4,18-21). Muy pronto,
sin embargo, empieza a verse a Jesús como aquel que hace presente, en su palabra y
sobre todo en su vida, el reino de Dios. De esta manera pasa de ser el que anuncia a
ser objeto del anuncio. Cuando Marcos escribe su evangelio ya se ha producido esta
transformación, y por eso habla del evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios (Mc 1,1).
Pablo utiliza con frecuencia el término en sentido absoluto, indicando así que su
contenido ha sido ya asumido por las comunidades. Una vez escritos los evangelios,
se produce un nuevo cambio: se utiliza el término para designar los libros en que se
narra el acontecimiento salvador que es Jesucristo. Primero se habla del evangelio
tetramorfo y más tarde de los cuatro evangelios. El Canon de Muratori es testigo de
esta evolución.

La Iglesia, sin embargo, siempre ha hablado del evangelio de Jesucristo para


referirse a la salvación que el hombre alcanza en él como algo distinto de los libros en
que se narra el acontecimiento. El objeto de su anuncio no es, por tanto, un libro, sino
una persona de la que confiesa que es Hijo de Dios y salvador del mundo. La
catequesis es por ello un verdadero acto de evangelización que implica
existencialmente al enviado y al destinatario.

Al comparar entre sí los tres primeros evangelios, se observa que tienen


bastantes puntos en común, a la vez que notables diferencias. La investigación en
este terreno ha llevado a la conclusión de que Marcos es el más antiguo y fue utilizado
como fuente por Mateo y por Lucas. Estos, además, debieron utilizar un documento
que se habría formado al recopilar palabras de Jesús y resúmenes de su predicación.
Cada uno de ellos, a su vez, debió contar con informaciones propias. Esta diversidad y
unidad nos muestra que los evangelistas no pensaban en escribir biografías de Jesús,
sino en presentar un testimonio escrito de la buena noticia del reino de Dios realizado
en Jesucristo, Hijo de Dios, mesías y salvador.
a) El evangelio de Marcos fue escrito siguiendo un criterio geográfico, a partir
de colecciones anteriores. En él pueden aislarse fácilmente unidades literarias
menores, que parecen haber sido agrupadas por temas (milagros 4,35–5,43;
controversias 2,1–3,6; instrucciones 9,33-50; parábolas 4,1-34; etc). Estos materiales
debieron ser organizados por el redactor a partir de la geografía, resultando la
siguiente estructura: después de una breve introducción (1,1-13), narra el ministerio de
Jesús en Galilea (1,14–6,13), durante el cual fue formado el grupo de los Doce. Sigue
a continuación su actividad fuera de Galilea (6,14–8,26) y el viaje a Jerusalén (8,27–
10,52), estructurado a partir de los anuncios de la pasión (8,27-33; 9,30-32; 10,32-34).
La última parte nana la predicación de Jesús en Jerusalén (11,1–13,37) y la pasión y
resurrección (14,1-8). Más tarde se le añadió un relato de las apariciones (16,9-20).

La tradición identifica a su autor con el Juan Marcos de He 12,12, relacionado


con Pablo y Bernabé (He 12,25; Col 4,10; 2Tim 4,11) y con Pedro (IPe 5,13). Este
habría escrito su evangelio para los cristianos de Roma (prólogo antimarcionista,
Ireneo, Clemente de Alejandría) entre el 60 y el 70.

¿Qué motivos le impulsaron a escribir el evangelio, iniciando así un género


literario nuevo y de importancia única en la vida de la Iglesia? La respuesta a esta
pregunta hay que buscarla en la comunidad para la que escribe. Roma vive bajo la
crueldad de Nerón, que incendia la ciudad el año 64 y desata la primera gran
persecución contra los cristianos, acusados del mismo. En ella mueren Pedro y Pablo.
En Palestina se vive un período de agitación que lleva a la destrucción de Jerusalén
en el 70. En este ambiente de violencia y persecución, los cristianos ven desaparecer
a sus líderes sin que se produzca la parusía. Esto provoca una profunda ansiedad que
pone en peligro la fidelidad a la fe recibida y la estabilidad del grupo. Para hacer frente
a la crisis se vuelven a los orígenes, a Jesús, con el deseo de encontrar en su
mensaje y en su vida el sentido de la historia que estaban viviendo, de ahí que la cruz
sea una de las claves teológicas de este evangelio. La muerte de Cristo es el
ofrecimiento al Padre hecho para salvación de los hombres (Mc 10,45; 14,24). Es
precisamente en ese gesto de suprema renuncia y entrega donde se realiza su
mesianismo. Este es también el sentido de la cruz que ellos están soportando y el
valor de su sufrimiento. La preocupación del evangelista no es refutar errores o
desmentir falsas interpretaciones, sino confirmar la fe de una comunidad en crisis.

La intencionalidad catequética del escrito no aparece sólo en la clave de la


cruz. La unidad temática de las secciones, la incipiente organización eclesial, la
declaración del centurión en el momento de la muerte (Mc 15,39) y el capítulo 13,
entre otras cosas, muestra que estamos ante un escrito que trata de ayudar a una
comunidad atormentada por profundos interrogantes que necesitan ser despejados. La
doctrina empieza a sistematizarse, las funciones se estructuran según las
necesidades, la personalidad y carácter divino de Jesús se van defendiendo, la historia
contemporánea es interpretada a la luz de la historia de Jesús y de su doctrina...
Marcos refleja una comunidad preocupada por la firmeza de la fe de sus miembros y la
perseverancia en medio de la dificultad y la persecución.

b) Mateo es el más extenso de los cuatro evangelios. Escrito entre el 80 y el


90, refleja la situación de una comunidad que trata de comprender su relación con el
judaísmo. Comienza con el evangelio de la infancia, que destaca la vinculación de
Jesús con el pueblo de Israel, su ascendencia davídica y la universalidad de la
salvación. Sigue la primera parte (3,1–13,53), que es la proclamación del Reino por las
obras y las palabras de Jesús. Introducido en la vida pública por Juan, es bautizado en
el Jordán antes de adentrarse en el desierto, donde será sometido a las mismas
tentaciones que el pueblo de Dios (3-4). El sermón de la montaña (5-7) muestra la
nueva justicia, superior a la de los escribas y fariseos, que debe caracterizar a los
discípulos. La implantación del Reino no será, sin embargo, fácil: encuentra
numerosas resistencias, que Jesús va venciendo con su poder (8-9), si bien los
adversarios se volverán contra los mensajeros que lo anuncien (10); esto no es de
extrañar, puesto que él mismo ha sido objeto de incomprensión y de hostilidad (11-12).
La razón de este rechazo es la dureza de corazón que hace incomprensible el misterio
del Reino (13).

La segunda parte es una descripción de las diversas posturas que se adoptan


ante el anuncio del Reino: la fe y el rechazo (13,54—16,12). A partir de este momento
se sigue más fielmente el relato de Marcos. Frente a la incredulidad de sus paisanos y
de Herodes (13,54–14,12), destaca la adhesión de la multitud (14,13-36). Jesús
aparece en esta sección criticando unas tradiciones (15,1-20) y unas enseñanzas
(16,1-12) que obstaculizan la fe de la gente sencilla (15,21-39). La profesión de fe de
Pedro (16,13-20) enlaza esta parte con la siguiente.

La tercera parte (16,21–20,34) muestra el viaje a Jerusalén, a lo largo del cual


se va explicando el sentido de la cruz a partir.de los tres anuncios de la pasión (16,21-
23; 17,22-23; 20,17-19). La muerte violenta es el final de un profeta que quiere
permanecer fiel a su misión.

La cuarta parte (21-25) recoge la actividad y discursos de Jesús en Jerusalén,


los dos días anteriores a la pasión. En el primero tiene lugar la entrada en la ciudad y
el episodio del templo (21,1–22,17); en el segundo destacan las discusiones en el
templo (21,23–23,39) y el discurso escatológico (24,3–25,46). Jesús se presenta como
mesías, pero no es aceptado por los responsables del pueblo. Esto provoca una fuerte
discusión pública, que termina con la desautorización abierta de los escribas y fariseos
y el anuncio del final de un sistema religioso centrado en el templo. Una vez que se ha
retirado, Jesús se dedica a advertir a los suyos de las dificultades que se avecinan,
exhortándoles a permanecer fieles. El evangelio se cierra con el relato de la pasión,
muerte y resurrección de Jesús (26-28).

La identificación del autor con el apóstol Mateo no encuentra apoyo en la


crítica interna. El uso que hace del Antiguo Testamento muestra que está dirigido a
una comunidad que le reconoce autoridad, es decir, de judeocristianos, a la que habría
que situar en Siria entre los años 80 y 90.

El problema de los grupos judeocristianos era clarificar su situación de cara al


judaísmo. Estos cristianos seguían obedeciendo la Ley y lucharon en la Iglesia
primitiva por la obligatoriedad de sus preceptos, creando no pocos enfrentamientos
con los helenistas a causa de ello. Por otra parte, en el año 80 fueron proscritos por el
judaísmo oficial al ser considerados entre los grupos sectarios. Mateo propone una
salida por vía de superación y cumplimiento: la Ley ha quedado inutilizada porque las
exigencias del evangelio son mayores (Mt 5,24-48); la piedad exterior resulta
insuficiente y vacía ante la actitud del corazón (6,1-18); esto significa la implantación
de un orden religioso nuevo (6,19–7,27), en el cual tienen cabida todos los hombres
(28,19).

El evangelio de Mateo es, por consiguiente, un escrito de consolación para una


comunidad angustiada por las exigencias de una doble fidelidad. Su autor fue capaz
de mirar al pasado para encontrar en las profecías el sentido del presente, sin que
esto significara defender planteamientos regresivos. Esto implicaba una superación del
judaísmo de modo pacífico, sin ruptura. Al mismo tiempo proyecta una nueva luz sobre
el presente eclesial de la comunidad, ocupada en mejorar sus relaciones interiores, su
organización, los actos de culto y el apostolado.

Desde un punto de vista catequético, hay que destacar en primer lugar el


hecho de la alternancia relato-discurso que parece responder al convencimiento de
que en Jesús se dan dos aspectos complementarios: su vida y su mensaje. La
dimensión existencial y la doctrinal de la fe quedan así diferenciadas y a la vez
vinculadas. Son aspectos pero no realidades distintas. El olvido de esta relación lleva
a comportamientos pastorales que, a la larga, dan lugar a cristianos cultos, pero no
adultos en la fe. Otro hecho significativo es que numerosos pasajes de este evangelio
reflejan la práctica catequética de la Iglesia primitiva. Así, por ejemplo, el sermón de la
montaña es una catequesis sobre la identidad del discípulo de Cristo, en
contraposición con la enseñanza de los escribas y fariseos, y el discurso eclesiástico,
una instrucción sobre las relaciones entre los miembros de la comunidad.

c) La obra de Lucas se divide en dos partes que él relaciona en He 1,1. La


estructura global de Lc-He refleja que el autor ha seguido un criterio a la vez
geográfico y teológico, en el cual Jerusalén es el centro del mundo y de la historia.
Después del prólogo (Lc 1,1-4), en el que explica el método seguido y las razones que
le han llevado a escribir el evangelio, coloca la historia de la infancia (1,5–2,52).
Contraponiendo la anunciación y nacimiento de Juan y de Jesús, muestra el carácter
excepcional del Mesías frente al precursor. Sigue a continuación la introducción al
ministerio de Jesús (3,1–4,13) con el ministerio de Juan y las tentaciones en el
desierto.

El resto de la obra sigue un plan concéntrico en la distribución de las


secciones: a) ministerio de Jesús en Galilea (Lc 4,14–9,50); b) viaje a Jerusalén (9,51–
19,27); c) en Jerusalén: la Pascua (19,28–24,53); c) en Jerusalén: Pentecostés y
primeros pasos (He 1,1–9,31); b) el camino hacia los gentiles (9,32–15,35); a)
ministerio de Pablo entre los gentiles (15,36–28,31).

Llama la atención que en el tercer evangelio Jerusalén nunca es punto de


partida de ninguna acción. Siempre es el lugar hacia el cual Jesús se dirige para
cumplir en ella plenamente su misión. Una vez realizada, Jerusalén es punto de
partida de la difusión del evangelio. La actividad de Jesús va desde el ambiente gentil
de Galilea a la ciudad santa. La actividad de la Iglesia empieza en Jerusalén y termina
en medio de los gentiles. Jerusalén es, pues, el centro geográfico hacia el que todo
confluye y desde el que todo irradia. Pero es, además, el lugar en el que acontece la
pascua de Jesús, es decir, su pasión, muerte y resurrección. Por ello es un símbolo
teológico y los acontecimientos que la tuvieron por escenario son el centro de la
historia. El pasado culmina en el tiempo de Jesús y este es el comienzo del futuro.
Lucas conjuga perfectamente dos niveles de lectura: el histórico-geográfico y el
simbólico-teológico. De ese modo transforma la historia de la humanidad en historia de
la salvación.

Lucas salva a la Iglesia primitiva del nacionalismo religioso, que le habría


hecho replegarse en sí misma. Este planteamiento global, en el que los paganos
aparecen como destinatarios del evangelio, y la insistencia en el rechazo del mismo
por parte de los judíos, nos hace pensar que fue escrito para defender el universalismo
de la salvación frente a las pretensiones de los judaizantes. En este sentido podemos
afirmar que su autor pertenecía al círculo de Pablo, el apóstol de los gentiles. Por otra
parte, dado que viene a calmar las inquietudes religiosas de quienes, siendo judíos, se
vieron excomulgados por la Sinagoga, su redacción no puede ser anterior al año 80.

Desde el punto de vista catequético, la obra de Lucas es la que mejor refleja la


praxis de la primera comunidad. En el prólogo aparece reflejado el talante catequético
del autor en su dependencia de la tradición –después de investigarlo todo
cuidadosamente desde los orígenes–, en su sistematicidad –por su orden– y en su
intencionalidad –para que compruebes la solidez de las enseñanzas que has recibido–
(cf DGC 42-45).

2. ESCRITOS DE PABLO. La persona y la obra de san Pablo son de una


importancia excepcional por haber sido el gran promotor de la apertura a los paganos
y por su gran producción literaria. Para comprender su pensamiento tal como aparece
reflejado en las cartas, hay que tener en cuenta que pertenece a dos medios culturales
diferentes: el judío y el helenista. Frente a sus adversarios defiende su origen judío
(Gál 2,15; Flp 3,5) y su celo por la tradición de los padres (Gál 1,14); Lucas nos
informa de que fue educado en la escuela de Gamaliel (He 22,3) y que vivió en
Jerusalén (He 26,4-5.9-11). Su formación judía se refleja en el modo como interpreta
el Antiguo Testamento, en los recursos literarios que utiliza y, sobre todo, en su
pensamiento. Su concepción del mundo, su misticismo y sus continuas referencias a la
Escritura reflejan un espíritu influido por la religiosidad profética en contacto con las
corrientes apocalípticas. El influjo helenista fue menor pero también se deja sentir en
el vocabulario, en algunas de sus ideas, que parece tomar del ambiente estoico y de
los cultos mistéricos, y en las referencias a costumbres del mundo gentil. Pablo poseía
la personalidad adecuada para llevar a cabo el trasvase del mensaje cristiano desde
los círculos judíos a los helenistas, y ese fue su gran servicio a la Iglesia del siglo
primero.

Otro factor a tener en cuenta es el carácter ocasional de sus escritos. Cuando


Pablo empieza a escribir no se dan en los ambientes cristianos las circunstancias
necesarias para que surja una literatura. Únicamente se dan problemas que reclaman
una solución rápida. De ahí que aparezcan las cartas. Estas no son una presentación
sistemática del mensaje cristiano ni abordan todos los problemas y situaciones en que
el creyente puede verse. Más aún: no todas son de la misma naturaleza.

El tercer factor que condiciona la lectura de las cartas paulinas es que su autor
incorpora a las mismas materiales anteriores. Sus referencias al kerigma, los himnos,
los catálogos de vicios y de virtudes, etc., son prestaciones que él toma del ambiente.
Lo mismo que los evangelistas, tomó ciertos materiales y los incorporó a sus escritos,
si bien su labor creadora fue mucho más intensa. Su conciencia religiosa le llevó a
hacer del evangelio algo vivo que había de iluminar la existencia concreta de los
creyentes, dar un sentido a los problemas en los que se debatían y proporcionar una
respuesta a los interrogantes que se planteaban. Todo esto tuvo que hacerlo en un
clima de tensión, ya que había quienes negaban la autenticidad de su apostolado o
ponían en duda su doctrina sobre la libertad frente a la Ley, y quienes soliviantaban a
las comunidades con un cierto laxismo en el orden moral o la predicación de ideas
pregnósticas en el orden doctrinal.

Pablo conserva del judaísmo el celo en la defensa de lo divino, que le llevó


primero a perseguir a los cristianos y luego a entregarse totalmente a la causa de
Cristo (Flp 3,3-15); el sentido religioso de la historia que le hace hablar de la salvación
como una realidad que une el tiempo y la eternidad (Ef 1,3-14); el carácter misionero
de la existencia, que le lleva a entender su apostolado como un don que debe entregar
gratuitamente (lCor 9,15-18); el sentido de Dios como Padre misericordioso (2Cor 1,3-
4), paciente y consolador (Rom 15,5), fuente de salvación (Ef 1,3), a quien va dirigida
siempre la oración; el sentido litúrgico de la vida, concebida como un acto de culto a
Dios (Rom 12,1-2). Típicamente cristianas son sus ideas sobre la centralidad de
Cristo, cuyo amor nada ni nadie le puede arrebatar (Rom 8,3-39), que ha sido
constituido Señor (Flp 2,11), y la fe en el Espíritu que, recibido en el bautismo (Rom
5,5), nos hace hijos de Dios (Rom 8,14-17).

Desde una perspectiva catequética, san Pablo representa, en primer lugar, la


capacidad creativa del evangelizador, fruto de un espíritu abierto a la realidad y a los
problemas de los hombres que escuchan su mensaje. La expresión máxima de esta
apertura fue la acogida de los gentiles en el seno de la comunidad cristiana como
miembros de pleno derecho. Desde el evangelio señala el camino a seguir, corrige
desviaciones, amplía o limita las libertades, estimula en la dificultad. Su lucha le lleva a
situaciones de compromiso tanto frente a los judíos, que rechazaban el mensaje, como
frente a los judaizantes, que lo tergiversaban. En segundo lugar, Pablo es prototipo de
la preocupación del apóstol por los que ha engendrado a la fe, a los que no abandona,
por la responsabilidad que siente sobre ellos. Él se sabe un intermediario que trata de
acercar el hombre a Cristo. Al mismo tiempo es consciente del deber que tiene sobre
la salud espiritual de aquellos que han aceptado el evangelio por su palabra. En tercer
lugar, Pablo es prototipo de la libertad de espíritu frente a la tradición y al pasado. Su
doctrina sobre la gracia como superación de la Ley parece más propia de un gentil que
de un judío. Eso explica las dificultades que encontró en el seno de la misma
comunidad cristiana. Finalmente, Pablo es una muestra de que la cruz acompaña al
mensajero del evangelio. El sufrió la persecución desde todos los flancos: desde el
círculo de sus hermanos en la fe, desde el mundo judío y desde el Imperio romano.
Sintió en su propia carne los dolores de parto con que nació la Iglesia (cf 2Cor 4,7-18).

3. CARTAS CATÓLICAS. Son escritos breves que no están dirigidos a una


persona o comunidad concreta, sino a toda la Iglesia, de ahí el nombre de católicas o
eclesiales. Debido a su antigüedad, son una buena fuente de información sobre la vida
de los primeros grupos cristianos, su organización, el culto y sus planteamientos
doctrinales. Surgidas en los ambientes judeocristianos, pretenden dar respuesta al
problema de estar en el mundo sin ser del mundo. Los cristianos eran conscientes de
que el mundo tenía que recibir el mensaje de la salvación por su predicación y su
testimonio, y a la vez se sentían extraños en él por el rechazo de su anuncio. El peligro
que les amenazaba era replegarse sobre sí mismos y olvidar la misión, o bien
contemporizar con el mundo y suavizar las exigencias del evangelio para hacerlo más
aceptable. Las cartas alumbran un camino de solución, insistiendo en la paciencia
para soportar las pruebas y en la fidelidad al Señor. La fe y el bautismo son el único
camino para entrar en el reino de la luz establecido por Cristo en su pasión, muerte y
resurrección. Gracias a la salvación por él alcanzada y mediante el Espíritu, el
cristiano, hecho hijo de Dios, puede combatir por la verdad hasta la vuelta de Jesús
como juez del mundo. La vida moral se centra en el amor a Dios y al prójimo, que une
a los creyentes entre sí y con Dios como una gran familia, en la Iglesia. El fundamento
de esta fe y de este modo de vivir es la vida y las enseñanzas de Jesús. Dada esta
orientación fundamental, las cartas católicas son un buen testimonio de la parénesis
cristiana primitiva. A sus autores no les preocupa tanto la presentación del kerigma
para suscitar la fe en Jesucristo cuanto la predicación en clave moralizante dirigida a
quienes pertenecen a la Iglesia. A estos se les presenta su mensaje con la exigencia
de vivir los acontecimientos de cada día según las normas de la fe y guiados por el
ejemplo del Señor.
Desde un punto de vista catequético estos escritos proyectan su luz sobre el
problema que se plantea a los cristianos que quieren vivir la doble exigencia de la
fidelidad a Cristo y del servicio a los hombres. El influjo materialista del ambiente y las
dificultades pueden llevar a las comunidades a la rutina y a la mediocridad y estas, a la
pérdida del fervor primero y a la superficialidad. La razón última de esto es el
cansancio de los creyentes, empeñados en una lucha que dura demasiado tiempo. En
esas circunstancias es necesaria la vuelta a Cristo, maestro de vida y de doctrina, que
permite lograr la coherencia entre la vida y la fe, corregir la impaciencia y evitar la
adulteración del mensaje.

4. ESCRITOS JOÁNICOS. Se incluyen en este apartado el cuarto evangelio,


las cartas de Juan y el Apocalipsis. A pesar de las notables diferencias que existen
entre ellos, sobre todo en cuanto al género literario, las coincidencias son tan notables
que permiten considerarlos escritos relacionados entre sí y conectados con el apóstol
san Juan. Brown distingue cuatro etapas en la historia de los grupos en los que
surgieron estos escritos. En un primer momento (fase preevangélica) se trataba de un
grupo de seguidores de Juan Bautista que no dudaron en aceptar a Jesús como
mesías. A estos debieron unirse más tarde algunos procedentes de Samaria, que
introdujeron una visión más elevada de Jesús con la idea de la preexistencia y del
descendimiento al mundo, junto con la crítica de las instituciones judías. Debido a
esto, las ya tensas relaciones con el judaísmo oficial se agravaron, llegando a ser
expulsados de la sinagoga.

En esta nueva situación (fase de la redacción del evangelio), el grupo entró en


conflicto con otros grupos cristianos que no compartían sus planteamientos
cristológicos, sobre todo los judeocristianos, que valoraban más la ascendencia
davídica de Jesús y eran reacios a la admisión de paganos en su seno. En un tercer
momento (fase de la redacción de las cartas), surge la tensión en el seno de la
comunidad al aparecer dos modos opuestos de interpretar el evangelio, por la
incorporación de un nuevo grupo influenciado por las ideas gnósticas. Finalmente
(fase posterior a las cartas) el grupo se disuelve al integrarse una sección en los
grupos heréticos de la época y la otra en la gran Iglesia que ya ha asumido la doctrina
de la preexistencia del Verbo.

a) El cuarto evangelio. Para comprender la naturaleza del cuarto evangelio hay


que tener en cuenta que aparece en el seno de una comunidad que está en conflicto
con otros correligionarios, por la diversidad de planteamientos, y con el mundo judío, al
cual pertenecen muchos de los miembros que integran el grupo y que acaba por
expulsarlos de la sinagoga; y que vive sometida a la presión de las corrientes de
pensamiento del momento como el gnosticismo, el hermetismo, el judeohelenismo y
los movimientos heterodoxos judíos.

Aunque el autor nos dice para qué escribió el evangelio (20,30-31), la finalidad
y destinatarios del mismo no son fáciles de determinar. La diversidad de teorías
existentes nos lleva a hablar no de uno, sino de varios destinatarios y objetivos. A los
judeocristianos, preocupados por una doble fidelidad –a su fe en Jesús y a la religión
de los padres–, y rechazados por el judaísmo oficial, les exhorta a permanecer fieles a
Jesús, el mecías, que vino a sustituir las fiestas e instituciones hebreas de las que
habían sido excluidos. A todos los cristianos intenta confirmarlos en la fe, sometida a
prueba por las dificultades que encuentran. Tampoco faltan intenciones polémicas
contra los discípulos del Bautista, que pretendían engrandecer su figura a costa de
Jesús, y contra los judíos. Es posible, además, que el autor haya tenido presentes las
corrientes filosófico-religiosas del momento, como el gnosticismo, el mandeísmo o
Filón.

Se han propuesto varias posibilidades de estructurar el texto. Todos coinciden


en considerar el prólogo como una unidad literaria independiente, elaborada a partir de
un himno cristiano primitivo adaptado por el redactor. De hecho, si se eliminan los
elementos narrativos (1,6-9.12b-13.15.17), el resto tiene sentido y puede ser entendido
como una profesión de fe. También hay acuerdo en considerar el capítulo 21 como un
relato adicional de las apariciones. Excluidos el prólogo y el epílogo, la obra primitiva
se divide en dos partes: el libro de los signos (1,19—12,50) y el libro de la gloria
(13,1—20,31); o bien en tres: de Juan a Jesús (1,19-51), la obra del Mesías (2,1–
19,42) y la nueva creación (20,1-31).

La extensión y profundidad de la teología de Jn no permite intentar aquí una


síntesis. Sin embargo, en el contexto de la actividad catequética de la Iglesia, debe
tenerse en cuenta, en primer lugar, la presencia de la dimensión simbólica en todo el
evangelio. Juan llama a los milagros signos (2,11). El signo es la manifestación
exterior de una realidad interior, la expresión material de una realidad espiritual y –en
el orden religioso– la encarnación histórica de una realidad trascendente. Para Juan, el
primer signo es la Palabra hecha carne, el Hijo preexistente que habita entre los
hombres. Como es necesaria la inteligencia para comprender el signo, así es
necesaria la fe para comprender la verdadera naturaleza de Jesús. Juan educa la
capacidad de ver en profundidad conduciendo, en su relato, la mirada desde la
superficie de las cosas materiales a la profundidad de las realidades espirituales. Así
pasa del agua a la gracia (4,10-14), de la parálisis al pecado (5,6-14), del pan a la
eucaristía (6,5-14.32-35), etc.

En una sociedad positivista y materialista como la actual, es necesario


recuperar para la catequesis el valor simbólico de la realidad. Sólo desde este
presupuesto es posible facilitar la experiencia religiosa que toda catequesis debe
buscar. Relacionado con el simbolismo está el tema del sacramentalismo. Los
investigadores no están de acuerdo a la hora de precisar si el evangelio contiene
referencias a la vida sacramental de la Iglesia primitiva, pero sí coinciden en que muy
pronto fue utilizado este evangelio para ilustrar los sacramentos cristianos. Así
aparece la curación del paralítico de la piscina (5,1-18) en las catequesis sobre el
bautismo y el discurso del pan de vida (6,32-66) en relación con la eucaristía. Para
valorar justamente el cuarto evangelio en su dimensión sacramental, hay que tener en
cuenta que todo texto –y por tanto también los textos bíblicos– es una realidad
preñada de significados que afloran cuando es leído desde diversas situaciones
existenciales, al margen de la intención de su autor. Esto es posible, porque el texto,
en último término, no tiene como objetivo ser considerado en sí mismo, sino ayudar a
la comprensión de la propia realidad del que lo lee. Es, por consiguiente, una clave
desde la que es posible interpretar esa realidad, una luz que ayuda a descubrir su
sentido. Finalmente hay que destacar, desde una perspectiva catequética, la
capacidad del autor de presentar el misterio de Cristo teniendo en cuenta su entorno
eclesial y cultural. Juan no se limita a transmitir lo recibido, sino que interpreta la
tradición, explicita su significado, alterando si es necesario los datos históricos, de
modo que sea respuesta a los interrogantes y problemas que se le plantean. Su
insistencia en la preexistencia, a costa de la ascendencia davídica de Jesús,
representa un progreso en la revelación que no fue fácilmente aceptado por los grupos
judeocristianos. La catequesis de Juan no es la transmisión de un saber
desencarnado, sino un proceso de profundización que saca a la luz el sentido último
de la verdad transmitida, corrige las posibles desviaciones en la interpretación, se
enfrenta a los planteamientos de los adversarios y fortalece la fe de los creyentes.

b) Las tres cartas que se relacionan con Juan nos proporcionan importantes
datos sobre la situación de los grupos cristianos en aquel momento. La tercera sale al
frente de un problema interno. El autor critica la conducta inhospitalaria de Diotrefes,
jefe de una comunidad, que se niega a recibir a sus enviados. No se dice cuál es la
razón de la negativa, pero el tenor de la carta deja entrever que se trata de diferencias
doctrinales (vv. 3-4). La segunda está dirigida a una comunidad que tiene problemas
doctrinales por la presencia de quienes negaban la encarnación del Verbo. Frente a
estos recomienda que vivan según la verdad, practicando el mandato del amor y sin
trato con los seductores. El interés de estas cartas reside en que nos informan de la
existencia de una organización misionera en la Iglesia y de la autoridad de un
presbítero sobre varias comunidades.

La más importante es, sin duda, la primera de las cartas. La fe de la comunidad


que en ella se refleja está amenazada por doctrinas que niegan que Jesús sea el
Cristo o el Hijo (2,22-23). Se debía tratar de herejes que negaban la identidad entre el
Jesús histórico y el Cristo de la fe. No está muy claro a quiénes se refiere en concreto,
pero podemos identificarlos como precursores del docetismo y del gnosticismo. Contra
ellos argumenta que es incompatible el ser hijos de Dios con la falta de amor al
hermano; que Jesús es el mesías, Hijo de Dios encarnado, y que el amor es la primera
de las exigencias. De alguna manera el autor aborda el fundamento de toda la
existencia cristiana: la fe en Jesús como mesías e Hijo de Dios configura la vida como
una relación de amor con Dios y con los hermanos, que se manifiesta en la rectitud
moral.

c) El Apocalipsis cierra la colección de escritos del Nuevo Testamento. Es un


libro desconcertante y difícil que, sin embargo, atrapa el interés de quien se adentra en
él con el deseo de captar su mensaje. Por la dificultad que encierra el lenguaje
simbólico, ha sido uno de los libros más olvidados, cuyo mensaje permanece oculto al
pueblo cristiano a pesar de su fuerza y permanente actualidad.

En el libro, además del prólogo (1,1-3) y del epílogo (22,6-21), pueden


distinguirse dos partes: la primera (1,4—3,22) está constituida por siete cartas dirigidas
a las Iglesias, precedidas de una introducción litúrgica (1,4-20); la segunda, más
amplia, se divide a su vez en cinco secciones (Introducción: 4-5; Los sellos: 6,1—7,17;
Las trompetas: 8,1—11,14; Las tres señales: 11,15—16,16; Conclusión: 16,17—22,5).
El contenido del libro es diferente en cada parte. La primera tiene por objeto las
situaciones en que viven las comunidades cristianas, a las que se amonesta para que
guarden intacto el depósito de la fe y procedan rectamente en el orden moral. La
segunda es una teología de la historia. Trata de confortar a unos hombres que viven
angustiados y cuestionados por la persecución de que son objeto. Su mensaje es que
confíen, porque la persecución acabará y Dios triunfará sobre los enemigos de sus
fieles. El prólogo del libro (1,3) sitúa todo el anuncio en un contexto litúrgico. La Iglesia
tiene acceso al sentido de su vida y de los acontecimientos en que se ve envuelta, en
un clima de oración y de escucha de la palabra de Dios.

La proyección catequética del libro es evidente. El creyente de hoy, como el de


todos los tiempos, tiene necesidad de comprenderse a sí mismo en un mundo que es
hostil a Dios; tiene que encontrar respuesta al problema del rechazo del evangelio y de
sus valores en una sociedad materializada y seducida por el valor de lo
inmediatamente útil; tiene que encontrar su identidad en una ciudad secularizada y
autosuficiente. El cansancio que genera un esfuerzo sin sentido o el sufrimiento
absurdo puede llevar a posturas de conformismo e incluso de rechazo del mensaje. El
autor del Apocalipsis se hizo visionario para hallar la salida del laberinto de la historia
que vivían las comunidades de aquel momento. La imaginación, guiada por la fe, ha
de crear, en la reflexión y en la oración, respuestas convincentes a los nuevos
problemas. A la Iglesia se le plantea en cada momento de su historia la necesidad de
encontrar su identidad y su lugar en el mundo, sin ser del mundo. Como madre y
maestra, tiene el deber de confirmar la fe de sus hijos en el desconcierto que cada
nueva situación crea. En el Apocalipsis hay un camino de lectura de la historia que
está en gran parte sin recorrer.

BIBL.: BORNKAMM G., Jesús de Nazaret, Sígueme, Salamanca 1990';


BROWN R. E., La comunidad del discípulo amado, Sígueme, Salamanca 1991'; El
nacimiento del Mesías, Cristiandad, Madrid 1982; CONZELMANN H., El centro del
tiempo. La teología de Lucas, Fax, Madrid 1974; DODO C. FI., The Apostolic
Preaching and its Developments, Hodder & Stoughton, Londres 1970; GONZÁLEZ
Ruiz J. M., Nuevo Testamento, en FLORISTÁN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos
fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993; GRELOT P., La formación del
Nuevo Testamento, en GEORGE A.-GRELOT P., Introducción crítica al Nuevo
Testamento II, Herder, Barcelona 1993'; JEREMIAS J., Abba. El mensaje central del
Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1993'; LATOURELLE R., A Jesús el Cristo
por los evangelios, Sígueme, Salamanca 19923; LÉON-DuFOUR X., Jesús y Pablo
ante la muerte, Cristiandad, Madrid 1982; Los evangelios y la historia de Jesús,
Cristiandad, Madrid 1982'; LOHSE D., Teología del Nuevo Testamento, Cristiandad,
Madrid 1978; PALACIO C., Jesucristo. Historia e interpretación, Cristiandad, Madrid
1978; SCHELKLE K. H., Teología del Nuevo Testamento, Herder, Barcelona 1975-
1978; TRILLING W., Jesús y los problemas de su historicidad, Herder, Barcelona
19854.

Francisco Echevarría Serrano

EL SER DE CRISTO Y SU MISTERIO.


La formación del dogma cristológico

J.A. Riestra
Diccionario de Teología
Eunsa, Pamplona 2006, pp. 519-526

Sumario

1. Introducción.- 2. Los primeros siglos.- 3. Los siete primeros


concilios ecuménicos: a) Las primeras controversias; b) la crisis
nestoriana; c) La controversia monofisita; d) La crisis monotelita; e)
La controversia iconoclasta.- 4. Conclusión. Bibliografía.

1. Introducción

La revelación salvífica de Dios alcanza su plenitud en Jesucristo,


Hijo de Dios hecho hombre: Él «es la Palabra única e insuperable
del Padre. En Él lo dice todo, no habrá otra palabra más que ésta»
(CCE 65). En Jesús de Nazaret se ha revelado definitivamente
Yahwéh que salva.

De la vida y predicación de Cristo han sido testigos privilegiados los


apóstoles, que recibieron del Señor el mandato de «predicar a
todos los hombres el Evangelio como fuente de toda la verdad
salvadora y de toda norma de conducta, comunicándoles así los
bienes divinos: el Evangelio prometido por los profetas, que Él
mismo cumplió y promulgó con su voz» (DV 7).

La predicación apostólica «se ha de conservar por transmisión


continua hasta el final de los tiempos» (DV 8), pues precisamente
«para que este Evangelio se conservara siempre vivo y entero en
la Iglesia, los apóstoles nombraron como sucesores a los obispos,
"dejándoles su cargo en el magisterio"» (DV 7). La Iglesia es, pues,
el lugar de la fe en Cristo. Fruto y testimonio de esta fe es el mismo
Nuevo Testamento, cuyos libros nacen, por inspiración del Espíritu
Santo, en el seno de la Iglesia viviente y en Ella, con la asistencia
del mismo Espíritu, llegan vivos a los hombres de cada época. De
ahí que la Iglesia haya siempre leído e interpretado la Escritura
«con el mismo Espíritu con que fue escrita» (DV 12).

Para que una cristología pueda considerarse auténtica no basta,


pues, que siga el modelo y el ejemplo establecidos en el testimonio
apostólico. Es necesario que entienda ese testimonio en el sentido
en que fue entendido por la Iglesia a lo largo de toda su historia. La
Iglesia es el lugar donde se da el verdadero conocimiento de la
persona y de la obra de Cristo (cf. Comisión Teológica
Internacional, Cuestiones selectas de cristología [1979], 1. B, 2.2).
La cristología no se limita a estudiar lo que los primeros cristianos
creyeron, no es un discurso indirecto, no es una historia aséptica
que no compromete en primera persona al teólogo. La cristología, y
el teólogo como cualquier cristiano, aceptando el testimonio de los
testigos preelegidos por Dios (cf. Hch 10,41) y apoyándose en ese
testimonio, afirma que Jesús es el Hijo de Dios, muerto y
resucitado por nuestra salvación (Pontificia Comisión Bíblica, Bible
et christologie, 1.1.3.3.).

En el contexto de la Iglesia de los primeros siglos, de la llamada


teología patrística, se produjo un enorme desarrollo de la
cristología, hasta el punto de que los primeros siete concilios
ecuménicos se han ocupado de algún aspecto relacionado con la
doctrina cristológica. Este desarrollo se debió a diversos motivos.
En primer lugar, el deseo de conocer siempre mejor lo que la fe
enseña sobre Cristo, es decir, el ejercicio de la razón teológica.
Pero junto a este factor, hay que tener también presente la
necesidad apologética de rebatir las objeciones que procedían de
la filosofía pagana, de las corrientes estoicas y platónicas, o del
monoteísmo propio de la religión judía. No menos importante fue la
necesidad de salir al paso de las diversas herejías que iban
surgiendo en el seno de la Iglesia antigua y que negaban la
verdadera humanidad o la divinidad de Jesucristo. Para explicitar la
fe apostólica en torno a cuestiones que afectaban a aspectos
importantes de la fe en Cristo, se produjeron diversas
intervenciones del Romano Pontífice, de los obispos y de
numerosos concilios, entre los cuales sobresalen los siete primeros
concilios ecuménicos.

2. Los primeros siglos

Las herejías de los primeros dos siglos negaron menos la divinidad de


Jesucristo que su humanidad verdadera (CCE 464).

Es el caso, por ejemplo, del docetismo, presente ya en el siglo I. Los docetas


consideraban la materia como mala y, en consecuencia, estimaban indigno que
Cristo fuera hombre como los demás, sólo lo parecía. El dualismo profundo de
esta corriente es radicalmente opuesto al cristianismo pues llevaba a no admitir
en Cristo más que una mera apariencia humana, situándose, por tanto, en
abierta oposición a la fe en la encarnación. En este rechazo de la materia y de
la corporeidad, el docetismo coincide también con las corrientes gnósticas, que
se caracterizan por un fuerte dualismo y por una mitificación de Cristo, al que
presentan como un eón del pléroma divino y de quien niegan el carácter
redentor, limitando su misión a un mero ejemplo y a una simple iluminación
interior de la salvación que el gnóstico ya poseería dentro de sí. A estas
tendencias disgregadoras de la fe se opusieron con firmeza san Ignacio de
Antioquía, san Ireneo de Lyon y Tertuliano.

Hubo también corrientes doctrinales que negaron la divinidad de Jesucristo.


Entre ellas destacan los ebionitas, cristianos del siglo I provenientes del
judaísmo y de tendencias judaízantes, que consideraban a Cristo como un
simple hombre, muy santo, pero mero hombre. No admitían su preexistencia y
sólo aceptaban el Evangelio de Mateo.
Relacionada con esta herejía se encuentra el adopcionismo de finales del siglo
II, que sostenía que Dios es una sola persona y que, por tanto, no puede
hablarse de un Hijo de Dios por naturaleza. Jesús sería un simple hombre que
habría sido adoptado por Dios en el momento de su bautismo en el Jordán, o
en quien inhabitaría el Verbo de Dios, concebido éste como la, «fuerza» de
Dios. Propugnaron estas ideas, entre otros, Teodoto de Bizancio, que fue
condenado por el papa san Víctor I en él año 190, Pablo de Samosata,
condenado por el Concilio de Antioquía en el 268 y Fotino, condenado por el
Concilio I de Constantinopla y por el Sínodo romano del año 382.
Ya por esta época comienzan a perfilarse las dos grandes escuelas teológicas
del Oriente, la antioquena y la alejandrina, que se remontaría a la escuela de
Orígenes y que dieron lugar a lo que esquemáticamente y con las salvedades
oportunas suele conocerse con el nombre de la cristología del Logos-ánthropos
y la cristología del Logos-sarx.

3. Los siete primeros concilios ecuménicos

A partir del siglo IV, los grandes temas de la cristología también fueron
abordados, los concilios ecuménicos a causa de las diversas herejías que
provocaron su convocación.

a) Las primeras controversias

El primer Concilio ecuménico es el de Nicea (325), que trató la cuestión de la


divinidad del Verbo. Arrio sostenía que el Hijo era una criatura, que había sido
creado de la nada y que no coexistía con el Padre desde la eternidad. El Hijo,
aunque fuera la más perfecta de las criaturas, se encontraba subordinado al
Padre. Como es evidente, estas afirmaciones no sólo afectan a la doctrina
trinitaria, sino también a la cristológica pues se niega, en consecuencia, que
Cristo sea Dios. Además, Arrio profesaba otros errores que afectaban más
específicamente a la naturaleza humana de Cristo, pues sostenía que el Verbo
se habría unido directamente a la carne de Cristo haciendo las veces del alma
humana. Como es obvio, estas tesis inciden negativamente en la misión
salvífica de Cristo que aparece así como un ejemplo, un modelo que se puede
imitar, pero que no sería el Salvador universal que la fe cristiana enseña. Estas
tesis de Arrio fueron condenadas en Nicea. En este Concilio se definió la
consustancialidad del Padre y del Hijo y, por tanto, la divinidad de Cristo (cf. D.
125 y 130).
Después del Concilio I de Nicea tuvo lugar una importante controversia
cristológica conocida con el nombre de apolinarismo. Apolinar de Laodicea (?
antes de 392) había sido un adversario de las teorías arrianas y tanto él como
su padre habían sido perseguidos a causa de su defensa de la fe nicena y en
su casa habían dado refugio a san Atanasio de Alejandría. Sin embargo,
Apolinar, al intentar defender la unidad y la impecabilidad del Verbo encarnado,
afirmó que Cristo carecía de alma intelectual y que era el Verbo quien asumía
estas funciones.
De este modo intentaba evitar sea la mutabilidad de la voluntad humana, sea la
aparición de una persona humana en Cristo. Sin embargo, esta tesis implica la
desaparición de una naturaleza humana verdadera e íntegra en Cristo. En la
refutación de la doctrina apolinarista destacó sobre todo san Gregario de Nisa.
Fue condenada por el papa san Dámaso, en el año 375 en la Epístola Per
Filium meum (D. 148) y en otra Epístola dirigida en 378 a los obispos orientales
(D. 149). La doctrina apolinarista fue condenada en el año 381 por el segundo
Concilio ecuménico, el I de Constantinopla, que se ocupó sobre todo del
problema de los macedonianos, que habían negado la divinidad del Espíritu
Santo (D. 151). Este Concilio hizo lo propio y completó el Credo del Concilio de
Nicea. Desde el punto de vista cristológico conviene señalar, entre otras, la
adición de la cláusula «del Espíritu Santo y de María Virgen» allí donde Nicea
sólo decía que el Hijo de Dios se ha encarnado. También tiene carácter
cristológico la afirmación de que «su reino no tendrá fin». Fue condenada de
nuevo por el Sínodo Romano del año 382, en su canon 7 (Tomus Damasi, c. 7,
D. 159). El influjo de esta polémica con los apolinaristas fue notable y en cierto
modo seguirá presente en las futuras controversias cristológicas.

b) La crisis nestoriana

La primera controversia que se produjo en el siglo V fue la nestoriana, que tuvo


como tema principal la unicidad de la persona de Cristo y en la que
intervinieron las grandes tradiciones cristológicas, la antioquena, la alejandrina
y la latina. La crisis surgió cuando a raíz de la predicación del sacerdote
Anastasio, Nestorio, Patriarca de Constantinopla desde el año 428, interviene
públicamente el 25 de diciembre de ese año sosteniendo a Anastasio y
afirmando que María era madre Cristo pero no madre de Dios, anthropotókos
pero no theotókos.
Ante las protestas que se produjeron, Nestorio escribe al papa Celestino
exponiéndole su doctrina y pidiendo su apoyo. Por otra parte, el Patriarca de
Alejandría, san Cirilo, también había recibido informaciones sobre los sucesos
de Constantinopla y escribe una primera carta a los monjes de Egipto que se
habían dirigido a él preguntándole si había que llamar a la Santa Virgen Madre
de Dios o no, pues si Jesucristo es Dios, ¿cómo la Virgen que lo ha
engendrado no es Madre de Dios?
Comienza así una serie de cartas de san Cirilo dirigidas a Nestorio en las que
el argumento central no será el mariológico sino el cristológico, es decir, la
unidad de Cristo. Las cartas más importantes de esta correspondencia son la
segunda carta de Cirilo a Nestorio, que fue leída, votada y aprobada por el
Concilio de Éfeso en 431 y la tercera carta, que incluye los llamados 12
anatemas, que fue leída en el Concilio e incluida en las actas pero no votada.
Mientras tanto el papa Celestino, informado también por san Cirilo de lo que
estaba ocurriendo, había reunido en Roma un sínodo en el que se condena a
Nestorio. El emperador Teodosio II convocó en Éfeso un concilio para el 7 de
junio del año 431. En esa fecha no habían llegado aún los obispos orientales
con el Patriarca de Antioquía, Juan, ni los legados del papa Celestino. Se
esperó unos días y el 21 de ese mes Cirilo, con la protesta de 68 de los
obispos presentes, convoca para el día siguiente la apertura del Concilio, que
el mismo día 22 aprueba los escritos de Cirilo y condena los de Nestorio, a
quien se depone. Juan de Antioquía y los obispos sirios llegaron el 26 de junio
y, junto con Nestorio y otros obispos, se reúnen en un concilio opuesto y
condenan y deponen a su vez a Cirilo.

El 10 de julio llegaron los legados papales que, tras revisar las actas de la
primera sesión, aprueban lo realizado por san Cirilo. El Concilio de Éfeso
intenta convencer a Juan de Antioquía y al no conseguirlo termina
excomulgándole junto con otros 30 obispos. Después de diversas vicisitudes,
Nestorio fue depuesto y enviado al exilio por el emperador, que propició
también el que la fractura que se había producido entre Cirilo y los orientales se
recompusiera en el año 433 con la llamada «Fórmula de unión» (cf. D. 271-
273).
El Concilio de Éfeso no ha elaborado ninguna profesión de fe como hicieron los
dos concilios ecuménicos anteriores, es más, se remite directamente al Credo
de Nicea. Ha hecho suya, sin embargo, la doctrina de Cirilo contenida en su
segunda carta a Nestorio, aprobando la cristología unitaria de Cirilo: la unión
según la hipóstasis del Logos con la carne, la integridad y perfección de las dos
naturalezas de Cristo, la communicatio idiomatum y la confirmación de la
designación de María como theotókos.
Sin embargo, la falta de precisión de algunos de los términos que san Cirilo
había usado, por ejemplo el de fisis, y que por aquella época no estaban aún
claramente definidos y aceptados por todos, continuaron pesando por un
tiempo y provocaron muchas de las reacciones de los teólogos antioquenos
frente a los 12 anatemas de san Cirilo, a quien veían como un apolinarista. No
contribuía a facilitar las cosas el uso de la fórmula «una naturaleza encarnada
del Dios Logos», que san Cirilo atribuía a san Atanasio, pero que como se
comprobó años más tarde era una hábil falsificación de origen apolinarista. A
pesar de que el Concilio de Éfeso y la Fórmula de unión del año 433 habían
afirmado con fuerza la unicidad de la persona de Cristo, esa claridad no fue
suficiente para apaciguar los ánimos y para mantener la unidad de doctrina.

c) La controversia monofisita

Esta situación, ya de por sí delicada, empeoró de nuevo pocos años después a


causa de la doctrina que difundía por Constantinopla un anciano archimandrita,
Eutiques, que sostenía que Cristo subsistía en una única naturaleza. Antes de
la unión hay dos naturalezas, después de la unión sólo una. Cristo es ex
duabus naturis, pero no subsiste in duabus naturis. Eutiques fue acusado por
Eusebio, Obispo de Dorilea, ante el Sínodo permanente del Patriarca de
Constantinopla, Flaviano, que le condenó en el año 448. Allí Eutiques había
sostenido erróneamente que Cristo no es consustancial con los hombres, que
después de la unión sólo hay una naturaleza en Cristo. Flaviano se dirigió al
Papa, san León Magno, infomándole de lo acaecido.

San León escribió a Flaviano el Tomus ad Flavianum, una de las piezas


maestras de la cristología latina (cf. D. 290-295). En este documento san León
delinea claramente una cristología diofisita y recalca la existencia en Cristo de
dos naturalezas y el hecho de que cada una actúa según lo que es propio.
Reafirma la doble consustancialidad de Cristo, con el Padre y con nosotros,
que posibilita la mediación de Cristo. Estas naturalezas, unidas en el único
sujeto, permanecen íntegras y perfectas después de la unión. Enseña así no
sólo que en Cristo hay una sola persona y dos naturalezas, sino también que
estas naturalezas, unidas sin mezcla ni confusión, conservan sus propias
facultades y operaciones. Pero añade que cada naturaleza realiza lo que le es
propio siempre en comunión con la otra, pues ambas pertenecen a un mismo y
único sujeto: el Verbo.
Esta carta estaba pensada para ser leída en el Concilio que mientras tanto el
emperador Teodosio había convocado en Éfeso, a instancias de Eutiques, para
el 8 de agosto del 449. Este Concilio, presidido por el Patriarca de Alejandría,
Dióscoro, dio lugar a un cúmulo tal de desmanes y desafueros que ha pasado a
la historia con el sobrenombre de «el Latrocinio de Éfeso».
Tras la muerte de Teodosio, y convocado por los nuevos emperadores,
Pulqueria y Marciano, tuvo lugar un nuevo concilio, en Calcedonia, en octubre
del 451. Ha sido el Concilio de la Antigüedad en el que más obispos
participaron. El Concilio depuso a Dióscoro y redactó, tras no pocas
resistencias, una definición cristológica de la fe que ha sido y es un punto de
referencia fundamental de la fe de la Iglesia. La fórmula se centra en la
confesión de «un solo Hijo, nuestro Señor Jesucristo», a la vez que se confiesa
«a un solo Cristo en dos naturalezas», que se encuentran unidas «sin
confusión, sin mutación, sin división, sin separación», de forma que constituyen
una sola persona, una sola hipóstasis, pues Cristo no está dividido (cf. D. 300-
302).
La recepción del Concilio de Calcedonia, sin embargo, no fue pacífica y no se
consiguió la deseada unidad doctrinal, particularmente en Oriente donde, junto
a la corriente calcedoniana, continuaron la nestoriana y la monofisita. Y todo
ello en un ambiente en el que con las problemáticas doctrinales se mezclaban
también los intereses políticos de grandes zonas del Imperio bizantino.
Uno de los episodios de esta lucha doctrinal entre monofisitas y diofisitas fue la
llamada «cuestión de los tres capítulos», estrechamente relacionada con el
Concilio II de Constantinopla del año 553. El monofisismo, más de tipo verbal
que real, fue sostenido por Timoteo Aulero, Filoxeno de Mabbugo y Severo de
Antioquía. Se les opusieron sobre todo Leoncio de Bizancio y Leoncio de
Jerusalén. Los llamados tres capítulos hacían referencia en concreto a la
condenación póstuma de tres de los más destacados teólogos de la escuela
antioquena: Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa. Los
dos últimos habían sido injustamente depuestos en el Latrocinio de Éfeso del
año 449 y fueron rehabilitados por el Concilio de Calcedonia del año 451. La
oposición a un edicto (544) del emperador Justiniano por parte del papa Vigilio,
que sólo estaba dispuesto a condenar las doctrinas erróneas pero no las
personas, provocó que se convocase el Concilio II de Constantinopla. Después
de diversas vicisitudes, el Concilio en su última sesión (2 de junio de 553)
condenó los tres capítulos. Sólo el 8 de diciembre de ese año el papa Vigilio se
adhirió a esa condena.
La doctrina cristológica conciliar subraya sobre todo la unidad de Cristo y la
comunicación de las propiedades de las dos naturalezas en la persona del
Verbo. Se trata de una unidad que tiene lugar según la única hipóstasis del
Verbo. La naturaleza humana de Cristo es ciertamente distinta de la divina y
recibe su ser personal del Verbo, que es así el sujeto último de atribución de
las acciones de Cristo (cf. D. 421-438). El Concilio aclaró también que la
conocida fórmula que san Cirilo había usado, «una naturaleza del Dios Logos
encarnado», debía entenderse en el sentido de que «realizada la unión de la
naturaleza humana y de la naturaleza divina según la hipóstasis, el efecto ha
sido un solo Cristo», condenando el intento de introducir con ella «una sola
naturaleza o sustancia de la divinidad y de la carne de Cristo» (D. 429). Vale la
pena señalar también que este Concilio no sólo subraya de nuevo lo fundado
del título de Theotókos, sino también la perpetua virginidad de María (cf. D. 427
y 422).

d) La crisis monotelita

Aunque el Concilio II de Constantinopla había ahondado en la interpretación del


Concilio de Calcedonia, integrando las posiciones alejandrina y antioquena, no
por eso se consiguió la paz con los monofisitas. Durante el siglo sucesivo las
diferencias teológicas se hicieron muy vivas en torno a un tema que implica las
dos naturalezas de Cristo: las operaciones y las voluntades de Cristo.
En el año 629 el emperador Heraclio vence a los persas y reconquista para el
Imperio bizantino los territorios de Siria, Palestina y Egipto. Estos territorios
eran prevalentemente monofisitas, por lo que entre otras medidas se intentó
una política de acercamiento teológico a los monofisitas. En este contexto,
Ciro, Patriarca de Alejandría, propone en el año 633 un pacto de unión en torno
a una fórmula que dice que «el único y mismo Cristo e Hijo obra lo que es
divino y lo que es humano por una sola actividad teándrica» (Mansi, XI, 565).
Se trata de una fórmula ambigua, que podía ser entendida en sentido
calcedoniano o en sentido monofisita. Así lo hicieron notar san Sofronio,
Patriarca de Jerusalén, y san Máximo el Confesor. Sergio, Patriarca de
Constantinopla, aceptó la postura de Ciro.
En 634 Sergio escribe al papa Honorio comunicándole que había tomado la
decisión de que no se hablara de una o de dos energías en Cristo, para facilitar
el camino de vuelta a los monofisitas. Da a entender que de la existencia de
dos actividades en Cristo se seguiría necesariamente la existencia de dos
voluntades contrarias, y para evitarlo prescinde de la voluntad humana de
Cristo, hablando claramente de una sola voluntad. Del terreno de las
operaciones se pasa así al de las voluntades.
La tensión entre Roma y Constantinopla fue incrementándose con el paso del
tiempo, a causa de esta controversia, conocida con el nombre de
monoenergeta y monotelita. En medio se encuentran la conocida «cuestión del
papa Honorio» y la muerte en el año 655, en el destierro, del papa san Martín I,
que había convocado en Roma el Concilio de Letrán del año 649 oponiéndose
al uso de la expresión «operación teándrica» en el sentido de que en Cristo
hubiera una sola operación, y afirmando la unicidad del sujeto que actúa y la
duplicidad de voluntades y operaciones con que actúa (d. D. 515).
La clarificación definitiva tuvo lugar con el Concilio III de Constantinopla del año
681, que condenó la herejía monotelita. El Concilio subraya en su definición
que está en continuidad con los cinco concilios ecuménicos anteriores y
enseña que las dos naturalezas de Cristo están vivas y operantes, de forma
que actúan íntimamente unidas pero sin confusión entre ellas. El actuar de
Cristo manifiesta el perfecto acuerdo existente entre sus dos voluntades
naturales, entre las que no hay oposición, pues su voluntad humana sigue y se
somete libremente a su voluntad divina. Afirma también la existencia en Cristo
de dos operaciones naturales. Las dos voluntades y las dos operaciones
concurren a la salvación del género humano. No hay entre ellas oposición ni
desacuerdo (cf. D. 556-559).

e) La controversia iconoclasta

El último de los grandes concilios cristológicos, el II de Nicea del año 787, se


ocupó de la llamada controversia iconoclasta. A los pocos años del final de la
disputa monotelita, comenzó otra de gran duración y violencia, la iconoclasta,
que duró casi 150 años. La primera crisis grave tuvo lugar en el año 727,
cuando el emperador León III el Isáurico mandó destruir el icono de Cristo que
se encontraba encima de la puerta de bronce del palacio imperial. La cuestión
en juego no era de tipo artístico sino cristológica. Ya desde los primeros siglos
existían dentro de la Iglesia quienes, como Clemente de Alejandría, Orígenes y
Eusebio de Cesarea, eran contrarios a las imágenes. Se basaban en la
prohibición veterotestamentaria (Ex 20,4) y en la espiritualidad e infinitud de
Dios que es, por tanto, incircunscribible, aperígraphos. Sin embargo, la mayor
parte de los teólogos, sobre todo a partir del siglo IV, como los Padres
capadocios, son favorables al culto a las imágenes. El punto decisivo será la
concepción que se tenga de Cristo como Imagen del Padre (cf. Col 1,15; Hb
1,3). La base trinitaria de la cuestión, más presente durante la controversia
arriana, pone también de manifiesto su aspecto cristológico, pues si el Hijo es
la imagen perfecta del Padre, el Hijo lo es también en cuanto hombre. Las
imágenes de Cristo no representan la divinidad del Verbo sino su manifestación
en la carne. Se opusieron a los iconoclastas san Germán de Constantinopla y
san Juan Damasceno, que subrayan que rechazar las imágenes equivale a
rechazar la encarnación del Verbo.
El II Concilio de Nicea, convocado en 787 por la emperatriz regente Irene, tras
declarar herético el Sínodo iconoclasta que el emperador Constantino V
Coprónimo había convocado en el palacio imperial de Hierea el año 754,
promulgó una definición en la que se enseña que el culto de veneración, no de
latría, a las imágenes forma parte de la tradición de la Iglesia, confirma la real
encarnación del Verbo y que el honor tributado a la imagen se dirige a quien la
imagen representa. El Concilio condenó a todos los que rechazaran las
imágenes (cf. D.600-609).
La doctrina del Concilio II de Nicea, sostenida por los Papas, no encontró, sin
embargo, una acogida favorable ni en Occidente, a causa de los malentendidos
que se produjeron en la corte de Carlomagno, ni en Oriente, donde con el
emperador León V el Armenio recomenzó otro periodo de persecuciones y
destrucción de imágenes. La paz definitiva llegó sólo en 843 cuando un
concilio, no ecuménico, convocado en Constantinopla por la emperatriz regente
Teodosia, declaró de nuevo legítimo el culto a las imágenes y condenó a los
iconoclastas. La Iglesia bizantina recuerda anualmente este acontecimiento el
primer domingo de Cuaresma con la fiesta de la ortodoxia.

4. Conclusión

Las definiciones dogmáticas de los concilios ecuménicos constituyen un punto


de referencia fundamental para el estudio y la investigación de la cristología.
Ciertamente estas definiciones no agotan el misterio que intentan exponer o
defender, pues son siempre formulaciones humanas, y por tanto, con los
límites propios de toda palabra humana. Es más, no agotan ni siquiera toda la
comprensión de Cristo que la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, había
alcanzado hasta ese particular momento histórico. La misma evolución de los
concilios, y de las herejías a las que intentan responder, muestra cómo cabe
siempre una mayor profundización en el misterio de Cristo.
Estas mismas características no siempre son tenidas en cuenta y, en
ocasiones, se ha presentado la doctrina de concilios como Nicea o Calcedonia
como una helenización del dogma cristológico, como manifestación de una falta
de sensibilidad por los aspectos soteriológicos. Y sin embargo, estas
acusaciones habría más bien que dirigirlas a los diversos herejes de aquellos
tiempos para los que la fe de la Iglesia resultaba incomprensible precisamente
a la luz de los postulados filosóficos y culturales del helenismo de sus diversas
épocas. Las investigaciones sobre este tema, sin embargo, han puesto de
manifiesto que los padres conciliares no se han dejado seducir por la tentación
de asimilar la verdad cristiana a las categorías filosóficas griegas. Ciertamente
el pensamiento cristiano ha hecho uso de conceptos que provienen de la
cultura griega, pero ha hecho igualmente uso de tantos otros que son fruto de
la razón humana en general, no de la razón griega.
El aspecto soteriológico ha estado siempre presente en los concilios antiguos,
ya desde Nicea. El que las definiciones conciliares antiguas no tengan un corte
de tipo histórico-salvífico tal y como hoy lo entendemos, no significa que la
historia de la salvación brille por su ausencia. No pocas veces, por el contrario,
los herejes son acusados de alterar el misterio de la economía de la
encarnación del Señor por nosotros. La diversidad de acentos que a veces se
puede observar entre el kerigma evangélico y la cristología patrística no es una
traición al anuncio bíblico, como a veces se ha dicho simplificando no poco el
argumento. El Nuevo Testamento no es sólo un discurso sobre la historia y las
funciones de Cristo, es también un discurso sobre el ser de Cristo. La
cristología patrística en cierto modo no hace más que continuar esta línea. En
esto reside precisamente la importancia de la discusión en torno al concepto de
cristología funcional y cristología ontológica.
Antes de terminar, conviene señalar, desde una perspectiva ecuménica, que
desde hace años existe un proceso de clarificación de estas antiguas
controversias entre la Iglesia católica, la Iglesia asiria de Oriente y las antiguas
Iglesias orientales que han conducido a diversas declaraciones de fe
cristológica entre la Iglesia católica y la Iglesia asiria de Oriente, y entre la
Iglesia católica y algunas de las antiguas Iglesias orientales.

Bibliografía

La bibliografía sobre estos temas es abundantísima. Pueden resultar útiles los


diversos volúmenes de la colección Histoire des conciles oecuméniques,
publicados por la editorial L?Orante (París), muchos de los cuales han sido
traducidos a diversos idiomas. Damos a continuación algunas referencias que
pueden servir para una primera introducción al argumento.

?A. Amato, Jesús es el Señor, Madrid 1998.

?A. Ducay Real (ed.), II Concilio di Calcedonia 1550 anni dopo, Citta del
Vaticano 2003.

?A. Grillmeier, Jesus der Christus im Glauben der Kirche, 2 vols. en 5 t.,
Freiburg i. B. 1986-2002. (Existe una traducción castellana del primer volumen:
Cristo en la tradición cristiana: desde el tiempo apostólico hasta el concilio de
Calcedonia [451], Salamanca 1997).
?A. Grillmeier y H. Bacht (eds.), Das Konzil von Chalkedon. Geschichte und
Gegenwart, 3 vals., Würzburg 1951-1954.

?J.A. McGuckin, St. Cyril of Alexandria: The Christological Controversy. Its


History, Theology, and Texts, Leiden 1994.

?F. Ocáriz, L.F. Mateo-Seco y J.A. Riestra, El misterio de Jesucristo, 3ª ed.,


Pamplana 2004.

LA ENCARNACIÓN DEL HIJO.

ENCARNACIÓN DEL VERBO

TEOLOGIA SISTEMÁTICA.

1. Introducción. 2. Concepto. 3. Motivo. 4. Conveniencia. 5. Necesidad. 6.


Unión hipostática. 7. Fe de la Iglesia en la unión hipostática. 8. Consecuencias
de la unión hipostática. 9. Reflexión teológica. 10. Repercusiones prácticas de
la Encarnación.

1. Introducción. El dogma de la E. no es una afirmación más dentro del


cristianismo. Los dogmas no son afirmaciones en línea recta, sino que tienen
su propia categoría, formando un conjunto orgánico, escalonado, donde cada
uno tiene su propio puesto. A la pregunta sobre el cristianismo, responde una
primera afirmación: Jesucristo (v.), como centro, donde convergen dogma y
moral. Él nos revela al Padre y nos envía el Espíritu. Por Él fue hecho cuanto
existe y a través de Él volverá todo al Padre. Pero Cristo no es sólo un profeta
o un legislador. «Vivir en Cristo» no es sólo cumplir sus mandamientos, sino
conformarse interiormente de acuerdo con la realidad Cristo, es decir,
ontológica y existencialmente.

Y aquí es donde cobra valor la E. Es cierto que Cristo se hace hombre en


orden a una Redención (v.), a una Pascua (muerte y resurrección; v.), pero
también es verdad que esa Pascua tiene valor porque la unión del Dios-
Hombre es real, verdadera. Un Cristo entregado, por los hombres hasta la cruz,
libre de toda atadura humana, pero sin ser Dios-Hombre, no pasaría de ser un
ejemplo para la humanidad. Lo que da sentido a la Pascua es el Cristo de la
unión hipostática, sólo accesible en la fe, profundamente humano y Dios en
toda su plenitud. Poner en claro este dogma es colocar el fundamento de
nuestra religión cristiana.

En este artículo vamos a fijarnos primeramente en algunas cuestiones


introductorias: concepto, motivo o finalidad, conveniencia y necesidad de la E.
Después en la unión hipostática que es el núcleo del tema, y dentro del cuerpo
de esta sección, desarrollaremos el concepto patrístico de unión e hipóstasis, la
fe de la Iglesia, consecuencias en Cristo, y, por último, la reflexión teológica
sobre el modo de la unión y el «Yo» de Cristo. En la conclusión pondremos de
manifiesto la repercusión de este dogma en la concepción católica de la Iglesia
(v.), Sacramentos (v.), ascética personal (v. ASCETISMO II) y valor de las
realidades terrenas.

2. Concepto. Desde la época apostólica la afirmación de S. Juan «el Verbo


se hizo carne», encontró serias dificultades frente a un mundo en ebullición,
donde se daban cita múltiples corrientes de pensamiento: judaísmo (v.), gnosis
(v.), religión y filosofía helenísticas (v.). Junto a esto las propias deformaciones
en el interior de la Iglesia (herejías; v.). La realidad de la E. corría el riesgo de
convertirse en un mito más: la exaltación de un hombre o la apariencia de un
dios. Para salvaguardar la fe recibida y presentarla al mundo en categorías
comprensibles, la Iglesia tuvo que hacer un esfuerzo de siglos cuyos resultados
serán las claras formulaciones de los Concilios. Sin embargo, no debemos
confundir este esfuerzo con una dialéctica metafísica. El fondo fue siempre la
S. E. y la Tradición; los conceptos filosóficos, el ropaje. La verdadera línea de
argumentación fue la Palabra (v.) de Dios, leÍDa en la fe (v.) de la Iglesia. Los
grandes textos cristológicos del A. y N. T. son la base, aunque más tarde se
vean obligados a recurrir a fórmulas más técnicas para verter en ellas los
conceptos escriturísticos. No se trata, por tanto, de un problema metafísico,
sino de un problema teológico y dogmático. Es la fe que busca su comprensión.
La divinidad de Cristo es la base misma del cristianismo. Si Cristo no es
Hijo de Dios, el cristiano no lo será tampoco, ya que el fundamento de nuestra
divinización es la divinidad de Jesús. Este será un argumento fundamental
empleado por los Padres que parten de una economía, como lo será también a
la hora de defender la divinidad del Espíritu Santo (v.). No dudarán tampoco a
la hora de afirmar la humanidad de Cristo, pero será desde la perspectiva
anterior.
La doctrina de los Padres y Concilios parte del Jesús concreto, el
nacido de María. Y con relación a Él surgen tres problemas: su divinidad, su
humanidad y la unión de estos dos elementos. Los tres aspectos son
esenciales para la determinación del concepto claro de E. A esto se reduce
todo el misterio: Dios verdadero, hombre auténtico y en unión perfecta, no
como dos elementos sobreañadidos. Se trata, por tanto, de la comunicación
personal del Verbo divino a la naturaleza humana.
Dios se comunica de diversas maneras: por la Creación (v.), dando
continuamente el ser a cuanto existe; por la Gracia, creando en nosotros la
imagen del Hijo por la acción del Espíritu Santo; pero sobre todo por la E.,
donde la comunión con lo humano es total, al darse en ella tina unión personal.
Todas las demás comunicaciones tienden a ella, que es la expresión máxima
de la unión de Dios con el hombre, o la presuponen (V. EUCARISTÍA). Si la
Creación es ya una gracia, que pierde en la terminología este nombre frente a
la donación por la Gracia santificante, la E. aventaja este régimen en una
dimensión insospechada, pues lo humano es asumido en el «Yo» divino del
Verbo. Se trata de un dogma de fe, al que podemos definir con M. Schmaus:
«En Cristo hay una Persona divina, la persona del Verbo de Dios, y dos
naturalezas, una divina y otra humana. Ambas subsisten sin transformación de
la una en la otra, y sin mezclarse». Es la expresión del Conc. de Calcedonia
(Denz.Sch 301-302).
En cuanto al término encarnación parece que fue S. Ireneo (v.) el
primero en usarlo (sarkosis). Podría extrañarnos la selección de este vocablo,
en-carnarse (literalmente: hacerse carne) para designar esta acción de Dios, en
lugar de humanarse, que parece ser una expresión más clara, y que no
necesita explicación. S. Buenaventura (v.) en su Breviloquium ha buscado unas
razones de humildad, pero la razón hemos de buscarla en una traducción literal
del término griego sarkx (carne), que a su vez lo es del hebreo «basar»,
empleados en la S. E. a veces para designar al hombre en su totalidad. La
elección de esta palabra en S. Juan (v.) y en los Padres puede tener relación
con la lucha contra el docetismo (v.), para indicar la auténtica realidad humana
del Salvador. La Iglesia ha consagrado esta fórmula identificando encarnarse
con humanarse (Denz.Sch. 125, 267...).

3. Motivo de la Encarnación. a. Planteamiento. Sería un error que el título


de este apartado sugiriera la idea de que íbamos a penetrar en los planes de
Dios «a priori», o a buscar una motivación en las criaturas que. «moviera» a
Dios. Es independiente, y sólo puede tener un motivo para su obrar: su libre
voluntad (V. DIOS IV, 14). Nuestra tarea es más modesta. Sólo intenta,
partiendo del hecho de la E. y de las razones que nos aporta la S. E. (la gloria
divina que debía manifestar, lo 17,4; la enseñanza de los hombres, lo 18,37; el
ejemplo, lo 3,14; la salvación de los hombres y su redención, 1 Tim 1,15; lo
3,14 ss.; Gal 4,4; Rom 8,3), analizar cuál sea la fundamental. No se intenta, por
tanto, determinar la finalidad de la E. en un mundo que no se dio, sino en este
concreto donde el hombre cayó en el pecado.
Prescindiendo de un análisis del A. y N. T. (v. I), en resumen, podemos
destacar como razones fundamentales del plan encarnativo de Dios: la
salvación (v.) de los hombres y la señoría de Cristo sobre toda la creación (Col
1,15-20), como «imagen» del Padre, o manifestación de la gloria del Creador.
Esta segunda idea no es ajena a la primera, como podemos ver en Eph 1,3-14.
Numerosos testimonios de los Padres orientan la E. en arden a la
salvación los hombres: S. Ireneo (Cont. haereses, 1,5,14: PG 7,1161) nos dice:
«Si no tuviera que ser salvada la carne (el hombre), el Verbo de Dios no se
hubiera hecho carne». S. Atanasio (Adv. arianos orat. II, 54: PG 26,261) alega
esta misma razón: «El Señor, como Verbo, no tiene otra razón de existir que su
generación del Padre, del cual es la Sabiduría engendrada. Pero para hacerse
hombre, hay una nueva causa que justifica su Encarnación: la necesidad e
indigencia del hombre, anteriores a su venida a este mundo; sin ellas el Verbo
no se hubiera encarnado». El Conc. de Nicea (v.) expresa del mismo modo la
finalidad de la E.: «que por nosotros y por nuestra salvación, se encarnó»
(Denz.Sch. 125). Y la liturgia'la ratifica en la bendición del cirio pascual al llamar
«feliz» al pecado porque nos mereció al Redentor.

También encontramos en los Padres testimonios que favorecen la visión de


la E. en orden al primado de Cristo. Máximo el Confesor (v.), afirma: «Todos los
mundos y cuanto contienen existen en orden al misterio de Cristo; en Cristo
han recibido su principio y su fin. Esta síntesis estaba prefijada antes que todos
los mundos... En la plenitud del tiempo fue visible esta síntesis en Cristo, dando
cumplimiento a los designios de Dios» (Quaest. ad Thalassium, 60: PG
90,621).

b. Posición de los teólogos. Partiendo de este doble foco que ilumina la E.


aparece una doble línea en la teología, según destaque un elemento u otro: la
posición escotista y la tomista.
Duns Escoto (v.) es el representante de cuantos teólogos afirman que la
E. no está subordinada en el orden presente a la Redención. Presenta distintos
momentos en el querer divino: «1) Dios se ama; 2) Se ama en los otros...; 3)
Quiere ser amado de otro que le pueda amar con un amor total... 4) Prevé que
sólo la Encarnación cumplirá este fin; 5) Decreta la Encarnación». (Lectura
paris, III, d7, q4). Este decreto encarnativo de Dios es, por tanto, anterior al
decreto de la Redención, y aún anterior al de la Creación. Lo que predomina es
la suprema manifestación del amor de Dios que sólo puede tener acogida en
una respuesta donde el interpelado le responda con amor total. Es cierto que
toda esta ordenación divina, en su querer, sólo se distingue en nosotros, no en
Dios.
Como consecuencias de esta postura tenemos que el Verbo sólo se
encarnó en una naturaleza pasible por el presupuesto del pecado (v.), pues de
otro modo no hubiera sido así. Esta teoría pone el acento en la primacía de
Cristo sobre toda la creación y en la unión de esta primacía con el amor de
Dios. La E. es querida por ella misma y no por la caída del hombre. Escoto
termina por soltar el lazo de unión tan estrecho entre EncarnaciónRedención,
en favor de este otro: Creación-Encarnación. Antes de redentora, .la E. para él
y seguidores, es el culmen de la Creación donde Dios es amado lo más
posible. Sostiene un dato esencial claramente afirmado en la Biblia y en los
Padres: el primado de Cristo sobre toda la creación. Sin embargo, no es
necesario aceptar los presupuestos escotistas para afirmar ese dato
escriturístico. Por otra parte, la afirmación esencial de Escoto, es decir, una E.
querida por sí misma e independiente de una redención, no tiene fundamento
ni en la revelación ni en los Padres. El Verbo encarnado que recapitula en sí
todas las cosas es el Verbo Redentor.
S. Tomás (v.) responde a esta cuestión en la Sum. Th. 3 ql a3,
subordinando la E. a la Redención. Dice así: «Lo que depende sólo de la
voluntad de Dios y ante lo que la creatura se encuentra sin ningún derecho, no
podemos conocerlo, sino en la medida en que nos lo enseña la Escritura, a
través de la cual conocemos la voluntad divina. Ahora bien, en toda la Sagrada
Escritura se indica la caída del primer hombre como motivo de la Encarnación.
Conviene, por tanto, decir que la obra de la Encarnación fue ordenada por Dios
como remedio del pecado, y que sin el pecado, la Encarnación no hubiera
tenido lugar. No obstante, el poder de Dios no tiene límites, pues pudo
encarnarse, aunque el hombre no hubiera pecado».
La respuesta de S. Tomás, mesurada y profundamente escriturística,
parece ser la solución más acertada. Tiene en cuenta el carácter contingente
de la E., pone de relieve la ligazón estrecha entre E. y Redención, y no se
cierra a la relación Encarnación-Creación, siempre que la entendamos en el
caso concreto de nuestro mundo.
En resumen: no podemos separar Encarnación, Redención y
glorificación de Cristo, puesto que son tres momentos esenciales de la sola
realidad Cristo. La E. representa el momento frontal, primero, del amor de Dios
al hombre y del hombre a Dios en la persona de Cristo; la Redención es la
cumbre de la entrega, y la Resurrección es la exaltación total de Cristo y de la
humanidad en Él. Tres momentos distintos, y una sola finalidad: salvación del
hombre histórico caído, y primado de Cristo sobre toda la Creación. Uno y otro
se compenetran de modo que en la actual economía divina, presupuesto el
pecado, separar el uno del otro es condenarnos a una visión estrecha y
partidista.

4. Conveniencia de la Encarnación. Ante el hecho de un Dios que se hace


hombre, Padres y teólogos buscaron unas razones que, aunque no exigen a
priori la E., sin embargo, presupuesta su realización, ayuden a comprenderla.
La coherencia que busca la teología se encuentra en la bondad de
Dios, porque la E. es precisamente la expresión máxima del amor divino (v.
DIOS IV, 6): «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo unigénito...»
(lo 3,16; 1 lo 4,9,10,19). El bien se difunde por su propia fuerza interior, y la
mejor manera de esa difusión en Dios es la entrega total, personal, de modo
que de esa donación recibamos todos. Es cierto que Dios es libre de la entrega
de su amor y en el modo, pero ese abajamiento ha hecho más fácil para el
hombre el diálogo amoroso con Él. Caído, Dios pudo rescatarle sin encarnarse,
pero la llamada interior a la conversión, a la vuelta a Él. no hubiera tenido tanta
resonancia humana. Porque sólo un Dios hecho hombre podía conseguir una
redención «de condigno», es decir, sólo un Dios hecho hombre podría merecer
en estricta justicia.
En verdad la E. es la cumbre del gratuito acercamiento de Dios al
hombre iniciado desde el principio. Toda la historia de la salvación es la
búsqueda de este encuentro. Por eso, aunque la unión personal de Dios con el
hombre no esté exigida por esa pedagogía divina, sin embargo, convenía a
ella. El «Emmanuel» (Dios con nosotros) no hubiera llegado a su total realidad
sin el hecho grandioso de la Encarnación. Este hecho entraña, por tanto, el que
Dios, en la donación de su amor, ha querido tomar en serio al hombre, y aun
siendo obra de puro amor, ha querido una respuesta en la que el hombre se
comprometa no como a algo que le viene totalmente desde fuera, sino ante
Cristo que es de su misma raza.
La Iglesia, al luchar durante siglos para defender la idea exacta de la E.,
tenía conciencia de que estaba defendiendo no sólo la persona de Cristo, sino
a ella misma, al hombre y al mundo. Ya nos detendremos en este aspecto, por
ahora baste notar que no se trata sólo de una conveniencia con la naturaleza
divina, ni con el hombre, sino además con la Iglesia y el mundo, porque en
definitiva la estructura Iglesia y mundo (v. IGLESIA IV, 4), dependerá de la
estructura interior del Verbo Encarnado.
Los teólogos se preguntan también sobre la conveniencia de que haya
sido la segunda Persona de la Santísima Trinidad la que se hizo hombre y no
otra. No podemos meternos en la intimidad trinitaria, sino desde el lado
económico, es decir, desde las misiones (v. TRINIDAD, SANTÍSIMA).
Respetando además la trascendencia de Dios debemos evitar toda referencia a
una necesidad y hablar sólo de conveniencia. El Padre aparece como el
Innascible, luego no le «convenía» la E. Tampoco se compagina con el Espíritu
Santo (v.) por ser espíritu. El Hijo que es «Imagen» es el más indicado para
restaurar en nosotros la imagen perdida; «Palabra» del Padre le conviene
tender a su expresión externa; «Sabiduría» le compete ser Él quien enseñe a
los hombres; «Hijo» es el más apto para concedernos la filiación que posee.

5. Necesidad de la Encarnación. La E. en modo alguno fue necesaria, ni


siquiera con necesidad moral, en cuanto que Dios se viera obligado por su
amor al hombre. De otro modo se hundiría la total gratuidad del orden
sobrenatural. Si la E. es la gran expresión del amor de Dios, y el amor para ser
tal, ha de ser libre, deducimos claramente que la E. debió ser totalmente libre.
Dios no estaba obligado a reparar el pecado del hombre. Podía privarle
de la bienaventuranza sin hacerle injusticia de ninguna clase. Tampoco iría
contra Dios, puesto que el dejar la obra inacabada no provendría de su
impotencia, sino de la malicia del hombre. Es cierto que la E. era sumamente
conveniente, pero en modo alguno necesaria. Además Dios pudo salvar al
hombre sin necesidad de hacerse Él mismo hombre. «Dios, en efecto, con su
omnímodo poder, podía restaurar la naturaleza humana de múltiples maneras»
(Sum. Th. 3 q1 a2).

6. Unión hipostática. Toda la teología de la E. se reduce a explicar que


Jesús es verdadero Hijo de Dios y hombre perfecto. El estudio de su filiación
divina y de su humanidad pertenece a otros artículos (v. JESUCRISTO;
CRISTOLOGÍA; TRINIDAD, SANTÍSIMA). Aquí nos toca ver la unión de los dos
componentes, cómo la divinidad permanece sin cambio ni alteración y la
humanidad conserva todo lo que le es propio. Podemos definir la unión
hipostática como «la unión sustancial de la naturaleza divina y de la naturaleza
humana en una sola persona, la persona de Jesucristo, Hijo de Dios».
Se trata de un misterio cristiano que no podemos penetrar con la luz de
la razón, pero sí conseguir una cierta inteligencia. Es un dogma de fe. creído en
la Iglesia desde el principio, y formulado con términos detallados sobre todo en
el Conc. de Calcedonia (v.). La Iglesia se ha servido de estas dos palabras:
unión e hipóstasis para expresarlo, palabras cargadas de un fuerte sabor
filosófico, pero purificadas a través de todas las controversias cristológicas.
Unión: Este vocablo, empleado ya por S. Ireneo para expresar el
concurso de las dos naturalezas, tiene en griego (enosis) el sentido de
«reducción a la unidad», aunque a veces significa «unión» en abstracto, y
también «singularidad». Su etimología, por tanto, no implica la idea de E.
(sarkosis), es decir, la asunción de una naturaleza inferior (humana) por la
persona divina, sino sólo la unión.
Para expresar la realidad de la E. los Padres emplearon palabras que
presentarían dificultades de orden doctrinal, y que hoy rechazaríamos. Es
comprensible, pues aunque la fe estaba clara, la expresión no lo era sin
embargo. Como ejemplo, podemos poner el término sarkoforos (portador de lo
humano), Usado por S. Ignacio de Antioquía (v.).
Hipostática: En el lenguaje teológico actual hipóstasis equivale a
persona (v.). Pero esta identificación no ha sido reconocida desde el principio
por los Padres sino después de largas controversias trinitarias y cristológicas.
La etimología de este término, desconocido de Aristóteles como término
filosófico, es ambigua. Puede indicar una cosa o una acción. En la primera
acepción indicará una realidad sustancial y equivale a ousía (sustancia); como
acción indica el acto concreto de subsistir, y equivaldría a persona. Esta
ambigüedad se refleja en el Conc. de Nicea (Denz.Sch. 125), y será uno de los
pretextos de la herejía arriana (v.). S. Basilio de Cesarea (v.), militante en el
campo donde se decía «tres hipóstasis» clarificará este término en el sentido
de acto concreto de subsistir, distinguiéndolo de ousía e identificándolo con
prosopon (persona).
Las discusiones trinitarias no agotaron la cuestión de la hipóstasis,
porque el problema no se planteaba en el mismo plano. La naturaleza divina no
tenía existencia sino en la Persona. No así en Cristo, en el que la naturaleza
humana existía realmente, concreta en Cristo. De aquí que se vuelva a someter
el concepto de persona a un nuevo análisis, a fin de distinguir la naturaleza
concreta e individualizada de la hipóstasis o persona.
S. Basilio marcó como elemento esencial de la hipóstasis «lo propio», y
los dos Gregorio lo completaron añadiendo la idea de totalidad, inteligencia y
libertad. Apolinar de Laodicea (V. APOLINARISMO) apoyándose en este
concepto opuso a la escuela de Alejandría una visión que le llevaría a la
herejía, identificando hipóstasis con ousía. Luego para que en Cristo no se den
dos personas, habrá de suprimir en la naturaleza humana lo característico
personal, el alma inteligente.
Como reacción a esta postura y como el término hipóstasis sigue
identificándose con ousía y fisis (naturaleza), Teodoro de Mopsuestia (v.) y
Nestorio (v.) acudirán al término prosopon para designar un compuesto moral,
nacido de dos componentes concretos y perfectos, las dos hipóstasis, divina y
humana. Prosopon tendría en Nestorio el concepto abstracto de personalidad.
S. Cirilo de Alejandría (v.), en contraposición a Nestorio, emplea fisis e
hipóstasis en el sentido de sustancia concreta, y prosopon con significación
moral. Así la unión «según la hipóstasis» significa la unión «según la realidad»,
es decir, unión física. Sin embargo, su vocabulario no es fijo. Frecuentemente
identifica fisis, hipóstasis y prosopon. De buena fe admite una fórmula
apolinarista «mia physis tou Theou sesarkomene» (la naturaleza una de Dios
encarnada), creyendo que era de S. Atanasio.
Aunque la postura de S. Cirilo es ortodoxa, la triple equivalencia hace
que Eutiques (v.; V. t. MONOFISISMO) nos hable de una sola naturaleza en
Cristo, haciendo estricta la identificación de S. Cirilo.
La Carta dogmática de S. León Magno (v.) a Flaviano precisará el
lenguaje dogmático: un Cristo, una persona, dos naturalezas (Denz.Sch. 293-
294), y el Conc. de Calcedonia definirá la doctrina (Denz.Sch. 301-302).

7. Fe de la Iglesia en la unión hipostática. Desde el principio tiene su


expresión en los Símbolos (V. FE II). En el segundo artículo dedicado a
Jesucristo (Denz.Sch. 1 ss.) se afirma de Él que es a la vez, en su única
realidad, Hijo de Dios y nacido por obra del Espíritu Santo de María Virgen (v.
MARÍA II, 2). Este símbolo es «la regla de fe» que el bautizado debe profesar.

Entre los numerosos testimonios patrísticos podemos destacar el de S.


Ignacio de Antioquía que subraya la realidad de la «carne» de Cristo (Ad
Trallianos, 9,1) y de su divinidad (Ad Romanos, 3,3) y también la unión: «Hay
un médico, sin embargo, que es carnal y espiritual a la vez, engendrador y no
engendrado, en la carne hecho Dios, hijo de María e Hijo de Dios, primero
pasible y luego impasible, Jesucristo, nuestro Señor» (Ad Ephesios, 7,2; cfr.
Padres Apostólicos, ed. BAC, Madrid 1950, 451-452).
S. Ireneo, esencialmente antiagnóstico, centra su argumentación en la
conveniencia de la E. para la salvación: «¿Cómo podríamos, en efecto,
participar de la adopción filial, si no hubiera entrado en comunión con nosotros,
haciéndose carne?» (Adv. haer. 3,18,7: PG 7,937). Y más expresamente con
relación a la unión, después de analizar el evangelio y las epístolas de S. Juan,
concluye que esos textos condenan «las creencias blasfemas que dividen al
Señor, al afirmar que está hecho de dos hipóstasis diferentes». Según S.
Ireneo no habría salvación, para nosotros, si Cristo no fuera verdadero Dios y
verdadero hombre.
Tertuliano (v.) es el precursor de las fórmulas dogmáticas del s. v.
Enseña que en Jesucristo hay dos sustancias completas unidas en una
persona y que estas sustancias guardan sus propiedades respectivas: «En el
Salvador vemos dos estados no confusos, sino unidos en una persona, a Dios
y al hombre Jesús» (Adv. Prax. 27,11: PL 2, 190). La humanidad de Cristo es
real, compuesta de cuerpo y alma, pues no hay verdadero hombre sin esta
unión.
Igualmente podríamos decir de Orígenes (v.), quien, aunque inficionado
de filosofía platónica, insiste en la E. en toda su amplitud. Con él y con
Clemente de Alejandría comenzaría la llamada escuela de Alejandría que tanta
importancia había de tener en las controversias cristológicas (V. ALEIANDRÍA
VI).
Pasemos por alto a Pablo de Samosata (v.; V. t.: ADOPCIONISMO) y
su refutación por Malquión, de cuya autenticidad se duda, pero que de ser
verdad en pleno s. III se habría planteado el problema de la constitución
ontológica del Verbo y dado a ella una solución neta. Luego encontramos la
gran herejía arriana (v.), trinitaria y cristológica, aunque sea bajo el primer
aspecto como es más conocida. La constitución ontológica de Cristo, según
ellos, es monofisita. En lugar del alma humana, el Verbo, que no tiene la
categoría de Dios verdadero, entra en composición con el cuerpo formando una
sola naturaleza, realmente humana, ya que el Verbo es pasible como el alma
del hombre. El Conc. de Nicea (Denz.Sch. 125) se limitará a proclamar la
divinidad y preexistencia del Hijo y su identidad con Jesucristo, sin hablar de su
constitución ontológica. S. Atanasio y S. Basilio defenderán en esta línea la fe
ortodoxa, más preocupados del Verbo que de la integridad humana del
Salvador, ya que ésa era entonces la verdad que había que defender.
La teoría de Apolinar tiene sus raíces en el arrianismo, poniendo el
acento en la negación del alma de Cristo, de modo que la unión entre el Verbo
y la carne sea como el agente y un instrumento, constituyendo una sola
energía. De aquí se sigue que hay en él una sola naturaleza. El Conc. romano
del a. 382 (Denz.Sch. 159) y el ecuménico de Constantinopla (Denz.Sch. 151)
condenan esta postura. Con estas intervenciones de la Iglesia queda
perfectamente clara la integridad de la humanidad de Cristo, como el Conc. de
Nicea proclamó la identidad del Verbo con el Padre.

Mientras tanto, en Occidente la teología latina llega a su formulación


definitiva con S. Agustín, que explica en profundidad la unidad de Cristo en sus
dos naturalezas: el hombre, alma y cuerpo, forma una sola persona con el
Verbo: «Así como en la unidad de la persona el alma se une al cuerpo para
formar el hombre, en la unidad personal, Dios se une al hombre para formar a
Cristo» (Epist. 137,11, CSEL 44,110,1-3). La datación del Símbolo Quicumque
es demasiado incierta para tenerla en cuenta aquí, pero ciertamente sus
formulaciones particularmente claras (Denz.Sch. 75-76) sobre la perfección de
la humanidad de Cristo y la unidad personal, están en la línea en la que
progresó la teología occidental, y presentan un paralelismo estrecho con las
fórmulas agustinianas.
A principios del s. V la doctrina oficial de la Iglesia sobre el misterio de
la E. se definió prácticamente, de una parte, por las fórmulas fundamentales de
los símbolos de Nicea y Constantinopla, y de otra, por la condenación del
apolinarismo negador del alma espiritual de Cristo. Situación que dejaba gran
indeterminación a la hora de precisar las relaciones de ambas naturalezas.
Había acuerdo fundamental sobre la constitución ontológica de Cristo, pero la
antigua formulación Verbo-carne no desapareció; sólo se le unió la mención del
alma humana. Se desarrolló mucho el estudio de la psicología humana de
Cristo, insistiendo en la consistencia de la naturaleza humana. S. Gregorio
Nacianceno había hablado de la unión como una mezcla. Todas estas
imprecisiones abocarían a las dos grandes herejías: nestorianismo y
monofisismo.
Nestorio, en parte por reacción ante el apolinarismo y arrianismo, se
opone a todo lo que sepa a «mezcla» o «unión íntima» de las dos naturalezas.
Así niega el título de la maternidad divina a María y lo que más tarde habría de
llamarse «la comunicación de idiomas». En realidad, como se lo reprocha S.
Cirilo, se queda en una unión de las naturalezas más o menos moral o
extrínseca. Como aspectos positivos está el comprender que es imposible
establecer la unión en Cristo al nivel de las naturalezas, contribuyendo a
orientar la reflexión de los teólogos en la línea de la persona. El Conc. de Éfeso
(Denz.Sch. 250-251) ratifica la doctrina de S. Cirilo de Alejandría en su
segunda carta a Nestorio. Tanto la maternidad divina de María como su
presupuesto, la comunicación de idiomas, quedaba clara; pero como antes
vimos, la terminología no era del todo precisa, y dará lugar al monofisismo. La
afirmación de «la unión en una persona» (Denz.Sch. 250-251) no fue
totalmente clarificada.
La doctrina de Eutiques parece explicarse por una fidelidad estrecha a
las fórmulas de S. Cirilo, apoyándose en su autoridad y usando el material
apolinarista sin discriminación. Su tesis esencial: «Yo confieso que Nuestro
Señor procede de dos naturalezas antes de la unión, pero después de ella, yo
confieso una sola naturaleza» es la clave de su doctrina. Acepta las dos
naturalezas completas, la divina y la humana, pero se resiste a llamar a esta
última consustancial a la nuestra. Flaviano de Constantinopla acusa a Eutiques
y propone una confesión: «Confesamos que Cristo es de dos naturalezas
después de la Encarnación, en una hipóstasis y una persona». Definitivamente
se introduce en el lenguaje de la teología de la E. la palabra «hipóstasis»,
aunque la fórmula «de dos naturalezas» no agradó a todos.
El Conc. de Calcedonia encontrará la fórmula definitiva. Los Padres
manifestaron su intención de conformarse a la enseñanza tradicional, como se
expresaba en Nicea, Éfeso y en el «Tomo» de León a Flaviano (cfr. Denz.Sch.
293). En resumen, Calcedonia presenta una fórmula nueva y precisa, que será
la expresión por excelencia del dogma cristológico. Implica la equivalencia de
persona (prosopon) y de hipóstasis y una distinción clara entre persona e
hipóstasis de una parte y naturaleza (/isis), de otra. La unidad en Cristo se
expresa por la fórmula: una persona o hipóstasis. En cuanto a la distinción
entre la divinidad y la humanidad, se dice: «en dos naturalezas», en lugar de
«de dos naturalezas» como decía Flaviano.
Los adverbios que conciernen a las relaciones de las dos naturalezas se
complementan. Los dos primeros (inconfusa e inmutablemente) se refieren a la
distinción entre la divinidad y la humanidad; los otros dos (sin división e
inseparablemente) a la unidad del Verbo Encarnado.
Sin embargo, el Concilio no determinará la diferencia entre persona y
naturaleza. Leoncio de Bizancio lo haría para los griegos. Según él, lo
característico de la persona es el no ser comunicable; en cambio una mera
naturaleza sí lo es, aunque no pueda existir jamás sin un sujeto personal. Pero
este sujeto de la naturaleza humana puede ser una persona extraña si esa
persona es creadora y divina. Así la naturaleza humana de Cristo existe en el
«Yo» del Logos, en cuya personalidad ha sido asumida.
En Occidente, Boecio (v.) daba también una definición esclarecedora de
la persona: «rationalis naturae individua substantia» (sustancia individual de
naturaleza racional). Cuando el Conc. de Constantinopla (a. 553) define que la
unión de la divinidad y de la humanidad en Cristo es estrictamente hipostática
(Denz.Sch. 429-430), los conceptos están definitivamente claros.

8. Consecuencias de la unión hipostática. Vamos ahora a ocuparnos de


algunas consecuencias que derivan de la realidad del ser Cristo una persona
(divina) en dos naturalezas (divina y humana), y que se refieren al orden de su
operación, etc.:Dualidad de operaciones y de voluntades en Cristo. Frente, a la
postura del monotelismo (v.) para el que en Cristo se daba una sola operación
y voluntad divinas, el Conc. de Letrán del a. 649 (Denz.Sch. 510-517; v.) afirma
la doble operación y voluntad en Cristo, aunque en perfecta armonía. Esta
enseñanza, que recoge la consistencia total a la humanidad de Cristo, tiene
una gran dimensión soteriológica (v. REDENCiÓN). Si Cristo no pudo cumplir la
voluntad del Padre con actos de voluntad verdaderamente humanos, no pudo
obedecer a su Padre, merecer nuestra salvación: caería por tierra el dogma de
nuestra redención.
Adorabilidad de la humanidad de Cristo. Pertenece esta afirmación a la fe
común vivida y enseñada por la Iglesia. La adoración se dirige a la persona, y a
ella está unida la humanidad hipostáticamente. S. Cirilo lo explica así: «No
diremos que adoramos al hombre al mismo tiempo que al Verbo, a fin de no
introducir la idea de división al decir `al mismo tiempo'; decimos que adoramos
uno solo y mismo ser, porque este cuerpo no es extraño al Verbo, con el cual
Él se sienta ahora a la derecha del Padre» (Epist. IV ad Nest.: PG 77,48). Igual
doctrina encontramos en el Cone. 11 de Constantinopla (Denz.Sch. 431).
La comunicación de idiomas. Se llama «idioma» lo que pertenece como
propio a una naturaleza y se le puede atribuir al sujeto que posee esta
naturaleza. P. ej., la omnipotencia pertenece a la naturaleza divina. Es un
«idioma» del Verbo.
La unión hipostática es la unión de dos naturalezas en la persona del
Verbo Encarnado, que posee las propiedades de cada una de las naturalezas,
y, por tanto, podemos atribuirle las propiedades de la naturaleza divina y de la
humana, pero siempre que el sujeto de atribución sea la persona del Verbo y
no la naturaleza. Así podemos decir: el Hijo de Dios ha sufrido, pero no la
naturaleza divina ha sufrido;v. t.:JESUCRISTO III, 2,3.

9. Reflexión teológica. a. El modo de la unión hipostática. Declarado el


dogma, aún quedaba abierta la puerta a la reflexión. Hay una unión, pero
¿cómo, de qué modo se realiza? Es la cuestión que vamos a exponer ahora
haciendo primero referencia a algunas comparaciones que a veces se han
empleado, pero que deben ser usadas con mucho cuidado, pues se prestan a
unas interpretaciones extrinsecistas.
Comparación con el vestido. Está tomada de un texto de S. Pablo (Philp
2,7), pero dándole un sentido distinto. Dios, se dice, es inmutable. No puede,
por tanto, asumir nada nuevo que cambie su ser. Así el Verbo posee su
humanidad como un hombre su vestido. Por ello el hombre no se hace
«vestido», sino que se viste solamente. De igual manera, Dios se viste de la
humanidad, pero en realidad, no se hace hombre. A esta teoría se presenta la
objeción de extrinsecismo y que, de tomarla como auténtica explicación, no
habría verdadera E., porque no se forma ningún nuevo ser, sino sólo un
revestimiento, y Cristo no se llamaría hombre por serlo, sino por estar revestido
de la humanidad. Esta teoría fue condenada por Alejandro III en 1177
(Denz.Sch. 750).
Teoría de la inhabitación. Aunque de mucha tradición bíblica, sin
embargo, es insuficiente para dar una explicación completa, el tema de la
inhabitación del Verbo en la naturaleza humana como en su templo. Tiene una
significación profunda, y ha sido utilizada por los Padres. Expresa la economía
de la presencia de Dios en la creatura, pero peca de extrinsecismo como la
anterior.
Comparación con la unión del alma y el cuerpo. Una última
comparación es la del alma y el cuerpo, también utilizada por los Padres y por
el propio símbolo «Quicurnque» (Denz.Sch. 76). Pone ciertamente de relieve la
unidad sustancial de Cristo. Así como el alma y el cuerpo forman un todo
sustancial y permanecen distintos, así el Verbo y la humanidad en la unión
hipostática, permanecen sin confusión de naturalezas formando una unidad
sustancial. Pero, aunque se haya quitado el extrinsecismo, como toda teoría
necesita de correcciones. Porque en la unión hipostática se trata de un finito
con un infinito; además el Verbo ya existía, no así el alma; y por último, en la
unión del Verbo con la humanidad no se forma una nueva sustancia.
En resumen, puede decirse que para acercarnos a la comprensión del
misterio de Cristo podemos servirnos de comparaciones, pero siempre que
seamos conscientes de que son sólo eso: comparaciones que sólo desde lejos
se acercan a la realidad. Son, pues, legítimas como comparaciones (y así las
usaron los Padres), pero si se las tomara, en cambio, como explicaciones nos
llevarían al error.
b. El constitutivo formal de la persona. Los intentos de explicación
deben venir no por la vía de comparaciones y semejanzas, sino por la de un
análisis de la verdad dogmática. Es lo que hicieron los Padres, pero sobre todo
los escolásticos. Las preguntas son dos: ¿cómo dos naturalezas distintas
pueden formar una unidad sustancial?, ¿cómo una naturaleza humana
completa puede no ser persona por sí misma sino subsistir en una Persona
divina?Antes de exponer las distintas soluciones, conviene precisar el concepto
de naturaleza y de persona. Naturaleza (v.) es todo aquello que hace que un
ser sea lo que es y se distinga de cualquier otro. Así, p. ej., por poseer Pedro y
Pablo la misma naturaleza, se dice de ellos que son hombres. Los filósofos
distinguen la naturaleza específica y la individual.
La persona (v.) es un individuo (suppositum), es decir, un ser dotado de
existencia propia e incomunicable, que además tiene inteligencia. Es, por tanto:
el ser que actúa en nombre propio; el sujeto a quien se atribuyen sus actos, y
de los cuales debe responder. Se comprende perfectamente la diferencia entre
naturaleza y persona. Mientras la naturaleza es la fuerza, la persona es la
posesión. El lenguaje popular la clarifica, cuando dice: «tal hombre es una
persona, y tiene una naturaleza».
Para explicar la cuestión que proponíamos se presentan varias soluciones:
Solución escotista. Para esta teoría la persona es algo negativo: negación de
dependencia. La persona es simplemente la no pertenencia a otro y que
además no puede pertenecer. En Dios es distinto por ser existencia absoluta e
independiente. Aplicando a Cristo esta concepción de la persona, la naturaleza
humana pierde su calidad de persona desde el momento en que pierde su
independencia. No se le priva de algo positivo, sino sólo negativo. Por eso
conserva la plenitud de su ser humano y su existencia. Cristo es una sola
persona, pero con doble existencia, la divina y la humana, puesto que el existir
no pertenece a la persona, sino a la naturaleza. Como conclusión podemos
decir que para Escoto y seguidores lo que constituye la persona de Cristo en la
doble naturaleza es la privación de la independencia de la naturaleza humana
que es sustituida por la independencia del Verbo. Punto a favor de esta teoría
es el deseo de salvaguardar la plenitud de lo humano en Cristo, y la
trascendencia de Dios. No obstante, reducir la persona a un elemento negativo
no parece estar de acuerdo con la visión que de ella tenemos, y que S. Tomás
designa como «lo más perfecto de toda la naturaleza, es decir, lo subsistente
en la naturaleza racional» (Sum. Th. 1 q29 a3). Además el nuevo resultante,
Cristo, sería el término de una negación, sin inmutación real en lo humano a
pesar de ser asumido en una relación estrechísima con lo divino.
Solución molinista. Representa una profundización de la doctrina
escotista. Entre estos teólogos se cuentan Franzelin (v.), Pesch y otros. Según
ellos el Logos asume la naturaleza humana en el sentido de que a ésta
pertenece no sólo la existencia humana, sino también, al menos virtualmente,
la personalidad humana. Virtualmente lo explican diciendo que la naturaleza
humana, desligada de la unión hipostática, podría existir y ser persona por su
propia virtud creada. La persona no es algo negativo, sino positivo, y sólo
virtualmente se distingue de la naturaleza. Nada se le quita a la naturaleza
humana. No se trata de aniquilación, sino de sublimación, un caminar hacia la
perfección máxima. Estando abierto el hombre a Dios, en esta unión se cumple
su máximo anhelo. Se trata de la última y suprema posibilidad de la naturaleza,
teniendo en cuenta que esta posibilidad la hemos de entender en sentido de
aptitud negativa.
Solución tomista. Puede resumirse así: Jesucristo es una persona; la
Persona divina del Verbo. Pero a una persona no puede corresponderle sino un
único ser. Por eso en Cristo hay un solo ser, el divino del Logos. No puede
negarse que Cristo posee una auténtica naturaleza humana, porque de lo
contrario renunciaríamos al dogma de las dos naturalezas reales. Pero en
Cristo lo humano no es llevado al acto de existir por un principio humano, sino,
de modo misterioso y sobrenatural, por la propia existencia del Logos. Así el
Verbo se hace verdaderamente hombre, tomando una naturaleza humana que
no llega a existir sino por la comunicación che su existencia divina.
Maurice de la Taille (v.). Ante la pregunta: ¿cómo es posible que una
existencia increada -sea la existencia de un ser creado, como es el cuerpo y el
alma de Cristo?, responde distinguiendo entre información y actuación. Indica
que toda información es actuación, pero no al contrario. La actuación significa
la actualización de la potencia, sin que esto implique una modificación del acto.
Así, por la E., el Logos de Dios se comunica como acto divino de ser (acto
increado) a la esencia humana para darle una existencia humana, sin que por
esto sea informada por el Verbo. Así, la naturaleza humana de Cristo es
llevada a la existencia por una actuación creada a un existir no en ella, sino en
la existencia del Logos. Conforme a esta teoría, en Cristo hay un único acto
divino de ser por el que es actuada la humanidad de Cristo en orden a la
existencia humana en la persona del Logos. Esta teoría presenta dificultades,
ya que sus presupuestos metafísicos no están claros.
En resumen, podemos decir que ninguna explicación puede dar plena
razón de la realidad de Cristo, como es lógico, tratándose de algo que nos
trasciende. Lo que podemos es juzgar de las teorías mencionadas según que
respeten mejor o peor los datos del dogma (y en esta línea, parece preferible la
tomista). Por lo demás, debe evitarse toda tentación racionalista, y advertir que
a lo que debemos aspirar no es a agotar el misterio, sino a comprenderlo un
poco más y a purificar continuamente un lenguaje que se siente inepto. En
definitiva, situar el misterio en su verdadera dimensión procurando no crear uno
nuevo para explicar el verdadero.
c. El «Yo» de Cristo. Algunos filósofos conciben la persona reduciéndola
a la conciencia (v.) que tiene de sí misma. Es un punto de vista exclusivamente
psicológico y moral. Este concepto sirve de base a muchos ensayos
protestantes actuales (el kenotismo en particular). Pero esta postura no tiene
salida, pues o se parte de la humanidad de Cristo y entonces su divinidad
queda reducida a sentirse más unida a Dios que a otro hombre, y al
desaparecer éste, como en el movimiento actual de la llamada «teología de la
muerte de Dios», lo divino en Cristo desaparece, quedando la conciencia en el
plano meramente humano; o, si se acepta la divinidad, entonces aparece el
nestorianismo, pues la unión de conciencias se queda en la ligazón de tipo
moral. Unida a esta postura está la interpretación de Philp 2,6, como un
vaciamiento total (kenosis) de su ser divino. Es decir, que Cristo no tenía
conciencia de ser Dios desde el principio, y al no tenerlo, no lo era. Sólo
progresivamente fue haciéndose Dios.
Estas teorías ignoran lo que enseñan la S. E. y la Tra dición y las
definiciones de los grandes concilios cristológicos que son la regla de nuestra
fe. Sin embargo, tales posturas han hecho surgir problemas delicados a la
reflexión teológica, p. ej., el «Yo» de Cristo, que los autores han intentado
solucionar.
En la cristología del P. Adeodato de Basly (m. 1937) hay un deseo de
insistir principalmente en la integridad de la humanidad de Cristo, en la
autonomía de la psicología humana. Tomando la expresión patrística «homo
assumptus» pasa a concluir la autonomía de la actividad humana y de su «yo»
humano ante la Trinidad. Ciertamente esta postura es una puerta abierta al
nestorianismo. Pío XII en la Enc. Sempiternus Rex (Denz.Sch. 3905) salió al
paso de ella, aunque sin querer rechazar la fórmula «homo assumptus», usada
por los PP. y que es susceptible de una recta interpretación.
¿Qué decir sobre el problema en sí? Es el mismo de la unión hipostática
trasladado a otro ámbito. Cristo aparece en el Evangelio como quien en su
psicología humana tiene conciencia de ser el Hijo de Dios. Y realmente, si la
naturaleza humana de Cristo es completa, debe poseer conciencia. Pero, ¿se
sigue de ahí que haya de tener un «yo» humano? No se puede decir que en la
E. la naturaleza humana sea consciente de sí, porque no es sujeto, ya que el
sujeto consciente es sólo la Persona del Verbo. Sin embargo, tiene conciencia
de sí en su naturaleza humana, que a su vez se siente asumida en el Verbo y
no como independiente (v. t. JESUCRISTO III, 2,3d).

10. Repercusiones prácticas de la Encarnación. Una afirmación dogmática,


sobre todo si se trata de la E. tan central en el cristianismo, no es una verdad
que se quede encerrada en su propio ámbito, ni tampoco en la comprensión
intelectual de los dogmas, sino que tiene repercusiones prácticas. Cuando la
Iglesia ha ido precisando laboriosamente a lo largo de tantos siglos la verdad
exacta sobre la divinidad real, la humanidad perfecta y la unión en la persona
del Verbo, no era sólo una verdad que repercutía únicamente en el Salvador lo
que estaba buscando. Sabía que estaba poniendo el fundamento de su propio
ser y vida y de cada uno de sus miembros, y aun el valor de las realidades
humanas.
En términos generales podemos decir que ante todo y sobre todo lo que
nos dice la E. es la cercanía e intimidad que Dios ha querido tener con
nosotros. Es la verdad mil veces reafirmada por los Padres como nexo de
unión entre cristología y soteriología. En segundo lugar, pone de manifiesto el
valor de lo humano en cuanto capaz de lo divino.
La herejía arriana lleva como consecuencia una visión naturalista de la
Iglesia y del cristiano. El nestorianismo establecía una separación profunda
entre lo humano y lo divino de la propia Iglesia y una irreducción en la vida del
cristiano; y el monofisismo una confusión entre lo divino y lo humano que
termina o en un espiritualismo (v.) evasivo o en un materialismo (v.) sin
trascendencia.
Cuando Lutero (v.), aceptando el dogma cristológico, explica el papel de
la humanidad de Cristo como una «máscara» que nos hacía más accesible la
terrible divinidad, ponía tal vez el fundamento de su concepción eclesial y
sacramentaria y el extrinsecismo de la justificación (v.). Esta línea fácilmente
llega a Bultmann (v.) y aun a la teología de la muerte de Dios. Dentro de su
concepción cristológica se explica que Dios no tome en serio lo humano, que
desaparezca la Iglesia visible y que el sacramento se reduzca a la fe. Se ha
roto el equilibrio entre lo divino y lo humano. No en vano Cristo es el centro del
cristianismo y una explicación falsa de su realidad personal tiene que redundar
en el resto de los dogmas, y aun en la moral y vida cristiana.
El «perfectus Deus, perfectus homo» del símbolo «Quicumque» tiene
como inmediata consecuencia en la Iglesia, su constitución divino-humana, no
como dos aspectos totalmente independientes, sino compenetrados, de modo
que lo visible sea la manifestación de lo divino, y que sea a través de ella como
lleguemos a Cristo. Igualmente se da esta compenetración en el sacramento:
elemento visible y don de gracia están en estrecha ligazón.
Capítulo aparte por su repercusión en nuestra vida merecen las
consecuencias de la E. para el cristiano. La E. era un momento que formaba
una unidad con la muerte y resurrección. De aquí que la ascesis cristiana ha de
vivir de los tres: valor de lo humano trascendido en Dios, muerte al pecado y
sus consecuencias para llevar una nueva vida en «carne» resucitada.
La asunción de lo humano por el Verbo nos orienta en una visión positiva
de la ascesis. No se trata de matar al hombre para que resplandezca lo divino,
sino de asumirlo quitando el pecado (aspecto de crucifixión) pero en orden a
que la unión sea más perfecta. No es lo humano lo que choca con lo divino,
sino el aspecto pecaminoso en que nace el hombre y que acepta por su
pecado. Una lucha ascética en claro sentido de E. desarrolla la personalidad
del hombre en todos sus aspectos. Todas las ascéticas cátaras (v.): valdenses
(v.), albigenses (v.), etc., que comenzaron por una tendencia espiritualista, pero
despreciando lo humano, terminaron con las más tremendas aberraciones, en
un naturalismo (v.) que podríamos denominar pagano.
Tampoco las realidades terrenas se escapan a este enfoque. No en vano
«por É1 fueron creadas todas las cosas... y para Él... Y quiso también por
medio de Él reconciliar todas las cosas» (Col 1,15-20). Hoy día se habla de la
«desacralización de lo sacro», pero más bien de acuerdo con esta visión
paulina, habría que decir «sacralización de lo profano», o mejor,
«cristofinalización» de las cosas creadas. Así como en Cristo lo humano no
deja de serlo por su unión con lo divino, por la E. tampoco lo terrestre se hizo
divino, como si se tratara de una especie de panteísmo, pero sí es verdad que
nada de cuanto hay en la tierra se escapa a su influencia y es susceptible de
una orientación hacia Él. Autonomía de las realidades terrestres y abertura a lo
divino es la gran lección de la E. a cuantos se encuentran con su trabajo diario,
metido por su ser de hombre en un compromiso con el mundo.

M. PONCE CUÉLLAR.

BIBL.: A. MICHEL, Incarnation, en DTC VII,1463-1507; ID, Hypostase et


Hypostatique, en DTC VII,369-568; S. TOMÁS, Sum. Th. 3 ql-2; M. SCHMAUS,
Teología dogmática, III, 2 ed. Madrid 1962, 117-183 y 209-292; K. ADAM, El
Cristo de nuestra fe, Barcelona 1958, 78-105, 268-375; C. CHOPIN, Le Verbe
Incarné et Rédempteur, Tournai 1963, 37-101; A. M. HENRY, Iniciación
teológica, II, Barcelona 1958, 17-102; B. M. XIBERTA, Un conflicto entre dos
cristologías, Barcelona 1954; ÍD, Tractatus de Verbo Incarnato, Madrid 1954; J.
LIEBAERT, L'Incarnation, I, París 1966; P. GALTIER, L'unité du Christ, París
1939; P. PARENTE, L'Io di Cristo, 2 ed, Brescia 1955; F. MALMBERG,
Encarnación, en Conceptos fundamentales de teología, Madrid 1966. 480-489.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991

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