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Prólogo
La Crónica en Colombia:
Medio Siglo de Oro
La denominación de crónica se origina en el vocablo latino chronîcus, que significa
aquello “que sigue el orden del tiempo”, pues en los antiguos tratados de Retórica se
suponía que el propósito de esta forma de escritura consistía en el registro de la sucesión
temporal de los hechos. Y durante siglos, en efecto, viajeros e historiadores registraron
los acontecimientos en un género de escritura que conservó el nombre de crónica, a
pesar de la gran variedad estilística, porque predominaba la narración lineal en el tiempo.
En el periodismo moderno se ha mantenido el nombre de crónica —aunque sin la
exigencia cronológica—, para referirse a formas de escritura que van desde el artículo
de opinión a la columna personal. Al evolucionar, el género perdió su raíz para adquirir
múltiples expresiones.
En Colombia, la crónica declaró su independencia formal y temática desde
comienzos de siglo. Como podrá apreciarse en las 124 crónicas de 40 autores
compilados, el cronista colombiano, aunque no abandonó la referencia al suceso de
actualidad, se ocupó también, inmotamente, de temas intemporales y de interés
universal.
Cuando el cronista cuenta con su columna personal, la crónica se convierte en una
especie de cuaderno de bitácora, que le permite tomar el pulso a la actualidad en medio
del tráfago de la información, para expresarla desde su punto de vista independiente y
original, con una actitud comprometida ante la sociedad.
Pero además la crónica, en su estructura de columna, se convierte en un espacio
autobiográfico, donde el autor narra los pequeños o grandes eventos que lo conmueven,
la situación cómica o dramática que puede compartir con el lector. Con una filosofía de
andar por casa opina sobre los temas más diversos de la vida cotidiana y de la condición
humana, y se enfrenta a esta escritura gozando de todas las licencias creativas, con el
único afán de cautivar a los lectores y de refrendar un pacto de fidelidad. La crónica,
territorio sin fronteras, se convierte así en uno de los géneros de experimentación más
fascinantes que existen en el periodismo literario para explorar lo personal y lo universal;
para escribir la historia con mayúsculas y la historia con minúsculas.
Producir artículos es como producir literatura todos los días, y así lo entendió el gran
maestro de la crónica Luis Tejada. En una entrevista que le concedió al Curioso
Impertinente —Diego Mejía—1, a propósito de la aparición del “Libro de crónicas” (1924),
Tejada expresó: “Para mí cada crónica debería ser un libro. La crónica que escribo cada
día la concibo primero como tema para un libro entero. Empiezo entonces el proceso de
eliminación y de selección hasta que llego a la media columna o menos, que es lo que
escribo a diario en el periódico. Pero en cada crónica hay materia para un libro. ¡Si todos
ellos pudieran escribirse!”. Además, confesó que con la publicación de ese libro sólo
quería ganar lo suficiente para quedarse en casa siquiera dos meses acostado, fumando
pipa y conversando con su mujer.
Por su parte, Armando Solano, colega de Tejada, dejó este revelador testimonio
sobre su oficio de cronista en el prólogo del Glosario sencillo (1925): “No me gusta oírme
llamar cronista cuando alguien alude al Glosario sencillo. Sé perfectamente que no todos
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poseen la noción santafereña del cronista, es decir, la de un muchacho sucio y flaco, con
las botas agujereadas que copia en las esquinas carteles fúnebres [...] Me parece que el
ideal del cronista debería ser divertir un instante al lector sin hacerlo pensar. Claro es
que me equivoco. Y mi ambición es obligar a los lectores a meditar, aunque brevemente.
No siempre en los grandes problemas mundiales, ni siquiera en los temas que inquietan
al hombre como tal, sino en el detalle fugaz que evoco[...] Bordar con paciencia y con
cierta pulcritud consideraciones algo profundas, al margen de sucesos triviales, tal es mi
aspiración. Si la hubiera conseguido, no escribiría”.
El maestro Carrasquilla definió en pocas y lúcidas líneas el carácter de la crónica en
la primera entrega de la serie Discos cortos, publicada en el semanario “El Bateo” de
Medellín, en noviembre de 1922:
“Esta literatura de periodismo que llaman crónica, sin serlo, no es tan fácil de farfullar
como parece. Prescriben los maestros en el arte que el tal escrito ha de ser corto al
parque animado y decidor, prescriben que no ahonde en el asunto; que no se meta
demasiado en gravedades ideológicas; que al concepto e idea no se le dé solemnidad;
que la forma sea elegante sin floreros y llana sin ramplonerías; que todo esté a los
alcances del iletrado y al gusto del entendido. Pretenden, en suma, que ello resulte algo
así como un juguete sin mecánica compleja, cual joya que no sea abalorio ni pedrería.
Total: una gentileza entre veras y chanzas.
“En verdad que estos preceptos son harto hermosos. Bastara su hermosura el
prescribir, por su espíritu, la pedantería hórrida, la erudición pesetera y las retóricas de
escuela; bastara el proclamar, como proclama, la espontaneidad y sencillez, factores
eficaces del arte. Sólo que el ajustarse a esta norma de verdadera selección apenas si
le es dado a uno que otro mortal. En efecto, hacer en pocas líneas algo significativo y
alto; elaborar como en el aire por las solas inspiraciones del buen gusto y de la discreción
es labor para ingenios peregrinos[...]”.
Años después, Álvaro Cepeda Samudio, propuso esta definición metafórica del
cronista dedicado a la columna: “Un columnista es, en primer término, un animal que,
como las focas del circo, tiene que salir diariamente al redondel a hacer su número. Pero,
a diferencia de las focas que siempre hacen las mismas payasadas, el columnista tiene
que hacerlas cada día diferentes”.
Y así los grandes cronistas reunidos en esta antología reflexionan sobre su propio
oficio y dan claves para definir e interpretar la naturaleza de este género caprichoso y
resbaladizo, que para no caer en clasificaciones mezquinas con el periodismo o con la
literatura, se puede considerar sencillamente como una expresión del periodismo literario
o de la literatura periodística.
Conviene aclarar que esta acepción de crónica —entendida como un artículo que
combina los estilos narrativo y ensayístico—, difiere de la crónica informativa, propia de
los géneros periodísticos, según la clasificación norteamericana dominante en nuestro
medio. Aunque pueden compartir algunos procedimientos y recursos narrativos, como el
recuento cronológico de los hechos, el punto de vista subjetivo, el enfoque original y la
libertad expresiva, la crónica informativa se justifica por la actualidad, mientras la crónica
que nos ocupa puede desentenderse de lo temporal.
El género de la crónica, concebido como un acto de diaria o de frecuente inspiración,
que suele alojarse en el espacio reservado de la columna personal de algún medio
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impreso, que refleja la personalidad del escritor y su peculiar manera de ver y expresar
el mundo, ha orientado la selección de estas piezas. En últimas, el cronista compone una
obra coherente que transmite el pensamiento con sus mudanzas y contradicciones, y un
estilo también vivo y de fino acabado, que con el paso del tiempo conserva su frescura.
En este sentido nos atrevemos a hablar de la crónica clásica y presentamos una
selección ajustada a estos rasgos. Según estos criterios, consideramos que el cronista,
el articulista y el columnista responden al misterio de la Santísima Trinidad: son una sola
persona.
Una época dorada: 1910-1960
Con este libro se quiere rendir un homenaje a los grandes cronistas de la prensa
colombiana que durante más de medio siglo —entre 1910 y 1960— guiaron y deleitaron
a la opinión en los principales periódicos nacionales y de provincia. Este período histórico
abarca el surgimiento y la evolución del género de la crónica hasta alcanzar sus cumbres
expresivas con propuestas temáticas y estilísticas que no han sido superadas en las
últimas décadas, cuando el género ha perdido vigor y presencia en nuestra prensa.
Porque en general el periodismo colombiano, que en esa época dorada fue la envidia de
Hispanoamérica, dejó de ser ‘un cajoncito de la literatura”, como lo lamentó en una
ocasión Daniel Samper Pizano.
Y aunque en los últimos 25 años no han faltado excelentes y perseverantes
cronistas, como Daniel Samper y Antonio Caballero, que heredaron la vocación,
conviene tomar distancia con los contemporáneos, sobre todo porque no se ha terminado
de descubrir la tradición que los formó y porque sus obras todavía están en proceso. A
partir de la exhumación de estos textos, casi todos inéditos y olvidados en hemerotecas
y archivos de prensa, se puede comprobar la riqueza de este patrimonio cultural, clave
de nuestra historia y de nuestros imaginarios colectivos.
En cuanto a la selección, prima el criterio de lo inédito. De los numerosos autores
cuya obra periodística no ha sido jamás recogida, o desde principios de siglo no ha sido
reeditada y, por tanto, resulta igualmente desconocida para las nuevas generaciones, se
presentan muestras reveladoras. En el caso de los escritores más publicados, se trató
de buscar algún material inédito. Aún de los muy estudiados Luis Tejada y Tomás
Carrasquilla se rescataron crónicas no recogidas en sus obras completas (“El talento de
morir a tiempo” y “Reflexiones de un cronista recién casado”, de Tejada, y “Alimento”, de
Carrasquilla). La intención es presentar el estilo de crónica más característico de cada
autor y ubicar su fecha de publicación; pero en los casos en que no fue posible acceder
al original, se cita la antología de la que se tomó el texto.
Justamente la gran limitación sorteada para armar este libro fue el escaso rigor de
gran parte de las antologías de cronistas publicadas en Colombia, porque no cuentan ni
con el beneficio de un prólogo esclarecedor ni con las respectivas fechas que den pistas
al futuro investigador. Y a esto se suma la escasez de datos biográficos sobre varios
escritores reunidos. Por ello, esta propuesta editorial en la que se acompañan las
crónicas con los perfiles de sus autores pretende llenar un vacío y despertar el interés
por tantas figuras del periodismo nacional casi olvidadas.
Prosas de tono ameno y poético
En esta antología se ha procurado retomar el espíritu de la crónica cultivada por Luis
Tejada, con una prosa al mismo tiempo ligera, profunda y chispeante, capaz de captar lo
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permite la lectura acompasada de los textos con sabor castizo. Se han privilegiado las
crónicas con arranques y finales logrados, y en general, las que reúnen todas las
condiciones dramáticas del buen texto literario —tensión, giros inesperados, clímax—
que invita a ser leído en voz alta.
Con respecto a la extensión, ha sido difícil encontrar una medida común, porque si
bien el modelo de crónica responde a la brevedad del estilo elíptico, cuando no está
circunscrita al espacio limitado de una columna, se suele extender caprichosamente. De
cualquier manera, es de admirar la capacidad de los cronistas para comprimir un paisaje,
la catedral de pueblo, un discurso parlamentario o un episodio callejero en una superficie
literaria de cincuenta o cien centímetros cuadrados; o de discurrir sobre los más
metafísicos, escatológicos o terrenales asuntos en un espacio tan reducido. Valga
mencionar el proceso de descomposición de una pierna que narra con crudo
hiperrealismo Próspero Morales Pradilla.
La multiplicidad de la crónica
Dada la plasticidad del género, la estructura de la crónica goza de múltiples
posibilidades —según la forma o el tema—, tantas como las que ilustran este libro:
La clásica crónica-glosa, para comentar un hecho sea o no de actualidad. La
crónica-relato, que narra una historia de ficción o con referentes en la realidad, y en la
que se puede encontrar el relato puro o con impresiones del autor. La crónica-semblanza
o retrato, que perfila un personaje vivo o muerto con un suculento anecdotario (muy
común como nota necrológica o tarjeta de despedida). La crónica-drama, que recrea una
situación cómica o tragicómica con varios actos. La crónica-folletín, que se presenta
como serie de lances y aventuras. La crónica-parodia, que a partir del relato en clave
literaria y en tono guasón denuncia una situación real. La crónica-crítica, que convierte
los productos de la creación en el pretexto ideal para definir unos valores estéticos y
recrear la experiencia sensible. La crónica especializada, con sus modalidades más
comunes: política, parlamentaria, judicial, social y deportiva. La crónica autobiográfica,
en la que el cronista narra fragmentos de su vida y declara su credo personal, o se vuelve
personaje dramático de la historia. La crónica-comprimido, o en forma aforística,
epigramática o de greguería. La crónica en verso, generalmente en verso cómico, para
denunciar situaciones paradójicas. La crónica-epístola, o carta abierta y en tono íntimo
en la que el cronista comparte con el lector sus reflexiones y experiencias personales
(también propia del consultorio sentimental). Y la crónica-diccionario, una especie de
juguete filológico para definir las palabras con una lógica diferente a la de los diccionarios
y generalmente con intención satírica.
Y así como Tejada escribía cada crónica como si fuera un libro, las novelas y cuentos
de varios autores aquí reunidos —Álvaro Cepeda Samudio, Gabriel García Márquez,
Héctor Rojas Herazo, Eduardo Caballero Calderón, Próspero Morales Pradilla, entre
otros— alojan personajes y situaciones ya narradas en sus columnas. Lo que demuestra
que no hay aduanas entre estos géneros fronterizos.
Un laboratorio para el estilo
Todos y cada uno de los cuarenta cronistas que conforman esta antología parecían
convencidos del aporte que podía hacer el periodismo moderno para aligerar la pesadez
del comentario de opinión decimonónico. Por ello, desde que en los periódicos se
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el pavor al dentista o al avión, los suicidas del Salto del Tequendama, el absurdo de las
leyes y la misma falta de tema... Hasta el tropical aguacate inspiró sus respectivas glosas
a José Gers, Klim, Germán Arciniegas y Adel López Gómez. Y el evanescente humo del
tabaco fue materia de divagación para don Tomás Carrasquilla y Luis Tejada.
En esta antología se recoge una primera oda a las medias de seda de Tic Tac, y la
segunda versión que años después hizo Rafael Arango Villegas del delicado tema. Las
vicisitudes del amor no podían faltar en estas crónicas. Primero Tejada escribió que “el
amor es como un dolor de muelas” y luego García Márquez lo comparó con “una
enfermedad del hígado tan contagiosa como el suicidio”.
Ha sido recurso frecuente entre los cronistas de todas las épocas buscar tema en
los cables y los teletipos de agencia para combatir el síndrome de la mente en blanco.
Desde principios de siglo los cronistas tomaban en préstamo las noticias más insólitas
para salir del apuro, y éste terminó por convertirse en un recurso nada despreciable,
incluso para escritores de imaginación desbordante como el joven García Márquez, que
resolvía muchas de sus Jirafas con las noticias más insólitas de las agencias
internacionales, como la fantástica pieza de “La sirena escamada” que reproducimos
aquí.
Y la falta de tema, paradójicamente, ha inspirado numerosísimas columnas; de la
misma angustia los cronistas drenan finalmente su columna. Excepto Armando Solano,
que en un Glosario sencillo manifiesta su extrañeza por la falta de tema que padecen sus
colegas. Según él, la escasez de cuestiones exteriores y objetivas, “será suplida
ventajosamente por el asunto íntimo, personal, por la subjetividad palpitante que suele
interesar a los lectores de modo prodigioso. Y aquí sí que se amplía, en horizontes
inabarcables, el terreno de lo accesible para los que tengan la obligación o el gusto de
escribir cotidianamente”3.
En cuanto a los temas mayúsculos de política nacional e internacional, son
abordados por los cronistas desde el punto de vista más doméstico y comprensible para
los lectores comunes y molientes. Y sus apreciaciones no pierden vigencia porque
mutatis mutandis la historia se repite, en especial con la clase política, que siempre
comete las mismas picardías.
Se podría decir pues que hay dos vertientes temáticas de la crónica: una que
corresponde a los asuntos de la esfera cotidiana e íntima, y otra a los asuntos de la
esfera pública y social, generalmente coyunturales.
Los maestros antes y después de Tejada
En un intento por reconstruir la tradición de la crónica en Colombia desde principios
de siglo, con todos los riesgos que implica esta azarosa tarea, se podría afirmar que hubo
varios magisterios a comienzos del siglo: El del antioqueño Julio Vives Guerra, que se
hizo famoso con su columna de humor Volanderas y tal. El del valluno Carlos Villafañe,
Tic Tac, cronista de humor estrella de varias publicaciones nacionales. El de Clímaco
Soto Borda, que inauguró la crónica de sabor santafereño, con los rasgos del género
moderno. El del boyacense Armando Solano, que comenzó a publicar sus glosas diarias
en 1912 y sostuvo durante años el Glosario Sencillo. Y el del antioqueño Luis Tejada,
que aparece como una revelación a principios del veinte.
En esta primera “cuadrilla” de maestros famosos de principios de siglo es preciso
incluir a don Tomás Carrasquilla, no tanto por la serie de crónicas que publicó en El
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tantos que merecerían otro libro... De todas formas, los que no se han incluido es porque
no se dedicaron con mayor asiduidad a la crónica, y porque seguramente su talento se
revela mejor en géneros como el ensayo o el artículo de análisis.
Por otro lado, y sin desconocer que representan una vigorosa tradición, se han
quedado por fuera varios cronistas de la costa Caribe, por la dificultad de acceder a las
colecciones y archivos.
Saldar deudas
En este intento por reconstruir la tradición de la crónica habría que hacer algunas
consideraciones sobre la literatura periodística que ha sido editada en nuestro país.
Germán Arciniegas, con su Biblioteca de Cultura Colombiana (130 títulos) dio un primer
impulso a la crónica con la publicación de algunos títulos a mediados de los años veinte.
Daniel Samper Ortega también apoyó la difusión de la prosa periodística desde la famosa
colección que lleva su nombre, e incluso dedicó un volumen a los más destacados
cronistas con una selección de artículos en la que figuraban más de 30 periodistas
(1936). En el mismo año se publicó otro tomo antológico, “El libro de los cronistas”, de
Darío Achury Valenzuela, con una selección muy acertada de 15 autores que mantiene
su vigencia.
En el prólogo, Achury Valenzuela habla de los nuevos cronistas que dejaron atrás a
los satíricos y a los bordadores de costumbres, a los cursis y a los panfletarios. Según
él, los nuevos manejaban una prosa ligera y breve, con humor y elegancia. Entonces era
“chic” que usaran también anglicismos, galicismos y neologismos, todo importado para
darle un toque más cosmopolita a la escritura; pero pronto pasaron las modas y la crónica
se despojó de aderezos y frivolidades siguiendo el ejemplo de Tejada y Solano.
Y en el tránsito del género, la variedad del humor costumbrista conquistó a los
lectores. La Editorial Bedout, de Medellín, con la mejor voluntad cometió imperdonables
pecados de omisión: en 1962 editó la Antología del humor colombiano - Verso y prosa,
un producto editorial que conmueve por la ausencia de prólogo, de biografías y hasta de
editor.
Por último, hay que reconocer el esfuerzo realizado por Colcultura, principalmente
en los años setenta, para divulgar la literatura periodística de clásicos y contemporáneos.
La Antología de crónicas “La patria y los días” (1971), editada en dos pequeños
volúmenes, fue el último intento de aproximación a esta tradición periodística.
El acento cervantino y otras influencias
Al recuperar la tradición del articulismo colombiano, se tropieza el lector en las
mismas páginas con los grandes maestros españoles que heredaron a Fígaro (Mariano
José de Larra): Leopoldo Alas, Clarín, José Martínez Ruiz, Azorín, Ramón Gómez de la
Serna, Julio Camba, Wenceslao Fernández Flórez y Ortega y Gasset. Resuenan en
nuestra literatura periodística de principios y mediados de siglo los ecos cervantinos, y
se saborea lo mejor de la prosa castellana, porque la mayoría de nuestros cronistas se
amamantó con los clásicos españoles Pérez Galdós, Pío Baroja, Valle Inclán, Unamuno
y Pereda. Y, por supuesto, eran lectores devotos de la literatura del Siglo de Oro y
recitaban a Quevedo y al Arcipreste de Hita en momentos de exaltación.
También se percibe la influencia francesa, que a su vez contagiaba a los ibéricos.
Quizá el autor más citado sea Anatole France, que influyó enormemente en la obra de
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crónicas.
Casi todos pertenecieron a las generaciones del Centenario y de los Nuevos.
Representaron una cultura humanista, con gran rigor intelectual, curiosidad por el mundo
circundante, compromiso político y sensibilidad estética. Como hombres del
Renacimiento se sumergían en las corrientes del saber y escribían sobre innumerables
temas de interés; eran la clase ilustrada de un país que apenas salía de su aislamiento
cultural. A través de sus escritos es posible conocer la sensibilidad de distintas épocas y
comprender mejor el presente. Además, se alcanza a apreciar la riqueza cultural que
ofrecen las distintas regiones del país retratadas por sus cronistas más devotos, sin caer
en provincianismos, porque si bien cantaban emocionados a su terruño, tenían un
sentido universal de la literatura y del periodismo y una asombrosa habilidad para trazar
el contexto y establecer analogías entre los hechos locales e internacionales.
Muchos se hicieron famosos con sus seudónimos. Los hubo que tenían tantos
seudónimos como José Velásquez García: Julio Vives Guerra, Fray Cepillo, Luis de
Obando, Juan Ruiz, Conde de Casanegra, K. Odas, Andrés Botina. Ximénez (José
Joaquín Jiménez) hizo célebre su seudónimo de Rodrigo de Arce, el poeta peripatético
de los suicidas del Salto de Tequendama; y son inolvidables los de Fray-Lejón, Calibán,
Dr. Mirabel, Klim, Tic Tac, José Gers, Mario Ibero... Especialmente los de la generación
del Centenario daban su reino por un seudónimo y les dejaron a los investigadores del
futuro la difícil tarea de desenmascararlos.
Las cronistas
Escasearon las mujeres cronistas en el período que abarca este estudio, cuando las
mujeres eran vistas como bichos raros en las redacciones, lo que es apenas obvio
teniendo en cuenta el machismo reinante en el país, y que se percibe sobre todo en los
temas de las crónicas de humor, con caricaturas y estereotipos sobre el papel de la mujer
y sobre el matrimonio, que hoy provocarían estallidos de indignación.
Por ejemplo, el tema del voto femenino recalentó las mentes emasculadas de los
escritores, para quienes las sufragistas pertenecían a una especie de espantapájaros
con medias de algodón y anteojos y, para rematar, ¡solteronas! Muchos de los cronistas
de humor se empeñaban en caricaturizar a las mujeres como seres delicados con
cerebro plano y un gusto desmedido por las frivolidades.
Ni siquiera las pocas mujeres que escribían abanderaban la causa feminista. Se
dieron casos extremos, como el de Emilia Pardo Umaña, quien con los años se fue
volviendo conservadora ultramontana, pese a haber sido la primera periodista en
Colombia que entró a las redacciones fumando, hablando a gritos y pisando fuerte. En
1953, un año antes de su muerte, se ventiló un debate en las páginas del suplemento
literario de El Tiempo sobre el voto femenino. Curiosamente, entre las mujeres
descontentas con los nuevos derechos figuró Emilia, que tituló su protesta, “No más
derechos innecesarios” (1953), en la que esta soltera impenitente sólo admitía la
igualdad de las mujeres en los países civilizados, no en el suyo, y se preguntaba para
qué querían responsabilidades en la cosa pública si ya tenían la gran responsabilidad de
ser madres.
En cuanto a Doña Sofía Ospina de Navarro, sentó su limitado y humilde credo de
cronista en uno de sus “cortos y sencillos parrafitos”, como los llamaba ella, que utilizaba
para complementar las lecciones de cocina. A propósito de la falta de tema, reconoce
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que a las colaboradoras femeninas les quedaba más difícil que a los masculinos, porque
debían desechar muchos temas que les rondaban en la cabeza como si fueran malos
pensamientos. Así expresaba estos apuros: “A los hombres les resulta muy fácil llenar
una columna diaria, pues, aun los no científicos o intelectuales distinguidos, encuentran
material: en un párrafo hablan de los cambios de la Iglesia y las encíclicas papales... en
otro insultan a cualquier político que no sea harina de su propio costal... en el de más
allá acomodan algo de sociedad o de arte, con sus ribetes de sexualidad... y todavía les
queda derecho a criticar premios literarios, a intervenir a control remoto en los actos del
Gobierno y hasta a aliñar sus escritos con palabras de doble faz. No ocurre lo mismo a
quienes portamos el comprometedor diploma de damas pudorosas [...] Tenemos que
salir del paso con apuntes costumbristas, o dar consejitos caseros, que no acreditan
intelectualmente, pero tampoco proporcionan molestias a nadie”4.
Por el contrario, la novelista antioqueña Rocío Vélez de Piedrahíta, que comenzó a
publicar sus crónicas en los años cincuenta en El Espectador, no se vio constreñida en
materia de temas. Sus crónicas de delicioso estilo costumbrista giraron en torno a
multitud de asuntos sagrados y profanos, a los que aplicaba la lógica implacable del ama
de casa. Mantuvo estas colaboraciones (recogidas en dos volúmenes titulados “Aquí
entre nos”), hasta principios de los setenta. Y cuarenta años después de sus primeras
crónicas, mantiene una columna quincenal en El Espectador sobre la realidad nacional,
pura y dura.
El pacto con los lectores
La crónica en Colombia tuvo su época dorada en esa primera mitad del siglo, cuando
el público pedía a sus cronistas el comentario ligero, agudo y ameno que lo hiciera
meditar por un momento sobre los vertiginosos cambios que se estaban produciendo en
la sociedad; de ahí que estos cronistas fueran ávidamente leídos y se quedaran en la
memoria de los lectores de varias generaciones. La genialidad de estos escritores de
prensa radicaba en su capacidad para comentar desde los más inesperados puntos de
vista, temas del diario acontecer o lo que se les pasara por el magín, con colaboraciones
asiduas y simultáneas en distintos periódicos y revistas. Desde entonces no se ha
repetido este fenómeno de la crónica con tantos y calificados prosistas.
Enrique Santos Montejo, Calibán, periodista de rompe y rasga que sostuvo durante
más de cuarenta años en El Tiempo su popular Danza de las horas, dejó escrito el credo
de su sacerdocio en la columna titulada “Bendita impopularidad”: “Yo no tengo esta
sección para estimular ningún movimiento pasional, ni hacer papel de demagogo ni
inclinarme ante ninguna manifestación de violencia, sino para censurar todo aquello que
afecte el bienestar común; para condenar toda manifestación de incultura y todo brote
de barbarie, para luchar contra la iniquidad; contra la intolerancia; contra la exageración;
contra los extremos. Naturalmente esto me trae la impopularidad entre los intolerantes,
los extremistas, los bárbaros, los agitadores de todos los pelajes, los izquierdistas y los
derechistas. Bendita impopularidad”5.
Calibán recibía, como el Divino Niño expuesto, romerías de gente que iban a solicitar
sus favores, y él sacaba tiempo para responderles personalmente o por carta. Logró
crear una especie de campo magnético con su columna, que atraía a los lectores, y
renovaba día a día ese pacto de fe y de credibilidad en el orientador público.
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Ese pacto de complicidad que se firma entre el cronista y el lector se ratifica en cada
entrega, y ambos terminan por compartir valores, creencias, gustos, intereses y hasta
odios y malestares. Claro está que, por tratarse de un género fugaz, a menudo se lee y
se olvida, y contra esa fragilidad de la memoria no hay celebridad que pueda luchar.
Joaquín Quijano Mantilla, con su sencillez inveterada, recuerda que una vez estaba en
el café Windsor cuando un individuo emocionado le echó los brazos al cuello y lo felicitó
por su crónica. —¿Cuál?, le preguntó él. Y el otro respondió: “No recuerdo, pero era muy
graciosa”.
Vocaciones extraviadas y penas pecuniarias
Como puede comprobarse por la trayectoria de los cronistas, casi todos tuvieron que
compaginar la literatura con el periodismo— y la mayoría de las veces con otras
profesiones liberales, incluso con oficios burocráticos, porque el periodismo entonces no
era un trabajo que permitiera una digna subsistencia. En los diarios y revistas
encontraron refugio muchos escritores que se habrían destacado en otros ámbitos de la
cultura; y también muchos grandes novelistas se extraviaron en los pasillos de la política,
sin que se hicieran señalamientos moralistas sobre la perversión de los oficios. En un
país iletrado como era el nuestro hasta hace pocas décadas, las gentes adquirían su
cultura general en la prensa y los intelectuales diaristas la brindaban con verdadera
pasión y generosidad. Así que, gracias a los medios periodísticos, esas promesas de la
literatura pudieron vivir y hasta alcanzaron su momento de gloria.
Si a estas condiciones socioculturales se suma el incipiente desarrollo de la industria
editorial, tenemos un terreno propicio para el cultivo de la literatura periodística, y para el
fortalecimiento de una tradición vigorosa, que todavía no hemos terminado de descubrir,
y que ya prácticamente se extinguió en nuestra prensa.
Aquellos periodistas eran unos románticos, que no buscaban riquezas sino ejercer
libremente el oficio de escribir. Algunos tuvieron una actividad febril, con la vida repartida
entre las sesiones del Congreso, la burocracia, la diplomacia, los diarios, los cafés y la
familia. Muchos de ellos moldearon su verbo en el parlamento, al fuego vivo de las
pasiones políticas, para luego enfriarlo en los linotipos del diario. Los que disfrutaban de
mayores privilegios, se dieron el lujo de viajar con valija diplomática y conocer diversos
países, enriqueciendo su mirada del mundo y sus referencias culturales. Otros tan sólo
alcanzaron a viajar a lomo de burro, como Arango Villegas y Luis Tejada, quienes
repitieron el famoso camino que narra Fernando González en “Viaje a pie”. Y muchos de
ellos, como el hidalgo Julio Vives Guerra, murieron sin un céntimo, escribiendo la última
crónica para pagar el recibo de la luz o el entierro de un hijo.
Algunos se apañaron como funcionarios públicos. Carlos Villafañe era más conocido
en Cali como “Don Carlos, el juez de rentas”, que como el gran cronista Tic Tac; Eduardo
Zalamea Borda —Ulises— fue oficial de las Salinas en la Guajira, experiencia que le
sirvió para escribir “Cuatro años a bordo de mí mismo”; Carrasquilla fue secretario del
juzgado del circuito de Santo Domingo y juez municipal. Hasta el muy anárquico Klim, en
su mocedad, fungió de empleado público y en su desastroso paso por esas oficinas se
aficionó a los crucigramas y pergeñó la serie sobre la vida de Fonsecón, un empleado
gris de la burocracia, publicada en el semanario “sábado”. Ximénez fue Intendente del
Amazonas y como visitador nacional de la Dirección de Prisiones recorrió todo el país. Y
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pobreza a la cual perteneció. Según él, “Con dinero, no habría tenido el país esa
generación de escritores que empezó con Luis Tejada, con León de Greiff, con Lleras y
Zalamea, con José Mar y Luis Vidales, con Eduardo Caballero y Eduardo Zalamea, todos
unidos por la hermandad de la laboriosa pobreza”. Eran los Nuevos, franciscanos
lujuriosos de la pluma7.
Por todo lo anterior, en su crónica “Los periodistas y las vitaminas”, Klim da esta
lapidaria definición: “El periodista es un hombre que tiene que trasnochar todas las
noches para poder comer todos los días”.
Noches de bohemia
Hablar de periodistas bohemios en los años dorados que estamos retratando es un
pleonasmo. Casi todos buscaban en los cafés el líquido carburante para encender su
imaginación creadora y así lo confirman, en multitud de crónicas, las constantes
alusiones a esas noches de ebriedad y de inspiración. Abundan las remembranzas de
los cafés de la capital como el Windsor, a donde religiosamente acudían los Nuevos; el
Asturias, La Gata Golosa, el Café Victoria, El Automático... Y en el café de La Gran Vía
salió con su tiro más macabro el caricaturista Rendón.
Los bardos de la Gruta Simbólica se reunían en una casucha suburbana de Bogotá,
donde remojaban sus versificadoras lenguas con chicha, mientras jugaban cartas,
organizaban concursos florales privados y festivales exóticos. En ese báquico ambiente
reinaba Clímaco Soto Borda, merecedor del gran título de bohemio, además de sus
títulos nobiliarios. Este poeta y cronista protagonizó uno de los más sonados episodios
de su época, cuando fue acusado del rapto por una noche de una jovencita de alta
sociedad. El conocido Casimiro de la Barra no sólo se declaró inocente, sino víctima de
la joven que intentó plagiarlo a él aprovechando su estado etílico. Pasó quince días en
la cárcel, aciagos, porque la policía impidió que sus amigos le llevaran alcohol. En ese
“delirium tremens” escribió esta inolvidable décima sobre el proceso: “Sólo pienso en lo
sabroso que es el cuerpo del delito”.
Los Panidas, entre ellos el príncipe de la bohemia, Tartarín Moreyra, se regodeaban
con café en las mañanas y anisado en las noches, para robustecer de paso las rentas
departamentales de Antioquia... Los famosos Trece Panidas armaban la tertulia literaria
en el café El Globo, al lado de las oficinas de El Espectador de Medellín, y allí, entre
partidas de ajedrez interminables, definían los temas de la revista y maquinaban sus
extravagancias. Y los del Grupo de Barranquilla, con su guía literario, Ramón Vinyes —
el sabio catalán— se reunían especialmente en La Cueva, una antigua tienda de barrio.
En un artículo titulado “Nuestra bohemia ha sido crápula” (1925), Alberto Lleras
Camargo añora las auténticas tertulias literarias de los cafés estilo parisino y lamenta
que en Bogotá no hubiera surgido una memorable tradición de tertulianos. Llega a afirmar
que una de las causas de la mediocridad intelectual se debía a esa falta de comunión
espiritual de café y de camaradería, y concluye que a la bohemia bogotana le faltó
elegancia: “Nuestra bohemia ha sido plebeya, ruda, brutal. Ha sido crápula. No ha habido
inteligencia ni ingenio en ella, salvo en dos o tres ocasiones. “La Gruta Simbólica”, que
pasó por ser un aquelarre sádico, no fue más que una tendencia a establecer un
Montmartre entre nosotros...”
En esta andanada nostálgica, subraya el feroz contraste entre los dos tipos de
bohemia bogotana y parisién: “[...] Entre nosotros no hay ese ambiente. Las juergas son
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brutales, acaban siempre en golpes, no se dice una sola frase ática en toda una noche,
y generalmente se amanece entre una doble fila de policías. Nuestros borrachos siempre
disienten con los policías. Los literatos son desdeñados por los hombres de los cafés. Se
sonríen de las alas de los sombreros inverosímiles, se ríen de sus manos finas, de sus
debilidades físicas. Y el animador del café, no existe, porque no anima a nadie. Los
dueños de los cafés son burgueses austeros, que no permiten un escándalo rimado. Un
discurso en que se incite a todos los hombres a cometer una bella locura, en que se
explique que una nueva teoría estética, sufre un gran fracaso. Somos hostiles,
aislantes”8. Sin embargo, en una crónica que aquí se reproduce, “Los cafés que murieron
el 9 de abril”, Hernando Téllez reconstruye esa tradición romántica de los cafés de
Bogotá: “El 9 de abril de 1948, que cambió tantas cosas en la historia, sepultó también
la etapa romántica y nostálgica de medio siglo de los cafés bogotanos tradicionales, con
sus amables y cultas tertulias, trascendentales e intrascendentes, intelectuales y
bohemias. Con el Café Asturias murió medio siglo del clásico café bogotano que se añora
como perdido y ya jamás recuperable”.
Tránsito de las hemerotecas a la bibliotecas
Este puñado de crónicas, una muestra de lo que puede hallarse en pacientes
búsquedas de las colecciones de periódicos, pretende convencer al lector de la
necesidad de rescatar urgentemente todas estas figuras del periodismo colombiano,
antes de que el comején y las polillas arruinen los pocos materiales que se conservan.
La publicación de nuevas antologías y biografías de periodistas permitiría el feliz tránsito
de estas páginas amarillentas, de las hemerotecas a las bibliotecas, como aspiraba
Alfonso Fuenmayor.
Lo cierto es que por estas crónicas se filtró la sensibilidad de distintas generaciones;
siguiendo sus trazos es posible estudiar la tan en boga Historia de las Mentalidades.
Cuando se escriba la historia de la literatura colombiana se tendrá que dar gran
importancia al periodismo literario, porque documenta vivamente sobre las corrientes de
opinión pública que produjeron los pequeños y grandes eventos y los cambios
generacionales de costumbres, valores y comportamientos de nuestra sociedad.
El antioqueño Emiro Kastos (Juan de Dios Restrepo) dijo que “las hojas periódicas
son la tumba del pensamiento”, pero nada más entretenido que visitar este camposanto
y sostener un estimulante diálogo con sus autores q.e.p.d. Se invita, pues, al lector a
deleitarse con estos textos que, como las caricias furtivas, dejan vivo el deseo del
siguiente encuentro. Aunque la mayoría de los autores ya están muertos, hay
sobrevivientes que siguen en la faena de la escritura periodística, como Germán
Arciniegas, Héctor Rojas Herazo, García Márquez, Antonio Panesso Robledo y Rocío
Vélez de Piedrahíta. Eduardo Caballero Calderón (Swan) sentía ante los prólogos el
fastidio de quien tiene que saltar una tapia para llegar al huerto. Pido excusas por la
incomodidad, no sin antes agradecer a las personas que colaboraron en la realización
de esta antología: el personal de la Sala de Prensa de la Universidad de Antioquia, los
responsables de la Sala Antioquia de la Biblioteca Pública Piloto —en especial Miguel
Escobar, un gran editor de la prensa literaria; a los auxiliares que me han colaborado con
el proyecto, sobre todo a Doris Elena Álzate, que también terminó enamorada de estos
maestros, y a la facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia, que me ha
permitido desarrollar esta investigación.
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CASCABELES
“Con el viento no se oye”
(Ecos de la Montaña)
Erase un niño, rubio como una espiga; y érase un indiecito, negro como el carbón.
El primero primoroso como los ricos. El otro, el indiecito, no menos primoroso, por más
desarrapado que estuviera. Era una entente cordiale y un caso práctico de etnología
comparada. El uno de un ancestralismo azul de leche y miel, y el indio con el fierro
candente de sangre y exterminios eternos.
El efebo rubio era de los privilegiados que empiezan en piñatas de juguetes, de
bombones, y que acaban ¡misterio! por darse la gran bomba y hacernos a todos juguetes
de sus sugerencias, de sus ministerios, de sus legaciones. No hablemos de política.
¡El pobrecito indio era de aquellos tunjos que empiezan por tunjos y acaban de
ministros, “era un pobre vencido, camarada y hermano de los que hacen la marcha
fatigados los pies” ... uno de aquellos a quienes nuestros multimillonarios en papel
deprimido, nuestros burgueses recién trepados a la alfombra, la reseda y la seda, y
nuestra aristocracia de nuevo cuño y de troquel investigable, suelen llamar con cierta
gracia despectiva los chinos de la calle!...
Pues yo pasaba ayer por la calle de los chinos sin sentirme en Pekín ni en Panamá.
Escenario y película. Mis dos chicos eran las dos razas que chocan. Un efebillo de
cabellos de tamo, ojos de vidrio, orejas de abanico y manos tibias de abadesa. Un
producto químico de la femenil raza blanca. Enclenque, anémico y dispéptico ya. Un hijo
legítimo del medio. Alma de almíbar. Cuerpecito envuelto en holandas, lleno de té, de
galletas transparentes, de lamedores y de frutas cristalizadas. Era el hijo único del
matrimonio joven, casi sin hijos, que tiene en esa calle su palacio deslumbrador,
moderno, que da los martes un recibo, los jueves un five o’clock y el domingo se arrastra
perezosamente en su automóvil hasta su avant scene del Colón. Es un chico que acabará
en champion de todos los sports, con las narices aplastadas y liquidado por el poker. Un
degeneradito encantador.
El otro, el camarada, era un indio fatuto, rechoncho, verde, con las narices como
una silla chocontana, las orejas como totumas timanejas y la jeta como una enjalma. Un
ejemplar elocuentísimo, digno descendiente del Padre Nemequene, y que, si no era
precisamente un Borbón, un Hohens o Ilern, un Orleans ni un Saboyá, si no nos
descubren, pudo haber resultado todo un príncipe de Teusquillo, un Tilmaquín muisca, y
hasta un Zaque de Runta. Hoy de Runta no saca nada, vive en un zaque de aguardiente
anetolizado y es, el hijo de la carbonera de la esquina. Cinco siglos de diferencia. Un
pequeño marqués de Bradomín y un guajiro en salmuera.
Oiga, la de los cabellos castaños y los ojos de mar, aguarda tras de los visillos de
Bruselas del balcón, a su esposo, el banquero joven que acaba de reventarlo todo con
sus triques —en inglés trusts— de los consumos y de la carne humana hecha chorizos.
Y suspira por su pobre París...
La niña Punucena, en los bajos, la carbonera alegre, da de palos a un burro viejo,
tenorio todavía, cargado de años y de merecimientos que, sin descargar el carbón, entre
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Nada de esto soñaron los que adelantaban nuestra Santafé religiosa, y demarcaban
esas calles y esos callejones tortuosos, apretados, sombríos y tenebrosos como
cantados por Zorrilla. Tenían estrechez de miras y de calles. Nuestros centros nerviosos
son puros varienetos, como escapador de la ciudad ciega de Granada. Nuestra tan
espantable calle real, por ejemplo, no tiene de real ni los tres cuartillos. Un atorón en
Arrancaplumas, el rendez vous de lo flamante, lo amante, lo noticioso, lo contentivo
administrativo, donde se barajan el chiste con lo serio, la bohemia rica con el pobre dólar,
donde la hermosura se sonroja ante los del corrillo y la pindonja ríe sin vergüenza con el
piropo del truhán, un atascamiento en semejante esquina, es la muerte.
Imaginaos. Un tranvía de mulas descarrilado, tres detrás atascados; dos eléctricos,
uno que va y otro que viene. Un coche parado, dos autos en un grito... un trasteo, una
silla de mano con su respectivo viejo barbudo; el carro-eminencia de la energía eléctrica;
un acreedor a la bayoneta, otro en lontananza; un cura a quien hay que darle la acera,
por aquello del concordato, una gran dama e hijas idem idem... el doctor Pacheco; el
General Tarascón. Otro acreedor fuerte del sexo débil; dos pereques de horca y cuchillo,
y por último, señor mío Jesucristo!... la novia! el horror de la novia! Va con suegra, y todo
una vieja madre. ... En fin, que por la estrechez de nuestras pobres calles, de ribete llenas
de postes y de obstáculos, de asfaltados que más bien parecen emboladas de a peso,
cuando se aglomera la gente, como en Semana Santa, vamos como sardinas
atomatadas, amontonados a millares, sudando a chuzos, dándonos de codazos,
echando piches y sin saber en ese cul de sac... tal como iremos los miles de candidatos
minoristas que no vamos a caber ni en el Congreso ni siquiera en la nona. Con los que
hemos lanzado basta y esos deben salir.
Todas esas divagaciones, valga la verdad, ni conducen a nada ni le importan a usted
un comino. Pero no. Para mí conducen a refrescar a los lectores un caso doloroso,
trágico, que mana lágrimas y que pide misericordia. De Santa Bárbara a Las Cruces la
vía es tortuosa como un tahur, estrecha como el cerebro de un ministro. En uno de estos
días Santos, y tan Santos, una madre amantísima, en una tienda de esa calle, flagelaba,
daba como una bestia los cinco mil y más azotes a su hija, ternezuela niña de ocho años.
Un instante la pobre rapaza se zafa de los crueles, inicuos, inmisericordes latigazos de
la flageladora, y perseguida a golpes huye ciega y llena de espanto. Y es fatalmente ese
el momento preciso y pavoroso, el momento que crispa, en que un desatentado eléctrico
atraviesa como un relámpago. La niña, cogida entre un monstruo de carne y hueso y un
monstruo de acero, es hecha trizas, despedazada entre los rieles.
Omito comentarios acerca de esa madre, infeliz presa de su ferocidad y su cultura,
para pensar en esa adolescente muerta, víctima de las dulces caricias maternales y del
dulce y cauteloso correr de los eléctricos.
Correr, dije. El tiempo también corre y esta pluma ya va corriendo mucho. Hasta
luego, señores.
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LA PROTECCION A LA INDUSTRIA
El General Benjamín Herrera, cuya silueta se agranda sobre el frontón de la historia
colombiana al compás del galopar del tiempo, entre sus múltiples cualidades tenía la de
ser hombre de honradez que lindaba con la exageración.
Como jefe de uno de los ejércitos liberales que obraban en Santander durante la
última guerra civil, había prohibido, bajo severísimas penas, que los soldados tomaran
gallinas y otros volátiles contra la voluntad de los dueños respectivos, según lo prohibe
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COLUMNA VOLANDERAS
Monólogo arreglado a la escena antioqueña
[Una tienda casi vacía. Sentados sobre el mostrador cinco o seis señores gordos,
que fuman cigarros y cafuches. De pie, junto a un escritorio, otro señor —ya no gordo
sino de regulares carnes— perora].
—Señores:
El señor Fulano los ha convocado a ustedes, por mi digno conducto, a esta reunión,
con el plausible fin de ofrecerles un arreglo amistoso y... conveniente... y darles cuenta
del estado un poco... eso es... un poco... pues... un poco apretado de sus negocios.
(El orador, algo tinterillo él, resuella grueso, después de este tour de force oratorio.
Se conoce que le cuesta trabajo calificar de modo preciso el estado de los negocios del
cliente).
—Señores:
El Sr. Fulano es un hombre honradísimo, como lo prueba convocándolos franca y
categóricamente a este acto, do va a decidirse de su suerte. Es inteligente y buen
administrador de los negocios...
—De los de él, —interrumpe uno de los acreedores más vulnerados.
[El orador lo mira, con cierta conmiseración. Piensa que de alguna manera ha de
cobrar el otro aunque sea en interrupciones].
—Señores:
Haciendo caso omiso de la discreta interrupción del honorable caballero que me ha
precedido en el uso de la palabra, les repito a ustedes que mi cliente es un buen
administrador, como tendremos ocasión de verlo al examinar el activo y el pasivo.
¿Y a qué se debe, ¿Señores, el trance apurado en que se encuentra? ¿A qué se
debe...?
— Se debe a que no puede pagar— vuelve a interrumpir el señor de antes, chupando
desesperadamente una calilla, comparable al concursado por lo poco que se le saca.
[El orador cree del caso sonreírse, como abono a la cuenta de su cliente, y sigue]
—Señores:
Séame permitido contestar que se debe a la impaciencia de algunos de los
acreedores, quienes, no sólo le abrieron crédito, sino que pretenden que se les pague.
¡Cruel inconsecuencia!
El estado de los negocios del Sr. Fulano es a primera vista poco lisonjero; pero,
Señores, en el fondo es bastante satisfactorio, si tenemos en cuenta el porvenir. ¡Ah! ¡el
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porvenir... Grato señuelo tras el cual va la juventud insensata, tal así como esos
arroyuelos que, por entre guijas y yerbecillas silvestres, corren al abismo do se
despeñan...
[El orador, en un rapto de inspiración, cree que el tintero es un vaso de agua y se lo
vierte íntegro en la boca. Una mancha negra se le extiende por el pecho. Los acreedores
sonríen. En algo se han de cobrar, aunque sea en sonrisas).
—Señores:
¡Ah! ¡El porvenir! ¡Ciego está quien no lo vea abrillantado con mil matices verdes,
símbolo de la esperanza bancaria y comercial!
—Con verduras no nos paga— vuelve a interrumpir el señor de la calilla resistidora,
quien, por lo visto, lleva la voz bufo-cantante de la reunión. El orador continúa
impertérrito].
—Señores:
Tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen, como dice la Escritura...
—La escritura lo que dice es que ha debido pagarnos desde hace un año—
interrumpe de nuevo el señor de la calilla, jugando del vocablo. El orador se dirige a él
para explicarle.
—Señores:
Referíme a la Sagrada Escritura, do corre la luminosa frase que heme permitido
citar, y si el respetabilísimo caballero que hame interrumpido...
—Pues yo heme referido a la escritura donde consta que me deben mi plata, y creo
que el Sr. abogado hame entendido— contesta el señor de la colilla.
—Señores:
Noto con placer que el respetable caballero que hame precedido en el uso de la
palabra, tiene un espíritu asaz regocijado y dado a la gorja. Pero estos son asuntos para
tratar en el seno de la confianza, do se expande el ánimo. Lo que aquí nos trae es algo
serio, y sigo.
¿Qué es un momento de apuro en la vida de un comerciante? “Basta dirigir una
mirada al firmamento” para persuadirse, Señores, de que hay nubecillas fugaces tras las
cuales se ocultan momentáneamente las estrellas.
Vamos a dirigir, Señores, una leve mirada al activo y al pasivo de mi cliente.
El activo se compone de los estantes, tres tarros de petróleo, cinco latas de
sardinas...
—Sí, se le ve que paró los tarros y que está en la lata— interrumpe el señor de la
calilla, entre las carcajadas de los otros acreedores.
(El orador aguarda dignamente a que pase el chubasco, y luego sigue).
—Señores:
Decía, cuando tuve el honor de ser interrumpido con un rasgo de ingenio de mi
honorable colega: el activo s e compone de lo ya expresado, ítem más una pieza de
mecha amarilla de la que usan nuestros rústicos labriegos para lo llamado vulgarmente
yesquero o mechero, o sea recado de sacar candela, citado tan poéticamente por el
dulce bardo Gutiérrez González cuando dijo:
La cometa enredada en el papayo
con el recado de sacar candela,
y era la cocinera una muchacha
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VEGETARIANOS DE CAMAMA
Lo del vegetarianismo me parece una filfa, una guasa, una tomadura de pelo.
No hagan ustedes caso de los apóstoles del vegetarianismo, o como se llame el
hecho de alimentarse uno con yerba y cogollo, que es, en suma, la teoría vegetariana.
Esos propagandistas llegan al comedor de un hotel y piden vegetales á grito pelado,
no se los comen, sino que á furto, se los echan al bolsillo, y luégo van á sus casas y se
ponen redondos como cuarteleros, a fuerza de bisteques.
Todas estas sapientísimas reflexiones me las sugiere la lectura de este suelto, que
copio de una revista madrileña:
“Para conmemorar el sexto aniversario de su fundación, celebró un banquete la
Sociedad Vegetariana Española. Sólo se comieron vegetales. Hubo elocuentes brindis”.
Hasta aquí, lindo aquello; pero como el vino viene de las uvas, y las uvas, estén ó
no verdes, son vegetales, el alzón que los socios se arrimarían debió de ser digno de
Alejandro Magno, quien, aunque no vegetarianizó, se amarraba cada magna que
temblaba Macedonia.
Para cuando funden aquí una sociedad vegetariana, ya me imagino el menú del
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primer banquete:
Sopa de plátanos - Caldo de yucas - Arracachas en sopa - Caldo de papas - Plátanos
en caldo - Sopa de yucas - Caldo de arracacha- Sopa de papas etc. etc.
Así, variadito, para que los socios no se aburran, y el que se aburra es por desigente.
No se tocará piano, porque las teclas son de marfil, y el marfil es animal, sin perjuicio
de que pueda serlo el pianista.
Todo con mucha escrupulosidad, porque, ó es uno vegetariano ó no lo es.
¡Los discursos!
Aquello será de alquilar balcones:
“Señores —dirá el Presidente cuanto vegetariano, —nos hemos reunido como los
granos de una mazorca, en torno de esta mesa de pintado fino, para comernos sobre
limpio mantel de algodón, este suculento banquete preparado por una cocinera que,
magüer animal, por lo flaca puede asimilarse á una caña mecida por el viento.
¡Ah, queridos cuanto vegetarianos colegas! Ved aquí la papa, cuyo redondo vientre
semeja uno de esos astros que en las noches alumbran los cereales; contemplad esos
plátanos, que, como el caudoso huésped de Halley, son cometas del cielo vegetariano;
admirad esas yucas, pituita castísima de las gripas de Ceres; extasiáos ante ese arroz,
vía láctea de la frugalidad!...
¿Y qué es vegetariano, señores? ¡Ah! Un hombre que, después de maduras
papayas, digo, de maduras reflexiones, torna á la senda florecida en donde el verde de
la yerba, el amarillo del plátano y el morado de la arracacha, forman como los colores de
la bandera vegetariana, y... y...”.
Aquí el orador se le atraviesa en el gargüero un palo de yuca, y tose en medio de
repetidos aplausos.
¿Los vegetarianos? ¡Bah!
Por ahí anda don Ciriaco, un Tolstoy del vegetarianismo, quien siempre que me ve,
me da la gran lata catequizándome.
El otro día tópeme con él, de manos á boca, sin que pudiera yo sacarle dos lances
y salir por los pies.
—¿Qué hay? Me gritó. ¿Siempre carnívoro?
—Se hace lo que se puede, contéstele.
—Hombre, deje la carne.
—Más bien dejo el demonio.
—Nó. Le digo que deje de alimentarse de carne. No hay como el método
vegetariano. Vea cómo estoy yo.
Efectivamente, don Ciriaco usa unas sotabarbas nerónicas.
Le pregunté:
—¿Comerá usted chicharrones, mantequilla, huevos, pescados; beberá leche, en
reemplazo de la carne?
—Nada. Vegetales y sólo vegetales, como decía no recuerdo si Balaán o Hamlet.
—Debió ser la burra, que fue vegetariana por parte de madre...¿De modo que usted
se hubiera muerto de hambre, siendo Noé?
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Carlos Villafañe
(Tic Tac)
Nació en Roldanillo, Valle el 5 de abril de 1881, y murió en 1959. Autor de
inolvidables crónicas humorísticas, con el seudónimo de Tic-Tac publicó su columna
Crónicas bogotanas en numerosos periódicos, y se considera el primer cronista del
Centenario, generación que los produjo excelentes. De humor crítico y filudo, hábil en los
malabares del lenguaje, hacia los años veinte fue uno de los cronistas estrella de la
revista Cromos de Bogotá, y luego fijó sus reales en El Tiempo. Según Miguel Camacho
Perea14, “se especializó en la crónica ligera, brillante en sus apreciaciones, sagaz en
sus insinuaciones y en la interpretación de los hechos; de sutil humor en el delineamiento
caricaturesco de personalidades. Así se convirtió en uno de los periodistas más
admirados de principios de este siglo”. Incluso, guardando las distancias, puede
compararse con ese gran cronista de humor que fue el español Julio Camba.
En las tertulias bogotanas, sobre todo la de la Gruta Simbólica, derrochó su ingenio
y habilidad para el repentismo con retruécanos, calambures y chistes finos. Su faceta de
poeta siempre opacó la de periodista, como se infiere de su producción editorial, casi
toda dedicada a la poesía, y también se conoció como cronista taurino. De su obra
periodistica se han publicado cuatro títulos: Pathé Journal, De sol a sol, Memorias de un
desmemoriado y Tic-Tac, pero sólo este último fue reeditado. Otras publicaciones que
contaron con su ingenio fueron El Nuevo Tiempo y La Barra —que fundó con Clímaco
Soto Borda—, y donde se firmaba con el seudónimo de Juan Gil.
Fue secretario del presidente Marco Fidel Suárez, cónsul durante varios años en
Barcelona. Vivió y murió en Cali, y los últimos años de su vida los pasó en el Hotel Alférez
Real, donde era visitado por personalidades y políticos de los dos bandos tradicionales
que disfrutaban de su conversación.
Tic-Tac es una especie de antecesor de Klim, por su ágil sentido del humor; pero
también un León de Greiff del periodismo, por sus malabares lingüísticos. En sus escritos
hay una denuncia constante de las anormalidades e inmoralidades del poder, realizada
con agudeza y humor. Su estilo, de frase corta y zigzageante, de párrafos brevísimos,
de greguerías, está lleno de recursos, con una increíble capacidad para enlazar
imágenes con fluidez e imaginación desbordada; incluso, para acuñar neologismos de
sonoridades ultraístas. La política y el feminismo son dos de los temas que más
inspiraron al “cronista gentil” de Cromos. (Le encantaba hablar del mujerío y sus
veleidades). Alternaba la crónica y la poesía con las rutinas de funcionario público; por
ello era más conocido en Cali como “Don Carlos, el juez de rentas”, que como Tic-Tac.
UN POBRE CHORRO
Cada vez que un individuo desaparece “de una manera misteriosa” empezamos a
complicar en la danza a nuestro querido “monumento hidráulico” el Salto del
Tequendama.
No vale que el retumbante chorro sea nuestra octava maravilla, cantada por poetas
y poetisas en endecasílabos solemnes y en estancias apocalípticas, para que nos
guardemos de irrespetarlo y calumniarlo.
Antaño la pluma y la mente, el magín y los nervios de los espectadores líricos —
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& Wesson.
Es instintiva en el alma humana la fobia a los abismos. El voladero a plomo, la
hondonada silenciosa, el cauce profundo por donde el río discurre hacia la muerte; los
puentes fluviales que cruzan los torrentes y se sustentan sobre las rocas marginales; los
puentes ferroviarios de pasos marcados por los polines de la vía, todo eso nos sobrecoge
y nos conturba con sugestiones abismáticas. Un aljibe es ojo diabólico que nos
desvanece y aprisiona en los reflejos de su linfa profunda. Todo lo que baja de nuestro
nivel nos da una sensación de hundimiento y disolución en la nada. Toda tierra removida
huele a sepultura; el humo del incienso huele a elación mística, a supervivencia en lo
infinito y a prolongación en la Eternidad. La oración es un mensaje radiofónico que
lanzamos al silencio de lo impenetrable. Con la oración, respira el alma y suspira el
corazón, elevándose y extendiéndose hasta más allá del misterio. Toda pena, toda
inquietud, toda angustia se adulzuran de ilusión y se doran de esperanza con sólo que
el alma suspire el más lindo y divino verso que han escuchado las centurias y los
milenios: “Padre Nuestro que estás en los Cielos...!”.
Decíamos hace un momento que la literatura ha hecho daño al Tequendama. Antaño
era una entidad respetable, olímpica, que internaba en nuestros tímpanos todo su marcial
redoble y su milenario tableteo. Nadie se atrevía a irrespetarlo ni mucho menos a
lanzarse en su caída, y más que una maravilla geográfica era un monumento de literatura
rimbombante. Pero los versos y las prosas y los interrogantes y las admiraciones y los
puntos suspensivos lo inflaron, lo desvanecieron —como a las mujeres— y luego entró
en decadencia y los “desengañados de la vida”, los despechados del amor propio y del
ajeno, le perdieron el respeto y por encima de él y en sus “barbas” se botan cada rato
hacia la nada. Nuestra ilustre maravilla es hoy un mísero desnucadero, o, como ya se
dijo: un matadero público, con útiles y se guarda absoluta reserva.
Es necesario aislar el Salto, cercarlo y entregar las llaves contraloras a una sociedad
protectora de suicidas. Hay que decretar un impuesto prohibitivo sobre el suicidio, un
impuesto ad valorem o quitar de ahí el peligroso monumento. Una potencia extranjera
podría comprar esa caída con todos sus caballos y venderla por amperios y kilowatios
en países “más” necesitados de caídas que el nuestro. Aquí, ya nos basta y nos sobra
con la caída de dos ministros “empujadores”.
Hay que legislar sobre este delicado asunto. No es posible que el Salto continúe
siendo cómplice, auxiliador y encubridor del novelesco delito de suicidio personal e
intrasmisible. Además, el Salto mismo es un mal ejemplo objetivo y permanente, un loco
que delinque noche y día, con gran escándalo y delante de Dios y de los hombres.
El Salto no es más que un “suicida” estruendoso y espectacular que hace diez mil
años se está suicidando y que no acaba ni acabará nunca de suicidarse personalmente,
a mansalva y sobre seguro contra incendio.
Es un desequilibrado, un pobre soñador de imposibles que está “cayendo” hace
marras y “aun todavía” no acaba de “caer”.
Algo así como un Ministro del actual Gabinete Ejecutivo.
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EL PAIS UNICO
Indiscutiblemente: este es el país de lo hiperbólico y de lo desmigante.
Somos un país vicevérsico, paradójico y estupefaciente.
Pero más que todo eso y que todo aquello, somos un país «colectivista», gregario y
de una enorme inclinación al juntismo, al misionismo y al comisionismo.
En las oficinas de la Misión Kemerer vimos una vez, un «gráfico» muy interesante,
con el detalle y la lista de las juntas oficiales administrativas que «pululaban», y aún
pululan al derecho y al revés de los andamiajes gubernamentales. Eran 28 juntas, con
atribuciones de todos los órdenes: orden jónico, orden dórico, orden greco-romano,
orden gótico y orden público. Al pie del dicho «gráfico», había este interrogante: ¿Where
is the governement? (¿Dónde está el gobierno?) (sic).
Y va la bola y oído a la caja. Y ojo al Cristo que es el de Limpias.
El Congreso es la Junta máxima con dietas y viáticos y atribuciones para todo, basta
para “funcionar” diez años en cada bienio constitucional.
El Consejo de Ministros es otra Junta de mucha importancia, sin ser una institución
de Derecho Público.
Y siguen luego muchas, muchísimas Juntas.
Juntas preparatorias; Juntas directivas; Juntas políticas; Juntas de fábrica; Juntas
de censura para teatro; Juntas administradoras; Juntas organizadoras y Juntas
desorganizadoras (éstas son las más eficientes, las que mejor cumplen su misión
histórica); Juntas de Hacienda; Juntas de señoras para obras pías y obras pías para
señoras juntas... de Apulo.
La “práctica” de las Juntas debiera elevarse a la categoría de cosa jurídica. Son muy
“recursivas”, sobre todo, para “repartir” responsabilidades.
Las Juntas que se remuneran por la derecha, son exquisitas: una libra por barba en
cada sesión.
En nuestro ajetreo burocrático los aspirantes se valen de los impelentes para “ver
de conseguir” ser miembros de Juntas “manque” ad honorem. Algo se pesca, siquiera
sean entradas gratis a los espectáculos “censurados”.
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
tienen que vivir, no ya bien, sino mucho mejor. La Asamblea se come lo que el pueblo
se bebe. Es una pequeña diferencia, un ligero cambio de líquido por sólido, de chicha y
guarapo por whisky y por champaña ultravioleta. Mogolla por pan francés fino.
Y si la partida se agota, pues entonces vendrá un impuesto sobre otros líquidos, muy
buenos también y muy eficaces: el sulfato de soda, en agua tibia, o el permanganato de
“Zendejas” que es el brebaje más eficaz para eliminar al paciente sin hacerle daño a la
enfermedad.
Podrían también los señores Diputados, en caso necesario, decretar un impuesto
sobre todo “producto líquido” y sobre el líquido céfalo raquídeo de cada contribuyente o
contribuyenta.
El aumento es justo y justo es también que “el electorado” después de luchar en los
comicios por sus candidatos, siga luchando día y noche, por aumentarles el comicio a
los grandes y pequeños arquitectos del bienestar y progreso cundinamarqueses.
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
Tomás Carrasquilla
El “padre padrone” de la novela en Antioquia nació en Santo Domingo en 1858 y
murió en Medellín en 1940. Con su primera novela “Frutos de mi tierra” realizó el fresco
más vivo de Medellín de finales de siglo e inauguró una tradición costumbrista de
resonancia universal. Sus obras completas también abarcan el cuento, la crónica y el
ensayo literario. En este último género escribió piezas maestras como las “Homilías” —
publicadas en la revista Sábado— en las que atacaba con pasión el Modernismo y las
influencias foráneas y defendía su credo artístico basado en el criollismo literario.
A partir de 1914 colaboró en El Espectador de Medellín donde publicó gran parte de
sus artículos y crónicas (se destacan títulos como “Gris”, “Soberanía”, “Humo”, “El buen
cine” y “Escobas”). Publicó en Sábado, El casino literario, El Montañés y Alpha. Algunas
de estas colaboraciones las firmó con el seudónimo de Carlos Malaquita.
Carrasquilla se considera el gran clásico de la prosa costumbrista, con un estilo que
se nutre de las fuentes del castellano clásico y del habla regional, y de los recursos del
arte dramático. Su talento inigualable para retratar caracteres reales, emplear los
diálogos en sus registros más coloquiales, recrear cuadros de costumbres, producir
situaciones cómicas basadas en la caricatura, utilizar los giros del lenguaje más inéditos
y expresivos y manejar la ironía con las imprescindibles dosis de piedad, lo convirtieron
en el escritor más cercano al alma popular.
En esta antología se incluye su pequeña serie de Discos cortos, representativa de
la crónica en su estado más puro, aunque este género no haya sido el más frecuentado
por el maestro, y la crónica Alimento, que no había sido recogida.
DISCOS CORTOS II
Lo que llaman la “Ley Seca”, a estilo y texto yanquis, está en la mente de varios
legisladores y en el corazón de muchos colombianos.
Ignoramos si saldrá temprano o tarde o si no saldrá esta ley prohibitiva; vista de un
lado, parece un prodigio de redención; vista de otro, bien puede parecer una solemne
necedad. Prodigio, si por ella se dejan los alcoholes y se acaban los beodos; necedad,
si por ella se entregan a otras bebidas que les envenenen y les enloquezcan más que el
aguardiente de caña y la chicha de lo mismo.
Es para dudar de lo primero, es para temer de lo segundo. Veámoslo. El tal linaje
humano parece necesitar de algo que lo intoxique, bien por que se lo exija el organismo,
bien por buscar en la embriaguez olvido de pesares o mirajes de ilusión. ¿Quién se
escapa de la Quimera? Todos los pueblos, bárbaros o avanzados, han perseguido, en
todo tiempo y lugar, los “paraísos artificiales”.
Para vivir en borrachera no ha menester de tanto la descendencia de Adán y Eva;
le basta sus concupiscencias, sus fanatismos, sus vanidades, la misma lucha por el pan.
Todo esto trastorna la razón como la bebida tremebunda. Ya conocemos muchos delirios
en gentes que no la catan.
Qué con la ley se evitan crímenes de sangre y otras bestialidades? Cierto, ciertísimo.
Desde que no vengan otros licores. Y esto de matar parece muy humano y muy a sangre
fría. Dígalo si nó la historia: los partidos y las naciones se asesinan sin tomarse un jarabe
tan siquiera. Sólo que el delito está en el número: si la matanza es entre pocos hay
presidio y horca; si entre millones hay apoteósis para los que matan más.
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La Ley Seca sería la glorificación del mate, del rubicón y de la copa: a sus lícitas
delicias agregaría el encanto de lo prohibido. Sería un perpetuo domingo de elecciones.
Por desgracia no gozaremos de tanta dicha las huestes denodadas del alcohol: la
Ley Seca, aunque rija oficial y aparentemente, en cualquier parte, es un imposible físico
y moral. Para establecerla habría que tumbar instituciones, leyes sobre tributos, sobre
industrias, sobre comercio; habría que acabar con la química, con el reino vegetal y con
el agua del cielo; habría que inventar una humanidad sin sed y sin Quimera.
DISCOS CORTOS V
El rico avariento de la parábola no se me hace lo bastante. ¿Estará mal traducido el
epíteto? Debería llamarse el rico incaritativo. Un señorón que reventaba lino finísimo y
púrpura de Tiro, que a diario convidaba a otros ricos a comilonas de regodeo, no me
parece ningún roñoso.
Quiero referirme a ciertos señores de nuestras parroquias montañeras y aun de esta
Villa de la Candelaria, muy noble y muy leal; a ciertos prójimos algo más acendrados,
que el tío Grandet de Balzac y que la tía Angélica de Dumas.
El primo Cambas es personaje completamente histórico, aunque parezca fabuloso.
Desde niño consiguió platica y sus padres le dejaron sumas gordas. Vendió todos
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
sus bienes y se recogió con sus dineros a un cuartucho infeliz. No se casó ni tuvo hijos,
ni gato, ni perro, ni gallina, porque todo animal come y hace daños. No movía su capital
en negocio alguno por temor de que le robasen; no pudo ser ni aún usurero. Engañaba
el hambre con cualquier bazofia, tasada a estilo homeopático, que él mismo se preparaba
con astillas que recogía por ahí; se tapaba el cuerpo con mugres y zurcidos que lavaba
rara vez, dormía sobre una estera, sin sábanas ni cobija; no hablaba, porque le parecía
que el verbo se le iba a acabar, no tenía amigos porque algo podrían quitarle; no escupía
porque la saliva le hace falta al cristiano; no se bañaba, porque la cáscara guarda el palo;
no se sonaba demasiado, porque la moquilla también tiene su oficio.
Partía del principio de que todo lo que el cuerpo pueda guardar, dentro del arca, eso
tendrá de más; y de menos todo lo que derrocha. Su plata la legó a la tierra para que
nadie fuera a pecar con bienes que ningún trabajo le habían costado.
Pués cátame que la avaricia es la madre de todas las virtudes.
ALIMENTO
Sancho, dándose el magno atracón en las bodas consabidas, será el representante
categórico de la humana especie. Y tanto! Este injerto de ángel y de fiera, de nube y de
pantano, que anda tan campante en sus dos patas, no es, en resumen, más que una
máquina que come. En el estómago está el busilis de su vida y el secreto de sus
grandezas. El sustento fue siempre regalo de los dioses; el sustento produjo genitores y
púgiles cerebrales y héroes. A estómago que canta cabeza que se pierde. El hambre
conduce al nirvana, pero nunca al combate; y, pues al cielo se va por muchas vías, nos
cumple, por fuero de conciencia religiosa, evitar el atajo del ayuno e irnos por la carretera
de la buena mesa. Comer, en fin, es una gloria o, al menos, una mesa de la gloria.
Tan enormes cuanto flamantes filosofías se nos ocurren al ver cómo toda esta ilustre
cachaquería bogotana se entrega a las delicias de las nutriciones. Es de verles a tarde y
a mañana, de día, de noche, a toda hora de Dios, invadir las cantinas y los cafés, los
restaurantes y ventorros. Cualquiera podría suponerse, sin exceso de suspicacia, lo que
son gentes tomatragos. Lo que menos!: son gentes comecosas. Y puesto que los
agiotistas en comestibles saben que Bogotá se alimenta, se ven y se desean para
exponer en sus mostradores y vitrinas cuanto pueda apetecer al paladar sincrético del
mozo y el exclusivista del anciano. Y se salen con su propósito.
Por esos mundos del buen comer se confunden y se barajan, en arlequinesco
cosmopolitismo, la cocina italiana y la francesa, la británica y la española, con todas las
conservas y selecciones de la gastronomía extranjera, que, ya en gentiles latas, ya en
radiantes vidrios, nos importa Mercurio hasta estas alturas de Bochica.
Mas no temas ¡oh infanzona tradición santafereña! Lo moderno y lo esnobístico mal
pueden ahogarte en el Leteo. Si recelas por otros ramos, por el culinario ten confianza.
A los descendientes de Jiménez de Quesada, aún les reclama su blasonado estómago
las grosuras y excelencias de tus yantares de otros tiempos. Mira si no: por estos
aparadores fashionables, por estos trincheros modernistas campean, que es una gloria
de Dios mismo, el tamal clásico y la insigne empanada, el ave tinta en azafrán a pringues
de tomate, el cerdo en adobos oleosos, las longanizas que añoran por su extremeña
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patria; todas las filigranas monjiles del azúcar y del trigo, del maíz y del huevo, de la
mantequilla y del queso, de la canela y de la nuez, sin que falte nunca la almojábana
ingenua, delicia de nuestras abuelas . Aún se paladea, con regodeo de frailes catadores,
la mistela chapetona, alquitrada como antaño, con las yerbas olorosas de la sierra, con
claveles y malvaviscos de la papa. Su merced, el chocolate, si no añejo ni viajado ni
suspenso de las vigas, como en sus días gloriosos, aún canta la antífona del molinillo y
se eriza en sus espumas y da prestigio a la moderna jícara; aún la cerca el lujo de los
hornos se hila en su onda hirviente las solideces de Estera y se diluye las densidades de
Boitá. Santafé vive y en los paladares se apacienta y en los estómagos se dilata.
Mas no es en estos lugares a la moda donde tu reino se condensa, ¡oh! ciudad de
los cuatro siglos y de las regias golosinas! Mira: allá en la Avenida 13, no lejos de tu
templo capuchino, aledaña a una estación intrusa, han levantado unas gentes altruistas
una fábrica ingente, para que coman las criaturas. Los Nueve Estados le llamaron. No
lleva aviso ni signo que la indique: grabada está en el vientre de Colombia, con caracteres
de dicha. Hasta la Avenida trascienden sus efluvios.
No alcanzan a adulterarlos ni el polvo pesebreresco de esos suelos, trasegados día
y noche por reatas de bestias y de hombres; no alcanzan, ni el olor acre de ese ambiente,
ni los remolinos de microbios, ni el fermento de la plebe aglomerada. La emanación de
las fritanzas, los hálitos de los cocidos y esa fragancia sin segundo de la chicha ya
tomada, se destacan claros, nítidos, precisos, de aquel corear de los perfumes, como el
terceto elocuente del reclame. Hasta dantesto será ese terceto! Quien pasa por ahí, al
cacerón se cuela; que todo abismo atrae y por olfato levanta todo. Aquello es un
mercado, una feria de verbena, un enjambre alborotado del avispero humano. Y el
perfume se hace más intenso y más vertiginoso el enredar de tanta avispa, y cuajos y
corazones se regocijan en la abundancia y en el Señor que hizo la tierra. ¡Qué película!
Aquí y allá cantinejas, aquí y allá tenderetes, cocinas en donde quepan, y el santo
comistrajo hinchendo el ámbito como el soplo de un dios generoso. Setenta y tantas
maritornes fuera de pinches mandaderos, desempeñan el maremágnum de aquellos
fogones babilónicos. Las patatas, orgullo de esta tierra, se mondan por toneladas, y las
mondadoras, sentadas a la oriental, afanan su tarea con una impavidez de autómatas.
Borbotan, en tanto, las cuadrigas de calderos, vapor lanzan las filas de peroles, crepitan
las ringleras de cazuelas. Las sartenes inestables y las cacerolas rápidas se posan de
fuego en fuego, soportando las milagrosas transformaciones del hermano huevo y los
refinamientos del señor bistec, traducido al patiuá de la Sabana. Las vajillas errabundas
y los portacomidas trashumantes tintinean, de aquí para allá, de allá para acá, en el
campanear solemne de algún rito homérico. Los trinchos cortan, baten los molinillos, los
cucharones chorrean, el incienso se difunde, y la vida canta y canta la chicha y canta el
aguardiente. Lenguas estropajosas por los brebajes indígenas, musitan, junto a una
cabeza amodorrada, la querella de unos celos tormentosos o el reclamo de un amor
efímero. Las indias, con sus sombreretes descalabrados, su falda astrosa, suelta la
mantilla y embolada la alpargata, discurren por doquiera, entre el ensueño y la vigilia.
Unas van horas, las más llevan su hombre, las menos un crío en el regazo, y algunos
van con sus chiquitines harapientos, cual si fuesen cluecas espantadas por el milano,
mientras que otras, posesas de un espíritu elocuente, monologan y gesticulan
lacrimosas, dando las profecías de la chicha.
Muchachas acicaladas, de ojos rasgados y cabellos esponjosos, con caritas como
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durazno que madura el sol de tierra fría; de estas que quiebran la voz y la modulan con
las cadencias de este hablar bogotano, asisten a los cachacos de comedor en comedor
y les oyen sus requiebros con ese aire entre risueño y zahareño, que sólo dan la espuela
y la avería. Como allí no se estila la carta, las chicas echan la retahila. Y oyeras la música
y vieras los mohines!
Desde luego que los elegantes, que allí concurren cotidianamente, no van a
entreverar sus majezas en esta hampa de ruana y del jipa nada más que por probar
papas pringadas, o el ajiaco y el cachuco populares, realzados por ají hórrido. Con
seguridad que van en busca del Caldo peligroso, un caldo único, privilegio exclusivo de
tan lustre establecimiento; un bebedizo de faunos y silvanos, digno de aquel sátrapa
israelita, que a los sanos malea, da el gran pasaporte a los enfermos y a los muertos
resucita.
En este licor abracadabrante y embrujado entran unos que otros ingredientes.
Figúrate el alimentico! En él, la sustancia y los tuétanos de más de un novillo, tal vez de
algún sultán de hato; el meollo de varios cerdos; las mansedumbres enternecedoras de
diversos corderillos; y las enjundias encalabrinantes de un centenar de gallinas.
¡Cuidado, pues, con el caldo!
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PRESENTADOS Y PRESENTADORES
Hay prójimos que se pirran porque los presenten. Muchas veces, pasada una
ocasión, he visto la cara de sentimiento, y he oído la voz que reclamaba: ¡Hombre! ¿por
qué no me lo presentaste?
Así proceden algunos que, no obstante su mucha debilidad por las presentaciones,
tienen cierta dosis de prudencia. En cambio, hay otros que no se andan por las ramas,
le dicen a uno con toda frescura: ¡Hola, preséntame al señor! y se van quitando el
sombrero y ofreciéndole al otro los servicios.
No hablemos de los que le trabajan a un individuo para que se encuentre de
casualidad con otro y se produzca el choque; ni de los que súbitamente caen al despacho
o a la casa del escogido y se le presentan así, con premeditación y alevosía; ni de los
que atajan en la calle para ponerse a órdenes. Esos ya son casos desesperados.
Nada que remuerda tanto como haber incurrido, por falta de malicia, en la
presentación de una persona que había de resultar insoportable a otra. Nada que apene
tanto como el que esta otra se encuentre con uno y, por ejemplo, le diga: Viejo... me mató
usted con la presentacioncita aquella... ¡Tres horas mortales al día siguiente y dos ayer
me ha tenido ese hombre bajo la jurisdicción infinita de su pereque!
A un agraviado así no hay en lo humano disculpa que darle ni perdón bastante
grande que pedirle.
Pero en estos asuntos el tipo más perjudicial no es el que atornilla gestionando su
presentación y que llegado el momento nos tira del saco: para ese basta cuanto lo
primero evitar, evitar mucho sus preliminares, y si fatalmente llega la hora de peligro,
hacerse el inglés y no presentarlo ni muerto. Tampoco es de inevitable perjuicio quien,
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conversé algo y me concedió unos gruñidos aterradores; le conversé algo más, y se limitó
a contestarme con unas miradas de muerte, sepultura y epitafio. El aguacero se convirtió
en diluvio y era un Amazonas la calle —“¡Pero qué modito de llover! ¿no?” dije al ogro.
—“Si no le gusta” me respondió furibundo; y sin dejar de fulminarme con los ojos, se
buscó resueltamente por todos los bolsillos como en solicitud de un arma. Yo, metiendo
por imitación mi mano en el de la pistola, que no acostumbro, pensé: ha llegado el
momento de tirarme al agua de morir. Entonces la fiera sacó... un periódico y se puso a
leer. Cuando lo hubo leído y repasado, se remangó los pantalones, toldó su cubilete con
el papel, y despreciándome altamente, salió por la calle arriba; yo lo miré ir hecho una
sopa y buscar el amparo de otro zaguán.
Los presentadores a que aludo son una variedad, una especialidad del tipo que
llamamos metepatista. Los que no carecen de conciencia, carecen de entrañas. Para
ellos toda persona es presentable a toda persona. En un momento y con la mayor
frescura le presentan a uno el individuo que honorablemente lo robó, el pariente a quien
por conflictos de familia no trata, la individua que no le conviene, o el moscón a quien
había vivido haciéndole gambetas.
El loco Arias, de feliz memoria, opinó cierta vez que las presentaciones debían ser
“únicamente bilaterales”, y agregó que era “pecado mortal contra la simetría” el de
presentar a personas que no tuvieran “lados iguales y paralelos”. Tal opinión fue reída
por quienes la oyeron; quizá les pareció un disparate. Yo creo que el célebre loco
demostraba en ella su cordura y el ingenio que siempre tuvo para expresar sus ideas.
Revista Cromos, 10 Junio de 1916.
SE ACABO EL CUBILETE
Cinco y media de la tarde. Fresca la temperatura. Concu-rridísima la calle real. Entre
el gentío que va y viene, un grupo hasta de ocho señores ha llamado la atención... Hay
transeúntes que paran momentáneamente a mirarlos con cierta sonrisilla como de
burlona curiosidad. ¿Es que a tales individuos, pongamos por ocurrencia, se les olvidó
salir con sombrero? No: es precisamente lo contrario.
A este propósito, alguien me ha dicho:
—Vea usted cómo cambian las épocas. De aquí al mitin chirigotero apenas hay un
paso. Y todo porque se ve reunidos a ocho cubiletes.
En verdad, poco ha faltado para que una manifestación del género bromístico
perturbara la monotonía lugareña, como la perturbó en Londres un tumulto de opuesta
clase cuando el sombrerero Hetherington se presentó en la vía pública estrenando el
sombrero de alta copa que acababa de inventar.
Así es de raro el cubilete hoy día en ésta que bien pudo haberse llamado la ciudad
de los cubiletes. Acaso en otra ninguna como en Bogotá llegó a ser tan acogido, tan
cultivado, tan endémico, tan importante, aquel aparato de llevar sobre la cabeza, que
según los tiempos, modas y lugares, fue llamado bimba, tubo, chimenea, castora, pumpá,
canariera, ocho-reflejos, cubilete (cúbilo en argot bogotano) y chistera, que es el más
curioso de sus nombres.
En más de un siglo, no hay con respecto a la elegancia masculina una prenda tan
paradójica. El cubilete, bajo cualquiera de sus mil apariencias y hechuras, fue tenido
siempre como un chisme a la vez que muy antiestético, muy elegante. Si uno lo ve suelto,
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Armando Solano
Nació en Paipa (Boyacá) en 1887 y murió en 1953. Periodista liberal de muchos
quilates, fundador de la Revista Nueva (1906), con Guillermo Manrique Terán, y del
famoso semanario Sábado, junto a Plinio Mendoza Neira (1939). En 1913 fundó La
Patria, que sostuvo cuatro años, y en adelante siguió como colaborador de El Tiempo y
El Espectador, Cromos y Universidad.
Aunque ejerció la burocracia, su verdadera vocación era el periodismo. Solano daba
testimonio de la actividad parlamentaria con un estilo socarrón e irónico, y denunciaba
con verbo incisivo la esterilidad del Congreso, aunque en las ruidosas sesiones
permanecía silencioso como un indio. En el prólogo de su libro de Prosas, se lee que el
estilo de Solano como diarista sólo puede compararse con el de Luis Cano, por su poder
de síntesis, la claridad y sencillez del lenguaje. Además, siempre asumió una posición
política clara y comprometida, en especial con la izquierda, que le valió no pocos
disgustos, porque, aunque pertenecía a la generación del Centenario, su espíritu era de
avanzada y no tenía reparos en aceptar las nuevas doctrinas del Socialismo.
Comenzó a publicar en periódicos y con disciplina diaria desde 1912. A partir de
1918, y durante siete años, sostuvo la columna Glosario Sencillo15 en El Espectador,
donde compartía página con su hermano espiritual Luis Tejada. Retomó esta columna
en 1934, en El Tiempo, con el mismo seudónimo famoso de Maitre Renard.
Según Eduardo Caballero Calderón, en el estilo de Armando Solano había otro
elemento distinto del humor y la gracia que repicaban en sus glosas: “Ese algo más que
había en su estilo era un soplo de poesía elemental, natural, ligera pero persistente en
la memoria de los sentidos, como el olor de la tierra mojada después de la lluvia, o de la
hierba recién cortada y dorada por un sol mañanero[...]”. Tan apegado era a su terruño
boyacense que Jaime Barrera Parra dijo una vez que Armando Solano sorbía tierra por
los talones. Y una eterna melancolía por la raza indígena de la que se sentía orgulloso.
Aunque la mayoría de su obra está dispersa, Colcultura reunió parte de sus artículos
en un libro titulado Glosas y ensayos (1981).
Glosario sencillo
LA ESCUELA DE MACSWINEY16
Maitre Renard
Hombres que tienen de la vida el concepto epicúreo y sano que yo quisiera ver
generalizado sobre la tierra, abrieron en Medellín un concurso de cocina, con el fin de
premiar y estimular la confección de manjares nutritivos y sabrosos. El concurso fue
declarado desierto, según lo comunicó ayer el telégrafo con su cruel laconismo.
Habrá gentes incapaces de profundizar en el significado de los hechos, que miren
esta noticia con perfecta indiferencia. Pero respetando su manera de pensar, o de no
pensar, me atrevo a sostener que el fracaso del concurso culinario es un signo tétrico,
un síntoma alarmante, algo que sí puede indicar, mejor que ciertas vanas apariencias,
una franca degeneración de la raza. Un pueblo que no les atribuye a los placeres de la
mesa todo el valor que tienen, no será pueblo que deje huella durable en la historia. El
hombre vigoroso, que sabe vivir, es alegre y audaz, necesita alimentarse, no sólo con
abundancia sino con pulcritud y delicia. Sin eso, toda tonicidad nerviosa se pierde, y con
ella piérdense también el buen humor, el ánimo, el amor al trabajo, hasta la misma
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LA PEREZA
Nada habría más propicio que una de estas mañanas húmedas y opacas, para rezar
las letanías de la pereza. Yo daría mucho de lo que no tengo, por llegar a ser el cantor
de la virtud nacional, que es la pereza. Yo la llamaría en el elogio que de ella hiciera, con
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muchos de los dictados que se aplican a la madre de la cristiandad: janua coeli, turris
eburnea, consolatris aflictorum, y otros que le caen mejor a la pereza, madre del
ensueño, genitora de los pensamientos profundos, en cuyo seno se acendran las
resoluciones heroicas, las aspiraciones geniales, las obras artísticas y todas las cosas
que merecen algún respeto.
En el fondo debe haber ciertas analogías entre los dos temas que así han suscitado
imágenes semejantes. La religión de nuestros padres está inspirada en la quietud, en la
renunciación, en la humildad y en la paciencia. Y tales son los componentes
indispensables de una sólida pereza, profesada con firme convicción. El ideal supremo
del creyente y su recompensa máxima, el paraíso, no es otra cosa que el Nirvana con un
poquito de música.
Para nosotros, país católico, que tendríamos a mucha honra llegar a ser admitidos
como Estado pontificio, y que nos alimentaríamos con besarle los pies al Santo Padre,
la pereza es, después de Dios, nuestro más viejo regocijo. La ociosidad nos deleita hasta
un grado inverosímil para una virtud pasiva, y parece que pensamos con el humorista
inglés que “no cabe disfrutar por completo de la ociosidad sino cuando tiene uno
muchísimo que hacer”.
La verdad es que si la pereza fuera un vicio, no hay otro más delicioso, ni más propio
del ser racional, ni tampoco más favorable a la elaboración intelectual. En el ruido y en
el movimiento continuos, en medio de la actividad y de las agitaciones físicas,
musculares, solamente florecen sentimientos banales, ideas de una trivialidad atroz.
Quien no sea perezoso, no adquirirá la costumbre de pensar. Porque la pereza confiere
innegables superioridades, es tan combatida, con lugares comunes, y con frases vacías,
por los espíritus superficiales.
LAS TESTIGOS
Es realmente extraordinaria la diferencia de psicología que debe existir entre los dos
sexos, para que sea posible una distancia tan marcada en las actitudes y los
procedimientos de hombres y mujeres cuando actúan en circunstancias
excepcionalmente delicadas.
Observando, por ejemplo, lo que sucede con los testigos que se han presentado a
declarar en el proceso contra los asesinos del general Uribe, ha podido verse cómo, al
paso que los hombres vacilan, se ofuscan, se contradicen y a menudo enmudecen y se
pierden en el laberinto de sus recuerdos o de sus fábulas, las mujeres tienen una agilidad,
una audacia, una inventiva y una serenidad imponderables. Ante las preguntas
intencionadas, ante los lazos que se les tiende, se recogen veloces, replican, comentan,
aclaran, improvisan, dislocan los términos, involucran los sucesos; los desenvuelven
indefinidamente, desconciertan al adversario, y se levantan victoriosas sobre la torpeza
masculina.
Es todo un mundo encantado y fértil la imaginación de estos testigos hembras, que
poseen además el secreto de las reticencias envenenadas, de las sugestiones sonrientes
y perversas, en igual grado que el don de las miradas desafiantes y de las afirmaciones
perentorias. Yo he visto a uno de estos seres temibles lanzar al abogado que la
interrogaba los dos rayos homicidas de sus ojos, que fulguraban sombríamente bajo el
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UNA ESTATUA
Para la erección del monumento que ha de perpetuar, entre sus compatriotas, el
gesto atormentado del Padre de la Regeneración, están contribuyendo con su modesto
óbolo algunas criadas domésticas. Así consta en la lista de donantes publicada hace
pocos días.
¿Qué razones moverán a nuestras maritornes a depositar sus billetes arrugados y
olorosos a cebolla, en la caja del homenaje que se tributará al poeta escéptico y sensual,
al político tortuoso, y al autor involuntario de una inmensa y dilatada catástrofe nacional?
No acertamos a explicárnosla. Porque, francamente, deben ser muy pocas las que han
leído el ¿Qué sais je? Y menos todavía las que lo han comprendido. En cuanto a la
Crítica Social o la Reforma Administrativa, es lícito pensar también que no deben haber
caído bajo sus ojos, sino en páginas sueltas.
Las virtudes domésticas de nuestros grandes hombres no suelen fascinar a las
criadas, que en materia de servidores públicos conocen solamente a los que cumplen su
misión en reducida escala y en las calles de la ciudad. Tampoco existe, pues, ese motivo.
Las concepciones económicas del señor Núñez, que tuvieron la indiscutible ventaja de
fomentar y acrecer algunas fortunas particulares, en nada cambiaron la situación de las
sirvientas, porque sea en oro, sea en papel, siempre tienen que rendirle a la señora
estricta cuenta de las menudas compras diarias.
Verdad es que el doctor Núñez, restauró oficialmente el brillo y el prestigio de la
religión. Pero, en primer lugar, parece que las sirvientas no dejaron de confesarse ni de
ir a misa en los más duros tiempos de impiedad; y en segundo lugar, no es probable que
vivan ya muchas de esas desdichadas mujeres a quienes les tocó servirles a los
constituyentes de 1863. Hoy existe una robusta cofradía de sirvientas católicas, que
contribuye para el sostenimiento de la buena prensa y para la evangelización de nuestros
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
hermanos que gimen aún en las tinieblas de la idolatría. Pero esa comunidad no ha
decretado públicamente auxilio alguno para la estatua del solitario del Cabrero.
No queda en pie sino una hipótesis aceptable: la de que fervorosos amigos del actual
régimen político, necesitados de que su adhesión sea insospechable, obligan a las
cocineras a suscribir cuotas, suministradas por ellos, para el monumento que simbolice
la gratitud regeneradora. Y esta ligera superchería nada tendría de criticable, si el valor
de la contribución no les fuera desconectado luego a las sirvientas, al fin de mes, de su
reducido salario.
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
Luis Tejada
Este periodista antioqueño (1898-1924) es considerado el padre de la crónica en
Colombia. Algún colega lo llamó “El Azorín redivivo”, y el catalán Ramón Vinyes lo bautizó
“El príncipe de los cronistas”. En abril de 1920 irrumpió en la página editorial de El
Espectador de Medellín con una columna titulada Gotas de tinta, en forma de
comprimidos que expresaban la dualidad de su espíritu desencantado y jocoso. Luego
comenzó a publicar la columna Mesa de Redacción y a ocupar la sección de Cronistas
propios del mismo diario.
Tejada mantenía en sus crónicas un delicado equilibrio entre la narración y el
comentario, la descripción y el juicio. Con claridad, riqueza de matices y poder de
penetración, escribió sobre todo lo que giraba en su órbita, desentrañando el alma de las
cosas, las personas, los instantes y los sucesos. Prefería los motivos pequeños: el
sombrero, la corbata, la butaca o las ceremonias domésticas, que le inspiraron sencillos
y sesudos razonamientos prácticos. Pero también se ocupó de temas complejos de la
vida política, fiel a su temprano credo revolucionario. Atacó los privilegios de clase y el
inmovilismo de las instituciones patrias; en esa línea sus crónicas rompían lanzas y
denunciaban las corrupciones e injusticias sociales. Hacía referencia a la explotación de
los obreros, a la inoperancia del Congreso de la República, a la política imperialista de
los Estados Unidos, a las oligarquías aliadas con el poder.
Sus escritos fueron recogidos en Mesa de redacción y Gotas de tinta, y han sido
reeditados en varias ocasiones17. La mayoría de su obra la publicó en El Espectador;
pero también colaboró en El Gráfico, Cromos, El Correo Liberal, sábado, Universidad y
El Sol de Medellín, y tuvo una breve experiencia periodística en el Rigoletto y La Nación
de Barranquilla.
Hernando Téllez, al reseñar el Libro de Crónicas de Tejada dijo: “Luis Tejada fue un
prestigioso columnista de periódicos y como tal tuvo, seguramente, más lectores en un
día que Platón en un año. Claro está que Platón, por razones conocidas, no escribió en
los periódicos. A los 27 años dejó de escribir para periódicos y dejó de vivir”. Pero Tejada
sobrevivió, y sigue vigente, porque supo mezclar la actualidad con lo intemporal
En un bello homenaje que le rindió, José Gers afirma que este “filósofo de lo
pequeño”, escribió sus mejores crónicas en el lecho o en una muelle butaca, porque su
pereza era algo connatural, y no soltaba la categórica pipa de la boca. “No andaba
colgado de las vanidades y reposó en la almohada de una deliciosa independencia.
Tejada era un poeta del goce adorado de lo pequeño en su sentido literal” 18.
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
estrellándose con su máquina contra una trinchera austríaca. Hubiera sido una muerte
bella y digna de él, hubiera desaparecido como un héroe auténtico, cuando precisamente
era el tiempo de desaparecer.
Ahora ya es demasiado tarde, y aunque cayera como un valeroso soldado, bajo los
escombros de su ciudad, no tendría la misma aureola gloriosa, y su actitud revestiría un
carácter fanfarrón de dudosa sinceridad. Es que el momento de heroísmo ha pasado ya;
cuando la guerra adquirió su violencia máxima, todo heroísmo se justificaba, porque
aparecía metido dentro del ambiente general y armonizaba con el espíritu convulso y
estupefacto del mundo; toda aventura, por inverosímil o extravagante que fuera, asumía
una proporción lógica dentro del movimiento estupendo y anormal de los sucesos; hoy,
a causa de la abundancia de héroes y de hazañas heroicas, la capacidad para admirar
esas cosas se ha agotado en los hombres, sobre todo en los hombres discretos. ¿Más
héroes? ¡Pero, si los hay de todas clases, si el heroísmo dejó de ser una actitud
excepcional y se hizo accesible a todo el mundo! Hay mujeres heroicas, niños heroicos,
sacerdotes heroicos, reyes heroicos. En lo sucesivo, el heroísmo será una cosa de mal
gusto, y hasta es posible que, como contraste natural, se cree la admiración de la
sinvergüenzada, actitud rara y difícil que ya muy pocos son capaces de llevar a cabo.
D’Annunzio no ha tenido el tino delicado de volver a su vida civil con naturalidad
ciudadana, ya que sólo logró perder un ojo en la guerra, y, por desgracia para su gloria
póstuma, no alcanzó a morir en el momento necesario. Temo que vaya a sobrevivir a su
época, que no sea capaz de adaptarse a la hora actual y a la hora que viene; quizá su
mentalidad se ha quedado retrasada para siempre, se ha quedado fija en una posición
determinada, en un momento preciso en que el poeta y el hombre se ajustaron
exactamente al ambiente. Me refiero al momento de la guerra. D’Annunzio, para mí, fue
el poeta de la guerra, el verbo, la fuerza espiritual que se requería entonces; su
elocuencia brillante y apasionada, armonizaba perfectamente con el trepidar de los
cañones y con la agitación impetuosa de las almas. Pero D’Annunzio no ha sido ni el
poeta, ni el hombre de la postguerra; no ha sabido insinuar los ademanes ni pronunciar
la palabra que piden con urgencia el hoy y el mañana. Ha decidido más bien prolongar
su aspecto caudillesco y guerrero, en medio de una época que puede ser revolucionaria,
pero que no sería precisa al menos.
En el mundo discreto, D’Annunzio pasará al principio, como un anacronismo
extravagante; se le olvidará después; morirá al fin, un poco oscuro y pasado de moda.
El, el de la célebre receta, no supo tampoco morir a tiempo. Ah! todos los hombres
famosos deberían tener también el talento de morir a tiempo!
El Espectador, 18 de diciembre de 1920.
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
cotidiano destino; se encabrita y salta o se escurre ágil entre los dedos u opone
simplemente una resistencia pasiva pero firme y prolongada; cuando al fin, jadeantes,
logramos acomodarlo en su sitio, entonces él nos pellizca la piel con maligna, con aguda
ferocidad, como pudiera hacerlo una mujer furiosa.
Hay días en que la caja de fósforos se nos pierde en los bolsillos; en vano
registramos con minuciosidad por todas partes, hundiendo los dedos hasta en esos
secretos rincones llenos de hilazas y de harinas que hay siempre en los tajes viejos, a
donde van a refugiarse a menudo los lápices y las monedas; en vano vaciamos sobre la
mesa los papeles y los pañuelos; en vano nos levantamos confusos palpándonos con
cuidado para localizar en algún punto el pequeño rectángulo de cartón. ¿En qué
misterioso escondrijo se ha metido, pues? Ese es un problema que yo no he podido
resolver jamás; pero es lo cierto que por la tarde o al otro día, cuando descuidadamente
introducimos la mano en un bolsillo cualquiera, la caja aparece allí, tranquila y risueña,
como con perfecta conciencia de haberse burlado de nosotros.
¿Y qué se hacen las pantuflas que, al acostarnos dejamos paralelas y apacibles al
pie mismo de la cama, y que luego, al buscarlas en la oscuridad, no las encontramos por
ningún lado?
¿Y por qué cuando tenemos diez llaves en el llavero, la que ha de abrir llega siempre
la última, o se escurre sigilosamente entre las manos hasta que demos cinco o seis
vueltas a todo el llavero?
¿Y por qué cuando ya pensábamos que el lápiz nos lo habían robado y perdido para
siempre, lo encontramos picarescamente escondido detrás de la oreja?
Sin duda todas esas cosas tan vivas, movibles y sonrientes que revolotean
constantemente en torno nuestro, poseen un espíritu propio, malévolo, histriónico,
burlón, que nos hace la guerra, que nos es perennemente hostil. Hay veces en que el
sombrero mismo nos insinúa gestos atroces y los botines nos sacan la lengua y el bastón
se nos enreda premeditadamente en las piernas para hacernos caer; hay días en que al
ponernos el saco no logramos encontrar de ninguna manera la manga correspondiente,
o abotonamos cuatro veces seguidas el chaleco con los botones que no son. ¿Qué dios
irónico y vengativo habrá insuflado en los objetos familiares, que debían ser buenos y
adictos, ese principio de maldad, esa anímula sutil y guasona que tanto nos hace rabiar?
Ese dios desocupado, y perillán, merece nuestro odio eterno.
El Espectador, 20 de junio de 1922.
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
EL HUMO
Para vergüenza y confusión de algunos amigos míos, que sin razón o con razón han
resuelto dejar de fumar, voy a escribir este pequeño elogio del tabaco ¡Ojalá que mis
palabras los aparten del peligroso camino del ascetismo, que haría de ellos al fin esa
cosa monstruosa y horripilante que llaman hombre ejemplar!
Hay que desconfiar siempre un poco de toda persona que no fuma. Qué otros
tremendos vicios tendrá! Porque el tabaco es una delgada canal por donde salen y se
dispersan en el infinito nuestros instintos perversos. Fumando se torna el alma levemente
cándida y azul como el humo ligero. ¿Andáis buscando por todas partes con vuestra
linterna al hombre bueno y feliz? Yo sé dónde lo encontraréis. Es aquél que está sentado
en su habitación, frente a la ventana, al atardecer. Tiene la cabeza echada sobre el
respaldo del ancho sillón frailuno. Las piernas estiradas y colocadas sobre un parapeto
eminente. Mira caer la lluvia al través de los cristales pálidos. Fuma. De su boca, como
de un pebetero hierático, asciende el humo en leves volutas, recto, grave, silencioso,
adhiriéndose a las estrías del cielo raso, buscando los menudos promontorios de la
madera para rodearlos, hundiéndose en los huequecillos y quedándose un instante
prendido a los clavos solitarios, para difundirse al fin en la penumbra de los rincones. Ah,
os prometo que ese es el hombre bueno y feliz! Sus pensamientos serán puros y
elevados, y su alma se habrá abandonado al influjo de aquella columna inefable que
surge de su pecho en ondas tenues y aladas. Dios lo ve porque su humo sigue hacia lo
alto, como en el holocausto de Abel.
El tabaco, tiene una santidad callada y emocionante. Es místico. Su alma será
purificada por el fuego. La brasa encendida y misteriosa consumirá su carne y limpiará
su espíritu. Ay! esas filas de largos y ascéticos cigarros que veis encerrados en sus cajas
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herméticas, son monjes severos que van a su Tebaida! La hoja humilde, encierra, sin
embargo, la esencia de las transformaciones supremas que elevan y dignifican la
materia; se convertirá en ceniza blanca, símbolo de la muerte y de la evolución de la
naturaleza hacia fines inconocibles, y se convertirá en humo azul, símbolo del espíritu
alado, que tiende hacia el espacio sin límites.
El tabaco es cordial, fraternal, sencillo. En las penosas horas de trabajo nocturno,
nos acompaña y nos conforta, porque posee una pequeña vida que Dios no concedió a
las otras cosas inertes que nos rodean: los retratos mudos de los abuelos, las sillas tiesas
sobre sus patas, los libros enfilados en el estante, el lecho solitario y blanco que
descansa en una esquina. Nada se mueve, nada habla. Sólo el cigarro, colocado con la
ceniza hacia arriba sobre el tintero, despide ligeras espirales móviles, inquietas, que nos
hacen guiños minúsculos. Sabemos que algo palpita ahí, que una diminuta alma
encendida se consume junto a nosotros y pasará. Pero esos retratos no pasan nunca y
esas sillas estarán siempre ahí! Este medio cigarro que nace y muere, y es efímero, está
más cerca de nosotros que todo aquello eterno. Es un resumen infinito de nuestra vida.
Por eso nos consuela y nos acompaña.
No fuméis amigos míos. Pero, ¡oh! cuán angustiosa y demasiado sola será vuestra
soledad.
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exactas; yo no he podido explicarme nunca por qué menos por menos da más, en el
álgebra de los números y en el álgebra del amor.
Lo que sí aconsejaría yo a mis amigos que deseen casarse, es que no lo piensen
mucho ni lo preparen demasiado; eso debe hacerse de una manera súbita y
relampagueante, como cuando se va a tomar una ducha fría.
A mí me preguntan a menudo: bueno, ¿y cómo fue eso? Y yo contesto que fue un
accidente de viaje, porque yo iba muy tranquilo para Manizales, pero, de pronto, me casé
en Pereira; y ¡claro! me tuve que devolver. Al fin y al cabo, el amor es una enfermedad
del corazón, y lo más natural es que uno se case de repente.
Y ahora, después del suceso, no he dejado de pensar un poco en las palabras de
Sócrates, aquel viejo socarrón que hacía chistes trascendentales: «si me caso, me
arrepiento, y si no me caso, también me arrepiento». Pero, viéndolo bien, ¿no será mejor
arrepentirse uno de casarse que de no casarse? Porque lo único terrible e imperdonable
que debe haber en el universo será el arrepentimiento de algo que no se ha hecho.
Tu amigo afectísimo.
Luis Tejada.
El Espectador,7 de octubre de 1922
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PSICOLOGIA DE LA DICHA
Para la edición de Año nuevo abrió alguno de los muchachos que trabajan en el
periódico una encuesta sobre la felicidad. ¿Cómo le fue a usted en el año?, era la
pregunta excesivamente superflua hecha por el encuestador. Claro que al interrogado le
había ido bien, lamentablemente bien, y no tenía ningún interés en aparecer menos
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y trapalero entre algunos conocidos de esos que suelen darle a uno palmaditas en el
hombro y decirle que lo quieren bien, y porque pensaba que toda la tinta que gastara en
llamar la atención pública hacia la necesidad de librar al país de esa inmensa dolencia,
no tendría ningún resultado y sí podría entrañar perjuicios para algún tercero. Porque es
común, entre nosotros, llamar la atención pública hacia determinadas necesidades para
luego sacar a la luz un buen contrato que dé pingües rendimientos.
Por fortuna el asunto de la anemia tropical no ha sido hasta hoy campo apropiado
para la especulación de los contratistas, pero tal vez por eso el interés tiende a decaer,
y aún cuando hay espíritus optimistas que confían en sus esfuerzos, y en la ayuda de lo
desconocido, el mal es tan grande, que solamente un esfuerzo nacional podrá
remediarlo.
Antier, cuando pasaba aún tambaleante por las calles de Bogotá, después de
hacerme la primera cura, un cafetero rico y colorado, me preguntó con aire dogmático:
—¿Por qué está usted tan flaco y amarillo?
—Porque tengo anemia tropical, le respondí.
—No, hombre, me contestó, echándome en la cara el humo de su habano legítimo;
la anemia es un mito y solamente les puede dar a los que andan descalzos.
Yo, que llevaba en la cartera el análisis, saqué el papel y se lo puse a la vista,
leyéndole en voz alta:
“Señor Quijano Mantilla. H. Uncinarias-II-2. H. Tricocéfalos -II-2. -Ascaridé-II-1. junio
2 de 1920. Doctor Manuel Antonio Rueda Vargas (una preparación)”.
Y como nada me pudo argumentar, me dijo apretándome la mano para despedirse:
—Eso se cura con un timol. No olvide cambiarse diariamente el calzado, usar
guantes y tomar el agua filtrada y hervida.
Si no hubiera sido por la premura del tiempo, yo le hubiera dicho también muchas
otras medidas preventivas que he leído en los libros, para no contraer la enfermedad.
Pero en la práctica parece muy difícil el triunfo.
¿Qué pueden las medicinas suministradas en la forma que se usa actualmente? Yo
creo que nada. El enfermo toma el timol o el quenopodio, una o dos veces; luego vuelve
al cafetal con los pies descalzos, se mete a los pantanos en tiempos de invierno, anda
por las plataneras, bebe agua sin filtrar, transita obligatoriamente por las veredas por
donde el sol no ejerce ninguna influencia bienhechora, anda por sobre los polines de las
vías férreas infectadas por los pasajeros que se sirven de los retretes de los carros. Los
que toman el agua llovida ignoran que los gallinazos dejan sobre las casas los parásitos
que llevan en las patas; los que toman el agua de los manantiales, dejan lavar en ellas
las ropas de los niños anémicos. Los cabos de las herramientas no se desinfectan, las
cuadrillas de peones ambulantes de los trenes y de los caminos, no hacen uso de
ninguna medida preventiva para no infectar los lugares por donde pasan, y por sobre
todo, la mayoría de los obreros carece de ropas de repuesto.
Yo quisiera que los que se preocupan de nuestra regeneración material, bajaran a
la vida de nuestro pueblo y compartieran con él sus necesidades.
Hay hombres que solamente descansan los domingos, que no fuman, no beben, no
juegan, y sin embargo no pueden tener un par de pantalones de repuesto. Cuando se
les rompen los que tienen, se ven obligados a sacar a interés dos o más pesos, pagando
hasta el 20 por 100 para comprar unos nuevos. Hacen lo mismo para reponer la camisa
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
y el sombrero, y cada seis años se aventuran a comprar una ruana. La esposa y los hijos
para poder vestirse, deben ayudar al dueño de la casa jornaleando.
A los niños se les pone el azadón cuando sus manos están todavía torpes para bailar
el trompo; las niñas van a los cafetales llevando en sus talegas de recolección las
muñecas de trapo, y las madres, después de hacer un caldo de agua, cebolla y sal, van
también al trabajo dejando en el chinchorro al pequeñuelo en compañía del perro sarnoso
que dormita en la puerta del rancho soñando con un hueso pelado.
Y a estas gentes se les da el timol y se les aconseja andar con botines, tomar agua
filtrada y leche de vaca por único alimento durante el día de su medicación.
Como si conseguir una botella de leche en estos climas no fuera tan difícil como la
solución del problema de La Quiebra en el Ferrocarril de Antioquia.
Ayer, no más, un hacendado me decía:
—Yo no puedo darles la leche a mis arrendatarios, porque las vacas que tengo
apenas dan para el café de mi familia.
Y en otras partes, se viaja hasta una legua en busca de una botella de leche, si no
es que se desiste de ordeñar las vacas al verles los ojos de súplica que ponen
mostrándole a uno el ternero lleno de nuches, y más triste que los muchachos de los
ranchos.
Yo tengo una comadre, a quien le conseguí durante seis meses una botella de leche
diaria, para dársela a mi ahijada que es una especie de momia. En ese tiempo se
convirtió en una criatura llena de vida, al paso que sus hermanos pasaban la vida
aletargados en el alar de la casa, y no abrían los ojos sino para mirar el curso del sol o
para ver si los transeúntes les tiraban un pedazo de pan.
Y así, en su generalidad, a los niños de estas regiones no se les oye nunca una
carcajada sonora, ni se les ve jugar, ni se les puede sorprender en el semblante un solo
deseo de juventud.
Los alimentos ordinarios se componen de guarapo, pedazos de plátano colino,
cuatro fríjoles colorados, y de cuando en cuando un pedazo de carne de ganado muerto
de ranilla o de carbón sintomático.
Y armados de esa manera, se les dice que deben combatir la anemia tropical.
Yo he visto verdaderos atletas caer bajo la continua succión de esos animales
invisibles. Llegan de sus tierras boyacenses llenos de vida, se internan en los cafetales
o se colocan en las vías férreas y al poco tiempo se les ve decaer hasta quedar
convertidos en espectros buchones que semejan renacuajos en dos patas.
Toman el timol y reviven milagrosamente, pero como nadie los obliga a cuidarse ni
a repetir la dosis, al poco tiempo contraen nuevamente la enfermedad y sucumben sin
esperanza.
Hace un tiempo vi caer a Teófilo Martínez, un hombre de una fortaleza
inquebrantable. Todo en él era destinado para la lucha. Espíritu arisco, en los trabajos
estaba siempre aparte y hacía más que los otros peones. Nadie como él para arrojar la
bola en los juegos del día domingo, nadie que le diera a la mujer palizas más bien dadas.
Cargaba los muletos sin ayuda, araba sin gañán y manejaba una almadana con tanto
desembarazo como un martillo.
Y Teófilo cayó herido por la anemia tropical.
Hijo del barbecho, luchó contra la astenia con entereza, y en sus últimos días, en la
huerta de su estancia, yo le veía enarbolar en alto el azadón y tratar de no dejarse
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LOS GRILLOS
Sobre los grillos como sobre las serpientes, están los prejuicios hacinados.
Se les tiene como perjudiciales para las sementeras, y es común oír a los labriegos
al hacer las cuentas de la cosecha:
—Si no hubiera sido por los grillos...
También tienen fama de ser destrozones por naturaleza, y si un campesino deja en
el suelo su ruana, cualquier rotico o desgarradura que le vea, se lo achaca a los grillos.
Cuando una persona come con voracidad o se alza con lo que no le pertenece, las gentes
del campo dicen de ella:
—Tiene muela de grillo.
Las pulgas y los grillos son los enemigos capitales de las mujeres y nadie podrá dar
un comino por la vida de un grillo, cuando una mujer, después de acostarse, prende un
fósforo, coge en una mano un zapato y en la otra una vela. En ese instante el animal
necesita desplegar toda su estrategia, toda la marrullería de que supo dotarlo la madre
naturaleza.
Acurrucado en un rincón, observa con sus ojillos picarones y risueños, hasta que ya
cansada su perseguidora, se sienta en la cama, principia a bostezar, se hace una cruz y
sacudiendo la punta de las frazadas se dispone a dormir. Entonces el grillo da un chillido
y salta al otro extremo de la alcoba.
La mujer, impaciente, vuelve a calzarse, toma la vela, y como si fuese a sorprender
una cuita de amor, se acerca en puntillas para volver a sentarse malhumorada,
maquinando los más atroces martirios para el pobre animal que vino a turbar su sueño
tranquilo.
Hasta las niguas gozan de cierta simpatía entre los seres racionales, y yo les he
oído decir a mujeres de pies adorables:
—¡Qué rico es tener una nigua!
Y otras dicen con cierta coquetería:
—Yo soy muy sabrosa para las niguas.
Pero nunca se les oye una palabra de conmiseración para los grillos.
Sin embargo, los niños los tratan con cariño, tal vez porque los grillos gritan como
ellos y son juguetones e inofensivos.
He visto en una cajita de cartón una familia de grillos, y jamás les oí gritar; apenas,
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de cuando en cuando cantaban con una vocecita agradable como para darle gracias a
la niña que los protegía.
Los grillos tienen un idioma completo para entenderse con sus semejantes y su
chillido ostentóreo es a la vez su única defensa.
Sus enemigos mortales son las arañas.
Muchas noches los he visto entrar en mi aposento, en busca de refugio. Adelante el
grillo, y poco después, la grilla con todos los grillitos. Buscan lo más muelle que
encuentran, y allí forman su cama para estar protegidos por la luz contra los animales
que los persiguen. Entonces es cuando dicen las gentes que los grillos destrozan las
ropas por solo picardía. Ordinariamente, los grillos viven debajo de las piedras en los
cimientos de las paredes y en los barbechos.
Los arrieros los tienen como remedio para ciertas enfermedades de las bestias, y
con frecuencia les arrancan las patas para dárselas en bebedizos misteriosos.
Es para lo único que los consideran utilizables.
Yo he presenciado las angustias de un grillo despatado. Como su única defensa
está en los saltos, después de mutilado se arrastró por el sendero con el espanto en los
ojillos y la más triste actitud, hasta que un pollo lo atrapó.
Todos los animales han tenido quien cante su vida, o quien les prodigue
consideraciones pero los grillos solamente han llevado a cuestas la antipatía de las
gentes por haberlos dotado el Creador con la estridencia de su violín unicorde.
Y sin embargo, por ellos tienen los montes, los rastrojos y los llanos de las tierras
cálidas, esa perenne sinfonía que no deja penetrar los corazones del dolor del silencio;
por ellos, el eco de nuestros pasos no nos acobarda en las noches oscuras, cuando a
tientas por los senderos, vamos como abstraídos en el chillido de los grillos que todo lo
domina, y que es como una consoladora letanía entonada a los genios de la noche.
Calumniados y aborrecidos, dan sin egoísmo lo que tienen, y cantan por cumplir su
misión biológica sin aspirar al agradecimiento, porque saben que si enmudecen, las
selvas, los rastrojos y los llanos se tornarían en inmensos cementerios, donde solamente
podrían escucharse los pasos de los hombres heridos por el silencio de la naturaleza,
que es acaso el más cruel de los silencios!
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LLAMARADAS Y HUMORADAS
Todas las cosas de este mundo tienen dos caras: la que provoca el llanto o la
aflicción, y la que nos hace reír y aun alegrarnos en ciertas ocasiones. Claro que a veces
la intensidad trágica del acontecimiento hace posible sacarle el jugo cómico, cual sucede
en presencia de un agonizante a quien no podemos celebrarle los divertidos y graciosos
gestos que hace. Es curioso que con ser tan viejo el espectáculo de la muerte, no le
hayamos cogido confianza y no nos atrevamos a divertirnos a su costa, como ocurre, por
ejemplo, cuando algún prójimo pierde el equilibrio y se da algún nalgazo o enseña partes
interesantes y sonrosadas... cuando es prójimo la víctima de las cáscaras de plátano o
de los alisamientos traicioneros.
No es que yo vaya a buscarle risa al siniestro espantoso del último sábado, pero ni
yo ni el alacrán podemos con el genio y por eso tengo que anotar los comentarios
cómicos que provocó el incendio. Cuénteme mi sobrina que casi todas las mujeres de la
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
Villa acudieron al teatro del acontecimiento —como decíamos ahora tiempos— en trajes
no modestos ni vestidores como quisieran los miembros de la honorable Junta de
Censura. Dizque había muchas enseñando, por debajo de los abrigos, los ribetes y
encajes de las camisas de dormir y tan transparentes que, a la luz del incendio,
representaban espectáculos de cine que lo dejaban a uno frío, a pesar del calorazo que
despedían los edificios que el fuego devastaba. Lucían otras las piernas desnuditas,
porque en la precipitación olvidaron las medias, y no faltaban quienes enseñaran, bajo
las gorras, trencillas apretadas y marrones multicolores. Me dice también mi sobrina que
una gentilísima dama se vio de pronto como parada sobre un pedestal de blanca espuma,
que algunos maliciosos tomaron por un montoncillo de ropa blanca, escurrida
traicioneramente hasta los pies calzados con dos botas distintas. Es seguro que muchas
encontrarían novio y otras lo perderían, por la desilusión consiguiente al desarreglo.
Otro caso curioso fue el de una mujercita del pueblo que decía a su vecina: —¡Qué
le parece, qué gente tan mala! No permiten pañar nada y más bien dejan que todo se
vuelva chicharrones. Mi muchacho corrió a ver qué cogía, pero esos lambones policías,
apenitas lo vieron pañando unos papeles, le echaron mano y se lo alzaron.
¿No es admirable esta idea simplista del pueblo, muy natural y lógica? Así dizque lo
comprendió don Ismael Correa, quien les dijo a los policías y particulares que trataban
de ponerle a salvo los licores de la droguería:
— Bébanse eso, muchachos, antes que se queme...
Me cuentan, además, que cuando el fuego paseaba sus lenguas rojas y devoradoras
por todo el frente de la manzana trágica, uno de estos judíos del marco —descuadrado
ahora— de la plaza, ofrecía en alta voz acciones de la Cía. Colombiana de Seguros a
tres pesos, y dicen que alguno ofreció pagarle a dos noventa y cinco, para no perder
tiempo.
Me gustó mucho también haber visto el domingo por la mañana a un curita que se
paseaba frente a las ruinas, cantando suavemente aquel bambuco de Julio Flores:
Oye, bajo las ruinas de mis pasiones.
Quien sabe qué lúgubre asociación de ideas despertaba en la mente del lírico levita
el espectáculo de aquellas humeantes ruinas.
N. de. E. Crónica motivada por el incendio que arrasó el centro de Medellín.
Octubre 31 de 1921.
Tomado del Almanaque de don Alfonso Ballesteros,
Medellín, 1983.
UN SALTO MORTAL
He leído, en El Correo que un caballero bogotano se arrojó al salto del Tequendama,
que es como decir se lanzó al abismo horrible de la muerte. Es indudable el más bello
modo de salir de Colombia para siempre: un suicidio poético, épico, heroico, y acuático.
Quitarse la vida es cosa reprochable y pecadora, pero es tan feo dejarse morir en
una cama, entre el mal olor de los medicamentos, rodeado de los curiosos del barrio, de
los criados y de la parentela, todos con los ojos clavados en la cara del agonizante,
viendo los ridículos gestos que uno hace para soltar el alma, con una mosca rebelde en
la punta de la nariz, conque dizque lo ayudan a uno a bien morir, y pensando en el hoyo
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
negro, frío y estrecho, en los latines de Leonel y Quintín, en los rezos del padre Henao y
en el negro Sapirrias, con sombrero de copa y fumando tabaco, llevándolo a uno a los
brincos, en su coche ridículo, al cementerio.
Yo quisiera poder ejecutar mi salto mortal en el mismo salto del Tequendama,
tranquilamente, sin avisarle a nadie y dejando una tarjeta de despedida para la
Patagonia. De este modo me evitaría todos los inconvenientes apuntados, le ahorraría
a mi sobrina el fastidio de las visitas de pésame y los gastos de entierro, no se verían
obligados los periodistas a hacerme el suelto necrológico de cliché, ni les daría ocasión
a mis amigos de recordar mis faltas y debilidades.
Pero ahora recuerdo que no sé nadar...
1921, 7 de junio.
Tomado del Almanaque de don Alfonso Ballesteros,
Medellín, 1983.
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ESTOS BLANCOS
Todavía, sí señor, todavía hay un gran número de personas a quienes les gusta
desempacar un tercio de pergaminos rugosos para estregárselos en la cara a quien se
atreva a dudar de su abolengo inmaculado. Todavía hay quienes se crean entroncados
con antiguos virreyes y nobles dinastías.
¡Qué les parece, hablar de buena familia en este tiempo de los matrimonios hechos
sobre medidas, de los grandes saltos de muchachas por encima de los tejados; en este
tiempo en que el factor principal para la adquisición de una mujer es una pianola y cuatro
rastrillones de un bucéfalo colimocho al frente de una ventana!
Es de notarse que las más inclinadas a estas distinciones ridículas son las señoritas.
A más de veinte les he oído pronunciar una palabreja que debe escribirse en italiano,
porque suena mañé.
No hace muchos días, una con quien tuve el gusto de volear las zancas en la Fiesta
de las Flores en un raitán, me decía, haciendo un mimo de contemplación extra:
“nosotras somos muy pobres, pero de muy buena familia...”.
—¿De veras?— le respondí. Pues qué le parece que no lo sabía. Y era imposible
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adivinarlo, pues la prójima esa tenía perfil de calabazo, con una pelambre ensortijada
que parecía una totumada de frutas de yerbamora, y piloteaba un par de patas como las
de don Eliseo Velásquez.
Hay muchas que sabiendo que son un chapurreado de zambo con mulato, le sueltan
a uno tamaña catilinaria para demostrar su origen limpio de toda mancha.
—Nosotros venimos de los Casafuses y de los Benjumeas, españoles que fijaron su
residencia por los lados de Angelópolis. Esos Casafuses y Benjumeas eran nietos de los
Aguirres de Pavaraudocito, y los Aguirres eran primos dobles de Amar y Borbón...
Esas cuentas me las hizo una vez un tipo con cara de senegalés y hocico marca
Mongolia, mientras yo le observaba una churumbela de trompa, con unos labios que
parecían dos rodillas y un pelo acurrucadito, que para tomárselo hubiera sido menester
recurrir a unas tenazas de punta microscópica...
A una primita mía también se le metió que era la mar de blanca, pareciéndole
testimonio suficiente un lindo cabello rubio, una boquita donde a duras penas cabía un
beso y una piel satinada y blanca.
—¿Por qué no fuiste al paseo, rubita?
—¡Gas!... con esas zambas... ¡Ah pereza!
—¿Y es que tú estás creyendo que eres parienta de Byron?
—Pues más bien siempre.
Eso me dijo y salió haciendo un gesto encantador, que era como la llamada a un
beso, mientras yo me puse a pensar en ma Pedro, un viejecito roñoso tío de mi prima,
yerbatero y pariente muy cercano de los Bedoyas de Andágueda, unos mulatos con
cuatro cuadras de espalda, tres metros de jeta y más brutos que Arana Torrol.
Aquí hay muchas que acostumbran juzgarse por el buen plantaje, por su buena cara
y por tener la piel desteñida, eso que se creen y ahí me las tiene usted diciéndole negro
a todo hijo de vecino y desdeñando infinidad de pretendientes, sin saber que hay mucho
curioso que enterado de su procedencia, suelta cada chiste a su costa, emparentándolas
con mestizos analfabetas que heredaron un apellido sonoro y sangre de veinticuatro
razas negras distintas.
No quieren comprender que tienen apellidos heredados de gentes a quienes
sirvieron, doblando la rodilla sus remotos bisabuelos. Ni quieren comprender tampoco
que el poquito de sangre buena que tienen, procede de una recua de bandoleros que se
zamparon a estos tierreros a cometer barbaridades con las indias, sus bisabuelas, y de
individuos como el perro Vasco Núñez, caricortado y malapaga, quien se tuvo que meter
entre un barril, para librarse de las culebras que lo acechaban en Santodomingo.
Nada de eso quieren comprender. Y tanto es así, que un domingo en la retreta me
preguntó una chica, bastante pinchada, si el joven que en ese instante pasaba mirándola
sería mañé.
—Explíqueme qué quiere usted preguntarme —le dije.
—Simplemente que si es de buena familia.
Pues no puedo decirle nada. El único dato que puedo suministrarle es el de sus
apellidos, que son los siguientes:
Y con la más mala intención de que fui capaz, le solté los cuatro primeros, que eran
los de la interrogante, precisamente.
—¡Ah! Pero entonces es de muy buena familia, remachó.
—No sé —le dije. Aun cuando no son testimonio de ello esos ademanes de indio
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aburrido que se gasta, ni ese pelo churrumbo, ni esa boca de hotentote, ni ese achatado
perfil de negro zulú, ni esas manazas de yumeka bodeguero...
Eso le dije, por no contestar con la frase aquella tan de uso entre muchachas de
escuela: ¡Cómo ño, moñengo!
NO LLUEVE
Es cuestión resuelta que no llueve. No quiere llover.
“No hay agua”, parecen haber contestado los dioses atmosféricos al plañir unísono
y cristiano de la feligresía que ahora suda y se congestiona, se baña y resopla por el
calor sofocante. “No hay agua y hemos suspendido toda clase de lluvias y ventarrones”,
han dicho, y es cosa sabida que a sentencia de garitero... apelación a la quinta eme.
Y necesitamos mucha agua: agua para ponerle diques a esta polvareda de las calles
y de las carreteras, en donde las olas del polvo nos envuelven, nos ahogan, nos hacen
invisibles y nos hacen tragar por las narices la caspa eterna de la tierra cabezuda y
caliente, tan aporreada por los pies de tantas bestias y por las patas de tantos hombres.
Agua para bañarnos, agua para hacer fecundas las cosechas y para quitarnos de encima
este velo de humo y de polvo que está sobre nosotros, haciéndonos aún más dura la
brega diaria.
Suda en su bufete el señor de la gran barriga, desesperadamente. Por las lindes de
las orejas le chorrea el sudor por goterones del tamaño de una albóndiga; la frente está
empapada, el asiento se le pega al mapamundi; la franela está agarrada al cuero y el
genio lo tiene de mil demonios, más caliente aún que el mediodía crepitante. Suda el
dependiente, suda la dactilógrafa, suda el contador. En la calle pasa la vieja empapada,
venteándose con el labio inferior hacia arriba. Pasa la muchacha, sacudiéndose como
gallina en subterráneo, y vamos todos presa de una angustia y repitiéndonos siempre la
eterna letanía: ¡Qué calor!
Agua piden del río los viajeros que están espantando zancudos y viéndoles los
hígados a los caimanes que, con las fauces abiertas, también piden agua. Agua quieren
los tenderos para que el río suba y les traiga la mercancía que se pidió hace nueve
meses; agua reclaman los montes que ya no cabecean al soplo de ninguna ventolera;
agua quieren los plantíos y todo cuanto en su faz avienta al aire esta tierra inhabilitada
para el pródigo fruto.
Pero el cielo dice que no hay agua, y nosotros debemos seguir sudando
amablemente, conformes y resignados. En la calle, pasa un auto y nos envuelve en polvo
y basuras, cambiando el color de nuestros zapatos, inyectándonos por las narices la
cimiente del catarro y la neumonía. Pasa un camión y cubre toda la calle, hace sacar
todos los pañuelos, toser a más de un viejo reumático y estornudar a la mayor parte de
los transeúntes. No nos vemos. Nos topetamos, los ojos se nos irritan, seguimos
sudando y apenas, como una triste misericordia, un leve viento nos acaricia la faz
aguada, al mismo tiempo que le levanta las faldas a una señora y nos echa un polvero
encima. Por lo de la levantada de las faldas no hay inconveniente, pero es intolerable lo
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del polvo, lo de esa polvareda que a toda hora nos estropea. El caso es que si a un sujeto
narigón le examinan los pulmones, es seguro que le encuentran monedas de cinco,
cargaderas viejas, varillas de corsés y todo cuanto desperdicio rueda por estas calles.
En la cama, de noche, el cliente bufa como buey azotado, se revuelve entre las
sábanas, convierte la frazada en un abanico, levanta las patas, se pone boca arriba, y
empapando la almohada y anegando el colchón, despierta todo húmedo, después de un
sueño obsequiado por el calor atosigante y no por el fenómeno natural del organismo y
de la noche. Las señoras, casi seguro, se soplarán todas con la camisa dormidora,
ventilándose de tal forma que las formas se refresquen, haciendo caso omiso de la cobija
caliente y del marido que a su lado estará en las mismas, volviendo un abanico la suave
piyama, atacado por refrescarse y a cuatro metros de su consorte que, por su vecindad
y naturaleza, le aumentará el calor a cuarenta grados.
El calor ha puesto grandes comodidades en las mujeres, sin dárnoslas a nosotros.
Ya en la calle van desprovistas de todo elemento interior, sueltas, frescas, la blanca o
morena piel al aire, sin que haya combinación de ninguna clase y con la combinación tan
diáfana y traslúcida como la falda leve. Vaya a hacer lo mismo un hombre y salga en
pantaloncillos traslúcidos, a ver si no lo para un policía en la primera esquina. Quítese
saco y camisa exterior y salga mostrando la pechuga, a ver si no le atarrajan 48 horas,
por inmoral. Y esa sería la única manera de refrescarse, sabiendo que Albania queda en
una altiplanicie donde los vientos refrescan, hay aire y hay pulgas que pican como
escorpiones.
Por eso necesitamos mucha agua, agua a dos manos, a chorros, por descargas,
agua a destape. Pero los dioses atmosféricos no quieren escuchar nuestras quejas, no
quieren hacer caso a las demandas y rogativas, no se conduelen de nuestras largas
noches y de nuestros días de calor y de polvo. Nada.
Y a sentencia de garitero... apelación a los infiernos, si bien estamos por creer que
en los propios infiernos estamos, asigún (sic) estamos chirriando, víctimas de esta
hoguera entre la cual corcoveamos como demonios en rijo.
El Bateo, Medellín, 29 de marzo de 1926.
LOS INCASABLES
Es tropa. Es escuadrón. Es casi una plaga en esta tierra el número de los tipos
incasables, de los solterones que ya empiezan a desinflarse por los cachetes y a quienes
se les ven venir los años por boca y nariz.
¡Y las mujeres que se dan cada tropezón por cada uno de estos abuelos fracasados!
Y ellos como si nada.
Porque ahora están las mujeres que se agarran de la primer pretina que se les ponga
a tiro, como el náufrago a la primer tabla de barril que pase sobre una ola. Van y vienen
lanzando unas miradas inéditas, unas miradas de tatabra convaleciente, como pidiendo
socorro, en un grito que se deshace en la angustia de sus ojos, de esos ojos medio
cenizos que ya empiezan a sitiar profundas arrugas en donde el polvo se mete por
trimestres vencidos.
Y ellos, como si nada.
Vejestorios, que aún sueñan con paseítos, a la luz de la luna, miraditas al sesgo,
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falta de dinero, que a veces son hasta ricos, sino por falta de una mujer. Hay que ver las
lidias para sacarse una nigua de un jarrete, con las barrigazas de hipopótamo que se
manejan algunos. Y hay que verlos por la mañana, quejándose de gota, con las dos
patas delanteras como las de un elefante, sin una compañera que les ayude a lidiarse
las novedades.
En fin. Si con este careo no entran, que pierdan la esperanza esas otras candidatas
a dormir eternamente solas, y hasta algunas mocosillas que irían de buen agrado al pie
de la vicaría con uno de estos “quedados”, tan sólo por el gusto de seguir la corriente. La
corriente de casarse con cualquiera, pero que sea asunto de “ya”.
Porque eso tienen las ganas de casarse. Que les da a todas y a toda hora, y el
pequeño arquero que adorna los tocadores manda sus flechas hacia los cuatro puntos
cardinales.
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la calle —“the man in the street”— sorbe café y bebe aguardiente. Aquella “posición
social” que alguien pedía para el anisado, se la dieron los antioqueños.
No se trata de abaratar el aperitivo o el alcoholismo, sino de consumir a todo trance
lo espontáneo y lo natural, lo que representa el hecho económico. Desde los tiempos
más campechanos, hasta estos otros más esbeltos del “Country Club”, el anís ha
presidido fiestas y enredos, veladas y pendencias. En las montañas azules humeaban
los alambiques del contrabando llenando de alegría corazones y bolsas. Hoy la Renta,
que es una de las más ricas y guarnecidas de la República, da un licor nacional que tiene
fragancia y lumbre. Se le toma con naturalidad y con orgullo, sin ponerle nombres
burlescos. En las casas más chicas, amuebladas con amor y con despilfarro, provistas
de bodegas suntuosas, se le ofrece al huésped una copa de anisado o de ron, porque
es lo más castizo. La bebieron los fundadores del patriarcado, los que le dieron a la
población antioqueña glorias y cañones, blasones y bisnietos; la tomaron los bohemios
y los poetas, los revolucionarios y los políticos. Hoy, después de años y de lustros,
después de que las costumbres han tomado un corte más fino, conserva el aguardiente
de Antioquia, fabricado con pulcritud y sin avaricia, su renombre, su “posición social” y
su aroma fino.
Olanes, muselinas, telas claras y frescas incendian las casas. Las llevan las mujeres
frescas y claras, estas mujeres de ojos árabes que son el poema de Antioquia. Las
mismas mujeres asombrosas portan las más finas toilettes y las más espléndidas joyas,
con una distinción integérrima, lo mismo en la calle que en los salones, pero en el interior
predomina la sencillez más estricta.
Esta sencillez es el mayor encanto de la vida antioqueña, es lo que les da a los
hogares su tono y su atmósfera. Los niños juegan son sapiencia, con una alegría matinal.
Todo es claro y fluido: la luz que se pone a saltar en los corredores y hace reverberar
jardines y lozas; la conversación, deliberadamente “sin importancia”.
Medellín, que es un centro de cultura intelectual desde viejas épocas, siempre
equipado por espíritus de la mayor complejidad y altitud, conversa dentro del “desabillé”
verbal más gracioso. Esa propensión a lo espontáneo y a lo fácil, que parece ser una de
las características de la raza, es lo que ha formado la literatura antio-queña, que es, sin
duda, dentro del gran tablero nacional, la más sustanciosa. Un pueblo de epigramáticos
habituales no puede pro-ducir estos relatores de la montaña, de la mina, de la venta, que
tiene Antioquia.
Al margen del fenómeno general, desde los ángulos de lo personal y de lo súbito,
se encuentra el observador con los más complicados espíritus de mujer, con los diálogos
de sofá más arduos. Pero lo que domina la conversación es la frase rápida y el
comentario a rienda suelta.
Antioquia es lo que se pudiera llamar un “descomplicadero” nacional, una gran
piscina para los atormentados, para los enfermos de taquicardias intelectuales, para los
intoxicados del libro y de la vida. Una antioqueña es un mecanismo de animación tan
esdrújulo, que frente a él no hay Leopardis ni Werthers que no se rindan.
Alegría de vivir. Gana de vivir. Impulso y temperatura. Todos estos componentes,
diluidos dentro de una dosis perfecta, sensibles al turista que llega por estos valles,
producen una sensación física de descanso.
Universitario capitalino que andas literalmente deshecho de trescientas psicopatías,
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roído por unas amarguras traducidas del inglés, del francés y del italiano, víctima de un
universo que no conoces, vente a mi balcón del Hotel Europa. Todo esto que ves: los
árboles, el agua, las mujeres y el cielo, se han hecho para reedificarte. Si la neurastenia
de Medellín se cura en Arranca-plumas, la fatiga de Bogotá se disuelve en la “Quebrada-
arriba”.
EL QUINDIO HA MUERTO
La inauguración de la línea directa Bogotá-Cali representa para la aviación nacional
una de sus más cumplidas victorias. Si desde el punto de vista material implica la
posibilidad del viaje de ida y vuelta entre la capital vallecaucana y el altiplano dentro del
lapso de cuatro horas, significa, desde el ángulo óptimo la burla de la máquina a las más
arriscadas montañas de la república.
“El Quindío ha muerto”, declaraba ayer uno de los periodistas que viajaron a bordo
del trimotor “Cali” cuando la máquina orgullosa, después de haber salvado los abismos
más espantables del Tolima y de Caldas, proyectaba su sombra de pájaro apocalíptico
sobre las llanuras tolimenses, y momentos después sobre la Sabana de Bogotá, sociable
y amorosa para la rueda.
El Quindío era el rodadero nacional por antonomasia. Con él se nombraba la
epilepsia geológica y topográfica que hizo de este país un siervo de la vertical,
obligándolo a vivir dentro de embudos sucesivos. El Quindío era la vorágine sobre la cual
robustecieron las piernas a una raza de conquistadores y labradores, en un cuadro de
proporciones épicas. Y es precisamente desde la ventanilla del trimotor como se puede
admirar en toda su luz y su geometría lo que fue la colonización sobre los abismos. Las
ciudades que allí florecieron al paso de las hachas imperativas son un grito, de
afirmación, que no puede destruir la ironía más enciclopédica.
De regreso a Cali, volando entre la niebla sobre la llanura vallecaucana, toda
temblorosa de sus pastos y de sus aguas, de sus garzas y de sus reses, de su luz que
repiquetea sobre las pupilas, descendimos al aeródromo de Cartago, sabedores de que
allí terminaba el viaje risueño para arruinarnos la aventura. Allí comenzaba el Espanto
porque iba a comenzar el Quindío. Se quedó atrás el Cauca y el río de la Vieja. De pronto
brilló Calarcá, que era el camino de la muerte. Se estiraba la cinta de la carretera a Ibagué
con un serpenteo malicioso y las ciudades y las aldeas, los paseríos y los burgos. Se
sentía el frío de la altura. Alguien se puso muy nervioso e hizo reflexiones inofensivas
sobre los avances de la aviación, sobre la seguridad en la ruta aérea. Todos
conversábamos casi a gritos como para acrecentar la velocidad y espantar las nubes.
Viajábamos sobre un adefesio de colinas y ranuras que sólo hacían amables las casitas
y los sembrados. Abajo, a cuatro mil metros o algo más, la vida era amable. Era la vida
lógica de los hombres con su rancho, con su mujer, con el corral donde pastan, lentas,
las vacas. El aire es el camino de los cóndores. Y estos cóndores de acero y de aluminio,
con su corazón y su entraña de gasolina, aumentan la taquicardia de la vida
contemporánea, acorrada, bajo la velocidad como bajo un látigo. Vimos a San Miguel de
Perdomo, tierra amable para quienes la atraviesan en automóvil, a pie o en borrico. Ya
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Germán Arciniegas
Maestro de generaciones de escritores de prensa que nació con el siglo y sigue
escribiendo su columna semanal en El Tiempo. Fundador de la revista Universidad
(1920), de la Revista de las Indias (1936), e impulsador de numerosas empresas de
divulgación cultural, como su Biblioteca de Cultura Colombiana, con 130 títulos. En 1918
publicó su primer artículo en El Tiempo y en pocos años se convirtió en jefe de redacción
y director del diario. Fue el más entusiasta animador de la generación de los Nuevos,
que se quería sorber el mundo. Y ha sido uno de los escritores más legibles y prolíficos
de nuestra prensa, con más de 10 mil artículos y de 50 obras publicadas.
En el libro “Diario de un peatón”, Arciniegas recogió cerca de 60 notas publicadas
en la sección Cosas del día de El Tiempo —entre 1935 y 1936—, una antología de
pequeñas obras maestras, entre ellas, “Historia de un estornudo”, “Estampa inglesa”, “El
caballero del aguacate en la mano” y las que se incluyen en este volumen. A propósito
de “Diario de un peatón”, Luis Eduardo Nieto Caballero (Lenc) destaca a Germán
Arciniegas como el primer humorista de Colombia por su aguda observación, rápida
descripción y poder de síntesis: “Cada frase es un comprimido, un resorte enroscado,
lleno de fuerza, de sugerencias [...] Este es un libro con fósforo de zinc. Va directamente
al cerebro, lo despeja, lo robustece, lo prepara para lucubraciones propias [...] es un
cascabel lindamente sonoro por lo bien escrito, es para niños. Para esos niños que
llamamos filósofos”25.
En la primera época de la revista Cromos (1916) Germán Arciniegas sostuvo la
columna Anécdota, en la que alternaba dos o tres temas tratados con su estilo culto y
elevado. En los años cuarenta fue constante colaborador de El Tiempo, donde también
pasaba de los temas serios sobre política a los más ligeros tocados por la gracia de su
humor, y no ha dejado jamás de escribir sus crónicas, adobadas con anécdotas
históricas, memorias personales y reflexiones de viejo soñador y amante de la
democracia. Como Proust, siempre anda en busca del tiempo perdido, de las cosas
perdidas, para insuflarles nueva vida.
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la silla y, echándose de espaldas hacia atrás, se quedó mirándome. ¿Qué tenía yo? He
debido decirle: un estornudo. Aquello hubiera sido imbécil, pero era exacto. Yo no tenía
sino un estornudo en perspectiva. Me hacía cosquillas bailándome en los pelos de la
nariz. Metí rápidamente la mano en el bolsillo del pantalón y apreté el pañuelo. Aquello
debería ser obra de un instante, pero ¡nada! El estornudo estaba ahí, pero no se resolvía.
El director me miraba. El no comprendió. Bajó las manos a los brazos de la silla, tomó
luego un lápiz, se inclinó sobre el escritorio y trazó, distraído, posiblemente fastidiado,
unas palabras. Yo estaba confundido. Dije dos o tres frases y salí atortolado. Tomé las
escaleras que conducen al tercer piso, llegué al vestíbulo y no entré a mi oficina. Había
que terminar con «aquello». Yo lo sentía vivo. Ahí estaba. Me seguía haciendo cosquillas
adentro de la nariz, pero ¡nada!
Empecé a pasearme por el vestíbulo. Caminaba con la cabeza inclinada, lo mismo
que hacen los sabios cuando tienen algo grande en el magín. El equívoco era perfecto,
porque yo tengo una cabeza en forma de huevo, y así son muchas cabezas de gente
que piensa. ¡Qué diablos! Lo único que yo tenía en el fondo de mi conciencia era un
estornudo. Si alguien me hubiera visto, hubiera dicho: Es un filósofo. Así es la vida:
cualquiera confunde la filosofía con un catarro. Yo respiraba fuerte. Absorbía aire con
violencia, pensando: si le doy una ayuda se resuelve. El airecillo del vestíbulo entraba a
la nariz, revoloteaba, pero no coincidía. No daba en el punto. ¿No habéis observado
cómo, en los estornudos, todo consiste en dar con el punto? Lo mismo que en filosofía,
lo mismo que en política. Pero el airecillo entra mal, se va por donde no es, no se deja
conducir. De pronto, como que parecía que ya. Yo sacaba el pañuelo, hacía los
movimientos previos a la descarga, pero ¡nada!
Todo era para mí inexplicable. Sentí varias veces un frío como de mentol que creí
fuese un aviso, y no lo fue. Contuve la respiración, y nada. Resolví olvidarme de todo.
Entré a mi oficina. Pensé: «Ya se fue, ya se irá, si no se ha ido». Me indigné al recordar
el aire o de sabiduría o de idiotismo con que me estaba paseando. Por qué será, me
decía, que...
—Schásss!
¡Qué pena, Dios mío! Dispénseme usted, lector. Fue algo repentino. Yo ya estaba
escribiendo, tranquilo, resuelto. ¡Quién iba a esperarlo! ¡Quién jamás a contenerlo! Así
le debió pasar a Arquímedes cuando encontró el tornillo que le faltaba. Así a Newton con
la manzana. Etcétera.
Tomado de Diario de un peatón. 1936.
Columna Glosario Nacional
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en que Tomás Moro y Erasmo de Rotterdam se reían de los frailes macarrónicos. Sí:
ciencia o arte que no hayan nacido de Oxford, han tenido que seguir en Cambridge. Yo
me fui para Oxford el primer día. ¿Y qué vi en Oxford? Jóvenes en traje de baño,
enfilados en una canoa semejante al espinazo de un pescado, que consumían las horas,
los días, las semanas y los meses ensayando un golpe de remo que fuera elegante,
exacto, rotundo y eficaz.
Sorprendido por la visión de Oxford, y maravillado de que el boga pudiera ser
símbolo de una cultura, pasé luego a Cambridge y, ¿qué vi? Sobre las aguas del Cam,
diáfanas como un espejo, los estudiantes o eran bogas o eran tripulantes. Yo sé que
estos normandos llevan en la sangre la leyenda de los vikingos. ¿Durante cuánto tiempo,
por allá del año mil hacia este lado, no se vio el toro de Europa picado hasta derramar
sangre de sus lomos por las puyas y banderillazos de los terribles nautas que echaban
a correr sus botes filudos entre caballos de espuma? Aquí en América tuvimos nosotros
una tribu semejante: la de los caribes, a quienes llamamos nuestros normandos, y cuyas
hazañas suelen ser un material de enseñanza incomparable cuando tratamos de
infundirles pavor, con cuentos miedosos, a los niños. Pero esta cuestión es sociológica,
y no conviene que mi crónica se eche a perder por un atajo semejante. Lo único que
debo anotar es el gusto y la sorpresa que me dio ver a los de Cambridge haciendo los
mismos ejercicios que se practicaban en Oxford. El capataz, en la proa, iba gritando las
voces de ánimo que producían la descarga eléctrica de los remos, y los jóvenes de la
Universidad se encogían y se estiraban como muñecos de caucho, clavaban el remo,
mordían con fuerza en el agua, hacían volar la barca, y repetían esta operación no sé
cuántas veces por minuto, sin levantar una gota de agua inútil y sin producir la falta de
ritmo más insignificante que pudiera afear el conjunto.
Que el buen boga es la flor y nata de la cultura universitaria británica, lo está diciendo
a gritos el desplazamiento humano que se verifica en la isla cuando se sabe que Oxford
y Cambridge van a correr sus bogas mejores. No hay rico ni pobre, hombre ni mujer, que
no acuda ese día a las márgenes del Támesis, cada cual con la divisa de su partido, para
mirar algo así como la grandeza de Inglaterra tendida sobe los cristales del río. Detrás
de las dos canoas, van los lores y los príncipes en sus yates, pegados materialmente a
la máscara de sus catalejos. Los aviones se agolpan a la ventana o balcón de los vientos
para seguir el juego de lo que nosotros, por falta de precisión técnica, llamaríamos
canaletes. Lo único que puede conmover tanto como este espectáculo a los ingleses son
las carreras de caballos. Entre los bogas de Oxford y los caballos del Derby tiene que
repartirse toda la pasión el pueblo inglés. Pero como lo que ahora me preocupa es la
cuestión universitaria, me siento obligado a dejar de paso los caballos.
La casualidad quiso que por maravilloso azar viniese a conocer luego otro pueblo o
nación tan imbuido como el inglés en la cultura del boga: es el pueblo o nación de los
Ticunas. Viven los Ticunas en el fondo más profundo de la selva amazónica, y sobre las
riberas del gran río. Su contacto con la gente hostil o forastera —en el estricto sentido
griego de este concepto— ha sido casi ninguno. En el siglo XVI debieron ver de paso las
naves de un capitán Orellana. Luego quizá llegaron hasta ellos los jesuitas, cincuenta o
cien años después. A los caucheros del siglo pasado y del XX no debieron verlos, como
lo demuestra el hecho de que hayan conservado la vida. Ahora, suelen codearse de
cuando en cuando con los capuchinos trashumantes o con los “civilizados” de Leticia, de
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Ramón Castilla o de Benjamín Constant —porque los pueblos del Amazonas son tan
personales que suelen nombrarse así, como personas de carne y hueso—. Al contacto
espiritual con estos civilizados no pueden llegar los ticunas ni por el puente de dos
palabras porque ni los ticunas saben castellano ni portugués ni se ha hecho hasta hoy el
primer diccionario ticuna, para gente ibérica, a no ser que lo tenga entre sus papeles mi
querido amigo fray Lucas de Batet. Es, pues, extraordinaria la intuición de los ticunas al
haber previsto las más altas formas de la cultura, consagrando sus energías y su vida a
perfeccionarse en el manejo de la canoa.
Solía yo ver por las tardes a lo más distinguido de los ticunas deslizándose en barcas
de muchos metros de largas, vaciadas en un sólo tronco, a lo largo de las riberas del
Amazonas. Su traje en sí no es desnudo, me recordaba al que usan los estudiantes de
Oxford, con la ventaja para los ticunas de haber progresado tanto en materia de
pedagogía que la coeducación es entre ellos cosa vieja, como lo demuestra la
circunstancia de que las niñas más graciosas mueven el canalete con la misma
perfección, arte y eficacia que los varones. Y declaro que en el Támesis no vi elegancia
igual a la de estos indios, en donde es un primor todo: desde la forma del remo hasta las
últimas de las maniobras realizadas para manejarlo. En toda la selva no creo que se
encuentre una hoja tan bien dibujada que la hoja en que remata la vena de un canalete.
Tiene la forma y simetría de los corazones que dibujan los pintores decorativos, y su
mayor diámetro puede ser de cua-renta centímetros. Pero, dentro de esta simplicidad,
¡qué ritmo, qué proporción y qué cadencia de líneas! Apenas en una mujer puede
imaginarse algo parecido. Y, como en el caso de la mujer, ¡qué eficacia! Porque ese
canalete que en las manos de un ticuna da aletazos eléctricos de pez, impulsa con
ímpetu de motor a la canoa y la guía, la endereza, la timonea como no pueden hacerlo,
ni podrían hacerlo, con sus largos remos, los estudiantes de Oxford.
El hombre, la canoa y el canalete forman un solo cuerpo vivo, que se mueve en las
aguas con una sabiduría indiscutible. El ticuna se interna así en los lagos, solo, con la
pupila en acecho y unos cuantos arpones en el fondo de la canoa. Los lagos son entradas
que hace el Amazonas en la selva: allí el agua se duerme entre el puño de los árboles,
y el silencio se alarga bajo el ojo de la soledad. De cuando en cuando se ve la cabeza
de un caimán, tan grande a la distancia como la de un perro. En el fondo del lago se
revuelven los caimanes, numerosos como las raíces de los árboles de la selva. Cuando
la canoa hace agua, el ticuna la achica imprimiéndole cierto movimiento de vaivén lo
suficientemente calculado como para que sin voltearse la barca alcance a arrojar el agua.
Cuando es necesario, el ticuna hace pie en el fondo del lago, midiendo antes con un
arpón el peligro de los caimanes. El margen de riesgos es siempre grande, pero lo supera
la pericia de los salvajes. Y así vive el ticuna todas las lunas de su vida: haciendo de su
cuerpo y de su canoa un solo cuerpo; y de ser un buen boga la más alta aspiración, el
deber imperioso de su vida. Es un oxfordman en el más riguroso sentido de la palabra.
El Tiempo, 31 de octubre de 1934.
LOS HUMORISTAS
En literatura hay una escuela literaria que tiene nombre de enfermedad: es la
escuela de los humoristas. El humorista se produce en los países nórdicos, y hacia el
Ecuador, por debajo del Trópico de Cáncer.
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Nosotros somos tan grandes humoristas como los ingleses, o como los
escandinavos. La única diferencia es que mientras en el norte hay buen humor, aquí, por
debajo del Trópico de Cáncer, hay mal humor. En Inglaterra se da el chiste flojo, es decir:
el chiste sin consecuencias. Aquí tenemos el chiste pesado, que consiste en ponerle una
cáscara de plátano a la anciana que va a pasar. Todo es asunto de humor. Los cronistas
españoles que vinieron a América en el siglo XVI atribuían al humor que se desprendía
de los cuerpos en el trópico todas las enfermedades con que entonces tuvo la
oportunidad de sorprenderse la medicina occidental. El buen humor cae como si
dijéramos del polo hasta un pueblo llamado Munich, en donde la gente es simplísima. En
un café de Munich hay cuatro múnicos tomando cerveza. Una mosca revolotea de calva,
y todos ríen. Finalmente, cae en el espumoso jarro de uno de los tetralogantes, y una
hay una explosión de alegría. El múnico procede al salvamento de la mosca, se toma la
cerveza y exclama: “Ya hice mi tarde”. Los tres compañeros exclaman a coro: “Ya!”. Para
un humor como el nuestro, esto es risa boda. Hace falta virilidad. No hay pasión. No hay
acción.
Aquí el humor, nuestra alegría, se resuelve tirando el vaso contra el suelo. O dando
un golpe sobre la mesa. Nuestros borrachos no sueltan la risa inofensiva, sino que
empuñan el guayacán. En materia de moscas, recuerdo el caso de un excelente sujeto
que una noche se metió entre la cama a leer la historia de Gargantúa. Una polilla empezó
a revolotear en la alcoba. De pronto golpeaba en la frente del lector, y seguía su torpe
carrera. El lector hacía los más audaces esfuerzos por atraparla. La lucha era desigual y
el cazador embravecía. La ira le fue pintando el rostro. Cuando logró echarle mano al
avechucho, tal era su furor que se lo echó a la boca y se lo tragó. Supongo que esto
estimularía aún más su humor.
Los periódicos humoristas de Santa Fe son espejo de este humor nuestro tan activo,
tan punzante y varonil. Con cada chiste se le raja la cabeza a un vecino. Las crónicas
son bizarras. Don Ricardo Silva, claro ejemplo de ingenios bogotanos, se encierra en su
casa un domingo. Golpean a la puerta, abre: es una india que ofrece “tierra para las
matas”. Don Ricardo no compra tierra y torna a su cuarto malhumorado. Golpean de
nuevo: que si tiene ceniza. Don Ricardo no tiene ceniza, y enfurece. Otra vez golpean:
que si ahí vive la señora Mercedes. La señora Mercedes no vive en casa de don Ricardo.
Don Ricardo tira la puerta contra las narices del importuno. Golpean por cuarta vez: que
un plato de sopas para un mendigo. Don Ricardo materialmente cruje. Este es el
humorismo nacional. El mal humor de don Ricardo. El hígado...
Y un mal humor que se estimula. Aquí no tocan a la puerta: la golpean. Pide usted
un número de teléfono: le dan otro. Y el bogotano tiene la bella actitud del hombre que
reacciona. No es como esos boquirrubios de porcelana del norte, huecos y bobos. Si un
múnico pide comunicación con la casa de Laureano Gómez y le ponen al hilo con la de
José Ignacio Andrade, el múnico ríe y exclama: Qué coincidencia! El bogotano, el gótico
del Trópico de Cáncer, se crispa y arde. Y así en la literatura. Lea usted El Siglo de hoy,
La Defensa de mañana, La Patria de todos los días. Ahí encontrará usted, lector, todo el
humor nacional. El de los Villegas, los Gómez, los Jordanes. Qué meneo de piedras. Qué
batacazos. Qué alegre jolgorio de Gargantúas. Ese sí es humorismo. Y humorismo del
malo, que es lo bueno.
El Tiempo, 9 de enero de 1936.
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porque la dama sigue todo el día lamentando el “punto” y mostrando a los familiares,
afligidos, la ruta que en la fuga siguió el prófugo en su veloz carrera.
Pero hagamos punto aparte y consideremos siquiera por breves instantes, la infinita
alegría que debe haber experimentado la sufrida familia de los gusanos de seda al saber
tan estupenda y aliviadora noticia. Porque la verdad es que la vida de esos desgraciados
animales era sumamente dura y sumamente triste. ¡Eso de vivir toda una vida, desde la
cuna hasta el sepulcro, no más que comiendo hojas de morera y asentando después con
sal de Glauber, todo para engalanarle las piernas a una dama, sin ver las piernas
siquiera! Porque si el pobre gusano tuviera el consuelo de “trabajar sobre medidas” la
faena tendría su lenitivo. Ahora esos desdichados van a poder dormir su noche completa,
pues es bien sabido que cuando la seda subía de precio les daban alimentos indigestos
para hacerlos “levantar a media noche a trabajar en las medias...”.
Y volviendo a los “puntos”, yo no me hago muchas ilusiones con las nuevas medias.
Porque si esos “puntos” huían cuando eran de seda, hay que pensar lo que van a “huir”
ahora, cuando son de “hulla”.
Pero la compañía Du Pont no solamente fabrica medias de hulla, sino también otras
piezas para el indumento femenino. La señorita Dorotea Mc Bride, a quien en Nueva
York llaman “La princesa de las materias plásticas” (la seda animal también es “plástica”),
usa en su vestido quince piezas fabricadas a base de hulla. No entro en el detalle de
esas piezas, porque casi todas son “piezas de artillería pesada”. Baste decir que el
“sostén”, a quien alguien comparó con Dios, porque, como El “levanta a los caídos y
abate a los orgullosos” es también de carbón.
Todas estas cosas me parecen bien, excepto una, que encuentro un poco peligrosa:
la extraordinaria facilidad de combustión que ahora va a ofrecer el cuerpo de las señoras
con esas piezas de hulla.
Pero dice el Eclesiastés, “quien ame el peligro, que perezca en él”...
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De las efímeras alegrías que con mano avara han deparado a mi alma estas pobres
cosas de la tierra, ninguna se grabó en mi mente con trazos indelebles como el recuerdo
de aquella noche lejana en que me estrené los primeros calzoncillos...
Mucho tiempo, mucho tiempo, atormenté a mi pobre madre con la constante súplica:
mamacita, que me hagas unos calzoncillos... —Pero si los calzoncillos son para los
hombres grandes, y usted es todavía un chiquillo. Cuando crezca más se los hago.
Todavía no es tiempo...
Y no la sacaba de allí.
Entre tanto la idea perturbaba mi mente en todos los momentos, en la vigilia y en el
sueño, en la agitación y en el reposo. La varonil prenda cifraba todos mis años, mis
ambiciones todas. Cuando fuera un hombre...
¿Pero cuándo iba a serlo si no tenía calzoncillos y si sólo éstos imprimían a los
hombres la condición de tales? Las mujeres eran mujeres porque no tenían calzoncillos.
Y ningún ser humano, por grande que estuviese, podría ser hombre si no tenía
calzoncillos. Era una solemne impostura lo que mi madre me decía todas las noches, al
darme la bendición: “acuéstese bien juicioso para que amanezca bien grande”. ¿Cómo
iba a amanecer grande, si no tenía calzoncillos?
Y la idea me seguía taladrando cada vez con más fuerza. Cuando tuviera
calzoncillos sería grande y podría tener novia y requerir de amores a las bulliciosas
colegialas que ante mis requiebros amorosos reían entre burlas de torturante ironía.
Entonces, cuando ante mis desenfrenantes galanteos estallasen en hirientes burlas,
podría mostrarles los calzoncillos y decirles con altivo gesto: soy un hombre; mirad estos
calzoncillos que me acreditan de tal. Podría también demorarme en la calle hasta
después del Angelus, y campear altivo y desafiante por entre los odiados policías cuando
me sorprendiese la noche escuchando los acordes de la banda de música o recorriendo
los suburbios del poblado tras del oso bailarín de algún gitano. Y hasta podría fugarme
del hogar materno e irme por el mundo en busca de aventuras cuando sintiese el primer
afán migratorio en las profundidades del alma... Para un hombre con calzoncillos no
existía ningún deseo imposible. El mundo todo se rendía ante esa prenda con la sumisión
de un esclavo.
Y redoblaba mis exigencias, cada vez con más fuerza: —mamacita, ahora sí estoy
grande. Hoy, cuando el peluquero me estaba motilando, me dijo que ya tenía barba y me
afeitó las mejillas. Fíjese como estoy de afeitado.
—Pues sería raspándole la mugre, porque como ya no se lava...
—No señora; no era eso, porque me fijé en la barbera y le quedaron pelos...
Pasaron todavía muchos días sin que ella atendiese a mis ruegos. Su respuesta era
invariablemente la misma: —Usted está todavía muy chiquito. Cuando crezca más se los
hago.
— Pero si no tengo calzoncillos, ¿cómo podré ser grande? Hágamelos y verá cómo
me vuelvo grande.
Todas mis debilidades, todas mis cobardías, tenían su origen en la falta de la
anhelada prenda. Si alguna condiscípula hacía burla de mí y hasta llegaba a las vías de
hecho y me zarandeaba de lo lindo, yo no podía defenderme e imponer mi sexo a la
audaz contendora, porque no tenía calzoncillos. Los tuviera y otro gallo le cantara a la
atrevida mozuela. Espera que me hagan los calzoncillos, y nos veremos las caras, decía
en retirada a la mocosa, enarbolando los puños.
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Pero un día le fue imposible a mi madre resistir por más tiempo. La suerte me deparó
un argumento definitivo, incontrovertible, heroico: ¡Llegaron por la primera vez a
Manizales los almanaques de Bristol! Los regalaban en la botica a quien comprase unos
celis, un parche poroso o un centavo de quinina. Como en mi casa no había por el
momento enfermo, puse a prueba todas mis argucias hasta que alcancé un ejemplar.
Estaba dedicado por entero a hacer la apología del jabón de Ross. En la última página
se abría una interesante apuesta: “¿Cuál es el jabón —se preguntaba a los niños—, que
ustedes deben exigir a sus mamás para el aseo diario? A quien envíe la respuesta en el
cupón adjunto se le mandará, libre de porte y gastos, un excelente regalo”. En seguida
envié la mía: “Yo exijo siempre a mi madre que me bañe con jabón de Ross”. A los tres
meses cumplidos durante los cuales fui diariamente al correo, llegó el regalo ofrecido.
Era un bello encabador de plata, con enchapados de oro. Con ser muy bello, no me
interesó gran cosa. Había en el envío algo que llamaba infinitamente más mi atención,
en el sobre del paquetico se leía muy claro, en letras muy grandes, como para que lo
viesen todos: “Señor DON RAFAEL ARANGO VILLEGAS, Manizales, Colombia, S.A.”
¡No necesitaba más! ¡Tragándome los vientos me encaminé a la casa. ¡Mamacita!,
exclamé ahogándome: hágame ahora mismo los calzoncillos, porque ya soy grande. Mire
la prueba. Y le alargué el sobre, temblando de emoción.
—¿Y qué?
— Pues lea; hágame el favor de leer.
—Sí ya leí pero es que no veo el motivo que usted tenga para decir que ya es grande.
—Que, ¿no ve el motivo? ¿Y eso no es nada? De manera que usted cree que esos
señores, que saben tanto, le van a decir “¿Señor DON RAFAEL ARANGO” a un
muchacho chiquito? ¿O es que usted quiere saber más que esos señores que hacen los
almanaques y que son tan sabios?
Sonrió mi madre y apenas se atrevió a negar mi aserto con un ligero mohín. Mi
triunfo fue resonante, inmenso. Decididamente el argumento era heroico, invulnerable,
Aquiles. ¡Lo decían los sabios!...
Y colmé mis anhelos. Al otro día a las cinco de la tarde (ese día anticipé la acostada)
andaba por los corredores de la casa en calzoncillos, mostrando a todo el mundo la
valiente prenda. Los mostré a la cocinera y me asomé al balcón. La alegría me
embargaba, me inundaba el gozo.
Con mucho trabajo logró mi madre reducirme al lecho ya muy entrada la noche. De
mal grado me tendí en él, pero rotundamente rechacé la manta con que quería cubrirme.
Imposible conciliar el sueño. Daba vueltas en la cama y levantaba al aire las piernas para
mirarme de la cintura a las corvas. ¡Qué elegancia, qué distinción, qué machía! Algo me
mortificaba que a la procera prenda le corriese por toda la pretina un letrero que decía:
“Gold Metal”. Ya me harían otros que no tuvieran semejante inri.
En la sala de la casa, contigua al dormitorio, se oía grande animación. Estaban de
visita varios amigos de la casa, las niñas del frente, la señora del alcalde, la mujer del
juez. Lo que valía en el pueblo. Se hablaba de todo y se hacían comentarios sobre
pequeños incidentes de la vida aldeana. Sobre los calzoncillos ni una palabra siquiera.
Yo aguzaba el oído y aguardaba con impaciencia que mi madre comunicara a la
selecta concurrencia mi feliz acceso a la categoría de hombre. Lo haría, seguramente.
¿Cómo no había de hacerlo, si en esos días no había ocurrido en el pueblo suceso más
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importante? Pero pasaba el tiempo y ella nada decía. Aquello era inaudito, criminal,
infame. Porque era absolutamente necesario que todas esas gentes se enterasen
aquella misma noche, a fin de que dejasen de considerarme como a un chiquillo. Pero
finalizaba la visita, y ella nada había dicho. ¡Qué malas! Crecía mi angustia. Sentí que
alguien se levantaba para despedirse, y ya no pude contenerme más. ¡Se iban a ir sin
enterarse de que tenía calzoncillos!... ¡Salté del lecho, anduve presurosamente, e irrumpí
en la sala...!
No puedo pintar el indescriptible revuelo que mi presencia produjo. De un lado los
visitantes celebraban mi hazaña y aplaudían mi gesto. De otro lado se me censuraba, en
forma ruda, anonadadora, mortal. Mis hermanas querían fulminarme, y mi madre me
increpaba, amenazando con los cerrados puños:
—¡Irrespetuoso!, ¡desvergonzado!, ¡mal educado!, ¡grosero!
Eso, y todo lo más que hubieras querido, ¡pobre madre mía! Pero era absolutamente
indispensable que esas gentes, infatuadas porque eran grandes, viesen mis calzoncillos
y constatasen mi hombría...
Revista Gloria, de Fabricato. No. 11. Enero/febrero de 1948.
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de trabajo, o del descanso afiebrado e intermitente que las separa. ¿Crees que tú y yo,
en nuestro ínfimo escenario, o todos los que en este planeta tan vasto y diminuto a la
vez, escriben, peroran, legislan, decretan, transforman, construyen, destruyen, guerrean;
todos los que ocupan un puesto dirigente, piensan lo que están haciendo o lo que van a
hacer? No. La civilización moderna es improvisación en la acción. En medio siglo el
hombre inventó e improvisó las cosas más estupendas, maravillosas y extraordinarias y
consiguió por medio de la ciencia, lo que ninguna Lámpara de Aladino hiciera en la
antigüedad. Todo es hoy vertiginoso e impersonal. Y todo marcha bien mientras el
hombre desorientado no sabe qué hacer. La máquina sigue dando vueltas, pero no ya
en sentido armónico, sino cada rueda a su antojo, y nadie sabe si se va a estrellar, si se
va a detener o si de pronto volverá a funcionar normalmente. Somos como el aprendiz
de motociclista de Mark Twain, que subió sobre una máquina, le apretó un botón, y luego
no supo como detenerla. La motocicleta corría y corría por valles y montañas, aplastando
niños, perros, gallinas, y el desventurado motociclista, agarrado con todas sus fuerzas al
manubrio, ignoraba como iba a acabar aquella carrera fantástica. No pensaba, no oía,
no veía nada. Su única preocupación era no caerse. En el momento en que la gasolina
se agotó, la motocicleta se detuvo y el aprendiz, como un bólido fue a dar de cabeza en
un charco, y no se hizo daño. Se estrellara contra un árbol y allí terminaran la aventura
y la vida del inexperto chofer. Cuando la terrible máquina que nos lleva hoy a todos, sin
saber a dónde ni cómo, se detenga, ¿seremos tan afortunados como el personaje de
Twain, o nos estrellaremos sin remedio?
Bajo el naranjo en flor he podido satisfacer una curiosidad para la cual en nuestras
oficinas-camarotes no hay tiempo suficiente: leer detenidamente periódicos y revistas de
los principales países, compararlos, y buscar en ellos alguna luz dentro de la oscuridad
presente. Tengo aquí “ The New York Times”, “The Chicago Tribune”, “Le Temps”, “Le
Matin”, “Luz”, de Madrid; “The Manchester Guardian”, “El Mercurio”; de Santiago; “Le
Mois” y “The Revue of Revues”, que son un resumen mensual de todas las actividades
humanas. Y te aseguro, mi buen Jaime, que no hay lectura más desoladora y
desconcertante que esta. Ni uno solo de estos grandes órganos de la opinión cree que
esto va bien o en vísperas de mejorar. Por el contrario, todos aseveran que esto va de
mal en peor. Lo que nadie sabe es por qué ni cómo. Porque si en Londres opinan que
las causas del mal son éstas, en París afirman que son precisamente las contrarias. Los
remedios se anulan los unos a los otros y las soluciones contradictorias no pueden
operar. Los armamentos y la política guerrera, son una de las causas principales de la
inquietud mundial. Pues bien: en las conferencias sobre el desarme se llegó a una
conclusión genial: las armas no son un peligro sino en relación con el que las usa. Es
decir, los bogotanos podemos estar armados hasta los dientes y no pasará nada.
En cambio los santandereanos, con palillos, harían una hecatombe. Después de
esta declaración las potencias marítimas propusieron que las terrestres se desarmaran,
y éstas que las grandes flotas se redujeran a la nada. Y así todos los problemas. Los
capitalistas no quieren que el fisco ayude a los sin trabajo, porque esta es plata perdida.
Los obreros protestan de que el Estado se dedique a sostener las grandes empresas,
incapaces de darles trabajo. Los agricultores piden que se cierre la frontera a los
productos de fuera y quieren que las de los demás países se las abran. Los industriales
aspiran al mismo absurdo.
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Naturalmente todo eso produce caos, confusión de que puede darse cuenta
fácilmente el que tenga ocasión de examinar en la prensa mundial el panorama de la
situación.
Yo propongo como base para una reconstrucción general un mes de reposo bajo los
naranjos en flor; un mes de suspensión de todas las actividades, las discusiones y las
conferencias con las cuales se trata en vano de arreglar la crisis, cada día más grave. La
máquina abandonada a sí misma durante 30 días, no marchará más mal que ahora
cuando 100 choferes tratan de dirigirla por 100 caminos diferentes. Con esta tregua
absoluta podría suceder una de dos cosas: o que los problemas se resolvieran por sí
solos, mediante la fórmula bien conocida entre nosotros, o que los hombres recuperaran
la razón y encontraran en el reposo lo que es imposible de hallar en la Torre de Babel.
Pensarás que el perfume de los azahares me ha embriagado. Sobre todo combinado
con el acre olor de la tinta de imprenta que sale de todos estos diarios venidos de las
cuatro partes del mundo y portadores de la misma simiente de locura. Y por hoy mi
querido Barrera Parra, basta de filosofías.
El Tiempo, 26 de julio de 1932.
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DEL ESTILO
Estoy de acuerdo con Pío Baroja en no rendirle al “estilo” un culto exagerado. El
estilo no es, según él, sino pretexto para no decir nada. Y el estilo relamido y perfumado
en artículos de combate diario, es invención ridícula de ciertos colaboradores jóvenes,
semijóvenes y ancianos de la prensa colombiana. La química del estilo está reservada
en otras latitudes a las revistas de carácter literario. Durante quince días, estos estetas
pulen y repulen su artículo, lo retuercen, lo alambican y lo entregan a la circulación tan
peripuesto y elegante como un dandy de provincia.
Cuenta Turgeneff en sus memorias que una vez recibió la visita de Flaubert, en
momento en que redactaba una carta de recomendación para un ruso amigo suyo, y
como hubiera puesto ya el verbo “encarecer” le pidió al ilustre novelista un sinónimo.
Flaubert tomó la carta, meditó largo rato; luego pasó a una estancia y duró allí encerrado
una hora. Turgeneff, alarmado, entró a ver qué pasaba y halló a Flaubert cubierto de
sudor, con la pluma en la mano. Trataba de buscar un sinónimo armonioso y no lo
hallaba. “Es imposible, dijo, en tan corto tiempo encontrar la palabra precisa. Mañana
volveré”. Y se fue llevándose la carta. “Qué imbécil”, fue la conclusión de Turgeneff.
Flaubert fue quizá un imbécil. Pero un imbécil de genio, que hizo una que otra obra
perfecta y absolutamente imposible de leer hoy. Cada libro representó para él un
esfuerzo heroico. Largas vigilias a caza de adjetivos nobles. Escribía una página diez y
veinte veces. Con ello conseguía redactar cincuenta líneas sin repetir ni un adjetivo ni un
sustantivo ni un verbo. Balzac fue muchísimo menos correcto que Flaubert. La obra de
Balzac es inmortal. Flaubert ha entrado ya en el olvido.
Y si esto le pasa a un puro artista, ¿qué diremos de nuestros escritorcitos, sin base
ninguna ni otro mérito que el ocio permanente que les permite realizar, con el mismo
trabajo de Flaubert, pero sin la menor chispa de genio ni de buen éxito, una labor de
ebanistería en sus escritos?
¿Qué se le puede y se le debe exigir a un diarista? Claridad y lógica. Dentro de estas
condiciones, no es posible reparar en galicismos de más o menos, en cacofonías, que
escapan a una corrección siempre rápida, y en uno que otro gazapo. Hacer orfebrería en
la máquina de escribir y en artículos a los cuales no hay tiempo nunca de darles segunda
lectura, es vana pretensión. No es deseable tampoco. Un diario tallado por orfebres sería
una de las más insoportables y soporíferas lecturas que pudiera ofrecérsele al público.
Diciembre 15 de 1932.
Tomado de La Danza de las Horas, Colcultura, 1972.
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Por cierto que en un tiempo nos despedimos al llegar al Bosque. El entraba a buscar
una idea para su caricatura y yo tenía que correr a esa hora a mi redacción de Fantoches.
Pero él iba a verse en el parque con una linda morena y, a mí una morena
encantadora me prohibía entrar allí por que la regañaban si me veían, y nos
encontrábamos mejor por la tarde en otras partes. En una exposición póstuma de
Rendón vi unos bocetos de su novia que era la misma mía. Y luego se casó con un
compositor musical.
Entre pocos amigos y en las primeras copas de su espíritu brillaba, pero luego se
iba encogiendo y silenciando y apenas tenía una alegre intervención, o una risa de una
sola nota. No era timidez ni que tuviera un espíritu introvertido, como sus póstumos
amigos han resuelto. Se divertía mejor con las ajenas discusiones; gustaba más de
rumiar los conceptos y meter baza sólo en temas favoritos como la política o el arte.
Dentro de ese escenario de la ciudad Rendón era alegremente acogido en las
redacciones, buscado con alborozo en los cafés, querido por los cocheros y los clubmen,
tuteado por los altos políticos o los emboladores o las patilisas y admirado por todos. Y
siempre era bien llegado a todas partes por su cordialidad, simpatía y alma jovial y franca.
Pero a nadie habló jamás de sus tragedias ni de su fatal resolución. Ni si quiera a
sus innumerables amigos póstumos.
Y poco antes de su muerte se lanzaron dos bien impresos tomos con muchas de
sus caricaturas que valían apenas cuatro pesos. Y muy pocos ejemplares se vendieron
en su vida, y pocos después de su muerte. Centenares de esos tomos fueron reducidos
a cenizas en el incendio de El Tiempo. Nadie los había querido comprar y eso que se
habían puesto a precio de quema.
En bien diferentes estilos pero con altura semejantes y casi al mismo tiempo,
Rendón y Pepe Gómez, Lápiz, fundaron la caricatura en Colombia y la sacaron de lo
usado hasta entonces que eran las cabezotas sobre cuerpos enanos.
Lápiz tenía una gran agilidad y variedad de estilos que lo habilitaban mejor para la
ilustración de revistas humorísticas. Que hubieran sido a la larga monótonas con un solo
estilo, como el de Rendón.
Este en el diario era mucho más brillante, de más buido ingenio personal. La
perfección del dibujo, la interpretación del momento, la síntesis afortunada de una
situación política, la leyenda centelleante y exacta hicieron de Rendón el máximo artista.
Que estaba tocado de la admiración de todo el país.
Hombre pálido, sonriente, acogedor, de traje y corbatín y chambergo siempre
negros, en él veía el país a uno de sus más diestros, valientes y certeros defensores
contra los regímenes duros, contra las camarillas, y las podredumbres políticas. Su
pluma se hundía reciamente en las lacras y era un hierro candente que marcaba a los
altos delincuentes.
Cordial y sereno, sólo perdía la compostura cuando alguien quería pisarle sus
terrenos con el cambio de una leyenda o una caricatura, o cuando le recordaban sus
sonetos de Medellín, de donde vino rozagante en 1916, según una autocaricatura con
rizo de cabello. Y en Bogotá se estilizó hasta llegar a su otra autocaricatura de 1928.
Incontables son los ciudadanos que desconocen hoy parcial o totalmente a Rendón.
Los viejos juzgamos que los jóvenes vivieron también todo lo nuestro.
Y entonces hay que referirles que Ricardo Rendón, el caricaturista excepcional que
al morir tenía 37 años, nacido en Rionegro, se trasladó años más tarde a Medellín en
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donde estudió en las escuelas de Bellas Artes. En “Avanti”, publicó sus primeros dibujos
que él mismo grababa en metal. Colaboró en la revista “Colombia”, y fue el principal
sostén de “Panida”, órgano de un memorable grupo de intelectuales medellinistas. “Los
Panidas éramos trece”, como cantaba León de Greiff. Muchos de los Panidas empezaron
a llegar a Bogotá al rededor del año 15. También hizo allí una serie de tarjetas con
caricaturas de personajes en forma de animales, pues, “todo político se parece a algún
animal”, según decía.
Su primer dibujo aquí lo publicó Cromos. Era un “cartón” sobre el Kaiser. En El
Gráfico publicó dibujos personales, por fin en 1921, cuando Villegas Restrepo fundó La
República, con un capitalón de doscientos mil pesos de esa época y que iba a barrer con
todos los demás colegas, Rendón se inició en la caricatura diaria.
Sus “monos” de entonces eran de trazos inseguros, llanos de letreros, largas
leyendas, pero poco a poco se va afirmando la línea, se vigoriza, se desbroza y la
composición, enredada a veces, se estiliza y perfecciona.
Pasó a El Espectador, en donde combatió reciamente al General Ospina, y luego
volvió a sus dibujos comerciales, entre los cuales se recuerdan aún la cabeza del
cigarrillo “Pielroja” y los anuncios del Zacol. Y su deseo era fundar un semanario
humorístico: “Michín”.
Esta idea tuvo su más seria perspectiva en el año 25 bajo los nobles auspicios del
gran acuarelista José Restrepo Rivera, que por entonces era el Gerente de la Naviera
Colombiana, con mil pesos de sueldo. Nos reunió varias veces en su casa de la
Capuchina para sentar las bases de ese gran semanario —muerto ya, “La Semana
Cómica”— a Rendón y Pepe Gómez que eran los dibujantes y a mí como jefe de
Redacción.
Hasta la media hora se discutían los planes, pero en cuando el Whisky y el jerez
empezaban a cumplir, la charla se enrumbaba por otros puntos, y se dejaban los planes
para otra noche.
Al salir de la sexta sesión, dimos por terminado el proyecto y el bar de Restrepo
Rivera, que iba a ser empresario y director, y Rendón volvió a su elevada habitación del
Metropolitano, en la Primera Calle Real, a sus dibujos comerciales y sus esporádicas
ilustraciones en los diarios y revistas.
En marzo de 1928 empezó su colaboración en El Tiempo.
El dibujo de Rendón no era universalista, sino especialmente político, y dentro de su
obra son pocos los dibujos sociales y menos los internacionales, como puede observarse
desde los primeros de “Avanti” hasta los últimos de El Tiempo. Se apartan, como es
claro, sus maravillosas acuarelas, y sus magistrales portadas para “Universidad”, de
Germán Arciniegas.
La línea firme, recta, limpia de las caricaturas de Rendón coincide exactamente con
la de su vida particular y su pensamiento artístico y político, siempre de claros, seguros
y severos trazos.
Hay jóvenes o extranjeros que al cabo de 25 años ignoran no sólo a Rendón sino
las circunstancias de su muerte.
En absoluta sobriedad se acostó el día anterior a las once de la noche, pues al día
siguiente, a las cinco de la tarde, tenía una cita con don Fabio Restrepo a fin de que fuera
al campo a descansar unos días.
A las nueve de la mañana se levantó, se despidió, como siempre jovial y tranquilo,
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de su madre, y salió de su casa en la calle 18. Poco antes de las diez entró a la “La Gran
Vía”, en donde charló brevemente con el gran viejo que era don Manuel Murillo, que tanto
lustre dio al establecimiento. Pidió una Bavaria al más lejano reservado y sin quitarse
siquiera el sobretodo permaneció en silencio allí casi una hora. De pronto se sintió un
ruido no muy fuerte y al acudir el camarero halló a Rendón caído con una bala en la
cabeza. Se había disparado con una pistola colt, calibre 22, y estaba inconsciente. En
un charlol de Bavaria había escrito: “Suplico a mis amigos que no me lleven a casa”.
Trasladado a la clínica de Peña, fue operado, aunque sin ninguna esperanza y a las
6 de la tarde falleció en medio de la consternación de toda la ciudad que se agolpaba en
los alrededores de la clínica.
Al día siguiente fueron sus funerales, a los cuales concurrió toda la ciudad. Las
cámaras levantaron sus sesiones en señal de duelo. El gobierno, las gobernaciones y
todos los municipios aprobaron mociones de dolor, para expresar el que embargaba a
todo el país.
Hoy hace 25 años se mató Rendón. Psiquiatras que lo trataron, o no; compañeros
que lo vivieron en sombríos días y alegres noches, amigos póstumos que surgieron al
punto, todos dan las más aventuradas y desventuradas versiones y explicaciones. Y
ninguna, lógica, ni justa, ni natural.
El hecho es que el magistral artista, el genial caricaturista quizá se sintió cansado
de la fiesta y sin despedirse para no turbarla, cogió prudentemente su sombrero y se fue.
Lecturas Dominicales de El Tiempo, 28 de octubre de 1956.
BUENOS DIAS
Siempre en todo periódico
el reportero que entra
e imagina una cosa
muy ágil y muy nueva,
al director propone
hacer alguna encuesta
sobre el asunto grave
que esté sobre la mesa.
Ir preguntando a todos
en cafés y plazuelas
su opinión sobre el punto
que el reportero quiera.
Si el director es una
persona tonta y mema,
que está haciendo su viaje
de bodas con la prensa,
se cree que eso es sin duda
una cosa moderna
y al cronista le aplaude
la original idea
que hará que ese periódico
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Tal vez don Germán quiere evitar los delitos por el abuso del alcohol. Aunque el
centenarista decía que el abuso del alcohol consiste en emplearlo en cosas que no son
para emborracharse.
Pero don Germán no ha caído en que los delitos no se cometen en las calles sino
en las cantinas. Y entonces habría que detenerlos más bien adentro.
¿Poner policiales por cuenta del bar? Y ¿cuándo sabe el agente si uno va a
desenfundar un soneto, una confidencia, o un revólver? O como ha sucedido tantas
veces, cuándo sabe a qué horas debe llevarse a sí mismo?
Y la tragedia será para el cliente pues le cobran 30 de güisqui, 10 de soda, quince
de cigarrillos y cincuenta centavos de agente.
Y cómo sabe el sereno —como decíamos con Germán cuando éramos
centenaristas— ¿si uno va ebrio? ¿O si su embriaguez es de “pelas” de papá Fidel, o de
vida o amor o poesía, según el coctel de Nervo?
Va un empleado haciendo un sábado todas las “eses” que olvidó en la oficina a
tomar un taxi para la casa, a dormir su “pergamina” y el señor agente lo lleva a que más
bien se la lidie el inspector.
Salen dos chicos hablando a voz de cuello y gritando bestialidades, y resulta que no
son ebrios. Son unos estadistas de la Cigarra, señor agente.
Va uno del brazo con un señor que le dice “idiota” a cada instante y no es alzada, ni
molestia. Es que sale del periódico con Calibán.
¿O va uno de brazo de un chico que trastabilla, el sombrero en la mano y los ojos
en la nuca, y con una muchacha que vocifera y manotea? Tampoco hay ebriedad.
Caballero Calderón que volvió y quiso dar un paseo con Emilia y un servidor.
Y doce o veinticuatro horas de cárcel, y sin siquiera en la policía un trago acogedor
ni un piquete al día siguiente para espantar el guayabo.
Y en cambio va uno con un señor que habla muy paso y golpea centenarísticamente
el bastón, y otro que apenas se sonríe y somos el caballero Antolín y K.—Milo que vamos
ebrios. De esos ebrios que hay que conducir.
Mientras al agente no se le dote de un jumómetro el decreto no sirve. Jamás el
policía podrá saber si el que corre o grita, sin sombrero y alocado es un borracho
escandaloso, o es Riverita que eufóricamente corre tras una chiva.
Y a lo mejor lo deja pasar a uno que lleva una juma de noventa y ocho puntos, como
para que estalle el paro general, pero toda enmochilada dentro del sobre todo; y agarra
al muy ilustre y muy respetable señor conde de Cuchicute que va a acostarse a su casa
hecho un Ignacito Escallón.
¿Que el borracho les pone pereque a los empleados juiciosos? Pues que los
empleados juiciosos no cobren los sueldos del erario que sostiene el ebrio. O que
siquiera se vayan a sus oficinas o sus casas para que los ebrios tengan campo libre en
donde trabajar para sostenerlos.
¿Por qué se quejan de las malas notas que uno da, si uno nada dice contra las que
ellos escriben?
Y así, pues, al leer el decreto del alcalde, decreto irrespetuoso que atenta contra el
gremio, todo alzado hoy se pone de pie, y se va de cabeza.
El Tiempo, 11 de julio de 1939.
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el cuñado de Vivas. Riñeron los dos: Que el uno era el dueño de los palos. Que no: que
era el otro. Finalmente, fueron a donde el juez municipal, a instancias de Vivas. Se dirimió
la querella. El juez advirtió que el asunto sólo se podría enmendar, mediante un juicio
legal de sucesión. Entre tanto, nadie tocará los palos: ninguno hiciera leña, para evitar
hechos fatales.
***
Mas, con antelación a tan sabio consejo, Vivas Buitrago había tumbado unos palos.
Y precisamente, de regreso a su casa, el día de la demanda, resolvió llevar los palos
tumbados, del campo a la vivienda. Alonso, el cuñado, se presentó intempestivamente
en casa de Vivas Buitrago. Lo insultó, lanzó una piedra contra uno de los hijos del
matrimonio. Le dio de palos a su hermana, esposa de Vivas, y por último, arremetió
contra éste. Alonso tenía 25 años. Vivas 33. Alonso era fornido y corpulento: Vivas
raquítico y enclenque. Trabados en lucha, Vivas cayó a tierra. Alonso le tomó la garganta
con el sano propósito de estrangularlo. Vivas sacó de sus bolsillos una navaja e hirió
donde pudo. La herida quedó localizada en la caja torácica. A consecuencia de ella,
Alonso falleció, treinta y tres días después, en el Hospital de San Juan de Dios de esta
ciudad de Bogotá, fundada por don Gonzalo Ximénez, el soberbio.
***
Se inició la sumaria. El hecho ocurrió en una fracción del municipio de Guayabal, el
miércoles de ceniza del año de 1940. Vivas fue traído a Bogotá. Repartido el negocio,
correspondió su estudio al juzgado superior. El juez lo llamó a juicio y propuso este
cuestionario:
¿Es cierto que Alonso murió a causa de la herida que le hiciera Vivas?
Respondió el jurado afirmativamente.
¿Es cierto que Vivas hirió con intención de dar muerte?
No: fue la respuesta del jurado.
¿Es cierto que el hecho acaeció en riña provocada y en momentos en que Vivas
estaba iracundo?
Sí, respondió el jurado.
***
El juez consideró que el veredicto era injusto. Pues, según su criterio, Vivas había
herido con intención de dar muerte, desde el punto que hirió en el pecho, parte un tanto
sagrada del cuerpo humano. La sentencia del juez fue confirmada por el tribunal,
aceptando la misma tesis. Se hizo necesario, pues, provocar un nuevo jurado. Habían
cursado dos años, desde el día de los acontecimientos.
***
Este nuevo juicio público, en el cual intervine como jurado, fue muy interesante. La
fecha fue pospuesta una y otra vez, con la pérdida de más de dos meses en perjuicio del
procesado. Por fin, ayer se hizo la audiencia. Eramos cinco los ciudadanos encargados
de fallar sobre tamaña ocurrencia. Nos leyó el juez unos artículos del código y tomamos
asiento en unas sillas; dándoles las espaldas al estrado del juez y mirando, al frente, al
sindicado, a quien custodiaban dos guardianes somnolientos. Leyó el secretario el auto
de proceder, la sentencia del juez y la confirmación del tribunal superior. Le correspondió
el uso de la palabra al señor fiscal, joven jurisconsulto, entre cuyos méritos se puede
contar el de desconocer, por completo, el negocio que tramitaba. Sostuvo, con ardua
elocuencia, la tesis del tribunal. Esto es: Vivas Buitrago hirió a su cuñado con la intención
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LA FLAUTA Y LA ENVIDIA
Las calles del barrio tienen en las tardes un buen sol que las atisba desde el claro
cielo y les da su beneficio, humildemente sin la petulancia de los astros mayores. En la
tarde, cuando el crepúsculo rudimentario pone pespuntes de sombras sobre los
caballetes de las casas, y adorna de colores alegres la desazón de las últimas horas de
un día molondro y cotidiano como todos los días, juega en el aire una música plañidera
y extraña, que un viejo, bohemio y filósofo, arranca de un flautín de hoja de lata, de cuyos
cinco agujeros minúsculos se escapa la inquietud del tísico viento que canta.
Este hombre de la flauta tiene unas barbas que le ponen sobre el pecho una blanca
vegetación decepcionada. Es alto; ancho de hombros; de grandes ojos amodorrados; de
amplia frente. Viste pobres ropas remendadas. Usa un bastón de peregrino y lleva un
morral de lona, alcancía de su miseria y despensa de su hambre. No se le conoce oficio.
Va por las callejas del barrio, seguido por un bullicioso grupo de chiquillos, se sienta en
los umbrales. Del morral saca pan y se alimenta. Se arregla sus ropas viejas y rotas. Y
luego, suena su flauta, pausadamente sin prisa y produce melodías extrañas.
Armoniosas voces, música de cábala y fatalidad.
Yo me he acercado al hombre de la flauta. Le he preguntado cosas de su vida. He
tratado de descifrar este jeroglífico ambulante, sin ningún buen éxito. Porque, si
urbanamente contesta mis preguntas, el hombre de la flauta lo hace con palabras muy
sabidas y rebuscadas y cuando ya la confidencia piensa escaparse de su boca, a la boca
se lleva el aparato de latón, y le sopla las entrañas y lo hace gemir, lo hace llorar, lo
obliga a reír alborozado y este lenguaje es de comprensión muy difícil, casi imposible.
En todo caso, la estampa del único filósofo, decora a perfección el ambiente de mi
barrio. He pensado que seguramente esté irremisiblemente perdido entre sí mismo, y
trate de hallarse, y se llame con la voz angustiada de su música. He pensado que es un
loco, un maniático o un incomprendido. En realidad, no es más que un hombre que toca
la flauta.
Un hombre que yo envidio con pérfida envidia, porque siempre que lo veo, recuerdo
el cuento del faquir flautista que dormía a las culebras.
Y es tal la emoción que el recuerdo y la contemplación me producen, que
últimamente huyo del hombre, porque sé muy bien, que una tarde de éstas, yo no me
podré contener y he de robarle su flauta. Para qué? Sencillamente para ensayar el
método del faquir, que según la tradición siempre dio maravillosos resultados.
El Tiempo, 7 de febrero de 1936.
DICCIONARIO DE SABADO
IMPIOS. Pollos que no pían. Débese ello a ciertas maleaduras que sufren cuando
no son animales, sino huevos. Ejemplo: “Ay, aquestos gallos míos
se vuelan de mis corrales.
Semejantes animales
con plumas, y tan impíos!
Salomón Gallo”.
TALENTO. Lo que no anda o está funcionando lentamente.
PANDO. Clase de pan musical, muy usado por los antiguos asirios. La fécula se
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CUENTO DE ESPIAS
A las diez de últimas, se rectifica la aparatosa información que tuvo que tener origen
autorizado, acerca de una tremenda organización de espionaje nazi en Medellín. A raíz
del aviso hecho por el señor Hoover, jefe de los G. Men, sobre la presunción de que dos
famosos espías del Eje anduvieron por esta amable patria con chirimoyidad, los
corresponsales de la prensa urdieron un relato maravilloso y fantástico. Alemanes,
japoneses, italianos y no pocos colombianos pertenecían a la red más peligrosa de
espionaje que hubiese funcionado en Suramérica; los servidores de las agencias
noticiosas transmitieron la información a todo el mundo. De pronto, Colombia se convirtió
en un lindo foco de actividades antidemocráticas. Desde luego esta suerte de notoriedad
es perjudicial, nociva y contraproducente.
La prensa extranjera, cito el caso concreto de la prensa norteamericana, acostumbra
ocuparse de nosotros dando las noticias más morrocotudas. Indios que asaetean a los
blancos; horribles epidemias de suicidios; crímenes atroces; desfalcos, sucesos
extravagantes, son los platos que con mayor frecuencia suelen servirse a la avidez de
los lectores. En Chicago, en una fiesta a la cual asistían un selectísimo grupo de rubias
damas y esforzados hombres de negocios, yo, aguijoneado por los aperitivos, relaté
cómo me había salvado de perecer bajo los apachurrantes golpes de macana del cacique
Quesada, en las inmediaciones de Bogotá. Aquellas deliciosas chicas rubias y esos
inteligentes varones de empresa se tragaron la píldora, como la cosa más natural. Hubo
quienes le agregaron a mi pequeño relato circunstancias enternecedoras. ¿Colombia?
¡Oh, sí, Colombia! ¡Tierra de indios bravos! Debe ser muy interesante la vida por allá...
Y las damas me miraban, como queriendo descubrir en mi cara de idiota las facciones
de un indio feroz. Es el nuestro el país que menos propaganda se hace. La propaganda
es hoy uno de los instrumentos más importantes de toda actividad. Desconocidos, pues,
o tergiversando, cuando menos, nuestra verdadera realidad, si llovemos sobre mojado
apareciendo como foco peligrosísimo de actividades antidemo-cráticas, menguados
estamos. El escándalo de los espías debió ser desmentido a su hora, por las autoridades
competentes.
El Tiempo, 3 de febrero de 1945.
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Alfonso Fuenmayor
Más conocido en Barranquilla como el maestro Fuenmayor, nació en 1917 y heredó
de su padre José Félix Fuenmayor la pasión por la literatura. Estudió en Bogotá Filosofía
y Letras y fue desde profesor universitario hasta senador y representante de la ONU.
Comenzó su carrera periodística a finales de los treinta como reportero, cronista de las
revistas Cromos, Estampa y Semana, además de dirigir estas dos últimas por varios
años. En Barranquilla dirigió el semanario Crónica (1950), que fundó con García
Márquez, Cepeda Samudio, Germán Vargas y Ramón Vinyes (el sabio catalán). Fue un
lector voraz, conocedor profundo de los clásicos griegos y latinos, y un descubridor de
autores, especialmente norteamericanos y del boom latinoamericano, cuando no eran
famosos.
Alfonso Fuenmayor fue el maestro de la generación del Grupo de Barranquilla; el
más culto del grupo, con una sabiduría que procuraba ocultar. A él le tocó recibir en El
Heraldo a Gabriel García Márquez, que venía recomendado por Clemente Manuel
Zabala de El Universal de Cartagena, y desde el primer momento intuyó su talento. En
El Heraldo se encargó de los editoriales durante 26 años, y publicó la columna Aire del
día. Otras columnas fueron Ni más acá ni más allá y El carrusel de todos los días . Pero
sin duda donde desplegó sus mejores recursos de cronista fue en la revista bogotana
Estampa, a partir de 1939, donde publicó la columna Tipos y cosas de la ciudad. En esas
crónicas revela su maestría para la descripción de personajes, situaciones y ambientes,
y el manejo del diálogo sin perder el punto de vista personal. Murió en 1994.
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
los pantalones a medio ajustar se tiran a la mitad de la calle, como debieron hacerlo los
aterrados habitantes de Roma, cuando Nerón tuvo la idea de decir sus poemas frente al
incendio de la Ciudad Eterna. Al igual de las bolas de billar tienen los emboladores una
dirección premeditada. Van a los predios de su jurisdicción, a los lugares de su parroquia,
en donde se les conoce lo mismo que sus cajas, sus chistes, sus vestidos que no aciertan
a tener un color definido y cuyo saco no es precisamente del color del chaleco. Con las
gorras ladeadas, usadas a la manera de los apaches parisienses que figuran en las
películas y el piano, en una mano, en cuyo estrecho vientre se rozan mil vendas curtidas
con la policromía de las cajas de betún y con uno que otro libro de Vargas Vila, de
carácter detonante y un cancionero que aún tiene vigencia en las estaciones de radio
locales, van a enfrentarse con zapatos empolvados y llenos de barro. También va dentro,
junto con ese sencillo instrumental, una naranja sonriente y amarilla de jugosa pulpa, en
donde están sembrados, como estrellas, unas sencillas menudas, que parecen diminutos
ojos humanos y que la inteligencia del empresario ha partido en dos.
Llegados a la séptima cada uno toma una dirección. Esta depende de la categoría
del embolador. Los de la más alta, los que se hayan en la cúspide de la profesión, los
que son el modelo de los que comienzan, tienen su parroquia, su radio de acción, en
donde son señores de todos los zapatos sucios, se dirigen a determinado café, cuyo
nombre luce como un letrero heroico en la gorra... Ahí nadie más sino ellos pueden lustrar
zapatos. Pobre del embolador furtivo que invada la zona, cuya higiene zapatil está
encomendada a un embolador que se distingue de los demás por cierta gravedad que
proporcionan los negocios complicados. Es difícil atender la inmensa clientela de un café
y por eso se dan el lujo de lustrar los zapatos más de prisa que los demás.
Les sigue en este escalafón que no consta de ningún código, pero que es
inexorablemente real como una ley de la naturaleza, los emboladores de la Plaza de
Bolívar y los de San Francisco que tienen un lugar preeminente dentro del gremio.
Extienden con cuidados rituales, un pedazo de alfombra, sobre el que se sientan,
serios, faquirescos. (Hoy el municipio los ha dotado con más bancas de metal). Cuando
la clientela escasea —también tienen estos señores del betún y del cepillo sus horas
negras— se teje una charla salpicada de humor y de palabras gruesas. Los que tienen
un sentido más comercial del asunto, compran los periódicos del día y tienen las revistas
de la semana. Generalmente poseen un perro de la peor de las razas, al que adoran
extrañamente. Este perro se pasa el día echado y a veces, da paseítos, sin fatigarse,
como si obedeciera a una receta del veterinario.
Cuando son las doce del día, crece la afluencia de los que quieren una repisada del
betún para sus zapatos. Es la hora más activa. Se les ve “concretados en el acto”,
doblados sobre los pies del cliente y golpeando, intermitentes, con el cepillo la caja. El
embolador está compenetrado con los zapatos.
Los emboladores de las oficinas tienen a flor de labio la palabra “doctor”, que
resuena como una letanía.
Revista Estampa, 22 de julio de 1939. Tipos y Cosas de la Ciudad.
EL PATO
Pato, “Ave palmípeda, con el pico más ancho en la punta (ancho, anchísimo casi
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
todo es un solo pico) que en la base, y en esta más ancho que alto; y el cuello y los tarsos
cortos por lo que anda con dificultad (casi que no anda: frecuentemente está sentado).
Se encuentra en abundancia (ciertamente abunda mucho) en estado salvaje (hoy está
por completo domesticado); su carne es inferior a la gallina (a este respecto no hay duda).
Se encuentra en los lagos... (y en todas partes). Diccionario Enciclopédico
Hispanoamericano.
Pero además del de la clasificación científica, fuera del pato que considera la
zoología, que todos conocemos por el andar trabajoso que puebla el solar de las casas,
hay uno que hunde sus raíces en la especie humana y que en otras partes llaman en voz
de germanía “pavo” y “gorrero”. En todos los lugares tiene la acepción peyorativa y
deprimente de parásito. Es el individuo que, aparentemente ignorante de todo y sin que
lo garantice ninguna invitación previa, asiste a las fiestas con aire distraído, en son de
visita. Es un convidado fortuito, de emergencia, inesperado, último. Como en la zoología,
hay mil variaciones de patos. Los hay de las furtivas cantinas de arrabal, en donde el
puñal acecha con escondida insistencia, los hay de los cafés de mala muerte en donde
frecuenta el hampa y los remendados, los hay de los cafés más o menos buenos en
donde hay limpiabotas y una tranquilidad convencional, los hay de bailes modestos que
viven al compás de un radio y cock tails detestables, los hay de bailes pomposos que las
tinieblas de los trajes de etiqueta no logran hacer lúgubre, los que han volado más alto
son los que rondan las legaciones.
Los “patos” forman una cofradía romántica y dispersa. Nunca andan juntos, pero se
defienden, saludan y ayudan. Cuando un pato tiene tres perspectivas regala dos. El
“pato” ha llegado a ser un elemento indispensable en los alegres jolgorios y puede
decirse que una juerga sin ellos es una juerga deslucida. Hay cálculos exactos que dicen
que una mesa de tres anfitriones no tolera sino dos patos y una de cinco sólo resiste la
presentación de tres. El “pato” existe porque hay anfitriones y hay anfitriones porque hay
“patos”. Hay también “semipatos” que es una variación. Es el que tiene una suma que
hace cabriolas alrededor del peso. Cuando entra a un café —los cafés son sus campos
favoritos de acción— y ve anfitriones de recurso, va directamente a la mesa a la que
están sentados. Saluda con un saludo general y dice a la mesera en voz alta cuidando
que todo el mundo oiga: “sirva lo mismo”, y paga rumbosamente, en seguida. El dinero
está “sembrado” y no volverá a pagar un centavo, entre otras razones porque no tiene
más. A los pocos minutos vendrá la cosecha, casi siempre abundante. Si se juega cacho
o billar el “semipato” tendrá la prudencia y el tacto de ignorar esa clase de juegos. A la
hora de pagar la cuenta se hará el dormido o el borracho o busca un momento de
turbación para irse.
Cuando un pato está desocupado entra en los cafés y mira detenidamente a todas
las mesas para ver cuál es propicia a su instalación. No es exigente y podría serlo ya
que hay mesas que necesitan patos como los huevos sal. Si en una mesa hay amigos
que no lo han visto pasará varias veces delante de ellos. Cuando logre que lo vean y
saluden todo está conseguido. Se acerca. Abraza a todos y, como hay detalles que no
se le escapan al “pato” —todo pato que lo sea habrá de ser buen observador— adivinará
por ellos, cuál es el de fondo y lo interesará hablándole, por ejemplo, de una muchacha
prodigiosamente bella que con interés no desnudo de amorosa simpatía preguntó por él
en cualquier lugar del planeta. La inmensa pasión que él, sin duda, despertó en la
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
decirse que hoy más que nunca, se encuentra organizado y bate récords de velocidad.
Hay empresas que viven de los que se mudan y que mantienen propaganda muy
pintoresca.
En la mudanza existe un escalafón cuyo punto de partida es el estudiante que se las
arregla con un maletín antiguo de lona en el que se juntan los calcetines remendados
con las tibias cartas de la novia enamorada con una entrada a cine cuyo valor surgió en
una excursión del terno dominguero por las peñas tenebrosas y con un libro raído, que
ha perdido el color, que ha pasado, como una moneda, por muchas manos y dueños,
que en fin, ha hecho pasar y rajar gente. Si el estudiante es de más recursos alquila una
zorra en la Plaza de Mercado o en San Victorino, y, después de un regateo canino en el
que se muerden los tobillos el hambre del zorrero y la pobreza del estudiante, se
establecen un diálogo medio rabioso y humorístico. El estudiante promete 20 centavos y
remata así el contrato: “Apenas es un baúl pequeño. No queda sino a dos pasos. La casa
no tiene altos”.
Negocio cerrado.
El trasteo es un lugar común. Es casi una ceremonia, con ritos convencionales y
palabras de cajón. Es un drama que se representa en escenarios gemelos de desorden.
Las familias pudientes alquilan una caravana de camiones. El empleado alcanzado y
puntual solamente uno. En la noche que precede al trasteo, el ama de casa tiene un
sueño que es una pesadilla. Entre más fiel sea está más confusa. Ve, sobre el radio
comprado a plazos y cuidado por todos, una escoba mugrienta. La madre amorosa lanza
un grito al soñar que su hijo el pequeño, el entremetido y preguntón, se encuentra
aplastado bajo un escaparate que perdió el equilibrio. “Mucho cuidado, que, tiene vidrio”
advierte la señora al mozo del cordel al entregarle con suavidad protectora, un bulto en
el que va, quejándose, el retrato bigotudo —unos bigotes que parecen un par de pinceles
o un corbatín—, acartonado y regañón del abuelo que para retratarse, hace cincuenta
años, tuvo necesidad de tragarse varios bastones con mango y contera.
La casa se anima como un manicomio de cuerdos. Van y vienen. Y al perro, que
está echado y pensativo en un rincón, pues le duele por cuestiones de índole amorosa
abandonar el barrio, le han pisado varias veces la cola. “Mucho cuidado que se desafina”,
agrega la señora, en kimona, desde el umbral de la alcoba señalando el piano para que
traten en buena forma el armónico mueble. “Ese piano, ahí donde usted lo ve —y repite
la historia que ha contado a todas sus amigas— tocó María del Carmen, que era hija de
Andrés, esposo de Manuelita, que es cuñada de un sobrino de José, ahijado de un primo
segundo de Olaya Herrera.
Es el piano, con los espejos, el aparato al que la dueña de la casa le ha puesto
siempre más cariño. Las mujeres tanto quieren el espejo que lo llevan hasta en la calle,
a pesar de su carácter estrictamente doméstico.
De pronto un ratón acosado por la algarabía arriesga la vida al atravesar casi en
avión, la sala. Las niñas —que en eso de acuerdo con las demás del globo— creen que
es su deber perforar con grito tembloroso y agudo la bulla ambiente y asustan más al
ratón que huye pavorido hacia algún hueco salvador y cómplice que, lo mismo que en
las películas, está preparado de antemano. El instante cruel se entretiene matando
cucarachas —hasta entonces escondidas— que inician su pardo discurrir desde un
rincón, rigurosamente en fila, desde la cucaracha abuela, hasta la jovenzuela empolvada
y casadera.
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LOS INMIGRANTES
Decir que no necesitamos inmigrantes es una tontería de las grandes, pero decir
que necesitamos la inmigración que nos llega es una imbecilidad. Una de aquellas
imbecilidades que no tienen perdón de Dios.
Este país nuestro cultiva morbosamente la falta de buen sentido; heme informado
de que están trayendo papa holandesa en preciosos empaques, cosa indudable, porque
el holandés tiene el sentido de lo armonioso y bello, y de que piensan traer semilla de
papa americana. No es por criticar, pero quienes tan bonita idea han tenido para bajar el
precio de la papa merecerían ser condenados a la hoguera. Lo mejor que tiene Colombia,
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“L’AUTORIDA”
Nuestro cuerpo de policía, de tiempos inmemoriales hasta nuestros días, ha sido el
más característico reflejo de la vanidad, fatua, pedante y carente del sentido de las
responsabilidades; no encuentro una comparación adecuada si no es en los conocidos
y poco apreciados “cachacos de pueblo”. Un buen día, cuando Bogotá debía tener dos
o tres mil habitantes, el señor alcalde contrató tres o cuatro individuos, les puso un
uniforme, que en aquellas épocas, duraba todos los años que viviera su dueño; les dio
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Marzo 7 de 1936.
Consultorio Sentimental.
CONTESTA KI-KI. DOCTORA EN AMOR
Tengo treinta años. Estoy enamorado de una muchacha de catorce, pero aunque
ella me quiere, en la casa se oponen por la diferencia de edades. Aun cuando soy
suficientemente rico, quiero tanto a esta niña, que le he dicho que puedo esperarla dos
años para que nos casemos. Al padre como que no le suena la cosa, y le ha prohibido
toda clase de correspondencia conmigo. La madre me quiere mucho, pero uno de los
hermanos me amenaza con matarme si insisto en mi cortejo. ¿Qué hago?
Desesperanzado
Insista decididamente, a ver si lo matan. En este país nunca se cumplen la
amenazas; podría ser que ésta resultara, y Wilde dice que ninguna experiencia es
despreciable. Ahora, ésta mucho menos. Insista. No sé por qué me imagino que su futuro
ex cuñado es hombre de armas tomar.
Contesto a Enamorada
Usted escribe demasiado largo, y eso está mal, por lo menos en lo que a mí
respecta. Probablemente usted exagera los dos amores: el suyo y el de él. Simpatizan
únicamente, al menos hasta ahora. Posiblemente ambos crean estar enamorados, pero
la cosa no pasa de ahí. Creo que debiera invitarlo muy sencillamente a tomar el té un
día, pero con otros amigos y amigas, para que él no pueda suponer un interés excesivo
que la perjudicaría. Esté con todos, y también con él, muy amable, agradable, animada,
pero para ninguno tenga una diferencia especial. Convendría que averiguara, si las cosas
siguen adelantando, algo, y ojalá mucho, sobre él. Los extranjeros, cuando no son
excelentes, son lo peor en que puede armarse una mujer. No hago consultas ni
respuestas particulares, pero según anden sus asuntos, puede escribirme cuantas veces
usted quiera. Con una corta introducción, para que la reconozca, y dejando de lado
muchos detalles que nada valen, como aquello de que la creen coqueta, que su genio
fue antaño alegre y juguetón, que hoy es pensativo y romántico, etc.
***
Hace ya muchos años me casé por amor, es decir, sin un centavo ella y sin un
centavo yo. Afortunadamente, mi buena salud y vocación para el hogar me han dado el
título de esposo modelo, aunque sufriendo en silencio las amarguras de la pobreza. Mi
mujer es extraordinariamente buena. Señora en todo sentido, pero ahora, después de 15
años de tranquilidad matrimonial, cuando la educación para seis mujercitas pone en
jaque el presupuesto de mi sueldo, se ha rebelado contra la pobreza, sin prestar oídos a
mis reflexiones de optimista, de tal manera que ha logrado asustarme; he comprendido
los peligros de la miseria, y lo peor de todo, mi incapacidad absoluta para producir más
o proponerme ahorrar. Soy empleado de nacimiento y con 50 años de edad.
¿Qué debo hacer? Resignarme a escuchar un eterno sermón de amargas verdades
irremediables sobre lo que he debido hacer: no casarme sin tener casa propia,
economizar en la juventud, etc. ¡Imposible! Mi sistema nervioso no lo permitiría. Si
continúo así, tengo la seguridad de suicidarme a la hora menos pensada. ¿Aceptar la
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príncipe de Polignac eran lobos de atar y de aullar los descendientes coronados de los
Mariscales de Napoleón.
En la Argentina se llama guarango — la noche se aplebeya y se transmuta en ge—
al tipo que le llamamos lobo en Colombia. En el Perú se le dice guachafo, con la hache
degradada en ge. En Chile lo bautizan de siútico y en España de cursi. La indiferenciación
social produce, claro está, una inestabilidad psicológica, un sentimiento de inseguridad
que tampoco tiene que ver, óigase bien, con la procedencia o la fortuna de la persona.
Hasta a los llamados jet set, ya nacionales o internacionales, las orejas del lobo
asoman tras los cristales del Dodge-Demon de color curuba, y sus colmillos —
enchaquetados o de prótesis— relucen en la penumbra del Unicornio de Bogotá, lo
mismo que en el Moroco de Nueva York.
En materia, pues, de habas y de lobos, lo cierto es que en todo el mundo y en todos
los estratos sociales germinan lobos y se cuecen habas.
El Tiempo, 8 de junio de 1974.
DIATRIBA DE LA CORTESIA
No se trata en este comentario de la semana de la cortesía. Se trata, simplemente,
de la cortesía, de lo que las señoras llaman la buena crianza y el señor Carreño —uno
de los hombres menos urbanos que ha conocido la urbe— llamaba la urbanidad. La
cortesía consiste en cederles el puesto a las señoras en los tranvías, en darles la acera
en la calle, en tolerar que rompan las filas ordenadas que se forman a la entrada de los
cines para comprar boletas, en hacerles o dejarles hacer visitas en las calles, en
permitirles llevar críos a la iglesia, en tolerarles sombreros de tres pisos en las salas de
cine, en interrumpir el tránsito durante media hora mientras se espera que la niña del
automóvil le cuente a su amiga peatona, en el sitio menos adecuado, sus tribulaciones
amorosas.
La cortesía, como se ve por su simple definición, es el desastre, el desbarajuste, el
caos urbano. Gracias a la cortesía, los señores andan haciendo quites por la calle a las
señoras, dificultando la marcha de los transeúntes menos relacionados. Por ella las
salidas y entradas de cine se convierten en remolinos de tortura. Sólo a ella puede
imputarse esa demora espantosa que sufren los tranvías en las esquinas, donde una
señora que se baja resuelve contarle, a último momento, toda una historia a la amiga
que viajaba con ella. Si la cortesía no existiera, los transeúntes andarían por su derecha,
sin bajarse a la calle cuando pasa la prima hermana de la amiga del primo del novio de
una parienta que toca el tiple. De la cortesía nace esa calamidad urbana que consiste en
que ningún teatro abra sus puertas a la hora anunciada, ninguna fiesta comience cuando
lo quiere el desventurado que se aviene a darla y ninguna conversación telefónica dure
menos de media hora. Si se suprimiese radicalmente la cortesía, si se corta de cuajo la
urbanidad, la ciudad sentiría un alivio. Todo el mundo iría para donde va, sin detenerse
ni estorbar el paso a los demás. Las señoras no se creerían en la obligación de recorrer
toda la parentela viva y difunta de su vecina del tranvía, en el momento en que resuelven
bajarse. Los señores no esperarían más de dos minutos, en las puertas de los cafés, al
amigo que puso una cita para no cumplirla. Los borrachos prescindirían de la fastidiosa
ceremonia de hacerle tomar a usted un trago en ayunas, o acabando de comer dulce de
moras, y ya no se creerían en la obligación de conversar con su novia, cuando la lleva
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
usted a un cine. En fin: que sin la amabilidad ni la cortesía la ciudad sería casi deliciosa.
Piense el lector lo que sucedería en Nueva York, o en Londres, o en París —donde
las calles centrales son por lo menos anchas— si a los ciudadanos les diera por practicar
la urbanidad de Carreño, por ser amables, por ser atentos, por ser corteses. Nueva York
se aplastaría en media hora. Los subterráneos se atascarían. Los trenes elevados
provocarían una hecatombe. El tránsito arrojaría millones de víctimas corteses, y, a la
vuelta de veinticuatro horas, los grandes rascacielos, sobrecargados del peso de las
señoras que se harían la visita en los elevadores, se aplastarían sobre el asfalto. Para
destruir a la humanidad, una de las cosas más eficaces no es la guerra química: es la
cortesía. Y eso —que no lo soñó Wells— nos está sucediendo a nosotros. El señor
Carreño nos está matando.
El Tiempo, 19 de enero de 1939.
EL ORO NEGRO
Vuelve otra vez, y ahora de verdad, el oro negro! El otro, el de color biliosa, yace
sepultado desde hace muchos años en las pesadas cajas de caudales. Su brillo, como
sabéis, mata el espíritu del que lo mira. Por él los hombres matan y se matan; por él
hacen la guerra; conquistan por él mundos y ciudades y no vacilan en consumir la
juventud y el alma en los socavones de las minas que se ciernen a grande altura, en las
montañas del Perú, o que se consumen en las tierras ardientes del Chocó y del Brasil.
El otro canta en el follaje de los grandes árboles, en las selvas espesas del
Amazonas. Todo el misterio de los árboles chorrea en ese licor blanco y espeso que va
llenando los zurrones de los siringueros. Los árboles se desangran, y los hombres,
consumidos en el pantano y con los tobillos devorados por los mosquitos, van
almacenando esa miel silvestre, ese oro líquido que después, en las refinerías, se
convierte en caucho. Las enormes bolas de jebe y de siringa se echan a rodar aguas
abajo, por los caños que desaguan la selva. Para redondearlas se construyen empresas
millonarias. Para ordeñar los árboles surgen poblaciones enteras. Para refinar el caucho
crecen como una especie de hongos gigantescos las chimeneas. Los hombres no
pueden pasarse sin el caucho. Pueden hasta prescindir del oro, al que mantienen
encerrado en bóvedas y bancos, donde nadie tenga la tentación de llevárselo; pero sin
el caucho no podrían rodar sus automóviles, ni los niños podrían jugar con bombas de
colores, ni los motores podrían funcionar porque les faltaría allá adentro, de la entraña
metálica, una delgada tripita de caucho.
Selvas húmedas y calientes, donde jamás penetra el sol, se convierten de la noche
a la mañana en jardines; playones desolados que agonizan de sed en las sequías, se
vuelven malecones; espesuras donde anidan fieras se despejan, se abren a la luz, se
enjutan, se convierten en opulentas ciudades. Lo que ayer fue un erial, hoy es Manaos;
lo que a comienzos del siglo pasado no era sino un desbordamiento vegetal y un lujurioso
reino de los árboles, hoy es Belem del Pará, en la boca del Amazonas. El caucho lleva
al hombre a la selva... y cuando el caucho pierde su valor en los mercados, se venga
asesinándolo, asfixiando sus ciudades, despoblando sus puertos, devorando sus
fábricas. Manaos nació, murió y ha vuelto a nacer de esa manera. Las factorías de Arana,
en las riberas del Putumayo, nacieron y murieron por el caucho. Aquellos vapores de
todas las banderas del mundo que una vez remontaron las aguas del río de Orellana;
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
aquel tránsito de planchones y barcos de rueda por los gigantescos afluentes; aquella
multitud que descuajó montañas en el Caquetá y llenó de cantos y lamentos la noche
atónita de la selva, rayada por la espuela de fuego de tempestades lejanas; la riqueza,
la fiebre del trabajo, la conquista del árbol, todo tuvo su origen en los siringales.
Y otra vez, ¿no lo escucháis?, se oye el grito de los llaneros que llegan diciendo: El
caucho! El caucho! Y por las improvisadas carreteras que mañana serán calzadas en los
llanos de San Martín, hasta los confines del Guaviare y del Napo, ya se precipitan los
hombres con el machete al cinto y la quinina en la bolsa... ¡Dejadlos ir... Ayudadlos!
Empujadlos a la maravillosa aventura seguidlos, que detrás de ellos está el porvenir de
tres cuartas partes de la patria... ¡Ay! amigos. Yo conozco la selva y adoro sus ríos, sus
gigantescos reptiles, sus corpulentos árboles, sus noches maravillosas pobladas de
misterio y de personajes vegetales que gesticulan en la vorágine de la fiebre... ¡Si yo
pudiera, si yo pudiera me largaría tras ellos!
El Tiempo, 29 de diciembre de 1942.
REGRESO A LA SENCILLEZ
Nada hay más extraordinario en el mundo que la sencillez, que pudiera definirse
como una identidad de los seres y de las cosas con su apariencia. Ser sencillo, en un
hombre, es ser él mismo. De ahí que no haya tampoco en el mundo nada más
extraordinario que un hombre que no se empeña en aparentar más de lo que es y en
mostrarse distinto de lo que él inexorablemente es para sí mismo. El señor de Montaigne
fue de esa manera, y por eso dejó en sus Ensayos uno de los atisbos más geniales que
se hayan hecho en el mundo sobre la naturaleza humana. Kempis, por eso mismo, tocó
la raíz más dolorosa de la vida, donde ésta se nutre de los jugos de la muerte. También
por eso Pascal, que procuró pensar con sencillez, tal como se debe pensar, dejó al
desnudo un pedazo palpitante del cerebro humano.
Sin esa sencillez, que pone al hombre de acuerdo consigo mismo, no se concebiría
que un escritor como Dostoievski llegara a una tan perfecta identidad entre su alma y la
del pueblo ruso. Porque en el fondo de cada hombre, donde cesan las apariencias que
constituyen casi la totalidad de las diferencias entre un hombre y otro, se encuentra
siempre el pueblo, la tierra, la humanidad, en fin. Como el valor de un escritor y su
permanencia en el corazón de los demás no se miden sino por lo que él representa de
verdadero y de vital, resulta que el ideal filosófico, literario y artístico es la suprema
sencillez. Se me dirá que los espíritus originales y exóticos, divorciados del alma de su
pueblo, como Wilde, alcanzan también la inmortalidad en la memoria de los hombres.
Pero eso no es así. Queda y perdurará el hombre de Shakespeare, el ser que es juguete
de sus pasiones, en tanto que las paradojas wildeanas dan volteretas en el aire y sus
lores alambicados e irreales se descoyuntan como títeres cuando se les quiere confrontar
con la realidad.
Quise hacer el elogio de la sencillez, pero ésta es en el fondo tan difícil, que temo
haber alambicado mi propósito. Y quería hablar de la sencillez para proponerla como un
ideal, como un fin, a mis compañeros en las artes y las letras. Me atrevería a decir que
casi todos nosotros pasaremos sin dejar huella duradera en nuestro propio pueblo. Por
querer ser como otros fueron o son, por querer aparentar una realidad que no es la
nuestra, presumo que para el pueblo y para su oculta y fuerte raíz humana, no
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representamos nada. Por ser ampulosos, por ser exóticos, por ser lo que no somos, el
pueblo no nos reconoce. Nos hemos olvidado de él, cuando es él precisamente el que
pudiera dar un contenido vital a nuestras obras. Nosotros solos, aun cuando tuviéramos
el talento de Wilde, al cabo no valdríamos gran cosa. Y preciso es confesar con sencillez
que Wilde tuvo un poco más de talento que nosotros.
El Tiempo, 6 de noviembre de 1942.
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invitado a moderar sus comentarios en relación con la compra de la finca La Libertad por
parte de los hijos del presidente Alfonso López Michelsen. Pero antes que ceder,
renunció y volvió a El Espectador, donde murió en su ley.
Serie “La vida de Fonsecón”.
EL INGRESO A LA BUROCRACIA
Una corta recomendación de Pomareda le abre a Diofanón las puertas del servicio
público. Pero Fonsecón empieza a enredarse. Cristinita la mecanógrafa, y las
tribulaciones de doña Loreto.
El ingreso de Fonsecón a las nóminas burocráticas fue bastante más difícil de lo que
se presume. Fonsecón, para no usar uno de sus más caros términos, no entró al
ministerio de acarreos como con vaselina. No señores. Las cartas de recomendación,
conseguidas por su padre don Nicolasote, a trueque de claudicaciones y lagoterías sin
cuenta, no lograban conmover al ministro del ramo. Las súplicas de doña Loreto, su
madre, eran inválidas o inanes. Las cosas llegaron al extremo de que los empleados del
Ministerio, cuando veían aparecer a don Nicolasote, pálido, verde y angustiado, o a doña
Loreto, redonda y en apariencia dulce y concordataria, se alzaban de hombros después
de hacer desobligantes ademanes con los dedos.
Como siempre, fue Pomareda quien dio la solución. El tambana de Pomareda, que
no por tambana, deja de ser un individuo valioso y recursivo sabedor de toda suerte de
socaliñas y triquiñuelas y conocedor hasta del sitio donde ponen las garzas. Pomareda,
desde luego, era amigo, del señor ministro de correos, y a él se dirigió en una carta de
recomendación que se sale de los moldes comunes y cuya transcripción consideramos
interesante y oportuna. Decía así:
Viejo marrullero y oligarca: Tiene por objeto esta carta recomendarte para la primera
vacante que se presente en tu despacho, a Diofanón Fonsecón, mi ahijado. El es el hijo
de don Nicolasote Fonseca y de su señora esposa, doña Loreto Becerra, de quienes
nunca has debido oír hablar. Esto me autoriza a pedirte con encarecimiento que te
imagines de ellos lo que quieras, siempre que sea para favorecerlos. Especialmente,
Nicolasote es un mártir; y el hecho de haber convivido con doña Loreto, sin pensar jamás
en el divorcio, es prueba muy elocuente de su paciencia, de su bondad y de su ejemplar
temple de ánimo. De doña Loreto, no te digo nada; únicamente me permito adjuntarte
una fotografía suya, en la cual, a pesar de que la favorece bastante, podrás formarte una
idea aproximada de lo que se me espera si no atiendes mi ardiente y ahincada solicitud
de colocar a Diofanón. En las cartas de recomendación se acostumbra hacer un elogio
desmesurado del postulante. Esta cierta insistencia se traduce en posteriores
desilusiones y sorpresa, cuando aquél se muestra inferior a los elogios excesivos y a las
virtudes máximas con que se ha querido adornarlo injustamente. Estimo yo menos
ocasionado de errores, hablar de sus defectos, sólo de ellos y nada más que de ellos.
Abre bien los ojos, pues, viejo oligarca: Diofanón es díscolo, Diofanón es bohemio,
Diofanón es tarambana, Diofanón es como tú y yo éramos cuando el corazón nos latía
con el ímpetu sonoro de los veinte años. (¿Recuerdas todavía esos maravillosos
tiempos, viejo trasnochador, pellizcador, intemperante, cínico y conejero? ¿Los
recuerdas?) Por lo anterior, te darás cuenta de que la única sorpresa que puedes esperar
de Diofanón es la de que él se porte menos mal de lo que tu supones. Recíbelo, pues,
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a la cual se le habían subido involuntariamente las faldas. Todos, in mente, tuvieron que
reconocer que en Diofanón había una excelente madera de trabajador. Pero muy otra
habría sido su opinión de haber sabido que lo que tan embargado traía a nuestro héroe
era la solución de un crucigrama maliciosamente disfrazado entre las páginas del Diario
Oficial.
De pronto sin poderse contener, Fonsecón preguntó en alta voz: ¿Quién es la hija
de Tetis, de la decimoséptima dinastía faraónica?
—¿Es algo relacionado con la oficina?, comentó sarcásticamente su jefe, don Dioro
Velandia.
Sin levantar los ojos de su crucigrama Fonsecón replicó: no, señor, pero ojalá lo
fuera. Es tan solo algo relacionado con el catorce horizontal.
El Tiempo, 14 de junio de 1946.
DE LOS LIBROS
En Colombia la producción literaria no tiene estímulos, o si los tiene, es muy difícil
descubrirlos. El caballero que quiere correr los azares de la publicidad editorial, tiene que
correrlos por cuenta y riesgo. En otras palabras, tiene que destinar el dinero que iba a
invertir saliendo a veranear con la familia o mandándose hacer una caja de dientes para
no tener que alimentarse tan sólo de calditos, en editar su libro. Pero ahí no se detiene
la indiferencia, la indiferencia va mucho más lejos. Entre nosotros, cuando se quiere
hablar con simpatía de una persona, después de colgarle del cuello toda una tremenda
teoría de desventuras —como vivir en Facatativá, estar a punto de perder la vista y el
empleo, ser jurado de votación, etc.— se remata con una frase de esta índole: —¡...Y
parece que el pobre tiene el proyecto de publicar un libro!
Lo anterior, como dicen las señoras, es el acabóse. Cuando se tiene noticia de una
cosa de éstas, las familias amigas se dejan arrebatar por un hermoso sentimiento
cristiano, y le hacen llegar por intermedio de tercera persona “a esa pobre niña” todo un
mercado de grano. La pobre niña es la esposa del alucinado publicista, quien a su vez
recibe, entre avergonzado y sonreído, unas cuantas prendas de vestir usadas y
anacrónicas. Eso es lo que las familias cristianas llaman patrocinar la pobreza decorosa
de esas pobres gentes. En realidad, publicar un libro y correr el riesgo de contraer la
avitaminosis total o pelagra, es una misma cosa.
De pronto, sin embargo, el autor se ve con mil ejemplares de su libro entre las
manos; y si en un principio el problema consistió en editarlo, ahora consiste en salir de
él. La técnica aconseja que, en un principio, cuando ya se sabe que es perfectamente
imposible que las librerías se hagan cargo de más de cuarenta, se le envía un ejemplar
a cada uno de los amigos y gentes conocidas. Después, para rebajar la cifra a
ochocientos noventa, no está mal regalar algunos ejemplares para una rifa de caridad.
Salir de ochocientos trece es fácil, enviándole un tomo a cada uno de los municipios del
país que figuran en el último censo. Desembarazarse de los noventa restantes, si el autor
no es amigo de los Echeverri Duques, sí es una empresa de romanos; con ellos el autor,
irremisiblemente, se queda. La única acción samaritana, bondadosa y que el autor
agradece en estos casos, es de pedirle regalado un ejemplar. Eso no solamente ayuda
a descongestionar la petaca de la ropa blanca, sino le permite decir una inofensiva
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mentira, que a nadie hace daño, pero que a él lo llena de un ingenuo y falsificado orgullo
editorial:
—¡Pues verás —dice al autor— creo que la obra está perfectamente agotada en las
librerías, pero sin embargo... sin embargo, voy a buscar por ahí a ver si te consigo uno!
Al día siguiente, con la cara arrebolada por la felicidad, usted lo ve no con uno sino
con siete libros. En el momento de dárselos, le dice:
—¡Aquí tienes el tuyo con dedicatoria... los otros seis son para tus hermanas a
quienes, pensándolo bien, les debo muchas atenciones!
El Tiempo, 14 de noviembre de 1942.
Serie Entrevistas con las Estatuas.
EL DOCTOR NUÑEZ
El hilo de las controversias ha envuelto al doctor Núñez como a un trompo. Ese viejo
escéptico, hirsuto y dominador, después de su muerte ha venido a ser un tema de
discusión con barbas. Los conservadores lo admiran, los liberales lo odian, las mujeres
virtuosas lo detestan. Lo encontramos, vaciado en bronce, en el segundo patio del
Capitolio. Allí lo dejaron convertido en estatua los conservadores como un homenaje del
partido a su deslizamiento. Está pensativo. Tiene la barba alborotada y lleva una vieja
levita que conoció tiempos mejores. Hace frío.
El doctor Núñez se queja del tiempo, lo cual nos permite iniciar la conversación. Los
representantes y los senadores van llegando a las cámaras y no tienen para él ninguna
mirada. El viejo tose, con una tos bronca de vieja campana. Y empieza:
—Mi querido amigo, estoy ya aburrido de ser un estropeado tema de discursos. Los
conservadores sólo se acuerdan de mí para darle sonoridad a sus cláusulas. Los
liberales me ponen, espiritualmente, mucho peor que las golondrinas. El peor castigo
que han podido inventar para mí es este de tenerme entre dos fuegos. ¡Oír discursos,
malos discursos, sin poder evitarlo, es para volver loco a cualquiera! Y el inconveniente
de las estatuas, como yo, es que tienen que permanecer tiesas, inertes.
—Si se pudiera mover, ¿qué haría, doctor?
—¡Pues taparme inmediatamente los oídos!
—Y cuénteme, doctor, ¿usted por qué se deslizó?
—Porque era un político y los políticos estamos hechos todos del mismo barro. En
el fondo, aunque tratemos de ocultarlo, lo único que nos interesa es nosotros mismos.
Cuando yo dije Regeneración o Catástrofe, vino la Regeneración que también fue la
Catástrofe. Lo que pasó, mejor dicho, fue que vine yo. Ahora, colocado mucho más allá
del bien y del mal, lo reconozco. El privilegio de las estatuas es que no podemos
ruborizarnos.
—Entonces, doctor, ¿qué es un político?
—Un político, mi amigo, es un hombre que hace uso del pueblo como de una
escalera: la escalera lo hace subir, pero él no deja de pisarla ni un solo momento.
¡Cuando deja de hacerlo, se cae a plomo! —agrega el doctor Núñez y con la
desesperación pintada en el rostro me señala a una pareja de zuros que vienen a cumplir
una cita sobre su cabeza.
—Doctor, le preguntamos espantando a los zuros; ¿usted sí cree que entre liberales
y conservadores ya no hay fronteras políticas?
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
EL SENADOR ANDRADE
El senador Andrade es un señor melifluo y ordinario que ocupa una curul por el
Departamento del Huila en la primera corporación de la República. Tiene la voz pastosa,
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
los ademanes encogidos y unas antiparras redondas cabalgan sobre su enorme nariz,
que le comunica a toda su figura ese aire huidizo que se advierte en los ratones de las
sacristías. Los ojillos pequeños, consumidos en un nido de arrugas, se vuelven
incesantemente hacia los del doctor Laureano Gómez, para leer en ellos la aprobación
o la censura de sus palabras.
El senador Andrade tiene habitualmente el semblante triste y acartonado de los
sacristanes que han perdido el roquete, y sólo se anima y se sale de su puesto cuando
levanta la nariz y olfatea en el ambiente que algo desacostumbrado va a pasar. Entonces
salta de su curul a la del doctor Laureano Gómez, le dice cosas al oído, saca de entre su
cartera unos papeles, carraspea y pide la palabra. Los asistentes a las barras del Senado
comprenden inmediatamente que se trata de hacer una falsa imputación y que el senador
Andrade, parapetado detrás de su curul como un enorme roedor, se dispone a lanzarse
tras el queso de las reputaciones.
Ya lleva tres días el senador Andrade haciendo uso de la palabra y hablando del
negocio del Carare, que no es sino un pretexto para hacer derivar la atención del país
hacia un motivo distinto del estruendoso fracaso que cosechó la oposición en los debates
del Concordato.
El senador Andrade habla en un tono de voz moroso, destemplado y espeso, mucho
más propio para hacer las delicias de una tertulia de beatas en Baraya, que para interesar
a la primera corporación de la República. Hasta el senador Laureano Gómez, apenas
empieza el senador Andrade con sus pláticas políticas, se pone alerta y le recuerda al
senador Crespo, su vecino de curul, que le haga el favor de pellizcarlo discretamente en
el momento en que se quede dormido. Lo que sucede es que el senador Andrade repite
todo lo que ha dicho anteriormente el senador Gómez, con más agresividad, más
injusticia y menos complementos directos.
En días pasados se hablaba de los debates del Carare y alguien trajo a colación al
senador Andrade; alguna persona, que lo conoce de mucho tiempo atrás, dijo a propósito
de él esta frase, que es una verdadera radiografía: “Lo que pasa con Luis Ignacio es que
físicamente le hace falta crecer aún mucho para quedarle bueno a las narices, y
espiritualmente le hace falta crecer todavía mucho más para quedarle bueno al Senado”.
Pero eso no es obstáculo para que mañana en el Senado el senador Andrade vuelva
a pedir la palabra, y parapetado tras de su curul, como un enorme roedor, se lance una
vez más tras el queso de las reputaciones.
El Tiempo, 24 de noviembre de 1942.
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
EL PAISA
En el hablao, en el caminao, en la facha se le conoce a leguas. Cuando está cerca,
se le lee en los ojos antes de que despegue los labios... Producto superior estrafalario,
exponente el más “pateperro” y rebuscador de toda una raza, no digo que planta su
tienda, sino que tiende su ruana o da rienda suelta a su labia en cualquier parte del
mundo donde haya con quién hablar en cualquier idioma o dialecto, en último caso, en
letras de mano... Tipo popularísimo único, sienta sus reales donde haya modos de hacer
un “desenvolate” relámpago de poner a bailar las “muelas de Santa Polonia”, de beberse
un aguardientico cada... minuto, de rasgar un tiple, de cantar un bambuco, de contar un
cuento... verde, de hacer gala de una exageración o de gritar apenas pasa por cerca de
un policía: —¡Eh, Ave María Purísima, viva el gran partido liberal!...
También donde haya facilidad de fijar este cartel, o uno similar: “¡Se compran güesos
de gallinazos jóvenes, se arreglan monóculos, se cambean estribos de cobre por
planchas de bapor, se domestican micos, se laban perros a domisilio y se REGALAN por
50 centavos polvos para enamorar a las más resistidoras! Ausoluta res herba!”. ¡Lo
anterior es una de las carnadas que em-plea para “pescar marranos” en seco y para
confirmar su universal fama de buscalavida, EL PAISA, antioqueño! “El paisa” ejecuta
todos los oficios y ejerce todas las profesiones lícitas e ilícitas habidas y por haber, y
nunca, por ningún motivo, echa pie atrás ante ninguna dificultad. ¡Es capaz de llevar a
cabo una operación de alta cirugía a dedo limpio o enseñarle japonés a una lora... vieja!
A nada que le propongan dice que no. Si está varado y lee en un diario que se
necesita un técnico en fabricación de telas de seda, se presenta como el as sobre la
materia, y hasta agrega: —Vea, pues hermano...¡Y si le escasean los gusanos de seda,
no se afane por tan poco, que también le jalo ... a eso! Y con seguridad si se lo propone
o se lo proponen, al rato estará produciendo, ¡quién sabe con qué parte del cuerpo, pero
en todo caso produciendo seda, seda vegetal, o animal o química, y... legítima! “El paisa”
nació para “hacer plata” sin hacer nada o haciendo las cosas más raras del mundo. ¡Qué
imaginación, qué audacia, qué chispa, qué frescura la que se carga el más típico de los
colombianos, el más excepcional de los suramericanos, el más marrullero de los
antioqueños!
“El paisa” es un producto exclusivo de Antioquia, la que tiene por capital
departamental a Medellín, y, para despistar, por capital nacional a Bogotá, y por capital
continental o mundial, la ciudad del pueblo, la aldea o el ventorro donde cualquier pareja
de “paisas” se haya asociado para explotar un observatorio astronómico portátil, o para
adivinar la suerte bajo la razón social de “Abdul y Alí Baba, fakires orientales”...
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antioqueñísima costumbre popular, dice, al hablar, por ejemplo, del General Ospina: —
¡Era más antioqueño que un geranio sembrao en una vaciniya! Para denotar que un
hombre es demasiado amigo de ganar dinero, agrega: —Este es capaz de morirse, pa
poder alquilar la casa... Para ponderar lo difícil de una empresa colombiana:
—Es más fácil sacar una “guaca” en el aire!... Para expresar lo arruinado que está el
comerciante fulano: —¡Conozca!... ¡Está más quebrao que una carga de canela!...
Cuando la vida en un pueblo es muy “jarta”?: —Allá se aburre uno hasta besando a la
novia... Para describir al que le saca “música” a todo: —¡Este es capaz de sacarle capul
a una calavera!... Para “retratar” lo ladrón que es cualquiera: —¡Este carga secante pa
podése robar hasta las manchas de tinta!... Cuando alguien tiene una “lora” en una pierna
y quiere encarecerle que se cuide mucho, se lo dice así: —¡Esta es de las tragonas!...¡Es
pior que la llaga de Merejo, que se comía hasta las patas... de la cama!
En cuanto a cuentos, “el paisa” es inagotable. Va éste, que podría titularse “en vía
dos mandaos”: Una vez un “paisa” dizque inventó un tónico para rejuvenecer y se fue a
pueblearlo y a escampar matrimonio, de paso... La mujer era muy celosa y un día le cayó
sin avisarle a Armenia, donde a la sazón “el paisa” tonificaba a la gente... Estaba en
plena perorata de propaganda con la recién llegada costilla al lado, cuando para mal de
sus pecados llegó una bella muchacha con un primoroso chiquillo en brazos y apenas lo
vio le tendió los brazos (uno, porque de haber sido ambos, cómo habría sido el “costalazo
del mocoso!...), a tiempo que exclamó: —Oye mijo, qués la cosa que no venís a darme
tu abrazo!... Oír la otra, la anterior frase comprometedora y “prender” al descarao ése,
fue cosa de ya! Sin embargo, éste no sólo desconcertó, sino que aprovechó la
oportunidad para hacerle propaganda a su brevaje! En efecto, muy campante se disculpó
en público de la siguiente manera, dirigiéndose a su cara mitad:
—Pero qué te tás creyendo, “mi reina”!... Vení te doy un beso, pa que no siás mal
pensada... Ave María, si ella es mi mamá... Fue que se tomó un frasco de mi tónico, y ái
la tenés en sus quince!... — Y el alepruz ése, quién es?...—interrogó la “reina”
refiriéndose al niño— ¿Vaya pues... Ese?... Pues ese... adivinalo vos, que sos tan
sabida!... Hijuel diablo, ese es...mi padre, que se “jartó” dos frascos!...
En materia de disculpas “el paisa” se agarra de una zarza ardiendo: En una ocasión
llegó un “paisa” a pedir posada en una casa situada a la orilla de un camino y donde no
había sino una alcoba y un zarzo, al cual se subía por una escalera muy empinada, casa
donde habitaba con su bravísimo padre, una bella muchacha por la que el paisa echaba
la baba... El viejo con precaución elemental hizo acostar a su hija en el zarzo, el tendió
su cama al pie de la escalera, y al “paisa” lo acostó en la alcoba... Por ahí a la madrugada
el viejo sintió un ruido bastante sospechoso en la parte alta de la escalera, encendió
rápidamente un fósforo, vio al “paisa” que ya se iba a colar al zarzo, y le metió un berrido:
—¿Qué hacés allá trepao, so maldito? Y “el paisa” le contestó en son de disculpa y
restregándose los ojos como si estuviera medio dormido: —¡Nada, papacito...jué que
rodé...escaleras arriba!... Una vez un hacendado vallecaucano quiso “dárselas” delante
de un “paisa”, y al efecto le aseguró que la fertilidad de su tierra era tal, que se sembraba,
por ejemplo, una lechuga en cualquier parte, y a los tres días el ganado podía escampar
sol debajo de las hojas... —Eso no es nada— respondió “el paisa” en mi finca la tierra
es tan fértil, que por la mañana se siembra una mata de lino, y ya por la tarde se cogen
las docenas de...calzoncillos hilvanados y con botones!...
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
“El paisa” es el tipo que revira con mayor rapidez y eficacia: Uno de los
numerosísimos sobrinos de don Fabio Restrepo, es de temperamento más “paisa” que
el diablo. ¿Camilo?... ¿Lope?.... Mario?... ¿Uno de los otros 87?... ¡Entre el diablo y
escoja! Lo cierto es que uno de éstos estaba empinando el codo (¡cómo no, que ahoritica
lo identifican!...) con un glaxo medio agresivo y cobardón y quien al fin se animó a lo que
los antioqueños llaman “arriársela” pero en tono menor: —Ala, mi chico querido. La
acústica de “nuestra” Catedral es tan fantástica, que si yo entro y digo en voz alta: tu
mamá!, a la media hora todavía el eco está repitiendo: mamá, mamá!...— Eh, hombre,
no siás...(censurado el ajo...) ¡Pa acústica, la de la Catedral de Manizales! Allá te parás
en la puerta, te quitás el sombrero, repetís lo que ya dijiste, y al momento el eco te
responde, por si acaso: ¡LA TUYA!... Que “el paisa” no descuida ocasión de hacer o, al
menos, de proponer un negocio bueno... para él, queda demostrado con patente: Una
vez un “paisa” se había quedado rendido de cansancio, de hambre y de frío en un páramo
por demás desolado y ya comenzaba a sentir con la innecesaria carraqueadera los
primeros síntomas de la mortal congelación, cuando acertó pasar por ahí un señor,
caballero en una mula santandereana de setecientos pesos. Compadecido éste del
pobre y entelerido “paisa”, lo subió en ancas de su cabalgadura, le dio varios tragos de
aguardiente de contrabando (que es el mejor), lo puso a fumar, le anfitrionó una pierna
de gallina y hasta le pasó su bufanda para que no se fuera a resfriar... Había caminado
como dos kilómetros e iba el señor haciendo el gasto de la charla cuando “el paisa” lo
interrumpió y, como la cosa más natural del mundo, le dijo: —Bueno hermano...Y
hablando de nuestro negocio, dígame: ¿Cuánto voy ganando yo aquí trepao?...
Y va una anécdota histórica y que demuestra hasta dónde “el paisa” es de
confianzudo y “fresco”: En una ocasión llegó Jorge Gartner, que a la sazón era Ministro
de Gobierno de la administración Santos, a visitar una guarnición de policía de
Manizales. Estaba de centinela del cuartel un clásico “paisa”, quien aprovechando que
no había por ahí un superior se había sentado con el fusil entre las piernas a tomar...el
sol. Verlo el ministro en semejante posición y llamarlo al orden airadamente fue cuestión
de segundos. “El paisa” sin desconectarse le dijo: —Déje la bulla, hombre!...y usted quién
es?— Yo soy el Ministro de Gobierno, y usted debe hacerme los honores de reglamento!
Levántese y cuádrese! Y entonces “el paisa” sin cambiar de posición ni dársele nada, le
contestó: —¿Ministro de Gobierno?...¿Buen puesto el del amigo, noo?...
Finalmente, “el paisa” no puede convenir con que en cualqueir parte del mundo haya
algo mejor o más alto que en su tierra... de nacimiento...Un grupo tomó a su servicio por
pocas horas a un “paisa”, y aprovechó la oportunidad para hacerle propaganda a los
“rascacielos” de Nueva York. Después de que le aseguró que había uno tan alto que
para llegar al último piso se gastaban tres horas en ascensor ultrarrápido, “el paisa” le
hizo creer que eso era nada, pues: —En mi tierra hay un edificio tan alto, que una vez se
conocieron en el último piso un antioqueño y una gringa, se enamoraron al momento, se
casaron al momento, y al momento resolvieron tirarse de cabeza y cuando llegaron
abajo...!Ya tenían un par de mellizos!...
Sábado, Bogotá 20 de noviembre de1943.
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el concepto puro, exacto, real, sobre la dolorosa parábola existencial de un artista queda
siempre en la sombra, en la nebulosa del desconocimiento.
Es eso, precisamente, lo que ocurre entre nosotros con Héctor Rojas Herazo. Rojas
Herazo es un pintor que es, en su fondo, otra vigorosa manera de ser poeta. Un poeta
que sufre, que vive, que agoniza, en torno a la forma, a la dimensión, a la línea. Su
existencia ha sido un llameante peregrinaje por los más vitales, por los más inquietantes
derroteros de la cultura. Entiende su arte y trata de transmitirlo con toda la profunda
dignidad estética que le permite su vigilante y desazonada inteligencia.
De allí ese afán inquisitivo, esa buida curiosidad, esa tenacidad inmutable para
hacerse a sí mismo un reclamo de todas las horas en el apostolado de su profesión. No
se ha contentado, exclusivamente, con poseer esa pericia técnica en su pintura, en
dominar la línea, en someter el color a normas personales y definitivas. No se ha
contentado, en suma, con dominar, plenamente, el taller, la pericia manual de su arte.
Rojas Herazo ha ambicionado y ha logrado mucho más. Actualmente —por lo bien
equipado de su inteligencia— es una de las cifras más lujosas con que cuenta la nueva
juventud colombiana. Su pintura es un comprobante apretado, cabal, directo, de lo que
puede un arte al servicio de un temperamento.
Rojas Herazo es todo un drama intelectual en nuestro medio. Se encuentra, por así
decirlo, en el mediodía de sus facultades técnicas. Ahora, precisamente ahora, es
cuando esta juventud puede ser aprovechada en servicio del arte nacional. Tiene una de
esas raras personalidades llamadas a conquistar, a influir, a perdurar. Es una mentalidad
esencialmente creadora. Su pintura está informada por tesoneras disciplinas, por
desfallecientes vigilias. Su temática pictórica, más que un hecho insular, es el producto
de múltiples tendencias —la del poeta, la del escritor, la del contemplativo en suma—
que considera el mural o el lienzo como el vehículo más directo y eficaz de transmisión.
Esto implica que su pintura, sus temas mejor dicho, sea preciso enfocarlos con pupila
más amplia, con más ambiciosa comprensión. Es una pintura cruda, elemental, rotunda.
En ella se conjugan conceptos y visiones atesorados en su viaje por otras regiones
aparentemente ajenas al ejercicio plástico.
Pero en esto, exactamente, está su hazaña portentosa. Muchos de los que lo
conocen se preguntan: ¿Por qué no se realiza como poeta, o como expositor, o como
escritor? Pero estos olvidan que todo eso, todo ese esplendente cúmulo de facultades,
se han precisado para armonizar, estructurar, definir, en síntesis, esa órbita violenta —
cruzada de ráfagas misteriosas— que es la pintura de Héctor Rojas Herazo. Es poeta en
la medida en que vibra, se difunde y se integra en el ambiente y en los seres que lo
rodean. Es escritor en la medida en que ordena y especula con sus sensaciones. Es
expositor en la medida en que sabe comunicar a su conversación una embriagante
sabiduría plástica. Pero todo ello se define, toma cuerpo, se convierte en un hecho
funcional y completo, cuando queda aprisionado en los linderos de un mural o de un
lienzo.
El Universal, 13 de enero de 1949.
Tomado de “Un Ramo de Nomeolvides, García Márquez en El Universal”, Gustavo
Arango, 1995.
PERENNIDAD DE VALENCIA
La poesía junta del maestro
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INTERLINEAS
Con la reedición de «Cuatro años a bordo de mí mismo» que acaba de hacer
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Eduardo Zalamea y el explicable éxito de venta alcanzado por aquella obra, se plantea
un nuevo interrogante a la crítica colombiana: ¿tenemos en realidad una novela
auténticamente nacional? ¿Obedece la técnica empleada y el desarrollo de la trama, a
una realidad social, a un estado de alma, genuinamente colombianos? O, por el contrario,
¿hemos logrado, en nuestros dos o tres novelistas representativos, una maestría en el
pastiche que nos hace injertar temas foráneos en un paisaje localista?
En reportaje concedido a un prestigioso diario azteca afirmaba Steinbeck que la
novela, para lograr su sincera finalidad, precisaba obedecer a hechos geográfica y
humanamente reales. El autor de «Viñas de la ira» se colocaba así abiertamente, de
parte de los grandes maestros de la novelística europea y norteamericana empeñados
en llevar al vasto universo de sus obras la verdad circundante. Pero esto es explicable y
hasta necesario en países que, como Inglaterra, Estados Unidos y Francia, por nombrar
los más representativos, se encuentran en la plenitud de su poderío económico y
espiritual. Allí forzosamente, tienen que presentarse, con caracteres más crudos y
definidos, los conflictos del hombre como entidad universal.
Esto explica el avance de la novela social en los Estados Unidos e Inglaterra, que
ya nos han entregado obras de la altura y dimensión de «Mr. Babitt» y «Ulises»,
respectivamente.
Un hombre como el europeo, víctima del tremendo desconcierto implícito en las dos
contiendas, una de las cuales amenaza aún con sus rescoldos la marcha de la
civilización, es lógico que produzca una novela erizada por la incertidumbre y batida por
el aquilón de todos los «ismos». Tal, «Ulises» y «La Montaña Mágica».
En especial la primera, donde Joyce hace alarde de un verdadero mosaico estilístico
que desconcierta desde el primer instante, como el dédalo de la tragedia mística. Igual
experiencia, por lo sincera y caudalosa, nos ofrece la novela norteamericana. Los
Estados Unidos, por su rápido agigantamiento y por el papel que le ha tocado asumir en
esta grave hora de la cultura, ofrece un conglomerado social de perfiles totalmente
delineados que dan oportunidad a sus autores para llevarlos, con seguridad y firmeza, al
ámbito de la novela. Todo esto, unido al avance representado por la depuración y
aprovechamiento del monólogo, permite la realización de temperamentos, lugares y
situaciones, sinceramente ajustados a una realidad localista. Esto es: Se ha logrado
universalizar la novela por ambiente genuinamente localista.
¿Ocurre igual cosa en la novela colombiana? ¿Tenemos un perfil nacionalista que
nos permita imprimirle color y sabor autóctonos a una trama? O ¿hemos hecho, por el
contrario, el viaje a la inversa: hemos querido situar al hombre, con ambición universal,
en un etéreo lugar que no le permite afianzar sus plantas en la tierra?
Es harto sabido que el paisaje no cuenta. Que la novela contemporánea se
caracteriza por un bucear afanoso en el mecanismo del hombre. Que los conflictos no
tienen latitud ni tiempo. Pero no es menos real que el autor, el hombre que va a
desentrañar al hombre con el estilete del novelista, tiene que aprovechar las
circunstancias, que crean por ende factores espirituales y físicos, para hacer que las
situaciones y estados de alma no imaginativa.
La novela ha alcanzado su puesto de tesis en el mundo contemporáneo. No
podemos ser menos que ella porque quedamos rezagados. Ni pretender superarla
porque sería incurrir en una deformación del género. Tales las sugerencias que nos
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descubrir, otra vez asombrado, otra vez desconcertado, que el viejo sabía más que yo,
que era más liberal que yo, que sus ideas iban mucho más lejos que las mías y, sobre
todo, que resultaba siempre más joven que yo.
Un día me regaló la colección de su periódico El Liberal, que dirigió en Barranquilla
por el año 1900. Y lo que encontré allí ya no me sorprendió: El Liberal era, cincuenta
años después, más moderno, más periodístico y más liberal que todo lo que se hacía en
Colombia. Hoy he vuelto a hojear el tomo inmenso, gordo y marrón de la colección de El
Liberal y sigo pensando lo mismo.
Don José Félix fue, antes que nada, un periodista. Un gran periodista. Y de allí salió
el escritor, el gran escritor; de ser periodista, de la avidez constante por escarbar y
descubrir lo que hay detrás del hecho diario, del constante contacto con esta cosa tan
grandiosa y tonta que es el hombre viviendo su diaria vida; de ser periodista, totalmente
periodista, le vino a don José Félix su gran capacidad de ser joven, que es lo mismo que
entenderlo todo.
Una vez se lo dije: le espeté mi teoría sobre que para poder hacer algo bien, ya sea
escribir un libro, plantar un árbol o tener un hijo, hay que ser primero un buen periodista.
Se rió, con esa risa alegre y callada suya, y volviéndose no sé a quién, dijo: “Alvaro —
porque nunca me quitó la tilde de la a— cree que yo soy periodista y no sabe que yo lo
que soy es un viejo socarrón”.
Socarrón y periodista, digo yo.
1966.
Tomado de Antología, Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1977.
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como aquellas, al terminar su número, se aplauden a sí mismas con las aletas, los
columnistas al terminar una nota exclaman invariablemente: ¡cómo soy de inteligente!
Justo es reconocer que tanto los columnistas como las focas, tienen razón.
La dificultad del cambio diario del repertorio estriba en la pequeña circunstancia de
que diariamente no suceden cosas que impresionen la sensibilidad del columnista. En
otras palabras: que todos los días no hay “temas”. Y el “tema” es para el columnista,
como el uniforme para el militar, es decir, lo que le permite desenvolverse con éxito en
su trabajo. En el columnista el “tema” es cosa de vida o muerte; por esto, mi estimado
señor Censor, yo no puedo menos que expresarle a usted mi más cálido agradecimiento,
pues debido a la irregular situación que atraviesa el país, no han llegado a la redacción
los cables de las agencias de información, que es de donde generalmente sacamos
nuestros “temas” los columnistas.
Expresándole una vez más mis agradecimientos. Suyo.
Tomado de Antología. Alvaro Cepeda Samudio. Instituto Colombiano de Cultura.
1977
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Columna La Jirafa
LA SIRENA ESCAMADA
La sirena era una criatura que tenía de mujer lo menos útil y de pez lo menos
aprovechable. En vista de lo cual, no hubo otra alternativa que dejársela a los poetas, las
únicas personas capaces de sacarle algún partido a un ser que no ofrecía ningunas
perspectivas ni como esposa amantísima ni como complemento del almuerzo.
Una sirena, por su lado humano y desprovista de la fronda retórica, no sería sino
una buena señora en una silla de ruedas. Se le vería salir al parque, en las tardes de
diciembre, a tomar el sol, después de una larga temporada de vacaciones en la alberca
del patio. Miraría con tristeza a los niños en sus triciclos o en sus patines y apenas con
un resentido sentimiento de superioridad a las damas que, en un banco, estuvieran
remendando las medias. La sirena sería una solterona inválida, a quien el estado debería
compensar con una pensión mensual la desgracia de ser mujer hasta donde no vale la
pena y de ser pez desde donde serlo empieza a ser un serio inconveniente. A los
dieciséis años, se le vería pasar en su silla de ruedas, cubierta de la cintura para abajo
con un edredón a cuadros, y se diría: “¡Qué lástima, ser inválida con esa cara!”. Y al fin
y al cabo, castigada por su femineidad cerebral, se le vería morir de desesperación e
impotencia frente a una zapatería.
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EL HOMBRECILLO DE LA AVENA
El primer método que encuentra un niño para penetrar al mundo de los idiomas es
sin duda la lata de avena “Quaker Oats”. Cuando ya en las escuelas le han sido
entregadas las primeras herramientas para entrar en posesión de los secretos de la
lectura y la escritura, empieza a encontrar, junto al refresco diario, no sólo el motivo más
a su alcance para ejercitarse en los nuevos conocimientos, sino también para penetrar a
otros más complicados, pero con los cuales el primero guarda una estrecha relación. A
un lado de la lata de avena, hay seis u ocho cuadritos, cada uno de los cuales interesa
de manera directa a seis u ocho grupos distintos de personas en diversos lugares del
mundo. Un cuadrito en español, debajo del cual puede leerse “Spanish” —como para
que no haya motivo de equivocación— en el cual se explica cuántas cucharaditas de
avena deben emplearse para cada dosis, a qué temperatura debe estar el agua, cuánto
tiempo debe hervir y cuál es la receta para que la avena se convierta en refresco, en
sopa o en hojuelas. Pero eso tiene un interés especial en la cocina. Al niño le interesa
algo más importante: saber cómo se dice cada una de las palabras en los idiomas que
allí figuran, sin preocuparse siquiera por saber en qué lugar del mundo hay una mujer
meneando su refresco de acuerdo con las instrucciones árabes, chinas o malayas.
Pero no termina allí el interés de la lata de avena. Su rótulo a tres o cuatro colores
es, asimismo, el primer motivo de angustia que se recuerde. Aldous Huxley no lo pasó
por alto y lo elevó a la categoría de ejemplo filosófico en una de sus novelas. Kafka, si
su vida de miseria le hubiera dado alguna vez oportunidad de observarlo detenidamente,
seguramente lo habría explotado mejor que nadie. Es el hombrecito de la avena, el que
tiene en la diestra —como una pieza de baraja— una etiqueta donde hay un hombrecito
de la avena que a su vez tiene en la mano una etiqueta donde hay otro hombrecito de la
avena que, también él, tiene en la diestra una etiqueta donde, ya invisible, parece
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Columna La Jirafa.
FASTIDIO DEL DOMINGO
Se me pregunta por qué la jirafa no merodea los lunes y respondo con toda la
formalidad exigida por el Padre Astete: “La Jirafa no merodea los lunes porque tendría
que ser escrita en la tarde del domingo, lo cual es substancialmente imposible”. Nada se
parece tanto a una tarde de domingo como una señora sentada. Pero no una esbelta y
aclimatada señora propietaria de una corpulencia de condiciones decorativas, sino una
de esas señoras rabiosamente antisindicalistas, con ciento cincuenta kilos de peso y dos
metros de ancho, que se sienta a hacer la digestión después de un almuerzo
espectacular. Así sentadas, esas reverendas damas empiezan a bostezar, a tratar de
dormirse sin quererlo, a disfrutar del fastidioso placer de coquetear con el sueño sin darle
tregua a la vigilia. Ese espectáculo —dos minutos después de iniciado— será suficiente
para convencer al más incrédulo de los espectadores de que nada hay tan contagioso
como la modorra, practicada dignamente por una dama de las dimensiones expuestas,
y que
—por las mismas razones— nada se parece tanto a una tarde de domingo en la ciudad
como una señora sentada.
Es posible que un miércoles o un viernes alguien se encuentre, de repente, con que
ha perdido la imaginación para distraerse. Pero es casi seguro que en esa ocasión un
buen libro o un mal cine pueden descubrir el secreto paraíso de la distracción codiciada.
Los domingos no. Los domingos —y si lo son tan dominicalmente dignos como el que
acaba de pasar— cualquier libro es mediocre y cualquier cine, así dure seis horas el
espectáculo, no será nunca lo suficientemente completo como para solucionar el
problema del fastidio. El domingo, ya en las horas de la tarde, el caballero más refinado
empieza a perder su barniz de civilización, se vuelve analfabeto, insociable y casi
completamente antropófago, porque son las seis horas de la catástrofe semanal
destinadas a conmemorar los días bárbaros de la edad de piedra. Sólo un esfuerzo de
voluntad nos impide entonces salir a la calle vestidos con la desabrigada piyama de la
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madre naturaleza y repartiendo garrotazos a diestra y siniestra, que debió ser la forma
en que los trogloditas celebraron sus fiestas patrióticas.
De allí que el domingo sea, vertebralmente, un día equivocado, inútil, que debió
pasarse de contrabando cuando los astrónomos tomaron las medidas de El Tiempo
humanamente soportable.
Por eso no acostumbro escribir los domingos. Porque entiendo que la semana es un
vestido que le queda demasiado grande a todos los hombres. El número justo es de seis
días y hasta de seis días y medio si se prefiere la ropa holgada en un clima como el
nuestro. Pero por mucho que se ajusten las costumbres, por mucho que se le borden
arandelas y se le inventen bordes plegadizos al ancho vestido de la semana, siempre la
tarde del domingo le sobrará al hombre de la ciudad y le quedará arrastrando como una
cola fastidiosa y absurda.
El Heraldo, febrero de 1950.
Tomado de Textos costeños, V. 1, Oveja Negra, 1981.
Columna La Jirafa.
NUS, EL DEL ESCARBADIENTES
Una madrugada empezó a oírse en el pueblo, por encima del desorden de las ranas,
por encima de los grillos y de los gatos; por encima de los gallos y de las ratas y de los
ronquidos de los hombres, empezó a oírse el ronquido de un escarbadientes. Entonces
una mujer despertó, se volvió hacia el lado de la pared, hacia donde estaba su marido, y
le dijo: “Vino Nus”. Y el hombre dijo: “Hace rato lo sabía. Desde cuando empezó a sonar
el escarbadientes”. Y la otra mañana, cuando los muchachos corrieron por las calles del
pueblo, hacia la última casa, vieron al hombre sentado en el patio, con un pantalón de
dril y un saco de piyama verde, limpiándose las junturas de los dientes con la misma
sonoridad y la misma energía con que lo hacía antes de abandonar el pueblo.
Al atardecer salió a la calle. Salió como había salido siempre, caminando despacio,
sin mirar hacia ningún lado, pero ahora con un vestido diferente. Tenía una camisa
blanca, sostenidas las mangas con un par de ligas, y un pisacorbatas dorado en forma
de pavo real. Los muchachos lo siguieron a lo largo de las primeras cuadras, pero
después dijeron: “¡Qué! Es el mismo Nus de siempre” y retornaron a sus juegos. Pero
después de que el hombre hubo hecho cinco o seis visitas, ya al anochecer, en cinco o
seis casas quince a veinte mujeres les dijeron a otras veinte o veinticinco:
“Definitivamente, Nus sigue siendo el mejor caballero del pueblo”. Y por la noche,
mientras las mujeres sondeaban hasta lo más hondo el sentido de sus palabras,
volvieron a oír, por encima de todos los animales de la región, el ruido del escarbadientes.
Y así estuvieron las cosas hasta cuando Nus salió a la calle con un ramo de rosas
artificiales. Alguien le preguntó qué hacía con ellas, y Nus respondió, de la manera más
natural: “Es mi negocio”. Y las cosas cambiaron, porque los hombres no pudieron admitir
que un hombre como ellos anduviera por la calle vendiendo un ramo de rosas artificiales
y las mujeres, que todas se dedicaban al mismo negocio, se ofuscaron frente a la
amenaza de una competencia. Pero Nus siguió haciendo flores —flores de papel, de
seda, de fibras vegetales— hasta cuando sucedió lo que ya se veía venir,
irremediablemente. Sucedió que en la puerta de la casa de Nus amaneció un letrero que
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decía: “Nus, fabricante de flores”. Y lo malo fue que no era Nus quien había puesto el
letrero. Las mujeres dijeron que fueron los hombres y los hombres, confundidos, dijeron
que habían sido las mujeres.
Nus no dijo nada a nadie. Ni siquiera parecía que hubiera visto el letrero. Pero esa
noche, cuando todos en el pueblo se habían acostado, volvió a oírse el ruido del
escarbadientes. Primero se oyó en un extremo de la calle, en la casa de Nus, como
siempre, pero después el ruido se fue agrandando, se fue acercando, se fue desplazando
hasta cuando todos los durmientes despertaron, abrieron los ojos en la oscuridad, y
dijeron con la voz ahogada: “Nus está caminando por el pueblo”. Y en todas las casas
oyeron pasar, como el fantasma de un ruido muerto hacía mucho tiempo, el obstinado
ruido del escarbadientes. En todas las casas lo oyeron pasar, pero nadie pudo decir en
qué casa se detuvo.
Y fue entonces cuando el pueblo empezó a aniquilarse, habitado por hombres y
mujeres extraños que no podían dormir porque, tan pronto como cerraban los ojos,
empezaban a soñar que la casa se les estaba llenando de ranas.
El Heraldo, julio de 1950
(Tomado de Textos costeños, V.1, 1983).
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viento, cálido y tenso, que aprieta, como una arcilla tostada a fuego lento, las facciones
de nuestros labriegos. Cuando uno escucha una gaita parece que el agua estuviera
sollozando. Es una fuerza líquida, otra sangre la que navega por la nuestra. Sangre de
toro, de yerba, de pegujal y de azucena. Y el tambor es un gran corazón, una gran mano
que nos pega en el puro centro de las vísceras. Que nos recuerda quiénes somos, dónde
estamos, de qué barro, exactamente, están amasadas nuestras costillas y nuestra
epidermis. En todo esto hay tristeza, trabazón de conceptos, senequismo elemental,
precisión ante la vida y la muerte. Detrás de todo esto hay abuelos y retratos y
techumbres de paja que apenumbraron nuestro asombro primero. Detrás de todo esto
hay espuelas de gallos y trajecitos almidonados y muchachas de quince años
meciéndose en los corredores. Y está el pueblo. Ese pueblo costeño que se disfraza de
alegría pero que, por dentro, tiene caballos desbocados, plegarias de cuero, crucecitas
de paja para que el diablo no se lleve a los niños.
Por eso el hechizo es el clima natural de esa porción de la geografía colombiana.
Por eso el grupo de hombres y mujeres que Manuel y Delia Zapata Olivella acaban de
traer a Bogotá tiene importancia. Una importancia recóndita. Cuando Delia y Manuel
ambulaban por pueblos y veredas y se ponían a escuchar a una viejita cantando
canciones olvidadas, sabían muy bien lo que estaban haciendo. Delia misma ha buscado
las telas y ha cortado y cosido los trajes con que han de presentarse estos hombres de
nuestra tierra. Delia consiguió el barro para fabricar múcuras y el bejuco para trenzar los
catabres y ella misma midió los compases y balanceó los volúmenes de esta coreografía
alucinante y se puso a danzar —en el centro de todos ellos— hasta que el baile de los
cabildantes y del gallinazo y los cartones de la vida del mar quedaron terminados. Por
eso tienen todo el derecho a ser nuestros intérpretes. Por eso han podido reunir un poco
de gente y un poco de instrumentos musicales y traerlos a Bogotá para que aquí se sepa,
de verdad verdad, cómo es el mundo colombiano que vive asomado al océano. Aquí los
tenemos ahora. Los hermanos Zapata Olivella y el trozo de pueblo y geografía que han
traído consigo nos dirán el resto.
El Tiempo, Suplemento Literario, 22 de agosto de 1954.
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estival. Exactamente lo contrario de lo que ocurre con Gabriel Miró, para remitirnos a un
coterráneo que se enfrentó a sus mismos problemas. El alicantino veía un campo y en
seguida (no sabemos qué le picaba al buen señor en la cabeza) se dedicaba a
calumniarlo con la mejor buena fe, aplicaba toda clase de galantes necedades a
apesadumbrarlo. El resultado son esos cortijos, como las malas cortesanas, de albayalde
y carmín.
El pincel de Azorín es fino. Mojado con los tintes precisos. Su línea es neta, segura.
Su línea de un maestro. Tenía el don, otro de los frutos de su paciencia, de apretar lo
sugerente. Una barda aquí, un sendero allá, unas techumbres de ópalo sobre un bloque
que encalado en el centro y ya tenemos un pueblo. Adentro, encontraremos a los eternos
personajes. Pero Azorín los conversa, los vive, los manosea, los acompaña. Miren lo
cazurro. Se les va, por los entresijos, a ellos y a su contorno. Y en el mueble polvoriento,
desfondado —con su tacto y finura de siempre, sin perder la compostura— no insinúa la
muerte, y en la calma de una abuela que canturrea una nana, al rescoldo de su fláccido
pecho, nos muestra las brasas de una venganza y en la sonrisa de la zagala, frente al
pelotón lleno de uvas, el tiempo sutil, de la melancolía de amores, el enigma de una
comarca.
Después, mientras se solaza con frituras y colaciones, a darle otra vez al asunto. A
taladrar almas, a buscar la madeja en el laberinto. Pocos han caído en la cuenta de que
Azorín es uno de los mejores novelistas de España. Sólo que él no trabaja de corrido.
Nos deja muñones, cejas, mejillas, torsos de personajes. Eructos y ruidos en el pecho y
el alma, suspiros. Alumbra la realidad. Mire usted que ese arcón junto al tinajero y esos
retratos colgados ahí no más, a la derecha del armario, a pocos pasos de la puerta. Pues
sí señor. Dentro de ellos, como un quieto pero rumoroso testimonio, están apetitos de
mujeres en lechos bañados por la luna, orgullos de varón, pasiones sombrías, consejas.
El crimen puede galopar en la noche, el duende sale, los jazmines están a punto de
aromar una infidencia. Pero, eso sí, cuando la cosa se va a poner trágica, trágica de
verdad, Azorín hace el esguince. Nos ama, ama el empalme y el equilibrio de la vida.
Vuelve otra vez a su fórmula: nada de aspavientos, mis hijos tranquilos, a tener juicio. Y
sigue hablándonos de tiestos con rosas, de hidalgos resecos, de caballos y mulas
piafando, al amanecer entre un perfume de naranjos.
Pero lo que nos gusta sobremanera de Azorín, lo que explica que lo consideremos
un gran novelista, es lo que tiene de listo, de entremetido, de buen pícaro. No puede ver
una ranura, porque la vuelve brecha. Si le dan un dedo se coge toda la mano y, de
encime, se carga con el santo y la limosna. En esa forma pudo meter en cintura, en la
cintura de su estilo, muchos pueblos que ya no pertenecen a España solamente. Así, al
desgaire, con su apacible rostro de notario (el del período cincuentón, el mejor y más
productivo) se las sabía todas. Solo que la cuestión iba para su coleto y para el coleto de
sus lectores. Claro, de todo esto, de tan rico y bien ejercitado vagabundaje, nos ha
quedado la prosa más cuajada y substanciosa, la que destila mejores juegos, del lagor
de los noventa y ocho. Azorín es el último de los clásicos españoles.
Lecturas Dominicales de El Tiempo,
12 de marzo de 1967.
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
CARNET DE UN ESCRITOR
Quién soy. Soy un híbrido de furia, ignorancia, cobardía, esperanza,
inconsecuencia, ternura y desesperación. Un hombre totalmente normal, como puede
verse. Escribo o pinto para ejercitar una incoercible y casi siempre fracasada necesidad
de comunicarme con los otros.
Estoy convencido de que algo terrible —hacer política o meterme a actor o libretista
o intentar la fundación de una empresa relacionada con la explotación del turismo o
fundar una secta religiosa, basada en conseguir nuestra purificación a través del delito—
me ocurriría si no lo hiciera.
Mis influencias. He sido influido por las cosas más aparentemente —sólo
aparentemente— heterogéneas: los magazines y los ejercicios yoga; los novelistas
ingleses y las tarjetas pornográficas; el Reader Digest y los camajanes del Arsenal de
Cartagena; el cine (más que todo el cine rojo) y la Biblia; Quevedo y los sermones del
Viernes Santo; los periódicos y las revistas de modas como «Vanidades»; los burdeles
con traganíqueles y los novenarios de difuntos.
Por ello mismo estoy convencido de que toda experiencia en un hombre —sea ella
moral, estética, política o amorosa— es fundamental y única, y está ligada a su totalidad
existencial.
Por qué escribo. Escribo novelas porque es una larga tarea en la cual necesitamos
emplear a fondo nuestra lucidez, nuestra eficacia testimonial y nuestra compasión. Sea
buena o mala, toda novela es un intento de justificar, más allá de cualquier horror o
cualquier equivocación, la inocencia del hombre. Por eso la novela y el cine, la pintura y
la arquitectura urbanística, son los últimos refugios funcionales que le quedan a la
poesía.
La vida sobre todo. Considero que toda vida humana es excelsa por lo misteriosa y
cerrada en sí misma y que ningún ideal, ni ningún objetivo, pueden justificar un cadáver.
Mis terrores. Profeso un terror, estrictamente animal, por los viajes aéreos, por las
visitas de pésame, por las ventanas sobre abismos y por lo desvergonzadamente
inermes que estamos frente al cáncer. Pero el mayor de mis terrores es dormir en una
casa sola.
Complejos de culpa. Me siento culpable, abstracta pero ferozmente culpable, de
muchas cosas que no he cometido. Esto, como es apenas lógico, me ha conducido
muchas veces a la orilla del mesianismo. Pero no soy peligroso.
Lecturas al día. Para mantenerme humanamente aceptable, para seguir en
circulación, leo cada mañana un buen trozo de hipocresía con fines proselitistas: un
mensaje político, un reportaje literario o una amonestación episcopal. Depende de mi
estado de ánimo. Todo esto me hace pensar a ratos, no siempre afortunadamente, que
vivir es un juego siniestro.
Leo también, con más interés del que yo mismo pueda presumir, las recetas médicas
sobre la erradicación definitiva de los callos o el cuidado de las hemorroides durante los
resfríos o las recomendaciones dietéticas para conservar el vigor de la próstata ya bien
adentrada la senectud.
Mis fracasos. Confieso que me he cansado —por sucesivos fracasos— de intentar
cualquier conocimiento por correspondencia o de ejercitarme en alguna actividad
comercial o dolosa. Para esto soy implacablemente inepto.
Lo que más envidio. Todas las noches, en alguna forma ominosa que me es
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
imposible precisar, sueño con mis propios apetitos. Siento envidia, verdadera envidia,
por todas aquellas personas que creen en el triunfo del optimismo, en la curación por la
voluntad, y en el paraíso atlético del profesor Contreras. Por eso experimento una
especie de orgullo al revés cuando, en periódicos o revistas, leo títulos como éstos:
«Método práctico para aprender a través de la gimnasia, a amar a nuestros
compañeros de oficina». «He alcanzado la felicidad con mi tumor abdominal» : «De cómo
el abandono del alcohol me convirtió en un próspero hotelero».
Todo esto, repito, me entusiasma, me remueve sinceros pero pasajeros ímpetus
teosóficos y termina por producirme envidia.
Lo que más detesto. Detesto a los hombres ocupados y las conversaciones
apresuradas; el café sintético, el toreo bufo, los objetos plásticos, las conferencias y las
películas cómicas. La falsedad, en suma, convertida en profesión o en objeto.
Lo que respeto. Dos cosas me producen un respeto escalofriante: una mujer encinta
jugando ajedrez, y la agonía de un elefante envenenado.
Las cosas que más amo. Un pedazo de papel arrastrado por el viento en las
graderías de un estadio vacío...
El dinero bien ganado...
La serenidad de una cometa en una tarde de agosto, sobre el mar...
Una mujer madura, en silencio, sentada en un mecedor bajo unos árboles de
naranjo.
Un convaleciente mirando el mediodía en la plaza de un pueblo...
Un amigo aproximándose a mi casa, en mi búsqueda, a la hora del crepúsculo...
Las páginas que el uso ha vuelto amarillas en un libro entrañable...
Mirar mi rostro en los ojos de una mujer desnuda que, desde hace mucho, sabe de
qué color tengo los míos...
La hermosura (y el familiar enigma) de las conversaciones corrientes...
Escuchar el susurro del viento entre los árboles de un patio...
Mi deporte favorito. Cruzar los brazos bajo la cabeza y, gozosamente relajado sobre
la cama, ponerme a descifrar los jeroglíficos que la humedad y el polvo han trazado en
el cielo raso de mi cuarto.
Mis mejores libros. «Las veladas de la quinta», «Sandokán», «Las mil y una
noches», «La guerra y la paz», «Del tiempo y del río», «Entreacto», y «El Villorrio».
Las mejores películas. Las cinco películas que verdaderamente me han hecho creer
en el cine : «En pos del oro», «Humberto D», «Las fresas salvajes», «Rashomon», y «La
aventura».
El cuadro más bello. El cuadro viviente más puro que he contemplado: un caballo
jineteado por un niño, al atardecer, saliendo de las olas. Sobre ambos ardía un lucero
temprano.
Un deseo. Mi único, mi más pueril deseo: no morir nunca.
Revista Cromos, No. 2552, Bogotá, agosto 29 de 1966.
Tomado del libro Visitas al patio de Celia. Crítica a la obra de Héctor Rojas Herazo.
Compilación de Jorge García Usta, Medellín, 1994.
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
TELON DE FONDO
La iglesia de este pueblo es sencilla como un vocablo familiar. Una espadaña. Dos
campanas. Un cuerpo macizo y rectangular. Seis columnas. Un altar. Cuatro nichos. Las
imágenes son hermosas y entrañables en su simple escultura. Muchas de ellas han
acompañado, desde su nacimiento, la historia de este pueblo.
Pero entre todas hay una, en especial, que me ha atraído y llenado de fervor desde
niño. Es la del patrono de la villa: Santiago. Imagen que pide a gritos el ámbito de un
mural. Es más pintura que escultura. Más calor que volumen.
El santo aparece cabalgando un caballito, blanco y hermoso como los potros de los
carruseles. La cabeza y los cascos excesivamente pequeños para su tamaño. Aquélla
es briosa, altiva, enjoyada con dos bolitas de cristal a manera de ojos. Los cascos, al
igual de la cola, son de un negro denso y alquitranado. Las patas delanteras encogidas
para un salto detenido hacia hipotéticos abismos.
Santiago lo cabalga con la tiesura de las estatuas que ignoran el movimiento. El
imaginero lo concibió terrible, devastador, inexorable. Pero de sus manos, en cambio,
salió un adorable caballero que emana dulzura desde sus ojos asombrados. Dos colores
priman en todo él: azul y rojo. La barba es un brochazo uniforme sobre el rostro pálido,
virgen de arrugas como el de un infante. La mano derecha sostiene, en alto, una espada
de madera. La izquierda retiene las bridas que justifican el recogimiento de su corcel. Un
casco de cartón, solícito trabajo de una ferviente e ignorada devota, le da un aire de niño
disfrazado en trance de jugar a los soldaditos. El casco está coronado por flamígero
penacho coloreado con anilina. En torno suyo los cirios y los lampadarios derriten su
lumbre votiva llenándolo de claridad y silencio.
Difícilmente puede encontrarse una imagen que llene, tan contrariamente, su
cometido. Y es que este Santiago fue concebido y realizado por un poeta. Por un poeta
que pintaba sobre yeso. Debió ser un imaginero que heredó, sin saberlo, la beatitud de
los viejos maestros. Este santo se escapó un día cualquiera, por las manos de su
escultor, de uno de aquellos retablos que traspasara de claridad el pincel de Federico de
Pantoja el Menor. Aquel que decorara, para deleite religioso de don Alfonso el sabio, la
capilla que el monarca erigiera en la entonces incipiente Santiago de Compostela.
El guerrero cristiano —caballero en su corcel de yeso— atravesó el mar para venir,
nutrido de infantiles arrestos, a amenazar a los sarracenos agrarios que pueblan la
sacristía de esta iglesia aldeana. Que no otros se encuentran por estos contornos. Allí
está el santo, con su espadita de madera y sus ojos hermosos, en su sagrado belicismo.
Esperando, tal vez, que un día cualquiera se levanten los niños de este pueblo, echen al
aire la inofensiva voz de sus clarines de cartón y, como en un poema de García Lorca,
lo nombren general en una guerra de mentirijillas contra el sultán de la media luna y
alfange plateado que vive en el recodo de un cuento.
Santiago de Tolú, 2 de junio.
El Universal, 3 de junio de 1948.
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
por haber sido casada en su juventud, había escapado del genio gruñón.
Alicia vivía feliz con su tía Lola. Pero una vez, sin estar soñando, se sintió de repente
lejos de todo el paisaje familiar. Sin poderlo explicar la niña —que era precozmente
inteligente— una vez que salió al campo a dar su habitual paseo matinal, con el Gatito
Mambrú y su Conejo Blanco, se halló ante la entrada de una gran cueva. Alicia, con esa
irresponsabilidad de los niños cuando no están con la tía, se adentró por esos vericuetos
desconocidos cuando menos lo pensó, empezó a caer, a caer vertiginosamente. Pero
notaba extrañada que no se le despeinaban los rubios bucles ni sentía el menor miedo,
como suelen tenerlo todos los niños por cosas menos terribles.
Después de un tiempo, que no pudo calcular, Alicia tocó el fondo. Y se halló en un
país extraño y lejano, a pesar de que estaba a menos de un kilómetro de su propia casa,
pero hacia abajo. Allí todo era como en el país de arriba, aparentemente. Pero pronto
empezó a notar cosas curiosas. Su lindo Conejo Blanco era negro como el azabache, el
amarillo de sus cabellos se había tornado de un color violáceo, muy hermoso pensaba
Alicia, pero no para tenerlo en la cabeza. En el espejo de una fuente se vio sus ojos,
antes azules y ahora de un castaño oscuro, casi negro. Lo único igual era el color de sus
labios, un vivísimo rojo que se destacaba más ahora en el fondo mate de su piel.
Alicia continuó avanzando a lo largo de un pasadizo interminable. De repente, una
luz azulosa le indicó que llegaba a campo abierto. Se levantaba un confuso murmullo de
voces. Parecía que se llevaba a cabo una asamblea general de los habitantes del País
de las Maravillas. Por una hendidura del muro observaba Alicia lo que pasaba. Su
sorpresa fue enorme cuando vio en medio de la asamblea un personaje familiar: su
propio gatito, ahora de un tamaño descomunal y con unos bigotazos que había
mantenido ocultos antes, pensó Alicia, bajo una capa de leche que le quedaba siempre
después del desayuno. Mambrú hablaba con autoridad, mientras todos los otros
escuchaban. En el centro había un personaje muy pintoresco, que Alicia recordaba haber
visto muchas veces, sin acertar a recordar exactamente. Después de muchas
cavilaciones lo recordó. Había visto su cara quileña —a pesar de no ser águila, ni siquiera
ave— en su libro de fábulas: era el Zorro. Claros mechones de pelo alrededor de las
orejas y en el lomo le habían ganado el remoquete de “Plateado”, que ostentaba ahora
con grande aplauso de las zorras y aún de otros zorros no plateados. Entre los miembros
de la silenciosa asamblea figuraban el Conejo Blanco —su propio conejito blanco, que
de repente se ponía negro— el Búho de grandes y hundidos ojos, la alegre Cabra, el
Ratón escurridizo, la Tortuga paciente, el Pingüino con su impecable frac, y el solemne
Elefante, que se veía a la vez cómico y respetable en medio de esa reunión de animales
más pequeños que Alicia.
El Búho, que se mantenía un poco alejado del grupo, fue acercándose
mañosamente a Alicia y le preguntó en voz baja: “Qué haces tú aquí, niña de cabellos
violeta?”. Alicia, en su sorpresa, no hallaba palabras para contestarle a un Búho, pues
aparte de que era la primera vez que hablaba con un individuo semejante, estaba
demasiado sorprendida y temerosa para poder coordinar sus ideas.
Entonces el Búho, de grandes y hundidos ojos, le explicó: “El que manda aquí no
es, como crees tú, El Gato Mambrú, sino el Zorro Plateado. Porque a ese lo eligieron en
una reunión a la que no asistieron la mayoría de los otros animales. Sin embargo, el
Zorro no hace sino lo que le dice Mambrú”. “Por qué”? Preguntó Alicia. “Porque —replicó
el Búho— el Gato Mambrú será el futuro jefe, y el Elefante dice que no acepta que un
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
infeliz felino lo vaya a mandar a él, que le lleva más de una tonelada en peso solamente,
sin contar el marfil de los colmillos”.
“Y entonces —dijo Alicia ingenuamente—- qué harán el Gato Mambrú y el Zorro
Plateado?”.
“Lo que vez —dijo el Búho—. El Zorro Plateado le puso en la trompa ese bozal, para
que no pueda decir nada”.
“Y qué hacen —preguntó Alicia— los otros animales?”.
“Eso, querida niña —contestó el Búho— es otra historia”.
Y esa es la historia del Búho que aparece en el capítulo II.
El Correo. Viernes 11 de noviembre de 1949.
ALICIA EN EL PAIS DE LAS MARAVILLAS
CAPITULO XI
De allí a poco, hubo una reunión secreta del Gato, el Zorro, el Conejo, el Ratón
Escurridizo y la Tortuga, que fue llamada por protocolo y por obedecer a los viejos infolios
—ya caídos un poco en desuso— que por seguir sus sabios consejos. Se trataba de
resolver un cúmulo de problemas que se habían presentado con motivo del
aherrojamiento del Elefante, cuya suerte le había atraído la simpatía y apoyo de
respetables animales. Entre ellos se contaba, como lo hemos relatado, la misma Tortuga.
Empezó a hablar el Zorro, y dijo:
—“Aquí entre nosotros, es necesario que encaremos resueltamente la realidad.
Todos sabemos que el Elefante no puede quedarse amarrado a un roble
indefinidamente. No solamente porque repugnaría a la Sociedad Protectora de Animales,
a la cual debemos un infinito acatamiento —no olvidemos, señores, que su distintivo es
la Cruz Azul— sino también, y sobre todo, por una posible rebelión del Elefante, que se
mantiene en esa aparente sumisión por respeto al Conejo, que le ha aconsejado
prudencia. Hay que reconocer, en efecto —y es mejor que no nos hagamos ilusiones—
que el feroz paquidermo es muy capaz de romper lazos y ataduras con un solo golpe de
su trompa. Y si eso llega a ocurrir, —concluyó el Zorro, acongojado— apaguemos y
vámonos...”.
Tomó entonces la palabra el Conejo Blanco, a quien todos prestaron inmediata
atención, incluyendo al Gato, porque era animal de pocas palabras, de honradez
reconocida por todos, y particularmente por su poderío. Y dijo el Conejo:
—“Esta vez ha hablado el señor Zorro con toda la verdad, después de varios meses
de haber abandonado tan laudable costumbre...”.
El Gato, al oír esto, tosió incómodamente, y cambió de sentado.
El Conejo prosiguió imperturbable:
“... La verdad es que yo no tengo la menor intención de seguir contemplando
impasible los desmanes de los ratones. Las amenazas del señor Mambrú, que dicho sea
de paso, no tienen por qué aterrarme, y los ultrajes inferidos diariamente a mi amigo el
Elefante. Si no lo he defendido abiertamente se debe —y ustedes lo saben muy bien—
a que reconozco al Zorro como mi jefe supremo, a quien debo obediencia. Pero de eso,
a seguir sirviendo de cómplice a las maquinaciones del señor Gato, hay una distancia
como de aquí a Zipango...”.
La desazón era visible en todos los rostros, exceptuando el de la Tortuga, que se
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
N. del E. Con esta serie en clave de parodia Antonio Panesso Robledo burló la
censura del régimen desde el espacio editorial. Los personajes principales, el Zorro y el
Gato Mambrú representan al presidente Mariano Ospina Pérez y al jefe de partido,
Laureano Gómez; el Conejo, al diplomático Alberto Lleras Camargo. La fábula retrata
las circunstancias políticas del momento, luego de que el Presidente ordenara la
clausura del Congreso, e implantara el Estado de Sitio y la censura de prensa.
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
ELLAS COMENTAN
Cuando en una reunión femenina se pone en discusión algún tema que interese al
conjunto (que desde luego no habrá de ser de la pesca, la caza o los negocios) es cosa
que entretiene, al escuchar los encontrados comentarios. Si, por ejemplo, a cualquiera
de las asistentes se le ocurre contar que un viudo conocido está por volver a casarse, no
alcanzan los oídos para captar tan diversas opiniones:
—¡Antes se había demorado mucho! Ya los hombres no esperan a que la mujer
cierre el ojo, para salir a buscar reemplazo.
—Es que no son capaces de vivir sin contar con su boba, que les bregue el
“guayabo” de los tragos, y les siga a todos los caprichos—.
Eso es cierto. Y ni les da pena de que la gente vea lo pronto que se olvidan de esas
buenas señoras. Es que son tan ingratos! El gremio de los viudos queda por el suelo, y
la crítica al proyecto de que se habla parece definitiva. Pero, de pronto, interviene la
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
LA LINEA
El mundo femenino está de plácemes con la llegada al comercio de un famoso
producto adelgazador que dizque obra verdaderos prodigios. Es un polvo con sabroso
sabor a vainilla y otras esencias —propias para atraer a las señoras golosas— que
disuelto en agua y tomado tres veces al día, aparta de la mente de los gordos la imagen
de un pollo frito... una esponjosa tortilla... un bistec con tocineta... una crema de ostras o
cualquiera otra tentación de las que los hacen caer tan frecuentemente. Nutriéndolos
además con sus vitaminas y dejándolos perfectamente satisfechos.
Todo esto puede ser muy cierto. Pero también debe serlo que la tal “colada” lleve
consigo la melancolía al espíritu de quien la toma. Ella ha sido la compañera inseparable
de todo régimen alimenticio, porque el hecho de acercarse a la mesa para no comer, o
comer con desagrado es para cualquiera motivo de sufrimiento moral.
Hace muchos años se puso también de moda una dieta milagrosa, a la cual me
referí en el siguiente comentario que vuelve a ser de actualidad.
“La palabra línea sugiere rectitud, impone sacrificio y es respetable: Línea de
conducta... línea de combate... línea de fuego... Pero llega a su significado máximo
cuando se dice línea femenina...”.
En honor a la línea corporal muchas mujeres no solamente sacrifican todo deleite
gastronómico, sino que llegan hasta el heroísmo.
Cuando la aguja de la balanza pasa del límite exigido por las reglas de la estética,
la señora que se pesa exhala un triste suspiro y oculta muy bien en la secreta de su
billetera el desdoroso comprobante... Tomando la resolución de empezar en propia hora
el tratamiento cumbre conocido con el nombre de “régimen de la manzana”. Esta dieta,
efectiva sin duda, es un programa de hambre más o menos así: Desayuno: una taza de
café tinto sin azúcar y una manzana. Almuerzo: cuatro hojas de lechuga, un huevo cocido
y una manzana. (Les faltó el canario...) Comida: una taza de caldo desgrasado, una
tostada de pan, legumbres cocidas y una manzana.
Todo marcha a las mil maravillas. La señora se siente más ágil, se deleita ante el
espejo observando los sorprendentes resultados y tiene que buscar costurera para que
les varíe las medidas a los trajes... Pero el régimen sigue y en la tercera semana sufre
algunas variaciones de consideración:
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
Desayuno: jugo de naranja, una tajada de queso, riña con el marido... y una
manzana. Almuerzo: jamón magro, “echada” del servicio.. medio tomate y una manzana.
Comida: un vaso de leche descremada, un huevo escalfado, zanahoria cruda,
“pataleta”... llanto y una manzana.
Si el carácter no sufriera menoscabo con el régimen, todas las mujeres jóvenes y
viejas, haríamos algo por contribuir a la belleza de la raza, luciendo por las calles siluetas
impecables. Pero ocurre que a muchas, el hambre nos reduce el espíritu a la más mínima
expresión: se nos olvida charlar y sonreír... las ideas abandonan su morada... los
presentimientos siniestros nos asedian... y el sueño se niega a visitarnos sin la compañía
de las drogas sedantes.
No hay más remedio pues, que aceptar con resignación esa carga (que por fortuna
pesa más al público que a quien la lleva a cuestas) con la seguridad de que ella, por
desgracia, será eterna. Pues para colmo de males, Dios Nuestro Señor nos quitó toda
esperanza de mejorar siquiera en la otra vida; al notificarnos —por boca de sus
profetas— que el día del gran juicio resucitaremos con los mismos cuerpos que tuvimos
en la tierra... ¡Qué lástima! Ni aún en el cielo podremos usar “suéter” y prescindir de la
estorbosa fajita...
EL ARTE DE CONVERSAR
En las reuniones sociales del día muy pocas veces se disfruta el placer espiritual de
escuchar al buen conversador. Con frecuencia encontramos en ellas personas que
teniendo capacidad y temas para sostener una amena charla, optan por oír lo que dicen
los demás; como si para ellas constituyera un gran esfuerzo el tener que abrir la boca...
Y dejan el campo a otras, para quienes la dificultad parece consistir en saber cerrarla a
tiempo...
Para ser un buen conversador no se requiere deslumbrar a los oyentes con bellas
frases, ni hacer gala de erudición. Eso se deja para el conferenciante, que cuenta con su
clientela especial... Tampoco lo es el chistoso crónico, que corre el peligro de ofender
con sus gracejos, no siempre mesurados y prudentes.
Yo creo que un buen conversador puede llamarse aquel que sabe manejar la batuta
en la tertulia, sin dejar decaer a los que en ella actúan como lo hace el director de
orquesta con los músicos del concierto... El que acepta las interrupciones y las aliña con
su ingenio o su gracia...
El que habla poco de sí mismo... Y del prójimo, solamente cuando se llegue el caso
de contar de él alguna anécdota sustanciosa.
Y, ahora que hablamos de anécdotas, reconozcamos que siempre han sido ellas la
sal de la conversación. Nada hay tan interesante como conocer la personalidad de las
gentes a través de los hechos de su vida. Y el tema es inagotable, porque la humanidad
es una mina que jamás acabaremos de explotar.
Por ejemplo, a don Pepe Sierra —el acaudalado antioqueño que no dejó al morir
sólo millones, sino también sabias reglas para llegar a conseguirlos— nos lo pinta de
cuerpo entero la anécdota de la vaca:
—Don José María —le dijo alguna vez el encargado de una de sus haciendas— se
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
acaba de rodar por el precipicio una de las vacas y la encontraron muerta en la cañada...
Pues no hay más remedio que enterrarla, mi amigo.
—¿Enterrarla, don Pepe...? La vaca estaba sana... y los peones me piden que les
deje aprovechar la carne...
—No importa... Que la entierren ligerito. No quiero que se me sigan rodando las
demás.
Tomado de Crónicas, Medellín, 1983.
LAS CARTERAS
La cartera es para la mujer el adminículo más indispensable. Siempre la tiene cerca
porque sabe que en ella encontrará cuanto pueda interesarle; la billetera —si no con
mucho dinero, por lo menos con el pase de chofer y los retratos de las personas
amadas— el rosario compañero inseparable... la polverita y su amigo el colorete... los
cigarrillos y el encendedor... el estuche de los lentes... las llaves del automóvil... los
“mejorales” y el pañuelito... Pero además debe caber en ella la libreta de apuntes... el
botón que se le desprendió al vestido... las semillas de plantas obsequiadas por la
amiga... y la receta de cocina pescada en el último costurero... parece, pues, que la
hubiera construido doña Urraca...
También el hombre lleva consigo en el bolsillo interior de su chaqueta una cartera
delgada y fina, que es motivo de preocupación para él especialmente cuando se trata de
desfiles y tumultos. Por eso lo vemos, con la mano sobre el pecho, tratando de
defenderla... lo que no siempre logra conseguir...
Del contenido de la cartera masculina sólo puede saberse algo verdaderamente
cierto en caso de muerte o accidente, dada la resistencia con que esquiva la
investigación, que pretendan hacer en ella unas manos de mujer. Lo que hace pensar en
la existencia de retratos y papeluchos delatores...
Hay otra cartera —la ministerial— que no se compra en almacenes, sino que se
gana con notas, como los premios del colegio, y que es la más apreciada de todas... Esta
lleva en su seno muchas cosas interesantes, como los proyectos irrealizables... las
promesas incumplibles... y los discursos “nonatos”... Los ministros son prácticos y viven
prevenidos; como lo prueban las cuartillas encontradas a algunos de ellos entre sus
papeles íntimos, cuyo rótulo decía: “Discurso que improvisaré el día 25 en la
inauguración...”
Y aún existe un último estilo de cartera. La de uso más molesto, por sus exageradas
proporciones, y es la cartera del comerciante... El vende y vende... y por lo tanto, gana y
gana... Pero todo el producto entra a la cartera... cuyo peso va haciéndose tan abrumador
que lo obliga a tomar vitaminas y pastillas calmantes, por sentirse nervioso y extenuado...
Tomado de Crónicas, Medellín, 1983.
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
Hernando Téllez
Este lúcido intelectual y exquisito prosista nació en Bogotá en 1908 y murió en 1966.
Comenzó muy joven como cronista judicial en El Tiempo y hacia 1929 inició su columna
Espejo de los días. Fue comentarista de planta de El Liberal, donde escribió las columnas
de la sección Hoy y realizó una campaña política sarcástica y apasionada en favor de
Alberto Lleras, pues trasegaba de la literatura al periodismo y a la política.
Escribió unas anotaciones fugaces con el título de Márgenes, que inició en la revista
Semana y continuó en Mito. En esas columnas sobresalió como crítico literario, una de
sus facetas más apasionantes, porque jerarquizó y calibró las letras nacionales (fue el
primero en escribir en Colombia sobre Gabriel García Márquez, Alvaro Cepeda Samudio
y Alvaro Mutis). A finales de los años cuarenta Téllez era considerado por la crítica como
el más completo de los escritores colombianos. Sanín Cano decía que su estilo era “una
cosa ejemplar. Llega por momentos a las fronteras de la perfección, con una gracia, con
una limpidez y una desenvoltura casi inverosímiles”34.
Téllez tenía un alto perfil en el medio literario. Era el más respetado de los
escritores—periodistas. Se alababa sobre todo su estilo castizo, justeza idiomática,
gracia verbal. Téllez no sólo fue reconocido como uno de los más brillantes periodistas
del país, sino que se convirtió en un caso literario excepcional. Otto Morales Benítez
señala que de la generación de los Nuevos, Hernando Téllez fue uno de los más
entregados a la literatura, “que ha tenido la inteligencia de no disputarle a nadie una silla
ministerial o una vacante en las cámaras”. Su prosa era fresca y dúctil, fina y clásica, y
sus juicios de un perdurable valor, como lo demuestra la antología de sus escritos sobre
literatura, titulada Nadar contra la corriente (1996). Existen numerosos títulos de Téllez,
entre ellos la Selección de prosas y Textos no recogidos en libro (Colcultura, dos tomos,
1979).
MARCHA NUPCIAL
La noticia es excelente. Se va usted a casar a los veintitrés años. Una edad perfecta,
pero difícil como la de los cuarenta y cinco de toda mujer, desde luego por razones bien
diferentes de las que van implícitas en el problema de su juventud. Los veintitrés años
representan el esplendor juvenil sin la agresiva indeterminación de los diez y ocho y sin
ese melancólico preludio de la conformidad y la madurez que extiende su sombra a los
treinta.
Pero no se alarme: hay una segunda y si acaso una tercera juventud. El espectáculo
de esta última me ha producido siempre un insoportable malestar. Usted, seguramente
lo ha observado. Lo ofrecen esas mujeres de cincuenta, de sesenta años, cuyo propósito
de perduración en la belleza y en la coquetería juveniles es una angustiosa demanda
para que el tiempo se detenga, para que no pase, raudo con su carga de ceniza, sobre
sus cabezas y sus corazones. El dramático descase entre lo que son y entre lo que
aparentan, crea fatalmente para tales vidas un falso estatuto de la conducta. Por ello hay
mujeres de medio siglo en quienes se pueriliza la noción de moda, de los afeites, del
gesto, de la conversación, de la actitud ante la vida. De sus ojos, trabajados por el tiempo,
brota pronto, una desesperada luz, algo así como el postrero resplandor de las señales
eléctricas que de noche, y desde la última curva del camino, vemos tertulias en la lejana
estación de partida. Con frecuencia, esas mujeres aparecen trenzadas en una lucha por
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hayan perdido toda eficacia estimulante, ¿se quedará con el alma vacía? Sí, ya veo su
gesto de protesta y de burla. “La vida traerá otros estímulos, otros motivos, otras razones
para el amor”. Así es. Pero no vaya a incurrir en la cándida idea de que crearlos o
descubrirlos a tiempo es una fácil tarea.
En ello consiste, precisamente el arte de saber amar. Es un arte sin fórmulas fijas,
que busca en lo inestable, lo permanente, en lo cambiante, lo duradero, en el misterio, la
claridad. Una tarea milagrosa. Pero no se asombre. Muchos hombres, innumerables
mujeres la han realizado casi sin darse cuenta. Y muchos y muchas, desde luego han
fracasado; usted no será de estas últimas. Propóngase, en serio, como una tarea, no
serlo. Y para comenzar, abandone la idea del campeón y cámbiela, simplemente por la
del hombre. Es más complicada, pero es más auténtica. Una idea de un hombre con su
código personal de señales, con su repertorio de cavilaciones y debilidades, con su
sistema de imprevistas reacciones, con su alternativo juego de heroísmo y generosidad,
con su miseria y su grandeza. Así se hallará más próxima a la verdad y más distante de
la duda y de la desilusión.
El inventario de cualidades que usted hace con su carta, merece ser
complementado. Describa “en profundidad” a ese portento masculino del mazo de golf y
de las alígeras piernas. Descienda hasta las aguas profundas del sentimiento, en una
valerosa exploración. La imagen de su amor, que allí verá reflejada, probablemente será
más verídica que esta seductora estampa de magazín estadinense que su imaginación
y sus manos han trazado sobre el papel... Reciba el testimonio, etc., etc...”.
La respuesta decía, en lo esencial y más benévolo: “...ustedes los literatos, son
insoportables. Y si no estuviera tan bien educada, le diría que son monstruosos. Todo lo
complican. Presumen como Lázaro, haber estado ya del otro lado del misterio. ¡Qué
vanidad! De las cosas más sencillas hacen un problema terrible. Compadezco a su mujer
y a todas las mujeres de los literatos. Eso de vivir con un ‘genio’ en la alcoba debe ser
terriblemente aburrido...¡Unos ojos que no escrutan el cuerpo sino que palpan el
‘misterio’ como usted dice cómicamente, qué horror! Jamás le hubiera escrito si hubiera
adivinado (no puedo evitar la repetición del verbo y no me importa) que en lugar de
felicitarme iba a decirme todas esas frases entre solemnes y burlonas que hay en su
carta. Pero no crea que estoy amedrentada.
Usted, como todos los escritores que se envanecen de conocer el alma humana y,
lo que es más inaudito, el corazón de las mujeres, se empeñan en mostrar que el amor
es un conflicto terrible y un insoportable suplicio. No hay tal. El amor es mucho más
simple y más fácil que todo eso. Ustedes consideran como una catástrofe que el amor
sea efímero o que muera. Y no pueden entender que Cuidado con el amor es la pedante
consigna que ustedes dan a sus libros en sus artículos en todas partes, para tener miedo.
De mí sé decir que no le temo al amor y que parece insoportable toda esa literatura que
como la de su carta, nos quita el sabor de la vida para darnos el de la muerte. No, querido
amigo. Demasiada amargura hay distribuida por el mundo como para agregar a ella la
contribución de nuestro propio amor. ¿Por qué no se nos deja existir simplemente
vitalmente, sin envenenarnos el alma con vanas filosofías? ¿Cree usted que yo debo en
lugar de amar, ponerme a investigar las causas de mi amor, como quien investiga un
crimen? Qué tarea más sórdida y estéril. Yo no estoy escribiendo una novela, en donde
esa clase de investigaciones se permiten, sino haciendo mi propia vida con los materiales
que la vida ofrece. Permítame, pues, amar a mi ‘campeón’, como usted dice sin razonar
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es una ofensa ni para el país ni para Caignet. Los hechos no son ofensivos. La cursilería
literaria no es una arbitrariedad sino una consecuencia lógica del medio social que la ha
hecho posible. Culpar a una sociedad porque en un gran número de sus manifestaciones
sea cursi, es tan absurdo como inculparla porque en el desarrollo de su producción
conserve ciertas formas feudales a tiempo que otras sociedades han superado ya
satisfactoriamente esa etapa histórica. La cursilería es un signo social, no un capricho
de las gentes. En ciertos países europeos, Francia, por ejemplo, es difícil no digo ser
literariamente cursi, sino serlo con éxito. Puede haber muchos o pocos escritores cursis,
como los de la “Novela Rosa”, pero perecen en medio del desprecio colectivo porque el
nivel cultural de la sociedad ha sobrepasado ya el grado histórico de la cursilería. Las
aguas de la cultura media superan esa marca. En Colombia, no todavía. El caso de
Caignet que es un caso de perfecta sincronización entre la cursilería literaria y la
cursilería social, exaspera terriblemente a ciertas selectas inteligencias. Eduardo
Caballero Calderón, verbigracia, estuvo a punto de realizar una nueva cruzada para
rescatar el Sagrado Cuerpo del Arte, profanado, según él, por el escritor cubano. En su
apostólico empeño, fue ignominiosa, pero merecidamente batido. Olvidó algo muy
importante: que la sucesión de las etapas culturales es lenta y parsimoniosa y que si
había algo socialmente explicable y normal era el éxito de la novela de Caignet,
precisamente porque representaba algo así como la sublimación literaria de una
sentimentalidad y de un gusto intelectual promedios, irresistiblemente cursi. En otras
palabras: Caballero olvidaba el medio, la atmósfera social en la cual caía, como maná,
el mensaje de Caignet. Desde su personal punto de vista, Caballero tenía razón. Era el
punto de vista de un miembro de las élites que partía del engañoso supuesto de que toda
la sociedad se parecía a él mismo o de que, cuando menos, no se parecía demasiado al
señor Caignet. Los resultados de su frustrada campaña tal vez lo hayan desengañado,
ahora sí, respecto de las valoraciones del gusto medio, tomadas idealmente por lo alto.
Resulta, pues, que lo cursi tiene su natural imperio cuando una burguesía en
ascenso económico no ha conseguido crearse todavía o no dispone, por herencia
histórica, de una auténtica y sólida tradición cultural. Es la cursilería del nuevo rico que
anhela demostrar su nueva condición por medio de un refinamiento postizo y es también
la del pobre que anhela disimular su verdadera condición por medio de expedientes en
que lo trágico y lo cómico se entremezclan denunciadoramente. Es la dignidad teatral de
un vendedor que lleva, sin embargo, los zapatos rotos. Y el desafiante exhibicionismo
del nuevo rentista que se llena de automóviles de último modelo. Y la coquetería de una
niña que presume de mujer. Y la de una mujer que presume de niña. La cursilería puede
estar implícita en el traje, en los ademanes, en la conversación, en el concepto de la vida,
en la idea de lo que uno es y no es. Hay cursilería en el amor, en la amistad, en la política.
Se puede ser cursi por solemnidad o actuando conforme a la creencia de que el
amaneramiento es el colmo de la estilización. Una mujer liviana cae en la cursilería
cuando representa el papel de la honesta agresiva, de la esposa sin tacha o de la
matrona irreductible. Una colegiala puede convertir su candor en pura cursilería, si lo
extrema, o su impudor si lo disfraza de candidez. Es por ello por lo que la cursilería puede
expresarse de la misma manera en el éxito de Caignet y en la tendencia irrefrenable de
la alta o pequeña burguesía para no dejar en discreta penumbra ningún acto privado que
pueda denunciar, ante el público, la solidez económica de su situación o lo que esa
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de estudiantes de provincia, que acudían a ellos a calmar el frío con un pocillo de tinto
caliente que acompañaba la lectura de textos y ejercicios de tareas. El Café Windsor fue
célebre y popular hasta la década de los “treinta”. Estuvo situado en la esquina de la calle
13, con la carrera séptima, en los bajos del Hotel Franklin, donde murió el General
Benjamín Herrera. Allí se reunían principalmente los políticos y al mediodía hasta había
música para amenizar la tertulia, piano y violín, generalmente, que ejecutaban temas
populares del momento. En la calle catorce, pocos pasos arriba de la misma carrera
séptima, el Café Riviere concentraba a las horas del mediodía una concurrida tertulia de
comerciantes, políticos e intelectuales, a saborear sus deliciosas empanadas
humedecidas con sifón y cerveza y a tomar los aperitivos vespertinos, brandy, porque el
whisky todavía no había “colonizado a Bogotá”, y algunos a matar el frío con puros
anisados de fabricación ya nacional. Los cafés bogotanos, por coincidencia, fueron
concentrándose en las cercanías del Puente de San Francisco. El centro vital de Bogotá
moraba entre la Plaza de Bolívar y el río San Francisco que canalizado y cubierto, se
convirtió en la actual Avenida Jiménez de Quesada, La “zona cafetera” se abrió desde
los “veinte” hasta el 9 de abril de 1948, en la cuadra de la carrera séptima, entre calles
14 y 15. Allí nacieron, crecieron, vivieron y murieron el Café Inglés, célebre tertulia política
e intelectual por muchos años. El Colombia, el Molino y el Gato Negro. Reunión de
escritores, políticos, intelectuales y bohemios, conocidos entre sí pero respetuosos
también entre sí, sin mezclarse en sus tertulias, en un Bogotá que defendía su ambiente
colonial, santafereño y señorial e intelectual, de la embestida arrolladora de la metrópoli.
Mas allá del Parque Santander, que por entonces sí era parque, hacia el norte, sobre el
Camellón de las Nieves, solamente se atrevieron a existir tres o cuatro cafés de tradición
y nostalgia. La Gran Vía, a mitad de la cuadra entre las calles 17 y 18, en el costado
oriental, que vio discurrir la cultura y la bohemia en clásica tertulia a la cual concurrían,
entre muchos, el maestro León de Greiff, Eduardo Castillo, César Uribe Piedrahíta, los
Zalameas, Felipe Lleras, Emilio Murillo, Federico Rivas Aldana —“Fray Lejón—”, el
“chato” Murillo, su propietario y admirador, y donde se despidió de la vida, rubricando su
adiós con un disparo, Ricardo Rendón.
Camino de San Diego, en la esquina occidental de la calle 22 existió desde principios
del siglo “el Boulevard”, café restaurante que también tuvo su tertulia característica por
muchos años y en el mismo sector, recordado con nostalgia y más cercano en el tiempo,
el célebre “Martignon” centro de escritores y periodistas de los “treinta”. El café de la Paz
quedaba en la calle doce, unos pasos al oriente de la Calle Real. Punto de reunión de
empresarios y políticos fue por mucho tiempo tertulia amable, que contrastaba con los
cafés Roma y Niza, más frecuentados por los estudiantes provincianos de la época,
ambos sobre la carrera séptima entre las calles 11 y 14, a donde llegaban a
“bogotanizarse” gentes emprendedoras del occidente, principalmente de Antioquia y
Caldas. El Café de la Paz, después del 9 de abril se trasladó a la calle 19 con la carrera
séptima, al lado de la librería que tenían Eduardo Caballero Calderón y el “doctor
Merulitas”, de gratísima evocación. El 10 de mayo de 1957, desde el balcón del Café de
la Paz, Juan Lozano y Lozano saludó esa mañana el renacimiento de las instituciones
democráticas. Pocos meses después el Café de la Paz murió y fue enterrado por la
Avenida Ciudad de Lima.
El Café Asturias fue sin duda la última tertulia de los escritores poetas y literatos que
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marcó una etapa intelectual inolvidable, que hacía puente con “La Cigarra”, tertulia sin
café, cigarrería animada por Santiago Páez y punto de reunión de políticos,
expresidentes, ministros, congresistas, en la esquina de la calle 14 con la carrera
séptima, con su costado suroccidental donde hoy existe un conocido almacén de
departamentos. El Asturias, pocos pasos arriba de la carrera séptima, más al oriente de
la que fuera casa de El Tiempo, vio descubrir al “todo Bogotá” intelectual de la década
de los “cuarenta”. Allí se conoció la nueva generación que alternaba con la anterior a la
cual pertenecen valores tan consagrados como Alberto Angel Montoua, José Umaña
Bernal, Aurelio Arturo, Eduardo Carranza, Néstor Duque, Paulo E. Forero, Eduardo y
Jorge Zalamea, Ignacio Gómez Jaramillo, León de Greiff, Fray Lejón, Luis Vidales, Jaime
Ibáñez, Alvaro Mutis, Guillermo Camacho Montoya, Víctor Aragón, Jorge Gaitán Durán,
Juan Roca Lemus “Rubayata”, Alejandro Vallejo y una veintena más de nombres gratos
e inolvidables. El 9 de abril de 1948, que cambió tantas cosas en la historia, sepultó
también la etapa romántica y nostálgica de medio siglo de los cafés bogotanos
tradicionales, con sus amables y cultas tertulias, trascendentales e intrascendentes,
intelectuales y bohemias. Con el “Café Asturias” murió medio siglo del clásico café
bogotano que se añora como perdido y ya jamás recuperable. Porque la transición de la
época, la deshumanización de la metrópoli, el desplazamiento ciudadano hacia grandes
distancias, la inadaptación, la violencia, la incomunicación, frutos de la civilización y de
cambio social, hacen imposible el renacer del café y de sus tertulias, con su concepto
prístino.
Sin fecha. Reproducido en Lecturas Dominicales de
El Tiempo, junio 13 de 1976.
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Anécdotas de Escritores.
TOMAS CARRASQUILLA DRAMATURGO
El éxito sorprendente alcanzado a fines de 1923 por la comedia, de costumbres
titulada “Adiós Lucía” de Salvador Mesa Nicholls, tuvo en el Medellín literario de aquel
tranquilo año una consecuencia muy explicable: la mayor parte de los escritores—
grandes y pequeños— se sintieron llamados a grandes destinos en el género teatral.
La obra de Salvador había sido representada tres o cuatro veces en el Teatro Bolívar
por un grupo escénico que integraban gentes de alta sociedad, entre las cuales recuerdo
a Amalia Vélez, Inés Greiffestein, Alberto Jaramillo Sánchez y José Luis Restrepo
Jaramillo. Las localidades se agotaban todos los días y las canastas de flores estaban al
día —mejor dicho a la noche— cada vez en el pequeño teatro candelario.
Con tan halagadores antecedentes no tiene nada de raro que una especie de
escarlatina teatral les aflorara a todos. José Luis Restrepo escribió su comedia “La
Llama”, cuya posterior representación tuvo muy buen suceso; Alejandro Vásquez,
droguista siempre y escritor a ratos perdidos, produjo también una buena obra cuyo título
se me escapa; Ciro Mendía hizo dos pequeñas obras llenas de gracia que repletaron el
teatro. Pero el mayor éxito de toda la temporada resultó la escenificación que Efe Gómez
hizo del más conocido y admirado de sus cuentos: “ Guayabo Negro”. Como resultado
monetario de todo aquello, la Sociedad de Mejoras Públicas, auspiciadora de las
representaciones, logró embolsarse en pocos días unos cuantos miles de pesos.
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A tal punto llegó el interés por la literatura teatral, que el maestro Tomás Carrasquilla,
a quien todo el mundo considera muy al margen de tan fervorosos entusiasmos, cayó
también, por primera vez en su vida, en la tentación de “benaventear un poquito” según
su propia y gráfica expresión. Claro que lo hizo muy discretamente y sólo unos pocos de
sus amigos más cercanos llegamos a enterarnos de que el viejo se dedicaba en mucha
reserva a la confección de una comedia.
Pero cuando la cosa se supo —que al fin tenía que saberse— una gran expectativa
comenzó a hacerse al margen de lo que se suponía intensísimo trabajo del veterano
costumbrista. Decíase que la obra era una sátira estupenda sobre las costumbres
ciudadanas, o bien que se ocupaba de poner en solfa la propia epidemia teatral que la
había motivado.
Mas como la tal obra no llegara a aparecer ni nadie conociera un renglón de ella,
alguno de los contertulios vespertinos de “La Bastilla” se decidió a interrogar al autor de
la Marquesa de Yolombó.
—¿Qué hubo al fin de tu comedia, maestro?
Don Tomás Carrasquilla miró al interlocutor con sus ojillos penetrantes y burlones,
sonrió con su boca desdentada y dijo:
—Pues, chico, eso del teatro es cosa fregada. A mí, francamente el asunto me salió
mal. Figúrate que pensé muy bien mi asunto y me puse a trabajar en él. Eran cinco
personajes, muy buenos, muy avispados, muy paisas y tal. Empecé a escribir. Hice como
diez o doce escenas... Y cuando iba terminando el primer acto, me dejé de carajadas
porque vi que eso no servía.
—¿Pero qué fue lo que pasó, don Tomás?
—¿Qué? Pues que los cinco personajes de la comedia eran iguales a mí. Mejor
dicho me resultaron cinco Tomases Carrasquillas.
El Tiempo, 20 de agosto 1950.
LA JOVENCITA
Cuando terminé de bajar los ocho tramos de escalera desde mi cuarto de hotel (el
ascensor estaba inservible), la jovencita estaba sentada en el banquito de madera que
utiliza el portero cuando las sillas de hule del recibo están copadas. Era apenas una
adolescente de pecho plano, con su vestidito de organdí. Con sus zapatos charolados y
sus calcetines blancos de algodón. Con su pelito liso y huidizo, ni castaño ni rubio. Con
sus manos delgadas que había dejado inertes y separadas sobre los muslos y que eludió
luego con mal disimulado disimulo.
Interceptando la salida estaba la madre: cuarenta y ocho kilos de apergaminada
estatura; ocho lustros o nueve de baqueteado existir; veintidós años de ejercicio
magisterial; un marido vago qué mantener y resistir; nueve hijos en serie de zampoña. Y
en la primera caña del camarillo esta criatura desvaída del trajecito de organdí.
Los catorce años pálidos de la mozuela sonrieron difícilmente por medio de los
labios, con una sonrisa pálida como ellos. La mano derecha se puso un momento en
evidencia para elevar sobre la frente una guedeja desmayada. Y la frente, entonces,
demasiado desnuda para atreverse, se humilló un poco, al par que los ojos, mientras la
mamá nerviosa contaba la historia.
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Columna Claraboya.
DIVAGACION INDUMENTAL
Todo en la vida ha sido siempre, más o menos, asunto de traje y al traje se han
concedido las funciones simbólicas más trascendentales. El hombre que se va a casar
viste un traje negro, severo, de larga levita fúnebre, sobre cuya solapa cree oportuno
exhibir el detalle hondamente conmovedor de los azahares, sugestión en cera cándida
sobre cosas que no deben sugerirse.
El pantalón a rayas, los zapatos relucientes, la camisa tiránica, el alto sombrero,
prenda de lores venida a menos, todo se aúna para dar un sentido inquietante que el
hombre procura contrarrestar con una sonrisa indefensa de individuo a quien su traje —
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EL AGUACATE
Para que un hombre cualquiera demuestre a las gentes —sin palabras— la
perfección de su hogar, le basta llevar un aguacate en la mano. Es el argumento definitivo
y contundente. Esa fruta, en forma de pera grande, de pulpa “blanda, amarilla,
mantecosa y tierna”, simboliza virtudes armoniosas, temperamento dulce a la ternura,
afición por la casa, la esposa y los ruidosos chiquillos. Cuando un ciudadano va por la
calle llevando en alto un terso aguacate, parece que lo bañara una íntima satisfacción,
un deseo de agradar a todo el mundo, una disposición placentera de saludar con parvas
genuflexiones a las gentes y decirles palabras amables. Jamás un caballero de mal
genio, con el espíritu cuajado de problemas, que guarde en el corazón una nidada de
odios, puede hacer lo mismo. Para merecer las bendiciones que emanan de un aguacate
de apretados deleites, se necesita tener bruñida y tranquila la superficie del alma, que
no esté rayada por el encono o el desamor al destino y a sus contingencias. Talante
alegre, blando curso de las pasiones, buena vecindad con las penas y con los trabajos,
devoción por el deber, son los requisitos esenciales para hacerse digno de la
camaradería de un aguacate.
¿Ustedes no han pensado, cuando se encuentran con un semejante por la calle,
que lleva en la mano un ejemplar apetitoso de esta fruta, que ese personaje posee un
hogar perfectamente feliz? Debe llegar a la casa con el rostro barnizado en ráfagas de
dicha. Se debe sentar a la mesa con unción doméstica de patriarca, convocar a toda la
familia y luego empezar a rebanar la fruta que ha traído como practicando un rito sagrado.
¡Ah! será regocijo de los ojos y acariciante espuela del apetito el pudor amarillo del
aguacate, partido en cuatro cascos, con su amargo corazón descubierto, en el centro de
la mesa, sobre la pureza del mantel. El paladar se anega en saliva y los intestinos bailan
un bambuco de felicidad.
Desconfiad de los hombres casados a quienes no veáis por la calle con su respectivo
aguacate, a las doce del día. No saben lo que es el júbilo de vivir. Los pobres ignoran el
amor a las virtudes clásicas. Carecen de un refugio con techo tembloroso de ventura. Un
hombre sin aguacate odia la sociedad y sus instituciones, es capaz de robar y de matar.
Esa fruta milagrosa es la única que les pone cauces sedosos y sabrosos a los odios y a
las decepciones humanas.
Tomado de Croniquillas de José Gers, 1946.
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FRAZADAS
La Contraloría General de la República informa en un boletín de prensa, que en los
últimos cinco años se introdujeron a Colombia frazadas por un valor de cinco millones de
pesos. Para algunos pesimistas la importación mencionada es un gasto inútil y excesivo,
pues el país produce este artículo de calidad excelente. A nosotros, por el contrario, nos
satisface ampliamente la traída abundante de mantas extranjeras.
Es necesario darse cuenta de que ellas han hecho más por la dicha humana que los
automóviles, los perfumes, los radios y demás objetos que llegan de ultramar. En
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ciudades como Cali y Barranquilla, por ejemplo, en todas las situadas en climas cálidos,
no se puede comprender muy bien el significado de una buena manta de lana, gruesa,
espesa, ancha, extraordinaria; los íntimos deleites que guarda; el número de
pensamientos que sugiere, los blandos sueños que proporciona, el regalo que constituye
para la carne y las incitaciones que lleva hasta el espíritu.
Los habitantes de tierras frías conocen exactamente hasta dónde llega la
importancia de la cobija. Saben del paraíso de las mañanas lluviosas en el lecho,
mientras el frío cortante no permite sacar la nariz a la intemperie, cuando las ideas se
hacen lentas, irrealizables, divinas.
Es muy seguro que si los hombres tuvieran la suficiente independencia para
permanecer buena parte de la mañana acostados, semidormidos, en el seno maternal
de un colchón resortado, pensando al capricho de la imaginación, el mundo andaría
mejor. Nadie se levantaría a hacerle males de ninguna clase al prójimo.
Ya pasada la guerra, los gobiernos dispondrán que los hombres permanezcan en la
cama por lo menos hasta mediodía, en tiempo de invierno y cada cual se verá obligado
a llevar al hogar las frazadas mejores, según las posibilidades de su peculio. En esta
forma el odio se desterrará de este planeta. Un hombre bien dormido, después de haber
cultivado su pereza, después de haber pasado agradablemente estirado en el lecho
hasta bien entrado el día, no va a levantarse a organizar ninguna manifestación, ni menos
una pedrea, ni a escribir un líbelo contra sus semejantes, ni a pronunciar un discurso
incendiario, ni a asistir a reuniones de carácter anárquico, ni a leer nada pesado, odioso.
Debemos alarmarnos sí, cuando merme la introducción de cobijas al país, porque
entonces los colombianos ya no permanecerán acostados bastante tiempo, y por lo
mismo, empezarán a hacerse malos y peligrosos. Bendigamos las mantas pastusas, las
americanas, las inglesas y las antioqueñas, pues sólo debajo de ellas el hombre
comprende la inutilidad de todo y presiente un lugar distinto donde los hombres
estaremos exclusivamente medio dormidos y medio despiertos, mientras vemos caer la
lluvia afuera y sentimos que la bondad nos gotea en el alma como un filtro de aromas.
Tomado de Croniquillas de José Gers, Cali 1946.
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Desde las primeras páginas publicadas por Barrera Parra en los periódicos de
Bogotá, nos dimos cuenta de que ese hombre silencioso con aspecto de “caimán
parado”, como decía su amigo Emilio Murillo, había estado en Europa, se había paseado
por los bulevares de París y por las Ramblas de Barcelona, conocía a vuelo de pájaro la
literatura contemporánea desde Bernard Shaw hasta Anatole France y desde Camus
hasta Langston Hughes, era familiar a todas las fórmulas de cockteles y a todas las
maneras de aburrirse, e iba a empezar a darle al público colombiano sus impresiones
personales sobre el mare mágnum contemporáneo de la política, la literatura y los
convencionalismos sociales.
Y así fue como semana a semana empezamos a leer las cosas más deliciosas y
aparentemente absurdas que nadie hubiera imaginado, en un estilo que chorreaba
novedad por todos sus poros.
De Armando Solano, el gran escritor desvelado por el destino de su pueblo y de su
comarca boyacense, dijo que “sorbe tierra por los talones”. De su suegro Emilio Mutis
aseguraba que, “para no hacer ruido, atravesó por la vida en pantuflas” y que “les puso
tacones de caucho a los zapatos, a los conceptos y las emociones”. Sostenía que el
crepúsculo era un “fraude de la óptica, simple tinterillaje de la luz”. De la muerte de
Rendón dijo: “Ricardo murió de un acceso de lógica. La mano firme, labrada por una
fiebre de veinte años, empuñó la pistola con la pericia con que esgrimiera el lápiz. El, el
genio satírico más vigoroso de media América, se defendió a pistolazos contra la vida,
temeroso de morir en caricatura”. Y después: “No es la hora de trazar el balance artístico
en la milagrosa carrera de Ricardo Rendón. Su obra está viva y móvil. Muerde como una
aldaba”.
Y de sí mismo decía: “Yo debería tener un hermoso pelo largo, heredado de mis
abuelos, aquellos Barreras de Mogotes que lograron darle a la manufactura de la
guayaba una intención artística. En cada caja de jalea pervive el paisaje de la vega
mogotana. (Hay unos potreros azules, lamidos por el agua del Mogoticos. Al caer la tarde,
como en los cuadros de Millet, la campana apedrea la paz lugareña). En el cementerio
duermen los fundadores. Unos se dejaron morir por la viruela de 1860, otros por el
heroísmo en las guerras civiles, otros ¡ay!, por el anisado... Dentro de mi alma trisca el
aroma del anís verde”.
“Tengo el sentido de la voracidad. El amor, los libros, la política, sólo me impresionan
como la expresión habitual del desafuero. Un mordisco, un poema, un manifiesto son,
después de todo la misma cosa. El ‘birth control’ y la peluquería son el asalto de la
civilización al hombre salvaje. El día en que la vida pierda su temblor animal y el guante
aprisione como un cepo la mano sonora se habrá perdido la epopeya”.
Barrera Parra era un escritor de velocidades que se amoldaba a su época, como
sabía Flaubert amoldarse al ritmo de la suya cuando empleaba una sesión de diez horas
para producir una cuartilla que luego modificaba indefinidamente hasta transformarla por
completo. En aquellos tiempos se escribía a la luz macilenta de un mechón aceitoso y
con unas plumas gigantescas de ganso que tornaban lenta la gestación de las ideas.
Pero en este siglo de contrachoques mecánicos y nerviosos, las páginas saltan
asustadas de la “Remington” como pájaros locos, y el estilógrafo no sirve sino para firmar
cuentas. “Mi única arma de combate
—escribió Jaime alguna vez— ha sido la máquina de escribir. Con ella me defiendo de
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cambiaba el color del rostro por un matiz pajizo, óseo, de calavera, era un color
verdaderamente calavérico. La forma del sombrero era juvenil, para un muchacho que
se va a cumplir la primera cita con la novia. En su alma soplaron aquellas brisas
primaverales de los amores de otros tiempos, pero no encontraron una corola a la cual
robar sus aromas.
Se llevó consigo el sombrero gris.
El sombrero esperó en el ropero que llegara el día del viaje. Su dueño retardaba el
momento de la partida, pero finalmente llegó el día, se lo puso y se fue a mirar al primer
espejo: sí, era un hombre diferente, como si le hubieran cambiado no el sombrero sino
la cabeza. Parecía que llevase encima un pájaro gris, un funesto pájaro de mal agüero y
que todo el mundo había de mirarlo preguntándose de dónde había salido ese sombrero.
Al lado del amigo con quien viajaba salieron a la gran carretera: casi nadie llevaba
sombrero: todos lucían cráneos más o menos bien cubiertos de cabellos sanos y
lustrosos o decaídos y escasos cabellos; todo mundo había dejado en la casa su
sombrero, no había en la carretera más sombrero que el sombrero gris, como un pájaro
agorero, como el cuervo de Poe sobre el busto de Fidias, afirmando sus garras en el
cráneo de su dueño. Trató de olvidarse del sombrero y lo olvidó por un instante y en ese
mismo instante una racha de viento lo arrastró y lo llevó directamente debajo de las
ruedas del coche que lo seguía. Este siguió su marcha después de pasar sobre el
sombrero, que quedó más gris que nunca. Pero eso no fue lo extraño, sino que al pasar
el vehículo sobre el sombrero se escuchó, podía jurarlo, un singular y desagradable
crujido de huesos que se rompían. El sombrero no podía haber estado vacío aunque no
lo llevara él en la cabeza; aunque estaba en el suelo, el sombrero tenía algo dentro.
El viaje continuó sin más contratiempos, el sombrero fue al fondo de la maleta y su
dueño lució en lo sucesivo su cráneo desguarnecido. Al regresar a casa, lo puso en
manos de ella que lo guardó en un cajón. Pasaron largos meses y un día, sin que se
supiera cómo, el sombrero gris reapareció pendiente del ropero, nuevecito, luciente,
como si no hubiera pasado nada. Ella lo había hecho limpiar y le había dicho:
—Ya está tu sombrero como nuevo, y él lo miraba como miraría el ahorcado la
cuerda de que lo han de colgar.
Magazín Dominical de El Espectador,
22 de septiembre de 1963.
N. del E. Esta fue la última columna Fin de semana que escribió Eduardo Zalamea
Borda antes de morir.
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
como en sus contemporáneas rusas y francesas, los personajes pasan un momento por
el parque en donde la banda municipal toca los mismos valses, las mismas oberturas,
las mismas selecciones musicales, que se dirían desde el principio de los siglos —desde
el hervor de los primeros truenos— señaladas para que las interpretaran los perezosos
músicos vestidos de verde o de azul o de rojo —según el caso, el país, la latitud, la
temperatura— ante la estupefacción de las criadas, el pasmo de los reclutas y el tedio
despectivo de las señoritas pálidas, de las “señoritas cloróticas” que llenan las páginas
de esa novelas que leemos o releemos buscando ávidamente, como un perro un hueso
escondido, un rastro de la infancia, un vestigio de la adolescencia de los días en que
íbamos a la retreta.
En Bogotá la retreta no ha muerto. Fue ese el gratísimo descubrimiento que hice el
domingo pasado, por casualidad, sin necesidad de ningún previo proceso arqueológico.
Ahí estaba, en mitad de la ciudad, como un oasis de provincia, como un pozo de pretérito,
llenando de vibraciones remotas en el tiempo, el palpitante corazón del domingo.
Los cronistas han contado lo que fue la retreta del Parque de la Independencia en
Bogotá —retretas había antes, también, regularmente, en la Plaza de Bolívar y en la de
San Agustín, cuando allí se daban cita las damas más elegantes a quienes los periódicos
describían con la más deliciosa cursilería, como “las bellas flores del pensil bogotano”,
frase capaz de llenar ella sola todas las “postales” del mundo, formada con palomas y
corazones y yendo del labio femenino, “rojo como la grana”, al labio varonil, encendido
de amor... Ahora no es lo mismo. Pero había mucha, mucha gente el domingo y muchas,
muchas muchachas guapas, que esperaban el novio o el almuerzo —el novio no es al
fin y al cabo sino una larga sucesión de almuerzos en perspectiva— saboreando
lentamente su “paleta”, cuyo yelo (sic) no resistía el calor de sus bocas. Muchachas y
galanes —unos galanes muy deportivos y unos galanes no tan deportivos aunque más
galanes pero que ya no se atrevían a serlo— escuchaban devotamente a la banda
nacional que interpretaba —como siempre, como desde la primera retreta del mundo—
el “Vals de las violetas”, de Waltdeutfel; una selección de “Las Walkirias”, de Wagner, y
algo más del repertorio de todas las bandas de todos los países. Escuchaban en silencio
y cambiando miraditas y paseándose y cuchicheándose, como en todas las novelas
rusas, como en todas las novelas españolas, como en todas las novelas francesas del
siglo pasado y primeros lustros del presente. Y como —también, ¡claro está!— en las
novelas de Eca de Queiroz, como en las novelas portuguesas en que hay seducciones
y complicados adulterios y muchachitas engañadas y toda clase de libertinajes...
Cuando terminó la retreta, pareció que se apagaba un proyector enfocado sobre los
tiempos idos y sobre las páginas de muchas novelas por las cuales se paseaban las
muchachas en espera de sus galanes, al compás de un vals dulce y triste, con esa dulce
tristeza que ya no sabemos sentir.
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
traducción de Valencia?
“Trocaron en cenizas la muerte y los dolores...”.
Aquellos “dulces ojos”, aquellas pupilas que ardieron en las amorosas contiendas —
no importa cuán ficticias— de la pantalla, se han hundido en las órbitas aunque todavía
parecen cruzarlas las invisibles gaviotas del ensueño. Sólo la nariz, cuyas aletas
palpitaron tantas veces como velas al viento del deseo y del propio ritmo vital por él
apresurado, se mantiene intacta, en la majestad de su línea, como al bauprés de la nave
facial. La frente —al menos nos la muestra el retrato— está limpia de arrugas. La
cabellera, ligeramente desgreñada, da un toque bohemio al conjunto. Luce un “sweater”
alto, que la cubre hasta el cuello y que —¡felizmente!— no permite apreciar los estragos
causados por el tiempo en su cuerpo, que son, en general, los más notorios, porque se
diría que Cronos con su guadaña echara por tierra dulces curvas para sustituirlas por
informes volúmenes y donde surgía la gracia de una línea esbelta coloca la arista
angulosa. Demoledor de belleza, enemigo de las mujeres, adversario del amor, servidor
de la castidad y perseguidor de la lujuria, no hace excepciones con nadie, ¡el grandísimo
igualitario...! Por eso no se detuvo a las puertas de la casa de Greta y ahí nos la presenta,
en esa edad incierta en que comienza a decirse de las mujeres que ya no son bellas,
pero que tienen personalidad. Gran consuelo para algunos de sus admiradores, pero
seguramente triste comprobación para todas ellas, sin excepción, de que nada hay que
pueda compararse a la frescura juvenil, que hace soportable hasta la falta total de
personalidad.
Sin embargo, Greta debe de conservar mucho de su antiguo atractivo —ese
atractivo que se mantiene vivo en su compatriota, en Ingrid Bergman, pero que también
la abandonará a su debido tiempo, como lo hizo ella con su primer marido en momento
que creyó oportuno— porque en la revista que publica el retrato, Truman Capote, el joven
y admirable novelista norteamericano, dice lo siguiente:
Me detuve en casa de un amigo donde la misma tarde había estado Greta Garbo
tomando el té. En cuanto entré a un cuarto y me dirigía hacia un sillón especial y
confortablemente arreglado con almohadas, mi amigo, tipo muy normal, se precipitó a
preguntarme si no me sería lo mismo ocupar otro asiento. “¿Ves? —dijo solemnemente—
. Ella se sentó ahí: y esa huella en el cojincito rojo es la de su mano en reposo; me
gustaría guardarla un poco más de tiempo”. Lo entendía perfectamente.
Greta ha conocido la fama y probablemente el amor, aunque ha sabido reservar su
vida íntima de tal modo que no la alcance la curiosidad de los mortales. Pero de seguro
se habrá enterado con singularísima complacencia de este delicado y poético
homenaje... Habrá halagado profundamente su femineidad el saber que el breve y
perfumado hueco que dejó su mano en un cojín, tiene para un admirador suyo especial
valor y que quisiera conservarlo unas cuantas horas más. A pesar de que su sonrisa no
es tan fresca ni tan brillantes sus ojos como antaño, Greta no ha envejecido. Una mujer
capaz de suscitar el sentimiento que tal deseo sugiere, posee algo que si no es la
juventud y el encanto reunidos, mucho se parece a tan feliz como insustituible
combinación.
El Magazín Dominical de El Espectador, 31 de julio de 1955.
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
EL PROCESO DE LA PIERNA
Después de la impresión sufrida ayer tarde resolví escribir el relato de mi última
batalla. Claro que lo de ayer fue consecuencia de todo lo anterior. Pero, a pesar de su
simplicidad, es lo más duro de mi vida. Alguna vez caí al agua desde la borda de un
barco. Yo no sabía nadar. Además le temía a los tiburones al ver las aletas que cortan
las olas como cuchillos naturales, siempre me corría el frío interior de los nervios y
pensaba: “Antes de que un tiburón me cercene, habré muerto de susto”. Aquella noche
de mi caída al mar no llegaron los tiburones. Fui rescatado con una desgarradura en el
mismo sitio de la pierna donde ayer apareció el signo.
Siendo joven sufrí otra impresión que recomiendo: cabalgaba por una “mata de
monte” en la llanura cuando avisté un cachicamo. La carne de cachicamo bien asada, es
manjar apetecible desde el Arauca hasta el Meta. Me propuse cazarlo. El animalejo entró
a una cueva estrecha. Yo metí la mano en la cueva y tuve la sensación de haber agarrado
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
la cola del cachicamo. Con fuerza extraje lo que tenía asido entre los dedos de la diestra
y al sacar la mano de la cueva advertí que mi pieza no era el cachicamo, sino una
“cascabel” aprisionada cerca de la cabeza. La electricidad brotó de mis orejas y se
arremolinó en las rodillas, mientras arrojaba lejos de mí la venenosa presa. No sabía
entonces que cachicamos y cascabeles suelen ser buenos amigos.
En otra ocasión, me faltaban diez metros para llegar a una esquina cuando de las
sombras nocturnas salió un hombre y me dijo: “Deténgase, en la esquina hay dos
asesinos que lo van a matar, yo debía ser el tercero, confíe en mí”. Me devolví en
compañía del tercer asesino, sintiendo la espalda descubierta, desnuda, llena de
huequecillos como las paredes de los viejos fusilamientos. Sin embargo, aquellas
impresiones tuvieron dos ventajas anímicas con respecto a la de ayer —la reflexión vino
después de conjurado el peligro y ninguna logró comprometer mi propio provenir—. En
cambio, esta cosa sucia y definitiva no me deja rincón del cuerpo, ni del espíritu, ajeno
al terrible proceso.
El asunto, claro está, viene de atrás. Simplemente, la pierna izquierda comenzó a
hincharse desde hace dos meses. Al principio fue una hinchazón cualquiera, parecida a
la de los golpes, parecida a la de la noche en que caí al mar. Entonces, me aplicaron
sapos sobre la herida para evitar una erisipela. Ahora, me ponen inyecciones. Estas son
más cómodas que los sapos, porque no ofrecen el repugnante espectáculo de la masa
verdinegra inflándose bajo grasa. Pero los sapos me curaron, dejando apenas una
cicatriz seca sobre la epidermis, mientras las inyecciones no han impedido que continúe
el proceso de la pierna. La hinchazón siguió creciendo hasta que el cuero no resistió el
empuje interno y, como cualquier saco de miel, comenzó a agrietarse primero y, luego,
se desgarró. Al desgarrarse, brotó un líquido sanguinolento espeso como la miel de
panela, pero con un olor distinto. El olor de la miel, almacenada junto a las fábricas de
licores, es, al mismo tiempo, denso y excitante. Por el contrario este fermento sólo olía a
farmacia descuidada, a mezcla de humores, bálsamos, “mercurio- cromo” y polvos de
talco.
Cinco o nueve días después que comenzara a fluir el líquido, se formó, en los bordes
de la herida, una costra gruesa y roja, conservándose hacia el centro de aquella muralla
natural la masa pálida, pulposa y siempre húmeda a pesar de los polvos de talco. Como
precaución higiénica me bañan la pierna, le ponen desinfectantes y colocan sobre el
escenario de mi drama un telón de gasa sostenido con cruces de esparadrapo. La
enfermera dice palabras absurdas: “¡Ya quedó limpiecito, mañana amanecerá mejor!”.
Pero al día siguiente, cuando sube el telón de la gasa, la escena es horrible: siempre
crece la zona afectada, la siento crecer durante la noche, y la herida ha cambiado de
forma. Unas veces está redonda como las islas de los textos de geografía, después, se
parece al mapa de Francia y la nueva curación es un pequeño pulpo con los tentáculos
apuntando a la rodilla. Desde hace un mes, la cosa es enorme. Ya hay un sitio donde los
dos frentes, las dos avanzadas de la herida, han hecho contacto por detrás. Mejor dicho
los extremos de la izquierda y de la derecha se han unido en la pantorrilla. Recuerdo
exactamente el día de este suceso: estaba amaneciendo...
Dicen que son hermosos los amaneceres del trópico. Yo mismo he visto algunos
extraordinarios: en Los Llanos la luz llega antes que el sol y se despiertan, casi
simultáneamente, millones de animales. Huele a madriguera, a nido y a piedra del río,
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
que es algo muy distinto al olor de las alcobas. En el Caribe, las olas se desperezan
sobre la playa y, puede uno pensar cómo duermen los peces y hasta dónde llega la luz
en su combate contra el fondo del mar. Pero cuando las avanzadas de mi herida, hicieron
contacto al amanecer fue lluvioso. Había llovido durante la madrugada y veía los vidrios
mojados de la ventana recibiendo gotas incapaces de sostenerse sobre la lisa superficie.
Parece que la ley de gravedad también perjudica las gotas de agua, que caen a la tierra
para convertirse en lodazales. Mi alcoba, las tejas, el patio, la calle, los árboles, estaban
comprometidos en la sinfonía del aguacero, que es monocorde pero tiene tres
movimientos: adagio, vivace y moderato. Años atrás me gustaba oír la Inconclusa de
Schubert cuando llovía. Era buen espectáculo ver las gotas que golpeaban el pavimento
frente a la luz de las bombillas eléctricas, mientras la Inconclusa giraba en el disco. Pero
desde hace dos meses olvidé la música, los libros y otras menudencias de mí mismo. Ni
siquiera me interesan los periódicos. Veo sus títulos y me digo: “Bah... Payasadas...
Nadie sabe la noticia más importante del mundo: que la costra está avanzando en todas
las direcciones”.
No he tenido grandes esperanzas. Los médicos confían en la ciencia, pero yo
desconfío de la herida. Se ha vuelto demasiado grande y demasiado sucia para poder
respetar a los médicos. Me inyectan cuatro veces al día y la enfermera ha resuelto hacer
tres curaciones. Al principio, cuando brotó el líquido, sólo me hacía una curación cada
dos días, después una diaria... Ahora, necesita repetirlas tres veces durante veinticuatro
horas. Llega con su sonrisa de enfermera y me dice: “Qué buen aspecto tiene hoy este
viejo pesimista...”. Me sonrío. Pero no me sonrío como las enfermeras, sino como los
presidiarios: Con ira, con escepticismo, con ganas de golpear las paredes. Utiliza pinzas
para levantar la gasa. Extrae unas hilachas amarillas y duras. Algunas veces se quedan
incrustados varios hilos bajo la última costra. Esto sucede, casi siempre, en la curación
de las siete de la mañana. Pacientemente la enfermera mira esos hilos y pregunta: “¿Le
duele?”. A mí ya no me duele nada, porque de tanto estar en la misma posición se me
ha pelado el trasero y cuando el trasero se pela ya no duele nada. Ella agrega: “Es muy
valiente, porque esto debe doler... Si tuviera más ánimos, pasaría pronto”. Pero ella dice
barbaridades porque no tiene costras en las piernas, ni se le ha pelado el trasero, ni
siente que la hinchazón sube hasta el estómago, ni le interesa la noticia más importante
del mundo... Ella es una mujer con su cuerpo completo y con la libido ocupando las
caminos interiores que yo tengo destinados al proceso de la pierna. Así es muy fácil
soltar barbaridades y salir de mi alcoba como salen todos los seres vivos: caminando.
Ella puede acostarse, bailar, usar el inodoro, hacer lo que le venga en gana... A pesar
del proceso, del relajamiento sistemático de las esperanzas sólo ayer, perdí el último
consuelo. Claro que cada día el horizonte se me cerraba: cuando de la simple hinchazón
pasé al destrozo de los tejidos, comenzó el pesimismo, el día en que se unieron los
extremos de la herida, comprobé la estupidez de la ciencia; viendo abultado el estómago,
preferí pensar en los venenos. Pero algo quedaba...Tal vez la centésima inyección, quizá
la naturaleza, acaso otros sapos...
Sólo ayer, ayer a las cuatro y veintitrés minutos de la tarde, durante la tercera
curación del día, me convencí de la derrota. El médico estaba presente y la enfermera
desempeñaba su trabajo con seriedad de monaguillo. Despegó la gasa. Sentí un dolor
cosquilloso, como el de todas las curaciones que me hacían. Ese dolor me obligaba a
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
contraer la pierna y, claro está los huesos del trasero se convertían en alfileres sobre el
cuero pelado. Hacía un poco de calor. Siempre a la hora de las curaciones subía la
temperatura. Pero no se trataba del calor abierto, alegre y transitorio, que corre a las
axilas, pasa por la espalda y baja a la cintura. Era un calor interno de animal herido o de
fiebre sin termómetro. La enfermera soltó el chorro de agua mezclada con desinfectante.
Aquello caía a un balde. Luego, se dedicó a secarme con motas de algodón. Las motas,
untadas de algo viscoso iban a un cesto. De pronto, la enfermera buscó los ojos del
médico, disimuló el índice derecho bajo el algodón y, señalando mi pierna, le dijo: “Mire,
doctor... un gusano...”.
¿Algún bribón maldito ha sentido frío? ¿Alguien sabe cómo es el frío? Pintan
postales con nieve, con nieve de torta llena de arbolitos. Arbolitos del nuevo rococó. Y
unos próceres conquistan el Everest. Pero nadie sabe cómo es el frío. Los pintores no
llegan al frío. Tampoco llegan los músicos. Los más desolados poetas son tibios. Hay
que inventar una dimensión para el frío. No es asunto de hielo. Eso está en las neveras
y en la boca de los niños que comen barquillos. Es el frío verdadero con su fuerza
desintegradora. Nadie conoce la fuerza del frío. Los sabios buscan el calor, que apenas
sirve para quemar veinte o treinta millones de hombres. El frío es una frase como aquella
lanzada sobre el propio pellejo: “Mire doctor... un gusano...”.
Era un gusano blanco, pequeñito como nunca había visto otro igual, que andaba
sobre el borde derecho de la costra. Bajo la costra debía haber muchos más, debía haber
batallones, brigadas, ejércitos de gusanos blancos. Esa cosa que yo sentía avanzar en
todas las direcciones no era líquido, eran gusanos blancos. Yo estaba lleno de gusanos
blancos. Tal vez en la lengua tenía gusanos blancos, y en el trasero, y en el estómago,
y en los intestinos, por dentro y por fuera. Los gusanos habían llegado antes que yo los
conociera, para que yo me acostumbrara a su compañía, para entregarme el pasaporte...
¡Ya era dueño del pasaporte! Mis gusanos y yo iniciábamos el viaje...
El Tiempo, Lecturas Dominicales, 24 de julio de 1955.
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de las improvisaciones.
Síntoma objetivo de esta realidad teatral son los títulos endilgados al compatriota
que descuella en cualquier plano de la vida colectiva. Nunca la profundidad de sus
estudios, la categoría de su arte o la pericia de sus dotes personales alcanzan para
singularizarlo fuera de la comedia. Apenas logra que se le reconozca un nombre en razón
del noble extranjero al cual se ha acogido. Por eso abundan los títulos grotescos: “El
Pedernera criollo”, el “Beethoven colombiano”, el “Sartre nacional”, los “chavalillos de la
Sabana”, “La Conchita Cintrón del Cauca”, el “Cantinflas costeño”, el “Neruda de la
Generación” y hasta “Los Panchos bogotanos”. No hay, en este país, un Rodríguez
auténtico, ni un Pérez capaz de decir, con acento propio, sin importación de aureola: “Yo
soy Pérez, nada más ni nada menos que Pérez”.
Con tan notoria vocación escénica es lamentable la ausencia de teatro, a menos de
que esperen la aparición del “Shakespeare colombiano” y de su complemento: el
“Lawrence Olivier nacional”.
Mirador de Próspero, El Tiempo, 16 de junio, 1951.
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anticipo de los muros del siglo XX. O de las revistas suecas y americanas, 1972. Los
hombres, en efecto, siempre han tenido la natural tendencia a escribir o diseñar cualquier
cosa en toda superficie lisa que se muestre y en su camino, sobre todo si se trata de un
lugar privado o clandestino. Y esto es válido, naturalmente, aún para la prehistoria.
El culto de la palabra grabada en lugares públicos, en la era de las civilizaciones
clásicas —Egipto, Grecia, Roma—, fue sancionado oficialmente. Cuando se producía,
por ejemplo, una revolución política o surgía una nueva clase dirigente, todo lo que atañía
a los gobernantes caídos era cuidadosamente cancelado de las inscripciones. No es
extraño ver sobre los muros de las mazmorras, de los castillos y edificios medievales,
frases, nombres, alusiones groseras, de los soldados, de los prisioneros o de los simples
visitantes. En nuestro tiempo, esa costumbre no ha variado. Se han adoptado nuevas
tendencias. Aquella de dejar, por ejemplo, el propio nombre, acompañado por una frase-
recuerdo, en los lugares turísticos. Como esos sitios son, por lo común, museos, edificios
históricos y monumentos, se ha determinado una forma moderna del vandalismo.
Estatuas antiguas, frescos medievales, cuadros y paredes de iglesia, son a menudo
cubiertos de nombres, fechas, promesas de amor, insultos, escritos con lápiz o grabados
con una cuchilla.
En Pompeya, y en su vecina Herculano, sobre los muros de los lupanares, se ven
aún nombres que proclaman la popularidad de alguna muchacha. O, lo que es peor, la
lista infamante de los clientes que se escapaban sin pagar. Dentro de algunos años, los
arqueólogos se preguntarán qué quería decir eso de “Yankee, go home”, lema
acompañado de unas cuantas vulgaridades, que se mira en los mingitorios públicos o
sobre los muros de algún edificio de gobierno.
Lecturas Dominicales de El Tiempo, 14 de mayo de 1972.
INDUMENTARIAS EXCESIVAS
Las indumentarias excesivas, las barbas y los cabellos enmarañados de algunos
artistas comienzan a dejar impasibles a las gentes. Ciertamente el público de aquí y de
allá, empieza a aburrirse con las sastrerías y el maquillaje extraliterarios de algunos
poetas que necesitan adobar la literatura, si así puede decirse, con las peculiaridades
del vestuario.
Hace algún tiempo, el señor Salvador Dalí, que es un maestro de las extravagancias
ultrapictóricas, hizo una exposición retrospectiva en Roma, la cual incluía justamente sus
ilustraciones para “La Divina Comedia”. En aquella oportunidad, desde el hotel en que
se hospedaba el pintor, hasta la sala de exposición en el Palacio Rospingliosi, cuatro
ujieres portaron en hombros, una suerte de procesión por las calles de Roma, un inmenso
dado. Cuando los invitados a la exposición se encontraban reunidos, el dado hizo su
aparición en los salones. Y de él, como rompe la cáscara el futuro pichón, salía el señor
Salvador Dalí con sus bigotes almidonados. Hubo, como es obvio, admiración, estupor y
risa entre los concurrentes. Dalí, con su vestido violeta y su vara con empuñadura de
plata —una suerte de cardenal del Renacimiento— empezó a recorrer el salón a grandes
pasos, por entre el público asombrado, deteniéndose de rato en rato, frente a los cuadros
o a un dibujo, para explicar a voz en cuello la intención de su pintura. Como se ve, sus
paisanos Goya o Velásquez, nunca hicieron semejante hazaña. Y, si eventualmente sus
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
nombres han llegado hasta nosotros, ha sido en gracia a la pintura escueta, a una pintura
por la pintura, que desdeñó todo ademán excesivo y toda aventura extrapictórica.
En cierta casa de Port Lligart, Dalí tiene, sobre la Costa Brava, su santuario. En
conexión con las agencias turísticas, el pintor hace su aparición espectacular para los
viajeros, de los autobuses que llegan al mar con sus banderines de colores. En efecto,
el cicerone incluye en su programa la visita —exterior apenas— a la residencia del
Maestro. Hábilmente instruídos turistas que comienzan a aplaudir y a gritar
frenéticamente para que salga el pintor. Desde allí, por unos instantes sabiamente
medidos, saluda a los turistas agitando las manos con cierta condescendencia pontificial,
para desaparecer después tras las cortinas del salón. Los turistas aplauden y regresan
a Barcelona. La comedia, enteramente gratuita, ha terminado.
Se me ocurre contar todo esto, no por el señor Dalí y su pintura sino por esta
epidemia de las indumentarias de que he hablado más arriba, por esta fiebre en el
atuendo y los ademanes, que aqueja a algunas gentes que por sí o por no, se apellidan
artistas. Por estas calles andan sueltos algunas veces, pintores o poetas, artífices de qué
sé yo, que viven del peinado en cerquillo, de las anchas camisas de lana, de la falta de
baño. En un tiempo, cuando el romanticismo —retardado también como todo lo que llega
por nuestras aduanas— hacía estragos en los poetas del año diez, se llevaban melena
y uñas largas, chambergo y capas sonoras. Después, la poesía y todo el arte, quisieron
librarse de fanfarronerías. Y ponerse a tono con la técnica y el mundo nuevo.
Ciertamente, aquel parentesco de poesía, de caballete, de violín y demás, con artificios
de pelo y capa, murieron en el siglo, con la torre Eiffel eran contemporáneos. Y decía
que cuando nacieron, no los entendían ni los apreciaban en lo justo, los “sentimenteros”
de aquel entonces. Parecían, es claro, demasiado precisos. Poco a poco se fueron
llenando con la música de las esferas, vibraron estelarmente por los huesos de la
armazón, e inventaron la telegrafía sin hilos, la antena, los versos nuevos, la simplicidad
y los baños diarios. Pero eso no duró mucho. La posguerra nos trajo nuevos desvíos que
también han llegado, tardíamente, hasta nosotros. Barbas y cabellos enmarañados,
desgano por la vida, y otro montón de prejuicios que a pesar de todo, resultan poco
literarios.
El Tiempo, 2 de julio de 1965.
Columna Cruz y Raya.
PENELOPE EN MAXIFALDA Y ULISES CONGELADO
La moda es un fenómeno inmisericordemente atado al espacio y al tiempo. Esas
dos condiciones encierran y definen sus obvias limitaciones y hasta sus repeticiones,
que para emplear un epíteto también de ahora, comienzan a ser frondias. Destinada al
olvido, a una permanente y fugaz carcoma, su ámbito natural es lo superfluo aunque, en
el fondo, mantenga un poder inexplicable que surte de su misma banalidad. Conozco
personas —y, aún, muchachas, cosa rara— que muestran cierto desdén por la moda.
Sin embargo, se sienten atadas a los ademanes del momento y a las revistas femeninas
que son el registro de esas fluctuaciones del abollanado de las mangas o de la altura de
las faldas. La moda, hasta hace pocos años, fue un imperio, una dictadura inapelable,
que expedía sus decretos en Nueva York, en París o en Londres. Ahora, no. Ese poder
de tan rígidos paradigmas, comienza a desmoronarse como toda dictadura. Puede
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
aseverarse que el número de mujeres atentas a esos mandatos, son ahora una minoría
insignificante. Basta andar por nuestras calles, detenerse en el material gráfico de las
revistas y publicaciones europeas, latino-americanas o gringas. Impera y domina, el
pantalón y la minifalda. La horrible y envejecedora “midi”, la lleva una que otra muchacha,
que desentona por su desgarbo y aún por su docilidad ante el yugo de los modistos. La
“maxi” —como “maxi abrigo”— no pasa de ser una prenda eventual para la noche y para
las épocas frías, defensa transitoria de las pantorrillas y los muslos que la super minifalda
deja libres. El convencionalismo de la moda, se ha ido al traste. “Vístete como quieras”
es el lema resultante de los esfuerzos que los modistos vienen haciendo para imponer
por obvias razones económicas, sus deplorables inventos a esta hora. Las razones que
han llevado a esa rebelión de las mujeres, es bien sencilla. Las grandes casas de moda
cayeron inopinadamente en un error difícil de subsanar. Han querido imponer una “línea”
claramente contraria al espíritu de nuestro tiempo. La “midi” o la “maxi” son la negación
de las conquistas de nuestros días. Y, por lo mismo, representan la incomodidad frente
a esas conquistas. A pesar de los modistos y su terquedad, las mujeres en “midi”, por lo
común “hacen el oso” como suele decirse. Y abdican de sus atractivos. Se tornan feas y
prematuramente envejecidas. Lo cual no favorece, ni mucho menos, a ninguna
representante del bello sexo. La moda que trata de imponerse por los negociantes de
París o de Roma, es la antítesis de ciertos símbolos de nuestro tiempo: del socialismo,
de la liberación sexual, de las conquistas interplanetarias, del arte nuevo y del rock. Hay
una inobjetable contradicción en esos términos, que los modistos no supieron
oportunamente. De ahí, el estruendo de su fracaso. Y la rienda suelta que ellos mismos
han dado, para que todo el mundo se vista como le venga en gana.
***
Hace pocos días —por falta de algo mejor— me aventuré al cinematográfico para
ver la versión italiana de “Ulises” con dos bellas y deplorables estrellas: Silvana Mangano
y Rossana Podestá. No son pocas las gentes que en esta hora del mundo literario hablan
de Homero porque lo han leído en las “tiras gráficas” de algún diario o en las versiones
casi siempre estúpidas de algún filme. Como acontece con Shakespeare y con tantos
otros clásicos, de quienes echan mano directores y productores. El descuido de los
clásicos es una lacra. Y, sin embargo, hay que convencerse de su vigencia. La nueva
música —la selecta y la otra— vuelve a los vie-jos maestros. Juan Sebastián Bach es
uno de los músicos más dis-putados por las nuevas gentes. Las “baladas” y el “rock” —
cues-tión, sobre todo, del ritmo— están incluidos y no pocas veces inspiradas en el
maestro de Santo Tomás de Leipzig. El peor de los presagios es este que, entre algunas
gentes, comienza a formar corrillos para hablar mal de los clásicos. Es sintomático de un
virus, de una equivocada posición para ganar escalones sin levantar las piernas. Hay
gentes que piensan que muchos escritores contemporáneos, aún los más
revolucionarios, no disponen de una formación clásica, ni han leído La Ilíada o los buenos
consejos de Pascal. Nos gusta roer en la corteza, imitar los nuevos inventos, sin dejar el
ladrillo que debe sostener el edificio y que se llama clasicismo. Para conocer a Ulises y
vivir su vida, no bastan una película o una historieta. Pero ni siquiera acercarme a un
clásico contemporáneo como Joyce. No había podido construir lo mismo el suyo si no
hubiera manoseado —y en su lengua original— al Odiseo marrullero y dichoso, hombre
modernísimo siempre, que nos pintan los griegos.
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dejando eso sí a un lado el precipicio por donde ruedan constantemente los vehículos en
añicos, y por el otro un barranco de tierra floja que se derrumba periódicamente,
obstruyendo la vía y causando grandes desastres. Como Colombia es un país muy pobre
y con muchísimos gastos de sostenimiento de burocracia, generalmente no sobra dinero
para un procedimiento que se llama “asfaltado”. Algunos trayectos, sin embargo, han
sufrido este proceso, que explicado en forma culinaria es más o menos así: se pican
grandes cantidades de piedra y se extiende una capa a todo lo largo y ancho del camino
y se deja reposar por varios meses. Luego se machaca finamente con una aplanadora,
se espolvorea con un cernidito pegajoso, negro, grumoso, y se cubre con una capa lo
más delgada posible de hilitos de asfalto. Con esto queda lista una autopista.
Desgraciadamente, por sobre esa delicada superficie circulan constantemente buses,
camiones y carros que en pocos días se llevan en las ruedas el asfalto y el camino queda
lleno de huecos y zanjas más o menos profundas. Nunca falta un funcionario perjudicado
con estos daños y entonces da orden a la peonada que la arreglen. Los peones, que van
retozando y bostezando alrededor de una aplanadora, llenan los desperfectos con más
cascajo, arena y brea y forman promontorios donde antes había hoyos. Con el calor, la
poca brea que hay se derrite y se va arrinconando a los lados del camino en rizados
montoncitos, con lo cual queda definitivamente lista la carretera.
Como los colombianos no conocen a Colombia, hay que empezar por hacer unos
mapas explicativos del recorrido, las etapas y los obstáculos. Y así es como zapateros,
emboladores, campesinos, industriales, comerciantes, doctores, colegialas y vendedoras
van descubriendo asombrados que existen Aipé, Guachacal, Gualanday, Chicoral,
Buesaco, La Unión. Que para llegar a Bogotá y a Pasto hay que subir; que el Valle es
plano; allí hay un río, más allá una cordillera, aquí está la selva y al sur limitamos con
otro país llamado Ecuador. No hay escuela, pénsum, ni profesor que haya hecho conocer
a un estudiante la décima de lo que la Vuelta a Colombia enseña a toda la Nación en
veinte días. Es un curso gratis, alegre, sano, que llega a todos los rincones de la Patria.
Ahora hablemos de los ruteros.
Los departamentos, que hasta hoy se han visto representados por ancianos
diplomáticos, jóvenes alocados, políticos audaces, hombres sin escrúpulos unas veces,
otras sin méritos, se ven de repente representados por hombres jóvenes, sanos, fuertes,
honestos, que viven de su trabajo y que sin artimañas de ninguna clase se convierten de
la noche a la mañana en los ídolos de sus respectivas poblaciones.
En un principio cuesta dificultad al espectador saber cuántos son los concursantes,
pues la enumeración es bastante confusa: Ramón Hoyos, el Conde de Marinilla, el
Campeonazo, el Escarabajo de la Montaña y el Marqués de Hoyos, son un solo
corredor... Unos van sueltos, otros en equipo. Antioquia los manda numerados como
vitaminas: equipos A, B, C. Y así revueltos escarabajos, vacas, pantallas, franceses y
mexicanos, se lanzan por las trochas colombianas agarrados de cincuenta centímetros
de manubrio, tal y como los españoles se lanzaban en carabelas por el Atlántico a buscar
“Eldorado”. No hay duda de que la sangre tira...
Pero no son ellos solos los que dan la vuelta. En cuanto se da la señal de partida,
doce millones de personas empiezan a dar tumbos por el territorio patrio. Unos en
bicicleta y se llaman ruteros; otros a pie tratando de meterle a un ciclista un pedazo de
panela en la boca sin perturbar con esa maniobra su carrera, y se llaman alimentadores;
otros en avión y se llaman reporteros; otros por radio y se llaman cronistas deportivos;
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
Y así fueron dando la Vuelta a Colombia hasta llegar a Melgar. De allí sí que salieron
con empuje, viendo tan cerca la meta, tan mejorada la carretera, tan fresquecita la
Sabana, tan acogedora la capital. Mientras se acercaban a ésta, sus habitantes se
trasladaron en masa a recibirlos con esta idea fija: ahora verán lo que es bueno. Aquí los
acabamos. En Roma el pueblo perdonaba la vida a los vencidos cuando habían peleado
con valor: en la Atenas Suramericana rematan al vencedor...
Los ruteros que pudieron soportar el sol, la lluvia, el pantano, la arena y ese otro sin
fin de elementos que la naturaleza pródiga brindó a Colombia, se vieron casi vencidos
por la arremetida bogotana. A raíz de tan lamentables sucesos, la afición de todo el país
ha pedido con insistencia que se suprima a Bogotá de la próxima vuelta. Esto sería un
lamentable error. En lugar de suprimir esta etapa debe dársele realce y posición,
adjudicando un trofeo especial llamado “Gran Premio Entrada a Bogotá”. Esta etapa,
naturalmente, se correrá con casco y coraza y antes de salir los corredores deben hacer
testamento y despedirse del señor Presidente como los romanos del emperador: “Los
que van a morir te saludan”.
A continuación me voy a permitir recordar algunos sucesos históricos relacionados
con la vida de la capital de la república, que hacen imperioso que continúe siendo la
etapa final de las carreras en bicicleta.
Don Gonzalo Jiménez de Quesada tenía noticia, entre otras cosas, de que en algún
lugar de las Indias había habido un cacique que acostumbraba cubrir su cuerpo con oro,
y que luego se bañaba en una laguna, en la cual naturalmente, se acumulaba el precioso
metal, y tomó la resolución firme y decidida de que nadie sino él encontraría “Eldorado”,
pues así dio en llamarse aquel fabuloso lugar. Cómo a un hombre que va buscando
semejante cosa se le ocurre treparse a una meseta, en donde es absolutamente
imposible bañarse al aire libre sin caer instantáneamente muerto de una pulmonía,
mucho más si como dice la leyenda, “el cacique se bañaba al atardecer”, es algo que
ningún historiador nos ha podido explicar todavía. Tal vez el pobre don Gonzalo perdió
el tiempo y no encontró nada por buscar en lugares tan absurdos... Pero lo cierto fue que
fundó a Bogotá, y como era todo un caballero dejó en la ciudad y en sus habitantes un
sentimiento de respeto por todo lo que fuera noble y caballeresco. Los bogotanos, por
no hacer quedar mal a tan digno señor, resolvieron quedarse a vivir allá y crear una
ciudad famosa por sus buenos modales, su elegancia y su corrección. La buena voluntad
no les faltó, pero se presentó un enemigo inesperado y terrible: el frío. El mismo frío que
detiene a las puertas de Moscú y mata lentamente a todos los ejércitos que tratan de
llegar a ella. Los gentiles moradores de la meseta se cubrieron con mantas primero,
luego con sacos y abrigos. Se enguantaron las manos amoratadas, se hundieron el
sombrero, se pusieron bufanda, anteojos, bigote, todo lo que encontraron a la mano. El
frío seguía igual.
Es un frío que los provincianos no podemos comprender, porque no nacimos en él
y no lo tenemos en la sangre, pero sí que lo conocía Asunción Silva cuando dijo: “Era el
frío de la muerte, era el frío de la nada...”, y el frío lo acosó tanto que enervado, yerto,
tiritando, el gran poeta se suicidó. Yo no sé si con aquella medida logró entrar en calor,
pero lo cierto es que sus coterráneos decidieron seguir su ejemplo y no teniendo ni el
valor ni la locura para suicidarse, arremetieron contra los demás.
Cuando yo leo en los periódicos que en Bogotá paramó o que hay una ola de frío,
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ya sé lo que va a ocurrir: prenden hogueras enormes en los edificios que darán mejor
llama, y así han incendiado, por turnos, los edificios de la prensa de todos los partidos,
en orden y sistemáticamente. El nueve de abril se mataron los unos a los otros, se dieron
un baño en sangre tibiecita y encendieron tales hogueras que hubo una ola de calor por
todo el país. Lo mismo atacan a un boxeador indefenso y a media noche (1), a un
Presidente bien guarnecido en su palacio (2), o a un estudiante retozón en la calle y a
pleno día (3); donde los coge el frío arremeten. De todo esto se deduce que para que
haya paz y tranquilidad en la República es necesario mantener calientes a los bogotanos.
Si se sigue el plan arriba propuesto, cada año los de la capital pueden salir con el
entusiasmo que demostraron recientemente, y armados de lazos, piedras, botellas, etc.,
atacar a los ciclistas sin hacerles daño alguno, pues como queda dicho, estos tienen
derecho a usar armadura. Con esta medida creo que todos quedaríamos satisfechos,
inclusive los corredores, ya que esta brutal etapa final será la más dura prueba y la
ambición de todos.
Ramón Hoyos nos aparece a través de lo que la prensa ha dicho de él, inclusive en
el artículo burlón que le dedicó “Semana”, como un muchacho honrado, serio, trabajador,
que ambiciona instruirse, sin vicios ni taras. Pero lo que lo convirtió en el ídolo del pueblo,
y lo que motivó el recibimiento extraordinario que le brindaron las provincias, no fueron
esas cualidades, ni su velocidad en plano, ni el premio por trepar montañas, ni la
organización de su equipo, ni su figura sencilla y simpática, sino su inexplicable y
monumental supervivencia a la entrada a Bogotá.
Tomado del libro Entre Nos. 1955.
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la “líbido” y el “inconsciente” trataron de turbar la paz de una literatura alimentada con las
últimas raíces latinas y macerada en los llantos convencionales de los náufragos del
Romanticismo. Rebelde cuando en España se suma a los grupos de la “Residencia de
Estudiantes”, de donde habrán de salir Lorca y Alberti para la poesía, Luis Buñuel para
el cine, y para la pintura la gran frustración clownesca de Salvador Dalí. Rebelde cuando,
de regreso a Colombia, toma en serio la “Revolución en Marcha” de Alfonso López, trata
de establecer una verdadera reforma educativa y se acerca a la dolorosa realidad de
Nariño con una serie de soluciones que aún están esperando ejecutar. Rebelde en su
lucha desigual y extremada entre 1946 y 1948 cuando se jugó la vida todos los días, el
sí auténtico guerrillero citadino, y hubo de tomar el camino del exilio tan pronto se
apagaron, con los incendios del 9 de abril, sus esperanzas revolucionarias. Rebelde en
su lucha por la paz, en la que él creyó con corazón intrépido, hasta que lo llamaron a la
realidad los genocidios de Hungría y Checoeslovaquia (sic). Rebelde cuando protestó
contra la humillación de Praga que debió significar para él la frustración de una lucha de
cinco lustros. Rebelde cuando se resistió a seguir viviendo a pesar de poseer todo cuanto
dicen que hace a la vida digna de ser vivida.
Rebelde con causa, eso fue Jorge Zalamea. De allí dimanaban su soberbia, su
orgullo satánico, su insolencia desafiante. Porque estuvo contra todo y contra todos, fue
un inconforme esencial que anduvo solo, como el otro, por las calles de su ciudad, con
la maldición y el anatema en los labios, sin diálogo posible.
No quiso al hombre como ser aislado, ni aun, en el fondo, a sí mismo, no obstante
ejercer de ególatra. Pero amó visceralmente, agónicamente al pueblo. Todas sus luchas
estuvieron encaminadas hacia la redención. Equivocado o acertado, su norte político fue
siempre el pueblo. La masa de miserables, de humillados y ofendidos, que convocó en
las escalinatas que se hunden en las aguas leonadas del río de los misterios.
Jorge Zalamea ha muerto, y yo no me atrevo a pedir paz para él. No me lo
perdonaría.
Mayo 12 de 1969.
Columna Bitácora.
COMISTRAJES Y MECATOS
Heladio Muñoz el gran arquitecto, ha lanzado la idea de celebrar dentro de la Feria
de Cali un festival de comida criolla, que muestre a propios y extraños la variedad y
bondad de las mantenencias vernáculas.
La idea es tan oportuna como plausible que la imagino aceptada en el acto.
Oportuna porque busca salvar una tradición de buen gusto culinario, al borde de la
pérdida definitiva. Y plausible, no sólo por eso, sino porque si hemos buscado que
nuestra feria sea colombiana, y más que eso, vallecaucana, y más aún, caleña nada tan
adecuado para darle olor, color y sabor terrígeno que ese festival que nos llevará a
admirar los frutos de nuestros campos prodigiosos.
Somos los caleños un conglomerado diferente desde hace muchos siglos. Aunque
unidos al Cauca Grande en unidad administrativa, constituímos racial y emocionalmente
una parte sui generis de ese todo poderoso. Ni aún en la época en que España había
hecho de Popayán uno de los soportes del gran eje de gobierno que se asentaba en
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
Caracas y en Buenos Aires, dejaron nuestras gentes de opinar con su cabeza y querer
con su corazón. No hubo ciudad más autónoma y levantisca que esta calentana y
enrevesada Santiago de Cali.
Sin embargo, y por caso curioso, nunca tuvimos los símbolos que representan
habitualmente una comarca. Nuestro escudo es un adefesio inventado por un dibujante
de heráldica que había oído cantar el gallo y no sabía dónde. No tenemos un himno que
haya merecido la aceptación popular, que es el supremo jurado en esas cuestiones,
canción típica. Por último, la bandera de Cali resucitada con ocasión de un Congreso
Eucarístico es, con todo el perdón, más nuestra barbería o pendón de caseta verbenera,
que enseña de una “muy noble y muy leal ciudad”.
En cambio, puede afirmarse sin jactancia que no existe otra región de Colombia
donde el gusto por la buena mesa, honrada con los guisos y frutos de la tierra, haya
producido la variedad de viandas y golosinas de que disfrutaban nuestros abuelos. Toda
la riqueza de la agricultura tropical se volcaba sobre los hogares de Cali Viejo para hacer
de la comida un placer y no, como ahora, una simple ingurgitación de vitaminas.
Yo pertenezco a la última generación de caleños que gustó y regustó esos milagros.
Mi infancia está llena de aromas de frutas, de olores de fritanga, de tufos de místicos
condimentos. Después vino el horno eléctrico, la olla a presión y las cocinas con aspecto
de quirófano. En otras palabras, nos civilizamos. Y como entre nosotros civilizarse es
renegar de lo propio, dejamos nuestros platos incomparables porque no eran de buen
tono. Y aprendimos, no la gran cocina europea, sino a alimentarnos con platos en serie,
elaborados sobre las reglas de una culinaria hecha en función de las calorías los minutos
que se “pierden” en el acto de comer.
Hoy el pan se hace en hornos que parecen calderas de trasatlántico. ¿Cómo podría
compararse con aquellos panecillos tiernos y sápidos, aliñados para el paladar y el olfato
que elaboraba en rito casi litúrgico, “Misá Esther”? El día en que imaginaron en Club San
Fernando una “máquina” para fabricar empanadas, pensé que los restos venerables de
las Rodríguez se estarían estremeciendo ante el sacrilegio. Y ese pandeyuca de hoy,
con sabor a bicarbonato, ¿será por ventura primo hermano del que amasaban con manos
de ángeles las Zorrillas? Y algunos de los artículos de la pastelería en serie de hogaño,
podría aspirar a competir con las colaciones de “Misá Angelita” vendidas en paños
cuasieucarísticos por Uldarica y ¿qué decir de doña Ana Joaquina Escobar y su antología
de frutas rellenas, colaciones, y alfeñiques? Y el “mecato” de las Caicedos y los
bizcochuelos y los “comistrajes” de las López, no valían por un tratado de perfección. ¿Y
cuál dulce más moderno, más fino y sutil que las caspiroletas que “patentó” Belarmina y
cuyo secreto heredó Joaquina Sierra? Y, ah mal año para las “Colombianas” del doctor
Caicedo, aquel en que resucitaran los confites batidos, las melcochas y las grajeas de
“Misá Amalia”. ¿Y cuándo se casó mejor una doncella que nuestra leche cuando se unía
a las acemas que fabricaba en sus hornos misteriosos mi tía Eudoxia y Benilda Romero?
¿Y qué decir de los refrescos? Que vengan todas las colas y gaseosas, arrodilladas
y reverentes, a rendir vasallaje ante la bebida de mi tierra vieja. Ante la chicha dulce con
hojas de naranjo, el champú de lulo, el masato burbujeante y el “Agua fresca en limpios
vasos por Secundina Collazos”.
Qué gran homenaje estamos debiendo nosotros, los nietos descastados, a las
lejanas abuelas que habían hecho del yantar una de las bellas artes, en esos tiempos en
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
que la mesa era el lugar de la cita de la familia. Y no el cadalso donde se mata al hombre.
Cuando el mejor regalo para Navidad, Pascua o San Juan era enviar al clan vecino una
bandeja repleta de dulce desamargado, hojaldres, encurtido de ciruelas, queso de coco
y torta de pastores. Admirables mujeres esas que se “metían” a la cocina a dirigir la gran
orquesta de ollas y sartenes, porque sabían que el mejor presente para el marido, el hijo,
el prometido, el hermano, era un plato adobado por sus dedos de reina.
El lector que me haya acompañado hasta aquí sin indigestión se preguntará si he
olvidado el sancocho y los tamales. No en mis días. Que sería como olvidar la tierra
donde nací y donde he de reposar. Los dejé para lo último, para ver si por ir de zagueros
no los olvidaban sus paisanos. Porque, y valga la verdad “eso” que ahora se hace con el
mismo nombre no pasa de ser un recuerdo o caricatura.
Hace algunos años hube de librar una batalla descomunal para que no se obligara
a envolver los tamales en papel celofán, en vez de generosas hojas de biao o bijao, como
se dice ahora. Pero casi que estoy arrepentido de mi salida. Porque lo que se cuece
ahora con ese nombre es una masa chirle en la que naufragan unas cuantas papas y
alguna vaga y lejana reminiscencia de carne. Las razones económicas impusieron la
transformación de aquellos suculentos tamales “inventados” en Cartago, maravillosa
aleación de tres carnes, pasas y alverjillas, en los que lo “suave como la punta de la
oreja”, hacía de tierna guarnición.
¿Y el sancocho? Que no me hagan recordar el de mi infancia, que sería tánto como
hablar de un muerto querido. Tiempos en que prepararlo era casi una función secreta
que se confiaba a la mujer más experimentada de la casa. Y en que todo obedecía a
rígidas exigencias: la olla que tenía que ser de barro: el plátano que sólo servía de
determinada edad, días contados, la leña, de burilico y nada más, por el tiempo de
combustión y el perfume del humo.
En estos días alguna amiga que se doctoró en culinaria nos invitó a gustar un
sancocho preparado por sus manos. Cuando llegamos, y como muestra especial de
deferencia, nos hizo pasar a conocer la cocina, electrificada como laboratorio atómico.
¡Y cuál sería mi espanto al ver que el sancocho lo estaba cocinando en una olla pitadora!
A los cinco minutos me despedí pretextando un dolor en el hipocondrio temeroso de
hacerme cómplice de un sacrilegio.
Adelante Heladio con el festival gastronómico. Vamos a buscar las cocineras que
aún saben de lo bueno. Y vamos a enseñar a comer a todos estos hibridados que creen
que el “chicken” ¡sabe mejor que el pollo!
S.F. Reproducido en El Semanario, revista de El Pueblo.
16 de diciembre, 1979.
ANDRES CAICEDO ESTELA
Debió de ser hacia fines de la década de 1960 cuando se presentó a mi oficina un
adolescente, casi un niño, con el propósito de darme a conocer unos cuentos de su
invención. Tenía la mirada anhelante de los que empiezan a ver, maravillados y absortos,
y, por qué no escribirlo, espantados, del Gran Teatro del Mundo. La blancura de la piel
denunciaba que, a pesar de su edad, no tenía tratos con la útil frivolidad del deporte. Las
manos, largas y afiladas, temblaban al sostener los originales. Un ligero ceceo (sic)
hubiera permitido pronosticar no sólo la timidez, que es como el común denominador de
todos cuantos temen a la vida porque entienden sus tenebrosas magnitudes, sino notoria
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discordancia entre lo mucho pensado y lo poco querido expresar. Así fue Proust, así es
Jorge Luis Borges. Hablamos durante un rato. Tornamos después a vernos dos o tres
veces. Lo que entonces escribía dejaba una extraña sensación: en la forma, se trataba
de los ensayos, vacilantes a veces, de un principiante.
Pero en el fondo, se adentraba en personajes y situaciones con tal madurez, que se
hubiera pensado que un hombre agobiado por dolorosas experiencias hubiera dictado
esos apretados renglones a un joven, para que los tradujera a lenguaje casi pueril.
Me atreví, en la primera conversación, a insinuarle algunas lecturas.
Pero me di cuenta que a los 16 años conocía, desordenadamente pero con cierta
clarividencia, el fragoroso paisaje de la creación literaria.
Ningún joven me dejó nunca, como él la impresión de aquello que Silvio Villegas
observó en Gilberto Garrido: “El cortocircuito del genio”. Estoy, me dije, ante un futuro
gran escritor sin fronteras.
No volví a verlo. Muy de vez en cuando leía cosas suyas desperdigadas en
magazines literarios, de aquellos que suelen editar novelistas y poetas en agraz, pero
dueños ya de toda la posible e imposible sabiduría...
Tal vez le pareció trillado en demasía el camino de la ficción literaria. Sin embargo,
entiendo que dejó un libro que maravilla ahora a muchos de los que se negaron a creer
en sus inverosímiles talentos. Pero el hecho es que quiso buscar otro medio de expresión
más acorde con la tempestad que ya se arremolinaba bramante en su cabeza, en esa
su testa de joven Alcibíades, coronada, gracias a la herencia maternal, con una frente
hermosísima. Y se lanzó a convertir profesión lo que sólo había sido afición: el cine. En
pocos meses, multiplicados hasta el infinito por la sed de aprender en interminables
vigilias, supo más del fantasmagórico y tramposo mundo de celuloide, que quienes se
creen herederos de Passolini o de Bergman, por haber conseguido una beca socialista.
De aquellas que permiten asomarse durante un año a los introducidos estudios de
Polonia o Checoslovaquia, y tornar al país a revendernos la miseria del pueblo, como
mercachifles de sensibilidad social, en “cortos” que, por lo general, no tienen de bueno
sino ser precisamente eso: “cortos”.
Pero Andrés tampoco cupo en la cinematografía. Su espíritu, como ciertos extraños
gases que se salen de las ordenanzas de la química, y de sus leyes, no tenía continente.
Se evadía de todo.
A los veinte años ya parecía fatigado como quien está de regreso de todas las cosas.
Se hizo hombre de izquierda porque quería ser leal a sí mismo y a su generación. De
haber nacido en tiempos finiseculares hubiera sido anarquista.
Pero sus horas eran dialécticas. Mas esa cárcel también lo condenó a pan y agua.
Era demasiado puro para caber en el tramoyismo de la militancia.
Imagino los días finales. Su silenciosa desesperación enfrentado a un mundo de
injusticias. Su protesta contra sí mismo por no lograr expresarse adecuadamente. La
angustia que se nutría de su enfermiza sensibilidad. Rimbaud pudo huir de París y se
convirtió en áspero traficante africano. Andrés sabía, seguramente, que estaba
predestinado para ser el que siempre huye de sus circunstancias. Estaba obligado a vivir
su época, él que nació para ser un hombre intemporal. Pero ya lo había escrito un ruso
cuya obra seguramente conocía de memoria, en una sentencia que se ha convertido en
honesto lugar común y perdido su relieve como las monedas de mucho uso: “El amor,
como las lágrimas, aspira a ser recíproco. Cuando gime el alma de un gran pueblo, todo
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ALKA-NOTAS
Dentista es un individuo a quien le encanta coleccionar revistas viejas, mientras le
extrae la dentadura a los demás, para poder darle ocupación a la suya.
La anterior descripción, desde luego, es notoriamente be-névola, entre otras
razones porque si hay un gremio cuyas iras no deseamos conquistarnos, es ese de los
odontólogos, entre los cuales contamos por cierto con buenos amigos.
Pero no puede uno menos de reconocer que las amenazas de purgatorio y otras
sanciones ultraterrenas están de sobra mientras en nuestro mundo funcionen los
consultorios odontológicos, a los que todo ser racional —con exclusión del elemento
femenino, que tampoco teme al avión— profesa pavor pero muy justificado.
Al tiempo que un cirujano que ha macerado nuestras delicadas carnes con
dolorosísimos pinchazos, o extraído y tirado a un balde nuestros más valiosos órganos
internos, no nos deja en el ánimo rastro alguno de rencor, el dentista, muy al revés y por
algún fenómeno sicológico que desconocemos, graba en el alma de su víctima una
imborrable sed de venganza.
Así, cuando con él tropezamos en cualquier sitio, le miramos de soslayo mientras
maquinamos mentalmente las más brutales retaliaciones. Le vemos, por ejemplo,
comportándose con irritante desenfado en una fiesta social y no podemos menos de
representárnoslo como un matón victorioso y en plan de celebrar las torturas infligidas
ese día a quién sabe cuántos infelices.
Pero ocurre ahora que debemos darnos por bien servidos. Es decir, quienes
disfrutamos del privilegio de vivir en esta época y hacer uso de los servicios
odontológicos modernos. Porque leyendo unas crónicas antiguas deducimos que en
otras etapas de la humanidad había que ser santo o héroe de guerra china para ponerse
en manos de un practicante de terapéutica dental. Así, verbigracia, para una
pulpectomanía a la antigua se usaba un estilete muy fino de acero recocido
delicadamente, de extremidad un poco aplastada y forma semejante a la del dardo de
una flecha. Cuando el diente estaba cariado y la cavidad de la pulpa al descubierto, se
introducía el estilete hasta el extremo de la raíz; en seguida se le hacían dar dos o tres
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A la mañana siguiente...
EL ETERNO GUAYABO
Hace unos dos meses, el director de Magazín Dominical nos envió con carácter
urgente un artículo aparecido en “The American Weekly” y bajo el título de “The Morning
After” y el subtítulo, obviamente importantísimo para muchos caballeros de: “Lo que
usted puede y no puede hacer con un guayabo”. El autor es un señor Richard Gehman,
quien a juzgar por sus conceptos, ha manoseado el tópico tanto, por lo menos como
Burton el jamonero de Liz Taylor. (Antes de proseguir, permítasenos hacer la célebre
pausa que refresca, pues se trata de formular una indispensable advertencia. El aludido
escrito no nos lo remitieron a modo de amistoso servicio a atención personal, sino para
verterlo del inglés al hermoso idioma cervantino. Quizá de paso, también porque el
director de este semanario se encuentra interesado en el tema, ya que no hay día en que
no nos llame telefónicamente para reclamar la útil obra. Esto es, cuando sus llamadas
“caen”, ¡cosa harto difícil de lograr en Bogotá!
Después de repasar a la ligera el artículo, concluímos que no era el caso de
traducirlo literalmente por motivo a que el señor Gehman sólo alude en él al hangover
originado en las tradicionales celebraciones del primero de mayo, y resulta que conforme
a opiniones de tratadistas en la materia a quienes optamos por consultar antes de entrar
a este trabajo, hay guayabos muchísimo más agudos y sostenidos, como los que siguen
a las festividades navideñas, a la boda de una hija única, a la Semana Santa y a la salida
de un tío de la cárcel. Sólo el Creador, en su sabiduría infinita y únicamente comparable
a la del General De Gaulle, debe estar al corriente de por qué el susodicho señor Gehman
ha tomado como punto de referencia y comparación el segundo día de mayo. Lo único
que se nos ocurre pensar es que se trata de un mártir laboral, que aprovecha el ocio
forzoso del Día del Trabajo para autopromoverse una juerga de bandera durante la cual,
de ello no nos quepa la más minúscula duda, desbarra contra su gerente, tildando de
“that bastard” y otros calificativos con los cuales los gringos suelen aludir a quienes les
hacen poca gracia.
Sea como fuere, de ahora en adelante nosotros, y tal vez muchos de ustedes
lectores también, no dejaremos de dedicarle cada 2 de mayo, un tierno recuerdo a
Gehman, sobretodo si es casado y de contera trabaja en contabilidad.
El grande humorista Robert Benchley declaró una vez que, si se exceptúa la muerte,
no resta ninguna otra cura para el guayabo. Prueba ésta de que él pertenecía al
desdichado grupo de individuos que a “la mañana siguiente a la anterior”, no pueden
precisar si lo que les piden el cuerpo y el alma es un trozo de carne con picante, un kilo
de helado, un confesor, una actriz italiana o media docenas de vasos de ginebra. Pero,
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claro, en este terreno, como en todo hay dosificaciones. Y así lo reconoce el propio
Gehman cuando advierte que a las diferentes personas las afectan distintos tipos de
malestar corporal y espiritual. Algunos individuos apenas logran permanecer
acostándose en silencio y odiándose a sí mismos. Otros se incorporan y proceden a
entregarse a frenéticas actividades, como si con la acción pudieran —¡Cándidos!—
ahuyentar el mal. Los de más allá experimentan una invencible necesidad de pelos de la
misma perra, lo cual si hemos de atenernos a la autorizada creencia de Gehman,
aceptada aunque no practicada por ciertos parroquianos habituales de “El Automático”,
es excesivamente peligroso, ya que una copa a menudo conduce a la siguiente, esta a
una tercera, de allí a la cuarta y finalmente a una turca que a su vez proporciona un
guayabo nuevo, solo que de peores características que el anterior, si cabe. Y por último
están aquellos a quienes el guayabo los induce a tomar las más extravagantes
resoluciones. “Jamás en mi vida, volveré a probar el maldito trago”. “Te juro, mija, que la
de anoche sí fue la última”. “De ahora en adelante me limitaré, en los cocteles a tres
tragos máximo, y en seguida a casita”. “He sido un completo irresponsable, pero ya
verán, ya verán...”. Todas estas formas de afrontar los guayabos, y todas esas
declaraciones, son majaderías. Raro es el hombre o la mujer que, habiendo padecido un
guayabo, nunca cae en otro, asumiendo que no deja la bebida en seco. Existen dos
explicaciones de lo que es un guayabo, según Gehman. La primera algo que le sucede
a uno cuando ingiere demasiado alcohol. La segunda, más completa: el alcohol es un
alimento, pero a diferencia de los otros no contiene minerales, vitaminas ni proteínas, y
no se digiere antes de colarse a la corriente sanguínea. Antes de entrar allí, sin embargo,
el organismo resuelve todo lo que debe hacer, con sus componentes. Nos deshacemos
de quizás un 20% mediante eliminación y exhalación; y la oxidización dispone el resto.
Desafortunadamente para todo el mundo, este proceso oxidizativo comienza en el
hígado, órgano que, como el doctor Lauro, parece posar una mentalidad muy propia y
muy terca. El hígado —todos los hígados— no es capaz de despachar más de una onza
de alcohol, en licor, en una sola hora. Si usted, amigo que nos lee, puede controlar su
bebida a una onza de vodka, ginebra o whisky por cada sesenta minutos, tendrá luz
verde para beber toda la noche sin amanecer al otro día hecho un infeliz. ¿Quién, por lo
demás, logra realizar semejante hazaña, especialmente en la capital colombiana, donde
hasta la más encopetada señorona se acomoda en una hora suficiente de licor como
para hundir una batea? Pero el hígado no es el único ofensor. El alcohol irrita, al igual
que el cobro de impuestos, y suscita toda suerte de conmociones en el estómago, los
intestinos y las entrañas mismas, para no ocuparnos por ahora de las que origina en el
santo seno hogareño. Y por ser un alimento, expele en el estómago jugos digestivos, los
cuales, no teniendo nada más que hacer, se ponen a causar una novedad llamada
gastritis, que lo hace sentir a uno como una mezcladora de concreto o lo mismo que si
se hubiera tragado un par de emboladores. Como si todo lo anterior fuese lo
suficientemente horrendo, y por lo tanto capaz de alejar de la copa hasta un marinero en
vacaciones, veamos ahora el aspecto realmente aterrados. El alcohol reemplaza parte
del oxígeno en la corriente circulatoria. La zona del cerebro que contiene el sistema
nervioso central, vive sanamente hambrienta de oxígeno y no consigue funcionar
normalmente sin este elemento vital. En realidad, la corteza obra como un borrachito,
causando bamboleo, torpeza en el hablar, incapacidad de sostener objetos en el marco,
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
Gonzalo Arango
El profeta del Nadaísmo nació en Andes, Antioquia, en 1931, y murió en
Cundinamarca, en 1976, en un accidente automovilístico. Sus amigos recuerdan que
este joven macilento llegó a Medellín a escandalizar a sus gentes pacatas con
blasfemias, procacidades y atentados dinamiteros a las sagradas instituciones. Pero
antes emprendió oficios serios como el de profesor de literatura, bibliotecario y
colaborador del suplemento literario de El Colombiano. En 1953 se unió a un grupo
político del general Rojas Pinilla, y cuando cayó el régimen se tuvo que refugiar en Cali,
donde difundió, en 1958, el primer Manifiesto Nadaísta. Con el grupo de Cali fundó
Esquirla, suplemento literario de Relator, que hacía las veces de órgano del Nadaísmo.
Su espíritu rebelde e iconoclasta lo llevó a crear este movimiento, que paradójicamente
abandonó para dedicarse a la vida espiritual.
Cuentista, ensayista, dramaturgo, novelista y poeta, cuyos escritos están
atravesados por el humor y el sarcasmo, como crítico urticante de la sociedad. Según su
compañero de aventuras nadaístas, Jotamario Arbeláez, “lo suyo era un periodismo de
combate, de denuncia, de hostigamiento. Pero también de un lirismo blasfemo, y un tono
juguetón y sarcástico”. Su otro compañero, el poeta Jaime Jaramillo Escobar (X-504),
recuerda que lo conoció en 1946: “Era entonces un chico de aspecto delicado, lo más
inofensivo del mundo, siempre con un libro bajo el brazo. No servía para jugar
fútbol...renunció a la universidad porque dijo que lo querían graduar de imbécil...se fue
volviendo agresivo y sombrío”.
Una de las facetas menos conocidas de Gonzalo Arango es la de crítico literario,
que inició en la Revista de la Universidad de Antioquia, en 1953, donde se reveló como
crítico antidogmático y severo de poesía, teatro, novela, y filosofía. A partir de 1954
empezó a escribir también sobre arte y poco a poco fue cargando las tintas con la ironía,
que siempre fue como una segunda piel de su estilo. Dedicó varios artículos a las
exposiciones de su amigo el pintor Fernando Botero, cuando éste apenas comenzaba a
sobresalir.
Entre sus columnas periodísticas figuran: Signo de escorpión y Bolsa de valores,
en El Tiempo; Todo y nada, en La Nueva Prensa; El Heraldo Negro, en El Heraldo y su
famosa Ultima página, en la revista Cromos, que sostuvo desde mediados de los sesenta
por varios años. También publicó en El Espectador, El Colombiano, Diario del Caribe, El
País, y en revistas internacionales.
En vida editó varios libros de cuento, de teatro y de prosa. Al morir se publicó el
volumen “Obra negra” (1974), que recoge sus “Prosas para leer en la silla eléctrica”
(1966), uno de los libros más autobiográficos del escritor. En 1992 la Universidad de
Antioquia recogió parte de su obra periodística en dos volúmenes de “Reportajes”.
Cuando publicó “Prosas para leer...”, el autor confesó en una Ultima página de Cromos
los temores que sintió ante este libro por haber hablado del amor, del mundo, de sus
dudas, sus negaciones, sus locuras y sus furores.
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La crónica en Colombia: medio siglo de oro
La noticia cayó en la ciudad como una hecatombe. Era trágico. En principio se dijo
que me habían asesinado. Luego, amigos compasivos dieron la versión de un inocente
suicidio. Otros, menos amistosos, comentaron: “Claro, no podía reventar sin hacer el
show”. Los últimos, sin ocultar una alegría perversa, se limitaron a desearme buen viaje:
“Con tal de que se muera, aunque se vaya al infierno”.
Yo era inocente de todo. A esas horas, 3 de la tarde, mi vecino me despierta con un
grito desde el solar. Abro la ventana, nos saludamos.
—¿Estás bien?
—Sí, muy bien, gracias. ¿Qué pasa?
—Acabo de oír por una emisora que te habías suicidado.
—¿Yo? Estoy durmiendo...
—Qué raro... Bueno, te felicito... Me alegro de que sea falso.
Miro mis manos: son mis manos con su circuito de venas; los dos dedos del tecleo
tienen las uñas sucias. Prometo limpiarlas a primera oportunidad, pues nunca se sabe.
No luciría bien un cadáver con las uñas mugrosas, no es estético.
Como no soy ingrato, agradezco a mi vecino su preocupación por mis “uñas”, y bajo
la persiana. Trato de reanudar mi sueño, pero la noticia me desvela. Enciendo la radio.
Hago un recorrido fugaz por las emisoras a ver qué dicen. Efectivamente, se dice que
estoy muerto y que se busca mi cadáver para hacerme un reportaje. Como no me
encuentran, recogen rumores en los cafetines que frecuentan mi generación. Por
teléfono desfilan las voces de mis amigos artistas:
“Gonzalo sería el último en matarse” (voz de Santiago).
“Yo no creo, ese Gonzalo es un vividor” (voz de Dulzaina).
“Yo no sé nada... y me da lo mismo” (???).
“Pero ¿es que ustedes no lo conocen todavía? Ese tipo es un publicista y les está
tomando el pelo. Lo que pasa es que esta semana va a lanzar su disco “Nadaísmo” y se
quiere poner de moda, no le paren bolas...” (voz femenina que me detesta tiernamente).
El locutor aconseja no perder la sintonía mientras me encuentran. Pero nadie da con
mi cadáver porque vivo muy lejos y muy solo. Cuando muera seré como hoy: un cadáver
anónimo que se pudre en silencio. Por toda declaración apestaré para decir al mundo
que ya no existo.
Fumo, trato de olvidar. No sé quién ha hecho circular semejante canallada y con qué
fin. Me importa un comino que esa tipa piense que soy un “publicista”. Pero me alegro
de no darles ese gusto por hoy. A pesar de todo, estoy horrorizado.
Bajo a la tienda a telefonear: “No te preocupes, mi amor, están dando la noticia de
que estoy muerto; como ves, es falso. ¿Vamos esta noche a la película de Bergman?”.
Por supuesto, es una mujer. Dice que no puede ir porque tiene un “party”. Dios mío,
estas novias que me invento cambian a Bergman por un té. Si de verdad estuviera
muerto, seguiría arreglando los floreros y poniendo manteles. Mañana las lágrimas, los
sentimientos pueden esperar, pues son eternos. Estoy deprimido.
Abro la libreta para hacer otras llamadas... Desisto. ¡Qué diablos! En realidad, no
tengo a quién llamar. Me doy cuenta lo poco que me interesa la gente, y, sin embargo,
tengo amigos, mujeres, mi pequeña historia de hombre. Mi familia está lejos y no será
posible consolarla. Además, ellos han aceptado desde siempre mi destino trágico. Sólo
tendré que dejarles los gastos del entierro para que no me lo reprochen. No quiero ser
un cadáver injusto, y hay que ahorrar maldiciones póstumas que pueden ser peligrosas
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allá.
Me pregunto qué son, qué hacen aquí estas pilas de nombres que desfilan por mi
libreta. De repente los veo borrosos como fantasmas, existencias fortuitas, ridículas, que
pudieron no existir. Lo mismo yo: si no hubiera nacido, ellos existirían igual. Y esas
mujeres que he amado, ¿qué han ganado con mi amor o qué han perdido? Todo era un
juego, una pasión inútil. Pues si yo no existiera, “otro Gonzalo” con otro cuerpo las amaría
por mí, se dirían secretos, se confesarían la misma pasión. Otros besos las harían
estremecer de placer; otras palabras bautizarían esa dulzura. Su felicidad nunca había
dependido de mí, sino del azar. Yo había encarnado por un instante la aventura, su rostro
furtivo, la imagen de un sueño tan pronto amado como esfumado por un hecho trivial: el
silencio, el ruido de un disparo, el golpe de una puerta que se cierra. El reloj seguiría
inmutable como si nada hubiera sucedido. Ahora lo sé: ¡la vida es una sucesión de
casualidades, nada es verdad! Sólo la muerte existe.
A todo eso que hacen lo llaman “el destino”. Sobre tanto ruido, viento y desdicha
fundan su “inmortalidad”, su razón de vivir. Quizá yo hago lo mismo con estas esperas y
estos triunfos que vanidosamente llamo mi “gloria”. Y, sin embargo, en el fondo de esta
miseria los compadezco y hasta los desprecio. Arruinan sus vidas en vacilaciones y en
egolatrías miserables: se drogan para sentirse dioses, para ser lo que no son, para
olvidar que existen y que van a morir...
Ya es de noche: salgo a la calle a ver qué aire devastado dejó “mi muerte” en la
ciudad. Pues bien: ahí está la ciudad indiferente, “sin mí”. Leí los diarios, me hice
embolar, compré lotería. Hice las cosas idiotas que hacen los hombres. Me paré en una
esquina a ver pasar gente. La séptima era un río oscuro, trepidante. Risas, rumores,
silencios; la rutina de los vivos. Nada había cambiado “con mi ausencia”. Incluso, se me
saludó sin pasión, como si mi existencia fuera un don que esta chusma mereciera desde
siempre. Nadie me dijo “lo siento” o “lo felicito”. Y la implacable llovizna: todo húmedo,
nadoso, aburridor. Ciertamente parecía un decorado para el suicidio.
Cuando regreso a mi cuarto me asalta un insólito delirio de persecución. Pensé
aterrorizado que tal vez me querían matar. Por las dudas, abro en mi bolsillo mi navaja
automática “made in USA”, y enfrento a los sospechosos de la noche. No parecían
interesados en mi reloj, ni en mi muerte. Ya en mi cuarto, devuelvo la hoja inoxidable a
su posición inofensiva. Pongo a Sibelius en la radiola y me tumbo en la cama con
inocencia. Me reconcilio, sé que existo. Ningún presagio ni mariposa negra amenaza
esta soledad. Me deslizo en un vacío tan puro, la perfecta quietud, es casi un sueño: ni
recuerdos ni pensamientos amargos: la nada azul, el olvido...
Ahora amanece y el día es tierno: estoy cansado. Debe ser el oficio de vivir. Hoy,
como todas las mañanas, vino el pajarito que canta en el solar, sobre las ramas del limón.
Es tan triste su melodía, como de un corazón que sufre. Pero el hombre no conoce el
sentido de su dolor. Me pregunto si su canto no alude a cierta “idea” de morir, pues no
niego su alma. En todo caso, sé que su melodía no tiene que ver conmigo: si ayer hubiera
muerto, hoy cantaría lo mismo, él cantaría hasta el fin, por eso es un pájaro. Ni mi vida
ni mi muerte eran el objeto de su canto. Tal vez el objeto de su canto era el silencio.
Pero no moriré aún, lo juro por mi alma. La muerte sólo recuerda a aquellos que la
olvidan. Yo no la olvido, al contrario: le profeso un terror religioso, de ídolo negro. A ella
le agrada que le teman, que la admiren, pues es vanidosa y femenina. Todo lo perdona,
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menos la indiferencia. Entonces mata para ser recordada, para vengarse. Ella “vive” del
tiempo y del miedo de los hombres, su alimento es la desesperación. La muerte existe
solamente en el hombre: por eso no muere el mar, no muere el río, no muere el árbol, no
mueren las estrellas. Sólo muere el hombre, porque “sabe” que muere.
Debo a la muerte, y algún día pagaré. Al nacer acepté el precio de vivir y lo encontré
terrible. Para no morir me hice religioso, me aterraba el aniquilamiento, me parecía
injusto no ser más, despedirme de mí mismo para siempre. Era un juego de ilusiones y
de niño. Luego descubrí mi dura verdad de hombre y acepté la derrota. Desde entonces
no aposté más a la ilusión sino a la vida y a este mundo. Pagaré no ser eterno, pero
después de vivir plenamente. Aún soy pobre. Sólo la vida me hará rico para pagar al
destino. Vivir es un precio tan alto que sólo se paga muriendo. Negar la deuda o apelar
a la resignación no resuelve nada, no es viril. Y, además, no hay que ser ingratos, pues
la miseria total habría sido, por ejemplo, no haber nacido.
Ya no aspiro a otra vida, es cierto, pero aspiro a ésta plenamente. Restituyo a mi
barro un orgullo y una dignidad. Soy de aquí, soy del tiempo, y amo esta tierra que es un
astro de flores, de mujeres, de mares, y para decirlo humildemente: ¡no soy un dios!
Tampoco lo lamento. Pues soy de carne, canto y en mi conciencia de luz giran los dioses
y los planetas. ¡Estoy orgulloso de mí mismo, y nada se ha perdido! Ni siquiera el paraíso.
A los amigos que me honraron con sus notas fúnebres, pido perdón por
defraudarlos. Los elogios pueden esperar como el verano, y como yo.
Con la luz que agoniza se harán los girasoles de mi tumba. Será, pues, para otro
día. Lo prometo. Sólo lamentaré no estar para leer las notas y pegarlas en mi colección
de vanidades. Con ellas cerraría el álbum que contiene mi pequeña historia de poeta y
de narciso. Al final, hasta podría poner de epitafio esta frase de Shakespeare:
“La vida es un cuento contado por un idiota”.
Días después de escribir este relato, recibo cartas y recortes de amigos, donde me
explican que un joven desengañado se colgó de un naranjo en Medellín. Lo siento
mucho. Por desgracia, el joven suicida se llamaba “Gonzalo Arango”, como yo. Eso
indica que llamarse Gonzalo Arango es un honor que mata. Con semejante nombre sólo
quedamos dos: yo, y otro que está en “La Gorgona”, por asesino.
Revista Cromos, 27 de septiembre de 1965.
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de la obra pictórica del Botero, con cierto matiz satírico y de humor negro que, para el
caso, bien podría calificarse de “humor plástico”. La exposición del pintor colombiano, sin
duda de primera magnitud, permanecerá abierta durante un mes.
Me pregunto que hago aquí presumiendo de saber lo que ignoro; tratando de
explicar lo inexplicable; usurpando el honor de dirigirles la palabra para desentrañar los
enigmas de esta pintura, y ayudarlos a salir del atolladero. Declaro sinceramente que
ante la pintura no estoy seguro de nada, salvo de mi emoción. Por ejemplo: si esa señora
que ahora está contemplando “manzanas” se sintiera perdida como en un desierto, y me
llamara para decirme: Señor, usted que es tan inteligente, ¿me quiere explicar esto qué
es? Yo no vacilaría en responderle: —Son manzanas. Si mi dama no quedara contenta
con la respuesta, podría preguntar aún: —Claro que son manzanas, al menos eso dice
en el catálogo. Pero ¿qué quieren decir? A lo cual contestaré: —Quieren decir: son
bellas. La buena señora se desespera con mis respuestas tan tontas, y hasta duda de
que yo sea inteligente, pero como ella desea ser comprensiva hasta la exasperación
volverá al ataque: —Sí, naturalmente, veo que son bellas, inclusive, algo exageradas
para mi gusto, si hasta parecen totumas, pero, en fin, como yo no sé nada de estas
cosas, dígame por favor y perdone, ¿para qué sirven? Entonces yo le diré con mucho
respeto, pero a punto de perder la paciencia: —No sirven para nada. Si la ilustre dama
queda insatisfecha y sigue preguntando y buscando explicaciones, entonces me pondré
grosero y le diré: —Querida señora, si me sigue molestando con preguntas idiotas, la
hago meter a la cárcel. Creo que la querida señora se callará por fin al verme tan decidido
a llamar al policía de la esquina. Cinco minutos después, al verla tan desamparada y
afligida ante los raros “monstruos” de Botero, me arrepiento de llamar al policía, y le digo
con mucha dulzura: —Mi querida amiga del alma, le voy a dar un consejo: no trate de
comprender racionalmente el milagro, es inútil. ¿Puede usted explicarse un milagro en
términos lógicos? Espero que la señora sea lo bastante sensata para decir que no. Pues
en caso de que diga sí, yo pensaré que está loca, y me iré de la Galería antes de que
suceda una desgracia, ya que no hay nada tan peligroso como una persona cuerda,
ustedes se imaginan. Tanto, que les advierto: No teman la ira de Dios, no teman a las
balas de “Tirofijo”, no teman a la “dialéctica de los puñales”, ni a la próxima devaluación,
ni a la peste amarilla. Pero teman eso sí, a esa hecatombe con cara de académico que
es un cuerdo. Si por casualidad lo encuentran en la calle, no vacilen en llamar a Sibaté,
porque si ustedes se descuidan, el cuerdo es capaz de convencerlos de que Fernando
Botero es un monstruo, Gonzalo Arango un loco, Efraín González un santo, y el
presidente un gran orador. Lo cual, como ustedes saben, es absurdo.
Por eso yo, no soy cuerdo, no voy a presumir de explicarles la pintura de Botero. A
lo sumo, voy a explicar que la pintura de Botero es inexplicable racionalmente al menos
para mí. Si pudiera hablar de un naufragio del espíritu, lo siento allí, en presencia de ese
misterio que es la pintura. Me acerco a un cuadro, me pongo frente a él con humildad,
con generosidad, con fe y hasta con terror, pues el arte es una aventura en la que uno
se embarca para salvarse o perderse; para identificarse o ser rechazado. Me embargo,
pues, en la densidad insondable de una tela cuyas orillas son cuatro tablas. En ese
espacio infinito en posibilidades al espíritu, como limitado en el espacio, me suceden dos
cosas: a) Lucha entre sujeto y el objeto por una comunicación...Si no es posible, soledad,
vacío, rendición y fracaso. b) El cuadro me emociona, me conquista con una plenitud
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posesiva, turbadora, deslumbrante: un triunfo de su belleza en mí. Amo esa belleza. Esto
no significa que el cuadro que no me emociona carezca de valores, que no sea bello
para su autor, y para otros. Conforme a la sensibilidad estética de cada espectador, ese
cuadro ganará sus adeptos, y está en su derecho. También los perderá, por “otras”
razones. Así que, no se preocupen. La belleza solo es universal para cada uno. Como el
arte no es ley sino libertad, ustedes están en el derecho inalienable de que la pintura de
Botero no les guste, no les emocione, no les comunique ni su belleza mágica, ni sus
secretos. Botero no se suicidará por eso, ni yo tampoco. Ni siquiera dejaré de decir esta
noche por penúltima vez que Botero es el pintor colombiano que más admiro porque más
me emociona. A otros, por razones tan admirables como las mías, los emocionará más
Obregón, Alcántara, Luciano, Álvaro Barrios, Gómez Jaramillo y hasta el canciller Gómez
Martínez, que ahí donde lo ven tan diplomático, también como que es pintor. Y está bien
que así sea, pues una exposición de pintura no es un reinado mundial de belleza, en el
que por lo general todos estamos de acuerdo en que esa frente... esos ojos... esas
orejas... esa boquita... ese cuello... ¡Qué senos! el ombligo... las curvas... y ese monokini,
merecen el título de Miss Universo.
Quiero decir que con un criterio intelectualista nunca se apreciarán los valores
esenciales de la obra de arte. La Razón es enemiga de lo que no comprende, del misterio
de la poesía, que son materia prima de la pintura. La Razón, en su ceguera, exige
significados, rechaza el azar, los valores mágicos, el milagro. Por eso es una aliada
indeseable del arte.
Yo aconsejaría a los que vienen a una exposición despojarse de prejuicios
intelectualistas, desnudar el espíritu de sensacionalismos sombríos, de dogmas helados,
hasta lograr una especie de inocencia adánica, de trance inspirado, con lo cual quedarían
abonados para el milagro. Algo semejante a lo que hacen los fieles de ciertas religiones
al dejar a la entrada las sandalias para no profanar el templo y llegar puros de escoria al
encuentro con lo divino. No creo que la belleza de un cuadro entregue la magia de sus
secretos a aquellas cuya solicitud sea, puramente intelectiva. Igual rechazo sufrirá el
espíritu religioso que se acerca a Dios con argumento miserable de que Dios existe
porque se deduce de la armonía de los astros, o por la ley lógica de la causalidad, o por
el dogma revelado. Yo opongo a esos razonadores de entelequias la vía directa de las
emociones, la comprensión pasional, la intuición lúcida, el deslumbramiento espontáneo.
Pues el arte no se funda sobre las razones de la ciencia o la filosofía, sino en valores del
mundo sensible, inclusive de esas despensas inagotables de lo irracional y lo
inconsciente.
No creo en absoluto en la preeminencia escolástica de que sólo es bello aquello que
comprendo. A mí me sucede lo contrario: yo no comprendo a Dios, y lo que admiro de Él
no es su existencia, sino su Misterio. Lo mismo pasa con el amor. Uno se enamora de
una mujer esencialmente, sólo en la medida en que esa mujer es misterio, posibilidad y
lejanía. Según la teoría de que sólo amo lo que comprendo, sostengo que los
escolásticos nunca se enamoraron de una mujer, pues ésta es negación de la Razón, y
lo prueba el hecho de que uno sólo se casa cuando está loco. Confieso que siempre he
tratado de ser razonable ante la Belleza y he sido rechazado por ella. La Razón no es la
clave para el ¡Ábrete Sésamo! que da entrada al mundo de lo maravilloso. Es una llave
falsa.
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Conozco intelectuales que se quedan en las nubes al oír por primera vez una
hermosa sinfonía, alegando que no entienden. Entonces van al diccionario universal de
la música para leer el argumento en que se inspiró el compositor, o para practicar los
ejercicios de respiración exacta en el punto en que los músicos de la orquesta “pasan” la
partitura, o el director saca el pañuelo para sonarse. Entonces con su arsenal de datos
en el cerebro, el idealista melómano pide permiso a su corazón para apasionarse con el
venero de la belleza, pues ya está en paz y reconciliado con las exigencias de la Razón.
Y ahora sí, al oír la sinfonía por segunda vez, la ama porque ha asesinado el misterio de
la poesía, el carácter mágico del arte.
Hay que ser fervientes frente al arte, pues este es una manifestación de espíritu
religioso. Yo, aunque no comprenda las razones de ese fenómeno ni el origen de su
llama, percibo su belleza y la luz de su deslumbramiento. El que exija comprender todo
del arte, su razón de ser y el origen de su fuego, no verá nada, aunque abra los ojos,
pues sus resplandores lo cegarán. Ese no podrá admirar la pintura de Botero que es para
la fascinación. Pues la belleza que deslumbra y emociona es el reino del arte.
Los racionalistas van a protestar por esta apología de la emotividad que baja al arte
de su alto trono coronado por la razón. Me preguntarán: Pero ¿basta la emoción para
que exista la obra de arte? Yo diré simplemente: —Si una obra de arte me emociona, es
bella para mí—. Según eso —refutarán— ¿las novelas de Amanda Román son bellas
obras de arte por el hecho de que emocionan a las secretarias y a las vendedoras del
“Ley”? Yo, que no tengo nada contra las secretarias, y soy amante difusor de los
derechos femeninos, uno de los cuales es la cursilería, diré:
—Claro que sí, con la diferencia de que la vendedora del “Ley”, o la secretaria que “se
priva” con su jefe porque le recuerda a Errol Flyn, y que en cambio no se desmaya ante
un cuadro de Botero.
Pues a este infierno de belleza no entran los justos, ni los lógicos, ni los académicos
ni las secretarias que “se privan” con Errol Flyn, ni las vendedoras que “se mueren de
ataque” con Amanda Román. A la pintura de Botero, como a un templo de iniciados en
los misterios del arte, sólo pueden entrar los que están abonados para el milagro; los que
comprenden el absurdo sin que por eso estén en un manicomio; los que no confunden
los “monstruos” de Botero con los monstruos de Talidomida; los que han venido a esta
inauguración al escondido del psiquiatra. Y, en fin, en esta belleza sólo pueden entrar
ustedes, pues el hecho de que hayan venido esta noche a la gruta de Casimiro a ver a
Botero y a oírme hablar, me hace pensar con razón que ustedes no son absolutamente
cuerdos. Pero no se ofendan con este elogio, pues si alguien del respetable público ha
leído a Amanda Román, que tire la primera piedra...
Lecturas Dominicales de El Tiempo,
22 de agosto de 1956.
UN SEDUCTOR DIARIO
A veces soy feliz, especialmente cuando amo. Dejo que la vida me pase por los ojos
y me dejo existir con una pasividad que no hace resistencia al temor ni a la idea de morir.
El espíritu de inquietud cede sus furores al silencio, y una especie de bruma adormece
las impaciencias del alma.
Pero el amor, aunque es mi sentimiento más creativo, no puede ser nunca la imagen
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Esa es, en esencia, la naturaleza y el destino del amor: lo que nace, vive, languidece,
muere, y constantemente resucita. Y su resurrección dependerá del milagro que no es
otra cosa que la Poesía. Pero esta poesía no son versos, ni se refiere a idealismos
despojados de carne. Esa Poesía es Vida, está hecha del cuerpo de los amantes, sus
deseos, sus silencios, y de cada átomo de energía viviente.
El amor, esa efusión, no es un divorcio del cuerpo y del espíritu, sino sus bodas. No
existe el amor carnal ni el amor ideal. Tales prejuicios son aberraciones de la moral. El
auténtico amor, el puro amor, es la apoteosis de cuerpo y alma en la unidad viviente de
dos seres triunfando sobre la muerte.
Digamos en su honor que el amor es un misterio, y que su única evidencia es que
existe. Pues sin duda existe y aclara otros misterios con su poder revelador. A veces, en
noches de desamparo y amargo ateísmo, en brazos de una mujer, he descubierto el
rostro de Dios. Por eso para mí es sagrado, porque colma en mi alma los abismos de lo
divino, la necesidad de un ideal que dé sentido a la vida y haga florecer la tierra. Pues
Dios es todo lo viviente, sobre todo una mujer amada, excepto cuando carga el amor de
cadenas, de servidumbres, para hacer de la vida un infierno.
Esos pensamientos que imprimo sobre el amor son la respuesta a una pregunta
furtiva de una mujer burguesa. Ella quería saber si el amor era para mí algo espiritual o
material. Yo le dije con sumo respeto:
—Señora, son las dos cosas, pero en la cama.
Como era célibe y puritana se escandalizó. Pero yo no tengo la culpa de que el rostro
de la verdad sea, como en el amor, un rostro desnudo. Mejor dicho, dos rostros
desnudos.
Tomado de Obra Negra, Buenos Aires, 1974.
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