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Wilson Gómez Moreno

APUNTES AL MARGEN

Didáctica de la Escritura

Bucaramanga
2005
PRIMERA EDICIÓN
Agosto de 2005

DIAGRAMACIÓN, IMPRESIÓN Y ENCUADERNACIÓN


(Sic) Editorial Ltda.
Proyecto Cultural de Sistemas y Computadores S.A.
Centro Empresarial Chicamocha Of. 303 Sur
Tel: (97) 6343558 - Fax (97) 6455869
Bucaramanga - Colombia
E-mail: siceditorial@syc.com.co
www. siceditorial.com

Corrección de textos
Hernando Motato
Puno Ardila

Cubierta:
De la serie “Maderas”
Técnica Mixta “ 20 x 16 cm”
2001
Luis Fernando Bernal

Comentarios
wgomezm@universia.net.co

ISBN: 958-708-156-0

Prohibida la reproducción parcial o total de esta obra,


por cualquier medio, sin autorización escrita del autor

Impreso en Colombia
A María Eugenia,
Javier Augusto y
Juan Sebastián.
Contenido

De fantasmas y culpas ..................................................... 9

El taller ........................................................................... 15

Cinco apuntes sobre la escritura ................................... 37

La lectura, un acto estético de construcción


de sentido ....................................................................... 45

La argumentación en el discurso del aula .................... 51

Diálogo sobre el ejercicio de la argumentación ........... 57

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De fantasmas y culpas

De fantasmas y culpas
Reflexiones autobiográficas en relación con la lectura y la escritura

El primer libro que atrapó mi atención –tal vez porque


siempre estuvo escondido- fue La alegría de leer, un
texto de mi abuela que contenía, entre muchas cosas,
descripciones sobre la naturaleza, los insectos, los monos,
algunas ilustraciones bellísimas y muchas historias -como
“La ninfa eco”, “El pavo real y el ruiseñor”, Los viajes de una
gota de agua”,” El hada del bien”..., de las que vine a tener
razón años después de la muerte de doña Elvira, cuando
mi tía lo rescató del baúl donde permaneció por más de
medio siglo. Ya no tiene pastas y el ciclón del tiempo arrasó
con muchas de sus hojas; es imposible encontrar las
referencias bibliográficas; en los márgenes se puede hallar
un abundante repertorio de números telefónicos,
direcciones -tal vez por eso su celo con el texto- y apuntes
realizados con los débiles trazos de alguien que apenas
conoció el alfabeto. Mi encuentro con la lectura y la escritura,
descontando ese maravilloso hallazgo, fue absolutamente
frustrante y doloroso; en mi caso, no hubo un alma
generosa que indicara el camino. Descubrí mi pasión por
los libros muy viejo y por el accidente afortunado de la
soledad.

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Wilson Gómez Moreno

Mi abuela me amenazaba siempre con llevarme a la escuela


porque allí sí iba “a saber lo que era bueno”. Recuerdo que
algunos de los tantos refranes que repetía entonces eran
aquellos de que “la letra con sangre entra” y “sólo lo que se
aprende con dolor perdura”. Eso lo tenían claro mis maestras,
seres llenos de bondad a pesar de todo que murieron en su
trabajo, seguras de estar haciendo lo mejor.
Llegué a la escuela con los bolsillos llenos de colmillos de
animales, piedras preciosas y pedazos de pita que, junto con
algunos huesos y cañas, hacían parte de mi colección de
juguetes. Conocía muchos de los senderos que rodeaban la
casa de «Cuatro Esquinas», como los caminos al nacimiento
de la quebrada y la ruta de La Virgen por donde atravesaba
un breve bosquecito de piedras que, según contaba la gente,
hacía parte de la maleta que el diablo había olvidado en su
camino. Encaramado en la roca más alta contemplaba mi
bello pueblo mientras leía la intrincada complejidad de lo
que para ese entonces era todo el universo. Sabía leer en
el pasto, con acertada precisión, los rastros de animales o
caminantes; cazaba cangrejos, y con maestría dibujaba a
Mickey Mouse, Tribilín, Pluto, al Fantasma... personajes
que emergían del envoltorio de la panela, ingrediente
indispensable del “mercado de tienda” de los lunes.
Cuando llegué a la escuela mis profesoras me convencieron
de que no sabía leer ni escribir, porque estos oficios no
consistían en descubrir o reproducir los significados del
mundo. Escribir era una tortuosa repetición sin sentido de
rayitas, bolitas y enredados gusanos resortados que terminó
persuadiéndome de que tampoco sabía dibujar. Con
agotadoras planas de “colombinas”, i de indio, u de uva, o de
oso, a de ala y de extrañas ¿consonantes? me hicieron creer
que “saber escribir” era dibujar letras bonitas y ordenadas

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De fantasmas y culpas

y mantener el cuaderno limpio, faenas que en mi caso


resultaron complicadísimas y extenuantes, sencillamente
porque mis trazos nunca se ajustaron al gusto de mis
profesoras. A estas alturas tengo una caligrafía tan ilegible
como los gusanos que me obligaron a dibujar; y de mi orden
prefiero no hablar.
Me ocultaron que los signos que trataba de representar en
el cuaderno remitían a cosas reales del mundo, que
“mamá”, significaba doña Rosa y no la m con la a, la m con
la a y la tilde. Me obligaron a mentir: en mi casa no teníamos
“osos” o “sapos” que se “asomaran”, mi papá nunca “puso
la sopa en la mesa” y en la cuadra apenas si alcanzábamos
a jugar maras y no waterpolo como lo pretendía la cartilla.
Cuando aprendimos a tartamudear las sílabas y a escribirlas
separadas con guiones, nos enseñaron a repetir en voz alta
frente el salón retahílas de palabras y frases y a transcribir
del tablero textos breves que pocas veces entendíamos, sobre
biología o historia patria. Aún recuerdo sin dificultad la
primera lección de educación cívica en segundo de primaria:
“Zapatoca fue fundada el 13 de octubre de 1743 por el padre
Francisco Basilio de Benavides, cura párroco de Guane, y nueve
compañeros más.
El ejercicio de escribir estuvo sujeto al miedo, porque
cuando no estábamos transcribiendo nos estaban evaluando.
Además de la angustia por el olvido ante la necesidad de
repetir de memoria estaba el terror de no saber cómo escribir
“bonito” y correctamente las palabras. No puedo olvidar
cómo algunas profesoras, después de exponernos al ridículo,
nos arrancaban las hojas o nos hacían repetir los cuadernos
completos porque omitíamos tildes o confundíamos la b de
burro con la v de vaca.

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Wilson Gómez Moreno

Desde segundo de primaria hasta sexto de bachillerato


–grado undécimo en la actualidad- repasamos los conceptos
de sustantivo, adjetivo, adverbio, preposición, y tantos otros
que nunca aprendimos a reconocer en la práctica porque
los ejercicios de aplicación no tenían una intención
auténticamente comunicativa. Nos ocultaron que los
verbos son acciones en el mundo, que muchos adjetivos
son el resultado de la contemplación, que “bello” no es
una palabra que califica a un sustantivo sino que bello era
mi pueblo desde la piedra desde donde lo contemplaba.
No recuerdo un cuento distinto a Caperucita roja o la Bella
durmiente. Por las manos de mis profesores jamás pasaron
Las mil noches y una noche, Las aventuras de Tom
Sawyer o las obras de Pombo. Recuerdo con más facilidad
los discursos de protesta ante un gobierno que violaba los
derechos laborales del magisterio, y que se repitieron hasta
el último semestre del colegio. Cuántas veces salimos a
gritar a las calles para que les pagaran el salario a los
profesores o para salvar el Instituto de un “cierre
inminente». Gracias a Dios olvidamos con mucha facilidad lo
que aprendimos en el bachillerato, me decía un colega. Yo diría
que aprendimos muy poco.
Muchos años después, y por circunstancias accidentales del
destino, debí asumir el papel de maestro. Sin ninguna
preparación y sin más ayuda que mi torpe iniciativa, terminé
replicando la metodología del castigo, el regaño y el soborno,
obligando a unos pobres chicos -que aún con mucha razón
deben odiarme- a repetir innumerables planas que
terminaron por convertir la lectura y la escritura
-maravillosos instrumentos de conocimiento del mundo-
en un castigo. Hace poco me sorprendía al comprobar
cómo a estas alturas la coordinadora de disciplina de un

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De fantasmas y culpas

«colegio de avanzada pedagógica» castigaba a un pupilo con


una tarea que consistía en repetir 500 veces “Debo respetar
a mis profesores y compañeros”. ¿Quién no va a odiar la
escritura después de estas estupideces?
Si en la escuela aprendimos a odiar la escritura, el colegio
nos despertó el rencor por la literatura. Entre muchas
razones porque todos los ejemplos de uso correcto del
lenguaje eran extraídos de obras clásicas de literatura que,
así sueltas, no dicen nada; segundo, porque sólo nos
mostraron fragmentos (sospecho que mis profesores jamás
leyeron las obras completas). Recuerdo que me tocó leer
María de Jorge Isaacs a los diez años. Nuestro gran escritor
no tiene la culpa de la torpeza de los maestros, pues una
obra de esta magnitud y con este lenguaje le dice muy poco
a un niño de esa edad que sueña con ser el hombre invisible
y cuya principal preocupación es que llegue el fin de semana
para ver, donde los vecinos menos pobres, “Los súper
amigos”. Tuve que esperar siete años para conocer al Conde
de Montecristo, a Dartagñan, a Jim en la Isla del tesoro
y a Oliver Twist. Debí esperar doce años para ver realizado
mi sueño de volverme invisible con David Copperfield,
y quince para arrimarme a la filosofía, apasionante universo
del que me espantó el más mediocre de todos los docentes
que tuve la desdicha de tener, el profesor de filosofía, un
embaucador que nos embromaba en sus clases
aterrorizándonos con sus normas y hablándonos de fútbol,
materia de la que vine a saber años más tarde. Él tampoco
sabía.

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El taller

El taller

A modo de introducción
Alguien (un amigo insiste en que se trataba de Paulo Freire,
pero no he podido hallar la fuente) se preguntaba qué pasaría
si a la escuela tradicional se le asignara la tarea de enseñar a
montar en bicicleta o, mejor, preparar competidores para
el ciclismo profesional. Imaginemos por un momento a
un grupo de profesores discutiendo el problema. Lo
primero que haríamos como buenos pedagogos sería
enfrentarnos con las tradicionales preguntas: ¿Qué debe
saber un niño para montar en bicicleta? ¿Qué competencias
debe desarrollar un ciclista profesional? ¿Cuál debe ser el
perfil? ¿En cuántos momentos dividir el proceso? Y por
supuesto ¿Por dónde empezar? No es difícil suponer el
acuerdo: por la historia, porque ¿cómo es posible que un
estudiante se monte en una bicicleta sin conocer por lo
menos el origen del aparato? He aquí el eje temático del
primer semestre: Historia de la bicicleta I. Relatos,
inventores y hechos históricos relevantes, incluyendo la
biografía de los grandes campeones del ciclismo; incluso,
las primeras narraciones de la Vuelta a Colombia en bicicleta
pasarían por el aula.
Conocida la historia, es indispensable que se conozca
profundamente la estructura y el funcionamiento de la
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Wilson Gómez Moreno

bicicleta. Éste será el momento para entrevistar ciclistas y


mecánicos, preguntar sobre las piezas, desarmarla, dibujar
las partes, en fin, es muy probable que pensando en la
dimensión sensible, alguien insista en la necesidad de que
los muchachos exploren con los sentidos la bicicleta y
escriban cuentos y poemas para que aprendan a amar ese
maravilloso invento que los acompañará el resto de sus
vidas. Al finalizar el segundo semestre tendremos un grupo
de chicos bien informados sobre la historia de la bicicleta,
conocedores de biografías, glorias y hazañas del ciclismo; y
con seguridad otro grupo significativo de estudiantes
corriendo de un lado a otro con sus padres en busca de
expertos que acepten elaborar carteleras con los modelos
de bicicletas habidos y por haber, para recuperar los logros
que quedaron pendientes. Para este momento del proceso
seguramente la materia se habrá integrado en un proyecto
de aula con matemáticas, geometría, dibujo y habrá mucha
cosa pendiente por allí.
Ahora bien, como en la discusión sobre las destrezas físicas
que se comprometen en la práctica de este deporte se
privilegia el equilibrio, adquirir competencias en esa
dirección será la meta del tercer semestre. Para eso nos
inventaremos aparatos estáticos, ejercicios y una rica
variedad de rutinas que les permitirán a nuestros pupilos
montarse por fin en el aparato. Permítanme figurar un
boceto del programa de cuarto, quinto y sexto semestres:
Impulso I, II, III, Desenvolvimiento en pista, Prácticas en
terreno abierto, Reglamento del ciclismo, Instituciones
oficiales (que regulan y promueven esa práctica deportiva).
Al cabo de tres años nuestros estudiantes habrán
desarrollado conocimientos muy valiosos sobre el deporte,
la bicicleta y el reglamento, pero seguramente serán unos

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El taller

torpes en el manejo del aparato o estarán en las condiciones


mínimas de competencia.
Traigo a colación esta caricatura porque, si bien es
indispensable volver a reconocer que el insípido desarrollo
de la pedagogía de la escritura se debe precisamente a que
no hemos superado la metodología de la repetición
mecánica y sin sentido de prácticas inútiles como las planas,
los métodos silábicos, los dictados y la copia de los textos
guía, el problema no se resuelve sólo con intenciones
pedagógicas o incorporando en el aula estructuras
curriculares minuciosamente definidas o soñando
didácticas ideales. Un método aislado encierra un peligro
reduccionista; es más, pensar en métodos para escribir es
tan absurdo como concebir la idea de encontrar la felicidad,
alcanzar el éxito o el verdadero amor a partir de un recetario
minucioso de propósitos.
Tal vez por eso, cuando debo enfrentarme con un auditorio
para hablar de didáctica, insisto en lo complejo que resulta
tratar de salvar la razón de ser de los profesores y de los
manuales de escritura, como de los docentes y los manuales
de investigación. En el sentido estricto, nadie puede enseñar
a leer, a escribir o a investigar a nadie; ésta es una realidad.
Los libros de metodología de la investigación, como los
manuales de redacción, pueden resultar absolutamente
inútiles si pensamos en procesos de pensamiento. Aprender
a formular un proyecto de modo alguno garantiza una
pericia investigativa. Los conocimientos sobre gramática o
lingüística general tampoco pueden asegurar una buena
escritura. Son importantes -es posible-, pero la experiencia
nos demuestra que el buen uso de las normas gramaticales
solo puede salvar el texto de ciertas ambigüedades y facilitar
la comprensión del lector; lo que de ninguna manera

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Wilson Gómez Moreno

garantiza la calidad estética o conceptual de lo que decimos.


El problema es de contenido, de ideas de pertinencia, del
nivel de persuasión que el texto logre despertar en el lector.
Si profundizamos en el arte de escribir, en el oficio
propiamente dicho, maestros como Gabriel García
Márquez insisten en la relevancia de una aptitud innata;
“se nace o no se nace escritor”; otros, como Bioy Casares,
Vargas Llosa y Rilke, nos conceden la esperanza de creer
que se puede llegar a producir buena escritura con el trabajo
continuo y decidido. Estoy convencido de que, como en
todas las artes, para ser escritor se requiere una gran cuota
de ingenio. Visto el problema desde esta perspectiva, no se
puede enseñar a escribir. Creo que es posible enseñarle a
una persona a utilizar herramientas de argumentación,
propiciar espacios que mejoren los procesos de pensamiento
relacionados con la composición y la corrección de un texto,
favorecer la conciencia sobre la estructura, la gramática, el
sentido lógico.
Estos aspectos se pueden discutir y mejorar y seguramente
hasta aquí pueden llegar las intenciones del taller. Pero la
inspiración, la agudeza crítica, la ironía o la creatividad son
definitivamente aptitudes individuales que están por fuera
de los alcances pedagógicos; proponer lo contrario me parece
irresponsable. Y otra vez quiero citar al maestro:
“Haría falta -como falta todavía para todas las artes-
una franja especial en el bachillerato con clases de literatura
que sólo pretendan ser guías inteligentes de lectura y
reflexión para formar buenos lectores. Porque formar
escritores es otro cantar. Nadie enseña a escribir, salvo los
buenos libros, leídos con la aptitud y la vocación alertas.
La experiencia de trabajo es lo poco que un escritor
consagrado puede transmitir a los aprendices si éstos tienen

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El taller

todavía un mínimo de humildad para creer que alguien


puede saber más que ellos. Para eso no haría falta una
universidad, sino talleres prácticos y participativos donde
escritores artesanos discutan con los alumnos la carpintería
del oficio: cómo se les ocurrieron sus argumentos, cómo
imaginaron sus personajes, cómo resolvieron sus problemas
técnicos de estructura, de estilo, de tono, que es lo único
concreto que a veces puede sacarse en limpio del gran
misterio de la creación”. 1
De allí que la didáctica, y robándole algunas ideas a Mauricio
Pérez Abril, se entiende para nuestro caso como un
problema de interacción, un ámbito de decisiones y
tensiones. Un terreno donde se concreta una concepción
sobre la enseñanza, el aprendizaje, el lenguaje, el sentido de
la escuela que tiene un carácter particular ritualizado en el
tiempo y el espacio, dependiente del contexto y los
sujetos involucrados. Escribimos siempre desde una
intencionalidad. Una didáctica de la escritura es una
didáctica que explora lo interior, una didáctica de la
reconstrucción, del borrador, no del producto. Una didáctica
que reconoce la diversidad de escrituras, que enfrenta al
sujeto con una situación vital de comunicación y
autorreconocimiento. Con estas consideraciones mínimas,
entremos en materia:

El taller de escritura
Sí, es posible que hayamos utilizado muchas veces y en
circunstancias diversas el concepto de taller, queriendo
sugerir una metodología, una forma de hacer que justifica
acciones o intenciones de enseñanza, muy útil cuando el
1
GARCÍA Márquez Gabriel. UN MANUAL PARA SER NIÑOS.
1995. Op. Gráficas. Santafé de Bogotá. Colombia

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Wilson Gómez Moreno

maestro debe ausentarse del aula, por ejemplo. Todos los


días los maestros asistimos a talleres. Los hay sobre
competencias, currículo, lectura, liderazgo, pensamiento
positivo, en fin, esta designación parece incluir una gama
indescifrable de actividades que lo único que tiene en común
es que ninguna se parece a la otra. Como suele suceder
con el ensayo, la palabra “taller” se afianzó en el ambito
académico para señalar casi cualquier cosa. Los libros de
texto de buena parte de las editoriales califican sus guías
como “talleres” porque sugieren actividades prácticas, están
cuidadosamente organizados con instrucciones precisas,
indicadores de evaluación, competencias e, incluso, guías
para el maestro con la solución a los problemas que vienen
señalados, además del programador semanal de actividades.
Estos manuales han ganado un espacio bien importante en
la escuela porque constituyen un recurso sin igual para
ahorrarle el tiempo al profesor de pensar los procesos
pedagógicos. Cuánta falta nos hace una revisión juiciosa y
crítica de estos instrumentos ideológicos y excluyentes.
Cuando discutimos sobre las particularidades del taller
encontramos muchas versiones; sin embargo, podemos
aventurarnos a decir que en nuestro medio se suele calificar
al taller (pedagógico) como el conjunto de actividades que
se desarrollan en un espacio y un tiempo determinados y
en donde, en oposición a lo meramente teórico,
predominan las actividades prácticas distintas de la clase
magistral.
Estas razones fueron el punto de partida para que un grupo
de estudiantes de maestría en educación (Pontificia
Universidad Javeriana, Convenio Universidad Autónoma
de Bucaramanga (1998), dirigidos por Fernando Vásquez
Rodríguez) resolviera inmiscuirse en la cotidianidad de los
talleres del entorno para buscar, por medio de un ejercicio
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El taller

de investigación, las características de un verdadero taller.


Así, ayudados por un diario de campo, y luego de un año de
discusión y análisis, se lograron precisiones didácticas muy
importantes que son la base de lo que quiero poner a su
consideración. Mi aporte particular toca el problema de la
escritura. De este modo, cuando aquí nos referimos al
“taller de la vida cotidiana”, estaremos haciendo referencia
a esos talleres que se encuentran en el entorno: talleres de
reparación de motocicletas, de autos, de estufas, ebanistería.
El taller desde nuestra perspectiva de investigación se define
como un conjunto estructural de prácticas, eventos, rituales,
objetos y formas de hacer que se articulan en una dinámica
compleja, particularizada en cada situación, en cada
problema por resolver. En lo cotidiano, el taller es un espacio
donde se resuelven problemas. Al taller se lleva el auto, la
motocicleta, la estufa, el horno; en fin, quien llega a un
taller necesita solucionar una dificultad. Pero no se lleva
una licuadora al taller de ebanistería, ni el auto al taller de
motocicletas, así que la primera característica del taller es
su particularidad, su identidad, determinada por el objeto
de las acciones que allí se realizan y que de manera general
están referidas a la reparación, reconstrucción y
producción de algo en forma cooperativa involucrando
unos actores, un espacio, un tiempo, unas acciones y un
producto.
Partiendo de estos dos principios debemos pensar que la
especificidad de nuestro taller es la escritura; es decir, que a
él deben llegar personas interesadas en reparar, producir,
construir o reconstruir escrituras; por lo tanto, el saber que
aquí debe circular es el saber sobre el oficio de escribir. Del
mismo modo, el taller debe tener siempre una
particularidad, que en este caso está determinada por la
naturaleza discursiva de los textos que se quieran trabajar.
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Wilson Gómez Moreno

Aunque podamos considerar unas generalidades para todos


los talleres, los procedimientos, las herramientas, los
modelos difieren radicalmente si estamos trabajando sobre
un relato, una noticia, un texto argumentativo, una carta,
un texto expositivo o descriptivo. Cada género guarda su
propia complejidad y condiciones. Por tanto el punto de
partida para el trabajo debe ser el de los acuerdos en relación
con el tipo de texto que se trabajará y, con él, las condiciones
de producción y evaluación.

Exploremos los actores


Por regla lógica en el taller encontramos un maestro y unos
aprendices con papeles bien definidos y que, más allá de las
tareas específicas que realicen, su rol en el escenario está
condicionado por el conocimiento práctico, y su efectividad
en la solución de problemas. No encontramos en nuestro
trabajo una condición distinta para la integración de un
nuevo miembro al taller o para la asignación de un rol.
Cuando un aprendiz recibe una tarea es porque ha
demostrado su pericia en el manejo de la situación; no basta
con que el sujeto afirme que sabe; debe demostrarlo. Fue
de esta manera como se formó el maestro, que ha
construido su saber en la acción y ha tomado conciencia de
ello; sabe y se reconoce en ese saber, lo que le permite
teorizar y enseñar. En esto radica su autoridad.
Si pensamos en la formación del maestro para el taller de
escritura debemos razonar sobre un proceso de
reconocimiento, validación y transformación de su discurso
escrito. Así como el maestro experto en la reparación de
motocicletas ha aprendido en la acción sobre los motores,
los engranajes, los cables, los tornillos y la grasa, un maestro
de escritura ha de depurar su hacer con textos de diversa

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El taller

naturaleza, arriesgarse a publicar sus intentos, haber


desechado muchas páginas con contenidos obtusos,
incompletos, que no dicen nada, que no sirven para nada;
pasar por el proceso doloroso de parir una idea, pero
reconociéndose en cada etapa, haciendo consciente cada
logro desde el sentido.
De otra parte, si el saber especializa y da autoridad, el saber
comunicar es una condición indispensable. No se trata sólo
de “manejar” un conocimiento; hay que saberlo enseñar.
En el taller se aprende observando, imitando. El maestro
del taller “enseña” haciendo primero la tarea para que su
alumno repita; es decir, llega con sus textos, con su versión
permanentemente reconstruida del oficio. Y así como en
los talleres cotidianos los modelos juegan un papel
importante, en nuestro taller el alumno debe armar su
propia colección de textos que evidencien el manejo
exquisito de la techne: textos de autores, estilos y géneros
diversos, teniendo como consideración central que no sólo
es escritor quien escribe novela, cuento o poesía; es escritor
quien domina el oficio. El maestro entonces debe incitar a
su pupilo a recorrer las estructuras, las relaciones, los giros,
la forma como cada autor hace ilación con sus proposiciones.
Debe enseñarle a navegar por el entramado significativo
del texto y a reconstruir los caminos transitados; en síntesis,
enseñarle a leer como escritor. Resumamos: el maestro en el
taller es quien sabe hacer, enseña “mostrando el saber”, orienta el
hacer del otro, revisa, aconseja, aprueba y evalúa.
Cuando un nuevo discípulo llega al taller, lo primero que
debe hacer es limpiar, ordenar, alcanzarle al maestro o al
“ayudante” más experimentado lo que necesita, y esta tarea
aparentemente sencilla le permite manipular los objetos y
procesos relacionados con la especialización de lo que allí
se hace. De este modo, la principal cualidad del aprendiz
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Wilson Gómez Moreno

ha de ser su actitud receptiva para desarrollar la intuición,


la lógica y la inteligencia práctica. En el taller la
construcción del saber se da por niveles, por etapas a las
cuales se llega sólo demostrando competencia. En un taller
de escritura el aprendiz debe conocer de primera mano la
poética de los grandes escritores como la de sus maestros;
manipular textos, diccionarios, manuales de gramática y
estilo, fichas; jugar con las palabras, los sinónimos, figuras
literarias; comprender la naturaleza de la oración, atornillar,
pegar ideas elementales, pero sobre todo enfrentarse
continuamente con las impresiones de los otros. Cuando
ya ha logrado cierta experticia, arma partes pequeñas
(párrafos en nuestro caso). Un aprendiz debe especializarse
en limpiar las repeticiones, la adjetivación excesiva; ajustar
la coherencia entre el artículo, el verbo y el adverbio;
desarmar y volver a armar los textos que el maestro estudia
o está reparando.
La primera tarea es el contacto sensorial con la realidad.
Escribir es, en primera instancia, describir; y para describir
hay que desarrollar los sentidos, aprender a observar, tocar
y explorar lo que el entorno nos ofrece. Una descripción
insípida es el reflejo de un desarrollo sensitivo igualmente
desabrido. Resulta muy oportuno, como complemento de
estas actividades, revisar la novela del siglo XIX, tan rica en
el detalle. Pero ¡cuidado! Hay que tener presente que la
escritura es una práctica discursiva, causa y consecuencia
de la vida social, inmersa, como el sujeto que la concibe,
en un contexto sociolingüístico y cultural específico. Se
escribe siempre para algo y para alguien. Por lo tanto, una
condición esencial es que desde el primer instante haya en
las rutinas del taller de escritura un receptor y, por supuesto,
una situación comunicativa real.

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